Primera parte
I
Dios, Nuestro Señor, daba un día audiencia a los santos que iban a interceder por sus devotos, por los pueblos que patrocinaban y por todos los pecadores. La Santísima Virgen, sentada al lado de su querido y Hijo, recomendaba los múltiples memoriales de los visitantes, a los cuales acogía el Ser Supremo con la bondad del que es fuente de todas las misericordias. Fueron entrando en el salón del trono del Altísimo santos y más santos, basta que le tocó el turno a Santiago el Mayor.
—¡Hola, Jaime! —le dijo el Todopoderoso—: ¿qué te trae por aquí? ¡Cosas de España, tal vez! ¿Qué pasa por aquella tierra? ¿Están en paz tus clientes?
—Bien sabe Vuestra Divina Majestad, —contestó el Apóstol, haciendo tan profunda reverencia que el sombrero lleno de conchas y reliquias que tenía en la mano barrió el suelo—, que aquello anda malillo, y que, si Dios no pone remedio, yo no sé lo que va a ser de España, de los españoles y de sus descendientes, que se han establecido en el Nuevo Mundo, a todos los cuales protejo y amparo en sus cuitas; porque, eso sí, ni unos ni otros nos han perdido la afición, y si no, aquí está la excelsa Madre de Vuestra Divina Majestad, patrona de las Españas y de las Indias, que no me dejará decir una cosa por otra.
—Cierto es —dijo Nuestra Señora—, que en pocas partes del mundo se me venera tanto como en las tierras de que habla Santiago, y, a decir verdad, yo quisiera hacer hasta los imposibles a favor de aquellos para mí muy amados hijos.
—¡Vamos, di lo que solicitas, Diego —exclamó el Eterno dando una cariñosa palmada en la mejilla del santo—; basta que mi amantísima Madre sea intercesora, para que yo te conceda cuanto desees, con tal que no me pidas gollerías.
—Señor —contestó el Apóstol algo perplejo—, yo no sé cómo decírselo a Vuestra Divina Majestad... El caso es que... Ello es... Vaya, que no me atrevo.
—¡Ánimo! ¡Habla!
—Como a Vuestra Divina Majestad no se le oculta nada, bien sabe lo que yo quiero para los españoles.
Sonriose el Todopoderoso, pues Él ya sabía de antaño lo que pensaba Santiago, porque, ya se ve, ¿qué se le ha de ocultar a quien no ignora cuanto pasó, pasa y pasará?; y poniendo ambas manos sobre la esclavina del bienaventurado, le contestó:
—En verdad te digo, querido Jacobo, que lo que pretendes es harto difícil; pero, en fin, exprésalo en breves palabras.
—Pues bien, Señor, lo que yo quiero para los españoles es lo que se llama sentido común...
—¡Sentido común! —replicó el Omnipotente—: ¡sentido común! Pues ¿no sabes tú que lo que los hombres denominan así, es el menos común de los sentidos?
—Vuestra Divina Majestad me entiende, y no digo más.
—¡Hijo mío! —dijo con voz suplicante la Reina de los Ángeles—; vuelve tus ojos misericordiosos hacia aquel pueblo desdichado, y concédele lo que más le convenga.
—¡Bueno! —contestó Nuestro Señor—; voy a hacer por España lo que no he hecho por nadie, aunque me cueste privarme por algunos días de la compañía de un hijo predilecto como este. Vuelve a la Península, Santiago, con amplios poderes míos. Te doy facultades para hacer milagros, sin que puedas, empero, mover y forzar la voluntad de los hombres, porque ya sabes que quiero que sea libre su albedrío. Te doy el don de hacerte invisible y de tomar la forma que quisieres. Ve allí y haz de nuevo gala de tus dotes oratorias, a ver si tu elocuencia, que hizo cristianos a los españoles, más o menos pecadores, que sobre esto hay mucho que hablar, consigue ahora darles el mejor discernimiento en las cosas terrenales.
Dio el Apóstol gracias a Dios Nuestro Señor y a su Santísima Madre, y fuese en derechura al vestíbulo del Cielo donde pidió a San Pedro, con grande admiración de este, que le franquease la salida.
—¡Qué es esto, colega! —exclamó el portero mayor del Paraíso.
—Que me voy otra vez a predicar.
—Mira, aquí entre apóstoles sea dicho, vas a que te crucifiquen como hacen aquellos bárbaros con todos los que les dicen verdades.
—Estos tiempos no son los nuestros, Perico, gracias a nosotros, que civilizamos al mundo. Verdad es que por allí hay quien no se acuerda de esto, y nos pone como chupa de dómine; pero a lo menos ya no le desuellan a uno vivo sino de boquilla.
—Ciertamente esto se ha ganado, pero ha sido a costa de las tiras de piel verdadera que hemos dejado por allá; y si no, dígalo nuestro compañero Bartolomé; pero, ¿qué digo piel?: carne y huesos, que todavía me parece que me duelen las palmas de las manos de aquellos clavos con que me crucificaron, cabeza abajo; y todo ¿por qué?: porque sacaba del error a los hombres. ¡Si serán estúpidos!
—Tienes razón, mala cosa son los hombres; pero algo hay que hacer por ellos. Allá me vuelvo. ¡Abre, Perico, la puerta, y hasta luego!
