El Secreto de Dos Almas

Norberto Torcal


Cuento



I

Al lento andar de la vaca robusta, cuyas rosadas ubres casi tocaban en el suelo Ramuncho volvía, ya puesto el sol, ú su pobre casería siguiendo el estrecho sendero que, entre frondosos manzanos y maizales, serpentea por la montaña.

En el rostro del viejo vascongado leíase el desaliento y la tristeza. Muy de madrugada había bajado á la villa con intención de vender la vaca; pero los pocos compradores que á él se habían acercado, como si comprendieran lo apremiante de su necesidad, habían sido tan parcos en sus ofertas, que Barn ancho vió llegarlas últimas horas de la tarde sin poder realizar sus deseos, teniendo que volverse á casa con el manso animal que ya de nada podía servir á la familia para sacarla de su situación angustiosa.

Porque la usura no tiene entrañas y sus amenazas se cumplen fatalmente; ó Ramuncho pagaba antes de tres días los cien duros que, confiado en la abundancia de la próxima cosecha, había tomado á un interés harto crecido, para pagar la contribución y saldar algunas cuentecillas atrasadas, ó sería inmediatamente echado de su casa y desposeído de la mísera hacienda, la cual, á fuerza de sudores y trabajos, daba para ir viviendo. El dilema no admitía término medio: ó lo uno ó lo otro.

Y el viejo aldeano, sintiendo en su alma toda la inmensa pesadumbre y amargura de verse arrojado de aquel amable rinconcito de la montaña en que anidaban todos sus santos amores, recuerdos y esperanzas, inclinaba al suelo la cabeza, y con el revés de su áspera y rugosa mano limpiaba la lágrima próxima á resbalar por su tostada mejilla, mientras fatigosamente remontaba el estrecho sendero que á la blanca casería conduce.

—¿Vender no pudiste?—fué el primer saludo que, al verlo, le dirigió Ramuncha, su mujer.

—El mercado está flojo: se conoce que hay poco dinero... nadie tiene ganas de comprar—respondió el aldeano, poniendo en cada una de sus frases, cortadas y concisas, toda la tristeza de su corazón.

—¿Y señor Juan?—volvió á interrogar la mujer, hablando como en cifra.

—¿Señor Juan?... Lo mismo que una piedra. He ido á su casa, le he dicho nuestra situación, le he pedido un mes de espera... ¡que si quieres!... Que él necesita su dinero, que no puede aguardar, que tire por donde quiera...

—¡Ay, santa Madre de Dios! ¡qué cristianos hay en el mundo, qué cristianos!—gimió Ramuncha llevándose la punta del delantal á los ojos y conduciendo la vaca al pobre establo, del que se escapaba un agradable olor de heno seco.

La hora de la cena transcurrió aquella noche silenciosa y triste. Ni los viejos esposos, ni Joshe Mari, el robusto y gallardo inocetón, hijo del hasta entonces feliz matrimonio, probaron casi bocado. Un mismo pensamiento atormentaba á los tres, quitándoles las ganas de comer y sellando sus bocas. ¿Cómo resolver el tremendo conflicto? ¿á dónde recurrir y echar mano para salir de tan grande apuro?

De sobremesa, el viejo Ramuncho, que, absorto en sus cavilaciones, no había desplegado en toda la noche los labios, alzó la cabeza, y, como al descuido, dejó caer estas palabras:—¿Sabes Josbe Mari, que el hijo de Ignacio, nuestro convecino, va soldado?

—¿Cómo es eso, padre?—repuso el mozo—¿Pues no hace ya tres años que entró en quinta y salió libre del servicio?

—Es que se ha contratado como sustituto para ir á la guerra de Cuba.

—¡Pobrecico!—exclamó Ramuncha—¡Quién sabe lo que será de él tan lejos, tan lejos!...

Joshe Mari nada dijo; pero sus ojos brillaron repentinamente con un fuego extraño como si por ellos cruzara el relámpago de una idea.

—Padre—dijo el mozo al cabo de un largo silencio;—¿querrá usted ir mañana á terminar mi labor en el maíz.?

—¿Y tú, qué piensas hacer entretanto?—preguntó Ramuncho mirando fijamente á su hijo.

—Es el caso—respondió éste—que tengo que bajar al pueblo á arreglar un asuntillo, y si pudiera ser mañana mismo...

—Bueno, no hay inconveniente; pero supongo que volverás á tiempo para ayudarme en la faena ¿eh?

—Trataré de estar pronto de vuelta...De todos modos—añadió el muchacho, echándose atrás la boina y pasándose la mano por la cabeza—si acaso ocurre que no puedo volver en el día, no pasen pena por mí, y estén ustedes tranquilos. Se me ha clavado aquí—y señaló con el dedo índice la frente—se me ha clavado aquí una idea, y si mis planes salen bien, todavía puede tener arreglo lo que ahora nos parece caso desesperado. Conque á descansar y buenas noches.

