El sonido vibrante y argentino de la campana, anunciando el fin del trabajo de aquel día, último de la semana, produjo en el taller de serrería mecánica un movimiento general de expansión y alegría, del que sólo podría dar alguna idea la algarabía y bullicio que á la salida de la escuela arman los chiquillos, después de las tres horas de encerrona reglamentaria.
Al eco de aquella voz metálica que en su lengua y á su manera decía á los obreros: Basta, id con Dios y descansad unas horas, todos soltaron las herramientas del trabajo, requirieron el grasiento sombrerillo ó la democrática gorra, y después de pasar por el despacho del principal para percibir la paga de la semana, fueron saliendo á la calle en grupos de dos en dos ó de tres en tres, hablando recio y accionando mucho, alegres, satisfechos y sonrientes, haciendo sonar, al andar, con dulce y sabroso retintín en el fondo de sus bolsillos, los cinco duritos recién cobrados, fruto de los sudores de aquellos seis días.
Detrás de todos, solitario, lento el paso y el aire pensativo, Pepe Fernández, que de propósito parecía haberse quedado el último por esquivar la conversación y alegría de sus compañeros, abandonó el taller, y cerca de la puerta de salida, encontróse de manos á boca con el jefe del establecimiento, el cual le dijo afectuosamente tendiéndole la mano:
—Que los tengas muy felices ya de víspera, Pepe.
—Gracias, maestro, contestó éste, apretando con fuerza la mano aquella vigorosa y peluda que el maestro le presentaba con franqueza. Y sin más palabras ni cumplidos, añadió en seguida: Hasta mañana.
—Qué, ¿te vas sin cobrar?...
—Toma, y es verdad... ¿pues no se me había metido en la cabeza que hoy era viernes?
—Si ya digo yo que glorias matan memorias... se conoce que pensando en la prójima, ni siquiera te acuerdas de cobrar tus jornales... Vamos, ¿tendremos que acompañarte pronto á la calle de la Pasa?...
Una sonrisa forzada y triste, que, sin embargo, quería parecer alegre, asomó à los labios de Fernández, descubriendo una dentadura capaz de dar envidia á un cocodrilo, con la que contrastaba bruscamente la mancha obscura del sedoso bigotillo que cubría su labio.
Pasó al despacho del principal, ajustó en un decir Jesús la cueutecita de la semana, y sin saber cómo hallóse en medio del arroyo. Estaba anocheciendo; la tarde era templada, y en la atmósfera calmosa y apacible respirábanse ya efluvios de primavera anticipada, de cuya tímida y como vengonzosa aparición daban le el tono verdegueante de los arbolillos tísicos de la plaza de Chamberí—por donde en aquel momento pasaba Fernández,—el aroma de las violetas pudorosamente ocultas bajo la capa de musgo de la glorieta, la pureza del cielo deliciosamente azul, y tal cual prematura golondrina ó vencejo que con curvas y giros caprichosos parecía escribir en el aire estas palabras: Ya estamos otra vez aquí nosotras; palabras á las que ninguno de los moríales de aquí abajo tenía la cortesía y atención de contestar dándole la bienvenida.
Las campanas de la iglesia de Chamberí volteaban inquietas en la altura, y sus sonidos, semejantes á una lluvia de notas cristalinas, cayendo de lo alto de la atmósfera luminosa y pura sobre las cabezas de los indiferentes transeúntes, parecían querer comunicar á la tierra algo de la risueña felicidad é infantil regocijo que á ellas les dominaba al anunciar á los hombres la fiesta del popular y simpático Santo de la vara florida, que ahuyenta los cierzos y nubes del invierno, y esparce sobre los campos el soplo de vida que hace reverdecer los árboles y atrae las golondrinas y las flores.
Pepe Fernández siguió por la calle de Fuencarral abajo, confundido entre lahirvientey bulliciosa muchedumbre, compuesta en su generalidad de obreros y obreras que, de prisa y con aire satisfecho, dirigíanse á sus pobres hogares, en los que seres queridos aguardábanles sin duda impacientes, piando, con el pico abierto y el buche vacío, como esperan en el nido los pajarillos á sus madres que les llevan el anhelado sustento.
El modesto obrero de la serrería mecánica, viendo pasar á su lado á todos aquellos compañeros suyos de trabajo, sentía algo así como envidia de su felicidad, y á cada paso veníanle deseos vehementes de hablarles, de estrecharles las manos, y pedirles que le llevasen á ver el cuadro sonriente de amor y de alegría de una familia que mira llegar á casa al obrero con sus cinco duritos en el bolsillo y la boca rebosando de besos y sonrisas... ¿Quién sabe si algunos de ellos no se llamarían también Pepes, como él, y correrían á celebrar de víspera el Santo con sus hijos, sus madres ó sus mujeres?...