—¿Pero vas a pie?
—¡Hombre, sí! ¡Buena idea! Tomaré la jaca. ¡Cómo estará de brava a puro holgar! Ya se ve, como ahora no necesitan de mí los españoles para regir sus ejércitos, teniendo tantos generales...
—Por brava que esté, ¿qué te importa, si no hay mejor jinete que tú en cielo y tierra, si eres el Santo caballero por excelencia?
—Claro está; ¡como que soy el patrón de los españoles!... pero abre mientras voy por la jaca.
Soltó San Pedro las cadenas de oro del puente levadizo de la celeste mansión, el cual vínose abajo con grande estrépito, y al breve espacio cruzó por él Santiago, caballero en su blanco corcel, echando no diablos, porque en el Paraíso no los hay, sino rayos y truenos que estremecieron el aire, azotaron el firmamento y retumbaron por el espacio infinito.
II
No sé el tiempo que empleó el Apóstol desde la Gloria a la Península, porque ignoro la distancia que separa a los españoles de la bienaventuranza, aunque entiendo que debe ser poca, pues aquella misma tarde apareció Santiago en mitad de un camino real de España.
El cual debía de atravesar la Mancha, porque ni un solo árbol se descubría en medio de la soledad de una vastísima llanura, que más semejaba mar desecado que otra cosa alguna.
—¡Qué gentes estas! —exclamaba el Santo para su esclavina—. ¡Están dejadas de la mano de Dios! ¿Qué mal les han hecho los árboles? ¡No parece sino que, hartos de destruirse unos a otros, han declarado cruda guerra a la naturaleza!
Y pensando en esto, iba camino adelante al paso de su caballo, cuando de pronto vio venir hacia él a dos hombres cubiertos con amplios sombreros, como los del Padre Eterno, muy ceñidas las vestiduras con unas correas sobre el pecho, las manos dentro de fundas blancas, y llevando cada uno al hombro gruesos bastones rematados en punta de hierro, que el Santo creyó bordones de peregrino de nueva usanza.
—¡Vaya, serán colegas míos —dijo para sí— que irán de romería a algún santuario! Ya tengo compañía.
Los cuales supuestos peregrinos íbanse acercando fijos los ojos en el jinete, y apenas llegaron junto a él, diéronle la voz de alto.
Detuvo el Apóstol las riendas a su caballo, y preguntó a la pareja qué quería.
—La cédula de vecindad —dijo uno.
—¡La cédula! ¿Qué es eso?
—Por lo visto, es usted nuevo aquí...
—Sí, señor, soy forastero.
—Pues bien, aquí nadie viaja sin ese documento.
—No le tengo.
—Entonces dese usted preso.
—De modo que en España ¿se necesita patente de hombre de bien para andar suelto?
—Y para todo.
—En este caso, no habrá malhechor que carezca de semejante requisito.
—En efecto, señor peregrino, todavía no hemos topado con ningún criminal que no esté provisto por lo menos de una cédula.
—¿Para qué sirve, pues?
—Yo le diré a usted; es un recurso de la Hacienda como otro cualquiera.
—¡Ah, ya! Es un tributo sobre la libertad personal.
—Sea lo que fuere, nuestra obligación es detener a los indocumentados.
—Pero, hombre de Dios, si yo soy un caminante pacífico y nunca he hecho mal al prójimo.
—No lo dudamos, mas tenemos que cumplir con la consigna. Quien manda, manda. Tenga usted, pues, la bondad de venirse con nosotros.
—Por lo menos —dijo el Santo para su sayal— aquí se prende con cortesía.
Y como era muy celoso de la disciplina militar, aunque patrón de España, añadió, dirigiéndose a la pareja, acortando razones:
—Vamos a donde ustedes quieran.
—Al pueblo que deja usted a retaguardia.
—¡Andando!
Y así diciendo volvió grupas, y seguido de los guardias civiles, que tales eran los aprehensores, encaminose a un lugar que allí cerca estaba y en el cual no había parado mientes.
A tiempo que anochecía entraron los tres en el pueblo, donde reinaba el mayor sosiego a pesar de ser víspera de elecciones municipales. El alcalde, que iba de ceca en meca muñendo a los electores a casa hita, en la calle y en la taberna, y no podía, por lo tanto, perder el tiempo en bagatelas, en cuanto vio a los recién llegados, y sin preguntar a los guardias por qué traían a aquel hombre, dijo con voz de autoridad:
—¡A la cárcel con él, y el caballo a mi cuadra!
Y dicho y hecho, y he aquí cómo la primera noche de su vuelta a España, Santiago se la pasó enterita en la cárcel.
III
Aquel siervo de Dios, en lugar de hacer milagros y de salirse del inmundo aposento donde encerrado estaba, porque con decir que era cárcel de pueblo, y de pueblo de la Mancha, está dicho todo, púsose a rezar y a rezar hasta que le sorprendió la vaga claridad del alba entrando por una rendija o gatera, que en esto no estoy muy seguro, pero sí de que no tenía más ventilación el calabozo.
En esto oyose ruido de llaves en la premiosa cerradura; rechinaron los goznes, y abriéndose pausadamente la puerta, apareció bajo el dintel la majestuosa figura del alguacil, barbero, sangrador y peatón en una pieza.
