La Fiesta de las Espigas

Norberto Torcal


Cuento


La alondra mañanera había alzado ya su vuelo por encimado los campos silenciosos y con su dulce canción saludaba la vuelta del día que sobre la cima de los lejanos montes anunciábase con una débil franja de luz blanquecina y suave, amortiguando el brillo de estrellas y luceros.

Tío Antón saltó del lecho, se vistió en un santiamén, empuñó las hoces, echó so bre el hombro la pequeña alforja de frugal desayuno portadora, y andando sobre las puntas de los pies para no despertar á la familia, que á pierna suelta descansaba y dormía á aquella hora, abrió quedamente la puerta de casa y salió al campo, envuelto aun en una semioscuridad deliciosa. Había que ganar la delantera á su vecino y rival tío Cosme, por mal nombre matarranas, con quien la tarde anterior había sostenido acalorada disputa por si es tuyo ó es mío el rinconcito de campo intermedio entre las heredades de ambos, cuyos linderos, al cabo de los años mil, estaban aún sin precisar, constituyendo un eterno tema de discordias, enemistades y riñas, que de año en año se renovaban llegada la época de la siega, porque cada uno de los dos labradores creíase con derecho para añadir á su cosecha respectiva el puñado de espigas que en aquel palmo de terreno ondulaban lozanas y graciosas.

La mañana era deliciosa. En los anchos trigales, bajo la fronda rumorosa de los árboles, sobre las matas de tomillos y floridos cantuesos de los ribazos, la brisa pasaba acariciadora y susurrante.

Tan madrugadores como el día, como las alondras, como el tío Antón, muchos campesinos cruzaban por el largo sendero á emprender las faenas de la siega.

—Buenos días, tío Antón...

—Buenos días, Juan... Buenos días, tío

Lucas...

Y sin entrar en conversación, ni pararse en otros diálogos ó pláticas, seguían adelante, los unos á pie, los otros caballeros en modestas cabalgaduras, ansiosos de llegar al tajo cuanto antes y dar comienzo á la faena con el fresco de la mañana.

Tío Antón apretó el paso, canturreando entre dientes una copla, y al cabo de unos quince minutos llegó á la entrada de su heredad, satisfecho y alegre, porque aquel año la cosecha era buena, porque Dios les había mandado á tiempo las lluvias, los soles y los vientos, porque la imagen del bienestar y la abundancia surgía por todas partes á los ojos del labrador en aquellos campos rebosantes de fecundidad y vida, porque sus paneras iban á verse henchidas del rubio grano...

Pero la brillante visión, la retozona alegría de tío Antón duraron poco, desvaneciéndose en un momento al fijar sus miradas en la figura de su vecino matarranas, que, inclinado el recio busto sobre la dorada mies, iba abriendo ancho círculo en ella á cada golpe de hoz que en torno suyo descargaba.

¡Y estaba allí, junto al rinconcito del campo, objeto de litigio, dispuesto sin duda á aumentar su cosecha abundante con aquel puñado de mies, que era suyo, que creía ser suyo!

En la garganta de tío Antón se ahogó un grito de rabia y un juramento. Aquello no podía consentirse, porque era una usurpación, un verdadero atentado contra la propiedad, un robo.

Y la disputa comenzó una vez más entre los dos labradores, salpicada de insultos y amenazas.

Agotado el repertorio de las mutuas reconvenciones, injurias y denuestos, roncos ya de gritar y ciegos de ira, los dos hombres echaron mano á las fajas y apelaron al último y decisivo argumento: las armas.

Plantados cara á cara, empuñando enormes cuchillos de ancha hoja y acerada punta, los dos labradores medían con sus miradas el terreno que los separaba y con los ojos se buscaban el corazón, dispuestos á acometerse como fieras.

El argentino son de una campanilla y un lejano rumor de pasos y de voces que del otro lado de la campiña llegaba á sus oídos obligaron á tío Antón y tío Cosme á volver instintivamente la cabeza hacia el camino que á larga distancia de ellos se extendía sembrado de hinojo, espadaña, florecillas, yerbabuena y otras plantas de olor.

—¡Dios que pasa!—murmuró tío Antón, descubriendo su cabeza y bajando la mano que sostenía el arma vengadora.

—¡Dios que pasa!—repitió como un eco tío Cosme, haciendo lo propio que aquél.

