Cuentos Cortos

Narciso Segundo Mallea


Cuentos, colección



Prólogo

Segundo Huarpe...

Firmado con este pseudónimo recibí cierto día un libro amablemente dedicado. Se titulaba "Medicina de Agujeros", y para explicar la denominación decía por ahí uno de sus personajes:

"Llamo yo medicina de agujeros a esa medicina que se practica con cierto desgano, con un relativo fastidio, con una cierta ansia de otra cosa, con un desengaño irremediable; y que se ejerce sin lecturas que sobren, sin consagración exclusiva; una medicina de enfermos para curar, con pocas dudas, para que haya pocos agujeros que tapar. Estos médicos que se hastían en el eterno camino de un solo pensar, de un solo hacer, son los médicos literatos, los médicos pintores, los médicos escultores, los médicos músicos, los médicos poetas, los médicos "que no sirven". Hombres que tienen demasiada sensibilidad para las ingratitudes y demasiada sensibilidad para el dolor ajeno; individuos que truccan una cuenta por un afecto; cándidos de la verdad de la vida... Esos desviados de la profesión, son los que llegaron tarde a una consulta porque en el andar dieron con una obra de arte que les embelesó, u oyeron una sonata que les produjo encanto, o escucharon la triste historia de un amigo; son gentes que se sientan en un banco soleado de una plaza con un libro de Musset"...

Empecé a leer "Medicina de Agujeros" con curiosidad. La curiosidad convirtióse a poco en interés y con la última página terminó en franco agrado. Algo de moliercseo tenía en su espíritu aquel libro. No era, en apariencia, sino una serie de ecroquis y relatos escritos por una pluma jocunda y retozona; pero en su esencia venía a resultar un verdadero proceso contra los médicos, contra la petulancia de su saber, contra el solemne empaque de los simuladores que con frecuencia medran cínicamente a expensas del dolor ajeno, contra el industrialismo profesional, en fin. A veces el autor se aplicaba a sí mismo sus flagelantes burlas, que de tal modo cobraban más risueña eficacia. Con tono jovial, sin recurrir a la diatriba, Segundo Huarpe desenmascaraba, implacable y vengador, el modus operandi de sus colegas. Y sus sonrientes sátiras alcanzaban por niomentos una eficiencia digna del Bernard Shaw de "El dilema del doctor."

No había allí malevolencia ni amargura. Lo que había era escepticismo, discreta zumba, chanza acidulada que no llegaba jamás hasta el sarcasmo. Y por sobre todo ello, una especie de bondad desencantada y nostálgica, sostenida por un robusto idealismo. Quien había escrito aquello no era un panfletario: cra un humorista. Uno de csos humoristas que moralizan al lector jubilosamente, que ríen para no llorar como el personaje de Beaumarchais, y que a través de sus holgorios dejan entrever, no encono ni desdén, sino enternecimiento por la flaqueza humana. Me eautivó también el libro aquel, por los esbozos de tipos, por la rápida pintura de ambientes y costumbres que, a lo largo de los capítulos, había ido trazando el autor con rasgos vívidos, aunque fragmentarios y dispersos. Me encontraba sin duda en presencia de un escritor original a pesar de su estilo un tanto desmañado y tropezoso.

Quise saber quien era Segundo Huarpe, y me costó poco averiguarlo. Era un escritor sanjuanino: el Doctor Narciso S. Mallea, descendiente de cierto alférez real que pasó de Chile al país de Cuyo allá por el año de 1570, y casó — según cuenta Sarmiento en sus Recuerdos de Provincia — con la hija del cacique de Angaco. Se trataba pues de un Huarpe de auténtica prosapia, que reivindicaba altivamente en su pseudónimo la procedencia indígena. Supe además, que el Dr. Mallea había sido por largos años político y periodista militante en la provincia de Buenos Aires, en donde ejerció su profesión con probidad y brillo; que había viajado por Europa y escrito libros: de carácter científico algunos, como los "Bosquejos de algunos médicos italianos y sus clínicas"; de índole política otros, como "El maquiavelismo de El Presidente". Supe que ya sur le tard establecido en la capital para atender a la educación de sus hijos, y retirado de toda acción, dedicaba los vagares de su fuerte madurez a cultivar la literatura, hacia la cual lo inclinó siempre incoercible vocación. Supe en fin, cuando me fué dado conocerle en persona, que de su antepasado el fijodalgo español D. Juan Eugenio de Mallea, había heredado los modos caballerescos y el porte señoril, mientras que de la princesa Huarpe le venía, a través de las generaciones, un férvido amor por la tierra maternal.

He aquí que Segundo Huarpe nos ofrece en este volumen una docena de "cuentos cortos" de índole diversa: nuevo y sabroso fruto de sus devociones literarias. No se encontrará en él la unidad que le prestaba a "Medicina de Agujeros" un sentido moral no escaso de hondura, y al cual confluían, como hacia una corriente interna, todos los elementos espirituales —observación, emoción, designio crítico— diseminados por las páginas del libro. Pero estos "Cuentos Cortos" ganan en amenidad artística, lo que, comparados a "Medicina de Agujeros", puedan perder en significación pensante.

Enunciar su título es definirlos. Se trata de relatos breves, en los que el autor —narrador excelente— vuelve a recrearnos con su jovialidad imperturbable. Sírvenle para ello los más desemejantes argumentos: una evocación chinesca cuyo protagonista se deja cortar la cabeza antes que hablar, y muere predicando con el hecho la virtud del silencio; un caso de psicología morbosa personificado en un zángano alcoholista y frívolo; un chascarrillo de rueda que describe la irrisoria pesadilla de cierto fraile glotón; una fábula de nodriza, reflejo de la obsesionante alucinación de una mujer de "tres caras"; un croquis de ambiente, de personajes, y hasta de un familiar caballo de campaña, trazado con bonachona malicia. Hállanse también en este libro el cuento extraño, como aquel de la mujer enamorada de un ave, que recuerda a Leda, y el cuento provinciano que reconstruye con palpitante realidad, aspectos de la existencia mediterránea. Uno de estos últimos, "La Pichona", tiene la ligera emoción y la fuerza evocadora de una remembranza infantil. Otros, como "El loco Castro", están inspirados en tradicionales consejos del folk-lore sanjuanino, y cobran, por lo mismo, un sabor genuino de leyenda popular.

Cuentos, fábulas, leyendas, consejos... Bajo su forma sencilla, algunas veces ingénua, en ocasiones conmovida, casi siempre refocilada y traviesa, estas historias, agregadas a "Medicina de Agujeros" vienen a definir una interesante figura literaria. Repitámoslo para concluir: hay en Segundo Huarpe un escritor original. Su imaginación y su ingenio, su arte de relatar, su independencia de juicio, su sano y espontáneo buen humor, su generoso idealismo en fin, le confieren esta dignidad rara en las letras nacionales: una individualidad.

Juzga por ti mismo, lector.

"Corso"

En un remoto pueblecillo vivía un viejo galeno entregado en cuerpo y alma al manso oficio de curar. Sin hijos, compartía su vida con Doña Perpetua, su mujer, y con "Corso", la bestia que tiraba a diario de su destartalada calesa.

Cuando tenía alguna gresquecilla con su mujer, íbase al establo a ver a "Corso". Le palmeaba, le pasaba la mano por el lomo, le acariciaba las orejas, y cuando se acordaba de algún enfermo grave, metía las manos en los bolsillos, miraba al compañero de diaria fatiga y se quedaba pensativo. "Corso" dejaba de comer y ponía triste la mirada como si también pensara en el caso. Al fin el galeno decía: qué diablos..., y se ponía en marcha; entonces veníale a "Corso" un estornudo, como si dijera: anda, que Dios proveerá...

Decía el viejo médico que "Corso" era el ser más inteligente que él había conocido. Y sí que lo era. El sabía donde debía pararse cuando el viejo práctico visitaba a sus enfermos; conocía el mejor vado y salvaba los baches sujetando el andar de manera que nadie sufriera el contragolpe: ni el amo ni él. Y cuando el Dr. Molina que así se llamaba su amo—poníase a hablar solo, cosa que sucedía a menudo, veníale a "Corso" una tosecilla que el galeno reprimía con un recio movimiento de riendas... Y era resignado; cuando no había pienso, sabía esperar, y apenas si los clientes del físico, aposentados en el ancho zaguán, oían alguna patada en el establo, como si la pobre bestia exclamara: bueno, pues, ya pasa esto de castaño obscuro...

Provisto el gallinero, algunos ahorros dados a rédito, consideración y bendiciones del vecindario, amistad inalterable con el boticario, el cura y el juez, salud del alma y del cuerpo, qué más felicidad, qué mayor beatitud para un galeno sencillo, bueno, católicamente ignorante, viejo ya, en el último tramo de la fatal pendiente?

Miedo tenía su mujer de tanta felicidad, de tanto vivir sin desazón, y no había día que no fuera a la iglesia a dar gracias a Dios por tanta ventura dispensada.

Pero la maledicencia es sutil. Ella anda por todas partes: se enseñorea de los palacios, vaga por los campos, y cuando encuentra alguna puerta cerrada se filtra por una rendija. Una amiga de Doña Perpetua díjole un día que el viejo médico se demoraba más de lo necesario en casa de una dama achacosa, viuda, famosa por su antigua belleza. Fué esta revelación para la seneilla consorte un recio golpe que ella supo disimular con cristiana sensatez.

