Quien no ha recibido de la naturaleza un espíritu falaz y un corazón perverso, los puede cambiar con la frecuente lectura de libros malos, tanto ó más perjudicial que la conversación y trato con hombres corrompidos.—Baillet.
El secreto de dos almas
I
Al lento andar de la vaca robusta, cuyas rosadas ubres casi tocaban en el suelo Ramuncho volvía, ya puesto el sol, ú su pobre casería siguiendo el estrecho sendero que, entre frondosos manzanos y maizales, serpentea por la montaña.
En el rostro del viejo vascongado leíase el desaliento y la tristeza. Muy de madrugada había bajado á la villa con intención de vender la vaca; pero los pocos compradores que á él se habían acercado, como si comprendieran lo apremiante de su necesidad, habían sido tan parcos en sus ofertas, que Barn ancho vió llegarlas últimas horas de la tarde sin poder realizar sus deseos, teniendo que volverse á casa con el manso animal que ya de nada podía servir á la familia para sacarla de su situación angustiosa.
Porque la usura no tiene entrañas y sus amenazas se cumplen fatalmente; ó Ramuncho pagaba antes de tres días los cien duros que, confiado en la abundancia de la próxima cosecha, había tomado á un interés harto crecido, para pagar la contribución y saldar algunas cuentecillas atrasadas, ó sería inmediatamente echado de su casa y desposeído de la mísera hacienda, la cual, á fuerza de sudores y trabajos, daba para ir viviendo. El dilema no admitía término medio: ó lo uno ó lo otro.
Y el viejo aldeano, sintiendo en su alma toda la inmensa pesadumbre y amargura de verse arrojado de aquel amable rinconcito de la montaña en que anidaban todos sus santos amores, recuerdos y esperanzas, inclinaba al suelo la cabeza, y con el revés de su áspera y rugosa mano limpiaba la lágrima próxima á resbalar por su tostada mejilla, mientras fatigosamente remontaba el estrecho sendero que á la blanca casería conduce.
—¿Vender no pudiste?—fué el primer saludo que, al verlo, le dirigió Ramuncha, su mujer.
—El mercado está flojo: se conoce que hay poco dinero... nadie tiene ganas de comprar—respondió el aldeano, poniendo en cada una de sus frases, cortadas y concisas, toda la tristeza de su corazón.
—¿Y señor Juan?—volvió á interrogar la mujer, hablando como en cifra.
—¿Señor Juan?... Lo mismo que una piedra. He ido á su casa, le he dicho nuestra situación, le he pedido un mes de espera... ¡que si quieres!... Que él necesita su dinero, que no puede aguardar, que tire por donde quiera...
—¡Ay, santa Madre de Dios! ¡qué cristianos hay en el mundo, qué cristianos!—gimió Ramuncha llevándose la punta del delantal á los ojos y conduciendo la vaca al pobre establo, del que se escapaba un agradable olor de heno seco.
La hora de la cena transcurrió aquella noche silenciosa y triste. Ni los viejos esposos, ni Joshe Mari, el robusto y gallardo inocetón, hijo del hasta entonces feliz matrimonio, probaron casi bocado. Un mismo pensamiento atormentaba á los tres, quitándoles las ganas de comer y sellando sus bocas. ¿Cómo resolver el tremendo conflicto? ¿á dónde recurrir y echar mano para salir de tan grande apuro?
De sobremesa, el viejo Ramuncho, que, absorto en sus cavilaciones, no había desplegado en toda la noche los labios, alzó la cabeza, y, como al descuido, dejó caer estas palabras:—¿Sabes Josbe Mari, que el hijo de Ignacio, nuestro convecino, va soldado?
—¿Cómo es eso, padre?—repuso el mozo—¿Pues no hace ya tres años que entró en quinta y salió libre del servicio?
—Es que se ha contratado como sustituto para ir á la guerra de Cuba.
—¡Pobrecico!—exclamó Ramuncha—¡Quién sabe lo que será de él tan lejos, tan lejos!...
Joshe Mari nada dijo; pero sus ojos brillaron repentinamente con un fuego extraño como si por ellos cruzara el relámpago de una idea.
—Padre—dijo el mozo al cabo de un largo silencio;—¿querrá usted ir mañana á terminar mi labor en el maíz.?
—¿Y tú, qué piensas hacer entretanto?—preguntó Ramuncho mirando fijamente á su hijo.
—Es el caso—respondió éste—que tengo que bajar al pueblo á arreglar un asuntillo, y si pudiera ser mañana mismo...
—Bueno, no hay inconveniente; pero supongo que volverás á tiempo para ayudarme en la faena ¿eh?
—Trataré de estar pronto de vuelta...De todos modos—añadió el muchacho, echándose atrás la boina y pasándose la mano por la cabeza—si acaso ocurre que no puedo volver en el día, no pasen pena por mí, y estén ustedes tranquilos. Se me ha clavado aquí—y señaló con el dedo índice la frente—se me ha clavado aquí una idea, y si mis planes salen bien, todavía puede tener arreglo lo que ahora nos parece caso desesperado. Conque á descansar y buenas noches.
II
—Una carta, Ramuncho—gritó desde lejos Andrés, el peatón, agitando en la mano un ancho sobre de color azulado, en el que con toda claridad se veía escrito el nombre y apellido del viejo aldeano.
Este soltó la azada con que trabajaba, y, después de entregar al cartero la correspondiente moneda de cinco céntimos, se dirigió presuroso en busca de su mujer, entretenida en los domésticos quehaceres.
Para las pobres gentes de nuestros campos, acostumbradas á que nadie de ellas se acuerde, el recibo de una carta constituye siempre un acontecimiento importante, cuya gravedad aumenta extraordinariamente si aquellos á quienes va dirigida no saben leer. En este caso se hallaban Ramuncho y su esposa.
—¿Qué dirá? ¿será de nuestro hijo?—indicó Ramuncha con acento de vaga inquietud é impaciencia.
—De nuestro hijo debe ser—respondió el marido que toda la vida había dejado á su mujer el oficio de pensar por los dos.
—No, no debe ser de nuestro Joshe Mari; porque ¿á qué iba á escribirnos si marchó ayer y mañana, probablemente, estará ya aquí de vuelta?—observó Ramuncha.
—Tienes razón, mujer; sería una tontada que el chico nos mandara esta carta.
—Pero, ¿y si hubiera caído malo? ¿A tí qué te parece, Ramuncho? ¿habrá caído malo nuestro hijo?
—Sí, puede ser que esté malo, y por eso nos escribe—contestó el pobre viejo con voz un poco hiposa y haciendo puchericos como un niño.
—Eso es; pónte ahora á llorar como un chico... ¡Valiente consuelo tengo yo contigo!.. Ea, no perdamos el tiempo; coge la blusa, y vámonos ahora mismo en casa del señor abad á que nos lea la carta.
Los homónimos esposos salieron y á buen paso echaron á andar cuesta abajo hacia la modesta casa rectoral que allá, en el fondo del pintoresco valle, alzaba sus blancos muros junto á la iglesia. La mañana era hermosa, serena y tibia. La naturaleza toda sonreía bajo la caricia de los suaves rayos solares que hacían más intensa y variada la inmensa gama de los verdes que en infinitas gradaciones subían del valle á la montaña y bajaban de la montaña al valle.
Allá lejos, por encima de las lustrosas copas de los manzanos y castaños, divisábase un gran pedazo de mar. Arriba y abajo, en el cielo y en la tierra, había tiesta; fiesta de luz, de risas, de gorjeos, pero los dos sencillos aldeanos caminaban cabizbajos y silenciosos, sin atreverse á expresar en alta voz ni formular con palabras los pensamientos y hondas preocupaciones que atormentaban sus almas.
Y mientras uno al lado del otro recorrían los dos kilómetros escasos que hasta la casa rectoral había, la carta pasaba alternativamente de las manos del hombre á las de la mujer, y de las de la mujer á las del hombre, sin cansarse de mirarla y remirarla por todos los lados, como si en aquellas largas hileras de letras menuditas y apretadas, que eran para ellos verdaderos signos cabalísticos, quisieran adivinar su felicidad ó su desgracia.
El bondadoso cura los recibió amablemente, y al enterarse del objeto de su inesperada visita, calóse los anteojos, arrellanóse en su amplio sillón de cuero claveteado, y comenzó la lectura de la carta. Esta decía así: «Queridos padres: gracias á Dios lie logrado lo que deseaba. ¡Ya no serán ustedes echados de casa, ni desposeídos de sus tierras! Hace una hora he entregado á quien ustedes saben los cien duros que le adeudábamos, y nada hay ya que temer por este lado. No tengo valor para ir á llevarles yo mismo tan buena noticia y despedirme de ustedes con un fuerte abrazo, pues han de saber que esta misma tarde salgo de aquí para incorporarme al regimiento que me corresponda...
Aquí Ramuncha rompió á llorar á todo trapo, ni más ni menos que si oyera la noticia de la muerte de su hijo. El viejo aldeano lloraba también, pero en silencio, con la cabeza baja.
«Voy á Cuba—siguió leyendo el sacerdote un tantico emocionado—pero no pasen pena, que nada malo me sucederá con el favor de Dios y de la Virgen, y cuando, pasado algún tiempo, vuelva al lado de ustedes, ¡no va á ser nada nuestra alegría viéndonos reunidos, tranquilos y dichosos, en esa casa que, desde hoy, es del todo nuestra, nuestra para siempre!»
—Señor abad, ¿quiere usted leer eso otra vez y un poco más fuerte para que lo oiga ésta (señalando á Ramuncha) que está algo sorda?—dijo el marido con la más piadosa intención.
El amable cura repitió todo el párrafo último, subrayando cada frase y complaciéndose en el agradable efecto que aquellas alentadoras palabras causaban en el ánimo de la pobre madre, en cuyo rostro mezclábanse ahora las sonrisas con las lágrimas.
«Padre—continuaba la carta—á mi regreso de Cuba he de llevarle una caja de tabaco tan bueno, que otro mejor no habrá usted fumado nunca. Lo fumaremos á medias, sentados por la tarde, después del trabajo, en el poyo de piedra que hay á la puerta de casa. Nada más tengo que decirles...
—Señor abad—interrumpió la mujer, sin duda por no ser menos que su marido, ó acaso por corresponder á la fineza que éste había tenido con ella.—Señor abad, si hiciera usted el favor de repetir eso del tabaco, para que se entere bien éste (señalando á Ramuncho) que desde hace algún tiempo tiene algo duro el oído...
—¡Pobrecicos—pensó para sí el buen cura. ¡Cómo se quieren! ¡cómo tratan de consolarse mutuamente, haciéndose repetir aquello que más puede contribuir á darles valor en su desgracia!...
Y sin mostrar impaciencia alguna, el caritativo señor leyó segunda vez, y muy despacio, las precedentes líneas, tras las que venía la despedida tierna y cariñosa de Joshe Mari, del hijo bueno que se iba al otro lado de los mares á comprar á precio de grandes sacrificios, quizá de su vida misma, la tranquilidad, el bienestar y el reposo de sus ancianos padres.
III
En la blanca y humilde casería, medio oculta en el verde rincón de la montaña vasca, á la sombra de manzanos y guindos y castaños, la vida del pobre matrimonio seguía deslizándose monótona y tranquila, como la corriente de aquellos mansos arroyados que, ignorados y silenciosos, pasaban lamiendo las paredes de su casa.
Los amables esposos trataban de disimularse el uno al otro la pena que les roía el corazón, y siempre que de su hijo hablaban, y era cuantas veces se hallaban juntos, hacíanlo en tono casi alegre, festivo y ameno, con incesantes alusiones á la vuelta del mozo y á los mil risueños planes y proyectos de un porvenir dichoso; pero al separarse y hallarse solos, no sabían más que llorar. Con el gallardo mozo se había ido la alegría de aquel hogar y la felicidad de aquellas dos almas buenas.
Al principio, las cartas de Joshe Mari llegaban al rincón de la montaña con regularidad perfecta todos los meses: cartas rebosantes de cariño, de buen humor, de alegría sana. La guerra no era tan espantosa como vista de lejos. Algo se padecía, naturalmente; pero ¿acaso la vida del campo no tiene también sus fatigas y sus ratos de cansancio? ¿No decía el señor abad siempre que por cualquier lado que uno tire en la vida hay que pasar un rato de mal camino?...
Más tarde, en otra, carta, decía que ya estaba acostumbrado á la grajea de los mambises (así llamaba él á las balas), que había tomado parte en ocho ó diez encuentros con los enemigos de España, y que de todos ellos había salido sano y salvo, por lo que suplicaba y encarecía á sus padres no dejasen de llevarle una vela á la Virgen de la ermita, á la que no dejaba él de encomendarse devotamente todos los días.
Finalmente, en la carta que Ramuncho recibió á los seis meses justos de la partida de Joshe Mari, éste les anunciaba que acababa de ganar los galones de sargento, y que poco había de valer si, con la ayuda de Dios, no llegaba á lucir en la bocamanga de su cazadora de rayadillo, las estrellas de segundo teniente.
No hay para qué decir que el amable abad, encargado de ser el intérprete de todas estas buenas nuevas venidas del otro lado del Atlántico, tuvo que repetir lo menos cinco veces la lectura de la carta en que Joshe Mari se anunciaba como futuro oficial del ejército español. Aquel día el viejo Ramuncho se rejuveneció en diez años lo menos.
Al mes siguiente no hubo carta, y al otro tampoco.
—¿Cómo será que el chico no escribe?—preguntaba la mujer todos los días y casi á todas horas.
—El que ha de ganarse un par de relucientes estrellas—contestaba invariablemente Ramuncho—más tiene que manejar el fusil que la pluma. La vida del soldado en campaña no se presta á frecuentes y largas escrituras.
Con estas buenas palabras, en las que, ó decir verdad, no creía mucho el mismo aldeano, éste tranquilizaba por el momento á su mujer, la cual no tardaba mucho en volver á sus desconfianzas, impaciencias y temores.
Así se iban pasando los días, siempre esperando la llegada de Andrés el peatón, y siempre viéndole pasar de largo, sin que de él recibieran más que los buenos días.
IV
Un domingo, después de la misa conventual, á la que, como de costumbre, asistieron Ramuncho y su mujer, el señor abad llamó aparte á aquél, hízole subir á su modesto despacho, y con muchas preparadonés, cuidados y rodeos, anuncióle la muerte de Joshe Mari, de la que, tres días antes, había tenido conocimiento por carta que, á ruegos del mismo, momentos antes de morir en el hospital de la Habana, le escribiera el capellán del regimiento.
Hi un grito, ni una lágrima se escapó de Ramuncho, pero su corazón quedó destrozado y deshecho al golpe de la triste nueva, y obedeciendo, sin duda, á la sugestión de la idea que, desde algún tiempo atrás, agitábase en su mente,
—Señor abad,—dijo con voz temblorosa—que este dolor sea para mi solo. Yo soy hombre, y sabré resistirlo. ¿Qué falta hace el causar una nueva víctima, y que á la muerte del hijo siga la de la pobre madre?
El bondadoso sacerdote, sin comprender todo el alcance y significación de los propósitos del viejo aldeano, estrechó efusivamente sus dos manos y le despidió con palabras de cristiano consuelo.
—¿Qué te ha dicho el señor abad?—preguntó la mujer con ansiedad justificada al emprender el regreso á la casería.
—Buenas noticias, Ramuncha, buenas noticias—respondió jovialmente el marido. Por un soldado de su pueblo que el otro día le escribió, sabe que nuestro Joshe Mari está bueno y que no nos escribe porque los azares de la guerra no le dejan ahora tiempo para ello. Lo que yo me figuraba...
Y siguieron marchando por el florido sendero, bañado en rayos de sol y efluvios de campesinas florecidas, haciéndoseles la boca agua al comentar el orgullo y alegría que pronto experimentarían al estrechar entre sus brazos al valiente mozo, convertido en bravo y arrogante oficial.
Sin embargo, desde aquel infausto día, Ramuncho, al volver del trabajo por la tarde, encontraba siempre á su mujer con los ojos enrojecidos é hinchados, con visibles señales de haber derramado muchas lágrimas.
—¿Qué tienes?—le preguntaba.
—Nada, hombre, nada. Es que desde hace algún tiempo la chimenea tira mal, y se me mete el humo por los ojos.
Y el pobre viejo se quedaba tan satisfecho y tranquilo con la explicación del humo, en la seguridad de que Ramuncha nada sabía de la muerte del muchacho.
Pero, sí que sabía; sólo que á la persona que le comunicó la desgracia, tuvo buen cuidado de encargarle el más absoluto silencio para que nada llegara á sospechar su Ramuncho.
Y los afligidos esposos, al hallarse frente á frente y juntos, seguían llorando por dentro y riendo por fuera, para continuar en su mutuo y piadoso engaño.
¡Cosa rara! ¿Querréis creer que desde entonces ya no hubo mes en que los dos buenos esposos dejaran de ver pararse á Andrés el peatón delante de la blanca casería y de recibir de sus manos carta de Joshe Mari?.. ¿Quién escribía aquellas misivas henchidas todas de buenas y agradables nuevas?
Sólo Ramuncho hubiera sido capaz de dar respuesta satisfactoria á esta pregunta. Porque lo cierto es que la llegada de cada carta era precedida siempre de una breve visita del viejo vascongado á la villa próxima.
A pesar de todo, la salud de los dos viejos sufría visible quebranto y decadencia. Su taciturnidad y aire de tristeza aumentaban de día en día. En tres meses habían envejecido horriblemente. Las manos de Ramuncho estaban temblorosas é inservibles para el trabajo de la tierra, y Ramuncha perdió completamente el apetito, y adquiría por momentos la palidez de un cadáver. Aquellas dos vidas tan identificadas, tan unidas que puede decirse no formaban más que una sola, declinaban rápidamente y se doblaban hacia el sepulcro como dos ramas del mismo árbol tronchadas, rotas, por el huracán.
