Cartas del doctor Occipucio al abogado Verboso
Manila, 28 de Mayo de 18...
Al dar fondo en este puerto, tomo la pluma, mi querido amigo, para reiterarle el testimonio de la gratitud más sincera y de la admiración más entusiasta por el grande y nunca, como se debe, bastante alabado servicio que la elocuencia arrebatadora de usted prestó a la noble causa de la ciencia y de la humanidad doliente.
Todavía resuenan en mi oído aquellos conmovedores y magistrales discursos, en los cuales de manera tan admirable supo usted hermanar la dialéctica irrefutable con la fuerza de expresión persuasiva, probando la irresponsabilidad de los anarquistas autores y cómplices de la espantosa catástrofe de Blandebuena. ¡Con qué claridad y precisión, y al alcance de la indocta multitud, expuso usted las teorías de la moderna ciencia frenológica! ¡Oh! ¡Cómo puso usted de manifiesto, con el compás en la mano, la configuración craneal de los acusados, y el desequilibrio completo que en ellos se advierte! «¡Circunferencia máxima, 54 centímetros; diámetro máximo, 18; altura, 15; distancia máxima de parietal a parietal, 15; tales son los caracteres distintivos de la mayor parte de los desdichados que se sientan en ese banquillo!» exclamaba usted, y luego proseguía: «Veamos en cambio los datos conocidos de una de nuestras cabezas más perfectas, la de don Emilio Castelar. Circunferencia máxima, 59 centímetros; diámetro máximo, 21,50; altura, 16; distancia máxima de parietal a parietal, 16. ¡Qué enorme diferencia entre la parte más noble del cuerpo de aquel eminente tribuno, gloria de España y admiración del mundo, y esos cráneos raquíticos, pobres, sin las ordinarias proporciones, ni el auxilio siquiera del temperamento! Bajo el primero, reside señora, grande y portentosa la inteligencia, y en los que tenéis delante, tan solo se cobija la locura. Sí; la locura he dicho, porque mis defendidos pertenecen al grupo que la ciencia frenopática designa con el nombre de locos conscientes. Y si no basta la configuración craneal, el proceso arroja evidentes testimonios de las excitaciones inmotivadas, los vértigos, los estigmas físicos, y otros caracteres patológicos de los acusados.» ¡Qué período tan asombroso el del epílogo, cuando usted, dirigiéndose al Jurado, habló de los tremendos crímenes jurídicos perpetrados por el desconocimiento, el olvido o el desprecio de la ciencia!
¡Subyugar y mover a piedad al auditorio, que había aplaudido estrepitosamente la acusación fiscal; convencer y persuadir al Jurado y arrancar de manos del verdugo a veinte seres humanos! ¡Jamás la palabra alcanzó mayor triunfo!
Reconocida la irresponsabilidad de los reos, el tribunal, como usted sabe, dispuso que fuesen encerrados en un manicomio; pero el Gobierno, usando de facultades extraordinarias, ordenó su deportación a las islas Carolinas, donde se fundará una colonia con destino a los anarquistas declarados locos por veredicto del Jurado.
El ministro de la Gobernación, accediendo a mis reiteradas instancias, me autorizó a acompañar a los deportados y a prestarles los auxilios de la ciencia.
Todos hemos llegado sin novedad a Manila a bordo de un crucero de guerra; y después de proveernos de víveres y carbón y de recibir órdenes del capitán general de Filipinas, proseguiremos nuestro viaje a Tomil, en la isla de Yap, capital de las Carolinas Occidentales.
Durante la travesía de Barcelona a Manila, intentaron amotinarse varios deportados, y el comandante del crucero, que es un señor que rehúye toda conversación conmigo, pero que suele sonreírse al verme, mandó que aquellos infelices dementes fuesen puestos a la barra. Yo quise protestar en nombre de la ciencia; pero mi colega, el médico de a bordo, me disuadió de ello diciéndome:
—¡Cuidado, compañero, que las ordenanzas de la Armada son muy severas; no se ponga usted en el caso de que le apliquen el mismo castigo que a sus clientes! Además, debe usted saber que la barra es un medicamento sedativo muy eficaz y muy recomendado para calmar las excitaciones cerebrales en la terapéutica oficial de las sociedades flotantes.