—¡Sal! —dijo con ademán imperativo y voz bronca, porque acababa de matar el gusanillo: y luego añadió que le siguiese.
Hízolo así Santiago, y subiendo una estrecha escalera, fue introducido en el salón del concejo, que iba a servir además de colegio electoral, a juzgar por una grande urna que puesta sobre la mesa estaba. Una silla, tres bancos y el retrato del Rey, pegado con obleas o pan mascado en la pared, completaban el ajuar de aquel augusto recinto, al cual prestaba mayor solemnidad en aquel momento la presencia del Alcalde, muellemente sentado en la silla, extendidas las piernas, sueltos los brazos, caída la cabeza, terciado el calañés y chupando un cigarrillo mugriento, apagado y casi deshecho.
—¡Hola, perillán! —exclamó la autoridad popular a guisa de saludo—. ¿Quién te manda ir de romería a caballo? ¿Dónde lo has robado, cuatrero?
—Yo soy un hombre de bien. El caballo es mío —contestó el Santo.
—¡A mí con esas! Ea, a ver la cédula.
—No la tengo.
—¿De dónde eres?
—Nací en Bethsaida.
—¡Saida! Alguacil, ¿dónde está este pueblo?
—Lo que es en la Mancha no está —contestó el interpelado, que, como cartero, tenía sus ínfulas de perito geógrafo—. Este nombre me huele así a cosa de África.
—¡África, eh! ¡Bueno! ¿Tu nombre, peregrino?
—Santiago.
—¿Apellido paterno y materno?
—Mi padre se llamaba Zebedeo y mi madre Salomé —dijo el Apóstol que no sabía decir una cosa por otra.
—Bien, pues decreto al canto: Habiendo sido preso por indocumentado Santiago Zebedeo y Salomé, de profesión romero, con un caballo que no debe ser suyo, ordeno y mando: primero, que el caballo quede en mi cuadra a las resultas; y segundo, que el susodicho Santiago sea conducido por tránsitos de justicia a disposición del señor Gobernador civil de la provincia de Santander.
—¡De Santander! —exclamó el alguacil—; pues si Santander está al Norte, y el África, de donde parece este buen hombre, cae hacia el Mediodía.
—Precisamente —contestó el presidente de la corporación municipal dando un puñetazo en la mesa—; precisamente por eso. Así se trata a los vagos. O soy o no soy alcalde... ¡No faltaba más! Llévate a ese hombre y entrégalo a la pareja.
Salieron ambos, y ya en la calle, el alguacil, hablando muy quedito al oído del Santo, le dijo:
—Mira, nación (en aquel pueblo designan con esta palabra a los extranjeros), todo se puede arreglar con una friolera. Con que me des para echar unas copas... En fin, hay que untar el carro... Ya sabes aquel refrán: «Por bueno o por malo, el escribano de tu mano».
—Sí, y también conozco aquel otro que dice: «Ni hagas cohecho ni pierdas derecho».
—Pues con tu pan te lo comas —replicó el agente de la autoridad dando un empellón al Santo y encerrándole en la cárcel—. Aquí te estarás hasta que pase la pareja.
IV
Entonces el siervo de Dios creyó llegado el momento de hacer un milagro, pues le apretaba el deseo de dar comienzo a su terrenal apostolado y devolver bien por mal al lugar a que le trajeron, no sus pecados, como decirse suele, pues siendo santo ¿qué pecados había de tener? sino los altos e inescrutables designios de la Providencia; y así, por un simple acto de su voluntad tornose de pronto invisible, y saliendo del calabozo por el resquicio de la puerta, se fue a la calle, recorrió el pueblo, y penetrando en todas partes sin ser de nadie visto ni oído, escudriñó a su sabor cuanto allí pasaba.
Hacíase cruces a cada paso al descubrir las miserias humanas; pero lo que mayormente llamó su atención fue el aflictivo y ruinoso estado de la Hacienda municipal, bajo el poder de aquel cacique de campanario, que aspiraba a la reelección del cargo concejil. ¡Qué de cabildeos, qué de amaños, qué de promesas, a costa, por supuesto, de los bienes comunes, para conjurar las ruines rivalidades de unos cuantos electores, en medio de la estúpida indiferencia de los demás!
Tocaron en esto a misa, y por ser domingo, los lugareños juntáronse en la plaza de la iglesia, esperando la última campanada, como si quisieran tasar el tiempo destinado a las cosas santas, nada piadosa costumbre, que disgustó al Apóstol que en volandas había acudido al templo a oír los divinos oficios.
Apenas terminados estos, los hombres volvieron en tropel a la plaza, mientras las mujeres salían poco a poco de la casa del Señor con la mantilla muy ceñida, los ojos bajos y el rosario en la mano.
Quedose Santiago algún tiempo en la iglesia, rezando muchos Padre-nuestros a sus predilectos compañeros de Gloria, y al retirarse, en el acto de abrir la cancela, le asaltó una idea que llevó en seguida a efecto, y fue nada menos que tomar la misma figura del boticario del pueblo, ausente a la sazón, con una semejanza tal, que era el más perfecto trasunto que imaginarse puede; y de esta suerte se presentó en la plaza.
