¡Eh! Colasa, sácame la chaqueta de paño y los calzones nuevos... no se te la faja de seda y el sombrero de castor de los días de fiesta... tráeme las inedias blancas que están por estrenar... Ven, ayúdame á atar los lazos de las alpargatas... ¡Recorneta! Mira que es calamidad no poder valerse uno ni aun para los más sencillos menesteres por falta del brazo que más se necesita para todo...
—¿Pues no te has pasado la vida diciendo que yo era tu brazo derecho?—observó la mujer que parecía participar del buen humor y alegría de su marido.
—Sí que te lo he dicho, y nunca con más verdad que ahora. ¡Figúrate lo que liaría yo sin tí!... Pero ¿en qué estás pensando, mujer, que no me has sacado el chaleco bordado que hace rato te he pedido?
La tía Colasa, que desde hacía media hora no paraba de ir y venir de un lado para otro, revolviendo ropas, abriendo y cerrando cajones, dando unos puntos de aguja á una camisa, estirando un poco los calzones llenos de arrugas y ayudando á su marido á vestir las antiguas pero bien conservadas prendas de su indumentaria, presentóse trayendo en sus manos el chaleco de rameadas flores de seda que desde hacía años dormía en el fondo del arcén, aguardando una ocasión solemne para salir de las oscuras profundidades en que la dueña le tenía sepultado, y lucir al sol los primores de sus artísticos y chillones bordados.
—¿Sabes que pareces un novio?—dijo la tía Colasa mirando con ojos de satisfacción y orgullo á su marido, ya emperegilado y peripuesto como si se preparara para ir á bodas.
—Un novio manco y viejo, con más achaques y alifafes que burro de gitano—replicó el tío Antón con jovial acento. ¡Recorneta! ¡Nuestros chicos si que estarían hoy hechos unos novios bien reguapos y tiesos!... ¡Que no vivieran para ver este día y ser la gloria de todos los ojos!...
Al recuerdo de los pobres mozos, gloriosamente muertos en las calles de Zaragoza en defensa de su religión, de su patria y de su rey, el rostro del buen hombre nublóse repentinamente y á los ojos de la mujer asomaron dos lágrimas como puños, que se dió prisa á enjugar con el revés de la mano.
—Pero ¡qué! Bien están donde están—añadió el tío Antón, reponiéndose al momento. ¿Qué mayor dicha podía caberles en este mundo que dar la vida por su Dios, por su España y por su amado rey Fernando VII? ¡Y poco que se alegrará éste cuando de mis labios oiga los rasgos de valor y la heroica muerte de nuestros dos hijos enfrente de las columnas francesas que amenazaban rebasar la línea del Coso y desparramarse por toda la ciudad!
—¿Y vas á atreverte á decirle todo eso al rey?—preguntó la mujer, asustada ante la idea de que su Antón podía tener la audacia de ponerse delante del monarca y dirigirle la palabra.
—¿Pues no he de atreverme, recorneta?—contestó el inválido anciano resueltamente. ¿A qué otra cosa viene nuestro rey á Zaragoza sino á ver por sus propios ojos las ruinas de la ciudad, que por él ha quedado reducida á escombros, á oír el relato de las hazañas que hemos realizado, á conversar con todos sus hijos que por su amor nos hemos sacrificado, á repartir mercedes y beneficios entre todos los que por él nos hemos quedado en la miseria?
—Dices bien, Antón. El corazón de nuestro amado rey no podrá menos de conmoverse á la vista de tanta desgracia. Creo que yo misma, si al paso lo encontrara en la calle, ningún reparo había de tener en pararlo y decirle:—Mire, señor, los dos hijos que Dios me concedió, los dos murieron defendiendo su trono contra los franceses que querían arrebatárselo. Y ¡qué hijos, señor, qué hijos! Altos como torres, alegres como unas castañuelas, guapos como dos soles...
—Ea, quédate con Dios, Colasa; que va llegando la hora, y no quiero ser de los últimos que vean la cara de nuestro rey—la interrumpió el marido.
—Anda con Dios, hombre... ¡Ah! si hablas con el rey, como dices, sobre todo que no se te olvide lo que te he dicho. Un destinino, un pedazo de huerta, una plaza de portero en alguna casa grande nos vendría de perlas para poder acabar nuestra vejez tranquilamente. Que no se te olvide...
—Descuida, mujer, que no me volveré á casa con las manos vacías.
Y, saltando de dos en dos los escalones, el tío Antón traspuso el umbral de su pobre casa y salió á la calle, encaminando sus pasos hacia la taberna de la esquina á fin de prepararse para las fuertes emociones del día, echándose al cuerpo una buena copa de aguardiente.
