I
Célebre entre las más célebres y acreditadas tabernas que allá, hacia el último tercio del siglo XVIII existían en Zaragoza, era la llamada del Gallo, nombre que, sin duda, le venía del que pintado sobre la puerta del establecimiento lucía chillonamente su roja cresta y sus recios espolones, si bien hay quien relaciona dicha denominación con el difunto dueño de la taberna, á quien sus convecinos conocían por el apodo de «el gallo».
Situada en estrecha callejuela del popular barrio de la Magdalena, cerca de las Tenerías, hallábase al frente de ella una mujer, ni vieja ni joven, ni guapa ni fea, sino pasadera y de regular edad, llamada la tía Dominica, cuya singular habilidad consistía en el aliño y preparación de los caracoles que á su tienda acudían á comer lo más principalito de la gente del bronce y aún de los señoritos de aquel entonces.
Si esta señalada predilección de la distinguida clientela por la taberna del Gallo era debida efectivamente á la especialidad del indicado plato, ó si en ello por buena parte entraba la arrogante presencia de Andresica, la hija de la tabernera, una real moza en toda la extensión de la palabra, por la que andaban bebiéndose los vientos los más guapos y gallardos mozos de la parroquia, cosa es que ni yo he logrado poner enteramente en claro, ni es cuestión que al lector debe preocupar mayormente, aunque á decir verdad, más me inclino á creer lo segundo que lo primero; que á no ser porque la muchacha se lo valía y los clientes tenían allí ocasión de ejercitar su ingenio discurriendo finezas á porfía con que requebrar á la moza, poco se les diera del rico ajolí ni de los sabrosos caracoles de la tía Dominica.
Y para que el lector no forme, al llegar á este punto juicios temerarios y para dar á cada cual lo que en justicia le es debido, bueno será dejar aquí sentado que nadie con razón ni sombra alguna de verdad podía tachar á la moza de casquivana ó de ligera. Discreta y recatada éralo como pocas. Ni con miradas, ni con gestos, ni con palabras dio jamás ocasión ó pretexto á que los mil petimetres y boquirrubios que diariamente frecuentaban la taberna se propasaran con ella; y ¡ay si alguno hubiera tenido la audacia de intentarlo siquiera!... Si esa gran aduladora de los grandes y poderosos, que llamamos la Historia, no se desdeñase de recoger y consignar los hechos memorables de los humildes y pequeños, necesariamente hubiera hecho llegar hasta nosotros el eco de la sonora bofetada con que Andresica castigó el atrevimiento de cierto zafio y rústico mocetón que un día creyó poder traspasar impunemente las reglas y límites de la buena crianza.
Si la hija de la tía Dominica tenía alguna determinada afición, y si existía en Zaragoza ó fuera de Zaragoza algún hombre que envanecerse pudiera de haber rendido la empinada fortaleza de aquel corazón y robusta voluntad, ella y Dios solamente se lo sabían.
II
Sentados en torno de mugrienta mesa, cubierta con áspero y ordinario mantel lleno de manchas de grasa y de vino, cuatro jóvenes, que por su vestir y sus trazas, revelaban á la legua lo encumbrado de su posición y familia, hacían honor á una suculenta fuente de cabrito que la tía Dominica acababa de servirles.
Dos grandes candiles colgados de la pared á ambos extremos de la taberna alumbraban la escena, digna de los pinceles de Teniers, el pintor de los clásicos bodegones de Holanda.
La noche era fría, noche de cierzo helado y luna decembrina, la hora algo avanzada, y el silencio de las calles completo, lo que contribuía á que el bullicio y las risotadas de los mozos, que con sendos tragos de viejo Cariñena rociaban el apetitoso manjar, resonasen con mayor claridad en la taberna.
El jolgorio y entusiasmo de los comensales eran tales, que ni aún advirtieron la presencia y vecindad de un hombre que, sentado frente á otra mesa en un rincón junto á la puerta, parecía seguir con mezcla de curiosidad y regocijo la conversación de aquéllos.
—¿Qué quieres tomar, Paco?—preguntó familiarmente la tía Dominica desde detrás del mostrador al parroquiano.
—Vengan unos caracoles—respondió el interpelado, añadiendo en seguida:—Y, Andresica, ¿dónde anda?
