Yo nací no sé cuando; por consiguiente, ignoro la edad que tengo, aunque juzgando por las cosas que he visto y me han pasado, me figuro que debo llevar ya algunos años en el mundo. Mas si no puedo precisar la fecha exacta ni siquiera aproximada de mi nacimiento, en cambio, me es sumamente fácil el recordar el sitio en que por vez primera abrí mis ojos á la luz del sol.
Fué en las ruinas de un antiguo convento. Allí en una tapia oscura, revestida de verde hiedra, en el profundo hueco de dos carcomidos sillares, colocaron mis padres el nido de sus amores y vieron crecer su prole, nada escasa por cierto, pues éramos seis los gorrioncillos que aquellos abrigaban con el calor de sus alas, y á cuya subsistencia atendían con amoroso anhelo.
Gracias á que la campiña en donde las venerables ruinas se alzaban era harto fértil, y poco tenían que fatigarse nuestros progenitores para encontrar el alimento que en su pico nos traían y nosotros devorábamos con singular apetito alargando nuestros cuellos y sacando fuera del nido nuestras menudas cabecitas.
En los ratos dé ocio, cuando nuestros buches estaban bien repletos, acurrucaditos en el fondo de la redonda cuna recibiendo las suaves caricias del sol, nuestro padre, que era todo un señor gorrión, orondo y de mucho talento, solía entretenernos refiriéndonos largamente la historia y vicisitudes de aquel lugar, en donde por gracia y voluntad de Dios nos había tocado nacer.
—¿Veis—nos decía—estas paredes mudas, abandonadas y ruinosas?... Un tiempo fueron morada de santos religiosos y templo donde continuamente resonaba el eco de las divinas alabanzas. ¡Aun podéis percibir el aroma del incienso, de que estas piedras quedaron impregnadas y que los vientos y las lluvias no han llegado á borrar completamente! Aquí nací yo también. Á la sombra del gentil campanario discurrieron mis primeros días, felices y tranquilos. Aquellos hombres de blancos hábitos y ascética mirada, que aquí tenían su habitación, jamás pensaron en hacernos mal, antes al contrario, nos querían y regalaban. ¡Cuántas veces en los días de riguroso invierno, cuando el frío apretaba de recio y el paisaje aparecía envuelto en espesa capa de nieve, salían ellos á echarnos las migajas de pan de su mesa, á acariciarnos y bendecirnos!
Eran muy buenos aquellos hombres. Á nosotros, los pajarillos de Dios, nos miraban como á hermanos suyos. ¡Lástima que no estuvieran aquí siempre!... Veréis lo que sucedió. Un día, turbas de gente vociferadora y airada pusieron fuego al convento, arrancaron la torre, destruyeron las celdas y redujeron el templo á lo que hoy es, á un montón de ruinas y de escombros.
Ignoro lo que fué de los hombres de blancos hábitos y ascética mirada. Ante el horrible estrépito y confusión de aquel día la nube de pintados pajarillos que á la sombra de los sagrados muros vivíamos, huimos amedrentados en busca de parajes más sosegados y seguros. Cuando volvimos creyendo que íbamos á encontrar la dulce paz de los antiguos tiempos, todo había cambiado. Un silencio de muerte y una imponente soledad reinaban en estos lugares, por los que, asoladora y terrible, había pasado la ira de los hombres. Ya no había ni torre ni campanas. El órgano, cuyos dulces acentos nos inspiraban á nosotros el tema de nuestros dulces píos, gorgeos y canciones, estaba mudo para siempre. ¡Cuánta desolación! ¡cuánta tristeza!
Nosotros escuchábamos las palabras de nuestro padre con religiosa atención y sentíamos como un vago estremecimiento de terror, que nos hacía apretarnos un poco más los unos contra los otros en el nido.
Otras veces, mi padre, hablándonos muy bajito al oído, nos daba sabias y prudentes lecciones acerca de cómo debíamos conducirnos cuando fuéramos mayorcitos y saliéramos por el mundo, á fln de no exponernos á serios disgustos y peligros.
—Hijitos míos muy amados—nos decía—huid de los hombres y evitad con gran empeño esos armatostes pulidos y brillantes que despiden el plomo y el fuego. En los campos la vida es más segura, agradable y tranquila. No se os ocurra jamás tender el vuelo lejos de aquí ni acercaros á las ciudades, donde no tendréis ni alimento ni cama, sino escasez, sobresaltos y peligros sin cuento. ¿Me prometéis hacerlo así?...
—Sí, sí, sí....:—respondíamos nosotros con chillona algarabía. Mi padre entonces nos besaba uno á uno y se iba á traernos nueva comida.
