1
Aquella tarde de invierno, la redacción del periódico en el que trabajaba Bruno, estaba llena a rebosar. El frío que hacía en la calle mantenía los reporteros remoloneando por los despachos antes de salir a cubrir las últimas noticias del día. Bruno estaba con el responsable de los «semanales», esos artículos, que se suelen colocar en la edición del sábado o el domingo. Repasaban el contenido de «Vivir en la calle». Pasó varios días recorriendo lugares frecuentados por mendigos. Había hablado con algunos en la estación de autobuses, en la de ferrocarril y en las colas de algunos comedores sociales. En la estación, suelen deambular horas y horas por los andenes, le dijo a su jefe, que lo escuchaba asombrado.
Había recogido muchas historias de vidas desoladas, perdidas, desgarradas, pero hizo una selección en la que destacó la de dos divorciados a los que sus parejas habían dejado literalmente tirados en la calle, sin dinero ni trabajo, se habían conocido hacía poco y ahora «estaban juntos» le dijeron. Se organizaban en pequeños lugares en que los podían verse a solas y compartir momentos de intimidad. Por la noche dormían en el suelo con cartones y mantas que guardaban en el portal de una casa abandonada, le dijeron. Eran habituales de los comedores sociales, pero algunas veces conseguían algo de dinero y podían organizar una cena íntima en un edificio en construcción o una casa abandonada. «Eran felices, le dijeron. Más que antes».
—Esto me gusta —dijo Martínez levantándose de la silla—. Está bien. Lo de la pareja emociona. ¿Hay fotos?
—Claro —respondió Bruno—, tengo fotos de todos y el permiso. Están deseando salir en el periódico.
—Estupendo. Te voy a dar dos páginas para este domingo. ¿Tienes algo más? Que sea interesante, me refiero.
—Estoy terminando alguna cosa que te va a gustar.
—Vale. Busca temas que enganchen. Cosas como esta van bien. Quiero algo parecido la semana que viene.
—¿La semana que viene? —repitió Bruno—. Lo intentaré.
—¿Lo intentaré? ¿No te hace falta el dinero? —Bruno asintió—. Te recuerdo que no estás en nómina, que cobras por lo que haces. Si solo lo intentas, no cobras.
—Ya, si lo he dicho por decir algo. Para la semana que viene te traigo algo seguro.
—Si te reservo el hueco y no lo traes, mal rollo —dijo mirándolo fijamente a los ojos—. Lo sabes, ¿no?
—Claro que lo traeré. ¿Cuándo te he dejado yo a ti colgado?
—Te lo digo por si acaso —respondió mientras cogía el auricular del teléfono y le decía adiós con la mano.
Tras la conversación, Bruno abandonó el despacho saliendo a una sala abierta que hacía de redacción. La débil luz de la tarde iluminaba los escritorios apilados, llenos de carpetas y documentos entre ordenadores de sobremesa y portátiles. No era un espacio muy grande, pero suficiente para un periódico regional como el Ideal de Granada. En pocos minutos cruzó la estancia, tomó las escaleras y alcanzó la calle. Inmediatamente, notó la diferencia de temperatura. Se abotonó el chaquetón y comenzó a pasear.
Eran las cuatro de la tarde, pero la poca luz que conseguía atravesar la capa de nubes era cada vez más tenue. Vio una cafetería que estaba prácticamente vacía y entró. A Bruno le gustaba pasar un rato en los bares, le parecían sitios peculiares donde el mundo era más especial, sobre todo en las horas en las que había poca gente y se iniciaba ese diálogo impreciso en el que cada presentes da su opinión sobre algo, buscando simplemente un oyente. En esas conversaciones solía encontrar noticias o hechos curiosos que luego utilizaba en los artículos que le pedía Martínez.
Aquella tarde, en «el Gonzalo», solo había una mujer con una blusa negra de raso muy ajustado, que se tomaba una copa al otro extremo del mostrador. Cuando entró, se quedó mirándolo fijamente un momento.
El local tenía una barra de madera que llegaba hasta el fondo con un tramo más pequeño junto a la puerta, donde se encontraba el camarero leyendo el periódico. Bruno le pidió un café.
Mientras esperaba, observó a la mujer completamente inmóvil. Cuando ya tuvo la taza entre sus manos, lo cogió humeante para darle un trago, pero la mujer dio un grito desde el otro extremo del mostrador que le sobresaltó.
—¡Camarero! Otra copa de anís.
Al decir esto giró la cara hacia ellos y se quedó mirando a Bruno. Ahora sí que debía estar viéndolo con claridad, pues sus ojos no desviaron la mirada de los suyos ni un solo momento.
El dependiente cogió la botella de anís y le llenó la copa, pero ella seguía mirando a Bruno con firmeza. Después, sin parpadear, cogió la copa por el borde y la vació por completo. El camarero dejó de nuevo la botella en su estante y se acercó hasta él.
—Esa mujer no debe estar muy bien, ¿verdad? —dijo bajando la voz.
Bruno la miró e hizo ademán de no querer opinar, pero el camarero insistió.
—¿No ves que no lleva casi ropa? ¡Con el frío que hace!
—Sí, eso sí es raro.
—Además, la hora que es… —Miró el reloj— no es para ir como va.
—No. Eso también es cierto —respondió.
—¡Eh! ¡Vosotros! —Gritó la mujer mientras se levantaba lentamente del taburete—. Estáis hablando de mí… ¿Verdad?
Bruno pensó en responder, incluso hizo ademán de disculparse con alguna frase hecha como «en absoluto» o «de ninguna manera», pero al final no dijo nada, sin embargo, la mujer comenzó a levantarse.
Ambos se quedaron contemplando cómo avanzaba hacia ellos apoyándose en la barra. Mantenía los ojos cerrados y no parecía tener mucho control sobre el cuerpo.
El camarero la seguía con la mirada, esperando que cayera de un momento a otro, mientras observaba su estilizada figura. Las piernas tambaleantes se veían bien torneadas bajo la corta falda negra y el torso parecía proporcionado y esbelto. A veces se separaba del mostrador haciendo un pequeño ángulo con las nalgas hacia fuera, lo que hizo que Bruno centrara su atención aún más en ella.
—¡Estáis hablando de mí! —dijo al llegar hasta ellos—. Os he oído, ¿eh, gordo? —se dirigió al camarero—. ¿Qué te importa a ti la ropa que llevo?
—No hablamos de eso —contestó yéndose al otro extremo del mostrador.
—¿Y a mí qué? ¿Eh? —se dirigió a Bruno—. ¿Te importa a ti?
—¿A mí? No sé. ¿Por qué?
—No te importa, claro… ¿A quién le va a importar? —dijo con una voz casi ininteligible y se cayó sobre él.
Bruno la cogió por las axilas, casi inconsciente. En sus manos notaba la tensión de la espalda. Para mantener el cuerpo en aquella posición tuvo que hacer un gran esfuerzo. El camarero, sin embargo, no se alteró a pesar de lo que estaba sucediendo. Le preguntó inocentemente que qué hacía con ella, pero el camarero solo respondió: «¿No ves que está borracha?».
Por supuesto que lo veía, era evidente, aunque ella lo negaba sacando la cabeza de entre los brazos. Estaba borracha y él estaba a punto de caerse al suelo porque apenas podía sujetarla. Finalmente, la arrastró hasta una de las mesas que ocupaba un rincón frente a la barra y, tras notar completamente su fina cintura y la dureza de sus pechos, la sentó con cuidado. Ella dejó caer la cabeza sobre la mesa y el lado derecho de su cara comenzó a notar las punzadas del frío mármol del tablero. Miró a Bruno y cerró los ojos.
Durante unos instantes, la mujer no dio señales de vida. Parecía completamente dormida, así que Bruno continuó conversando con el camarero. Después se acercó a ella y le preguntó si se encontraba bien. Le contestó que regular. Entonces se acercó a la barra y le dijo al camarero que le hiciera un café.
—¿A quién? ¿A esa?… ¿Para qué? Ya te he dicho que está borracha, ¿no la ves? Déjala, ya se le pasará —respondió y al mirarla, vio que hacía movimientos extraños—. Joder… Me parece que va a vomitar, ¿no ves cómo se mueve? Levántala, vamos a llevarla al aseo que me va a poner el local hecho un asco y acabo de limpiar.
La mujer había comenzado a realizar extraños movimientos mientras el camarero salía de la barra para cogerla. Bruno notó que la cosa iba a comenzar a complicarse, pero el camarero estaba tan obsesionado con mantener la limpieza del bar que le obligó a cogerla de nuevo por las axilas y llevarla hacia el aseo.
—¿Qué pasa? —preguntó ella abriendo los ojos.
—Vamos al aseo —respondieron los dos.
La mujer les dio las gracias y entró en el baño.
Bruno esperó a que saliera de nuevo.
Pasados unos minutos apareció con la cara mojada y mejor aspecto. Al menos podía andar sola.
—¿Te encuentras bien? ¿Quieres tomar algo? —le preguntó, cuando llegó a la mesa.
—Sí, una tónica. Y gracias por todo, de verdad.
Le pidió la tónica y se quedó un instante mirándola. Su cara había cambiado bastante. Los ojos estaban vivos, eran verdes. Los pómulos se habían levantado en una sonrisa. Su cara alargada y fina, pero bien proporcionada, parecía resplandecer. Tenía las mejillas ligeramente redondeadas y su piel blanca parecía suave. Varios pendientes circulares de diversos tamaños le colgaban de las orejas. El pelo le tapaba solo una parte de la frente, que se veía redondeada. Sus cejas depiladas eran de color castaño, como el pelo, lo que le hizo pensar que era su color natural. Llevaba un pendiente en la nariz con forma de estrella y un pequeño tatuaje en el lado izquierdo del cuello que parecía una salamandra. Tenía los labios finos pero curvados en los extremos, como adentrándose suavemente en sus mejillas.
A Bruno le gustó su cara y de pronto se sintió bastante atraído por ella, sobre todo al recordar la suavidad de su cintura y el agradable tacto de su cuerpo.
Se produjo un pequeño silencio. Ninguno de los dos decía nada. Ella tiritaba de frío con los brazos cruzados. Él, que estaba al lado, le dejó su chaquetón. Ella se lo puso sobre los hombros y lo miró con agrado mientras se bebía la tónica. No sabía muy bien cuándo tomó la primera copa, pero sí recordaba por qué había comenzado a beber de esa forma. También se acordó de que aquella mañana no había ido a trabajar, aunque había llamado al despacho para decirlo.
La tarde la había llevado a una situación embarazosa, pero propicia para el improvisado plan que había trazado para las próximas horas de su vida. Poder desarrollar ese plan fue lo que le hizo pensar seriamente en aquel tipo que se acababa de encontrar en el bar. Tan atento y quizá algo inocente, encajaría perfectamente en todo lo que debía venir a continuación. Decididamente, era el hombre que necesitaba.
Rompió el silencio y se disculpó por haberle hecho quitarse el abrigo con el frío que hacía.
—¿Me acompañas? No quiero más —dijo levantándose.
Bruno la siguió, aunque no tenía intención de continuar con ella mucho más allá de la puerta del bar.
Al salir, el frío de la tarde se hacía notar cada vez más. Él iba temblando sin abrigo, pero lo disimuló muy bien, apretando con fuerza los dientes. El sol debía ir bajando tras las nubes que envolvían la ciudad. La tarde gris, sin nadie a la vista, hacía que la calle pareciese triste y solitaria. En cuanto pisaron la acera, ella cogió a Bruno del brazo, lo cual le produjo una sensación agradable y comenzó a sentirse más cómodo a su lado. Atravesaron la calle y salieron a una plaza. El ruido de los automóviles y el hablar de la gente comenzaron a llegar hasta ellos.
—¿Tienes frío?
—No, qué va —contestó Bruno—, este jersey de lana abriga bastante.
—Cómo vas tan rápido… —dijo cogiéndose con fuerza de su brazo. Pero él no contestó.
La mujer parecía caminar completamente recuperada del alcohol, sus piernas se deslizaban perfectamente sobre la desnivelada acera. Bruno quería tomar su camino y comenzó a despedirse, pero ella insistió en que la acompañara un poco más. Comenzó a hablarle de una manera tan persuasiva que consiguió que la siguiera unos metros más mientras le hablaba de su trabajo.
Pasaron diversos comercios ante los cuales ella hacía cortos comentarios. Eran frases hechas muy cortas con las que pretendía intimar un poco más con él, pues se mantenía algo distante, por lo que tuvo que esforzarse para intentar que cambiara su actitud.
Era evidente que haberla conocido en el bar en la situación en la que la había encontrado no le facilitaba las cosas, pensó. Se había hecho una imagen de ella poco positiva y ahora tenía que hacer todo lo posible para cambiarla.
Finalmente, al llegar a la Gran Vía entablaron una corta discusión sobre el lugar al que ir. Bruno quería irse. Le dijo que le había gustado mucho conocerla, pero que quería comenzar su próximo trabajo para el que ya tenía alguna idea interesante. Le dio la mano en ademán de despedida, pero la mujer le pidió que la acompañara a su casa, donde podrían hablar un rato y conocerse un poco mejor. El suave tacto de su mano, que no soltaba la de Bruno, y su agradable voz sonaron tan bien en su interior que no pudo negarse y menos ante la mirada de aquellos ojos insistentes, así que, cruzaron la calle por el primer semáforo que se encontraron y se internaron en la calle Elvira.
2
Caminaban bajo la fina lluvia que caía con suavidad. Ella comenzó a aligerar el paso, mientras él la seguía tan rápido como podía. Tras subir por unos estrechos callejones que se adentraban en el Albayzín, se detuvo ante una casa con la puerta de madera.
—Aquí es donde vivo —le dijo.
Abrió la puerta con la llave que sacó del bolso y encendió la luz. La entrada era por la cocina, que tenía una mesa de comedor junto a la ventana. Bruno le comentó lo raro que le parecía que una casa tuviera la entrada por la cocina, pero pronto comprendió que era razonable, puesto que la vivienda constaba de cuatro habitaciones dispuestas una sobre otra, haciendo una pequeña torre. El baño era el sótano al que se accedía por una corta escalera. Bruno lo observó desde la puerta y, por la escalera que había en la pared contigua, subieron hasta el primer piso donde se encontraba el salón con un balcón que daba a la calle. La lluvia comenzó a caer con más fuerza y las gotas golpeaban los cristales.
—¿Te gusta?
—No está mal, sobre todo para mantenerse en forma con tanta escalera. ¿Vives sola?
—Sí, no me gusta tener que aguantar a nadie. Siéntate, ¿quieres tomar algo?
Le pidió un café por pedir algo, porque en realidad no tenía ganas de tomar nada. Si había ido hasta aquella casa no era para tomar algo, sino para ver por dónde salía aquella mujer cuyo cuerpo había tenido tan cerca, prácticamente la había abrazado dos veces. Después, el tacto de sus manos cuando intentó despedirse de ella lo habían llevado irremediablemente hasta allí.
Mientras ella preparaba el café en la cocina, se dedicó a contemplar la habitación. Había un gran sofá cubierto con un paño rojo que ocupaba parte de una pared lateral. Enfrente colgaban varios espejos de latón, bajo los que una mesa sostenía un pequeño jarrón de cristal en tonos rosados.
La lluvia arreció. Ahora el agua bajaba por los cristales como un torrente. A Bruno le gustaba la habitación. Al fondo, unos estantes llenos de libros y carpetas cubrían toda la pared. Se acercó a verlos. Tanto material de lectura no le cuadraba del todo allí.
Había manuales de legislación, libros de leyes y carpetas con lo que parecían apuntes o trabajos. Debía estudiar Derecho o algo similar. También había novelas. Miró los libros con atención por si veía alguno que le permitiera entablar conversación con ella. Casi todas las novelas que vio las había leído, pero recordaba poco de sus argumentos, le darían poca conversación. Al final del segundo estante encontró El vagabundo de las estrellas de Jack London, ese sí era un gran libro que había leído varias veces.
Ana subió de la cocina.
—Veo que tienes varios libros de autoayuda. ¿Te interesan estos temas?
—Me interesan, la verdad es que sí —respondió dejando la bandeja con los cafés sobre la mesa—. No hace mucho, pasé una época muy mala. Creía que no podría salir. Depresión, rollos, ya sabes. Una amiga me dejó algún libro y comencé a salir del agujero. Todo me parecía sin sentido: la vida, la gente, las cosas, todo. No tenía ganas ni de salir a la calle, fue horrible, me dolía todo el cuerpo. Por suerte, pasó. Como te digo, una amiga me dejó un libro que ahora me parece muy tonto, pero que en su momento fue fundamental.
—¿Cuál? —preguntó Bruno.
—Me acuerdo solo del título, “Yo estoy bien, tú estás bien”. No sé ni de quién es. Además, ya no lo tengo.
—Es del doctor Thomas Harris, pero este tampoco está mal. —Bruno vio la oportunidad de continuar la conversación con el de Jack London—. A mí me gusta bastante.
—Claro. Este es genial. Lo leí hace un año o así, pero lo recuerdo perfectamente. El tipo estaba encerrado y atado y su única salida era la imaginación.
—Bueno, me alegro de que seas normal —dijo Bruno, sin pensar.
—¿Cómo? ¿Qué has dicho?
—Perdona —dijo al darse cuenta de que había metido la pata—, lo que quiero decir es que después de verte en el bar así, algo mareada o bebida, no tenía muy claro cómo serías. No sé… Estoy diciendo tonterías, perdona.
—No, tranquilo, te comprendo, pero no me recuerdes lo del bar, menos mal que he podido lavarme y cambiarme de ropa. Bueno, el caso es que estamos aquí y los dos somos normales, como tú dices, o al menos lo parecemos. —Ella sonrió—. Bueno, yo no sé si tú serás normal del todo, te conozco poco.
Ella lo miró a los ojos y se fue acercando cada vez más. Bruno no se movió, dejó que su mano rozara la suya. El tacto era tan suave que una pequeña corriente relajante comenzó a fluirle por todo el cuerpo. Cuando sus manos contactaron, acarició sus dedos y le miró la palma. Mientras miraba las líneas que la recorrían de un extremo a otro, fue acariciándolas con sus dedos, lo cual le produjo una sensación tan agradable que estuvo a punto de cerrar los ojos.
—Yo creo que sí —dijo después de un corto silencio en el que estuvo disfrutando de sus caricias.
—¿Qué sí… qué? —preguntó sorprendida.
—Que soy normal —respondió Bruno.
—Bueno, creo que es mejor dejar la discusión para otro día, ahora quítate el jersey, me estoy asfixiando solo con verte.
—Sí que hace calor, sí. ¿Tienes calefacción?
Mientras se quitaba el jersey, Ana le explicó que tenía solo un radiador de aceite. «Pero calienta mucho», le dijo. Bruno escuchó sus palabras sin dejar de mirarla. Mientras hablaba, sus ojos le parecían virar entre el verde y el amarillo, tenían un brillo especial. En algún momento le pareció ver un gesto involuntario en su cara. Cerró el ojo izquierdo, pero apenas fue perceptible.
Cuando terminó de hablar, Ana le miró un instante y con mucha tranquilidad se quitó la blusa, dejando su cuerpo desnudo.
—¿Te molesta que te enseñe mi pecho?
—No, qué va. En absoluto… —contestó un poco nervioso—. Todo lo contrario. Es muy bonito… O sea, que están muy bien… quiero decir. Sí, eso.
Tardó unos instantes en situar de nuevo la mirada en sus ojos. Al mismo tiempo comenzó a pensar si aquella situación era normal. Tendría que volver a planteárselo porque todo iba tan rápido que no sabía qué pensar.
—¿No tienes calor con esa camisa tan recia?
—No. La verdad es que no —respondió, pero no pudo hacer nada más. Se quedó mirando cómo ella cogía el botón superior y comenzaba a desabotonarla. A la vez que los botones se iban soltando de sus ojales, apareció una camiseta blanca como el papel.
—¿También llevas camiseta? Qué friolero.
—Normalmente, llevo solo una, pero cuando hace tanto frío me pongo dos.
—¿Dos? ¡Qué barbaridad! ¿A ver?
Le quitó la camisa y sacó las camisetas del pantalón. Cogió la exterior y tiró de ella hacia arriba, separándola de su cuerpo.
—Qué emocionante —dijo mientras le quitaba la otra—. Podrías llevar alguna más, así no acabaría de desnudarte en toda la tarde.
—Bueno, no todo son camisetas, también tengo…
—Pantalones.
—Sí.
—Quítatelos.
Bruno bajó la mirada hacia los pantalones. «Esto va muy rápido, rapidísimo —pensó—. De caerse en el bar a quitarme los pantalones no ha pasado ni una hora y solo hago lo que me dice». Se preguntó de nuevo si eso era normal. De momento no había por qué frenarse, o mejor dicho, no quería frenarse. Su cuerpo lo tenía completamente anulado, aunque continuaba pensando.
—Todo esto podía ser razonable —se dijo—, si es que quedarse en calzoncillos delante de una mujer una hora después de conocerla, se puede calificar de razonable.
Quizás las caricias en la mano habían sido una forma de intimar más rápidamente. A él le gustaron y pensó que eso era suficiente, aunque apenas sabía nada de ella, ni siquiera su nombre.
—Bueno… Venga —comenzó a decir ella mientras le indicaba con la mano que se levantara—. A ver cuántos calzoncillos llevas.
Cuando se quitó los pantalones, unas piernas esbeltas con los músculos bien diferenciados, quedaron al descubierto. Después se bajó un poco los calzoncillos.
—¿Ves? Solo llevo unos —dijo.
Ella se levantó sonriendo, cogió la mesita de cristal y la llevó hasta la ventana para dejar libre la alfombra de lana verde que cubría parte del suelo. Al dejarla junto al balcón, se asomó a la calle para ver la lluvia. Bruno se quitó los calzoncillos y los echó junto a los pantalones sin dejar de mirarla. Caminó hasta la alfombra, ella lo contemplaba con satisfacción. Al cuerpo de Bruno no se le podían hacer muchos reproches: el vientre apenas sobresalía del pecho y las caderas resbalaban bajo el torso hacia las piernas con toda sencillez. Sobre la alfombra, Ana tiró de la falda hacia arriba hasta que se desprendió de ella, dejando al descubierto unas braguitas color rosa pálido.
Bruno no pudo contenerse. Ella se acercó sonriendo, lo abrazó por la cintura y comenzó a unirse a él lentamente. Era evidente que ella sabía conectar muy bien. Bruno solo pudo seguirla, como un corderillo. Se mostraba tremendamente erótica y sensual. Sabía utilizar su cuerpo para que no dejara de mirarla y tocarla como ella quería. Tuvo que enseñarle a hacer cosas que a él nunca se le habrían ocurrido. Esa tarde se enteró de la variedad de formas que existían de acariciar, besar y disfrutar utilizando adecuadamente cada una de las partes del cuerpo.
Después de varios minutos de besos y caricias en el sofá, lo cogió de la mano y se lo llevó escaleras arriba hasta el dormitorio. Al detenerse junto a la cama, comenzó a acariciarle las nalgas mientras cogía su pene y lo acariciaba con la lengua y los labios. Pasados unos minutos, Bruno no sabía dónde se encontraba realmente, perdió por completo la noción del tiempo y del espacio. Se convirtió en su instrumento, y ella estaba disfrutándolo porque los hombres con los que acostumbraba a relacionarse no eran tan sumisos como Bruno lo estaba siendo, así que disfrutaba por partida doble. Le enseñó a acariciarle como a ella le gustaba; le hizo besarle los muslos, la vulva y el clítoris siguiendo sus indicaciones; le dijo cómo tenía que poner la lengua, qué había que hacer con los labios y dónde tenían que estar sus manos en esos momentos. Bruno hizo tal variedad de cosas nuevas e inesperadas que quedó tan destrozado y saciado como nunca lo había estado. Se dijo que aquello no podía perderlo por nada del mundo, se lo dijo y se lo repitió para sí mismo varias veces a lo largo de la tarde hasta que quedó completamente dormido.
3
Un molesto ruido de origen electrónico despertó a Bruno de su plácido sueño.
—¿Qué pasa? —dijo incorporándose sobre la cama.
—¿Qué hora es? —preguntó ella medio adormecida.
Bruno miró el reloj.
—¡Las cuatro y media de la madrugada! ¿Cómo tienes el reloj puesto a esta hora?
—A las cinco tengo un trabajo. —Se levantó de la cama, se puso las zapatillas y tomó las escaleras hacia el cuarto de baño.
Estaban en el dormitorio, donde habían subido la tarde anterior. Él se quedó tendido sobre la cama mirando las vigas de madera del techo.
En el lateral de la cama, un gran espejo rectangular cubría parte de la pared. Bruno se vio en él y pensó que podía seguir acostado hasta las ocho o las nueve, así que gritó:
—¡Bueno, mira! ¡Hasta luego! ¡Yo sigo durmiendo! ¡Hasta las nueve no entro a trabajar!
Sin obtener respuesta, se volvió a meter entre las sábanas y comenzó a coger de nuevo el sueño. A los pocos minutos ella volvió del aseo. Cogió unas medias limpias del cajón de la mesilla y comenzó a ponérselas.
—¡Eh, vamos! —dijo mientras lo zarandeaba sobre la cama—. ¡Levanta!
—No querrás que te acompañe al trabajo.
—Corta el rollo. Tú también vienes.
Al decir esto, abrió el cajón de la mesilla y sacó un pequeño revólver. Se levantó de la cama y se puso frente a él encañonándolo.
—¿Qué pasa? ¿No hay autobuses? —dijo con los ojos cerrados sin ver el revólver que tenía en la mano.
—No, ahora no hay autobuses —respondió ella con un tono algo fuerte—, pero esa no es la cuestión.
Al escuchar su respuesta abrió los ojos y vio el arma que le estaba apuntando.
—¿Esa pistola es de verdad? —Bruno no entendía muy bien lo que estaba pasando.
—Por supuesto… y quiero que me acompañes a robar una caja de folios —le dijo apuntándole.
Bruno se despertó por completo. El primer pensamiento que le vino a la mente fue que era la primera vez que veía un arma fuera de una película y que además la tenía delante. Veía el cañón plateado con el agujero negro ante su nariz. Lo segundo que pensó fue que, aunque al final de la tarde la tía acabó pareciéndole normal y maravillosa, ahora se estaba dando cuenta de que de normal tenía poco. «Ya decía yo que acabar acostados en solo una hora era demasiado rápido», se dijo.
Ana seguía delante con el revólver levantado, mientras a Bruno cientos de miles de ideas le atravesaban la mente a toda velocidad.
«Tengo que seguirle el rollo —se dijo—, no puedo hacer otra cosa, cualquiera sabe qué clase de loca tengo delante. Pero si ayer era una máquina —se dijo—, me gustó un montón, no puedo entenderlo».
Su instinto de periodista le hacía mantener los nervios y seguir adelante hasta ver qué era realmente aquello que le estaba pasando.
—¿Qué dices? ¿Vas a robar una papelería a las cinco de la madrugada? —le preguntó intentando hacerse el gracioso.
—Estoy dispuesta a darte una parte por acompañarme.
—Muchas gracias, pero todavía me quedan folios en casa.
Ella se sentó junto a él. No se trataba de una papelería. Con el revólver en la mano comenzó a acariciarle la espalda. Le explicó que no tenía que hacer nada comprometido ni peligroso, solo tenía que ayudarla un poco. Bruno comenzó a sentirse forzado, a medida que ella hablaba, mirándolo a los ojos en un gesto suave y rudo a la vez. La cosa parecía sencilla según iba avanzando, aunque era evidente que la caja no contenía folios.
Solo debía parar el coche, el de ella, claro, en medio de una carretera cercana, como si estuviera averiado, y esperar a que pasara un camión cargado con cajas de folios para un almacén que estaba situado a las afueras de la ciudad, a unos cinco kilómetros.
Bastante sencillo. Mientras el camionero le ayudaba a arreglar la avería, ella cogía la caja. «Es perfecto, esa carretera es tan estrecha que el camión no podrá pasar si no se quita el coche», le dijo. «No tienes que correr ningún riesgo», le repitió varias veces.
—Si es tan sencillo, ¿para qué llevas un arma? —le preguntó.
Ella la levantó y le volvió a apuntar. Le dijo que no era suya, que la tenía por si acaso, por seguridad, porque vivía sola. Pero no dejaba de apuntarle.
—Me tienes que acompañar. Es imprescindible.
Bruno era perfectamente consciente del lío en el que lo estaba metiendo, pero lo había pasado tan bien a su lado y todo era tan inesperado, que se dejaba llevar. Necesitaba tiempo para aclararse, pero ella no le dejaba respirar. Debía decidirlo todo en pocos minutos, y eso hacía que ella controlara siempre la situación. Su voluntad estaba muy mermada. Pensó en seguirle el rollo y después intentar largarse a la mínima ocasión.
—¿Para robar una caja de folios te levantas a las cuatro y media de la mañana? —continuó haciéndose el gracioso.
—Pues claro —respondió frente a él con el arma en la mano.
Tras su respuesta, Bruno decidió preguntarle y hacer su trabajo de periodista. Si preguntas parece que te interesas y te involucras en el tema.
—¿Se puede saber cómo es la operación completa y qué contiene la caja?
—Es muy fácil. ¡Vístete! —respondió con cierta sonrisa de complicidad.
La mujer se alejó de la cama, se subió las medias, fue al armario y cogió una falda de paño color verde oliva. Bruno comenzó también a vestirse.
—Bueno, cuéntamelo. Aunque sigo sin entender nada de lo que está pasando —le dijo mientras se ponía los pantalones.
—Ya te lo he dicho, es muy fácil. Tú haces lo del coche mientras yo cojo la caja por detrás.
—Pero, ¿para qué quieres esa caja? Sigo sin entenderlo. ¿Qué objeto tiene todo esto? ¿Cómo sabes por dónde anda un camión de papel a las cinco de la mañana? Y además, ¿qué contiene esa caja que tanto te interesa?
—A las seis menos veinte pasa por la carretera que te he dicho. ¿Conoces el sitio?
—Sí. Se toma desde la autovía por un puente que hay antes de llegar a Santa Fe. Pero sigo sin entender nada. —Bruno continuó sus preguntas intentando parecer interesado.
—El camión viene de Algeciras. Se desviará sobre esa hora por allí hacia el almacén de Armilla. Nosotros tenemos que estar sobre las cinco y cuarto, por si pasa antes.
Ana continuó dándole algunos datos más, pero nada claro. Sobre todo hablaba mucho, sabía que no podía dejarlo pensar. «En silencio la gente reflexiona —se decía—. Si lo dejo que lo haga lo tengo que llevar encañonado». Y eso no lo quería, así que no paraba de hablar. Se mostraba natural y tranquila. Aquello era una tontería, una travesura y se reía de la graciosa idea de robar una simple caja de folios. No podía dejar que lo viera de otra manera, así que le hablaba y lo cogía de la mano, pero a la vez le estaba haciendo ver que no podía negarse a acompañarla.
—Para mí es obligatorio hacerlo, ¿comprendes? Tengo que hacerlo y te necesito, necesito tu ayuda, así que para ti también es obligatorio venir. —Esto lo dijo con la pistola en la mano, haciéndole ver que estaba dispuesta a pegarle un tiro si fuera necesario.
—Bueno, si te pones así te acompañaré, pero después no quiero saber nada del asunto.
—No te preocupes, ya verás cómo todo sale bien.
—¿Tienes un soplón en la fábrica de papel? —le preguntó Bruno, intentando bromear un poco y cortar la tirantez en la que habían entrado.
—Claro —dijo ella sonriendo.
—¿Y para conseguir bolígrafos haces lo mismo?
—No, bolígrafos gasto menos.
—¿Y qué lleva esa caja?
—No lo sé —dijo tranquilamente.
—¿No lo sabes?
—Tranquilo, creo que solo lleva folios.
—¿También es obligatorio creérselo o puedo pensar que nadie monta una historia como está por una simple caja de folios?
—Vale, piensa lo que quieras, pero lo cierto es que ni sé lo que lleva la caja, ni me interesa.
—Estupendo, pero por lo menos podrías decirme tu nombre —dijo Bruno, algo molesto—. Me gustaría saber cómo te llamas, si no es mucho preguntar.
—Me llamo Ana —respondió con amabilidad—. Perdona que no te lo haya dicho antes, yo tampoco sé el tuyo.
—Me llamo Bruno, Bruno Valle.
—Vale, pues ya nos conocemos, ¿no?
—Claro, ya podemos ir tranquilamente a por esa simple caja de folios.
Ana lo miró con una extraña sonrisa que le hizo considerar que ahora sus comentarios no le hacían tanta gracia como el día anterior. Terminaron de vestirse mientras hablaban. Ana se puso una blusa blanca y un chaquetón negro de piel. Mientras Bruno se ponía la cazadora, vio cómo Ana cogía su bolso y metía el revólver. Cuando terminó, apagó la luz de la mesilla y se dirigieron hacia la escalera. Bajaron hasta la cocina y Bruno intentó abrir la puerta.
—¿Cómo se abre esto?
—Deja.
Se puso ante la puerta y abrió la cerradura de seguridad. Era una cerradura antigua que había comprado en una ferretería.
—Sal. —le dijo con sequedad. Cerró y giró la llave dos veces.
Bruno comenzó a bajar y ella lo alcanzó a mitad de la cuesta. Cuando llegaron a la calle Elvira, un camión del servicio de limpieza estaba parado frente al callejón. Producía un ruido ensordecedor. Los empleados cogían un contenedor de basura y lo enganchaban en el camión para que lo limpiara. Después caía de nuevo al suelo, mientras los operarios silbaban al conductor para que siguiera la marcha.
Caminando ante el camión, llegaron a Plaza Nueva, en pleno centro de Granada, donde están los juzgados y la iglesia de Santa Ana. A aquella hora tan temprana los semáforos estaban intermitentes e iluminaban a trompicones parte de la acera mojada por la lluvia de la tarde anterior. Un par de taxis estaban aparcados allí. Ana se detuvo ante un Ford negro que, con el motor en marcha, les estaba esperando.
4
Dos gitanos avanzaban lentamente en la oscuridad de la noche. La calle, mojada por la lluvia de la tarde, hacía que el roce de sus zapatillas con la acera emitiera un pequeño chasquido. Uno de ellos llevaba una tira metálica muy plana con un pequeño reborde en la punta que iba introduciendo por el cristal delantero de todo coche aparcado en la acera.
Estaban en uno de los barrios más cercanos a la ciudad. Solo el río lo separaba del centro. Iban andando lentamente, intentando pasar desapercibidos.
Casi todos los coches que encontraban eran nuevos, pero la lámina metálica no les había funcionado hasta ahora.
—¡Manuel, déjame la ganzúa!
—Si es que esta ganzúa no vale. El Butaque te ha engañado.
—Déjame que pruebe yo ahora el Ford este que viene.
—Toma, a ver.
—Trae, ya verás tú el paquete que vamos a marcar con el coche este con las tías.
Metió la lámina por la ventanilla de un Ford negro aparcado en la acera derecha de la calle que, inexplicablemente, tenía las puertas abiertas. La giró, presionó el tirador y la puerta, evidentemente, se abrió.
—¿Has visto, almendro, como lo he abierto?
—Tela que lo veo. Pues vámonos.
—Hazle tú el empalme, que para eso lo he abierto yo.
—Venga, que no sea. A ver si luego dices que lo has hecho tú todo.
El otro dio la vuelta al coche por detrás, abrió la puerta del conductor, metió parte de su cuerpo bajo el volante y sacó una pequeña linterna del bolsillo de su pantalón. Después cogió un destornillador, quitó la carcasa que bajo el salpicadero cubre el sistema eléctrico de arranque y sacó los cables para hacer el puente.
—¿Lo encuentras o qué? —le dijo el otro desde fuera un poco nervioso.
—Sí, ya lo tengo.
Cogió dos cables de distinto color y los unió preparando el contacto para el arranque. Después juntó un tercer cable y el coche comenzó a sonar a tirones.
El de fuera se sentó en el asiento del conductor y pisó el acelerador. El motor resonó en toda la calle.
—¡Sube! —gritó y cerró la puerta mientras el otro daba la vuelta para sentarse a su lado.
Salieron de la calle a gran velocidad. Dieron la vuelta por la perpendicular y tomaron el puente sobre el río Genil. Al pasar, el agua reflejaba las luces de las farolas de la noche. Un coche de policía se cruzó con ellos en el puente. Se miraron y controlaron por si daba la vuelta, pero no fue así. Respiraron tranquilos. Era la primera vez que robaban un coche, no estaban acostumbrados a ese tipo de cosas. Habían tenido que seguir las instrucciones del Butaque, que estaba harto de robar coches, motos y todo lo que se le ponía por delante.
Los dos, que eran primos, habían quedado en recoger a sus chicas en un local de las afueras donde echaban unas horas para poder ir pagando los pequeños gastos que genera la vida y, de camino, pasarles también algo a ellos.
El conductor conectó la radio y la música inundó el interior del vehículo. Cambiaron de emisora en busca de buena música y continuaron en silencio. Se dirigían hacia una salida de la autovía que les llevase hasta donde sus chicas estaban esperando. En pocos minutos dejaron el centro y a gran velocidad tomaron la circunvalación en dirección a Santa Fe.
—A ver si luego no sabes parar esto y nos pasamos —dijo Manuel.
—Tranquilo, tío —contestó el otro dando seguridad a sus palabras— que de estos coches he llevado yo.
—Sería cuando estuviste en Barcelona vendiendo pastillas de esas. Porque aquí yo solo te he visto con cacharros.
—Qué va a ser. Aquí se ganan menos billetes que allí. Verás tú la cara de las tías cuando nos vean llegar con el carro.
—Cosa grande que sí.
A unos cuatro kilómetros, el coche disminuyó considerablemente la velocidad. Pasaron los últimos almacenes y talleres que flanqueaban la carretera y cruzaron de nuevo el río. La emisora local que sintonizaban emitía lo último de flamenco rap. A veces, el locutor daba cortos mensajes sobre la hora y la temperatura y seguidamente continuaba la música. Se sentían como señores engullidos por los confortables asientos del coche.
El que conducía era José, un gitano seco como una morcilla, taciturno a veces, con la cara cuarteada por el sol y las penas. Llevaba cuarenta años luchando duro con la vida, pero aún no había despegado del fango de las calles, ni de la lucha diaria por la comida. Era un tipo duro de la calle y, aunque de trato agradable, no tenía la menor duda en hacer lo que fuera necesario para conseguir salir adelante. El otro era su primo Manuel, gordo como una sobrasada mallorquina y del mismo color. Los ojos saltones sobre sus mofletes sonrosados le daban aspecto de simplón, aunque en realidad no lo era.
Cerca de un bar, junto a la carretera, el coche encendió el indicador de la derecha y dejó la calzada. En el bar, dos mujeres los estaban esperando. Cuando los vieron llegar salieron a su encuentro.
La más joven se acercó al coche con los ojos abiertos como platos y una enorme sonrisa en su boca.
—¡Vaya cochazo!
Era morena y delgada. Se llamaba «la Juani». Llevaba un traje amarillo muy ceñido y se protegía del frío con un chaquetón de piel blanca viejo, pero aparente. La piel era buena, el chaquetón era robado, pero lo había metido en la lavadora y estaba destrozado. Manuel la cogió por detrás mientras veía el coche y le pasó las manos con fuerza por los pechos.
José cogió a la otra y la besó en los labios.
—Nati, ¿te gusta el coche?
Sí le gustó. Ya se había subido alguna que otra vez en un coche como ese, formaba parte de su trabajo. Todas las tardes se colocaba en la acera derecha de la salida hacia Madrid, a la altura del polígono industrial. Allí esperaba que alguno de los coches que circulaban se parara a pedirle precio. Con lo que sacaba comían ella y José. Era guapa, tenía el pelo castaño, los ojos verdes y su cuerpo era exuberante, tanto las piernas como el pecho y las caderas.
—Bueno, subid —dijo José—. ¡Vámonos!
La joven abrió la puerta trasera derecha y metió el pie para sentarse, pero tropezó con algo.
—Oye, ¿qué lleváis aquí? No puedo entrar.
—¿Nosotros? A ver…
José presionó el interruptor del techo del conductor y las luces interiores se encendieron.
—¿Pero esto qué es? —gritaron las mujeres—. ¡Pero si hay un tío en el suelo!
Un hombre yacía encajonado en el espacio que separa los asientos del coche. Llevaba un traje gris manchado de barro. Tenía la cara vuelta hacia arriba, con la boca abierta y los ojos cerrados. De su nariz brotaba un fino hilo de sangre.
—José, ¿qué hace aquí este fiambre? —preguntó la Nati de mal humor.
—Yo qué sé. Estaría ahí cuando robamos el coche.
Manuel salió disparado al ver el cuerpo y se paró a unos metros del coche. La Juani salió tras él.
José cerró la puerta.
—¿Ahora qué hacemos?— le dijo a la Nati.
—Algo habrá que hacer, ¡digo yo! Mira que no mirar atrás a ver qué…
—¿Vas a robar un carro y vas a mirar atrás?
—Bueno, ve a por ese par de tontos. Nos montamos todos delante y nos vamos, que aquí hay gente en el bar y estamos dando el cante.
A esa hora, en el bar había algunos empleados de los almacenes colindantes. Iban a empezar el turno de noche y tomaban café con anís o coñac. Un grupo comenzó a mirar por las ventanas.
—¿Qué lío se traen esos de ahí afuera? —dijo uno de los mirones mientras apuraba su copa.
— Seguro que ese coche lo han robado —comentó otro.
—Esos van a calentarse por ahí con las fulanas —respondió un tercero.
La gente comenzó a asomarse por la puerta.
Al ver a los mirones, José llamó a su primo haciendo gestos con las manos.
—Primo, tu tranquilo que esto lo tengo yo resuelto. Ahora nos metemos todos delante, cogemos por el primer camino que veamos, soltamos el fiambre y nos vamos a lo nuestro.
—¡Venga ya! —les gritó la Nati—. ¿No veis la gente? O subís o aquí os quedáis.
Gracias al frío, la gente se mantenía en el interior del bar y no podían escuchar lo que hablaban fuera. La Nati no dejaba de mirar hacia las ventanas del bar. Algunos eran conocidos, por lo que cada vez estaba más nerviosa. O salían de allí o seguro que alguien se acercaría a preguntar si se les había roto el coche o algo parecido, aunque solo fuese por curiosear.
Por fin volvieron, José le dijo a Manuel que se metiera en el coche, al escucharlo abrió la puerta con rapidez y se sentó junto al conductor, después la Juani se metió entre sus piernas y la Nati sobre ellos dos, de espaldas al parabrisas, de tal forma que la cara de la joven caía entre sus pechos impidiéndole respirar bien. Además, Manuel tenía que sujetarse a los muslos de la Nati para que los tres no se cayeran sobre José. Algunos de los curiosos del bar se quedaron mirando con la boca abierta observando cómo los tres se subían en el mismo asiento. «Eso será alguna postura nueva o algo así», pensaron. Uno de los presentes dijo que eso se llamaba «el bocadillo», o sea, dos tías con un tío en medio, aunque en medio va la tía. «¿Y en un coche?», preguntaron otros. «Eso da igual donde sea», contestó.
Cuando frenaba en las curvas, el pecho izquierdo de la Nati presionaba la cara de Manuel ahogándolo por momentos. Un par de kilómetros más abajo, muy cerca de Santa Fe, José redujo la velocidad y giró hacia la derecha por una carretera secundaria. Pasaron una plantación de álamos que divide el camino y se detuvieron junto a una caseta abandonada. Todos se bajaron del coche.
José empezó a dar vueltas por el arcén. Tenían que sacar al fiambre de allí y así se lo dijo a su primo, que empezó a mover la mano diciendo que no, que él no quería tener nada que ver con los muertos. La Nati comenzó a llamarle «cobarde» y otras cosas más ofensivas hasta que por fin se decidió a ayudar a su primo. En unos minutos, José abrió la puerta trasera, cogió el cuerpo por las axilas y tiró de él hasta sacarlo del coche. Le dijo a Manuel que lo cogiera por los pies y entre los dos comenzaron a trasladarlo al bosque.
El cuerpo pesaba poco, pero un muerto imponía mucho a dos gitanos como aquellos, por eso iban despacio como en un entierro. Cuando comenzaron a bajar el desnivel del arcén, el fiambre abrió los ojos y se quedó mirando a Manuel.
—¡José! ¡Que me ha mirado!
—¿Qué te ha mirado? ¡Pues aquí se queda!
Soltaron el cuerpo que rodó hasta unos charcos que había junto a la pendiente y se fueron hacia el coche corriendo. Cuando llegaron, la Nati estaba sentada delante y la Juani detrás fumando a grandes chupadas. José presionó el contacto y salieron a toda velocidad.
—Vamos a bailar, a ver si se nos pasa el susto que nos habéis dado —dijo la Nati poniendo la radio.
—El fiambre me ha mirado. ¡El fiambre me ha mirado! ¿Eh, José? —comenzó a decir Manuel alterado.
—¡Calla ya! Los fiambres no miran, primo. ¿Para qué te va a mirar un muerto si los muertos no ven?
—¡Para maldecirme! ¿Para qué va a ser? Me ha mirado para maldecirme.
—Desde luego, tu primo es un cagao —dijo la Nati mirando a José—. Bueno, ¿nos movemos o qué?
—Nos vamos de aquí pitando —respondió José.
Esa noche estaban invitados a la cochera de un amigo de José que había organizado una partida a las caras, una forma excesivamente rápida de apostar y ganar o perder dinero. Consistía en tirar dos monedas de un euro al aire y apostar por la forma en la que iban a caer al suelo. Las jugadas posibles eran solo tres: que las dos cayeran de cara, de ahí el nombre del juego, que salieran cruz, o que saliera una cara y otra cruz. Se podía apostar solo a caras, o sea a las dos caras o a las dos cruces, o a no caras, que era cuando cada moneda salía de un lado diferente y casi siempre se enfrentaban dos jugadores por el resultado de la tirada. Dado lo rápido que se tiran dos monedas al aire, las apuestas se podían suceder de forma vertiginosa. Los apostantes podían cambiar en cada tirada, ya que cada juego se iniciaba cuando uno de los presentes decía una cantidad a las caras y otro la veía.
José iba aquella noche dispuesto a dejar a su primo y a las mujeres alucinado con su suerte. Por eso había quedado con ellas después de que hubieran hecho unos cuantos trabajos en la calle, ya que para una partida de ese tipo se debía tener dinero.
Cuando subieron al vehículo, dejaron la plantación de álamos y volvieron al camino para retomar la autovía. Iban hacia Maracena, un pequeño pueblo cercano a la ciudad. Por el camino, José le preguntó a la Nati por el dinero que había sacado esa noche.
—¿Qué pasa? —respondió—. ¿Necesitamos dinero para entrar en la cochera del Jero?
—Hombre, si queremos divertirnos, sí.
—Pues… yo he sacado algo más de cuatrocientos euros. Para una noche está bien, ¿no? ¿Tú que has sacado, Juani? —preguntó dirigiéndose hacia el asiento trasero.
—¿Yo? Llevaré unos quinientos o seiscientos —respondió.
—¡Joder! ¡Cuánto dinero! —dijo Manuel.
—Eso son más de mil euros. De puta madre —dijo José sonriendo al volante.
—Pero bueno, ¿qué está pasando aquí esta noche? —dijo la Nati algo mosqueada—. ¿Hacen falta más de mil euros para divertirse un rato en la cochera del Jero?
—Es que vamos a jugar a las caras. Ya verás, vamos a ganar el doble de lo que llevamos —dijo José—. Vamos a medias, ¿no, primo?
—Claro, primo, a medias en todo —respondió Manuel.
—Esto no me hace gracia, José —dijo La Nati de mal humor—. ¿Nosotras nos pasamos la noche follando con todo el que se presenta para que ahora vosotros os lapidéis el dinero a las caras? Este rollo no me gusta, José.