II

—Una carta, Ramuncho—gritó desde lejos Andrés, el peatón, agitando en la mano un ancho sobre de color azulado, en el que con toda claridad se veía escrito el nombre y apellido del viejo aldeano.

Este soltó la azada con que trabajaba, y, después de entregar al cartero la correspondiente moneda de cinco céntimos, se dirigió presuroso en busca de su mujer, entretenida en los domésticos quehaceres.

Para las pobres gentes de nuestros campos, acostumbradas á que nadie de ellas se acuerde, el recibo de una carta constituye siempre un acontecimiento importante, cuya gravedad aumenta extraordinariamente si aquellos á quienes va dirigida no saben leer. En este caso se hallaban Ramuncho y su esposa.

—¿Qué dirá? ¿será de nuestro hijo?—indicó Ramuncha con acento de vaga inquietud é impaciencia.

—De nuestro hijo debe ser—respondió el marido que toda la vida había dejado á su mujer el oficio de pensar por los dos.

—No, no debe ser de nuestro Joshe Mari; porque ¿á qué iba á escribirnos si marchó ayer y mañana, probablemente, estará ya aquí de vuelta?—observó Ramuncha.

—Tienes razón, mujer; sería una tontada que el chico nos mandara esta carta.

—Pero, ¿y si hubiera caído malo? ¿A tí qué te parece, Ramuncho? ¿habrá caído malo nuestro hijo?

—Sí, puede ser que esté malo, y por eso nos escribe—contestó el pobre viejo con voz un poco hiposa y haciendo puchericos como un niño.

—Eso es; pónte ahora á llorar como un chico... ¡Valiente consuelo tengo yo contigo!.. Ea, no perdamos el tiempo; coge la blusa, y vámonos ahora mismo en casa del señor abad á que nos lea la carta.

Los homónimos esposos salieron y á buen paso echaron á andar cuesta abajo hacia la modesta casa rectoral que allá, en el fondo del pintoresco valle, alzaba sus blancos muros junto á la iglesia. La mañana era hermosa, serena y tibia. La naturaleza toda sonreía bajo la caricia de los suaves rayos solares que hacían más intensa y variada la inmensa gama de los verdes que en infinitas gradaciones subían del valle á la montaña y bajaban de la montaña al valle.

Allá lejos, por encima de las lustrosas copas de los manzanos y castaños, divisábase un gran pedazo de mar. Arriba y abajo, en el cielo y en la tierra, había tiesta; fiesta de luz, de risas, de gorjeos, pero los dos sencillos aldeanos caminaban cabizbajos y silenciosos, sin atreverse á expresar en alta voz ni formular con palabras los pensamientos y hondas preocupaciones que atormentaban sus almas.

Y mientras uno al lado del otro recorrían los dos kilómetros escasos que hasta la casa rectoral había, la carta pasaba alternativamente de las manos del hombre á las de la mujer, y de las de la mujer á las del hombre, sin cansarse de mirarla y remirarla por todos los lados, como si en aquellas largas hileras de letras menuditas y apretadas, que eran para ellos verdaderos signos cabalísticos, quisieran adivinar su felicidad ó su desgracia.

El bondadoso cura los recibió amablemente, y al enterarse del objeto de su inesperada visita, calóse los anteojos, arrellanóse en su amplio sillón de cuero claveteado, y comenzó la lectura de la carta. Esta decía así: «Queridos padres: gracias á Dios lie logrado lo que deseaba. ¡Ya no serán ustedes echados de casa, ni desposeídos de sus tierras! Hace una hora he entregado á quien ustedes saben los cien duros que le adeudábamos, y nada hay ya que temer por este lado. No tengo valor para ir á llevarles yo mismo tan buena noticia y despedirme de ustedes con un fuerte abrazo, pues han de saber que esta misma tarde salgo de aquí para incorporarme al regimiento que me corresponda...

Aquí Ramuncha rompió á llorar á todo trapo, ni más ni menos que si oyera la noticia de la muerte de su hijo. El viejo aldeano lloraba también, pero en silencio, con la cabeza baja.

«Voy á Cuba—siguió leyendo el sacerdote un tantico emocionado—pero no pasen pena, que nada malo me sucederá con el favor de Dios y de la Virgen, y cuando, pasado algún tiempo, vuelva al lado de ustedes, ¡no va á ser nada nuestra alegría viéndonos reunidos, tranquilos y dichosos, en esa casa que, desde hoy, es del todo nuestra, nuestra para siempre!»

—Señor abad, ¿quiere usted leer eso otra vez y un poco más fuerte para que lo oiga ésta (señalando á Ramuncha) que está algo sorda?—dijo el marido con la más piadosa intención.

