Al Sr. D. Valentín Gómez.
I
Envuelta en espesa nube de polvo, con mucho cascabeleo y mucho chasquido de tralla, la vieja y despintada diligencia llegó á la plaza del pueblo entre un verdadero enjambre de chiquillos desarrapados y descalzos en su mayor parte, que desde media legua atrás venían corriendo desesperadamente por lograr la suprema felicidad de subirse á la zaga en el estribo.
—¡Ya está ahf el coche! exclamó el módico del pueblo, que en unión de cuatro ó seis personas más bajaba todas las tardes á esperar la llegada del coche correo, que les traía el pan nuestro del periódico de cada día con los últimos telegramas de la guerra de Cuba y las noticias fresquitas de la insurrección de Filipinas.
Paró la diligencia, abrióse la portezuela, y el viajero único que dentro venía descendió trabajosamente, apoyado en grueso y nudoso bastón, y sin otro equipaje que un ligero hatillo de ropa blanca. Era el tal viajero un muchacho alto y delgado en extremo, de rostro amarillento y mirada tan débil y apagada que, á primera vista, hubiérasele tomado por un anciauo abrumado con el peso de los años y las enfermedades.
De que no era, sin embargo, tan viejo como su aire enfermizo y su paso vacilante indicaban, así como de su condición de soldado que vuelve de la guerra, eran otras tantas señales y pruebas inequívocas aquel sombrero de paja de anchas alas con escarapela amarilla y roja que cubría su cabeza; aquel Irajecillo de dril claro con rayas azules que vestía, y, sobre todo, aquellos galones de cabo primero, descoloridos y medio rotos que en la bocamanga de la guerrera lucía, y aquella orucecUa plateada sujeta al pecho con estrecha cinta amarilla, que hablaba de luchas y heroísmos, de glorias desconocidas y sangre derramada por la patria allá en las oscuras soledades de cubana manigua en momentos de febril entusiasmo.
—Se parece al hijo del tío Valentín el guarda, dijo el barbero del lugar al médico y á los demás que en la plaza estaban aguardando la llegada del coche.
—¡Va lo creo! Lo mismo que una gota de agua á otra gota... como que es él mismo en cuerpo y alma, anadió el médico confirmando la sospecha del barbero.
A pesar de esta terminante afirmación del médico y de que los rasgos de la fisonomía no dejaban lugar á la menor duda, todavía hubo más de cuatro que se resistieron á dar crédito al testimonio de sus sentidos, pareciéndoles mentira que aquel hombre, ó por mejor decir, aquella sombra de hombre que ante sus ojos tenían, pudiera ser el mismo muchacho arrogante y hermoso que lleno de juventud y vida habían visto dos años antes marchar á los campos de Cuba...
Cruzáronse saludos y (rases de bienvenida entre el recién llegado y los que en la plaza estaban... hubo exclamaciones de sorpresa, apretones de manos y hasta alguno que otro abrazo furtivo y débil... lodo ello en el breve espacio de diez minutos que el soldado se detuvo en la plaza. Y mientras que lentamente se alejaba yendo en busca de su hogar 3 su familia, á la que no había avisado de su desembarco en la Península ni de su llegada al pueblo, el viejo médico se quedaba ten la plaza repitiendo con tristeza: «Ese chico no tiene remedio... trae una anemia horrible... se muere... se muere... ¡Maldita guerra!...»
II
—¿Con qué dice V. que mi padre tardará mucho aún en volver á casa, y que mi hermano no está en el pueblo? pregunta el militar á una vecina que, al oírle llamar con repetidos golpes á la puerta de la que íué su casa, se ha asomado á la ventana para decirle que no hay nadie dentro.
—Sí; pero sube, hijo, sube á mi casa... descansarás un ralo y te daremos todo lo que necesiles... ¿qué más da?
—Gracias, señá luana.
—¡Qué gracias ni que caracoles!... Sube, que no sé lo que me da de verte así en medio de la calle como si fueras perro forastero... Sube, si no quieres que yo misma te haga subir á la fuerza... Pues, hombre, ¡no fallaba más!...
El pobre Juan Soldado comprende lo descortés que resulta ya el continuar rehusando invitación tan franca y cariñosa, y, al fin, se decide á subir en casa de la vecina, la cual le recibe en el primer descansillo de la escalera, y le obliga á entrar en la sala y sentarse en la silla mejor le paja que en ella hay.
Allí hablan de la guerra, y después de referir diferentes episodios de la misma, los combates en que ha tomado parte y otra porción de cosas que la buena mujer escucha con la boca abierta, el soldado pregunta:
—Y por aquí ¿no ha ocurrido ninguna novedad desde mi partida?