—No seas tonta que allí hay de todo —dijo metiéndole la mano por la entrepierna y acariciándole el muslo izquierdo—. Ya verás, si yo siempre gano. Vamos a salir con más dinero del que llevamos, ya verás.
Diciendo esto, el coche dejó la autovía adentrándose por una carretera secundaria desde la que se veían las luces del pequeño pueblo al que se dirigían. Unos quinientos metros antes de entrar, giraron a la izquierda por un camino de tierra que, flanqueado por diversas plantaciones de maíz y tabaco, les llevó hasta otro camino de tierra aún más estrecho que se adentraba en un campo de olivos. Al final, apareció una nave con una puerta de cochera en medio del olivar. Había varios coches aparcados a ambos lados de la puerta. El auto se detuvo junto a un Mercedes deportivo, después José llamó por teléfono al Jero para que les abriera la puerta. Nunca abría a nadie si no llamaba antes por teléfono.
Los cuatro se bajaron del coche y fueron hasta la puerta de la cochera, que tenía otra más pequeña por la que se podía pasar sin abrir la grande. El Jero salió al exterior para ver quiénes eran antes de dejarlos entrar. Cuando los vio les dijo que pasaran.
La cochera era más grande de lo que se podía intuir. Al atravesar la puerta se accedía directamente a una gran sala, perfectamente acondicionada como garito de apuestas, en la que destacaba una barra donde se servían las bebidas. Además, contaba con una gran alfombra central en la que la gente se agolpaba alrededor de los jugadores que estaban tirando las monedas en ese momento. Habría unas quince o veinte personas, entre las que destacaban los hombres, pues al echar un rápido vistazo al interior, apenas se veían unas tres o cuatro mujeres, además de ellas. Cuando entraron, la gente que estaba en el garito los miró y los saludó. El Jero los llevó directamente a la barra con la intención de mostrarles alguna de las ofertas que tenía en ese momento. José sacó unos cuantos billetes de los que le habían dado las mujeres y el dueño le dijo a su socio, que estaba detrás de la barra, que sacara el material.
—¿Ves cómo te lo vas a pasar bien, Nati? —le dijo cogiéndole la nalga derecha y acercándola a la barra mientras el socio del Jero sacaba una caja llena de bolsitas de cocaína.
—Vaya tela —dijo la Nati mirando la caja con los ojos completamente abiertos—. Tiene buena pinta.
—Pruébala y verás —le dijo el Jero mientras José le daba un billete de cincuenta euros.
Sobre la barra de mármol, extendieron dos líneas de cocaína que la Nati y la Juani absorbieron con la funda de un bolígrafo en cuestión de segundos.
—¡Qué guapo! Me gusta —dijo la Nati mientras el Jero volvía a extender otras dos rayas blancas similares a las anteriores que limpiaron más rápido todavía—. Quiero un cubata.
El camarero les puso dos combinados de ron y las dos mujeres comenzaron a reírse y a bailar con los vasos en la mano dando vueltas por el local. Mientras se movían, un tipo se acercó hasta ellas atraído por el cuerpo de la Nati. Esta le dijo que si quería tocar eran cincuenta euros. Entre tanto, José se había posicionado junto al centro de la alfombra con la intención de comenzar a apostar.
En el centro había un tipo que parecía estar en racha. Tenía aspecto de adinerado, bien vestido, con ropa de marca. Andaría por los cuarenta. Su pelo estaba tan engominado que brillaba como un espejo bajo las luces del local situadas justo sobre su cabeza. El Mercedes deportivo, junto al que habían aparcado el coche al llegar debía ser suyo, pensó José mientras observaba las jugadas detenidamente. «Lleva ganadas varias veces seguidas, así que ahora le toca empezar a perder», le dijo a su primo Manuel.
—Voy a empezar con cincuenta euros, primo —le dijo a Manuel a la vez que daba un paso hacia delante y se colocaba en el centro del local con un billete de cincuenta en la mano.
—Cincuenta a las caras. ¿Quién los ve? —dijo en el centro de la alfombra verde repleta de gente.
—Yo los veo —respondió el engominado, que llevaba un gran fajo de billetes en la mano.
José sacó dos monedas de euro de su bolsillo y las lanzó al aire casi inmediatamente. Cayeron sobre la alfombra y, tras rodar unos centímetros, la cara del rey quedó a la vista en las dos monedas. Inmediatamente, el tipo le dio un billete de cincuenta. José volvió a coger las monedas.
—Cien euros. Me juego cien euros, ¿quién los ve? —dijo.
—Yo los veo —volvió a decir el engominado.
De nuevo, la cara del Rey quedó hacia arriba en las dos monedas. El tipo volvió a pagar. Esta vez le dio dos billetes de cincuenta. José pensó que debía hacer dos o tres jugadas más y dejarlo para tomarse una copa y seguir después, así que bajó a veinte euros para que otro entrara a la apuesta, pero, de nuevo, le entró el engominado con ropa de marca. Tras la tirada salieron de nuevo dos caras. El tipo le dio los veinte euros y esperó a que volviera a hablar. José, viendo que el engominado no le dejaba, apostó de nuevo otros veinte, pero el tipo le volvió a entrar. Otra vez salieron dos caras. El engominado le pagó los veinte euros y cogió las monedas del suelo.
—¡Vaya! Parece que tienes suerte, no paras de sacar dos caras —le dijo mirándolo a los ojos—. Vamos a jugarnos algo más, ¿vale?
—¿Algo más cuánto es? —le dijo José.
—Quinientos a las caras. ¿Tienes quinientos euros?
—Claro que los tengo —dijo sacando el dinero del bolsillo de su chaqueta—. Aquí están, pero eso es mucho dinero para una jugada.
—Si te vas a cagar encima, hay papel higiénico en el lavabo —le dijo, provocando una gran carcajada entre todos los presentes.
—Yo no me cago encima. Los veo —contestó.
Ahora el tipo engominado del “Mercedes deportivo” tenía las dos monedas de un euro. Se las puso en la mano derecha, sopló y las tiró hacia arriba. José vio cómo caían sobre la alfombra y, tras rodar lentamente en el centro, las dos quedaron con la cara hacia arriba.
Toda la gente se quedó mirándolo, esperando ver cómo pagaba los quinientos euros. Sin embargo, a José se le cruzaron los cables con la jugada que le acababan de hacer.
5
Cuando José llegó a Plaza Nueva tuvo que esperar muy poco. Ana y Bruno aparecieron por la esquina que daba a la calle Elvira, delante del camión de la limpieza.
Desde que salieron de aquella casa en forma de torre, Ana le llevaba cogido del brazo. No quería separarse de él ni un momento, no estaba segura de que la acompañara hasta donde tenían que llegar. Bruno había pensado dejarla en cuanto tuviera ocasión de excusarse y largarse, pero ella no paraba de hablar y no había tenido tiempo de soltarse. Entretanto, habían llegado a la plaza. Cuando José los vio por el espejo retrovisor dio dos destellos con las luces para que Ana identificara el vehículo. Inmediatamente, se acercó a él y abrió la puerta delantera. Bruno levantó las cejas en señal de admiración.
—¿Este es tu coche? ¿Un Ford último modelo?
—Sí, sube delante. Conduce José.
—¿Conduce José? ¿Qué José?
Ana dejó libre la puerta delantera y le indicó a Bruno que se sentase.
Bruno miró un momento el oscuro interior antes de sentarse.
Ana, cuando lo vio sentado, cerró la puerta y se metió detrás. Bruno se acomodó despacio mientras observaba al conductor que mostraba su enorme dentadura amarilla iluminada por las luces intermitentes de los semáforos.
—José, este es… Bruno —dijo Ana con naturalidad— y este es José. Él me ayudará a coger la caja.
—Y después os repartís los folios, claro. ¿Tú que estudias, José?
—¿Yo? Yo estudio ganarme la vida como sea —respondió malhumorado—. ¿Quién es este pollino? —dijo mirando hacia atrás.
—Este pollino es Bruno. ¿Es que estás sordo? —le respondió con dureza.
—Vámonos —intervino Ana—. Se nos hace tarde.
—Yo no voy a ninguna parte —dijo Bruno mientras el coche bajaba hacia la Gran Vía. Los dos le miraron sin responder.
El locutor interrumpió la emisión para desear una noche caliente a los que estuvieran fuera de casa y dio paso a la música. Después, el auto tomó el mismo camino que unas seis horas antes, pero en lugar de seguir por la autovía, debía girar a la izquierda por una antigua carretera. Bruno quería preguntar algunas cosas, sobre todo a Ana. ¿Qué pintaba ese tipo allí conduciendo el coche como si fuese a la oficina? Su presencia le resultaba incómoda. Estaba siendo utilizado y, además, estaba poniéndose nervioso, aunque lograba mantener la calma. Ana intentó reconducir la situación, se incorporó en el asiento y lo abrazó por detrás. Bruno cogió sus manos y notó la misma sensación de alivio que no había sentido antes en tan poco tiempo, por eso no dijo nada.
Sobre las cinco y diez pasaron los semáforos del cruce de Villarejo, giraron a la derecha por la gasolinera y pasaron a gran velocidad el subterráneo bajo las vías del ferrocarril. Ana sacó un papel doblado de su abrigo y se lo enseñó a Bruno.
—¿Ves ese dibujo? Hay una caja que lo lleva sobre la tapa o en algún lateral. No contiene folios.
—¿Qué lleva entonces?
—No lo sé.
—¿No lo sabes? Entonces, ¿para qué la quieres?
—La verdad es que todavía no lo tengo muy claro, pero espero tenerlo pronto. Bueno, sí, lo tengo claro.
—Esa contradicción tiene poca gracia.
—No es una contradicción. Lo que no tengo claro es el dinero que se le puede sacar a esa caja porque, como ya te he dicho, no sé lo que contiene. Sé que es de mucho valor. La colocaron en Tánger en ese camión y aquí la tienen que coger los hombres de la Viuda. Parece ser que la Viuda va a vender esa caja por una buena suma de dinero, así que ayer, cuando me enteré del asunto, planeé cogerla antes que ella. Por eso le pedí ayuda a José.
—¿Y quién es toda esa gente? «La Viuda» suena a no sé qué. ¿Y cómo sabes todo eso? No sé si me dijiste que trabajabas o estudiabas. Entonces, ¿qué es todo este lío? Esto es peligroso, ¿quién es esa viuda?
—Este tío hace muchas preguntas —dijo José—. ¿Qué pinta aquí? ¿Lo dejamos?
—Tranquilos. —Ana levantó la voz—. Esto es seguro, no hay riesgo. Es muy fácil. Una vez que tengamos la caja en nuestro poder, le pediremos a la Viuda noventa mil euros por ella.
—¿Noventa mil euros? Eso es mucho dinero —dijo Bruno—. No creo que nadie te dé esa cantidad por una caja de folios. Estáis locos. Yo no quiero seguir con esto. Esa cantidad me dice que la cosa puede tener bastante peligro.
—¡Joder! ¡Este tío me está poniendo nervioso! —dijo José dando unos volantazos que hacían que el coche se moviera haciendo eses.
—Tranquilo. Controla el coche, por favor —dijo Ana—. Todo va a salir bien. Y tú tienes que hacer tu parte —le dijo a Bruno.
—¿Eso quiere decir que yo me llevo treinta mil de esos noventa? —preguntó Bruno que no sabía qué hacer por mantenerse medianamente bien en la situación en la que se veía metido.
—Vale —dijo Ana—. Por mí bien. Somos tres, tocamos a treinta mil cada uno.
—De eso nada. Con que le demos a este panoli cinco mil va de sobra —dijo José—. No ha hecho nada. Nosotros lo hemos estado preparando.
—Yo lo he estado preparando —dijo Ana—. A ti te lo conté ayer y a este panoli, como tú lo llamas, se lo he contado hoy. La diferencia es de un solo día, así que nos llevamos treinta cada uno y se acabó la discusión, ¿vale?
—Vale —respondió José.
—Claro que vale, porque el problema —dijo Bruno—, por lo que estoy viendo, es que yo soy el que da la cara. A vosotros el del camión no os va a ver. Debería llevarme más dinero por ser el que más se expone.
— ¡Eh! ¡Que el coche lo he diñado yo!
—Y el plan es mío —dijo Ana.
—Tranquilos. Tranquilos. Si yo lo que quiero es bajarme del coche. Por favor, para donde sea. Yo paso de viudas y de cajas.
—De eso nada, tío. —José dijo esto con un tono que asustó verdaderamente a Bruno—. Tú ya sabes el asunto, así que haces lo que diga Ana. ¿Está claro?
—Vale.
En ese momento, Ana sacó una barba postiza de su bolso. La había preparado para el tipo que consiguiera llevarse a casa y utilizarlo para dar la cara en la operación. Y ahora ese tipo era Bruno. Al principio creyó que José podía hacer esa parte del trabajo, pero después pensó que a él lo reconocerían. Estaba fichado y tampoco se fiaba que hiciera bien lo del coche, así que un desconocido era la mejor opción y la suerte le llevó a Bruno.
Le mostró el disfraz y le dijo que se lo probara. Cogió la barba, unas gafas y la gorra que Ana había preparado. Todo le quedaba bien y disimulaba bastante sus rasgos, sobre todo de noche. El reloj del salpicadero marcaba las cinco y veinte cuando pasaron el último cruce que lleva hasta el puente del desvío que tenían que tomar.
Mientras atravesaban los campos de maíz que circundan la antigua carretera de Málaga, Bruno volvió a analizar la situación. La cantidad de dinero no era despreciable. Con esos treinta mil euros podría hacer muchas cosas y el riesgo parecía mínimo. Sentía una sensación muy extraña. A lo largo de su vida, prácticamente nunca había hecho nada emocionante ni arriesgado. Lo más fuerte que le había pasado fue una gran decepción, y ahora notaba que algo le bullía en el estómago y lo estaba llamando a meterse en esa peligrosa situación. Sin embargo, no pensaba con calma. Estaba tan influenciado por ella que realmente no veía peligro alguno. Con su mano aún cogida desde el asiento trasero, pensó que ella había estado en el bar esperando a un idiota como él para utilizarlo en unos minutos, aunque todo podía haber sido un cúmulo de casualidades. «La fortuna siempre es caprichosa», se dijo. Sin embargo, cuando sonó el despertador, salió de un sueño y entró en algo que podía convertirse en una pesadilla.
Comparó a la Ana de ayer con la Ana de ahora. Era la misma, pero su relación era distinta, estaba José por medio. Decidió mantener cierta confianza en ella, pero sin dejarse llevar, como hasta ahora. Estos pensamientos le tranquilizaron algo, aunque seguía queriendo bajarse del coche.
A pocos minutos de las cinco y media llegaron al lugar por el que el camión tenía que pasar. Era una estrecha carretera secundaria por la que no circulaba nadie en aquel momento. A ambos lados, los campos de cultivo se veían llenos de plantas de maíz seco que no fueron recogidas en su momento, por lo que crujían y se cortaban fácilmente.
José abrió el capó del coche que había robado unas horas antes. Pasó un rato mirando el interior hasta que Ana le dijo que se diera prisa. Soltó una de las conexiones que salían de la batería y llegaban al sistema de combustión. Volvió rápidamente hacia el lugar donde estaba Ana y se ocultó en el maizal junto al arcén. En medio de la carretera, habían dejado el coche parado con las luces encendidas. Lo habían preparado de forma que otro coche sí pudiese pasar, pero no un camión. Bruno andaba nervioso con una linterna en la mano y no paraba de dar vueltas alrededor del vehículo, que tenía el capó levantado. Ana le hablaba a ratos desde el arcén para tranquilizarlo, pero él no estaba hecho para estas situaciones. Estaba peor que el día en el que leyó su tesis sobre la literatura religiosa en la alta Edad Media. No sabía exactamente en qué parte de la carretera ponerse. Se sentaba en el coche para calentarse un poco y salía otra vez para ver si venía algún vehículo. Conforme iba pasando el tiempo se ponía más nervioso, así que intentó tranquilizarse a sí mismo pensando que aquello podía ser real. Ese podría ser su coche y habérsele averiado ahí, pero al conductor del camión le podría resultar extraño encontrarlo a esa hora de la mañana. Los segundos le parecían horas; el frío era insoportable y le hacía temblar. Estaba a punto de decirles que se iba, cuando escuchó el silbido de Ana.
Las luces del camión aparecieron iluminando la carretera. Lentamente, se aproximó al coche y paró a unos metros de este. El conductor asomó la cabeza por la ventanilla.
—¿Qué le ocurre?
—¡Se me ha parado el coche y no lo puedo arrancar! ¿Le importaría echarme una mano?
El camionero abrió la puerta de la cabina, bajó del camión y se acercó hasta él. Se saludaron.
—¿Qué le pasa?
—Se me ha parado de repente y por más que lo intento, no arranca.
—Dele usted al contacto a ver lo que hace.
El camionero se puso a mirar el motor con la linterna de Bruno.
—¡Qué raro! Se le debe haber soltado algún cable. Suena como si no le llegara corriente al motor de arranque. ¿Qué ha sido eso?
—¿El qué? —Un ruido seco sonó tras el camión.
—Será el motor de su camión que al enfriarse suena por la contracción.
—Sí, debe ser eso. Dele de nuevo al contacto.
Bruno unió varias veces los cables del puente como José le había indicado.
—¡Pues sí, mire! ¡Venga! —Enfocó con la linterna el motor de arranque. ¿Ve esos cables sueltos?… Eso es.
Bruno sujetó la linterna enfocando el motor para que el camionero pudiera arreglarlo. En unos minutos, los cables de la bobina y el arranque volvieron a su sitio.
—Suba y dele al contacto.
Subió al coche de nuevo, unió los cables y arrancó. El camionero cerró el capó.
—Ya lo tiene —dijo por la ventanilla.
—Muchas gracias. ¿Va usted lejos?
—No, no voy lejos. Voy a descargar al almacén de papel de Armilla.
—Bueno, adiós. Y gracias de nuevo.
El camionero subió a la cabina y continuó la marcha. Bruno anduvo unos metros y giró a la derecha por el primer camino que encontró. El camión pasó de largo y lo saludó con un cambio de luces. Cuando lo perdió de vista, el coche salió de nuevo a la carretera y volvió hacia atrás.
—¿La habéis cogido?
—Sí. Aquí está. ¿Nervioso? —preguntó Ana dándole un beso por la ventanilla.
José colocó la caja en el asiento trasero y se sentó junto a ella. Ana se puso delante. Ahora conducía Bruno.
—¿A dónde vamos?
—Al Sacromonte —respondió Ana—. ¿Ves cómo no has tenido que hacer nada especial? A nosotros sí nos ha costado un poco abrir el remolque.
—¿Y la caja? —preguntó Bruno—. ¿Cómo habéis dado con la caja en un camión lleno de cajas iguales?
—Porque la habían puesto al final y llevaba el dibujo junto a la pegatina de la marca de la fábrica —respondió Ana.
—¿Y cómo sabes todo eso? —preguntó mientras conducía a una velocidad cada vez más excesiva.
—Lo sé y basta con eso, pero ¿por qué vas tan rápido? Vamos a tener un accidente. Ve más despacio, por favor.
—Este tío al final nos mata —dijo José desde el asiento trasero.
—Tranquilos. ¿Quieres conducir tú? Vale. Paramos, me largo y te llevas tranquilamente tu coche y tu caja —dijo Bruno mientras comenzaba a detener el coche junto a una gasolinera cercana a un centro comercial.
—No pares —dijo Ana—. Sigue conduciendo como quieras, pero deja ya el tema de que te largas porque no te puedes ir. Tú estás en esto igual que nosotros. Además, ya has hecho lo que tenías que hacer, ahora solo nos falta conseguir el dinero. ¿No necesitas dinero?
—Claro que necesito dinero. Todo el mundo necesita dinero, pero yo intento conseguirlo trabajando.
—Este tío me está hartando ya con tanta gilipollez —dijo José—. ¿Por qué no le pegas un tiro y nos quedamos con su parte?
Al escuchar eso, Bruno se quedó de piedra. Aquello no tenía gracia. Ana comenzó a reprender a José por lo que acababa de decir, le dijo que no volviera a decir nada semejante ni en broma. Le explicó a Bruno que José lo había dicho solo para darse importancia y asustarlo, que no lo tuviera en cuenta. Después le pasó la mano por el cuello acariciándolo mientras conducía.
A pesar de aquellas caricias, Bruno comenzó a pensar que todo aquello no le gustaba. Ahora Ana no le daba suficiente confianza, se dijo que debía haber sido más prudente. Pero ¿cómo iba a pensar que por acostarse con aquella mujer acabaría conduciendo un coche con un gitano y una caja que nadie sabía lo que contenía? «Eso me pasa por llevar tanto tiempo sin comerme una rosca», pensó.
A través de la fina lluvia, los focos del coche iluminaban la carretera junto al río Darro, camino del Sacromonte. Al subir la calle, parecía como si fuesen por un largo balcón frente a la colina de la Alhambra, iluminada por el resplandor de la luna. Cuando pasaron la última cuesta, la vieja abadía del Sacromonte apareció ante ellos en la ladera derecha del valle. Bruno cambió de velocidad y el coche comenzó a subir la cuesta lentamente. Pasaron un pequeño barrio de casas bajas que acababa unos metros por debajo y continuaron por el camino que llegaba hasta el edificio principal. El coche se detuvo al final de la cuesta, frente a la pendiente que daba acceso al atrio de la ermita que hay junto al patio.
Cuando llegaron, Ana les dijo que bajaran del coche. No se fiaba todavía de Bruno. No quería dejarlo solo al volante, podría salir corriendo de allí y dejarlos tirados. Los tres bajaron. José cogió la caja. Ana iba delante indicando el camino. Cuando subieron la pendiente, el edificio quedó a su izquierda y una cruz de piedra apareció junto a la puerta que daba entrada a la ermita de San Cecilio. José se detuvo en un rellano y se quedó parado bajo unos pinos.
—¿Qué pasa? —susurró Ana, que se había parado unos metros más allá al ver que no la seguían.
—¿Dónde vamos por aquí? —preguntó Bruno acercándose.
—La caja la dejamos aquí —contestó Ana.
—¿En medio del monte? ¿Por qué? El suelo está mojado y va a seguir lloviendo. Además, cualquiera la podría encontrar. ¿No querrás hacer un hoyo en la tierra como los tesoros de los piratas? —Bruno comenzó a decir esto con total naturalidad, lo cual indicaba que estaba responsabilizándose del asunto. Ana se dio cuenta inmediatamente de ello.
—No la vamos a enterrar en un hoyo, todavía no he perdido la cabeza —respondió cogiéndole la mano—. Vamos al cementerio de la abadía. Ya no se usa porque hace más de treinta años que la abadía dejó de tener monjes. Ahora está abandonado, así que nadie va a ir a un cementerio abandonado y, por tanto, nadie va a encontrar aquí la caja. La dejamos y nos vamos. ¡Venga!
—Vale, no es mal sitio, pero ¿no la vamos a abrir para ver qué contiene?
—No. No quiero saber qué contiene —contestó Ana.
—¿Por qué no? Yo sí quiero saberlo. ¡Para eso me has metido en todo este lío! Qué menos que saber de qué va la cosa, ¿no?
José, que estaba esperando a que terminaran lo que para él no era más que una estúpida conversación, se acercó hasta ellos, dejó la caja en el suelo y sacó la pistola que hacía unas horas había usado para disparar al primer olivo que se había encontrado al salir de la cochera del Jero. Se la había regalado la Nati.
—¿Le pego el tiro ahora o me espero a llegar al cementerio y ya se queda allí? Estoy hasta los cojones de oír gilipolleces —dijo con el arma en la mano.
—¡Guarda esa pistola ahora mismo! —Ana contestó en un tono tan fuerte que rápidamente la metió en el bolsillo del que la había sacado y volvió a coger la caja del suelo—. No quiero tener que volver a decirte que dejes de hacer chulerías.
—Vale, ya no meto más la pata, pero es que este tío es un panoli y me pone de los nervios.
—Perdona, pero todo esto son tonterías que hace para dárselas de importante. No se las tengas en cuenta —le dijo a Bruno sin soltarle la mano—. ¿Vamos de una vez?
—Vale, vamos, pero somos tres y dos, tenéis pistola. No me hace gracia. Además, es la segunda vez que veo una pistola fuera de una película. Al final va a tener razón José, aquí el panoli soy yo.
—Tampoco te lo tomes así —dijo Ana mientras comenzaban a andar—. Esto no es lo que parece. Ninguno de los dos hemos usado nunca estas armas, de verdad.
Ana tomó de nuevo el camino y los condujo por la parte de atrás hasta la verja enrobinada que circundaba todo el recinto. El cementerio de la abadía estaba cerrado con una cadena sujeta por un candado. José abrió el candado sin dificultad y quitó la cadena. El pequeño patio cuadrangular donde reposaban los monjes se abrió ante ellos.
Los nichos ocupaban las paredes laterales en las que podían verse diversos nombres de abades y priores, aunque todavía quedaban algunos vacíos, sobre todo los más altos.
Con una linterna, buscaron entre las lápidas hasta que encontraron una en la quinta fila, que estaba vacía y a una altura de más de tres metros. Metieron la caja en una bolsa de plástico que había llevado Ana y, con cierta dificultad, José se subió a la repisa de uno de los nichos que estaba a un metro del suelo. Con la ayuda de Bruno, pudo escalar por las sepulturas que estaban ocupadas y colocar la caja dentro del nicho superior, empujándola hasta el fondo. Después la ocultaron con unas matas que cogieron del suelo. Solo así Ana se dio por satisfecha y permitió que abandonaran el cementerio. José volvió a colocar la cadena mientras Ana y Bruno se dirigían hacia el coche. El candado quedó disimulado pero abierto. Pronto, José los alcanzó y todos subieron al coche. En unos minutos se encontraban de nuevo en la carretera camino del centro de la ciudad.
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6
Un coche blanco mantenía cortada la carretera. Se encontraba atravesado con las luces encendidas y el motor en marcha. El conductor del camión cargado de folios que se dirigía hacia Armilla no comprendía cómo habían podido dejar el coche así. Se acercó lentamente y paró a unos metros del vehículo. En la oscuridad de la noche, pudo distinguir a tres hombres. Uno de ellos se acercó hasta la cabina del camión y abrió la puerta. Llevaba la cara tapada con un pasamontañas y un revólver en la mano con el que no dejaba de apuntarle. Lo hizo bajar del camión y lo llevó hasta el remolque.
El camionero les dijo que llevaba paquetes de folios, solo papel, nada de valor, pero no le hicieron caso. Detrás, otros dos estaban abriendo el remolque. Las cajas, perfectamente apiladas, se iluminaron con sus linternas. Uno de ellos subió a mirar el interior mientras los otros dos retenían al camionero que no dejaba de temblar junto a los dos encapuchados.
Al poco tiempo, el que había subido se asomó por arriba.
—¡Aquí no está la caja! Estas cajas son todas iguales, no se ve ninguna marca. Como no sea que esté debajo…
El Niño, que era el que mandaba, ordenó a los otros dos que subieran y revisaran todas las cajas una por una, así que subieron y comenzaron a abrirlas todas y a arrojarlas a la carretera.
—Pero, ¿qué hacen con mi carga? —El camionero se echó las manos a la cabeza.
—¿Encima de que te estamos descargando el camión te vas a quejar? —dijo el Niño levantando el percutor del revólver.
—No, si no me quejo —respondió asustado—. Total… Había que descargarlo.
En media hora, el camión quedó limpio de cajas, pero ni rastro de lo que buscaban. Los dos que se habían encargado de ello asomaron por la puerta del furgón con las manos vacías. El Niño comenzó a soltar maldiciones, muy irritado. Dio varias patadas a los paquetes de folios que había por el suelo y se fue hasta el coche. Los otros le siguieron, pusieron el motor en marcha y se fueron.
Los papeles que habían tirado comenzaron a volar en todas direcciones. Llevados por el viento, se esparcían por la carretera y los alrededores, transformando los maizales en falsos campos de algodón. Dando vueltas por el aire, invadieron los alrededores.
El camionero se quedó parado ante las cajas, contemplando cómo los papeles salían volando por todas partes. Tantas horas de viaje para acabar tirado en la carretera, helado y con la carga perdida. Definitivamente, no volvería a echar por allí de noche. Una moto conducida por un agricultor que iba a su trabajo pasó en ese momento. El del camión le pidió ayuda y le explicó lo que había sucedido. Subió al asiento trasero de la moto y lo llevó a unos kilómetros de allí, donde había una gasolinera a la entrada de un pequeño pueblo.
Mientras el camionero estuvo ausente, los folios, impulsados por el viento, habían volado hasta cerca del cruce con la autovía. Un taxi con dos mujeres que venían de asistir a un velatorio en Santa Fe, tomó por la misma carretera en la que se encontraba el camión. Al entrar, tuvo que frenar de golpe porque un alud de papel se le vino encima tapando el parabrisas.
—¿Esto qué es? —dijo el taxista—. ¿Han visto ustedes la de papeles que se me han venido encima?
—¿Eso? —dijo una de las mujeres vestida de negro—. A alguien que le sobran… y los tira.
El taxista paró y se bajó del coche para quitar los papeles. Al ver la cantidad tan enorme de papeles que había por todas partes, se asomó al interior del coche por la ventanilla.
—Pero ¿han visto ustedes la de papeles que vienen por aquí?
Las mujeres bajaron las ventanillas y se asomaron.
—¡Oiga taxi! ¿Vamos a poder seguir?
—Señora —el taxista se sentó de nuevo al volante—, el taxi es el coche y, aunque vengan papeles, nosotros seguimos. Si fueran ladrillos tendríamos que meternos debajo del coche y esperar a que pasaran.
Metió primera y salió despacio. Los papeles iban chocando con el cristal del parabrisas y seguían volando.
—Digo yo —dijo la más vieja— que todo este tiempo que estamos perdiendo no nos lo cobrará usted, ¿no?
—Mire señora, por si no lo sabe, el cacharro este —le dio unos golpes al contador —marca los euros según los kilómetros que se hagan.
—Pues ahora va igual de rápido que antes —dijo la otra.
—Hombre, claro, porque aunque vayamos despacio también gastamos gasoil, ¿o es que el gasoil no se paga?
—¡Qué hombre! Yo solo preguntaba por saberlo.
—Es que ahora queremos saberlo todo —respondió mirándolas de reojo.
Conforme iban avanzando, el alud de papeles aumentaba de intensidad. Se estaban acercando al camión. Aunque no lo veían, ya estaban muy cerca y avanzar era casi imposible. El taxista paró el coche y se bajó a ver si veía algo. Anduvo unos cincuenta metros y se encontró con el camión. Los montones de papel bloqueaban la carretera y el viento no cesaba de arrancar del suelo más y más folios. Atravesó las cajas y se detuvo junto a la cabina. Las luces estaban encendidas. Preguntó varias veces si había alguien, pero nadie respondía. Abrió la puerta del conductor y echó un vistazo a su interior. No había nadie. El camionero acababa de salir en busca de ayuda. Se dejó caer hasta el suelo y dio una vuelta por el lugar. Miró en el remolque, que solo contenía unas cajas rotas, y volvió al coche.
—Señoras —dijo sentándose—, no podemos seguir. Hay un camión parado con un montón de cajas y papeles delante.
—¿Y no hay nadie? —preguntaron.
—No.
—¿Quién ha tirado las cajas?
—¡Yo qué sé, señora! Yo no estaba cuando las tiraron —respondió malhumorado.
—Bueno, hombre, no se ponga usted así —respondieron al unísono.
—¡Si es que no para de preguntarlo todo y yo no sé nada! ¡Me están calentando la cabeza!
—Pues dele usted, gracias al Señor, porque, con el frío que hace, calentarse la cabeza no es tan fácil.
—Vaya, si vienen graciosas del velatorio.
—Para que usted vea, que no todo es llorar.
—Bueno, voy a llamar a la central por el radiotaxi para que avisen a la policía y damos la vuelta.
Un coche de policía se encontraba aparcado en una gasolinera cercana. Los dos agentes estaban echando una cabezada en la última hora de servicio, pero la radio los despertó.
—¡Atención! Hay un camión parado bloqueando la carretera de Armilla por la vega, a un kilómetro de Purchil. Al parecer ha sido asaltado y le han tirado la carga. ¿Me ha oído alguien?
El agente Gómez, que en ese momento se tapaba con la mano un enorme bostezo, lo había oído perfectamente. Descolgó el micrófono de la radio e informó de su posición, cercana al lugar.
A Gómez no lo despertó la llamada de la central. Había estado toda la noche pensando, le daba vueltas a un tema que le preocupaba bastante: la mujer con la que vivía se estaba viendo con otro en sus horas de servicio. En realidad, no le debía importar, ya que era algo que habían hablado varias veces. «Cada uno puede hacer lo que quiera sin problemas», se habían dicho en varias ocasiones, pero había llegado a la conclusión de que ahora le estaba fastidiando.
Arrancó el coche y salieron a gran velocidad. Pasaron el subterráneo del ferrocarril y atravesaron el último barrio de la ciudad.
Su compañero se incorporó en el asiento y comenzó a hablar. Gómez conducía oyendo sus palabras como una cantinela. A medida que se iban acercando al lugar, los papeles se hacían notar cada vez más. Todos los campos estaban llenos.
Cuando llegaron, un hombre se encontraba apartando las cajas del camino para que pudieran pasar los pocos coches que comenzaban a circular. Gómez salió del vehículo con una linterna en la mano. El otro le siguió. Al encontrarse con el camionero, se saludaron y preguntaron por lo ocurrido.
El camionero relató lo sucedido con gran nerviosismo, sobre todo hacía mucho hincapié en el que llevaba la pistola, que no había dejado de apuntarle en ningún momento.
—¿Y qué se han llevado? —preguntó el agente Gómez.
—Nada, no se han llevado nada. Buscaban una caja, pero, al parecer, no estaba.
Gómez volvió al coche y llamó a la central comunicando lo sucedido.
Aquella noche, el inspector de servicio era Endivia. Estaba sentado a la mesa de su despacho ojeando el periódico que acababa de llegar. La habitación estaba sumida en una espesa niebla producida por el puro que prendía de sus labios. Cuando el comisario que entraba de turno le llamó por el teléfono interior, estaba intentando encontrarle la gracia al chiste que aparecía en la contraportada del diario, pero no lo logró. Dejó el periódico abierto y salió al pasillo atravesando la cortina de humo.
Las fuertes facciones de su cara no denotaban el cansancio de haber estado toda la noche de guardia y, por lo tanto, despierto. Vestido con un traje gris claro, algo ajustado, los movimientos de su cuerpo eran pausados pero enérgicos. Atravesó el vestíbulo con la mirada cansada y entró en el despacho contiguo. El comisario se acababa de sentar a la mesa. Tenía las gafas casi caídas y su pelo blanco brillaba como si estuviese mojado. Levantó la mirada de los papeles que tenía sobre la mesa y comenzó a relatarle el suceso del camión. Endivia escuchaba con verdadero interés. Habían asaltado un camión que transportaba cajas de folios. «Tremendamente curioso», se dijo.
—Bueno, Endivia, vaya e interrogue al camionero. Esto huele mal. Parece que ese camión llevaba una caja que no sabemos lo que contiene. Tengo curiosidad por saber para quién era. Sobre todo me gustaría saber quién es el de la pistola que ha asustado al camionero, y tampoco estaría mal enterarse de quién tiene ahora esa caja, ¿no le parece?
—Muchos interrogantes para esta hora de la mañana, señor comisario, yo diría que demasiados —respondió Endivia—. Sobre todo porque usted acaba de entrar de turno y yo ya debería haber salido si mi relevo hubiera llegado a su hora.
—Bueno, tampoco hay que verlo así. El caso parece interesante y a mí me consta que le gustan los casos con muchos interrogantes. ¿No, inspector?
—Bueno, tampoco voy a decirle que no, pero estoy algo cansado de toda la noche de guardia. Aunque no haya habido mucho movimiento, pasar la noche en vela a mi edad ya se va notando.
—¿A su edad? ¡Pero si es un chiquillo! Ya me dirá cuando tenga la mía que me faltan dos años para jubilarme —dijo el comisario—. Pero bueno, dejémonos de monsergas. Será mejor que vaya al lugar de los hechos antes de que la cosa se diluya y pierda la oportunidad de interrogar a todo el que pueda aportar algún dato.
—Sí, será lo mejor —dijo dando media vuelta.
Salió al pasillo, cogió el abrigo y bajó las escaleras con rapidez.
El comisario tenía razón, el caso le parecía interesante, se dijo mientras llegaba al coche. «Esa caja debe contener algo de valor si han armado tanto lío para buscarla».
Las hipótesis que tenía sobre su contenido eran diversas, ya que hay varias cosas de valor con las que se puede traficar, como por ejemplo las drogas. Una buena cantidad de cocaína o heroína daría un valor millonario a una caja de ese tamaño. Otra posibilidad era la de las joyas robadas, o dinero en efectivo del pago de un negocio de ese tipo. Trazó alguna hipótesis más, pero decidió esperar hasta tener más datos.
Con estos pensamientos, salió en dirección a la zona del suceso. Debido a lo temprano que era, apenas había tráfico por las solitarias calles de la ciudad, que comenzaba a despertar a aquella hora de la mañana. Conducía un sedán blanco con más de ocho años, propiedad de la policía, que solo cogía él, ya que, como solía decir, estaba estupendamente y nunca lo había dejado tirado.
Tras conducir unos diez o quince minutos, comenzó a acercarse a la carretera donde habían asaltado el camión. Cuando llegó, ya había amanecido. Los agentes de la patrulla habían despejado la carretera y el camión estaba aparcado delante de un montón de cajas. Endivia bajó del coche y se dirigió hacia ellos mientras se ponía el abrigo. Miró un instante hacia la enorme cantidad de papeles que había esparcidos por todas partes.
—¡Hola, muchachos! ¡Buenos días! —se saludaron—. ¿Habéis visto algo?
—Lo mismo que está usted viendo —dijo uno de ellos—, papeles y más papeles por todas partes.
—¿Dónde está el conductor del camión?
—Aquí. —El camionero levantó la mano.
—Buenos días. Inspector –dijo acercándose hasta él—. Cuénteme lo sucedido.
El hombre volvió a relatar la misma historia que le había contado al agente, haciendo especial mención a la pistola que llevaba el que lo bajó del camión. Cuando terminó, recordó lo del coche averiado y también se lo dijo.
—¿Qué coche era? —preguntó Endivia.
—Un Ford negro. En la matrícula no me fijé.
—¿Y dice que se metió por un camino a la derecha cuando lo dejó?
—Sí, pero los otros llevaban un Renault blanco. Tampoco me fijé en la matrícula.
—La debía haber tomado, pero bueno, ya no tiene remedio. ¿El del Ford le pareció sospechoso?
—Bueno, ahora que lo pienso, creo que la avería era provocada. Esos cables no se sueltan fácilmente y un coche no se para porque se desconecten los cables del motor de arranque.
—¿Los cables sueltos eran del motor de arranque?
—Sí, por eso lo digo. Una vez parado no arranca, pero en marcha no se para, y él me dijo que se le había parado de repente.
—¿Cuánto tiempo estuvo parado con el del Ford?
—Unos cinco o diez minutos.
—Tiempo suficiente para que alguien cogiera esa caja.
—Puede ser. Oí, un ruido extraño detrás del camión.
—¿Si lo viera, lo reconocería?
—Estaba muy oscuro. Solo recuerdo que llevaba barba y una cazadora negra.
—¿Y a los del asalto?
—A esos no creo. Con la cara tapada es imposible, llevaban pasamontañas. El que me apuntó con el revólver era más bajo.
—Vaya…
La radio del coche comenzó a sonar. Endivia cogió el comunicador y presionó el botón de escucha. Era el comisario. Lo quería en su despacho. «Qué día me espera —pensó—. Si hubiese sido un poco más tarde, habría cambiado de turno y le habría caído a Goicoechea».
Con los ojos medio caídos, le dijo al camionero que pusiera una denuncia por todo lo ocurrido para poder recuperar el dinero perdido en el caso de que la carga estuviese asegurada. Pero el hombre estaba muy aturdido; ni la carga ni el camión eran suyos. Él trabajaba para una empresa de transportes. «De todas formas —le dijo—, debe poner la denuncia y acompañarme a comisaría para tomarle declaración».
Endivia fue al coche, abrió la puerta y se dejó caer en el asiento. Sacó un cigarro del bolsillo interior de su abrigo y lo encendió mientras llamaba con la mano a uno de los agentes. Le dio instrucciones sobre la vigilancia y limpieza del lugar, al primero que se acercó, después se recostó en el asiento y cerró la puerta. El interior comenzó a llenarse de humo. En el asiento contiguo se sentó el camionero. Mientras daba fuertes chupadas, señal inequívoca de que estaba pensando, se preguntaba qué podía contener esa caja. Sin duda, alguien la tuvo que poner allí antes de que el camión saliera de su lugar de origen.
—¿De dónde venía usted? —preguntó al camionero.
—De Tánger.
—¿De Tánger, Marruecos?
—Sí.
—¿Se fabrica el papel en Marruecos? —preguntó Endivia algo sorprendido.
—Hay unas fábricas de papel reciclado. El bueno es el de Noruega o por ahí, pero el reciclado está mucho más barato en Marruecos.
—Ya comprendo… Y ¿cuánto tiempo ha estado allí? ¿Cuándo llegó?
—Llegué a Tánger ayer por la mañana en el primer ferry, después fui al almacén donde se carga el papel y, mientras me cargaban el camión, eché una cabezada. Había estado conduciendo toda la noche y estaba cansado.
—¿Dónde fue después de cargar el camión?
—Al puerto. Fui al puerto a esperar el ferry de vuelta. Estuve un par de horas por allí comiendo y tomando un té porque no hay manera de encontrar café en condiciones en Marruecos. Después, pasé la aduana y metí el camión en el barco.
—Imagino que, una vez cargado, usted no volvió a mirar la carga.
—¿Para qué? Solo llevo cajas de folios, eso no le interesa a nadie. Además, la policía ya lo revisa bien en la frontera española con los perros que detectan droga y todo eso.
—¿Metieron los perros en el furgón?
—Metieron uno dentro, pero salió en seguida y lo cerraron —contestó el camionero—. Además, yo hago este viaje todas las semanas y me conocen, saben que solo llevo folios.
Tras esta conversación, Endivia arrancó el coche y continuó obteniendo más datos de regreso a comisaría. Se informó sobre su empresa, la hora de salida, las paradas que hizo, quién cargó el camión… El hombre se veía forzado a pensar durante pequeños espacios de tiempo ante la cantidad y variedad de preguntas que al inspector se le iban ocurriendo, lo que hacía que cada vez se pusiera más nervioso; entonces Endivia soltaba el volante y le daba unas palmaditas en el hombro para tranquilizarlo, pero eso lo ponía aún más nervioso.
Por fin se acercaban a la zona donde se encontraba la comisaría. Endivia conducía con rapidez por las estrechas calles del casco antiguo. Siempre conducía así cuando tenía interés por llegar a algún sitio. Había dejado la fase informativa y había interrumpido el proceso de hacer suposiciones por falta de información, por eso conducía rápido; sin embargo, cuando pensaba conducía lento como una tortuga.
Pronto llegaron a la puerta de comisaría. Al entrar, se dirigieron al despacho de Portillo. Un hombre con traje gris manchado de barro estaba sentado ante la mesa del jefe. Llevaba un pañuelo ensangrentado con el que se tapaba la nariz de cuando en cuando. El reloj de la pared comenzó a dar la media y se veía comenzar una fina lluvia tras los cristales de la ventana del despacho.
—¿Quién es? —preguntó Endivia al comisario señalando al herido.
—El señor Sánchez —respondió el comisario—. Señor Sánchez, el inspector Endivia. —Se saludaron.
—Este es el conductor del camión. ¿Cómo se llama usted?
—Juan. Juan Ortiz.
—El señor Sánchez —continuó el comisario desde su sillón— dice que dos gitanos le robaron el coche esta madrugada y le dejaron tirado en una carretera secundaria cerca de Santa Fe.
—¿Qué tipo de coche es el suyo, señor Sánchez? —preguntó Endivia.
—Un Ford. Un Ford negro.
—¿Se lo robaron a punta de pistola?
—No. En realidad yo estaba en el coche, pero ellos no me vieron.
—¿Estaba en el maletero?
—No. Estaba en el suelo en la parte de atrás. Estaba durmiendo.
—¿Durmiendo?
—El Señor Sánchez —intervino el comisario— iba un poco mareado y se durmió en el asiento trasero del coche para no despertar a su esposa.
—Este hombre —Endivia señaló al camionero— dice que antes de que le asaltaran se encontró con un coche como el suyo, supuestamente averiado, que le impedía el paso a unos kilómetros del lugar del asalto.
—¿Había alguien en el coche? —preguntó el comisario.
—Sí, un joven con una cazadora negra.
—¡Ese es mi coche! ¡Seguro! ¿Era gitano? —preguntó nervioso el herido mientras se levantaba de la silla.
—No, creo que no, ¿verdad? —dijo Endivia dirigiéndose al camionero.
—No, el del Ford no era gitano, eso seguro —respondió.
El agente de guardia llamó a la puerta. La entreabrió y se asomó para preguntar si lo habían llamado. El comisario le ordenó que tomara declaración a los dos en la sala contigua y se quedó solo con Endivia.
—Bueno, inspector —dijo acomodándose en su sillón—, dejemos las divagaciones. ¿Tiene ya algo en claro sobre el tema?
—Creo que alguien le ha jugado una mala pasada a los que asaltaron el camión y se han llevado la caja que buscaban. Lo primero que podemos hacer es buscar el coche negro e intentar identificar a los que lo robaron.
—El tipo del coche ha estado viendo fotografías del archivo; parece que ha identificado a uno. Dice que lo vio cuando lo llevaban cogido por las piernas y lo dejaron tirado en la cuneta. Es este.
El comisario cogió la foto que había sobre la mesa y se la mostró a Endivia.
—José Hernández Vargas. —Leyó—. Lo conozco. Vive en el polígono Almanjáyar. Solo es un raterillo que trabaja haciendo pequeños robos y trapicheos, aunque alguna vez ha trabajado para el Patino. Puede que también para otra gente, no sé…
—Eso es algo para empezar. ¿Qué cree que contiene esa caja?
—Ni idea… Cocaína, heroína, joyas, dinero… Lo que sí está claro es que hay gente detrás de ella. Y a partir de ahora nosotros también nos vamos a unir a la búsqueda.
—Bien, encárguese del caso.
Tras el encargo del comisario, Endivia pasó a la habitación donde estaban tomándole declaración al camionero. Habló con los dos y quedó con el del camión dos horas más tarde en el almacén donde tenía que haber dejado la carga. Un coche patrulla lo volvería a llevar al lugar del camión para que pudiera llevarlo hasta el almacén.
Antes de abandonar la comisaría, dio orden de búsqueda del Ford y que lo avisaran en cuanto dieran con él.
Todavía tenía tiempo de ir a casa y descansar, aunque solo fuese media hora. Solía descansar escuchando música. Cuando llegaba, lo primero que hacía de forma casi automática era conectar el equipo y quitarse los zapatos. Eran dos alivios de lo más agradable: soltar la presión que oprimía sus pies y escuchar algo que la mente pudiera seguir. Era como mejor podía pensar, con música y sin zapatos.
Volvió a coger el coche y se dirigió a su casa. Tras veinte minutos conduciendo, abrió la puerta y continuó hasta el salón. El equipo de música se encontraba junto a la librería, pero se oía perfectamente desde el dormitorio del pequeño apartamento que alquiló cuando se separó de su mujer. Tenía un dormitorio, un cuarto de baño, la cocina y el salón, suficiente para un hombre solo que pasaba la mayor parte del tiempo fuera. Desde el balcón, podía ver la calle y el parque cercano. Después de cinco años divorciados y de haber sentido en su propia carne la experiencia del matrimonio, mantenía y reforzaba su tesis de que el hombre es el único animal que se casa legalmente, por tanto, al ser minoría en el mundo animal, casarse no es natural.
