Descargar Kindle «Falk, un Recuerdo», de Novela corta

Joseph Conrad


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  Joseph Conrad.
100 págs. / 2 horas, 55 minutos / 409 KB.
30 de agosto de 2018.


Fragmento de Falk, un Recuerdo

En su caso particular, se trataba de sus formas y su tamaño, era el físico el que imponía una gran atracción. Es posible que además fuera ocurrente, profunda y amable; no lo sé, y tampoco importa; lo único que sé es que estaba construida en unas proporciones colosales. Y sí, «construida» es el término más apropiado. Había sido construida, erigida, por decirlo de alguna manera, con un majestuoso despilfarro. Uno se quedaba pasmado ante aquel derroche insensato de materiales en una muchachita tan joven. Porque era joven, aunque también era muy madura, como si hubiera tenido la suerte de los inmortales. Puede que fuera un poco pesada, pero daba igual, su peso aumentaba si cabe aún más esa idea de duración. Tenía apenas diecinueve años. ¡Pero qué hombros! ¡Qué brazos tan bien formados! ¡Qué miembros tan poderosos intuía uno cada vez que se lanzaba sobre la cubierta dando tres pasos largos hacia el pequeño Nicholas, que había vuelto a caerse al suelo! Indescriptible. Daba la impresión de ser una joven buena y tranquila, atenta a las necesidades de Lena, a las caídas de Gustav, al estado de la querida naricita de Carl, sensata, trabajadora y todo lo demás… ¡Pero qué pelo tan maravilloso! Abundante, largo, grueso y de color rubio oscuro. Tenía el brillo de los metales preciosos. Lo llevaba perfectamente trenzado en un único mechón que le colgaba por la espalda como a una niña, y la punta le llegaba hasta la cintura. Era una trenza tan maciza que maravillaba, os doy mi palabra; parecía un garrote. Su cara era grande, bonita, tenía una expresión serena, un buen cutis y unos ojos azules tan claros que parecía que iba contemplando el mundo con la franqueza libre y blanca de una estatua. No se puede decir que fuera guapa. Era algo mucho más impactante. La sencillez de su vestimenta, la opulencia de sus formas, su estatura imponente y la extraordinaria sensación de vitalidad, que proyectaba como las flores proyectan su perfume, la volvían bella, pero con una belleza que era a la vez rústica y olímpica. Al observarla cuando estiraba los brazos por encima de la cabeza para alcanzar el tendedero, uno se quedaba inmerso en una contemplación tensa, como de devoción pagana. Los excelentes vestidos de algodón de la señora Hermann tenían una especie de volados rudimentarios en el cuello y en los bajos, pero los vestidos estampados de la joven no tenían ni un pliegue, nada, apenas algunos fruncidos rectos en la falda que caía hasta sus pies y que le daban, cuando se quedaba quieta, un aspecto severo y escultural. Por naturaleza tendía a estar quieta tanto si estaba de pie como sentada, pero no quiero decir con eso que fuera una estatua. Aunque podría haber pasado por una efigie alegórica de la Tierra, era generosamente activa, y no me refiero a esta Tierra gastada de nuestro tiempo, sino a una Tierra joven, un planeta virginal que aún no hubiera sido perturbado por la visión de un futuro cargado de formas de vida y de muerte monstruosas, ensordecido por batallas contra el hambre y el pensamiento.


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