Se llamaba Juan: tenía alrededor de los setenta años, y llevaba diez en el asilo. De joven sirvió al rey; luego entró de mozo de muías en un mesón, y cuando la edad y los achaques, que son su natural y obligado cortejo, le hicieron inútil para el trajín de la posada, agarró un palo, echó un zurrón sobre su encorvada espalda y fué de pueblo en pueblo y de camino en camino llamando á todas las puertas ó extendiendo su mano á todos los transeúntes en súplica de una limosna por el amor de Dios.
Aquella vida se le hacía insoportable; pero no había otra y era preciso resignarse. En el buen tiempo, cuando el sol calienta la tierra y en las eras se amontona la mies olorosa y dorada, todavía la vida de mendigo podía llevarse. En cualquier lado se encontraba cama y en cualquier lado se tenía á mano el alimento. Harto más difícil y duro se presentaba el problema en invierno, cuando la lluvia y el cierzo azotaban las carnes con recios latigazos de frío, y los campos, despojados de frutos y como muertos, nada ofrecían al paso para calmar la rabiosa hambre que hurgaba el vacío estómago y hasta llegaba á anublar los ojos. Entonces era cuando Juan echaba de menos el vaho caliente de la cuadra, el saco de paja á los pies de las bestias, la sabrosa pitanza, compartida, entre juegos y risas, con otros gañanes, y todos los demás regalos y dulzuras que, durante más de cuarenta años, había gozado hasta el día verdaderamente triste en que el mesonero, viéndole ya torpe y sin fuerzas para el oficio, le dijo poniéndole la mano en el hombro:—Ea, Juan, esto no es ya para tí. Arregla tu atillo y anda á ver si por esos mundos de Dios te buscas ocupación más apropiada á tu edad y tus fuerzas.
Y el pobre hombre, dócil siempre y humilde como la yerba del camino que de todos se deja pisar sin protesta ni queja de ninguna clase, comprendiendo que en el fondo el amo tenía razón y ya de nada servía en la casa, bajó la cabeza, y, con lágrimas en los ojos, se alejó de la posada, menos afortunado que las mismas bestias á las que el amo no negaba un rincón en la cuadra y una mala brazada de yerba cuando la vejez ó la enfermedad las hacía inútiles para el trabajo.
Fortuna fué para él que el cielo le llevara un dia á las puertas del benéfico Asilo, donde las buenas Hermanitas, compadecidas de su triste suerte y viéndole bueno y humilde, le admitieron sin demora. Allí, á lo menos, no faltaba un plato de humeante sopa, ni una limpia camita, donde pasar las noches confortablemente, sin preocupaciones por el mañana incierto y siempre doloroso.
Las religiosas, hábiles en descubrir y aprovechar las aptitudes especiales de sus asilados, destinaron á Juan á guiar la modesta tartanilla en que hacían sus excursiones por los pueblos vecinos cuando la necesidad de recoger limosnas las obligaba á abandonar temporalmente la casa, y de este modo el buen viejo vino á encontrar adecuada ocupación cuando ya se le había declarado inútil.
Sentado en uno de los varales de la tartana, la fusta en la derecha mano y las riendas del manso animal en la izquierda, el modesto auriga se sentía como remozado y dichoso.
Á lo largo de los polvorientos caminos, y mientras las Hermanas, que iban en el interior de la tartanilla, desgranaban entre sus dedos los rosarios ó extasiábanse en silencio mirando la hermosa campiña, el pobre viejo entregábase á sus amorosos pensamientos y cavilaciones, sin poder apartar de sí la imagen de aquella adorada Filis de sesenta años, que todas las mañanas al entrar en la capilla para oír misa parecía mirarle con embeleso y como diciéndple con los ojos: «Venga una miradita, Juan, que aquí está lo bueno y mejor de la casa»...
Y el buen hombre miraba á la vieja, y algo sentía que le escarabajeaba y rebullía en el alma á la vista de aquella cara no del todo fea, apergaminada ni rugosa, de aquellos ojos todavía vivarachos y parlanchines, de aquella pañoleta de cuadros que cubría los hombros, y de toda aquella decadente personilla que tenía su poco de ángel y hasta sus miajas de gentileza y garbo.