—Por adentro está—dijo la tabernera acabando de fregar la vajilla para irse á dormir en cuanto termine su tarea.
El nombre de la muchacha, que todavía no se había dejado ver por allí, y la voz del desconocido que con tan marcado interés preguntaba por ella, hicieron que los ojos de los cuatro señoritos volviéronse instintivamente hacia el rincón de junto á la puerta de entrada; pero no debieron dar gran importancia al personaje que allí estaba, puesto que, un momento después, tornaron á su comida y á su animada charla.
—Habéis de desengañaros, queridos—decía uno de los caballeretes con la boca llena y los carrillos hinchados—la aventura que acabamos de correr, es demasiada aventura para nosotros. ¡Ahí es grano de anís pretender escalar la casa y llegar hasta el cuarto de la doncella que, á mi cuenta, debe estar guardada bajo siete llaves y otras tantas rejas, como se guardan los tesoros regios y las joyas del santuario!
—Hemos elegido mal la hora, y, sobre todo, debiéramos haber contado de antemano con la servidumbre—observó un segundo.
—Y con nuestros propios puños y piernas—indicó un tercero.—¡De buena hemos escapado! Si nos descuidamos un poco, no queda uno con hueso sano ni con vida para contarlo. Amigos míos, si alguna vez se nos ocurre meternos en empresas como la de esta noche, lo que conviene es llevar en nuestra compañía á alguien que sepa sacarnos las castañas del fuego sin que nosotros nos comprometamos como hoy nos hemos comprometido.
—A Goya, por ejemplo—dijo el primero de los que habían hablado.
—¿Quién es ese Goya?—preguntaron á coro los otros tres.
—No habéis oído hablar de él?.. Un mozo que, según dicen, promete tanto en el manejo de los pinceles como en el del garrote y la navaja.
—¿Lo conoces tú acaso?
—Personalmente, no; pero he oído referir de 61 lances y cosas que, de ser ciertos, hacen creer que ese mozo tiene el mismísimo demonio metido en el cuerpo. ¿Se enamora de una mujer, sea noble ó plebeya, rica ó pobre, guapa ó fea? Pues, ya puede darse por cazada y cogida en sus redes. ¿Se tropieza en alguna de sus fechorías con la gente del señor Corregidor? Pues, ni que sean diez, ni que sean veinte, ni que sean ciento, á bofetadas y cintarazos arremete contra todos, y á éste quiero, á éste no quiero, los ahuyenta y acosa y llena de espanto. ¿Halla al paso un rival, un novio irritado y celoso, un valentón de oficio que trata de hacerle sombra y pararle los piés?.. Pues ya puede mandar tocar la campana de los agonizantes y dar aviso al sepulturero.
—Pardiez, que todo eso debe ser pura invención y fábula—dijo uno de los comensales, cortando la palabra al elocuente panegirizador.—Después de todo, ese mozo no valdrá más que otro cualquiera de la ciudad metido en iguales andanzas, y aunque tuviera el mismísimo demonio dentro del cuerpo, como tú dices, seguramente no hay diablejo, grande ni chico, que pueda realizar tan singulares y nunca vistas hazañas.
—Eso mismo digo yo—confirmó una voz.
—Y yo... y yo... repitieron otras dos voces.
—Caballeros—interrumpió en este punto el desconocido personaje del rincón, haciendo un alto en su paciente labor de vaciar caracoles con la punta de un punzoncillo de madera. Aunque nadie me da vela en este entierro, yo me la tomo, y aunque sea entrometimiento, voy á permitirme echar mi cuarto á espadas en el asunto que ahí se está ventilando. Conozco de sobra al mozo de quien hablan, y sin temor de que nadie me contradiga y pruebe lo contrario, puedo asegurar que cuanto la fama dice de él es cierto y muy cierto, y aun me atreveré á añadir que más peca de corta que de larga en lo que murmura y afirma.
Las palabras del desconocido que, sin más ni más, se propasaba á meter baza en la conversación, dando una opinión que nadie le había pedido, no pudieron menos de causar extrañeza á los cuatro mozos, los cuales, con ojos de curiosidad, se pusieron á examinarle de pies á cabeza.
—Apostaré—dijo uno de los petimetres—á que el tal Coya no pasa de ser un fanfarrón dedicado á pregonar por ahí sus propias y mentidas hazañas.