Aquel sufrimiento mudo era superior á las humanas fuerzas, y no podía prolongarse por más tiempo. Sin válvula alguna por donde dar salida á tan grande dolor, la caldera tenía que estallar necesariamente.
Un día Ramuncho cayó en cama para no levantarse más. Como buen cristiano recibió los últimos sacramentos y demás auxilios de la religión, y, próximo ya á la agonía, llamó á su mujer y le dijo:
—Ya ves que me muero... Dios me llama ya á su santa gloria, sacándome de este mundo, y es preciso acatar sus santos y adorables designios. Oye, Ramuncha, lo que en esta mi última hora te digo y encargo. En adelante, cuando reces por mí, no dejes de rezar también por el eterno descanso de nuestro pobre Joshe Mari...
—Tiempo ha que otra cosa no hago que rezar á Dios por su alma—respondió la mujer deshecha en llanto.
—Y yo también—agregó el moribundo con voz tan débil y apagada como un susurro.
Un lego predicador
Echada atrás la recia capucha, reluciente de sudor el rostro y medio cegados los ojos por la intensa vibración de aquel sol estival que con ardientes llamaradas resplandecía en un cielo sin nubes, el buen hermano lego apareció en la era guiando del ronzal al humilde asnillo, fiel compañero suyo de armas y fatigas en las tardes de verano, en que, por encargo del Padre Guardián del convento, salían por las eras á recoger las limosnas de trigo que de buena gana siempre daban aquellos honrados labradores.
Montados en los trillos de aceradas puntas, semejantes á aquellos romanos que en los amplios circos guiaban los carros de poderosas y veloces cuadrigas, dos robustos gañanes daban vueltas á la era desmenuzando la dorada mies, que bajo los cascos de las muías y los afilados hierros de los trillos, crugía con rumor estridente y seco.
—Buenas tardes, muchachos—dijo el lego, deteniéndose en un extremo de la era.
—Bienvenido, fray Ambrosio—contestó uno de los mozos, reparando en el hermano lego, que, con un gran pañuelo de rayas azules, salido de las profundidades de su inmensa manga, limpiábase el sudor de la frente.
—Se conoce que á vuestra merced le gusta tomar el fresco—fue el saludo del otro gañán, arreando la poderosa yunta que arrastraba el trillo.
Fray Ambrosio se sonrió bondadosamente y, sin contestar palabra, se puso á mirar á su al redor buscando dónde atar el asnillo, que sin pedir permiso á nadie, sin encomendarse á Dios ni al diablo, comenzó enseguida á hundir sus dientes en la parva, dispuesto á darse, no un buen verde, sino un buen amarillo aquella tarde.
—Eh, fray Ambrosio—gritó desde lejos una voz juvenil—que las cuaresmas de San Francisco deben rezar también con los burros de sus conventos.
Volvió el buen hermano la cabeza y vió al dueño de la era, que, tendido á la larga allá en el sombrajo, con un enorme perro mastín á los pies, presenciaba las operaciones de la trilla.
—La paz de Dios sea con vuestra merced, mi señor don Agustín—dijo el fraile tirando del ronzal al asnillo y dirigiéndose hacia donde el señorito se hallaba descansando á la sombra.
—Buena paz me dé Dios—suspiró el joven, medio incorporándose del suelo con aire melancólico y tristón.—¿Qué paz queréis que tenga quien desde hace muchos días lleva la guerra en su corazón?
Fray Ambrosio quedósele mirando fijamente, como queriendo descifrar en aquel rostro el significado de las palabras que acababa de oír.
—¿No tenéis buena salud? ¿No ha bendecido el Señor vuestros campos con abundancia de dones y de frutos? ¿no veis recompensados vuestros esfuerzos con riqueza de mieses que pronto llenarán vuestros trojes y graneros?—preguntó el hermano lego.
—Cierto que sí—replicó el joven. Salud y abundancia de dones me concede el cielo; pero ¿de qué me sirve todo eso si me niega la felicidad que en el amor cifraba?
—El amor... cosa buena es—observó el lego, echando las cosas por el mejor lado, por el lado de la mística.—Sin amor nada bueno hay en el mundo—añadió sentenciosamente.—Nuestro bienaventurado Padre San Buenaventura, que entendía bien de estas cosas y achaques de amor, lo ha dicho: en el amor de Dios y en el amor de todas las criaturas por Dios, se halla toda sabiduría y todo bien. Y hasta recuerdo haber oído algunas veces á nuestro Padre Guardián, que es hombre leído y de muchas letras, lo que San Agustín, vuestro glorioso patrón y abogado, solía repetir frecuentemente: «Ama y haz lo que quieras».
A los labios del señorito asomó una sonrisa al oír estas frases, reveladoras de la mística erudición de aquel bendito hermano lego. la buena parte había ido á confiar sus cuitas y pedir consejo en su tribulación!... ¿Qué sabía de cosas (je amor humano aquel pobre lego que en toda su vida había hecho más que rezar padrenuestros, fregar los platos, barrer la iglesia y guiar el asnillo del convento?...
Bueno, sí; un santo aquel fray Ambrosio; pero hombre sin letras, sin estudio, sin instrucción alguna. Un verdadero niño grande, un alma de Dios, que nada sabía del mundo, ni de los hombres, ni de sus pasiones y luchas y combates. Se le quería por eso, por inocente, por sencillo, por bueno; pero nada más. De aquella cabeza tosca y fea no podía salir ninguna luz, ningún manantial de clara doctrina, así la tocara el propio Moisés con su varita milagrosa.
—No es del amor divino, sino del humano, del amor de una mujer de lo que le hablo—rectificó el joven, que, en medio de todo, hallaba un singular encanto en las palabras sencillas del lego. ¿Sabe vuestra caridad? Yo quería, yo estaba perdidamente enamorado de una garrida moza, risueña como una alborada de Abril, hermosa como un puñado de rosas tempraneras...
—Y se ha muerto ¿no es verdad?—interrumpió el fraile.
—Mejor fuera que la muerte se la hubiera llevado de mí, dejándome á lo menos el recuerdo de su cariño y su fidelidad. Pero, no, no es la muerte quien me la arrebata y quita, la que me priva para siempre de sus miradas y su amor. Ella vive, vivirá tal vez muchos años aún; pero vivirá para otro hombre... De lejos vino quien había de arrebatarme la dicha. Esta noche se casan, y al verme desairado y con mis más bellas ilusiones convertidas en montón de ruinas y de escombros, un infierno de odios ruge en mi corazón y un terrible impulso de venganza agita furiosamente mi espíritu. Soy bien desgraciado, hermano fray Ambrosio. Mientras he amado y mi amor ha encontrado la debida correspondencia, me he creído el hombre más dichoso de la tierra. Dentro de mí llevaba como un nido de ruiseñores que noche y día cantaban en mis oídos regaladas y seductoras melodías. La tierra Agarábaseme hermoso paraíso, todo sembrado de flores perfumadas y bellísimas. La imagen de la mujer querida me sonreía hasta en sueños durante las horas del nocturno descanso, y el cielo, ese hermoso cielo que otros esperan gozar solamente después de la muerte, para mí era ya una realidad en la presente vida.
—Hoy, en cambio,—continuó diciendo Agustín—soy el más infeliz y sin ventura de todos los seres del mundo. Dígame, fray Ambrosio, dígame por qué consiente Dios estas cosas. Dígame por qué las bellas y floridas ilusiones de nuestra vida no han de durar tanto como la vida misma; por qué el desengaño adusto, cruel y bárbaro ha de desgarrar nuestras entrañas y derramar sus venenos en nuestro corazón.
El buen hermano lego le dejaba hablar, sin interrumpirle, dando vueltas entre sus dedos al recio y nudoso cordón que de su cintura pendía.
Las cigarras ensordecían los aires, cantando bajo el ardoroso sol de estío la fecundidad y la abundancia.
Por la mente de fray Ambrosio pasó repentinamente como una ráfaga de inspiración.
Inclinóse al suelo, cogió entre sus manos un puñado de doradas espigas y, presentándolas al joven, le dijo:
—¿Véis estas espigas, pisoteadas por las bestias, trituradas, deshechas por las agudas puntas de los trillos que las rompen, las desmenuzan y reducen á añicos?
—Sí—contestó el señorito lacónicamente.
—Pues bien—prosiguió el lego—si ellas hablaran, seguramente se quejarían de su triste destino, viéndose así maltratadas en la era. Arrogantes, esbeltas, hermosísimas, alzábanse ayer en la dilatada llanura. Verdes y lozanas ondulaban en los campos al suave balanceo de las brisas primaverales, formando como una gran laguna de esmeralda. Nuestros ojos recreábanse en su vista y se alegraban en sus graciosos vaivenes y balanceos. Entonces, sin embargo, no eran de ninguna utilidad ni provecho para el hombre. Eran un grato espectáculo, y nada más.
Ha sido preciso cortarlas á golpe de hoz, dejarlas tendidas en el campo, como los cadáveres en el de batalla, traerlas aquí, triturarlas, romperlas, hacerlas añicos para sacar de ellas el grano, el trigo rubio, que mañana será pan, pan para el cuerpo, pan para el alma, hogaza sabrosa en el hogar y hostia inmaculada en el templo... ¿Comprende vuestra merced lo que con todo esto quiero decirle y darle á entender?—prosiguió, bajando la voz, el buen hermano lego.
—Acabad, fray Ambrosio—rogó el joven, sintiendo que aquellas palabras caían en su corazón como lluvia de benéfico rocío sobre la dura y apelmazada y sedienta tierra.
—Pues bien, amigo mío—añadió el fraile—las ilusiones son como la mies de la vida. Frescas y floridas encantan nuestros ojos y nuestros corazones, pero no dan ningún provecho. Se necesita que la hoz del desengaño y el trillo del dolor las corten, rompan y trituren para que de ellas salga el grano de la paciencia, el trigo de la resignación, el pan sabroso de la humildad y la plegaria, que son el alimento, la salud y la alegría del alma.
Calló el humilde religioso, y dejó caer otra vez en el suelo el puñado de doradas espigas que había cogido.
Los robustos gañanes, montados en los trillos, seguían dando vueltas y vueltas alrededor de la era y llenando los aires de gritos y canciones.
Agustín se puso en pie, llamó á uno de los mozos y le ordenó llenar de trigo hasta la boca la talega del convento. Luego besó los nudos del cordón de fray Ambrosio y le despidió con estas palabras:
—Sois lego, y merecéis ser guardián. Si en mi mano estuviera, ahora mismo os nombraba Papa.
Fray Ambrosio se sonrió modestamente, y empuñando el ronzal del asnillo echó á andar era abajo.
A lo largo del camino las cigarras le seguían con su monótona y estridente canción que era el himno perdurable al sol, padre de la fecundidad, padre de la vida.
El tonto de Lumpiaque
Lástima es que el pincel mágico que para eterna memoria nos dejó dibujada la figura grotesca de aquel famoso personaje que conocemos con el nombre de El lobo de Coria, no haya llegado á inmortalizar los rasgos fisonómicos del célebre tonto aragonés cuyo recuerdo y fama corren de boca en boca entre todos los coterráneos del gran epigramático Marcial.
¡Para colmo de desgracia, ni siquiera se cuidó la crónica de recoger su nombre y consignar sus antecedentes genealógicos, limitándose á narrar, escueta y lacónicamente, la singular hazaña que tan alto colocó su nombre entre cuantos tontos, bobos y simples en el mundo han sido!
Mas si faltó un Velázquez que transmitiera á la posteridad su peregrina imágen y un historiador que con escrupulosa verdad trazara su interesante biografía, poniéndonos al corriente de los más mínimos detalles y circunstancias de su ignorada y oscura existencia, el pueblo que le vió nacer y fué teatro de sus memorables acciones, no ha perdido la memoria de él, y viejos y niños, hombres y mujeres, rinden diario tributo de gratitud y entusiasmo al pobre tonto que en todo Aragón ha hecho conocido y célebre el nombre de Lumpiaque, del que antes sólo tenían noticia el recaudador de contribuciones del partido, y el obispo de la diócesis en tiempo de santa pastoral visita.
Era el tal tonto, según lo que las gentes refieren, un pobre mozo sin padre ni madre, ni perrico que le ladrase, cuyo único oficio y profesión era andar, de calle en calle y de puerta en puerta, haciendo reír á todo el mundo con sus simplezas y tonterías. Dejáronle sus padres, al morir, algunas tierras, y con lo que éstas daban de sí, que no era mucho, y con lo poquillo que él se apañaba haciendo mandados en algunas casas bien acomodadas del pueblo, íbase dando vida y sacando para el modesto cotidiano cocidillo que, por pura caridad, cuidaba de arreglarle una buena vecina.
Figuráos ahora la sorpresa de las gentes un día en que el pobre tonto apareció en las calles del pueblo, caballero en un modesto pollino que en las ferias de Calatayud comprara el día antes á unos gitanos.
—¿Cuánto te ha costado el borriquillo?—preguntábanle las comadres, muertas de curiosidad.
El tonto las miraba con ojos indiferentes y sin contestar palabra, seguía adelante. Pero á los pocos pasos, un grupo de mozos le salía al encuentro, plantábanse delante del manso animal, agarrábanle con las manos ambas mandíbulas, le miraban la blanca y recia dentadura, examinaban las patas y las orejas, pasábanle la mano por los lomos, y concluían haciendo idéntica pregunta: ¿cuánto te ha costado el borriquillo?
Y el tonto sonreía y nada contestaba. Y así un día, y otro y otro. En cuanto el pobre muchacho ponía el pie en la calle, viejos y chicos, hombres y mujeres, como un enjambre de zumbadoras avispas ó mosquitos, rodeábanle y no se cansaban de atormentarle los oídos con la eterna interrogación:—¿cuánto te ha costado el borriquillo? ¿cuánto te han llevado por el rucio? ¿cuánto has pagado por el animal?
—Dejadme, dejadme; ya os lo diré á todos juntos—respondía el pobrete, tratando de librarse de las impertinentes preguntas de sus convecinos, los cuales tenían por seguro que el pobre tonto habría sido víctima de los astutos y desaprensivos gitanos que le vendieron el borriquillo.
Fueron pasando días, semanas y meses. Los vecinos de Lumpiaque se acostumbraron, por fin, á ver al tonto montado en su humilde cabalgadura, con la que se daba largos paseos, y ya nadie volvió á meterse con él ni á querer indagar el precio de la compra, cosa que, después de todo, les tenía completamente sin cuidado. á tuertas ó á derechas, lo hecho hecho estaba, y como el tonto á nadie había ido á pedir el dinero para la adquisición del animal, ni nadie tenía que pedirle cuenta de sus actos, cesó la curiosidad y acabaron los comentarios y las bromas.
¡Ni siquiera se acordaban ya los lumpiaqueños de la promesa aquella formal y seria que el tonto les había hecho de decirles, á todos juntos, cuánto le había costado el borriquillo, objeto de tamaña curiosidad é insistentes preguntas!...
Una tarde, después de comer, el repentino y vibrante clamor de la campana de la iglesia, hirió los oídos y puso en espectación á todo el vecindario. No era víspera de fiesta, ni en la parroquia se celebraba á aquella hora función ó acto alguno de culto. El tañido del sagrado bronce no daba tampoco la señal de fuego, que de todos era bien conocida. ¿Qué podrá ser?—se preguntaban, de puerta á puerta y de ventana á ventana, las mujeres, sorprendidas, extrañadas, confusas por aquel inesperado llamar de la campana.
El Cura, que, arrellanado en su sillón, dormitaba, como de costumbre, para reposar un poco la comida, despertó sobresaltado, y sin detenerse á echar sobre sus hombros el balandrán ni cubrirse la cabeza con el gorro de terciopelo bordado en sedas de colores, que sobre la mesa del despacho había dejado al iniciar la breve siesta, echó á correr escaleras abajo con intención de dirigirse á la iglesia, para saber la causa y motivo del inusitado repique á aquella hora.
En la puerta de la calle se topó de manos á boca con el sacristán, que era á la vez maestro de primeras letras y secretario del pueblo, el cual acudía á casa del párroco á informarse sobre lo mismo.
—¿Quién toca ó ha mandado tocar la campana?—preguntó atropelladamente el sacerdote.
—Eso mismo venía yo á preguntar á usted—respondió el sacristán, todo sofocado y jadeante por la carrera que se acababa de dar.
—Pero ¿qué ocurre? ¿Hay quema en el pueblo? ¿Viene á visitarnos el señor obispo sin haberse anunciado previamente? ¿han subido chiquillos á la torre?
—Hada sé, señor Cura. Las llaves de la iglesia y del campanario, aquí las traigo yo en el bolsillo. No las he soltado en todo el día, y, por lo mismo, me sorprende y maravilla en extremo el repique de la campana.
—Ea, no nos detengamos—dijo el Cura. Vamos corriendo á la iglesia á ver lo que pasa. No sé qué misterio es este...
Y párroco y sacristán marcharon derechamente y rápidos como flechas á la iglesia. En la plaza que está delante, y bajo los toscos arcos de piedra que forman el vestíbulo ó entrada del templo, hombres y mujeres, formando grandes corros y comentando de mil maneras el suceso, aguardaban impacientes la llegada de los encargados del sagrado lugar. Abrióse la puerta, examinaron detenidamente hasta los últimos rincones del templo... nada. Allí no había nadie. Recogimiento y soledad, paz y misterio, silencio y calma profunda reinaban bajo las severas naves cuyas vagas penumbras iluminaba, aquí y allá, la mortecina claridad de alguna que otra lámpara encendida por piadosa mano delante de los viejos retablos en que la piedad de los fieles veneraba la imagen de algún santo familiar y tiernamente amado...
Subieron á la torre, registraron todos los escondites, profundizaron con sus miradas los más recónditos parajes, el oscuro cuarto del reloj inclusive... y nada tampoco.