Y casi sin darse cuenta de lo que hacían, sugestionados por la visión solemne y tranquila que repentinamente á sus ojos se presentaba, los dos hombres hincaron en tierra sus rodillas é inclinaron al suelo sus cabezas en un largo silencio de adoración y piadoso recogimiento.

Lenta, pausadamente, con manso rumor de cánticos y plegarias, la devota procesión, por doble fila de hombres y mujeres formada, avanzaba por la orilla del río, bajo los altos chopos y frondosos álamos que, al soplo de la suave brisa, parecían doblar sus copas y enlazar sus ramas para formar regio palio de verdura sobre el otro palio de blanquísimo raso bordado en oro, que cobijaba al Rey de la gloria, oculto bajo las eucarísticas especies.

La matutina claridad iba aumentando gradualmente.

El cielo comenzaba á teñirse de púrpura y oro, y al beso fecundo de la luz, la campiña despertaba sonriente y hermosa con palpitaciones de vida.

Los parleros y madrugadores pajarillos cantaban aquí y allá, encaramados en las ramas más altas de los árboles, ó revoloteando por setos y zarzales.

Por toda la amplia y risueña campiña cubierta de frutos y maduras mieses, pasaba un dulce soplo de geórgica candorosa y amable.

La procesión seguía avanzando, avanzando, entre el doble reguero de lucecitas de los cirios que en manos de los fieles adoradores ardían.

De pronto, en el punto más alto del camino, desde donde la vista domina la vasta planicie, el ancho río, las frondosas huertas, los blancos caseríos, hizo alto la piadosa comitiva.

Sobre humilde é improvisado altar, cubierto de luces y de flores, descansó la Sagrada Custodia.

Acordes dulcísimos de músicos instrumentos y armonías de bien concertadas voces estremecieron de júbilo los aires. Luego sucedió un hondo y prolongado silencio. El momento culminante de la sublime ceremonia había llegado. Banderas y estandartes inclináronse hasta tocar el suelo. Todas las cabezas se doblaron para recibir la bendición que iba á caer sobre ellas. Sólo los bulliciosos é inquietos pajarillos interrumpían con sus píos y armoniosa charla la calma inefable de la Naturaleza.

El sacerdote tomó en sus manos la Sagrada Custodia, y vuelto de espaldas al altar, bajos los ojos y la cara bañada en un resplandor de gloria, la alzó solemnemente sobre su cabeza encanecida y rasgó los aires, trazando con ella una larga cruz á los cuatro puntos del horizonte.

En la blanca Hostia brilló un rayo de sol, que rojizo y grande asomó en aquel momento sobre la cima de una montaña.

Tío Antón y su vecino recibieron también aquella augusta bendición, haciendo la señal de la cruz sobre sus frentes tostadas y morenas.

Cuando la grave y piadosa comitiva se perdió en el silencioso paisaje de doradas lejanías con un dulce cántico de acción de gracias, tío Antón, puesto de pie, dijo:

—Cosme, para tí las espigas; tuyas son, tuyas serán siempre las que en ese rio concito crezcan: haz de ellas lo que quieras. No es cosa de que manchemos con sangre los campos que Dios ha venido á bendecir esta mañana.

A lo que tío Cosme respondió en el mismo tono y con acento en que vibraba una emoción profunda:—No las quiero ya, Antón; mías ó tuyas, tú las has de segar y recoger. Para tí las espigas y la tierra que las cría y produce.

—Es que yo te las cedo de buena gana—insistió el primero.

—Y yo á tí te las regalo de ahora para siempre—replicó el otro labrador.

—Echaremos suertes á ver para quién han de ser, y á quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga—indicó tío Antón.

—Otra cosa mejor se me ocurre á mí—respondió tío Cosme.

—¿Qué?...

—Ni para tí ni para mí: para Dios que bendice nuestros campos, hace fecunda la tierra y madura y conserva las mieses. Dejaremos aparte esas espigas, llevaremos el trigo al molino, y con la harina mandaremos hacer Hostias, Hostias blancas, Hostias inmaculadas que llevaremos al señor cura para que las consuma en el altar. ¿Te parece?

—Tienes una gran cabeza, Cosme... Choca esa mano y venga un abrazo. Amigos, amigos para siempre—exclamó tío Antón alegremente, triunfalmente.

Y aquellos dos hombres, que momentos antes disponíanse á herirse, á matarse, sentáronse á la sombra de un olmo, y en santa paz y compaña partieron su pan y bebieron de la misma bota.


Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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