Lástima es que el pincel mágico que para eterna memoria nos dejó dibujada la figura grotesca de aquel famoso personaje que conocemos con el nombre de El lobo de Coria, no haya llegado á inmortalizar los rasgos fisonómicos del célebre tonto aragonés cuyo recuerdo y fama corren de boca en boca entre todos los coterráneos del gran epigramático Marcial.
¡Para colmo de desgracia, ni siquiera se cuidó la crónica de recoger su nombre y consignar sus antecedentes genealógicos, limitándose á narrar, escueta y lacónicamente, la singular hazaña que tan alto colocó su nombre entre cuantos tontos, bobos y simples en el mundo han sido!
Mas si faltó un Velázquez que transmitiera á la posteridad su peregrina imágen y un historiador que con escrupulosa verdad trazara su interesante biografía, poniéndonos al corriente de los más mínimos detalles y circunstancias de su ignorada y oscura existencia, el pueblo que le vió nacer y fué teatro de sus memorables acciones, no ha perdido la memoria de él, y viejos y niños, hombres y mujeres, rinden diario tributo de gratitud y entusiasmo al pobre tonto que en todo Aragón ha hecho conocido y célebre el nombre de Lumpiaque, del que antes sólo tenían noticia el recaudador de contribuciones del partido, y el obispo de la diócesis en tiempo de santa pastoral visita.
Era el tal tonto, según lo que las gentes refieren, un pobre mozo sin padre ni madre, ni perrico que le ladrase, cuyo único oficio y profesión era andar, de calle en calle y de puerta en puerta, haciendo reír á todo el mundo con sus simplezas y tonterías. Dejáronle sus padres, al morir, algunas tierras, y con lo que éstas daban de sí, que no era mucho, y con lo poquillo que él se apañaba haciendo mandados en algunas casas bien acomodadas del pueblo, íbase dando vida y sacando para el modesto cotidiano cocidillo que, por pura caridad, cuidaba de arreglarle una buena vecina.
Figuráos ahora la sorpresa de las gentes un día en que el pobre tonto apareció en las calles del pueblo, caballero en un modesto pollino que en las ferias de Calatayud comprara el día antes á unos gitanos.
—¿Cuánto te ha costado el borriquillo?—preguntábanle las comadres, muertas de curiosidad.
El tonto las miraba con ojos indiferentes y sin contestar palabra, seguía adelante. Pero á los pocos pasos, un grupo de mozos le salía al encuentro, plantábanse delante del manso animal, agarrábanle con las manos ambas mandíbulas, le miraban la blanca y recia dentadura, examinaban las patas y las orejas, pasábanle la mano por los lomos, y concluían haciendo idéntica pregunta: ¿cuánto te ha costado el borriquillo?
Y el tonto sonreía y nada contestaba. Y así un día, y otro y otro. En cuanto el pobre muchacho ponía el pie en la calle, viejos y chicos, hombres y mujeres, como un enjambre de zumbadoras avispas ó mosquitos, rodeábanle y no se cansaban de atormentarle los oídos con la eterna interrogación:—¿cuánto te ha costado el borriquillo? ¿cuánto te han llevado por el rucio? ¿cuánto has pagado por el animal?
—Dejadme, dejadme; ya os lo diré á todos juntos—respondía el pobrete, tratando de librarse de las impertinentes preguntas de sus convecinos, los cuales tenían por seguro que el pobre tonto habría sido víctima de los astutos y desaprensivos gitanos que le vendieron el borriquillo.
Fueron pasando días, semanas y meses. Los vecinos de Lumpiaque se acostumbraron, por fin, á ver al tonto montado en su humilde cabalgadura, con la que se daba largos paseos, y ya nadie volvió á meterse con él ni á querer indagar el precio de la compra, cosa que, después de todo, les tenía completamente sin cuidado. á tuertas ó á derechas, lo hecho hecho estaba, y como el tonto á nadie había ido á pedir el dinero para la adquisición del animal, ni nadie tenía que pedirle cuenta de sus actos, cesó la curiosidad y acabaron los comentarios y las bromas.
¡Ni siquiera se acordaban ya los lumpiaqueños de la promesa aquella formal y seria que el tonto les había hecho de decirles, á todos juntos, cuánto le había costado el borriquillo, objeto de tamaña curiosidad é insistentes preguntas!...
Una tarde, después de comer, el repentino y vibrante clamor de la campana de la iglesia, hirió los oídos y puso en espectación á todo el vecindario. No era víspera de fiesta, ni en la parroquia se celebraba á aquella hora función ó acto alguno de culto. El tañido del sagrado bronce no daba tampoco la señal de fuego, que de todos era bien conocida. ¿Qué podrá ser?—se preguntaban, de puerta á puerta y de ventana á ventana, las mujeres, sorprendidas, extrañadas, confusas por aquel inesperado llamar de la campana.
El Cura, que, arrellanado en su sillón, dormitaba, como de costumbre, para reposar un poco la comida, despertó sobresaltado, y sin detenerse á echar sobre sus hombros el balandrán ni cubrirse la cabeza con el gorro de terciopelo bordado en sedas de colores, que sobre la mesa del despacho había dejado al iniciar la breve siesta, echó á correr escaleras abajo con intención de dirigirse á la iglesia, para saber la causa y motivo del inusitado repique á aquella hora.
En la puerta de la calle se topó de manos á boca con el sacristán, que era á la vez maestro de primeras letras y secretario del pueblo, el cual acudía á casa del párroco á informarse sobre lo mismo.