Todos los que se hallaban allí cayeron en el engaño, y fueron a él y le saludaron con mucha cortesía y afectado cariño, porque el farmacéutico, aunque tenía fama de socarrón, entrometido y mordaz, era, si no bien quisto, considerado con el respeto que se merece una mala lengua.
Como en semejantes casos suele acontecer, comenzose a hablar de la salud y del tiempo, de lo cual tomaron pie los labradores, que lo eran casi todos, para echar su cuarto a espadas sobre la cosecha, siempre mala, si no detestable, en boca de campesinos.
—¡De esto tenéis la culpa vosotros! —exclamó Santiago.
—¿Nosotros?
—Sí, vosotros.
—¿Por qué? —preguntó uno.
—Vamos a ver, ¿qué es lo que hace buenas las cosechas después del trabajo del hombre?
—¡Toma! —contestó otro a quien llamaban por apodo el tío Solón o Salomón—, la buena tierra y el agua.
—Siendo así, ¿por qué os empeñáis en hacer mala la tierra y en alejar de ella la humedad?
—¡Nosotros! —exclamaron todos con irónica sonrisa, mirándose unos a otros, como quien dice: este hombre no está en su juicio.
—¡Sí, vosotros, con la insensata guerra que hacéis al arbolado! Fomentadlo, y la tierra será cada vez mejor, y la lluvia visitará con más frecuencia los campos, derramando sobre ellos sus inapreciables dones.
—¡Ah, señor farmacéutico! —exclamó el tío Solón—, ¡qué engañado está usted! Esto lo rezan los libros, pero nosotros entendemos más de labranza que esos señoritos de las ciudades que inventan estas cosas, y que no son más que unos saca-dineros. ¡Árboles, eh!
—¿Qué mal os han hecho?
—Mire usted; cuando yo era mozo —replicó el tío Solón—, había en el prado de propios hasta seis docenas de pinos: ¿y sabe usted para qué servían? Para que los muchachos se comiesen los piñones. Semejante escándalo llamó la atención del concejo, que se reunió para tratar sobre la materia. Opinaban unos que debía nombrarse un guarda y otros que era mejor cortar los árboles, y después de maduro examen, por mayoría de votos se decidió lo último, y así se dio fin al escándalo.
No quiso Santiago refutar tales razones, que no eran para contestadas, y encarándose con otro Licurgo del lugar que atentamente escuchaba sin decir esta boca es mía, le preguntó:
—¿Y usted también cree inútil el arbolado?
—¡Qué inútil —contestó el segundo sabio—, perjudicial, y perjudicial de todo punto! Y si no, vamos a ver: ¿quién se come el grano antes de la cosecha? Algunos pájaros, como los gorriones, ¿no es verdad? ¿Quién atrae a los gorriones? El arbolado, ¿no es cierto? Luego destruyendo a este contribuimos a extinguir aquella plaga.
—¡Bien dicho! —exclamaron todos dando calurosas muestras de asentimiento, creyendo confundido al supuesto boticario.
El cual, después de breve pausa, replicó:
—Pues yo os pregunto: ¿qué plaga es mayor, la de los insectos o la de los pájaros?
—¡Toma! —contestó otro labriego—, la de los insectos, porque siendo innumerables y pequeñísimos, no basta la mano del hombre para aniquilarlos.
—Entonces —dijo el Santo—, si no os bastáis para combatir a estos casi invisibles enemigos, justo sería que respetaseis y aun dierais recompensa a vuestros mejores auxiliares, y si no; decidme: por cada grano de trigo que os quita un gorrión, ¿de cuántos millares de insectos no habrá limpiado vuestros campos?
Esperaba el Apóstol que este sencillo razonamiento abriría los ojos de aquellos labradores; pero lejos de ser así, ninguno dio muestras de dejarse convencer ni aun por el mismo Dios que bajase en persona, y como Santiago se sabía muy bien de memoria aquel refrán de que no hay peor sordo que el que no quiere oír, dio el pleito por perdido; mas quiso probar si sacaba mejor fruto hablándoles de la cosa pública, y encaminando la plática en este sentido, les espetó una de verdades que había que oírle. ¡Qué de cosas salieron de aquellos santos labios, como de quien sabía los más recónditos secretos de todo el lugar!
—¡Muy bien! —exclamó un mozalbete que había estudiado en Madrid hasta dos años en la Escuela de Veterinaria, siendo suspenso en el segundo—; ¡muy bien, señor farmacéutico! Me place ver a usted entrar por tan buen camino y salir de la actitud de expectante benevolencia para con el Ayuntamiento, en que hasta ahora se había colocado. Cuente usted conmigo, con mi apoyo incondicional, a fin de coronar el edificio de la regeneración de nuestra querida patria, digna de mejor suerte y de los más altos destinos. Unámonos todos en apretado haz para sacudir el yugo de la opresión y de la tiranía; proclamemos con entusiasmo nuestro ideal político...
—Pero, ¡hombre de Dios! —exclamó interrumpiéndole Santiago—. ¿Qué tienen que ver tus ideales políticos con la policía urbana, la hacienda municipal y los chanchullos de los fielatos?
Y hablándole aparte añadió:
—Calla, si no quieres que cuente tus trapisondas de la época en que eras secretario del anterior alcalde, por cuya candidatura trabajas ahora.
Corriose el mozo, y hecho una grana, escurrió el bulto, dirigiéndose a la Casa de la Villa, donde en aquel momento se constituía solemnemente la mesa electoral.