Era Doña Perpetua una mujer hecha de religión, que da fortaleza, y de escasa lectura que da sólo deberes. Ella sabía que los hombres son los hombres, y que la mujer es hecha para callar y tener paz... Pero tenía una espina que la incaba cuando estaba a solas. Sería cierto?... Su marido nunca le dijo que la dama achacosa fuera su cliente. — Si "Corso" hablara... —decía Doña Perpetua.—Y más de una vez fuése al establo. (Seguro que la noble bestia diría para su capote: ni aquí me dejan tranquilo) Doña Perpetua observaba a "Corso", y repetía entre dientes: "Si este pobrecillo tuviera el don de la palabra!"—El animal parecía que entendía, dejaba de comer, se mosqueaba con la cola, como preparándose para el discurso... y después hundía la cabeza en el pesebre, como si exclamara con fastidio: qué me viene Vd. con esa música Doña Perpetua...

La sencilla mujer salía descorazonada, y después de unos dos o tres suspiros dirigíase aliviada a reunirse con su marido.

Pero el demonio es tentador. La santa mujer se hizo un día esta reflexión. Si "Corso" tiene el talento de pararse solo en las casas de los enfermos que asiste mi marido, claro está que si yo paso en la calesa por lo de la dama achacosa el dócil animal ha de detenerse y se habrá descubierto el pastel".

Hízolo así Doña Perpetua. Una tarde que el viejo médico echaba cuentas, manifestóle su mujer deseos de dar un vueltecilla en la calesa. Cayó la limonera sobre los sufridos lomos de "Corso", y a andar. Pero el pícaro animal sabía que esa tarde no iba el galeno en la calesa: lo sabía porque necesitaba de mayor esfuerzo para tirar del carruajecillo, y lo sabía por un temblor de las riendas que le daba cierto cosquilleo en el pescuezo, fué por eso que no se detuvo en casa de la dama achacosa.

Fuera de sí, Doña Perpetua, púsose a toda brida en camino de la casa. Llegó, y lo primero que hizo al bajar de la calesa fué dar al inocente "Corso" un beso en la frente.

El galeno que vió esto desde adentro, gritó:

—Qué haces, mujer, estás loca...?

Ella respondió:

—Si es un santo!...

El manco Rodrigo

Rodrigo llegó a la estación de su pueblo al anochecer, con una cara de estudiada satisfacción. Pero estaba triste. El viaje sólo habíale servido para gastar sus únicos ahorros. Atravesó el andén por entre el ralo gentío y fuése a una fonda vecina.

No pudo conciliar el sueño. Pensaba en lo infructuoso del viaje... Si en vez de pasar dos meses en Buenos Aires en busca de trabajo se hubiera comprado un brazo de palo o de goma que rellenara esa manga hueca, loca, de su saco, que menoscababa su aspecto de mucamo criollo, bien parecido, respetuoso... señoril... El que había soñado siempre con un brazo artificial, de mano eternamente enguantada...

No le quedaba otro recurso que ir al otro día bien temprano a lo del señor Guzmán y rogarle le tomara otra vez. No había estado en su casa veinte años?... "Veinte años!" —exclamaba Rodrigo, y se revolvía en un ímpetu de energía.

Guzmán recibió al antiguo criado tomando el fresvo de la mañana en aquel día de diciembre, bajo el amplio corredor de la casa provinciana, arrellanado en su sillón de paralítico, al que le condenara un grave ataque apoplético.

Refirió Rodrigo a su patrón el viaje con sus peripecias y andanzas. Díjole que había presentado sus cartas de recomendación, pero que todo fué inútil. Se le dijo invariablemente que volviera, que esperara..y el tiempo pasó. El creía que su defecto físico fué el motivo principal de su falta de suerte. Concluyó por arrepentirse de haber dejado la casa donde tantos años sirviera y por pedir a Guzmán le ocupara nuevamente.

Pensó el paralítico unos instantes, y dijo a Rodrigo que lo hablaría con Fernanda (su mujer); que permaneciera en la fonda hasta que él le llamara.

Era Guzmán un hombre manso y de buen sentido. El comprendió que no era posible desoír la súplica de un criado que había servido veinte años en su casa. Pensaba que un viejo servidor llega a ser como un depositario de secretos de familia a quien es preciso considerar. Tuvo presente los graves disgustos habidos en su hogar y recordó emocionado que Rodrigo fué testigo mudo de ellos.

Llamó a su mujer y la puso en conocimiento de lo que pasaba. Rodrigo había vuelto de Buenos Aires. Nada había conseguido y pedía se le tomara en las condiciones de antes. Doña Fernanda le sacó al Diablo para ponerle al pobre manco. Todo menos verle otra vez en casa. Una vez fuera, fuera estaría... Los hijos de Guzmán opinaron como su madre: "estaban ahítos del manco".

El paralítico oyó a su mujer y nada repuso. Pero cuando sus hijos manifestaron sus desconsideradas razones, les miró de tal guisa que les hizo bajar la vista.

Llamó el anciano a Rodrigo y le manifestó que no era posible volviera a su casa; pero que había resuelto ayudarle en el establecimiento de un pequeño comercio que le proporcionara los medios de vida.

No tardó el manco en poner manos a la obra. Alquiló un reducido local y se dedicó al expendio de tabaco y cigarrillos.

Entre la escasa clientela que frecuentaba la desmantelada tienda, había dos amigos del paralítico, tertulianos de tresillo, a quienes, más que el propósito de dejar al manco alguna ganancia, llevábales otro designio: obtener de boca del criado (que suponían despechado) la confirmación de sucesos graves que se dijo pasaIron en casa de Guzmán. Rodrigo lo negó todo.

Esta acción de los amigos de su patrón llenó de indignación al fiel servidor, el cual notó que con su desmentido no había disipado lo que hubiera querido ocultar o borrar; antes bien, parecióle que se había grabado más en aquellos hombres la convicción de que eran ciertas las especies propagadas. Pensó entonces que la mejor manera de desvirtuar hechos graves era substituirlos por otros semejantes, de menor o ninguna importancia.

Así lo hizo. Esperó el momento que estuvieran en la tienda los dos parroquianos y refirióles hechos que realmente no eran los que habían sucedido.

Pero la acción del manco no llegó a la casa de Guzmán noble como ella era. Un día asaltaron los hijos al paralítico y le hicieron cargo de proteger a un criado infiel; que no sólo revelaba secretos de familia, sino que inventaba cosas que nunca existieron: como que hubo en la casa jugadores y hasta tuberculosos!...

—No puede ser; no puede ser —dijo el paralítico Rodrigo nunca bebió. No está loco...

Llamó Guzmán al manco para saber de su boca lo sucedido.

—Señor —dijo éste—. Cuando el cauce del río se seca, la maledicencia va a los arroyuelos... Yo no dije eso, no; no fué así... Algunos de sus mejores amigos quisieron obtener de mí la confirmación de los sucesos que en esta casa tuvieron lugar. Yo lo negué todo y tuve el convencimiento de que nada había desvanecido... Me pareció que había hecho lo que el reo que todo el mundo señala y que sólo niega, que nada explica... Entonces desfiguré los hechos. Dije que la substracción de dinero que hizo a Vd. su hijo Ernesto y que costó a Vd. su ataque de apoplejía no fué tal substracción; que lo que en verdad pasó fué que su hijo se excedió en el juego y tuvo Vd. que hacer frente las pérdidas... Ydije que el repentino alejamiento de la sociedad de la señorita Emilia no fué por ocultar nada desdoroso, sino que habiendo dicho el médico que tenía un principio de tuberculosis fué enviada con toda premura y sigilo en busca de clima propicio, viaje que no fué divulgado por ocultar la enfermedad que lo ocasionaba.

Cuando Rodrigo concluyó, el paralítico estaba pálido y tenía los ojos clavados en el suelo. Hizo señas al criado para que se aproximara. Le tomó de la mano, se la apretó cariñosamente, a la vez que veníale un sollozo convulsivo. El manco estaba en pie; dos gruesas lágrimas corrían por sus mejillas.

En ese instante aparece la mujer de Guzmán y cree que su marido sufre otro ataque:

—Qué hay?... pregunta.

Después de unos segundos, el paralítico responde:

—Nada!... Es que los amos suelen también llorar con los criados...

"Remigio"

Era "Remigio" un hermoso galgo: fino el hocico, colgantes las orejas, alargado el cuerpo, renegrido el pelo, con una faja blanca que semejaba un cinturón de gladiador. Me lo dió un amigo que parecía también un galgo, dado en extremo a la caza, solterón empedernido, cincuentón casi... —Llévese esa hermosura, me dijo—. Como éramos vecinos y nuestras casas lindaban, yo tomé el animalito con cariño y me lo llevé con esa fruición de quién hurta una golosina.

Mi mujer, al verme, exclamó: —Ya te vienes con un semillero de pulgas! —Mujer, la dije, semillero no; pero algunas pulgas si... Algunas será bueno haya en casa; hijos no tenemos; todo es aquí limpio como una patena, seco, agrio, en razón de que no hay quien ensucie..quien dé un picotazo. Ya verás como concluyes por tener amor a este perrillo...

—Oh!...

—Sí, ya verás...

"Remigio" salía del regazo materno con los atraetivos de un ser alegre y rollizo; fué por eso que mi mujer comenzó a cobrarle cariño, que él fomentó con sus gracias y cabriolas.

—Ya he comenzado a llamarle "Jazmín", me dijo un día que el animalito le hacía fiestas.—No, la dije, qué esperanza! Poner nombre de flor a un perro que no es un faldero; a este perro hay que ponerle un nombre varonil...

—Sultán!, entonces...

—No me es cómodo tener un sultán en casa... Mira, le pondremos "Remigio".

—Jesús!... un nombre de persona... y quién sabe si no tenemos algún amigo de ese nombre...