Se quitó la chaqueta y puso un disco. Se disponía a descansar y esperaba que los fuertes compases del concierto de Mahler lo despertaran de su sueño, así que subió el volumen y se tendió sobre la cama. Esperaba entrar en la escena de lo sucedido para ver si aquella caja revelaba su contenido, pero pensó que lo mejor era coger el despertador del cajón de la mesilla y ponerlo una hora más tarde.
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7
—¡Imbécil! ¡Que no eres más que un imbécil! Si no estaba en el camión, ¿dónde está? ¿Y te vienes tan tranquilo?
Los gritos de la mujer se oían por toda la casa. Al gritar, su cara se enrojecía y las venas se le marcaban en el cuello, serpenteantes como riachuelos. No cesaba de dar vueltas por la habitación asediando al pasmarote con cara de cadáver que estaba parado en el centro.
Después de dar varias vueltas, se detuvo tras el escritorio que había junto a la ventana y encendió un cigarrillo. Estaba furiosa. Cogió el teléfono y buscó en los contactos el mismo número que había trazado en un papel sobre la mesa, esperó unos segundos y comenzó a hablar. Parecía tranquila. Preguntó por una caja, le aseguraron que iba en el camión. Colgó y con pose firme se sentó en un sillón de cuero negro junto a la chimenea. Las ascuas estaban casi apagadas, pero todavía desprendían calor. Se recostó sobre el respaldo y comenzó a pensar.
Su sobrino seguía parado frente a ella sin moverse. Estaba verdaderamente asustado, se metía las manos en los bolsillos del pantalón y de la cazadora indistintamente en cortos espacios de tiempo sin conseguir tranquilizarse.
La Viuda lo miraba pensativa. Llevaba un camisón de seda y encaje de color marfil a través del cual se apreciaba todo su cuerpo. Tenía las piernas cruzadas, dejando al descubierto el muslo derecho, blanco y terso, con las pequeñas ondulaciones que marca el tiempo. Rondaba los cincuenta, pero su cuerpo se mantenía bien.
—Miramos todas las cajas y no estaba —balbuceó por fin su sobrino rompiendo el silencio.
—¿Seguro?
—Seguro, tita.
—No me llames tita, ¡idiota! —respondió mirándolo fijamente—. ¿Le preguntaste al del camión si alguien lo había parado antes?
No supo qué responder, solo se encogió de hombros.
—¿Ves cómo hay que estar siempre encima de ti? Vete y busca a ese camionero. Entérate de si lo paró alguien y de las paradas que hizo. Entérate de todo y no vuelvas hasta que lo sepas.
Con estas órdenes que acababa de dar a su sobrino, consiguió tranquilizarse un poco. Casi siempre había conseguido resolver los problemas que le surgían, por eso confió en su buena estrella y se encomendó al Señor. Solo una vez el Señor no le había respondido, como esperaba: cuando murió su marido. Por más que pidió por él, nada consiguió, pero no se lo reprochaba. Ahora estaba viuda y llevaba los negocios como cuando él vivía, pues, aunque los negocios los iniciaba él, era ella quien los tenía que llevar y mantener en buena marcha, ya que su marido pasaba más tiempo de juergas que en cualquier otra cosa. A pesar de todo, su ausencia se notaba.
Desde que quedó al frente del negocio, la gente le llamaba «la Viuda», pero su nombre era Carmen. Era rubia, con ojos marrones, grandes y bien marcados, los labios gruesos, siempre con carmín, y la piel tersa. Estaba en los cincuenta, pero su cuerpo parecía joven, pues no estaba reseca y cuarteada, sino un poco rellena para mantener la piel firme y estirada. Tomaba el sol de vez en cuando y oscurecía sus piernas casi siempre con medias. Era profundamente religiosa. Solía ir a misa durante la semana y a veces acudía a algún que otro acto religioso en el que se encontraba con viejas amigas cofrades de la hermandad de la Estrella, por eso a veces acudía a limpiar candelabros o a barrer la iglesia, que con eso hacían penitencia. Sin embargo, la mayor parte del día lo pasaba en sus negocios, los cuales no dejaba en ningún momento. Unos eran legales, otros no, pero todos tenían su riesgo, por eso se irritaba cuando algo salía mal, no por su descuido, sino por el de otros como su sobrino.
Finalmente, el Niño, que así era como se conocía al sobrino de la Viuda, tras escuchar las palabras de su tía, reconoció que había cometido un error.
—Tienes razón, tita. He ignorado completamente al camionero. Si me hubiese parado un momento a pensar, habría llegado a la misma conclusión que tú. Tienes razón, tengo que hablar con el camionero y enterarme de lo que pasó antes de que nosotros llegáramos, ¿verdad?
—Pues claro. Te lo acabo de decir.
—Lo que pasa es que me puede reconocer.
—¿Es que no llevabas la cara tapada? ¿Lo asaltasteis a cara descubierta? Me estás poniendo enferma. ¡Os dije que usarais pasamontañas!
—Es verdad, llevábamos pasamontañas.
—Pues entonces deja de dar vueltas y ve al almacén al que se dirigía el camión. Por allí debe estar el camionero o alguien que sepa algo de lo sucedido.
—Vale, voy a cambiarme y me largo al almacén.
Subió a su alcoba, sacó la pistola del forro de la cazadora y la guardó en el armario que había junto a su cama.
La habitación donde dormía la había preparado su tía hacía más de diez años, cuando quedó huérfano. Era una de las mejores de la casa. Tenía un balcón que daba al huerto, donde crecían naranjos, rosales, almeces y una extensa gama de plantas y flores aromáticas.
El huerto y la casa estaban en el barrio del Albayzín, situado en la ladera norte de la colina que hay frente al palacio de la Alhambra. Todo el conjunto se encontraba aislado por un gran muro de ladrillo que, por su disposición en distintas alturas, permitía contemplar la Alhambra desde casi todas las habitaciones.
Cuando la Viuda tomó al sobrino bajo su tutela, el Niño tendría unos doce años. Por aquel entonces todos lo llamaban por su nombre, pero a medida que fue pasando el tiempo, mientras todos sus compañeros crecían, él apenas si hacía un par de centímetros cada dos o tres años, hasta que llegó un momento en el que, comparado con los demás, parecía todavía un niño. La cara era la única parte visible de su cuerpo que más delataba el paso del tiempo. Fue tomando poco a poco unos matices bruscos en los pómulos y las cejas. A un metro de distancia, la expresión de su cara era triste, pero indefinida, profunda y simple a la vez, como su carácter.
Carmen tuvo que hacerse cargo de él cuando su hermana falleció junto con el marido en un terrible accidente de tráfico. El Niño quedó solo y desamparado. Ella hasta ese momento no había tenido hijos y eso le desesperaba, pues creía que tener hijos era un deber de todo cristiano y a veces se sentía culpable por ello. Por lo tanto, el Niño se convirtió en la alegría de la casa y tanto su marido como ella pasaron unos años estupendos cuidando del pequeño. Pero conforme iba creciendo en edad, porque en estatura lo hacía poco, su carácter comenzó a agriarse y torcerse. Se volvió receloso y desconfiado, a veces desobedecía a su tía, lo que hizo que su marido tuviera que imponer su autoridad en más de una ocasión. Sin embargo, tras su muerte, la Viuda tuvo que tomar las riendas de todo, lo cual incluía a su sobrino. Su primer empeño fue que estudiara, quería hacerlo llegar a la universidad, soñaba con que se hiciese abogado y pudiera ayudarla a llevar tantos negocios para los que necesitaba asesoramiento legal. Pero tras varios años de estudios en los que, a pesar de estar en los mejores colegios privados de Granada, un fracaso sucedía a otro, decidió hacer que se encargara de los negocios más sucios y peligrosos. Le dio el revólver de su marido, le asignó una cantidad fija de dinero más un porcentaje del diez por ciento en las operaciones en las que participara de forma directa, y le hizo prometer que siempre la obedecería en el trabajo, lo cual no tuvo el menor reparo en jurar ante la cruz que Carmen tenía en la mesa del despacho. Desde entonces, su relación cambió por completo: Carmen era su jefa y él no debía llamarla «tita», aunque lo seguía haciendo.
Abrió el armario y se cambió de ropa mientras se miraba en el espejo interior de la puerta. Se puso una camisa de franela y una chaqueta de pana gris que había sobre el sillón junto a la cómoda y, con parsimonia, bajó la escalera de mármol que conduce al recibidor.
Su tía solía decir que no era tonto como algunos pensaban, sino algo descuidado. Sin embargo, de lo que se podía vanagloriar era de tener una estupenda memoria. Pasado mucho tiempo, no se le escapaba ni el más mínimo detalle de la situación que le interesara recordar. Esto y la admiración que sentía por su tía le facilitaban cumplir sus órdenes con la mayor exactitud. Quizá estas circunstancias influyeron en que desarrollara poco su capacidad para tomar buenas decisiones, ya que su tía las tomaba mucho mejor que él.
Ya en la calle, anduvo rápido hasta la plaza de San Nicolás, donde tenía aparcado su coche. Arrancó y tomó la cuesta hacia el río Darro, que se encontraba al fondo del escarpado valle que formaba la colina del Albayzín con la de la Alhambra. Al bajar, las primeras luces del alba resplandecían tras la silueta del palacio. A sus pies, las farolas todavía iluminaban la estrecha vega del Darro. Tras varias callejuelas giró a la derecha por San Juan de los Reyes hasta Plaza Nueva, donde se encuentran los juzgados.
«Joder, ¿por qué he tomado por aquí?», se preguntó. Si iba al almacén de Armilla le habría resultado mejor salir directamente a la carretera de Murcia y bajar hasta encontrar la autovía, pero su nerviosismo había hecho que se dejase llevar por la rutina que siempre solía hacer para ir al centro de la ciudad. Ahora se encontraba inmerso en estrechas calles y plazas por las que tenía que pasar hasta llegar a una salida a la autovía de circunvalación.
Mientras conducía, iba pensando en cómo obtener la información que deseaba sin despertar sospecha en el camionero, porque seguramente la policía habría sido informada de lo ocurrido y no quería cometer el error de dejarse relacionar con el asunto.
«Iré al almacén como si fuera uno más. El camión iba para allá, luego el camionero debe estar por allí también», pensó.
Cuando pensaba en ello, un cosquilleo le recorría el estómago; era un cosquilleo agradable porque creía que estaba manejando bien el asunto. Lo peor era el cansancio de casi toda la noche, despierto, pero estaba contento. Aceleró, bajó hasta el camino de Ronda y al final giró a la derecha tomando la salida hacia Armilla.
A esa hora de la mañana, la carretera de Motril tenía el tráfico bastante fluido hacia el sur. Sin embargo, en sentido contrario, la gente de los últimos barrios que trabajaban en la ciudad se unía a la de los pueblos cercanos, lo que ocasionaba pequeñas retenciones.
Al principio del pueblo, tomó el corto camino de tierra que, a unos metros del casco urbano, conduce hasta los almacenes a los que se dirigía el camión. Entró en la explanada donde se encontraban los muelles de descarga y miró en todas las direcciones, buscando entre los vehículos estacionados un camión parecido al que acababa de parar aquella noche. No estaba o quizá no lo reconocía, solo lo había visto de noche. Quizá era demasiado pronto y todavía no habían terminado las diligencias policiales. Dio otra vuelta con el coche a la explanada y lo aparcó cerca de la entrada. Bajó del vehículo despacio, pensando en dar una vuelta por los muelles, pero junto a las oficinas vio un letrero que indicaba la dirección de la cafetería y apenas había desayunado. Un café bien cargado le sentaría bien.
En el bar, un hombre joven vestido con un mono de trabajo azul mantenía un corro muy animado junto al mostrador. Contaba cómo había visto al camión de un tal Juan con toda la carga tirada cuando venía a trabajar. El Niño se acercó a ellos, pero no obtuvo más información de la que ya sabía, tan solo que todos esperaban que Juan trajera el camión para enterarse mejor de lo que había pasado.
Pidió un café cortado con leche natural y comenzó a tomárselo con parsimonia mientras cogía el periódico del día. Se preguntaba si llevaría la noticia del asalto. Le gustaba leer el diario en los bares y le molestaba cuando el bar no lo tenía para el público. El de hoy no llevaba nada del camión en la portada. Lo abrió y ojeó el interior, mirando especialmente las páginas locales, pero nada.
Mientras esperaba se hizo de día. Abandonó la cafetería y salió al exterior. El camión que esperaba estaba aparcado junto al muelle. Estuvo un buen rato observándolo. Miraba en todas direcciones sin ver al camionero. En pocos minutos, otro camión paró junto a él y se colocó en el muelle para ser descargado. Un hombre recio y colorado bajó de la cabina y otros dos hombres salieron del almacén. Uno de ellos era el camionero, los otros dos salieron detrás y todos formaron un corro junto al camión. El Niño se acercó a escuchar mientras el corro iba aumentando considerablemente.
—Pero eso no fue todo —decía el camionero—. Antes me paró otro tipo que tenía el coche roto, un poco raro, pero lo que me encendió la sangre fue cuando me tiraron la carga. Porque me estaban apuntando con una pistola, que si no… —Se dio un fuerte puñetazo en la mano izquierda y pidió un cigarrillo. Mientras lo encendía con el mechero de gasolina que se sacó del bolsillo, el Niño intentó levantarse entre la gente preguntando por el primer coche.
—¿Qué te hicieron? Los del primer coche, ¿qué te hicieron? —consiguió gritar entre la gente.
—Nada… —contestó—. Era un tipo joven con barba y un coche negro.
El hombre continuó relatando su aventura. Endivia, que había estado observándolo todo desde una de las ventanas de la oficina del almacén, salió en ese momento por la puerta que da a la explanada. Fumaba uno de los grandes puros que le había regalado su exmujer en su último cumpleaños. Había hecho que los envolvieran en un escandaloso papel de flores rosas en el que había un pequeño «felicidades» trazado con rotulador. Le había llegado a través de un servicio de mensajeros y para él fue todo un detalle. Rodeó el camión y se paró tras el Niño, que al parecer tenía intención de marcharse.
—¡Hombre, Niño! ¿Cómo tú por aquí? ¿Ha puesto tu tía una papelería?
—¡Don Francisco! —El Niño se volvió de un salto. Sin duda no esperaba encontrárselo allí—. ¿Cómo está usted?
—Bien, pero tú tienes mala cara. Parece como si no hubieras dormido esta noche.
—Al contrario, don Francisco. Es que acabo de levantarme.
—Espérate aquí.
Endivia entró en el corro y salió acompañado del camionero, quien decía a los curiosos que esperasen, que enseguida estaría de vuelta. Los tres se alejaron de la gente hasta donde el inspector había aparcado su auto. En el corto trayecto, Endivia le iba haciendo preguntas.
—¿Ha oído la voz de este hombre? —preguntó mirando al camionero, que asintió con la cabeza.
—¿Le suena a alguno de los que le asaltaron?
—No sé qué decirle. El del revólver era más bien bajo de estatura, pero no tanto como este.
—Póngase a su lado.
El camionero se acercó al Niño y calibró su altura.
—No, era algo más alto.
—¿Está seguro?
—Seguro. Si hubiera sido tan bajo recordaría ese detalle.
—Mire la ropa —insistió Endivia.
—Tampoco, no llevaba chaqueta.
—Bueno, déjelo. Puede irse.
—Adiós.
El camionero regresó al corro, que esperaba expectante más detalles.
—¿Qué pasa? ¿Te pones tacones cuando haces un asalto? —preguntó Endivia levantando las cejas en tono jocoso.
—Claro, si no me reconocerían por la estatura.
—No eres tonto del todo —dijo Endivia sorprendido.
—¿Eso es de cachondeo? —Al Niño le molestaba mucho que se rieran de su estatura—. Es que a mí no me hace gracia.
—Hombre, es una broma entre amigos. —Endivia continuaba riéndose.
—Vaya, hombre. Eso es presión psicológica, lo dicen los abogados.
—¿El qué? ¿Gastar bromas? ¿Tienes un abogado todavía más tonto que tú?
—Don Francisco, como siga usted así, perdemos las formas.
—Si son bromas, hombre —dijo dándole unas palmadas en la espalda.
—Ni de broma. No me gustan las bromas.
—Esta noche se la han pegado a tu tía, por lo que veo —dijo Endivia apoyándose en el coche.
—¿A mi tía? ¿Por qué? —respondió el Niño con cara de sorpresa.
—¿Por qué ibas a estar aquí ahora a las siete de la mañana si no es porque os han quitado la caja del camión? —le dijo echando grandes bocanadas de humo.
—¿Qué caja? ¿De qué está usted hablando? —el Niño puso una cara que parecía recién salido del seminario.
—La caja que se llevaron los del coche negro, los que pararon al camión antes que vosotros. ¿No te has enterado? Si no, ¿qué haces aquí?
—¿Yo? ¿Aquí? ¿No se lo he dicho? He venido a buscar a un amigo que sale ahora de trabajar. Se ve que ya se ha ido. —El Niño se metió las manos en los bolsillos para que Endivia no viera que se estaba poniendo nervioso.
—¿Un amigo que trabaja aquí? No está mal. Se te podía haber ocurrido otra bola más tonta todavía. Vas mejorando, pero todavía te falta. Si estudiaras algo más, progresarías. En esa cabeza que tienes caben muchas más cosas, pero claro, si solo lees las listas de tapas de los bares, cada vez irás a menos.
—Me está insultando. No entiendo bien lo que ha dicho, pero me parece que me está insultando y ya me estoy hartando. —El Niño dijo esto moviendo las manos, amenazante y enfadado.
—Pero si te estoy dando un consejo para que mejores.
—No comprendo nada. Me está armando usted un lío a la hora que es… que me voy a ir.
—Vete si quieres, pero sé perfectamente que esta noche has metido la pata hasta el fondo. Has perdido la caja que tenías que coger de ese camión —dijo el inspector Endivia señalando el camión que acababa de asaltar esa noche—. Tu tía debe estar negra, quizá te convendría decirme algo. Puede que yo dé con los que se la han llevado.
—¿Otra vez con lo mismo? Que me acabo de levantar, que yo no sé nada de cajas. Que mi tía no se dedica a traer cajas por la noche en camiones.
—Bueno, mira. Me da igual lo que digas. —Endivia se puso serio—. Yo sé lo que ha pasado y tú también. No sé lo que contiene esa caja, pero acabaré por saberlo y te vas a quedar sin ella, que lo sepas. Ahora, lárgate y dale recuerdos a tu tía de mi parte. ¡Ah! Y dile que todavía la estoy esperando.
— ¿Esperando para qué?
—¿Y a ti qué te importa? Tú díselo. Que no se te olvide.
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8
Sobre las ocho, el Niño entró en la casa de su tía por la puerta del servicio. Atravesó el jardín que rodeaba parte de la cocina y se introdujo en ella por la cristalera. Rosa, la sirvienta, estaba haciendo café con tostadas. Inclinada sobre la mesa de mármol, untaba panecillos calientes con tomate y aceite. El Niño cogió uno y sorbió un poco de café.
—Deja eso —le dijo al verlo—. Es el desayuno de tu tía. Si quieres, ahora te hago a ti.
—Trae, yo se lo llevaré. —Cogió una bandeja de plata de la alacena y la puso sobre la mesa—. Ponlo todo aquí.
Sin decir palabra, Rosa sacó un trapo blanco del cajón de la mesa y limpió la bandeja. No le gustaba que el Niño la suplantase en su trabajo, pero había oído comentarios y sabía que alguna trastada le había hecho a su tía, por eso le dejó llevar la bandeja. Rosa era una de esas sirvientas que además de realizar bien su trabajo, hacía compañía. Escuchaba todas las conversaciones y llevaba el hilo de todo lo que sucedía dentro y fuera de la casa, siempre y cuando afectara a doña Carmen, su ama. A veces, Rosa sabía más pormenores de los negocios de Carmen que su sobrino, pues casi todo lo hablaba con ella y le gustaba escuchar su opinión, aunque no hiciera ningún caso de ella.
Cuando terminó de colocar el café y las tostadas, cogió la bandeja y se la puso en las manos.
—Llévala con cuidado. ¡No la vayas a tirar!
—No la voy a tirar, tranquila.
Cuando entró en el despacho, Carmen estaba mirando el huerto a través de la ventana. Llevaba una falda roja de paño que le cubría la rodilla y una camisa blanca de raso con la parte superior de tul y encaje transparente. Unos tenues rayos de sol la iluminaban tras los cristales. Durante todo el año, más pronto o más tarde, según la estación, el sol iluminaba el despacho desde la Alhambra, unas veces por la muralla sur, otras por la torre de Comares. Incluso en el más crudo invierno aparecía por los tejados del palacio de Carlos V. Carmen casi siempre lo esperaba. Pocos días llegaba tarde a la cita. Solo en verano, cuando más alto está en el horizonte y amanece muy temprano, se perdía la salida del sol por quedarse de noche hasta tarde en el jardín paseando su terrible soledad.
El Niño dejó la bandeja sobre la mesa del despacho, en cuyos cajones se podía encontrar desde un ovillo con moldes para hacer punto, hasta fuertes sumas de dinero en efectivo. Esos cajones eran uno de los pocos lugares inaccesibles para Rosa y para su sobrino dentro de la casa.
Carmen vio cómo, tras dejar la bandeja, su sobrino se sentaba en el sofá junto a la chimenea. Se acercó hasta él, quedando delante del fuego.
—¿Te has enterado de algo? —preguntó.
—Al camión lo paró otro coche antes que nosotros.
—Otro coche. ¿Quién?
—No lo sé. El conductor del camión estaba contándolo en el almacén. Dijo que un coche negro que estaba averiado lo entretuvo unos minutos. El inspector Endivia estaba por allí, dice que los del coche se llevaron la caja.
—¿Endivia?
—Sí, me dijo que saben quiénes son los del coche, pero no me lo creo… ¡Ah! Y que te espera… o quiere verte, o algo así.
—¿Me espera?… —Carmen rehízo la imagen de Endivia en su mente. Hacía tiempo que no lo veía, pero no lo había olvidado—. ¿Qué más te dijo?
—Me preguntó por el contenido de la caja, no saben lo que lleva. ¿Qué lleva?
—Nada que te importe.
Con esta cortante respuesta, el Niño se quedó ensimismado, con la mirada perdida en las huidizas llamas del fuego. Esa era su reacción habitual ante un desaire de su tía.
Carmen se dirigió a la mesa del despacho y se sentó en la silla. Sacó una llave que llevaba prendida de una cadenilla en la parte superior de la falda y abrió el primer cajón. Sacó un libro de notas forrado en seda azul y lo abrió sobre la mesa. Con la mano izquierda llenó la taza de café, que fue sorbiendo a pequeños tragos, a la vez que pasaba las hojas del libro buscando un nombre.
—Quizás hayan identificado al del coche y Endivia sepa algo —dijo el sobrino levantándose del sofá y acercándose hasta la mesa.
—No lo creo, no han tenido tiempo. Endivia es un fanfarrón trabajando, siempre lo sabe todo, así consigue que tú se lo digas.
Era posible, es más, seguro que así era, pensó el Niño. Su tía no solía equivocarse y conocía a las personas, algo que él no podía conseguir por más que lo deseara. Solo conocía a su tía, o quizás tampoco, aunque lo que sí se sabía de memoria era su forma de actuar, hasta la de reaccionar ante una situación. Eso sí, lo sabía, pero cuando intentaba imitarla, casi siempre fallaba. Sin embargo, esta vez esperaba mejorarlo todo, esta vez saldría como lo había planeado. Su propia autoestima iba en ello, por eso no debía cometer ningún error. «Nada de errores», se dijo.
Carmen cogió un teléfono móvil que había sobre la mesa y lo puso ante ella. Con la mano derecha fue pasando los nombres de su lista de contactos hasta que llegó al que coincidía con el que tenía anotado en el libro y lo marcó sobre el teclado color rosa metalizado. Mientras en el auricular se escuchaba un monótono sonido discontinuo, mordisqueó una de las tostadas con tomate de la bandeja. El Niño observaba silencioso cómo los trozos de pan tostado atravesaban sus labios carmesí y dejaban una pequeña línea horizontal de color granate que remarcaba la parte interior de la boca. Esperó unos minutos al teléfono hasta que una voz masculina le preguntó muy amablemente cómo se encontraba. Carmen continuó con expresiones similares de amabilidad intrascendente hasta que inició una conversación más interesante para ambos. Hablaron de algo que, al parecer, Carmen vendía a un tal Munuera. La cuestión era que la fecha en la que unos empleados de Munuera tenían que recoger la caja, debían posponerla por insignificantes contratiempos que para nada influirían en el trato, ya cerrado con antelación. De todas formas, la nueva fecha no podía ser fijada de momento, pero antes de veinticuatro horas se volverían a poner en contacto para concretarla. Tras la breve conversación, colgó, cogió un cigarrillo y se puso a fumar junto a la ventana.
—No le gustan los cambios de fecha. ¿Has oído?
—No, bueno, sí. —Señaló el teléfono.
—Ve a buscar a Enrique y a Pedro, os espero aquí.
El Niño salió con rapidez del despacho, mientras que su tía, apoyada junto a la ventana, observaba el saliente cuadrangular que hace el Salón de Embajadores en la muralla norte de la Alhambra. Comenzó a ordenar las ideas. Por su mente pasaron los nombres de todos los que conocían la operación: Enrique, Pedro, su sobrino, ella y Rosa, nadie más debía saberlo. Los hombres de Munuera no lo sabían, ni el mismo Munuera lo sabía. Cuando hizo el trato con él, ella le hizo creer que la caja ya estaba en su poder. Era inexplicable que en esa lista de nombres a alguien se le ocurriese traicionarla. Imposible, nunca había ocurrido. No obstante, no había que desechar ninguna posibilidad por ridícula que pareciera. Lo que sí le parecía posible era que algunos nombres de la lista comentaran algo con terceros, los cuales, al conocer el lugar y la hora del asalto, se han podido adelantar. Esto le parecía una buena vía de investigación que comenzaría en cuanto sus hombres llegaran.
Cogió el mando a distancia del equipo de música que estaba sobre la mesa y lo puso en funcionamiento. Estaba cargado con una selección de arias de ópera de Mozart cantadas por José Van Dan. El «Non riate ritrose» del Cosi fan tutte comenzó a sonar mientras esperaba. Fue su marido quien la aficionó a la ópera, una música que ella no había oído nunca hasta que se casó con él. Al principio la ponía de los nervios, pero ahora no podía dejar de escucharla.
Al cabo de una media hora sonó su móvil personal. Carmen estaba tan sumida en sus pensamientos que no se dio cuenta hasta la tercera llamada.
—¿Quién es?
—Tengo la caja —respondió una voz ronca y gutural—. Si quiere recuperarla, deposite noventa mil euros en billetes usados, repito, billetes usados, en un paquete postal y envíelos por correo a esta dirección —la voz hizo una breve pausa y continuó—: Juan Soriano Sánchez, calle Isabel II, 29013. Málaga.
—Un momento. Y yo, ¿cómo tendré la caja?
La voz continuó sin contestar.
—Deberá abrir el paquete en una de las cabinas que hay junto a la oficina central de Correos en Puerta Real y mostrar todo el dinero, de manera que pueda verse claramente el interior de los fajos. Esto debe hacerse a las 9:15 horas de mañana y a las 9:30 debe estar facturado el paquete. Sobre las 11:00 recibirá una llamada en este mismo móvil para decirle dónde está la caja. Solo aceptaremos que sea usted quien muestre el dinero y reciba la llamada.
Carmen no daba crédito a lo que estaba escuchando. Quería hacer multitud de preguntas a la voz que estaba escuchando, pero no le daba tiempo a pensar. El móvil al que la estaban llamando era el que solía utilizar para los negocios no legales, como ella los llamaba. Estaba a nombre de una empresa ficticia con domicilio en Santa Cruz de Tenerife. «¿Cómo podían saberlo?», se preguntó.
Tras el pitido que indicaba el fin de la conversación, se quedó un instante con el teléfono en la mano mirando el movimiento de las llamas en el fuego de la chimenea. Le acababan de dar un nombre y una dirección, seguramente falsos, pero, aun así, les costaría conseguir el paquete con el dinero. Por otra parte, la cantidad pedida era poca comparada con el valor de la caja. No debían saber su contenido, luego no la habían abierto. «¡Qué poca curiosidad!» O tal vez lo sabían y no necesitaban abrirla. No, imposible, solo ella y Munuera conocían su contenido y su valor exacto. Sus pensamientos se entrelazaban y nuevas hipótesis desbancaban a las producidas con anterioridad. Estaba claro que no conocían el contenido de la caja, pero ¿cómo pensaban conseguir el paquete con el dinero? A las once, hora y media más tarde de la facturación, le entregarían la caja. Sin duda, pensaban conseguir el dinero en el transcurso de ese tiempo, pero ¿cómo?
Carmen tenía claro su orden de prioridades: en primer lugar, conseguir la caja; en segundo lugar, recuperar el dinero y, finalmente, pillar a los que se la habían quitado. Haría todo lo posible por coger a esos tipos.
La puerta principal de la casa daba a una estancia cuadrangular con el suelo de mármol rojo y blanco, haciendo estrellas mediante triángulos invertidos. Carmen abandonó la biblioteca y salió al recibidor. Lo atravesó despacio, como siempre, recreándose en sus paredes llenas de cuadros. Tras cruzarlo y recorrer el ancho pasillo que daba al jardín, entró en la cocina. Rosa se encontraba preparando los condimentos de la comida del día mientras, en el horno, unos enormes pimientos de un fuerte color rojo se asaban con cebolla y calabacín. Con ellos pretendía preparar uno de los platos favoritos de Carmen: ensalada de pimientos asados.
—Tráeme las llaves de la bodega —le dijo a Rosa mientras respiraba, complacida, el penetrante olor que inundaba la cocina.
Rosa dejó de cortar zanahorias sobre una amplia tabla de madera y se dirigió al fregadero para lavarse las manos. Llevaba un delantal blanco muy limpio que le cubría, desde el pecho hasta las rodillas, toda la parte delantera de su negro uniforme. Carmen no recordaba haber visto a Rosa vestida de otro color. En casa siempre llevaba alguno de los que ella llamaba «uniformes», que en realidad eran vestidos o trajes que Carmen compraba a lo largo del año para que tuviera variedad, pero, eso sí, debían ser negros, si no, no los aceptaba. Las pocas veces que salía de casa, casi exclusivamente a hacer la compra y oír misa o rezar el ángelus en el convento de San Gregorio, llevaba uno de esos vestidos negros junto con un abrigo del mismo color que tenía desde no sabía cuándo. Se secó las manos con un trapo de cocina y salió hacia su habitación donde estaban guardadas todas las llaves de la casa. Rosa estaba próxima a los sesenta, tenía las caderas y los muslos anchos y robustos; sin embargo, su cintura era estrecha comparada con los enormes pechos de matrona que sobresalían bajo su cara. En ningún momento daba la impresión de estar gorda, y su energía y vitalidad eran tales que podía subir las escaleras del piso superior más rápido que el Niño.
A los pocos minutos entró de nuevo en la cocina con las llaves de la bodega en la mano.
—Aquí tiene, doña Carmen. Si va por algún vino, voy con usted para limpiar las botellas.
—No voy por vino, voy por dinero. Tengo que sacar noventa mil euros de la caja fuerte.
—Ave María Purísima. —Rosa se persignó—. ¡Eso son… casi quince millones de pesetas! —dijo con admiración—. ¿Para qué tanto dinero en un solo día?
—Pues ya ves, me han engañado, ¡me han robado, Rosa! Y lo que es peor: me han puesto nerviosa, a mí, a Carmen Roldán, la Viuda. ¿Es que hay derecho a esto, Rosa? Que unos desalmados me quiten lo que es mío y además me pidan dinero para recuperarlo. Una estafa, un secuestro, una desvergüenza. ¿Quién puede tener la desfachatez de hacerme esto a mí?
—No lo sé, doña Carmen. Desde luego es un atrevimiento y no conozco a nadie que pudiera hacerlo. Pero digo yo, y así, con esto, ¿va a perder dinero?
—Qué va, la caja que me han quitado vale muchísimo más…
—Entonces no tome usted pesar. Si en lugar de treinta gana veinte, bien está, que el caso es ganar y salir adelante, que no sabe usted cómo están otros pobres a los que hay que ayudar para que puedan comer. Sin ir más lejos, ayer, cuando salí a hacer la compra, estuve en el convento de Santa Isabel la Real viendo a las hermanas. Al poco llegó una pobre mujer con la cara más seca que un higo pidiendo para poder comer algo, y como esa mujer hay muchos más. Por esto le digo, doña Carmen, que usted no se apure que yo le rezaré un ángelus pidiéndole al Señor que le devuelva su caja.
—Gracias, Rosa, desde luego que ya estoy más tranquila, pero no por eso deja de molestarme que me la hayan dado con queso, como se suele decir… Bueno, voy a la bodega por el dinero y que sea lo que Dios quiera.
—Ánimo, doña Carmen, que ya vendrá otra cosa que le agrade y le quite leña al fuego.
—Eso es lo que hacía falta, Rosa… que el Niño se espabilara ya de una vez y se hiciera un hombre como hay que ser para llevar tantos negocios como dejó mi marido, que en paz descanse. Que si no es porque una se pone al frente, con mucha pena, que ya sabes tú cómo estaba yo cuando pasó lo peor, esto se viene abajo y ahora estaríamos en la puerta de algún convento, pidiendo, como esa pobre que viste el otro día.
—Y qué razón tiene, doña Carmen, más que un santo.
Con estas palabras, abandonó la cocina y salió al jardín por la cristalera, donde la sombra de un naranjo difuminaba los rayos del sol todavía débil y bajo en el cielo. Con paso firme bordeó un pequeño estanque que brillaba con su agua cristalina, atravesó una amplia terraza rodeada de castaños y giró hacia la izquierda por un pasillo de rosales y madreselva. Al otro extremo estaba la bodega, tras una vieja puerta de madera. Introdujo la llave en la cerradura y abrió el pestillo. Unos escalones de piedra la condujeron hasta el sótano. Era una gran habitación de forma rectangular con el techo surcado por arcos de piedra. Este sótano, antes de bodega, que fue el uso que le dieron los primeros que habitaron en ella, había sido lugar de ceremonias y rezos. Aún se podían ver inscripciones de tipo religioso en las paredes laterales sobre los amplios anaqueles de madera llenos con botellas de toda clase de vinos. Una gran mesa ocupaba el centro de la sala.
Carmen se dirigió al anaquel donde se encontraba el vino tinto, quitó unas cuantas botellas y, con un pequeño estilete, sacó una de las piedras que formaban la pared de apenas unos centímetros de grosor. Detrás, apareció la puerta de una caja fuerte incrustada en el muro.
Marcó la combinación, la abrió y sacó un gran recipiente de plástico. La luz del día que penetraba por unos ventanucos laterales se reflejó en las joyas que contenía. Cuando logró sacarlo por completo, lo dejó en el suelo, volvió a meter la mano hasta el fondo y sacó otro, más largo, lleno de fajos de billetes usados y nuevos; había de veinte, cincuenta, cien, doscientos y, sobre todo, de quinientos euros. Lo puso todo en una mesa junto a las joyas y, con tranquilidad, comenzó a contar fajos de tres mil euros, formados con billetes de cien y doscientos euros. Contó quince, dieciséis…, pero el que hacía diecisiete ya era de billetes nuevos, así que no tuvo más remedio que coger billetes nuevos, lo cual le causaría molestias innecesarias. Sin embargo, no tenía más remedio, los noventa mil euros debían ser en billetes usados. Metió todos los fajos en una bolsa de plástico, guardó después los dos recipientes que había sacado y dejó todo como estaba.
De regreso a la cocina, le volvió a dar las llaves a Rosa y le pidió unos zapatos limpios. Mientras esperaba los zapatos, miró el reloj: las 11:00. Su sobrino debía estar al llegar. Con un pequeño tenedor de alpaca pinchó algunos de los boquerones en vinagre que había en una fuente de cristal, dejándole tal sabor de boca que lo tuvo que aplacar con una copa de vino de la botella que había sobre la mesa. Cuando Rosa regresó, se puso los zapatos y le dijo que preparara unas cervezas y unas tapas para cuando llegara su sobrino con los demás.
Salió de la cocina pensando en la llamada. La habían dejado fuera, como ella solía decir al referirse a los pardillos a los que timaba o engañaba con más o menos elegancia. Tenía curiosidad por conocer a la persona que estaba a punto de sacarle noventa mil euros. Mentalmente, comenzó a trazarse la imagen de un hombre, joven, con cara sobria, fuerte, como a ella le gustaban. Era el juego mental que solía utilizar para apropiarse de los personajes que formaban parte de su realidad, moviéndolos a su antojo y mezclando, en la mayoría de ocasiones, esa realidad con su ficción cotidiana. El único error que tenía su imaginación era el de no saber que el hombre que le iba a sacar esos noventa mil euros era una mujer.
Llegó al despacho y se sentó en el sillón junto a la chimenea pensando con los ojos cerrados. Había dejado el dinero dentro de uno de los cajones de la mesa. Mozart seguía sonando cuando, tras unos golpes en la puerta, apareció su sobrino acompañado por dos hombres. Eran Pedro y Enrique, que, junto con el Niño, formaban el equipo principal de sus negocios.
Pedro fue el primero que entró. Tendría unos veintiocho años. Era moreno, corpulento, de cara ancha, estatura mediana y mucho pelo por todo el cuerpo. A muchas de sus amigas les gustaba ese hecho y se lo decían, haciéndolo más vanidoso de lo que era. Llevaba un negocio de antigüedades bastante importante en la ciudad que estaba formado por varias tiendas que eran propiedad de Carmen. En él blanqueaban dinero producto de la compraventa de objetos de arte robados, entre otras cosas. Era muy conocido por todos los rateros que pululaban por la ciudad, a los que daba trabajo alguna que otra vez ya fuese para hacer algún robo sencillo, transportar mercancías o hacer de correos. Además, pagaba muy bien, decían.
Enrique, el segundo que entró en la habitación, era un hombre de familia pudiente, abogado de profesión. Trabajaba con ella desde hacía varios años. Andaba por los cuarenta, delgado, estatura media, pelo claro y ojos azules, siempre sonriente y con traje. Era el consejero de Carmen en todas las sociedades en las que ella participaba y además dirigía otra red de negocios diferente a la de Pedro.
Los tres estuvieron de pie frente a la chimenea hasta que Carmen les indicó que se sentaran. Obedecieron y ocuparon el sofá y un taburete de madera que utilizó el Niño.
—Bueno —dijo calentándose las manos mientras los tres la miraban en silencio—, ¿os ha informado mi sobrino de lo de esta noche?
—Sí, es muy inquietante —dijo Enrique.
—Cierto, es inquietante —continuó Carmen—. No obstante, mientras él iba a buscaros, he recibido una llamada anónima. Al parecer, se trata de un secuestro. Los que se llevaron la caja quieren por ella noventa mil euros en billetes usados. —Hizo una pausa y todos se miraron en silencio—. Además, lo que me tiene de los nervios es que me han llamado al móvil, a mi móvil personal. ¿Cómo saben mi número?
—Ni idea, Carmen, pero imagino que habrá mucha gente que tenga tu número, ¿no?
—Pues no —respondió frunciendo el entrecejo— porque este móvil es el que no está registrado. Solo lo tenéis vosotros y unos pocos más a los que se lo doy para tratar algún negocio.
—Bueno, ya sabemos lo que pasa con los móviles, ¿no? De unos pasa a otros, pero lo más sorprendente es que esa gente no sabe lo que tiene entre manos —dijo Enrique mirando a Carmen—. Yo llevo más de un mes preparando un ingreso extraordinario de unos quinientos mil euros, que imagino será el valor exacto de la caja…
—No del todo. Ya sabes que yo siempre guardo una parte de las cuentas para poder negociar.
—Entonces… —interrumpió Pedro— esos no saben lo que vale cuando piden esos noventa mil en lugar de venderla ellos y dejarse de negociar con nosotros.
—Está claro que no. O quizá no son capaces de colocar la mercancía que contiene la caja y por eso quieren sacar algo de dinero rápido —dijo Carmen.
Tras algunas divagaciones más sobre el asunto, Carmen les explicó el mensaje que acababa de recibir por teléfono. Todos se quedaron sorprendidos, incluida la propia Carmen, que conforme iba relatando los pasos a seguir no acababa de comprender cómo cogerían el dinero antes de las once.
—Yo creo —dijo Enrique —que para coger el dinero antes de las once tienen que tener a alguien dentro de la oficina de Correos para que coja el paquete en cuanto usted lo facture. No encuentro otra posibilidad. Bueno, también puede ser mentira. Les damos el dinero y se quedan también con la caja.
—En ese caso, los buscaríamos hasta acabar con ellos —dijo Carmen alterada—. Eso no lo podemos permitir. Hay que seguir el dinero como sea. Ciertamente, es posible que una vez facturado el dinero no nos den la caja.
Los tres se miraron asintiendo ante esa posibilidad.
—Entonces, ¿volverían a pedir más dinero? —dijo el Niño.
—No sé, pero ese es un estúpido juego que no pienso seguir —respondió Carmen.
—Creo que estamos yendo muy lejos en nuestras suposiciones —interrumpió el abogado—. Debemos seguir este primer juego, no tenemos por qué dudar del trato que nos han propuesto. Si lo rompen, entonces tomaríamos otras medidas. Aunque también podríamos tomarlas ahora.
—¿Cuáles? —preguntaron los demás al unísono.
—Podríamos seguir el paquete con un sensor como los que utilizan los polis y los agentes del espionaje industrial —respondió.
—¿Un sensor? ¿A qué te refieres? —preguntó Carmen.
—Pues es un aparato que se pone en el dinero para poder seguirlo.
—¿Nosotros podríamos tener uno para mañana antes de las nueve? —preguntó Pedro.
—Creo que sí, conozco a un tío que vende material de ese tipo, pincha teléfonos y cosas similares, me ha ofrecido varias veces sus servicios.
—Bien —dijo Carmen—, esto es interesante, con eso podremos seguir el paquete y cuando obtengamos la caja podremos pillarlos y recuperar el dinero, ¿cierto?
—Cierto —asintieron.
—Ese artilugio, ¿cómo funciona? —preguntó el Niño.
—Es un pequeño aparato, como un mando a distancia, que seguirá la señal del microchip que pongamos en el paquete y nos indicará la dirección y los metros a los que se encuentra.
—Entonces —dijo el Niño— alguien debe estar en un coche con el aparato haciendo guardia junto a la puerta de la oficina de Correos, en la calle Ganivet. En el momento que alguien salga con el dinero, ¿lo indicará el aparato y podremos seguirle?
—Claro, tú estarás en el coche con el aparato —dijo Carmen— y Pedro debería vigilar la puerta también y seguir tus indicaciones en caso de que el dinero salga de Correos. Pero si no cogen un coche deberéis seguirlos andando. Para asegurarnos, colocaremos el sensor en uno de los fajos de billetes y no en la propia caja, podrían dejarla y echar el dinero en una bolsa.
—Bien pensado —dijeron todos.
Sonaron unos golpes en la puerta y apareció Rosa, que llevaba en las manos una bandeja con cuatro cervezas, un recipiente de cristal colmado de aceitunas y otro más grande con rodajas de pimientos asados sazonados con aceite de oliva. Dejó las copas sobre la mesa y junto a ellas colocó los recipientes de cristal con cuatro tenedores.
Los tres se quedaron mirando la mesa con ganas de empezar la cerveza, pero siempre esperaban a que su jefa hiciera una señal o dijera algo.
—¿Cuánto hace que no coméis? —dijo Carmen al ver la cara de hambre que ponían los tres.
—Yo desde anoche que cené… —dijo el sobrino.
—Bueno, a lo que íbamos —continuó—. Debe quedar claro que no podemos hacer nada hasta que consigamos la caja, eso es lo importante. Entonces, Juanito —así se llamaba el Niño— debe esperar en la puerta del bar que hay frente a Correos. Te llamaré cuando sepa dónde está la caja, ten el móvil bien cargado. Debes recogerla donde nos digan y trasladarte rápidamente a la estación de ferrocarril, allí la metes en un cajón de seguridad y te guardas la llave. Si tú haces bien el encargo y vosotros seguís a los de Correos, todo perfecto. Este es el plan si sucede lo que esperamos y nos dan la caja como han dicho. Si a las once no me llaman, seguid el dinero y esperad mis órdenes antes de hacer ninguna tontería, prefiero cogerlo cuando estén juntos y se sientan seguros. Aunque tenemos un pequeño problema con el dinero: treinta mil de los noventa que hay que reunir los tengo en billetes nuevos y los han pedido usados. Si están en Correos y comprueban el contenido antes de darnos la caja, pueden volverse atrás a causa de esos ridículos dineros. Hemos de cambiarlos hoy. Esta misma mañana.
—Pero si están en Correos —dijo Enrique— y comprueban el dinero, descubrirán el transmisor y no podremos seguirlos. Es una posibilidad que nosotros no podemos evitar. De todas formas, no creo que cuenten el dinero abriendo los fajos hasta después de darnos la caja; mirarán el dinero y abrirán los fajos para comprobar que es dinero de verdad, pero no para contarlo. El transmisor irá pegado entre dos billetes, es muy pequeño y, por lo tanto, muy difícil de ver si no se examinan bien todos los billetes uno por uno.
—En cualquier caso —dijo Carmen—, lo importante es recuperar la caja, y para ello debemos cambiar esos billetes. Pedro, ¿qué me dices? ¿Podemos cambiarlos hoy?
—Creo que sí. Treinta mil euros entre diez hombres son unos tres mil euros, que en billetes de cien y doscientos suponen pocos para cada uno. Entre bares, tiendas, estancos, etc., podrán cambiarlos. El único inconveniente es que la operación nos supondrá un gasto de unos diez euros por billete, o sea, unos… —hizo rápidamente los cálculos— mil o dos mil euros en total.
—Eso es mucho dinero —repuso Carmen—. ¿No podemos hacerlo más barato?
—Si tuviéramos tiempo, sí —respondió Pedro—, pero son muchos billetes y hay que hacerlo muy rápido, los muchachos tendrán que comprar muchas tonterías que no les sirvan para nada y eso es dinero que ellos pierden. Date cuenta de que de lo que cada uno gana con los cambios, casi la mitad o más se les va en las compras, así que en efectivo solo les quedan unos cincuenta o sesenta euros.
—Ya está bien por pasearse comprando por la ciudad —dijo Carmen—. Bueno, toma el dinero.
Carmen se dirigió a la mesa del despacho, abrió el cajón inferior, sacó los billetes nuevos y se los dio a Pedro.
Todos se colocaron alrededor de la mesa. Carmen les dio las últimas instrucciones y quedaron en volver a reunirse esa misma noche a las nueve.
Sobre las doce del mediodía, los tres abandonaron la casa por distintas puertas. Pedro y el Niño se fueron juntos con el dinero y anduvieron hasta la taberna El Veintidós, junto a San Gregorio. Había bastante gente en la puerta. Un grupo de jóvenes sonrió al verlos llegar. Pedro se acercó hasta ellos y dijo las palabras mágicas: «necesito diez tíos». Todos le siguieron hasta los escalones de la entrada a San Gregorio, donde se pararon rodeados por los demás.
Pedro los contó; había solo ocho, así que uno de ellos fue al bar a por otros dos. Cuando regresaron, el Niño comenzó a hablar.
—Aquí os vamos a dar estos billetes a cada uno —dijo poniendo cara de circunstancia—. Están nuevos y hay que cambiarlos por viejos. Ya sabéis lo que tenéis que hacer. Cada uno se gana cinco euros en cada billete de cien y diez en los de doscientos y tiene que devolver el resto. Esta noche a las siete y media en la plaza de San Nicolás. ¿Está claro?
Mientras el Niño daba las explicaciones, Pedro comenzó a repartir el dinero a la vez que lo contaba. A cada uno de ellos le iba asignando una zona de la ciudad. También les dijo que debían pasar desapercibidos, nada de ir enseñando el dinero, ni de contarle a nadie nada del asunto.