El asombro, el estupor crecían por momentos y tenían paralizadas las lenguas de los fieles todos. Nadie se explicaba ni podía explicarse aquello. ¿Acaso la campana había tañido por sí sola? ¿Era alucinación de todos los vecinos del pueblo? ¿Era milagro?
Descartada, naturalmente, la primera hipótesis, por imposible, por absurda, pues no podía admitirse de ningún modo la idea de semejante alucinación general y colectiva, la probabilidad, mejor diremos, la seguridad de un milagro se abrió rápidamente paso en todos los espíritus, hasta en el del mismo párroco, hombre sencillo y bueno, que, con las lágrimas en los ojos y la emoción vibrando en sus palabras, habló y dijo á sus feligreses que le rodeaban estupefactos:
—¡Hijos míos, no hay duda que aquí anda la mano del Señor! Él es, indudablemente, quien nos llama y convoca al templo para revelarnos su santísima voluntad, para reprender acaso nuestros desórdenes y extravíos, para exhortarnos tal vez á emprender una vida más ejemplar, cristiana y ajustada á sus divinos mandatos. Corramos á postrarnos ante Él... ¡á la iglesia todos, á pedirle con lágrimas de, contrición y sincero arrepentimiento que se apiade de nosotros y nos manifieste lo que debemos hacer!..
Dicho y hecho. En un decir Jesús, el sacristán encendió las velas del altar del Santísimo Cristo que en solitaria capilla erguía su rigidez cadavérica, pendiente de una gran cruz con gruesos clavos; revistióse el párroco de sobrepelliz y estola morada, y sacerdote y pueblo, de rodillas ante el severo altar, comenzaron á gemir y orar pidiendo con grandes voces al Señor que desplegara sus labios dándoles á conocer su voluntad adorable.
—¡Señor—exclamó el Cura, con acento tembloroso y dulce—; hénos aquí, postrados en tu presencia, de todo corazón arrepentidos de nuestras faltas y pecados, prontos á abrazar la enmienda y seguir tus divinos consejos y palabras. Háblanos, Señor, por tu Sagrada Pasión y Muerte, portas entrañas de infinita piedad y misericordia, háblanos, habla á tu pueblo, que, como Samuel, te escucha recogido y silencioso...
Hubo un momento de emoción inefable, durante el cual sólo se oían suspiros y gemidos. Con los ojos en tierra y dándose recios golpes de pecho, todos aguardaban el instante en que el Santo Cristo abriese sus labios, aquellos labios cárdenos que la muerte tenía cerrados y yertos, y les dirigiera su voz misericordiosa ó airada.
Mas no fué del fondo de la misteriosa capilla, sino de lo más alto de la bóveda del templo, de donde descendió la voz que todos aguardaban en medio del más sepulcral silencio.
—¿Estáis todos ya?—gritó el misterioso acento desde arriba.
—Sí, Señor, aquí está congregado, reunido, el pueblo todo—respondió el sacerdote, volviendo sus ojos hacia la altura del nuevo Sinai, desde donde Jehová se dignaba hablar á su pueblo.
—Pues, diez y siete duros... Ya sabéis lo que me costó el borriquillo... ¡bah!—concluyó diciendo la voz maravillosa.
La carcajada que en todo el piadoso auditorio estalló, resonante, al escuchar la confesión del famoso tonto, no es para descrita. Reventando de risa y celebrando la peregrina ocurrencia, subieron todos á las bóvedas de la iglesia, en una de las cuales existía, desde muy antiguo, un pequeño boquete que daba precisamente sobre la capilla del Santo Cristo, y allí encontraron al célebre tonto que, escondido desde por la mañana, acababa de jugarles la singular chuscada de que ha quedado en todo Aragón imperecedera memoria.
El amigo de sor Filomena
Sentada en un rincón de la portería, la humilde sor Filomena va desgranando entre sus dedos las menudas cuentas de su rosario. En el silencio del melancólico atardecer, el vago silabeo de las Ave Marías de la buena hermana portera es como hilillo de agua salido de las hendiduras de agreste y solitaria peña. En la capilla la devota comunidad entrégase al ejercicio de la tarde á la vaga luz crepuscular que por los pintados vidrios de los altos ventanales se filtra.
¡Ellas sí que son dichosas, las hermanas!—piensa un momento la humilde Sor, acurrucándose un poquito más en su rincón oscuro. ¡Ellas sí que están bien cerca del buen Dios, postradas allí en la capilla, al pie del tabernáculo, bajo las dulces miradas de Jesús que amorosamente las contempla y bendice desde el radiante trono de la sagrada Custodia!
En la puerta interior del vestíbulo alguien anda y se agita sin poder alcanzar el cordón de la campanilla... Algún niño, sin duda. ¡Son tantos los que diariamente vienen ú llamar á aquella puerta!...
Sor Filomena se levanta de su asiento y ú través del cristal de la estrecha ventanilla se pone á mirar quien empuja y hace ruido á la entrada... Nadie... es decir, sí, un perro, un hermoso perro de noble cabeza, rizado pelo negro y dulces ojos azules, de mirada inteligente y húmeda que, meneando la larga cola, parece que algo pide ó desea.
La religiosa quédase mirando unos momentos al magnífico animal y, como cediendo á la santa consigna de que nadie se aleje de aquella casa sin alguna merced ó consuelo, toma de encima de la mesa un mendrugo de pan seco y se lo echa al animal, que lo coge al aire y devora con excelente apetito.
Luego deja caer otra vez la blanca cortina que cubre el cristal de la ventana, y con el mayor recogimiento sigue pasando entre sus dedos marfileños los menudos granos de su rosario. Temblando en las ondas del aire llega á su oído con vibración argentina y lejana el eco de un cántico armonioso. En la capilla, las buenas hermanas, acompañadas del harmonium, entonan el Tantum ergo de la reserva, que pone fin á la vespertina ceremonia religiosa.
Un vago escrúpulo viene á turbar la paz de espíritu de sor Filomena. Aquel mendruguillo de pan echado al perro ¿no habría sido mejor guardarlo para un pobre? ¿no había cierto desorden en dar á un animal el alimento que tantas infelices criaturas humanas necesitan?... Foro por una vez... Después de todo, ¿los animales no son también criaturas de Dios y obra de sus manos? Los mismos santos que en los altares veneramos ¿no se mostraban compasivos y misericordiosos con las pobres bestiezuelas, mirándolas como á hermanas suyas?...
La buena Sor recuerda el ejemplo de San Francisco de Asís recomendando á sus religiosos que no olviden en los días de crudo invierno el distribuir algunas migajas de su mesa entre los dulces pajarillas y poner un poco de miel cerca de las colmenas de las laboriosas y solícitas abejas.
Estos amables recuerdos disipan de su alma los ligeros temores y dudas que un momento la han afligido. El perro podía tener hambre, y ¿por qué despacharle sin socorro?... Los hombres... ¡bah!... los hombres no podían quejarse de ello. Ninguno venía á llamar á aquella puerta cu vano. Todos sacaban de allí alguna cosa. La caridad inagotable de las buenas hermanas á todos alcanzaba, como la misericordia de Dios en una ú otra forma. Los pobres de todo el contorno podían dar fe de ello.
Al siguiente día, y casi á la misma hora, la puerta del convento suena empujada como el día anterior. El perro de la víspera estaba allí, sin una voz, sin un ahullido, azotando suavemente con su rizada cola la puerta. La hermana lo vé, lo llama con cariño, le dice unas cuantas cosas, y vuelve á darle un pedazo de pan. Y así un día, y otro y otro. Una amistad íntima y sincera reina ya entre aquellos dos humildes seres que se reconocen y miran como dos viejos amigos.
La madre superiora lo sabe, é interiormente se regocija y aprueba la hermosa simplicidad, la dulce misericordia de la buena hermana portera. Algunas monjitas que han llegado á enterarse también del caso, gastan á sor Filomena inocentes bromas, preguntándole de vez en cuando por la salud de su nuevo amigo. Ella las mira con sus mansos ojos y se sonríe en silencio.
La modesta capilla luce espléndida iluminación y aparece vestida
de fiesta como en los días de mayor solemnidad en el convento. La huerta
ha quedado completamente limpia de flores, las cuales parecen haberse
trasladado á la capilla. En todos los altarcitos, delante de todas las
sagradas imágenes, al pie de cada santo, macizos ramos de hortensias,
rosas, azucenas y claveles, surgen gallardos del fondo de vasos y
artísticos jarrones, desplegando la pompa primaveral de sus policromadas
corolas y embalsamando el ambiente con su suave fragancia y aroma.
Repartidas en dos hileras en torno del altar mayor, cuajado de luces y de flores, sobre el que, radiante y gloriosa como visión celestial, álzase la imagen de la Inmaculada, las veinte religiosas, por última vez reunidas en aquel sitio, inclinan sus frentes al suelo con apagarlo rumor de sollozos y plegarias.
Un anciano sacerdote, revestido de capa pluvial y vuelto de cara á la pobre comunidad, levanta en sus manos trémulas y blancas la sagrada Custodia, trazando en alto una larga cruz sobre las blancas tocas de aquellos ángeles de paz, prontos á partir para el destierro.
Un ambiente de augusta solemnidad y grandeza flota en el sagrado recinto. Parece asistirse á una reunión de perseguidos cristianos en el fondo de las oscuras catacumbas. La fé de los días heroicos del cristianismo florece en aquel bello rincón de la tierra por el que, rugiente y amenazadora, pasa una ráfaga de odios y de injusticias criminales...
La piadosa y tierna ceremonia ha terminado. El ministro de Dios encierra en el tabernáculo, prisión de amores, la Hostia Santa... enmudece el harmonium, dejando en el aire trémula vibración que es un gemido... unos tras otros se apagan en el altar cirios y velas, y las místicas palomas, arrodilladas en el suelo, álzanse con manso rumor de alas blancas, dirigiéndose á la puerta con sus saquitos de viaje en las manos á esperar el terrible momento. La iuminencia de la catástrofe ha paralizado sus lenguas. En muchos rostros se descubre la huella del llanto.
La espera no es larga. Un recio aldabonazo anuncia la presencia de los sayones en el convento. La humilde hermana portera cumple por última vez su oficio en aquella casa, franqueando la entrada, y un caballero de apoplética faz, recios bigotes á la borgoñona y abultado abdomen, se adelanta hacia la Superiora para intimarle, en nombre de la ley, la salida y abandono de la casa.
Ni una voz, ni una réplica, ni una protesta. Como rebano de mansas ovejas conducidas al sacrificio, las buenas hermanas dejan aquellos muros benditos donde soñaran acabar sus días en el servicio de Dios y de los hombres, y salen á la calle encaminándose por la senda más corta á la estación del ferrocarril situada á breve distancia del convento.
Ninguna amistad, ninguna simpatía, ningún afecto las acompaña en aquella hora. La más completa soledad moral, el más profundo silencio las rodea y envuelve como un sudario de glacial indiferencia y olvido.
—¿Y los pobres que durante tantos años hemos socorrido, los enfermos que hemos cuidado, las madres á cuyas hijas hemos consagrado nuestros afanes y desvelos, los desgraciados que nos llamaban hermanas?—pregunta tímidamente á la Superiora Sor Clara, una monjita joven, en cuyos grandes ojos azules brilla una lágrima, semejante á una gota de rocío en el cáliz de un lirio hermoso.
La madre superiora deja asomar á sus labios una sonrisa triste. ¡Conoce tanto el mundo! ¡sabe tanto lo que son los hombres!...
Á la sombra de las risueñas acacias que sobre el amplio andén de
la estación dejan caer una verdadera lluvia de perfumados y blancos
pétalos, que semejan grandes copos de nieve, las veinte religiosas
aguardan en silencio la llegada del tren que ha de llevarlas á «aquel
último rincón del bosque donde pueden ir á posarse y anidar en paz las
místicas palomas»; á la católica España.
La tarde es hermosa y tibia. Los verdes trigales ondulan como un mar reposado y sereno á los suaves soplos de la brisa primaveral. De los vecinos árboles se escapa un largo rumor de alas y gorgeos armoniosos. En la amplia llanura soleada todo florece, canta y se agita con palpitaciones de vida y regocijo. ¡Sólo las pobres hermanas están tristes, como si para ellas solas dejase de haber primavera!...
De pronto, en el largo y penoso silencio que las domina, óyese la voz risueña de sor Clara, la monjita de grandes ojos del color de los lirios del valle, que dice:—El amigo de sor Filomena!... ¡el amigo de sor Filomena!...
Veinte pares de ojos desmesuradamente abiertos dirigen sus miradas curiosas hacia la senda de la estación á ver el hermoso animal que, á todo correr y con la lengua fuera de la boca, viene hacia el grupo de las hermanas, que le reciben con las mayores muestras de afecto.
El hermoso can va de una en otra meneando la larga cola, lamiendo sus manos, llenando el aire de sordos gruñidos, que son una salutación, un acento de gratitud y de cariño. Sor Filomena abre su saquito de viaje y corta del pan de su merienda un pedazo que da al noble y leal amigo. ¡Quién sabe si será el último quede su mano reciba!...
Las pobres desterradas han ocupado ya sus asientos en el tren, y
con el pensamiento dirigen un último adiós al nido de sus amores, cuyas
blancas paredes divisan aún sus ojos por encima de las verdes copas de
los árboles que se alzan en el contorno
Suena el agudo silbato del jefe, anunciando la salida del férreo convoy; lanza la locomotora un estridente silbido que estremece y turba la idílica paz de los hermosos campos, y con desagradable crujir de cristales y planchas de hierro, el formidable monstruo lánzase en vertiginosa carrera á lo largo de la amplia llanura sobre la que muere la luz del día.
Asomadas á la estrecha ventanilla, las buenas religiosas sólo tienen ojos para mirar al hermoso perro de noble cabeza, negro y rizado pelo y dulces ojos azules de mirada inteligente y húmeda, que, plantado en el andén de la estación, lanza prolongados y tristes ahullidos, viendo el tren que parte, que se aleja y desaparece en la última curva del camino.
En muchos de aquellos ojos hay lágrimas.
Cuando los últimos árboles y la torre de la iglesia del pueblo desaparecen en la línea lejana y brumosa del horizonte, la madre superiora se retira de la ventanilla, y, dejándose caer en su asiento, exclama con acento de dulce ironía:—Gracias â Dios que ha habido un ser agradecido que saliera á la estación á despedirnos... Sor Filomena, tiene usted muy buenos amigos.
La humilde Sor se sonríe con bondadosa sonrisa y guarda silencio.
La fiesta de las espigas
La alondra mañanera había alzado ya su vuelo por encimado los campos silenciosos y con su dulce canción saludaba la vuelta del día que sobre la cima de los lejanos montes anunciábase con una débil franja de luz blanquecina y suave, amortiguando el brillo de estrellas y luceros.
Tío Antón saltó del lecho, se vistió en un santiamén, empuñó las hoces, echó so bre el hombro la pequeña alforja de frugal desayuno portadora, y andando sobre las puntas de los pies para no despertar á la familia, que á pierna suelta descansaba y dormía á aquella hora, abrió quedamente la puerta de casa y salió al campo, envuelto aun en una semioscuridad deliciosa. Había que ganar la delantera á su vecino y rival tío Cosme, por mal nombre matarranas, con quien la tarde anterior había sostenido acalorada disputa por si es tuyo ó es mío el rinconcito de campo intermedio entre las heredades de ambos, cuyos linderos, al cabo de los años mil, estaban aún sin precisar, constituyendo un eterno tema de discordias, enemistades y riñas, que de año en año se renovaban llegada la época de la siega, porque cada uno de los dos labradores creíase con derecho para añadir á su cosecha respectiva el puñado de espigas que en aquel palmo de terreno ondulaban lozanas y graciosas.
La mañana era deliciosa. En los anchos trigales, bajo la fronda rumorosa de los árboles, sobre las matas de tomillos y floridos cantuesos de los ribazos, la brisa pasaba acariciadora y susurrante.
Tan madrugadores como el día, como las alondras, como el tío Antón, muchos campesinos cruzaban por el largo sendero á emprender las faenas de la siega.
—Buenos días, tío Antón...
—Buenos días, Juan... Buenos días, tío
Lucas...
Y sin entrar en conversación, ni pararse en otros diálogos ó pláticas, seguían adelante, los unos á pie, los otros caballeros en modestas cabalgaduras, ansiosos de llegar al tajo cuanto antes y dar comienzo á la faena con el fresco de la mañana.
Tío Antón apretó el paso, canturreando entre dientes una copla, y al cabo de unos quince minutos llegó á la entrada de su heredad, satisfecho y alegre, porque aquel año la cosecha era buena, porque Dios les había mandado á tiempo las lluvias, los soles y los vientos, porque la imagen del bienestar y la abundancia surgía por todas partes á los ojos del labrador en aquellos campos rebosantes de fecundidad y vida, porque sus paneras iban á verse henchidas del rubio grano...
Pero la brillante visión, la retozona alegría de tío Antón duraron poco, desvaneciéndose en un momento al fijar sus miradas en la figura de su vecino matarranas, que, inclinado el recio busto sobre la dorada mies, iba abriendo ancho círculo en ella á cada golpe de hoz que en torno suyo descargaba.
¡Y estaba allí, junto al rinconcito del campo, objeto de litigio, dispuesto sin duda á aumentar su cosecha abundante con aquel puñado de mies, que era suyo, que creía ser suyo!
En la garganta de tío Antón se ahogó un grito de rabia y un juramento. Aquello no podía consentirse, porque era una usurpación, un verdadero atentado contra la propiedad, un robo.
Y la disputa comenzó una vez más entre los dos labradores, salpicada de insultos y amenazas.
Agotado el repertorio de las mutuas reconvenciones, injurias y denuestos, roncos ya de gritar y ciegos de ira, los dos hombres echaron mano á las fajas y apelaron al último y decisivo argumento: las armas.
