La Negra Honrilla

Norberto Torcal


Cuento


A Mr. Ernest Mérimée.


Poco á poco, con rumor de marea en descenso, el coloso de piedra y de ladrillo comenzó á vomitar por sus cien puertas como por otras tantas válvulas ó bocas abiertas á aquella compacta abigarrada muchedumbre que, ebria de sol, de sangre y de vino, hacía retemblar momentos antes las graderías de piedra del tendido con rugidos de fiera y convulsiones de epiléptico.

Ya el interior de la plaza iba quedando silencioso y vacío; los rayos del sol elevándose lentamente, iluminaban la parte más alta de las galerías de la plaza; por entre los arabescos arcos veíanse los huecos inmensos que el público dejaba al retirarse, y abajo en la movediza arena del ruedo, un largo rastro de sangre fresca y roja como recién brotada de la herida, señalaba aún el camino seguido por las mulillas en el arrastre del último toro.

Con los codos apoyados en la barrera y la cara entre las manos, Manolo Rílez, un buen novillero de rostro simpático, franca y noble mirada, chaqueta corta de alpaca y pantalón cedido, estallante en la cintura y amplio en la pierna, contemplaba distraídamente el desfile interminable de la gente.

Así pasó breve rato, y cuando la gritería y confusión de los primeros momentos comenzó á decrecer y apagarse, volvióse á Chavillo, que silencioso y reflexivo permanecía sentado á su vera, y con tono de guasa le dijo:

—Pero hombre, se te van á secar los sesos de tanto cavilar... ¿Piensas pasarte aquí la noche haciendo filosofías y almanaques?

Chavillo por toda respuesta se puso en pie y echó á andar seguido de Manolo. Juntos atravesaron el patio de caballos, donde no había más que dos viejos picadores, que con gran calor y entusiasmo comentaban los lances de la corrida de aquella tarde, y salieron fuera.

La confusión y el bullicio de los alrededores de la plaza eran indescriptibles. Los diez ó doce millares de personas que aquella tarde de Pascua habían acudido á admirar las habilidades y proezas del Guerra en la primera corrida de abono y temporada, precipitábanse calle de Alcalá abajo con rumor de trueno y empuje de catarata entre el cascabeleo de las mulas de los ómnibus y el ruido ensordecedor de los simones y manuelas, y la nube de polvo que por todas partes se levantaba en aquel mar de gente bullanguera é inquieta, sobre cuya masa gris destacaban con tonos alegres, cual vigorosas manchas de color, las clásicas mantillas blancas y los claveles de un rojo encendido, fulgurantes sobre las negras cabelleras de las incomparables mujeres madrileñas, como relámpagos violentos en el seno de tormentosas nubes.

Manolo y su compañero echaron á pie por el lado de la izquierda, flanqueado á trechos de acacias en flor, y siguieron largo rato en silencio. Al llegar cerca del Retiro, Chavillo preguntó á Manolo:

—¿Qué te ha parecido la corrida?

—¿Qué me ha de parecer? Que donde está el Guerra, todos los demás somos unos maletas... Eso es matar, y eso es entender de bichos, y eso es todo.

—Lo mismo digo yo, Manolo. El día que ése se retire, se acabó la afición y se acabó el toreo en España... Y, á propósito, ¿quieres que entremos en el Retiro y nos sentemos un rato hasta que anochezca?

—Vámonos donde quieras.

Entraron efectivamente en el Retiro, que aquella tarde y á tal hora estaba deleitoso con la apacible amenidad de sus paseos solitarios, y la incitante frescura de sus árboles cuajados de hojas y de flores, y así que hubiéronse acomodado en el primer banco que á su paso hallaron, á espaldas de la casa de fieras, en un lugar esquivo y apartado, lleno de sombra y suave melancolía, Chavillo, de buenas á primeras, sin preámbulos ni preparativos de ninguna clase, dijo al novillero:

—Manolo, me pasa una cosa mu gorda... tengo el alma partía y el corazón en un puño.

Y acercándose más á él, hasta rozarle casi con la suya la cara, le dirigió en voz baja, como si quisiera que ni el viento mismo se enterase de su conversación, esta pregunta:

—Oye, Manolo, ¿tú crees que yo soy miedoso?

La contestación brotó espontánea y enérgica de labios del interpelado.

—¿Miedoso tú?... ¿Quién se atreve á decir tal cosa?... Lo que á ti te ha sobrao siempre ha sido corasón y güena voluntá pá tóo.

