Echada atrás la recia capucha, reluciente de sudor el rostro y medio cegados los ojos por la intensa vibración de aquel sol estival que con ardientes llamaradas resplandecía en un cielo sin nubes, el buen hermano lego apareció en la era guiando del ronzal al humilde asnillo, fiel compañero suyo de armas y fatigas en las tardes de verano, en que, por encargo del Padre Guardián del convento, salían por las eras á recoger las limosnas de trigo que de buena gana siempre daban aquellos honrados labradores.
Montados en los trillos de aceradas puntas, semejantes á aquellos romanos que en los amplios circos guiaban los carros de poderosas y veloces cuadrigas, dos robustos gañanes daban vueltas á la era desmenuzando la dorada mies, que bajo los cascos de las muías y los afilados hierros de los trillos, crugía con rumor estridente y seco.
—Buenas tardes, muchachos—dijo el lego, deteniéndose en un extremo de la era.
—Bienvenido, fray Ambrosio—contestó uno de los mozos, reparando en el hermano lego, que, con un gran pañuelo de rayas azules, salido de las profundidades de su inmensa manga, limpiábase el sudor de la frente.
—Se conoce que á vuestra merced le gusta tomar el fresco—fue el saludo del otro gañán, arreando la poderosa yunta que arrastraba el trillo.
Fray Ambrosio se sonrió bondadosamente y, sin contestar palabra, se puso á mirar á su al redor buscando dónde atar el asnillo, que sin pedir permiso á nadie, sin encomendarse á Dios ni al diablo, comenzó enseguida á hundir sus dientes en la parva, dispuesto á darse, no un buen verde, sino un buen amarillo aquella tarde.
—Eh, fray Ambrosio—gritó desde lejos una voz juvenil—que las cuaresmas de San Francisco deben rezar también con los burros de sus conventos.
Volvió el buen hermano la cabeza y vió al dueño de la era, que, tendido á la larga allá en el sombrajo, con un enorme perro mastín á los pies, presenciaba las operaciones de la trilla.
—La paz de Dios sea con vuestra merced, mi señor don Agustín—dijo el fraile tirando del ronzal al asnillo y dirigiéndose hacia donde el señorito se hallaba descansando á la sombra.
—Buena paz me dé Dios—suspiró el joven, medio incorporándose del suelo con aire melancólico y tristón.—¿Qué paz queréis que tenga quien desde hace muchos días lleva la guerra en su corazón?
Fray Ambrosio quedósele mirando fijamente, como queriendo descifrar en aquel rostro el significado de las palabras que acababa de oír.
—¿No tenéis buena salud? ¿No ha bendecido el Señor vuestros campos con abundancia de dones y de frutos? ¿no veis recompensados vuestros esfuerzos con riqueza de mieses que pronto llenarán vuestros trojes y graneros?—preguntó el hermano lego.
—Cierto que sí—replicó el joven. Salud y abundancia de dones me concede el cielo; pero ¿de qué me sirve todo eso si me niega la felicidad que en el amor cifraba?
—El amor... cosa buena es—observó el lego, echando las cosas por el mejor lado, por el lado de la mística.—Sin amor nada bueno hay en el mundo—añadió sentenciosamente.—Nuestro bienaventurado Padre San Buenaventura, que entendía bien de estas cosas y achaques de amor, lo ha dicho: en el amor de Dios y en el amor de todas las criaturas por Dios, se halla toda sabiduría y todo bien. Y hasta recuerdo haber oído algunas veces á nuestro Padre Guardián, que es hombre leído y de muchas letras, lo que San Agustín, vuestro glorioso patrón y abogado, solía repetir frecuentemente: «Ama y haz lo que quieras».
A los labios del señorito asomó una sonrisa al oír estas frases, reveladoras de la mística erudición de aquel bendito hermano lego. la buena parte había ido á confiar sus cuitas y pedir consejo en su tribulación!... ¿Qué sabía de cosas (je amor humano aquel pobre lego que en toda su vida había hecho más que rezar padrenuestros, fregar los platos, barrer la iglesia y guiar el asnillo del convento?...
Bueno, sí; un santo aquel fray Ambrosio; pero hombre sin letras, sin estudio, sin instrucción alguna. Un verdadero niño grande, un alma de Dios, que nada sabía del mundo, ni de los hombres, ni de sus pasiones y luchas y combates. Se le quería por eso, por inocente, por sencillo, por bueno; pero nada más. De aquella cabeza tosca y fea no podía salir ninguna luz, ningún manantial de clara doctrina, así la tocara el propio Moisés con su varita milagrosa.
—No es del amor divino, sino del humano, del amor de una mujer de lo que le hablo—rectificó el joven, que, en medio de todo, hallaba un singular encanto en las palabras sencillas del lego. ¿Sabe vuestra caridad? Yo quería, yo estaba perdidamente enamorado de una garrida moza, risueña como una alborada de Abril, hermosa como un puñado de rosas tempraneras...
—Y se ha muerto ¿no es verdad?—interrumpió el fraile.