Plantados cara á cara, empuñando enormes cuchillos de ancha hoja y acerada punta, los dos labradores medían con sus miradas el terreno que los separaba y con los ojos se buscaban el corazón, dispuestos á acometerse como fieras.
El argentino son de una campanilla y un lejano rumor de pasos y de voces que del otro lado de la campiña llegaba á sus oídos obligaron á tío Antón y tío Cosme á volver instintivamente la cabeza hacia el camino que á larga distancia de ellos se extendía sembrado de hinojo, espadaña, florecillas, yerbabuena y otras plantas de olor.
—¡Dios que pasa!—murmuró tío Antón, descubriendo su cabeza y bajando la mano que sostenía el arma vengadora.
—¡Dios que pasa!—repitió como un eco tío Cosme, haciendo lo propio que aquél.
Y casi sin darse cuenta de lo que hacían, sugestionados por la visión solemne y tranquila que repentinamente á sus ojos se presentaba, los dos hombres hincaron en tierra sus rodillas é inclinaron al suelo sus cabezas en un largo silencio de adoración y piadoso recogimiento.
Lenta, pausadamente, con manso rumor de cánticos y plegarias, la devota procesión, por doble fila de hombres y mujeres formada, avanzaba por la orilla del río, bajo los altos chopos y frondosos álamos que, al soplo de la suave brisa, parecían doblar sus copas y enlazar sus ramas para formar regio palio de verdura sobre el otro palio de blanquísimo raso bordado en oro, que cobijaba al Rey de la gloria, oculto bajo las eucarísticas especies.
La matutina claridad iba aumentando gradualmente.
El cielo comenzaba á teñirse de púrpura y oro, y al beso fecundo de la luz, la campiña despertaba sonriente y hermosa con palpitaciones de vida.
Los parleros y madrugadores pajarillos cantaban aquí y allá, encaramados en las ramas más altas de los árboles, ó revoloteando por setos y zarzales.
Por toda la amplia y risueña campiña cubierta de frutos y maduras mieses, pasaba un dulce soplo de geórgica candorosa y amable.
La procesión seguía avanzando, avanzando, entre el doble reguero de lucecitas de los cirios que en manos de los fieles adoradores ardían.
De pronto, en el punto más alto del camino, desde donde la vista domina la vasta planicie, el ancho río, las frondosas huertas, los blancos caseríos, hizo alto la piadosa comitiva.
Sobre humilde é improvisado altar, cubierto de luces y de flores, descansó la Sagrada Custodia.
Acordes dulcísimos de músicos instrumentos y armonías de bien concertadas voces estremecieron de júbilo los aires. Luego sucedió un hondo y prolongado silencio. El momento culminante de la sublime ceremonia había llegado. Banderas y estandartes inclináronse hasta tocar el suelo. Todas las cabezas se doblaron para recibir la bendición que iba á caer sobre ellas. Sólo los bulliciosos é inquietos pajarillos interrumpían con sus píos y armoniosa charla la calma inefable de la Naturaleza.
El sacerdote tomó en sus manos la Sagrada Custodia, y vuelto de espaldas al altar, bajos los ojos y la cara bañada en un resplandor de gloria, la alzó solemnemente sobre su cabeza encanecida y rasgó los aires, trazando con ella una larga cruz á los cuatro puntos del horizonte.
En la blanca Hostia brilló un rayo de sol, que rojizo y grande asomó en aquel momento sobre la cima de una montaña.
Tío Antón y su vecino recibieron también aquella augusta bendición, haciendo la señal de la cruz sobre sus frentes tostadas y morenas.
Cuando la grave y piadosa comitiva se perdió en el silencioso paisaje de doradas lejanías con un dulce cántico de acción de gracias, tío Antón, puesto de pie, dijo:
—Cosme, para tí las espigas; tuyas son, tuyas serán siempre las que en ese rio concito crezcan: haz de ellas lo que quieras. No es cosa de que manchemos con sangre los campos que Dios ha venido á bendecir esta mañana.
A lo que tío Cosme respondió en el mismo tono y con acento en que vibraba una emoción profunda:—No las quiero ya, Antón; mías ó tuyas, tú las has de segar y recoger. Para tí las espigas y la tierra que las cría y produce.
—Es que yo te las cedo de buena gana—insistió el primero.
—Y yo á tí te las regalo de ahora para siempre—replicó el otro labrador.
—Echaremos suertes á ver para quién han de ser, y á quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga—indicó tío Antón.
—Otra cosa mejor se me ocurre á mí—respondió tío Cosme.
—¿Qué?...
—Ni para tí ni para mí: para Dios que bendice nuestros campos, hace fecunda la tierra y madura y conserva las mieses. Dejaremos aparte esas espigas, llevaremos el trigo al molino, y con la harina mandaremos hacer Hostias, Hostias blancas, Hostias inmaculadas que llevaremos al señor cura para que las consuma en el altar. ¿Te parece?
—Tienes una gran cabeza, Cosme... Choca esa mano y venga un abrazo. Amigos, amigos para siempre—exclamó tío Antón alegremente, triunfalmente.
Y aquellos dos hombres, que momentos antes disponíanse á herirse, á matarse, sentáronse á la sombra de un olmo, y en santa paz y compaña partieron su pan y bebieron de la misma bota.
Genio y figura…
I
Célebre entre las más célebres y acreditadas tabernas que allá, hacia el último tercio del siglo XVIII existían en Zaragoza, era la llamada del Gallo, nombre que, sin duda, le venía del que pintado sobre la puerta del establecimiento lucía chillonamente su roja cresta y sus recios espolones, si bien hay quien relaciona dicha denominación con el difunto dueño de la taberna, á quien sus convecinos conocían por el apodo de «el gallo».
Situada en estrecha callejuela del popular barrio de la Magdalena, cerca de las Tenerías, hallábase al frente de ella una mujer, ni vieja ni joven, ni guapa ni fea, sino pasadera y de regular edad, llamada la tía Dominica, cuya singular habilidad consistía en el aliño y preparación de los caracoles que á su tienda acudían á comer lo más principalito de la gente del bronce y aún de los señoritos de aquel entonces.
Si esta señalada predilección de la distinguida clientela por la taberna del Gallo era debida efectivamente á la especialidad del indicado plato, ó si en ello por buena parte entraba la arrogante presencia de Andresica, la hija de la tabernera, una real moza en toda la extensión de la palabra, por la que andaban bebiéndose los vientos los más guapos y gallardos mozos de la parroquia, cosa es que ni yo he logrado poner enteramente en claro, ni es cuestión que al lector debe preocupar mayormente, aunque á decir verdad, más me inclino á creer lo segundo que lo primero; que á no ser porque la muchacha se lo valía y los clientes tenían allí ocasión de ejercitar su ingenio discurriendo finezas á porfía con que requebrar á la moza, poco se les diera del rico ajolí ni de los sabrosos caracoles de la tía Dominica.
Y para que el lector no forme, al llegar á este punto juicios temerarios y para dar á cada cual lo que en justicia le es debido, bueno será dejar aquí sentado que nadie con razón ni sombra alguna de verdad podía tachar á la moza de casquivana ó de ligera. Discreta y recatada éralo como pocas. Ni con miradas, ni con gestos, ni con palabras dio jamás ocasión ó pretexto á que los mil petimetres y boquirrubios que diariamente frecuentaban la taberna se propasaran con ella; y ¡ay si alguno hubiera tenido la audacia de intentarlo siquiera!... Si esa gran aduladora de los grandes y poderosos, que llamamos la Historia, no se desdeñase de recoger y consignar los hechos memorables de los humildes y pequeños, necesariamente hubiera hecho llegar hasta nosotros el eco de la sonora bofetada con que Andresica castigó el atrevimiento de cierto zafio y rústico mocetón que un día creyó poder traspasar impunemente las reglas y límites de la buena crianza.
Si la hija de la tía Dominica tenía alguna determinada afición, y si existía en Zaragoza ó fuera de Zaragoza algún hombre que envanecerse pudiera de haber rendido la empinada fortaleza de aquel corazón y robusta voluntad, ella y Dios solamente se lo sabían.
II
Sentados en torno de mugrienta mesa, cubierta con áspero y ordinario mantel lleno de manchas de grasa y de vino, cuatro jóvenes, que por su vestir y sus trazas, revelaban á la legua lo encumbrado de su posición y familia, hacían honor á una suculenta fuente de cabrito que la tía Dominica acababa de servirles.
Dos grandes candiles colgados de la pared á ambos extremos de la taberna alumbraban la escena, digna de los pinceles de Teniers, el pintor de los clásicos bodegones de Holanda.
La noche era fría, noche de cierzo helado y luna decembrina, la hora algo avanzada, y el silencio de las calles completo, lo que contribuía á que el bullicio y las risotadas de los mozos, que con sendos tragos de viejo Cariñena rociaban el apetitoso manjar, resonasen con mayor claridad en la taberna.
El jolgorio y entusiasmo de los comensales eran tales, que ni aún advirtieron la presencia y vecindad de un hombre que, sentado frente á otra mesa en un rincón junto á la puerta, parecía seguir con mezcla de curiosidad y regocijo la conversación de aquéllos.
—¿Qué quieres tomar, Paco?—preguntó familiarmente la tía Dominica desde detrás del mostrador al parroquiano.
—Vengan unos caracoles—respondió el interpelado, añadiendo en seguida:—Y, Andresica, ¿dónde anda?
—Por adentro está—dijo la tabernera acabando de fregar la vajilla para irse á dormir en cuanto termine su tarea.
El nombre de la muchacha, que todavía no se había dejado ver por allí, y la voz del desconocido que con tan marcado interés preguntaba por ella, hicieron que los ojos de los cuatro señoritos volviéronse instintivamente hacia el rincón de junto á la puerta de entrada; pero no debieron dar gran importancia al personaje que allí estaba, puesto que, un momento después, tornaron á su comida y á su animada charla.
—Habéis de desengañaros, queridos—decía uno de los caballeretes con la boca llena y los carrillos hinchados—la aventura que acabamos de correr, es demasiada aventura para nosotros. ¡Ahí es grano de anís pretender escalar la casa y llegar hasta el cuarto de la doncella que, á mi cuenta, debe estar guardada bajo siete llaves y otras tantas rejas, como se guardan los tesoros regios y las joyas del santuario!
—Hemos elegido mal la hora, y, sobre todo, debiéramos haber contado de antemano con la servidumbre—observó un segundo.
—Y con nuestros propios puños y piernas—indicó un tercero.—¡De buena hemos escapado! Si nos descuidamos un poco, no queda uno con hueso sano ni con vida para contarlo. Amigos míos, si alguna vez se nos ocurre meternos en empresas como la de esta noche, lo que conviene es llevar en nuestra compañía á alguien que sepa sacarnos las castañas del fuego sin que nosotros nos comprometamos como hoy nos hemos comprometido.
—A Goya, por ejemplo—dijo el primero de los que habían hablado.
—¿Quién es ese Goya?—preguntaron á coro los otros tres.
—No habéis oído hablar de él?.. Un mozo que, según dicen, promete tanto en el manejo de los pinceles como en el del garrote y la navaja.
—¿Lo conoces tú acaso?
—Personalmente, no; pero he oído referir de 61 lances y cosas que, de ser ciertos, hacen creer que ese mozo tiene el mismísimo demonio metido en el cuerpo. ¿Se enamora de una mujer, sea noble ó plebeya, rica ó pobre, guapa ó fea? Pues, ya puede darse por cazada y cogida en sus redes. ¿Se tropieza en alguna de sus fechorías con la gente del señor Corregidor? Pues, ni que sean diez, ni que sean veinte, ni que sean ciento, á bofetadas y cintarazos arremete contra todos, y á éste quiero, á éste no quiero, los ahuyenta y acosa y llena de espanto. ¿Halla al paso un rival, un novio irritado y celoso, un valentón de oficio que trata de hacerle sombra y pararle los piés?.. Pues ya puede mandar tocar la campana de los agonizantes y dar aviso al sepulturero.
—Pardiez, que todo eso debe ser pura invención y fábula—dijo uno de los comensales, cortando la palabra al elocuente panegirizador.—Después de todo, ese mozo no valdrá más que otro cualquiera de la ciudad metido en iguales andanzas, y aunque tuviera el mismísimo demonio dentro del cuerpo, como tú dices, seguramente no hay diablejo, grande ni chico, que pueda realizar tan singulares y nunca vistas hazañas.
—Eso mismo digo yo—confirmó una voz.
—Y yo... y yo... repitieron otras dos voces.
—Caballeros—interrumpió en este punto el desconocido personaje del rincón, haciendo un alto en su paciente labor de vaciar caracoles con la punta de un punzoncillo de madera. Aunque nadie me da vela en este entierro, yo me la tomo, y aunque sea entrometimiento, voy á permitirme echar mi cuarto á espadas en el asunto que ahí se está ventilando. Conozco de sobra al mozo de quien hablan, y sin temor de que nadie me contradiga y pruebe lo contrario, puedo asegurar que cuanto la fama dice de él es cierto y muy cierto, y aun me atreveré á añadir que más peca de corta que de larga en lo que murmura y afirma.
Las palabras del desconocido que, sin más ni más, se propasaba á meter baza en la conversación, dando una opinión que nadie le había pedido, no pudieron menos de causar extrañeza á los cuatro mozos, los cuales, con ojos de curiosidad, se pusieron á examinarle de pies á cabeza.
—Apostaré—dijo uno de los petimetres—á que el tal Coya no pasa de ser un fanfarrón dedicado á pregonar por ahí sus propias y mentidas hazañas.
—Váyase á la mano, amigo, y pase por mi palabra de hombre honrado—replicó el de los caracoles, haciéndose violencia por reprimir la cólera que á sus ojos asomaba.
—Buen amigo sois de él, y á fe que ese Goya tiene en vos un excelente defensor y abogado.
—Siempre fui amigo de mis amigos, y por nada del mundo sufriré que á ninguno de ellos se le toque en el pelo de la ropa. Pero, en fin, puesto que sus mercedes no parecen dar mucho crédito á mis referencias y palabras, yo les prometo hacerles conocer á mi amigo, para que, á ojos vistas, se convenzan de la verdad de lo que digo.
—A buena dicha lo tendremos—replicaron los cuatro, entusiasmados.
—Dicha será también para mí el ponerles en relación con el amigo que más quiero y estimo en el mundo.
Unos minutos después, borradas ya las distancias y establecida entre todos la mayor intimidad y confianza, el nuevo personaje metía la mano en la fuente de cabrito con los cuatro petimetres y brindaba por la salud de todos ellos.
III
El ruido de los vasos al chocar en el aire, impidió á los alegres y despreocupados comensales percibir el claro rumor de voces y pisadas que en la calle resonaba, cerca de la taberna, en la que, bruscamente, hicieron su aparición tres alguaciles, al grito de ¡alto á la justicia del señor Corregidor!
Los mozos retiraron de sus labios los vasos y, dejándolos sobre la mesa, pusiéronse en pie, como movidos por idéntico resorte. No todos los rostros conservaron la expresión de regocijo que, momentos antes, resplandecía en ellos. La verdad histórica nos obliga á consignar que no fueron solamente los de la tía Dominica y de su hija, las cuales, á la voz de los agentes de la autoridad, salieron azoradas de la trastienda, los que, en aquel instante, cubriéronse de una intensa palidez.
Los alguaciles adelantaron algunos pasos y, con no muy linos modos, invitaron á los cinco mozos á seguirles, como autores del intentado asalto á la casa del hidalgo ilustre á quien horas antes habían querido jugar una mala pasada.
La escena que entonces se desarrolló en el interior de la taberna, apenas puede ser descrita con palabras. El mozo aficionado á los caracoles abalanzóse bruscamente sobre los desprevenidos golillas, y de un recio puñetazo dio con uno de ellos en tierra, dejándole sin sentido. Comenzó á dar gritos la tabernera; desmayóse Andresica; los otros dos alguaciles echáronse sobre el atrevido agresor que bravamente se defendía contra ellos sin dejar sujetarse; escaparon á todo correr los pusilánimes petimetres, huyendo del campo de batalla, que era verdadero campo de Agramante, y dejando á su improvisado compañero abandonado á su propia suerte; rodaron por el suelo los enormes candiles que alumbraron el comienzo de la lucha; hubo carreras y saltos en la oscuridad, y, por fin de combate y fiesta, los zarandeados y maltrechos alguaciles no tuvieron más quehacer que el de auxiliar á su desfallecido compañero, después de haber visto cómo el desconocido valentón traspasaba en dos brincos el umbral de la taberna, yendo á perderse en las encrucijadas de las oscuras y estrechas callejuelas.
A la mañana siguiente, en todo Zaragoza no se hablaba de otra cosa que del singular lance ocurrido la noche anterior en la taberna del Gallo lío reveló la tía Dominica el nombre del autor de la fechoría, pero Andresica, que por lo visto no miraba con ojos indiferentes al audaz atropellador de la justicia, pasó dos días en cama con fiebre bastante alta, repitiendo, continuamente, en su delirio, el nombre de Francisco Goya.
En cuanto á los animosos petimetres que al desconocido mozo debieron su libertad y el poder dormir aquella noche en sus mullidas camas, no tardaron en saber con quién se las habían habido, por la lacónica misiva que uno de ellos recibió al otro día, redactada en los siguientes términos: «Mucho celebro que la casualidad me diera tan pronto ocasión de hacer conocer á sus mercedes quién es ese Francisco Goya y Lucientes de quien hablábamos anoche cuando la gente del señor Corregidor vino á interrumpir nuestro alegre gaudeamus. Ánimo, y hasta otra». Y firmaba: «El parroquiano de la taberna del Gallo.»
