La negra honrilla
A Mr. Ernest Mérimée.
Poco á poco, con rumor de marea en descenso, el coloso de piedra y
de ladrillo comenzó á vomitar por sus cien puertas como por otras
tantas válvulas ó bocas abiertas á aquella compacta abigarrada
muchedumbre que, ebria de sol, de sangre y de vino, hacía retemblar
momentos antes las graderías de piedra del tendido con rugidos de fiera y
convulsiones de epiléptico.
Ya el interior de la plaza iba quedando silencioso y vacío; los rayos del sol elevándose lentamente, iluminaban la parte más alta de las galerías de la plaza; por entre los arabescos arcos veíanse los huecos inmensos que el público dejaba al retirarse, y abajo en la movediza arena del ruedo, un largo rastro de sangre fresca y roja como recién brotada de la herida, señalaba aún el camino seguido por las mulillas en el arrastre del último toro.
Con los codos apoyados en la barrera y la cara entre las manos, Manolo Rílez, un buen novillero de rostro simpático, franca y noble mirada, chaqueta corta de alpaca y pantalón cedido, estallante en la cintura y amplio en la pierna, contemplaba distraídamente el desfile interminable de la gente.
Así pasó breve rato, y cuando la gritería y confusión de los primeros momentos comenzó á decrecer y apagarse, volvióse á Chavillo, que silencioso y reflexivo permanecía sentado á su vera, y con tono de guasa le dijo:
—Pero hombre, se te van á secar los sesos de tanto cavilar... ¿Piensas pasarte aquí la noche haciendo filosofías y almanaques?
Chavillo por toda respuesta se puso en pie y echó á andar seguido de Manolo. Juntos atravesaron el patio de caballos, donde no había más que dos viejos picadores, que con gran calor y entusiasmo comentaban los lances de la corrida de aquella tarde, y salieron fuera.
La confusión y el bullicio de los alrededores de la plaza eran indescriptibles. Los diez ó doce millares de personas que aquella tarde de Pascua habían acudido á admirar las habilidades y proezas del Guerra en la primera corrida de abono y temporada, precipitábanse calle de Alcalá abajo con rumor de trueno y empuje de catarata entre el cascabeleo de las mulas de los ómnibus y el ruido ensordecedor de los simones y manuelas, y la nube de polvo que por todas partes se levantaba en aquel mar de gente bullanguera é inquieta, sobre cuya masa gris destacaban con tonos alegres, cual vigorosas manchas de color, las clásicas mantillas blancas y los claveles de un rojo encendido, fulgurantes sobre las negras cabelleras de las incomparables mujeres madrileñas, como relámpagos violentos en el seno de tormentosas nubes.
Manolo y su compañero echaron á pie por el lado de la izquierda, flanqueado á trechos de acacias en flor, y siguieron largo rato en silencio. Al llegar cerca del Retiro, Chavillo preguntó á Manolo:
—¿Qué te ha parecido la corrida?
—¿Qué me ha de parecer? Que donde está el Guerra, todos los demás somos unos maletas... Eso es matar, y eso es entender de bichos, y eso es todo.
—Lo mismo digo yo, Manolo. El día que ése se retire, se acabó la afición y se acabó el toreo en España... Y, á propósito, ¿quieres que entremos en el Retiro y nos sentemos un rato hasta que anochezca?
—Vámonos donde quieras.
Entraron efectivamente en el Retiro, que aquella tarde y á tal hora estaba deleitoso con la apacible amenidad de sus paseos solitarios, y la incitante frescura de sus árboles cuajados de hojas y de flores, y así que hubiéronse acomodado en el primer banco que á su paso hallaron, á espaldas de la casa de fieras, en un lugar esquivo y apartado, lleno de sombra y suave melancolía, Chavillo, de buenas á primeras, sin preámbulos ni preparativos de ninguna clase, dijo al novillero:
—Manolo, me pasa una cosa mu gorda... tengo el alma partía y el corazón en un puño.
Y acercándose más á él, hasta rozarle casi con la suya la cara, le dirigió en voz baja, como si quisiera que ni el viento mismo se enterase de su conversación, esta pregunta:
—Oye, Manolo, ¿tú crees que yo soy miedoso?
La contestación brotó espontánea y enérgica de labios del interpelado.
—¿Miedoso tú?... ¿Quién se atreve á decir tal cosa?... Lo que á ti te ha sobrao siempre ha sido corasón y güena voluntá pá tóo.
Chavillo fijó en su amigo mirada tan profunda que en ella pareció poner su alma entera, y apretando con fuerza entre las suyas las manos de aquél, murmuró con voz por la emoción entrecortada:
—Gracias, Manolo... bien sabía yo que tú al menos sabrías hacerme justicia. Gracias...
No pudo continuar: de lo más hondo del pecho subió á su garganta con convulsiones de ola pujante un sollozo inmenso, que en vano se esforzó por reprimir mordiéndose los labios.
Los rayos del sol herían oblicuamente las copas de los árboles, dejando caer sobre las verdes hojas una lluvia de polvo de oro finísimo, y del fondo obscuro de las sombrías alamedas salía un olor de lilas y de acacias que perfumaba el ambiente y embriagaba los sentidos.
—¿Pero es posible que haya nadie capaz de tenerte por miedoso? insistió Manolo tras una breve pausa. Explícate, dime lo que te pasa.
—Mira, el otro día estábamos en el café algunos compañeros y el maestro de mi cuadrilla. De unas en otras vino á caer la conversación sobre Cuchares, Montes, Frascuelo, Pepe-Hillo y otros maestros, muertos ya ó retirados del arte. De pronto, sin que yo hubiese abierto mi pico, se encara conmigo el Mandito, que, como sabes, siempre me ha manifestado malos quereres, y con tono zumbón me dice:
—Aprende de ésos, Chavillo, aprende á tener corasón, que güena farta te hace.
Yo debí ponerme al pronto rojo como la grana y luego blanco como un defunto.
—¿Por qué dices eso? le pregunté conteniendo la ira que se me salía por los ojos.
—Porque paece que vas teniendo canguelo, me dijo.
Y luego terció el maestro, y empezó á decir que si en las dos últimas corridas había andao ó dejao de andar un poquillo huido; que si al poner el primer par paece que me echaba ó me dejaba de echar atrás... ¡qué sé yo!...
Y todo ¿por qué?... Porque no tengo de hierro las entrañas, Manolo; porque la probecica vieja me está diciendo toitos los días: «Mira, Pepe, que no seas emprudente, que una emprudencia tuya con los toros puede costarte á ti la vida, y á mí el pan que como, porque el día que tú me faltes no me queda otro remedio que echarme por esas calles á pedir una limosna por amor de Dios.»
Y todo esto con más lágrimas que olitas tiene la mar, y con una cara que parte en dos el alma... Hay que verla, Manolo, hay que verla... ¿Qué quieres que haga?... Si yo tuviera mucho dinero, si fuera rico, iba, la llenaba el delantal de monedas de oro, y le decía: «Ea, no se apure usté, agüela; yo me juego la vida á cualquier hora delante del toro, pero usté no se muere ya de hambre, ni va á pedir limosna por las calles.» Pero así..
De tos modos, Manolo, no quiero que me vuelvan á llamar cobarde en la vida; yo tengo que probar á Mandito que soy tan hombre como él, y más hombre que él, y se lo probaré, Manolo, se lo probaré, así me ponga un toro la piel hecha una criba, y así tenga la probecica vieja de mi madre que echarse por esas calles á pedir una limosna por amor de Dios.
Hubo unos instantes de silencio: á su alrededor, todo se envolvía en las sombras transparentes del crepúsculo azulado; el viento cantaba con débil acento en las copas de los árboles, y del fondo obscuro de las alamedas solitarias que á su vista se extendían, continuaba saliendo un suavísimo olor de lilas y de acacias, que perfumaba el tibio ambiente y embriagaba los sentidos como aliento purísimo de la virgen y hermosa primavera.
A pocos pasos de ellos, un grupo de niños de rubias cabecitas jugaban y reían alegremente, y algo más allá, en el amplio paseo de coches, los aristócratas, los dichosos del mundo, arrellanados en los blandos cojines de sus milores y landeaus, disfrutaban de las delicias de aquel anochecer de hermosísimo día de Mayo saturado de luz, perfumes y canciones.
Siete días después, y casi á aquella misma hora, los vendedores
de periódicos taurinos anunciaban á gritos por las calles de Madrid El Tío Jindama con la muerte de Chavillo.
Cuantos aquella tarde acudieron á la corrida de toros, lo mismo que cuantos después leyeron en los periódicos los detalles de la misma, vieron en la cogida y muerte del simpático diestro tantas veces aplaudido por el público madrileño las consecuencias de un valor temerario; pero nadie, fuera de Manolo Rílez, supo las causas que determinaron aquella temeridad casi salvaje que llevó á un hombre en la flor de sus días al cementerio, y á una pobre vieja sin nombre á la miseria, á la desolación y al desamparo, causando así dos víctimas en una.
En las puertas del cielo
San Pedro estaba realmente intratable.
No soy yo quien con poco respeto á sus venerables canas y falta de reverencia á sus méritos indiscutibles se atreve á calificarle de ese modo; el mismo Señor era quien aquella mañana se lo había dicho en vista de su taciturnidad y mal humor, cosa poco frecuente en él, porque dígase lo que se quiera, la verdad es que San Pedro no tiene mal genio ni es fosco con nadie.
Y conste que su mal humor de aquel día no nacía de exceso de trabajo ó de cansancio en el vestíbulo de la gloria, sino de todo lo contrario. Más de ocho días hacía ya que por allí no se acercaba ninguna persona decente. Todo se volvía chiquillos y más chiquillos, de esos á quienes no hay más que abrirles la puerta y dejarles que entren en el cielo sin cambiar con ellos ni un saludo, ni una palabra.
Apestado estaba ya el celestial portero de ver caras molletudas y cabelleras rubias, ojos azules y alitas blancas, cosa que le alegraba, sí, pero que al fin y al cabo no le dejaba satisfecho ni mucho menos.
Aquello era un fastidio; el pobre San Pedro no tiene otros ralos divertidos que los que se pasa cuando ajusta cuentas con almas de empuje, y aquellas almas no parecían por parle alguna. Además, la gloria misma iba á convertirse en lugar poco agradable, y de continuar por aquel camino las cosas, día iba á llegar en que las gentes de acá abajo, renunciarían al cielo sólo por no verse envueltos de chiquillos, que serán todo lo alegres y hermosos que se quiera, pero que á la corta ó á la larga acaban siempre por aburrir y hacerse insoportables cuando se les trata de cerca y por mucho tiempo.
Jamás había visto San Pedro cosa igual desde que ejercía su importante oficio. ¿Será que Dios no envía ahora á la tierra tantas gracias como antes? se preguntaba á sí mismo continuamente, tratando de explicarse de algún modo fenómeno tan raro.
Pero él que nunca se aparta de las puertas del cielo, y lleva al dedillo la cuenta de todo cuanto entra y sale de la mansión de los bienaventurados, sabía perfectamente que la lluvia de dones y gracias que cada mañana y cada tarde enviaba el Señor sobre la tierra, lejos de cesar ó amenguarse, era mayor y más copiosa cada día.
De esto precisamente nacía su extrañeza y mal humor en aquellos momentos. Los medios para llegar al cielo eran de día en día más abundantes, y sin embargo, los caminos del cielo estaban más que nunca abandonados, solitarios y tristes. Indudablemente los hombres se habían hecho peores que antes.
Esta explicación, la única satisfactoria y lógica que San Pedro encontraba, le tenía fuera de sí. Su celo se enardeció de tal modo y á tal punto llegó su indignación contra los olvidadizos é ingratos mortales, que gustoso hubiera vuelto al mundo á increparles duramente por su indiferencia y olvido de las cosas de arriba.
Al Señor no le pareció bien lo que San Pedro le pedía, y con palabras cariñosas le exhortó á que no desconfiara de los hombres tan en absoluto, ni se dejase llevar de arrebatos, que no sentaban bien á su edad más que madura.
Refunfuñando volvióse, pues, el celestial Llavero á su portería, y allí estaba resolviendo diferentes pensamientos en su cabeza, cuando un lejano ruido que venía del lado del camino por donde las almas suben á la gloria, le obligó á volver en aquella dirección la vista.
—Angelito tenemos, pensó al pronto de mediano talante.
A fuer de imparciales cronistas debemos consignar que por esta vez, al menos, San Pedro sufrió una equivocación lamentable. Así lo comprendió él mismo cuando, fijándose mejor en el que á sus puertas llegaba, vió que se trataba nada menos que de un sujeto de campanillas, á juzgar por la cantidad y número de grandes cruces, placas, bandas y condecoraciones de diversas clases que encima traía, y de las cuales había tenido buen cuidado de poveerse al emprender el viaje largo, por si de algo servían esas cosas entre las gentes con quienes desde entonces tenía que habérselas por arriba.
San Pedro, al verle, cambió al momento de semblante, púsose en pie y salió al encuentro del personaje. El excelentísimo señor apenas si se dignó hacerle una ligera reverencia al hallarse delante de él. Sin duda no le conoció, ó le tomó por uno de tantos como en la antecámara de la gloria aguardan turno para pasar adelante. Sólo cuando San Pedro se dio á conocer á él fué cuando el excelentísimo señor cayó en la cuenta de la falta gravísima que acababa de cometer, y comprendiendo que no sólo por lo que la cortesía exige en todo caso, sino por lo que de propia utilidad y provecho podía seguírsele de empezar bien en asunto de tanta monta, apresuróse á pedir perdón con las frases más humildes y reverentes que halló, tratando de excusarse por el azoramiento natural y propio del caso.
—No es V. el primero á quien tal cosa ocurre, contestó San Pedro sonriendo bondadosamente. No hay que apurarse, amigo mío, que harto sé yo que no es el caso para andarse en saludos y cumplidos. Pero decidme: ¿qué es lo que por aquí os trae tan de madrugada y á solas?
—¿Qué otra cosa ha de ser sino el deseo de entrar en la gloria? respondió el personaje algo más tranquilo.
—Está bien; veamos vuestro pasaporte.
El pobre señor, oyendo estas palabras, palideció un poco; echó mano al bolsillo de la flamante levita que puesta llevaba, y entregó á San Pedro el temible papel en el que estaban escritas las cuentas de su vida.
San Pedro la tomó en sus manos temblonas y delgadísimas, y se puso á leerlo despacio. A la primera línea frunció el entrecejo.
—¡Ministro!... ¡Ministro, y por estas regiones! ¡Cosa extraña! pensó el bendito Portero.
Y apartando por un instante la vista del papel, le examinó de pies á cabeza con mirada profunda y escrutadora, que quería llegar al fondo de su conciencia impenetrable.
Luego siguió leyendo, como quien deletrea en una escritura antigua de borrosos caracteres: «Amó la vanidad... fué dado á los placeres y amigo de mundanas diversiones... adulador... mentiroso...» Todo esto y mucho más rezaba el importuno acusador documento; y San Pedro, á cada una de estas acusaciones graves, meneaba significativamente la cabeza, como un viejecito bondadoso que de veras se conduele de las faltas y devaneos de la gente moza, temeroso de la expiación tremenda que en seguida le aguarda.
El excelentísimo señor estaba como petrificado en su sitio, sin atreverse ni aún á levantar la vista del suelo, es un decir, puesto que allí no había suelo ni cosa que se le pareciese. Aquellos mohines y ademanes de San Pedro dábanle á entender bien á las claras que el caso era harto grave, y su derecho á la gloria por demás problemático y discutible.
Por fin San Pedro acabó la lectura, y volviéndose con cara de profundo pesar hacia el humilde señor, le dijo:
—Lo siento, amigo mío, lo siento; pero es imposible que entréis en el cielo... Ya veis, los pecados son muchos, la penitencia escasa, y las virtudes no asoman por ningún sitio. Lo siento, lo siento...
Al pobre señor le entró una desazón terrible, mucho más terrible que la que solía entrarle en la tierra cada vez que los periódicos anunciaban crisis próxima en su Gabinete. Frío sudor bañaba todo su cuerpo; aquello era para morirse de angustia. Sin saber lo que se hacía se pasó la mano por la barba, rascóse el cogote, y faltando á lo que de más rudimentario y elemental contienen las reglas de buena crianza, acabó por hundir ambas manos en los bolsillos del pantalón... nervioso, agitado, convulso.
En uno de ellos tropezó con un papel medio arrugado y hecho casi una bola; maquinalmente lo sacó, y viendo que era algo que á las cuentas de su alma se refería, apresuróse á ponerlo en manos de San Pedro, por si de algo le servía en su angustiada y apuradísima situación.
¡Feliz hallazgo! Aquel papel era nada menos que el capítulo de descargo de sus culpas y el inventario de sus virtudes, así como el otro lo era de sus pecados y extravíos.
Sau Pedro leyó este segundo papel con cara de regocijo. «Procedió con equidad y justicia en todas las cosas... fué caritativo... buscó ante todo la prosperidad de su patria, y, por último, ¡ha muerto pobre!» Con esta frase, así subrayada y todo, terminaba el papel salvador y bendito.
Al llegar á ella San Pedro, soltó de sus manos el precioso documento, y sin poderse contener dió al excelentísimo señor el más apretado y afectuoso abrazo que recordaba haber dado desde que por voluntad de su divino Maestro guarda las puertas de la gloria y ve llegar almas al cielo.
La mitad de la deuda
I
Dios se lo pague todo, Hermana... Es V. la persona mejor que hay bajo la capa del cielo... es V. un ángel... es V. la mujer que más quiero en este mundo después de mi madre.
—Bueno, bueno, Juan; dé gracias á Dios porque le ha salvado, y de mí no vuelva á acordarse más en toda su vida como no sea para encomendarme á Dios en sus oraciones de cada día.
—¿Que no vuelva á acordarme yo de V.?... Vamos, Hermana, no diga V. disparates. Para eso es menester que antes me olvide de Dios y deje de pensar en mi madre y se me seque el corazón en el pecho como un pedazo de yesca, 3 de hombre me convierta en un bruto... ¡eso es!... porque¿de quién quiere V. que me acuerde sino me acuerdo de V.? A V. se lo debo todo; la vida, porque yo vine aquí, es decir, yo no vine, me trajeron al hospital casi muerto por efecto de la caída del andamio, y gracias á sus cuidados he recobrado la salud, y me encuentro al presente bueno y sano como si nada hubiese sucedido... y después, lo que vale más que la vida del cuerpo, la vida del alma, porque por V. he vuelto á creer en Dios, y he rezado por vez primera después de muchos años, muchos.. desde chico. Además..
—Sí, sí, cállese ya y acabe con todas esas letanías, ó á última hora va á echarlo todo á perder y vamos á dejar de ser amigos. Ni usted me debe á mí nada, ni hay para que decir lo que está diciendo... ¿entiende?
—Bueno, puesto que V. me lo manda, obedezco y callo. Pero conste que yo tengo derecho para publicar en todas partes y bendecirá todas horas su nombre, y para decir á la prole vieja, á mi madre que tantas lágrimas ha derramado por mí, que á V. le debo mi salvación... Con que, á lo dicho, Hermana; yo soy pobre, muy pobre, y no valgo ni sirvo para nada en este mundo como no sea para ejercitar la paciencia y la caridad de esos ángeles que se llaman sor Martas; pero mis fuerzas, mi sangre, mi vida, todo es de V. No tiene más que desplegar los labios, y me tiro de un tejado abajo si esa es su voluntad.
—A ser bueno y honrado, Juau, y que Dios le bendiga.
—Eso digo yo, que Dios eche sobre V. más bendiciones que pelos tengo en la cabeza, y lorme para V. sola más cielos que tejas tengo yo puestas por mi mano en toda mi vida.
Y esto diciendo, el pobre mozo, en cuyas mejillas había dejado la enfermedad las huellas de una palidez intensa, se enjugó con la punta de un pafiuelo azul, á cuadros, grande como una sábana, la lágrima que asomaba á sus ojos, y más despacio aún de lo que sus fuerzas débiles todavía se lo consintieran, descendió la escalera apoyado en el pasamanos de madera que brillaba de puro limpio, en tanto que sor Marta, ligera como un pájaro, se deslizaba á lo largo del corredor que daba paso á la sala de enfermos, murmurando entre dientes:
—Pobre Juan... ¡qué agradecido es!.. ¡Y qué alma tan grande y tan buena la suya... Dios le bendiga... Dios le bendiga...
II
Las campanas de la ciudad tocaban á rebato. De torre á torre y de campanario á campanario, las lenguas de bronce de cada iglesia, mandábanse en el viento la seüal de alarma, y al pasar por el aire toda aquella lluvia de voces y sonidos diferentes dejaban en pos de sí estremecíinientos de horror y gritos de angustia, congojas y temores alternando con voces de auxilio y llamadas de desesperada ansiedad.
Las gentes conocieron bien pronto lo que las campanas expresaban en su elocuente idioma, y por calles y ventanas sólo se oía la pregunta de
—¿Dónde es el fuego?
—En el Hospital de Santa Cruz, respondían todos corriendo en la dirección del benéfico establecimiento.
¡Horrible espectáculo el que á la vista se ofrecía desde la entrada de la plazoleta en donde el Hospital se levantaba!
El cuadraugular edificio de ladrillo rojo aparecía envuelto en una espesa nube de humo densísimo, que en largas columnas se elevaban al cielo ennegreciendo la atmósfera diáfana y pura de aquella ardorosa tarde de Julio, y por cada uno de sus huecos y ventanas salíau al exterior inmensas llamaradas que, cual monstruosas serpientes de fuego, deslizábanse rápidas á lo largo de muros y paredes hasta romperse en torbellinos de chispas que daban al conjunto el aspecto de una grandiosa función de fuegos de pirotecnia.
Pocas veces se había visto en la ciudad incendio tan voraz y destructor como aquel.
Los bomberos hacían desde el principio desesperados esfuerzos por aislar el fuego, auxiliados por fuerzas de la guarnición y por cuantos llevados de su arrojo y habilidad podían prestar algún servicio en tan terrible trance. Ante todo habíase puesto especial cuidado en salvar á los enfermos, y en poco ralo se había logrado trasladarlos á todos del mejor modo que fué posible á la calle, y luego á distintos establecimientos de caridad. Después se procuró hacer lo mismo con las Hermanas, que sorprendidas bruscamente por el voraz elemento, pero sobrepuestas á su primer espanto, habían puesto toda su solicitud en la salvación de sus queridos enfermos, sin que ni por un momento siquiera pensaran en salvarse á sí mismas ni salir de casa hasta ver salvos á lodos aquéllos.