Entretanto, el Apóstol no cesaba de exhortar a aquellos rústicos, que embebidos y suspensos le escuchaban, a que cumpliesen sincera y honradamente sus deberes de buenos ciudadanos; y cuando creía haberles persuadido de todo punto, el tío Solón le interrumpió diciendo:
—Yo no quito ni pongo rey.
—Ni mi padre ni mi abuelo —añadió uno—, dieron jamás su voto, y yo no hago usos nuevos.
—¡Al concejo, ni verlo! —exclamó otro.
—¡Allá ellos! —dijo un cuarto.
—Mire usted, señor boticario —prosiguió el tío Solón—, quien sirve al común, sirve a ningún. Así, no se canse usted, que ni queremos votar ni ser votados.
—¿Para qué? —repuso un quinto—; ¿para que nos roan los zancajos y no hagamos nada de provecho? Y si no, pon lo tuyo en concejo, y unos dirán que es blanco y otros que es negro.
Y todos por este estilo fueron contestando a Santiago, el cual, sin querer oír más razones, se marchó del lugar.
Uno de los del corro, empero, tuvo un arranque de valor cívico, y exclamó:
—¡Pues yo voto! ¡Algo hay que hacer por el pueblo!
Y dirigiéndose al colegio electoral, se votó a sí mismo.
V
La nueva de la actitud tomada por el supuesto farmacéutico, y digo actitud, porque empleó esta palabra el veterinario en embrión, cayó como una bomba en medio del campo alcaldesco, que había sentado sus reales en el salón consistorial y ya se regodeaba con la confianza de una victoria decisiva, a pesar de que el bando contrario, de que era firme apoyo y activo paladín el molzalbete de la plaza, había conseguido intervenir la mesa electoral, circunstancia que no permitía al presidente de ella trasegar el censo completo a las listas de votantes, como en otras no menos gloriosas batallas por él libradas.
Mas como el común peligro fue siempre medianero de unión y de concordia entre los desavenidos, apenas se supo por boca del exsecretario que en aquellos momentos históricos se estaba formando el partido de los independientes, que con tal nombre bautizaron en el acto a los del corro de la plaza, el Alcalde, que no se dignaba inclinar su erguida y majestuosa frente, ni aun en señal de saludo, ante sus concejiles adversarios, dando rienda suelta al noble y generoso impulso de su pecho, propuso a la mesa la formación de una candidatura de transacción y de conciliación, en la cual estuviesen representadas las dos colectividades que, ya a regañadientes, ya a palo limpio, se disputaban el gobierno y el pueblo.
Ardua era de suyo la empresa, porque de los siete concejales que debían elegirse para la renovación del Ayuntamiento, no ofrecía el alcalde más que tres puestos a los adversarios. Porfiaban estos que querían cinco, y en este regateo les sorprendió el elector independiente de que he hablado.
A su presencia turbose el Alcalde, y viendo en su imaginación llover electores sobre el colegio seguidos del notario para que diese testimonio del escrutinio, por si no se jugaba limpio, cedió en el acto a las exigencias del contrario bando y se prestó a todo: que de leves causas proceden muchas veces las graves resoluciones y los sucesos trascendentales.
Conciliadas las opuestas parcialidades y convenida la fórmula, seis hombres de corazón luciéronse fuertes en la estrecha escalera que daba acceso al colegio electoral, resueltos a defender aquel sagrado recinto de los ojos profanos, indiscretos o curiosos que pretendiesen turbar la majestad del escrutinio; arrellanose el Alcalde en la silla presidencial, repartió cigarrillos a los interventores, y dando un palo a la mesa con el bastón de autoridad, exclamó:
—¡Que vengan electores!
Entretanto los secretarios procedían a la redacción del acta, en la cual aparecían como votantes cuantos electores arrojaba el censo, incluso los difuntos; que aquella gente no reparaba en cosas de poca monta cuando tenía las manos en la masa.
VI
Cantaba el gallo de San Pedro, claro indicio de que rayaba el día, cuando Santiago, puesto sobre su caballo blanco, que había recuperado sin ser de nadie visto, llegó al glacis del Alcázar celeste, defendido por una legión de ángeles que revoloteaban de aquí para allí gritando: ¡centinela alerta! y el lejano eco repetía: ¡centinela alerta!
—¿Quién vive? —gritó una voz, en cuanto el Apóstol se acercó al puente levadizo.
—El Paraíso —contestó aquel.
—¿Qué gente?
—Santiago el Mayor.
—¡Alto! ¡Cabo de guardia!
Y salió la ronda menor, compuesta del cabo y de dos números, que eran gentiles mancebos resplandecientes de hermosura con unas alas muy anchas y extendidas, vestidos de blanco y finísimo ropaje, y blandiendo en la diestra sendas espadas que, a pesar de la tenue claridad del naciente día, brillaban como inextinguibles centellas.
El cabo pidió el santo, seña y contraseña, y rindiolas el recién llegado, diciendo: «Santo Espíritu, Espacio Eterno.»
Previas estas formalidades que prescribe la celestial ordenanza, se fue el cabo a prevenir al oficial de guardia, y este a San Pedro, que a fuer de madrugador, merced a su gallo, en la muralla del venturoso Alcázar se estaba solazando.