De la puerta casi no pudo pasar; tantos eran los parroquianos, labradores en su mayor parte, que, vestidos con sus mejores ropas domingueras, llenaban el reducido espacio de la taberna, animándola con el ruido de sus amenas conversaciones, risas y chistes. La alegría y el entusiasmo se reflejaban en todos los rostros, y un sólo nombre llenaba todas las bocas: ¡Fernando VII!
En la calle la animación era igualmente extraordinaria. Caballeros en poderosas mulas, vistosamente enjaezadas, ó á pie y con la repleta alforja al hombro, multitud de hombres de toda edad y condición, ricos y pobres, jóvenes y viejos, llegaban de los pueblos vecinos en procesión interminable, ansiosos de presenciar la entrada del rey en Zaragoza, á su vuelta de la emigración, y de vitorearle y aclamarle y bendecirle con los entusiastas gritos de sus gargantas, como seis años antes le bendijeran y aclamaran y vitorearan con la ronca voz de sus trabucos y escopetas en medio de las calles de la ciudad invadida por las tropas de Napoleón.
Y á lo largo de las calles y en los patios de las posadas y á las puertas de las tabernas, todos aquellos hombres reconocíanse como viejos camaradas y se abrazaban como hermanos, recordando los días en que juntos se habían batido bravamente y soportado los rigores del hambre, de la epidemia y del fuego enemigo.
La mañana, por otra parte, convidaba ó la expansión y la alegría. El sol de los primeros días primaverales derramaba sus dulces rayos sobre las engalanadas calles y parecía asociarse al universal regocijo de las gentes, encuadrando como en radiante marco de oro á la heroica y altiva reina del Ebro.
Eran ya cerca de las once y el pueblo en oleadas inmensas
precipitábase por todas las calles y avenidas que hacia el puente de
piedra conducen, dirigiéndose carretera de Barcelona adelante.
Allá iba también el tío Antón, satisfecho, locuaz y risueño como nunca. Aquello era una peregrinación. Los saludos, los gritos, las risas cruzábanse en todas direcciones.
Caballero en brioso corcel, rodeado de paisanos, aclamado por miles de voces, el insigne Palafox, el ídolo del pueblo zaragozano, el Scipión aragonés, el nuevo «rayo de Marte», como en altisonantes versos rezaba la inscripción que debajo de su retrato figuraba aquel día en la fachada de la casa de la condesa de Bureta, avanzaba lentamente entre la compacta muchedumbre, repartiendo saludos y sonrisas á aquel público que tantas veces le aclamara en medio de los combates y cuyos aplausos y entusiasmo sostuviéranle en las horas de prueba y de peligro.
Junto al puente del Gállego, la confusión y el bullicio eran indescriptibles.
Figuraban en primer término los escopeteros, paisanos y doncellas con su carro triunfal.
Venían luego los danzantes, ricamente encintados y compuestos, que entretenían el rato de espera arreglando los laureles y palmas flotantes que adornaban su carro y el viento descomponía.
Unos esparcían follaje por el suelo, alfombrándolo con yerbas de olor y florecillas silvestres; otros, sin poder contener el entusiasmo, atronaban los aires con estos gritos: ¡Ya somos dichosos! ¡Viva Fernando VII!...
Los de más allá hacían sonar panderos y zambombas en medio de la ensordecedora gritería que de todas partes se alzaba.
Era cerca del mediodía cuando los que formaban la avanzada divisaron á lo lejos el coche que á los regios viajeros conducía.
La noticia cundió como reguero de pólvora por el apiñado público, levantando tempestades de gritos en todos los pechos y gargantas.
El llanto y la risa confundíanse en la mayor parte de los rostros.
Al llegar al extremo del citado puente, el rey, el infante, el duque de San Carlos y Palafox echaron pie á tierra y pasaron á ocupar el coche al efecto preparado, sobre el que flotaban la simbólica palma, la oliva y el laurel, y cuyos varales eran tirados por forzudos labradores, precedidos en torno de veinticuatro doncellas, elegidas entre las más hermosas, las cuales con las cintas atadas al carro hacían ademán de conducirlo.
Bajo las suaves caricias del hermoso sol abrileño, la regocijada comitiva pudo llegar muy despacio á la entrada del puente de piedra, donde, entre el tronar de los cañones, el voltear de las campanas de las iglesias y conventos, el relinchar de los caballos y el gritar de las gentes, era imposible entenderse ni dar un paso.