—No te alarmes; te contaré. Yo tuve un tío muy amigo de los perros, era como una égida de ellos, y un día, cuando era yo pequeño, me dijo: "Si alguna vez tienes un perro, ponle mi nombre, ponle Remigio. Los perros son más nobles que nosotros; no se hacen ellos las perrerías que nos hacemos los hombres..." Ahí tienes. Por otra parte, no se pone a la gente nombres de animales? Por qué no poner a los animales nombres de gentes?...

A los cuatro meses "Remigio" hacía en casa lo que le venía en gana: se trepaba al piano, aventaba la ceniza de la chimenea, tenía en contínuo sobresalto al canario, hacía revoluciones en el gallinero, y todo lo soportaba mi mujer con esa acritud cariñosa con que se regaña al hijo mimado.

No faltó al pequeño galgo una limpieza minuciosa tres veces por semana, contra lo que protestó siempre a grito herido, y digo a grito herido, porque "Remigio", no obstante sus cuatro meses, no ladraba como los demás perros, sino que daba extraños chillidos.


Un día díjome mi mujer:

—Pero este perro no ladra!, es raro...

—Ladrará, mujer, ladrará... Mi tío solía decir que en los perros acontece lo que en la criatura humana, que no son las más inteligentes las que primero hablan.

Efectivamente, "Remigio" tardó en ladrar, pero ladró admirablemente. Su ladrido parecía un acorde de arpa que dijera "Darwin!... Darwin!..."

—Si este animal parece que hablara!, decía mi mujer.

—Claro es que habla!, y dice cosas muy hondas...

Cuando yo volvía del hospital malhumorado, contrariado por algún desastre operatorio o por alguna mala pasada de esas que nos jugamos los médicos, me dejaba caer como un plomo en mi sillón giratorio y "Remigio" era mi consuelo. Antes que mi mujer estaba el cachorro en el umbral como demandando permiso para entrar. Más de una vez le arrojé un libro que pasó cerca de él como una bala. Pero el fiel "Remigio" volvía; primero asomaba la cabeza, después algo más, por fin estaba otra vez de cuerpo entero en el umbral. Meneaba la cola, gemía, hasta que yo hacía un movimiento que él interpretaba como un permiso; entonces se precipitaba sobre mi, se restregaba contra mis piernas, me lamía las manos, la cara, y parecía decirme: "consuélate, esa gente que has matado en el hospital no la has matado tu, que la mató la enfermedad." Yo le tomaba de las orejas, entre reconocido y fastidiado, y se las tiraba hasta que "Remigio" daba un grito de dolor.

Pero la pubertad asomaba ya en "Remigio" y el cachorro comenzaba a sentirse un mozo. Mi mujer díjome en cierta ocasión: —Este animal que antes no salía de casa, ahora se escapa a la puerta; hasta se permite hacer juntas en el zaguán.

Era así, en efecto. Una vez que visitaba enfermos divisé a "Remigio" en un congreso perruno que se había adueñado del centro de una plazuela. Le llamé, y, al verme, echó a correr y no paró hasta casa. Claro que allá hubo de chicotazos y orden terminante a los criados que se le vigilara.

Vivía en el barrio un señor de exquisito trato (francés) con quien nos encontrábamos a menudo en la calle. Un día me dijo: —Vd. tiene un perro muy callejero; siempre lo encuentro a la puerta de mi casa.

—Es posible... le dije.

—Yo tengo también una perrilla que cuido mucho, continuó mi vecino; no la dejo salir de casa. La llamo "Chérie". Y, como buen padre, agregó sonriendo, deseo para ella una prole que la honre.

Pasó de esto una semana y noté que aquel buen señor no me saludaba con la cordialidad de antes. "Es el perro", me dije; es "Remigio"... Pensé que nuestra conversación había sido por parte de mi vecino como una prevención.

Hice presente a la servidumbre que "Remigio" no debía salir de casa so pena de pérdida de la ocupación de quien resultara culpable.

Dos días después pasaba yo una noche por casa del frances y se me ocurrió mirar hacia adentro; cuál no sería mi sorpresa al ver a "Remigio" y a "Chérie" ocultos detrás de la puerta, asomando sus hermosas cabezas a la claridad de la luna. Me detuve indeciso.

"Remigio" me miró y bajó la cabeza, como diciendo:

—Y bueno, pues...

Cuento raro

Vivía Zint-ching en una pequeña población, sita a la orilla de un río, de esos que hay en China, que sirven para navegar y para vivir en ellos sin navegar. Mendigo, primero, en Pekin, y curandero después, en la sazón de esta historia, era nuestro habitante del Celeste Imperio todo un personaje en aquel rincón virgen aún del zarpazo de la civilización. Personaje, entendámonos: queremos decir hombre de consejo entre la gente menestcrosa, que él también lo era, en fuerza de curandero y filósofo.

En las calles mal olientes de la diminuta población de Chom—him, no se veía otra cosa que la figura magra y broncina del chino oyendo cuitas o dando en mascadas palabras algún sabio consejo.

Creiase en Chom-him que al lado de los brebajes y unturas del curandero había una honda filosofía que el viejo chino conservaba como en cerrada, aromática caja. Y no había enredo público o privado, diatriba u oculta cosa, en que la macerada humanidad de Zint-ching no asomara para poner, a las veces con su sola presencia, calma o dirección en los espíritus.


Hubo un día en la pequeña población musitado mnovimiento en las calles. Los mendigos que, por ser tantos, daban en pedir los unos a los otros, debatían un intrincado asunto que les era atañedero y relacionado con la mutualidad local a la que estaban todos adheridos. Una asamblea que se llevaría a cabo en breve daría la razón a unos u otros. Y alguien pronunció en la ocurrencia: "Por qué no llamar a Zint-ching para que nos ilustre, él que es sabio y entendido en la materia, que ya perteneció a la asociación de pordioseros de Pekin?..." —"Sí; que venga a la asamblea, él desatará el nudo" —dijeron varios a la vez.

Llegó el día. Un zumbido de moscardones flotaba en un medio pesado y plomoso. Hablaron muchos, y, a la postre, quiso oirse a Zint-ching. Todo el mundo calló. El chino habló con su acostumbrada dificultad, pero solemnemente. Sus razones fueron al parecer aceptadas por todos. Pero cátate que un individuo maldadoso, que pretendía ser jefe de los mendigos de Chom-him, se alza contra Zint-ching y le trata malamente, colmándole de insultos. El chino soportó la lluvia de improperios en el mayor silencio. No se aprobó lo aconsejado por él, y sí lo aconsejado por el jefe o caudillo.

Salió el pobre chino humillado y dirigióse a su casa por los más solitarios senderos, sorteando el encontrarse con gentes. Allí se echó sobre un jergón y permaneció varios días sin ver la luz del sol... Ya no se tendría por él esa devoción de antes; ya no le llamarían los dolientes con esa fé ciega... Por todo el pueblo correría la especie de su ultraje...

Pero no fué así. Cuando el filósofo consiguió arrancarse a su vergüenza y salió a la calle experimentó una sorpresa: los hombres y las mujeres le saludaban con más reverencia. Pensó entonces que todo era debido a su silencio. "El silencio!", se dijo.... "el silencio!"... —Y sintió como un estremecimiento de beatitud.

Un día, entrada ya la noche, vió un agente de seguridad pública que un hombre echaba a correr con un envoltorio que pretendía ocultar. Fué trás él y le detuvo. Era un ladrón. Conducido a presencia del juez, declaró haber robado en casa de Zint-ching.

No lo creyó así el magistrado. El viejo filósofo era muy pobre; no podía ser poseedor de los objetos robados. Se dió aviso a los ricos del pueblo, pues entre ellos debía estar el damnificado. Y aconteció que todo lo hurtado pertenecía a gente que no tenía comunicación ni trato con Zint—ching. El ladrón mentía entonces; no fué a Zint—ching a quien robó. Y se le mandó dar de palos. Pero él sostenía que lo substraído lo sacó de casa del filósofo. Se llamó a éste. El chino entró al estrado del juez como un santo hecho del tronco de una encina. Sus ojos eran dos obscuros misterios; su boca una grieta helada; su ancha frente un yunque enmohecido...

—Es esto tuyo?, le lanzó el magistrado con arrogancia, señalándole los objetos robados. Nada respondió el chino. Se le apaleó. Todo fué inútil.

—Cómo tenías estos objetos en tu casa?..., continuó el representante de la ley....—Entonces los robaste!... y el ladrón te los robó a ti...

Ordenó el juez fueran decapitados los dos ladrones. Levantóse el ensangrentado tablado al lado del río. La multitud vistió de blanco en señal de duelo. Las cortesanas adornaron sus casas flotantes con flores rojas y blancas y dieron gracia y brillo a sus relamidos peinados con agujas de oro y de plata.

Cayó la primera cabeza. Faltaba la de Zint-ching. La multitud estaba anhelosa. "Hablará?"... "Se salvará?"... El filósofo avanzó un paso, entregóse mudo al verdugo. Cuando éste iba a dar el golpe, levantó un brazo, como diciendo: "Espera!"... Un ahh!!... de alivio corrió por todos los pechos. Zint-ching paseó una mirada yerta por el ondulante gentío, y con solemne gesto puso el índice verticalmente sobre los labios. Silencio!!..., gritaron las cortesanas. Y la cabeza del chino cayó en el agua inmóvil, verdosa, inmunda de la orilla.