Acudió solícito el príncipe de los Apóstoles a abrir a su compañero, y exclamó:
—¿Ya de vuelta, querido Santiago?
—Aquí me tienes, Perico, —contestó este, apeándose del caballo y estrechando entre sus brazos al portero mayor de la Gloria.
—Vamos, cuenta: ¿cómo te ha ido por allá?
—Llegué, y me prendieron.
—¿Y tú qué hiciste?
—Salirme de la cárcel por milagro. En España se suele salir así de semejante sitio.
—¿Y después?
—Traté de inculcar las nociones más rudimentarias de agricultura a gentes que no viven más que de ella.
—¿Y se convencieron?
—Se encogieron de hombros.
—¿Y te volviste?
—No. Tropecé con un rebaño conducido por lobos y quise persuadir a las ovejas de que eligiesen otros pastores.
—¿Y bien?
—Nada, que prefirieron seguir siendo comidas.
—Ya sabes que nunca he tenido fe en el sentido práctico de tus clientes; pero jamás creí que llegase hasta tal punto la insensatez humana.
—Más que insensatez descubrí en el fondo de todo grande apatía intelectual. Gentes son las que encontré, que por ahorrarse el trabajo de pensar, dieran de buen grado al maestro de escuela que tenían, y aun todas las universidades de añadidura.
—Conozco el género. Son los hombres más difíciles de convertir: los holgazanes contumaces del entendimiento.
Segunda parte
I
Santiago, por conducto del Arcángel San Miguel, jefe del cuarto militar de Dios Nuestro Señor, pidió una audiencia a su Divina Majestad, y al día siguiente recibió un B. L. M., en el cual se le anunciaba que a las tres de la tarde sería introducido ante el trono del Altísimo.
—¡Ya de vuelta, Jaime! —exclamó el Todopoderoso, al ver entrar al Apóstol. —¡Bien venido! —dijo la Santísima Virgen, muy contenta del regreso de su predilecto devoto—. ¿Cómo dejas a mis hijos los españoles?
—En cuanto a religiosos, que es lo principal, no hay nada que decir. Bien puedo asegurar a Vuestra Divina Majestad y a su excelsa Madre que, a despecho de las maquinaciones del enemigo malo, la veneración, el amor y la popularidad de que somos objeto en aquella bendita tierra no menguan ni se debilitan, antes más bien parece que se afianzan y robustecen de día en día.
—¿Y en cuanto a lo demás? —preguntó el Omnipotente.
—Señor —contestó el Santo, algo turbado, porque siendo tan amante de España no se atrevía a decir nada en su menoscabo—, confieso que en mi patria adoptiva quedan algunas cosillas por arreglar, y que los poderes que obtuve de Vuestra Divina Majestad no dieron el resultado apetecido.
—Si Yo pudiese dudar de algo —dijo el Eterno—, nunca hubiera tenido confianza en el éxito de tu empresa. Ya lo has visto por tus propios ojos. Aquella es gente incorregible en las cosas terrenas, y por lo tanto hablemos de asuntos menos enojosos...
—Señor, implorando la misericordia de Vuestra Divina Majestad, le ruego encarecidamente que se sirva oírme, porque no he perdido del todo la esperanza...
—¿Qué esperanza, Jaime? ¡Por Mí, ponte en razón! ¿Crees posible que aquellas gentes se corrijan? Ni por milagro.
—¡Ah, Señor! Si yo pudiese siquiera hacer uno, moviendo y forzando la voluntad del Gobierno que rige a mis clientes, ¡cuán felices no serían estos!
—Ya sabes que no quiero en manera alguna que se tuerza el libre albedrío de los hombres.
—¡Por una vez! —exclamó la Virgen María.
—Pues bueno; sea. Basta que me lo pida mi adorada Madre. Vuelve a España, Jaime; hazte invisible, estudia a los españoles, infórmate de sus deseos, líbrales de lo que más censuren y otórgales lo que ambicionen. Al efecto doyte la facultad de rendir a tu antojo, mas por una sola vez, la voluntad del poder supremo de la nación, y si te arrepintieres del resultado de tu propia obra, concédote el don de anularla por completo.
—¡Señor! —exclamó Santiago, con grandes muestras de regocijo—; ¡se lo agradeceré toda mi eternidad! Gracias, gracias, Dios mío.
Y dirigiéndose a Nuestra Señora, añadió:
—¡Gracias, oh tú, la más bendita de las mujeres!
—Ve conmigo, y hasta la vuelta.
—Adiós, Santiago —dijo la Reina de los Ángeles.
Y el Apóstol, haciendo genuflexiones, salió del salón del Trono, acompañado del Arcángel San Rafael, Grande del Paraíso, de primera clase, ayudante de campo de su Divina Majestad e introductor de Santos.