El amable cura repitió todo el párrafo último, subrayando cada frase y complaciéndose en el agradable efecto que aquellas alentadoras palabras causaban en el ánimo de la pobre madre, en cuyo rostro mezclábanse ahora las sonrisas con las lágrimas.

«Padre—continuaba la carta—á mi regreso de Cuba he de llevarle una caja de tabaco tan bueno, que otro mejor no habrá usted fumado nunca. Lo fumaremos á medias, sentados por la tarde, después del trabajo, en el poyo de piedra que hay á la puerta de casa. Nada más tengo que decirles...

—Señor abad—interrumpió la mujer, sin duda por no ser menos que su marido, ó acaso por corresponder á la fineza que éste había tenido con ella.—Señor abad, si hiciera usted el favor de repetir eso del tabaco, para que se entere bien éste (señalando á Ramuncho) que desde hace algún tiempo tiene algo duro el oído...

—¡Pobrecicos—pensó para sí el buen cura. ¡Cómo se quieren! ¡cómo tratan de consolarse mutuamente, haciéndose repetir aquello que más puede contribuir á darles valor en su desgracia!...

Y sin mostrar impaciencia alguna, el caritativo señor leyó segunda vez, y muy despacio, las precedentes líneas, tras las que venía la despedida tierna y cariñosa de Joshe Mari, del hijo bueno que se iba al otro lado de los mares á comprar á precio de grandes sacrificios, quizá de su vida misma, la tranquilidad, el bienestar y el reposo de sus ancianos padres.

III

En la blanca y humilde casería, medio oculta en el verde rincón de la montaña vasca, á la sombra de manzanos y guindos y castaños, la vida del pobre matrimonio seguía deslizándose monótona y tranquila, como la corriente de aquellos mansos arroyados que, ignorados y silenciosos, pasaban lamiendo las paredes de su casa.

Los amables esposos trataban de disimularse el uno al otro la pena que les roía el corazón, y siempre que de su hijo hablaban, y era cuantas veces se hallaban juntos, hacíanlo en tono casi alegre, festivo y ameno, con incesantes alusiones á la vuelta del mozo y á los mil risueños planes y proyectos de un porvenir dichoso; pero al separarse y hallarse solos, no sabían más que llorar. Con el gallardo mozo se había ido la alegría de aquel hogar y la felicidad de aquellas dos almas buenas.

Al principio, las cartas de Joshe Mari llegaban al rincón de la montaña con regularidad perfecta todos los meses: cartas rebosantes de cariño, de buen humor, de alegría sana. La guerra no era tan espantosa como vista de lejos. Algo se padecía, naturalmente; pero ¿acaso la vida del campo no tiene también sus fatigas y sus ratos de cansancio? ¿No decía el señor abad siempre que por cualquier lado que uno tire en la vida hay que pasar un rato de mal camino?...

Más tarde, en otra, carta, decía que ya estaba acostumbrado á la grajea de los mambises (así llamaba él á las balas), que había tomado parte en ocho ó diez encuentros con los enemigos de España, y que de todos ellos había salido sano y salvo, por lo que suplicaba y encarecía á sus padres no dejasen de llevarle una vela á la Virgen de la ermita, á la que no dejaba él de encomendarse devotamente todos los días.

Finalmente, en la carta que Ramuncho recibió á los seis meses justos de la partida de Joshe Mari, éste les anunciaba que acababa de ganar los galones de sargento, y que poco había de valer si, con la ayuda de Dios, no llegaba á lucir en la bocamanga de su cazadora de rayadillo, las estrellas de segundo teniente.

No hay para qué decir que el amable abad, encargado de ser el intérprete de todas estas buenas nuevas venidas del otro lado del Atlántico, tuvo que repetir lo menos cinco veces la lectura de la carta en que Joshe Mari se anunciaba como futuro oficial del ejército español. Aquel día el viejo Ramuncho se rejuveneció en diez años lo menos.

Al mes siguiente no hubo carta, y al otro tampoco.

—¿Cómo será que el chico no escribe?—preguntaba la mujer todos los días y casi á todas horas.

—El que ha de ganarse un par de relucientes estrellas—contestaba invariablemente Ramuncho—más tiene que manejar el fusil que la pluma. La vida del soldado en campaña no se presta á frecuentes y largas escrituras.

Con estas buenas palabras, en las que, ó decir verdad, no creía mucho el mismo aldeano, éste tranquilizaba por el momento á su mujer, la cual no tardaba mucho en volver á sus desconfianzas, impaciencias y temores.

Así se iban pasando los días, siempre esperando la llegada de Andrés el peatón, y siempre viéndole pasar de largo, sin que de él recibieran más que los buenos días.