La "piña" del Señor

(Cuento andino)


Vivía en el año del señor de 1860, en remota y mediterránea provincia, Doña Ramona de Z., linajuda y garbosa señora que frisaba en los setenta años. Era el último vástago viviente de los de Z., y sólo ella habitaba la solariega casa de tan sonada familia. Su única compañía éranlo cuatro criadas, dos, hijas de esclavos, menores que Doña Ramona, y dos, mozas de veinte años la una y de diez y seis la otra, hijas de la Rita, una de las dos primeras, que habían venido al mundo casi sin darse cuenta la propia madre, pecado que Doña Ramona supo perdonar magüer que era asáz católica.

Las dos mulatillas —como llamábalas Doña Ramona, cuando dábanla fatiga— eran con todo la niña de sus ojos: eran las que la peinaban, las que la calzaban, las que le llevaban el chisme más gordo del barrio, y marchaban delante cuando la noble señora iba a oir su misa todos los días, llevando en el brazo la alfombrilla en la cual debía arrodillarse; las que, en fin, corrían a la calle cuando sonaba la música anunciadora del bando que el señor Gobernador hacía leer en las cuatro esquinas de la plaza.

Pero las dos chicuelas no gozaban por igual del favor y afecto de la augusta señora, que ya comenzaba a hablar de legados. Era la preferida la mayor, la Juanita, por su inocencia, su devoción y respetuoso amor por Doña Ramona. No así la Carmencita, un tanto revoltosa y más dada a ciertos placcrcillos mundanos, que daban mala espina a la ilustre dama.

Andando el tiempo, la Juanita llegó a ser el alma de la casa, y Doña Ramona depositó en ella toda su confianza.

Pero la noble señora, cuya edad no era óbice para que conservara su lucidez y señoril energía, comenzó a notar un buen día, no sin cierta desazón, que los menudos que le entregaba la Juanita, después de los gastos del día, y que ella abandonaba aquí, acullá, disminuían sin que la propia Juanita acertara a dar una razón. Concidía esto con un acicalamiento en la Carmencita que perturbaba la austera sencillez de la noble casa.

Quiso Doña Ramona poner coto en el desmán y acudió a un remedio eficaz: el temor de Dios.

Había en la cuasi solitaria mansión una pieza espaciosa, sombría, con penetrante olor a cedro: ahí, en un rincón, y sobre una mesa de torneadas patas, descansaba un crucifijo, ofrenda de un obispo de Granada, según Doña Ramona, a uno de sus antepasados. La escultura era en madera y no tendría más de un metro de altura, comprendida la cruz.

La imagen de nuestro Señor tenía siempre una vela encendida, que protegía del viento un enorme fanal. A la peana, sobre la cual descansaba la cruz, llamábala Doña Ramona "piña". Allí, en la "piña del Señor", resolvió poner en adelante la linajuda señora los reales, medios y cuartillos sobrantes de la despensa del día.

Pero cátate que un buen día, al hacerse noche, desaparece la Carmencita. Se la ha tragado la tierra. Echase todo el mundo en su busca. A la puerta de calle no está; en el corral tampoco. Qué será de ella?...

—No estará en la "pieza del Señor", dijo alguien.

Pues todo el mundo a la "pieza del Señor". La primera en entrar fué la Rita. La vela que alumbraba al Señor estaba apagada, de la pavesa enrojecida salía un hilo negro. La Carmencita estaba en el suelo, como presa de un insulto.

Echáronse todos sobre ella. La mecieron, la estrujaron. Pero la niña no daba señales de vida. A las cansadas, la Carmencita dió un suspiro, levantó los brazos como sacudiendo una gran pereza y echóse a llorar...

—Qué tienes?, dijéronla a una.

—Ay!, dijo, ay!... una cosa horrible!... Y, poniéndose de pie con rapidez, se expresó de esta guisa: — Vine a sacar de la "piña del señor" un real... como ya lo había hecho otras veces... Y, cuando ya lo tocaba, se apagó la vela y sentí que me apretaban la mano, a la vez que una voz que parecía del Señor me decía:

"Mulata ladrona!... No voy a permitir sigas robando este dinero que Doña Ramona pone bajo mi guarda, no; máxime cuando a mí me va mucho en el despojo, pues cuando disminuyen los menudos que aquí se ponen flaquea también la cera que se me enciende... Ladrona!..ladrona!... Toma!... toma!... Y yo sentía el taloncito del Señor que me traspasaba la mano... que me la agujereaba... No ven que tengo la mano agujereada?... No ven la sangre?..."

—Si no tienes nada, mujer, dijéronla todas.

—Es que Vds. no ven!...

En ese instante Doña Ramona miró el crucifijo y parecióle que el clavo que atravesaba los pies estaba como flojo... y hasta notó cierto desaliño en la barbilla de la imagen:

—Que me descompongo!... exclamó la santa señora.

Tomáronla las criadas y se dirigieron con ella, paso a paso, a las otras habitaciones. Cuando cruzaban por uno de los ángulos del enorme patio, dijo a grito herido la Carmencita:

—El tiene la culpa!... él...

—Quién?, preguntó su madre.

—Mi padre...!

—Qué padre? —dijo Doña Ramona— si tú no tienes padre...

—Que no tengo padre?... Si él me dijo que sacara de la "piña del Señor" para emborracharse...

La loca del barranco

En la orilla boscosa de un torrente que corría en un hondo barranco, vivió una mujer que llamaron "la loca".

Su historia es sencilla. Fué huérfana, y de pequeña siguió un rebaño que la amamantó como un corderillo. Más tarde, ya moza, vagó por las aldeas trastornando a los galanes con su belleza y desdén. Después huyó de las gentes y fuése a vivir en el olvido y el misterio.

Los trajinantes que trepaban o descendían por el camino de la ladera solían detener sus cabalgaduras al divisar allá abajo la figura extraña de la loca recogiendo leña para la lumbre o flores y frutas silvestres, o lavando alguna blanca tela en la mansa espuma que besaba sus pies. Nunea respondía a los requiebros o burlas punzantes que le llegaban desde lo alto. Seguía en su ocupación y sólo a veces lanzaba desde abajo el flechazo de una mirada salida de dos ventanas de cielo claro.

Un día un apuesto mozo quiso bajar a la gruta donde vivía la loca para renovarle de hinojos antiguos ruegos. De industria tuvo que valerse el empecinado para no arriesgar su vida en la empresa de ir hasta el fondo del barranco.

Cuando la loca lo vió echó a correr medrosa; él la siguió de cerca. Ella se doblaba como un junco, y de salto en salto salvaba los precipicios y obstáculos. Al fin el perseguidor llegó a tocarla por la espalda. Ella volvióse como un rayo, tomó dos piedras con sus manos de marfil, y, transfigurándose en una mujer de bronce, díjole:

—Si dais un paso os mato!... os mato!...

—Que yo os amé siempre...

—Yo no os amo... yo no amo a nadie.. Idos!..idos!.... idos!... dijo tres veces.

Vino tal hielo, tal terror al intruso, que dióse a la fuga y jamás pensó en renovar la aventura.

Pero había un leñador que veía a la loca a menudo: un viejo leñador que transitaba por el camino a la hora en que el sol hería a plomo, en que, filtrándose por entre el ramaje, dibujaba arabescos de azabache en el pedregullo azulado o plomizo no tocado por el agua.

Había a un lado del sendero un trozo de piedra sobre el cual el leñador podía apoyar la carga al bajarla de sus hombros; allí se detenía a descansar; tiraba de su petaca, hacía un cigarro y hundía la mirada en el barranco. Pronto aparecía la loca, él la miraba con su vista empañada, y ella le miraba también con emoción infantil.

Un día que el viejo leñador reposaba en el camino vió un pájaro hermoso en la copa de un árbol: su pecho era rojo, sus alas azules, su pico amarillo.

Desde ese día el leñador vió siempre el pájaro en el árbol, y vió también a la loca contemplándole absorta, inquieta.

Pero un día el pájaro no volvió. Y el leñador vió a la loca trepada en el cerro opuesto a la senda, mirando el lejano horizonte. Estaba triste. Y todo parecía triste en el barranco: el torrente había amortiguado su rugir, el verdor parecía envejecido, las vetas rojas de las piedras habíanse tornado amarillentas...

Un grito enérgico y dolorido subió desde el barranco hasta el leñador otro día. Era la loca. Le llamaba. Cuando resbalando, resbalando, llegó el viejo a la orilla del torrente, sintió al ver aquella rara mujer una mística opresión...

—Os llamo, le dijo, para que matéis aquel pájaro, le véis?

—Ah!, sí, le veo...

—Si le matais, os haré poseedor de un secreto que os hará dichoso.

—Voy por la escopeta, dijo el viejo, y subió veloz la cuesta.

Poco después llegó jadeante, con el arma pronta.

—... Pero no le matéis, díjole la loca. Heridle sólo. Esperad... quiero taparme los oídos... quiero mirar al suelo... Ahora!... ahora!...

Sonó un tiro como una castañeta, y el pájaro comenzó a caer pesadamente por entre las ramas.

La loca, al oir el tiro, quitóse las manos de los oídos y miró hacia arriba... y se rió, en una mueca amarga, hermosa.

El animal cayó en la maleza. Tenía un ala herida. La loca y el leñador apresuráronse a tomarle; el pájaro retrocedió, abrió el pico y desplegó el ala sana, como diciendo: es una traición...

—Marchad.... dejadme a solas con él, dijo la loca al leñador, volved más tarde.