—Váyase á la mano, amigo, y pase por mi palabra de hombre honrado—replicó el de los caracoles, haciéndose violencia por reprimir la cólera que á sus ojos asomaba.
—Buen amigo sois de él, y á fe que ese Goya tiene en vos un excelente defensor y abogado.
—Siempre fui amigo de mis amigos, y por nada del mundo sufriré que á ninguno de ellos se le toque en el pelo de la ropa. Pero, en fin, puesto que sus mercedes no parecen dar mucho crédito á mis referencias y palabras, yo les prometo hacerles conocer á mi amigo, para que, á ojos vistas, se convenzan de la verdad de lo que digo.
—A buena dicha lo tendremos—replicaron los cuatro, entusiasmados.
—Dicha será también para mí el ponerles en relación con el amigo que más quiero y estimo en el mundo.
Unos minutos después, borradas ya las distancias y establecida entre todos la mayor intimidad y confianza, el nuevo personaje metía la mano en la fuente de cabrito con los cuatro petimetres y brindaba por la salud de todos ellos.
III
El ruido de los vasos al chocar en el aire, impidió á los alegres y despreocupados comensales percibir el claro rumor de voces y pisadas que en la calle resonaba, cerca de la taberna, en la que, bruscamente, hicieron su aparición tres alguaciles, al grito de ¡alto á la justicia del señor Corregidor!
Los mozos retiraron de sus labios los vasos y, dejándolos sobre la mesa, pusiéronse en pie, como movidos por idéntico resorte. No todos los rostros conservaron la expresión de regocijo que, momentos antes, resplandecía en ellos. La verdad histórica nos obliga á consignar que no fueron solamente los de la tía Dominica y de su hija, las cuales, á la voz de los agentes de la autoridad, salieron azoradas de la trastienda, los que, en aquel instante, cubriéronse de una intensa palidez.
Los alguaciles adelantaron algunos pasos y, con no muy linos modos, invitaron á los cinco mozos á seguirles, como autores del intentado asalto á la casa del hidalgo ilustre á quien horas antes habían querido jugar una mala pasada.
La escena que entonces se desarrolló en el interior de la taberna, apenas puede ser descrita con palabras. El mozo aficionado á los caracoles abalanzóse bruscamente sobre los desprevenidos golillas, y de un recio puñetazo dio con uno de ellos en tierra, dejándole sin sentido. Comenzó á dar gritos la tabernera; desmayóse Andresica; los otros dos alguaciles echáronse sobre el atrevido agresor que bravamente se defendía contra ellos sin dejar sujetarse; escaparon á todo correr los pusilánimes petimetres, huyendo del campo de batalla, que era verdadero campo de Agramante, y dejando á su improvisado compañero abandonado á su propia suerte; rodaron por el suelo los enormes candiles que alumbraron el comienzo de la lucha; hubo carreras y saltos en la oscuridad, y, por fin de combate y fiesta, los zarandeados y maltrechos alguaciles no tuvieron más quehacer que el de auxiliar á su desfallecido compañero, después de haber visto cómo el desconocido valentón traspasaba en dos brincos el umbral de la taberna, yendo á perderse en las encrucijadas de las oscuras y estrechas callejuelas.
A la mañana siguiente, en todo Zaragoza no se hablaba de otra cosa que del singular lance ocurrido la noche anterior en la taberna del Gallo lío reveló la tía Dominica el nombre del autor de la fechoría, pero Andresica, que por lo visto no miraba con ojos indiferentes al audaz atropellador de la justicia, pasó dos días en cama con fiebre bastante alta, repitiendo, continuamente, en su delirio, el nombre de Francisco Goya.
En cuanto á los animosos petimetres que al desconocido mozo debieron su libertad y el poder dormir aquella noche en sus mullidas camas, no tardaron en saber con quién se las habían habido, por la lacónica misiva que uno de ellos recibió al otro día, redactada en los siguientes términos: «Mucho celebro que la casualidad me diera tan pronto ocasión de hacer conocer á sus mercedes quién es ese Francisco Goya y Lucientes de quien hablábamos anoche cuando la gente del señor Corregidor vino á interrumpir nuestro alegre gaudeamus. Ánimo, y hasta otra». Y firmaba: «El parroquiano de la taberna del Gallo.»