Radioscopia
Gran triunfo, colosal victoria la del estudioso y sabio doctor don Juan Nepomuceno Aguaviva y Ruiz de los Peñascos, nombre que desde aquel fausto y dichosísimo día, de perdurable memoria, debía ir unido al de la más grande y portentosa conquista de cuantas el humano ingenio realizara en la larga sucesión de los siglos; nombre que las generaciones venideras pronunciarían con mezcla de pasmo y reconocimiento, descubriéndose la cabeza y postrándose reverentes ante el soberano genio que con el fiat de su voz creadora había hecho surgir la luz del fondo de las espantosas y densas tinieblas...
¡Atrás todos los cacareados inventores, todos los sabios antiguos y modernos, todos hombres de iniciativa, de inteligencia y genio que en el mundo le habían precedido!
¡Atrás todos los que hasta aquel punto y hora habíanse ufanado de triunfar de la Naturaleza, descifrando sus oscuros enigmas, descubriendo sus grandes secretos, arrancándole sus poderosas fuerzas para ponerlas á servicio y provecho del hombre!
Enanos y pigmeos resultaban, comparados con él, Newton y Keplero, reveladores de la gran mecánica celeste, Fulton y Papin, dominadores de la fuerza expansiva de los gases y vapores; Franklin y Daguerre, árbitros de la luz y de las tempestades; Volta y Galvany, soberanos del invisible fluido eléctrico; Edison y Boetgen con sus celebradas conquistas y descubrimientos, aprisionando el primero la palabra en un sutil alambre, y penetrando el segundo con sus famosos rayos en las interioridades de los cuerpos oscuros y opacos.
El doctor Aguaviva dejábalos á todos en mantillas.
Si Roetgen penetraba en los cuerpos, él penetraba en las almas. Si los rayos X iluminaban las tenebrosidades de la materia, los suyos, innominados todavía, alumbraban y hacían visibles las recónditas intimidades del espíritu, las ideas, los sentimientos, lo que en los profundos senos de la humana conciencia se fragua y esconde, lo que no se ve, lo que nadie percibe, lo que sólo á los ojos de Dios está claro, presente y luminoso.
Veinte años de incesante labor, de penosas vigilias, ensayos, esfuerzos y trabajo habíale costado tan prodigioso y nunca bien ponderado invento. ¡Veinte años de lucha, de agitación, de fiebre cerebral, de pasarse las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio, como aquel famoso hidalgo manchego que inmortalizó Cervantes, viviendo encerrado en su laboratorio como el gusano de seda en su capullo, andando y desandando el camino; mil veces creyéndose ya en posesión del anhelado secreto y otras tantas viéndose frustrado en sus ilusiones, combinando ácidos y sales, limando una aspereza aquí, corrigiendo un error allá, luchando unas veces con la excesiva velocidad y otras con la desesperante inercia; haciendo infinitas combinaciones y mezclas, entregándose á la desesperación y sintiéndose poco después nuevamente alentado por la esperanza. ¡Qué veinte años aquéllos!
Pero ahora todo lo daba por bien empleado. La satisfacción y alegría del éxito compensábanle con creces de todas las fatigas, tristezas y sacrificios pasados hasta llegar á ver perfeccionado aquel monísimo aparato, un verdadero juguete, que sobre la mesa de estudio de su despacho lucía la sorprendente complicación de sus mil ruedecillas habilísimamente dispuestas y engranadas.
Aquello era realmente la última palabra de la ciencia, la verdadera columna de Hércules, sobre la que con razón y toda propiedad podía grabarse el non plus ultra del humano progreso. Hasta allí se había llegado: de allí no pasaría nadie.
Bajo la suave presión de los dedos del mago Aguaviva, aquellas mil ruedecillas, brillantes, microscópicas, casi imperceptibles poníanse en rítmico y acompasado movimiento, de su fondo misterioso brotaba como un hilillo de luz, y el pensamiento de la persona que delante de la linda cajita se colocaba, aparecía claro, gráficamente dibujado, exteriorizado, hecho visible en la blanca lámina del maravilloso aparato. ¡Qué hermosura! Pero á la vez, ¡qué miedo!...
Aquellas rayitas tenues, ondulantes, ligeras, que en la lámina se dibujaban, blancas cuando los pensamientos eran inocentes y puros, rojizas si correspondían á ideas de venganza ó de cólera, sonrosadas cuando decían amor, negras si manifestaban egoísmo, y así sucesivamente variando de color y de matiz, según los diferentes afectos, impulsos é ideas que reproducían, eran verdaderamente para inspirar más miedo que regocijo, desconfianza que simpatía, repulsión que cariño.
La primera persona á quien el doctor Aguaviva sometió á análisis y examen fué su vieja doméstica, la cual, sin consideraciones, miramientos ni respetos á la encumbrada personalidad, sabiduría y grandeza del hombre, cuya gloria, andando los tiempos, llegaría tal vez á reflejar un poco de su luz inmortal sobre la zafia y vulgarísima sisona encargada de su despensa y de su cocina, más cuidaba de su propio medro que de la conservación, comodidad y regalo de su amo.
El sabio doctor sorprendió en las rayitas proyectadas por su nuevo aparato toda la ruindad, sordidez y bajeza de aquella alma servil, cuyo bolsillo engordaba diariamente en la misma proporción con que sus carnes enflaquecían.
El descubrimiento no causó, á decir verdad, sorpresa en el ánimo del sabio inventor, quien se limitó á sonreírse un poco á la vista de los bajos, interesados y mezquinos pensamientos de la doméstica. De seres ineducados é ignorantes, ¿qué otra cosa podía esperarse sino ambición, egoísmo y ruines propósitos?
En el mundo, afortunadamente, no todo son zafias y sisonas Bernabeas, que así se llamaba la vieja—pensó el doctor, por cuya mente cruzaron en aquel momento los nombres de sus amigos, de sus admiradores, de sus devotos, de todas aquellas almas de élite que con su aplauso, sus delicadezas y bondades habíanle sostenido en sus largos y penosos días de lucha.
Entre todos aquellos nombres, nombres sonoros, prestigiosos, mil veces repetidos todos los días en las columnas de los periódicos y por los labios de las gentes, uno acabó por absorber la atención y como sumir en dulce éxtasis el espíritu del doctor donjuán Nepomuceno: ¡Felicitas.
Felicitas era su Beatriz, la mujer ideal hecha carne y hueso, realidad y vida, cuyas miradas y sonrisas iban trazando entre los negros círculos de la vulgar y miserable existencia, el camino de luz que á las más encambradas esferas de la gloria conduce.
¡Allí, en las serenas y luminosas regiones de aquella alma virginal, enamorada y risueña, sí que sus ojos podrían recrearse sorprendiendo aquí y allá todas las bellísimas irisaciones, matices y esplendores del pensamiento noble, de la simpatía desinteresada y ardiente, del afecto generoso y sincero!
Por que es de advertir que, por rara y singular excepción, amor y ciencia, ó si queréis mejor, ciencia y amor no eran en modo alguno incompatibles, en el espíritu del famoso Aguaviva.
Lo mismo que en medio de la inmensidad de los brumosos mares surge á veces una islita solitaria, cubierta de flores y de verdor, á donde acuden á refugiarse las graciosas aves, así en el espíritu del célebre doctor las inmensas aguas de la ciencia, que como un océano cubrían las profundidades de su ser, dejaban descubierta la islita del corazón, en la que florecían todas las bellas ilusiones y había venido á colgar su nido aquella blanca y sonriente mujer que con el tiempo debía ser su esposa, la madre de sus hijos.
Y comenzó el desfile de los amigos más íntimos, de los admiradores más entusiastas, por el despacho de Aguaviva, el cual, dicho sea de paso, se guardó muy bien de manifestar á nadie la verdadera finalidad y objeto de su aparato, dando de él una explicación que distaba mucho de ser la verdadera.
Y los admiradores y amigos, ajenos completamente á toda sospecha y muy tranquilos fueron dejando en la blanca lámina grabados sus pensamientos más ocultos, pensamientos ruines, pensamientos de intrigas, maquinaciones y envidias contra aquel á quien tanto fingían admirar y querer.
¡Pobre Aguaviva! En un momento de desolación y desmayo, casi, casi, le pesó de su invento.
Quedábale, sin embargo, un supremo y hermoso desquite: el desquite de su Beatriz, de Felicitas, cuya grandeza y hermosura moral bastarían á borrar en él todas las otras impresiones dolorosas y amargas.
El corazón del sabio latió atropelladamente y como caballo de carrera se agitó en su pecho cuando Felicitas se sentó delante del monísimo aparato que no se causaba de tocar con sus manos y acariciar con sus miradas, ponderando la sorprendente habilidad del constructor con las más halagadoras expresiones de su ingenua y amenísima charla.
Las ruedecillas se pusieron en movimiento, brotó el hilillo de luz vivísima y penetrante, y las rayitas negras, ondulantes y caprichosas escribieron en la blanca lámina... ¡un nuevo y terrible desengaño para el pobre doctor!
Egoísmo, frivolidad, coquetería... ¡era lo que en los recónditos pliegues del pensamiento guardaba y escondía la hermosa Beatriz de sus ensueños y cariños!
—¿Qué te pasa?—preguntó Felicitas, observando la intensa palidez que súbitamente cubrió el rostro de Aguaviva.
—Nada, no es nada—respondió éste, parando al punto la maravillosa máquina. Sin duda se ha escapado del aparato alguna onda eléctrica, y me ha producido un ligero estremecimiento nervioso. Ya pasó... no es nada.
Desde entonces, Felicitas observó en el doctor una reserva y cierto malhumor á que no estaba acostumbrada. Muchas veces le rogó volviera á mostrarle el lindo aparatito, mas fueron inútiles sus ruegos. La negativa de Juan Nepomuceno era siempre categórica y terminante.
—Me ha defraudado, decía; los resultados son completamente contrarios á los que yo esperaba. Creí trabajar por mi felicidad al mismo tiempo que por la gloria de mi nombre, y sólo he conseguido matar mis ilusiones y hacerme desgraciado.
—Si así es—replicaba Felicitas—rompe ese aparato. Los más prodigiosos inventos no valen lo que vale una ilusión, lo que vale la alegría de la vida... Eómpelo... rómpelo...
Agua vi va clavó en los ojos de su Beatriz una larga mirada de ansiedad y de ternura, y quedóse meditando en silencio. Felicitas decía la verdad. Locura es la ciencia, si la ciencia no sirve para hacernos más dichosos, confiados y alegres.
Juan Nepomuceno no vaciló ya: tomó en sus manos la prodigiosa cajita, abrió la ventana que miraba al mar, y con toda su fuerza la arrojó lejos, muy lejos, al fondo del Océano para que fuera juguete de las olas.
Luego volvió á cerrar la ventana, y fue ó sentarse al lado de Felicitas que tenía abierto sobre las rodillas un libro titulado: Amor y dicha son ciegos.
…Et cum spiritu tuo
En la pobre iglesia parroquial se respira un ambiente de misticismo que hace inclinar las frentes al suelo y pone en los labios silabeos de dulce plegaria.
Be pie, delante del altar, el anciano sacerdote ha dado comienzo al santo sacrificio de la misa, que oyen solamente el monaguillo y seis ú ocho viejecicas, arrodilladas sobre el duro suelo. Be hombres, ni uno sólo. Los azares de la guerra y el continuo ir y venir con las armas al hombro, preparados siempre á rechazar cualquiera agresión ó acometida de las fuerzas contrarias, los tiene ó todos, jóvenes y viejos, alejados del pueblo, sin dejarles tiempo para asistir á la santa misa, como en los días de tranquilidad y sosiego tienen costumbre de hacerlo antes de marchar al trabajo. El celoso párroco lamenta esta ausencia y pide á Dios que, cuanto antes, pasen los malos tiempos y pueda verse acompañado de sus buenos feligreses en el templo.
Un brillante rayo de sol, que por el alto ventanal penetra, sube lamiendo las doradas columnas del retablo, en cuyo centro, sonriente y graciosa, destaca la bella imagen de un San Juan Bautista con el blanco Cordero á su lado.
Fuera, en el frondoso y opulento nogal plantado á la entrada de la iglesia, los pajarillos pían alegremente, y sus gorgeos se confunden con la voz algo temblona del celebrante que, inclinada la cabeza, murmura el humilde Confiteor.
Las buenas viejecicas repiten con el sacerdote el mea culpa, dándose recios golpes en el pecho. En los ojos de algunas de ellas hay lágrimas de compunción sincera. Una paz solemne domina en el sagrado recinto, se cierne impalpable sobre el fondo de las calladas capillas solitarias, pone expresión de extática sonrisa en el rostro de los humildes santos de madera y penetra en el corazón de los devotos fieles.
La mañana es tibia, otoñal, serena. El buen cura ha madrugado para decir su misa, temeroso de no poder celebrarla más tarde, si, como se le anunció la noche anterior, el ejército liberal que desde algunos días ronda por los alrededores de la montaña, invade el pueblo y lo ocupa militarmente como otras veces ha sucedido.
Acabados los Kyries y el Gloria, que ha recitado lentamente, solemnemente, el viejo sacerdote se vuelve de cara al pueblo, abre de par en par sus brazos, formando una hermosa cruz viviente, y dice el Dominus vobiscum, majestuoso, sublime. Las hondas arrugas de su cara se iluminan con el rayo de sol que ciñe á su cabeza como un resplandeciente nimbo de gloria. Diríase un santo de marfil ó de alabastro arrancado de un antiguo mausoleo y animado por un soplo de vida. La blanca casulla que de sus hombros pende, realza su grave y ascética hermosura, dándole aspecto de patriarca del antiguo testamento. Parece un Melquisedec arrugadito y canoso, que inspira confianza y cariño.
Sin embargo, se le ve un poco inquieto. Al pronunciar el Dominus vobiscum, sus miradas se dirigen fijamente hacia la puerta del templo, por la que sigue entrando la confusa y alegre algarabía de los pajarillos escondidos entre la fronda del nogal opulento que, como un eterno centinela, se alza á la puerta del templo. En su frente se adivina una preocupación honda y grave.
Martín, el puntual y fidelísimo sacristán, á quien antes de amanecer ha mandado al pueblo vecino con un aviso urgente para el párroco del mismo, pero con orden severa y terminante de no detenerse en el camino y estar de vuelta antes de comenzar él la misa, no ha aparecido aún, y el buen cura interpreta este retraso y tardanza como malísimo agüero. Por eso cuantas veces se vuelve á dar la paz á los fieles que asisten al santo sacrificio, sus ojos van derechos á la puerta esperando verle aparecer de un momento á otro. Pero Martín no llega, y el anciano párroco siente aumentar su impaciencia á cada instante que pasa.
Un agudo toque de corneta, que de eco en eco repiten los riscos y hondonadas, hace palpitar de emoción todos los corazones en el templo. Las viejecicas interrumpen sus rezos, y, olvidadas de la misa, se precipitan ansiosas á la puerta. El sacerdote hace señas al monaguillo para que salga también á enterarse de lo que ocurre, quedándose él solo en el altar, interrumpidos los sagrados misterios.
Abajo, en el valle, suenan descargas de fusilería y gritos de combate. Los momentos son de suprema angustia. El ministro del Señor, vacilante entre suspender la misa y desnudarse allí de los ornamentos sagrados para correr en auxilio de los heridos y moribundos, decide, por fin, no retirarse del altar hasta sumir las sagradas especies. Sus labios murmuran temblorosos una breve plegaria, y con las manos cruzadas sobre el pecho como un serafín, y los ojos clavados en la sagrada hostia, espera la vuelta del chico que le ayuda á misa.
Pasan cinco minutos, diez, un cuarto de hora... El ruido de las descargas se va haciendo más lento y más lejano, hasta cesar completamente. Los pajarillos han enmudecido, alejándose del nogal al oír los primeros terribles disparos anunciadores de la muerte en la solemne paz de la mañana. Un silencio lúgubre, imponente, reina ahora dentro y fuera del templo.
El sacerdote se vuelve, por centésima vez, á mirar á la puerta, y ve asomar en el dintel cuatro hombres robustos, sombríos y cabizbajos, que, cubiertas las cabezas con boinas, traen entre sus brazos un herido, un moribundo. Detrás de ellos viene el monaguillo, y detrás del monaguillo las viejecicas que oían la santa misa.
Los cuatro guerrilleros penetran resueltamente en la iglesia, y siu descubrirse, sin hacer sobre sus frentes la señal de la cruz, sin mojar siquiera la punta de los dedos en el agua bendita de la pila, avanzan hacia el presbiterio, depositan en el suelo al herido, arrodíllense á su alrededor y se limpian el sudor que, en gruesas gotas, corre por sus frentes ennegrecidas con el humo de la pólvora.
Ni una voz, ni una queja, ni un ay del moribundo. El cura lo mira atentamente y reconoce á Martín, el devoto y fidelísimo sacristán que tiene la cara llena de sangre y los ojos cerrados. Sin duda es ya cadáver.
—¿Está muerto?—pregunta el párroco con acento velado por la emoción.
—Herido lo recogimos en el campo—contesta uno de los guerrilleros. Una bala le alcanzó al pasar, y de sus labios no han salido más que estas palabras: Á la iglesia... llevadme á la iglesia... tengo que ayudar á misa... se lo he prometido al señor cura al salir del pueblo.
—¡Pobre Martín!—murmura el sacerdote con un suspiro. Y después de absolverle sub conditione, le llama por su nombre, coge entre las suyas su mano fría como el granizo y le limpia con el pañuelo la frente toda manchada de sangre.
El pobre sacristán no da señal alguna de vida. El anciano párroco se retira á la sacristía, sustituye la blanca casulla por otra negra, y á los pocos momentos vuelve á presentarse en el altar para proseguir la misa; misa de requiem, misa de funeral por el pobre Martín oscuramente muerto.
Dominus vobiscum—dice el cura, volviéndose por última vez hacia los fieles.
El monaguillo se ha ausentado del altar por un momento. Los guerrilleros, con los ojos todavía medio cegados por la luz del sol y los fogonazos de la pólvora y los oídos sordos por el estruendo del combate, ni ven ni oyen al sacerdote, el cual se queda un instante aguardando en silencio la respuesta á su evangélica salutación.