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Tomil (isla de Yap), 20 de Junio de 18...
¡Qué viaje el de Manila a esta isla! ¡No lo olvidaré jamás! En la mañana del 12 del corriente mis pobres enfermos, a causa tal vez de la influencia del clima, dieron muestras de verdaderos arrebatos de demencia, rompiendo varias tablas del sollado donde estaban encerrados, y arrojándose de improviso sobre los centinelas. Por fortuna tuvieron estos tiempo de hacer fuego, y tomando las armas la tripulación, que estaba sobre cubierta ocupada en el baldeo, logró sofocar el motín y reducir a los revoltosos.
En el acto se formó sumaria, resultando de ella el descubrimiento de una conspiración entre algunos deportados para volar el crucero. Se probó también que abrigaban el propósito de apoderarse de los botes y ponerse a salvo. ¡A pesar de su locura, no habían perdido el instinto de conservación!
Reuniose poco después el Consejo de guerra, actuando de presidente el comandante del barco, de fiscal un teniente de navío, y de defensor un alférez, siendo condenados a muerte cinco de los reos, oído el dictamen del médico de a bordo, quien sostuvo que todos gozaban de cabal juicio.
Al conocer la sentencia, dirigí una carta al comandante exponiéndole las opiniones incontrovertibles del doctor Lombroso en su notable estudio antropológico y médico legal El criminal, y protestando en formas corteses y muy respetuosas contra el fallo, que, en mi concepto, recaía en personas reconocidamente faltas de juicio, no pudiéndose suponer en ellas el libre albedrío, so pena de incurrir en grave error metafísico.
El comandante contestó a mi carta imponiéndome tres días de barra, y los cinco reos, sujetos con fuertes ligaduras a las serviolas, fueron pasados por las armas.
Los otros deportados, testigos de aquel terrible espectáculo, lejos de excitarse más y más, como yo temía, sobrecogidos de espanto, dieron manifiestos indicios de lucidez durante el resto del viaje, lo cual me ha sugerido la publicación de un opúsculo con el título de Influencia del miedo en los enajenados o La razón al alcance de los dementes, por temor al castigo.
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Colonia de la Anarquía (isla de Yap), 21 de Junio de 18...
Hoy queda instalada esta colonia en el centro de la isla, sobre una eminencia, rodeada de magníficos cocoteros, donde se levanta un edificio de madera con destino a los deportados. El destacamento de tropa que nos acompañó hasta aquí, regresa a Tomil, dejándonos víveres abundantes, aperos de labranza y semillas para el cultivo.
Tengo un vasto proyecto de colonización, pero me faltan mujeres: todos los deportados son solteros. He estudiado frenológicamente a las indígenas, y me he persuadido de que no deben en manera alguna unirse con los deportados: resultaría una prole monstruosa de dementes. Yo creo y entiendo que la primera obligación de la ciencia es impedirlo y procurar el perfeccionamiento de la especie humana y que la razón se perpetúe sobre la tierra por medio de matrimonios fundados en la organización cerebral de los contrayentes. ¡Ah! ¡De otra suerte andaría la humanidad, si las autoridades que intervienen en la celebración de aquellos, exigiesen previamente a los novios certificados de los peritos frenólogos; pero nuestros legisladores no se ocupan mas que en política, y no han caído aún en la cuenta de los funestos efectos del atavismo! — ¡Si deseáis mejorar la sociedad, les diría yo: si queréis impedir los tremendos crímenes que llenan de espanto al mundo civilizado, no debéis pensar en leyes represivas, sino en corregir la configuración de los futuros cráneos!
Creo, por lo tanto, que convendría la inserción en varios periódicos del siguiente anuncio:
Colonia de la Anarquía, 1.º de Agosto de 18...