Y púsose a contemplar de cerca al pájaro. El fué recogiendo poco a poco el ala. Ella avanzó, la boca temblorosa, el pecho palpitante; sus ojos eran dos enormes turquesas lubrificadas por la pasión. El ave orgullosa sintió el calor de la llama que se le aproximaba y se apaciguó. Puso la loca suavemente la mano en el terciopelo turquí de la cabeza y el animal cerró los ojos. Le tomó, le alzó, dió un beso en el ala herida y hechó a correr con él. Llegó a la gruta; estaba obscuro. Huyó hacia un viejo y ralo granado, y allí, bajo un palio de sol recamado de ramas y frutos rasgados, sangrientos, la pobre loca volvió a besar el ala herida; y desplegando la otra ala, la altanera, acercó a su boca el flanco cubierto por ella y aspiró el calor tibio, de vida... Después apartó al animal en sus manos abiertas, como en patena, para mejor verle, y le dijo gimiendo:

—Ingrato!... Por qué no bajaste cuando te llamaba?... por qué?...

Quiso aproximarle de nuevo para besarle en la cabeza, y el pájaro dióla un picotazo en la boca. El picotazo no la sacó sangre, sólo le puso la boca más roja..como las granadas del palio.

Vínole entonces ira, ira amarga: apretó al pájaro con las dos manos, se lo restregó con fuerza en el pecho desnudo, y, alzándole alto, lo arrojó al suelo... y cayó, cayó al lado del pájaro y se durmió.

Cuando el frescor del atardecer la despertó, alzó la cabeza y vió al leñador junto a ella.

—Y el secreto?, le dijo el viejo.

—Qué secreto...?

—El que me prometiste, repuso el hombre, con dureza.

—Tengo frío... —dijo la loca y cerró otra vez los ojos.

La mujer de tres caras

Vivían en una alegre casita (que hasta un jardineito tenía) tres ladrones, o más bien tres rateros, que coincidencias del oficio llevaron a vivir en estrecha comunidad.

No eran gente de pelo en pecho, ni eran ladrones "con fractura", ni de aquellos de "la bolsa o la vida", no; era gente que tomaba para sí lo ajeno sin dejar rastros de sangre y sin ocasionar mayores ayes.

Los tres eran jóvenes y llevaban a cabo sus hazañas en pueblos o ciudades de menor cuantía, donde la policía es lerda y bisoña. Convertido el producto del robo en dinero contante, volvían al punto de su residencia y entonces entregábanse al juego fullero. Si en el juego les iba bien, el robo se dejaba para otra oportunidad, quedando como un recurso supremo.

A poco de vivir en común, diéronse cuenta nuestros pajarracos de la necesidad que tenían de una criada que les guardara la casa en sus ausencias y que corriera con los quehaceres domésticos. Uno de ellos, Pérez (a) el "Zurdo", propuso para el objeto a una modista sin trabajo que él conocía por haber hecho vida con un amigo suyo.

—Es bonita?, dijo García (un hombręcillo de unos 24 años, cenceño, medio gibado), poniendo los ojos como balas.

—Bonita, no; —respondió el "Zurdo"—; pero simpática sí... Es una mujer de unos 45 años...

—Es vieja; hay que buscar otra, respondió García.

—No, dijo Ramírez. El amor hay que hacerlo fuera de casa. Que venga la modista.

Juana, que asi se llamaba la mujer propuesta por el "Zurdo", era uno de esos seres que nacen con una inquietud peligrosa en el alma. Desde niñera hasta modista (título como doctoral que había adoptado para el último tercio de su galantería) todo había sido, todo había hecho, menos vivir con ladrones. Fué por eso que aceptó gustosa el ir a la misteriosa casita, como escondida en las afueras de la gran metrópoli, en la seguridad de que pronto sería más que una doméstica.

Los ladrones vieron entrar a la modista con la mayor indiferencia... como si vieran entrar un perro manso de la vecindad. No se sospecharon que en aquella traída osamenta había todavía encantos; que en aquel cuerpo como un junco usado había una vieja música, esencias de placer... un vino añejo capaz de dar otros vinos con dejo de pasados verdores.

La casita se movió, cobró vida, alegría; todo comenzó a encontrar su quicio: los trastos, la despensa, las horas, el sueño...

Y cuando Juana pudo ponerse una flor en el pecho; cuando remozó sus coqueterías perfumadas de desengaño y hastío, cayó uno de los amos, cayó el "Zurdo". La criada comenzó a ser señora. Y como los ladrones roban todo, Ramires (a) el "Sapo", comenzó a sentir una inclinación irresistible al hurto de Juana.

Pero la modista no se dejó hurtar de golpe. Ella debía observar el efecto que en el "Zurdo" producían los requiebros del "Sapo"; y cuando estuvo segura de que los ladrones no eran celosos, se entregó al "Sapo" como si fuera un objeto robado.

Quedábale el más joven, el movedizo y parlanchín García. La modista se sabía por madura experiencia como se hace caer a un inexperto. Y cayó García.

Pronto los ladrones comprendieron que se estaban robando mutuamente la felicidad. Y se sonrieron. La modista se sonrió también y el pacto quedó establecido.

Un día nuestros caballeros de industria festejaban la consumación de un delito. Se estaba de sobremesa. Se había bebido y se vagaba en el campo afectivo. "A mí, dijo García, me gusta Juana porque se parece a las figuras de las monedas". "A mí no me gusta por eso, dijo el "Sapo"; me gusta porque se parece a una novia que quise mucho." Yo, dijo el "Zurdo", la encuentro parecida a una vírgen que ví una vez en una iglesia".

—Vaya..., dijo Juana, quitándose el cigarrillo de la boca, quiere decir que yo tengo tres caras...

—Naturalmente, repuso el "Zurdo", y si así no fucra, acaso los tres no te quisiéramos tanto.

Cinco años transcurrieron en la casa de los ladrones en los cuales la modista pasó la mejor época de su vida. Pero un día la desgracia golpeó a la puerta con sus fríos nudillos. El "Zurdo" cayó enfermo de una tifoidea que se lo llevó en pocos días. El "Sapo", al parecer, se contagió y murió también. Para colmo, García, el más joven, salió un día de casa y no volvió más.

La pobre Juana enfermó de tristeza. La beneficencia pública hízose cargo de ella. No comía; sólo pensaba en su desamparo, y exclamaba en sus sollozos: "Los tres!... los tres!...

Salió al fin del hospital con un poco de consuelo y dióse a pedir limosna. Qué más había de hacer... Poníase a la puerta de las iglesias, y allí, canosa, envejecida, la pobre modista pedía invariablemente "tres centavos, para comer... Las gentes reparaban que la pordiosera pedía siempre "tres" centavos, y decíanla: "Pero, mujer, pida V. dos, cinco, diez centavos, pero no pida "tres", que no se ajusta a la moneda." Pero la "vieja de la iglesia" siempre decía: "Tres" centavos por favor!...

Tumbóla un día un coche y fué llevada a un asilo de mendigos. Repuesta de las magulladuras, no se le permitió salir a la calle y allí quedó.

La hermana Cándida, encargada del refectorio, tomó simpatía a la modista y ocupábala en algunos quehacercillos que eran retribuídos con golosinas, estampas de santos u oraciones. Una sola cosa molestaba a la virtuosa religiosa en la modista, y era que cuando la decía: "Juana, ponga usted cuatro tazas en la mesa", la modista ponía sólo "tres". Cuando le mandaba llevar "dos" utensilios de una parte a otra, la modista llevaba "tres".

Un día dijo la hermana a la asilada: "Pero, Juana, nunca hace Vd. lo que se le dice: siempre trae "tres" cuando se le dice "dos", y lleva "tres" cuando se le ordena "uno".

—Hermana, qué quiere Vd.... pienso siempre en "los tres"...

La hermana creyó conveniente no insistir.

La pobre mujer decaía de día en día, hasta que una mañana fué encontrada muerta en el lecho. Se la envolvió en una sábana y se fué en busca del áspero cajón de pino para marchar con ella al "depósito". En ese inter llegó la hermana Cándida, que se había enterado del deceso. Púsose a rezar, y, al mirar el cadáver amortajado, vió que de la juntura de la sábana salían tres dedos rígidos.

—Tres dedos...!, dijo. y siguió rezando.

La "Pichona"

(Cuento andino)


La "Pichona" era una víctima en esas mañanas de invierno, frías, secas, en que el sol bañaba los corredores del Colegio momentos antes de entrar a clase. Cada vez que el celador se volvía de espaldas se la daba un puntapié en pago de alguna caricia inocente. Rehecha del contraste volvía a las andadas. Se esperaba otro descuido del celador, y ¡zás!, otro puntapié. Al fin el animal escarmentaba y se alejaba de los corredores.

Una desgracia la llevó al Colegio. Un caballo muerto ofrecióle a ella y a otros compañeros del aire un gran festín. Comió mucho, se hartó, y no pudo volar, entonces fué tomada con un lazo y llevada en ofrenda al rector, preocupado en formar una pequeña colección zoológica. Ya había una leona, un guanaco, un avestruz, unos cuervos y un águila.

El animalito era dócil, bueno, y se adaptó al nuevo medio como si de la montaña hubiera descendido al llano por propio impulso. Cierto es que todavía no había andado en aventuras carniceras al acecho de alguna presa indefensa, ni había seguido algún león para adueñarse de los despojos que abandonara; sus campañas se redujeron hasta entonces a vuelos de novicia, y así cayó, víctima de su propia inexperiencia.

La "Pichona" fué creciendo y ganándose el cariño de todos por su mansedumbre. Ella tenía el privilegio de la libertad. Mientras la vieja leona daba eternamente paseos en la prisión de su jaula; mientras el águila y los cuervos estaban obligados a hacer buenas migas en la estrecha pajarera, y el guanaco y el avestruz hacían vida trabajosa en el limitado baldío adyacente al Colegio, ella andaba por todas partes, aunque de todas partes se la echara.