Y en el misterio de aquella escena lúgubre y triste, óyese, al fin, la voz de Martín, el sacristán, que contesta: Et cum spiritu tuo...
Es su despedida final; con esa frase ha rendido su postrer aliento. Su cabeza, ensangrentada y deshecha, reposa sobre el duro suelo. Por el rostro de los cuatro hombres corren gruesas lágrimas. En los viejos santos de madera, de pie en las doradas hornacinas de los altares, florece un ensueño de extática inmovilidad y pureza. Los rayos del sol signen penetrando por el alto ventanal de la iglesia y ponen una aureola de gloria en los blancos cabellos del sacerdote.
—Bienaventurados los que mueren en el Señor—exclama el párroco rociando con agua bendita el cadáver del infortunado sacristán.
—Amén—contestan todos en el templo.
Memorias de un gorrión
Yo nací no sé cuando; por consiguiente, ignoro la edad que tengo, aunque juzgando por las cosas que he visto y me han pasado, me figuro que debo llevar ya algunos años en el mundo. Mas si no puedo precisar la fecha exacta ni siquiera aproximada de mi nacimiento, en cambio, me es sumamente fácil el recordar el sitio en que por vez primera abrí mis ojos á la luz del sol.
Fué en las ruinas de un antiguo convento. Allí en una tapia oscura, revestida de verde hiedra, en el profundo hueco de dos carcomidos sillares, colocaron mis padres el nido de sus amores y vieron crecer su prole, nada escasa por cierto, pues éramos seis los gorrioncillos que aquellos abrigaban con el calor de sus alas, y á cuya subsistencia atendían con amoroso anhelo.
Gracias á que la campiña en donde las venerables ruinas se alzaban era harto fértil, y poco tenían que fatigarse nuestros progenitores para encontrar el alimento que en su pico nos traían y nosotros devorábamos con singular apetito alargando nuestros cuellos y sacando fuera del nido nuestras menudas cabecitas.
En los ratos dé ocio, cuando nuestros buches estaban bien repletos, acurrucaditos en el fondo de la redonda cuna recibiendo las suaves caricias del sol, nuestro padre, que era todo un señor gorrión, orondo y de mucho talento, solía entretenernos refiriéndonos largamente la historia y vicisitudes de aquel lugar, en donde por gracia y voluntad de Dios nos había tocado nacer.
—¿Veis—nos decía—estas paredes mudas, abandonadas y ruinosas?... Un tiempo fueron morada de santos religiosos y templo donde continuamente resonaba el eco de las divinas alabanzas. ¡Aun podéis percibir el aroma del incienso, de que estas piedras quedaron impregnadas y que los vientos y las lluvias no han llegado á borrar completamente! Aquí nací yo también. Á la sombra del gentil campanario discurrieron mis primeros días, felices y tranquilos. Aquellos hombres de blancos hábitos y ascética mirada, que aquí tenían su habitación, jamás pensaron en hacernos mal, antes al contrario, nos querían y regalaban. ¡Cuántas veces en los días de riguroso invierno, cuando el frío apretaba de recio y el paisaje aparecía envuelto en espesa capa de nieve, salían ellos á echarnos las migajas de pan de su mesa, á acariciarnos y bendecirnos!
Eran muy buenos aquellos hombres. Á nosotros, los pajarillos de Dios, nos miraban como á hermanos suyos. ¡Lástima que no estuvieran aquí siempre!... Veréis lo que sucedió. Un día, turbas de gente vociferadora y airada pusieron fuego al convento, arrancaron la torre, destruyeron las celdas y redujeron el templo á lo que hoy es, á un montón de ruinas y de escombros.
Ignoro lo que fué de los hombres de blancos hábitos y ascética mirada. Ante el horrible estrépito y confusión de aquel día la nube de pintados pajarillos que á la sombra de los sagrados muros vivíamos, huimos amedrentados en busca de parajes más sosegados y seguros. Cuando volvimos creyendo que íbamos á encontrar la dulce paz de los antiguos tiempos, todo había cambiado. Un silencio de muerte y una imponente soledad reinaban en estos lugares, por los que, asoladora y terrible, había pasado la ira de los hombres. Ya no había ni torre ni campanas. El órgano, cuyos dulces acentos nos inspiraban á nosotros el tema de nuestros dulces píos, gorgeos y canciones, estaba mudo para siempre. ¡Cuánta desolación! ¡cuánta tristeza!
Nosotros escuchábamos las palabras de nuestro padre con religiosa atención y sentíamos como un vago estremecimiento de terror, que nos hacía apretarnos un poco más los unos contra los otros en el nido.
Otras veces, mi padre, hablándonos muy bajito al oído, nos daba sabias y prudentes lecciones acerca de cómo debíamos conducirnos cuando fuéramos mayorcitos y saliéramos por el mundo, á fln de no exponernos á serios disgustos y peligros.
—Hijitos míos muy amados—nos decía—huid de los hombres y evitad con gran empeño esos armatostes pulidos y brillantes que despiden el plomo y el fuego. En los campos la vida es más segura, agradable y tranquila. No se os ocurra jamás tender el vuelo lejos de aquí ni acercaros á las ciudades, donde no tendréis ni alimento ni cama, sino escasez, sobresaltos y peligros sin cuento. ¿Me prometéis hacerlo así?...
—Sí, sí, sí....:—respondíamos nosotros con chillona algarabía. Mi padre entonces nos besaba uno á uno y se iba á traernos nueva comida.
De este modo fuimos creciendo mis herm ani tos y yo, alegres como unas pascuas, y regalados como unos príncipes. La fina pelusa que en un principio cubría nuestros cuerpecillos, íbase convirtiendo en hermosas plumas, y nuestras alas se alargaban y fortalecían de continuo. Nuestros padres nos ensayaban ya en el vuelo, y una vez nos sacaron fuera del nido. ¡Qué emoción y alegría la nuestra al sentirnos en el aire devorando con nuestros ojos el azul espacio, la verde campiña, los dilatados horizontes! Aquella noche, ni mis hermanitos ni yo pudimos pegar los ojos, aguardando con impaciencia ver de nuevo la luz del sol, para repetir el ensayo de la víspera.
Recuerdo que, por la mañana, muy temprano, Fridichs, que era el menor, se encaró conmigo y, muy ufano, me dijo: ¿A que no te atreves á hacer hoy lo que yo haga?
—¿Qué piensas hacer, Fridichs?—le dije un poquillo intrigado y curioso.
—¿Qué? Llegar volando hasta aquel frondoso nogal que está junto al río. ¿Te atreves tú, Pichirri?
—¡Pues no he de atreverme, infeliz!—le contesté con arrogancia, dirigiéndole una mirada de desdeñosa compasión.
Dicho y hecho. Sin pedir permiso á nadie, aprovechando unos instantes en que mis padres habían dejado el nido para ir á buscarnos qué comer, me encaramé en el borde de la cuna, y de un vuelo me planté en la copa del árbol. Mi hermanito quiso hacer otro tanto, pero ¡ay! flaquearon sus alas y cayó al suelo, piando lastimosamente, más que de dolor, acaso, de vergüenza y rabia.
A sus tristes y prolongados píos, acudieron mis padres, llenos de turbación y angustia, y tomándole por las patitas, le volvieron al nido. ¡Y que no fué regaño el que se ganó el pobrecillo!
Por fin, y para no alargar demasiado esta historia, llegó un día en que los seis chilloncillos abandonamos los patrios lares para no regresar más á ellos. Desconozco el rumbo que siguieron mis hermanos. Sólo puedo decir que yo, satisfecho y orgulloso de verme ya independiente, libre y dueño absoluto de mis propias acciones, marché á confundirme con una numerosa pandilla de alegres compañeros que, en unas huertas próximas habían plantado sus reales.
Allí se vivía bien, ¡vaya si se vivía! Las ricas frutas de los árboles, las doradas mieses de los campos, las limpias aguas de los cristalinos arroyos... todo era nuestro! ¡Qué tranquilidad! ¡qué abundancia! ¡qué vida regalona y descansada! ¡Así estábamos nosotros de gordos y lucidos!
¿Cómo pudimos llegar á cansarnos de tanto bien y desear cambio alguno en nuestro género de existencia? ¡Veleidades de la familia gorrionil, sólo comparables á las de la humana familia!.. No recuerdo cómo ni de quién partió la malhadada idea. Ello es, que una templada mañanita de Abril, á la hora en que los alegres rayos del sol ponían un beso de oro en las altas copas de los árboles en que solíamos recogernos á descansar, entre la alada tropa de campesinos gorriones inicióse un movimiento y estrepitoso bullicio que no pudieron menos de excitar vivamente mi curiosidad.
—¿Qué ocurre?—pregunté á un gorrión cilio chillador, novicio como yo en los azares de la vida, que en una rama próxima á la en que yo me hallaba, esponjábase alegremente á las suaves caricias del sol abrileño.
—No lo sé—me contestó dando un saltito y viniendo á posarse junto á mí. Parece que algunos de nuestros hermanos y compañeros, hartos y de sol y de rocíos, de soledad y de campiña, tratan de emigrar á otras regiones, deseosos de ver tierras y gozar impresiones nuevas.
—¡Locura!—exclamé yo resueltamente. ¿Dónde hemos de estar mejor que aquí, donde nada nos falta ni turba nuestra dicha?
—¡Miren quién habló!—gritó entonces sobre nuestras cabezas un gorrionazo machucho y viejo! Apenas si ha dejado el cascarón y ya se las echa de Séneca, sesudo y grave!
—¡Que se calle ese pitusín, cara de don nadie!—chilló otro gorrión.
—¡Fuera el boquirrubio insolente!—añadió otro.
—Fuera, fuera... que se calle... piaron cién gorriones á mi alrededor, sacudiéndome con el golpe de sus alas.
Yo me quedé sin saber lo que me pasaba y muy arrepentido de haber abierto el pico.
—Que hable Tripetón—dijo uno de los gorriones.
—Sí, sí, que hable—repitieron todos á coro, viniendo á formar círculo alrededor del gorrionazo aquel que primeramente me zahirió con sus cuchufletas y mortificantes sátiras.
—Compañeros—comenzó diciendo con voz ahuecada y petulante—yo he corrido mundo y puedo deciros algo que vosotros ignoráis completamente. No hace mucho tiempo, en una de mis frecuentes y largas correrías, pasé por encima de una gran ciudad, y no pude menos de detenerme á contemplar las maravillas y grandezas que allí se encierran. ¡Si vierais la amplitud de aquellas calles, la altura de aquellas torres, la elegancia de aquellas gentes, la alegría de aquellos paseos, la magnificencia de aquellas casas, de seguro que os quedábais embobados! Creedme, compañeros—prosiguió el orador contoneándose, insolentemente, al observar el efecto que sus palabras causaban en el alado auditorio—si no hubiera sido por venir á traeros tan faustas nuevas, no volvéis á verme más el pelo, digo las plumas, por aquí. Pero yo no soy egoísta, bien lo sabéis; me intereso por vosotros tanto como por mí mismo, y sin dejarme dominar por el vértigo de mi propia felicidad, me acordé de los que por estos miserables andurriales habíais quedado esclavos de vuestra rústica simplicidad, y me dije: voy á invitarles á que me sigan: que sepan, á lo menos, lo bueno que hay en el mundo. Conque, ¿estáis decididos á volar conmigo?
—Sí, sí... respondieron todos con frenético entusiasmo.
—Bueno prosiguió el pequeño Demóstenes, bípedo y con cola—pongamos el asunto á votación para proceder con toda legalidad y orden.
—¿Es así como lo hacen los hombres, ciudadanos?—interrogó una vocecilla infantil.
—Es la última palabra del humano progreso. La mitad más uno de los votos, es la que decide siempre—contestó muy ufano el orador encaramándose en la punta de una rama y mirándome á mí con ojos de desafío.
—A votar... á votar...—chillaron los gorriones.
La unanimidad de pareceres fué completa. Yo mismo, intimidado por la arrogante mirada del leader de aquella mayoría imponente, emití mi sufragio favorable al proyecto de la emigración y terminado el meeting, batimos nuestras alas y nos pusimos en marcha.
Algo fatigadillos y cansados llegamos á la ciudad. Anochecía. De los altos campanarios subía á los cielos y descendía sobre la tierra una lluvia de sonidos lentos, vibrantes, melancólicos, que parecían una invocación y una plegaria. Abajo, á lo largo de las calles, brillaba un reguero de luces que ahuyentaban las tinieblas y daban á la ciudad aspecto de día claro y diáfano.
Jamás habíamos visto nada semejante. Hasta la altura del tejado, verdinegro y sombrío, en el que habíamos detenido nuestro vuelo, llegaban rumores de gritos y canciones, de frases entrecortadas y músicas callejeras que nos hacían estremecernos de júbilo. ¡Qué diferencia entre nuestra vida pasada y la que allí nos aguardaba! Nuestro insigne conductor y caudillo estaba en lo cierto. La gran familia gorrionil le debía un voto de gracias. Yo mismo lo propondría así que el nuevo día amaneciera. Nuestro reconocimiento á aquel Moisés que acababa de sacarnos del Egipto de nuestra oscuridad y rutinaria vida, llevándonos á la tierra de promisión de nuestros ensueños, debía hacerse notorio y público.
Pasamos la noche sin novedad. Creo que la emoción y el contento no nos dejaron á ninguno conciliar el sueño. Sin embargo, el silencio fué absoluto: nadie se movió ni abrió el pico en toda la noche.
Al amanecer, los mismos sonidos metálicos y sonoros de la víspera, vinieron á herir nuestros oídos. En bandada dejamos el tejado hospitalario, primer albergue y refugio de los desconocidos inmigrantes, y de un vuelo nos plantamos en la torre de la vecina iglesia.
De allí bajamos á las cornisas inferiores, y sin pizca de reverencia, nos paseamos por los hombros y cabezas de unos grandes santos de piedra que, inmóviles, á la puerta del templo, leían y leían en unos libros, de piedra también, que en sus manos tenían abiertos. Por fin, descendimos al arroyo, y sin separarnos mucho unos de otros, comenzamos á buscar entre los adoquines del pavimento, algo que nos sirviera de desayuno, que harta falta nos hacía, puesto que, desde la mañana anterior, no había entrado la gracia de Dios en nuestros desfallecidos estómagos.
Pronto nos convencimos de que habíamos equivocado el camino. La calle estaba limpia como una patena. Diez ó doce hombres, de largas escobas armados, encargábanse de hacer desaparecer hasta la señal de cualquier cosa en que nosotros pudiéramos solazarnos, ó, al menos, entretener el hambre.
—¡Mal empezamos!—dije yo para mi capote.—Me parece que esto dista mucho de ser Jauja!...
Debo advertir que, afortunadamente, lo del voto de gracias se me había quedado en el cuerpo.
Por indicación de nuestro guía, de allí nos fuimos volando á una gran plaza llena de árboles, los cuales daban sombra á multitud de bancos de madera, ocupados por un sinnúmero de bribonzuelos que en ellos pasaban la noche, y, por lo visto, estaban tan ayunos como nosotros. Digo esto, porque tan pronto como aquella desarrapada turba de mozalbetes oyeron nuestros alegres píos, pusiéronse en pie y la emprendieron á pedradas con nosotros. Una de las piedras alcanzó á un lindo gorrioncillo, hiriéndole en el vientre y derribándole en tierra. ¡Pobre compañero! ¡pobre Gidelín! ¡Con qué profundo horror y lástima te contemplamos, desde los aires, en manos de aquellos desalmados y crueles Nerones que, con un fuerte golpe contra las piedras del pavimento, acabaron con tu alegre y venturosa existencia!...
Sobrecogidos y temblorosos, nos refugiamos en el primer tejado que al paso encontramos, y, mudos de terror, permanecimos sin saber qué hacer. Pasó una hora... dos... La ciudad se animaba por momentos, y todas las calles íbanse llenando de gente y de rumores. Nuestra hambre aumentaba al par de aquella animación y bullicio de la ciudad. Uno de los gorriones volvió atrás la cabeza, y en el alféizar de una ventana abierta que daba al tejado, vió un apetitoso mendrugo de pan. ¡Oh, momento de satisfacción y alegría! Todos nos lanzamos á él, y, á picotazo limpio, nos lo disputamos con verdadera furia. Debo confesar que no fui yo de los que peor librados salieron en el reparto del improvisado botín.
Las increpaciones, los insultos, los gritos de amenaza, las quejas y riñas, fueron la natural y obligada secuela de aquel reparto, en el que el egoísmo brutal se impuso á todo generoso sentimiento, y la astucia y la fuerza hicieron las veces del compañerismo y la justicia. Lo mismo he oído decir que acontece, generalmente, entre los hombres.
—Haya paz—gritó nuestro jefe—viendo el mal sesgo que las cosas tomaban.—Haya paz, que á nadie le faltará su ración, ¿Veis allá dentro, detrás de la ventana, una mesa cubierta con blanco mantel? Ó mucho me engaño, ó lo que sobre ella veo es un hermoso pan que nos está brindando con el más espléndido y abundante festín que jamás soñar pudieron nuestros desfallecidos estómagos. No hay nadie en la habitación... venid... todos adentro.
Y de un vuelo, grandes y chicos, jóvenes y viejos, nos metimos por la oscura boca de aquella abierta ventana, que era como la entrada de un soñado paraíso. ¡Nunca lo hubiéramos hecho! Así que todo el regocijado bando de gorriones estuvo dentro, la ventana se cerró con estrépito detrás de nosotros, y una mujer y un hombre empezaron á darnos caza, alborotando de alegría. ¡Allí fué Troya! ¡qué confusión en el cuarto! ¡qué tropezamos, los unos con los otros, en el aire, huyendo de aquellas manos que, sin piedad, nos perseguían! ¡qué ruido de alas y qué sentidos lamentos!