El edificio comenzaba á cuartearse por todos lados; el tejado se hundía con estrépito, abriendo ancho cráter al volcán de llamas que en el interior ardían, y el desplome completo del Hospital parecía inminente. Vigas que cual grandes hachones de resina se venían abajo ardiendo; tabiques que se desmoronaban como si fueran de arena; muros enteros que cedían y se derrumbaban no de otro modo que si se tratara de los muros de esas casitas de cartón que sirven de juguete á los niños; y por todas partes el fuego, el inmenso torbellino de fuego, la tromba de llamas arrolladora y voraz siguiendo su obra de destrucción, sin que de detener sus estragos fueran capaces ni el agua, ni las piquetas, ni medio alguno.
¡Horrible espectáculo!
—¿Falla alguna Hermana que salvar? ¿preguntó á la superiora el jefe de los bomberos?
—Sí, sí, contestó aquélla con indecible expresión de sobresalto y angustia.
—Falla una, sor María... la pobre sor María...
La noticia cundió con rapidez de relámpago entre la compacta muchedumbre, que, á alguna distancia del Hospital y formando espesa barrera de carne humana, era á duras penas con tenida por la Guardia civil destinada á mantener el orden en medio de lanía confusión y espanto...
De pronto, surgiendo entre el torbellino de llamas como el genio dantesco de aquella escena aterradora y sublime en su misma desolación y grandeza, apareció en el hueco de una de las ventanas del segundo piso un hombre, un muchacho vigoroso y fuerte que entre sus brazos sostenía á sor Marta, pálida como la cera, el vestido en desorden y desmayada. Torrentes de llamas salpicaban de chispas, á modo de encendida espuma, sus pies, y oleadas de fuego pasaban también rozando sus cabezas y amenazando dejarles envueltos y sepultados entre aquellos dos abismos abrasadores.
Las miradas de todos los espectadores detuviéronse como hipnotizados en la aparición aquella, y un estremecimiento de terror ahogó todos los gritos y murmullos, conteniendo hasta la respiración en los labios. Hubo un momento solemne de sepulcral silencio. No se comprendía como aquel muchacho pudiera haber llegado hasta allí, y mucho menos aún como pudiera sostenerse en aquel sitio. Un momento más, y él y sor Marta desaparecerían para siempre en el abismo, aplastados, deshechos por los muros ardiendo.
—¡Una escala 1 gritó un voz.
Y cual rugido inmenso de cien mil pechos exhalado por una sola garganta, ¡Una escala! repitieron millares de voces.
Lo que siguió iué obra de un momento. Aceicóse una gran escala de madera; dos bomberos treparon por ella, y el muchacho de al i iba comenzó á descender poco á poco, pálido el rostro por la emoción, pero sonriente y tranquilo, sin dejar nunca su preciosa carga, en el instante mismo en que toda la techumbre del piso se desplomaba con horrible estruendo.
Abajo, en la agrisada heterogénea muchedumbre, un grito de aclamación y júbilo saludó al desconocido héroe, que de pie, jadeante, el labio convulso, con el cabello chamuscado, la blusa agujereada y casi hecha girones, y las manos llenas de heridas y quemaduras, parecía sonreír al sol, á la muchedumbre, al incendio... al universo entero con sonrisa de santo orgullo y felicidad sin límites...
III
Cuando, gracias al agua fresca mezclada con vinagre con que rociaron sus sienes, soi Marta volvió en sí del desmayo y fijó sus extraviados ojos en su salvador, toda su gratitud y todo su afecto lo expresó en esta sola palabra:
—¡Juan!
Y Juan, correspondiendo con sonrisa de inefable dulzura al cariño de la Hermana, se limitó á decir:
—¡Sor Marta!
Aquellos dos nombres valían por todo un poema.
Y al retirarse á su casa, sin hacer caso de las aclamaciones y aplausos del público, decía Juan á los que le rodeaban:
—No me aplaudan Vds., recontra, porque todavía no he pagado más que la mitad de la deuda que con sor Marta tengo pendiente... yo acabo de salvarle una vida, la del cuerpo, pero ella me salvó á mí dos vidas, la del cuerpo y la del alma.
El amor mejor probado
La Sra. Rosa era, sin disputa alguna, la mujer más pobre y á la vez más dichosa de todo el barrio.
Viuda desde hacía cinco años, y sin más compañía que un hijo que apenas contaba ocho, con los seis reales diarios que en el lavadero ganaba con ruda y penosa fatiga, tenía lo suficiente para atender á las necesidades de su casa y cuidar de la educación de aquel niño, que era todo su amor y felicidad en el mundo, y al que quería... como quieren todas las madres á sus hijos; es decir, un poco más, porque, sea preocupación ó realidad, yo siempre he creído que las madres pobres aman á sus hijos un poco más que las otras elegantes y ricas, y para ello me fundo en que un beso vale mucho más que un juguete, y un remiendo puesto por la propia mano de la madre á una camisa ó una chaqueta, más que el vistoso traje de terciopelo comprado en espléndido bazar.
Sea de ello lo que quiera, lo único que yo afirmo es que Rosa amaba muchísimoá su hijo, y esto nadie podría negármelo.
¿Que cómo se las arreglaba la pobre mujer para poder, con sus seis miserables reales, tener siempre su casita limpia, su vestido decente, su maceta de claveles en la ventana y su rostro de risa á todas horas?
Esto es justamente lo que yo no sabría decir, por más que de estos y parecidos milagros está llena la vida de las honradas gentes que viven de la economía y el trabajo.
Una tarde de invierno, Rosa volvió al anochecer á su casa sintiendo una grande opresión en el pecho y un dolor muy agudo en el costado. La enfermedad la había tocado con su dedo de hielo, y la ráfaga de aire frío que por la boca se le entrara, había herido su pulmón con incurable y mortal herida.
Cinco días, sólo cinco días duró la enfermedad, que bruscamente vino á segar el tallo de su vida, dejando vacío y silencioso aquel hogar, donde hasta entonces habían reído los rayos del sol, y la alegría cantado sus vibrantes canciones, mezcladas con las risas y bulliciosa charla de la niñez simpática y alegre.
El niño lloró... como lloran todos los niños de la tierra la muprte de sus buenas madres, y todavía palpitaba en la boca de la pobre mujer el beso último del niño, cuando un Angel de Dios tomó en sus manos el alma de Rosa y comenzó á remontarlo en poderosos vuelos por los infinitos desconocidos espacios.
—¿A dónde vamos? preguntó al comenzar su ascensión misteriosa el alma de la madre.
—A la gloria, contestó el Angel. Y por su labio vagó una sonrisa dulce y pálida, como son siempre las sonrisas de los que hacen el bien á sus hermanos en la tierra sin pretender aplausos ni lisonjas.
Subiendo, subiendo por regiones resplandecientes, todas bañadas de claridad y de belleza, la buena mujer miraba á sus piés las nubes arreboladas al beso postrero del sol poniente, parecidas á espléndidos cortinajes de púrpura y oro. Su alma había perdido por completo la noción del tiempo juntamente con la memoria de todas las cosas de la vida. El pasado con sus tristezas y amarguras esfumábase á sus ojos en la línea lejana, muy lejana, de un horizonte pálido, casi obscuro, hasta convertirse en una especie de mancha gris, en la que todos los recuerdos de su existencia perdían colores, figuras y contornos.
—¿De dónde vengo? volvió á interrogar con timidez al Angel?
—De la vida, le contestó éste continuando su viaje á través de lo desconocido, y sumergiéndose de pronto en una especie de fluido azul que por todas partes les envolvía y compenetraba, á la manera que el agua compenetra y envuelve á la esponja en las profundidades del océano.
—¿Es decir, que yo he vivido?
—¡Cómo! ¿Es posible que una hora escasa haya bastado para hacerte perder de ese modo el recuerdo de tu propia vida?
La mujer se quedó pensativa. Sin cesar de subir y subir por las alturas misteriosas, su mente iba de asombro en asombro, contemplando sobre su cabeza cada vez más grandes y más resplandecientes las estrellas; aquellas mismas estrellas que tan hermosas y pequeñitas parecíanle miradas desde abajo, cuando en las noches de verano poníase á mirar desde su ventana el cielo y pensaba interiormente: «¿Qué habrá encima de aquel lucero?... ¿Y detrás de aquel otro?... ¿Serán esas estrellas las escalas que llevan á la gloria?... ¿Pasarán por ahí las almas buenas para llegar á Dios?...»
Y era tal el iuterior contento que en presencia de tautas maravillas sentía ahora viéndolas de cerca, que instintivamente se puso á cantar, al compás cadencioso que las alas del Angel producían en la extensión ilimitada del espacio.
El Angel la miró con ternura, y volvió á sonreír, pero su sonrisa no era ya pálida, como antes, sino alegre y luminosa como rayo de sol en primavera.
—Tus cánticos de ahora me revelan que eres más dichosa que cuando vivías en la tierra, le dijo.
—¿En la tierra?
—Sí; ¿ó has olvidado también que subes de la tierra donde acabas de hacer tu peregrinación como todas las almas tus hermanas?
—Nada recuerdo... ¿En dónde está la tierra:
—Ahí abajo; no tienes más que dejar caer una mirada, y la verás á tus piés envuelta en sus brumas y tristezas.
El alma miró hacia abajo, y en efecto, allá en el centro de los espacios, aislada y girando con rapidez vertiginosa vió la tierra, semejante á una bolita de cristal de tenues claridades, sobre la que á intervalos caían grandes masas de sombra que la envolvían en la obscuridad más espautosa. desde las alturas sublimes, en donde el Angel y el alma habíanse detenido, veían á los hombres que sobre la superficie del planeta pululaban en incesante movimiento, chocándose y confundiéndose en todos los sentidos y direcciones, á la manera de las hormigas de un hormiguero inmenso cuando en las tardes de verano se hallan ocupadas todas en la prolija faena de arrastrar las leves provisiones con que enriquecer sus obscuros trojes y subterráneos graneros.
Y lentamente y á intervalos, atravesando las capas enrarecidas de aquella atmósfera ligera, llegaban hasta allí y herían sus oídos las voces, gritos, suspiros y lamentos de la tierra, confundidos y mezclados en un eco lejano, muy débil, muy débil y muy coníuso...
El alma de Rosa creyó en aquel instante reconocer una de aquellas voces confusas y débiles; fijó los ojos en el punto de la tierra de donde parecíale que salía la voz conocida, y vió á un niño hermoso como un ángel y rubio como unas candelas que, abandonado y solo, lloraba en el dintel de la puerta de una casa cerrada, silenciosa y vacía, la pérdida de su madre que acababa de morir.
—¡Mi hijo! exclamó sobresaltada.
Y cual ráfaga violenta de luz que de pronto ilumina con claridad deslumbradora los ángulos obscuros de tenebrosa estancia, la vista de aquel niño esclareció en un punto su memoria, despertando los recuerdos todos de su vida adormecidos, sí, pero no borrados por completo.
Continuaron subiendo; á sus piés quedaban ya las estrellas fulgurantes, y subían, subían,
viendo la ventura arriba
dejando el dolor ubajo,
que dijo el poeta, pero ya la mujer no cantaba ni reía, sino que
al anterior regocijo y contento había sucedido una aflicción tan íntima y
tan grande que el llanto se agolpaba á sus ojos.
—¿Lloras? le dijo esta vez el Angel reparando su tristeza y sus lágrimas.
—Tengo, Angel mío, una pena muy honda, respondió ella con voz entrecortada por los sollozos.
—¿No eras tan dichosa hace un instante? ¿Qué es lo que te aflige? ¿Qué deseas? Pídeme la gracia que quieras, en la seguridad de que el Señor le la concederá en premio de tus méritos.
—Si así es, Angel mío, yo te bendigo desde lo más íntimo de mi corazón, y pues tu clemencia es tanta, voy á pedirte una gracia.
—Habla...
—Quiero volver á la tierra, quiísro volver á mi vida de antes.
—¡Pobre alma! ¡no sabes lo que pides! ¡Cómo! ¿Es posible que quieras volver á sufrir y á ser pobre y á vivir en la obscuridad y en el trabajo por muchos años todavía, cuando el Señor quiere llevarte á descansar en su seno y á gozar de las supremas inefables delicias de la gloria?
—Quiero volver á la vida de allá abajo, sí, Angel mío. ¿Qué me importan á mí ahora las alegrías y dulzuras del cielo si en la tierra está mi hijo que llora y tiene frío, y está abandonado y solo? Déjame, deja, Angel bendito, que yo vuelva á su lado, y vuelva á sufrir y á ser pobre, y á vivir en la obscuridad y el trabajo muchos años, muchos... hasta que pueda subir al cielo acompañada de él para siempre.
—Como lo deseas, así sea hecho. Vuelve á donde te llama tu corazón, mujer bendita... Tu cuerpo allí está todavía, en el lecho de tu casa, donde pocas horas hace lo dejaste rígido y frío; tómalo otra vez, y todo pasará como si sólo hubieras sufrido un pasajero accidente.
Y en efecto, la pobre madre volvió á la vida; y con los seis miserables reales en el lavadero ganados con harta fatiga y trabajo, siguió arreglándoselas de modo que siempre tenía su casa limpia, su vestido decente, su maceta de claveles en la ventana y su cara de risa á todas horas.
La mancha de sangre
Al Dr. D. Juan B. Castro, de Caracas.
Por segunda vez desde que el sol arrojaba sus rayos de luego
sobre la inmensidad desierta del planeta, la envidia babía armado el
brazo criminal del bombre contra la inocencia, y de la tierra silenciosa
elevábase al cielo demandando venganza el clamor de la sangre inocente
derramada.
Samaí, el soberbio é irascible Samaí, el de la larga é hirsuta cabellera, el que cubría sus carnes con pieles ensangrentadas de tigres y leones por su propia inano muertos en franca y formidable lucha allá en el fondo de las selvas vírgenes ó en medio de los desiertos abrasados, acababa de matar á su hermano, el dulce y sencillo Nisraim, y sus manos, salpicadas de sangre, brillaban como circundadas de fuego bajo los vivos resplandores de las primeras estrellas, que en las profundidades del firmamento azul comenzaban á parpadear con centelleos que daban á la noche claridades de aurora risueña y diáfana.
Lleno de espanto al notar el color rojo de sus manos, y sin atreverse á entrar en la tienda de su padre con la mancha acusadora del crimen, Samaí echó á correr por bosques y llanuras sin camino, bajo el silencio solemne de la noche luminosa, en busca de la fuente cuyas refrigerantes y cristalinas aguas habían apagado muchas veces su sed y limpiado sus manos sangrientas con los despojos palpitantes de las fieras.
Allí, tendido cuan largo era en tierra, y con ambas manos sumergidas en el fondo del limpio manantial, quedóse inmóvil algunos momentos, esperando que el agua bulliciosa y pura, como recién brotada de las fecundas entrañas de la tierra, borrase en él hasta la huella de aquella mancha afrentosa que llenaba de turbación su conciencia, y le inspiraba horror y miedo al mismo tiempo. Mas su esperanza íué vana: el agua comenzó á correr teñida en encendido color de púrpura, y la sangre de sus manos, al contacto del líquido elemento refrescada, tomó un color más vivo y más intenso, fulgurando siniestramente en medio de las sombras transparentes de aquella noche sin tinieblas.
Samaí se levantó horrorizado, y á toda prisa se alejó de la fuente, emprendiendo precipitada carrera á través de llanuras interminables cubiertas de árboles de ramas gigantescas en forma de abanico, que al pasar le azotaban el rostro cual manos vengadoras en la imponente soledad de aquella naturaleza desbordante de fecundidad y vida, que, al desperezarse del sueño de la nada en que por siglos sin fin había estado dormida, parecía enviar al cielo en un bostezo interminable rumores y sonidos de grandiosa armonía, perfumes de penetrante esencia, y alientos de brumas y vapores sonrosados.
En medio de la agitada carrera que como soplo de tempestad le arrebataba en un vértigo espantoso, borrando de sus ojos colores, figuras y distancias, Samaí, el fratricida maldito del cielo y de la tierra, distinguió á lo lejos aprisionado entre la doble faja de verdura de sus riberas, la curva centelleante de un río, deslizándose tranquilo por su hondo cauce como niño recién escapado del regazo materno, que corre suelto y bullicioso jugueteando con ñores y piedrezuelas del camino.
La vista de aquel río llenó de gozo el corazón del fratricida; y aunque sus piernas comenzaban á flaquear con lo largo y penoso de la carrera, la esperanza y el deseo comunicáronle nuevos bríos para llegar, sin descansar ni un segundo, hasta el río y penetrar en él.
Samaí experimentó placer inefable al sentir por vez primera en su carne curtida y abrasada por el sol, el contacto de la onda pura, luminosa y brillante; y mientras que anheloso agitaba con sus manos la tersa superficie del agua, en su rostro, de una ferocidad horrible, brillaba como relámpago vivísimo una sonrisa de satisfacción y júbilo. Lo que la fuente con su caudal escaso no había podido hacer ¿no lo haría el río con la abundancia y riqueza de sus ondas tranquilas, inmaculadas y sonrientes?
La esperanza le decía: sí. La realidad le respondía: no.
Con el alma rebosante de amargura y el labio por la ira tembloroso y pálido, Samaí dejó á su espalda el río, y continuó su marcha durante muchos días.... muchos.... hasta que las playas del mar, del infinito mar, aparecieron un día ante sus ojos á la hora que el titán reposado y sereno reflejaba los fuegos del sol en su ocaso, semejando un campo inmenso todo él sembrado de brillantes y rubíes y zafiros. Mas el agua verdosa y obscura del océano infinito, lo mismo que la del río y de la fuente ignorada de la selva, no hizo sino poner más fresca y más roja la sangre de sus venas.
¿Qué haría? ¿Se arrojaría desde el abrupto y salvaje acantilado de la costa al seno de las olas para hallar en el fondo de los desconocidos mares la obscuridad, el silencio y el olvido profundo é interminable de la muerte?... No; lo que él quería no era morir ni desaparecer en la calma fúnebre de las soledades inexploradas del abismo, sino limpiarse, quedar purificado déla mancha acusadora de sus manos. Cruzaría la tierra de polo á polo, se detendría en todos los ríos que á su paso encontrase, y al fin de sus peregrinaciones y fatigas encontraría, estaba seguro de ello, la fuente misteriosa, el líquido purificador que borraría la sangre del pecado. ¿Dónde?... ¡Qué importaba saber dónde!...
Samaí miró con mirada de desesperación infinita á los cuatro puntos del horizonte, y echó á correr de nuevo. Las fieras de los bosques y las aves de los espacios expresaban con cánticos y rugidos la sorpresa que la vista de este segundo Caín les causaba, mirándole empujado por la misma terrible y misteriosa fuerza que arrebataba al primero á través de la inmensidad del planeta.
Yendo días y viniendo días, como dijo el poeta, hubo uno, por fin, en que Samaí llegó á la cima de altísima moutaña atraído por la blancura deslumbradora de la nieve, que á guisa de inmaculado manto de armiño la envolvía, y que desde lejos había herido sus ojos fatigados. Una vez y otra vez hundió sus manos en la dura capa de nieve cristalina y helada, pero mientras la nieve que tocaba se volvía roja y sangrienta, la mancha de sus manos hacíase más viva.
No había, pues, remedio; forzoso era dar un adiós para siempre á la esperanza de verse limpio y purificado, puesto que ni lo que había de más diáfano y puro en la tierra, ni lo más grande en extensión, ni lo más violento en fuerza, ni el mar, ni la nieve, ni el agua de las fuentes, ni el caudal hondo y limpio de los ríos, ni nada, nada en el mundo era capaz de borrar la mancha aquella fatídica y terrible.
Samaí no blasfemó; sintió en el alma anonadamiento, tristeza, aflicción sin límites, y de sus ojos brotó el llanto, copioso como la lluvia, amargo como el agua del mar y ardoroso como el fuego mismo.
Y sucedió que á medida que las gotas de llanto caían resbalando desde los ojos á sus manos, la mancha de sangre se debilitaba, se debilitaba, hasta quedar borrada y desaparecer por completo. Samaí lo observó al momento, y levantando al cielo los ojos humedecidos y brillantes, sonrió con placer infinito á las estrellas que, espléndidas, radiantes y tranquilas, brillaban en las profundidades del firmamento azul, lo mismo que en la noche aquella en que la sangre del inocente y sencillo Nisraim tiñera de rojo sus manos fratricidas.
¡Había encontrado, al fin, en sí mismo la fuente misteriosa que todo lo borraba, el agua purificadora y bendita que en vano había buscado por toda la extensión de la tierra, sobre las cimas de las montañas gigantescas, bajo las ondas salobres del océano inmenso, y en el fondo de los manantiales y de los ríos trasparentes!...
Los dos Pepes
El sonido vibrante y argentino de la campana, anunciando el fin del trabajo de aquel día, último de la semana, produjo en el taller de serrería mecánica un movimiento general de expansión y alegría, del que sólo podría dar alguna idea la algarabía y bullicio que á la salida de la escuela arman los chiquillos, después de las tres horas de encerrona reglamentaria.
Al eco de aquella voz metálica que en su lengua y á su manera decía á los obreros: Basta, id con Dios y descansad unas horas, todos soltaron las herramientas del trabajo, requirieron el grasiento sombrerillo ó la democrática gorra, y después de pasar por el despacho del principal para percibir la paga de la semana, fueron saliendo á la calle en grupos de dos en dos ó de tres en tres, hablando recio y accionando mucho, alegres, satisfechos y sonrientes, haciendo sonar, al andar, con dulce y sabroso retintín en el fondo de sus bolsillos, los cinco duritos recién cobrados, fruto de los sudores de aquellos seis días.
Detrás de todos, solitario, lento el paso y el aire pensativo, Pepe Fernández, que de propósito parecía haberse quedado el último por esquivar la conversación y alegría de sus compañeros, abandonó el taller, y cerca de la puerta de salida, encontróse de manos á boca con el jefe del establecimiento, el cual le dijo afectuosamente tendiéndole la mano:
—Que los tengas muy felices ya de víspera, Pepe.
—Gracias, maestro, contestó éste, apretando con fuerza la mano aquella vigorosa y peluda que el maestro le presentaba con franqueza. Y sin más palabras ni cumplidos, añadió en seguida: Hasta mañana.
—Qué, ¿te vas sin cobrar?...
—Toma, y es verdad... ¿pues no se me había metido en la cabeza que hoy era viernes?
