Llegó al antiguo exconvento de la Merced, convertido hacía tiempo en cuartel donde á la sazón se alojaba el regimiento de Infantería de Gerona, y al primer soldado que al paso halló preguntóle por el coronel del regimiento.
La casualidad hizo que la respuesta del interpelado luese de lodo punto innecesaria é inútil, puesto que el coronel D. Sergio del Roble, asomado en aquel momento á la ventana del cuarto de banderas, había visto al paisano entraren el patio del cuartel, y reconociendo en él á su antiguo y fiel asistente, le gritó desde arriba:
—¡Juan Angel!
Este levantó la cabeza, electrizado por el-eco de aquella voz desabrida y ronca como un trueno, que despertaba en su alma los recuerdos más queridos y hermosos de su vida, quitóse el basto sombrero de anchas alas con que cubría el revuelto greñal de su cabeza encanecida, y cuadrándose como en sus buenos tiempos de servicio:
—A la orden de usía, mi coronel, dijo-. ¿Podría hablarle unos instantes?...
—Por supuesto, hombre: sube, sube...
Subió al despacho del coronel, y un instintivo sentimiento de respeto le hizo detenerse á la puerta aguardando que la voz autoritaria de don Sergio le mandara pasar adelante.
El potente rayo de sol que, como jugueteando y haciendo brillar en el aire multitud de átomos luminosos é inquietos, penetraba por la abierta ventana, envolvió por completo la persona de Juan Angel, cuya recia musculatura y atléticas proporciones resallaban con vigorosas líneas, y se ciñó como fulgente diadema de oro á su frente plegada por centenar de arrugas, haciendo parecer majestuosa y simpática su figura bajo aquella rara indumentaria que á la legua denunciaba al legítimo churro salamanquino; indumentaria compuesta de calzón corlo ajustado á la pierna, media oscura y chaqueta de paño burdo, bajo la que asomaba el chaleco, luciendo una doble hilera de bolones de cadenilla plateados, semejantes á moneditas de dos reales.
—Entra, Juan Angel, gritó el coronel desde dentro, suavizando la voz cuanto pudo para hacerla parecer menos áspera y más cariñosa.
Obedeció el paisano y lentamente, con los brazos pegados á lo largo del cuerpo, conforme á la fórmula ordenancista, y el sombrero siempre en la mano, penetró en aquel despacho sencillo y severo á la par, con la misma religiosa veneración que si entrara en un santuario. Su mirada detúvose con fijeza en la noble y caballeresca figura del coronel, que con su larguísima perilla blanca y la infinidad de placas y cruces que colgaban del pecho de su levita semejaba legendario guerrero de épocas heroicas.
—Me habían dicho que estaba usía en la reserva, y temía no hallarle, dijo al entrar Juan Angel son riéndose bonachona men te con sonrisa melancólica.
—Lo estuve, Juan Angel, lo estuve; pero al comenzar la guerra, pedí volver al activo, y mira si ha sido suerte la mía en ser destinado á mi antiguo regimiento... Y á ti ¿qué le trae por aquí?
—El deseo de ver á usía, no más... Acabo de llegar del pueblo y he venido en seguida al cuartel.
—Bien, Juan Angel; como buen veterano no olvidas que el cuartel es nuestra segunda madre, y le consagras tu primera visita... Pero dime, ¿qué tal to ha ido desde que dejaste la milicia?
—Sin novedad, mi coronel, á Dios gracias.
—Te encuentro algo viejo...
—¡Qué quié usía!... Las penas envejecen mucho más pronto que los años
—¿Tantas has tenido?... Cuéntame, hombre, cuéntame tu vida, que ya sabes que todo lo luyo me interesa...
A Juan Angel acontecía loque ordinariamente acontece á las personas felices cuya existencia es un himno cantado más con obras que con palabras á la virtud modesta y al trabajo honrado. ¡Juan Angel no tenía historia que contar!... su vida, á partir del día en que licenciado regresó al pueblo para cumplir la palabra empeñada á la que había de ser su mujer, sólo había sido un idilio de amores pu ros y sencillos, rudos en la ionna, de terneza infinita en el fondo; idilio que en labios de aquel hombre tosco, de aquella especie de gigante con corazón de niño, tenía las lejanas resonancias del torrente que se despeña por los picachos en la sierra, y los acres y fortificantes aromas de retamas y lomillos, y la salvaje grandeza y melancolía del grito del mastín en la montaña. Había amado... había trabajado... ¿qué más se necesita para hacer dichosa una existencia?...
Con la ruda franqueza de una alma noble, con la hermosa sinceridad con que se habla al amigo, al compañero, con quien por largos años se ha vivido corriendo idénticos peligros y análogos azares, Juan Angel siguió refiriendo al coronel su vida en los siguientes términos:
—Usfa se acordará de fijo del día en que con mi licencia ya en el bolsillo entré á despedirme de osté en un despacho casi igual á éste. Seis anos llevaba en el servicio, y más de cuatro de asistente con osté. En ese tiempo había cogido cariño á la milicia—¿no había de cogerle si ella me hizo hombre?—y sobre todo á usía, que íué para mí un verdadero padre... Por eso, no era poca la pena que me daba el marcharme; pero ¿qué iba á hacer?... Del pueblo me llovían las cartas llamándome cada día, y, por otro lado, mi novia me amenazaba con enfadarse« siempre si no volvía pronto... en fin, que me resolví á marchar allá...
