En las Puertas del Cielo

Norberto Torcal


Cuento


San Pedro estaba realmente intratable.

No soy yo quien con poco respeto á sus venerables canas y falta de reverencia á sus méritos indiscutibles se atreve á calificarle de ese modo; el mismo Señor era quien aquella mañana se lo había dicho en vista de su taciturnidad y mal humor, cosa poco frecuente en él, porque dígase lo que se quiera, la verdad es que San Pedro no tiene mal genio ni es fosco con nadie.

Y conste que su mal humor de aquel día no nacía de exceso de trabajo ó de cansancio en el vestíbulo de la gloria, sino de todo lo contrario. Más de ocho días hacía ya que por allí no se acercaba ninguna persona decente. Todo se volvía chiquillos y más chiquillos, de esos á quienes no hay más que abrirles la puerta y dejarles que entren en el cielo sin cambiar con ellos ni un saludo, ni una palabra.

Apestado estaba ya el celestial portero de ver caras molletudas y cabelleras rubias, ojos azules y alitas blancas, cosa que le alegraba, sí, pero que al fin y al cabo no le dejaba satisfecho ni mucho menos.

Aquello era un fastidio; el pobre San Pedro no tiene otros ralos divertidos que los que se pasa cuando ajusta cuentas con almas de empuje, y aquellas almas no parecían por parle alguna. Además, la gloria misma iba á convertirse en lugar poco agradable, y de continuar por aquel camino las cosas, día iba á llegar en que las gentes de acá abajo, renunciarían al cielo sólo por no verse envueltos de chiquillos, que serán todo lo alegres y hermosos que se quiera, pero que á la corta ó á la larga acaban siempre por aburrir y hacerse insoportables cuando se les trata de cerca y por mucho tiempo.

Jamás había visto San Pedro cosa igual desde que ejercía su importante oficio. ¿Será que Dios no envía ahora á la tierra tantas gracias como antes? se preguntaba á sí mismo continuamente, tratando de explicarse de algún modo fenómeno tan raro.

Pero él que nunca se aparta de las puertas del cielo, y lleva al dedillo la cuenta de todo cuanto entra y sale de la mansión de los bienaventurados, sabía perfectamente que la lluvia de dones y gracias que cada mañana y cada tarde enviaba el Señor sobre la tierra, lejos de cesar ó amenguarse, era mayor y más copiosa cada día.

De esto precisamente nacía su extrañeza y mal humor en aquellos momentos. Los medios para llegar al cielo eran de día en día más abundantes, y sin embargo, los caminos del cielo estaban más que nunca abandonados, solitarios y tristes. Indudablemente los hombres se habían hecho peores que antes.

Esta explicación, la única satisfactoria y lógica que San Pedro encontraba, le tenía fuera de sí. Su celo se enardeció de tal modo y á tal punto llegó su indignación contra los olvidadizos é ingratos mortales, que gustoso hubiera vuelto al mundo á increparles duramente por su indiferencia y olvido de las cosas de arriba.

Al Señor no le pareció bien lo que San Pedro le pedía, y con palabras cariñosas le exhortó á que no desconfiara de los hombres tan en absoluto, ni se dejase llevar de arrebatos, que no sentaban bien á su edad más que madura.

Refunfuñando volvióse, pues, el celestial Llavero á su portería, y allí estaba resolviendo diferentes pensamientos en su cabeza, cuando un lejano ruido que venía del lado del camino por donde las almas suben á la gloria, le obligó á volver en aquella dirección la vista.

—Angelito tenemos, pensó al pronto de mediano talante.

A fuer de imparciales cronistas debemos consignar que por esta vez, al menos, San Pedro sufrió una equivocación lamentable. Así lo comprendió él mismo cuando, fijándose mejor en el que á sus puertas llegaba, vió que se trataba nada menos que de un sujeto de campanillas, á juzgar por la cantidad y número de grandes cruces, placas, bandas y condecoraciones de diversas clases que encima traía, y de las cuales había tenido buen cuidado de poveerse al emprender el viaje largo, por si de algo servían esas cosas entre las gentes con quienes desde entonces tenía que habérselas por arriba.

