Relación de un trapero
Primero fui bachiller, lo cual basta y sobra para ser hombre político, empleado después, que es lo mismo que decir español; pero le salió un sobrino a un subsecretario amante de su familia, y entonces la mano despiadada del destino me privó del mío.
Aburrido y cansado de pretender; con el hambre de media España, es decir, hambre de cesante; perdida por completo la esperanza de recoger una nueva credencial, vine a parar al bajo y humilde oficio de trapero: al fin todo es recoger.
Discurría por mi barrio noches pasadas, tartamudo en el andar, como quien va a pie por las enguijarradas calles de Madrid, fija la vista en el suelo como doncella de antaño, con más pensamientos y cavilaciones que un Ministro de Hacienda al preparar los presupuestos, con un gancho en la mano a guisa de fundador de sociedades de crédito, y con una carga al hombro más pesada que la de un marido con hijos muchos, esperanzas pocas y un empleo pretérito.
—¿Será posible —decía para mí— que la suerte no me depare algún venturoso hallazgo como el que tanto alegró el corazón de Sancho Panza en el de Sierra Morena? ¿Acaso ya no hay quien pierda el seso por mal de amores, hasta el punto de abandonar una maleta con un buen montoncillo de escudos de oro? ¡Oh felicísimo Sancho, que tras repetidos palos y aporreamientos, viniste a dar, si no con el verdadero fin de tus esperanzas, con algo que las hacía más llevaderas!
Pero ya que lo limitado de mis pensamientos no despierta en mí el deseo del gobierno de una ínsula, pretensión, por otra parte, fácil y hacedera en los benditos tiempos que corremos, otórgame al menos, ¡oh destino!, si es que tengo alguno, cosa que alivie la escasez que estoy sufriendo.
Años ha que, imagen verdadera del que va en pos de la constancia de una mujer, de la fidelidad de un amigo, de la gratitud de un deudor y de la baratura de un Gobierno, recorro las calles de la corte buscando lo que no encuentro. En mal hora y en menguados tiempos vine al mundo.
Rendido por el cansancio solté el cesto que sustentaban mis hombros, y ocultándome a las recelosas miradas del sereno, que con sus ronquidos daba claros indicios de la vigilancia urbana, senteme en el batiente de una puerta, y alargando el gancho comencé a revolver los varios y diversos objetos que en el cesto traía.
—¡Oh, si hablaran —exclamé fijando en ellos mis ojos—, qué de cosas dirían! ¿Qué sería escuchar esta faja de Gobernador, condenada al desprecio por el uso? ¿Qué este pedazo de sable, probablemente en cien pronunciamientos desenvainado? ¿Qué esta pluma, vendida tal vez al mejor postor? ¿Qué esta charretera, quizás por no muy gloriosos caminos alcanzada? ¿Qué esta espuela, acaso testigo mudo y auxiliar poderoso de fugas vergonzosas? ¿Qué dirían tantos despojos aquí aglomerados, revueltos y confundidos?... ¡Ah, si la verdad no anduviese tan escondida o con tanto artificio disfrazada! . . .
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Mis párpados se fueron cerrando insensiblemente. El ayuno prolongado, que avivaba en mi memoria el dulce recuerdo del bien perdido, y la frescura precursora de la mañana, que yo, enemigo de la luz, veía acercarse como la nube preñada de granizo el labriego, como al recaudador de impuestos el propietario o el industrial, como el vencimiento del cupón el Ministro de Hacienda, fueron parte para que me asaltase un sueño profundísimo.
Acababa de cerrar los ojos, cuando imaginé que se alzaba del fondo de mi cesto una figura de humanas formas. Mortal palidez cubría su semblante, una sonrisa helada vagaba en sus labios, sus ojos brillaban con la claridad de los astros, y su continente era tranquilo y mesurado.
Dirigiome una mirada grave y compasiva, y con voz clara y sonora se expresó de esta suerte:
—Yo soy la Verdad, por muchos pretendida, pero por pocos buscada con amor. Nací libre, pero la mano del hombre me sujeta a dura opresión y martirio. Ora al despótico yugo me sujetan, ora me disfrazan hasta confundirme con la mentira. Me viste con el traje de la virtud la mujer infiel; con afeites me acicala la entrada en años; me oculta con la máscara del patriotismo el mercader político, y con la de la libertad el ambicioso que quiere encumbrarse por torcidos caminos. Con fiera crueldad me sacrifican pomposos anuncios que ofrecen oro a manos llenas; palabras deleitosas que arrullan el oído cortesano, y pensamientos que al calor de la ardiente imaginación se fraguan.
Soy poderosa y bella; pero pocos se avasallan a mi imperio y rinden culto a mi hermosura deslumbradora. Muchos me siguen cuando alzo el vuelo a altísimas regiones y dejo en pos de mí los lindes terrenales; pero ¿quién puede gloriarse de conocerme siempre?
¿Pretendiste oír mi voz? ¿Has querido que salga del fondo de tu cesto miserable? Aquí me tienes. Yo te diré cuanto saber deseas. ¡La escoria social presentaré a tu vista: el ladrón que roba y es ensalzado; el que aleve mata y en medio de la opulencia vive; el perjuro que inspira confianza con el testimonio divino; el que con sangre humana comercia; el que seduce a la virtud y trafica con el vicio: cuantas miserias echan raíces a la sombra de la ambición y de la codicia!
Antes, empero, ya que quieres conocer historias ajenas, debes comenzar por recordar la propia.
Pobres y honrados padres diéronte al mundo, y por no ser lo primero, tuviste a menos la virtud que te legaron. El ejemplo de locas ambiciones satisfechas y de rápidos o inmerecidos encumbramientos, fueron grande parte para que la envidia, por la ruindad de tus pensamientos concebida, hiciera remontar el vuelo de tu vana presunción y estúpida arrogancia. Diste oídos a los seductores halagos del interés, y a él sacrificaste el pundonor; codiciaste el bien ajeno y perdiste el propio al azar; contrajiste deudas sagradas, profanando la palabra con el torpe propósito de no cumplirla; atento solo al logro del deseo inmoderado, renunciaste el apacible goce de la paz del alma, y al verte ahora abandonado de la fortuna, miserable y harapiento, condenado a una existencia triste y errante, sueñas aún en la dicha. ¡Vana quimera! ¡Consuelo que engendra la desesperación! ¡Inútil porfía!
—¡Basta, basta! —exclamé intentando apartar de mí aquella visión—. ¡Más me valiera no haberte conocido!...
Los primeros rayos del sol, dando de lleno en mi rostro, me despertaron.
Recogí el cesto, y retirándome a mi buhardilla, decía para mí:
—Mis ilusiones se parecen a las de muchos españoles, que comen a medias y huelgan por entero: hasta tal punto les preocupa la esperanza de un destino, o de un premio de la lotería.
¡Si sueñan alguna vez en el desengaño, no despiertan nunca con el sentimiento de la realidad!