En cuanto se alejó el destacamento de esta colonia agrícola, mis enfermos, tranquilos y al parecer resignados desde su llegada a la isla, negáronse a trabajar, y poseídos de violento arrebato de locura, acabaron por declararse en abierta rebelión, saqueando el depósito de provisiones y destruyendo cuanto les vino a mano. Intentaba reducirlos a la razón, ya con ruegos, ya con amenazas, cuando de pronto me echaron sobre una manta, y comenzando a levantarme en alto, se holgaron conmigo, hasta que, rendidos y cansados ellos, y molido y estropeado yo, dieron con mi cuerpo en el suelo, y por fin me dejaron solo en medio de estas soledades. ¿Cabe prueba mayor de su demencia? ¡Abandonarme y tratarme de tal suerte, cuando soy su amigo, su protector, casi un padre para todos ellos!
Hoy he recibido la visita de fray José, de la misión de San Francisco de Goror, por cuyo conducto remito esta carta a Tomil. Este santo varón, que conoce la lengua del país, y que con gran celo apostólico se dedica a la obra de la conversión, me refiere que los deportados merodean por el interior de la isla, saqueando y destruyendo las chozas de los naturales, a quienes llaman burgueses en estado salvaje. ¡Burgueses ellos, que no tienen nada, absolutamente nada, ni siquiera un pedazo de trapo con que cubrir sus cuerpos!
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Colonia de la Anarquía, 3 de Agosto de 18...
Los carolinos, víctimas de los atropellos, persecuciones y crueldades de los anarquistas, se han levantado en armas contra estos, obligándoles, mal de su grado, a regresar a la Colonia, donde reina el mayor desorden y confusión.
Un indígena, converso, que habla con bastante corrección el castellano, alumno de los Padres Capuchinos, se ha presentado aquí esta mañana: viene en calidad de parlamentario, y dice que los pilums o régulos de las tribus vecinas celebraron consejo, acordando dar muerte a los deportados si estos salen de los límites de la Colonia.
—En esta mano traigo la paz, y en esta la guerra —dijo el parlamentario, mostrando en la derecha una cruz toscamente labrada y en la izquierda una flecha—. ¿Qué queréis?
—Convertiros al anarquismo —contestó uno de los deportados.
—¿Qué significa eso?
—Que debéis negar a Dios.
—Pues qué, ¿debemos creer como nuestros padres en los espíritus malignos?
—Ni en estos ni en Aquel.
—¿Por qué?
—Porque no existen.
—¿En qué os fundáis?
—En que nadie los ha visto.
—Tampoco hemos visto a España, y sin embargo creemos en ella, porque vemos su fuerza y su poder en los barcos que llegan a Tomil y en los soldados que la defienden.
—Dios no os envía barcos ni soldados.
—Pero nos presenta pruebas mayores de su grandeza y de su bondad. ¿Quién produce la lluvia, el trueno, el rayo? ¿Quién mueve el mar? ¿Quién hace crecer esos árboles cuyo dulce fruto nos sustenta?
—Todo depende del calor, del viento, de las semillas o de otras causas naturales que no podéis comprender.
—¿Quién ha hecho el calor, el viento, la primera semilla o esas causas naturales que, según decís, no entendemos?
—Es preciso además que no seáis burgueses.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que renunciéis a la propiedad.
—Aquí la tierra es de todos.
—Sí; mas cogéis sus frutos y traficáis con ellos.
—Harto nos cuesta alcanzarlos trepando por los árboles, y es justo que nuestro trabajo obtenga recompensa.
—Guardáis lo sobrante.
—¿Hemos de ser menos previsores que las hormigas?
—Vivís en colectividad formando tribus.
—¿Cómo nos ayudaríamos, si no, unos a otros?
—Reconocéis a jefes o pilums.
—¡Alguien nos ha de guiar; alguien ha de dirimir nuestras contiendas!
—Tenéis mujeres propias.
—¡Si ellas quieren así a sus maridos!
—Dais oídos a los misioneros.
—Porque nos enseñan el bien y saben más que el Matsé-Mats, que no ha salido nunca de las espesuras de estas selvas.