II
A pie salió esta vez de la celeste mansión el abogado de España, y emprendiendo el camino del sistema solar, echó una ojeada a los diferentes planetas que giran en torno del astro del día. Pronto distinguió al nuestro por la luz azulada que despide, y dirigiendo a él sus pasos, detúvose a cosa de 20.000 kilómetros de buen andar, del término de su cósmico viaje. A distancia semejante, parecía el globo terrestre tan grande como la bóveda del cielo vista desde una eminencia de la Tierra. En aquella sazón, puesto el Santo de espaldas al sol, vio ante sí el hemisferio del Nuevo Continente, que destacábase brillante en medio de las manchas oscuras formadas por los Océanos Atlántico y Pacífico. América parecía un inmenso pie, cuya punta amenazaba al Mundo Antiguo, el cual asomó después por la izquierda. Aparecieron primero: hacia el Norte la Rusia asiática, al Sur la Australia y Nueva Guinea en el Ecuador, luego el Japón y las islas Filipinas, y sucesivamente China, Borneo, los Estrechos, la Indo-China, el Indostán, la Arabia y la costa oriental de África.
De pronto, púsose el Apóstol de rodillas en medio de la inmensidad del espacio, extendió los brazos y dobló la frente en señal de profundísima veneración: en aquel momento presentábase a su vista la Tierra Santa.
Rusia, Turquía, Austria, Alemania, el África Central, Italia, Francia, mostráronse después, y por fin, la Península Ibérica a manera de una gran piel de toro. Destacábase en medio de ella un punto apenas perceptible junto a una línea oscura formada por los valles de la Cordillera Carpetana: aquel punto era Madrid.
Entonces Santiago quedó invisible, y siguiendo su viaje, no paró hasta hacer pie en la Puerta del Sol.
III
A decir verdad, lector benévolo que has llegado hasta este punto de la narración de mi cuento, desesperé de darle fin, pues si bien me hallaba en la corte de España cuando estuvo en ella nuestro Santo Patrón, no parecía sino que mi memoria, de suyo flaca y endeble, ni aun reminiscencias conservaba de los sucesos a que dio lugar tan extraordinario acontecimiento.
En vano con diligente solicitud traté de buscar y adquirir informes; en vano consulté las colecciones de los periódicos, que en estos tiempos son la crónica más o menos concienzuda y verídica de los sucesos; en vano apelé al testimonio de mis convecinos: los primeros guardaban profundo silencio, y los últimos juzgábanme fuera de juicio cuando les preguntaba:
—¿Presenciaron ustedes lo que pasó en Madrid cuando vino Santiago?
Resuelto estaba ya a no escribir la segunda parte de este cuento, conseja o pasatiempo infantil, como quieras llamarlo, porque no hallaba medio de darle remate, cuando una noche, olvidado ya este asunto, soñé lo que a continuación vas a leer. Si tienes la paciencia de llegar hasta el fin, sabrás la causa de que nadie recuerde el peregrino suceso que voy a referirte, a pesar de que acaeció en época muy reciente.
Parece ser que Santiago estuvo varios días en Madrid y en otras poblaciones de la Península, y conservando el riguroso incógnito de su invisibilidad, dedicose con especial cuidado a averiguar los pensamientos y deseos de la mayoría de los españoles en los asuntos concernientes a la cosa pública.
«¿De qué se quejan estas gentes? —decía para sí después de maduro examen—. Del Ministerio, sea el que fuere, y de cuanto de él depende.
»¿Qué ambicionan? Vivir a costa del presupuesto, gozando del mayor sueldo y del menor trabajo posibles.
»Pues suprimamos lo primero y demos la mayor extensión imaginable a las clases pasivas. Si faltan recursos pecuniarios, yo puedo proporcionarlos inagotables.»
Hecho este razonamiento, llevó a efecto el milagro más sorprendente que imaginarse puede.
Facultado por Dios Nuestro Señor para realizar uno, forzando y moviendo la voluntad del Gobierno, una noche en que se celebraba Consejo de Ministros presidido por el Rey don Alfonso XII, entrose bonitamente en la Cámara real, y disponiendo del albedrío de cuantos allí estaban, hizo que aquellos sometieran al Monarca, y este aprobase, el siguiente
«Real Decreto
»De acuerdo con el Consejo de Ministros,
»Vengo en jubilar, con el haber de 30.000 pesetas anuales, a todos los funcionarios que cobran del Estado y de las Corporaciones populares, y en conceder la licencia absoluta, el retiro y la situación de reserva respectivamente a los soldados, oficiales, jefes y generales de todas las armas e institutos, con el mismo haber de 30.000 pesetas.
»Vengo en conceder una pensión vitalicia anual de 30.000 pesetas a todos los españoles de ambos sexos no comprendidos en el párrafo anterior.
»Dado en Palacio a 29 de febrero de 1881. — Alfonso. — El Presidente del Consejo de Ministros, Práxedes Mateo Sagasta.»
IV
Este decreto, firmado por el Rey a la una de la madrugada del 29 de febrero, apareció en la Gaceta de Madrid repartida al amanecer del mismo día.