Llegó a la plenitud del desarrollo y fué hermosa como los cóndores sus hermanos: con su pico que parecía de ágata, su hermoso plumaje negro, sus rémiges aceitunadas, sus ojos color de carmín y su andar majestuoso.

Era asaz curiosa. Entrábase a la cocina y se ponía en un rincón como a recibir el tufo tibio del suculento guiso del día. Y cuando se la arrojaba de ahí, penetraba en un aula, se situaba en uno de los ángulos próximos a la puerta de acceso y, como si entendiera, guardaba compostura y cerraba los ojos.

Mezclábase en los juegos de los muchachos y salía casi siempre maltrecha de los enredos y bataholas.

Había que señalar un punto del cual no se debía pasar, una raya, un término?... Se ponía la "Pichona" de hito, con orden terminante de no moverse; bastaba darla un grito y hacerle un signo de obediencia. Ahí quedaba. Abría en ciertos momentos las alas como si se desperezara, se espulgaba con el pico, pero no se movía, dándose el caso de que el juego terminaba y la "Pichona" quedaba guardando la consigna.

Era proverbial en el colegio que la "Pichona" "servía para pensar". Cuando un alumno quería refrescar una lección que debía dar en clase, ponía la vista en la "Pichona", como si fuera el suelo o el espacio, y la lección se reproducía en la mente como en un espejo, tersa, fresca.

Sólo un vicio tenía el pobre animal: picotear el calzado que le venía cerca. Esto ocasionóle muchas patadas de espíritus adustos. Pero ella no lo hacía por dañar, no, que lo hacía por vía de cariño, como quien dâ una palmadita.

Entrado el sol, la "Pichona", después de haber sido arrastrada por el pico muchas veces y maltratada otras por cuantos quisieron hacerle pagar los vidrios rotos, retirábase con su acostumbrada majestad al dormitorio del Colegio y ahí pasaba la noche debajo de algún lecho amigo. Al primer canto de gallo abandonaba el inmenso salón, hora en que el mozo encargado del alimento de los animales arrojaba a la leona y aves de rapiña las entrañas con que debían alimentarse, y que ella miraba con desdén a la espera de las pasas, de los higos secos, de las nueces, las frutas, los migajones y las sobras que le vendrían más tarde sin regateo y sin hora fija.

Pero no hay en este mundo ventura eterna, y la pobre "Pichona" tampoco la tuvo.

Había un interno, muchacho díscolo, que se quejó un día de que la "Pichona" habíale deteriorado unos botines. En balde se trató de convencerle de lo contrario; de que el pobre animal nunca había hecho semejante cosa. Que su vicio, o hábito, consistía en dar golpes cariñosos con el pico, y que jamás podían perjudicar el calzado; que la "Pichona" no podía ser la causante del daño.

El dueño de los botines averiados cejó. Armóse de un palo y dió a la "Pichona" tales golpes, que a no haber acudido en defensa del animal otros internos la hubiera muerto.

Un sentimiento de pesar cundió por todo el colegio por hecho tan poco noble e injusto.

Pasaron dos o tres días, y una noche en que todos dormían se sintió en el salón un grito agudo. Encendiéronse las luces y fuése al sitio de donde había partido el grito. El alumno de los botines averiados se tomaba un pie con las dos manos; se veía sangre en las sábanas. El celador de turno examinó el pie y vió que tenía una herida desgarrada, como hecha con un garfio.

Todo el mundo pensó en la "Pichona".

En efecto, se fué en busca de ella y se la encontró en un rincón con las alas caídas, la cabeza tocando el suelo y el pico ensangrentado.

Se la arrojó en ese mismo instante del dormitorio, y al otro día dió orden el rector que se le echara al sitio donde pacían el guanaco y el avestruz.

Fué aquel pedazo de tierra yerma, triste, con arbustos esparcidos aquí, acullá, con montículos y zanjas, lo que cupo a la pobre "Pichona" como castigo de su venganza: allí debía terminar sus días.

No estuvo a la altura de la prueba. Comenzó a entristecer. No recibía puntapiés cariñosos, ni la arrastraban del pico, ni dábanla pasas... Debía comer trozos sangrientos, pestíferos, como las demás aves de rapiña.

El guanaco y el avestruz no podían ser, por otra parte, sus compañeros, sus amigos,... corriendo siempre, sin curiosidad como ella, sin contacto con la gente... Sentía también arrepentimiento... Por qué no habría perdonado!...

Un día el mozo de cuadra fué a decir al rector que la "Pichona" había amanecido muerta.

Un grupo de internos resolvió dar a la vieja compañera digna sepultura. Se eligió el lugar, al lado de un pequeño chañar; se designó —ya riendo— al orador que debía pronunciar el discurso de ritual.

La hora fijada para la ceremonia fué la de las oraciones del día de la defunción.

Los amigos de la muerta fueron puntuales. Dos la tomaron por las alas, y así caminaron como con un trofeo heráldico magnífico. El cuerpo de la "Pichona" cayó en el hoyo, y los asistentes al acto piadoso arrojaron sobre la plumífera mortaja sendos puñados de tierra. No hubo discurso. Terminada la lúgubre ceremonia, el grupo encaminóse en busca de los demás compañeros.

Tenían que cruzar largo trecho. No hubo bulla juvenil. Algunos se sacudían sin razón la ropa; otros sonábanse con fuerza; alguien pronunció una frase extraña; y los demás caminaban mirando hacia adelante con la cara inmóvil.

Las balas de Santo Domingo

El hermano José fué desde niño un santo; no salía de los rincones. Con su cabeza alargada y el pelo al rape, su cuerpecillo endeble, su cara como un filo de guadaña, tal lo enjuto de los carrillos y lo salido de su frente y mentón, con unos ojazos negros que daban más filo a la guadaña, hubiérase dicho un pequeño asceta. —Ven acá, gaznápiro; ven a jugar, decíanle los chicos. Pero el hermano José era tímido y todo poníale mucho temor.

El niño de tez trigueña, larguirucho y medroso, llegó a sus diez y siete años con sus trabajosos grados escolares y con una obsesión de incienso, de imágenes, de claustro y de sagrados ropajes.

—Madre, dijo un día a Doña Leocadia, yo quiero ser dominico...

—Pero, hijo mío, y por qué no franciscano, que ahí está tu padrino, el padre Agapito?

—No, madre, yo quiero ser dominico.

Buen trabajo dióse Doña Leocadia para obviar los inconvenientes de modo que su hijo entrara en el convento de sus predilecciones. El prior miró al niño, le escrutó, le penetró, y después de una observación y disciplina a que fué sometido ingresó en el convento.

Inmenso fué el gozo del muchacho al verse con un vestido talar de un negro botella a fuerza de viejo, como que fué del prior, después de otro padre, y finalmente exhumado y achicado para dar carácter al venturoso José.

La vocación del neófito se trocó en el convento en una exaltación, en una llama. Todas las disciplinas de la vida conventual las abrazó el lego con musitado ardor. Fué por eso que su confesor llegó a ser una víctima. Nunca se sentía el hermano José bien confesado, teniendo el padre Bonifacio (el confesor de los novicios) que esconderse del lego, pues el hermano José andaba siempre detrás de su padre espiritual para reconciliarse de culpas ligeras u olvidadas.

Cuando ayudaba a misa siempre quedábale algún escrúpulo de conciencia: o tomó mal el misal, o tropezó al alcanzar las vinajeras, o rozó la casulla del sacerdote al pasar.

A los cuatro meses de vida claustral el padre José parecía un espectro; tales eran los castigos y ayunos que imponía al cuerpo en su afán de santidad.

En conocimiento el prior del grave trance sometió el caso al experto ojo del médico de la comunidad, quien, medroso también de pecar, sólo agravó la situación con algunas purgas y más ayunos.

Fué entonces que el padre Bonifacio, espíritu avisado y de excelente apetito, quiso poner coto a tan alarmante situación. "Tú no haces lo que Dios nos manda, dijo un día en el confesonario al macerado José. El nos manda vivir, y si no nos alimentamos no viviremos... Si comemos, amaremos mejor al Altísimo, oraremos con más fervor y resistiremos mejor las malas inclinaciones..."

El hermano José sintió que de la vieja madera del confesonario se desprendía un olor a marmita humeante, que él rechazó cerrando fuertemente los ojos.

Pere el Diablo mete la pata en las cosas del señor. Era sábado y se debían comer en Santo Domingo las albóndigas de ritual. El hermano Benedicto, cocinero de la comunidad, ponía en este potaje singulares esmeros: la carne más tierna, las mejores pasas de Corinto, las más puras especias, el vino añejo, algunos recortes de pan ázimo, el aceite de olivas eran la base de las deliciosas albóndigas que, dispuestas en fuentes de viejísima plata, parecían manzanas confitadas.

El hermano José miró las albóndigas que dese chó tantas veces y se le hizo agua la boca. Se sirvió una, y se sirvió otra, y cuando iba a dejar se encontró con la mirada del padre Bonifacio que le decía: —Come!— Y se sirvió dos más... Y tomó vino...

Concluída la cena se dijo el rezo de práctica y el hermano José se dirigió a su celda. A pierna suelta durmió el bendito lego al principio. Pero a la media noche sintióse desasosegado, un sudor frío mundaba su frente. A primera luz abandonó el lecho. Había tenido una pesadilla: las balas de las torres habían sido robadas y él no pudo gritar, no pudo llamar para evitar el sacrilegio, las palabras no le salían de la garganta. Así atormentado, con la boca amarga, los ojos inyectados, la cabeza pesada, rezó, se aseó y salió de la celda a cumplir con las obligaciones cotidianas.