—Mejor fuera que la muerte se la hubiera llevado de mí, dejándome á lo menos el recuerdo de su cariño y su fidelidad. Pero, no, no es la muerte quien me la arrebata y quita, la que me priva para siempre de sus miradas y su amor. Ella vive, vivirá tal vez muchos años aún; pero vivirá para otro hombre... De lejos vino quien había de arrebatarme la dicha. Esta noche se casan, y al verme desairado y con mis más bellas ilusiones convertidas en montón de ruinas y de escombros, un infierno de odios ruge en mi corazón y un terrible impulso de venganza agita furiosamente mi espíritu. Soy bien desgraciado, hermano fray Ambrosio. Mientras he amado y mi amor ha encontrado la debida correspondencia, me he creído el hombre más dichoso de la tierra. Dentro de mí llevaba como un nido de ruiseñores que noche y día cantaban en mis oídos regaladas y seductoras melodías. La tierra Agarábaseme hermoso paraíso, todo sembrado de flores perfumadas y bellísimas. La imagen de la mujer querida me sonreía hasta en sueños durante las horas del nocturno descanso, y el cielo, ese hermoso cielo que otros esperan gozar solamente después de la muerte, para mí era ya una realidad en la presente vida.
—Hoy, en cambio,—continuó diciendo Agustín—soy el más infeliz y sin ventura de todos los seres del mundo. Dígame, fray Ambrosio, dígame por qué consiente Dios estas cosas. Dígame por qué las bellas y floridas ilusiones de nuestra vida no han de durar tanto como la vida misma; por qué el desengaño adusto, cruel y bárbaro ha de desgarrar nuestras entrañas y derramar sus venenos en nuestro corazón.
El buen hermano lego le dejaba hablar, sin interrumpirle, dando vueltas entre sus dedos al recio y nudoso cordón que de su cintura pendía.
Las cigarras ensordecían los aires, cantando bajo el ardoroso sol de estío la fecundidad y la abundancia.
Por la mente de fray Ambrosio pasó repentinamente como una ráfaga de inspiración.
Inclinóse al suelo, cogió entre sus manos un puñado de doradas espigas y, presentándolas al joven, le dijo:
—¿Véis estas espigas, pisoteadas por las bestias, trituradas, deshechas por las agudas puntas de los trillos que las rompen, las desmenuzan y reducen á añicos?
—Sí—contestó el señorito lacónicamente.
—Pues bien—prosiguió el lego—si ellas hablaran, seguramente se quejarían de su triste destino, viéndose así maltratadas en la era. Arrogantes, esbeltas, hermosísimas, alzábanse ayer en la dilatada llanura. Verdes y lozanas ondulaban en los campos al suave balanceo de las brisas primaverales, formando como una gran laguna de esmeralda. Nuestros ojos recreábanse en su vista y se alegraban en sus graciosos vaivenes y balanceos. Entonces, sin embargo, no eran de ninguna utilidad ni provecho para el hombre. Eran un grato espectáculo, y nada más.
Ha sido preciso cortarlas á golpe de hoz, dejarlas tendidas en el campo, como los cadáveres en el de batalla, traerlas aquí, triturarlas, romperlas, hacerlas añicos para sacar de ellas el grano, el trigo rubio, que mañana será pan, pan para el cuerpo, pan para el alma, hogaza sabrosa en el hogar y hostia inmaculada en el templo... ¿Comprende vuestra merced lo que con todo esto quiero decirle y darle á entender?—prosiguió, bajando la voz, el buen hermano lego.
—Acabad, fray Ambrosio—rogó el joven, sintiendo que aquellas palabras caían en su corazón como lluvia de benéfico rocío sobre la dura y apelmazada y sedienta tierra.
—Pues bien, amigo mío—añadió el fraile—las ilusiones son como la mies de la vida. Frescas y floridas encantan nuestros ojos y nuestros corazones, pero no dan ningún provecho. Se necesita que la hoz del desengaño y el trillo del dolor las corten, rompan y trituren para que de ellas salga el grano de la paciencia, el trigo de la resignación, el pan sabroso de la humildad y la plegaria, que son el alimento, la salud y la alegría del alma.
Calló el humilde religioso, y dejó caer otra vez en el suelo el puñado de doradas espigas que había cogido.
Los robustos gañanes, montados en los trillos, seguían dando vueltas y vueltas alrededor de la era y llenando los aires de gritos y canciones.
Agustín se puso en pie, llamó á uno de los mozos y le ordenó llenar de trigo hasta la boca la talega del convento. Luego besó los nudos del cordón de fray Ambrosio y le despidió con estas palabras:
—Sois lego, y merecéis ser guardián. Si en mi mano estuviera, ahora mismo os nombraba Papa.
Fray Ambrosio se sonrió modestamente, y empuñando el ronzal del asnillo echó á andar era abajo.
A lo largo del camino las cigarras le seguían con su monótona y estridente canción que era el himno perdurable al sol, padre de la fecundidad, padre de la vida.