San Pedro, al verle, cambió al momento de semblante, púsose en pie y salió al encuentro del personaje. El excelentísimo señor apenas si se dignó hacerle una ligera reverencia al hallarse delante de él. Sin duda no le conoció, ó le tomó por uno de tantos como en la antecámara de la gloria aguardan turno para pasar adelante. Sólo cuando San Pedro se dio á conocer á él fué cuando el excelentísimo señor cayó en la cuenta de la falta gravísima que acababa de cometer, y comprendiendo que no sólo por lo que la cortesía exige en todo caso, sino por lo que de propia utilidad y provecho podía seguírsele de empezar bien en asunto de tanta monta, apresuróse á pedir perdón con las frases más humildes y reverentes que halló, tratando de excusarse por el azoramiento natural y propio del caso.

—No es V. el primero á quien tal cosa ocurre, contestó San Pedro sonriendo bondadosamente. No hay que apurarse, amigo mío, que harto sé yo que no es el caso para andarse en saludos y cumplidos. Pero decidme: ¿qué es lo que por aquí os trae tan de madrugada y á solas?

—¿Qué otra cosa ha de ser sino el deseo de entrar en la gloria? respondió el personaje algo más tranquilo.

—Está bien; veamos vuestro pasaporte.

El pobre señor, oyendo estas palabras, palideció un poco; echó mano al bolsillo de la flamante levita que puesta llevaba, y entregó á San Pedro el temible papel en el que estaban escritas las cuentas de su vida.

San Pedro la tomó en sus manos temblonas y delgadísimas, y se puso á leerlo despacio. A la primera línea frunció el entrecejo.

—¡Ministro!... ¡Ministro, y por estas regiones! ¡Cosa extraña! pensó el bendito Portero.

Y apartando por un instante la vista del papel, le examinó de pies á cabeza con mirada profunda y escrutadora, que quería llegar al fondo de su conciencia impenetrable.

Luego siguió leyendo, como quien deletrea en una escritura antigua de borrosos caracteres: «Amó la vanidad... fué dado á los placeres y amigo de mundanas diversiones... adulador... mentiroso...» Todo esto y mucho más rezaba el importuno acusador documento; y San Pedro, á cada una de estas acusaciones graves, meneaba significativamente la cabeza, como un viejecito bondadoso que de veras se conduele de las faltas y devaneos de la gente moza, temeroso de la expiación tremenda que en seguida le aguarda.

El excelentísimo señor estaba como petrificado en su sitio, sin atreverse ni aún á levantar la vista del suelo, es un decir, puesto que allí no había suelo ni cosa que se le pareciese. Aquellos mohines y ademanes de San Pedro dábanle á entender bien á las claras que el caso era harto grave, y su derecho á la gloria por demás problemático y discutible.

Por fin San Pedro acabó la lectura, y volviéndose con cara de profundo pesar hacia el humilde señor, le dijo:

—Lo siento, amigo mío, lo siento; pero es imposible que entréis en el cielo... Ya veis, los pecados son muchos, la penitencia escasa, y las virtudes no asoman por ningún sitio. Lo siento, lo siento...

Al pobre señor le entró una desazón terrible, mucho más terrible que la que solía entrarle en la tierra cada vez que los periódicos anunciaban crisis próxima en su Gabinete. Frío sudor bañaba todo su cuerpo; aquello era para morirse de angustia. Sin saber lo que se hacía se pasó la mano por la barba, rascóse el cogote, y faltando á lo que de más rudimentario y elemental contienen las reglas de buena crianza, acabó por hundir ambas manos en los bolsillos del pantalón... nervioso, agitado, convulso.

En uno de ellos tropezó con un papel medio arrugado y hecho casi una bola; maquinalmente lo sacó, y viendo que era algo que á las cuentas de su alma se refería, apresuróse á ponerlo en manos de San Pedro, por si de algo le servía en su angustiada y apuradísima situación.

¡Feliz hallazgo! Aquel papel era nada menos que el capítulo de descargo de sus culpas y el inventario de sus virtudes, así como el otro lo era de sus pecados y extravíos.

Sau Pedro leyó este segundo papel con cara de regocijo. «Procedió con equidad y justicia en todas las cosas... fué caritativo... buscó ante todo la prosperidad de su patria, y, por último, ¡ha muerto pobre!» Con esta frase, así subrayada y todo, terminaba el papel salvador y bendito.

Al llegar á ella San Pedro, soltó de sus manos el precioso documento, y sin poderse contener dió al excelentísimo señor el más apretado y afectuoso abrazo que recordaba haber dado desde que por voluntad de su divino Maestro guarda las puertas de la gloria y ve llegar almas al cielo.


Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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