—Si ya digo yo que glorias matan memorias... se conoce que pensando en la prójima, ni siquiera te acuerdas de cobrar tus jornales... Vamos, ¿tendremos que acompañarte pronto á la calle de la Pasa?...
Una sonrisa forzada y triste, que, sin embargo, quería parecer alegre, asomó à los labios de Fernández, descubriendo una dentadura capaz de dar envidia á un cocodrilo, con la que contrastaba bruscamente la mancha obscura del sedoso bigotillo que cubría su labio.
Pasó al despacho del principal, ajustó en un decir Jesús la cueutecita de la semana, y sin saber cómo hallóse en medio del arroyo. Estaba anocheciendo; la tarde era templada, y en la atmósfera calmosa y apacible respirábanse ya efluvios de primavera anticipada, de cuya tímida y como vengonzosa aparición daban le el tono verdegueante de los arbolillos tísicos de la plaza de Chamberí—por donde en aquel momento pasaba Fernández,—el aroma de las violetas pudorosamente ocultas bajo la capa de musgo de la glorieta, la pureza del cielo deliciosamente azul, y tal cual prematura golondrina ó vencejo que con curvas y giros caprichosos parecía escribir en el aire estas palabras: Ya estamos otra vez aquí nosotras; palabras á las que ninguno de los moríales de aquí abajo tenía la cortesía y atención de contestar dándole la bienvenida.
Las campanas de la iglesia de Chamberí volteaban inquietas en la altura, y sus sonidos, semejantes á una lluvia de notas cristalinas, cayendo de lo alto de la atmósfera luminosa y pura sobre las cabezas de los indiferentes transeúntes, parecían querer comunicar á la tierra algo de la risueña felicidad é infantil regocijo que á ellas les dominaba al anunciar á los hombres la fiesta del popular y simpático Santo de la vara florida, que ahuyenta los cierzos y nubes del invierno, y esparce sobre los campos el soplo de vida que hace reverdecer los árboles y atrae las golondrinas y las flores.
Pepe Fernández siguió por la calle de Fuencarral abajo, confundido entre lahirvientey bulliciosa muchedumbre, compuesta en su generalidad de obreros y obreras que, de prisa y con aire satisfecho, dirigíanse á sus pobres hogares, en los que seres queridos aguardábanles sin duda impacientes, piando, con el pico abierto y el buche vacío, como esperan en el nido los pajarillos á sus madres que les llevan el anhelado sustento.
El modesto obrero de la serrería mecánica, viendo pasar á su lado á todos aquellos compañeros suyos de trabajo, sentía algo así como envidia de su felicidad, y á cada paso veníanle deseos vehementes de hablarles, de estrecharles las manos, y pedirles que le llevasen á ver el cuadro sonriente de amor y de alegría de una familia que mira llegar á casa al obrero con sus cinco duritos en el bolsillo y la boca rebosando de besos y sonrisas... ¿Quién sabe si algunos de ellos no se llamarían también Pepes, como él, y correrían á celebrar de víspera el Santo con sus hijos, sus madres ó sus mujeres?...
(Pepe Fernández se ha detenido delante del escaparate de una
confitería, alumbrado con mucha luz eléctrica y rebosando golosinas de
todo género, y parece embobado en la contemplación de tanto lujo y
tantas cosas buenas).—Aquí en esta confitería es donde yo compraba
otros años, tal día como hoy, las rosquillas y la bolellita de anisado
con que festejábamos mi Santo... ¡Y qué no era alegría la que tenía
aquella santa de Dios, que su gloria haya, cuando al anochecer me veía
entrar en casa con el paquetito en la mano, contento como unas
castañuelas y la risa bailándome en los ojos y en los labios!... Me
abrazaba cien veces, me preparaba el agua para lavarme las manos y la
cara, me hacía cambiarme la blusa por la ropa de domingo... y á cenar...
¡Y qué cena!... ¡Y cómo se le soltaba á ella la lengua, y cómo se
animaba toda la casa! ¡Hasta el San José de yeso pintado que en el
cuarto había entre dos íloreritos de cristal verde con rosas y azucenas
de papel, parece que se reía del gusto de vernos allí, mano á mano,
chupándonos los dedos con la rica merluza frita y lo sabroso de nuestra
conversación!...
¡Y pensar que aquello se acabó para siempre, y que al llegar hoy á casa basta el mismo San José estará tristón y silencioso y cabizbajo!... (Pepe suspira con tristeza, y siente que una lágrima gurda como un puTio rueda por su mejilla. Observa á su alrededor, y viendo que ninguna mirada indiscreta se fija en él, la enjuga con el revés de la mano. Luego mira al interior de la confitería). Ese es el dependiente que todos los años me despachaba á mí las rosquillas, y que es bien amable, por cierto, y tiene cara de persona honrada... Yo no sé si es cuestión de carácter suyo, ó si es que adivinaba la alegría que por dentro del cuerpo me andaba á mi bailando; pero siempre, al despedirme de él, me miraba y se sonreía como pensando: Vete con Dios, Pepe Fernández, obrero dichoso, y que las rosquillas se te vuelvan manteca y el anisado te sepa á gloria... Puede que todo fuera ilusión mía, y que los ojos me hicieran visiones, porque la alegría, según he observado, se parece al pardillo en eso de ponerle á uno á medios pelos... Pero no... ahora mismo ha mirado hacia aquí, y al verme pegado casi á los cristales, devorando con los ojos tanta cosa buena como hay en él, me ha sonreído lo mismo que otras veces, como diciéndome que entre... Entrar... ¿para qué?... ¿qué voy á hacer yo este año con las rosquillas, si ya no tengo á quien alegrar con ellas?...
(Párase un coche á la puerta de la confitería; un lacayo de largo levitón, color verde lotella con grandes botones dorados, abre la portezuela, y una elegante dama desciende de la berlina. Pepe Fernández la contempla un minuto con la boca abierta, y luego sigue mirando las tortas y golosinas del escaparate). Para esas señoronas es la fiesta de los Pepes y todas las cosas juntas... para ti, Pepe Fernández, nada y nada y nada... vete á casa, enciérrate en tu cuarto y duérmete como un bruto, si es que no prefieres marchar á la taberna á ahogar el gusanillo con media docena de vasos de vino y otras tantas copas de Chinchón ó de petróleo... ó de dinamita encendida, que para el caso es lo mismo.
(El obrero se retira visible mente mal humorado).
¿Qué ocurre en la taberna de la esquina, que la gente se
arremolina y los transeúntes se paran y acude la pareja de orden
público, y se oyen voces de amenaza é imprecaciones violentas, mezcladas
con juramentos y palabrotas feas?
El obrero Fernández se ha aproximado al grupo empujado por la curiosidad natural de saber lo que sucede, y á la conlusa luz del crepúsculo ha reconocido en medio de la multitud á su compañero de taller José Cubillos (a) (¡oleras, que, pálido el rostro y con los ojos manchados de sangre, parece ciervo acosado por jauria de canes hambrientos prontos á hundir en él sus afilados colmillos.
Él es el protagonista de la escena, no hay duda, puesto que contra él van dirigidas las amenazas é imprecaciones, los insultos y palabrotas de la gentuza... él es, sí, porque contra él se levantan en alto, semejantes á dos formidables catapulcas, los robustos puños del tabernero, y contra él se dirigen llenas de indignación y rebosantes de ira las miradas terribles de los celosos y beneméritos guardias de seguridad, que en el desamparado Cubillos van á ver el ideal de la justicia cumplida sobre la tierra...
¿El delito?... ¡Allí es nada, haber hecho cinco pesetas de gasto entre comestibles y bebestibles, y diez pesetas más por la rotura de seis botellas y otros tantos vasos, y luego salir con que no (¡uiere pagar las quince pesetas!... Es decir, eso de que no quiere pagar, él no lo dice, pero afirma y jura y perjura que no tiene ni un perro chico, y para el caso... pues llámele V. hache... lorque si ha llegado á la taberna y se ha jugado hasta el último céntimo de los jornales de la semana, y los ha perdido... pues ¡á ver con qué va á pagar los vidrios rotos!...
Pepe Fernández se ha conmovido al oír la relación del delito, y el carmín de la indignación ha coloreado sus mejillas... ¡Ese hombre es un canalla! ¡Ese hombre merece ir á la cárcel!... la la cárcel con el Goteras, borracho, jugador, mal esposo y mal padre!...
Tienes razón, Pepe Fernáudez: tu tocayo es una malísima persona y merece que le aprieten el gaznate inclusive... Pero calma tus ímpetus un poco, y considera que lo ha hecho arrastrado por un mal camarada; que hasta aquí ha sido un hombre de bien, y que no sabía lo que iba á ocurrir. Considera, considera que sus cuatro roocosuelos y su mujer le estarán ya aguardando con impaciencia para abrazarse á sus piernas y á su cuello, y que la alegría que toda la casa comienza á sentir por ser mañana su Santo va á trocarse repentinamente en luto y desconsuelo...—No seas rigorista, Pepe Fernández... ¿no podía haberte ocurrido á ti una cosa parecida? No te digo yo que su conducta en esta ocasión haya sido ejemplar ni mucho menos... pero por una vez... Anda, ten un rasgo de generosidad, haz leliz á una familia... hazlo, que San losó le lo premiará...
Decididamente es de las cosas más peligrosas del mundo tener un corazón blanducho... El obrero aserrador ha llamado aparte al tabernero, y en voz bajita lo pregunta cuánto importa el total de la deuda del Goteras.
El tabernero, para quien la pregunta de Fernández ha sido un verdadero rayo de sol, depone al punto su indignación, desarruga el ceño y pregunta á su vez:
—¿Es V. hermano, pariente ó algo de ese hombre?
—Esa no es cosa que á V. deba importarle ni poco ni mucho... dígame lo que se le debe, se le paga... y abur...
Pepe Fernández cumple siempre lo que dice, y ahí le tienen Vds. echando mano al bolsillo y sacando tres duros en tres piezas, que pune en la mugrienta mauo del tabernero, quien en su alegría de ver recuperado lo que él tenía por irremisiblemente perdido, toma un aire de satisfacción indecible, y en poco se está que no dé un apretado abrazo á su desconocido y anónimo salvador. Un maldito respeto humano le detiene en su propósito y primer impulso del abrazo, pero no impido que mostrando en la mano los 1res duros, como tres soles, se aproxime á los guardias para decirles sonriendo:
—Ea, dejen Vds. á ese tunante, que ya ha habido un hombre decente, que seguramente será de su familia, el cual me ha pagado el importo de todo.
Ante estas palabras conciliadoras y pacíficas, la jauría so dispersa lentamente, la pareja de orden publicóse aleja satisfecha desús servicios importantísimos, y el ciervo, quiero decir, el Goteras, vuelto á la vida, se limpia con la punta de un pañuelo de rayas azules y blancas el copioso sudor frío que corre por su frente, y moja sus mejillas, mientras que con sus miradas busca en derredor suyo al desconocido y misterioso personaje que con su esplendidez acaba de librar á su persona de quince días por lo menos de cárcel, y á su familia de otros tantos días de forzoso y completo ayuno; pero en vez de su noble y magnánimo salvador sólo ve a su im placable enemigo, el tabernero, que sin dar apeuas crédito a sus ojos, dice, hablando con su mujer, una tía gorda que desde la puerta de la taberna ha presenciado el desarrollo de la escena:
—Pues, señor, no sé por dónde ha podido desaparecer ese hombre, porque no hace ni un minuto que estaba aquí mismo.
Pepe Fernandez acaba de llegar á casa, ligero de corazón, y mucho
más ligero todavía de bolsillo. No lleva rosquillas ni anisado como
otros años, ni al entrar en su cuarto oye la voz temblona y cascadila de
la anciana Ueuándole de bendiciones y caricias. Sin embargo, no está
triste como al salir del taller, ni el San José de yeso pintado que
encima de la mesa se destaca entre los dos Horeros de vidrio verde con
rosas y azucenas de papel le parece grave, tristón y ceñudo, según se
había imaginado en la calle...
Por la ventana entreabierta penetran en su cuarto los sonidos de las campanas de las iglesias que voltean y cantan y ríen como locas en los aires, y el pobre Pepe Fernández, oyéndolas, se figura que todos aquellos sonidos de las campanas son otras tantas voces que en todos los tonos y en lodos los idiomas del mundo le están diciendo: «Bien, Pepe Fernández; eres un hombre y un cristiano... Mereces el nombre que llevas, lo mereces... San José le bendiga y premie la buena acción que has hecho... Bendito... bendito...»
La recompensa de un héroe
Al Sr. D. Valentín Gómez.
I
Envuelta en espesa nube de polvo, con mucho cascabeleo y mucho chasquido de tralla, la vieja y despintada diligencia llegó á la plaza del pueblo entre un verdadero enjambre de chiquillos desarrapados y descalzos en su mayor parte, que desde media legua atrás venían corriendo desesperadamente por lograr la suprema felicidad de subirse á la zaga en el estribo.
—¡Ya está ahf el coche! exclamó el módico del pueblo, que en unión de cuatro ó seis personas más bajaba todas las tardes á esperar la llegada del coche correo, que les traía el pan nuestro del periódico de cada día con los últimos telegramas de la guerra de Cuba y las noticias fresquitas de la insurrección de Filipinas.
Paró la diligencia, abrióse la portezuela, y el viajero único que dentro venía descendió trabajosamente, apoyado en grueso y nudoso bastón, y sin otro equipaje que un ligero hatillo de ropa blanca. Era el tal viajero un muchacho alto y delgado en extremo, de rostro amarillento y mirada tan débil y apagada que, á primera vista, hubiérasele tomado por un anciauo abrumado con el peso de los años y las enfermedades.
De que no era, sin embargo, tan viejo como su aire enfermizo y su paso vacilante indicaban, así como de su condición de soldado que vuelve de la guerra, eran otras tantas señales y pruebas inequívocas aquel sombrero de paja de anchas alas con escarapela amarilla y roja que cubría su cabeza; aquel Irajecillo de dril claro con rayas azules que vestía, y, sobre todo, aquellos galones de cabo primero, descoloridos y medio rotos que en la bocamanga de la guerrera lucía, y aquella orucecUa plateada sujeta al pecho con estrecha cinta amarilla, que hablaba de luchas y heroísmos, de glorias desconocidas y sangre derramada por la patria allá en las oscuras soledades de cubana manigua en momentos de febril entusiasmo.
—Se parece al hijo del tío Valentín el guarda, dijo el barbero del lugar al médico y á los demás que en la plaza estaban aguardando la llegada del coche.
—¡Va lo creo! Lo mismo que una gota de agua á otra gota... como que es él mismo en cuerpo y alma, anadió el médico confirmando la sospecha del barbero.
A pesar de esta terminante afirmación del médico y de que los rasgos de la fisonomía no dejaban lugar á la menor duda, todavía hubo más de cuatro que se resistieron á dar crédito al testimonio de sus sentidos, pareciéndoles mentira que aquel hombre, ó por mejor decir, aquella sombra de hombre que ante sus ojos tenían, pudiera ser el mismo muchacho arrogante y hermoso que lleno de juventud y vida habían visto dos años antes marchar á los campos de Cuba...
Cruzáronse saludos y (rases de bienvenida entre el recién llegado y los que en la plaza estaban... hubo exclamaciones de sorpresa, apretones de manos y hasta alguno que otro abrazo furtivo y débil... lodo ello en el breve espacio de diez minutos que el soldado se detuvo en la plaza. Y mientras que lentamente se alejaba yendo en busca de su hogar 3 su familia, á la que no había avisado de su desembarco en la Península ni de su llegada al pueblo, el viejo médico se quedaba ten la plaza repitiendo con tristeza: «Ese chico no tiene remedio... trae una anemia horrible... se muere... se muere... ¡Maldita guerra!...»
II
—¿Con qué dice V. que mi padre tardará mucho aún en volver á casa, y que mi hermano no está en el pueblo? pregunta el militar á una vecina que, al oírle llamar con repetidos golpes á la puerta de la que íué su casa, se ha asomado á la ventana para decirle que no hay nadie dentro.
—Sí; pero sube, hijo, sube á mi casa... descansarás un ralo y te daremos todo lo que necesiles... ¿qué más da?
—Gracias, señá luana.
—¡Qué gracias ni que caracoles!... Sube, que no sé lo que me da de verte así en medio de la calle como si fueras perro forastero... Sube, si no quieres que yo misma te haga subir á la fuerza... Pues, hombre, ¡no fallaba más!...
El pobre Juan Soldado comprende lo descortés que resulta ya el continuar rehusando invitación tan franca y cariñosa, y, al fin, se decide á subir en casa de la vecina, la cual le recibe en el primer descansillo de la escalera, y le obliga á entrar en la sala y sentarse en la silla mejor le paja que en ella hay.
Allí hablan de la guerra, y después de referir diferentes episodios de la misma, los combates en que ha tomado parte y otra porción de cosas que la buena mujer escucha con la boca abierta, el soldado pregunta:
—Y por aquí ¿no ha ocurrido ninguna novedad desde mi partida?
—No... es decir, sí... tu pobre padre...
—¿Ha estado malo mi padre? interrumpe con ansiedad el soldado.
La vecina palidece repentinamente, y no sabiendo qué contestar, se calla, y los ojos se le llenan de agua.
—¿Por qué llora V., señá Juana? ¿Le ha ocurrido alguna desgracia á mi padre?...
—Hijo, yo no sé mentir, y puesto que más pronto ó más tarde no ha de haber más remedio que decírtelo todo, la verdad: tu padre murió liará cosa de unos tres meses.
—¿V mi hermano? dice el soldado, llevándose el pañuelo á los ojos.
—A tu hermano le tocó también ir á Cuba el año pasado... pero ¿cómo no sabes tú nada, viniendo ahora de allá? Yo creo que de eso solamente murió tu padre; del pesar de verse solo; pues así que se le llevaron el segundo hijo comenzó á ponerse delgado, delgado y amarillo como la caña de la doctrina, y á pasarse el día cavilando, hasta que tanto cavilar dió con él en la hoya...
El soldado, que durante lodo el tiempo de esta conversación ha estado haciendo esfuerzos increíbles por aparecer un poco sereno, conoce que ya no puede más, y toda la amargura de su alma estalla de pronto en su garganta con un sollozo inmenso.
—Vamos, hombre, ten resignación y no te allijas demasiado, le dice la vecina llorando ella misma como una Magdalena.
—Señá Juana, yo vengo enfermo y sin poder trabajar en mucho tiempo... Confiaba en mi padre y en mi hermano para no morirme de hambre; (altándome la ayuda de los dos, voy á pedir que me admitan en el hospital hasla que me ponga bueno y pueda ganarme la vida trabajando.
—¡Qué hospital ni qué calabazas!... ¿Acaso no hoy en esta casa un rinconcito para ti? Pobres somos lo mismo que el suelo, ya lo sabes; pero lo que de bienes y riquezas falta, de buena voluntad sobra, y lo poco ó mucho que aquí haya se repartirá como buenos hermanos, y en paz... Iloy por ti, mañana por mí... ¿no es verdad, hijo?...
III
Juan Soldado aceptó por el pronto la generosa y desinteresada protección de su vecina;. pero como no por ser muy voluntario era menos grande el sacrificio que á la pobre mujer costaba el sostenimiento del muchacho, éste que comprendía y veía muy bien lo inmenso de tal sacrificio, solicitó, al fin, del Ayuntamiento del pueblo el ser admitido en el hospital.
Semejante solicitud motivó entre los individuos del Municipio acalorada y viva discusión, por creer algunos que el acceder á ella era obligación de justicia; pero al fin prevaleció el criterio de los más, contrario á la concesión de lo solicitado, fundándose para ello en que el soldado ni estaba herido, ni su enfermedad era tal que obligase á guardar cama.
Era verdad: el muchacho salía de casa y andaba por las calles; hablaba con las gentes y hasta reía á ratos con risa melancólica que hacía pensar en el resplandor del astro que en el momento de hundirse en el ocaso destella sus rayos más vivos... No guardaba cama, era verdad; pero la anemia continuaba sin dolores ni convulsiones violentas su labor destructora y voraz en aquel organismo ya arruinado por el ambiente envenenado de Cuba, el hambro y las penalidades horribles de la guerra, y el vaticinio fatídico del viejo médico tuvo en pocos días fatal y doloroso cumplimiento.
Y cuando la campana de la iglesia lanzó al aire las primeras notas llorando á su manera la muerte prematura del heroe anónimo, el alcalde reunió á toda prisa á los concejales en sesión extraordinaria, y después de hacer en párrafos de dramática elocuencia el elogio del soldado que muere por la patria, propuso que, como expresión del respeto, de la simpatía y del cariño que todos sentían por el compatriota muerto, el Ayuntamiento regalase... ¡el féretro para enterrarle! con la condición expresa de que el hecho constase en acta.
Inútil es decir que la proposición fué recibida con aclamaciones y aplausos unánimes.
Alguien indicó además la idea de que la ilustre Corporación concejil honrara la memoria del héroe asistiendo en pleno al entierro; pero de esto hubo que desistir en seguida, porque el celoso alcalde se encargó de advertir que justamente á la hora del entierro del soldado iba á llegar al pueblo el candidato á Diputado á Cortes por el distrito, y era de rigor que todos saliesen á recibirle.
La razón era hurto poderosa para que ninguno pudiera oponer nada en contra. Entre honrar á un pobre soldado muerto por la patria y salir al recibimiento del hombre político, ¿quién podía dudar de la elección?...
Juan Ángel
Llegó al antiguo exconvento de la Merced, convertido hacía tiempo en cuartel donde á la sazón se alojaba el regimiento de Infantería de Gerona, y al primer soldado que al paso halló preguntóle por el coronel del regimiento.
La casualidad hizo que la respuesta del interpelado luese de lodo punto innecesaria é inútil, puesto que el coronel D. Sergio del Roble, asomado en aquel momento á la ventana del cuarto de banderas, había visto al paisano entraren el patio del cuartel, y reconociendo en él á su antiguo y fiel asistente, le gritó desde arriba:
—¡Juan Angel!
Este levantó la cabeza, electrizado por el-eco de aquella voz desabrida y ronca como un trueno, que despertaba en su alma los recuerdos más queridos y hermosos de su vida, quitóse el basto sombrero de anchas alas con que cubría el revuelto greñal de su cabeza encanecida, y cuadrándose como en sus buenos tiempos de servicio:
—A la orden de usía, mi coronel, dijo-. ¿Podría hablarle unos instantes?...
—Por supuesto, hombre: sube, sube...