El misterio del alba, el silencio, ese recogimiento de los espíritus en el crepúsculo del nuevo día afianzó la quimera. Fué por eso que cuando el hermano José vió al padre prior que salía de su celda para decir su primera misa, corrió hacia él y postrándose le dijo:

—Padre. Anoche robaron las balas de las torres y yo no lo pude evitar!...

El prior quedó azorado. —Han robado las balas..., balbuceó—. Y siguió su camino, mientras el hermano José permanecía de hinojos.

Levantóse al fin el lego con la cabeza ardiendo, tembloroso, y se echó en un escaño, como aturdido... Pero comenzaban ya a entrar chorros de sol por los viejos ventanales. El hermano José miró la luz y su semblante comenzó a colorearse, sus manos frías comenzaron a calentarse... y parecía que en su cabeza abríanse también ventanales con sol... Dió entonces un salto. Dudaba... No sería todo un sueño?... Echó a correr en dirección a la calle, tropezó con el viejo portero y le tumbó. Llegó al atrio, miró hacia las torres, y vió las balas, negras, inmóviles, destacándose como lunares en lo blanco de la fachada. Fuése como una flecha en busca del prior, y, cuando estuvo en su presencia, se postró y le dijo:

—Perdón!... Perdón, padre prior!... Todo fué un sueño... no robaron las balas... Es que pasé mal la noche... comí albóndigas y me hicieron daño...

—Levanta, hermano José, levanta. ¿De qué pides perdón?, le dijo el prior. Si un sueño es una cosa ajena a nuestra voluntad... Efectivamente, el hermano Benedicto hizo ayer un poco durillas las albóndigas. Yo lo pasé también mal: soñé toda la noche que daba tacazos y tacazos sin poder hacer una carambola...

El "Loco Castro"

(Cuento andino)


Mi madre debió hacer ese año la cosecha. Mi padre estaba ausente. Las vacaciones nos llamaban a mi hermana y a mí al asoleo, a la fruta, al baño tras largo correr, descalzos, por la arena candente, con grandes sombreros de paja y echarnos en el agua del canal, sombreado por los duraznos cargados de fruto velludo, polvoriento, delicioso.

No éramos ricos. Sólo había en casa un poco de orgullo. Fué por eso que nuestra ida a la viña se realizó sin ostentación, sin ruido, desvistiendo a un santo para vestir a otro... como que allá fueron con nosotros algunos trastos para dar vida a lo que casi todo el año permanecía inhospitalario y solo.

La casa era grande: un corredor largo y ancho, muchas piezas que daban a él, un patio con un estanque, una obscura bodega, una sala con dos ventanas a la calle por donde se veían la acequia y muchos sauces llorones, cuyas ramillas verdes, fragantes, entraban y salían por entre los barrotes, mecidas apenas en la calma de aquellas siestas octavianas.

Mi madre se levantaba al amanecer. Ella debía ver entrar la gente al trabajo, recorrer el lagar, la bodega, y sólo entonces se unía a nosotros para tomar juntos el desayuno. Hecho ésto, corríamos a ver descargar la uva llevada desde los plantíos al lagar, y verla después pisar por recios mozos al son de alegres cantares. Más tarde nos llamaba el trasiego a la bodega, y allí nos quedábamos jugando en el suelo terrizo hasta que algún murciélago nos espantaba con su grito diabólico.

Al anochecer el corredor era alumbrado pálidamente por la luz de un farol adosado al muro y un perfume suave mundaba toda la casa. Aquella noche mi madre cosía a la luz de una lámpara. Estaba contenta. Había recibido carta de nuestro padre. Nosotros la dijimos:

—Madre, cuéntenos Vd. la historia del "loco Castro". Siempre nos lo prometió y nunca lo hizo.

—Sí, se las contaré a Vds., dijo animosa. Esta noche estoy contenta. Vuestro padre está bien, vendrá pronto.

—El "loco Castro"... No hará a Vds. mal esta historia?...

—No, dijimos a una.

—Bien: Sabrán Vds. que el "loco Castro" no se llama Castro; no sé yo por qué motivo las gentes apellídanlo así; pero sí sé que lo de "loco" y lo de Castro se liga a algo extraordinario que a este hombre sucedió. Vosotros le habéis visto, como los demás niños, y como todo el mundo, vagar por las calles, harapientodesgreñado, hablando solo, gesticulando, y detenerse algunas veces para post rarse y orar. Fué este hombre en sus mocedades un comerciante estimable; más tarde, hecha ya alguna fortuna, vendió su comercio y se hizo procurador.

Achaques de la edad —pues que ya frizaba con los sesenta— hiciéronle dejar la procuraduría, y fué entonces que se dedicó a negocios de usura. Solterón y avaro, fué odiado por todos.

Había en Pueblo Viejo, barrio que Vds. conocen, una honrada familia que las desgracias fueron precipitando en la ruina y la desesperación: la tisis fué haciendo en ella estragos, y de todos sus miembros sólo se salvó el jefe, un fuerte anciano.

Las necesidades imprevistas, el abandono de los propios intereses exigieron los préstamos del usurero —que llamaremos Castro— los que sólo sirvieron para acelerar el desastre. Cuéntase que el anciano, antes de abandonar la casa donde viera desaparecer a todos los suyos, para entregarla al prestamista, como el último despojo, le dijo: "Y aparézcasele a Vd. el padre Castro!".

Hay en Pueblo Viejo una pequeña iglesia, vetusta, al lado de la cual se alza una grande, no techada aúndestinada a desempeñar más tarde las funciones de la otra, derruída y diminuta. Existía en esta última una reliquia —que yo alcancé a ver—: un ataúd que encerraba el cuerpo de un padre Castro, inhumado allá por un ciento de años, más o menos, y cuyas vestiduras sacerdotales, y el cuerpo mismo del padre, se conservaban intactos. Cuando se dió en el hallazgo de estos restos mucho se habló y diéronse las gentes a pensar en un milagro de santidad, ya que el padre Castro fué dechado de ejemplares virtudes.

En la sazón de la maldición del anciano, estaba ileno el barrio de "apariciones" del padre Castro. Se decía que su espectro solía mostrarse en determinadas horas de la noche en el nuevo templo en construcción.

Refiérese que a la imprecación del anciano el usurero echó a reir. Fero algo quedó en su espíritu, algo que le preocupaba... De noche, cuando apagaba la luz, el recuerdo de la maldición era un verdugo que le arrebataba el sueño. Quiso ver por sus propios ojos que no había tales apariciones. Que patraña!...

Una noche clara —porque el usurero quería ver bien— fuése como a las doce de la noche y se sentó en el umbral de una gran portada de la fábrica en obra. Ahí esperó. Pero, como Vds. saben, aquí suele suceder que de buenas a primeras el tiempo se descompone. Así pasó esa noche. No hacía media hora que el usurero estaba muy satisfecho de su hazaña cuando un nubarrón empañó el cielo y todo se obscureció. Nuestro hombre quiso dar por terminada la aventura y se dispuso a emprender el camino de su casa, pero no pudo hacerlo: una fuerza extraña le aprisionaba en el sitio donde estaba. Consiguió ponerse en pie, volvióse hacia atrás, y vió en la obscuridad la figura de un espectro con las manos puestas en actitud de rechazo.

El pobre hombre echó a correr.

Al otro día cuando el anciano de la maldición se asomó a la puerta, vió al usurero de hinojos en el umbral. Estaba loco.

Mi hermana dijo a nuestra madre:

—Diga Vd., madre, y a todos los usureros se les aparece el padre Castro?...

—Sí, hija, a todos los usureros se les aparece el padre Castro.

La torre inclinada de Pisa

La familia de V. estaba de duelo. Había muerto su jefe. Las empresas de pompas fúnebres habían acudido en tropel a ofrecer sus servicios y en un santiamén se transformó en cámara mortuoria la mundana sala o recibimiento de la casa. Los muros fueron cubiertos con grandes paños de terciopelo negro y echáronse telas funebres a porfía sobre cuanto trasto no fué posible sacar de la amplia sala. En el centro estaba el costoso ataúd rodeado de altos candelabros de bronce. Por la mirilla de la tapa se veía la cara del "Tacaño" —que así apodaban las gentes al muerto— blanca, no cárdena, marfilinamente blanca.

Mariquita P. sabía por propia experiencia que a la ocasión la pintan calva, y tan luego supo la muerte de su vecino, se dijo: esta no se me escapa...

Pisaba ya los 40 y, aunque no hermosa, era atrayente: alta, delgada, con grandes ojos almendrados y unos dientes que ella sabía eran hermosos. No era ya caso de esperar; sus amigas de la infancia eran algunas abuelas. Mucho espulgó; perdió ocasiones que más tarde diéronla pena. No había más remedio que aguantar la pócima que antes no quiso apurar: el tendero Ramírez.

Ella sabía que el tendero la quería y que de ella dependía su unión con él; que sólo debía ir denodadamente contra la timidez de aquel hombre sencillo... No era, por otra parte, Ramírez un partido despreciable. Rico, con treinta años de residencia honesta en el paísqué mejor contrapeso para su tilde de viejo y feo? Los dos eran amigos de la familia del muerto y debían encontrarse en el velorio.

Cuando Mariquita entró en la capilla ardiente vió a Ramírez en un rincón todo compungido, y le dirigió una mirada llena de coquetería que turbó al ingenuo comerciante.

La gente entraba y salía. A las doce sólo Mariquita y el tendero velaban el cadáver. El olor a pavesa y el calor que despedían los cirios hacían irrespirable la atmósfera. El encargado de la capilla roncaba en el patio. Mariquita habló a Ramírez de lo triste que es vivir solos. Le recordó cosas pasadas... Y mientras esto decía, su cuerpo parecía la torre inclinada de Pisa, en un afán de buscar el hombro del tímido Ramírez.