De este modo fuimos creciendo mis herm ani tos y yo, alegres como unas pascuas, y regalados como unos príncipes. La fina pelusa que en un principio cubría nuestros cuerpecillos, íbase convirtiendo en hermosas plumas, y nuestras alas se alargaban y fortalecían de continuo. Nuestros padres nos ensayaban ya en el vuelo, y una vez nos sacaron fuera del nido. ¡Qué emoción y alegría la nuestra al sentirnos en el aire devorando con nuestros ojos el azul espacio, la verde campiña, los dilatados horizontes! Aquella noche, ni mis hermanitos ni yo pudimos pegar los ojos, aguardando con impaciencia ver de nuevo la luz del sol, para repetir el ensayo de la víspera.
Recuerdo que, por la mañana, muy temprano, Fridichs, que era el menor, se encaró conmigo y, muy ufano, me dijo: ¿A que no te atreves á hacer hoy lo que yo haga?
—¿Qué piensas hacer, Fridichs?—le dije un poquillo intrigado y curioso.
—¿Qué? Llegar volando hasta aquel frondoso nogal que está junto al río. ¿Te atreves tú, Pichirri?
—¡Pues no he de atreverme, infeliz!—le contesté con arrogancia, dirigiéndole una mirada de desdeñosa compasión.
Dicho y hecho. Sin pedir permiso á nadie, aprovechando unos instantes en que mis padres habían dejado el nido para ir á buscarnos qué comer, me encaramé en el borde de la cuna, y de un vuelo me planté en la copa del árbol. Mi hermanito quiso hacer otro tanto, pero ¡ay! flaquearon sus alas y cayó al suelo, piando lastimosamente, más que de dolor, acaso, de vergüenza y rabia.
A sus tristes y prolongados píos, acudieron mis padres, llenos de turbación y angustia, y tomándole por las patitas, le volvieron al nido. ¡Y que no fué regaño el que se ganó el pobrecillo!
Por fin, y para no alargar demasiado esta historia, llegó un día en que los seis chilloncillos abandonamos los patrios lares para no regresar más á ellos. Desconozco el rumbo que siguieron mis hermanos. Sólo puedo decir que yo, satisfecho y orgulloso de verme ya independiente, libre y dueño absoluto de mis propias acciones, marché á confundirme con una numerosa pandilla de alegres compañeros que, en unas huertas próximas habían plantado sus reales.
Allí se vivía bien, ¡vaya si se vivía! Las ricas frutas de los árboles, las doradas mieses de los campos, las limpias aguas de los cristalinos arroyos... todo era nuestro! ¡Qué tranquilidad! ¡qué abundancia! ¡qué vida regalona y descansada! ¡Así estábamos nosotros de gordos y lucidos!
¿Cómo pudimos llegar á cansarnos de tanto bien y desear cambio alguno en nuestro género de existencia? ¡Veleidades de la familia gorrionil, sólo comparables á las de la humana familia!.. No recuerdo cómo ni de quién partió la malhadada idea. Ello es, que una templada mañanita de Abril, á la hora en que los alegres rayos del sol ponían un beso de oro en las altas copas de los árboles en que solíamos recogernos á descansar, entre la alada tropa de campesinos gorriones inicióse un movimiento y estrepitoso bullicio que no pudieron menos de excitar vivamente mi curiosidad.
—¿Qué ocurre?—pregunté á un gorrión cilio chillador, novicio como yo en los azares de la vida, que en una rama próxima á la en que yo me hallaba, esponjábase alegremente á las suaves caricias del sol abrileño.
—No lo sé—me contestó dando un saltito y viniendo á posarse junto á mí. Parece que algunos de nuestros hermanos y compañeros, hartos y de sol y de rocíos, de soledad y de campiña, tratan de emigrar á otras regiones, deseosos de ver tierras y gozar impresiones nuevas.
—¡Locura!—exclamé yo resueltamente. ¿Dónde hemos de estar mejor que aquí, donde nada nos falta ni turba nuestra dicha?
—¡Miren quién habló!—gritó entonces sobre nuestras cabezas un gorrionazo machucho y viejo! Apenas si ha dejado el cascarón y ya se las echa de Séneca, sesudo y grave!
—¡Que se calle ese pitusín, cara de don nadie!—chilló otro gorrión.
—¡Fuera el boquirrubio insolente!—añadió otro.
—Fuera, fuera... que se calle... piaron cién gorriones á mi alrededor, sacudiéndome con el golpe de sus alas.
Yo me quedé sin saber lo que me pasaba y muy arrepentido de haber abierto el pico.
—Que hable Tripetón—dijo uno de los gorriones.
—Sí, sí, que hable—repitieron todos á coro, viniendo á formar círculo alrededor del gorrionazo aquel que primeramente me zahirió con sus cuchufletas y mortificantes sátiras.