A veces, embelesado en estos pensamientos y dulces resquemores, la mula, á su propio impulso é instinto abandonada, daba un tropezón contra las piedras de la carretera ó se torcía hacia la cuneta, y las buenas religiosas desde el fondo de la tartana gritaban: ¡Eh, Juan, que se duerme!... ¿No ve usted que algún día nos va á estrellar contra los árboles del camino?
El hombre entonces volvía de su profundo ensimismamiento, se pasaba la mano por la frente como queriendo arrancar de ella inútiles ó peligrosas cavilaciones, empuñaba con fuerza las riendas, hacía restallar un poco el látigo y á las voces de: ¡arre, Capitana! ¡vuelta á la derecha! ¡siempre adelante! como un general que manda á sus soldados, tornaba á la menguada realidad y á seguir su camino.
Era el del pobre viejo un amor platónico, tanto que ni había
cruzado jamás una palabra con la asilada, objeto de sus pasionales
entusiasmos, ni siquiera sabía su nombre. Así pasaron meses, años...
Un día, de vuelta de uno de sus frecuentes viajes, Juan se encontró de manos á boca á la puerta del Asilo con la anciana que por orden de las monjas había ido á la ciudad á hacer un encargo. La mujer venía algo sofocada: hacía calor y había andado más de prisa de lo que su edad consentía. Los dos viejos se miraron como otras veces, y en el corazón del auriga hubo un arranque de audacia. Había que aprovechar la ocasión.
—Sofocada está usted—le dijo.—¿Viene de muy lejos?
—De la ciudad vengo—respondió ella—y he corrido mucho para llegar á la hora de comer.
—Tendrá usted sed—añadió Juan acercándose un poco á la vieja.
—Más que hambre. El mar me bebería ahora si fuera de agua dulce.
El hombre se echó mano al bolsillo del chaquetón que en invierno y verano llevaba siempre encima, y sacó un pequeño envoltorio de papel.
—Tome usted, para que no beba el agua sola—dijo Juan, poniendo en manos de la mujer una buena pastilla de chocolate que cierta amable señora le regalara en el último pueblo visitado, á cambio de un pequeño servicio que el viejo le prestara.
—No, muchas gracias; guárdeselo para usted, que no le vendrá mal tampoco viniendo de camino como viene—dijo la mujer con estudiada cortesía, aunque con los ojos parecía devorar la golosina.
—Yo no traigo sed—respondió el viejo insistiendo en hacerle aceptar el regalillo.
—Vaya, pues para que no lo tome á desaire, cogeré la mitad...
Y partiendo por medio la pastilla de chocolate se la llevó á la boca, entregando la otra parte á Juan que hizo lo mismo.
—¿Lleva usted mucho tiempo en la casa?—preguntó el viejo, revolviendo en su boca la azucarada pasta.
—Seis años.
—Entró usted poco después que yo entonces. Aquí no se está mal, ¿verdad?
La mujer hizo un mohín significativo, y Juan, cada vez más animado, prosiguió:
—Usted será viuda, me supongo.
—Nunca tuve marido.
—Ni yo mujer.
—Estamos iguales.
—Vea usted por donde podríamos formar pareja.
—¡Hombre de Dios, está usted loco!... ¡A nuestra edad! ¡Y sin tener ni uno ni otro donde caernos muertos, como quien dice!...
Juan no tenía prevista esta observación, y no supo qué contestar.
Lo mismo hubiera sido, porque en aquel momento apareció en lo alto de la escalinata de la entrada la negra silueta de Sor Cecilia, y los dos viejos quedaron como chicos cogidos in fruganti por el maestro en el instante de urdir alguna fechoría.
En los oídos de la mujer quedaron las últimas palabras de Juan, sonando con dulce retintín como una música deliciosa durante todo el día. ¿Cómo había de figurarse ella que la simpatía del viejo llegara hasta el pauto de querer tomarla por mujer? Y bien pensada la cosa, ¿por qué no había de poder celebrarse la boda? ¿Acaso el Señor, al instituir el matrimonio, había dicho que sólo se casaran los jóvenes? ¿Era culpa suya el haber llegado á tan adelantada edad sin que hubiera habido en el mundo un hombre que quisiera llevarla á los altares?