—¿Quién toca ó ha mandado tocar la campana?—preguntó atropelladamente el sacerdote.
—Eso mismo venía yo á preguntar á usted—respondió el sacristán, todo sofocado y jadeante por la carrera que se acababa de dar.
—Pero ¿qué ocurre? ¿Hay quema en el pueblo? ¿Viene á visitarnos el señor obispo sin haberse anunciado previamente? ¿han subido chiquillos á la torre?
—Hada sé, señor Cura. Las llaves de la iglesia y del campanario, aquí las traigo yo en el bolsillo. No las he soltado en todo el día, y, por lo mismo, me sorprende y maravilla en extremo el repique de la campana.
—Ea, no nos detengamos—dijo el Cura. Vamos corriendo á la iglesia á ver lo que pasa. No sé qué misterio es este...
Y párroco y sacristán marcharon derechamente y rápidos como flechas á la iglesia. En la plaza que está delante, y bajo los toscos arcos de piedra que forman el vestíbulo ó entrada del templo, hombres y mujeres, formando grandes corros y comentando de mil maneras el suceso, aguardaban impacientes la llegada de los encargados del sagrado lugar. Abrióse la puerta, examinaron detenidamente hasta los últimos rincones del templo... nada. Allí no había nadie. Recogimiento y soledad, paz y misterio, silencio y calma profunda reinaban bajo las severas naves cuyas vagas penumbras iluminaba, aquí y allá, la mortecina claridad de alguna que otra lámpara encendida por piadosa mano delante de los viejos retablos en que la piedad de los fieles veneraba la imagen de algún santo familiar y tiernamente amado...
Subieron á la torre, registraron todos los escondites, profundizaron con sus miradas los más recónditos parajes, el oscuro cuarto del reloj inclusive... y nada tampoco.
El asombro, el estupor crecían por momentos y tenían paralizadas las lenguas de los fieles todos. Nadie se explicaba ni podía explicarse aquello. ¿Acaso la campana había tañido por sí sola? ¿Era alucinación de todos los vecinos del pueblo? ¿Era milagro?
Descartada, naturalmente, la primera hipótesis, por imposible, por absurda, pues no podía admitirse de ningún modo la idea de semejante alucinación general y colectiva, la probabilidad, mejor diremos, la seguridad de un milagro se abrió rápidamente paso en todos los espíritus, hasta en el del mismo párroco, hombre sencillo y bueno, que, con las lágrimas en los ojos y la emoción vibrando en sus palabras, habló y dijo á sus feligreses que le rodeaban estupefactos:
—¡Hijos míos, no hay duda que aquí anda la mano del Señor! Él es, indudablemente, quien nos llama y convoca al templo para revelarnos su santísima voluntad, para reprender acaso nuestros desórdenes y extravíos, para exhortarnos tal vez á emprender una vida más ejemplar, cristiana y ajustada á sus divinos mandatos. Corramos á postrarnos ante Él... ¡á la iglesia todos, á pedirle con lágrimas de, contrición y sincero arrepentimiento que se apiade de nosotros y nos manifieste lo que debemos hacer!..
Dicho y hecho. En un decir Jesús, el sacristán encendió las velas del altar del Santísimo Cristo que en solitaria capilla erguía su rigidez cadavérica, pendiente de una gran cruz con gruesos clavos; revistióse el párroco de sobrepelliz y estola morada, y sacerdote y pueblo, de rodillas ante el severo altar, comenzaron á gemir y orar pidiendo con grandes voces al Señor que desplegara sus labios dándoles á conocer su voluntad adorable.
—¡Señor—exclamó el Cura, con acento tembloroso y dulce—; hénos aquí, postrados en tu presencia, de todo corazón arrepentidos de nuestras faltas y pecados, prontos á abrazar la enmienda y seguir tus divinos consejos y palabras. Háblanos, Señor, por tu Sagrada Pasión y Muerte, portas entrañas de infinita piedad y misericordia, háblanos, habla á tu pueblo, que, como Samuel, te escucha recogido y silencioso...
Hubo un momento de emoción inefable, durante el cual sólo se oían suspiros y gemidos. Con los ojos en tierra y dándose recios golpes de pecho, todos aguardaban el instante en que el Santo Cristo abriese sus labios, aquellos labios cárdenos que la muerte tenía cerrados y yertos, y les dirigiera su voz misericordiosa ó airada.
Mas no fué del fondo de la misteriosa capilla, sino de lo más alto de la bóveda del templo, de donde descendió la voz que todos aguardaban en medio del más sepulcral silencio.
—¿Estáis todos ya?—gritó el misterioso acento desde arriba.
—Sí, Señor, aquí está congregado, reunido, el pueblo todo—respondió el sacerdote, volviendo sus ojos hacia la altura del nuevo Sinai, desde donde Jehová se dignaba hablar á su pueblo.
—Pues, diez y siete duros... Ya sabéis lo que me costó el borriquillo... ¡bah!—concluyó diciendo la voz maravillosa.
La carcajada que en todo el piadoso auditorio estalló, resonante, al escuchar la confesión del famoso tonto, no es para descrita. Reventando de risa y celebrando la peregrina ocurrencia, subieron todos á las bóvedas de la iglesia, en una de las cuales existía, desde muy antiguo, un pequeño boquete que daba precisamente sobre la capilla del Santo Cristo, y allí encontraron al célebre tonto que, escondido desde por la mañana, acababa de jugarles la singular chuscada de que ha quedado en todo Aragón imperecedera memoria.