El tío Antón trató de aprovechar aquella parada para llegar á fuerza de empujones y codazos hasta el carro que ocupaba Fernando VII; pero en el momento en que ya se creía seguro de su dicha, el carro se puso en marcha otra vez, lainmensa oleada de gente le cerró el paso, y el pobre inválido vió por centésima vez desvanecida su esperanza.
Junto á la Puerta Quemada el señor mariscal de campo, comandante general del Bajo Aragón, don Juan Creagli y Baci presentó al monarca las llaves de la ciudad en rica bandeja de oro.
Fernando VII las tomó en sus manos con una benévola sonrisa, y el carro siguió su marcha por la espaciosa calle del Coso. Todas las ruinas que á un lado y otro de la amplia vía se alzaban, veíanse coronadas de gente.
Hombres y mujeres, viejos y niños encaramábanse en lo más alto de los imponentes montones de escombros para poder más á su gusto contemplar la faz del rey deseado.
Por fin, llegaron frente á la casa del conde de Bástago, donde el monarca tenía preparado su alojamiento. Ricos damascos, follajes, retratos, escudos y faroles decoraban la fachada.
Los regios huéspedes descendieron del carro, y por entre la apiñada muchedumbre, que no se cansaba de prorrumpir en vivas y aclamaciones, penetraron en la aristocrática morada del conde.
Poco á poco los millares y millares de hombres y mujeres que
desde el puente Gállego habían venido siguiendo al monarca, Riéronse
disolviendo y desparramándose por las calles próximas, á fin de reponer
sus estómagos y cobrar bríos para los festejos que por la tarde iban á
celebrarse.
En los alrededores de la casa del conde de Sástago quedaron, sin embargo, compactos y numerosos grupos de entusiastas patriotas, los cuales no creían, sin duda, cumplir como buenos si de aquel sitio se alejaban. Uno de ellos era el tío Antón, en quien al deseo de dar como guardia de honor al rey, juntábase la esperanza de hallar así más pronto la ocasión de hablar al monarca.
Un trozo de chorizo, un poco de pan y unos cuantos tragos de bota que un recio mocetón de Cadrete, con quien allí mismo hizo conocimiento y amistad le ofreciera, sirviéronle de comida dándole fuerzas para aguantar á pié firme debajo de los balcones del rey hasta la noche. ¡Y poco que se regocijó el buen hombre con la Mojiganga que por la tarde se representó delante de la casa del conde.
Todas aquellas estrafalarias figuras de astrólogos, herbolarios, pedantes y viejas de todas especies y actitudes, á las que seguían sendas parejas de osos, leones, gatos, tigres, monos, avestruces, ranas, mochuelos y cuantos animales recogiera IToó en su arca-todo ello figurado y muy apropiadamente dispuesto—que pasaban haciendo los más ridículos aspavientos, y tras de los cuales venían las viejas de dos caras, las amas de leche con sus muñecos, á los que daban sopas con grandes cucharas, las maritornes y sacristanes hisopeando á derecha é izquierda, y, por último, el coche desmantelado en el que iba una dama, histriónica belleza á la que hacían aire y limpiaban el sudor dos bobos, regocijaron grandemente al público y hasta pusieron amables sonrisas en los labios de Fernando Vil, que desde uno de los balcones contempló la disparatada farsa.
Con estos y otros parecidos entretenimientos se pasó la tarde y llegó la noche. El tío Antón, que ya comenzaba á impacientarse un poco y sentirse fatigado, sintióse de pronto tocado en la espalda por una mano amiga. Volvió la cabeza, y vió á un caballero que sin preámbulos ni rodeos le dijo:—¿quieres ver de cerca al rey?...
—¿Pues no he de querer, recorneta, si otra cosa no deseo y, para eso me tiene usted plantado en este sitio desde por la mañana?—respondió el inválido bailándole la alegría en los ojos.
—Ven conmigo—ordenó aquél, penetrando en casa del conde de Sástago.
Sin chistar palabra le siguió el tío Antón con la misma emoción é íntimo contento que si en los alcázares de la gloria penetrara, siendo conducido al jardín de la casa que, aunque no muy grande, ofrecía deleitable aspecto con los cenadores, templetes, enramadas y cuadros de follaje que artística mano había dispuesto. Multitud de farolillos de todos los tamaños y colores daban fantástica iluminación al recinto. Embalsamaba el ambiente un suave olor de lilas, violetas y rosas tempranas, y por las floridas sendas discurrían hermosas damas ricamente ataviadas y compuestas que á media voz parecían comunicarse órdenes y trasmitirse alguna consigna.