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9
Con el reflejo de la luz de las farolas sobre el suelo mojado, Bruno detuvo el coche frente al portal de su piso y bajó mirando a ambos lados. La acera estaba desierta, solo se veían algunos contenedores sobre las baldosas de cemento. En pocos segundos, José se puso al volante del auto mientras Ana cerraba la puerta dándole instrucciones para que limpiara todo muy bien, sobre todo las huellas, y dejara el coche aparcado en cualquier sitio.
Bruno la esperaba con la puerta del zaguán abierta. Cuando entró, la cogió por el cuello y la besó en los labios; no sabía por qué, pero tenía ganas de hacerlo. Ella respondió alargando el beso varios minutos, tras los que se quedó mirándolo con una sonrisa. Subieron en el ascensor en silencio, los dos pensaban en las horas pasadas.
Cuando llegaron, entraron a un recibidor completamente desamueblado. En silencio, siguieron el pasillo hasta una habitación cuadrada de grandes dimensiones.
Una mesa llena de libros y carpetas se encontraba junto a la ventana rodeada por dos sillas de madera. La cama ocupaba la pared contigua a la puerta y, frente a ella, un viejo armario de madera reflejaba sus siluetas en la gastada luna de la puerta. Era la habitación de un piso de estudiantes. Bruno la tenía desde hacía varios años, por eso tenía las paredes cubiertas con carteles y dibujos, resultando acogedora. Había también una gran estantería llena de libros.
—Es impresionante. Qué cantidad de libros y fotocopias —dijo Ana.
—Ten en cuenta que desde que terminé la carrera sigo en este piso. Antes como estudiante y ahora como periodista de mala muerte, porque no puedo ni alquilar un apartamento para mí solo. Todo eso que ves encuadernado son fotocopias de los libros de la carrera.
—Y… ¿qué carrera es esa, si puede saberse? —preguntó Ana mientras pasaba su mano por los documentos.
—Estudié Filología Hispánica, especialidad de literatura medieval. Por eso hay tantas obras medievales y fotocopias de libros de esa época.
—¡Vaya! Eres un auténtico tesoro. Todavía nos queda tiempo, tenemos resuelto lo de la caja. Solo queda llamar por teléfono a la Viuda, pero yo me encargo de eso. Enséñame alguno de estos libros tan raros. Yo estudio Derecho. No sé si te lo he dicho. Trabajo, y estudio cuando puedo.
—¿Estudias Derecho? Yo creía que te dedicabas al robo y la extorsión.
—Qué gracioso, oye. —Ana puso cara de enviarlo a hacer puñetas—. Lo siento, pero no me dedico a eso. ¿No te lo he dicho? Lo que hemos hecho esta noche es una casualidad. Algo que se me ha ocurrido sobre la marcha y planeado de la misma manera. Tú has participado por casualidad, porque te encontré. Nada más. Yo trabajo en un bufete de abogados.
—Joder, ¡qué casualidad! ¿Y la pistola que llevas en el bolso y me pusiste delante?
—Te necesitaba. Me parece que debemos hablar. Creo que tienes una idea equivocada de mí, por lo que veo. Crees que yo me dedico a ir por ahí con la pistola en el bolso asaltando camiones, pero no es así.
Bruno se quitó el chaquetón y lo dejó sobre una silla. Ella hizo lo mismo. Se sentaron en la mesa de trabajo que estaba junto a la ventana, por la que se veía un oscuro callejón y los ladrillos de la pared de enfrente.
—Estudio segundo de Derecho y trabajo en un bufete de abogados. Tengo que vivir. Yo no soy la típica estudiante que tiene a sus padres pasándole dinero todos los meses. Sobre todo porque no tengo padres, murieron cuando tenía dieciséis años, y tampoco tengo beca porque no apruebo las asignaturas con los créditos necesarios para obtenerla.
—¿Con dieciséis te quedaste sin padres? —Interrumpió Bruno—. Y entonces, ¿de qué has estado viviendo?
—Me quedé con mi tía. Cuando murieron mis padres, yo estaba estudiando la secundaria en el instituto. Era buena, siempre sacaba muy buenas notas en todo, pero desgraciadamente mis padres murieron en un accidente y mi tía se hizo cargo de mí. Un desastre, porque tenía casa y comida, como suele decirse, y podía seguir estudiando, pero tenía que aguantar a mi tío que no paraba de meterme mano a la mínima ocasión, era horrible. Tenía pánico a quedarme sola en casa cuando se iba mi tía, así que si podía me iba corriendo detrás porque aquel hijo de puta, en cuanto me pillaba sola, se sacaba el pene y me agarraba por el cuello.
—¡Joder! ¿No dijiste nada a tu tía? —Bruno se quedó algo impresionado con aquello—. ¿Cómo pudiste aguantar? ¿O sí se lo dijiste?
—Verás, no es tan fácil. Yo no tenía nada ni a nadie. Ellos me mantenían y tampoco es que tuvieran mucho. Ella era modista, hacía arreglos de ropa con los que sacaba algún dinero y él trabajaba de mecánico en un taller. Además, tenían dos niños pequeños. Mis pobres primos, con cinco y siete años. Yo era una auténtica carga. No era cuestión de quejarme.
—Pero, ¿cómo dices eso? Que te ayudaran no quiere decir que ese tío tuviera que abusar de ti. ¡Vamos, me parece una barbaridad!
—¿Tú crees que con dieciséis años y en esa situación yo podía ir de pronto con ese rollo a mi tía? No tenía valor. Mi vida había cambiado por completo. No tenía a mis padres. Tú no puedes comprender lo que te estoy contando. Yo solo buscaba una salida desesperadamente. Pero no podía ir y decirle a mi tía: «Mira, tu marido es un cerdo y cuando me pilla sola me coge del cuello y tengo que chupársela». No podía hacer eso y no lo hice. Me busqué una salida.
—¿Te buscaste una salida? —dijo para que siguiera—. ¿Qué salida?
—En el instituto me ligué a uno de los profesores que me daba clase. Me llevaba diez años, pero era un tipo agradable. Además, estaba bien, era guapo y hacía tiempo que me gustaba. Ya sabes que las alumnas se suelen enamorar de algún profesor. A mí siempre me había gustado el Detri. Se llamaba Demetrio, pero le decíamos Detri. Cuando me vi en aquella situación decidí intentarlo. El Detri era muy moderno y siempre se prestaba a verte después de clase en algún sitio para tomar algo y hablar de los exámenes, los problemas y todo eso. Así que empecé a quedar con él para repasar algunos ejercicios y problemas de los temas que estábamos viendo. Por supuesto, cada vez que quedábamos, él me explicaba los problemas de física y yo le enseñaba las tetas y las bragas. Cuando conseguí quedar en su casa y llevarlo a la cama, resultó que era de tiro rápido, ya sabes, se corría enseguida. «Bueno, me dije, menos trabajo, así terminamos antes». Porque el otro hijo de puta me costaba bastante más.
Ana detuvo su relato. De pronto, se dio cuenta de que tenía a Bruno delante. No estaba pensando, ni hablando sola en su casa, como había hecho miles de veces. Ahora estaba acompañada. Estaba delante de Bruno y le estaba contando su vida. De pronto, se sintió extraña, algo le había hecho sincerarse sin más, con el trabajo que le costaba recordar aquella época de su vida, y ahora lo estaba soltando todo delante de uno que acababa de conocer. Cierto que se había acostado con él, pero eso había sido trabajo. Bruno se quedó mirándola, esperando a que continuara, pero ella seguía sin decir palabra, así que Bruno le pidió que continuara.
—¿No te molesta lo que te estoy contando? —preguntó Ana.
—No. Al contrario. Me interesa. Sigue.
—Bueno, voy a seguir, aunque no sé realmente por qué estoy hablando de esto, nunca lo he hablado con nadie.
—Quizá nunca has encontrado a alguien que escuche realmente lo que dices, ¿no?
—Es posible —dijo Ana—. Pues, ¿sabes?, continuando con el tema, al final lo conseguí. Conseguí quitarme al cerdo de mi tío de encima. Me casé con el Detri. Yo tenía diecisiete y el veintiocho. Al principio mi tío se opuso: decía que yo era menor de edad y que no me podía casar sin su permiso. Quería que siguiera chupándosela, claro. Entonces le dije que si no me daban permiso le diría al Detri lo de sus abusos sexuales. Con eso bastó para que cambiara de opinión, así que con diecisiete años me casé con el Detri.
—Es comprensible todo lo que hiciste. —Bruno había escuchado con mucha atención su relato—. No se te puede reprochar nada. Fue pura supervivencia. Necesitabas a alguien adulto que pudiera librarte de aquel cerdo de tío que tenías, y ese tal Detri era el idóneo. Lo conseguiste. Pero si ahora vives sola, ¿dónde está?
—¿Quién, el Detri? … Bueno… —Ana se reclinó sobre la silla— nos divorciamos. Estuvimos cuatro años juntos. Al principio fue muy bien, a mí no me importaba su problema, ya sabes —Bruno asintió—, pero con el tiempo empezamos a beber más de la cuenta. Salíamos los viernes y los sábados con sus amigos. Volvíamos siempre de madrugada y bastante bebidos. Yo me acostumbré y empecé a suspender exámenes porque, verás, cuando nos casamos, yo continué estudiando. Terminé bachiller, hice la selectividad y me matriculé en primero de Ingeniería Electrónica. Todo fue bien hasta que llegué a la facultad. Yo era muy buena en ciencias y él me ayudaba, claro, pero comencé a quedar con compañeros y compañeras de clase para hacer trabajos, estudiar y todo eso que se suele hacer en la universidad, y empezaron a entrarle celos de todo el mundo. Empezó a decirme que yo lo que iba buscando eran otros tíos que aguantaran más que él. Se ponía fatal con eso. Yo le decía que no, que eso no me importaba, pero era peor, se ponía como loco y me decía que yo en realidad no era más que una puta. Menos mal que todo esto pasaba cuando íbamos borrachos. Cuando estábamos bien no me decía nada, pero nada de nada, apenas me hablaba y tampoco quería nada conmigo. Fue un año horrible y te juro que yo no hacía nada con nadie, y mira que tuve oportunidades, pero siempre lo respeté. El caso es que cada vez bebíamos más, hasta que un día acabamos en el suelo. Empezó a gritarme y yo también a él. Entonces me cogió del cuello y caímos al suelo. Le tuve que decir: «Detri, me estás ahogando. ¿Es eso lo que quieres? ¿Ahogarme?» Entonces me soltó y decidimos separarnos. Triste historia, ¿verdad? Todavía no sé por qué te estoy contando mi vida, la verdad es que nunca se la he contado a nadie. Yo no tengo ni amigas ni amigos. Hace mucho tiempo que estoy completamente sola, pero por mí… bien. Te debo ver buena persona, porque nunca he hablado con nadie de esto. Además, a ti todo esto te debe interesar poco, apenas nos conocemos.
—Cuando alguien habla de uno mismo suele ser porque lo necesita —dijo Bruno—. A veces llevamos un montón de cosas dentro que queremos decir, pero nunca encontramos a quién decírselas. Hasta que de pronto aparece alguien con el que, sin saber por qué, te sinceras y le cuentas tu vida. Como tú estás haciendo ahora.
—Te voy a decir una cosa. —Ana se incorporó en la silla y miró por la ventana de la habitación—. Ayer me gustó mucho estar contigo. Me siento bien. No estoy ni a la defensiva ni en alerta. Estoy tranquila y para mí es una situación nueva. Cuando te toco, aunque solo sean las manos, me encuentro en la gloria. Nunca me había pasado con nadie, ni con el Detri.
—A mí tampoco, quiero decir, que nunca me había pasado y también siento eso que dices. Anoche, cuando íbamos a lo del camión, había decidido bajarme del coche en el primer semáforo en el que paráramos, pero me cogiste por detrás. Te di la mano y ya no pude bajarme. No quería dejar ese contacto cálido y acogedor con el que me sentía tan a gusto. Eres un peligro para la salud.
—Tú sí que eres un peligro. Estás aquí dándome conversación y el asunto de la caja sin resolver. Has hecho que lo olvide todo por completo. —Ana se levantó de la silla y se puso en tensión—. Tenemos un problema que resolver. A lo mejor piensas que yo lo tengo todo arreglado, que esto lo había planeado hace tiempo, como si José y yo fuéramos una banda organizada o algo así. Pues no. Esto se me ocurrió hace dos días cuando estuve con el tío que me lo contó porque estaba borracho.
—¿Quién te lo contó? —Bruno también se levantó—. Ponme al día si quieres que te ayude. Aunque todavía no estoy seguro de querer seguir con esto. A mí no me gusta el riesgo. Yo tengo que tenerlo todo claro y controlado. No me gusta improvisar ni nada por el estilo, y esto parece que va un poco a salto de mata, ¿no?
—¿Siempre lo tienes todo controlado? Pues desde que entraste ayer en el bar has controlado poco. —Ana lo miró para ver la cara que ponía—. No quiero decir eso, quiero decir que no se puede controlar todo. La vida tiene muchas cosas inesperadas y hay que actuar. Al menos desde hace diez años mi vida ha sido así.
—Pues la mía no. —Bruno cambió la cara y se acercó a ella—. Yo sí tengo padres. Me han pagado los estudios y, además, soy lo que la gente llama un empollón. Siempre buenas notas. Hice dos carreras a la vez, después el doctorado y ahora, pues eso…
—¿Dos carreras a la vez? —Ana lo interrumpió—. ¿También el doctorado? Joder, ¿qué carreras?
—Son fáciles: Historia Medieval y Filología Hispánica. El doctorado es en Literatura Medieval. Un auténtico empollón, ya te digo. Pero tienes razón, no todo se puede controlar. Durante el doctorado estuve de profesor ayudante en la facultad y fue una gran decepción. Lo único que les interesaba a la mayoría de los profesores del departamento era exprimirme al máximo; tenerme de lacayo o de negro para que les sacara los trabajos y las investigaciones, y después ponerles su nombre. Una vergüenza. Cuando me harté de hacer de esclavo me busqué lo del periódico y me fui, menos mal.
—¿Ves como no se puede controlar todo? Me tienes que hablar más de ti, Bruno. Conmigo te puedes sincerar. Me gusta escucharte, pero ahora es algo tarde y debemos arreglar lo de la caja o perderemos esta oportunidad. Además, con lo listo que eres debes tener buenas ideas. —Ana comenzó a darle vueltas a la habitación. Caminando pensaba mejor—. Mira, como ya te he dicho, estuve hace dos días con el tío que tenía que coger la caja, por eso sé que es para la Viuda, porque ese tipo es su sobrino. Es muy bajo y no parece muy listo, pero, aunque tiene algo de mala leche, maneja dinero. Lo conozco del trabajo, por eso, si alguna vez nos encontramos por ahí, salimos un rato. Me lleva a sitios caros y nos damos una juerga sin compromisos, nos ponemos como cubas y acabamos casi siempre en un apartamento que tiene alquilado para ir de cuando en cuando. Esta última vez acabamos allí, y como yo aguanto el alcohol más que él, nos encontramos en la situación en la que yo estaba todavía medio consciente y él, borracho, perdido. Tumbado sobre el sofá, comenzó a dárselas de que tenía una operación muy importante de una caja que venía en un camión y que valía un disparate. Me lo contó todo. Entonces fue cuando dejé de seguir bebiendo y se me ocurrió coger esa caja antes que él. Pensé en José, al que también conozco por el trabajo. Se me ocurrió que entre los dos podríamos coger el paquete antes que ellos, porque me dijo la hora y el lugar exacto en el que iban a parar al camión. Después podríamos pedirle un rescate y sacarnos un dinero. Así que le metí dos o tres copas más y, cuando se durmió, le cogí el móvil y busqué en los contactos el número de la Viuda. Fue fácil, solo ponía «Tita». Después me largué y le dejé durmiendo. O sea que ahora tenemos la caja y el número del móvil de la Viuda.
—Bueno, no necesitas mucho más —dijo Bruno cogiéndola por la cintura.
—¿Por qué hablas como si fuese solo cosa mía? —Ana se quedó mirándolo a los ojos—. ¿Por qué no dices más bien «no necesitamos mucho más»? ¿Acaso no quieres continuar?
Ana tenía la cintura estrecha y bien perfilada. El vestido ajustado marcaba su cuerpo y Bruno lo recorrió con las manos. Sintió su tacto suave. Miró sus labios y comenzó a besarlos. Pensó que no quería dejar de verla.
—Estoy contigo. —Fue lo que dijo cuando terminó el beso—. Hay que empezar a pensar.
—Bien. —Ana se sentó a la mesa y le indicó con la mano la otra silla—. El problema es cómo hacer que nos dé el dinero sin que corramos ningún peligro, porque la Viuda querrá cogernos y pegarnos cuatro tiros, como mínimo.
—¿Qué? ¿La Viuda hace eso? —Bruno se asustó.
—No lo sé. Puede que no, pero una buena paliza de hospital sí que nos llevaríamos, seguro.
—¡Joder! ¿Por qué siempre me dices las cosas importantes cuando ya me he metido en el lío? A mí no me hace gracia lo que acabas de decir.
—Ni a mí tampoco. Por eso te pido que me ayudes. Además, si no quieres participar, no me importa. ¿Quieres que me vaya y te olvidas de todo esto? —Ana esperaba realmente que dijera que no, que no se fuese, por eso se levantó de la mesa mirándolo fijamente.
—No, no quiero que te vayas. Pero tengo que pensar. Vamos a ver…
Bruno volvió a levantarse y comenzó a dar vueltas. Ana miraba por la ventana la oscuridad de la noche; pensó que tenía que captar su atención. Los minutos que pasaban en silencio la estaban poniendo nerviosa. Miró lo que parecía un colchón doblado en el suelo que se apoyaba en la pared a modo de sofá, parecía una cama plegable. Por curiosidad, le preguntó qué era aquello.
—Esto es una cama plegable. La tengo de asiento, como una especie de sillón. Cuando viene alguna amiga se puede escuchar música muy a gusto y después, si hace falta, con solo empujar aquí —Bruno se agachó para mostrárselo— se desplaza por el suelo y se convierte en cama.
—¡Qué fuerte! —Ana lo miró con admiración—. Y ¿has llegado a convertirla en cama alguna vez?
—¿Por qué lo dices? —Bruno se puso nervioso—. ¿Crees que no lo he hecho? ¿Qué no la he usado nunca?
—Yo no digo nada, pero cuando estuvimos en mi casa me dio la impresión de que no habías estado con muchas mujeres. No sé, es solo una impresión.
—¡Joder, pero bueno! —Bruno se molestó bastante—. ¿Tan mal lo hice? Que sepas que he tenido novia, aunque ahora no tenga.
—No es eso, perdona. —Ana se acercó hasta él—. Me gustó mucho como estuvimos ayer. Solo que fuiste tan tímido, o quizá tierno, que como no estoy acostumbrada a que me traten tan bien, me resultó diferente. Las relaciones que suelo tener son siempre sexuales. Nunca quiero intimar, solo busco quedarme satisfecha, sin más. Quizá es un problema que tengo, por mi pasado. Ya te he contado algo. Creo que en realidad fuiste muy tierno conmigo. Me gustó mucho, de verdad.
—Vale, pero tienes razón —Bruno se sonrojó un poco—; ligo poco, por no decir que no ligo nada. Soy algo aburrido, o pesado, no sé. No tengo de qué hablar.
—Eso es porque no has dado con nadie interesante. A mí no me aburres. A mí me gustas, pero seguimos sin solucionar el problema. Tenemos que pensar lo de la caja. ¿Se te ocurre algo?
—Se me ha ocurrido algo —dijo volviendo a sentarse a la mesa—. Mira, mi compañero de piso trabaja en Correos, en los paquetes postales. Recoge y organiza los paquetes que llegan a la oficina de Correos de Puerta Real. Podemos pedirle a la Viuda que nos envíe el dinero por correo en esa oficina.
—No lo entiendo. Y ¿cómo lo cogemos nosotros?
—Yo le digo a mi compañero que retire el paquete y lo cambie por otro que le daremos.
—Ostras. Es buena idea. ¿Y lo haría? Se puede buscar un lío.
—Hay que convencerlo. Lo intentaremos entre los dos. Si optamos por hacerlo así, hay que llamar a esa Viuda y decirle que meta el dinero en un paquete y lo facture certificado a una dirección cualquiera de cualquier ciudad… Ahora, eso sí, los billetes tienen que ser usados, si no te pueden pillar. Se me está ocurriendo que al hablar con mi compañero puedes decirle que le quieres gastar una broma a tu madre, que sería la Viuda. Le diremos que es el cumpleaños de tu tía y que tu madre le va a enviar un regalo por correo, pero que hay que darle el cambiazo al paquete por otro que tú le darás. Tu madre le envía unos zapatos y tú le vas a poner un camisón muy sexy. —Se quedó pensando un momento—. Qué mal. No me lo creo ni yo.
—Qué va. Está muy bien —continuó Ana—. Le diremos a la Viuda que meta el dinero en una caja y que, antes de enviarla, la abra mostrando el dinero en el quiosco que hay delante de Correos, así podremos ver el dinero para asegurarnos. Después le diremos que la cierre con precinto de embalaje y la envíe a una dirección de Málaga, por ejemplo. Ahora la escribimos. Mira calles de Málaga en Internet. Tienes Internet, ¿no?
—Sí. —Bruno abrió su portátil.
—Tú estarás en Correos y cambiarás la caja con tu compañero. Nos queda hablar con él. Podemos quedar esta tarde.
Bruno introdujo en el buscador «calles de Málaga» y salió una enorme lista de la que seleccionó una al azar. Ana quería llamar ya a la Viuda y darle las instrucciones de lo del paquete. También quería asegurar lo de Correos, así que le preguntó a Bruno si no podía hablar con él ahora cuando se levantara para ir a trabajar.
—Ahora recién levantado, es muy precipitado —dijo Bruno anotando la dirección de Málaga en un folio—, pero no te preocupes, lo va a hacer seguro, a mí no me va a decir que no. Lo sé. Mira, él es el encargado de la sección de certificados, o sea que es el jefe de ese departamento, por eso no va a tener ningún problema para cambiar el paquete.
—Entonces se puede confiar en él y puedo contactar esta mañana con la Viuda, ¿no?
—Yo te diría que sí. Llama a la Viuda y dile el proceso que hemos hablado. Si mi compañero de Correos pone alguna pega, da igual, me presento en Correos y le fuerzo a que haga el cambio. Pero ya verás como sí lo hace.
—Vale, entonces nosotros estaremos en el hotel Victoria, que está en la acera de enfrente y se ve perfectamente la cabina. Esta misma mañana conseguiré una habitación.
—Buena idea. Pero yo no puedo llevar la caja del dinero a la vista. Llevaré una mochila y ropa deportiva. Suelo correr una hora cada dos días. Cuando coja la caja saldré corriendo, daré la vuelta al edificio y seguiré hacia… ¿dónde?
—A mi casa, pero no directamente. Te pueden seguir. Aunque no te conozcan y salgas con la mochila, se pueden fijar en ti y seguirte, así que métete por calles peatonales y estrechas para que no puedan utilizar un coche. Y si corres durante una hora antes de ir a mi casa, seguro que no llegan. No creo que la Viuda tenga a nadie capaz de correr así ni de aguantar una hora corriendo, vamos. Qué buena idea. Con razón ni fumas ni bebes, claro. Bueno, ahora creo que debemos actuar. Está casi amaneciendo y tengo que hacer dos cosas: llamar al móvil de la Viuda desde una cabina para decirle lo del dinero y después irme a trabajar.
—Y ¿no vas a probar mi colchón deslizante? —Bruno se sonrojó completamente—. Aunque solo sea como tú dices.
—¿Cómo yo digo? ¿Qué digo yo? —Ana no entendía bien lo que le estaba diciendo.
—Sexo.
—¿Sexo? ¡Ah! —Ana sonrió—. Lo que te he dicho antes. Pero contigo no quiero solo eso, así que nos vamos.
Sobre las siete y media dejaron el piso. Ana cogió a Bruno por el brazo mientras avanzaban lentamente hasta la parada del autobús. Al llegar, se sentaron en el borde del escaparate de una tienda. En pocos minutos, la tenue luz del amanecer comenzó a iluminar el cielo.
El autobús paró ante ellos dando un fuerte chirrido y abrió la puerta delantera. Bruno pagó los billetes mientras Ana se sentaba junto a la salida. Echados el uno sobre el otro apoyándose en el hombro, se quedaron en silencio.
Ana pensaba «me gusta su tacto, sus besos, pero no quiero líos con ningún tío, ya lo dije en su momento y no voy a cambiar, lo siento. Pero, joder, me gusta de verdad. Bueno, cambiemos de tema. Vaya suerte que tengo. Esto tiene que salir bien, ¡por Dios! Por lo menos he encontrado a este. No entiendo nada, ¿cómo he podido meterlo en este lío? Quiero ser abogada, necesito el dinero, pero más necesito a una persona y la tengo tan cerca… Ya veremos. La vida es un lío, y más cuando tengo sueño».
El conductor pisó fuerte el acelerador, haciendo que las ruedas se deslizaran con rapidez sobre el asfalto mojado. Las paradas por las que pasaban estaban casi vacías, por lo que a veces no hacía ni la intención de frenar. Pero cuando al que se encontraba en la acera le parecía que pasaba de largo, levantaba la mano y el conductor daba un tremendo frenazo.
—¿Has visto cómo va este? —dijo Ana al oído de Bruno sacándolo de su letargo.
—¿Qué?
—Que corre mucho —bajó la voz.
—Me lleva molido. ¿Crees que llegaremos vivos? —Se incorporó con las manos en la cintura.
Cuando llegó a Puerta Real, varias personas empezaron a subir. Un ciego dio unos golpes con su bastón y se abrió la puerta trasera, por donde subió agarrado al pasamano. El autobús se incorporó de nuevo en la calzada y giró hacia la izquierda tomando la Gran Vía.
A mitad de la calle, se apearon del autobús y anduvieron hacia la casa de Ana franqueando los grandes charcos de la calle. El cielo estaba prácticamente despejado. Al llegar, Ana abrió la puerta y subieron al dormitorio.
—Son casi las ocho, voy a ducharme a ver si me despejo un poco, aunque el bufete abre a las nueve, pero yo tengo que estar allí a las ocho y media para encender la calefacción y arreglar aquello un poco. Tú quédate aquí durmiendo si quieres, no me molesta, al contrario. Si quieres, a las diez te llamo por teléfono y te despierto, ¿vale?
—Vale.
Bruno cayó sobre la cama boca abajo y se quedó dormido con la ropa puesta. Cuando ella volvió al dormitorio, su profunda respiración llenaba la habitación.
—¿Ya te has dormido? —No obtuvo respuesta.
Todavía envuelta en su bata de baño, se sentó sobre la cama, le quitó los zapatos y lo tapó con el edredón.
Mirándose en el espejo de la cómoda, sentada sobre su taburete de cuero, se pintó los ojos pensando en cómo hablarle a la Viuda. Debía cambiar la voz, no quería que pudiera reconocerla por teléfono en otra fortuita ocasión, así que intentaría poner una voz gutural, con el sonido más grave posible, intentando parecer un hombre. Mientras pensaba, se marcó una raya muy fina con el lápiz de labios en cada mejilla que después frotó con las manos esparciendo la pintura por los pómulos. Cuando terminó de pintarse, se levantó, cogió un vestido verde claro y se lo puso ante el espejo. Por último, acabó de peinarse y cogió las llaves de la oficina del cajón de la mesilla.
Ya en la calle, la luz del día le obligó a cerrar un poco los ojos, por lo que abrió el bolso y se puso las gafas de sol. Cruzó con rapidez bajando la cuesta hacia la calle Elvira. Buscaba la cabina que había un poco más abajo, junto a la parada del autobús. Ya dentro, cogió el teléfono y marcó el número de la Viuda.
—¿Quién es? —Escuchó.
Ana puso voz de hombre pronunciando lento y pausado con un trapo en la boca. Tras decir que le devolverían la caja por noventa mil euros, comenzó con las indicaciones que debían cumplir. Terminado su mensaje, colgó sin dar opción a que le realizara ninguna pregunta. Después se dirigió hacia el trabajo.
Mientras caminaba, pensaba en Bruno; recordó la agradable sensación que le producía su tacto, recordó cómo con solo cogerle la mano se sentía tranquila y relajada, nunca se había sentido tan bien con nadie, por eso le gustaba más de lo normal.
La rutina del paseo la llevó a ensoñar que los dos estaban juntos paseando por una playa desierta e iban cogidos de la mano hablando y sonriendo. En aquella playa se sentía segura, tranquila, feliz. Él le hablaba y ella simplemente escuchaba lo que le decía. Después se tumbaban en la arena mirando el mar. Era un precioso atardecer lleno de múltiples colores en tonos rojizos. Sentía la brisa del mar moviendo su pelo mientras Bruno le acariciaba la espalda. Pero, de pronto, no podía mirar el mar y la imagen de su tío comenzó a inundarle la mente. Se puso a temblar, se detuvo un momento en medio de la acera y tomó aire para poder seguir andando. Se dijo que no podía dejar que aquel hijo de puta no la dejara vivir después de tanto tiempo. Tenía que seguir adelante y superar aquello; alguna vez tenía que intimar con alguien, no podía estar siempre sola, tremendamente sola, como se encontraba ahora.
Sobre las ocho y media llegó a la oficina. Parada en la puerta se dio cuenta de que, como los zapatos eran nuevos, una pequeña rozadura se estaba dejando notar en el talón, por lo que su andar habitual estaba un poco exagerado. En la puerta del edificio había un gran cartel de letras negras que decía «Hernández y Hernández. Abogados. Primer piso». Sacó el llavero de su bolso y abrió la puerta de hierro.
El bufete en el que acababa de entrar tenía cierto prestigio en la ciudad, sobre todo por su antigüedad. Lo abrió en los años cuarenta el padre de los Hernández, don Trinidad. Ahora dos de sus hijos se ocupaban de él. Tenía un amplio recibidor, una sala de espera y varios despachos. Lo primero que hizo cuando entró fue poner en marcha la calefacción para quitar cuanto antes el gélido frío que inundaba todas las dependencias. Limpió un poco su mesa y se puso a ordenar algunas carpetas del archivo. Quince minutos después, uno de los dos Hernández abrió la puerta, saludó a Ana y entró en su despacho.
—Ana, venga un momento —la llamó desde el interior.
—¿Desea usted algo, don Andrés? —contestó entrando en la habitación.
—Tome. —Hernández le dio una carpeta—. Tiene mala cara, Ana.
—Es que he pasado una noche fatal, don Andrés. No se puede usted imaginar la noche que he pasado.
—¿Se ha resfriado?
—No, ya hubiera sido eso. Es que ayer me caí en el baño y he tenido toda la noche un dolor de cabeza terrible.
—Vaya por Dios. Póngale usted a su bañera dibujitos de plástico, de esos que se pegan en el suelo. —Hernández se agachó tras su mesa varias veces queriendo mostrarle que había que agacharse para ponerlos.
—Pues sí, tiene usted razón. Eso voy a hacer esta misma tarde cuando llegue —respondió haciendo un gesto con la mano que aseguraba a Hernández que los podía dar por puestos—. ¿Y con esto qué hago? —Señaló la carpeta.
—¿Con eso? ¡Ah, sí! … ¿Con eso qué había que hacer? —Hernández se levantó de la silla pensando—. ¡Ah, sí! Ese es el informe de la última querella de Carmen Roldán. Revíselo a ver si está todo en regla y ordénelo.
—Bien. —Ana dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta.
—¡Ah! Y vea en qué podemos basar la alegación.
Hernández se quedó sentado viendo cómo Ana salía por la puerta cargada de papeles. Tenía su mesa en la antesala del despacho junto a la ventana. Otra compañera, que acababa de llegar, se situaba en el recibidor para atender a la gente y pasar los documentos a ordenador. Ella también hacía ese trabajo, pero además construía defensas y alegaciones que luego usaban los abogados. Se sentó mientras abría la carpeta llena de documentos, estuvo leyéndolos con rapidez, pasando sus finos dedos sobre el papel. A veces los ojos se le cerraban tímidamente, pero conseguía abrirlos de nuevo. La luz del día aumentaba su intensidad. En breve el sol daría sobre su mesa.
Comenzó a leer el informe. «Carmen Roldán, la demandante, alega que el piso sito en la calle Camino de Ronda 144, 3º B que es de su propiedad, lo cedió a su hermana con motivo de su boda con Juan Ruiz Sánchez para su uso como vivienda conyugal. Sin embargo, una vez fallecida su hermana hace cinco años, sin ninguna descendencia, el citado piso debe ser devuelto a su legítima dueña, puesto que Juan Ruiz Sánchez, viudo de Soledad Roldán, no tiene ningún derecho sobre el mismo, ya que el piso no fue vendido, luego no son gananciales, sino dejado en uso, el cual no puede prolongarse indefinidamente, pues este se hizo de hermana a hermana con vínculo de sangre, lo que anula el hecho de bien ganancial que alega el demandado. Además, se circunscribió a “vivienda conyugal”, circunstancia que ya no se da, ni puede darse, pues se entiende “conyugal de la fallecida”. Es por esto y sobre la base de los artículos anexos sobre los contratos o acuerdos de palabra vigentes y los referentes al uso prolongado indebido, el cual no se da, que la demandante solicita que el demandado sea desalojado de dicha vivienda y se devuelva a su legítima dueña…»
Cuando terminó de leer el informe que acababa de redactar en la pantalla de su ordenador, lo archivó en el disco duro y se paró a pensar mientras miraba por la ventana que daba a la calle San Juan de Dios. Ahora había mucho más movimiento que cuando llegó. Cada vez entraba más luz por la ventana, y más ruido también. Se quedó mirando los coches que avanzaban tan lentamente por los habituales atascos que hasta se podía hablar con sus conductores. Volvió a la mesa, imprimió el texto y se lo llevó a don Andrés.
—¿Qué le parece?
—¿Cuántos años lleva el viudo en el piso sin que la Roldán lo reclamara?
—Creo que no llega a cinco.
—Bien, si no llega a cinco el caso puede estar ganado. Me gustan los cambios que ha hecho en la alegación. Cuando termine la carrera será una buena abogada, pero estos veinticinco folios que ocupa deben transformarse en cinco o seis, si no el juez le tomará cierto desprecio inicial que nos perjudicaría. A los jueces no les gusta que las alegaciones tengan muchos papeles. Hay que exponer las cosas claras, si no, tendrían que echar un siglo en leer cada caso y eso les agobia. Cuando a un juez le llega un caso bien expuesto, claro, conciso y bien alegado, respira tranquilo.
—No lo entiendo.
—¿No lo entiende? Es muy simple. Cuando se trata de casos como el que nos ocupa, la ocupación de una vivienda, la cosa está clara. La ley es clara al respecto, no es necesario marear la perdiz y llenar folios de alegaciones, jurisprudencia, etc. Cuando un caso es complejo e importante y requiere ir con cuidado, entonces sí que nos podemos y debemos explayar en alegaciones, pruebas y lo que haga falta, pero lo que no es necesario, sobra, y si sobra, para qué ponerlo. ¿No le parece?
—Por supuesto que me parece. Es que se explica usted tan bien don Andrés que hay que comprenderlo, pero todo este grueso de folios no lo he escrito yo, ya los llevaba.
—Estupendo, pues con más razón se lo digo. Bien, gracias, hágalo como le he dicho.
Ana se dio media vuelta, cerró la puerta tras de sí y volvió a su mesa. Se sentó al ordenador, abrió el explorador de Internet y puso en el buscador: «Hotel Victoria». Pronto, varios hoteles aparecieron en la pantalla, entró en el de Granada y apuntó el teléfono en un papel que tenía sobre la mesa. Marcó el número y solicitó una habitación doble con vista al lateral de Correos. Solo tenían la 412, de modo que dio sus datos y la reservó para esa noche. Al instante salió don Andrés de su despacho para preguntar si había llegado su hermano y si estaba lloviendo.
—No, ahora está despejado.
—¿Y su resfriado?
—¿Mi resfriado? Bien, pero me caí en la bañera.
—¡Ah, claro! Los dibujitos de plástico. —Recordó—. Para ponerlos es un fastidio. Mi mujer me hizo cambiar la semana pasada unas estrellas muy bonitas, que puse hace tiempo, por unas horrendas flores de colorines que le vendieron en un centro comercial. ¡Una hora entre quitar y poner!
—Desde luego su mujer no le quiere bien. Con la artrosis que usted tiene.
—Cierto. No me quiere bien, no. —Hernández se quedó pensando un momento en la posibilidad de que fuera cierto.
—¿Entonces? ¿Qué hago con esto? Cuando tenga cuatro o cinco hojas, claro.
—Sí, pues dele curso. Yo me voy al juzgado. Si alguien llama, estoy allí. Y si me hace un favor…
—Llamo a su mujer y le digo que no irá a comer.
—Si no fuera por usted, Ana, tendría yo que llamarla directamente. Y qué quiere que le diga, prefiero al juez con la toga que a mi mujer en rulos, si usted me comprende.
Hernández cogió su paraguas y se marchó.
Ana entró en su despacho, se sentó en la silla de las visitas, cogió el teléfono e hizo una llamada. Mientras hablaba, abrió una pequeña caja que había sobre la mesa de Hernández y una bailarina surgió girando su cuerpo. Colgó, se levantó dejando la caja abierta y comenzó a pasear por la habitación. Contemplaba los estantes de madera repletos de libros, miraba sus lomos homogéneos en crema y rojo, pensaba en las próximas horas, en las pasadas, en cómo se había mostrado a Bruno, le preocupaba la opinión que se podía haber forjado de ella. «Se extrañó de que estudiara Derecho —se dijo—, quizá se extrañó de que estudiara algo». Buscó en el pasado. Había tenido un amor muy lejano, recordó sentimientos que son naturales, necesarios, solo que hay que elegir bien la persona en la que los depositas, pues te los pueden quebrar y romper fácilmente y se vuelven contra ti, te aprisionan. Llegó un momento en el que pensó que ya no podría volver a enamorarse nunca más, pero se negaba a estar sola, la soledad la iba entristeciendo. Pensó que aunque esa fuese su condena o su destino, tenía que luchar por superarlo.
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10
Sobre las dos de la tarde, el Zeluán estaba completo. La gente, en su mayoría estudiantes, se agolpaba frente al mostrador pidiendo cervezas mientras los camareros no daban abasto a ponerlas.
En el barullo, José atravesó la puerta y rodeó toda la barra hasta la parte de atrás, donde se encontraban las máquinas de juego. Pidió una cerveza y echó una moneda a una vieja máquina de «Pinball» que aún mantenía en activo el local. Cogió los mandos y comenzó a jugar. Las bolas rebotaban y rebotaban incansables por aquel entramado de pequeñas tartas y elásticos haciendo toda clase de sonidos. José ponía atención a su recorrido por aquel plano inclinado, lleno de dibujos en el que la bola se movía, pero le costaba trabajo coordinar las pulsaciones de los botones laterales.
—¡Cuidado con la polla! ¡Tendrá mala leche la máquina! —dijo de repente.
Le dio un fuerte golpe y se acercó al mostrador para coger su cerveza y su tapa de arroz. No estaba mal, «están buenas las tapas de arroz», pensó. Se tomó la cuchara colmada de pequeños granos amarillos y dejó la cerveza en una mesa junto a la máquina mientras echaba otra moneda. En la segunda bola, Ana se colocó a su lado.
—¿Qué?
—¡Nada! Que esto es más difícil que ligar contigo.
—Trae, déjame esa bola… y pídeme una cerveza. —Cogió los mandos y comenzó a marcar puntos ante la mirada de José. Recordó cuando se vieron por primera vez. Desde entonces la respetaba y la admiraba, sobre todo porque siempre sabía lo que había que hacer ante cualquier situación.
Cuando la conoció en el despacho del abogado que tuvo que buscarse para resolver lo de la pensión de su madre, no podía imaginar que fuesen a hacer amistad. El primer día que la vio con aquel vestido rojo de chaqueta, sentada en la mesa del despacho, creyó que era ella la abogada. La encontró tan guapa y elegante que tardó en articular las primeras palabras. Ana le hizo pasar y le ofreció asiento en la silla que había delante de su mesa. Comenzó a preguntarle sobre los motivos por los que estaba allí, pero tardó en contestar. Se puso nervioso. Las mujeres con las que él trataba eran muy diferentes, no supo qué decir, así que solo dijo «la pensión de mi madre». Ana lo miró fijamente. Se dio cuenta de que estaba nervioso y se mostró aún más lejana e inaccesible.
—¿La pensión de su madre? Imagino que no vendrá a cobrarla aquí. —Hizo esa pequeña ironía para mantenerlo a la distancia que él mismo se había puesto, pero inmediatamente tomó el papel profesional que correspondía—. ¿Tiene problemas con la pensión de su madre?
Así fue como Ana tomó contacto con José. Después, en sucesivas visitas y siempre desde una posición de superioridad, le preguntaba por su trabajo, sus negocios y demás entresijos de la vida de semidelincuente que llevaba. Así llegó a tener bastante información del mundo cercano a José y de los trapicheos en los que participaba. Ella, a veces, necesitaba ayuda y él podía proporcionársela.
Los momentos difíciles por los que había pasado desde que perdió a sus padres le llevaron a tomar la determinación de estar sola en el mundo y no depender de nadie. Cuando llegó al despacho de Hernández y Hernández para sustituir a una conocida, vio una gran oportunidad que supo aprovechar. Trabajó incansablemente, haciéndolo todo muy bien, así que Hernández quedó tan impresionado que la contrató para que ayudara a su amiga. Sin embargo, era tan buena en el trabajo que pronto Hernández despidió a su amiga y dejó a Ana encargada de los administrativos del bufete.
Ahora ocupaba una posición privilegiada que sabía mantener, pero no tenía un gran sueldo y ella sabía que el dinero es importante, muy importante. «Te da la libertad de no tener que depender de ningún cerdo hijo de puta», se decía. Por eso, a veces, utilizaba la información que obtenía en la oficina sobre algunos clientes para sacar algo más de dinero; sin embargo, el trabajo sucio en el que había que dar la cara tenía que hacerlo otra persona, de ahí el interés que puso en José. Ella obtenía información escuchando las conversaciones del abogado con sus clientes, sobre todo le interesaba cuando hablaban de dinero negro. Muchos clientes tenían necesidad de blanquear dinero procedente de negocios muy diversos y los abogados hacían de contables de muchos de ellos. Su sistema era crear empresas diversas y domiciliarlas en pequeños pueblos de los alrededores. Alquilaban una oficina y ponían un letrero en la puerta. Después, esa empresa vendía cobrando en metálico. A la vez, una inmobiliaria compraba pisos, locales y otros bienes, de manera que el dinero en metálico iba pasando por las empresas, aumentando cada vez más hasta que llegaba blanqueado de nuevo al promotor. Al poco de realizar varias operaciones de blanqueo, las empresas cerraban y se volvían a crear otras que realizaban las mismas operaciones.
Lo que a Ana le interesaba de todo eso era el lugar en el que guardaban el dinero para blanquear, o saber cuándo y dónde iban a hacer algún ingreso en metálico, porque así José podía robar algo. La primera vez que lo utilizó, José tuvo que presentarse en un edificio del centro y esperar en el garaje del sótano a un tipo que debía salir del ascensor con un maletín. El tío había ido al abogado el día anterior y Hernández le había dicho que llevara el dinero al banco a las nueve en punto. Ana solo tuvo que mirar la dirección y encargarle a José que estuviera en el garaje a las ocho. Puso el nombre del tipo en Internet y apareció la página de una inmobiliaria en la que se veía al dueño sentado a la mesa de su despacho, rodeado de maquetas de edificios. Guardó la imagen, recortó la foto de su cara con un programa de tratamiento de imágenes y la imprimió a color para dársela a José. Le fue bastante bien, el hombre apareció en el garaje un poco después de las ocho, muy bien vestido; llevaba una carpeta en lugar de un maletín. José tropezó con él, le quitó la carpeta y salió corriendo como le había ordenado Ana. A unos pocos metros abrió la carpeta, vio el dinero, cogió algo menos de la mitad y lo tiró al suelo delante del hombre, que venía detrás. Después siguió corriendo por la escalera y salió rápidamente a la calle. El hombre se detuvo a coger el dinero del suelo y tuvo tiempo suficiente para escapar.
Consiguieron unos tres mil euros para cada uno. Con eso estuvieron seis meses sin hacer nada más. Nadie puso denuncia en la policía. Ana sabía que la avaricia rompe el saco y no quería riesgos, por eso no solían coger grandes cantidades de dinero. Hasta que vio la oportunidad de lo de la caja. Cuando le propuso a José el trabajo que acababan de realizar la noche anterior parando al camión, no lo dudó un instante. Confiaba en ella, sabía que saldría bien.
Ana le preguntó por el coche mientras saboreaba el arroz caliente. Lo había dejado aparcado en la estación de ferrocarril, limpio como el jaspe por dentro. Había eliminado todas las huellas con líquido abrillantador y por fuera lo había metido en un túnel de lavado.
Se tomaron la cerveza y pidieron alguna tapa más. Estaba hambrienta, no había tomado bocado desde que almorzó el día anterior. Ahora estaba agotada y deseaba descansar, tumbarse en la cama y dormir, así que tras pasar un rato charlando, salieron a la calle hacia la plaza del Triunfo. Circulaban en dirección contraria al flujo de estudiantes que salía de un colegio cercano, por lo que les costaba avanzar. Por el camino fue explicándole a José los pormenores del plan, como la llamada y el envío de Correos. Mientras, él la miraba en silencio, escuchando su voz; veía sus labios moverse, estirando sus pómulos aún rosados. Miraba su cuerpo elástico, sus piernas, sus manos. Toda ella le hacía perder la atención. Más de una vez había querido intimar algo, pero siempre lo mantenía a distancia, solo colaboraba con él y nada más. Ana sabía que hay situaciones que deben mantenerse eternamente y a José había que conservarlo así, subordinado, sobre todo subordinado. Cuando terminó de hablar, comenzó él.
—Ese tío, ¿te gusta?
—¿Y a ti qué te importa?
—Nada, no me importa nada, ya lo sé. ¿Pero ese tío vale? ¿Y si se larga de la boca?
—¿Pero cómo se va a largar si él es el único a quien vio el camionero?
—Es verdad. Es que estoy nervioso. Hay mucho mosqueo. El Niño se ha pasado la mañana preguntando y repartiendo dinero.
—¿Repartiendo dinero?
—Sí, para cambiarlo por billetes viejos. Yo también he cambiado.
—Bien hecho, ¿te ha preguntado algo?
—Que dónde estuve anoche.
—Y ¿qué le has dicho?
—Que estuve de juerga con la Nati. El tema es que mi primo Manuel sabe lo del coche.
—¿Qué dices?
—Que lo afané con él y nos fuimos de juerga con las tías antes del rollo.
—¡Serás imbécil! ¿Tú qué te crees, que estás robando gallinas en un cortijo?
—No, si ya he cogido a mi primo y le he dicho que se largue. Como vive en el polígono, no es conocido en el Albayzín. Lo he mandado a un pueblo cercano, que allí vive otro primo. Además, le he tenido que soplar cincuenta euros.
—Vaya, pensaba que eras un poco más listo, espero que tu estupidez no nos lleve al desastre.
—¿Por lo de mi primo?
—Por todo, por todo. Y ¿la Nati y la otra qué?
—Nada, les he dicho lo mismo. Ni palabra, de veras.
—Mira, José, preocúpate de que todo lo que te toca salga bien, sobre todo lo de tener una moto preparada junto a la salida del servicio de Correos para seguir a Bruno por si necesita tu ayuda, y que no se te olvide llevar el casco puesto porque servirá para que no te reconozca nadie, además de que es obligatorio.
—Tranquila, mañana estoy allí.