La nueva de la disposición oficial cundió por la corte con la rapidez del rayo. Los barrenderos de la Villa, ebrios de gozo, abandonaron al punto su matutina faena para entregarse a copiosas libaciones a cuenta de la jubilación; las placeras, arrojando las mercancías al arroyo, desgañitábanse dando desaforados vivas al Gobierno por la merced recibida; las criadas de servir tiraban los cestos de la compra, y las más acudían presurosas a los alrededores de los cuarteles para cerciorarse de que la gracia era extensiva al elemento militar; los soldados, licenciados por sus jefes, dejaban los fusiles para fraternizar con aquellas; los cocheros de plaza despedían a los viajeros, y confiando los vehículos al instinto de los caballos, se declaraban en huelga; retirábanse los alguaciles y agentes de orden público, considerándose jubilados; muchos de los habituales concurrentes a los garitos no corrían, volaban en busca de usureros que les prestaran algunas sumas con retención de la paga; aparecían en las puertas de las tiendas rótulos diciendo: Cerrada por cesación de comercio; parábanse las fábricas y los talleres; quedábanse las casas sin criados ni porteros; los Ministerios, huérfanos de empleados y hasta de pretendientes; detenidos los trenes en las estaciones por falta de personal; y solitarias la Universidad y las escuelas; en fin, nadie quería dedicarse al trabajo, creyendo su subsistencia asegurada con las 30.000 pesetas anuales.
Varios prestamistas, sin embargo, de suyo codiciosos, creyeron que aquella era la ocasión propicia de estrujar al prójimo, y pusieron grandes carteles, escritos a mano, porque no había ninguna imprenta abierta, anunciando que daban dinero sobre pensiones. Al punto sus casas fueron un jubileo, y a medida que la demanda aumentaba, por la ley natural de las transacciones, el interés del dinero fue subiendo hasta llegar a 5.000 por 100.
Trataron los periódicos de dar un suplemento; pero ¿cómo, si no se encontraba un cajista por un ojo de la cara? Por favor especial un diario popular consiguió reunir tres de aquellos y dos marcadores, pero tuvo que pagar a duro la línea y a peseta cada ejemplar de la tirada.
Seguían entretanto sin lumbre los hogares, y eran pocos los madrileños que habían conseguido desayunarse. En vano acudían muchos a las fondas, cafés y tabernas; los dueños se habían visto obligados a cerrar sus establecimientos hallándose sin camareros y con las provisiones agotadas.
A todo esto dieron las dos de la tarde, y Madrid tenía hambre, pero hambre de rico, y para satisfacerla no quedaba más recurso que apelar a la violencia. «¡A saquear las tahonas y las lonjas de ultramarinos!» gritaban algunos, y la cuestión de orden público se presentaba imponente y aterradora. Mas el pueblo, contenido aún por la gratitud, siendo tan reciente el beneficio que debía al Poder, oponíase a todo procedimiento de fuerza. ¿Qué hacer? No había autoridades; todas estaban jubiladas.
«¡Acudamos al Rey!» dijeron algunos; y la muchedumbre que recorría las calles encaminose a la Plaza de Oriente.
El Monarca se asomó al balcón que cae sobre la puerta del Príncipe, y la mirante turba prorrumpió en atronadoras aclamaciones.
Una Comisión representando al pueblo allí congregado subió a las reales habitaciones para pedir al Soberano que nombrase autoridades; pero había surgido un conflicto constitucional irresoluble. En virtud del Código fundamental, los mandatos del Rey no pueden llevarse a efecto si no están refrendados por un Ministro. No existía ninguno desde que el Gabinete Sagasta había sido jubilado, como los demás funcionarios públicos, y por lo tanto no había medio de que la Corona hiciera uso de su libérrima prerrogativa.
Mas como sucede en estos casos de justicias populares, en el asalto de las tahonas, lonjas y tabernas fueron más los productos alimenticios y el vino que se perdieron lastimosamente, que los que llegaron a la boca de la mayoría de los madrileños, la cual ya entrada la noche, seguía desfallecida de hambre, mientras que los más fuertes y atrevidos desperezábanse de puro hartos.
Y a todo esto, Madrid estaba sepultado en la oscuridad más profunda, porque aquella no era noche de luna, y los empleados del gas se habían declarado en huelga.
Recorrían las gentes las calles a tientas, dando y recibiendo fuertes tropezones, y las más de aquellas, deseando ver el término de situación tan crítica y angustiosa, encaminábanse a la Plaza de Oriente para hacer una manifestación respetuosa contra el párrafo segundo del art. 49 de la Constitución del Estado, y suplicar al Rey que convocase Cortes, y en unión y de acuerdo con estas, decretase y sancionase una adición a la Constitución para poder suspender siquiera por una vez los efectos de dicho artículo.
Mas ¿cómo se expedía el decreto de convocatoria sin faltar al precepto constitucional, no existiendo Ministro que lo refrendase?
La situación no podía, pues, resolverse por los trámites legales.
Los presidentes de las Cámaras, a la sazón suspendidas, fueron llamados a Palacio para que emitiesen su opinión.
Ambos, empleando una frase de un célebre exministro, se encogían de hombros y se limitaban a decir: «Las cosas se resuelven por sí mismas.»
Así fue; porque Santiago, autorizado por Dios para anular su milagro, deseoso de que no se infringiese una vez más un precepto constitucional, y persuadido de que la felicidad de los españoles no dependía del presupuesto, ni aun disponiendo este de recursos inagotables, hizo que al dar la primera campanada de las doce de la noche, todo el mundo olvidase lo que había sucedido durante el 29 de febrero y que volviesen las cosas al mismo ser y estado que tenían al terminar el día anterior.
En prueba de ello, si tú, lector, que has llegado hasta el final de este cuento, te tomas la molestia de ojear la colección de la Gaceta de Madrid, verás que falta el número de dicho día, del cual no ha quedado ninguna huella en los anales de la Historia.