Subió al despacho del coronel, y un instintivo sentimiento de respeto le hizo detenerse á la puerta aguardando que la voz autoritaria de don Sergio le mandara pasar adelante.
El potente rayo de sol que, como jugueteando y haciendo brillar en el aire multitud de átomos luminosos é inquietos, penetraba por la abierta ventana, envolvió por completo la persona de Juan Angel, cuya recia musculatura y atléticas proporciones resallaban con vigorosas líneas, y se ciñó como fulgente diadema de oro á su frente plegada por centenar de arrugas, haciendo parecer majestuosa y simpática su figura bajo aquella rara indumentaria que á la legua denunciaba al legítimo churro salamanquino; indumentaria compuesta de calzón corlo ajustado á la pierna, media oscura y chaqueta de paño burdo, bajo la que asomaba el chaleco, luciendo una doble hilera de bolones de cadenilla plateados, semejantes á moneditas de dos reales.
—Entra, Juan Angel, gritó el coronel desde dentro, suavizando la voz cuanto pudo para hacerla parecer menos áspera y más cariñosa.
Obedeció el paisano y lentamente, con los brazos pegados á lo largo del cuerpo, conforme á la fórmula ordenancista, y el sombrero siempre en la mano, penetró en aquel despacho sencillo y severo á la par, con la misma religiosa veneración que si entrara en un santuario. Su mirada detúvose con fijeza en la noble y caballeresca figura del coronel, que con su larguísima perilla blanca y la infinidad de placas y cruces que colgaban del pecho de su levita semejaba legendario guerrero de épocas heroicas.
—Me habían dicho que estaba usía en la reserva, y temía no hallarle, dijo al entrar Juan Angel son riéndose bonachona men te con sonrisa melancólica.
—Lo estuve, Juan Angel, lo estuve; pero al comenzar la guerra, pedí volver al activo, y mira si ha sido suerte la mía en ser destinado á mi antiguo regimiento... Y á ti ¿qué le trae por aquí?
—El deseo de ver á usía, no más... Acabo de llegar del pueblo y he venido en seguida al cuartel.
—Bien, Juan Angel; como buen veterano no olvidas que el cuartel es nuestra segunda madre, y le consagras tu primera visita... Pero dime, ¿qué tal to ha ido desde que dejaste la milicia?
—Sin novedad, mi coronel, á Dios gracias.
—Te encuentro algo viejo...
—¡Qué quié usía!... Las penas envejecen mucho más pronto que los años
—¿Tantas has tenido?... Cuéntame, hombre, cuéntame tu vida, que ya sabes que todo lo luyo me interesa...
A Juan Angel acontecía loque ordinariamente acontece á las personas felices cuya existencia es un himno cantado más con obras que con palabras á la virtud modesta y al trabajo honrado. ¡Juan Angel no tenía historia que contar!... su vida, á partir del día en que licenciado regresó al pueblo para cumplir la palabra empeñada á la que había de ser su mujer, sólo había sido un idilio de amores pu ros y sencillos, rudos en la ionna, de terneza infinita en el fondo; idilio que en labios de aquel hombre tosco, de aquella especie de gigante con corazón de niño, tenía las lejanas resonancias del torrente que se despeña por los picachos en la sierra, y los acres y fortificantes aromas de retamas y lomillos, y la salvaje grandeza y melancolía del grito del mastín en la montaña. Había amado... había trabajado... ¿qué más se necesita para hacer dichosa una existencia?...
Con la ruda franqueza de una alma noble, con la hermosa sinceridad con que se habla al amigo, al compañero, con quien por largos años se ha vivido corriendo idénticos peligros y análogos azares, Juan Angel siguió refiriendo al coronel su vida en los siguientes términos:
—Usfa se acordará de fijo del día en que con mi licencia ya en el bolsillo entré á despedirme de osté en un despacho casi igual á éste. Seis anos llevaba en el servicio, y más de cuatro de asistente con osté. En ese tiempo había cogido cariño á la milicia—¿no había de cogerle si ella me hizo hombre?—y sobre todo á usía, que íué para mí un verdadero padre... Por eso, no era poca la pena que me daba el marcharme; pero ¿qué iba á hacer?... Del pueblo me llovían las cartas llamándome cada día, y, por otro lado, mi novia me amenazaba con enfadarse« siempre si no volvía pronto... en fin, que me resolví á marchar allá...
—¿Y te acuerdas de lo que entonces Le dije?
—Usía me cogió con mucho cariño la mano, la apretó con la suya, y me dijo: Anda, Juan Angel, cásate, que ya tienes edad, y si Dios le da hijos, críalos pa la palria y enséñales á tener ley á la bandera del regimiento...
—Eso le dije... veo que tienes buena memoria... Y qué ¿cumpliste mi consejo?
—¿Que si lo cumplí?... ¿Cree osté que me atrevería á presentarme hoy delante de mi coronel si no lo hubiera cumplido?... Las palabras de usía fueron derechas al corazón, y aquí quedaron muy adentro, muy adentro, resonándome continuamente en el alma. Un hijo solo me dió Dios, y ese hijo pa la patria ha sido, pues ha muerto en Cuba como leal y como honrao defendiendo el honor de su bandera, como buen soldado y buen hijo de España.
Pude haberlo comprado y hacer que no fuera á Cuba, que dinero bastante tenía yo en el arca, pero ni yo quise comprarlo ni el chico lo hubiera consentido nunca. Las gentes dieron en decir por todo el pueblo que si no había comprado á mi Agustín era por codicia, porque tenía el corazón pegáoslos dineros, y porque era mal padre, y no sé cuántas cosas más por el mismo estilo... Mentira, mi coronel, mentira...
Pa que vea usía que no fué avaricia, aquí traigo los seis mil reales del soldao, pa que osté se los dé á esos señores de Madrid, que, según me han dicho, andan ahora recogiendo dinero por todas parles para los pobres soldaditos que enfermos ó lisiados vuelven de la guerra.
Y así diciendo, Juan Angel se metió la mano en un bolsillo reservado en el interior del chaleco, sacó una mugrienta cartera de cuero de descomunales proporciones alada con una cinta negra, y sin afectación ni vanidad alguna, como quien hace la cosa más natural y corriente del mundo, fué dejando caer uno por uno sobre la mesa del despacho del coronel una porción de billetes del Banco de diferentes tamaños y colores... ¡Mil quinientas pesetas en junto 1...
—Los tenía guardaos, añadió, para cuando mi Agustín volviera de la guerra y se casara; muerto él, sirvan al menos para socorrer á los soldados y enjugar algunas lágrimas...
El coronel estupefacto, maravillado de tanta sublimidad en medio de sencillez tan grande, callaba mirando alternativamente tan piouto al rostro de Juan Angel, que sólo expresaba una tranquila tristeza, corno aquel montón de billetes, que representaban las economías y el trabajo de toda la vida de aquel hombre.
—¿Y ahora? preguntó al cabo de un rato el coronel sin encontrar una (rase apropiada para expresar su asombro.
—¿Ahora?... interrumpió Juan Angel con voz firmo y acento precipitado, como si la misma exaltación nerviosa que interiormente le agitaba le prestase una locuacidad y viveza que nunca en él hubieran podido sospecharse. Ahora... ¡al pueblo otra vez!... ¡á llorar hasta que ya no quede más agua en mis ojos... á rezar por aquel hijo que era mi orgullo y mi alegría... á seguir trabajando hasta que Dios sea servido de llevarme á descansar por enjamás de los jamases!
—Pero ese dinero... insinuó el coronel.
—No lo necesito, D. Sergio... Con los cuatro terruños que entoavía me quedan, me basta y me sobra a mí solo... A mas, con ese dinero guardado en el fondo del arca, no podría vivir ni estar tranquilo, porque puede que acabara por hacerme creer que era verdad lo que las gentes murmuran de mí, y eso... eso, mi coronel, me mataría, me haría desgraciaow siempre... Quédese osté con el dinero, y... adiós.
El cuerpo del coronel sufrió como una tremenda sacudida eléctrica, y se puso en pie: sus ojos, que momentos antes relucían como dos ascuas encendidas, nubláronse repentinamente; parpadeó con fuerza repetidas veces, y sus pupilas se humedecieron, apagándose el luego que en ellas ardía... dió algunos pasos adelante, temhlándole la blanquísima perilla, y echando los brazos al cuello de Juan Angel,
—Juan Angel, le dijo, eres de la raza de los verdaderos españoles. Muchas amarguras ha tenido para mí la vida, pero de todas me compensa con exceso el placer de estos momer tos... Vete con Dios, y por si de algún consuelo pueden serte mis palabras, sabe que tu coronel te bendice, te admira y... le envidia.
Y mientras que Juan Angel salía del despacho, alta la frente, satisfecho y tranquilo, el viejo coronel sacó del bolsillo de la levita el pañuelo, y llevándoselo á los ojos, ocultó en él aquel enternecimiento, aquella debilidad, la primera, la única que en su larga vida de soldado había tenido.
Ginesillo
A la Excma. Sra Condesa de Rivadedeva.
I
Eran aquellos desdichados tiempos en que el hombre no había hallado aún la manera de devorarlas distancias sostenido sobre una doble rueda pneumática, ni resuelto el problema de tener luz brillante y clarísima sin necesidad de la mecha y el gastado eslabón, ni inventado, en fin, el modo originalísimo y cómodo de poder conversar con los ausentes sin más que acercar los labios á una delgada lámina, y aplicar al oído un pequeño aparato de madera barnizada.
Dicho se está con esto que, en tales tiempos, nuestros antepasados vivían hechos unos verdaderos brutos. Comiencen Vds. por recordar que todas aquellas gentes que hoy se pudren en el seno de la tierra, eran lo suficientemente ignorantes para creer en la existencia de Dios y en la inviolabilidad de los bienes del prójimo; que no tenían la menor noticia de las trufas de Perigord, ni de los cangrejos del Rhin, ni del foie-gras de Strasburgo, sino que hacían del vulgar garbanzo y la democrática patata elementos indispensables del imprescindible y clásico cocido; que desconocían en absoluto las excelencias del sleeping-car y del champagne, lo mismo que las delicias de los libros de Zola y de Bourget, que ni celebraban cotillones, ni sabían, en fin, lo que era el género chico en los teatros, y creo que será lo suficiente para que cuantos henchidos de sabiduría y ahitos de felicidad vivimos en este dichoso fin de siglo, compadezcamos muy de veras á aquellos iulelices abuelos nuestros, que si no andaban á gatas, era seguramente por especialísimo favor de la Providencia.
Mas como esto pudiera dar motivo á serias cavilaciones, y á que alguno creyera que la fecha de esta narración se remonta á los oscuros tiempos de Maricastaña ó á los del lamosísimo Rey que rabió, bueno será dejar aquí sentado que en la época á que nos releriraos, todavía el oro era conocido en España, lo que prueba que la historia no es de ayer, y que la locomotora no era ya el artelacto de invención diabólica que hacía correr asustadas á las gentes, lo cual confirma la relativa proximidad del hecho.
A vuelta de algunos defectillos de carácter, hijos de un natural
algo violento é irascible, y harto excusables por cierto si se tiene en
cuenta lo escaso y deficiente de la educación de sus primeros años, el
lío Esteban, el molinero, era la bondad personificada y la providencia
visible de los pobres del contorno.
No que el tío Esteban luera rico ó poseyera pingües haciendas y rentas en la comarca, antes bien él mismo necesitaba para vivir del fruto de su honrado trabajo, sino que aún en medio de su oscura y laboriosa medianía hallaba siempre modo de sacará cualquiera de un apuro y de remediar una necesidad ó una miseria; porque para ser caritativo, más que riquezas y tesoros, lo que se necesita es leuer buen corazón, según máxima favorita del tío Esteban.
Bien enterados de esto, y de que el del lío molinero debía ser de vellón de lana, en lo blando y suave, estaban los pobres que cotidianamente acudían al molino, amén de otra porción de hombres y mujeres, que particularmente en la época de la siembra venían á visitarlo, y entre lloriqueo y lloriqueo acababan siempre por arrancarle algunas lanegasde grano, sin interés alguno por supuesto, y muchas veces sin la devolución solemnemente prometida.
—Mientras haiga en mi alacena un mendrugo de pan, que no se diga que á la puerta del tío Esteban se ha muerto naide de hambre, ¡recontra!... Cuando Dios da para Vicente, da para el vecino de enfrente, solía responder con su gruesa voz de sochantre á su mujer, que alguna vez le reprochaba su prodigalidad y sus excesos en tal sentido.
—Buen camino para prosperar y hacer fortuna... Verás el día que á ti te falte, solía replicarle la mujer.
—El día que á mí me falte, pues, habrá un pobre más en el mundo... ¡recontra!... pero si llego á pobre, no fallará á buen seguro quien me socorra para no dejarme tampoco morir de hambre... ¡contra, recontra de mujeres!... ¡Tanto ir á la iglesia, y luego tanto desconfiar de la Divina Providencia, que no parece, al oírlas, sino que Dios se va á morir de viejo!...
El tío Esteban tenía el corazón más sano, más grande, más aragonés que en pecho humano ha podido esconderse jamás. De pocos mejor que de él podía decirse que su lástima era como la capa del cielo, que todo lo cobija. Naturaleza noble, bravia y enérgica como árbol de serranía criado á pleno aire y pleno sol; cristiano de corazón y sentimiento, porque á serlo le habían enseñado sus padres, y á más porque su propio natural le inclinaba á la religiosidad y á la íe, en el alma honrada y franca de aquel hombre no podían tener cabida ni el dolo, ni la desconfianza, ni la duda. Para esto habría sido preciso que el lío Esteban desmintiera su raza, y... ¡bueno era él para hacer traición á sus mayores ó manchar la sangre que corría por sus venas; aquella sangre que si no era azul ni aristocrática, sino roja y plebeya como la de cualquier hijo de Adán, en cambio en lo de limpia y honrada podía competir con la de los mismos Doce Pares de Francia!...
Su padre, un buen hombre con más fe en Dios que pan en la alacena, había sido uno de los infinitos héroes anónimos que aquella gloriosa epopeya de la francesada produjo por una especie de generación espontánea en toda la Península.
En los comienzos de aquel memorable año 8, las escasas gentes que diariamente venían á hacer su molienda al modesto molino del tío Justo, el padre del tío Esteban, solían traerle noticias del movimiento de los franceses en España, de lo que en los pueblos se murmuraba de ellos, de las quejas y descontento de los españoles, y de otra porción de cosas por el estilo, que el lío Juslo escuchaba indiferente en la apariencia, canturreando entre dientes alguna jota, al rumor de la piedra del molino y del agua de la presa. Pero cuando una mañana le dijeron; «Tío Justo, los franchutes van á apoderarse de Zaragoza y á llevarse á Francia la Pilorica,» el tío Justo soltó un taco redondo, y rugiendo de cólera como león acribillado de heridas, cerró al punto el molino, lióse á la ciutura la ancha laja morada de los domingos, se echó la manta y el trabuco al hombro, y sin aguardar nada ni querer oir razones ni consejos de nadie, marchó á pió a Zaragoza dispuesto á habérselas cara á cara con aquellos herejotes de franceses, peores que los mismos moros de Majoma, que, según se decía, no oían Misa los domingos y venían a quedarse con España.
De lo que el tío Justo fué cortando cabezas de írauceses podían dar testimonio elocuente los llanos de Mallén y las liras de Zaragoza, que dos veces se empaparon con sangre salida de sus heridas.
Terminada la gloriosa empresa y echados del suelo aragonés los invasores, el lío Justo volvióse á su casa á proseguir sus faenas; y tan propicia se mostró con él la fortuna, que su molino prosperó mucho en poco tiempo, habiendo logrado atraerse la parroquia de todos los pueblos del coutorno en seis leguas á la redonda.
Así lo heredó el lío Esteban de su padre, y sus afanes y pensamientos fueron desde el primer día encaminados á la conservación y mejora del molino, que, á una ventajosa posición en lo más hermoso de la fértil vega del Canal de Aiagón, unía la ventaja de ser casi el único en la comarca, puesto que las dos ó 1res aceñas insignificantes que por allí había, sobre eslar la mayor parte del año paradas, hallábanse lo suficientemente distantes para no tener que temer su competencia.
Era el molino del lío Esteban ni grande ni chico, con cualro ventanas á la parte del río y una plazuela delante de la puerta, por donde á sus anchas y con toda libertad pululaba innumerable muchedumbre de palos, gallinas y polluelos, escarbando y rebuscando los infinitos desperdicios del molino. Destacaban sus paredes limpias y blancas como el ampo de la nieve sobre el verde oscuro de los espesos olivares que de uno y otro lado del rióse extendían á lo largo de la fértil y amplia campiña, cortada á trechos por frondosas huertas de hermosísimos frutales y por viñedos de un verde claro de esmeralda, y el conjunto ofrecía un alegre golpe de vista, semejando, visto de lejos, una azucena brotada al borde de las aguas.
A parte la mayor ó menor poesía que en el molino del tío Esteban pudieran ver las gentes, la preferencia que por él sentían éstas hallábase con exceso justificada por la religiosa exactitud con que allí se hacía la maquila, por la honradez suma que allí reinaba, no habiendo que temer trampa de ningún género en piedras ni en cajones, y además por la presencia de Ginesillo, el criado del tío Esteban, muchacho alegre como unas castañuelas, dicharachero como un andaluz y chistoso como almanaque de risa, que con sus canciones y frases picarescas é ingeniosas traía encandiladas y al retortero á las parroquia ñas del molino, las cuales con gusto habrían alargado un poco el camino y basta pagado algo más de maquila, si preciso fuera, á trueque del placer que de las agudezas y chistes y requiebros del muchacho recibían.
Ginesillo estaba desde chico en el molino; allí se había criado, allí había crecido, y allí, pegado, puede decirse, á aquellas piedras de moler que él á su antojo manejaba y que parecían estarle sumisas y obedientes como si adivinasen su voluntad y sus caprichos, había llegado á hombre. ¡Y cómo amaba él á aquellas piedras redondas, oscuras y perpetuamente lavadas por el agua fresca y limpia del canal á las que estaba unido su pasado y su porvenir, y á las que debía el pan de su niñez, la alegría de su mocedad y el cariño del tío Esteban, su amo, su protector, su segundo padre 1... Hubiéranle propuesto á Ginesillo trocar su vieja blusa espolvoreada de harina por la púrpura del más encumbrado monarca de la tierra, y es bien seguro que su contestación hubiera sido digna de la que el filósofo del tonel famoso dicen que dió al poderosísimo Rey de Macedonia, cuando éste le dijo que le pidiera alguna gracia.
Pero por fuertes y sagrados que fuesen los lazos de gratitud que al molino del lío Esteban ataban á Ginesillo, otro lazo más grande y más iriompible había que amarraba su corazón á aquellas paredes blancas como el ampo mismo de la nieve, y eru el amoi á Paula, la hija del tío Esteban, una real moza en todo el sentido de la palabra, con una cara sonrosada y fresca y unos ojazos azules de mirai profundo y limpio, con la limpieza y profundidad del agua de las fuentes de la sierra, y un talle airoso y unos piés menudos y ligeros, que era lo que había que ver en toda aquella tierra.
No era el amor de Ginesillo por Paula pasión violenta que de pronto estalla en el alma al choque de los sentidos, con impulsos de torbellino y relampagueos de tempestad, sino sentimiento grave, reposado y profundo, que poco á poco va arraigando en el pecho como planta robusta en suelo fértil y abonado, y que de día en día se va haciendo más fuerte y sólido y perdurable, hasta identificarse con todas las fibras de la carne y todas las golas de la sangre.
Era natural que así sucediese: juntos desde chicos, y amándose como dos hermanos en la edad de la inocencia, cuando amarse mucho es correr y jugar y picotear cerezas, como dos pájaros escapados de un mismo nido, Ginesillo había seguido paso á paso y día por día el desenvolvimiento de aquel capullo lozano, pletórico de perfumes y bellezas, hasta llegar á verlo con vertido en la rosa de opulenta hermosura que al presente lucía á sus ojos sus encantos innumerables.
El tío Esteban, que desde mucho tiempo atrás notaba la natural inclinación de Ginesillo á su hija, lejos de sentir disgusto, alegrábase intenórmenle de ello, seguro de la honradez y nobleza del cariño del muchacho, á quien miraba con ojos de padre y por cuyo porvenir se interesaba como por el de un hijo propio, y seguro también de que Ginesillo era el alma y la vida del molino.
Habfa que ver al tío Esteban sentado al caer la tarde á la puerta de casa, con una pierna cruzada sobre la otra, rebosando satisfacción y contentamiento... ¡Había que verle, digo, á aquellas horas con la colilla del cigarro en la boca y los ojos entornados como para retener en las pupilas la imagen de la dicha que delante de sí tenía sonriente y hermosa, y el corazón henchido de alegría y de infantil orgullo oyendo el ruido incesante y monótono de la piedra del molino!...
—Vamos, que buena vida se da V., lío Esteban, solían decirle las genles que por allí pasaban de regreso del campo á aquellas horas.
—¿Qué he de hacer? ¡recontra!... Donde eslá ese chico, todos estamos ya de más... él solo se lo hace todo, contestaba el molinero aludiendo á Ginesillo, que por dentro andaba llenando de harina los sacos, al compás de su copla favorita:
Mi corazón se parece
á la piedra del molino,
que por más vueltas que da
siempre está en el mismo sitio.
El lío Esteban sonreía de contento al oir la voz del muchacho, y
mientras el sol se iba del horizonte, dejando en el cielo como
cortinajes de púrpura espléndidos inmensas fajas de arreboladas nubes, y
mientras que del fondo del río se levantaba perezosamente la niebla
azulada y húmeda, sólo Dios sabe los castillos de naipes que el tío
Esteban fabricaba en su cabeza, y el gozo íntimo que inundaba su alma al
representarse con la imaginación en un porvenir sonriente de luz, de
felicidad y de abundancia, e idilio de aquellos dos muchachos, que eran
el orgullo y la honra de su casa; idilio al que servían siempre de fondo
las blancas paredes del molino destacando vigorosamente sobre el verde
oscuro de los espesos olivares de la campiña...
El lío Esteban al engolfarse en eslos pensamientos, acababa siempre por sentirse con la cabeza trastornada, como si estuviera elmo; y ebrio se ponía, sí... ebrio de felicidad, de ternura, de alegría, con esa embriaguez bendita que no perturba el cerebro, ni trastorna los sentidos, ni pone frases incoherentes en la boca, ni hace dar traspiés ridículos, sino que induce «i creer á los hombres mejores de lo que realmente son, y hace amar la vida con amor infinito y santo, y levanta el alma á Dios en alas de la gratitud, del reconocimiento, del amor; del amor sencillo, desinteresado y noble, que sólo son capaces de sentir en la tierra los puros y limpios de corazón, como lo era el tío Esteban, el molinero.