—¿Y te acuerdas de lo que entonces Le dije?
—Usía me cogió con mucho cariño la mano, la apretó con la suya, y me dijo: Anda, Juan Angel, cásate, que ya tienes edad, y si Dios le da hijos, críalos pa la palria y enséñales á tener ley á la bandera del regimiento...
—Eso le dije... veo que tienes buena memoria... Y qué ¿cumpliste mi consejo?
—¿Que si lo cumplí?... ¿Cree osté que me atrevería á presentarme hoy delante de mi coronel si no lo hubiera cumplido?... Las palabras de usía fueron derechas al corazón, y aquí quedaron muy adentro, muy adentro, resonándome continuamente en el alma. Un hijo solo me dió Dios, y ese hijo pa la patria ha sido, pues ha muerto en Cuba como leal y como honrao defendiendo el honor de su bandera, como buen soldado y buen hijo de España.
Pude haberlo comprado y hacer que no fuera á Cuba, que dinero bastante tenía yo en el arca, pero ni yo quise comprarlo ni el chico lo hubiera consentido nunca. Las gentes dieron en decir por todo el pueblo que si no había comprado á mi Agustín era por codicia, porque tenía el corazón pegáoslos dineros, y porque era mal padre, y no sé cuántas cosas más por el mismo estilo... Mentira, mi coronel, mentira...
Pa que vea usía que no fué avaricia, aquí traigo los seis mil reales del soldao, pa que osté se los dé á esos señores de Madrid, que, según me han dicho, andan ahora recogiendo dinero por todas parles para los pobres soldaditos que enfermos ó lisiados vuelven de la guerra.
Y así diciendo, Juan Angel se metió la mano en un bolsillo reservado en el interior del chaleco, sacó una mugrienta cartera de cuero de descomunales proporciones alada con una cinta negra, y sin afectación ni vanidad alguna, como quien hace la cosa más natural y corriente del mundo, fué dejando caer uno por uno sobre la mesa del despacho del coronel una porción de billetes del Banco de diferentes tamaños y colores... ¡Mil quinientas pesetas en junto 1...
—Los tenía guardaos, añadió, para cuando mi Agustín volviera de la guerra y se casara; muerto él, sirvan al menos para socorrer á los soldados y enjugar algunas lágrimas...
El coronel estupefacto, maravillado de tanta sublimidad en medio de sencillez tan grande, callaba mirando alternativamente tan piouto al rostro de Juan Angel, que sólo expresaba una tranquila tristeza, corno aquel montón de billetes, que representaban las economías y el trabajo de toda la vida de aquel hombre.
—¿Y ahora? preguntó al cabo de un rato el coronel sin encontrar una (rase apropiada para expresar su asombro.
—¿Ahora?... interrumpió Juan Angel con voz firmo y acento precipitado, como si la misma exaltación nerviosa que interiormente le agitaba le prestase una locuacidad y viveza que nunca en él hubieran podido sospecharse. Ahora... ¡al pueblo otra vez!... ¡á llorar hasta que ya no quede más agua en mis ojos... á rezar por aquel hijo que era mi orgullo y mi alegría... á seguir trabajando hasta que Dios sea servido de llevarme á descansar por enjamás de los jamases!
—Pero ese dinero... insinuó el coronel.
—No lo necesito, D. Sergio... Con los cuatro terruños que entoavía me quedan, me basta y me sobra a mí solo... A mas, con ese dinero guardado en el fondo del arca, no podría vivir ni estar tranquilo, porque puede que acabara por hacerme creer que era verdad lo que las gentes murmuran de mí, y eso... eso, mi coronel, me mataría, me haría desgraciaow siempre... Quédese osté con el dinero, y... adiós.
El cuerpo del coronel sufrió como una tremenda sacudida eléctrica, y se puso en pie: sus ojos, que momentos antes relucían como dos ascuas encendidas, nubláronse repentinamente; parpadeó con fuerza repetidas veces, y sus pupilas se humedecieron, apagándose el luego que en ellas ardía... dió algunos pasos adelante, temhlándole la blanquísima perilla, y echando los brazos al cuello de Juan Angel,
—Juan Angel, le dijo, eres de la raza de los verdaderos españoles. Muchas amarguras ha tenido para mí la vida, pero de todas me compensa con exceso el placer de estos momer tos... Vete con Dios, y por si de algún consuelo pueden serte mis palabras, sabe que tu coronel te bendice, te admira y... le envidia.
Y mientras que Juan Angel salía del despacho, alta la frente, satisfecho y tranquilo, el viejo coronel sacó del bolsillo de la levita el pañuelo, y llevándoselo á los ojos, ocultó en él aquel enternecimiento, aquella debilidad, la primera, la única que en su larga vida de soldado había tenido.