De pronto, no sé cómo, al pasar por junto á la ventana con aturdido vuelo, veo una rendija en el techo, meto por ella mi desmedrado cnerpecillo y ¡zás!salgo al tejado... ¡libre, salvo, con vida! Sin pararme un momento ni dar paz á mis alas, sigo volando, volando por encima de tejados y chimeneas hasta verme lejos de la ciudad, en medio de la amplia y soleada campiña. En un árbol que, solitario y frondoso, se alzaba en la llanura, me detuve á descansar breves momentos, y pensando en la triste suerte de mis compañeros que, acaso, á aquella hora, se hallarían ya en el fondo de una cazuela, sudando grasa por todos los poros de sus cuerpos, volví á emprender mi viaje dirigiendo el rumbo á las severas y hospitalarias ruinas donde vi la luz primera, y donde, risueños y tranquilos, deslizáronse los días de mi infancia.
¡Cuánto me acordaba de los sabios consejos y prudentes lecciones de mi buen padre! ¡Ojalá que siempre los hubiera tenido muy presentes en la memoria! ¿Sabrán mis hijos, si un día llego á tenerlos, aprovecharse de mi experiencia?.. ¡Dios lo quiera! Para ellos, principalmente, escribo estos renglones, mojando la más larga y lustrosa de mis plumas en el zumo rojizo de las moras de esa morera magnífica que, plantada, acaso, por aquellos hombres de blancos hábitos y ascética mirada que conoció mi padre, ha sobrevivido á todas las catástrofes, y ahí está cubriendo, con su sombra benéfica, á esos pobres santos de piedra derribados por el suelo, y tan mutilados, tan maltrechos, que difícilmente los reconociera ni el mismo Papa que los canonizó.»
Hombres de antaño
¡Eh! Colasa, sácame la chaqueta de paño y los calzones nuevos... no se te la faja de seda y el sombrero de castor de los días de fiesta... tráeme las inedias blancas que están por estrenar... Ven, ayúdame á atar los lazos de las alpargatas... ¡Recorneta! Mira que es calamidad no poder valerse uno ni aun para los más sencillos menesteres por falta del brazo que más se necesita para todo...
—¿Pues no te has pasado la vida diciendo que yo era tu brazo derecho?—observó la mujer que parecía participar del buen humor y alegría de su marido.
—Sí que te lo he dicho, y nunca con más verdad que ahora. ¡Figúrate lo que liaría yo sin tí!... Pero ¿en qué estás pensando, mujer, que no me has sacado el chaleco bordado que hace rato te he pedido?
La tía Colasa, que desde hacía media hora no paraba de ir y venir de un lado para otro, revolviendo ropas, abriendo y cerrando cajones, dando unos puntos de aguja á una camisa, estirando un poco los calzones llenos de arrugas y ayudando á su marido á vestir las antiguas pero bien conservadas prendas de su indumentaria, presentóse trayendo en sus manos el chaleco de rameadas flores de seda que desde hacía años dormía en el fondo del arcén, aguardando una ocasión solemne para salir de las oscuras profundidades en que la dueña le tenía sepultado, y lucir al sol los primores de sus artísticos y chillones bordados.
—¿Sabes que pareces un novio?—dijo la tía Colasa mirando con ojos de satisfacción y orgullo á su marido, ya emperegilado y peripuesto como si se preparara para ir á bodas.
—Un novio manco y viejo, con más achaques y alifafes que burro de gitano—replicó el tío Antón con jovial acento. ¡Recorneta! ¡Nuestros chicos si que estarían hoy hechos unos novios bien reguapos y tiesos!... ¡Que no vivieran para ver este día y ser la gloria de todos los ojos!...
Al recuerdo de los pobres mozos, gloriosamente muertos en las calles de Zaragoza en defensa de su religión, de su patria y de su rey, el rostro del buen hombre nublóse repentinamente y á los ojos de la mujer asomaron dos lágrimas como puños, que se dió prisa á enjugar con el revés de la mano.
—Pero ¡qué! Bien están donde están—añadió el tío Antón, reponiéndose al momento. ¿Qué mayor dicha podía caberles en este mundo que dar la vida por su Dios, por su España y por su amado rey Fernando VII? ¡Y poco que se alegrará éste cuando de mis labios oiga los rasgos de valor y la heroica muerte de nuestros dos hijos enfrente de las columnas francesas que amenazaban rebasar la línea del Coso y desparramarse por toda la ciudad!
—¿Y vas á atreverte á decirle todo eso al rey?—preguntó la mujer, asustada ante la idea de que su Antón podía tener la audacia de ponerse delante del monarca y dirigirle la palabra.
—¿Pues no he de atreverme, recorneta?—contestó el inválido anciano resueltamente. ¿A qué otra cosa viene nuestro rey á Zaragoza sino á ver por sus propios ojos las ruinas de la ciudad, que por él ha quedado reducida á escombros, á oír el relato de las hazañas que hemos realizado, á conversar con todos sus hijos que por su amor nos hemos sacrificado, á repartir mercedes y beneficios entre todos los que por él nos hemos quedado en la miseria?
—Dices bien, Antón. El corazón de nuestro amado rey no podrá menos de conmoverse á la vista de tanta desgracia. Creo que yo misma, si al paso lo encontrara en la calle, ningún reparo había de tener en pararlo y decirle:—Mire, señor, los dos hijos que Dios me concedió, los dos murieron defendiendo su trono contra los franceses que querían arrebatárselo. Y ¡qué hijos, señor, qué hijos! Altos como torres, alegres como unas castañuelas, guapos como dos soles...
—Ea, quédate con Dios, Colasa; que va llegando la hora, y no quiero ser de los últimos que vean la cara de nuestro rey—la interrumpió el marido.
—Anda con Dios, hombre... ¡Ah! si hablas con el rey, como dices, sobre todo que no se te olvide lo que te he dicho. Un destinino, un pedazo de huerta, una plaza de portero en alguna casa grande nos vendría de perlas para poder acabar nuestra vejez tranquilamente. Que no se te olvide...
—Descuida, mujer, que no me volveré á casa con las manos vacías.
Y, saltando de dos en dos los escalones, el tío Antón traspuso el umbral de su pobre casa y salió á la calle, encaminando sus pasos hacia la taberna de la esquina á fin de prepararse para las fuertes emociones del día, echándose al cuerpo una buena copa de aguardiente.
De la puerta casi no pudo pasar; tantos eran los parroquianos, labradores en su mayor parte, que, vestidos con sus mejores ropas domingueras, llenaban el reducido espacio de la taberna, animándola con el ruido de sus amenas conversaciones, risas y chistes. La alegría y el entusiasmo se reflejaban en todos los rostros, y un sólo nombre llenaba todas las bocas: ¡Fernando VII!
En la calle la animación era igualmente extraordinaria. Caballeros en poderosas mulas, vistosamente enjaezadas, ó á pie y con la repleta alforja al hombro, multitud de hombres de toda edad y condición, ricos y pobres, jóvenes y viejos, llegaban de los pueblos vecinos en procesión interminable, ansiosos de presenciar la entrada del rey en Zaragoza, á su vuelta de la emigración, y de vitorearle y aclamarle y bendecirle con los entusiastas gritos de sus gargantas, como seis años antes le bendijeran y aclamaran y vitorearan con la ronca voz de sus trabucos y escopetas en medio de las calles de la ciudad invadida por las tropas de Napoleón.
Y á lo largo de las calles y en los patios de las posadas y á las puertas de las tabernas, todos aquellos hombres reconocíanse como viejos camaradas y se abrazaban como hermanos, recordando los días en que juntos se habían batido bravamente y soportado los rigores del hambre, de la epidemia y del fuego enemigo.
La mañana, por otra parte, convidaba ó la expansión y la alegría. El sol de los primeros días primaverales derramaba sus dulces rayos sobre las engalanadas calles y parecía asociarse al universal regocijo de las gentes, encuadrando como en radiante marco de oro á la heroica y altiva reina del Ebro.
Eran ya cerca de las once y el pueblo en oleadas inmensas
precipitábase por todas las calles y avenidas que hacia el puente de
piedra conducen, dirigiéndose carretera de Barcelona adelante.
Allá iba también el tío Antón, satisfecho, locuaz y risueño como nunca. Aquello era una peregrinación. Los saludos, los gritos, las risas cruzábanse en todas direcciones.
Caballero en brioso corcel, rodeado de paisanos, aclamado por miles de voces, el insigne Palafox, el ídolo del pueblo zaragozano, el Scipión aragonés, el nuevo «rayo de Marte», como en altisonantes versos rezaba la inscripción que debajo de su retrato figuraba aquel día en la fachada de la casa de la condesa de Bureta, avanzaba lentamente entre la compacta muchedumbre, repartiendo saludos y sonrisas á aquel público que tantas veces le aclamara en medio de los combates y cuyos aplausos y entusiasmo sostuviéranle en las horas de prueba y de peligro.
Junto al puente del Gállego, la confusión y el bullicio eran indescriptibles.
Figuraban en primer término los escopeteros, paisanos y doncellas con su carro triunfal.
Venían luego los danzantes, ricamente encintados y compuestos, que entretenían el rato de espera arreglando los laureles y palmas flotantes que adornaban su carro y el viento descomponía.
Unos esparcían follaje por el suelo, alfombrándolo con yerbas de olor y florecillas silvestres; otros, sin poder contener el entusiasmo, atronaban los aires con estos gritos: ¡Ya somos dichosos! ¡Viva Fernando VII!...
Los de más allá hacían sonar panderos y zambombas en medio de la ensordecedora gritería que de todas partes se alzaba.
Era cerca del mediodía cuando los que formaban la avanzada divisaron á lo lejos el coche que á los regios viajeros conducía.
La noticia cundió como reguero de pólvora por el apiñado público, levantando tempestades de gritos en todos los pechos y gargantas.
El llanto y la risa confundíanse en la mayor parte de los rostros.
Al llegar al extremo del citado puente, el rey, el infante, el duque de San Carlos y Palafox echaron pie á tierra y pasaron á ocupar el coche al efecto preparado, sobre el que flotaban la simbólica palma, la oliva y el laurel, y cuyos varales eran tirados por forzudos labradores, precedidos en torno de veinticuatro doncellas, elegidas entre las más hermosas, las cuales con las cintas atadas al carro hacían ademán de conducirlo.
Bajo las suaves caricias del hermoso sol abrileño, la regocijada comitiva pudo llegar muy despacio á la entrada del puente de piedra, donde, entre el tronar de los cañones, el voltear de las campanas de las iglesias y conventos, el relinchar de los caballos y el gritar de las gentes, era imposible entenderse ni dar un paso.
El tío Antón trató de aprovechar aquella parada para llegar á fuerza de empujones y codazos hasta el carro que ocupaba Fernando VII; pero en el momento en que ya se creía seguro de su dicha, el carro se puso en marcha otra vez, lainmensa oleada de gente le cerró el paso, y el pobre inválido vió por centésima vez desvanecida su esperanza.
Junto á la Puerta Quemada el señor mariscal de campo, comandante general del Bajo Aragón, don Juan Creagli y Baci presentó al monarca las llaves de la ciudad en rica bandeja de oro.
Fernando VII las tomó en sus manos con una benévola sonrisa, y el carro siguió su marcha por la espaciosa calle del Coso. Todas las ruinas que á un lado y otro de la amplia vía se alzaban, veíanse coronadas de gente.
Hombres y mujeres, viejos y niños encaramábanse en lo más alto de los imponentes montones de escombros para poder más á su gusto contemplar la faz del rey deseado.
Por fin, llegaron frente á la casa del conde de Bástago, donde el monarca tenía preparado su alojamiento. Ricos damascos, follajes, retratos, escudos y faroles decoraban la fachada.
Los regios huéspedes descendieron del carro, y por entre la apiñada muchedumbre, que no se cansaba de prorrumpir en vivas y aclamaciones, penetraron en la aristocrática morada del conde.
Poco á poco los millares y millares de hombres y mujeres que
desde el puente Gállego habían venido siguiendo al monarca, Riéronse
disolviendo y desparramándose por las calles próximas, á fin de reponer
sus estómagos y cobrar bríos para los festejos que por la tarde iban á
celebrarse.
En los alrededores de la casa del conde de Sástago quedaron, sin embargo, compactos y numerosos grupos de entusiastas patriotas, los cuales no creían, sin duda, cumplir como buenos si de aquel sitio se alejaban. Uno de ellos era el tío Antón, en quien al deseo de dar como guardia de honor al rey, juntábase la esperanza de hallar así más pronto la ocasión de hablar al monarca.
Un trozo de chorizo, un poco de pan y unos cuantos tragos de bota que un recio mocetón de Cadrete, con quien allí mismo hizo conocimiento y amistad le ofreciera, sirviéronle de comida dándole fuerzas para aguantar á pié firme debajo de los balcones del rey hasta la noche. ¡Y poco que se regocijó el buen hombre con la Mojiganga que por la tarde se representó delante de la casa del conde.
Todas aquellas estrafalarias figuras de astrólogos, herbolarios, pedantes y viejas de todas especies y actitudes, á las que seguían sendas parejas de osos, leones, gatos, tigres, monos, avestruces, ranas, mochuelos y cuantos animales recogiera IToó en su arca-todo ello figurado y muy apropiadamente dispuesto—que pasaban haciendo los más ridículos aspavientos, y tras de los cuales venían las viejas de dos caras, las amas de leche con sus muñecos, á los que daban sopas con grandes cucharas, las maritornes y sacristanes hisopeando á derecha é izquierda, y, por último, el coche desmantelado en el que iba una dama, histriónica belleza á la que hacían aire y limpiaban el sudor dos bobos, regocijaron grandemente al público y hasta pusieron amables sonrisas en los labios de Fernando Vil, que desde uno de los balcones contempló la disparatada farsa.
Con estos y otros parecidos entretenimientos se pasó la tarde y llegó la noche. El tío Antón, que ya comenzaba á impacientarse un poco y sentirse fatigado, sintióse de pronto tocado en la espalda por una mano amiga. Volvió la cabeza, y vió á un caballero que sin preámbulos ni rodeos le dijo:—¿quieres ver de cerca al rey?...
—¿Pues no he de querer, recorneta, si otra cosa no deseo y, para eso me tiene usted plantado en este sitio desde por la mañana?—respondió el inválido bailándole la alegría en los ojos.
—Ven conmigo—ordenó aquél, penetrando en casa del conde de Sástago.
Sin chistar palabra le siguió el tío Antón con la misma emoción é íntimo contento que si en los alcázares de la gloria penetrara, siendo conducido al jardín de la casa que, aunque no muy grande, ofrecía deleitable aspecto con los cenadores, templetes, enramadas y cuadros de follaje que artística mano había dispuesto. Multitud de farolillos de todos los tamaños y colores daban fantástica iluminación al recinto. Embalsamaba el ambiente un suave olor de lilas, violetas y rosas tempranas, y por las floridas sendas discurrían hermosas damas ricamente ataviadas y compuestas que á media voz parecían comunicarse órdenes y trasmitirse alguna consigna.
El tío Antón miraba todo aquello como atontado, sin cesar de escudriñar por todos los extremos y rincones á ver si descubría la figura del monarca.
El personaje que hasta allí le había conducido puso en sus manos una gran hacha de viento y le señaló el puesto que durante la nocturna fiesta debía ocupar en el jardín.
A poco, de entre la espesura de árboles y plantas brotaron los acordes de una dulce música que ejecutaba una célebre sinfonía oriental, cuyas lánguidas armonías se extendían en el aire, trepando por los muros del jardín y colgándose en fugitivas escalas por el verde follaje en el silencio de la plácida noche. Oyóse ruido de balcones y ventanas que se abrían, y á los pocos segundos bacía su entrada en el jardín Fernando VII, acompañado de varios personajes.
Las ilustres y aristocráticas damas que tal fiesta habían organizado salieron al encuentro del rey, el cual se puso á platicar con ellas familiarmente celebrando su invención, ingenio y buen gusto. Al tío Antón no le cabía el gozo en el cuerpo y reventábale por todas las costuras de su bordado y artístico chaleco. Como vulgarmente suele decirse, una se le iba y otra se le venía en sus vivos deseos de acercarse al rey y desembuchar lo que dentro del cuerpo andada escarabajeándole todo el santo día. ¡Recorneta! ¡Perder una ocasión como aquella!... Pero, ¿cómo abandonar su puesto, faltando á la orden recibida, y dejar de contribuir al esplendor y éxito de la fiesta?
Después de los saludos y cortesías de rigor, el monarca rodeado de las nobles damas aquellas, comenzó á pasear por el jardín.
En una de sus vueltas acertó á pasar junto al tío Antón, en quien se fijo un momento, llamándole la atención la falta de uno de los brazos del pobre hombre.
—¿Cómo has perdido el brazo?—le preguntó Fernando VII con cierto aire paternal y bondadoso.
—El brazo y mis dos hijos y toda mi hacienda perdí en defensa de la Patria y de mi rey—contestó el tío Antón atropelladamente con acento trémulo y los ojos empañados en lágrimas.
—Bien, hijo; has cumplido con tu deber como bueno. Yo te felicito de todo corazón...
Y añadió en seguida:—¿Quieres algo ó necesitas alguna cosa?
—Nada, señor... digo sí—respondió el pobre inválido.
—¿Qué es lo que quieres?
—Que vuestra majestad me permita besarle la mano.
Fernando VII le tendió su regia diestra y el tío Antón estampó en ella tan fuertes y sonoros besos que debieron oírse en todo Zaragoza.
Bien entrada ya la noche, el tío Antón regresaba á su casa,
donde, llena de impaciencia, le esperaba su mujer con la cena preparada.
—Y qué, ¿has logrado hablarle al rey?—fué la primer pregunta que la tía Co" lasa dirigió á su marido así que le tuvo delante.