—No... es decir, sí... tu pobre padre...
—¿Ha estado malo mi padre? interrumpe con ansiedad el soldado.
La vecina palidece repentinamente, y no sabiendo qué contestar, se calla, y los ojos se le llenan de agua.
—¿Por qué llora V., señá Juana? ¿Le ha ocurrido alguna desgracia á mi padre?...
—Hijo, yo no sé mentir, y puesto que más pronto ó más tarde no ha de haber más remedio que decírtelo todo, la verdad: tu padre murió liará cosa de unos tres meses.
—¿V mi hermano? dice el soldado, llevándose el pañuelo á los ojos.
—A tu hermano le tocó también ir á Cuba el año pasado... pero ¿cómo no sabes tú nada, viniendo ahora de allá? Yo creo que de eso solamente murió tu padre; del pesar de verse solo; pues así que se le llevaron el segundo hijo comenzó á ponerse delgado, delgado y amarillo como la caña de la doctrina, y á pasarse el día cavilando, hasta que tanto cavilar dió con él en la hoya...
El soldado, que durante lodo el tiempo de esta conversación ha estado haciendo esfuerzos increíbles por aparecer un poco sereno, conoce que ya no puede más, y toda la amargura de su alma estalla de pronto en su garganta con un sollozo inmenso.
—Vamos, hombre, ten resignación y no te allijas demasiado, le dice la vecina llorando ella misma como una Magdalena.
—Señá Juana, yo vengo enfermo y sin poder trabajar en mucho tiempo... Confiaba en mi padre y en mi hermano para no morirme de hambre; (altándome la ayuda de los dos, voy á pedir que me admitan en el hospital hasla que me ponga bueno y pueda ganarme la vida trabajando.
—¡Qué hospital ni qué calabazas!... ¿Acaso no hoy en esta casa un rinconcito para ti? Pobres somos lo mismo que el suelo, ya lo sabes; pero lo que de bienes y riquezas falta, de buena voluntad sobra, y lo poco ó mucho que aquí haya se repartirá como buenos hermanos, y en paz... Iloy por ti, mañana por mí... ¿no es verdad, hijo?...
III
Juan Soldado aceptó por el pronto la generosa y desinteresada protección de su vecina;. pero como no por ser muy voluntario era menos grande el sacrificio que á la pobre mujer costaba el sostenimiento del muchacho, éste que comprendía y veía muy bien lo inmenso de tal sacrificio, solicitó, al fin, del Ayuntamiento del pueblo el ser admitido en el hospital.
Semejante solicitud motivó entre los individuos del Municipio acalorada y viva discusión, por creer algunos que el acceder á ella era obligación de justicia; pero al fin prevaleció el criterio de los más, contrario á la concesión de lo solicitado, fundándose para ello en que el soldado ni estaba herido, ni su enfermedad era tal que obligase á guardar cama.
Era verdad: el muchacho salía de casa y andaba por las calles; hablaba con las gentes y hasta reía á ratos con risa melancólica que hacía pensar en el resplandor del astro que en el momento de hundirse en el ocaso destella sus rayos más vivos... No guardaba cama, era verdad; pero la anemia continuaba sin dolores ni convulsiones violentas su labor destructora y voraz en aquel organismo ya arruinado por el ambiente envenenado de Cuba, el hambro y las penalidades horribles de la guerra, y el vaticinio fatídico del viejo médico tuvo en pocos días fatal y doloroso cumplimiento.
Y cuando la campana de la iglesia lanzó al aire las primeras notas llorando á su manera la muerte prematura del heroe anónimo, el alcalde reunió á toda prisa á los concejales en sesión extraordinaria, y después de hacer en párrafos de dramática elocuencia el elogio del soldado que muere por la patria, propuso que, como expresión del respeto, de la simpatía y del cariño que todos sentían por el compatriota muerto, el Ayuntamiento regalase... ¡el féretro para enterrarle! con la condición expresa de que el hecho constase en acta.
Inútil es decir que la proposición fué recibida con aclamaciones y aplausos unánimes.
Alguien indicó además la idea de que la ilustre Corporación concejil honrara la memoria del héroe asistiendo en pleno al entierro; pero de esto hubo que desistir en seguida, porque el celoso alcalde se encargó de advertir que justamente á la hora del entierro del soldado iba á llegar al pueblo el candidato á Diputado á Cortes por el distrito, y era de rigor que todos saliesen á recibirle.
La razón era hurto poderosa para que ninguno pudiera oponer nada en contra. Entre honrar á un pobre soldado muerto por la patria y salir al recibimiento del hombre político, ¿quién podía dudar de la elección?...