...Et Cum Spiritu Tuo

Norberto Torcal


Cuento


En la pobre iglesia parroquial se respira un ambiente de misticismo que hace inclinar las frentes al suelo y pone en los labios silabeos de dulce plegaria.

Be pie, delante del altar, el anciano sacerdote ha dado comienzo al santo sacrificio de la misa, que oyen solamente el monaguillo y seis ú ocho viejecicas, arrodilladas sobre el duro suelo. Be hombres, ni uno sólo. Los azares de la guerra y el continuo ir y venir con las armas al hombro, preparados siempre á rechazar cualquiera agresión ó acometida de las fuerzas contrarias, los tiene ó todos, jóvenes y viejos, alejados del pueblo, sin dejarles tiempo para asistir á la santa misa, como en los días de tranquilidad y sosiego tienen costumbre de hacerlo antes de marchar al trabajo. El celoso párroco lamenta esta ausencia y pide á Dios que, cuanto antes, pasen los malos tiempos y pueda verse acompañado de sus buenos feligreses en el templo.

Un brillante rayo de sol, que por el alto ventanal penetra, sube lamiendo las doradas columnas del retablo, en cuyo centro, sonriente y graciosa, destaca la bella imagen de un San Juan Bautista con el blanco Cordero á su lado.

Fuera, en el frondoso y opulento nogal plantado á la entrada de la iglesia, los pajarillos pían alegremente, y sus gorgeos se confunden con la voz algo temblona del celebrante que, inclinada la cabeza, murmura el humilde Confiteor.

Las buenas viejecicas repiten con el sacerdote el mea culpa, dándose recios golpes en el pecho. En los ojos de algunas de ellas hay lágrimas de compunción sincera. Una paz solemne domina en el sagrado recinto, se cierne impalpable sobre el fondo de las calladas capillas solitarias, pone expresión de extática sonrisa en el rostro de los humildes santos de madera y penetra en el corazón de los devotos fieles.

La mañana es tibia, otoñal, serena. El buen cura ha madrugado para decir su misa, temeroso de no poder celebrarla más tarde, si, como se le anunció la noche anterior, el ejército liberal que desde algunos días ronda por los alrededores de la montaña, invade el pueblo y lo ocupa militarmente como otras veces ha sucedido.

Acabados los Kyries y el Gloria, que ha recitado lentamente, solemnemente, el viejo sacerdote se vuelve de cara al pueblo, abre de par en par sus brazos, formando una hermosa cruz viviente, y dice el Dominus vobiscum, majestuoso, sublime. Las hondas arrugas de su cara se iluminan con el rayo de sol que ciñe á su cabeza como un resplandeciente nimbo de gloria. Diríase un santo de marfil ó de alabastro arrancado de un antiguo mausoleo y animado por un soplo de vida. La blanca casulla que de sus hombros pende, realza su grave y ascética hermosura, dándole aspecto de patriarca del antiguo testamento. Parece un Melquisedec arrugadito y canoso, que inspira confianza y cariño.

Sin embargo, se le ve un poco inquieto. Al pronunciar el Dominus vobiscum, sus miradas se dirigen fijamente hacia la puerta del templo, por la que sigue entrando la confusa y alegre algarabía de los pajarillos escondidos entre la fronda del nogal opulento que, como un eterno centinela, se alza á la puerta del templo. En su frente se adivina una preocupación honda y grave.

Martín, el puntual y fidelísimo sacristán, á quien antes de amanecer ha mandado al pueblo vecino con un aviso urgente para el párroco del mismo, pero con orden severa y terminante de no detenerse en el camino y estar de vuelta antes de comenzar él la misa, no ha aparecido aún, y el buen cura interpreta este retraso y tardanza como malísimo agüero. Por eso cuantas veces se vuelve á dar la paz á los fieles que asisten al santo sacrificio, sus ojos van derechos á la puerta esperando verle aparecer de un momento á otro. Pero Martín no llega, y el anciano párroco siente aumentar su impaciencia á cada instante que pasa.

Un agudo toque de corneta, que de eco en eco repiten los riscos y hondonadas, hace palpitar de emoción todos los corazones en el templo. Las viejecicas interrumpen sus rezos, y, olvidadas de la misa, se precipitan ansiosas á la puerta. El sacerdote hace señas al monaguillo para que salga también á enterarse de lo que ocurre, quedándose él solo en el altar, interrumpidos los sagrados misterios.