—Compañeros—comenzó diciendo con voz ahuecada y petulante—yo he corrido mundo y puedo deciros algo que vosotros ignoráis completamente. No hace mucho tiempo, en una de mis frecuentes y largas correrías, pasé por encima de una gran ciudad, y no pude menos de detenerme á contemplar las maravillas y grandezas que allí se encierran. ¡Si vierais la amplitud de aquellas calles, la altura de aquellas torres, la elegancia de aquellas gentes, la alegría de aquellos paseos, la magnificencia de aquellas casas, de seguro que os quedábais embobados! Creedme, compañeros—prosiguió el orador contoneándose, insolentemente, al observar el efecto que sus palabras causaban en el alado auditorio—si no hubiera sido por venir á traeros tan faustas nuevas, no volvéis á verme más el pelo, digo las plumas, por aquí. Pero yo no soy egoísta, bien lo sabéis; me intereso por vosotros tanto como por mí mismo, y sin dejarme dominar por el vértigo de mi propia felicidad, me acordé de los que por estos miserables andurriales habíais quedado esclavos de vuestra rústica simplicidad, y me dije: voy á invitarles á que me sigan: que sepan, á lo menos, lo bueno que hay en el mundo. Conque, ¿estáis decididos á volar conmigo?
—Sí, sí... respondieron todos con frenético entusiasmo.
—Bueno prosiguió el pequeño Demóstenes, bípedo y con cola—pongamos el asunto á votación para proceder con toda legalidad y orden.
—¿Es así como lo hacen los hombres, ciudadanos?—interrogó una vocecilla infantil.
—Es la última palabra del humano progreso. La mitad más uno de los votos, es la que decide siempre—contestó muy ufano el orador encaramándose en la punta de una rama y mirándome á mí con ojos de desafío.
—A votar... á votar...—chillaron los gorriones.
La unanimidad de pareceres fué completa. Yo mismo, intimidado por la arrogante mirada del leader de aquella mayoría imponente, emití mi sufragio favorable al proyecto de la emigración y terminado el meeting, batimos nuestras alas y nos pusimos en marcha.
Algo fatigadillos y cansados llegamos á la ciudad. Anochecía. De los altos campanarios subía á los cielos y descendía sobre la tierra una lluvia de sonidos lentos, vibrantes, melancólicos, que parecían una invocación y una plegaria. Abajo, á lo largo de las calles, brillaba un reguero de luces que ahuyentaban las tinieblas y daban á la ciudad aspecto de día claro y diáfano.
Jamás habíamos visto nada semejante. Hasta la altura del tejado, verdinegro y sombrío, en el que habíamos detenido nuestro vuelo, llegaban rumores de gritos y canciones, de frases entrecortadas y músicas callejeras que nos hacían estremecernos de júbilo. ¡Qué diferencia entre nuestra vida pasada y la que allí nos aguardaba! Nuestro insigne conductor y caudillo estaba en lo cierto. La gran familia gorrionil le debía un voto de gracias. Yo mismo lo propondría así que el nuevo día amaneciera. Nuestro reconocimiento á aquel Moisés que acababa de sacarnos del Egipto de nuestra oscuridad y rutinaria vida, llevándonos á la tierra de promisión de nuestros ensueños, debía hacerse notorio y público.
Pasamos la noche sin novedad. Creo que la emoción y el contento no nos dejaron á ninguno conciliar el sueño. Sin embargo, el silencio fué absoluto: nadie se movió ni abrió el pico en toda la noche.
Al amanecer, los mismos sonidos metálicos y sonoros de la víspera, vinieron á herir nuestros oídos. En bandada dejamos el tejado hospitalario, primer albergue y refugio de los desconocidos inmigrantes, y de un vuelo nos plantamos en la torre de la vecina iglesia.
De allí bajamos á las cornisas inferiores, y sin pizca de reverencia, nos paseamos por los hombros y cabezas de unos grandes santos de piedra que, inmóviles, á la puerta del templo, leían y leían en unos libros, de piedra también, que en sus manos tenían abiertos. Por fin, descendimos al arroyo, y sin separarnos mucho unos de otros, comenzamos á buscar entre los adoquines del pavimento, algo que nos sirviera de desayuno, que harta falta nos hacía, puesto que, desde la mañana anterior, no había entrado la gracia de Dios en nuestros desfallecidos estómagos.
Pronto nos convencimos de que habíamos equivocado el camino. La calle estaba limpia como una patena. Diez ó doce hombres, de largas escobas armados, encargábanse de hacer desaparecer hasta la señal de cualquier cosa en que nosotros pudiéramos solazarnos, ó, al menos, entretener el hambre.
—¡Mal empezamos!—dije yo para mi capote.—Me parece que esto dista mucho de ser Jauja!...
Debo advertir que, afortunadamente, lo del voto de gracias se me había quedado en el cuerpo.
