La Mancha de Sangre

Norberto Torcal


Cuento


Al Dr. D. Juan B. Castro, de Caracas.


Por segunda vez desde que el sol arrojaba sus rayos de luego sobre la inmensidad desierta del planeta, la envidia babía armado el brazo criminal del bombre contra la inocencia, y de la tierra silenciosa elevábase al cielo demandando venganza el clamor de la sangre inocente derramada.

Samaí, el soberbio é irascible Samaí, el de la larga é hirsuta cabellera, el que cubría sus carnes con pieles ensangrentadas de tigres y leones por su propia inano muertos en franca y formidable lucha allá en el fondo de las selvas vírgenes ó en medio de los desiertos abrasados, acababa de matar á su hermano, el dulce y sencillo Nisraim, y sus manos, salpicadas de sangre, brillaban como circundadas de fuego bajo los vivos resplandores de las primeras estrellas, que en las profundidades del firmamento azul comenzaban á parpadear con centelleos que daban á la noche claridades de aurora risueña y diáfana.

Lleno de espanto al notar el color rojo de sus manos, y sin atreverse á entrar en la tienda de su padre con la mancha acusadora del crimen, Samaí echó á correr por bosques y llanuras sin camino, bajo el silencio solemne de la noche luminosa, en busca de la fuente cuyas refrigerantes y cristalinas aguas habían apagado muchas veces su sed y limpiado sus manos sangrientas con los despojos palpitantes de las fieras.

Allí, tendido cuan largo era en tierra, y con ambas manos sumergidas en el fondo del limpio manantial, quedóse inmóvil algunos momentos, esperando que el agua bulliciosa y pura, como recién brotada de las fecundas entrañas de la tierra, borrase en él hasta la huella de aquella mancha afrentosa que llenaba de turbación su conciencia, y le inspiraba horror y miedo al mismo tiempo. Mas su esperanza íué vana: el agua comenzó á correr teñida en encendido color de púrpura, y la sangre de sus manos, al contacto del líquido elemento refrescada, tomó un color más vivo y más intenso, fulgurando siniestramente en medio de las sombras transparentes de aquella noche sin tinieblas.

Samaí se levantó horrorizado, y á toda prisa se alejó de la fuente, emprendiendo precipitada carrera á través de llanuras interminables cubiertas de árboles de ramas gigantescas en forma de abanico, que al pasar le azotaban el rostro cual manos vengadoras en la imponente soledad de aquella naturaleza desbordante de fecundidad y vida, que, al desperezarse del sueño de la nada en que por siglos sin fin había estado dormida, parecía enviar al cielo en un bostezo interminable rumores y sonidos de grandiosa armonía, perfumes de penetrante esencia, y alientos de brumas y vapores sonrosados.

En medio de la agitada carrera que como soplo de tempestad le arrebataba en un vértigo espantoso, borrando de sus ojos colores, figuras y distancias, Samaí, el fratricida maldito del cielo y de la tierra, distinguió á lo lejos aprisionado entre la doble faja de verdura de sus riberas, la curva centelleante de un río, deslizándose tranquilo por su hondo cauce como niño recién escapado del regazo materno, que corre suelto y bullicioso jugueteando con ñores y piedrezuelas del camino.

La vista de aquel río llenó de gozo el corazón del fratricida; y aunque sus piernas comenzaban á flaquear con lo largo y penoso de la carrera, la esperanza y el deseo comunicáronle nuevos bríos para llegar, sin descansar ni un segundo, hasta el río y penetrar en él.

Samaí experimentó placer inefable al sentir por vez primera en su carne curtida y abrasada por el sol, el contacto de la onda pura, luminosa y brillante; y mientras que anheloso agitaba con sus manos la tersa superficie del agua, en su rostro, de una ferocidad horrible, brillaba como relámpago vivísimo una sonrisa de satisfacción y júbilo. Lo que la fuente con su caudal escaso no había podido hacer ¿no lo haría el río con la abundancia y riqueza de sus ondas tranquilas, inmaculadas y sonrientes?