II
Aquel día de Junio, que era domingo, por más seüas, la piedra del molino estaba silenciosa y quieta, como si repentina parálisis hubiera suspendido su movimiento. Por nada de este mundo hubiera consentido el lío Esteban que en día de íiesta se trabajase en su casa; en primer lugar, porque, como decía el tío Justo, su padre, la ganancia del domingo no ha enriquecido nunca á nadie, y además, añadía él, porque no era cosa de que Ginesillo se quedase sin oir Misa y sin tener su día de diversión y descanso en la semana.
El tío Esteban había salido después de comer con la escopeta al hombro y el cigarro en la boca, dispuesto á pasarse la larde en el campo en acecho de codornices, de las que aquel año debía haber muchísimas por todo el contorno, puesto que la cosecha de grano era muy abundante en la comarca y los cazadores las habían perseguido menos que en años anteriores. Los sembrados debían estar llenos de nidos, y buena prueba de ello era que desde el amanecer hasta por la noche, los vibrantes y vigorosos cantos de las codornices se repetían sin interrupción en todas direcciones, como si las ricas y doradas mieses que cubrían los campos, formando graciosas oudulaciones cada vez que una ráfaga de viento pasaba sobre ellas como beso y caricia de la primavera, fueran el pabellón magnífico destinado á cobijar la fecundidad desbordante de alondras y codornices.
El molinero se las prometía muy buenas, pues las codornices cantaban que se las pelaban aquella tarde, y el tiempo por otra parte parecía presentarse deleitoso y fresco, medio velado el sol entre las nubes que á trechos cubrían el cielo, y callados y calmosos los sembrados, con una calma inalterable y un silencio majestuoso, profundo y apacible. ¡Lástima que no hubiera contado con lo que las nubes fraguaban allá por las alturas!...
Los primeros truenos de la tormenta que se avecinaba sorprendiéronle cerca de la posada del Cardo, que era un ventucho con ínfulas de parador, situada en la carretera de Zaragoza, á una legua y media de su molino, donde arrieros y mayorales solían parar siempre á beber un jarro de vino mientras las caballerías descansaban á la puerta, y que, según de boca en boca corría, más de una vez había dado albergue á alguna partidilla de bandidos, de las que muy de tarde en tarde se formaban por aquel país.
Fueran verdaderos ó falsos los rumores, ello es lo cierto que la posada del Cardo no gozaba de buena fama entre la gente; y fuera por estoó por otra causa, el tío Esteban jamás había querido poner los piés en ella, pasando siempre de largo cuando la necesidad ó la afición á la caza le llevaban por aquellos sitios, cosa que, á decir verdad, no era demasiado frecuente.
Tampoco aquel día pensaba entrar, pero el diluvio de agua mezclada de granizo que á los primeros truenos comenzó á caer, obligáronle al punto á mudar de propósito y á buscar un refugio en la posada.
—Mala tarde de caza, lío Esteban, díjole al verle entrar con la escopeta bajo el brazo el tío Nano, el dueño de la taberna, que era un hombre bajito y regordete, con ojos saltones y un poco húmedos, y una nariz prominente y colorada como una remolacha.
—No esperaba yo esto, ¡recoutra! contestó el molinero un poco enfurruñada la cara, dejando á un lado la escopeta y poniéndose á mirar las nubes desde dentro, mientras liaba un cigarro pausadamente.
—Pues la cosa lleva trazas de durar buen rato.
—Así parece... En fin, menos mal, y gracias á Dios que es agua limpia... si llega á ser piedra, para estas horas ya estaban los campos rasos como la palma de la mano... ¡recontra con los nublados de este mes!...
—Ahí es donde á V. le pica, lío Esteban... que no se pierda la cosecha,« que la muela no pare, y el zurrón se llene pronto de doblas, dijo el tabernero guiñando maliciosamente el ojo.
—Hombre, francamente, contestó sin darse por ofendido el molinero, no soy yo de los que menos gananciosos salen con que el grano se coja bien; pero haces mal en pensar que uno sólo mira por sí mismo... Hay que tener caridad con el prójimo, y alegrarse de que la cosecha sea abundante por los mismos labradores, que harto sudan y rabian todo el año, ¡recoutra!... Lo que es yo, si fuera Dios, cosecha les había de dar hasta que se hundieran los graneros...
—Pos ni aun así había V. de lograr tenerlos satisfechos, tío Estéban.
—¿Qué es eso? ¿Ties gente por arriba? interrumpió éste prestando oído á un confuso rumor de voces que por el hueco de la escalera bajaba.
—Froilán y el tío Candiles, que suelen venir los domingos á jugar un guiñóle en el cuarto de arriba, respondió el posadero. Si Y. quiere subir...
—Será lo mejor, hasla ver si se pasa la tronada, dijo el tío Esteban, echando escaleras arriba, con grave riesgo de romperse la crisma á causa de lo empinado y escurridizo de los peldaños, que hacían de la subida aquella, operación más peligrosa y difícil que la ascensión al Vesubio ó á la gran pirámide del desierto.
El cuarto donde aquéllos estaban era una habitación pequeña con suelo de yeso, lleno de hoyos, como suelen estar los de casi todas las casas de Aragón, y una sola ventana que daba á la carretera. En cuanto al mueblaje, todo él estaba reducido á una mesa larga y cuadrada de madera de chopo sin pintar, dos bancos de lo mismo y unas cuantas sillas de paja medio desvencijadas y rotas. Allí, sentados el uno frente al otro, Froilán y el tío Candiles hallábanse enredados en importante y larga discusión, esparcida la mugrienta baraja sobre la mesa, y al extremo de ésta un jarro sucio y desportillado por diferentes sitios. Un cuadro, en fin, digno del pincel de Teniers, el pintor de las escenas rústicas, de los bebedores y jugadores de bolos en el fondo de las tarbernas holandesas, que en lo de sucias y antipáticas y feas deben de tener poco que echar en cara á las de todos los demás países del mundo.
Froilán y el tío Candiles eran también moliñeros, dueños respectivamente de dos aceñas, y camaradas antiguos del tío Esteban, á quien uno y otro debían más de cuatro favores de importancia. El segundo era de su misma edad, unos cincuenta años poco más ó poco menos, de elevada estatura, cuerpo enjuto y anguloso, pecho enarcado y músculos de acero, semejante á un Hércules, al que sólo faltaba la gruesa piel de león y la potente maza en la mano. El otro, Froilán, era un poco achaparrado y metido en carnes, no mal parecido de rostro, y callado y misterioso como una esfinge.
Así que el tío Esteban llegó al cuarto y echó una mirada sobre aquellos dos hombres, con el buen golpe de vista y rectísimo criterio que Dios le había dado, adivinó que algo grave se trataba entre ellos, y desde la puerta, sin penetrar dentro, saludó diciendo:
—Dios os guarde...
—¡Hola, Esteban!... bien venido, contestó el tío Candiles... ¿De cuándo acá tú por estos sitios?... Entra, hombre, que ahí palees probe en puerta ajena...
—Es que estabais de conversación, y pué que haya venido á estorbaros...
—Tú no estorbas en dengma parte, Esteban... Eso que te conste siempre... Y en lo tocante á nuestra conversación, mesmamente hablábamos de ti no hace entoavía dos segundos.
—Pos ya veis como en nombrando al ruin de Roma, luego asoma, que decía mi padre, que la gloria goce, dijo el tío Estebau entrando.
Y es el caso, añadió el tío Candiles, echando el cuerpo atrás y metiéndose ambas manos en la laja, que memamente pensábamos ir hoy á verte al molino;;« hablar contigo de un asunto que te interesa.
—Entonces me siento, y empieza cuando te de la gana.
—Lo primero échate una gótica, pa hacer boca, dijo el tío Candiles alargándole el jarro desportillado y sucio que había sobre la mesa.
El tío Esteban le dió un buen beso, y después de limpiarse la boca con el revés de la mano, dijo acomodándose en la mesa, al lado de Froilán.
—; Ajajá!... con qué vamos á ver... empieza...
El tío Candiles dirigió una mirada significativa á la puerta, como para cerciorarse de que estaba bien cerrada y de que nadie les oía, y sacando una mano de la taja con mucha solemnidad y mucho énfasis, le pieguntó.
—Tú le tienes cariño á tu molino, ¿verdad?
—Paece mentira que me hagas esa pregunta, ¡recontra!
—Bueno... Tú te ganas la vida moliendo honradamente, ¿verdad?
—¿No lo sabes tú eso lo mismo que yo? ¡recontra!.....
—Bien... pues dentro de poco, ni tú, ni tu, dijo señalando alternativamente con el dedo á sus dos oyentes, podréis vivir como hasta aquí habéis vivido...
—¡Recontra! interrumpió el tío Esteban. ¿Qué estás ahí diciendo?
—Lo que oyes, Eslebau, lo que oyes... Ya me temía yo que te iba á dar con esto un mal rato, mesmamente porque sé el cariño que le tienes á tu molino; pero lo he pensado y me he dicho: la amistadla las ocasiones...
Un relámpago vivísimo, deslumbrador, inmenso que en aquel instante llenó la estrecha habitación de una luz rojiza como llamarada de iticendio formidable, cortó repentinamente la conversación en los labios. Los tres hombres se santiguaron á un tiempo devotamente, mientras el trueno ronco, prolongado é interminable hacía retemblar la casa hasta los cimientos, y el agua se desataba de las nubes con abundancia y furia de catarata, haciendo un ruido atroz en los árboles de fuera.
—¡Santa Bárbara bendita, qué uublao tan tremendo!... exclamó Froilán, que hasta entonces había permanecido en silencio.
—Pues como te iba diciendo, prosiguió el tío Candiles, me paece que de esta hecha te quedas sin molino, como tres y dos son cinco... Y no será por culpa del fuego que te lo queme ni de los ladrones que le lo roben, sino de ese don Juan de Dios, de Zaragoza, que debía estar hace ya mucho en la horca, y que con el molino que está haciendo en término de Lisaleda, va á ser uuestra ruina... Esta mañana he estado yo por allí, y como quien no quiere la cosa me he enterado de todo. El molino en cuestión no va á ser como el luyo ni como el mío, sino mucho más grande, con muchos adoruos y mucha fachenda para atraer parroquia... Pero esto es lo de menos, Esteban; lo malo para nosotros está en que ese molino no va á necesitar como los nuestros agua para moler... ¿Entiendes tú eso, Esteban?... ¿entiendes cómo jmé ser que un molino se mueva sin agua del río?... Yo tampoco lo entiendo... pero ello es así, Esteban... no lo dudes. Esos currutacos de Zaragoza que sólo piensan en atracarse de libros la mollera, con tanto discurrir y tanto revolver papeles, ban inventado el modo de mover la muela sin agua, y acabarán por inventar, si Dios no lo remedia, el modo de volar sin alas... Por supuesto, que de todas esas invenciones nuuca sale nada bueno para los probes... eso que te conste, Esteban.
El tío Esteban le miraba sin pestañear, asombrado de su labia y su saber extraordinario.
—¿Y dices que el molino de D. Juan de Dios va á arruinar los nuestros?
—Naturalmente; como que en vez del agua del río tiene una máquina, con la que podrá moler hasta en tiempo de seca y mucho más barato que nosotros... ¿entiendes, Esteban?...
—Sí, ya le entiendo... de sobra te entiendo; pero ¿qué podemos hacer contra eso?
—Que ¿qué podemos hacer?... Mucho; oye, Esteban... Froilán, Ginesillo, tú y yo, somos cuatro hombres... ¿verdad?
—Justos.
—Cuatro hombres pueden siempre más que dos, ¿verdad?
—Verdad.
—Pues entonces no tenemos más que juntarnos en un día dado, ir al molino de D. Juan de Dios, coger la máquina y hacerla polvo de cuatro hachazos... Que vuelven á poner otra, pues volvemos nosotros á machacarla, y ya veremos quién se cansa antes, si ellos de traer máquinas ó nosotros de hacerlas cisco...
El tío Esteban sintió que la sangre se le paraba dentro del cuerpo, y levantándose indignado contra tan iníame proposición, exclamó sin titubear:
—Esa es una mala acción, ¡contra!... yo no hago eso, ¡recontra!...
—Peor para ti... tú te lo perderás... Verás el día que no tengas un grano de molienda á quién llamas... á Cachano con dos tejas.
—Llamaré á Cachano ó á San Cachano, pero mi concencia me dice que no debo hacer eso, y no lo haré, suceda lo que quiera, que nunca ha de ser más bajo que arrancao, dijo el tío Esteban, poniéndose la mano sobre el pecho.
Al llegar á este punto los tres hombres se habían puesto en pie, como movidos por un mismo resorte, y se miraban en silencio. El tío Candiles, con los puños apoyados sobre la mesa y el cuerpo echado hacia adelante, preguntó por última vez:
—¿Con qué podemos contar contigo, sí ó no?
—No, respondió resuelta y enérgicamente el tío Esteban. V sin más razones, bajó despacio la escalera, y cambiando breves palabras con el amo déla posada, se echó de nuevo la escopeta al hombro, y salió á la carretera. El nublado había pasado por completo; todavía hacia la parte de las Bárdenas unos espesos nubarrones que sobre los picachos de la misma hallábanse como amontonados y fijos, continuaban relampagueando vivamente, pero el cierzo que comenzaba á soplar con fuerza barría hasta los más pequeños girones de nubes, y el sol que, próximo á su ocaso, volvía á brillar espléndido en el cielo azul, de un azul purísimo, como recién lavado por la lluvia, arrojaba sobre la campiña largamente abierta una verdadera cascada de oro, y arrancaba fulguraciones de diamante á las ligeras gotas de lluvia que temblando brillaban suspendidas en el borde de las hojas de los árboles y de las plantas. I,as codornices cantaban estrepitosamente en medio de los sembrados, cuyas mieses aparecían teudidas, como si sobre ellas hubiera pasado ya el trillo, y la naturaleza toda parecía salir rejuvenecida, purificada, sonriento y hermosa de los brazos de la tormenta, como virgen risueña que acabase de refrescar su rostro y limpiarse el polvo del vestido en un baño de agua tranquila y perfumada.
El tío Esteban marchaba á paso largo, la escopeta al hombro siempre y la vista fija en el suelo, de tal modo engolfado en el mar de sus cavilaciones y pensamientos, que ni siquiera vió el hermoso bando de codornices que al saltar una acequia le pasó por delante y tan de cerca que, á no ir tau meditabundo y abstraído, habría sentido el aire que con sus alas le hicieron en el rostro al pasar volando.
Cerca ya del molino, al doblar el último recodo de la senda que culebreando se perdía en la severa obscuridad de los espesos olivares, el viento trajo á sus oídos la voz de Paula, que desde la ventana de su cuarto llamaba á Ginesillo, y poco después la voz del muchacho que con timbre sonoro y limpio como si en la garganta tuviera una cascada de plata, cantaba:
El árbol del bien querer
no tiene más que una ramu;
para que uno suba en él
es menester que otro caiga.
Semejantes al aleteo de un pájaro, los ecos de la copla tiernos,
acariciadores, sencillos y apasionados pasaron rozando los oídos del
molinero, y antes de que fueran á perderse del todo en la lejanía de los
campos, GiDesillo volvió á cantar con nuevo brío y acento vibrante de
ternura:
Son tus ojos dos ceoiles,
que hocen preso al que los mira;
y ellos son los que m han hecho
preso á mí pa mientras viva
Al tío Esteban le daba saltos el corazón dentro del pecho como si
quisiera escapársele fuera; todas sus cavilaciones y negros
pensamientos habían huido repentinamente de su alma al eco de las
canciones de Ginesillo, bien así como bandada de gorriones que huye con
pedrada de muchacho, y en su corazón sólo quedaba al presente la alegría
sana, el gozo íntimo de la vida en aquel nido sonriente de luz, lleno
de gorgeos y canciones, é inundado de amor sencillo y tierno, en el que
dos generaciones habían abierto sus ojos á la vida, y donde por poco que
Dios le conservase la existeucia, esperaba ver todavía la nueva pollada
de los nietezuelos alegres y juguetones, como pájaros cantando al sol
la dicha de haber nacido en el molino del lío Esteban al calor de las
alas de Ginesillo y de su Paula, para los cuales guardaba Dios, sin
duda, sonrisas y bendiciones y prosperidades sin número y sin tasa.
Un momento, la idea de la ruina de su molino volvió á interponerse como nube sombría entre el cielo riente de su felicidad soñada y seductora, y la menguada realidad de las palabras de su compadre; pero el tío l.sléban la ahuyentó de su pensamiento sin dejar que penetrara demasiado dentro del alma. Después de todo, ¿110 podría haber exageración en las palabras del tío Candiles, y ser todo aquello de la ruina de sus molinos recelo y temor suyo mal fundado? Y aun poniéndose en lo peor, y dando de barato que el peligro fuera tan real y positivo como se lo habían pintado, ¿á qué vendría el descorazonarse y entregarse á la desesperación atado de piés y manos? ¿No sería ese el peor y el más irremediable de todos los males?... ¡Ah! ¿y la le en Dios? ¿y 1» confianza en la Divina Providencia?... ¡Eso sobre todo, recontra!...
Con tales pensamientos en la cabeza llegó el tío Esteban al molino, algo entrada ya la noche y un poquillo cansado el cuerpo con lo largo de la caminata de la tarde. Su mujer y su hija corrieron á palparle la ropa para ver si la traía mojada, y convencidas de que no había habido remojón, según ellas se temían, no pudieron por menos de preguntarle con interés y curiosidad dónde se había resguardado del aguacero.
Satisfizo el tío Esteban la curiosidad de las mujeres, contándoles en pocas palabras su buena suerte en haber llegado á la posada del Cardo, justamente cuando las nubes comenzaban á arrojar las primeras gotas, gruesas y pesadas como cuadernas; pero se guardó muy bien de decirles su encuentro con Froilán y el tío Candiles, y mucho más la conversación que con ellos había tenido en el cuarto alto de la posada, con el recto y á todas luces plausible fin de ahorrarles un mal rato.
III
Quince días se habían pasado desde la anterior escena, durante los que ningún suceso de importancia vino á turbar la calma y alegría del molino. Acudía como siempre la gente á hacer su molienda, y seguían alegre y risueña Paula, soñador y satisfecho el tío Esteban, y todos en la casa trabajadores como de costumbre: únicamente Ginesillo parecía preocupado por no sé qué oculto pensamiento ó remordedora idea, que le hacía aparecer más taciturno y sombrío de lo ordinario, sin que á nadie ni dentro ni fuera de la casa pudiera alcanzársele la causa de tan repentino cambio en carácter tan jovial y expansivo como el del mozo del molino.
Advertía el tío Estébun la extraña mudanza del muchacho, y por ello so afligía interiormente; mas vencíase y callaba, antojándosele que tratar de inquirir el motivo de semejante taciturnidad y tristeza, con preguntas indagadoras y acaso indiscretas é impertinentes, más bien serviría para aumentar la interior amargura del mancebo que para descargar su corazón del peso de ocultos y tal vez hondos pesares que le torturaban; y así dejaba que el tiempo se encargara de descifrar por sí mismo el enigma que tras aquella frente nubosa y coronada por espesa cabellera rubia se ocultaba; porque pesadumbres y tristezas se parecen á las (rutas de los árboles, en que mientras están verdes cuesta no poco trabajo el arrancarlos de la rama, y cuando maduros ya, ellos solos se desprenden del corazón sin esfuerzo alguno, y caen en tierra por su propia madurez y peso.
Así discurría el bueno del tío Esteban, y á le que eran discretas y atinadas sus razones al discurrir de ese modo, pues tal como él se lo figuraba, el tiempo fué quien se encargó de aclarar el misterio que tanto le daba que pensar.
Sentado en una silla de madera á la puerta del molino y arrojando al aire bocanadas de humo juguetón y azulado, que del cigarro sacaba con repetidas y largas chupadas, hallábase el tío Esteban una tarde, cuando á la terminación del sendero que unía el molino con la carretera de Zaragoza, divisó á la pareja de la guardia civil del puesto inmediato, que con el fusil al hombro, enfundado el tricornio con tela blanca cayendo por detrás y alargada por delante en forma de visera para preservar del sol la cabeza, ceñida la pierna con ajustada polaina negra y en actitud de servicio, avanzaba camino adelante, grave el rostro y el paso lento y mesurado, haciendo rellejar al sol los lustrosos y charolados correajes en medio de la solitaria y descubierta campiña, en la que se extendían ya los áridos y amarillentos rastrojales sin un árbol que les prestase sombra, ni una mancha de verdor que templase el tono rojizo del paisaje, abrasado por los rayos de un sol violento y centelleante en extremo.
El molinero no se inmutó ni experimentó sorpresa alguna por la presencia de la benemérita, acostumbrado como estaba á verla rondar frecuentemente por aquellos alrededores, y no siendo cosa rara el que los guardias se parasen en su molino á descansar un poco de sus correrías apurando un vaso de vino y fumando un cigarro en su compañía. Por esta razón, así que la pareja se acercó al molino, el tío Esteban levantóse de la silla en que sentado estaba, y con su bonachón aire habitual les dijo á guisa de saludo:
—Ya podían Vds. haber aguardado para salir á que el sol se hubiera puesto, ¡recontra!... no sé cómo no se derriten Vds. con una tarde como esta y llevando tantos chirimbolos á cuestas...
Los guardias civiles sonriéronse al ver el buen humor del molinero, el cual sin darles tiempo ni para contestar al saludo que les había dirigido, prosiguió con rostro apacible siempre:
—Vamos, entren Vds. y pidan lo que quieran... ¿Pero se pité saber qué recontra de diablos les trae por aquí á horas semejantes?
—El diablo de Ginesillo, respondió lacónicamente uno de los civiles.
—Qué... ¿se lo van á llevar Vds. preso?
—À eso venimos, tío Esteban, y V. perdone si por culpa del maldito oficio tenemos que darle hoy un mal rato.
El tío Esteban no pudo contener una carcajada ruidosa y franca viendo la naturalidad con que representaba su papel el de la benemérita, en cuyo rostro se pintó una grave expresión de asombro, admirado interiormente de que el molinero tomara á risa lo que él se imaginaba había de ser motivo de tristeza y pesadumbre inmensas en todo el molino. En honor de la verdad hay que declarar que el guardia civil, ante explosión de regocijo tan inoportuno y fuera de sazón, pensó para sus adentros que ó el tío Esteban no andaba muy en sus cabales, ó que bajo aquella apariencia bonachona y honrada se escondía un grandísimo tunante.