(Pepe Fernández se ha detenido delante del escaparate de una
confitería, alumbrado con mucha luz eléctrica y rebosando golosinas de
todo género, y parece embobado en la contemplación de tanto lujo y
tantas cosas buenas).—Aquí en esta confitería es donde yo compraba
otros años, tal día como hoy, las rosquillas y la bolellita de anisado
con que festejábamos mi Santo... ¡Y qué no era alegría la que tenía
aquella santa de Dios, que su gloria haya, cuando al anochecer me veía
entrar en casa con el paquetito en la mano, contento como unas
castañuelas y la risa bailándome en los ojos y en los labios!... Me
abrazaba cien veces, me preparaba el agua para lavarme las manos y la
cara, me hacía cambiarme la blusa por la ropa de domingo... y á cenar...
¡Y qué cena!... ¡Y cómo se le soltaba á ella la lengua, y cómo se
animaba toda la casa! ¡Hasta el San José de yeso pintado que en el
cuarto había entre dos íloreritos de cristal verde con rosas y azucenas
de papel, parece que se reía del gusto de vernos allí, mano á mano,
chupándonos los dedos con la rica merluza frita y lo sabroso de nuestra
conversación!...
¡Y pensar que aquello se acabó para siempre, y que al llegar hoy á casa basta el mismo San José estará tristón y silencioso y cabizbajo!... (Pepe suspira con tristeza, y siente que una lágrima gurda como un puTio rueda por su mejilla. Observa á su alrededor, y viendo que ninguna mirada indiscreta se fija en él, la enjuga con el revés de la mano. Luego mira al interior de la confitería). Ese es el dependiente que todos los años me despachaba á mí las rosquillas, y que es bien amable, por cierto, y tiene cara de persona honrada... Yo no sé si es cuestión de carácter suyo, ó si es que adivinaba la alegría que por dentro del cuerpo me andaba á mi bailando; pero siempre, al despedirme de él, me miraba y se sonreía como pensando: Vete con Dios, Pepe Fernández, obrero dichoso, y que las rosquillas se te vuelvan manteca y el anisado te sepa á gloria... Puede que todo fuera ilusión mía, y que los ojos me hicieran visiones, porque la alegría, según he observado, se parece al pardillo en eso de ponerle á uno á medios pelos... Pero no... ahora mismo ha mirado hacia aquí, y al verme pegado casi á los cristales, devorando con los ojos tanta cosa buena como hay en él, me ha sonreído lo mismo que otras veces, como diciéndome que entre... Entrar... ¿para qué?... ¿qué voy á hacer yo este año con las rosquillas, si ya no tengo á quien alegrar con ellas?...
(Párase un coche á la puerta de la confitería; un lacayo de largo levitón, color verde lotella con grandes botones dorados, abre la portezuela, y una elegante dama desciende de la berlina. Pepe Fernández la contempla un minuto con la boca abierta, y luego sigue mirando las tortas y golosinas del escaparate). Para esas señoronas es la fiesta de los Pepes y todas las cosas juntas... para ti, Pepe Fernández, nada y nada y nada... vete á casa, enciérrate en tu cuarto y duérmete como un bruto, si es que no prefieres marchar á la taberna á ahogar el gusanillo con media docena de vasos de vino y otras tantas copas de Chinchón ó de petróleo... ó de dinamita encendida, que para el caso es lo mismo.
(El obrero se retira visible mente mal humorado).
¿Qué ocurre en la taberna de la esquina, que la gente se
arremolina y los transeúntes se paran y acude la pareja de orden
público, y se oyen voces de amenaza é imprecaciones violentas, mezcladas
con juramentos y palabrotas feas?
El obrero Fernández se ha aproximado al grupo empujado por la curiosidad natural de saber lo que sucede, y á la conlusa luz del crepúsculo ha reconocido en medio de la multitud á su compañero de taller José Cubillos (a) (¡oleras, que, pálido el rostro y con los ojos manchados de sangre, parece ciervo acosado por jauria de canes hambrientos prontos á hundir en él sus afilados colmillos.
Él es el protagonista de la escena, no hay duda, puesto que contra él van dirigidas las amenazas é imprecaciones, los insultos y palabrotas de la gentuza... él es, sí, porque contra él se levantan en alto, semejantes á dos formidables catapulcas, los robustos puños del tabernero, y contra él se dirigen llenas de indignación y rebosantes de ira las miradas terribles de los celosos y beneméritos guardias de seguridad, que en el desamparado Cubillos van á ver el ideal de la justicia cumplida sobre la tierra...
¿El delito?... ¡Allí es nada, haber hecho cinco pesetas de gasto entre comestibles y bebestibles, y diez pesetas más por la rotura de seis botellas y otros tantos vasos, y luego salir con que no (¡uiere pagar las quince pesetas!... Es decir, eso de que no quiere pagar, él no lo dice, pero afirma y jura y perjura que no tiene ni un perro chico, y para el caso... pues llámele V. hache... lorque si ha llegado á la taberna y se ha jugado hasta el último céntimo de los jornales de la semana, y los ha perdido... pues ¡á ver con qué va á pagar los vidrios rotos!...