José se quedó en la parada del Triunfo esperando al autobús mientras veía cómo Ana se perdía por la Gran Vía. Al poco, un autobús se detuvo junto a la acera repleta de gente. La mayoría eran trabajadores en traje de faena, entre los que destacaba un grupo de hombres vestidos con ropa elegante de vistosos colores, adornados con enormes medallones y pulseras de oro. José los conocía: dos eran primos lejanos suyos que venían de resolver unos asuntos; se saludaron efusivamente y entraron en una amena conversación. Uno de ellos le invitó a comer en su casa.
El polígono Almanjáyar y el barrio de Cartuja, que era el lugar hacia donde se dirigía el autobús, forman lo que en Granada se denomina «el polígono», un extenso barrio de nueva construcción repleto de edificios y solares. En sus orígenes se pensó como expansión de la ciudad hacia el norte para evitar la zona sur de huertos y casas de campo. Al principio comenzó a poblarse con cierta regularidad y muchas familias de asalariados adquirieron sus viviendas en este barrio de la zona norte, pero a los pocos años la cosa cambió y el barrio se pobló de toda clase de gente, por lo que uno se podía encontrar desde gente normal y corriente como trabajadores de los más diversos oficios, hasta traficantes de droga con toda su banda al completo.
En ese momento, la zona, donde vivía la familia de José, era un lugar imprevisible, a la vez que un gran centro comercial. Convivían allí varias familias que funcionaban como auténticos estados: con su jefe, oficiales, operarios y plebe. Todos trabajaban para la familia y se procuraba no interferir con los intereses de otra, ya que eso las llevaría a enfrentarse. Solo se acordaban ciertas colaboraciones, pero eran poco frecuentes.
Hacía más de diez años que José había decidido abandonar esa vida de matón y establecerse en Barcelona, donde tenía más primos lejanos. Allí le fue bien durante bastante tiempo, pero aquello se acabó y tuvo que volver.
El autobús frenó y se detuvo en la última parada. Los tres bajaron con rapidez y se dirigieron a un descampado donde las calles estaban trazadas, pero no se había construido nada. A la gente le costaba comprar pisos por allí, aunque, desde que instalaron un gran centro comercial, las edificaciones comenzaron de nuevo y empezó a flotar en el ambiente cierta recuperación urbanística de la zona.
Anduvieron por varios solares hasta llegar a un edificio de cuatro plantas sucio y mugriento que enfilaba una calle desierta con una acera construida y la otra sin construir. Los tres tomaron la puerta del zaguán y se pararon ante otra de madera en el mismo bajo del edificio. Uno de ellos dio unos golpes y alguien se asomó por la mirilla y a continuación abrió.
—¡Hombre, si es José! —dijo un gitano enorme con la cara de bola de caramelo sebosa y brillante. Sus patillas se introducían bajo las mejillas desde la abultada melena que llevaba.
Entraron en la casa y el gitano cerró la puerta. Una vieja con el pelo blanco y la cara cuarteada hacía ganchillo sobre una butaca de madera. Cuando los hombres entraron, la mujer no se alteró lo más mínimo, seguía haciendo ganchillo como si estuviera sola. En el salón había un pequeño tresillo forrado de plástico verde y una mesa con cuatro sillas de anea. Sobre la pared, encima del sofá, había un cuadro de la Virgen y en la pared contigua, un aparador de madera que tenía en su centro un Corazón de Jesús del tamaño de un niño de ocho años al que le habían puesto delante unas velas flotantes encendidas. Junto a la vieja, una ventana daba al descampado por donde habían venido.
El gitano gordo movió el sofá hasta ponerlo en medio de la habitación y, agachándose con dificultad, agarró un alambre que sobresalía del suelo, tiró de él y el espacio comprendido por seis losas se levantó haciendo aparecer una escalera hecha de bloques de cemento.
El fondo de aquella escalera era una gran nave excavada bajo el piso y apuntalada con una estructura de hierro que dejaba los cimientos de la casa casi al aire. Del entramado de vigas colgaban jamones y embutidos de la mejor calidad. Estaban en uno de los centros comerciales más importantes del barrio: el de los Ñitas. Serían cerca de las tres, buena hora para comer y beber. A esta familia no le dolían prendas y, para atraer clientes, tenían un pequeño bar en el que invitaban a los compradores. Como todo era robado, incluido el vino y la cerveza, se podía ser generoso. Los barriles de cerveza eran sustraídos de los camiones de reparto cuando estaban parados sirviendo a algún bar, y el vino procedía de las tiendas y supermercados que atracaban por las noches, normalmente estrellando un coche robado contra la persiana del local.
Aquí había de todo a precio de saldo: en una de las paredes laterales se amontonaban móviles, iPhones, iPads, GPS, relojes, etc.; en el otro lado había piezas de motos y de coches, chaquetones y abrigos, y junto a la barra había un apartado para las armas, relojes y joyas, que refulgían iluminadas por las bombillas peladas del techo.
Cuando José entró, su tío se encontraba de trato con unos peristas interesados en los relojes. Uno de ellos cogió un Omega de oro macizo y lo miró a través de su pequeño monóculo. No paraba de dar vueltas por la esfera hasta que abrió la tapa trasera y estudió la maquinaria de precisión, que funcionaba sin cesar: ruedecillas y engranajes giraban a intervalos idénticos, todo quedaba igual cada segundo, solo las agujas variaban su posición marcando el tiempo. El hombre se retiró el monóculo del ojo derecho y asintió con la cabeza a su compañero, podía comenzar el trato. Mil por los cinco. Imposible. Mil quinientos. Igual me da. O mil seiscientos o nos vamos. Dos mil y lo cerramos.
Tras el acuerdo, su primo se introdujo en el mostrador y sirvió unas copas. Después, con un afilado cuchillo, cortó innumerables lonchas del jamón que había en el mostrador. Todos saborearon el aperitivo. Tras la primera copa, uno de aquellos hombres sacó un sobre del bolsillo de su chaqueta, lo abrió y colocó cuatro billetes de quinientos euros sobre el mostrador. El tío de José hizo lo mismo con los cinco relojes, que recogieron inmediatamente. Después se dieron la mano y se les invitó a comer, pero rehusaron, tenían prisa. Uno de ellos debía llevarlos de vuelta al centro de la ciudad, de donde los habían recogido. José sí aceptó la invitación y, a los pocos minutos, una olla de puchero de garbanzos con tocino y morcilla que se encontraba hirviendo en la cocina de la abuela, bajó por las escaleras.
Todos hablaban mientras comían y bebían, parecía un comedor escolar, pero ningún ruido llegaba al salón de la casa, donde la abuela comía sola mascando con lentitud los garbanzos, a los que les faltaban unos minutos de cocción. «Con las prisas, se han quedado algo duros», pensó la vieja mientras miraba fijamente la pantalla de la televisión, donde la mayoría de las veces no entendía nada de lo que decían.
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11
Se encontraba sentado junto a la ventana con todas las notas esparcidas sobre la mesa, las había pasado a limpio. Sería fácil redactarlas tal y como se le habían ocurrido, pero quería hacer algo que gustara, que atrajera el interés del lector habitual. No quería que su jefe volviera a decirle: «demasiada literatura». Llevaba cinco años en el periódico y le había costado llegar a tener encargos para la edición del domingo, que era donde se publicaban los reportajes y artículos más extensos. Aunque le gustaba cubrir noticias, prefería los reportajes más largos y completos. Pero aquella noche, con los sucesos del camión y todo lo que había venido después, apenas había dormido. A pesar de todo, se sentía completamente despierto y concentrado, incluso más que de costumbre. Lo de la noche lo había acelerado y ahora no podía parar.
Se levantó de la mesa, fue a la cocina y miró el reloj de pared: eran las once y media. Hacía más de una hora que había salido de la casa de Ana. Decidió hacerse un café y volver a su habitación para centrarse en el artículo. La página en blanco estaba preparada en el portátil sobre la mesa, solo tenía que llenarla de letras y palabras con las que cerrar una historia interesante que poder llevarle a su jefe. Ordenó las notas y comenzó a trabajar.
Se decidió por escribir sobre el caso de corrupción urbanística por el que el alcalde de una localidad muy cercana había sido ingresado en prisión. Había recibido dinero de una empresa que había urbanizado una zona verde y ahora tenía problemas. Lo ligó a otro caso ocurrido unos meses antes que había tenido divulgación en todo el país. Recordó que la semana anterior había estado en la redacción siguiendo ese juicio en un canal de televisión por cable. Había visto la declaración de uno de los imputados que había sido asesor del detenido. En su declaración, había mencionado a este alcalde al que decía haberle dado grandes cantidades de dinero. Además, afirmó haber hecho entregas de dinero en viajes a Madrid a diferentes despachos y haber llevado a cabo otros trabajos, como una gran caja fuerte a la que se entraba por una puerta oculta con un mecanismo de presión y que daba acceso a una pequeña habitación en la que se podían almacenar enormes sumas de dinero. El juez habló de una conversación en la que alguien decía al imputado que debía conseguir el dinero del promotor y, si se negaba a darlo o no disponía de él, se le debía presionar y hacerle daño si fuera necesario. Después habló de los registros realizados en su casa, en los que se habían encontrado numerosas obras de arte y dos millones de euros en metálico. El tipo dijo que se los había dado el dueño de una conocida constructora. El dinero no era suyo, él solo tenía que llevarlo a Marbella y entregarlo allí.
Bruno elaboró su artículo relacionando al alcalde de la cercana localidad con el acusado del otro juicio que había visto en la televisión. Se tomó el café y comenzó a escribir en el ordenador. Tras casi dos horas de momentos en los que escribía sin parar y otros en los que se quedaba parado sin pensar en nada, el teclado dejó de sonar. Se echó en el respaldo de la silla y emitió un bostezo. ¡Cómo se podía tardar tanto en escribir poco más de un folio! Miró el reloj, era tarde, tenía que darse prisa. Cogió la llave USB, se puso el abrigo y salió a la calle, donde tomó varios autobuses hasta llegar a la redacción, donde siempre estaba su jefe.
Por fin se encontraba dentro esperando que la secretaria le diera paso al despacho. La mujer escribía en su ordenador con tal rapidez que Bruno se quedó mirándola ensimismado. Tras la puerta se oían voces. Alguien discutía con Martínez, las palabras subían y bajaban de tono. Por fin se abrió la puerta y un hombre de mediana estatura con muy poco pelo salió. Al parecer, estaba furioso por un artículo aparecido en el periódico, ya que al salir amenazó al redactor muy alterado. Este se disculpó como el que no sabe qué pasa.
—Yo hablaré con el corresponsal de allí, no se preocupe. Aunque no sé si es verdad o no lo que dice, me resulta extraño que un corresponsal escriba mentiras.
—Es mentira todo lo que dice. Lo sabré yo que soy el alcalde, o es que va a saber ese cantamañanas mejor que yo lo que hace el Ayuntamiento. Si se cree que nos va a armar un escándalo, va listo. Se lo advierto —dijo mientras se perdía tras la puerta.
Bruno entró en el despacho y le dio la llave de memoria para que lo pusiera en el ordenador. Su jefe lo cogió y se echó sobre el respaldo, mostrando lo harto que estaba de aguantar a tipos como el que acababa de salir por la puerta.
—Menuda gracia tiene el lío que ha montado tu amigo Fernando con el capullo que acaba de irse –le dijo a Bruno.
—Tienes que aguantar mucho, ¿no, jefe?
—Si es que todos estos políticos catetos de pueblo, se creen que por ser alcaldes de cuatro gatos son lo más importante que hay sobre la tierra.
—La gente es que está algo ida de la cabeza. En general, digo.
—Eso es lo que digo yo. La gente se pasa de rosca con una facilidad pasmosa y pierde los papeles a la mínima, pero como aquí todos tenemos que ser la leche…
—Bueno, pero mira a ver lo que te traigo –le dijo Bruno señalando el ordenador.
Su jefe abrió el documento y lo leyó con rapidez. Solo hizo dos muecas y continuó.
—Muy bien, me gusta. Es dinámico, se lee rápido y el tema tiene interés. Si los nombres son correctos y todo eso se dijo públicamente en el juzgado, no hay problema. Lo metemos para mañana.
—¿Para mañana? ¿No era para el domingo? Es que le he dado cierto aire de comentario de opinión, más que de noticia, por eso lo digo.
—Yo lo veo como noticia, vas mejorando chaval —le dijo el jefe haciendo una mueca con la boca indicando que tampoco se lo creyera mucho—. Para el domingo haces otro. ¿No quieres ganar dinero?
—Claro, claro. Vale, haré otro. —Bruno se complació.
—De momento, ve a un almacén que hay en Armilla junto a la salida de la autovía y entérate de lo que le ha pasado a un camión en la carretera que enlaza con Santa Fe. Un compañero que vive por allí ha venido diciendo que está todo el campo lleno de papeles y ha visto el camión en el arcén sin que hubiera volcado. Eso es raro y puede ser una noticia, así que entérate de lo que ha pasado. Si es algo que merezca la pena, lo quiero como muy tarde a las ocho. Un folio por una cara como mucho, a no ser que sea algo muy importante, entonces me llamas.
Le apuntó ciertos lugares donde podía recoger información de lo del camión. Sobre todo en comisaría, pues seguro que algo habrá hecho la policía, dijo, aunque solo fuera regular el tráfico o recoger papeles.
—Si solo es un accidente, ínflalo un poco y veremos si te lo colocamos en alguna parte. Búscale algo gracioso o anecdótico, ya me entiendes, y quizá te lo coloque como relleno en alguna página.
—El problema es que no tengo coche —dijo quedándose parado junto a la mesa. Pero el jefe ya se había ido. Al poco volvió, le dio una autorización para llevarse uno de los coches del periódico y le dijo que ya era hora de que se comprara uno.
Cerca de las tres, Bruno entraba en el Pájaro Loco. El bar estaba lleno de gente tomando café y hablando animadamente. Solo algunos se encontraban todavía comiendo uno de los platos de comida barata que ofrecía el local. El volumen de la televisión estaba tan alto que la gente tenía que gritar para poder entenderse. Bruno echó una ojeada en todas direcciones hasta que localizó a Ana con una taza de café en la mano. Se acercó a ella y se sentó en el taburete que había a su lado. Habían quedado en verse para tomar café.
—¿Ya has comido?
—Son las tres y media. He tomado unas cervezas con José y llevo casi media hora sentada en este bar tan simpático en el que habíamos quedado –le dijo un poco irritada.
—He tardado más de lo que pensaba en escribir el artículo. Después he tenido que llevarlo al periódico y, por último, mi jefe me ha encargado que cubra la información sobre un camión que lo ha puesto todo perdido de folios.
Ana hizo un signo de admiración arqueando las cejas a la vez que abría los ojos. Bruno la miró sonriendo y pidió al camarero un número siete, o sea, el plato combinado que contenía un buen trozo de tortilla de patatas, un poco de ensalada y un filete. Ella seguía pensando sin decir palabra. Bruno le preguntó si sabía algo de eso y volvió a sonreír. Ella le miraba muy fijamente como si algo le hubiera molestado. Él hacía lo mismo cuando llegó la tortilla y el filete.
—Todavía no me has dado un beso, parece que lo único que te importa es la tortilla.
Soltó el tenedor y se acercó despacio hasta sus labios, pero ella le cogió el hombro con la mano derecha y lo besó profundamente. Bruno se enrojeció, todos lo conocían, era el bar donde solía comer. El camarero era uno de sus mejores amigos, había estudiado historia y por afinidad mantenía con él largas conversaciones, a veces discusiones, que se podían prolongar horas después de cerrar el bar ante una botella de vino que nunca pagaban.
Mientras comía, estaba callado; Ana le hizo algunos comentarios, pero no muchos para que pudiera comer con tranquilidad. Cortaba sistemáticamente un trozo de tortilla que engullía con pan y después un trozo de filete. Solía beber cerveza con la comida, solo una, y a continuación agua. En quince minutos había terminado con el plato.
—¿Qué vas a decir en el artículo? —preguntó Ana.
—¿Tú sabes lo que ha pasado? ¡Antonio, un café! —pidió al camarero.
—He oído que unos gamberros pararon un camión y le tiraron toda la carga para divertirse —comentó Ana.
—No sé, no es muy creíble eso. Además —dijo Bruno—, ¿cómo sabían los gamberros que el camión iba a pasar por allí a esa hora?
—No lo sabían, simplemente andaban de juerga por allí y se les ocurrió la broma al ver el camión.
—¿A alguien se le puede ocurrir parar un camión a las cinco de la madrugada y tirarle la carga sin más? No es creíble, mi jefe me echa a la calle.
Bruno interrumpió la conversación. Acababa de entrar Diego, el compañero de piso que trabajaba en la central de Correos; siempre llegaba tan tarde porque salía a las tres. Bruno hizo que se sentara a su lado para presentarle a Ana. Ella lo saludó con un par de besos y Bruno comenzó a contarle la broma que pretendían hacerle a su tía al día siguiente.
Ana le dijo que su madre enviaría un paquete, que era una caja de cartón cerrada con precinto, pero que quería cambiarla por otra. Al hombre no le hizo mucha gracia. «El trabajo es algo serio», les dijo, pero Ana no paraba de reírse relatando la cara que pondría su tía al ver el paquete y la de su madre cuando la llamara. Sin duda se enfadarían y discutirían por el contenido del paquete que Bruno le daría esa misma mañana para ser sustituido por el otro. Ahora el de Correos también se reía, pues la tía de Ana era una beata de más de sesenta años y en el paquete le iban a meter un camisón rojo muy corto y transparente, de esos que llaman picardías. Ana se empleó a fondo para convencer al de Correos. El tipo se resistía. «Con el trabajo no se juega», les volvió a decir. Entonces Ana se pegó a él. Cuando terminó la comida, le cogió del brazo y se acercó lo suficiente para que sintiera su pecho desprovisto de sujetador sobre su brazo. Le pasó la mano por la cintura y le pidió que le explicara en qué consistía su importante trabajo.
Ante el asombro de Bruno, que veía todos sus movimientos, les contó el itinerario que hacían los paquetes postales desde que el cliente los facturaba en ventanilla hasta que eran dispuestos para salir en un camión en dirección a su destino. Ana le sugirió que el mejor momento para cambiar el paquete sería cuando el de la ventanilla se lo pasara a él por una trampilla para clasificarlo y colocarlo en el contenedor correspondiente.
El hombre no dejó de mirar a Ana en ningún momento, que le hacía notar su cuerpo y sus pechos rozándose continuamente con él. Pasada una media hora, los dos parecían amigos de toda la vida. Por fin lo convencieron, pero el paquete se lo debían dar aquella tarde, pues así lo llevaría al trabajo y lo podría sustituir antes de ponerle las pegatinas de la facturación que él mismo haría. Solo tenían que decirle que aspecto tenía su madre y la dirección de envío para no equivocarse. Después, Bruno podía pasar por su oficina y retirar el verdadero paquete. Sería cosa fácil, pero no debían comentarlo con nadie, él no podía hacer eso en su trabajo. Ana le prometió absoluta discreción mientras le daba un beso en la mejilla para despedirse.
Cuando salieron a la acera, el sol de la tarde aliviaba un poco el frío. Bruno estaba un poco molesto con la actuación de Ana, pero no tenía nada que decir. Pocos coches circulaban por la calle a esa hora, por lo que había un cierto silencio. Anduvieron por la acera calentándose al sol hasta que se detuvieron en un semáforo.
—Vaya roces que te has dado con Diego. —Fue lo primero que dijo Bruno en cuanto se pararon.
—¿Qué quieres? No podía dejarlo pasar. Teníamos que convencerlo, ¿no?
—Claro, pero yo creo que lo habría convencido fácilmente. A mí me hace bastante caso, tenemos una buena amistad. Seguro que no habría tenido problemas. —Bruno hablaba en un tono algo serio.
—¿Me estás reprochando algo? —A Ana le irritaba ese tono, no admitía reproches de tipo sentimental—. ¿Te ha molestado que lo cogiera del brazo?
—No lo digo por eso, perdona. No es nada. Déjalo. —Bruno se ruborizó.
—Mira. Vale que nos hayamos acostado, que me gustes y que no me moleste estar contigo. Pero si quiero rozarme las tetas con tu amigo, me las rozo. ¿Comprendes? —Ana se alteró, pues le había tocado su punto débil: el sentimental, el de estar bajo el brazo de alguien. Aunque pronto comprendió que se había pasado y recobró el control—. No sabía que tuvieras tanta influencia sobre él. No me dijiste nada de eso. Más bien dijiste que tendríamos que convencerlo. Creí que se trataba de conseguirlo, sin más. No me interesa tu amigo, si es eso lo que te preocupa.
—Tranquila, no quiero que me veas como un capullo. He dicho una estupidez. Soy un imbécil que no sabe tratar con las mujeres a nivel sentimental. Ya te dije que ligo poco. Creía que había intimado contigo y de pronto he sentido no sé qué.
—Vale, lo olvidamos, pero tienes que saber una cosa: se puede decir que sí has ligado conmigo, pero yo soy de una determinada manera y si no me respetas, no tenemos nada que hacer. Para mí, intimar es conocerse, estar juntos cuando nos apetezca, acostarnos cuando queramos y poco más. Yo no tengo novio ni quiero tenerlo. ¿Comprendes? No me interesa la despiadada relación de tiranía que se establece entre las parejas.
Bruno se quedó callado. No sabía qué decir. No tenía recursos para responder a aquellas contundentes palabras. Sus problemas de relación con las mujeres seguían ahí. Pensó todo lo rápido que pudo, pero no tenía respuesta. Ana lo miraba esperando que dijera algo, que hiciera algo, pero no respondía. Le cogió las manos y se acercó a él.
—No estoy enfadada ni nada de eso —le dijo—, solo quiero que sepas cómo soy. No quiero que después te decepciones. Somos muy diferentes, pero estamos bien, ¿verdad?
—Claro, solo que me he quedado sin saber qué decir. Pero estoy muy bien, no te preocupes, solo es que estoy algo aturdido. Llevo mucho tiempo sin tener una relación. Apenas recordaba los sentimientos y sensaciones que me has hecho sentir y para colmo me han gustado mucho. O sea, que estoy algo perdido, pero comprendo perfectamente lo que dices. Además, tienes razón, yo tampoco deseo ese tipo de relación de «pareja excluyente y encasillada».
—Pues estupendo —continuó Ana—. Lo mejor es que cada uno sea como es y ya está. La vida no se puede cambiar en un momento, ni la vida, ni las personas. Hay que seguir adelante, sobrevivir nuestro destino, ¿no te parece?
—Ahora más que estudiante de Derecho pareces de Filosofía —dijo Bruno sonriendo.
—La filosofía es aprender de lo que te va pasando. Y a mí por suerte o por desgracia me han pasado muchas cosas buenas, malas y muy malas, pero no me quejo. Me gusta cómo soy y la vida que llevo, así que dejémonos de rollos que tengo mucho que hacer.
Ana cambió de tema y comenzó a decir todo lo que le quedaba todavía por hacer esa tarde. Primero, ir a clase a la facultad de Derecho; después, arreglar el paquete y llevarlo a casa de Bruno a las nueve. Además, tenía que saber el número de su móvil, se lo mostró y le dio el número. A José también tenía que llamarlo, tenían que estar en contacto.
Se despidieron. Bruno echó a andar, pero Ana lo cogió del brazo y le dio un beso en los labios. Le dijo que estuviera tranquilo.
Bruno quería acercarse a la comisaría. Tenía que ir a la que hay cerca de la plaza de Mariana Pineda, que es la que llevaba el caso del camión, así que cogió el coche y condujo hasta allí pensando en lo que Ana le acababa de decir. No sabía qué hacer con la idea que se estaba formando de ella. Sintió que estaba perdiendo la imagen de medio delincuente que se había hecho al principio, por la de mujer interesante y bastante inteligente. Su mente se encontraba en un tremendo barullo de ideas que no lo dejaban concentrarse en el trabajo que llevaba entre manos. Tras pasar unos semáforos en los que por poco choca con el coche que llevaba delante, pensó que si seguía por el camino de acercarse a nivel sentimental, lo más probable es que se llevara una tremenda decepción. Ella misma acababa de decirle que ni tenía novio ni pensaba tenerlo, o sea, que como mucho su relación podría llegar a lo que estaban haciendo ahora, pero nada más. Ella no estaba dispuesta a llegar más allá, eso empezó a tenerlo claro.
—Bueno, ¿y qué? —se dijo pensando—. ¿Es que no voy a ser capaz de relacionarme con una mujer sin necesidad de atarnos como si fuéramos dos aborregados personajes de novela rosa? Bastante tuve ya con mi maravillosa novia como para seguir buscando la mujer de mis sueños. Además, no creo que tal cosa exista, así que lo que tengo que hacer es mantenerme en situación, no perder la oportunidad de estar con ella y no hacer el ridículo como siempre. Lo que pasa es que soy un paleto, eso es lo que pasa, y no sé tratar con mujeres normales, porque como me he pasado toda la vida con la tonta del culo de mi estúpida ex novia, ahora no sé qué hacer. O sea, que no voy a hacer nada y me pasará como hasta ahora, que solo haré el tonto, o sea, lo que ella diga».
Con estos pensamientos, llegó hasta el aparcamiento público de Puerta Real, cercano a comisaría, donde dejó el coche.
En la calle, la gente pasaba con rapidez arriba y abajo por la plaza que cubría el parking. Miró su reloj y, al ver que no era tarde, se acercó un momento al estanco que había en un lateral. Echó un vistazo a los periódicos por encima y se detuvo un momento en el suyo. Después, buscó la revista Qué leer, que junto con alguna de historia, era la prensa semanal que solía comprar. Ojeó la portada y vio un artículo que le sorprendió gratamente, se titulaba El humor silencioso de Harpo Marx, uno de sus actores favoritos. A Bruno le gustaban las películas de los hermanos Marx, aquel grupo de cómicos que, en la época del cine en blanco y negro, hacían películas de humor con una estupenda crítica social. Desde que comenzó a verlas en casa cuando era pequeño, no había dejado de hacerlo. Con el tiempo, se había hecho con todas ellas y las ponía de vez en cuando. Además, Harpo, el «mudo», era su favorito. Cogió la revista y fue directo al artículo, al parecer una editorial publicaba en español ¡Harpo habla!, su libro de memorias. Se dijo que en cuanto pasara por una librería lo compraría.
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12
Un pitido no dejaba de sonar mientras intentaba desesperadamente seguir durmiendo. Había pasado por varios lugares extraños que ya había visto antes, de eso estaba seguro. Ahora se encontraba sobre una cama en medio del mar, sin viento ni agua, solo de cuando en cuando algunos peces saltaban a su alrededor. De pronto, una mujer apareció, abrazándolo, y su rostro cambiaba y se oscurecía. Ahora daba vueltas con ella flotando a ras del agua. Los peces sonreían y saludaban con destellos brillantes, hasta que cayeron sobre un barco que en realidad era un tren que iba sobre un gran pez negro como el carbón. Pero el barco echaba humo y la mujer no paraba de quitarse un vestido tras otro, cada vez más ligero y sensual, hasta que se quedó desnuda. Entonces vio que era la Viuda, que le sonreía con unos labios muy brillantes. Se acercó e intentó besarla, pero el teléfono no dejaba de sonar y el sonido era tan insistente que se levantó de un salto y cogió el auricular.
—¿Diga? ¿Quién llama a estas horas?
—Son las doce y media, inspector.
—¿Y qué? Estoy durmiendo.
—Perdón, soy Carrillo, le llamo de comisaría para darle la información que pidió.
—Bien, habla Carrillo, ¿qué tenemos?
—Los agentes de paisano han comprobado que gente del Albayzín ha pasado por varias tiendas y grandes almacenes y han hecho pequeñas compras que pagaban siempre con billetes de cien y doscientos euros.
—¿Qué cantidad de dinero calculas que han cambiado?
—Bastante. En concreto, en un centro comercial han tenido unos treinta cambios de doscientos euros en lo que va de mañana.
—¿Algo más?
—No, eso es todo.
—Gracias.
Colgó el móvil y se levantó para darse una ducha. Ya en el baño, abrió el grifo y dejó correr el agua unos minutos para que saliera caliente. Sus duchas eran rápidas, no le gustaba recrearse en el agua, solo estaba el tiempo suficiente para que las zonas que él llamaba fundamentales cogieran el jabón y, desde allí, lo propagaran por todo el cuerpo, por lo que al poco de comenzar ya había terminado. En unos minutos, se puso la bata y salió del baño hacia la cocina a prepararse un bocadillo. Al abrir el frigorífico comprobó que estaba semivacío, pero había suficiente queso y lonchas de jamón serrano como para tomar algo. Miró los cajones de abajo y encontró algunos tomates maduros. Cortó uno de ellos a rodajas y lo puso en el pan junto con dos lonchas de jamón y una de queso. Después, echó aceite de oliva por encima, lo cerró todo y le dio un gran bocado.
Entró comiendo en el salón y se sentó en el sofá. A la vez que su estómago se iba llenando, las ideas le venían con más claridad. Su lógica era muy simple: «si están cambiando dinero es por algo. Si al dinero le sumamos que esta noche alguien ha cogido una caja de un camión que no era suya, lo lógico es que la caja sea valiosa y pidan dinero por ella a sus propietarios para recuperarla». Había visto al Niño interesarse por la caja. El Niño era sobrino de Carmen Roldán, más conocida como la Viuda. ¿Por qué no llamarla por teléfono? Hacía tiempo que no hablaba con ella, pero se conocían bastante bien, podía llamarla. Además, tenía ganas de verla, así que cogió su móvil y buscó entre los contactos el nombre de Carmen Roldán y puso su dedo sobre él.
—¿Quién es? —contestó una voz de mujer.
—¿Carmen? Soy Endivia.
—¿Paco? ¡Ah!… ¿A qué debo este honor? Es que en el móvil me sale Paco-pasma y no sabía muy bien qué Paco sería.
—Bueno, pues soy yo, es que me acabo de levantar y se me ha ocurrido llamarte para invitarte a comer.
—¿A comer? Qué sorpresa. ¿Me invitas de tu bolsillo o vas a utilizar los vales de comida para detenidos de la comisaría?
—Carmen, sin cachondeos, voy en serio. Te invito en el Mirador de Morayma, ese restaurante que está cerca de tu casa, para que no tengas que coger el coche. ¿Aceptas?
—Hombre, ya sabes que alguna vez sí que me gusta comer con la autoridad. Tiene emoción.
—No es cuestión de autoridad, solo quiero que hablemos.
—De acuerdo, ¿a qué hora nos vemos?
—¿Sobre las tres te va bien?
—Perfecto, allí estaré.
Endivia regresó al dormitorio y abrió el armario buscando el traje gris marengo. Tenía varios trajes de colores claros, pero pensó que con ella iría bien algo oscuro. Se lo puso con rapidez, cogió una corbata azul que se anudó frente al espejo de la cómoda y tomó algo de dinero del cajón de la mesilla que guardó en su cartera. No estaba mal la idea, pensó alegre, sin duda había tenido una idea estupenda: acercarse al centro de la acción e intentar encontrar la verdad en un montón de artimañas de mujer con su enorme atractivo. Un cierto nerviosismo le subía de los talones a la cabeza. Recordó el sueño, sus labios rojo fuerte. Encontrarse con Carmen siempre era emocionante. Desde que la conoció hace años siempre le había gustado y la deseaba inconscientemente, y aunque lo sabía en el plano racional, lo mantenía como una idea flotante que podía aparecer en sueños, incluso en la siesta, dando una cabezada ante el televisor. Le gustaba su dureza, su fuerza. Era como él, pero en el otro bando, lo que aumentaba su deseo por ella. Sin embargo, sabía que nunca perdería los papeles; sabía que, aunque tuviera la oportunidad de tenerla, no iba a perder el objetivo de conseguir esa caja y descubrir todo lo que pudiera sobre ella. Aun así, el plan que había comenzado a trazar cuando tomó el ascensor hacia el garaje incluía la idea de llegar hasta donde fuera necesario para conseguirla.
Al llegar al garaje se dio cuenta de que no había llamado al restaurante, así que cogió el teléfono móvil y llamó para reservar mesa en el salón de la torre, desde donde se ve la colina de la Alhambra. Después, se subió al coche y salió al exterior. El garaje del edificio daba a la calle Arabial, en dirección opuesta al río. Era la una y media de la tarde, tenía tiempo de sobra, así que decidió subir a los alrededores de la plaza de San Nicolás para aparcar.
Tardó casi una hora en llegar, ya que tuvo que atravesar toda la ciudad por la zona de mayor tráfico. Estrechas calles y callejones eran la única vía de unión entre su casa y el Albayzín, por lo que iba despacio pensando y haciendo tiempo. Cuando llegó a las inmediaciones de la plaza de San Nicolás, encontró un hueco en el que dejar el coche. Aparcó, bajó del auto y pasó junto a la iglesia, donde se detuvo a observar los puestos en los que se vendía todo tipo de cosas. «La gente intenta ganar algún dinero», se dijo. Había muchos turistas que observaban la Alhambra desde el mirador al final de la plaza. A la derecha, vio a dos jóvenes con aspecto sospechoso apoyados en un árbol. Tenían pinta de estar vendiendo algún tipo de droga, pero no podía entretenerse ahora. Miró su reloj: las dos y cuarto. No quería llegar tarde.
Se encontraba en una de las zonas más altas del barrio del Albayzín, que ocupa la colina que hay frente a la Alhambra. Tras atravesar lentamente la plaza, bajó las escaleras de la zona norte y comenzó a recorrer las calles que llevaban hasta el restaurante. Todo era cuesta abajo, así que tenía que ir despacio y con cuidado. Tras varios minutos, llegó ante una puerta de madera que parecía de una casa normal y corriente, pero que, en realidad, era la entrada para los clientes. Llamó al timbre y por el interfono preguntaron su nombre. Pronto un camarero abrió la puerta invitándole a entrar.
El restaurante ocupaba el Carmen de los Patios, un lugar lleno de jardines y patios del más puro estilo granadino. En el interior, la temperatura era bastante agradable. Endivia dejó el abrigo en la entrada y la atravesó dirigiéndose al primer comedor, donde unas pocas mesas estaban ocupadas. Un camarero salió a su encuentro saludándolo con esmero. Su mesa estaba preparada en el torreón, le dijo, así que atravesó el salón y se dirigió hacia la torre. El ambiente era agradable. Pasaron otro pequeño salón y tomaron la escalera que daba acceso al piso de arriba. Cuando llegaron a la estancia, un gran ventanal que daba hacia la Alhambra permitía que el sol entrara con suavidad iluminando la mesa. Tras los cristales, la torre de Comares destacaba bajo el azul intenso del cielo.
—¿Viene solo?
—Ahora sí, pero dentro de poco llegará una señora a la que espero. Es rubia y muy guapa. Cuando llegue, condúcela hasta aquí, por favor.
—Por supuesto —respondió con seguridad mientras se dirigía hacia la escalera.
—Un momento. —Endivia le hizo volver—. Retira ese jarrón y pon uno pequeño con una rosa roja.
—Ahora mismo. Perdone, ¿sabe lo que van a comer?
—Todavía no. Pediremos cuando ella llegue. De momento tráeme una cerveza.
Únicamente una mesa más, de las pocas que había en la torre, estaba ocupada por una pareja que comía como si fuera la primera vez. Miró de nuevo el reloj: las tres. «Las mujeres siempre te hacen esperar», pensó. El camarero le trajo la cerveza con una tapa de queso en aceite y unas aceitunas. Saboreó ambas cosas mientras observaba como, a lo lejos, unas pequeñas figurillas del tamaño de un alfiler parecían moverse por la superficie del patio de los aljibes y el interior de Comares. «Turistas, se dijo, echándole fotos a todo». Probó el queso en aceite. Lo encontró muy bueno, era viejo y picaba un poco, como a él le gustaba. Apurando la cerveza, vio cómo una hermosa mujer de pelo rubio recogido en un moño se dirigía hacia la mesa. Endivia se levantó, le ayudó a quitarse el abrigo, que colocó en una percha cercana, y la invitó a sentarse retirando su silla. Llevaba una falda roja de cuadros con una ajustada camisa, tras la que se entreveía un sujetador de encaje.
—¿Has encargado la comida? —preguntó al sentarse.
—No. No he querido pedir algo que no fuera de tu agrado.
—Muy amable. ¿Has adelgazado o es que hace mucho que no nos vemos?
—Ambas cosas.
—Desde que te dejó tu mujer has mejorado mucho.
—Sí, la soledad me sienta bien. Sin embargo, tú… tan guapa como siempre. Parece que el tiempo se ha olvidado de ti.
—Solo lo parece. ¿Esto es un detalle tuyo? —preguntó cogiendo la rosa del pequeño jarrón de cristal.
—Sí, aún recuerdo que te gustan las rosas.
—Huele muy bien —dijo aproximándosela.
—Esta mañana he visto a tu sobrino —afirmó con sequedad esperando su reacción.
—¿A mi sobrino? —respondió entornando los ojos en un gesto indefinido.
En ese momento, el camarero se acercó a ellos e interrumpió la conversación.
—Señora —saludó—, ¿saben lo que van a comer?
Carmen cogió la carta, abriéndola por el centro.
—¿Qué nos recomienda? —preguntó mirándolo.
—Hoy tenemos nuestras especialidades habituales que usted ya conoce —se dirigió a Endivia—. Sin embargo, yo me atrevo a recomendar algo que no está en la carta, pero que está recién hecho.
—Y ¿qué es eso? —preguntó Endivia.
—Pues es un arroz que hace la cocinera cuando hay sardina fresca y es exclusivamente para nosotros —respondió señalándose con el dedo para que se entendiera «los que trabajamos aquí». Arroz con sardinas lo llama.
—¿Y eso está bueno? —preguntó Carmen levantando las cejas.
—Está buenísimo, señora. Se lo digo yo.
—Pero ¿qué lleva? —preguntó Endivia.
—Bueno, por lo que yo he visto entrando y saliendo de la cocina —respondió el camarero con parsimonia—, eso es que primero limpia muy bien las sardinas de raspa y escamas, después hace un sofrito con ellas de cebolla roja, ajos frescos, perejil y encima tomate. Después, echa el arroz, un poco de brócoli y lo rehoga todo un poco. Después le echa caldo de la sopa de pescado que tenemos en la carta y lo cuece unos minutos. Finalmente, lo mete un rato al horno con varias sardinas por encima y cuando sale está muy bueno, si no, no se lo recomendaría.
—Pues venga, ese arroz —dijo Endivia—, pero antes ponte una selección de entremeses con una botella de vino, ese vino blanco de la Alpujarra que tú sabes que me gusta y, mientras nos comemos el arroz, nos preparas unas chuletas de ternera a la brasa con verdura a la plancha. Si tú quieres, claro —se dirigió a Carmen, que asintió—. Y cuando estén las chuletas, las sirves con vino tinto. ¿Qué te parece, Carmen?
—Me parece que, a pesar de ser funcionario, tienes un buen sueldo porque lo que has pedido vale un pico, Paco.
—Pero Carmen, ¿tú crees que yo me voy a andar con remilgos después del tiempo que hace que no nos vemos? Solo por ver lo bien que estás merece la pena pagar lo que cueste la comida. Ahora, tampoco os paséis —se dirigió al camarero— que el arroz va de prueba, con lo que quiero decir que hagas cábalas y te ciñas al dinero en efectivo que llevo en el bolsillo.
—No se preocupe, don Francisco, que aquí sabemos tratar a los clientes, y más aún si es la policía —respondió el camarero.
—A eso me refiero.
El camarero cogió la carta y salió hacia la cocina, ilusionado con sorprender al inspector y compañía con ese arroz. Mientras tanto, Endivia retomó la conversación.
—Como te decía, he visto a tu sobrino esta mañana —dijo mostrando poco interés.
—Ya, me ha dado tu recado —dijo Carmen cogiendo una aceituna del plato—. Dice que le hablaste sobre una caja —continuó—. ¿Se te ha perdido una caja, Paco?
—A mí no suelen enviarme cajas. ¿No se te habrá perdido a ti? —le preguntó sonriendo—. Esta noche han asaltado un camión que transportaba papel buscando esa caja. Yo diría que fue tu sobrino.
—¿Mi sobrino? ¿Para qué iba a asaltar mi sobrino un camión de papel si apenas sabe escribir? ¡Qué tontería!
—Pues me atrevo a decir que fue tu sobrino, sí —insistió—. A lo mejor es que quiere sacarse el graduado ahora por la noche en algún centro de educación para adultos.
—Mi sobrino tiene el graduado, querido —respondió malhumorada—. Mi trabajo me costó que lo sacara. Incluso el bachiller estuvo a punto de sacarlo, lo dejó por cabezón y por no querer repetir.
—Si a mí me da igual los estudios de tu sobrino. La cuestión es que ha asaltado un camión buscando una caja —dijo Endivia retomando el tema—. Por eso estaba esta mañana en el almacén de Armilla escuchando las conversaciones de los corros que se formaban donde se contaba el asunto. Se enteró de que alguien antes que él había parado el camión atravesando un coche en la carretera, al parecer, averiado. Verás, yo creo que te han jugado una mala pasada —dijo mirándola a los ojos—. Alguien te ha quitado esa caja.
—¡Qué dramático! El caso de la caja desaparecida, novela o película barata. Como a ti te gusta —dijo haciendo muecas—. Por lo que dices, ¿no puede ser droga? Para algún traficante del polígono, yo qué sé. Ya sabes que necesitan correos que transporten la droga porque a los suyos siempre los pilláis, por eso están buscando continuamente formas de meter la mercancía en la ciudad. Gente normal, camiones como ese. Así no los trincáis. Lo sabes perfectamente.
—Lo paró tu sobrino.
—Vamos, sabes perfectamente que yo no quiero saber nada de droga.
—Pero tu sobrino sí.
—Imposible. Si mi sobrino trafica con droga, acabo con él.
—Pues su gente vende. Te lo digo por si no lo sabes.
—Si sus amigos venden algo, es cosa suya, lo venderán para ganarse algo por su cuenta y nada más, pero no para mí, ni para mi sobrino. Eso que quede bien claro.
—Pues si la caja no era para él, es para ti.
—Qué pesado te estás poniendo, joder. Tiene que ser lo que tú digas, lo que tú pienses y nada más. O sea, que me has invitado a comer para calentarme la cabeza con ese rollo de la caja. Vamos a ver, Paco, piensa un poco, yo siempre te he tenido por una persona muy inteligente. Si no es droga, ¿qué va a ser? —Carmen dijo esto poniendo cara de inocente—. Eso es de algún camello de los gordos. Que lo sepas.
Carmen intentó convencerlo, pero no lo consiguió. Endivia le argumentó que su sobrino no pintaba nada en Armilla a las siete de la mañana si no fuese porque tenía interés en el suceso del camión. Y era evidente que el hecho de estar allí demostraba que no había conseguido la caja, por lo que era el segundo asaltante, y no el del coche averiado. Además, le dijo a Carmen que alguien estaba reuniendo dinero usado, lo sabía por la información que tenía de sus agentes, luego los del primer coche habían cogido la caja y ahora le pedían dinero por ella a los del segundo que eran los supuestos propietarios de la misma.
—Todo esto es lo más lógico. No hay otra posibilidad —continuó Endivia—. Ahora solo tienes que reconocerlo y decirme de qué va esto de la caja y qué contiene.
—Me parece muy bien, pero por ahí viene el arroz y me ha dado hambre solo de oírte, con todo ese rollo de la caja.
—Vale, tranquila. A comer. Tenemos tiempo.
El camarero entró en la torre y presentó el arroz con sardinas delante de la mesa. La vista era estupenda en aquella sartén circular con las sardinas doradas encima haciendo una estrella. Les puso unos platos de barro cocido con el arroz humeante y un par de sardinas cruzadas encima. A Endivia le pareció que tenía un aspecto excelente.
Tomó la copa que acababa de servir el camarero y brindó con Carmen por la caja. Carmen sonrió y cambió el brindis a un «por nosotros». El vino estaba bueno, ahora quedaba probar el arroz, para lo cual el camarero esperaba de pie junto a Endivia.
—Muy bueno —dijo tras probarlo. Carmen también alabó el arroz y por fin el hombre pudo irse tranquilo.
Hablaron poco durante el primer plato. Realmente estaba bueno. Se miraron mucho y tomaron vino, lo cual les alegró un poco. A Endivia se le escaparon ciertas picardías que Carmen continuó. Era evidente que todavía pasarían algún tiempo juntos. Cada vez se soltaban más y cuando regresó el camarero con la carne ambos reían a carcajadas. Endivia había entrado en la fase en la que los chistes verdes se sucedían uno tras otro, y ella disfrutaba escuchándolos.
El hombre retiró los platos de arroz vacíos y colocó la carne a la vez que preguntaba a Endivia por el tinto. Le dijo que trajera una botella como la de Reserva de Toro que le puso su jefe la última vez que estuvo allí.
En unos minutos, la botella estaba abierta sobre la mesa y sus copas llenas. Ambos volvieron a brindar en amena conversación. Endivia le proponía tratos sobre la caja, medio en serio, medio en broma, pero ella seguía sin reconocer nada, cambiaba de tema y se metía con su forma física, con su soledad.
—Fortuna Imperatrix mundi.
—¿Qué has dicho, Paco? Eso no suena ni a inglés —comentó Carmen.
—Es un tema del Carmina Burana de Carl Orff. Es latín.
—Claro, latín —dijo Carmen con sorna—. Tú es que sabes hasta latín.
—No es que sepa latín, pero me gusta mucho lo clásico y algo recuerdo todavía. La música también me gusta bastante y de pronto me han venido esas palabras a la cabeza, quieren decir que es el azar, la suerte, la fortuna, quien gobierna el mundo. Sabes tú que a mí no me gusta dármelas de nada.
—Lo sé de sobra —dijo Carmen sonriendo—. Y además tienes razón con ese latinajo. Nosotros podemos hacer poco en esta vida. Si está de Dios que la palmes, te mueres y se acabó. Lo mejor es tener suerte, ¿verdad?
Endivia dijo que sí y la conversación continuó a ratos entre la comida, sin profundizar en tema alguno, por el simple hecho de no estar callados. Mientras tanto, la tarde entraba fría y suave, con el sol anaranjado chocando contra las paredes del comedor en el que se encontraban.
La torre de Comarex comenzó a enrojecer mientras Carmen y Endivia la miraban por el ventanal mientras se tomaban el postre.
Cuando terminaron de comer, Carmen le propuso tomar café en el hotel Palace, muy cerca de la Alhambra. Endivia aceptó, así que se levantaron de la mesa y bajaron hasta la barra, donde pagó la cuenta y se despidió del dueño con unas breves palabras de agradecimiento y de enhorabuena por el arroz que le habían servido. Ya en la calle, tuvieron que subir hasta la plaza de San Nicolás, donde los turistas seguían observando la Alhambra, para coger el coche de Endivia. Después, tenían que bajar toda la colina del Albayzín, atravesar Plaza Nueva y subir por la cuesta de Gomérez para entrar en el recinto de la fortaleza donde se encontraba el hotel.
Cuando subían la cuesta, la lluvia comenzó a caer de forma tenue sobre el bosque que llena el recinto. La grisácea luz del atardecer comenzó a disminuir bajo los castaños y almeces. Endivia conducía mientras Carmen miraba por los cristales. Al pasar la puerta de las Granadas, le vinieron a la mente recuerdos de aquel lugar donde, al poco de morir su marido, solía subir algunas tardes de invierno y sentarse en los bancos de la fuente del final del paseo.
Recordó cuando observaba la estatua detrás del pequeño estanque en la que un hombre desnudo sujetaba un ciervo por los cuernos. Aquella estatua le gustaba. Mientras la miraba, comenzaba a ver cómo un hombre se acercaba y se sentaba a su lado en silencio. Llevaba un abrigo negro bajo el que se veía un traje del mismo color. Era un hombre maduro, con barba y pelo gris, sus ojos azules la miraban sonriendo. Nunca decía nada. Estar a su lado le producía una sensación agradable, como si estuviera con algún conocido o familiar. Así pasaba un buen rato y, cuando se iba, él seguía mirándola, inmóvil.