Chavillo fijó en su amigo mirada tan profunda que en ella pareció poner su alma entera, y apretando con fuerza entre las suyas las manos de aquél, murmuró con voz por la emoción entrecortada:

—Gracias, Manolo... bien sabía yo que tú al menos sabrías hacerme justicia. Gracias...

No pudo continuar: de lo más hondo del pecho subió á su garganta con convulsiones de ola pujante un sollozo inmenso, que en vano se esforzó por reprimir mordiéndose los labios.

Los rayos del sol herían oblicuamente las copas de los árboles, dejando caer sobre las verdes hojas una lluvia de polvo de oro finísimo, y del fondo obscuro de las sombrías alamedas salía un olor de lilas y de acacias que perfumaba el ambiente y embriagaba los sentidos.

—¿Pero es posible que haya nadie capaz de tenerte por miedoso? insistió Manolo tras una breve pausa. Explícate, dime lo que te pasa.

—Mira, el otro día estábamos en el café algunos compañeros y el maestro de mi cuadrilla. De unas en otras vino á caer la conversación sobre Cuchares, Montes, Frascuelo, Pepe-Hillo y otros maestros, muertos ya ó retirados del arte. De pronto, sin que yo hubiese abierto mi pico, se encara conmigo el Mandito, que, como sabes, siempre me ha manifestado malos quereres, y con tono zumbón me dice:

—Aprende de ésos, Chavillo, aprende á tener corasón, que güena farta te hace.

Yo debí ponerme al pronto rojo como la grana y luego blanco como un defunto.

—¿Por qué dices eso? le pregunté conteniendo la ira que se me salía por los ojos.

—Porque paece que vas teniendo canguelo, me dijo.

Y luego terció el maestro, y empezó á decir que si en las dos últimas corridas había andao ó dejao de andar un poquillo huido; que si al poner el primer par paece que me echaba ó me dejaba de echar atrás... ¡qué sé yo!...

Y todo ¿por qué?... Porque no tengo de hierro las entrañas, Manolo; porque la probecica vieja me está diciendo toitos los días: «Mira, Pepe, que no seas emprudente, que una emprudencia tuya con los toros puede costarte á ti la vida, y á mí el pan que como, porque el día que tú me faltes no me queda otro remedio que echarme por esas calles á pedir una limosna por amor de Dios.»

Y todo esto con más lágrimas que olitas tiene la mar, y con una cara que parte en dos el alma... Hay que verla, Manolo, hay que verla... ¿Qué quieres que haga?... Si yo tuviera mucho dinero, si fuera rico, iba, la llenaba el delantal de monedas de oro, y le decía: «Ea, no se apure usté, agüela; yo me juego la vida á cualquier hora delante del toro, pero usté no se muere ya de hambre, ni va á pedir limosna por las calles.» Pero así..

De tos modos, Manolo, no quiero que me vuelvan á llamar cobarde en la vida; yo tengo que probar á Mandito que soy tan hombre como él, y más hombre que él, y se lo probaré, Manolo, se lo probaré, así me ponga un toro la piel hecha una criba, y así tenga la probecica vieja de mi madre que echarse por esas calles á pedir una limosna por amor de Dios.

Hubo unos instantes de silencio: á su alrededor, todo se envolvía en las sombras transparentes del crepúsculo azulado; el viento cantaba con débil acento en las copas de los árboles, y del fondo obscuro de las alamedas solitarias que á su vista se extendían, continuaba saliendo un suavísimo olor de lilas y de acacias, que perfumaba el tibio ambiente y embriagaba los sentidos como aliento purísimo de la virgen y hermosa primavera.

A pocos pasos de ellos, un grupo de niños de rubias cabecitas jugaban y reían alegremente, y algo más allá, en el amplio paseo de coches, los aristócratas, los dichosos del mundo, arrellanados en los blandos cojines de sus milores y landeaus, disfrutaban de las delicias de aquel anochecer de hermosísimo día de Mayo saturado de luz, perfumes y canciones.


Siete días después, y casi á aquella misma hora, los vendedores de periódicos taurinos anunciaban á gritos por las calles de Madrid El Tío Jindama con la muerte de Chavillo.

Cuantos aquella tarde acudieron á la corrida de toros, lo mismo que cuantos después leyeron en los periódicos los detalles de la misma, vieron en la cogida y muerte del simpático diestro tantas veces aplaudido por el público madrileño las consecuencias de un valor temerario; pero nadie, fuera de Manolo Rílez, supo las causas que determinaron aquella temeridad casi salvaje que llevó á un hombre en la flor de sus días al cementerio, y á una pobre vieja sin nombre á la miseria, á la desolación y al desamparo, causando así dos víctimas en una.


Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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