El tío Antón miraba todo aquello como atontado, sin cesar de escudriñar por todos los extremos y rincones á ver si descubría la figura del monarca.
El personaje que hasta allí le había conducido puso en sus manos una gran hacha de viento y le señaló el puesto que durante la nocturna fiesta debía ocupar en el jardín.
A poco, de entre la espesura de árboles y plantas brotaron los acordes de una dulce música que ejecutaba una célebre sinfonía oriental, cuyas lánguidas armonías se extendían en el aire, trepando por los muros del jardín y colgándose en fugitivas escalas por el verde follaje en el silencio de la plácida noche. Oyóse ruido de balcones y ventanas que se abrían, y á los pocos segundos bacía su entrada en el jardín Fernando VII, acompañado de varios personajes.
Las ilustres y aristocráticas damas que tal fiesta habían organizado salieron al encuentro del rey, el cual se puso á platicar con ellas familiarmente celebrando su invención, ingenio y buen gusto. Al tío Antón no le cabía el gozo en el cuerpo y reventábale por todas las costuras de su bordado y artístico chaleco. Como vulgarmente suele decirse, una se le iba y otra se le venía en sus vivos deseos de acercarse al rey y desembuchar lo que dentro del cuerpo andada escarabajeándole todo el santo día. ¡Recorneta! ¡Perder una ocasión como aquella!... Pero, ¿cómo abandonar su puesto, faltando á la orden recibida, y dejar de contribuir al esplendor y éxito de la fiesta?
Después de los saludos y cortesías de rigor, el monarca rodeado de las nobles damas aquellas, comenzó á pasear por el jardín.
En una de sus vueltas acertó á pasar junto al tío Antón, en quien se fijo un momento, llamándole la atención la falta de uno de los brazos del pobre hombre.
—¿Cómo has perdido el brazo?—le preguntó Fernando VII con cierto aire paternal y bondadoso.
—El brazo y mis dos hijos y toda mi hacienda perdí en defensa de la Patria y de mi rey—contestó el tío Antón atropelladamente con acento trémulo y los ojos empañados en lágrimas.
—Bien, hijo; has cumplido con tu deber como bueno. Yo te felicito de todo corazón...
Y añadió en seguida:—¿Quieres algo ó necesitas alguna cosa?
—Nada, señor... digo sí—respondió el pobre inválido.
—¿Qué es lo que quieres?
—Que vuestra majestad me permita besarle la mano.
Fernando VII le tendió su regia diestra y el tío Antón estampó en ella tan fuertes y sonoros besos que debieron oírse en todo Zaragoza.
Bien entrada ya la noche, el tío Antón regresaba á su casa,
donde, llena de impaciencia, le esperaba su mujer con la cena preparada.
—Y qué, ¿has logrado hablarle al rey?—fué la primer pregunta que la tía Co" lasa dirigió á su marido así que le tuvo delante.
—¿Pues cómo quieres que viniera á casa sin haberle hablado, recorneta?—contestó él con aire de suprema gravedad, desabrochándose el chaleco que le oprimía un poco el pecho.
—¿Y qué te ha dicho, di, qué te ha dicho?
—Como un padre me ha escuchado, y no sólo me ha oído sino que además me ha preguntado si algo quería ó necesitaba.
—¿De veras?—dijo la tía Colasa abriendo unos ojos como platos y dando ya por cosa hecha lo del destinillo de su marido. ¡Virgen santa del Pilar!... Si ya decía yo que nuestro muy amado Fernando era un verdadero padre... Y te ha concedido en el acto lo que le has pedido, ¿no es verdad, Antón?
—Naturalmente, mujer; ¿no había de concedérmelo?
—¡Bendito sea él, y que Dios le dé todas las dichas y prosperidades que yo le deseo! Gracias á su real magnificencia y bondad, ya tenemos con qué pasar nuestra vejez desahogada y tranquila. ¿Es destino ó pensión lo que te ha concedido?
—Ni pensión, ni destino, sino algo que vale mucho más—respondió el tío Antón.
—Pues dime que es lo que te ha otorgado.
—¿Qué? Besar su real mano. Cuatro besos le he dado: uno por tí, otro por mí y otro por cada uno de nuestros dos hijos.
La tía Colasa no supo qué contestar. Volcó sobre una ancha tartera de barro el puchero que junto á la lumbre estaba, en el hogar, y lentamente, silenciosamente, los dos buenos esposos dieron cuenta de las sopas hervidas que constituían su frugalísima cena todas las noches.