Pasado un tiempo, el hombre se iba con ella y la seguía. Estaba presente casi en todas las horas del día. Intentó hablarle, pero nunca respondió. Pensó que estaba perdiendo un poco la cabeza porque cada vez era más real, incluso cuando en el dormitorio de su casa se desnudaba, él estaba presente, así que acababa cambiándose de ropa en el baño, ya que ahí no entraba nunca. Decidió que debía ir a un psicólogo y comprobar si aquello era normal en todas las viudas o solo le pasaba a ella. Tras darle muchas vueltas a la idea y pensárselo mucho, por fin se decidió a buscar alguno, por lo que una tarde cogió las Páginas Amarillas y con el lápiz subrayó un teléfono en el que ponía «Gabinete psicológico Delta, especializados en trastornos adictivos y salud mental. Drogas, alcohol, tabaco, ludopatía, anorexia, bulimia, depresión, ansiedad, estrés, sexualidad».
«Entre tantas cosas, alguna tendré yo», pensó. Así que llamó primero al fijo, que no lo cogieron, y después al móvil en el que contestó una chica que le dijo que la consulta estaba en la Gran Vía.
Concertó una cita para un martes por la mañana. La chica que la atendió le dijo que debía ser puntual, así que se esmeró en serlo. Cuando llegó, saludó a una mujer delgada y muy joven que, a primera vista, le pareció la enfermera o auxiliar que normalmente recibe en las consultas, pero no había enfermera, aquella joven era la psicóloga. Al saludarla, le pareció muy agradable y simpática. Inmediatamente, hizo que se sentara en un confortable sillón y la tranquilizó con sus palabras.
Pasó más de una hora hablando. Ella le preguntaba con gran naturalidad, tanto que al poco de empezar le pareció que estaba hablando con su más íntima amiga. Le describió al hombre de su visión, que no se parecía a su marido. La terapeuta, a primera vista, esperaba que fuese una imagen creada por ella para soportar su ausencia, pero no se parecía en nada. Después le hizo un sinfín de preguntas sobre el difunto acerca de cómo fue su relación y cómo se sentía tras su muerte. Contestó a todas con naturalidad, describiendo todo lo que había pasado desde entonces. Después de una hora, la psicóloga le dijo que pronto dejaría de ver a aquel hombre. La tranquilizó mucho, así que siguió yendo una vez por semana.
Todos los martes a la misma hora se encontraba en la acera llamando al timbre de la consulta. Cada vez hablaba más sobre ella. Le contó su vida desde la infancia, cuando vivía en una casa muy pequeña con sus padres y sus cinco hermanos. Su padre trabajaba en una fábrica y su madre estaba siempre en casa con la abuela. Allí pasaba el día jugando en la calle con los vecinos. Le contó que en su casa había muy poco dinero y escaseaba la comida, por eso todo estaba guardado bajo llave. También le contó su obsesión por el pan blando recién hecho. Su madre no dejaba que cogiera un trozo cuando iba a comprarlo. Ella acostumbraba a quitarle la punta tostada y crujiente a las barras de pan para comérselas antes de llegar a casa, pero su madre un día se hartó y le dio con la zapatilla en la cara y le dijo que no volviera a hacer eso nunca más. Así que, desde aquel momento, cuando la panadera se descuidaba, le quitaba la punta a cualquier barra que tuviera a la mano y se lo guardaba en el bolsillo. Pero también un día su madre escuchó decir a la panadera que alguien le pellizcaba los panes y le volvió a dar con la zapatilla.
A la psicóloga le gustó mucho aquella anécdota y sacó de ella muchas conclusiones sobre su personalidad. Después habló de su juventud, en la que trabajaba por las tardes en un taller de costura que había cerca de su casa mientras, por las mañanas, iba a un centro de formación profesional donde estudió corte y confección. Siempre tuvo poco dinero, hasta que conoció a Juan, su marido, y se enamoró de ella.
El marido sí tenía dinero. Su familia era rica desde los abuelos y tenían una gran casa en el Albayzín, en la que ahora vivía ella. No estaba acostumbrado a trabajar, siempre lo había tenido todo, por eso gastaba mucho en juergas, partidas de cartas y cosas similares. Incluso llegó un momento en el que las cosas se pusieron mal y faltaba dinero para mantener la casa, pero eso a él le importaba poco. Tenían varias tiendas por la ciudad, anticuarios, muebles y ferreterías. Cuando la cosa se complicó, estuvieron a punto de perder los negocios. Carmen le reprochó sus descuidos y, tras una fuerte discusión, el marido le dijo que a partir de ese momento todo iba a mejorar. Y así fue, pero después descubrió que la mejora venía porque empezó a trabajar con amigos del juego en negocios algo sucios como blanquearles dinero y vender objetos robados. Sin embargo, la cosa había mejorado y ella no podía hacer nada. Esto último no se lo dijo a la psicóloga, lo disfrazó diciendo que el marido comenzó a trabajar y pudo levantar el negocio.
La psicóloga le dijo que aquel hombre que veía era una necesidad que venía arrastrando desde pequeña. Le dijo que, por lo que había contado, ella no había tenido seguridad económica ni una posición cómoda en la vida hasta que se casó con el difunto. Ahora, al perderlo, esos viejos problemas de inseguridad y miedos le aparecían representados en ese hombre que su imaginación había creado, pues un hombre había sido quien se los solucionó en su momento. Pero había bastante más, también estaba la imagen del hombre: su figura, su cara y su aspecto eran los del hombre ideal que ella se había imaginado de pequeña, pero que el destino no le había dado. Su marido era más bien bajo, regordete y tenía poco de guapo. Ahora, su subconsciente había dibujado esa imagen que, en su infancia y juventud, deseó. Ella misma había dicho que se encontraba muy a gusto a su lado. Había ido a la consulta por temor a que aquello no fuera normal, pero podría haber seguido así estupendamente, para ella no era un trauma, ni un problema. Finalmente, le dijo que reconocer todo eso haría desaparecer al hombre. También le recomendó que cuando conociera a alguien o tuviera oportunidad de ir algo más allá con un hombre que le resultara agradable, que lo hiciera, que la mejor cura para las ilusiones es hacerlas realidad.
Desde entonces, se hizo clienta fija y al menos una vez al mes iba a ver a aquella chica joven tan agradable con la que podía relajarse y hablar de todo.
—Paco, mírame un momento —le dijo a Endivia al pasar junto a la fuente.
—¿Que te mire?
Carmen le hizo parar el coche ante la fuente. Los dos se bajaron e hizo a Endivia sentarse junto a ella.
—Sí, mírame aquí, junto a la fuente.
—¿Me estás tomando el pelo?
Endivia la miró con sus grandes ojos marrones. «¿Qué treta es esta?», pensó. «Que la mire junto a la fuente de Ganivet… Ni siquiera creo que lo haya leído, incluso me extraña que lo conozca. En esta fuente solo reparamos los que conocemos a Ganivet». De pronto, notó que el banco en el que se estaban sentando estaba algo húmedo.
—Vale, vámonos. —Carmen se levantó.
—Bueno… Esto… ¿a qué ha venido? —dijo con mala cara.
—¡Qué gracia tienes, Paco! —Carmen se rio con franqueza.
—Pues no le veo la gracia. Has hecho que me moje el pantalón solo para mirarte —dijo mientras se secaba con su pañuelo.
Carmen se acercó a él sonriendo, le dio un corto beso en la mejilla dejándole sus labios marcados con carmín y lo llevó de la mano hacia el coche. A Endivia se le estremecieron los huesos.
Anduvieron unos doscientos metros hasta que paró el coche frente al hotel Alhambra Palace, donde iban a tomar café. El hotel se encontraba en la ladera de la colina que da al río Genil. Entraron por la puerta de cristal y atravesaron la recepción hacia el salón del otro extremo del edificio, donde algunos turistas miraban la ciudad desde la terraza. Las luces de las farolas competían con el fuerte anaranjado del atardecer.
Se veían circular algunos coches que iluminaban los estrechos callejones del barrio del Realejo. A la izquierda, se veía la ladera de Sierra Nevada, donde innumerables pueblos comenzaban a encender las luces de sus calles.
Estuvieron observando la ciudad desde el mirador del hotel, donde la oscuridad avanzaba por momentos.
—Una vista preciosa —dijo Endivia—, y más si se disfruta junto a una mujer tan guapa como tú.
—Gracias. Solo que hace algo de frío —respondió Carmen.
—¿Tienes frío? —Endivia se quitó la chaqueta y se la puso en los hombros.
—Paco, ¿te estás poniendo dulzón? —preguntó Carmen.
—¿Dulzón? Querrás decir romántico.
—Bueno, es parecido, dulce o romántico, qué más da. ¿Quieres que nos tomemos el café en privado?
—¿Te refieres a una habitación con cama, dos sillones de terciopelo y vista de la ciudad? —preguntó Endivia.
Carmen asintió con la cabeza y mirándolo a los ojos le preguntó si no le importaba pedir él la habitación.
—Claro que no —respondió.
Endivia fue a recepción mientras Carmen continuaba mirando a través de los cristales de la terraza. Ahora el cielo estaba completamente negro, había despejado y las estrellas se confundían con las luces de los pueblos de la colina. Endivia regresó a los pocos minutos un poco irritado. Le dijo a Carmen que el recepcionista no había dejado de sonreírle, en tono de complicidad, desde que llegó a pedir la habitación.
—¡Qué tipo! ¿Y él qué sabe para qué quiero la habitación? —dijo en voz alta.
—No es difícil mirándote a la cara.
—¿Llevo cara de algo?
—Llevas el beso mío marcado con carmín.
—¿Y me has dejado así todo este tiempo?
Endivia estaba que echaba chispas.
—Estás muy gracioso.
—Anda, vamos a tomarnos ese café —dijo mientras se limpiaba la mejilla con el pañuelo.
El ascensor paró en la cuarta planta. Se abrieron las puertas y ambos salieron al pasillo. Él llevaba en la mano una tarjeta con la que abrió la puerta. La habitación tenía una pequeña sala con un balcón por el que se veía el anochecer. Sobre la mesa había una cafetera humeante, dos tazas y algunas pastas que acababan de dejar. En la pared de la derecha, una cama de matrimonio se encontraba cubierta por una colcha de seda. Carmen dejó el bolso sobre una butaca y se paró junto a la ventana. Ahora todo eran luces. Cercanas, lejanas, fijas y en movimiento, pero entre todas remarcaban perfectamente la silueta de la ciudad y sus alrededores; ciertos monumentos brillaban con más intensidad, pero todo era un continuo de luces y sombras.
Carmen se quitó despacio la camisa. Lentamente, los botones iban abandonando sus ojales a la vez que el torso quedaba desnudo, excepto el pecho, que aún cubría el sujetador.
Endivia se quedó parado tras ella, observando sus movimientos ante el cristal de la ventana. Le pareció encontrarse ante una mujer maravillosa.
Carmen se acababa de soltar la falda, que cayó hasta el suelo, y su cuerpo desnudo quedó cubierto solo con la ropa interior de encaje que llevaba. Era el concepto de la ropa, de la belleza y la delicadeza. Al menos a Endivia así se lo parecía. Nunca se había imaginado ante Carmen con solo unas bragas y unas medias, así que con un cuidado inimaginable la comenzó a acariciar a la vez que besaba su espalda. Ella se dio media vuelta y él la besó en los labios. Debía llegar a la más alta cima de la delicadeza si quería quedar como un caballero, y así lo hizo. Pasó rozando sus pechos con la mejilla que aún contenía algunos restos de carmín y besó sus labios de nuevo como si fuese la primera vez. Ella comenzó a desnudarlo sin dejar de besarlo hasta que cayeron sobre la cama.
Solo una débil luz en la pared iluminaba la estancia llena de murmullos y breves sollozos. Endivia disfrutaba con la idea que andaba rondándole por la cabeza. Había cogido bien el concepto y lo notaba en ella, que poco a poco se iba hundiendo en su propio cuerpo. Había una gran sensación de armonía, de abandono a los instintos. «La intuición siempre funciona, pero nunca hay que perder el objetivo», pensó Endivia para sus adentros y de repente dejó de moverse.
—¿Qué pasa? —dijo Carmen abriendo los ojos.
Endivia seguía parado, mirándola sin decir palabra.
—La caja. —Fue lo único que dijo.
—¿La caja? —¡Paco, esto es de muy mal gusto!
—Lo siento.
—Venga, Paco, sigue moviéndote.
—No.
—¡Pues me moveré yo!
—No creo que puedas conmigo encima.
—¿Piensas estar así toda la noche? —preguntó mientras se incorporaba dándole un fuerte bocado en el hombro.
—¡Qué bestia! ¿Te has llevado el pedazo? —dijo dolorido.
—No, pero me lo llevaré. —Le enseñó los dientes.
—Solo quiero llegar a un trato contigo.
—No escucharé nada mientras no te muevas.
—Está bien. —Endivia comenzó a moverse lentamente—. Todo lo que quiero es esa caja. Vamos, ¿qué trabajo te cuesta? Tú… me das la caja… y todos… tan contentos.
—Paco, eres patético. Muévete, como tú sabes, que ya hablaremos de cajas. ¡Mira que darte ahora por las cajas!
Endivia continuó, había cogido el mensaje, sabía que la palabra de Carmen era algo en lo que se podía confiar.
El tiempo que pasaron juntos en aquella habitación fue una de las mejores terapias que Carmen había seguido en los últimos años. Con Endivia se podía hablar de todo y hacer de todo sin el más mínimo reparo. Tanto a nivel sexual como sentimental se había mostrado tal como era, por lo que se sentía tremendamente liberada, satisfecha y a gusto consigo misma. Había pasado un momento tremendamente feliz y así se lo dijo. Endivia también había disfrutado como un cosaco, tanto que le pidió volver a verse pronto.
—¿Quieres que nos veamos otra vez? —dijo Carmen mientras se vestía a los pies de la cama—. Por mí, estupendo, pero eres policía, no te conviene que te vean conmigo, ¿no?
—Tampoco eres ninguna peligrosa delincuente —respondió mientras se ponía los pantalones—. Me refiero a vernos así como ahora, no a que vayamos por la calle cogidos del brazo.
—¿No irías conmigo del brazo?
—No quiero decir eso. Ha sido una expresión.
—Una desafortunada expresión, ¿no?
—Totalmente —dijo Endivia—. Quiero decir que he pasado una tarde estupenda a tu lado, solo quiero que sepas eso, que me he sentido a gusto de verdad. ¿Tú no?
—Yo también, ¿no se nota? Cuando todo esto pase nos volvemos a ver para comer, pero esta vez invito yo, ya te diré el lugar, ¿vale?
Endivia se acercó a ella, la cogió por la cintura y la besó en los labios. Después le dijo: «de acuerdo, espero tu llamada».
Unas horas después, Endivia y Carmen estaban en la puerta del hotel esperando a que llegara el taxi de Carmen.
Pronto, un coche blanco apareció y se detuvo ante ellos. Él abrió la puerta y ella se acomodó en el asiento trasero. Se despidieron con un corto beso y una profunda mirada.
«Carmen cumplirá su palabra, seguro —pensó recordando la larga conversación que habían tenido en la habitación—. Siempre la ha cumplido».
Endivia cogió su coche, que estaba aparcado en la puerta, bajó la cuesta girando a la derecha por la calle Molinos y, tras dar varias vueltas por estrechos callejones, consiguió llegar hasta la comisaría. Entró por el garaje y fue directo al despacho del comisario. En ese momento lo acompañaban dos compañeros suyos que estaban sentados frente a su mesa.
—¡Hombre, por fin apareces! —dijo el inspector Casado.
—Buenas tardes —saludó.
—Buenas tardes. Siéntese. —El comisario le señaló una silla.
—No, gracias. Prefiero estar de pie.
—Como guste. Bueno, inspector —comenzó el comisario—, Casado y Martínez, aquí presentes, se han pasado todo el día investigando el asunto del camión. Quizá le interese oír sus informes antes de emitir el suyo.
—De acuerdo —repuso Endivia.
—Bien —comenzó Casado—. Esta mañana hemos encontrado el coche del señor Sánchez, que está en esa habitación —señaló la puerta junto al armario—, aparcado en la estación de ferrocarril completamente limpio, sin una mísera huella. El camionero lo ha reconocido como el coche que llevaba el de la cazadora negra.
—Eso no es mucho —dijo Endivia.
—No, desde luego —continuó Martínez—, pero hay algo más. Esta mañana hemos llamado a Algeciras; el camión pasó por allí, por la frontera con Marruecos, y nos han dicho que lo registraron con los perros de droga y no encontraron nada. He hablado con el de los perros y dice que pasó a los que detectan hachís y marihuana, también a los de cocaína y heroína.
—Y si la cocaína va formando parte del papel junto a la celulosa, ¿lo olerían los perros? —aportó Endivia.
—Puede. No lo sé. Tendría que volver a llamarlos, pero según ellos no había ni rastro de droga. Ni siquiera el olor que detectan los perros.
—Con esto, ¿podemos pensar que la caja contiene cocaína? —preguntó el comisario al aire para ver qué respondía cada uno, pero los tres callaron—. Y ¿podemos asegurar que anoche entró en la ciudad ese camión que transportaba papel? —continuó sin obtener respuesta—. Por otra parte —se dirigió a Endivia—, usted me dijo esta mañana que con toda seguridad la caja era para la Viuda, pero que los del coche negro se la quitaron, ¿no es así?
—Así es. Eso dije esta mañana, pero creo que estaba equivocado. La Viuda nunca trafica con droga ni nada que se le parezca.
—Eso es cierto —replicó el comisario—. Pero entonces… ¿es cocaína?
—Tampoco lo puedo afirmar, la verdad. Esta mañana he estado en el almacén de descarga mientras el camionero relataba el suceso a sus compañeros. Mientras daba una vuelta por el lugar llegó un tipo joven que desconozco. —Endivia se sentó para ganar tiempo y poder pensar algo coherente—. Escuchó el relato del camionero con atención. Después lo estuve siguiendo hasta el polígono, pero allí lo perdí.
—¿Eso es todo, Endivia? —El comisario quedó un poco sorprendido.
—No. Todavía queda algo —dijo tranquilizándolo—. Esta tarde fui a ver a uno de mis soplones, ya sabe. Me dijo que dos tíos del Albayzín lo habían tenido toda la mañana cambiando dinero: billetes grandes, nuevos por viejos. Cogieron a unos cuantos hombres y repartieron unos treinta mil euros. —Endivia hizo una pausa—. Ese es el dinero del rescate que tendrán que pagar por la caja a los del coche negro.
—¿Solo treinta mil euros por una caja de varios kilos de cocaína que puede salir por varios cientos de miles de euros al mercado negro? —preguntó Martínez—. Eso tiene que ser otra cosa.
—¿Otra cosa menos valiosa? —dijo el comisario.
—Quizá no sea cocaína —apuntó Casado—. Además, si los del coche negro le robaron la mercancía a otra banda, ¿por qué pedir rescate por ella cuando pueden negociar ellos y sacarle todo lo que vale?
—Puede que no se dediquen a ese negocio —dijo Endivia— y no puedan darle salida. Deben de ser como una especie de piratas: te lo requisan y te lo devuelven previo pago. Aunque también puede que el negocio del cambio de dinero de esta mañana no tenga nada que ver con esto, con lo que nos encontraríamos a cero.
—No creo que sea conveniente abandonar esa hipótesis —dijo el comisario levantándose de la mesa hacia la ventana para ver la calle—. Debemos agotar esa hipótesis, la del rescate. Ahora debemos revisar lo de la caja y su contenido.
—La caja y su contenido, es cierto. —Endivia tomó la palabra—. Empecemos por la caja. Es una caja de cartón. Si es similar a las del resto del camión, su tamaño es el que ocupan cinco paquetes de quinientos folios, pero esto tiene un inconveniente: si es similar a las demás, ¿cómo pudieron distinguirla de noche con tanta rapidez los del coche negro? Debe tener alguna marca que la diferencie, y además la tuvieron que colocar entre las demás en Marruecos y sin conocimiento del conductor. Algo muy simple, basta con abrir el camión y dejar la caja. Ese camión en concreto no lleva cierre de llave, es una simple palanca, por lo que cualquiera pudo abrirlo una vez cargado y colocarla.
—Estoy de acuerdo —dijo el comisario mirando a Endivia—. La caja se debe diferenciar en algo de las demás. Puede que también sea de un tamaño algo más grande o algo más pequeño.
—Sobre el contenido podemos hacer muchas conjeturas —continuó Endivia—. Puede contener cocaína o heroína, pero descarto que sea hachís o marihuana, por su poco valor. También puede contener algo de mucho valor y que no tenga fácil salida, sino ¿por qué pedir un rescate por ello y no negociarlo uno mismo?
—Eso es cierto —apuntó Martínez.
—No es mala idea, Endivia —dijo el comisario—, aunque no descartaremos que pueda ser cocaína. ¿Qué sugiere?
—Pues… —Endivia pensó un instante— sin descartar la coca: oro, joyas, piedras preciosas de algún tipo o algún otro objeto de valor. Como viene de Marruecos y allí ha podido llegar desde cualquier parte del mundo… no sé. Cuando lo han metido en una caja de papel es porque no puede pasar la frontera fácilmente en algún equipaje. Pero bueno, por lo menos he conseguido que uno de los soplones que tengo cogido se meta en el ajo.
—¿Quién? —preguntó Casado.
—El Santos.
—¿El Santos? Pero si ese es medio tonto. Nunca se entera de nada.
—Al contrario —contestó Endivia—. Se entera de todo. Y de camino te agradecería que no le molestases. Solo quiere tener contacto conmigo. Dice que un día lo llamaste delante de sus amigos.
—Solo lo cogí un día, hace tiempo, por lo del robo de la joyería de Mesones.
—¡Pues haz el favor de dejarlo en paz!
—Tranquilo. No lo molestaré más —dijo Casado incómodo.
—Bueno —el comisario puso orden levantando las manos—, sigamos con el tema. Ese Santos, ¿qué va a hacer en concreto?
—Me ha prometido enterarse de dónde y cuándo se va a hacer el cambio. Dice que esas cosas se suelen hacer muy rápido porque nadie quiere quemarse con mercancías de otro. Es casi seguro que la operación sea mañana. Ha quedado en llamarme al móvil en cuanto lo sepa. Nos costará un dinerillo… —se dirigió al comisario—. Me ha pedido quinientos euros, pero con que le demos trescientos se arregla.
—No se preocupe por eso —dijo el comisario—. Todavía quedan algunos fondos. Por otra parte, si su soplón nos avisa con poco tiempo, tendremos dificultades. Y luego está el que nos avise, ¿está seguro de eso?
—Y que se entere de algo, para poder avisar —dijo Casado.
—Eso me lo ha asegurado porque ya ha oído algo sobre el tema, si no no confiaría en él como lo voy a hacer.
—Vale, si es así… adelante —dijo el comisario.
—Yo sugiero —dijo Endivia— que montemos un dispositivo flexible que cubra toda la ciudad y alrededores, incluido el helicóptero, por si hay que hacer un desplazamiento fuera. El cambio puede ser en algún pueblo del cinturón metropolitano.
—Yo me encargo —dijo el comisario—. Aunque si tu soplón no llama o no se entera, vamos a tener un gasto difícil de justificar.
—Llamará, seguro, lo tengo bien cogido —dijo Endivia poniendo cara de total seguridad—. Y seguro que se entera.
—Usted responde del operativo, Endivia —dijo el comisario—. Si montamos lo que está diciendo con el dinero que vale movilizar a la gente y luego no tenemos nada, tendrá que responder.
—Por supuesto —dijo Endivia con calma—, pero no se preocupe comisario, tengo seguridad en quien me va a informar de todo.
—Vale, confío en usted. ¿Cómo sugiere que hagamos la distribución de patrullas? —preguntó el comisario volviendo a su mesa.
—Yo pienso que deberíamos disponer un cinturón alrededor de la ciudad, para cubrir todas las salidas —dijo Casado.
—Sí, pero no es suficiente —comentó Endivia—. Hay que tener en cuenta que los que se llevaron la caja no pueden hacer un cambio directo. Si lo hiciesen, los cogerían. No pueden dejarse ver. El cambio debe ser en un lugar del centro, un lugar público y de manera que no se vean. Necesitamos agentes en moto que puedan circular con rapidez por las estrechas calles de Granada.
—Estoy de acuerdo —dijo el comisario mirándolo.
—Debemos tener patrullas —continuó Endivia— en la estación de autobuses, la del ferrocarril, en grandes almacenes, Correos, etc. Hay muchos sitios.
—Sí, pero están concentrados —apuntó Martínez—. Por zonas podemos cubrirlos perfectamente.
—Bien —dijo el comisario—, yo me encargo de la organización. Martínez y Casado elaborarán un plan de intervención directa por zonas, de manera que cada agente sepa dónde debe estar y qué zona cubre. De todas maneras creo que estamos confiando demasiado en ese Santos. Vamos a ocupar muchos efectivos, ¿seguro que nos dará el soplo?
—Yo estoy bastante seguro. Me ha confirmado que obtendrá la información. No hay problema. —Endivia puso su mejor cara de circunstancia para que el comisario aceptara la operación.
—Vale, si lo tiene tan claro, adelante —dijo el comisario.
—Entonces quedamos para mañana a las siete —dijo Endivia—. Nos vemos en la sala de reuniones. También hay que convocar a todos los agentes que vayamos a tener en la operación.
—Yo me encargo de convocar a todo el mundo y preparar la logística que vayamos a necesitar.
—Vale, entonces me voy, tengo que ducharme.
—Espere —dijo el comisario—, no se vaya todavía. Hay un periodista que quiere hablar con usted.
—Vaya. No me gusta que algo de esto salga en la prensa.
—Parece buen chico. Ustedes pueden irse —dijo el comisario a Martínez y Casado—. Endivia, por favor, dígale que pase, está en la sala de espera.
Endivia fue a buscar al periodista pensando qué historia contarle para que, después de ser publicada, totalmente alterada por el periódico, no perjudicase la operación. Era difícil, pensó, los periodistas suelen inventarse la mitad de las historias, incluso se las inventan enteras cuando hace falta.
Cuando vio a Bruno en la sala de espera le dio muy buena impresión a pesar de que iba predispuesto a que le cayese mal, pero Bruno tenía muy buen aspecto, no llevaba ni los pantalones caídos, ni tatuajes, ni pendientes, ni nada por el estilo, era de lo más clásico y eso era notable a simple vista. Se saludaron. Bruno le comentó el tema y Endivia le hizo pasar al despacho del comisario, donde se sentaron. Endivia comenzó la conversación.
—Bien, usted es el periodista, pregunte —dijo apoyándose sobre el respaldo del sofá que había ante la ventana del despacho.
—Bueno, yo preguntaré, pero les ruego que me disculpen si cometo después algún error, aunque intentaré que no —dijo Bruno, algo nervioso—. Sería mejor que ustedes me orientaran, ¿de acuerdo?
—Estupendo —dijo Endivia incorporándose en su asiento—. No se preocupe, nosotros le ayudaremos. ¿Qué importancia le van a dar a la noticia?
—¿Importancia? —preguntó Bruno—. ¿Se refiere a la página y tamaño del titular?
—Exacto —comentó el comisario.
—Bueno —Bruno, dudó un poco—, no estoy seguro, eso es cosa del redactor jefe. Todo depende de la importancia que ustedes le den, claro. Ustedes son los que saben realmente qué le ha pasado a ese camión esta mañana.
—Claro, eso es cierto —comentó Endivia—. Si le digo que llevaba un alijo de diez kilos de cocaína, no es lo mismo que si le digo que unos gamberros han parado el camión y le han tirado la carga para divertirse.
—Evidentemente, la importancia es diferente —dijo Bruno.
—Y usted, ¿qué noticias tiene sobre el suceso? —preguntó Endivia—. ¿Qué piensa al respecto?
A Endivia no le gustaba decir nada sin saber qué conocimientos tenía su interlocutor sobre el tema. Era una premisa que practicaba habitualmente: «Siempre hay que construir a partir de lo previo, de la nada solo puede crear Dios». Pensó que no había visto antes a Bruno, ni siquiera en el almacén. Tenía curiosidad por saber cómo le había llegado la noticia.
—Bueno, yo… las noticias que tengo —Bruno contestó con cierta indecisión— son muy pobres, solo que pararon ese camión y le tiraron la carga de papel que llevaba.
—¿Solo eso? ¿No ha hablado con el camionero?
—No —respondió Bruno.
—¿No cree que debería haberlo hecho? —dijo el comisario sonriendo.
—Lo reconozco —se disculpó Bruno— y perdonen por mi error, pero no he podido, aunque espero hacerlo lo antes posible.
—Por supuesto —le animó Endivia, que quería ganarse al reportero—. Tenga en cuenta que cuanto más espacio y título dedique su jefe a la noticia, más éxito habrá tenido usted en su actuación. ¿No le parece?
—Eso es totalmente cierto —apoyó el comisario.
—¡Ojalá le dedique una página entera! —exclamó Bruno.
—Hombre —repuso Endivia—, yo creo que la noticia se lo merece por lo curioso del tema.
Endivia se entretuvo unos segundos recreándose en las caras de los dos hombres que tenía delante. El comisario, que cada día que pasaba se sorprendía más con Endivia, tenía cara de esperar el desenlace de alguna historia de las que se cuentan en los bares mientras se almuerza. Bruno, sin embargo, tenía cara de esperar con ansiedad y cierto miedo por ver qué sabía la policía de todo aquello y, sobre todo, qué contenía la caja.
—Verá, señor… —continuó Endivia.
—Valle. Bruno Valle.
—Verá, señor Valle, el camión asaltado traía una carga de papel reciclado procedente de Marruecos, ya sabe, para escribir, papel para escribir, o sea, folios. Venía repleto de cajas de folios. Y alguna banda de escritores o poetas o simplemente estudiantes necesitados de papel para tomar apuntes tuvieron noticia del hecho y decidieron ahorrarse el dinero en folios asaltando el camión.
—¿Eso lo está diciendo en serio? —preguntó Bruno a la vez que el comisario ponía también cara de sorpresa.
—Por supuesto —continuó Endivia—. Por suerte o por desgracia todavía hay gente necesitada de papel en el que escribir, gente capaz de organizar un asalto a las cinco o seis de la mañana por unas hojas en las que explayarse o desahogarse, que no sabemos los profundos motivos que llevaron a esos hombres a organizar semejante asalto por un puñado de folios. Concretamente, treinta y siete mil quinientos folios se llevaron.
Al comisario se le abría cada vez más la boca mientras aumentaba su asombro. Bruno estaba completamente desorientado.
—Endivia, ¿de dónde ha sacado esa cifra tan exacta? —repuso el comisario a punto de echarse a reír.
—Del camionero —contestó—, y es completamente comprensible que así sea. Veamos, las cajas eran de cinco paquetes de quinientos, lo que reúne dos mil quinientas hojas de papel por caja. Los asaltantes pudieron ser tres y cada uno llevarse cinco cajas, lo que suma doce mil quinientas hojas por asaltante, que por tres asaltantes son treinta y siete mil quinientos folios. Papel suficiente para escribir varios libros o hacer una carrera en la universidad, todavía no conocemos el objetivo último al que se dedicará el papel.
—Yo sigo sin comprender nada —dijo Bruno.
—Pues es bien sencillo: un asalto a un camión de papel. Convendrá conmigo en que algo se asalta para robar su contenido, eso es evidente. Un banco se asalta porque contiene dinero, una joyería contiene joyas, un camión de papel contiene folios. Los asaltantes se llevaron treinta y siete mil quinientos folios. Es una noticia de primera página. ¿Cuándo ha ocurrido algo semejante? «Asaltan un camión para llevarse folios». Es inédito, si quitamos el susto que se llevó el pobre conductor, hojas blancas sembrando los campos de tabaco, transportadas por el viento. Tiene la oportunidad de explayarse en su artículo con un gran contenido literario. Además, puede describir el asalto como le guste. Los datos son que llevaban un coche blanco y eran tres y, mientras uno de ellos tenía asustado al conductor con una pistola, de juguete casi seguro, los otros cargaban los folios, pero muchas de las cajas se cayeron al abrir el camión. El resto es todo lo que usted pueda aportar.
—Exacto —apuntó el comisario.
—Bueno, no sé qué decir, la verdad —dijo Bruno intentando comprender el interés que la policía tenía en dar semejante versión del asalto—. ¿No les parece que lo que me están contando resultará sorprendente de leer? Parece una broma.
—Es que eso es precisamente lo que le estoy diciendo —continuó Endivia—, es algo parecido a una broma, aunque no sea eso exactamente. Sin embargo, a nosotros nos interesa que la cosa se vea así. Si usted nos hace ese favor, le prometo una noticia de verdad para mañana, una gran noticia con la que ganará puntos en el periódico. ¿No ha dicho antes que no le dan muchos reportajes, que no tiene mucha experiencia o algo así?
—Bueno, llevo algún tiempo trabajando, pero no estoy en plantilla —contestó Bruno—. Hago trabajos eventuales. Como se dice en inglés, soy una especie de freelance, por lo que sí que me interesa bastante conseguir una buena noticia.
—Pues entonces estupendo —dijo Endivia—. Usted publica mañana lo que estamos hablando y yo le doy una buena noticia a cambio. Deme su número de móvil. Yo lo llamaré mañana para decirle la hora y el lugar donde deberá estar con una buena cámara de fotos para tener esa noticia de la que estamos hablando, ¿qué le parece?
—Me parece estupendo. Anote mi móvil… Y muchas gracias.
Endivia anotó el teléfono de Bruno en sus contactos. Después se despidieron y salió disparado hacia su casa. Bruno salió detrás de él, bastante contrariado y asustado por aquel inspector de policía que acababa de contar la historia que Ana le había sugerido esa misma tarde. Mientras le daba vueltas a las palabras del policía, se dirigió hacia el aparcamiento donde había dejado el coche. Tenía decidido ir a casa a intentar escribir el artículo con la noticia que le acababan de dar en comisaría, pero las palabras de Endivia lo habían asustado bastante. Pensó en llamar a Ana a su móvil, pero tras darle unas cuantas vueltas a la idea, cambió de opinión porque ahora sí tenía que demostrar entereza. Ya estaba bien de ser dirigido en todo por ella, en todo lo referente a esa mierda de caja, se dijo.
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13
«Me ha dicho que mañana tendré una buena noticia —pensaba Bruno sentado a la mesa de su habitación—. Y tan buena como que nos van a pillar a todos con las manos en la masa, como se suele decir. No hará falta que me llame, yo ya estaré allí, saliendo de Correos con el dinero en la mochila. Esto está tomando un cariz que no me gusta. ¿Por qué me ha dado la oportunidad de ocultar el tema y montar una historia falsa si no es con la intención de no preocupar a los involucrados en el asunto, entre los cuales estoy precisamente yo? Bueno, de todas formas tengo que hacer el artículo, después ya veré. Además, no sé lo que dirá mi jefe, pero se va a creer que le estoy tomando el pelo, incluso que me la he inventado. Le diré que ha sido ese tal Endivia, seguro que lo conoce. Que lo llame si no me cree. De todas maneras, a mí esto no me huele bien. ¿Por qué contar esa historia? ¿Por qué no quieren que salga a la luz lo que hicimos? Estoy completamente seguro de que el camionero se lo ha contado. Me he metido en un lío tremendo y todo por esa Ana a la que solo conozco desde ayer. Vale que me haya dejado alucinado, pero me está utilizando y además así lo ha dicho, que vio la oportunidad cuando entré por la puerta del bar. No lo entiendo. Tengo que centrarme. Tengo que pensar mejor todo esto».
Con estas ideas en su cabeza, se levantó de la mesa dirigiéndose al salón del piso en el que vivía y se quedó mirando por la ventana que daba a la calle. La vida en esa zona de la ciudad era peculiarmente de los universitarios. Todos los bares y comercios enfocaban su actividad a los numerosos estudiantes que vivían en los pisos de alquiler que había por todas las calles del barrio. Comidas baratas competían en calidad y cantidad para atraer clientes con presupuestos semanales lo suficientemente bajos como para decidirse por un local u otro solo por la simple diferencia de un euro en el menú del día o la cantidad o calidad de las patatas fritas o la ensalada. Letreros con diferentes menús se podían ver en la puerta de todos los bares: paella, chuleta de cerdo con patatas, pan, vino y postre; sopa de picadillo, lomo con patatas y huevo, pan, vino y postre. Los billares, las salas de juego y las fotocopiadoras se concentraban también en la zona. Día y noche, siempre había alguien por la calle buscando algún local abierto.
Bruno, tras unos minutos contemplando cómo varios peatones cruzaban la calle por cualquier lugar sin utilizar el paso de cebra que había cincuenta metros más abajo, volvió a su habitación y se centró en el artículo. Miró el papel completamente blanco sobre su mesa y comenzó a hilvanar la historia.
Asaltan un camión para robar folios, ese sería el titular, se dijo. Los titulares siempre deben decir en pocas palabras la esencia del artículo y además deben atraer al lector. Eso lo decía siempre su jefe de redacción. «Asaltan un camión para robar folios». El titular contiene la esencia: el asalto. Y atrae por la curiosidad de robar folios, algo insólito más aún si se combina con un asalto a un camión.
De momento dejó ese titular, aunque era consciente de que el jefe lo cambiaría por otro más impactante.
ASALTAN UN CAMIÓN PARA ROBAR FOLIOS
Bruno Valle * Granada
Ayer, sobre las seis de la madrugada, un insólito hecho desplazó a la Policía Nacional hasta la carretera que comunica la localidad de Santa Fe con Armilla.
Un camión cargado de paquetes de folios fue asaltado por tres individuos que huyeron en un coche blanco. Al parecer, cuando el camión circulaba por la citada carretera, un coche atravesado le impidió el paso. Al frenar, uno de los individuos hizo bajar al conductor a punta de pistola, mientras que los otros dos abrieron el remolque y trasladaron a su coche un número indeterminado de cajas. Sin embargo, antes de emprender la huida tiraron del camión casi todo el resto de la carga.
Varios coches que circulaban por la carretera no tuvieron más remedio que parar ante la avalancha de hojas de papel que daban en los parabrisas, arrastradas por el viento. Las plantaciones de los alrededores parecían de algodón, salpicadas de papeles blancos. Una brigada del servicio de limpieza ha pasado toda la mañana y parte de la tarde recogiendo los folios que se encontraban esparcidos en un radio de hasta dos kilómetros del lugar del suceso. Las pérdidas ocasionadas por el asalto se cifran en más de 30.000 euros entre papel y transporte. Sin embargo, los ladrones solo se llevaron papel por un valor de unos 300 euros aproximadamente. El insólito hecho no deja de sorprender a la policía, quien afirma que los asaltantes debían de ser gamberros, pues de lo contrario no se explican que llegaran hasta el punto de asaltar un camión a las seis de la mañana por unos folios. El propio inspector encargado del tema, D. Francisco Endivia, ha comentado a esta redacción que «nunca habían tenido un suceso tan insólito como ese. Ni siquiera recuerda asaltos a librerías o papelerías» por lo que se debe tratar de una broma de gamberros y nada más. Si así es como parece, ¿qué está pasando en nuestra sociedad para que hechos como este sucedan? La respuesta está abierta.
Bruno leyó el artículo unas diez veces hasta quedar medio convencido. Durante una de las lecturas, llamaron a la puerta y al abrir apareció Ana. Enfrascado como estaba en el escrito, lo primero que hizo fue leérselo. A Ana le gustó todo menos el final, que le parecía un poco fuera de lugar. Él estaba pensando lo mismo. Además, seguro que su jefe lo cambiaría, sobre todo lo de «¿Qué está pasando en nuestra sociedad?». Ana le sugirió que se limitara a los hechos, sin valorarlos, ya que se trataba de un reportaje, le dijo.
—Si fuese un artículo de opinión sería diferente, podrías opinar, pero en un reportaje…
Bruno le dio la razón, cambiaría el final o simplemente lo suprimiría. Ana le preguntó si la policía no sabía nada más sobre la caja o sobre ellos.
—Pues no sé lo que sabrán, pero a mí me han mosqueado bastante —respondió—. Todo este rollo de los gamberros no es más que para despistar y que nos creamos tranquilos, pero en realidad saben lo que hemos hecho, aunque no sepan quién somos, y están trabajando para cogernos. El del camión les tiene que haber contado lo de la avería, ¿no crees?
—Bueno, ¿y a nosotros qué nos importa eso? Nosotros vamos a coger el dinero y adiós muy buenas. La Viuda no va a ir a la policía. ¿Comprendes? Otra cosa es que los cojan a ellos con la caja, aunque lo veo difícil porque donde está es imposible que vayan. Al cementerio de la abadía me refiero.
—Bueno, te doy la razón en lo de que la policía no dé con ella —dijo Bruno—, pero vamos… a mí, lo que me preocupa es que den con nosotros. El inspector con el que he estado hablando me ha pedido mi número de móvil, me ha dicho que mañana me llamará para que pueda tener una buena noticia, ¿comprendes? Me ha pedido que haga este artículo de la gamberrada a cambio de darme una buena noticia. Una buena noticia es que nos pillan y cogen la caja, si no, no lo entiendo.
—No creo que eso vaya a ser así —dijo Ana—. La policía puede saber lo nuestro, o sea, que alguien paró al camión antes que los hombres de la Viuda, pero nada más. Como mucho pueden suponer que hay una caja por ahí que no saben lo que tiene, pero vamos, la Viuda no va a ir a la policía a contarles la historia, porque la cogerían a ella, eso es absurdo. Además, si te ha pedido el móvil para llamarte para que consigas la noticia, es muy fácil lo que tenemos que hacer.
—¿Fácil? —preguntó Bruno, contrariado, ya que no sabía por dónde iba ella con esas palabras.
—Claro, si te llama antes de que hagamos lo de Correos, dejamos la operación y nos largamos. Si te llama después, que es lo que yo creo, querrá decir que la noticia es otra cosa, ¿no?
—Bueno, visto así parece posible, pero yo no tengo todavía nada claro. ¿Y si lo del dinero no sale bien? ¿Y si esa Viuda llama a la policía para que nos coja? Le tiene que haber jodido bastante, perder la caja y ahora tener que dar dinero, esa gente suele tener muy mala leche y a mí no me hace gracia tener líos con gente así. —Bruno frunció el entrecejo mostrando su incomodidad con todo el asunto de la caja.
—No te preocupes —Ana le cogió la mano para calmarlo—, no vamos a tener ningún problema. La Viuda no va a llamar para que nos cojan porque perdería la caja. No te preocupes, lo tenemos bien planeado, además, en última instancia, si perdemos la caja y el dinero, pues no pasa nada, lo hemos intentado y nos quedamos igual. No voy a arriesgar nada si la cosa se complica, te lo digo de verdad. No soy ninguna jodida delincuente, no me va la vida en esto. Si no va bien, lo dejamos y nos quitamos del medio, ¿vale?
Bruno quedó algo más convencido, pero no del todo. Era la primera vez que tenía una situación así, con la policía por medio, matones y gente de ese estilo, algo que a él no le iba en absoluto. No sabía qué hacer ni qué pensar.
Sin embargo, Ana no dudaba de que todo fuese a salir bien y se esforzaba por transmitirle esa seguridad. Sabía que los nervios y las dudas son lo peor en este tipo de negocios, así que hablaron de las próximas horas, del plan para la noche y del cambio en Correos por la mañana. Bruno tenía a su compañero totalmente convencido. Ana había traído la caja con el camisón transparente que pensaban enviar a su tía. La sacó de la bolsa en la que lo llevaba, se la enseñó a Bruno y la cerraron con cinta adhesiva. Ana le preguntó por su compañero. Estaba en su habitación, le dijo Bruno.
Tras una breve conversación se acercaron hasta la habitación del amigo de Correos para darle la caja. Hablando con él, quedó claro que la cambiaría por el paquete que su madre (realmente la Viuda) llevaría por la mañana. Todos se rieron de la broma, comentando la cara que pondría su tía al ver el camisón supersexy que habían puesto en la caja. “¿Os imagináis al marido?” Decía Ana imprimiéndole más veracidad y carácter de broma a lo que iba a hacer el amigo de Bruno. Sabía que debía estar completamente convencido para que lo hiciera bien. Tras unos minutos hablando, le dieron el paquete y regresaron a la habitación de Bruno.
Tras cerrar la puerta del cuarto en el que habían comenzado a intimar la noche pasada, volvieron a repasar todo lo sucedido desde que se conocieron la tarde anterior. Bruno hablaba con una perspectiva diferente, se daba cuenta de que en pocas horas no solo había cambiado su forma de pensar respecto a determinadas cosas, sino que incluso actuaba de manera diferente. Ana se lo estuvo comentando. También ella había cambiado en el sentido de acercarse a él. Estaba claro que algo había surgido entre ellos y así lo analizaban. Pero no por eso iban a salir juntos, le comentó Ana, como se suele decir cuando se tiene una relación.
—Hemos conectado —dijo Ana—, pero nos veremos cuando los dos queramos, sin más rollo, y eso significa que puede que en cualquier momento uno quiera y el otro no, o que sí. Así de simple. Sin compromisos. ¿Comprendes?
—Comprendo, pero verás —dijo intentando llegar a algo más—, hay quien se enamora por una sola mirada o con muy poco tiempo. El típico flechazo. ¿Yo podría querer algo más contigo? Aunque respete perfectamente lo que dices y no te importune en absoluto.
—Por supuesto. Yo no te voy a decir a ti cómo tienes que pensar, como tú a mí tampoco.
—Verás, a un amigo mío le pasó algo parecido. Cuando paseaba por la calle vio a una tía de la que se quedó prendado. Dejó entonces su camino y la siguió. Pero cuando llevaba unas calles detrás de ella, la tía se volvió y se dirigió directamente hacia él preguntándole «¿Qué quieres? ¿Por qué vienes detrás de mí?». Él le dijo que se había enamorado de ella con solo verla. Qué tonto, ¿no? Ella respondió que eso era imposible. Entonces le dijo que le permitiera invitarla a una cerveza. La chica aceptó y pasaron un rato hablando en un bar. Lo pasó estupendamente, según me dijo. Después de varias cervezas quedaron en verse al día siguiente en el mismo sitio.
—Qué bonita historia, ¿de qué cuento la has sacado? Después, claro, vivieron felices y comieron perdices, ¿no?
—No, ella no apareció. Desde entonces no la ha vuelto a ver.
—Me lo temía desde el principio. Así es la vida, ¿sabes? De todas formas, esa historia no es exactamente lo que nos ha pasado a nosotros —dijo Ana—, aunque sí ha habido un primer encuentro estupendo.
—Sí, es cierto —continuó Bruno—, la historia de mi amigo me ha venido a la mente porque tengo la sensación de que algo así me puede pasar y además es que como yo no soy más que un repelente empollón que hace siglos que no se come una rosca, pues me quedo alucinado con solo estar a tu lado. Ridículo, ¿verdad?
—Patético, más bien, pero me gusta. Vamos, no te pongas en plan víctima —Ana se acercó a él—, ya has dicho varias veces lo de que sí eres empollón y que no has ligado casi nunca. Hay muchos que van por ahí así, dando pena, precisamente para ligar. O sea, que no.
—No se trata de eso. Lo siento. Perdona, es que me he puesto nervioso porque me gusta estar contigo —dijo Bruno que estaba perdiendo completamente el control sobre sus actos.
—Yo nunca me he planteado una relación, pero, a pesar de lo que acabas de decir, te comprendo, solo que yo siempre me quedo en la primera fase.
—Si no pasas de ahí, nunca encontrarás algo más —dijo Bruno.
—Es cierto —dijo ella—, pero es posible que se deba a que nunca he encontrado a nadie que me haga pasar de ahí. Si quieres intentarlo tú, no me importa. Puede que lo consigas y deje de ser una fulana, ¿no?
—¿Una fulana? Tú no eres ninguna fulana. Eres una mujer estupenda. Para mí lo eres. Aunque esté completamente alucinado por todas estas horas en las que me ha pasado de todo, todavía soy capaz de pensar y lo digo en serio.