Abajo, en el valle, suenan descargas de fusilería y gritos de combate. Los momentos son de suprema angustia. El ministro del Señor, vacilante entre suspender la misa y desnudarse allí de los ornamentos sagrados para correr en auxilio de los heridos y moribundos, decide, por fin, no retirarse del altar hasta sumir las sagradas especies. Sus labios murmuran temblorosos una breve plegaria, y con las manos cruzadas sobre el pecho como un serafín, y los ojos clavados en la sagrada hostia, espera la vuelta del chico que le ayuda á misa.

Pasan cinco minutos, diez, un cuarto de hora... El ruido de las descargas se va haciendo más lento y más lejano, hasta cesar completamente. Los pajarillos han enmudecido, alejándose del nogal al oír los primeros terribles disparos anunciadores de la muerte en la solemne paz de la mañana. Un silencio lúgubre, imponente, reina ahora dentro y fuera del templo.

El sacerdote se vuelve, por centésima vez, á mirar á la puerta, y ve asomar en el dintel cuatro hombres robustos, sombríos y cabizbajos, que, cubiertas las cabezas con boinas, traen entre sus brazos un herido, un moribundo. Detrás de ellos viene el monaguillo, y detrás del monaguillo las viejecicas que oían la santa misa.

Los cuatro guerrilleros penetran resueltamente en la iglesia, y siu descubrirse, sin hacer sobre sus frentes la señal de la cruz, sin mojar siquiera la punta de los dedos en el agua bendita de la pila, avanzan hacia el presbiterio, depositan en el suelo al herido, arrodíllense á su alrededor y se limpian el sudor que, en gruesas gotas, corre por sus frentes ennegrecidas con el humo de la pólvora.

Ni una voz, ni una queja, ni un ay del moribundo. El cura lo mira atentamente y reconoce á Martín, el devoto y fidelísimo sacristán que tiene la cara llena de sangre y los ojos cerrados. Sin duda es ya cadáver.

—¿Está muerto?—pregunta el párroco con acento velado por la emoción.

—Herido lo recogimos en el campo—contesta uno de los guerrilleros. Una bala le alcanzó al pasar, y de sus labios no han salido más que estas palabras: Á la iglesia... llevadme á la iglesia... tengo que ayudar á misa... se lo he prometido al señor cura al salir del pueblo.

—¡Pobre Martín!—murmura el sacerdote con un suspiro. Y después de absolverle sub conditione, le llama por su nombre, coge entre las suyas su mano fría como el granizo y le limpia con el pañuelo la frente toda manchada de sangre.

El pobre sacristán no da señal alguna de vida. El anciano párroco se retira á la sacristía, sustituye la blanca casulla por otra negra, y á los pocos momentos vuelve á presentarse en el altar para proseguir la misa; misa de requiem, misa de funeral por el pobre Martín oscuramente muerto.

Dominus vobiscum—dice el cura, volviéndose por última vez hacia los fieles.

El monaguillo se ha ausentado del altar por un momento. Los guerrilleros, con los ojos todavía medio cegados por la luz del sol y los fogonazos de la pólvora y los oídos sordos por el estruendo del combate, ni ven ni oyen al sacerdote, el cual se queda un instante aguardando en silencio la respuesta á su evangélica salutación.

Y en el misterio de aquella escena lúgubre y triste, óyese, al fin, la voz de Martín, el sacristán, que contesta: Et cum spiritu tuo...

Es su despedida final; con esa frase ha rendido su postrer aliento. Su cabeza, ensangrentada y deshecha, reposa sobre el duro suelo. Por el rostro de los cuatro hombres corren gruesas lágrimas. En los viejos santos de madera, de pie en las doradas hornacinas de los altares, florece un ensueño de extática inmovilidad y pureza. Los rayos del sol signen penetrando por el alto ventanal de la iglesia y ponen una aureola de gloria en los blancos cabellos del sacerdote.

—Bienaventurados los que mueren en el Señor—exclama el párroco rociando con agua bendita el cadáver del infortunado sacristán.

—Amén—contestan todos en el templo.


Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
Leído 3 veces.