Quedaba únicamente el punto oscuro ¡y tau oscuro! de la pobreza de ambos; pero como el amor, cuando es verdadero y de buena ley, lejos de detenerse en las dificultades ó de ceder ante los obstáculos, se crece con ellos y parece gozar en allanarlos y vencerlos, la entusiasmada vieja no tardó en hallar también la solución al pavoroso problema.
Los servicios que gratuitamente prestaba en el asilo, podía prestarlos igualmente fuera de él, constituyendo una fuente de ingresos y ganancias con que poder ir viviendo.
Bastaba para ello con tener algunas relaciones en la ciudad, y ella las tenía. Algunas buenas y ricas señoras que conocía podían ocuparla en repasar la ropa blanca, hacer mandados y otros domésticos menesteres para los que ella se pintaba sola.
Además de esto, Juan no era ningún desmanotado ni sin sentido. Por algo las religiosas le habían confiado el destino de guiar la tartana y acompañarlas en sus salidas y viajes por los pueblos. Algo podría ganar él también, y así un realito por aquí otro realito por allá, propina de un lado, ganancia de otro, limosna de esta casa, ayuda y protección de la otra, no era difícil reunir lo suficiente para no morirse de hambre ni verse en medio del arroyo. ¡Y la dicha de tener una su hogarcito propio, la compañía de un hombre, tan bueno y cariñoso como Juan!... La verdad es que ocasión como aquella no se presentaba á cualquier hora, y era preciso no dejarla escapar por vanos escrúpulos ni miramientos. La imaginación de la vieja iba todavía un poco más allá, y se fijaba en otro punto, que si para la gente acomodada y rica es motivo de risueñas esperanzas é ilusiones, para los pobres suele constituir nuevo motivo de inquietud y zozobra. Me refiero al acrecentamiento de familia, á la venida de los bebés, que si en unos hogares son angelillos que todo lo alegran, en otros equivalen á un ejército sitiador que todo lo arrasa. Pues, por este lado nada había que temer. ¡Los árboles viejos dan hojas, pero no frutos!—se decía la mujer con sonrisa un poco irónica.
En suma, que lo que á primera vista parecía un solemne disparate y locura, no era, bien mirado todo, sino cosa muy acertada y puesta en razón. Lo que se necesitaba ahora era que Juan no se volviera atrás, que no se diera á profundizar el sentido y alcance de las últimas palabras de la mujer, que insistiera en su amorosa demanda y tornara á formular seriamente su pensamiento.
Es de advertir que para asegurar el éxito y llegar á tan agradable resultado, la atortolada novia, durante los días que al referido encuentro con el galán siguieran, no dio paz á las manos ni al espejo—un espejilli de dos cuartos que en el fondo de su baúl guardaba—emperegilándose con sus mejorcitas prendas de vestir, alisándose bien los blancos cabellos y componiendo toda su persona como mejor se las daban á entender sus fuertes ansias de atrapar aquel marido que la divina Providencia le deparaba... casi por milagro.
Separados los hombres de las mujeres dentro del. Asilo por la infranqueable muralla de una disciplina rígida y austera, que evitaba todo trato y conversación entre los dos sexos, la enamorada pareja tenía que contentarse con dulces y furtivas miradillas á la entrada y salida del oratotorio, único lugar donde todos los días podían encontrarse juntos. Pero todo llega en el mundo para quien sabe esperar, y la dicha de un segundo encuentro á solas llegó por un para los dos enamorados viejos en circunstancias parecidas á las del primero.
—¡Gracias á Dios!—exclamó Juan al hallarse delante de la mujer.—Creí que nunca más iba á poder decirle dos palabras... Vamos, ¿ha pensado usted bien en lo que le dije?
—Lo he pensado... lo he pensado—contestó ella mascullando las frases y poniéndose un poco colorada.
—¿Y está usted decidida?
—Sí—respondió resueltamente la mujer.
Este sí, tan inesperado, tan espontáneo, tan seguro, produjo en el viejo el efecto de una tremenda descarga eléctrica, dejándole sin habla por unos instantes. Tanta felicidad era superior á sus menguadas fuerzas. No sabía si llorar ó reír, y risa y llanto mezclábanse en su rostro acartonado y seco.