Pepe Fernández se ha conmovido al oír la relación del delito, y el carmín de la indignación ha coloreado sus mejillas... ¡Ese hombre es un canalla! ¡Ese hombre merece ir á la cárcel!... la la cárcel con el Goteras, borracho, jugador, mal esposo y mal padre!...
Tienes razón, Pepe Fernáudez: tu tocayo es una malísima persona y merece que le aprieten el gaznate inclusive... Pero calma tus ímpetus un poco, y considera que lo ha hecho arrastrado por un mal camarada; que hasta aquí ha sido un hombre de bien, y que no sabía lo que iba á ocurrir. Considera, considera que sus cuatro roocosuelos y su mujer le estarán ya aguardando con impaciencia para abrazarse á sus piernas y á su cuello, y que la alegría que toda la casa comienza á sentir por ser mañana su Santo va á trocarse repentinamente en luto y desconsuelo...—No seas rigorista, Pepe Fernández... ¿no podía haberte ocurrido á ti una cosa parecida? No te digo yo que su conducta en esta ocasión haya sido ejemplar ni mucho menos... pero por una vez... Anda, ten un rasgo de generosidad, haz leliz á una familia... hazlo, que San losó le lo premiará...
Decididamente es de las cosas más peligrosas del mundo tener un corazón blanducho... El obrero aserrador ha llamado aparte al tabernero, y en voz bajita lo pregunta cuánto importa el total de la deuda del Goteras.
El tabernero, para quien la pregunta de Fernández ha sido un verdadero rayo de sol, depone al punto su indignación, desarruga el ceño y pregunta á su vez:
—¿Es V. hermano, pariente ó algo de ese hombre?
—Esa no es cosa que á V. deba importarle ni poco ni mucho... dígame lo que se le debe, se le paga... y abur...
Pepe Fernández cumple siempre lo que dice, y ahí le tienen Vds. echando mano al bolsillo y sacando tres duros en tres piezas, que pune en la mugrienta mauo del tabernero, quien en su alegría de ver recuperado lo que él tenía por irremisiblemente perdido, toma un aire de satisfacción indecible, y en poco se está que no dé un apretado abrazo á su desconocido y anónimo salvador. Un maldito respeto humano le detiene en su propósito y primer impulso del abrazo, pero no impido que mostrando en la mano los 1res duros, como tres soles, se aproxime á los guardias para decirles sonriendo:
—Ea, dejen Vds. á ese tunante, que ya ha habido un hombre decente, que seguramente será de su familia, el cual me ha pagado el importo de todo.
Ante estas palabras conciliadoras y pacíficas, la jauría so dispersa lentamente, la pareja de orden publicóse aleja satisfecha desús servicios importantísimos, y el ciervo, quiero decir, el Goteras, vuelto á la vida, se limpia con la punta de un pañuelo de rayas azules y blancas el copioso sudor frío que corre por su frente, y moja sus mejillas, mientras que con sus miradas busca en derredor suyo al desconocido y misterioso personaje que con su esplendidez acaba de librar á su persona de quince días por lo menos de cárcel, y á su familia de otros tantos días de forzoso y completo ayuno; pero en vez de su noble y magnánimo salvador sólo ve a su im placable enemigo, el tabernero, que sin dar apeuas crédito a sus ojos, dice, hablando con su mujer, una tía gorda que desde la puerta de la taberna ha presenciado el desarrollo de la escena:
—Pues, señor, no sé por dónde ha podido desaparecer ese hombre, porque no hace ni un minuto que estaba aquí mismo.
Pepe Fernandez acaba de llegar á casa, ligero de corazón, y mucho
más ligero todavía de bolsillo. No lleva rosquillas ni anisado como
otros años, ni al entrar en su cuarto oye la voz temblona y cascadila de
la anciana Ueuándole de bendiciones y caricias. Sin embargo, no está
triste como al salir del taller, ni el San José de yeso pintado que
encima de la mesa se destaca entre los dos Horeros de vidrio verde con
rosas y azucenas de papel le parece grave, tristón y ceñudo, según se
había imaginado en la calle...
Por la ventana entreabierta penetran en su cuarto los sonidos de las campanas de las iglesias que voltean y cantan y ríen como locas en los aires, y el pobre Pepe Fernández, oyéndolas, se figura que todos aquellos sonidos de las campanas son otras tantas voces que en todos los tonos y en lodos los idiomas del mundo le están diciendo: «Bien, Pepe Fernández; eres un hombre y un cristiano... Mereces el nombre que llevas, lo mereces... San José le bendiga y premie la buena acción que has hecho... Bendito... bendito...»