La esperanza le decía: sí. La realidad le respondía: no.

Con el alma rebosante de amargura y el labio por la ira tembloroso y pálido, Samaí dejó á su espalda el río, y continuó su marcha durante muchos días.... muchos.... hasta que las playas del mar, del infinito mar, aparecieron un día ante sus ojos á la hora que el titán reposado y sereno reflejaba los fuegos del sol en su ocaso, semejando un campo inmenso todo él sembrado de brillantes y rubíes y zafiros. Mas el agua verdosa y obscura del océano infinito, lo mismo que la del río y de la fuente ignorada de la selva, no hizo sino poner más fresca y más roja la sangre de sus venas.

¿Qué haría? ¿Se arrojaría desde el abrupto y salvaje acantilado de la costa al seno de las olas para hallar en el fondo de los desconocidos mares la obscuridad, el silencio y el olvido profundo é interminable de la muerte?... No; lo que él quería no era morir ni desaparecer en la calma fúnebre de las soledades inexploradas del abismo, sino limpiarse, quedar purificado déla mancha acusadora de sus manos. Cruzaría la tierra de polo á polo, se detendría en todos los ríos que á su paso encontrase, y al fin de sus peregrinaciones y fatigas encontraría, estaba seguro de ello, la fuente misteriosa, el líquido purificador que borraría la sangre del pecado. ¿Dónde?... ¡Qué importaba saber dónde!...

Samaí miró con mirada de desesperación infinita á los cuatro puntos del horizonte, y echó á correr de nuevo. Las fieras de los bosques y las aves de los espacios expresaban con cánticos y rugidos la sorpresa que la vista de este segundo Caín les causaba, mirándole empujado por la misma terrible y misteriosa fuerza que arrebataba al primero á través de la inmensidad del planeta.

Yendo días y viniendo días, como dijo el poeta, hubo uno, por fin, en que Samaí llegó á la cima de altísima moutaña atraído por la blancura deslumbradora de la nieve, que á guisa de inmaculado manto de armiño la envolvía, y que desde lejos había herido sus ojos fatigados. Una vez y otra vez hundió sus manos en la dura capa de nieve cristalina y helada, pero mientras la nieve que tocaba se volvía roja y sangrienta, la mancha de sus manos hacíase más viva.

No había, pues, remedio; forzoso era dar un adiós para siempre á la esperanza de verse limpio y purificado, puesto que ni lo que había de más diáfano y puro en la tierra, ni lo más grande en extensión, ni lo más violento en fuerza, ni el mar, ni la nieve, ni el agua de las fuentes, ni el caudal hondo y limpio de los ríos, ni nada, nada en el mundo era capaz de borrar la mancha aquella fatídica y terrible.

Samaí no blasfemó; sintió en el alma anonadamiento, tristeza, aflicción sin límites, y de sus ojos brotó el llanto, copioso como la lluvia, amargo como el agua del mar y ardoroso como el fuego mismo.

Y sucedió que á medida que las gotas de llanto caían resbalando desde los ojos á sus manos, la mancha de sangre se debilitaba, se debilitaba, hasta quedar borrada y desaparecer por completo. Samaí lo observó al momento, y levantando al cielo los ojos humedecidos y brillantes, sonrió con placer infinito á las estrellas que, espléndidas, radiantes y tranquilas, brillaban en las profundidades del firmamento azul, lo mismo que en la noche aquella en que la sangre del inocente y sencillo Nisraim tiñera de rojo sus manos fratricidas.

¡Había encontrado, al fin, en sí mismo la fuente misteriosa que todo lo borraba, el agua purificadora y bendita que en vano había buscado por toda la extensión de la tierra, sobre las cimas de las montañas gigantescas, bajo las ondas salobres del océano inmenso, y en el fondo de los manantiales y de los ríos trasparentes!...


Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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