—¿Pues cómo quieres que viniera á casa sin haberle hablado, recorneta?—contestó él con aire de suprema gravedad, desabrochándose el chaleco que le oprimía un poco el pecho.
—¿Y qué te ha dicho, di, qué te ha dicho?
—Como un padre me ha escuchado, y no sólo me ha oído sino que además me ha preguntado si algo quería ó necesitaba.
—¿De veras?—dijo la tía Colasa abriendo unos ojos como platos y dando ya por cosa hecha lo del destinillo de su marido. ¡Virgen santa del Pilar!... Si ya decía yo que nuestro muy amado Fernando era un verdadero padre... Y te ha concedido en el acto lo que le has pedido, ¿no es verdad, Antón?
—Naturalmente, mujer; ¿no había de concedérmelo?
—¡Bendito sea él, y que Dios le dé todas las dichas y prosperidades que yo le deseo! Gracias á su real magnificencia y bondad, ya tenemos con qué pasar nuestra vejez desahogada y tranquila. ¿Es destino ó pensión lo que te ha concedido?
—Ni pensión, ni destino, sino algo que vale mucho más—respondió el tío Antón.
—Pues dime que es lo que te ha otorgado.
—¿Qué? Besar su real mano. Cuatro besos le he dado: uno por tí, otro por mí y otro por cada uno de nuestros dos hijos.
La tía Colasa no supo qué contestar. Volcó sobre una ancha tartera de barro el puchero que junto á la lumbre estaba, en el hogar, y lentamente, silenciosamente, los dos buenos esposos dieron cuenta de las sopas hervidas que constituían su frugalísima cena todas las noches.
Amores tardíos
Se llamaba Juan: tenía alrededor de los setenta años, y llevaba diez en el asilo. De joven sirvió al rey; luego entró de mozo de muías en un mesón, y cuando la edad y los achaques, que son su natural y obligado cortejo, le hicieron inútil para el trajín de la posada, agarró un palo, echó un zurrón sobre su encorvada espalda y fué de pueblo en pueblo y de camino en camino llamando á todas las puertas ó extendiendo su mano á todos los transeúntes en súplica de una limosna por el amor de Dios.
Aquella vida se le hacía insoportable; pero no había otra y era preciso resignarse. En el buen tiempo, cuando el sol calienta la tierra y en las eras se amontona la mies olorosa y dorada, todavía la vida de mendigo podía llevarse. En cualquier lado se encontraba cama y en cualquier lado se tenía á mano el alimento. Harto más difícil y duro se presentaba el problema en invierno, cuando la lluvia y el cierzo azotaban las carnes con recios latigazos de frío, y los campos, despojados de frutos y como muertos, nada ofrecían al paso para calmar la rabiosa hambre que hurgaba el vacío estómago y hasta llegaba á anublar los ojos. Entonces era cuando Juan echaba de menos el vaho caliente de la cuadra, el saco de paja á los pies de las bestias, la sabrosa pitanza, compartida, entre juegos y risas, con otros gañanes, y todos los demás regalos y dulzuras que, durante más de cuarenta años, había gozado hasta el día verdaderamente triste en que el mesonero, viéndole ya torpe y sin fuerzas para el oficio, le dijo poniéndole la mano en el hombro:—Ea, Juan, esto no es ya para tí. Arregla tu atillo y anda á ver si por esos mundos de Dios te buscas ocupación más apropiada á tu edad y tus fuerzas.
Y el pobre hombre, dócil siempre y humilde como la yerba del camino que de todos se deja pisar sin protesta ni queja de ninguna clase, comprendiendo que en el fondo el amo tenía razón y ya de nada servía en la casa, bajó la cabeza, y, con lágrimas en los ojos, se alejó de la posada, menos afortunado que las mismas bestias á las que el amo no negaba un rincón en la cuadra y una mala brazada de yerba cuando la vejez ó la enfermedad las hacía inútiles para el trabajo.
Fortuna fué para él que el cielo le llevara un dia á las puertas del benéfico Asilo, donde las buenas Hermanitas, compadecidas de su triste suerte y viéndole bueno y humilde, le admitieron sin demora. Allí, á lo menos, no faltaba un plato de humeante sopa, ni una limpia camita, donde pasar las noches confortablemente, sin preocupaciones por el mañana incierto y siempre doloroso.
Las religiosas, hábiles en descubrir y aprovechar las aptitudes especiales de sus asilados, destinaron á Juan á guiar la modesta tartanilla en que hacían sus excursiones por los pueblos vecinos cuando la necesidad de recoger limosnas las obligaba á abandonar temporalmente la casa, y de este modo el buen viejo vino á encontrar adecuada ocupación cuando ya se le había declarado inútil.
Sentado en uno de los varales de la tartana, la fusta en la derecha mano y las riendas del manso animal en la izquierda, el modesto auriga se sentía como remozado y dichoso.
Á lo largo de los polvorientos caminos, y mientras las Hermanas, que iban en el interior de la tartanilla, desgranaban entre sus dedos los rosarios ó extasiábanse en silencio mirando la hermosa campiña, el pobre viejo entregábase á sus amorosos pensamientos y cavilaciones, sin poder apartar de sí la imagen de aquella adorada Filis de sesenta años, que todas las mañanas al entrar en la capilla para oír misa parecía mirarle con embeleso y como diciéndple con los ojos: «Venga una miradita, Juan, que aquí está lo bueno y mejor de la casa»...
Y el buen hombre miraba á la vieja, y algo sentía que le escarabajeaba y rebullía en el alma á la vista de aquella cara no del todo fea, apergaminada ni rugosa, de aquellos ojos todavía vivarachos y parlanchines, de aquella pañoleta de cuadros que cubría los hombros, y de toda aquella decadente personilla que tenía su poco de ángel y hasta sus miajas de gentileza y garbo.
A veces, embelesado en estos pensamientos y dulces resquemores, la mula, á su propio impulso é instinto abandonada, daba un tropezón contra las piedras de la carretera ó se torcía hacia la cuneta, y las buenas religiosas desde el fondo de la tartana gritaban: ¡Eh, Juan, que se duerme!... ¿No ve usted que algún día nos va á estrellar contra los árboles del camino?
El hombre entonces volvía de su profundo ensimismamiento, se pasaba la mano por la frente como queriendo arrancar de ella inútiles ó peligrosas cavilaciones, empuñaba con fuerza las riendas, hacía restallar un poco el látigo y á las voces de: ¡arre, Capitana! ¡vuelta á la derecha! ¡siempre adelante! como un general que manda á sus soldados, tornaba á la menguada realidad y á seguir su camino.
Era el del pobre viejo un amor platónico, tanto que ni había
cruzado jamás una palabra con la asilada, objeto de sus pasionales
entusiasmos, ni siquiera sabía su nombre. Así pasaron meses, años...
Un día, de vuelta de uno de sus frecuentes viajes, Juan se encontró de manos á boca á la puerta del Asilo con la anciana que por orden de las monjas había ido á la ciudad á hacer un encargo. La mujer venía algo sofocada: hacía calor y había andado más de prisa de lo que su edad consentía. Los dos viejos se miraron como otras veces, y en el corazón del auriga hubo un arranque de audacia. Había que aprovechar la ocasión.
—Sofocada está usted—le dijo.—¿Viene de muy lejos?
—De la ciudad vengo—respondió ella—y he corrido mucho para llegar á la hora de comer.
—Tendrá usted sed—añadió Juan acercándose un poco á la vieja.
—Más que hambre. El mar me bebería ahora si fuera de agua dulce.
El hombre se echó mano al bolsillo del chaquetón que en invierno y verano llevaba siempre encima, y sacó un pequeño envoltorio de papel.
—Tome usted, para que no beba el agua sola—dijo Juan, poniendo en manos de la mujer una buena pastilla de chocolate que cierta amable señora le regalara en el último pueblo visitado, á cambio de un pequeño servicio que el viejo le prestara.
—No, muchas gracias; guárdeselo para usted, que no le vendrá mal tampoco viniendo de camino como viene—dijo la mujer con estudiada cortesía, aunque con los ojos parecía devorar la golosina.
—Yo no traigo sed—respondió el viejo insistiendo en hacerle aceptar el regalillo.
—Vaya, pues para que no lo tome á desaire, cogeré la mitad...
Y partiendo por medio la pastilla de chocolate se la llevó á la boca, entregando la otra parte á Juan que hizo lo mismo.
—¿Lleva usted mucho tiempo en la casa?—preguntó el viejo, revolviendo en su boca la azucarada pasta.
—Seis años.
—Entró usted poco después que yo entonces. Aquí no se está mal, ¿verdad?
La mujer hizo un mohín significativo, y Juan, cada vez más animado, prosiguió:
—Usted será viuda, me supongo.
—Nunca tuve marido.
—Ni yo mujer.
—Estamos iguales.
—Vea usted por donde podríamos formar pareja.
—¡Hombre de Dios, está usted loco!... ¡A nuestra edad! ¡Y sin tener ni uno ni otro donde caernos muertos, como quien dice!...
Juan no tenía prevista esta observación, y no supo qué contestar.
Lo mismo hubiera sido, porque en aquel momento apareció en lo alto de la escalinata de la entrada la negra silueta de Sor Cecilia, y los dos viejos quedaron como chicos cogidos in fruganti por el maestro en el instante de urdir alguna fechoría.
En los oídos de la mujer quedaron las últimas palabras de Juan, sonando con dulce retintín como una música deliciosa durante todo el día. ¿Cómo había de figurarse ella que la simpatía del viejo llegara hasta el pauto de querer tomarla por mujer? Y bien pensada la cosa, ¿por qué no había de poder celebrarse la boda? ¿Acaso el Señor, al instituir el matrimonio, había dicho que sólo se casaran los jóvenes? ¿Era culpa suya el haber llegado á tan adelantada edad sin que hubiera habido en el mundo un hombre que quisiera llevarla á los altares?
Quedaba únicamente el punto oscuro ¡y tau oscuro! de la pobreza de ambos; pero como el amor, cuando es verdadero y de buena ley, lejos de detenerse en las dificultades ó de ceder ante los obstáculos, se crece con ellos y parece gozar en allanarlos y vencerlos, la entusiasmada vieja no tardó en hallar también la solución al pavoroso problema.
Los servicios que gratuitamente prestaba en el asilo, podía prestarlos igualmente fuera de él, constituyendo una fuente de ingresos y ganancias con que poder ir viviendo.
Bastaba para ello con tener algunas relaciones en la ciudad, y ella las tenía. Algunas buenas y ricas señoras que conocía podían ocuparla en repasar la ropa blanca, hacer mandados y otros domésticos menesteres para los que ella se pintaba sola.
Además de esto, Juan no era ningún desmanotado ni sin sentido. Por algo las religiosas le habían confiado el destino de guiar la tartana y acompañarlas en sus salidas y viajes por los pueblos. Algo podría ganar él también, y así un realito por aquí otro realito por allá, propina de un lado, ganancia de otro, limosna de esta casa, ayuda y protección de la otra, no era difícil reunir lo suficiente para no morirse de hambre ni verse en medio del arroyo. ¡Y la dicha de tener una su hogarcito propio, la compañía de un hombre, tan bueno y cariñoso como Juan!... La verdad es que ocasión como aquella no se presentaba á cualquier hora, y era preciso no dejarla escapar por vanos escrúpulos ni miramientos. La imaginación de la vieja iba todavía un poco más allá, y se fijaba en otro punto, que si para la gente acomodada y rica es motivo de risueñas esperanzas é ilusiones, para los pobres suele constituir nuevo motivo de inquietud y zozobra. Me refiero al acrecentamiento de familia, á la venida de los bebés, que si en unos hogares son angelillos que todo lo alegran, en otros equivalen á un ejército sitiador que todo lo arrasa. Pues, por este lado nada había que temer. ¡Los árboles viejos dan hojas, pero no frutos!—se decía la mujer con sonrisa un poco irónica.
En suma, que lo que á primera vista parecía un solemne disparate y locura, no era, bien mirado todo, sino cosa muy acertada y puesta en razón. Lo que se necesitaba ahora era que Juan no se volviera atrás, que no se diera á profundizar el sentido y alcance de las últimas palabras de la mujer, que insistiera en su amorosa demanda y tornara á formular seriamente su pensamiento.
Es de advertir que para asegurar el éxito y llegar á tan agradable resultado, la atortolada novia, durante los días que al referido encuentro con el galán siguieran, no dio paz á las manos ni al espejo—un espejilli de dos cuartos que en el fondo de su baúl guardaba—emperegilándose con sus mejorcitas prendas de vestir, alisándose bien los blancos cabellos y componiendo toda su persona como mejor se las daban á entender sus fuertes ansias de atrapar aquel marido que la divina Providencia le deparaba... casi por milagro.
Separados los hombres de las mujeres dentro del. Asilo por la infranqueable muralla de una disciplina rígida y austera, que evitaba todo trato y conversación entre los dos sexos, la enamorada pareja tenía que contentarse con dulces y furtivas miradillas á la entrada y salida del oratotorio, único lugar donde todos los días podían encontrarse juntos. Pero todo llega en el mundo para quien sabe esperar, y la dicha de un segundo encuentro á solas llegó por un para los dos enamorados viejos en circunstancias parecidas á las del primero.
—¡Gracias á Dios!—exclamó Juan al hallarse delante de la mujer.—Creí que nunca más iba á poder decirle dos palabras... Vamos, ¿ha pensado usted bien en lo que le dije?
—Lo he pensado... lo he pensado—contestó ella mascullando las frases y poniéndose un poco colorada.
—¿Y está usted decidida?
—Sí—respondió resueltamente la mujer.
Este sí, tan inesperado, tan espontáneo, tan seguro, produjo en el viejo el efecto de una tremenda descarga eléctrica, dejándole sin habla por unos instantes. Tanta felicidad era superior á sus menguadas fuerzas. No sabía si llorar ó reír, y risa y llanto mezclábanse en su rostro acartonado y seco.
—Voy á decírselo á la Madre Superiora—dijo al cabo de un rato—y en cuanto tengamos todo corriente y arreglado nos casaremos; ¿te parece bien, Andrea?
—Si se puede este mes, no dejarlo para el otro—contestó la vieja entusiasmada.
—Pues, manos á la obra. Hasta la vista.
La Madre Superiora no podía creerlo. Sin duda se trataba de una
broma, de una chanza del viejo, aunque, por otra parte, el aire de
encogimiento y de sinceridad de Juan alejaban tal suposición y daban á
entender que era cosa formal y seria. ¿Pero era posible que el viejo
estuviera en su sano juicio? ¿Cuándo y cómo podían haber mediado
relaciones de ningún género entre los novios? ¿Sería en todo caso un
amor nacido en tiempos lejanos y trasplantado al recinto de aquella
santa casa, albergue de seniles tristezas y completos desamparos?
Con entrecortadas y balbucientes frases, Juan explicó el caso á la buena religiosa que no volvía de su asombro.
Andrea y él no se conocían, no se habían visto jamás fuera del Asilo. El azar los había reunido allí, y sin saber cómo se sintieron atraídos el uno hacia el otro. Pudieron hablarse dos palabras, se entendieron, y como Dios y la Santa Iglesia mandan querían casarse...
Esta era en definitiva la resolución firme, inquebrantable de Juan, ante la que estrelláronse cuantas observaciones, consejos y advertencias le hiciera la buena monja para hacerle entrar en razón y cambiar de propósitos.
El capellán del Asilo, á quien hubo que enterar del asunto, no fué más afortunado que la religiosa.
La terquedad y firmeza de los novios dieron al traste con toda suerte de reprimendas y sermones. Querían casarse, y nada más.
La noticia cundió rápidamente entre los asilados de ambos sexos.
—Que se casa la Andrea...
—Que se casa Juan...
—Boda de viejos... hambre y pellejos...
—Le regalaremos el ramo de azahar á la novia.
—Una coliflor será mejor para que pongan puchero.
Estas y otras parecidas changonetas se oían á todas horas en el Asilo, sin que el amoroso rigor y suaves amonestaciones de las Hermanas fueran bastante poderosas á refrenar la locuacidad y burlas de los viejos y viejas.
Así llegó, por fin, el día de la boda. Andrea y Juan, arrodillados delante del capellán y con la sola presencia del sacristán y una religiosa, como testigos de la ceremonia, recibieron la nupcial bendición, quedando unidos en indisoluble matrimonio como legítimos y verdaderos esposos.
Terminada la misa, despidiéronse de la Superiora del Asilo y, muy de mañana todavía, abandonaron aquella casa.
—¿Adonde tiramos?—preguntó Juan á su mujer dirigiendo la mirada á los cuatro puntos del horizonte, así que se hallaron en medio de la carretera.
—En la puerta de la Catedral he oído que se recogen algunas limosnas. Vamos allá á probar fortuna, y como Dios nos la depare buena, celebraremos el acontecimiento como unos señores.
Los novios se pusieron en marcha y encaminaron sus pasos á la ciudad.
Al doblar el último recodo del camino, los dos viejos volvieron atrás sus cabezas y dirigieron una última mirada de tierna despedida al Asilo, cuyos muros blanqueaban alegremente al sol de la mañana tras los copudos y verdes árboles de la carretera. De pie, en lo alto de la escalinata del benéfico establecimiento, la Madre Superiora y el capellán contemplaban en silencio la partida de los novios.
Éstos les dijeron una y mil veces adiós con las manos, siendo contestados en idéntica forma por aquellos.
Luego cuando las figuras de los dos viejecitos perdiéronse en la lejanía, el capellán se volvió á la monja y con aire entre irónico y triste le dijo:
—¡Dos barcazas desvencijadas y haciendo agua por todas partes que dejan el puerto y se lanzan á alta mar para hundirse sin remedio!
—Ya sabe usted—respondió la monja—que no hay barca vieja, si el que la guía es buen marinero.
—¿Y quién es ahí el piloto?—interrogó el sacerdote.
—El amor—respondió la religiosa con firme acento, clavando su mirada en el cielo.