—Lo mejor de todo esto es que estamos diciendo lo que pensamos, lo que queremos, lo que nos interesa y nada más. Yo no voy a perder nunca la sensación de ser libre, lo siento, pero nunca voy a perder eso. Y todos mis amigos tienen que respetar eso.
—Si acabamos en la cárcel, la sensación de ser libre se pierde rápidamente, creo.
—Vamos, ¿tienes miedo? —Ana cambió el tono de voz rápidamente—. Si la poli te ha asustado, me buscaré a otro para coger el dinero.
—No digas tonterías. No tengo miedo. Lo haré yo. No creerás que mi compañero le vaya a dar el paquete a otro, ¿no?
—Espero que no. Además, yo quiero que seas tú —le dijo acercándose y besándolo en los labios—, así que vamos.
—¿A dónde?
—Tenemos una habitación en el hotel Victoria esperándonos. ¿Qué hacemos aquí en este piso de estudiantes sin cortinas en las ventanas?
—Vale, pero tengo que coger mi mochila y la ropa deportiva para salir mañana corriendo de Correos. Y las zapatillas, las zapatillas son fundamentales.
—Menos mal que te has acordado de lo de la ropa de deporte y la mochila. A mí se me había pasado por completo.
El recorrido hasta el Victoria fue un agradable paseo. Caminaban hablando sin prisas, recreándose en los escaparates de las tiendas. Estar en la calle con apenas cinco grados de temperatura es agradable si uno va lo suficientemente abrigado como para sentir el frío solamente en la cara.
Ana le contó cómo había llegado a ganarse la vida trabajando y estudiando al mismo tiempo. Había cogido el empleo de Hernández y Hernández con apenas veintidós años, cuando su matrimonio acabó. A su lado aprendió tanto que cuando cumplió los veinticinco preparó su ingreso en la universidad.
Por aquel entonces se encontraba completamente sola. Estaba acostumbrada a vivir de su trabajo, sin tener más ayuda que ella misma. Le dijo a Bruno que hacía unos siete u ocho años que había alquilado la casa en la que vivía en el bajo Albayzín y desde entonces no se había movido de allí. Al principio compartió la casa con una amiga, pero cuando esta se fue no quiso vivir con nadie más, sola estaba mejor, le dijo.
Bruno le preguntó que cómo se divertía, además de trabajar y estudiar. Ella lo miró con cara de querer darle un guantazo por necio, pero le cogió de la mano y le dijo que tomando de vez en cuando una cerveza.
Llegaron a la plaza de la Trinidad, se metieron en el bar de la esquina y tomaron un sitio junto a la barra llena de gente. Pidieron dos cervezas que les pusieron inmediatamente. Iban acompañadas de un plato que contenía varios aperitivos cuya calidad hacía que el bar se encontrara siempre atestado de gente. Cuando se terminaron las dos primeras copas pidieron unas cuantas más y aprovecharon para cenar por poco dinero.
Después, siguieron por la calle Alhóndiga hasta salir a Recogidas, donde se encontraba el hotel. A su llegada, el empleado que había en recepción tomó los datos de Ana y les dio una tarjeta para entrar en la habitación. Un joven vestido de uniforme les acompañó hasta el ascensor indicándoles la planta a la que tenían que subir.
En un par de minutos, Ana abrió la puerta con la tarjeta electrónica. La estancia era amplia y bien iluminada, tenía una cama de matrimonio en el centro. A la derecha se encontraba el armario y a la izquierda el balcón por donde se veía la puerta de Correos. La temperatura permitía estar bien con poca ropa. Había un televisor frente a la cama con un frigorífico debajo que contenía varios refrescos y licores. Acababan de cenar y no era muy tarde, así que Ana pensó que tenían mucho tiempo por delante. No obstante, lo primero que hizo fue tomar la precaución de que se ocuparan de despertarlos a las ocho del día siguiente.
Los dos se tumbaron en la cama, Bruno puso la televisión para ver las noticias, pero pronto apagaron el aparato, pues, ella no quería verlas.
—¿No te gustan las noticias? Lo digo porque los periodistas vivimos de ellas —le preguntó Bruno.
—No es eso. Sí, me gusta enterarme de lo que pasa, pero ahora no tengo ganas. Quiero tranquilidad. Aquí se está estupendamente con esta temperatura tan agradable, así que me voy a poner cómoda y voy a intentar relajarme un poco quitándome algo de ropa. Además, con lo que me ha costado la habitación, no es para estar viendo la tele.
—¿Cuánto te ha costado? —preguntó Bruno un poco aturdido por tenerla delante prácticamente desnuda.
—Para mí, demasiado, pero no importa, ya está pagada. Dime una cosa, ¿es verdad lo que dices que apenas has estado con mujeres? Me parece tan extraño en los tiempos que estamos, más aún teniendo en cuenta que estás bastante bien. Tienes un tipazo y no eres nada feo, más bien eres guapillo. ¿No serás algo tonto?
—Muy graciosa. —Bruno se acercó a ella—. Verás, ya te lo he dicho antes, yo siempre he estado estudiando. Soy un tío de libros, no me gusta perder el tiempo. Por eso apenas he salido de juerga y todo eso que suelen hacer mis compañeros, pero es que tampoco me llama mucho la atención esas cosas. Quizá lo peor que hice fue tener novia a los diecisiete años. Empezamos de novios y ya no hacíamos otra cosa que salir juntos. Eso hizo que me acostumbrara a otros hábitos diferentes. Mientras los demás estaban de fiesta y cosas así, nosotros nos dedicábamos a quedar en la casa de uno de los dos para estudiar y preparar los trabajos, éramos como un equipo de estudio. Luego, cuando salíamos, lo hacíamos casi siempre solos o con mis primos, y para colmo apenas pasábamos de darnos algún beso. Éramos así, creíamos en el romanticismo, en el amor limpio y puro y todas esas cosas. Ya te digo, dos auténticos tontos del culo. Pero éramos muy felices. Yo creía que estaba en el paraíso con un ángel, me creía todo eso, incluidos los rollos familiares, sobre todo los de su madre, que era como su guía espiritual.
—Joder, ¿no serían del Opus o alguna historia de esas? —preguntó Ana mientras miraba en el mueble bar para ver si se podía tomar algo—. Vaya precios. Bueno, qué más da, cogeré una cerveza, pero sigue —le dijo.
—No, como decías lo del… —Bruno se quedó mirándola agachada en el suelo delante del mueble—. Bueno, no eran del Opus, pero casi. Éramos gente muy religiosa y toda esa historia, y mis padres también. El caso es que así estuvimos por lo menos ocho años. Siempre en familia, siempre juntos. Cuando terminamos los estudios, ella comenzó rápidamente a trabajar, tuvo suerte. Yo hice el doctorado y también empecé en el periódico. Ella ganaba bastante más que yo, pero con la ayuda de nuestros padres empezamos a preparar las cosas para casarnos. La boda, ya sabes. Nos metimos en un piso, con su correspondiente hipoteca, claro, y nos ayudaron a comprar los muebles hasta que al final lo dejamos preparado.
—Ese rollo de la boda ya lo conozco —le interrumpió mientras, con los prismáticos que se había llevado en el bolso, miraba por la ventana la puerta de Correos—. Te conté lo mío, ¿verdad? Lo de mi boda.
—Sí, me lo dijiste ayer en la calle. —Bruno se acercó a ella—. ¿Se ve bien la puerta de Correos y la cabina de teléfono?
—Estupendamente. Sigue. Me interesa. ¿Os casasteis?
—Al final sí. Organizamos la boda y nos casamos con un montón de invitados por parte de las dos familias. Muchos regalos, la comida en un restaurante, lo típico. Mis padres, que son estupendos, nos regalaron el viaje de novios al Caribe. Una maravilla.
—Joder, qué suerte. A mí ya sabes lo que me regalaba mi tío.
—Sí, ya me lo dijiste. Yo tuve más suerte que tú con la familia.
—Perdona. Te he vuelto a interrumpir. Por favor, sigue, ya no te interrumpo más.
—No me importa. Eso quiere decir que me estás escuchando y, además, eres la primera persona con la que hablo de esto. —Bruno respiró hondo y continuó—. Como te he dicho, nos casamos y nos fuimos de viaje de novios. La primera noche en el hotel para mí iba a ser estupenda, quiero decir, para un imbécil como yo, claro. Iba a ser la primera vez que hacíamos el acto sexual completo. Ya te he dicho que nosotros hacíamos algunas cosas, pero pensábamos que lo más romántico era esperar hasta la noche de bodas. Esa noche se había convertido para mí en una meta inalcanzable, algo ideal, la cumbre de nuestro gran amor, el paso hacia la unión espiritual con la carnal y todo ese rollo religioso en el que estaba metido, así que estaba deseando llegar. Menos mal que a mis amigos no les contaba nada de esto, ellos creían que cuando estábamos tanto tiempo solos era porque… éramos unos viciosos. Alucinante, ¿verdad?
—Estoy alucinando, sí, estoy alucinando como no te puedes imaginar. Pero te has quedado por la noche de bodas. Al final, ¿lo hicisteis o no?
—Lo hicimos, pero… no tuve ningún problema en entrar. ¿Qué te parece?
—¿Cómo? —Ana se quedó un poco desorientada.
—Que no era virgen.
—Joder. ¡Qué fuerte! Después de tanto rollo beato te encuentras con la puerta abierta de par en par. Y ¿qué hiciste?
—Cuando terminamos le dije que había algo raro. Le dije que yo tenía entendido que la primera vez siempre cuesta y, sin embargo, no había tenido el más mínimo obstáculo. Entonces me dijo, así como sin darle importancia, que ella ahora quería a otro y, claro, se había estado acostando con él.
—¡Joder! —Ana no salía de su asombro, creía que no podía haber nada peor que lo que le había pasado a ella, pero estaba viendo que sí—. Y ¿se casó contigo y te llevó hasta el Caribe para decirte eso? Precisamente la noche de bodas. ¡Qué disparate más alucinante! Te quedarías muerto.
—Fue la primera vez que pasé en cinco minutos de estar completamente enamorado a querer tirarla por el balcón de la habitación del hotel. De pronto, sentí la mayor vergüenza que nadie se pueda imaginar. Me puse colorado como un tomate. ¿Te das cuenta? Estaba en mi propio viaje de novios, en la noche de bodas y estaba sobrando al lado de aquella tía. De pronto, se me borró hasta su nombre. Ni «cariño» ni «mi novia», solo podía pensar en ella como «aquella tía». Fue el momento más ridículo de mi vida. Yo creo que nadie puede llegar a comprenderlo sin haberlo pasado. Fue lo peor, lo peor. —Bruno comenzó a ponerse nervioso y Ana notó esa alteración.
—Tranquilízate. —Se acercó a él y lo abrazó con fuerza contra su pecho—. Tranquilo. Olvídalo. No merece la pena. Eso ya no volverá a pasarte. —Tras unos momentos sin decir nada, lo besó en los labios y continuó dándole ánimos—. Parece que los dos hemos tenido nuestros traumas. Pero ya están superados. Yo lo tengo superado y tú también. Si no me lo cuentas, nunca habría imaginado que hubieras pasado algo así.
—Pues… con todo eso —dijo Bruno— pasé de tener una seguridad en mí mismo, casi absoluta, a dudar de todo lo que hacía.
—Bueno, eso es lógico después de un suceso como ese. La seguridad, el autoconcepto y la autoestima se van a hacer leches. Pero yo no te noto tan inseguro.
—Tengo que sopesar las cosas mucho antes de actuar —dijo Bruno—. Antes actuaba muy rápido y me salían las cosas bien. Ahora tengo que reflexionar mucho, tengo que asegurarme de no meter la pata y si la meto me pongo fatal, me entran sudores y me sonrojo una barbaridad. Sin embargo, tú has conseguido que haga un montón de barbaridades ilegales sin pensarlo, me has llevado por donde has querido como si nada y para colmo quiero estar contigo.
—Vale, pero era necesario. Y conmigo no vas a tener ningún problema. Además, tampoco merece la pena agobiarse por los malos rollos y todo lo que me has contado, porque al final todo pasa y se olvida. Te lo digo de verdad. Yo también tuve mis momentos malos. Malísimos, vamos. ¿Sabes que me gusta el fútbol?
—¿Te gusta el fútbol? —Bruno quedó pensando qué quería decir con eso—. ¿Lo dices porque eres mujer? Hay bastantes mujeres a las que les gusta el fútbol.
—Puede que sí, pero a mí me aficionó mi tío. ¿Qué te parece? Si no es por él, lo más probable es que no me gustara. Y me gusta el fútbol. Veo muchos partidos estupendamente.
—Sigo sin comprender lo que quieres decir. —Bruno seguía sin captar qué pretendía transmitirle—. No sé por qué lo dices.
—Pues verás, mi tío era un forofo del fútbol. El típico futbolero que grita, bebe cervezas y demás viendo los partidos. Pero nadie le podía molestar mientras los veía, así que le decía a mi tía que se fuera con los niños a casa de su madre para que no le molestaran, pero a mí me obligaba a quedarme. Tenía que estar sentada en el sofá con su pene en la mano todo el partido. Tenía que mantenerla en alto mientras él bebía cerveza. Después, en el intermedio, le tenía que preparar un bocadillo de mortadela que se comía tranquilamente y cuando empezaba la segunda parte, otra vez lo mismo. Así que me tragaba todos los partidos con los correspondientes comentarios suyos, sin quitar ojo de la tele.
—Me estás dejando de piedra, no sé cómo podías aguantar. ¿Y tu tía se iba tranquilamente y te dejaba con él? No lo entiendo. Además, lo normal sería que odiaras el fútbol.
—Pues no. De ver tantos partidos entiendo de fútbol. No lo odio y tampoco odio a los hombres ni los penes. He tenido suerte. Solo odio a mi tío, solo a él. Siempre fui consciente de que toda mi terrible tortura provenía de él, no del sexo ni del fútbol. Menos mal. Pero me costó mucho superar el terror de estar a su lado. Sobre todo cuando me cogía la cabeza, eso sí que no lo soporto.
—¿Te cogía la cabeza? ¿Qué quieres decir?
—Muy simple. Que de cuando en cuando me cogía la cabeza y me doblaba para meterme el pene en la boca. Sobre todo al final del partido que era cuando se tenía que correr, el hijo de puta.
Ana se había comenzado a alterar. Siempre que llegaba a lo de la cabeza le pasaba lo mismo. Cuando se casó para dejar a sus tíos, pasó unas semanas yendo a un psicólogo a escondidas del marido. Con el psicólogo superó bastantes cosas, pero lo de la cabeza era lo peor. Si alguien le cogía la cabeza con la mano, se alteraba, y si la cogían y le presionaban para que se agachara, podía pegarle al que lo hiciera y responder con bastante violencia.
—He cortado tu historia con la mía. Perdóname, de verdad. Pero sigue hablando. Contando las cosas es como mejor se superan… Bueno, y también sabes algo más que es fundamental para llevarse bien conmigo: no me cojas la cabeza.
—No pensaba cogértela.
—Vale, pero sigue contándome. Tengo una curiosidad bastante indiscreta: ¿cómo pasaste el resto de los días del viaje de novios? Si la primera noche acabasteis así…
—Fatal. Lo pasé muy mal. Pero lo peor es que, como un imbécil de primera, se me ocurrió decirle que si aquello había sido un error, podríamos arreglarlo, y si ella cortaba con el otro, podíamos retomar lo nuestro. Dije esto por la gente, por mis padres, sobre todo. Intentaba impedir pasar toda esa vergüenza. Un imbécil, ya te digo.
—¿Por qué?
—Porque ella me dijo que no quería seguir conmigo, que se iba con el otro.
—Pero esa tía —Ana puso cara de pocos amigos— es una hija de puta. Entonces, ¿para qué se casa y te lleva hasta el Caribe?
—Eso mismo le pregunté yo. Pero no obtuve respuesta. Así que intenté volver lo más rápido posible, pero no había plazas en los aviones y tuve que estar los seis días allí. Menos mal que pude coger otra habitación. Me dediqué a hacer excursiones por el día y a irme de bares por la noche. Hice el gilipollas, como se suele decir; me dediqué a buscar tías de allí, que te las ofrecen por las calles, y me acosté con todas las que pude hasta que se me fundió la tarjeta de crédito y no pude sacar más dinero. A ella no la volví a ver hasta que llegó el momento de coger el avión de vuelta y, claro, tuve que pasar el viaje a su lado. Teníamos los asientos juntos.
—Joder, qué mal rollo ¿Hablasteis algo en el avión?
—Yo casi nada. Ella me dijo varias cosas. Me dijo que la perdonara, pero que en el trabajo había conocido a ese tío y, sin darse cuenta, parece ser que no paró de tirársela, menos mal que no se daba cuenta. Yo cada dos o tres frases suyas le decía «hija de puta, hija de puta», solo le dije eso.
—Y cuando llegasteis otra vez aquí, ¿qué hiciste con el piso, tus padres y todo eso? ¡Parezco una cotilla!
—Yo se lo conté a mis padres, claro, y ellos arreglaron todo lo del piso y demás asuntos. Les dije que devolvieran todos los regalos de la boda, pero parece que ella no quiso y se los quedó. Después me fui de la casa de mis padres al piso en el que estoy ahora. Llevo dos años sin ver a nadie conocido y no tengo interés en ver a nadie de antes. Solo a mis padres, ¿comprendes?
—Te comprendo perfectamente. Yo no he vuelto a ver a mis tíos desde hace no sé cuantos años. Ni quiero volver a verlos. Ni siquiera a mi tía. Al principio me daba como lástima que tuviera a ese cerdo hijo de puta por marido, pero después no. Después, hasta he llegado a pensar que ella lo sabía, si no, ¿por qué siempre se iba con los niños tranquilamente cuando había partido? No sé, no estoy segura, pero algo tenía que saber.
—Olvídalo, es lo mejor que se puede hacer con eso. A mí me ha costado, pero ya casi ni me acuerdo de ella. Lo único que recuerdo ahora es que estoy muy solo. No es lo mismo estar así que tener a alguien. Yo ahora estoy solo con el hueco de aquella tía. De aquella tía no, con el hueco solamente.
—Ven. —Ana estaba recostada en la cama.
Bruno se echó junto a ella, apoyó la cabeza en su pecho y cerró los ojos mientras le acariciaba la cara y el pelo. Así estuvieron un tiempo en el que se quedó dormido. Ana esperó casi una hora a que descansara. Después lo despertó cariñosamente. Empezó a besarlo y acariciarle todo el cuerpo, se incorporó sobre él y lo besó por todas partes. Le cogió el pene y empezó a acariciarlo con la lengua, después se lo tragaba y lo soltaba, entonces lo cogía con la mano y empezaba una corta masturbación acariciándole los testículos y el año mientras con sus labios le acariciaba la parte de arriba. Así lo llevó varias veces hasta el límite del orgasmo, pero cuando veía que se podía correr, paraba y comenzaba de nuevo más despacio. Cuando lo hizo dos o tres veces se incorporó sobre la cama y comenzó a sentarse literalmente en su cara. Muy despacio, aproximó la vulva a sus labios y le dijo que la lamiera como si fuera un helado. Cuando el clítoris se le puso tan duro como un garbanzo, le pidió que lo chupara con la lengua y los labios. Ella le tenía cogida la cara y se movía sobre su boca arriba y abajo desde el ano hasta el clítoris, hasta que temblándole todo el cuerpo se corrió como una bestia. Después, se bajó de la cama de un salto y se volvió a subir rápidamente. Cogió el pene de Bruno, se lo introdujo en la vulva y comenzó a moverse hasta que Bruno estuvo a punto, entonces lo sacó y terminó con la mano. Bruno saltaba de gusto sobre la cama. Nunca le habían hecho algo así.
Después se quedaron abrazados y en silencio durante casi una hora hasta que Ana se levantó, le dio un enorme beso en los labios y se metió en el baño para darse una ducha.
Bruno hizo lo mismo y cuando salió vio que ella no estaba. Se alarmó un poco, pero no le dio tiempo a preocuparse porque apareció enseguida por la puerta. Había ido a comprar algo de comer.
—¿A ti no te da hambre después de follar? —le dijo al entrar—. He ido aquí al lado que hay un chino. He comprado comida y bebida. ¿Te gustan los bocatas de salchichón? A mí me encanta el salchichón. También he comprado queso en lonchas y jamón. ¿Quieres un bocata de algo?
—Podrías haberme dicho que salías a comprar. Me he quedado un poco así… —Hizo un gesto con la mano como queriendo decir escamado.
—Venga, no seas tonto. Yo soy así. Ya te lo he dicho. ¿De qué quieres el bocata? Tienes que comer. Hay que reponer fuerzas para poder seguir follando.
—¿Me has traído de semental o es que tienes que amortizar lo que te ha costado la habitación?
—Vaya. Qué gracioso el niño. —Ana lo miró fijamente a los ojos, pero pronto cambió la expresión—. Mejor me callo porque eso suena casi a insulto, pero no te lo tendré en cuenta. ¿Jamón y queso?
—Vale, y perdona.
—No te preocupes. También he traído unas cervezas. Toma. —Le dio una lata de cerveza mientras preparaba el bocadillo sobre el mueble de la habitación.
Sentados a la mesa que había junto a la ventana se tomaron la comida. Los dos miraban en silencio la acera de Correos. Poca gente pasaba a aquella hora de la noche. Los árboles completamente pelados de hojas dejaban ver la cabina en la que la Viuda debía enseñar el dinero al día siguiente. Cuando terminaron, Ana guardó todo en la bolsa donde lo había traído y cogió a Bruno por detrás. Se pegó fuertemente a él y comenzó a rozarse la vulva en sus nalgas mientras le besaba el cuello. Bruno se puso impresionante con aquellos roces. Ana le acarició por delante y se giró para besarlo. Le preguntó si quería aprender cosas que a ella le gustaban. Bruno, que apenas podía hablar, le dijo que sí, que quería satisfacerla. Ella le explicó que, como a todas las mujeres, le gustaba llegar al orgasmo, así que le recomendó que siempre procurara hacer que llegara a ello porque es como una mujer se queda verdaderamente satisfecha y desea verte otra vez. Entonces le explicó una de las formas que a ella le gustaban, con la que siempre llegaba a conseguirlo. Después se puso de rodillas en la cama y le dijo que la penetrara suavemente en esa posición. Después solo tenía que meterle un poco su pulgar con mucho cuidado en el ano y aguantar el máximo tiempo posible. Ella le diría cuándo podía terminar. Bruno, no sin esfuerzo, lo hizo todo tal y como ella se lo había dicho. Mientras Bruno la penetraba así, ella se masturbó hasta correrse. Después cogió su pene y le dio con la mano hasta que él también se corrió.
—Poco a poco espero que vayas aprendiendo cosas —le dijo con la mano manchada—, sobre todo a ser rápido en traer el papel higiénico.
—¡Joder! —Bruno salió corriendo hacia el cuarto de baño—. Tengo muchos fallos, ¿verdad? —dijo al volver—. Lo del papel higiénico… Ni idea, vamos.
—¿Tú es que no te haces pajas?
—Sí… claro… Pero no había caído.
—Tranquilo… —le dijo cogiéndole el pene y limpiándoselo con el papel que había quedado—. En lo que más puntúa vas aprobando.
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14
Dos hombres con las manos metidas en los bolsillos subían las escaleras de piedra que dan acceso a la plaza de San Nicolás. Iban encogidos por el frío mientras comentaban lo que habían estado haciendo durante el día. El dinero que les habían dado por la mañana estaba ya cambiado y una parte de la ganancia que iban a recibir por el trabajo la habían empleado en comprar algo de ropa y otras pequeñas necesidades. Los dos comentaban que apenas les habían quedado algunos euros.
La plaza estaba desierta, tan solo dos hombres junto a la iglesia fumaban un cigarrillo al resguardo del frío mientras observaban la Alhambra iluminada. Los dos que subían hablando se aproximaron a ellos.
—Buenas —dijeron.
—Buenas. Venga la pasta —dijo el Niño mientras cogía el dinero y comenzaba a contarlo.
Pedro sacó una lista y puso junto a su nombre la palabra «entregado». Cuando el Niño terminó de contarlo, lo echó en el forro de la cazadora y comenzó con el otro. Antes de que terminara, se acercaron otros dos.
Sobre las ocho, Pedro miró el listado contando los que faltaban. Solo faltaba uno: el Marcos.
—¡El Marcos tenía que ser! ¡Con el frío que hace! —dijo el Niño.
—Tranquilo que ya viene.
Un gitano se aproximó a ellos cojeando ligeramente.
—Ya estoy aquí —dijo.
—El último tenías que ser tú.
—¡Hombre! Hay que tener en cuenta que estoy lisiao. Ya sabéis ustedes que me caí corriendo delante de un policía.
—Corta el rollo y suelta el dinero.
El Marcos se metió la mano en los pantalones y sacó un fajo de billetes.
—Toma. —Se los dio al Niño.
—Será guarro el tío —le dijo a Pedro cogiendo el dinero—. ¿Te tenías que meter los billetes en los huevos? ¡Menuda peste echan! —Los movió para que se airearan.
—Para que veas que miro por tu dinero como por mis huevos, por eso los llevo juntos.
—Anda, piérdete antes de que me dé por darte una hostia.
Finalmente, los dos hombres quedaron solos bajo la luz de la luna que destacaba sobre la Alhambra. Mientras se terminaban el cigarrillo que acababan de encender tras guardar la lista en la que estaban apuntados todos los que habían recibido dinero, el Niño le preguntó a Pedro si no se habría ido de la lengua con lo de la caja delante de alguien.
—¡Acuérdate! Cuando abriste el camión, ¿se notaba algo? —le preguntó.
—Claro que se notaba algo: la caja no estaba, estaba el hueco, eso fue lo primero que vi. ¿No te acuerdas de que te lo dije? —contestó Pedro.
—No sé. No me acuerdo —dijo poniéndose serio—. Como hayas tenido algo que ver en esto, te vas a acordar de mí. El cargador de la pipa te lo vacío en la cabeza.
—¡A mí no me jodas! —Pedro sacó su revólver—. Eso será si no te lo vacío yo antes a ti. Yo no tengo nada que ver, ya te lo he dicho. Además, ¿cuándo le he fallado yo en algo a tu tía? ¡A mí no me jodas! ¿Vale?
—Vale. Guarda la pistola que te van a ver —dijo el Niño cambiando la cara y poniendo una sonrisa—. Pero tenemos que pillarlos, mañana tenemos que pillarlos como sea.
—Cuenta conmigo. ¿Es que te crees que no estoy deseando saber quiénes son? Más que tú.
Terminada la conversación, quedaron en verse más tarde. El Niño se fue para la casa de su tía.
Al entrar se detuvo en el recibidor, mirando la luz que salía por la puerta del despacho. Después tomó la escalera hasta su habitación. Entró, se quitó la cazadora y comenzó a contar el dinero que traía. Fue haciendo pequeños fajos cogidos con elásticos y después los echó todos en una bolsa de plástico. Tras unos minutos en los que se detuvo a pensar, cogió la bolsa y volvió a bajar hasta la puerta del despacho de su tía.
Dio unos golpes en la puerta.
—¡Pasa!
—Aquí traigo el dinero. —Se acercó hasta la mesa y vació la bolsa.
—¿Lo has contado?
—Sí, está todo.
—Ve a la cocina y busca una caja de cartón, hay que meterlo en la caja y hacer un paquete postal que se pueda abrir y después cerrar en la misma oficina de Correos.
—Atándolo con una cuerda —apuntó el Niño.
—Estupendo.
El Niño salió hacia la cocina donde Rosa se encontraba haciendo la cena. Pelaba unas patatas, sentada a la mesa, mientras escuchaba la vieja radio que había al otro lado de la despensa. La cocina era grande y espaciosa, con un mostrador de granito. Cuando la Viuda arregló la cocina, hizo quitar los azulejos, el suelo y los muebles, y los mandó reparar. Una vez quitado todo y puestas las modernas instalaciones de electricidad, agua y gas, hizo que volvieran a poner los mismos azulejos que había quitado, así como el suelo y los muebles arreglados y adaptados, quedando una cocina de principios del siglo XX, pero útil y moderna.
—Me hace falta una caja de cartón —le dijo a Rosa.
—¿Para qué? —preguntó sin dejar de pelar patatas.
—Para mi tía.
—¿Cómo de grande?
—Así. —El Niño dejó un espacio entre sus manos en el que tenía que caber la caja.
—Pues no lo sé —Rosa se levantó lentamente—, como no sea una grande de galletas…
Entró en la despensa, cogió una que había ya empezada y salió a la cocina dejándola sobre la mesa.
—Todavía le quedan muchas galletas —dijo.
—Es igual. Ponlas en una bolsa.
—Se van a blandear, las galletas se blandean si no están en su caja. Si me lo hubieras dicho antes, me habría traído una de la tienda. ¿Qué hora es? —Miró el reloj—. Las ocho y media, todavía está abierta. Espera. Voy y me traigo una.
—No, venga. Trae esa misma.
—¿Cómo que no? —contestó Rosa alterada—. ¿Voy a dejar que se blandeen las galletas de tu tía porque a ti te dé la gana? Pues eso faltaba, nunca se me ha blandeado una galleta en toda mi vida y no pienso dejar que por un mocoso como tú se me blandeen estas.
—¡Me cago en la leche!
El Niño intentó coger la caja, pero Rosa se la llevó antes, apoyándola contra su pecho. El Niño salió de la cocina y fue con rapidez ante su tía.
—¡No me la quiere dar! —dijo entrando en el despacho alterado.
—¿Qué dices?
—¡Que Rosa no me quiere dar la caja! Dice que se le blandean las galletas.
—¿Pero qué tontería es esta?
Rosa apareció por la puerta del despacho con la caja en la mano.
—Le he dicho que espere, que voy a la tienda y me traigo una, pero se ha puesto como un loco.
—Bueno —dijo la Viuda levantándose de la mesa—, déjanos esa caja Rosa, y ahora ve a por otra a la tienda, así todos contentos. Por cinco minutos que estén las galletas sin caja no se blandearán, ¿verdad?
Rosa dijo que no. La Viuda le pidió que trajera también una cuerda. Cuando Rosa se fue, le dijo a su sobrino que probara si cabía todo el dinero. Después cogió el teléfono e hizo algunas llamadas. Primero llamó a Pedro y después a Enrique, sus dos hombres de confianza, para que fueran sobre las diez con los encargos que les había hecho. Después llamó a Munuera, el hombre al que vendería la caja que aún no tenía.
—Buenas noches, señor Munuera.
—Buenas noches, señora… Ruiz me dijo, ¿no? ¿Cómo va nuestro negocio?
—Estupendamente, mañana tendrá usted la mercancía como convinimos. Imagino que sus hombres se encuentran ya aquí.
—Por supuesto. He enviado a tres hombres con el dinero para hacer el cambio, pero todavía no sabemos nada. ¿Cómo?, ¿cuándo?, y todo lo demás que hay que saber para poder hacer una operación correctamente.
—Lo comprendo. Debería haber concretado ya todo eso, pero entienda que he tardado algún tiempo en prepararlo, siempre mirando para que todo salga bien. Comprenda que hay muchas cosas que organizar.
—Lo comprendo, pero requiero una seguridad absoluta. Mis hombres no entregarán el dinero hasta que mi experto compruebe la mercancía.
—Por supuesto. Verá, este es el plan que debemos seguir mañana: sus hombres se verán con los míos en la estación de ferrocarril. Mis hombres estarán en un coche rojo con un pañuelo amarillo en el espejo derecho. En el asiento trasero del coche se hará toda la operación. Cuando su experto compruebe la mercancía, ustedes se llevarán la caja y nosotros nos quedaremos con el dinero. ¿Qué le parece?
—De acuerdo, no me parece mal —dijo Munuera—. Pero, ya que estaremos junto a una estación, preferiría que contaran primero el dinero y depositarlo en una taquilla de la consigna de equipajes. Después, cuando mi experto haya comprobado la mercancía, le damos la llave de la taquilla a sus hombres y todo arreglado.
—¿Por qué guardar el dinero en la taquilla? —preguntó la Viuda—. ¿No pretenderá engañarme?
—En absoluto. Una vez cerrada la taquilla, uno de mis hombres llevará la llave colgada del cuello con una cadena, para que esté siempre visible.
—No sé, no me gusta perder de vista el dinero.
—Es por seguridad —dijo Munuera—. Creo que tenerlo todo en el asiento de un coche es algo engorroso. Mejor primero una cosa y después la otra.
—Bueno, pero la llave debe estar siempre a la vista.
—Por supuesto. De todas maneras, lo que sí me gustaría es que tenga mañana el móvil a mano por si tenemos que comunicarnos después. No soporto cuando llamo a alguien y me sale que está desconectado.
—¿Y eso le preocupa? Mire, puede llamarme cuando lo desee, pero nada más. Yo no tengo problemas. Por el móvil nunca sabrá nada de mí porque se adquirió con documentación falsa y está a un nombre que no existe, por lo que no me preocupa, lo tengo siempre conectado.
—De acuerdo. Pondremos toda nuestra confianza en nuestros hombres y en que la operación salga bien, pues de lo contrario tendríamos que hablar en otros términos. Me comprende, ¿verdad?
—Por supuesto. No estamos jugando con esto, pero le comprendo perfectamente. Todo saldrá bien por lo que a mí respecta.
—Lo que no tengo todavía es la hora. Se ha olvidado de decirme la hora a la que nuestros hombres deben buscar su coche en la estación de ferrocarril.
—La hora debe ser a las doce y media en punto.
—Bien, la volveré a llamar mañana después de las doce y media para felicitarle por la operación.
Cuando terminó de hablar por teléfono, el Niño ya tenía todo el dinero colocado en la caja de galletas que había atado y desatado varias veces para comprobar lo fácil que se podía hacer. Le había puesto papel adhesivo por todas partes para tapar la marca y poder escribir la dirección que habían dicho los secuestradores.
La Viuda cogió la caja y la ató y desató con suma facilidad. Después le dio unas palmaditas en el hombro a su sobrino por lo bien que lo había hecho. Rosa se asomó a la puerta anunciando la cena y todos se fueron a la cocina.
Los tres se sentaron a la mesa que ocupaba el centro de la habitación. Sobre un mantel blanco con bordados de flores que tapaba la madera, los cubiertos ocupaban tres de los cuatro lados del rectángulo que formaba la mesa. En el otro lado, se agolpaba el pan y la fruta junto con el vino y la cerveza. Rosa había preparado para ellas un hervido de verduras y una tortilla de espinacas que se encontraba en el centro junto a la ensalada. Para el Niño, como siempre, había preparado un enorme plato de patatas fritas con dos lomos que ya se comía a boca llena. La cerveza también era para él, ellas solo tomaban un poco de vino. Solían comer en silencio, tan solo algunas palabras para pedir más patatas o más cerveza por parte del Niño, o la fruta, si no se encontraba ya en la mesa. Rosa se levantaba a menudo para traer alguna cosa que se le hubiera olvidado. A veces contaba a la señora todos los chismes que había oído en la tienda o la carnicería y Carmen la escuchaba siguiendo sus palabras con cortos monosílabos como «¿sí?», «vaya», «¡no me digas!», pero en realidad no le prestaba mucho interés, estaba inmersa en sus pensamientos.
Cuando terminaron los postres sonó el timbre. Carmen mandó a Rosa que abriera y le dijo que si eran Pedro y Enrique, los hiciera pasar a su despacho, que enseguida estarían allí. Después, subió a su habitación a lavarse los dientes y mirarse un poco en el espejo. Para hablar con la gente le gustaba estar bien arreglada y siempre se peinaba varias veces al día. Además, para estar en la casa, nunca utilizaba ropa que no fuera apropiada para recibir cualquier visita, solo se le podía ver en camisón cuando ya se había retirado a dormir. Pero llevaba puesta ropa de calle, y así tenía pensado permanecer toda la noche.
Cuando Carmen entró en el despacho, el Niño ya había abierto el paquete que había traído Enrique con los últimos adelantos de la electrónica. Se trataba de un receptor de onda con su correspondiente emisor que pensaban poner dentro de uno de los fajos del dinero. El Niño colocó el microchip emisor en un billete y lo forró completamente con cinta adhesiva transparente de la que no brilla y no se puede distinguir a simple vista. Después lo probaron por toda la casa. Iba de una habitación a otra escondiéndose mientras los otros lo buscaban con el indicador que detectaba las ondas emitidas por el chip colocado en la caja.
—Tiene un radio de casi dos kilómetros —dijo Enrique.
—Estupendo —comentó la Viuda después de ver todas aquellas pruebas que habían resultado satisfactorias—. Con esto espero que no se os escapen de ninguna manera. Estoy segura de que cuando el paquete entre en la oficina de Correos, alguien lo cogerá. Deben habérselas ingeniado para tener acceso a los paquetes, justo después de dejarlos, o sea, que o bien alguno trabaja en Correos, o tiene a alguien que se lo va a proporcionar. Estoy segura de que allí no van a dejar el dinero. Debéis permanecer en un coche en la calle Ganivet, que es por donde está la puerta de servicio. Si el paquete sale con alguien que va andando, dejáis el coche y lo seguís hasta poder interceptarlo. Nada de escándalos en plena calle —se dirigió a su sobrino—. Si la persona que lo lleva toma un coche, le seguís en coche hasta cogerle. Sea como fuere, el dinero tiene que volver a esta casa. De esto os encargaréis tú y Pedro —dijo a su sobrino.
—No te preocupes, tita… digo, tía.
—Yo seré —continuó Carmen— la que muestre el dinero en la cabina que hay junto a Correos, y después haré el envío certificado a la dirección que nos han dado. Tú, Enrique, te encargarás de coger la caja donde nos digan los secuestradores. Quien me llamó al móvil dijo que sobre las diez nos diría la localización de la caja. Eso quiere decir, entre otras cosas, que sabía perfectamente mi número de móvil. De este móvil. —Levantó el teléfono para que vieran que no se trataba del oficial que estaba a su nombre, sino del otro que conocían muy pocas personas—. Esto ya quiere decir algo de lo que ahora hablaremos. Después, todos tenemos que vernos en la estación de ferrocarril a las once y media. Si vosotros tenéis dificultades para coger a los que se lleven el dinero, podéis llegar como muy tarde a las doce. A las doce como máximo todos allí, con dinero o sin él. Enrique llevará un coche rojo alquilado. Lo alquilas mañana a primera hora, utiliza un nombre falso.
—¿Cuándo pasaremos la mercancía a los hombres de Munuera? —preguntó Enrique.
—Mañana a las doce y media en punto —respondió la Viuda—. Cuando nos veamos en la estación, os diré los detalles, pero por si se me pasa, no olvidéis poner un pañuelo o trapo amarillo en el espejo derecho del coche. Ese será el distintivo para que los hombres nos reconozcan. Y tú, Enrique, no olvides guardar la mercancía en el maletero para que no esté visible. Primero, ellos nos enseñarán el dinero. Después lo meteremos en una caja de seguridad de la estación y ellos comprobarán la mercancía. Cuando esté comprobada por su experto, cerraremos el trato y se irán después de darnos la llave del dinero. Todo debe hacerse en el asiento trasero del coche rojo que alquiles, así que escoge un modelo espacioso.
—Bien —respondió Enrique—, pero me gustaría saber una cosa por la que creo que todos tenemos bastante curiosidad. ¿Cuál es la mercancía? ¿Qué contiene esa maldita caja para que ese tipo pague medio millón de euros por ella?
Carmen no le contestó. Se dirigió al armario donde guardaba las bebidas y les preguntó si querían tomar algo. Todos pidieron un combinado de ginebra o ron. Le dijo a su sobrino que trajera hielo y preparara las copas mientras ella se servía una copa de jerez. Cuando todos tuvieron su copa llena, alzó la suya y brindó por el éxito de la operación. Tras el brindis, todos se quedaron unos minutos en silencio. Esperaban todavía la respuesta a la pregunta de Enrique, pero Carmen se había desplazado hacia la ventana y se encontraba mirando la silueta de la Alhambra.
—Pero tita, digo, tía. —El Niño se acercó hacia ella—. ¿Nos vas a decir qué contiene esa caja? Estamos rabiando por saberlo.
—Mirad —respondió—, el asunto es muy delicado. El propio comprador me ha pedido que nadie, ni siquiera vosotros, sepáis qué contiene esa caja. No sé exactamente por qué, pero así es. Además, no seáis impacientes, mañana uno de sus hombres tiene que examinar la mercancía ante vosotros, entonces la veréis. Ya os he dicho antes que ellos no os darán la llave hasta que la hayan comprobado, por lo que os recuerdo que debéis ir bien armados y con los ojos abiertos. Y no perder nunca de vista la llave. Además, si queréis que os diga la verdad, yo tampoco sé mucho acerca del contenido de la caja. Sé lo que me ha costado y a lo que la voy a vender obteniendo una buena ganancia, pero en realidad no sé por qué vale tanto. Bueno, sí lo sé, pero de verdad que no lo entiendo. Cosas de la vida.
Los tres se quedaron asombrados y boquiabiertos tras escuchar las palabras de la Viuda. Realmente era la primera vez que hacían un negocio del que no entendían algo.
Pasaron un tiempo bebiendo y hablando los cuatro en el despacho de Carmen. Repasaron la operación y ajustaron las horas para que todo coincidiera. A las diez sabrían dónde coger la caja, al menos eso dijo la voz que le llamó por teléfono. Sobre todo, discutieron sobre los que les estaban estafando. Tenían que ser gente conocida porque sabían todo: teléfono, nombres, hora y lugar donde se asaltaría el camión.
—Eso solo lo sabíamos los que estamos aquí —dijo la Viuda—, lo cual quiere decir que o alguno de vosotros se ha ido de la lengua o nos está timando a los demás.
Esas palabras provocaron un gran alboroto en los tres hombres que tomaban tranquilamente sus copas junto a ella. Todos lo negaron y lo volvieron a negar con innumerables pruebas de lealtad. Tras varias discusiones llegaron a la conclusión de que era imposible que uno de los allí presentes estuviera timando a los demás.
—Entonces, solo queda que uno se haya ido de la lengua ante gente capaz de hacer lo que nos están haciendo —concluyó la Viuda, pero todos negaron que hubieran hablado con nadie del tema, de eso estaban seguros. Después, le preguntó a su sobrino si en los últimos tres días había estado bebiendo de más como algunas veces acostumbraba, pero lo negó rotundamente
—Tita, digo tía —dijo el Niño tras apurarse la copa—, ¿no pueden haber sido los de Marruecos? Los que te vendieron la caja. Ellos sabían que venía en ese camión y el horario y por dónde pasaría. Lo sabían todo.
—Los de Marruecos son solo uno —respondió Carmen—. Merouam, como ya sabes. Además, lleva trabajando con nosotros muchos años, siempre le compramos a él todo lo que traemos de África. Nunca hemos tenido ningún problema. Además, Merouam no conoce a nadie aquí en España. Y habla muy mal español. Los que pararon al camión eran españoles. Tú mismo lo dijiste, ¿no?
—Sí, es verdad.
—Además —continuó Carmen—, ¿qué necesidad tendría de poner la caja en el camión y después quitarla? Con quedársela y decirnos que la había puesto…
—Eso habría sido poco convincente —dijo Pedro.
—No le deis más vueltas —continuó Carmen—. Merouam no tiene nada que ver en esto. Son gente de aquí que no sabe qué contiene la caja, como vosotros. Vosotros tampoco lo sabéis, ¿verdad?
—Por favor, Carmen —intervino Enrique—, nosotros también llevamos muchos años juntos y nunca hemos tenido problemas. No tienes por qué desconfiar de nosotros.
—No desconfío de vosotros —dijo Carmen—, pero hacer lo que nos están haciendo es muy fácil teniendo la información. En un día te haces con noventa mil euros y el riesgo es mínimo, ¿no os parece? Por eso los tenemos que pillar. Y como vea que alguno hace algo raro o se escapa por una tontería poco convincente, se va a acordar de mí, ¿comprendido?
—No se van a escapar. Yo me encargo —dijo Pedro—. Y cuando los tenga van a decir cómo se enteraron. De eso también me encargo yo.
—Eso es lo que espero —dijo Carmen—. Pero cuidado, nada de violencia gratuita antes de saber de dónde viene el tema. Si trabajan por su cuenta, joderlos vivos, pero si son de alguna banda peligrosa hay que llevar cuidado, no quiero venganzas ni ajustes de cuentas, ¿está claro? En ese caso nos conformaremos con recuperar el dinero. Ahora, lo que sí quiero saber es quien les ha informado.
—Eso lo queremos saber todos, tita —dijo el Niño poniendo cara de suspense.
—Bueno, pues ya está todo dicho. Cuando los tengáis, que no se os olvide llamarme, ¿de acuerdo?
Tras estas palabras, todos asintieron. Después, Carmen estuvo hablando un rato con Enrique sobre los negocios legales. Enrique le comentó el descenso en las ventas en las dos tiendas de antigüedades que tenía en la calle Elvira, pero las últimas reformas que acababan de hacer para modernizarlas se estaban amortizando. Ella, pensando en lo que recibiría por la venta de la caja, le dijo que intentara blanquear algo más de lo habitual, así sanearía también las cuentas, lo cual le pareció bien a Enrique.
Tras terminar sus copas, todos se fueron, dejando a Carmen sola mirando la noche por la ventana. Acababa de avivar el fuego de la chimenea y sus deformes llamaradas llenaban el despacho de sombras superpuestas, solo quedaba encendida la luz de la lámpara de la mesa que había junto al sofá. Tomaba pequeños tragos de su copa y ordenaba sus pensamientos. La clave era conseguir la caja. Con la caja en sus manos el negocio estaba asegurado.
Recordó el viaje que hizo a Fez, en Marruecos, completamente sola. Aquella ciudad le recordaba a Granada, las casas con patios eran como la suya, aunque no tan bonitas. En los interiores se respiraba una calma similar, pero faltaba luz y el olor era diferente, y la gente también. Hacía años que no iba a Fez, siempre compraba en Tánger y Casablanca, ciudades a las que podía llegar mucho más cómodamente que a Fez y, aunque muchos de los muebles y antigüedades que compraba para sus negocios procedían de Fez, allí tenía a Merouam, que le proporcionaba lo mejor y al mejor precio, así que siempre iba a verlo a Tánger o Casablanca. Sin embargo, la última vez lo llamó para que fuera a Fez porque quería enseñarle algo con lo que hacer un buen negocio. Así fue como se encontró de pronto recorriendo las calles de la medina hasta el hotel donde habían quedado. El negocio parecía verdaderamente bueno, aunque tuviera sus riesgos, pues evidentemente era ilegal. «¿Pero qué es legal hoy en día?», se preguntó.
Y ahora había perdido la caja, después de tanto contactar para encontrar un comprador. Tuvo que llamar a gente de todas partes y preguntarles: «Si supuestamente tuviera esto, ¿cómo se podría vender?, ¿dónde se podría colocar?, ¿cuánto costaría? Es que me han preguntado. No es para mí». Hasta que por fin encontró un comprador dispuesto a dar quinientos mil euros, aunque costase más, pero ella no sabía quién estaría dispuesto a pagar más, por eso tenía que conformarse con el medio millón. Y ahora que todo estaba arreglado, le quitan la caja.
Se puso otra copa. Volvió a mirar la Alhambra. De nuevo pensó en sus hombres. Tenía serias dudas de que uno de ellos estuviera detrás del asunto, pero si no ¿quién podría haber organizado una operación así: coger la caja justo antes de que llegara su sobrino? Tenía que saber la hora y el lugar con mucha exactitud. «Ya veremos. Espero que no se me escapen», se dijo. Después de ponerse la copa, se sentó en el sillón junto al sofá y se quedó sumida en un sopor que la dejó dormida.
Pasó toda la noche con la cabeza caída en el respaldo del sillón. Durante varias horas estuvo profundamente dormida, lo que le permitió descansar y relajarse para afrontar con frescura el nuevo día.
Por la mañana, Rosa se acercó a llamarla.
—Rosa, ¡qué terrible! He soñado que me tiraban a un pozo —dijo al despertarse.