IV

Un domingo, después de la misa conventual, á la que, como de costumbre, asistieron Ramuncho y su mujer, el señor abad llamó aparte á aquél, hízole subir á su modesto despacho, y con muchas preparadonés, cuidados y rodeos, anuncióle la muerte de Joshe Mari, de la que, tres días antes, había tenido conocimiento por carta que, á ruegos del mismo, momentos antes de morir en el hospital de la Habana, le escribiera el capellán del regimiento.

Hi un grito, ni una lágrima se escapó de Ramuncho, pero su corazón quedó destrozado y deshecho al golpe de la triste nueva, y obedeciendo, sin duda, á la sugestión de la idea que, desde algún tiempo atrás, agitábase en su mente,

—Señor abad,—dijo con voz temblorosa—que este dolor sea para mi solo. Yo soy hombre, y sabré resistirlo. ¿Qué falta hace el causar una nueva víctima, y que á la muerte del hijo siga la de la pobre madre?

El bondadoso sacerdote, sin comprender todo el alcance y significación de los propósitos del viejo aldeano, estrechó efusivamente sus dos manos y le despidió con palabras de cristiano consuelo.

—¿Qué te ha dicho el señor abad?—preguntó la mujer con ansiedad justificada al emprender el regreso á la casería.

—Buenas noticias, Ramuncha, buenas noticias—respondió jovialmente el marido. Por un soldado de su pueblo que el otro día le escribió, sabe que nuestro Joshe Mari está bueno y que no nos escribe porque los azares de la guerra no le dejan ahora tiempo para ello. Lo que yo me figuraba...

Y siguieron marchando por el florido sendero, bañado en rayos de sol y efluvios de campesinas florecidas, haciéndoseles la boca agua al comentar el orgullo y alegría que pronto experimentarían al estrechar entre sus brazos al valiente mozo, convertido en bravo y arrogante oficial.

Sin embargo, desde aquel infausto día, Ramuncho, al volver del trabajo por la tarde, encontraba siempre á su mujer con los ojos enrojecidos é hinchados, con visibles señales de haber derramado muchas lágrimas.

—¿Qué tienes?—le preguntaba.

—Nada, hombre, nada. Es que desde hace algún tiempo la chimenea tira mal, y se me mete el humo por los ojos.

Y el pobre viejo se quedaba tan satisfecho y tranquilo con la explicación del humo, en la seguridad de que Ramuncha nada sabía de la muerte del muchacho.

Pero, sí que sabía; sólo que á la persona que le comunicó la desgracia, tuvo buen cuidado de encargarle el más absoluto silencio para que nada llegara á sospechar su Ramuncho.

Y los afligidos esposos, al hallarse frente á frente y juntos, seguían llorando por dentro y riendo por fuera, para continuar en su mutuo y piadoso engaño.

¡Cosa rara! ¿Querréis creer que desde entonces ya no hubo mes en que los dos buenos esposos dejaran de ver pararse á Andrés el peatón delante de la blanca casería y de recibir de sus manos carta de Joshe Mari?.. ¿Quién escribía aquellas misivas henchidas todas de buenas y agradables nuevas?

Sólo Ramuncho hubiera sido capaz de dar respuesta satisfactoria á esta pregunta. Porque lo cierto es que la llegada de cada carta era precedida siempre de una breve visita del viejo vascongado á la villa próxima.

A pesar de todo, la salud de los dos viejos sufría visible quebranto y decadencia. Su taciturnidad y aire de tristeza aumentaban de día en día. En tres meses habían envejecido horriblemente. Las manos de Ramuncho estaban temblorosas é inservibles para el trabajo de la tierra, y Ramuncha perdió completamente el apetito, y adquiría por momentos la palidez de un cadáver. Aquellas dos vidas tan identificadas, tan unidas que puede decirse no formaban más que una sola, declinaban rápidamente y se doblaban hacia el sepulcro como dos ramas del mismo árbol tronchadas, rotas, por el huracán.

Aquel sufrimiento mudo era superior á las humanas fuerzas, y no podía prolongarse por más tiempo. Sin válvula alguna por donde dar salida á tan grande dolor, la caldera tenía que estallar necesariamente.

Un día Ramuncho cayó en cama para no levantarse más. Como buen cristiano recibió los últimos sacramentos y demás auxilios de la religión, y, próximo ya á la agonía, llamó á su mujer y le dijo:

—Ya ves que me muero... Dios me llama ya á su santa gloria, sacándome de este mundo, y es preciso acatar sus santos y adorables designios. Oye, Ramuncha, lo que en esta mi última hora te digo y encargo. En adelante, cuando reces por mí, no dejes de rezar también por el eterno descanso de nuestro pobre Joshe Mari...

—Tiempo ha que otra cosa no hago que rezar á Dios por su alma—respondió la mujer deshecha en llanto.

—Y yo también—agregó el moribundo con voz tan débil y apagada como un susurro.


Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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