—Pues nosotros queremos que no creáis en Dios, y que renunciéis a la propiedad, a la familia y a la tribu, y que neguéis la obediencia a vuestros pilums y al gobernador español, y sobre todo que despreciéis a los misioneros.
—¿Y cómo vais a conseguirlo?
—Con la fuerza; derribando vuestras chozas, incendiando los bosques de cocoteros, arrasándolo todo y pasando a cuchillo cuantos hombres, mujeres y niños caigan en nuestras manos.
—¿Es así como convertís a las gentes? ¡Con el fuego, la devastación y el asesinato, destruyendo el bien que recibimos del cielo y derramando sangre inocente!
—Así y solo así, si os oponéis a vuestra regeneración.
—Entonces nos defenderemos hasta convertiros en polvo. Tenemos la razón de nuestra parte, y somos más que vosotros.
—Pero ha de poder más el terror, arma suprema que amedrenta a nuestros enemigos y hasta a nuestros jueces.
—¡El terror! Aquí no lo sienten más que débiles mujeres, y estas no combaten ni hacen justicia. ¿De qué sirve la flecha en mano que tiembla? ¿Quién da en el blanco con lágrimas en los ojos? En nuestras tribus pueden los hombres ceder a la fuerza, pero nunca al miedo.
Dichas estas palabras, el indígena arrojó al suelo la flecha que llevaba en la mano izquierda, y besando la cruz se alejó de la Colonia.
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Carta de mi corresponsal en Manila
Un vapor de guerra, procedente de Carolinas, trae noticias de los
anarquistas deportados a la isla de Yap. En vista de los excesos
cometidos por estos en el interior del país contra las personas, las
chozas y los bosques de los indígenas, apelando al incendio y al
asesinato, el gobernador de las Carolinas occidentales organizó una
pequeña columna, la cual con el auxilio de los naturales, logró prender a
los desalmados que vagaban dispersos por las selvas, conduciéndolos a
Tomil. El mismo día de su llegada se constituyó el Consejo de guerra.
Seis de los reos fueron condenados a muerte, y los restantes a cadena
perpetua.
Los médicos de la isla reconocieron unánimemente que entre los deportados no había más loco que el loquero. Titúlase este doctor, aunque carece de título, y ha dado en llamarse Occipucio, siendo su verdadero nombre Juan Fernández. Ayer llegó a Manila, y por orden superior está recluido en el manicomio.
Padece el infeliz una monomanía incurable; cree en la infalibilidad de la ciencia frenológica.
Llevado de tan extraña locura, sostiene que debe aplicarse la frenología, no solo para probar la irresponsabilidad de los acusados ante los tribunales, sino también para la recusación de los jueces.
¿Por qué los médicos forenses, dice, no han de declarar previamente que los individuos que componen un tribunal tienen una organización cerebral idónea? ¿Acaso el órgano decimonono, de los 39 que admiten ahora los frenólogos, el cual produce el sentimiento de la justicia, el respeto al derecho, la conciencia del deber y el amor a la verdad, está tan desarrollado en nuestros cerebros? ¿No puede suceder, además, que entre los honrados vecinos, llamados a formar parte del Jurado, haya muchos que por exceso en el órgano decimocuarto, donde reside la circunspección, pequen de irresolutos, pusilánimes y hasta de cobardes, y falten a la justicia, pactando con el miedo y cediendo al temor de la venganza?
Se advierte también en el titulado doctor Occipucio tenaz resistencia a citar por sus nombres a los anarquistas.
—¿Por qué obra usted así? —le preguntó hoy el director del manicomio—. ¿Teme usted tal vez comprometer a sus antiguos amigos?
—No, señor —contestó Occipucio—, porque estoy en el secreto. Los anarquistas tienen la locura de la notoriedad. En aras de ella lo sacrifican todo, hasta la propia vida. Destruid el ídolo, condenad a perpetuo silencio los nombres de sus fanáticos y ciegos adoradores, y estos volverán a la razón. El anarquismo es una demencia contagiosa que se empeñan en propagar los cuerdos.