Algo de esto debió de leer el honradísimo molinero en la mirada recelosa y escrutadora que el guardia tenía como clavada en él, puesto que cuadrándose muy serio, dijo con acento que revelaba serenidad y firmeza de ánimo:
—Si la cosa va de veras, díganlo de una vez y acabemos de bromas, que al buen pagador no le duelen prendas... Si algo malo hizo Ginesillo, en casa está, cárguenle de esposas y cadenas, y á la cárcel con él, que no ha de ser el tío Esteban quien implore clemencia para un tunanteó trate de impedir el cumplimiento de la justicia, ni siquiera tratándose de un hijo, pues hijo más que criado es para mí Ginesillo... eso harto lo saben Vds. y lo sabe todo el mundo, sin que yo tenga que decirlo.
Bien claramente demostraban las palabras sinceras y dignas del tío Esteban que en su conciencia no había ni sombra de delito, y que al hablar así con la ruda y hermosa franqueza de los corazones leales, honrados y limpios, no hacía más que dejar escapar por la boca los sentimientos de ingénita grandeza y de exquisita ternura que en su alma noble se anidaban sin presunción ni vanagloria de ninguna clase, y acaso sin que él mismo se diese cuenta de ello, porque la elevación en el pensar y la grandeza en el sentir son plantas que en el alma robusta del pueblo brotan con espontaneidad y lozanía, y sólo en naturalezas vigorosas, sencillas y rudas como la del molinero aragonés, alcanzan perfecto desarrollo, á la manera que los pinos de gigantesca copa solamente en las cumbres bravias de las montañas yerguen sus frentes majestuosas á la luz fecundante de los cielos y al beso inmaculado de los cierzos y de las nieves.
Refirió el guardia en pocas y sustanciosas palabras la fechoría por Ginesillo cometida en unión del tío Candiles y de Froilán en el molino de D. Juan de Dios, en el que entraron de noche ocasionando destrozos de importancia y haciendo añicos la recién montada máquina de vapor; y antes que nombrara á los cómplices de Ginesillo, el lío Esteban que desde las primeras frases de la relación del guardia civil había adivinado la odiosa maquinación y maquiavélico plan de que su criado, mejor dicho, su hijo había sido inexperta víctima, llevóse ambas manos á la cabeza como si á impulsos del intenso dolor temiera se le estallase, y ciego de indignación con los ojos ensangrentados y la boca espurajeante, gritó, ó por mejor decir, rugió con voz ahogada y ronca:
—¡Pillos!
Aquella palabra lo decía lodo. Lo que no habían podido hacer con él á causa de su honradez sin tacha, habíanlo conseguido de Ginesillo, engañándole para perderle, con lo que al alma del tío Esteban inferían por la espalda y traicioneramente una doble herida en la fibra sensible y delicada de su buena fe y de su caballerosidad á toda prueba. Era aquel el primer desengaño que en su vida experimentaba... El que jamás había querido creer en el mal ni en la perfidia de los hombres, se veía así traicionado por dos amigos desleales, que envidiosos de su prosperidad y dicha le arrebataban de un golpe los dos tesoros de su casa, Ginesillo y su honra. Porque cuando el hecho se hiciera público y supieran las gentes la falta de Ginesillo, ¿no era seguro que la malignidad se cebaría en él, en el tío Esteban, considerándole como el instigador del muchacho, ó al menos corno cómplice tácito suyo, acogiéndole y reteniéndole en su casa después de perpetrado el delito?
—Bien sospechaba yo que V. nada sabía de lo ocurrido, dijo el guardia, que desvanecida su primera impresión desfavorable al molinero, había vuelto á recobrar el buen concepto que de la honradez de éste tenía.
—Dispensen Vds. un minuto; voy á llamar al chico, dijo el tío Esteban. Y acercándose á la puerta del molino, hizo tornavoz de sus manos, y gritó con toda la fuerza de sus pulmones: ¡Ginesillo... Ginesillo!...
Al eco de la voz del tío Esteban, que resonó potente y vigorosa dentro del molino, dominando el ruido de la muela y las conversaciones de los parroquianos que por dentro andaban afanados en sus tareas, el muchacho presentóse en seguida en la puerta, las mangas de la blusa arremangadas hasta más arriba del codo, la cara espolvoreada de harina como clown de circo, y la mancha sanguínea de los labios pareciendo más roja y más fresca entre las blancuras de la harina del rostro.
—¿Qué manda V., tío Esteban? preguntó sonriendo.
—Aquí te esperan estos señores, Ginés, contestó el molinero señalando á los guardias civiles.
Con aire resuelto y decidido, sin mostrar miedo ni embarazo de ningún género, acercóse el muchacho á ellos, y así que estuvo en su presencia, adelantándose á sus explicaciones les dijo sin el menor rodeo:
—¿Vienen ostés por mí?
—Por ti venimos, Ginesillo.
—Pos ya estamos arreando pa alante, añadió con sorprendente desenfado, bajándose las mangas de la blusa y disponiéndose á echar á andar.
Tanto valor y tanta impasibilidad vínose al suelo, sin embargo, en un momento cuando sus ojos se encontraron con los de Paula que, toda azorada y roja como una amapola, había bajado á la puerta del molino, y en la actitud de los guardias civiles y en la expresión dolorosa del rostro de su padre, había por misteriosa intuición adivinado que algo grave ocurría entre ellos, y que algún disgusto grande amagaba á la familia.
Acercóse entre tímida y resuelta al grupo que los cuatro hombres formaban delante del molino, y enterada de lo ocurrido y de la detención de Ginesillo, rompió á llorar con tanta fuerza y desconsuelo tanto que el mismo preso, casi tan afligido como ella misma, hubo de dirigirle palabras de consuelo para calmar la desesperación que de ella parecía haberse apoderado.
A todo esto, el tío Esteban, que abrumado por la vergüenza y el dolor de ver llevarse á su criado de aquella manera, permanecía en silencio no acertando á coordinar sus ideas ni decir una sola palabra, dió algunos pasos hacia delante, y encarándose con Ginesillo, díjole con voz que la emoción hacía temblorosa, y rostro severo que más bien expresaba, sin embargo, la amargura del padre que reprende, que la ira del juez que condena:
—¿Cómo no me habías dicho nada de esto, Ginesillo?
—Por ahorrarle á osté un sofoco, tío Esteban, respondió el muchacho pálido como la cera.
—Pos has hecho muy mal... A más ¿qué te iba ni te venía á ti con el molino de D. Juan de Dios pa meterte con su máquina?
—¿Qué no me iba ni me venía? ¿Le paece á osté que iba yo á dejar que le arruinaran su molino y le dejaran á osté en la miseria?...
—La miseria es mejor que la deshonra y el presidio, Ginés.
—Lo será cuando Dios la envía por sus medios naturales, no cuando viene por mano de un tunante que arruina á las personas honradas.
—Eso te habrán dicho Froilán y el lío Candiles, que mala tierra pisen, porque ellos son los que te han perdido, Ginés: de tu amo, de tu pa dre, del tío Esteban, no has podido aprender semejantes cosas.
La acusación y queja amarguísimas que en estas frases iban encerradas, hicieron bajar al suelo los ojos del muchacho, que lleno de confusión y de vergüenza no supo qué contestar á ellas.
—¿Lo ven? ¿lo ven ostés, prosiguió el tío Esteban dirigiéndose á los guardias, cómo han sido esos los pillos que le han engañacft... ¿Lo ven ostés cómo Ginés no es un tunante ni un malvado?... Mírame á la cara, Ginés, hijo, que no me avergüenzo de ti, aunque vas á la cárcel... ¿qué recontra me he de avergonzar si sé que eres honrao como antes y sólo el exceso de carino que me tienes te ha cegado hasta el extremo de hacerte cómplice de esos pillos que Dios confunda, y cuya raza siegue como á una planta venenosa?
Y al hablar, el tío Esteban reía y lloraba á un tiempo lo mismo que un chiquillo, siendo de un efecto conmovedor y doloroso en grado sumo ver llorar á aquel hombre de alma de roble, de la que todos los tormentos y golpes y martirios del mundo no habrían conseguido arrancar una sola queja.
Pusieron fin los de la benemérita á aquella triste escena con la aparente razón de que era preciso partir antes de la puesta del sol, que á toda prisa se inclinaba ya al Occidente, dejando el horizonte hecho una hoguera, y á paso lento como habían venido fueron alejándose, precedidos de Ginesillo, sendero adelante por entre los áridos rastrojales, sobre cuyo tono rojizo destacaban con líneas vigorosas las siluetas de los guardias civiles.
El tío Esteban los seguía con la vista, parado, inmóvil en el mismo sitio en que aquéllos le habían dejado al despedirse, los brazos cruzados sobre el pecho y el corazón rebosándole tristeza y amargura. El buen molinero sentía que con aquel muchacho se iban las ilusiones más queridas de su alma, y la alegría de su casa, y el porvenir de su molino, y todas las dichas que él había soüado en horas de venturosa calma...
Desaparecieron por fin Ginesillo y los guardias tras la última revuelta del camino, y el tío Esteban volviéndose á su hija, que cerca de él seguía sollozando y ocultando el llanto de sus ojos con la punta del delantal, le dijo como quien se deja llevar de una idea fija en la mente:
—No llores, Paula, no llores... si Ginesillo no es malo... si lo que ha hecho ha sido por el exceso de cariñoque nos tiene... si volverá pronto...
Y tomándola de la mano la empujaba hacia delante tratando de hacerla entrar en el molino.
IV
Inútil nos parece advertir que, á pesar del grave destrozo por el mal aconsejado Ginesillo y sus dos compañeros causado en el molino de D. Juan de Dios, éste no desistió de su empresa, y que todo el daño se redujo á un insignificante retraso en las obras de la fábrica. Trájose una nueva máquina de vapor, que sustituyó con ventaja á la por aquéllos destruida, y sin otros contratiempos ni dificultades dignos de ser mayormente tenidos en cuenta, el nuevo molino se abrió al público y comenzó á luncionar desde luego, sin pérdida de tiempo.
Por aquel entonces las gentes eran no sé si decir más económicas, ó más modestas, ó más sobrias y templadas, que en el día; pero fuera sobriedad, modestia ó economía, ello es que el banquetear no era cosa de cada martes y cada jueves, y, por extraño que parezca, forzoso es declarar que la apertura oficial del molino de D. Juan de Dios no fué acompañada de ningún lunch, banquete ni comilona, con lo que dicho se está que faltaron, juntamente con los entusiásticos brindis de rúbrica en casos tales, el consabido bombo y la correspondiente gacetilla de rédame en las columnas, y no salomónicas, de cualquiera de los periodiquillos de la provincia. ¡Eran tan ignorantes los españoles de hace treintay cuarenta años!...
De los pensamientos que aquel nuevo modo de moler despertó en los sencillos aragoneses de la comarca, así como de los comentarios á que la presencia de la primera máquina de vapor en aquella tierra dió origen, da claramente idea la siguiente animada conversación que entre sí traían de vuelta del campo una tarde de Septiembre dos hombres, que por una senda abierta á orillas del Canal dirigíanse á sus casas. Vestían ambos el clásico y tradicional traje de los labradores de Aragón, á saber: calzón cono, medias de lana abiertas por el pie, alpargata valenciana, chaqueta de paño burdo con cuello alto y cacherulo en la cabeza. A pesar de la aparente igualdad de clase y condición que la identidad de indumentaria revelaba en ellos, advertíase desde luego la desigualdad de su posición con sólo observar que mientras el uno guiaba poderosa yunta de mulas propias, el otro cabalgaba modestamente en lento y sesudo asno, sobre cuyos lomos veíase inmenso serón lleno de melones y saudías recién cogidas de las matas.
—Desengáñate, Roque: decía el de las mulas á su compañero, cada cosa para su cosa; el moler pide agua de presa, y eso de empeñarse en moler sin agua es lo mismo que si yo me empeñara en andar de cabeza.
—Eso mismo pienso yo; las cosas, naturales; pero dicen por ahí que en el molino de Lisaleda se hace en un decir Jesús la molienda, y que sale muy fina la harina.
—Pues más que así sea, Roque, yo al molino del lío Esteban he ido toda la vida, y por nada del mundo iría al de D. Juan de Dios.
—A mí esas máquinas me dan respeto, francamente. Parecen perros rabiosos atados con cien cadenas de hierro que no hacen más que aullar y dar vueltas, y tirar cada vez más desesperados para ver si logran soltarse y echarse á correr. Hace unos días fui yo allí sólo por la curiosidad de ver con mis propios ojos qué diablos de monstruo era ese que semejantes resoplidos daba y tal humareda arrojaba por las narices, y si tú hubieras visto aquello, de seguro que todavía tendrías peor idea. Figúrate un torazo descomunal con diez ó doce pares de patas, que tuviera las entrañas de fuego, y que abrasado, derretido por dentro, hiciera esfuerzos horribles por romper las cadenas que le amarran; figúrate que, en vez de agua, le echan dentro del cuerpo paladas y más paladas de carbón para atizar el fuego y hacer que se achicharre vivo, y que el animal, vencido por la violencia del dolor, brama y se retuerce y salta, arrojando por boca, por nariz y por ojos espumarajos de sangre y chispas encendidas... y tendrás una idea de la máquina que han puesto en Lisaleda. Aquello me pareció cosa del infierno, francamente.
—¿De modo que tú la has visto de cerca? preguntó el de la yunta, un poco aterrado con la fantástica descripción que su compañero acababa de hacerle.
—Tan de cerca como estoy yo de ti ahora, contestó el del asno. ¡Y que no era calor el que allí hacía!... Yo creo que si estoy dos segundos más me ahogo sin remedio.
—Oye, Roque: ¿y no te tiró ningún zarpazo la bestia al verte tan cerca? preguntó aquél con la mejor buena fe del mundo.
—¡Y qué me iba á dejar yo que me lo tirara!... ¡Retruque! Saco la navaja, y ya hubiéramos visto quién podía más...
—Si eso es cosa del infierno, como dices, Roque, me palee que de poco te hubiera servido en aquel trance la navaja.
—De tós modos, y por un por si acaso, yo tuve buen cuidado de quedarme junto á la puerta, porque eso también a mise me ocurrió al entrar, no creas.
—Sea como quiera, la verdad es que Ginesillo y el tío Candiles hicieron bien en lo que hicieron, ¡qué retaco!... Máquinas como esas sólo han de traer perjuicios y daño á nuestra tierra; por eso lo mejor es aplastarlas como se aplastan los animaluchos que destruyen los campos y causan destrozo en los sembrados.
—Sí, pero ya ves que los civiles parece que se ponen del lado de los animaluchos que se comen la cosecha, y de ias máquinas de hierro que vienen á arruinar á las gentes honradas, como el tío Esteban.
—Dime, ¿y á Ginesillo no le han soltado todavía?
—¿Soltarle?... Trazas llevan de eso los jueces de Zaragoza. Para rato dicen que tiene condena. Ya sabes que en cayendo en las garras de la gente de pluma, está uno perdido manque sea un santo.
—¡Pobre Ginesillo!... Era un buen muchacho; más alegre no le he visto en todos los días de mi vida; y como trabajador y honrado, valía un Perú ese chico, ¡retaco!...
—Yo estoy, Colas, en que no salió de él la fechoría del molino de Lisaleda. La cabeza me apostaría á que fué mandado por el tío Esteban... Por supuesto que hizo muy bien en mandárselo, ¡qué retruque! y en hacer por conservar su molino sin comprometerse.
—Pues mira, yo no entro con eso, Roque. Conozco muy bien á Esteban, y sé que primero se dejará morir en un rincón de hambre quehacer á nadie el menor perjuicio, ni manchar su honra con una acción baja y miserable como esa.
—¡Bah, bah! Déjale de cuentos, Colás; Esteban será todo lo honrado que tú quieras, yo no le quilo nada; pero cuando uno ve que le sitian por hambre, no hay más remedio que defenderse como se pueda, ¡qué retruque!...
—Pero si ya ves que con destrozar la máquina primera nada se ha conseguido, y además que la parroquia nose ha disminuido casi nada.
—Eso lo vemos ahora; antes nadie podía pronosticar lo que sucedería, y en la duda y ante el peligro, cualquiera habría hecho lo propio ¡qué retruque!... Sobre todo, lo que la gente critica más es el proceder de Paula, que des pues de estar comprometida desde chica con Ginesillo, como sabes, resulta que ahora le da unas hermosas calabazas, y anda enamoriscada de Juauico, el Tanino, quo precisamente es el que maneja la máquina del molino de Lisaleda.
—Eso no pasará de ser chismes del pueblo, Roque.
—Chismes¿eh?... Ya se conoce que no has ido tú hace tiempo por el molino del tío Esteban. Ayer mismo estuve yo allí, y con estos propios ojos, que se ha de comer la tierra, vi que eran ciertos los toros, y que Paula no se muestra muy pesarosa que digamos de lo que se le ha ido, y sí muy contenta de lo que sin esperarlo se le ha entrado por las puertas adentro.
—Francameute, Hoque, aunque lo viera no creería semejante cosa.
—Lo mismo dije yo cuando me lo contó mi mujer: pero, amigo; Santo Tomás, ver y creer... Cuando el río suena agua lleva, y, al fin y al postre, no olvides, Colás, que en cojera de perro y palabra de mujer no hay nunca que creer.
—Sentencioso estás, Roque: veo que sabes más que abogado hambriento, y que tienes más malicias que un zorro viejo; pero á pesar de todos tus refranes y dichos y sentencias, digo y repito que aunque lo viera no creería lo que dices. ¡Quél ¿no hay más que dejar as i plantao á un hombre?... Si Ginesillo se hubiese ido para no volver, pase todavía, porque no se había de quedar la chica para vestir vírgenes; y puesto que á lo que se ve no tiene vocación de monja, justo es que pensara en hallar marido; pero como la condena de Ginesillo, por larga quesea, no durará arriba de un par de años, él volverá al molino y á sus relaciones con Paula basta que se case con ella.
—Que volverá, no hay duda; tiempo le faltará, así que se vea en la calle, para venir á casa del tío Esteban; pero ya se encargará Paula de recordarle aquello de que el que fué á Sevilla, perdió su silla.
—¡Y que se va á quedar él conforme con eso!...
—Claro que la cosa no le hará maldita de Dios la gracia; pero tampoco se la haría el que los civiles se lo llevaran camino de Zaragoza adelante, como se lo llevaron, y sin embargo no tuvo más remedio que hacer de tripas corazón y aguantarse. Las mujeres son todas lo mismo, Colás; no hay que darle vueltas. Mientras las festejas y las diviertes, mucho sí señor y mucho plantarte cara; pero así que vuelves la espalda, y que te retiras dos pasos, ya si te he visto no me acuerdo; bien es verdad que á muertos y á idos no hay más amigos...
—¡Atiza, Roque! ¡qué modo de ensartar refranes!... Te pareces á mi abuela, que la gloria haya, la cual no sabía decir tres palabras sin endilgar un sermón empedrado de sentencias como las tuyas. Mi abuelo, que era más bueno que el pan de trigo, solía llamarla la obispa; y en verdad que ya habrían querido muchos Obispos saber lo que mi abuela sabía, y eso que nunca aprendió de letra, ni en su vida hizo otra cosa que remendar calcetas y preparar ciruelas pasas en cañizos.
A este punto de su conversación llegaban los dos aragoneses cuando entraron en el pueblo. Anochecía; la campana de la iglesia tocaba al Rosario, y después de seguir juntos hasta la plaza, separáronse los dos hombres, echando cada cual por diferente calle en requirimiento de frugalísima cena en amor y compaña de la familia, y del indispensable y bien ganado descanso después de todo un día de ruda y penosa laboi en los campos.
V
De la conversación que en el anterior capítulo dejamos transcrita, descartado lo que de fantástico y exagerado y absurdo podía poner en ella el espíritu naturalmente impresionable é ignorante de aquellos dos hombres, era fácil ci ducir lo siguiente: que las gentes, dominadas por inveterada rutina que podría tener más o menos posible justificación, miraron desde el primer día con invencible repugnancia y antipatía el uuevo adelanto importado por D. Juan de Dios á aquella tierra; que por consecuencia el tío Esteban tenía motivos sobradísimos para declarar que su confianza en la Divina Providencia no habíase visto fallida, y por último, que la constancia y firmeza de los quereres de Paula no eran virtudes que pudieran proponerse çomo modelos á las muchachas casaderas, con notable escándalo y desedificación de todo el mundo, que con sus censuras é implacables críticas castigaba la falta y pecado de Paula, marcándola en la frente con el estigma afrentoso de la coquetería y la veleidad, según hemos visto.
El lector habrá, por su parte, sacado además otra consecuencia, que por lo clara y evidente, podíamos ahorrarnos la molestia de seüalar nosotros, y es que también por Aragón fructifica la raza de los Sanchos refraneros y maliciosos, prontos siempre á acoger toda sospecha y mal pensamiento que respecto al prójimo se les ocurre, y más dispuestos á seguir los dictados de su propia malicia, que los consejos de evangélica caridad, de lo cual nos ofrece señalado ejemplo el tío Roque, el del asno cargado de melones.
Corrían los meses, y el tío Esteban, que desde el día del arresto de Ginesillo había tenido que volver á encargarse de la marcha y dirección del molino, envejecía de un modo rápido, y parecía como ensimismado y distraído en interiores cavilaciones y pensamientos, que nada de cuanto le rodeaba era capaz de arrancar de su cerebro. Nadie, al verle de aquella guisa, con la cabeza continuamente caída sobre el pecho, la boca fruncida con pliegue de inmensa melancolía, y la mirada vaga, perdida á todas horas en desconocidos é invisibles espacios, hubiera reconocido en él al antiguo molinero de gallardo y robusto escorzo, mirada llena de luz y de alegría, y boca rebosante de sonrisas y alegres dichos y canciones.
Imposible parecía que el breve espacio de dos años hubiera sido capaz de cambiar á un hombre de aquel modo, tornándole de jovial y risueño como una pandereta en tétrico, sombrío y avaro de palabras lo mismo que una esfinge. El tío Esteban iba y venía de una parte á otra por todo el molino; hacía lo que tenía que hacer; se levantaba al amanecer, ponía en movimiento la muela, abría las puertas del molino, recibía á los parroquianos, cobraba la maquila, y todo sin hablar más palabras de las precisas, sin mostrar jamás ni regocijo ni pesadumbre, como si la desgracia que sobre él pesaba hubiera paralizado de repente su corazón, y convertido su alma en estatua de sal, que todavía continuara prestando vida á aquel cuerpo por virtud de la inercia y de la energía inicial ó movimiento adquirido anteriormente. Verdaderamente daba pena mirar á aquel hombre.