Por indicación de nuestro guía, de allí nos fuimos volando á una gran plaza llena de árboles, los cuales daban sombra á multitud de bancos de madera, ocupados por un sinnúmero de bribonzuelos que en ellos pasaban la noche, y, por lo visto, estaban tan ayunos como nosotros. Digo esto, porque tan pronto como aquella desarrapada turba de mozalbetes oyeron nuestros alegres píos, pusiéronse en pie y la emprendieron á pedradas con nosotros. Una de las piedras alcanzó á un lindo gorrioncillo, hiriéndole en el vientre y derribándole en tierra. ¡Pobre compañero! ¡pobre Gidelín! ¡Con qué profundo horror y lástima te contemplamos, desde los aires, en manos de aquellos desalmados y crueles Nerones que, con un fuerte golpe contra las piedras del pavimento, acabaron con tu alegre y venturosa existencia!...
Sobrecogidos y temblorosos, nos refugiamos en el primer tejado que al paso encontramos, y, mudos de terror, permanecimos sin saber qué hacer. Pasó una hora... dos... La ciudad se animaba por momentos, y todas las calles íbanse llenando de gente y de rumores. Nuestra hambre aumentaba al par de aquella animación y bullicio de la ciudad. Uno de los gorriones volvió atrás la cabeza, y en el alféizar de una ventana abierta que daba al tejado, vió un apetitoso mendrugo de pan. ¡Oh, momento de satisfacción y alegría! Todos nos lanzamos á él, y, á picotazo limpio, nos lo disputamos con verdadera furia. Debo confesar que no fui yo de los que peor librados salieron en el reparto del improvisado botín.
Las increpaciones, los insultos, los gritos de amenaza, las quejas y riñas, fueron la natural y obligada secuela de aquel reparto, en el que el egoísmo brutal se impuso á todo generoso sentimiento, y la astucia y la fuerza hicieron las veces del compañerismo y la justicia. Lo mismo he oído decir que acontece, generalmente, entre los hombres.
—Haya paz—gritó nuestro jefe—viendo el mal sesgo que las cosas tomaban.—Haya paz, que á nadie le faltará su ración, ¿Veis allá dentro, detrás de la ventana, una mesa cubierta con blanco mantel? Ó mucho me engaño, ó lo que sobre ella veo es un hermoso pan que nos está brindando con el más espléndido y abundante festín que jamás soñar pudieron nuestros desfallecidos estómagos. No hay nadie en la habitación... venid... todos adentro.
Y de un vuelo, grandes y chicos, jóvenes y viejos, nos metimos por la oscura boca de aquella abierta ventana, que era como la entrada de un soñado paraíso. ¡Nunca lo hubiéramos hecho! Así que todo el regocijado bando de gorriones estuvo dentro, la ventana se cerró con estrépito detrás de nosotros, y una mujer y un hombre empezaron á darnos caza, alborotando de alegría. ¡Allí fué Troya! ¡qué confusión en el cuarto! ¡qué tropezamos, los unos con los otros, en el aire, huyendo de aquellas manos que, sin piedad, nos perseguían! ¡qué ruido de alas y qué sentidos lamentos!
De pronto, no sé cómo, al pasar por junto á la ventana con aturdido vuelo, veo una rendija en el techo, meto por ella mi desmedrado cnerpecillo y ¡zás!salgo al tejado... ¡libre, salvo, con vida! Sin pararme un momento ni dar paz á mis alas, sigo volando, volando por encima de tejados y chimeneas hasta verme lejos de la ciudad, en medio de la amplia y soleada campiña. En un árbol que, solitario y frondoso, se alzaba en la llanura, me detuve á descansar breves momentos, y pensando en la triste suerte de mis compañeros que, acaso, á aquella hora, se hallarían ya en el fondo de una cazuela, sudando grasa por todos los poros de sus cuerpos, volví á emprender mi viaje dirigiendo el rumbo á las severas y hospitalarias ruinas donde vi la luz primera, y donde, risueños y tranquilos, deslizáronse los días de mi infancia.
¡Cuánto me acordaba de los sabios consejos y prudentes lecciones de mi buen padre! ¡Ojalá que siempre los hubiera tenido muy presentes en la memoria! ¿Sabrán mis hijos, si un día llego á tenerlos, aprovecharse de mi experiencia?.. ¡Dios lo quiera! Para ellos, principalmente, escribo estos renglones, mojando la más larga y lustrosa de mis plumas en el zumo rojizo de las moras de esa morera magnífica que, plantada, acaso, por aquellos hombres de blancos hábitos y ascética mirada que conoció mi padre, ha sobrevivido á todas las catástrofes, y ahí está cubriendo, con su sombra benéfica, á esos pobres santos de piedra derribados por el suelo, y tan mutilados, tan maltrechos, que difícilmente los reconociera ni el mismo Papa que los canonizó.»