Tres golpecitos sincrónicos como dados en la caja mortuoria, interrumpieron el coloquio, volviéndo la torre a la vertical.

—Debe ser un ratoncillo —dijo el tendero.

—Sí... —agregó ella, pero no convencida.

La conversación se reanudó y la torre inclinóse de nuevo. Minutos después sentíase como si alguien empujara con sigilo una de las ventanas. Mariquita y Ramírez se miraron como si pensaran en un indiscreto...

Al amanecer el matrimonio estaba concertado. Y como la torre necesitaba mayor base de sustentación, buscó una de las manos del afortunado tendero.

Pero los espíritus son un demonio, no quieren dejar solos a los muertos: un ruido fortísimo se sintió, ahí, cerca de los enamorados, como si un mueble hubiera estallado. Mariquita miró a Ramírez, como diciéndole:

es tiempo de separarnos, y le vió pálido, con la cara desfigurada.

—Qué tiene Vd.?, le dijo, sorprendida.

Ramírez no respondió; su cabeza cayó sobre el pecho como si fuera de plomo. Mariquita espantada, muda, le apretó una mano fuertemente, como animándole, pero ya el cuerpo de Ramírez había caído inerte sobre ella. La solterona púsose de pie aterrada y el tendero cayó exánime en el pavimento.

Mariquita salió al patio, despertó al encargado de la capilla, le dijo lo que sucedía; él la miró sin comprender; la solterona le empujó, le echó hacia la pieza. El buen hombre no entendía, estaba aún dormido. Mariquita avisó a la servidumbre de la casa. Se mandó por un médico. Concurrió el más próximo. Hizo llevar a Ramírez a un lecho, le auscultó: estaba muerto.

Mariquita desapareció tan pronto dió la voz de alarma. Mandó más tarde por noticias de su prometido. Se le hizo decir que había fallecido. Entonces se echó sobre un sofá... "Qué desgraciada era!... Y sobre todo, el mundo entero sabría cómo se había producido el deceso... que habían estado juntos, que ella había sido testigo de la muerte."

El cuerpo de Ramírez fué llevado a la casa que ocupó en vida. Fué requerido el certificado de defunción. El médico examinó el cadáver y como le viera pequeñas equimosis en una mano indicó la conveniencia de una autopsia.

Cuando la desdichada Mariquita se enteró de lo que se iba hacer al tendero sintió como un desvanecimiento. "Las equimosis...? pensó —; no se las habría hecho ella al apretar con desesperación la mano de Ramírez, para infundirle vida, aliento?... el tenía un anillo... No habría sido el anillo el instrumento contundente...?"

Mariquita se echó a la calle. Quería ver las equimosis. Nadie acompañaba el cadáver en ese instante. Aproximóse temblorosa a él, vió las dos manchitas moradas. Era lo que ella había pensado... era el anillo, era ella. Rápidamente llevó un dedo a la boca, lo untó con cristalina saliva, se lo pasó suavemente por la mejilla, como quién acaricia un pétalo rosado y lo paseó con timidez por las cárdenas manchitas. Y echó a correr.

Avisaron los sirvientes al médico que las equimosis habían desaparecido. Acudió el práctico, examinó otra vez el cadáver, y escribió: "Certifico que el comerciante Ramírez ha muerto de síncope cardíaco... con maquillage".

La araña de oro

Pertenecía Raúl a una familia acomodada, y claro se está llamábanle los criados el "niño" Raúl. Era el único hijo varón, y de sus cuatro hermanas, dos eran casadas y dos andaban de rato en trance de encontrar marido. Feúchas eran, y bien feúchas, negruzcas, boconas, medio enanas, sólo tenían un encanto: el dinero.

El "Gringo" (que así llamaban a Raúl los de la familia y sus amigos) terminó sus estudios en el Colegio Nacional sin haber dado examen de ningún curso completo.

Comenzó a frecuentar la Facultad de Derecho como oyente, como intruso, y hasta dijo en casa y a los extraños que dió algunas vez exámenes. A todo esto vino la conscripción, y fué el gran pretexto para poner un paréntesis en esto de la Facultad, que él descaba fuera eterno.

Dió en casa la voz de alarma. Había que vestir el traje militar; servir a la patria... Pero cuando vió de cerca los pesados zapatones, la burda vestimenta; cuando le dijeron que a las veces había que barrer la cuadra, montar y mucho trotar, vínole algo así como un horror...

Las gestiones de su padre le salvaron. Fué declarado inhábil para el servicio.

Eliminado el lance de la conscripción, dijo continuaría sus estudios; pero no volvió más a la Facultad. La vida social le llamaba perentoriamente. Debía acompañar a sus hermanas a los "cines", a los bailes, al teatro, al hipódromo... Y debía vivir también él esa vida sin nada hacer, sin nada pensar: vida sin obstáculos, sin aguijones.

Era, fuerza es decirlo, un lindo muchacho: más bien bajo, grácil, con hermosos ojos garzos en una tez pálida... hubiérase dicho un hombre hecho de una mujer bonita.

No había chica que no viera en él un buen partido. Pero cuando le trataban, cuando conversaban con él, no encontraban eso que ellas mismas buscan: una arista de alma, una idea... una utopía, un algo. Hablaba de cosas graves como hablaba de una soprano o de un cotillón; como hablaba del mejor vestido que hubo en una fiesta; sin una pulgada de hondura, sin un tropiezo, sin un desmayo en el palabrerío hueco, de pura hojarasca, de mundanas trivialidades.

En ese ir y venir entre escotes y músicas, y flores marchitas y flores frescas, y brisas de mar y brisas de veneno, cayéronle los treinta y cinco años sin haber pensado un solo instante en la vida.

Un día notóse cierto temblor en las manos y se asustó. —Me estaré poniendo viejo?, se dijo. —Y otro día parecióle que veía los objetos dobles. Y otro día pensó que él no era como antes, que se sentía por veces melancólico sin motivo, apático. Que su tez tomaba un ligero tinte marronado. Que no dormía como antes, que su sueño era agitado y que le atormentaban pesadillas terríficas...

Se decidió a ver al médico de la familia. Este le examinó con detenimiento, y le dijo: —Vd. debe someterse a un tratamiento enérgico de inmediato y abstenerse de beber.

La opinión del médico, sentenciosa, terminante, púsole miedo y por primera vez en su vida vió obscuro. Viviría seis años, siete... No dejó de cruzar por su mente lo que hacen las mujeres fáciles al primer inconveniente en la vida, trocarla por un exceso de vida misma; pero él tenía otro egoísmo que el hartazgo de los que se echan en la corriente, menos elegante, pero al fin más egoísmo: su posición, la fortuna que heredaría.

Los venenos de la terapéutica fueron para el "Gringo" un tónico soberano; sintióse más enérgico, sus miembros adquirieron una rigidez ortopédica y su mirada ese candor agresivo de los ojos de vidrio.

Raúl acarició una curación. Y una noche que regresaba a casa de un sarao en que las mujeres parecían figuras de un viejo abanico, sintióse contento. Metióse en cama y se dijo: "Ahora dormiré". Y efectivamente durmió. Pero a la media hora de un sueño reparador, fué presa de una pesadilla. Se iniciaba la escena apocalíptica.

Una araña negra, monstruosa, del tamaño de un puño, apareció en el techo del aposento, fija, inmóvil. El animal comenzó a descender con majestad aterradora. Raúl desesperábase, quería huir, gritar, pero no podía, estaba aprisionado, sus músculos no le pertenecían; gruesas gotas de sudor corrían por su frente. A todo esto la araña estaba ya en el suelo y avanzaba en dirección al lecho del "Gringo". Pero cosa rara, a medida que la hirsuta visitante ganaba terreno iba disminuyendo de volumen, llegando a tener cerca de la cama el tamaño de una avellana. El animal llegó hasta un pie del desesperado Raúl, y, después de hacer unas volutas en el talón, dirigióse al dedo grueso. De ahí descendió al metatarso describiendo complicadas rúbricas. Allí la horrible visión comenzó a transfigurarse. Su cuerpo negro, radiado, tomó color de oro, y sus ojos, que antes parecían cuentas de azabache, tornáronse piedras rojas, transparentes. El pavor de Raúl convirtióse desde ese instante en admiración, y la sensación horripilante que el animal le había producido hasta entonces en sus excursiones anatómicas, se trocó en un cosquilleo agradable.

Siguió la araña rutilante por la cresta de la tibia, haciendo excursiones por los lados de la pierna en caprichosos arabescos. Llegó a la rótula, hizo allí unas circunferencias y se detuvo. Raúl estaba fascinado; se sentía poseedor del mágico animalito. Este inició una ascensión por la cara interna del muslo, y el "Gringo" comenzó a experimentar así como una caricia voluptuosa. La araña se detuvo, miró al "Gringo", y con rapidez abandonó el lecho. Metióse en un zapato, salió de él y trepóse en una silla. Raúl la devoraba con la vista. Dirigióse nuevamente al lecho. En ese instante se abre la puerta del aposento de par en par y la pieza se munda de luz solar, blanca, y entra Joaquín. Niño. Que se le espera a Vd. Todo el mundo está a la mesa. Son las 13 horas.

. Raúl se sienta en la cama medio dormido, la luz no le deja abrir los ojos.

—Y la araña?, pregunta al sirviente.

—Qué araña, niño?...

—... La araña de oro...!

Despiértase, al fin, cae desfallecido, se cubre la cabeza con las mantas y, acurrucándose, se muerde una rodilla en una mueca de llanto.


Publicado el 4 de julio de 2024 por Edu Robsy.
Leído 5 veces.