En el convento de Carmelitas Descalzos de Madrid, sobre cuyo solar se levanta ahora el teatro de Apolo, había a principios de este siglo un fraile de los de más campanillas que vieron los pasados tiempos.
Era, según el vulgo, un pozo de ciencia; los padres graves le llamaban la lumbrera de la orden, y los legos y novicios, en sus arrebatos de fervor doméstico y de espíritu de corporación, solían darle el dictado de asombro de las gentes y pasmo del mundo.
Y sin embargo, el padre Carmelo, que así se llamaba aquel prodigio enclaustrado, ni en la cátedra del Espíritu Santo, que no ocupó jamás, ni en la sala capitular, donde guardaba absoluto silencio, ni aun en el trato familiar, en el cual, con aparente modestia, parecía conformarse siempre con la opinión ajena, sin revelar la propia, tuvo ocasión de poner de manifiesto el claro entendimiento, la vasta erudición y la profunda sabiduría que le atribuían sus hermanos de religión y el concepto público.
El padre Carmelo debía su fama y la dispensa que le relevaba de asistir al coro de madrugada, a la fecundidad de su pluma.
Verdad es que nadie había leído sus escritos; pero las largas horas de reclusión en la celda, las resmas de papel de barba consumidas y los estantes llenos de voluminosos tomos, cuidadosamente numerados, que aumentaban de día en día, ofrecían vehementes indicios de la laboriosidad incansable de aquel siervo de Dios, que, humilde entre los humildes, hizo voto de no gozar en vida de las dulzuras de la gloria científica y literaria.
El célebre e inédito escritor carmelita, era, pues, un pozo de ciencia, cerrado a cal y canto; una lumbrera que, como las linternas sordas, alumbraba solo por dentro; la representación viviente de la sabiduría oculta y subjetiva.
Las gentes creían, sin embargo, en ella de la misma suerte que tienen fe ciega en otras muchas cosas que están fuera del orden natural o del verdadero sentimiento religioso, siempre respetable; es decir, por un acto de la voluntad o por costumbre fuertemente arraigada, de todo punto ajenos a la reflexión o al raciocinio.
—¡Oh, el padre Carmelo! —exclamaban los frailes del convento de la calle de Alcalá, esquina a la del Barquillo—. ¡Oh, el padre Carmelo! —repetía el vulgo de Madrid. Y esta frase ganó las tapias de la capital de España, y propagándose por la Península e islas adyacentes, acabó por adquirir carta de naturaleza, no solo en nuestros dominios ultramarinos, sino también en cuantos países del Nuevo Mundo conservan el mermado tesoro de la lengua castellana.
¡Qué gloria para las letras patrias, y sobre todo para la excelsa Orden a que pertenecía su autor, cuando saliesen a luz las magistrales obras del gran Carmelo, émulo del celebérrimo Tostado! ¿Eclipsaríase la fama de este insigne obispo? ¿Substituiríase la frase vulgar de «ha escrito más que el Tostado» por la de «ha escrito más que Carmelo»? ¡Problema de la acción reformadora del tiempo!
Por fin, después de larga vida consagrada, al parecer, a la meditación, al estudio y sobre todo a escribir, gastando resmas y más resmas de papel de barba, el padre Carmelo prolongó un día, más que de ordinario, las horas de siesta, porque no volvió a despertar.
La noticia de su muerte produjo universal expectación; iban a conocerse las obras del nuevo Bossuet, del águila de la calle de Alcalá.
Celebráronse con pompa extraordinaria los funerales, y después la comunidad se trasladó procesionalmente a la celda del difunto, para proceder al inventario de sus numerosos manuscritos. Rotas las cerraduras de los estantes, por no encontrarse la llave, se sacaron de aquellos hasta quinientos veintisiete tomos, numerados y puestos con el mayor orden, los cuales fueron conducidos en triunfo a la sala capitular, donde el padre prior anunció que iba a leer el primer volumen.
La ansiedad pintada en todos los semblantes; fijos los ojos del venerable cónclave en las rugosas manos del superior del convento, quien temblaba de emoción y al peso de los años; su hábito blanco y castaño oscuro, iluminado por un polvoriento rayo de sol que descendía a través de ojival ventana, y en la pared frontera un lienzo al óleo representando a San Elías, que, con su actitud y la inmovilidad de sus pupilas parecía fascinar al monacal concurso: tal era el cuadro.
El prior sacó de la manga un pañuelo de hierbas, limpiose el copioso sudor de la calva, se puso los anteojos, tosió, y señalando los tomos colocados sobre varias mesas, dijo:
—Vamos a recoger la herencia, fruto de la labor infatigable, de los desvelos y vigilias, del claro entendimiento y de la profunda sabiduría de aquel eminente varón que fue nuestro hermano, y que goza ahora de la bienaventuranza eterna.
—Amén —contestó la comunidad.
—Como la lectura ha de durar algunos meses, procedamos con orden; leeremos un volumen cada día. He aquí el primero. Sentaos.
Y todos se sentaron.
Y el padre prior asió un monumental infolio, y doblando la primera hoja, leyó:
«Obras completas del padre Carmelo, de la Orden del Carmen. — Tomo primero. — Capítulo primero y único. — De la extraña facilidad con que se engañan los hombres.»
El resto del volumen y los otros quinientos veintiséis, estaban en blanco.
Y los frailes, no pudiendo tener la risa, salieron a la desbandada de la sala capitular, exclamando:
—¡Qué padre Carmelo!
* * *
Tal es el origen, alterada por un metaplasmo (síncopa), de la voz CAMELO.