—Voy á decírselo á la Madre Superiora—dijo al cabo de un rato—y en cuanto tengamos todo corriente y arreglado nos casaremos; ¿te parece bien, Andrea?
—Si se puede este mes, no dejarlo para el otro—contestó la vieja entusiasmada.
—Pues, manos á la obra. Hasta la vista.
La Madre Superiora no podía creerlo. Sin duda se trataba de una
broma, de una chanza del viejo, aunque, por otra parte, el aire de
encogimiento y de sinceridad de Juan alejaban tal suposición y daban á
entender que era cosa formal y seria. ¿Pero era posible que el viejo
estuviera en su sano juicio? ¿Cuándo y cómo podían haber mediado
relaciones de ningún género entre los novios? ¿Sería en todo caso un
amor nacido en tiempos lejanos y trasplantado al recinto de aquella
santa casa, albergue de seniles tristezas y completos desamparos?
Con entrecortadas y balbucientes frases, Juan explicó el caso á la buena religiosa que no volvía de su asombro.
Andrea y él no se conocían, no se habían visto jamás fuera del Asilo. El azar los había reunido allí, y sin saber cómo se sintieron atraídos el uno hacia el otro. Pudieron hablarse dos palabras, se entendieron, y como Dios y la Santa Iglesia mandan querían casarse...
Esta era en definitiva la resolución firme, inquebrantable de Juan, ante la que estrelláronse cuantas observaciones, consejos y advertencias le hiciera la buena monja para hacerle entrar en razón y cambiar de propósitos.
El capellán del Asilo, á quien hubo que enterar del asunto, no fué más afortunado que la religiosa.
La terquedad y firmeza de los novios dieron al traste con toda suerte de reprimendas y sermones. Querían casarse, y nada más.
La noticia cundió rápidamente entre los asilados de ambos sexos.
—Que se casa la Andrea...
—Que se casa Juan...
—Boda de viejos... hambre y pellejos...
—Le regalaremos el ramo de azahar á la novia.
—Una coliflor será mejor para que pongan puchero.
Estas y otras parecidas changonetas se oían á todas horas en el Asilo, sin que el amoroso rigor y suaves amonestaciones de las Hermanas fueran bastante poderosas á refrenar la locuacidad y burlas de los viejos y viejas.
Así llegó, por fin, el día de la boda. Andrea y Juan, arrodillados delante del capellán y con la sola presencia del sacristán y una religiosa, como testigos de la ceremonia, recibieron la nupcial bendición, quedando unidos en indisoluble matrimonio como legítimos y verdaderos esposos.
Terminada la misa, despidiéronse de la Superiora del Asilo y, muy de mañana todavía, abandonaron aquella casa.
—¿Adonde tiramos?—preguntó Juan á su mujer dirigiendo la mirada á los cuatro puntos del horizonte, así que se hallaron en medio de la carretera.
—En la puerta de la Catedral he oído que se recogen algunas limosnas. Vamos allá á probar fortuna, y como Dios nos la depare buena, celebraremos el acontecimiento como unos señores.
Los novios se pusieron en marcha y encaminaron sus pasos á la ciudad.
Al doblar el último recodo del camino, los dos viejos volvieron atrás sus cabezas y dirigieron una última mirada de tierna despedida al Asilo, cuyos muros blanqueaban alegremente al sol de la mañana tras los copudos y verdes árboles de la carretera. De pie, en lo alto de la escalinata del benéfico establecimiento, la Madre Superiora y el capellán contemplaban en silencio la partida de los novios.
Éstos les dijeron una y mil veces adiós con las manos, siendo contestados en idéntica forma por aquellos.
Luego cuando las figuras de los dos viejecitos perdiéronse en la lejanía, el capellán se volvió á la monja y con aire entre irónico y triste le dijo:
—¡Dos barcazas desvencijadas y haciendo agua por todas partes que dejan el puerto y se lanzan á alta mar para hundirse sin remedio!
—Ya sabe usted—respondió la monja—que no hay barca vieja, si el que la guía es buen marinero.
—¿Y quién es ahí el piloto?—interrogó el sacerdote.
—El amor—respondió la religiosa con firme acento, clavando su mirada en el cielo.