Cierto que el molino de D. Juan de Dios no había traído la ruina al suyo, y que su casa continuaba en auge y prosperidad sin que nada por el momento pudiera hacer creer que vendrían tiempos menos venturosos y prósperos que los presentes; pero la ausencia de Ginesillo, el motivo de su prisión y las circunstancias todas de su arresto, cosas eran que como otras tantas flechas y agudísimas espinas llevaba clavadas en el corazón y le taladraban el alma sin dejarle jamás reposo ni lugar de descanso en su largo y pertinaz martirio.
Si los otros habían podido consolarse de aquelio; si Paula había reducido á segundo término en su alma la imagen y recuerdo de Ginesillo; si su mujer parecía preocuparse más de las ganancias é ingreso del molino, que de la situación del preso de Zaragoza, él, el tío Esteban no se consolaba ni podía dar á olvido la triste escena de la tarde aquella en que vió á Ginesillo arrancado de su casa por la íuerza y conducido por los guardias civiles á la cárcel.
Y por si este pensamiento y atormentadora imagen fuerau poco para llenar de amargura el espíritu del buen molinero, juntábase á ello el rumor de las incesantes hablillas y murmuraciones de las gentes, tenaces todavía en atribuir al tío Esteban la responsabilidad de la maligna hazaña, por su criado realizado en hora infausta; rumor que hasta los oídos del molinero llegaba, hiriéndole con porfía acongojadora un día y otro día sin tregua en la acometividad ni descanso en el sufrimiento.
El tío Esteban tenía para oponer á la malignidad y suspicacia de las gentes el testimonio de una conciencia pura y honrada, y el desprecio que siempre inspiran á las almas grandes las insidiosas insinuaciones y las calumnias bajas y rastreras de la tierra, mas no por eso eran menos sensibles y causaban menos daño en su corazón tan mentirosas especies, inspiradas por ruines pasioncillas ó tal vez hijas de lamentable extravío y precipitación en el juzgar.
Prueba evidente de este extravío y ligereza eran las murmuraciones cotidianas en el pueblo acerba de las relaciones de Paula con Juanico el Tanino; murmuraciones de las que tan mal parada salía siempre la hija del tío Esteban, siendo así que ella era la primera que había opuesto una seria y tenaz resistencia para aceptar por novio al Tanino. Cedió, al fin, su voluntad, con ser como era ésta firme é inquebrantable lo mismo que el granito, mas no fué sin grande aversión y repugnancia de su parte, como se avino la muchacha á recibir los agasajos y íesteios del recién venido.
No, no era liviana, ni frívola, ni tornadiza Paula; ni aquel amor y cariño que por Ginesillo había alimentado durante años y años en su alma, podía ser arrancado como se arranca una planta de somera raíz que á flor de tierra queda y al más ligero esfuerzo se desprende del medio en que vivía. Bien sabe Dios cuantas y cuán sinceras lágrimas habia llorado á solas por la suerte de Ginesillo, y cuán grande era la violencia que había tenido que hacerse para enterrar vivo y meter en el in pace de las cosas muertas aquel cariño, que á cada momento se removía y tornaba á surgir poderoso y vivo en el corazón de la muchacha, sin que para cubrirlo con el polvo de la indiferencia y el olvido, íueran bastantes ni la tenacidad de la voluntad de Paula, ni la presencia del Tanino, ni medio alguno de cuantos en lo humano pueden hallarse.
Sabía ella que desde el día en que su padre la dijo: «Paula, hija, es inútil que llores y te desconsueles por Ginesillo: tú no puedes casarte con un presidiario,» toda esperanza de íuturo matrimonio con Ginesillo era loca y por extremo vana, puesto que aquellas breves y sencillas palabras del tío Esteban, valían por los más largos y elocuentes discursos y razonamientos, por cuanto ellas revelaban en toda su desnudez y firmeza el estado de ánimo del molinero. Y como el pensar que el tío Esteban pudiera con el tiempo cambiar de propósitos ó modificar en algo sus ideas, era la mayor y más insigne de las humanas locuras, forzoso era ahogar los antiguos afectos y renunciar para siempre á la soñada idílica felicidad en un porvenir risueño y venturoso, por la imaginación pintado como sembrado de flores y bañado de luz y de sonrisas.
Además, la palabra aquella de presidiario por el tío Esteban pronunciada sin intención alguna y como al desgaire, fué para Paula revelación íntima y dolorosa que vino á abrir á sus ojos horizontes de ideas y sentimientos nunca hasta entonces sospechados, y á hacerla palpar la realidad menguada y triste contra la que no podían por menos de estrellarse sus más tiernos cariños y sus proyectos más sonrosados.
Era verdad; Ginesillo no era á la sazón más que un presidiario, uno de tantos seres inferiores y abyectos como la sociedad destierra y elimina de su seno; uno de tantos hombres que la justicia considera como indignos de vivir en la compañía de sus semejantes, y para los que ha construido esos edificios sombríos, lélricos, que llamamos cárceles, dentro de las cuales se revuelve la muchedumbre oscura de las conciencias viles y manchadas con el fango de la degradación, del crimen y del vicio en sus formas más repugnantes y execrables.
Muchas veces, asomada á la ventana de su cuarto, poníase Paula á contemplar desde el piso alto del molino, la dilatada vega con sus extensos olivares y sus viñedos frondosísimos, sus huertos de frutales magníficos y sus verdes cuadros de hortalizas, por entre los cuales con leuto y sosegado curso cruzaban infinidad de acequias y riachuelos, que como las venas ramificadas de una inmensa arteria, salían del canal por diferentes bocas y compuertas para llevar por todas partes la vida, la fecundidad y la abundancia en aquellos campos perpetuamente frescos y jóvenes en medio de la incesante renovación de la naturaleza.
De un lado, los granados abrían al sol sus encendidas flores en torno á las cuales zumbaban las abejas y multitud de insectos de variados colores: de otro los cerezos inclinaban sus ramas cargadas de rojas y perfumadas cerezas, semejantes á otros tantos rubíes y granates de colosal tamaño, engarzados y prendidos entre las largas, puntiagudasy fresquísimas hojas verdes; y por todas parles árboles y plantas en lozana y espléndida vegetación, que ponían en el aire efluvios de juventud y vida, al par que eran encanto y delicioso hechizo de los ojos.
Paula abrazaba con su mirada aquel cuadro hermoso, y al dejar divagar sus ojos por la abierta campiña, y ver aquellos sitios por donde en dulce y sabrosa conversación había tantas veces vagado con Ginesillo los domingos por la tarde, sentía que la antigua amistad tornaba á revivir en su espíritu, y que los recuerdos del pasado, más fuertes y poderosos que su voluntad misma, volvían á llamar á las puertas del corazón con recios y redoblados golpes, hablándole con voz insinuante y sugestivamente poética de idilios y ternuras, cuyo solo pensamiento hacía renacer la calma en su ánimo y traía á sus labios la sonrisa.
Mas seguía mirando á lo lejos; sus ojos remontaban la corriente del canal, y allá donde no alcanzaban éstos, llegaba su pensamiento que, salvando distancias y fronteras, penetraba en la cárcel donde Ginesillo yacía. Eila no sabía lo que era una cárcel; pero su imaginación, prestando forma y expresión sensible á las ideas de su mente, representábale una casa solitaria y lóbrega, en cuyo interior veía manos manchadas en sangre y frentes surcadas por las arrugas del vicio; miradas torvas, rebosantes de vengativos pensamientos, y cabezas sombrías inclinadas al suelo bajo el peso de crueles remordimientos; hombres jóvenes con el pelo blanco, y ancianos perpetuamente jóvenes para el mal. ¡Allí entre aquellas gentes, con tal sociedad y compañía, estaba Ginesillo, el amigo de la niñez, el compañero inseparable de la juventud, el prometido esposo de toda la vida!...
Ante esta idea lúgubremente abrumadora y afrentosa, Paula sentía que todos los ricos y escondidos pudores de su alma virginal y hermosa se agitaban en su interior, arrebolando sus mejillas y haciéndola comprender en toda su dolorosa evidencia la razón de las frases aquellas de su padre: Tú no puedes casarte con un presidiario.
En este punto el padre y la hija estaban de perfecto acuerdo. Claro es que Ginesillo no había derramado sangre, ni asaltado á los viajeros para desbaldarlos, ni cometido, en fiu, acción alguna de esas infames que hacen bajar la frente bajo el oprobio de la vergüenza. Claro que Ginesillo no iba á estar en la cárcel para siempre; pero ¿no traería, al salir de ella, en la frente el sello de la infamia? ¿no se desprendería de su carne el olor mohoso de la prisión? ¿no llevaría en su alma el microbio invisible del contagio moral?... Por cualquier lado que se examinase la cosa, el resultado era siempre el mismo, á saber: que Paula no podía casarse en modo alguno con Ginesillo, y que la honradez, la laboriosidad, el cariño ardiente del muchacho, todas sus virtudes, todas sus cualidades amables y simpáticas quedaban como soterradas y hundidas bajo esta palabra fría y repugnante, y aplastadora lo mismo que la losa de un sepulcro: presidiario.
VI
Coronado con triple guirnalda de rosas y azucenas, de frutos delicados y doradas espigas; coreado por miles de voces juveniles y alegres, y conducido en triunfo por los potentes y deslumbrantes rayos del sol de estío, el día de San Juan llegaba aquel año, como llega en todos, despertando amores en el corazón de las doncellas, y avivando esperanzas en el pecho de los mozos.
La Sanjuanada es la fiesta más popular, más alegre y más típica de todas las del año en España, y muy particularmente en los pueblos de Aragón. Desde quince días antes prepáranse á ella las muchachas cosiéndose sendas laidas de percal rameado y delantales azules con largas Sin tas: los mozos se encargan sus blusas nuevas con mucho pespunte de hilo blanco y mucha trencilla negra: nótase en las casas extraordinaria animación y movimiento con la confección de los clásicos mantecados y la excelente ratafia ó mistela que jamás falta, ni aun en las familias más pobres, y las guitarras salen de la obscuridad y del olvido para engalanarse con llamantes lazos verdes, amarillos ó rojos, siendo más de cuatro los muchachos que, de vuelta de la siega, pasan las horas muertas templando el instrumento y discurriendo en la clase de ramo verde que pondrán la noche de San Juan en la ventana de la rústica y pudorosa Filis por quien á solas suspiran, y cuya esquivez no han logrado vencer todavía ni con sus miradas llenas de fuego ni con sus más ardientes suspiros.
Esta delicada y poética manera de expresar un hombre su inclinación y afecto á una mujer contrasta notablemente con el carácter rudo y hermosamente lranco de los aragoneses, por lo cual creemos que merece algunas palabras. Reúnense los mozos la noche de San Juan en la plaza del pueblo ó en cualquier otro sitio previamente convenido, llevando cada cual su hermoso ramo verde quepor lo regular, es una rama de cerezo ó de ciruelo cuajada de fruto en sazón, y á cosa de la media noche comienza la ronda á recorrer las calles, atronando los aires con la vibrante y bien concertada música de guitarras, bandurrias, guitarrillos y hierros.
Al llegar á la casa donde vive alguna muchacha que es novia ó atrae las miradas de alguno de los mozos de la ronda, hace ésta alto; comienza el rasgueo potente de la jota, y allá van coplas tras coplas, todas intencionadas, tendenciosas, llenas de gracia y de pasión sencilla. Al final, trepa el apasiado Narciso con alpargatas como buenamente puede, agarrándose á rejas, si las hay, ó sirviéndole de escaleras los robustos hom bros de sus compañeros, deja colgada su rama, y... ¡á otra parte con la música á repetir la misma escena!... Entonces la muchacha que, en pie y dándole saltos el corazón en el pecho, ha estado detrás de la ventana oyendo las canciones á ella dirigidas, abre cautelosamente aquélla, y en la rama fresquísima ve la expresión de una voluntad enamorada y la declaración de un amor hasta entonces reservado ó solamente manifestado de una manera discreta y vaga.
A veces ocurre también que la muchacha experimenta dolorosa sorpresa y sufre gravísimo disgusto al encontrarse con que, en lugar de rama florida, despechado amante cansado de esquiveces y desdenes, ha dejado en la ventana un hermoso zancajo de burro, castigo que igualmente sufren las que han tenido la involuntaria desgracia de nacer leas y las que, por propia ó ajena culpa, han quedado solteronas ó para vestir vírgenes, según allí se dice de ordinario.
No era en el molino del tfo Esteban donde menos se advertía la proximidad de la fiesta de San Juan, pues siendo costumbre, según he dicho, el hacer para «se día gran masada y muchos mantecados, amén de otra porción de tortas y rosquillas de diferente calidad y aliño, preciso era llevar al molino un buen par de talegas de trigo del mejor y más selecto de la cosecha para contar con la materia prima de todas aquellas golosinas y regalos. Por tal razón, la senda del molino del tío Esteban parecía un hormiguero, y las gentes se agolpaban á las puertas desde las primeras horas de la mañana como si fuesen en romería.
Faltaban seis días nada más para San Juan, y el tío Esteban mostrábase un poco más expansivo y alegre que de costumbre, sin que á nadie se le ocultara la causa de semejante cambio en el rostro y en el carácter del molinero. La noticia de la libertad de Ginesillo y de su pronto regreso al molino había circulado rápidamente entre los parroquiauos, siendo, como es natural, objeto de todas las conversaciones, principalmente entre las mujeres, las cuales no disimulaban la interior satisfacción y alegría que la noticia de la vuelta del muchacho les produjera, acordáudose del alegre humor y graciosísimas ocurrencias con que en otro tiempo entretenía sus monótonas horas de estancia en el molino.
Distinguíase entre toda la femenil íamilia la tía Francha que era una mujer ya vieja, y como tal curiosona en extremo, y por consecuencia habladora y amiga de hacer preguntas sobre todo lo humano y lo divino. Había venido muy de madrugada montada en Anda-río, sarcástico nombre impuesto á aquel humilde ejemplar de la raza asnal que á la puerta del molino veíase atado por el ronzal á una enorme argolla de hierro sujeta á la pared.
—Tía Francha, dijéronla al verla entrar en el molino unas muchachas, pensaba V. ganarnos la partida, pero nos hemos adelantado á Y., y ya estamos moliendo hace rato.
—Culpa de Anda-río, hijas; el pobre como se va haciendo ya viejo, no puede ni con su rabo, y anda tan despacio que parece que lo piensa antes de menearse... Los viejos no valemos pa na; antes, cuando Anda-río era más joven, en un santiamén nos plantábamos en el molino; pero ahora, viejo él y vieja yo, paecemos tal para cual.
—Váyase eso por lo que se habrá V. meneado en sus buenos tiempos, tía Francha, se atrevió á decir una de las muchachas del grupo, que parecía más vivaracha y alegre que sus compañeras.
—Y que lo digas, Rosa; no porque yo lo diga, pero moza como yo no la habido en todo Aragón, manque me esté mal el decirlo. Las mozas de ahora no servís ni para palos de escoba; si hubierais visto en mi tiempo lo al retortero que traíamos á los mozos quince días antes de San Juan... En cambio ahora á vosotras todo se os va en trapos y fachenda, con lo cual que sólo conseguís arruinar las casas y espantar á los mozos.
—Eso no lo dirá V. por las aquí presentes, ¿eli? preguntó otra de las muchachas, haciendo un malicioso guiño á sus amigas.
—El que se pica, ajo come, respondió la tía Francha; y si de nada os remuerde la conciencia, allá vosotras, que por eso dice bien el reirán: tu alma en tu palma. Lo que digo es que con los lujos que vais sacando ahora, vais todas hechas un brazo de mar, y no hay quien se atreva á deciros: buenos ojos tienes. Vamos á ver, ¿qué estrenas tú este año, Rosa?
—Yo una falda de percal azul con ramos blancos nada más.
—¿Y tú? preguntó á la segunda.
—Yo falda también y delantal, que me compró mi padre en la feria de Tarazona el año pasado por San Agustín.
—¿Y tú? preguntó á Paula, que era la tercera de las que componían el grupo.
—Yo no estreno nada, tía Francha.
—De modo que tú cuentas seguro el ramo, manque no te pongas perifollos ni nada, ¿verdad, Paula?
Esta, por única contestación, encogióse de hombros con una expresión de indiferencia marcadísima que bien podía traducirse por un igual me da, que por el pronto no pudo menos de desconcertar á la locuaz y preguntona vieja. Afortunadamente para ella, acertó á pasar en aquel instante por allá et tío Esteban con dos cedazos en las manos, y al reparar en el grupo que la tía Francha formaba con las tres jóvenes, acercóse á él con la sonrisa en la boca.
—Buenos días, lía Francha; V. siempre de tan buen humor echando refranes y sermones á las chicas, dijo el tío Esteban.
—Falta tienen de unos y de otros, Esteban: no es esto decir que sean unas malas cabezas ni mucho menos, Dios me libre de semejante idea; pero, en fin, por algo es una vieja y tiene experiencia de la vida. Y tú, ¿qué tal con el molino?
—¡Psch! no se para, tía Francha, no se para.
—Oye, me han dicho que vuelve Ginesillo, dijo la vieja.
—A Dios gracias, tía Francha; mañana por estas horas lo tendremos otra vez por aquí, si Dios quiere.
—No te puedo decir cuánto me alegro de eso, Esteban; pero la que estará contenta de veras, es Paula, añadió con maliciosa intención la tía Francha, fijando sus ojillos grises en el rostro de la muchacha, con el fin de observar el efecto que sus palabras producían en ella.
Ligerísimo carmín tiñó de rojo las mejillas de la joven; mas dominando en el acLo aquel involuntario movimiento de pudor, que como protesta implícita asomaba á su cara, volvió al dominio de sí misma, y con voz firme y expresión tranquila replicó vivamente:
—¡Ya lo creo que estoy contenta!... ¿quién no lo estaría en mi caso?
—Tienes razón, hija; eso de volver á recobrar á una persona que creíamos perdida por eujamás de los jamases, no es cosa que sucede cada mar tes y cada jueves, y por eso hay que alegrarse cuando una vez se tiene tanta suerte.
Al tío Esteban le pedían los cedazos desde el cuarto de cerner, y separóse de la tía Francha dejándola con la palabra en la boca. Al pasar junto á la puerta, Anda-rio, que grave y cabizbajo parecía absorto en hondas meditaciones y trascendentalísimos pensamientos, abrió la boca de repente, y sin previas introducciones ni arpegios, comenzó una sonata con tales bríos y tan poderosos alientos que ahogaba con su voz todas las conversaciones, mientras que con la cabeza enhiesta y enseñando un par de mandíbulas magníficas, parecía hacer tremendos esfuerzos por conseguir arrancarse de la argolla que le sujetaba, y lanzarse á aquellos campos cuya verde hierba era para el pobre animal tentación é incitante estímulo de su apetito desordenado.
—Tía Francha, gritó el tío Esteban, volviendo atrás la cabeza, el ruchecillo que le pide las sopas del almuerzo.
—Sopas, no, pero pienso, sí, respondió la tía Francha. Ese animal tiene más inteligencia que una persona; en llegando su hora, si no le dan, pide.
¡Solemne chasco el que la lía Francha sufrió! Lo que había es que en aquel momento llegaba al molino el tío Ventura, montado sobre su Castaña, y Anda rlo, al notar la presencia de la burra, había prorrumpido en aquella sonora y estrepitosa salutación, con grave escándalo de los demás de su especie que á su alrededor estaban igualmente atados, y que, á su ejemplo, fueron coreándose alternativa y mutuamente, armándose un ruido y una confusión de todo punto imposibles de describir.
Entre tanto, la gente seguía viniendo á bandadas, y todo inducía á hacer presumir que la molienda de aquel día iba á prolongarse muchísimo, y que al tío Esteban le esperaba un día de gran trabajo.
Mientras los parroquianos entran y los hombres descargan sus caballerías, y las mujeres ciernen la harina, y el lío Esteban va y viene quinientas veces requerido por unos ó llamado por otros, sigamos la conversación que entre sí mantenían Paula y sus dos compañeras en un rincón del molino, lejos de indiscretas miradas, y libres de la presencia de la tía Francha, la cual, al llegarle su turno de moler, se había ido á presenciar la operación.
—¿Irás mañana por la noche á la hoguera de la plaza? preguntaba Rosa á Paula.
—Me parece que no.
—¿Y te vas á quedar sin oir al gaitero nuevo? interrogó la otra, que se llamaba María.
—¡Qué remedio, hijas! Ya sabéis que mañana temprano llega Ginesillo, y no sé lo que querrá mi padre que hagamos,respondió sinceramente Paula.
—¿Pero vas á seguir tus relaciones con él? dijo Rosa.
—Relaciones como de hermano, sí; ¿por qué no he de seguirlas si para mi padre es Ginesillo lo mismo que un hijo? relaciones para casarnos, no.
—Y él ¿está ya enterado de tu modo de pensar?
—No creo que nadie se lo haya dicho; pero así que llegue se lo dirá mi padre... ó yo misma si viene al caso. La verdad ante todo.
—¿Y crees tú que se enfadará mucho cuando se lo digáis?
—Ya procuraremos hacerle comprender la razón de mi modo de proceder.
—Sí, pero con eso y con que él no se convenza, habéis hecho bastante.
—¡Qué le haremos!... ¡Si fuera mía la culpa!... Demasiado siento yo todo lo que ha sucedido.
—¡Quién sabe! Puede ser que él se haga cargo de las cosas y se conforme con su suerte, y siga en el molino tan contento como antes de pasar aquí nada, indicó María, que era buena y reflexiva por naturaleza.
—Yo á lo que tengo miedo es al arrebato primero de Ginesillo, replicó Paula. Hay que conocerle como yo le conozco; es extremoso para todo, para querer y para odiar. Mientras se le va por buenas, es dócil y manso lo mismo que un cordero; pero cuando se le irrita, el cordero se convierte en león, cuya sola vista espanta.
—Todos los hombres lo parecen, Paula, dijo Rosa sonriendo, y enseñando al reir una hermosa dentadura blanca como el marfil. Todos los hombres lo parecen; pero son leones que no tienen garras, y con una sonrisa se amausau hasta hacerles lamer las manos de la mujer que antes parecían querer tragarse.
—Pues lo que es Ginesillo, te aseguro que es león de otra especie de la que tú conoces, Rosa, repuso Paula muy seria.
—¡Tonta! Déjate de niñerías... Ginesillo será como todos. A veces los más bravos son los que mejor se paran, y sus eníados y enojos vienen á ser como nubes de verano, que comienzan relampagueando y amenazando con destruir la tierra, y luego se van lo mismo que el humo.
—Te digo que Ginesillo no es así.
—Pues, hija, lo habrán hecho en molde distinto que á los demás, insistió Rosa, tomando á broma el asunto.
En esto acercáronse á las muchachas la tía Francha y el tío Ventura que acababan de hacer su molienda, y la conversación quedó interrumpida.
—Tío Ventura, este año como mayordomo que es V. de la Cofradía de San Juan, nos preparará buena fiesta el día del Santo, ¿eh?exclamaron al verle las tres mozas á coro.
—Pocos cuartos hay, pero en fin, con lo poco que haiga, no faltará ruido y alegría en el pueblo, respondió aquél con benévola sonrisa y aire de beatífica satisfacción.
—Vamos que con el gaitero bien se va á lucir usted, tío Ventura.
—¿Con el gaitero? ¿Y el predicador? ¿dónde me dejáis al predicador que traigo, que es lo mejorcico de todo Aragón? ¿Pues y la hoguera?... Dos carros enteros de sarmientos he mandado llevar á casa, para quemarlos mañana y hacer la gran fogata. ¡Ya veréis, ya, quién es el tío Ventura, cuando le da por ser rumboso y echar la casa por la ventana!...
—¡Viva el tío Ventura! gritó Rosa.
—¡Viva! contestaron las otras.
Aquellos vivas alborotaron el gallinero, arremolináronse los parroquianos al rededor del grupo pintoresco que en el rincón del molino habíase formado: reían los unos; preguntaban los otros; hablaban todos al mismo tiempo, y por complemento de fiesta, Anda-rio, que parecía haber dado en la flor de lucir la gran potencia de sus pulmones, y su afición á la música en canto llano, arrancóse con un segundo rebuzno, digna continuación del anterior, con gran desesperación de la tía Francha y visibles muestras de hilaridad y regocijo en todo el público.
—¿Le ensena V. solía al borriquillo? preguntó con guasa un mozo á la tía Francha.
—Crianza es lo que te habían de enseñar á ti, deslenguado, contestó ella, corriendo armada de un palo á donde estaba alado Anda-rio, y descargándole algunos golpes en las orejas.
—¡Atiza, y cómo le lleva el compás con la matuta en las costillas! añadió el muchacho riendo á carcajadas.
—Déjala, hombre, añadió otro que á su lado estaba; irá á emprencipiar ahora la letra, porque Anda-rio sabe hablar; sólo que no prenuncia.
Acabó el rucio su serenata, restablecióse un poco la normalidad en el molino, y volvió cada cual á su interrumpida íaena con gran contentamiento del tío Esteban, que durante aquel corto intervalo de agitación y de desorden había tenido que atender a cien cosas al mismo tiempo.
VII
Fuera que aquel día amaneció más temprano ó que la interior agitación del ánimo le impidiera dormir tranquilamente, ello es que el sol, al salir como un disco de hierro candente por el horizonte, encontró al tío Esteban en pie y asomado á la ventana de su cuarto con el cigarro en la boca y los ojos fijos en el extremo de la campiña, por medio de la cual, serpenteando como blanquecina cinta, se extendía la polvorienta y árida carretera de Zaragoza, flanqueada á trechos por algún solitario y aislado álamo blanco, verdadero centinela que en aquellas abrasadas soledades parecía resistir en pie y con la cabeza levantada al cielo el furor de los cierzos en invierno y los calcinadores rayos del sol en el estío.
Por allá, por aquella carretera debía aparecer Ginesillo, y haciéndosele un siglo cada minuto, y arrojando al aire bocanadas de humo azulado y transparente, el tío Esteban sentía latirle el corazón con golpes semejantes á martillazos, y volvía á evocar los recuerdos del pasado, rientes unos, penosos y atormentadores otros, y todos bañados con esa suave y misteriosa luz de dulcedumbre y poesía que la distancia pone en toda clase deruinas; en las del mundo y en las del alma.
Su vida entera revivía en aquella hora en su espíritu, y ante sus ojos volvían á tomar relieve y color y movimiento los sucesos todos que, empujados por los hombres ó dispuestos por la mano de Dios directamente, habíanle traído un rayo de felicidad ó robado á su corazón una ilusión y una esperanza en los treinta y tantos años que llevaba de vida en el moliuo que como única herencia recibiera de su padre, el lío Justo, cuya figura aparecíasele venerable y risueña con su cabeza blanca como la nieve, su mirada limpia y sincera, y su aire de bondad y de franqueza como un patriarca. Veía con la imaginación los años primeros de Paula, sus infantiles travesuras, sus juegos llenos de encanto, toda su existencia, toda su historia, tan sencilla y al par tan accidentada, tan tranquila y al mismo tiempo tan azarosa. Y del revuelto tropel de todos aquellos recuerdos queridos y preciosos de su vida, destacábase otra vez la imagen de Ginesillo, cuando chico de nueve años, huérfano, desamparado y solo se presentara en el molino demandando la protección del dueño y brindándose á trabajar en todo aquello que se le mandara y para lo cual se le considerase útil, como medio iónico de sustraerse á la mendicidad y al abandono que en el porvenir de su existencia presentábanle horrorosa perspectiva de privaciones, dolores y amarguras sin cuento. El, el tío Esteban habíale abierto de par en par las puertas de su casa, le había acogido con piedad de hermano, más aún con cariño de padre; había amparado su niñez y cobijado su juventud, enseñádole el oficio y héchole hombre en todos los sentidos de la palabra. ¿Qué más? Había borrado toda diferencia de cuna entre Paula y él, y haciendo de un extraño un segundo hijo, había alimentado con el mismo pan sus cuerpos y con el mismo cariño sus almas.
Después... después venía la triste historia; los dos años de prisión con sus horas crueles de amargura y sus largas tristezas nostálgicas... las críticas y murmuraciones de las gentes... todo aquello, en fin, que había puesto su cabello blanco antes de tiempo y enflaquecido su cuerpo, y puesto en su frente serena y majestuosa con la majestad de la virtud sencilla el sello indeleble de los grandes pesares y de las hondas desventuras.
Poco á poco, y lo mismo que las ideas en su cerebro, el sol se había ido remontando en el íirmameuto azul, de un azul turquesa bellísimo, y derramaba ya por la amplia y magnífica campiña oleadas de luz y de calor. Los labradores acudían á sus campos, quienes á pie y con la ligera alforjilla portadora de frugal comida, y el azadón al hombro, quienes caballeros en mulas ó modestos jumentos, y todos cantando, satisfechos y alegres con la sana alegría del que va á cumplir con la santa ley del trabajo y á ganar el duro pedazo de pan que antes ha de mojar con abundante sudor de su frente.
A lo lejos, la campana del pueblo tocaba á Misa.
El tío Esteban sacudió de sí los pensamientos que le dominaban, alzó enérgicamente la cabeza, volvió á clavar sus miradas en la carretera, y...
—¡Kecontra, si está ahí Ginesillo! exclamó echándose á correr y saliendo al encuentro del que llegaba.
Todavía tuvo que andar un buen espacio de camino hasta que sus brazos se rodearon al cuello del muchacho, en quien no halló más de sorprendente ni de nuevo que el ligero bigotillo que cubría su labio, dándole aspecto un poco más varonil y más serio que el que tenía cuando salió del molino.
A la puerta de éste aguardábanle Paula y su madre, las cuales le recibieron con grandes muestras de alegría y empujáronle hacia arriba, donde se había preparado abundante almuerzo, consistente en migas, huevos fritos, tortas de aceite y exquisito vino añejo de la propia bodega del tío Esteban.
Durante el almuerzo, en el que todos demostraron grandes condiciones gastronómicas y excelente apetito, la conversación se mantuvo animada y alegre. El molinero parecía rejuvenecido de una docena de años, y con los largos y repetidos besos á la bota daba rienda suelta á la lengua, locuaz y graciosa en extremo bajo el estimulante del vinillo: su mujer era incansable en las preguntas, y Ginesillo, olvidado ya de antiguas penas y pasados temores, como si de ellas le separara un siglo, charlaba por los codos y contaba chascarrillos y chistes con más gracia que nunca. Solamente Paula parecía taciturna y cabizbaja, mirando alternativamente ya á su padre, ya á Ginesillo, con mirada en que se traducía el sobresalto y la zozobra, como si en los semblantes de los dos hombres quisiera adivinar ó leer secretos pensamientos ó interiores agitaciones y tormentas.
En honor de la verdad debemos decir que Ginesillo no advirtió la taciturnidad de Paula, y aunque de ello se hubiera dado cuenta, es seguro que no habría mostrado ni admiración ni asombro. ¿No era muy natural que la emoción misma y la alegría de verle otra vez en casa le hubieran echado un nudo á la garganta y la hicieran parecer silenciosa y confusa?...
Mas lo que en los primeros momentos podía admitirse como natural y lógico, más tarde no podía por menos de resultar anómalo y extraño sobremanera. Aquella misma mañana, pasadas algunas horas, Ginesillo y Paula tuvieron ocasión de encontrarse á solas: el primero la habló con el cariño de otros días, y ella sólo contestó con monosílabos, poniéndose encarnada y buscando á cada instante ocasión y pretexto de alejarse y dejarle solo. Dos ó tres veces se repitió la misma escena, y Ginesillo acabó por entrar en cavilaciones y sospechas de las que quiso salir lo antes posible hablando con el tío Esteban.
La ocasión se le presentó propicia después de comer: Paula y su madre habían salido de casa, yéndose á fregar la vajilla y lavar algunas cosas en la acequia próxima: el molinero y Ginesillo habían quedado de sobremesa fumando un cigarro, pues aquel día no había molienda por la tarde, por ser la tarde de la víspera del Santo, tarde dedicada al horno y no al molino.
—Tío Esteban, dijo el criado moviéndose mucho en la silla y sin levantar los ojos del tosco mantel que cubría la mesa; tengo que hacerle á osté una preguntica, y casi no me atrevo, francamente.
—Habla, hombre... ¿ó no tienes franqueza conmigo?
—Sí, señor, que la tengo, y grande, porque osté siempre fué pa mí como un padre,—y lo cual que en mi vida podré pagarle todo lo que le debo,—pero es el caso... vamos que no me atrevo, tío Esteban.
—No seas chiquillo, recontra, y di de una vez todo lo que tengas que decir, sea lo que quiera.
—Pos miosté, tío Esteban, es el caso que me palee que Paula está arisca conmigo, y querría saber lo qué le pasa ó lo qué tiene en contra de mí..
—¿En contra de ti? Nada, Ginés, te lo juro; pero lo que hay es que la chica no puede casarse ya contigo, y no sabe cómo darte la noticia, respondió el molinero exponiendo de golpe toda la verdad sin perífrasis ni rodeos de ningún linaje.
—¡Tío Esteban! gimió, más que exclamó, el muchacho saltando de la silla en que sentado estaba y poniéndose en pie, pálido como un difunto, y con la mirada vaga y perdida en el aire lo mismo que un idiota.
—Siéntate, Ginés, y escúchame.
Obedeció maquinalmente el muchacho, y el tío Esteban prosiguió con mucha tranquilidad y mucha calma:
—Ya sabes el cariño que siempre te hemos tenido aquí todos, y no hay para qué decir la inclinación que siempre mostró por ti Paula. Este cariño no ha menguado, Ginés; pero de dos años á esta parle las cosas han cambiado mucho por lo que á Paula mira para que pueda casarse contigo. Ya, ya sabemos que lo que hiciste, fué por pensar que nos hacías un bien: pero si supieras lo mal pensadas y maliciosas que son las gentes, y lo que nos han traído y llevado en lenguas por el pueblo... En fin, Dios se lo pague; pero si por aquello nos han despellejado vivos, ¿quieres decirme lo qué harían si Paula se llegara á casar contigo?
—No hago caso de lo que cuatro ciarraires digan por el pueblo, replicó sombríamente el muchacho.
—Pues yo sí, porque en ello va mi honra, Ginés, dijo el tío Esteban. ¿Sabes tú lo qué se diría de mí? Que era un descastado, porque casaba á mi hija con un hombre que ha pisado el presidio... ¡Yo que en los cincuenta años de mi vida no he sido llamado por la justicia ni siquiera como testigo!... ¿Quieres el molino? Te daré mi mi molino. ¿Quieres el dinero que haya en casa? Te daré mi dinero. ¿Quieres la sangre de mis venas? Te daré mi sangre y mi vida, todo lo que soy y todo lo que tengo... Pídeme todo ló que quieras, Ginés, pero no me pidas á Paula, á la que en lo sucesivo sólo debes mirar como á una hermana.
—Yo no quiero ni pido más que á Paula.
—No es posible, Ginés; mis hombros han llevado muchas cruces encima por este calvario de la vida; pero con esta que tú quieres ponerme, no puedo... ¡pesa demasiado para mí, Ginés, hijo!... ¡no puedo, no puedo con ella!... dijo en tono de honda amargura el molinero.
No se dijeron más, ni entre ellos cruzáronse más explicaciones. El tío Esteban bajó al molino á dar una vuelta y ver si todo estaba en su lugar, y Ginés tomó el camino del pueblo, donde estuvo toda la tarde.
La noche de aquel día llegó espléndida y hermosa con luna llena en el cielo, y regocijo desbordante en las almas. Desde las ventanas del molino veíase el rojizo resplandor que las llamas de la hoguera del pueblo comunicaban al horizonte, semejando un incendio en las alturas, y á intervalos llegaba también arrastrándose pesadamente en las ondas tranquilas de una atmósfera diáfana, el eco de las voces y gritos de alegría de los que á aquella hora se divertían en la plaza. De casa del tío Esteban no había ido ninguno á la nocturna y bullanguera tiesta, lomando la resolución de acostarse temprano y madrugar al siguiente día, durante el que habría tiempo sobrado para divertirse de cien diferentes modos.
Ginés no se durmió, sin embargo; dió tiempo á que los demás so acostaran, y cuando juzgó que todos se hallarían ya roncando como unos benditos, echóse la manta al hombro, no obstante lo caluroso de la noche, y, de puntillas, sigilosamente bajó al molino, abrió con gran cuidado la puerta, y salió al campo, yendo á internarse en la solitaria espesura de los olivares. Si algún ojo indiscreto hubiera seguido los pasos del muchacho, habría observado seguramente que Ginés andaba con precipitación nerviosa, y habría visto á la luz de la luna, que bajo la azulada manta morellana ocultaba alguna cosa que él apretaba con íebril ardor contra su cuerpo, como si temiera que se le escapase.
Pocas horas después, y como á cosa de la una de la madrugada, por un sendero abierto entre hortalizas y granados encaminábanse hacia el molino del tío Estéban seis hombres armados de otros tantos instrumentos de cuerda, tres guitarras, dos bandurrias y un guitarrillo; eran los seis jóvenes, é iban alegres y risueños como quien acaba de una fiesta y se prepara para divertirse en otra.
Un cuarto de hora más tarde los alrededores del molino se alegraban con los bravios y enérgicos acordes de la jota que palpitantes y llenos de pasión parecían trepar por los muros arriba, por aquellas blanquísimas paredes, dejando en ellas delicados é invisibles arabescos, semejantes á las hermosas campanillas que deja al trepar la débil y oscilante enredadera.
Pronto la copla, como alado pájaro, tendió el vuelo por encima de los variados giros de guitarras y bandurrias, yendo á buscar el hueco de una ventana obscura, tras la que invisible y emocionada velaba en pie la mujer querida.
Cuando paso por tu puerta
no sé lo que me sucede;
los piés se me güeloen plomo,
la vista se me escurece.
Aquella era la voz vibrante y clara del Tanino, no había duda.
Nadie como él para improvisar coplas y cantar con arrogancia y brío. Los
de los instrumentos cambiaton de tono por una transición insensible y
fácil, á la que tan acostumbrados están los tañedores, y la misma voz
volvió á lanzar al aire esta segunda copla, con más fuerza y mayor
apasionamiento y entusiasmo que la vez primera:
Tienes en la cara el cielo,
y en los ojos las estrellas,
y en los labios más claveles
que el tiesto de una maceta.
Aquello era la mar... Una copla tiraba otra, y otra sin ün, lo
mismo que una cereza saca enredadas otras ciento; y la voz, lejos de
decaer ni mostrar fatiga, parecía cada vez más fresca, más sonora y más
potente como si con el ejercicio adquiriese elasticidad y energía. Cerca
de una hora llevaban los tañedores sin dar apenas descanso á la mano;
aquello no llevaba trazas de terminar en toda la noche.
—La despedida, Tanino, echa ya la despedida, dijo uno de los de la ronda.
—Allá va, respondió el aludido. Y abriendo por última vez el pico, se arrancó briosamente con la siguiente copla, que parecía querer esculpirse en el aire:
Me despido de tu puerta
como el sol de las paredes.
que por las tardes se vo,
y por las mañanas vuelve.
Fué á repetir el último verso, pero al llegar á la mitad de él,
una voz ronca, fúnebre, como si saliera de las entrañas de la tierra, le
gritó á su espalda: Pos lo que es tú no g Helves más, condenao.
Y al mismo tiempo una detonación terrible, que parecía un cañonazo,
derribó en tierra al Tanino, é hizo que las ventanas del molino se
abrieran repentinamente y que el tío Esteban bajara á toda prisa
gritando:
—¿Qué hay? ¿qué ha sido eso? ¿qué pasa?
Poco faltó para que no rodara al suelo, privado de sentido, ante el espectáculo sangriento y terrible que á sus ojos se presentaba. Allí, tendido en tierra y bañado en su propia sangre, el Tanino se revolvía dolorosameute con las ansias supremas de la muerte, y á su lado, en pie, cruzado de brazos, y con el trabuco homicida á sus piés, Ginesillo contemplaba á su indefensa víctima sobre la que se habían inclinado sus aterrados compañeros para prestarle los oportunos y necesarios socorros.
No procuró el criminal apelar á la fuga, ni cuando de sujetarlo y llevarlo al pueblo se trató, opuso la menor resistencia. Dijérase que el mal había insensibilizado su corazón y oscurecido su razón, convirtiéndole en estúpido idiota.
Cuando el cadáver del infortunado Tanino fué levantado del suelo, vióse con profunda pena que el magnífico ramo cuajado de cerezas y adornado con cintas de colores que para colgarlo en la ventana de Paula llevaba aquél dispuesto, hallábase destrozado y manchado de sangre por completo. ¡El idilio había degenerado en tragedia horrible y espantosa!...
VIII
Tres meses más tarde, Roque y Colás, los mismos de que en uno de los anteriores capítulos hemos hablado, volvían otra vez juntos del campo, y lo mismo que en la tarde aquella en que les hemos hecho aparecer en esta historia, montaba el uno su humilde asno, y el otro guiaba su arrogante yunta de mulas.
Acababan de dejar á su espalda la sombría mata de olivares, entre los que comenzaban á verse los primeros tordos de la temporada, puesto que la aceituna venía aquel año adelantada y empezaba á negrear en los olivos, y al entrar en la senda que se une con la carretera, el molino del tío Esteban se presentó ante sus ojos, mudo, solitario, vacío.
—No sé lo que me da, Roque, de ver ese molino así, dijo Colás á su compañero.
—También á mí me da una tristeza, que no sé... Parece una jaula de la que se han escapado los pájaros... Míralo, todas las ventanas están cerradas, y el agua de la presa entra y salo sin ruido ni cosa alguna.
—¡Pobre Esteban! exclamó el tío Colás con sentido acento de lástima profunda, mientras que los dos compadres lijaban sus miradas en aquella casa melancólica de blancas paredes que, como acertadamente habia dicho Roque, traía á la mente el recuerdo de esos nidos abandonados y vacíos que en medio de los bosques se encuentran á veces después de rudos huracanes y tormentas.
¿Quién hubiera dicho que allí, en aquella calma solemne y apacible de los campos bañados perpetuamente por un sol espléndido y risueño, y fecundados por el agua tranquila del canal; bajo aquel cielo siempre sin nubes, habían germinado pasiones violentas y celos inflamados por el odio, se habían realizado venganzas espantosas y derramado sangre generosa é inocente?...
—Oye, Roque: ¿el tío Esteban sigue viviendo en Zaragoza? preguntó Colás con marcado interés al del jumento.
—Así dicen. A luego del crimen se fué allá, puso en venta el molino, que se lo compró don Juan de Dios, y con el dinero que sacó de él ha trabajado para ver si conseguía que se le rebajase la pena á Ginesillo.
—¿Y lo ha logrado?
—¡Cá!... La gente de pluma le ha chupado los cuatro cuartos que tenía, y, total: que él ha quedado en la miseria, y á Ginesillo le han condenado á cadena perpetua, pa mientras cica, en Ceuta.
—¿De modo que el molino se lo ha quedado D. Juan de Dios?
—Sí.
—¿Y qué va á hacer de él, sabes?
—Tengo entendido que va á poner en esle la máquina de vapor del otro molino, porque dice que el del tío Esteban ocupa mejor situación, y el suyo lo va á convertir en granja.
—Entonces no tendremos más remedio que venir á moler en la máquina, observó el de la yunta.
—¡Claro!... Ya te dije yo un día viniendo por aquí que eso había de acabar por arruinar al tío Esteban.
—Me acuerdo, Roque, me acuerdo de lo que aquella larde hablamos; pero ¿quién había de pensar que iba á ocurrir lo que ha ocurrido?...
—Si ya decía yo que eso de las máquinas era cosa del infierno, y que no podía menos de costar lágrimas y sangre, respondió muy convencido el del asno.
En aquel momento la campana del pueblo tocaba la oración; nuestros dos hombres se quitaron el cacherulo de la cabeza, rezaron devotamente en voz baja las Ave Marías, y se dieron las buenas noches.
Arriba, en las profundidades azules del firmamento, comenzaban á parpadear las primeras estrellas como pupilas que trabajosamente se abrieran para mirar la tierra medio velada por caliginosa niebla de polvo; y el vientecillo que juguetón y fresco mecía el verde penacho de los olivares, que á lo lejos destacaban la mancha obscura de su ramaje sobre los amarillentos pámpanos de las viñas, parecía rezar también á su modo y comentarlas últimas (rases déla conversación de los dos hombres sobre el triste epílogo de aquella tan lúgubre y lastimosa historia.