—¿La tiraban a un pozo? ¿Quién, doña Carmen?
—Gente muy extraña. Ha sido un sueño —dijo—. Con lo bonito que era al principio y después me tiran a un pozo. ¿Tú te crees?
—Ni en sueños puede estar una tranquila —dijo Rosa saliendo hacia la cocina.
—Ni que lo digas.
Carmen fue a su dormitorio para ducharse y cambiarse. Comprobó que su sobrino también se había levantado y le dijo a Rosa que preparara café para todos, Pedro y Enrique debían de estar al llegar.
Carmen solía ducharse con el agua muy caliente, incluso en verano, y pasaba bastante tiempo recreándose. Después, salió al dormitorio y cogió un conjunto de ropa interior negro con encaje y un vestido.
Cuando bajó a la cocina, estaban sentados a la mesa tomando café, la noche había sido muy corta para todos, y apenas habían podido dormir. Rosa había preparado una bandeja de tostadas con tomate y aceite de las que estaban dando buena cuenta. Carmen se sentó en un lateral de la mesa y todos dejaron de comer para saludarla. Enrique le ofreció el periódico del día abierto por la página dieciséis, en la que se podía ver el titular «Asalto a un camión de folios» en la parte superior derecha de la página. Lo firmaba Bruno Valle.
—¿Se refiere al camión en el que iba nuestra caja? —dijo Carmen, que al ver el titular comenzó a leerlo.
—Parece ser que estos —dijo Enrique señalando a los otros dos— son unos gamberros que robaron unos cuantos paquetes de folios. Me pregunto si los de la policía son realmente así de tontos.
—Bueno —dijo el Niño—, nosotros hicimos eso que dice ahí. No nos llevamos ningún paquete, pero si tiramos toda la carga al suelo, puede parecer lo que dice, podría haber sido una gamberrada, qué gracia —se rio.
—Bueno, a nosotros nos viene estupendamente que piensen eso, ¿verdad? —dijo Carmen—. Así no tendremos a ningún policía buscando ni investigando nada.
—Lo único que me mosquea es el rollo que meten de cifras —dijo Enrique—. ¿De dónde cojones han sacado que los asaltantes se llevaron papel por un valor de trescientos euros? Es ridículo. Por la cantidad y porque tu sobrino dice que no se llevaron nada, solo tiraron las cajas. Parece como de cachondeo, ¿no?
—Lo habrá dicho el del camión para cobrar el seguro —dijo Pedro—. Se lo habrá inventado para que le paguen por el robo, digo yo, ¿no?
—Es posible, eso sí tiene más sentido —respondió Enrique mientras volvía a coger una tostada, más tranquilo.
—Puede ser —dijo Carmen—. Sea lo que fuere, a nosotros nos da igual, así que acércame el plato que tengo hambre.
Enrique le acercó la fuente que contenía el pan caliente con aceite y tomate. Carmen cogió un trozo con agrado y todos continuaron desayunando hasta que ella comenzó a hablarles de la operación que iban a llevar a cabo esa mañana.
—Enrique, tienes que hacerte con un coche rojo y un trapo amarillo, ¿recuerdas? Todos los teléfonos móviles tienen que estar bien cargados y conectados en todo momento. Tú y Pedro —se dirigió a su sobrino—, aparcad bien temprano en la calle Ganivet. Ya sabéis que a partir de las nueve no hay quien aparque allí. El busca de la caja del dinero debe estar conectado en todo momento, y llevad un mapa para poder seguir mejor el paquete. Seguid el dinero hasta una calle estrecha o, mejor, hasta la casa en la que se metan. Casa, hotel o lo que sea. Una vez dentro será fácil cogerlos, pero si podéis hacerlo en una calle estrecha y sin gente, los cogéis. Tú, Enrique, permanece en el coche esperando mi llamada para recuperar la caja. Quiero a los tres preparados en vuestros puestos sin lugar a dudas ni errores. Ya sabéis lo importante que es para mí esta operación. —Todos asentían callados. Habían dejado de comer. Cuando Carmen hablaba, debían escuchar con atención.
—¿Y tú dónde estarás? —preguntó el Niño.
—Yo me moveré en taxi o andando. A las diez estaré en la oficina de Correos y a las doce en la estación de Renfe, como todos vosotros. Os esperaré en el primer bar que hay al bajar la calle a la derecha, no recuerdo ahora cómo se llama. Cada vez que a alguien le surja algo y pueda consultarme, que me llame al móvil y que informe y consulte: vosotros cuando cojáis a los del dinero y tú cuando tengas la caja, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —respondieron los tres a la vez.
Después, comenzaron a salir de la casa para desplazarse a los lugares que Carmen había dicho. Todos estaban nerviosos, ninguno quería cometer un error que fastidiara la operación. Carmen se quedó sola en la cocina hablando con Rosa sobre cosas de la casa. Después salió hacia el despacho y se quedó mirando las ascuas de la chimenea. Cogió el teléfono y pidió un taxi para las ocho y media, así tendría tiempo suficiente para cambiarse de ropa y estar sobre las nueve en la puerta de Correos, donde quería ver a Pedro y a su sobrino antes de entregar el dinero.
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El comisario estaba cerrando la operación con Martínez y Casado. A las siete y media estaba convocada la asamblea donde se explicaría el despliegue policial y las zonas asignadas, pero esperaban que Endivia diera las consignas.
—Por fin apareces —dijo Casado.
—Es que no he podido dormir bien. Por eso me he retrasado.
—Bueno, inspector —dijo el comisario—, estamos distribuyendo los agentes como dijimos. A las siete y media tenemos asamblea con todos los que participan en la operación, así que a partir de ese momento todo queda en sus manos. Casado y Martínez le ayudarán, pero la responsabilidad de la operación es suya, no lo olvide.
—Yo solo me olvido de mi cumpleaños, comisario —respondió Endivia—. Todo va según lo previsto y tengo plena confianza en que cogeremos esa caja. Además, el éxito será de todos, aparecerá en la prensa en un estupendo artículo que nuestro periodista publicará como una de las mejores investigaciones llevadas a cabo por la policía. ¿Habéis leído el artículo de nuestro reportero sobre el asalto al camión de folios? —Todos asintieron—. Mañana aparecerá el verdadero por qué de este asalto y nuestro éxito al resolverlo.
—Bueno, Endivia, parece que nos vayan a poner hasta medallas —dijo Martínez.
—Puede ser —respondió—. No lo descarto, no creas. Todavía no sé qué tiene esa caja, pero seguro que es algo gordo, por eso le pedí el número del móvil al periodista para llamarlo esta mañana en cuanto tengamos la cosa resuelta. Así lo tendremos preparado. Lo llamaré cuando tengamos la caja, claro. ¿Qué le parece, comisario?
—Me parece muy bien, Paco —respondió el comisario metiéndose las manos en los bolsillos—. Pero asegúrese de que lo tengamos todo bien cogido antes de llamar a nuestro reportero.
—No hay problema —continuó Endivia desde el centro del despacho indicando ciertos lugares sobre el plano de la ciudad—. Mirad, necesitamos gente aquí, aquí y por aquí. También necesitaremos algunos agentes controlando ciertos semáforos en lugares concretos de la ciudad.
—¿Se puede saber para qué? —preguntó Martínez.
—Para poder provocar un caos circulatorio y que no se nos pueda escapar la caja —respondió—. ¿Comprendéis? —Miró a todos, pero ninguno parecía comprender—. Cuando sepa la zona donde puede producirse la entrega, un caos circulatorio nos facilitará el que no escapen, ¿no? Las calles se bloquean y los coches no pueden escapar, ¿vale?
—Vale, pero ¿dónde exactamente? ¿Qué semáforos quiere controlar? —preguntó el comisario.
—No es seguro, pero por los informes que tengo el cambio se puede producir cerca de alguno de estos cruces —Endivia los señaló en el mapa— y todos están cerca de lugares tales como: Puerta Real, el puente del Genil, el aparcamiento subterráneo de la Caleta, la plaza de toros, el Hospital Clínico o la estación de ferrocarril. Como podéis ver, todos estos sitios confluyen en un cruce que da acceso a calles espaciosas con salida a la autovía que posibilita un rápido acceso para ir al norte.
—Y ¿por qué al norte? —replicó Casado—. Desde la plaza de toros se puede salir de la ciudad o ir hacia el centro, y de la Caleta pueden salir hacia Málaga y al camino de Ronda, y no dirigirse al norte.
—Ya lo sé —Endivia se estaba esforzando por controlar la situación—, pero todas esas salidas están cubiertas y lo más probable es que vayan hacia el norte. Si no es así, no importa. Veo en el mapa que ya habéis colocado agentes en todas las posibles salidas. Solo pido que unos cuantos controlen esos semáforos.
—Los semáforos son del Ayuntamiento, el tráfico lo controla la Policía Local.
—Ya lo sé, comisario —dijo elevando el tono de voz, pero inmediatamente volvió a bajarlo—. ¿Podríamos pedir a la Policía Local el control de los semáforos de ese cruce?
—¿Hay razones importantes para hacerlo? —preguntó el comisario.
—Las hay —respondió Endivia—. Mi soplón me dirá esta misma mañana en qué vehículo va la caja y dónde se encuentra. Si provocamos un caos en esa zona controlando los semáforos y cogemos el coche, la caja es nuestra. Una persecución sería problemática con lo mal que está el tráfico en la ciudad y con lo estrechas que son las calles. Incluso podríamos causar heridos y lo que es peor, que se nos escapen.
—Está bien —dijo el comisario—, cuente con el control de los semáforos.
—También necesito que los encargados estén en contacto directo conmigo —dijo Endivia—. Tengo que tener sus números de móvil junto con el semáforo que controlan. Un momento, estoy pensando… ¿Los semáforos son del sistema antiguo? ¿Hay un control informático de ellos en una central como en otras ciudades o hay que realizar el control a mano en la caja que hay junto al semáforo?
—Me temo que sí que hay que controlarlos manualmente. Creo que solo están informatizados los de Gran Vía y la calle Reyes Católicos, que son consecutivas, la calle Puerta Real me parece que es manual.
—Pues también necesito a un agente en el control informático de esas dos calles. Podemos necesitar bloquearlas.
—Vale, voy a llamar al Ayuntamiento ahora mismo —dijo el comisario mientras los demás iban a la sala de reuniones.
En la asamblea de los efectivos que iban a participar en la operación, el inspector explicó con claridad que el material que iban a interceptar se encontraba en una caja de folios, para lo cual mostró una vacía que tenía en la oficina para guardar cosas. Después dijo que debían inmovilizar a sus portadores, pero que siempre debían esperar sus órdenes.
—Que nadie actúe por su cuenta sin consultarme, y esto va por todos —dijo mirando a Casado y a Martínez que estaban a su lado.
Tras la asignación de los semáforos a los agentes, tomó sus teléfonos junto con el nombre de la calle en la que se iban a colocar. Después les dijo a todos los que participaban en la operación que tenían que ir de paisano, así que no hacía falta que se pusieran el uniforme. A continuación, les explicó los pormenores de la misión de cada uno en el puesto en el que había sido destinado. Puso especial atención en explicar a los que iban a controlar los semáforos lo que tenían que hacer si los llamaba.
—El que no reciba mi llamada, no tiene que hacer nada, absolutamente nada, ¿está claro? —les dijo.
Sobre las ocho y media, la asamblea había terminado. Endivia se fue solo. Dijo a Martínez y a Casado que esperaran su señal.
Cogió su coche y se dio un paseo por la ciudad. Serían las nueve cuando miró los contactos de su móvil para comprobar que tenía grabado el número del periodista del día anterior. Recordó que le había dicho que quería fotos y un buen artículo en titulares si conseguían algo importante. En su conversación en comisaría habían quedado en eso: él escribiría lo del asalto al camión de folios y después tendría una buena noticia. Debía darle un teléfono al que llamar para que apareciera con el fotógrafo. El reportero le había dado su móvil e inmediatamente después había hablado con el periódico. Quería un fotógrafo. Su jefe se lo asignó, pero le dijo que tuviera cuidado con que de verdad fuera una noticia importante.
Tras dejar la comisaría y pasar por la plaza de Mariana Pineda, se dirigió hacia el río. Necesitaba estar en un espacio abierto después de la hora y media que acababa de pasar en comisaría organizando lo que podía ser su propio funeral como policía. Reconoció que quizás se había pasado confiando en Carmen.
«Sigo siendo el mismo estúpido de siempre. Una mujer me lleva a la cama y le pongo en bandeja hasta mi puesto de trabajo, realmente no tengo solución. ¿Y si no me llama? Basta con eso para que todo se vaya a la mierda, ¡joder! Seré gilipollas…»
De pronto, le entró una malísima sensación que le encogió el estómago. Detuvo el coche junto al puente del Genil y se acercó hasta la orilla para ver pasar el agua helada proveniente de Sierra Nevada. Se apoyó en la barandilla de la orilla derecha y miró la torre de la iglesia de los Escolapios, que estaba al otro lado del río. La mala sensación comenzó a pasar. Pensó que Carmen no tenía por qué haberle engañado ¿Para qué hacerlo? Con seguir diciendo que no sabía nada de la caja… Con estos pensamientos se tranquilizó un poco, aunque no dejaba de mirar la pantalla del teléfono esperando la llamada. «Todavía es temprano», se dijo tras ver la hora en el móvil, así que comenzó a caminar junto a la orilla, repleta de frondosos árboles. Mientras caminaba viendo el agua correr, se le pasó la sensación nerviosa del estómago, volvió a mirar el móvil, buscó el número de la Viuda, presionó la letra C y en una de las líneas de la pantalla apareció «Carmen, la Viuda». Volvió a mirar la hora, después puso el dedo sobre el botón verde de llamada y estuvo a punto de presionarlo, pero se lo pensó mejor. «Llamarla ahora podría ser contraproducente —pensó—. No puedo perder los nervios ahora».
Se encontraba en medio del jardín que había junto al río. Miró la acera de enfrente y se fijó en uno de los bares que se veían al otro lado de la calle. Cruzó por entre los coches y se dirigió hasta su interior, el estómago le estaba pidiendo un café con una buena tostada. En el bar no había mucha gente, por lo que pudo acomodarse en un taburete de la barra. Cogió el periódico que estaba junto al grifo de la cerveza y se puso a ojearlo. Cuando llegó el café, recordó el artículo del camión de folios y comenzó a buscarlo por todas las páginas. Finalmente dio con él. Lo habían puesto en un lugar muy discreto de la sección local, apenas llamaba la atención, pero estaba bien, era gracioso, pensó.
Cuando terminó el desayuno volvió al lugar donde había aparcado, cogió de nuevo el auto y se decidió a dar vueltas por el centro de la ciudad circulando despacio a la espera de esa maldita llamada.
Serían las ocho de la mañana cuando sonó el teléfono de la habitación del hotel en la que Ana y Bruno habían pasado la noche juntos. Los dos se despertaron sobresaltados, incorporándose sobre la cama. Ella cogió el auricular y escucho las palabras pre grabadas diciendo que era la hora a la que habían pedido ser despertados. Colgó el auricular y volvió a dejarse caer sobre el colchón.
—¿Los ronquidos que he escuchado esta noche eran tuyos? —le dijo a Bruno echándose sobre su cuerpo.
—¿Ronquidos? Estás de cachondeo, ¿no? —respondió un poco ruborizado al notar la pierna derecha de Ana sobre su miembro completamente erecto.
—De cachondeo nada. He escuchado algo, pero… ¿Y esto? —le preguntó al notar la erección.
—Eso es que pasa siempre… Yo siempre me despierto así. Creo que es lo normal en los hombres —le dijo algo violentado por lo que no podía controlar.
—Joder, es verdad, al Detri también le pasaba, pero hace tanto tiempo que no paso una noche con nadie que lo había olvidado. Pero dadas las circunstancias creo que debemos aprovecharlo, ¿no te parece?
Ana se puso sobre él y comenzó a moverse despacio, mirándole a los ojos. Bruno la siguió en todo lo que le pedía, como la noche anterior. Dieron varias vueltas en la cama, cambiando de posición, hasta que terminaron junto a la ventana, mirando la acera donde se encontraba la cabina de teléfonos en la que, dentro de un par de horas, debía de ver a una mujer enseñando un paquete lleno de dinero. Ana quiso estar así, apoyada en el marco interior de la ventana, mirando la calle, mientras él terminaba lo que habían empezado en la cama. Cuando Bruno dejó de moverse, ella se dio la vuelta y le besó en los labios.
—Me ducho primero, ¿vale? —le dijo tras el beso, y se dirigió hacia el baño.
—Vale, no tengo prisa todavía. Solo tengo que llamar a mi jefe para que me diga el teléfono del fotógrafo y así poder quedar con él antes de que me llame el inspector Endivia.
—¿El inspector Endivia? ¿Te tiene que llamar la policía?
—¿No te acuerdas? Te lo dije ayer. Lo del artículo. Además, para nosotros es muy importante la hora a la que llame, ¿recuerdas? Lo dijiste tú. Si llama antes de las diez nos largamos y que le den a la caja.
—Es verdad, joder —dijo ella asomando por la puerta del baño—. Es que con tanto polvo se me ha ido el santo al cielo.
—Bueno, no está mal —dijo Bruno sonriendo—. El primer fallo de control en el que te cojo. No está mal para ser tan perfecta.
—¿Qué dices tú de perfecta? —Ana, volvió a salir del baño completamente desnuda—. ¿Te estás cachondeando? Maldito empollón repelente.
—Vaya. Bueno, mejor lo dejamos. —Bruno se cortó con esas palabras, dio media vuelta y se fue hacia la ventana.
—Perdóname, no quería decir eso. —Ana fue hacia él y lo abrazó—. Perdóname, de verdad que lo he dicho de broma. Ha sido una tontería, no quería ofenderte, de verdad, ¿me perdonas?
—Vale, sí. Además, tienes razón.
—No tengo razón porque eres un tío estupendo y me gusta estar contigo, no quería ofenderte. Lo que pasa es que a veces digo cosas que no quiero, sobre todo cuando hay algo emocional por medio. Pierdo un poco el control, pero no quería decir eso.
—Vale, estoy bien, no te preocupes, no ha pasado nada.
—Vente, vamos a ducharnos juntos. —Ana lo volvió a besar y lo cogió de la mano—. Verás qué bien te lavo todo ese cuerpo de atleta que tienes.
En la ducha, Bruno olvidó por completo el daño que le habían hecho las palabras de Ana. El agua estaba estupenda y la ducha era lo suficientemente espaciosa como para que ambos pudieran enjabonarse el uno al otro sin problemas. Ella era tan suave y flexible rozando su cuerpo al echarle el gel de baño que él cerraba los ojos mientras Ana lo acariciaba con la mano enjabonada. Después, fue Bruno quien cogió el gel y comenzó a sentir el suave tacto de la piel de ella. Cuando terminaron, se secaron el uno al otro y salieron a la habitación.
Ana llevaba en el bolso ropa interior limpia. La cogió y comenzó a ponérsela. Bruno se quedó mirándola, como si se hubiera quedado pasmado.
—¿Qué pasa? —preguntó sorprendida—. ¿Por qué me miras así?
—Pues es que… no sé, me parece que he metido algo la pata. No me he traído ropa interior limpia —dijo mirando en el interior de la mochila en la que se encontraban las zapatillas de deporte.
—No me extraña. Los hombres sois así… Todos en general.
—Perdona, pero yo me cambio todos los días de ropa interior, en verano y en invierno. Pero esta vez no caí en coger…
—No importa, si te cambias todos los días como dices, deben estar medianamente limpios, sobre todo porque estamos en invierno y no se suda como en verano. Póntelos y ya está, ya te cambias después.
—Vale. ¿Qué hora es?
—Las nueve.
—Voy a llamar a mi jefe para que me dé el teléfono del fotógrafo.
Bruno cogió su móvil, buscó el número de su jefe y lo llamó. El jefe le dio el teléfono de un fotógrafo colaborador. «Los de plantilla están ocupados», le dijo, así que sería mejor que lo llamara ya, antes de que se fuera a hacer algo y no pudiera localizarlo después. Bruno así lo hizo, llamó al número que le había dado y habló con un tipo que no paraba de soplar preguntando si iban a tardar mucho en eso, porque tenía que ir a Santa Fe a hacer un trabajo. Bruno le dijo que, por lo menos, perdería casi toda la mañana porque todavía no sabía la hora exacta ni el lugar, pero que la cosa era importante. Saldría, quizá, en la portada de mañana. Al decirle esto, se interesó bastante más en el tema y le dijo que estaría a la espera de su llamada para ir donde le dijera.
Ya vestidos, Ana sugirió bajar a desayunar.
—¿Tenemos el desayuno incluido? —preguntó Bruno terminando de vestirse.
—No, no cogí la habitación con desayuno. Te cobran una barbaridad. Dije que no. Prefiero salir un momento a la cafetería que hay aquí al lado, en la calle Recogidas, y tomarme un buen café con leche y una tostada con aceite y tomate. ¡Joder! Qué hambre me está dando. ¿Vamos?
—Espera que termine. Me voy a poner ya las zapatillas, por si tenemos que salir corriendo sin pagar.
—Hombre, para pagar el café, llevo dinero.
—Ya, yo también. Era una broma.
—Ahora que dices lo de salir corriendo, en esa mochila en la que llevas las zapatillas, ¿te cabe el dinero? También tienes que meter los zapatos, ¿no?
—Claro que cabe todo, imagino que sí, porque no sé lo que ocupan noventa mil euros, pero yo creo que caben de sobra con los zapatos y todo, no hay problema.
Salieron del hotel sobre las nueve menos cuarto. Hacía frío, pero el sol comenzaba a brillar tímidamente en el cielo. Bajaron unos metros por la calle Recogidas hasta una cafetería que había en la acera de la izquierda. Ana llevaba a Bruno cogido de la mano, lo cual le producía una sensación de comodidad que hacía tiempo que no sentía. Justo antes de entrar en el bar, vio subir por la calle a Endivia en su coche. Se llevó un gran sobresalto, el corazón se le aceleró y entró en el café dando un gran traspié que le llevó de sopetón hasta la barra.
—¿Te ha pasado algo? —le preguntó Ana—. Menudo salto has dado desde la puerta. ¿Tantas ganas tienes de desayunar?
—No pasa nada, es que he visto al inspector en su coche subir calle arriba y he tropezado.
—¿Has visto a ese policía con el que hablaste ayer?
—Sí. Lo acabo de ver en el coche.
—Pero, ¿te ha llamado? Me dijiste que te tenía que llamar.
—Eso me dijo. Pero ahora va directo a la oficina de Correos. Son las nueve menos diez, todavía tiene tiempo de llamarme.
—¿Qué coche lleva?
—Lleva un… No lo sé, parece un Opel blanco. Pero ya ha pasado.
—Puede estar todavía en el semáforo. Quiero ver lo que hace.
—¡Joder, Ana! Eres muy temeraria. ¿Qué vas a hacer?
—Voy a ver qué hace. Pídeme un café con leche y una tostada con tomate, ahora vuelvo.
Ana salió disparada del bar hacia el semáforo del cruce con San Antón, que aún estaba rojo para los que subían por Recogidas. Cuando llegó, había un único coche blanco, por lo que su conductor debía ser el dichoso inspector. Como el semáforo estaba a punto de cambiar, cruzó la calle, giró a la derecha, pasando por la puerta del hotel, y se dirigió con rapidez por la acera derecha de Puerta Real hacia la entrada del aparcamiento subterráneo, donde debía dejar el coche, si es que tenía pensado quedarse por aquella zona. Ana quería comprobar si se quedaba o continuaba calle abajo hacia el puente del Genil, lo que indicaría que pasaba por allí de forma casual. A mitad de camino hacia el aparcamiento, vio cómo pasaba el coche blanco de Endivia. Ana se detuvo a mirar su itinerario intentando no perderlo de vista. Cuando llegó a la altura de la entrada al aparcamiento, vio que el coche no cambiaba de dirección y continuaba su marcha. Esperó hasta que lo vio llegar al puente y pasarlo, perdiéndolo de vista. Solo entonces regresó a la cafetería donde Bruno la esperaba.
—¿Lo has visto? —le preguntó Bruno de sopetón al entrar.
—Lo he visto. No se ha parado ni se ha metido en el aparcamiento, debía de pasar por casualidad por aquí. Lo he seguido con la vista hasta que ha pasado el puente del Genil.
—Bueno, a mí ya me están entrando los nervios —dijo Bruno terminándose el café—. Yo no sé qué hacer. Si salgo de Correos con la caja en la mochila y se echan veinte polis encima, me muero. Yo no valgo para estas cosas, además no tengo ganas ni necesidad de pasar por eso.
—Tranquilo. Se ha ido. No te ha llamado, ¿verdad? ¿Y mi café?
—Aquí está. —Bruno le acercó el café—. Yo no lo tengo claro.
—Vamos a ver, he mirado por todas partes y no hay ni un solo policía por los alrededores de Correos. Además, no pueden saber lo que vamos a hacer. No pueden saber lo del dinero, es imposible, se lo dije ayer a la Viuda. Ella no va a ir a la policía para que la detengan. Es ridículo, ¿no lo entiendes?
—No lo entiendo. Ahora no soy un empollón repelente, soy un zopenco. Y no me fío. —Bruno estaba tan ruborizado diciendo esto que parecía él la tostada de tomate—. Además, estoy literalmente cagado, ¿vale? Yo no llevo pistola ni voy por ahí robando cajas.
—Vale. Tranquilo, ahora después me dejas la mochila, yo iré a Correos a recoger la caja —dijo Ana poniéndose seria, y comenzó a tomarse el desayuno que había pedido antes de salir tras el coche de Endivia.
—Tampoco es eso. Iré yo. Pero no voy a esperar a que la Viuda enseñe el dinero para meterme en Correos, voy a entrar ahora mismo. Voy a hablar con mi compañero y voy a estar con él hasta que llegue el paquete. Después saldré inmediatamente por la puerta lateral, será casi a la vez que la Viuda entre por la principal, ¿de acuerdo?
—Vale, es buena idea. Pero te repito que no hay policías por aquí. Ese Endivia se ha ido. Tienes que estar tranquilo.
Esperando a que Ana terminara su desayuno, cogió el periódico del bar para buscar su artículo. Estaba en las páginas de local, como le había dicho su jefe. Se lo enseñó a ella, que lo volvió a leer diciendo lo bien que estaba escrito. Cuando terminaron el café, volvieron rápidamente al hotel. Bruno quería coger la mochila y meterse ya en Correos. Habían puesto en la puerta el letrero de «No molestar» para que no entraran en la habitación hasta después de que la dejaran. Cuando entraron, Bruno cogió la mochila, metió sus zapatos dentro y se fue hacia la puerta.
—¿Ya te vas? Son las nueve y cinco. Todavía falta casi una hora.
—Ya te lo he dicho, quiero estar dentro con tiempo, no quiero que me vean entrar y salir al poco tiempo, ¿comprendes? Si hay policías, se fijarán en la gente que entra para esperar después verlos salir.
—Ya lo sé. Está bien pensado, solo es que… esperaba que estuvieras aquí conmigo viéndolo todo desde la ventana.
—Yo también esperaba estar aquí, pero creo que es mejor hacerlo así.
—Vale. Nos vemos en mi casa. Toma esta llave. —Ana le dio una llave de su casa—. Espero que puedas abrir la puerta.
—Seguro que sí.
Cuando Bruno salía por la puerta, Ana se acercó hasta él para besarlo de nuevo.
—Nos vemos —le dijo, viendo cómo se perdía por el pasillo. Pero Bruno no contestó, estaba demasiado nervioso.
De pronto, Ana recordó que no había llamado a la oficina para decir que hoy no podía ir por encontrarse enferma. Cogió su móvil y llamó rápidamente a su compañera, sobre todo para decirle que encendiera la calefacción, porque a Hernández y Hernández no les daba la gana de poner un temporizador que la encendiera todas las mañanas de forma automática a la misma hora. Tras la llamada, cogió la silla que estaba junto al pequeño escritorio que había frente a la cama y la puso tras la ventana. Después, cogió los prismáticos y se sentó a mirar, esperando ver llegar a la Viuda con el dinero. Todavía faltaba más de media hora, por lo que tenía tiempo para esperar y pensar en todo lo que había pasado en estas últimas horas. Sobre todo tenía que pensar en lo que estaba pasando con Bruno.
Se preguntó si estaba perdiendo el control, si se estaba relajando demasiado. Lo que le acababa de pasar hacía una hora, cuando no recordó lo que habían hablado la tarde anterior sobre la llamada de ese inspector, le estaba diciendo algo: se había descuidado, ella misma lo había dicho, «con tanto polvo se me ha ido el santo al cielo». Se preguntó si todo lo pasado no se debería, a que se encontraba a gusto con el empollón, por eso estaba relajada. Pero ella no se podía permitir el lujo de descuidarse ni el de mezclar los negocios con algo más. Esa era una de sus premisas existenciales con la que había conseguido mantenerse completamente libre hasta ahora.
«Tengo que controlar la situación de nuevo —se dijo— porque me ha hecho abrir el escudo, dejar la coraza que llevo desde hace años. Me ha sacado los sentimientos que yo tenía antes, cuando era una niña normal que soñaba con ese amor maravilloso, inexistente con el que todas soñamos y que luego acaba en el mayor de los desastres. Pero lo ha hecho, ha conseguido que sienta algo agradable además del sexo. Le tengo cariño a ese idiota, maldita sea. En solo dos días, es una barbaridad. Debe ser la edad, me estoy haciendo vieja y, además, como es tan gilipollas para todo, despierta mi instinto maternal. Eso es, me creo en la obligación de protegerlo y por eso actúo así, está claro. Pero disfruto mucho, me lo paso bien con él. Tengo que conseguir algo intermedio, algo que no me haga perder mi papel, el papel que yo misma he creado y que nadie me va a quitar por muy inocente empollón medio gilipollas que sea. Vale, tranquilidad, también tengo derecho a algo más, a tener alguna satisfacción sentimental, no se puede estar toda la vida sin afecto, el afecto es agradable. Aún recuerdo lo feliz que era cuando estaba con mis padres, recuerdo aquella seguridad sin preocupaciones ni calentamientos de cabeza, solo tenía que estudiar, hacer mis trabajos y divertirme. Nos queríamos tanto y era todo tan agradable que me voy a poner a llorar porque este capullo me está haciendo recordar aquellos momentos tan felices, como cuando íbamos a la playa. Mi padre siempre buscaba alguna cala con poca gente, como en La Rábita o Calahonda, donde siempre había rocas para poder bucear. Todavía recuerdo lo que me costó aprender a respirar bajo el agua con el tubo de goma y las gafas, que se me salían y me entraba agua por todas partes. Pero al final mi padre consiguió que aprendiera a bucear, y me llevaba por aquellos fondos marinos tan maravillosos, donde vi por primera vez una estrella de mar, tan roja y tan grande que por poco me ahogo para cogerla. Menos mal que él estaba cerca y la cogió por mí. Todavía recuerdo la cara que puso mi madre cuando la sequé gritando como una loca para que la viera, se quedó pasmada de lo bonita que era con aquel tacto tan extraño entre fino y rugoso. Después volvimos a dejarla en el mismo lugar que estaba. Mi padre decía que no hay que molestar a nadie innecesariamente y menos a los animales, a los que más bien tenemos que proteger de nosotros mismos. Pero todo se fue a la mierda con el accidente y ya no volví a verlos más. Maldita sea, desde entonces no he vuelto a tener el más mínimo afecto de nadie y a veces me resulta insoportable. De verdad que quiero ser feliz, pero no puedo bajar la guardia, no puedo caer de nuevo en todo lo que he pasado, no puedo confiar en nadie, de verdad que doy pena. ¿Por qué cojones tengo que estar ahora pensando en esto?
El taxi llegó puntual a la casa de la Viuda. Rosa salió a la
puerta a las ocho y media en punto, como le había dicho Carmen, y lo vio
pararse junto a la entrada. El conductor le preguntó si era ella quien había
pedido el servicio, Rosa le dijo que sí, pero que tenía que esperar unos
minutos a que saliera su señora, que era la persona a quien tenía que llevar.
Carmen estaba terminando de vestirse, se había puesto un traje negro que se había comprado, no hacía mucho, por lo que todavía no se había hecho muy bien a él. Llamó a Rosa para que le cerrara la cremallera, pues le quedaba un poco ceñido, lo cual realzaba bastante su figura. Rosa subió las escaleras y en unos minutos consiguió cerrar el traje.
—Le queda muy bien, de verdad que es muy bonito —le dijo mientras Carmen se miraba en el espejo—. ¡Ah! El taxi ya está abajo en la puerta.
—Vale, gracias. Oye, ¿dónde está mi abrigo marrón? Ese que ya sabes que me gusta ponerme cuando voy de negro.
—Debe estar abajo porque lo llevé al tinte la semana pasada. Lo subo en un momento.
—No, déjalo abajo, mejor lo cojo cuando salga.
Bajó las escaleras y se dirigió a la cocina a tomar un poco de agua. Cuando regresó a la entrada, Rosa estaba esperándola con el abrigo en la mano. Se despidieron y salió a la calle para coger el taxi. Miró el cielo antes de meterse en el asiento trasero para ver si necesitaría coger un paraguas, pero estaba despejado. Le dijo al taxista que la llevara a Puerta Real, concretamente a Correos. El conductor emprendió lentamente la marcha. Salir de las estrechas calles del Albayzín sin que el coche se llevara algún roce requería prudencia y bastante experiencia como conductor, más aún si se baja al centro por San Juan de los Reyes, la calle por la que había echado el taxista, pues contiene un tramo de casi diez metros de largo en el que la distancia entre las paredes de las casas de ambos lados no era mucho más grande que la anchura del coche. Cada vez que Carmen pasaba por ese tramo se le encogía el estómago al ver que la ventana de la casa que tenía a su derecha parecía meterse dentro del coche.
A las nueve y cuarto llegaron a la calle Ganivet. Pagó con un billete de veinte y echó el cambio en el monedero, que volvió a guardar en su bolso. Llevaba la bolsa con la caja del dinero en la mano derecha, por lo que así parada bajo los soportales de la calle parecía que acababa de salir de comprar en alguna tienda, solo que las tiendas no abrían hasta las diez. Miró a derecha e izquierda intentando ver el coche de su sobrino, que ya debía estar aparcado. No consiguió verlo, así que se dirigió hacia el bar en el que había quedado con Pedro. Nada más entrar, escuchó su voz.
—Hola, Carmen, estamos aparcados un poco más abajo, cerca de la plaza de Mariana Pineda —le dijo un poco afligido—. Es que en la misma calle Ganivet no se puede aparcar ahora.
—No te preocupes. Es buen sitio. Está muy cerca. ¿Y mi sobrino?
—Está en el coche preparado con el localizador. Hemos sabido que estabas aquí porque te ha localizado en cuanto has llegado. Es realmente bueno el aparatito.
—Menos mal que algo funciona bien. Espero que no se os escape ni el paquete con el dinero ni la gente que lo lleve.
—Por supuesto que no. A esos los cogemos como yo me llamo Pedro.
—¿Crees que ahora nos estarán observando?
—No lo sé, es difícil que estén precisamente en este bar, hay poca gente y no veo a nadie sospechoso —dijo echando un vistazo a su alrededor—. Además, todavía falta más de media hora para las diez, pero es posible que tengan a alguien por la zona vigilando. Aquí al lado está la entrada de servicio de Correos, es por donde entra el personal. Estoy seguro de que quien coja el paquete saldrá por ahí.
Mientras hablaban, el camarero se acercó para preguntarles qué deseaban tomar. Carmen pidió un café con leche y Pedro un cortado bien caliente.
—Te vuelvo a repetir lo que os dije esta mañana —dijo Carmen mientras echaba el azúcar a su taza—. Las prioridades son: primero conseguir la caja, después el dinero y por último a los que nos están robando. No quiero alteraciones, en ese orden, ¿comprendido?
—Completamente, pero eso no quita que tenga especial interés en que no se escapen.
—Tú puedes tener todo el interés que quieras, pero mis intereses van por delante de los tuyos y la caja es lo más valioso de todo. Así que no quiero fallos en eso. Tenéis que utilizar el aparatito ese para seguirlos y no perderlos, pero no tenéis que hacer nada hasta que yo reciba la llamada de Enrique diciéndome que tiene la caja, solo entonces podréis actuar.
—Por supuesto, eso lo tengo clarísimo —respondió Pedro tomándose el café que había pedido.
—Estupendo, entonces todo controlado. ¿Qué hora es?
—Las diez menos cuarto. Faltan quince minutos.
—Bien, ayúdame a abrir el paquete, tengo que mostrar el dinero en la cabina que hay junto a Correos antes de facturarlo.
Se sentaron en una de las mesas más apartadas, quitaron el papel de precinto que habían puesto en la casa y comprobaron que el paquete se abría con facilidad. Después, Pedro despegó un poco de papel adhesivo del rollo que había traído para que Carmen pudiera volver a precintar el paquete con facilidad tras mostrar el dinero en la cabina. Seguidamente, metieron todo de nuevo en la bolsa de plástico de Almacenes Sánchez.
—Bueno, creo que debo irme hacia la cabina, ya son menos diez —dijo Carmen levantándose de la mesa—. Espera cinco minutos a que salga, no me fío de nada.
—Vale, me tomo otro café y me largo.
Cuando Endivia vio a Carmen subir por la acera del Casino en dirección a Correos, llevaba más de una hora dando vueltas por el centro de la ciudad, escuchando la radio y mirando tanto el reloj como el móvil, esperando la dichosa llamada que le había prometido la tarde que estuvieron juntos en el hotel. Al verla, intentó detenerse, pero ya era tarde, acababa de pasar la entrada al aparcamiento y, en la calle por la que circulaba, no se podía aparcar. Intentó dar la vuelta, pero era imposible, tendría que volver en dirección prohibida y la calzada solo tenía cabida para un vehículo, no podía volver de ninguna manera, así que pensó llegar hasta el final del puente y aparcar por allí. El problema era que aquello quedaba demasiado lejos del lugar en el que acababa de verla, cuando volviera andando ya no estaría allí. Comenzó a pensar con rapidez, pues no sabía si detenerse al final del puente o continuar y volver al mismo lugar donde la había visto dando un rodeo y subiendo por la calle Recogidas. No sabía lo que hacer, además tampoco tenía claro si debía hacer algo, su presencia podría precipitar los acontecimientos y estropearlo todo, así que decidió continuar dando la vuelta y volver a pasar por aquel sitio tranquilamente cuando el maldito tráfico de Granada lo dejase llegar.
Todos los relojes de las iglesias de la ciudad comenzaron a sonar dando las diez. Ana se encontraba en la ventana de la habitación del hotel mirando hacia Correos. Su teléfono móvil también comenzó a sonar, pues había puesto la alarma a esa hora para recordarle que a esa hora debía estar preparada. Cogió los prismáticos y comenzó a escrutar la acera del Casino, donde se encontraba la cabina de teléfonos.
A las diez y cinco, una mujer vestida de negro con un abrigo marrón subía por la acera con una bolsa en la mano. Se detuvo ante la cabina que había junto al quiosco de prensa y comenzó a quitar el nudo de la cuerda que ataba el paquete que sacó de la bolsa. Muy lentamente, soltó la cuerda y abrió el paquete. Movió varios fajos de billetes mostrándolos y comprobó que uno de ellos llevaba puesto el localizador. Lo hizo varias veces, cogiendo diferentes fajos para que se viera perfectamente que todo era dinero, nada de papeles de periódico dando el pego, «si era eso lo que pretendían comprobar», se dijo. Después, con mucho cuidado, la cerró, le puso un trozo de papel adhesivo del rollo que llevaba en la bolsa y volvió a atar el paquete con la cuerda. A continuación, metió la caja en la bolsa y, tras quedarse unos segundos junto a la cabina, emprendió la marcha hacia el interior de Correos.
Ana seguía desde la ventana toda la operación mientras escuchaba los ruidos de la calle que llegaban a la habitación. La circulación de vehículos era intensa en ambas direcciones. Mientras la mujer de negro cerraba el paquete, la multitud no dejaba de pasar arriba y abajo por la acera.
Entre los grupos de gente que subían y bajaban, apenas era perceptible un chico de unos doce años que se encontraba echado contra la pared lateral del edificio adyacente, justo al lado de la cabina de teléfonos. Cuando la mujer metió el paquete en la bolsa e inició la marcha, el muchacho saltó con rapidez y le quitó la bolsa de la mano. Inmediatamente, echó a correr y desapareció por una de las calles que comunica la acera del Casino con la de Ganivet. Después, tomó otro pequeño callejón a la derecha y desapareció por completo.
Ana presenció toda la operación sin poder hacer nada: el tirón, los gritos de la Viuda diciendo «al ladrón», la gente apartándose, un policía local que comenzó a correr tras el niño y su vuelta a los pocos minutos diciendo que había desaparecido.
La Viuda, visiblemente alterada, se abalanzó sobre el policía, que no podía quitársela de encima. El agente y su compañera, que también había salido corriendo y ya estaba de vuelta, intentaron tranquilizarla. Le preguntaron por la bolsa, por el contenido, si era muy valioso, si quería poner una denuncia. Carmen decía a todo que no, que lo peor había sido el susto del tirón y el daño que se había hecho en la mano. La bolsa solo contenía algo de ropa que iba a cambiar ahora a la tienda. Le preguntaron que si quería que la llevaran a urgencias para que le vieran la mano. En el pequeño corro de gente que se había formado alrededor de Carmen había toda clase de opiniones, desde el jubilado que decía que por menos de eso él había estado con la mano vendada más de dos meses, hasta la señora que le aconsejaba meter la mano en hielo en cualquiera de los bares que había por allí cerca para evitar que le saliera un moratón. La Viuda les dio las gracias a todos.
—No hace falta. Muchas gracias, ya casi no me duele.
—De todas formas, tenemos el coche aquí mismo —dijo la agente señalando el vehículo que se encontraba sobre la acera—. Puede haberse roto algún hueso de la mano y tener después complicaciones. Podemos llevarla al Hospital Clínico en unos minutos.
—Muchas gracias, agente, pero creo que estoy bien —respondió algo más calmada—. De todas maneras, hoy mismo iré a mi médico, no se preocupe por mí.
—¿Va a poner una denuncia? La verdad es que a estos raterillos como el que le ha quitado la bolsa no hay quien los controle. Una vez que ya no lo hemos podido coger, es muy difícil que demos con él. Ni siquiera le hemos visto la cara. Y por una bolsa de ropa la policía no va a investigar mucho que digamos, no sé si me comprende.
—Perfectamente, le comprendo perfectamente, agente.
—Nosotros hacemos lo que usted diga, estamos para ayudar. Si quiere le tomamos los datos ahora y…
—No, no, nada de eso, no voy a denunciar. Ahora solo quiero ir a cualquier bar y tomarme una tila para tranquilizarme, y tal vez meta la mano en un poco de hielo, como ha dicho la señora de antes —dijo mientras se iba por la calle hacia arriba—. Así que muchas gracias a los dos… y no se preocupen por mí. Gracias de nuevo y adiós.
Carmen, tras conseguir zafarse de los policías locales, se fue al otro lado del edificio, a la calle Ganivet, donde se suponía que debía estar su sobrino esperando en el coche con el localizador encendido. Recorrió rápidamente la acera buscando el coche mientras lo llamaba por el móvil. Por fin, Pedro salió del vehículo y la llamó haciendo señales con la mano.
Se puso junto al coche y les contó lo sucedido. Les dijo que siguieran inmediatamente al paquete.
—Ya decía yo que el paquete se movía demasiado rápido hacia abajo, en lugar de dirigirse hacia la puerta de Correos —dijo el Niño mirando la pantalla del receptor—. Esto indica que el paquete se encuentra muy cerca de nosotros, justo aquí al lado.
—Venga, ¿a qué esperáis? Tenéis que seguirlo.
—¿Seguirlo, tita? Yo cogería a ese ratero y le partiría la boca ahora mismo. Lo tenemos casi encima.
Ahora la pantalla lo situaba a unos diez metros al otro lado del edificio, casi en el mismo lugar en el que estaba la cabina.
—Joder, tita, el paquete está ahora en el mismo lugar en el que te lo han quitado. ¡Vamos!
—Cuidado con eso. No hagáis nada —dijo Carmen—. Estoy segura de que el paquete ahora va en otra bolsa y lo lleva otra persona. Seguirlo con discreción, esto está lleno de policías.
Los dos se fueron al otro lado del edificio mientras Carmen volvía al mismo bar en el que minutos antes se había tomado un café. Ahora pidió un poco de hielo para la mano y una leche manchada.
Pedro y el Niño llegaron a la cabina de teléfonos en la que todo había sucedido. El aparato indicaba que el paquete estaba justo delante de ellos y se movía por la calle hacia arriba, pero no veían a nadie con una bolsa en la mano ni tampoco se veía ningún niño. La única bolsa visible la llevaba un hombre mayor y circulaba en dirección contraria a lo que indicaba el detector.
—Lo tenemos al lado, pero no se ve —dijo el Niño.
—El chico debe haberle dado el paquete a otra persona. Pero no se ve a nadie con bolsa, calle arriba —contestó Pedro.
—¿Qué hacemos? —preguntó el Niño.
—Hay que seguir la señal hasta que veamos algo.
Había bastante gente circulando por la acera en todas las direcciones, pero se veían pocas bolsas de comercios, ya que las tiendas acababan de abrir y todavía la gente no había tenido tiempo de hacer muchas compras. El Niño siguió a los que iban en la dirección que marcaba el detector, que en su pantalla indicaba que el paquete se encontraba a unos diez metros delante de ellos. Ahora giraba a la derecha y parecía subir por la calle Reyes Católicos. Siguieron la señal, debía estar muy cerca, a unos seis metros, y se había parado, pero nadie se encontraba parado a seis metros de ellos.
—Esto me está mosqueando —dijo el Niño—. Mira, ahora mismo no hay nadie parado en la acera y el detector indica que el paquete no se mueve, ¿no se habrá roto esto?
—Espero que no, porque tengo unas ganas de coger a ese cabrón que en cuanto lo tenga al alcance de la mano le voy a partir la cabeza.
—Tranquilo, no hay que hacer nada hasta que tengamos la caja.
—Ya lo sé, pero no sé si me voy a poder aguantar.
El Niño le dio un golpe seco al detector para ver si respondía, pero nada, el paquete no se movía.
Ana los vio perderse por la calle Reyes Católicos mirando aquella especie de videojuego. Se preguntó por qué llevaba el Niño eso en la mano, pero, fuese lo que fuese, debía avisar a Bruno y decirle lo que había pasado. Cogió el móvil y lo llamó. Le dijo que la cosa había cambiado, que se buscara una excusa para su amigo, le dijera que tenía que salir un momento y aprovechara para volver al hotel. Cuando terminó la llamada, miró de nuevo por la ventana. A los pocos minutos, Bruno aparecía por la puerta de Correos con la mochila en la mano. En ese momento, Endivia volvía a pasar con el coche por el lateral de Correos. Con tanto dar vueltas, se había perdido la jugada del paquete. Solo vio a Bruno parado en el semáforo esperando para cruzar la calle. «Qué curioso, acabo de ver a Carmen y ahora es el reportero el que está en el mismo sitio, se dijo. Sí que es casualidad».
Ana seguía en la ventana esperando verle cruzar. Bruno cruzó por fin la calle y regresó a la habitación. Cuando estuvo arriba, Ana le contó lo que había visto. Los dos comenzaron a hacer conjeturas sobre lo sucedido, pero la única idea que podía tener fundamento era la que les parecía más real: el chico estaba en la calle, vio cómo la Viuda enseñaba el dinero y se dijo, esta es la mía.
—No debías haberle dicho que enseñara el dinero —dijo Bruno un poco alterado.
—Ahora que vemos lo que ha pasado, tienes razón, ¡joder! Podíamos haberlo visto y comprobado después. —Ana se desplomó sobre la cama completamente bloqueada, por lo que acababa de ver en la calle—. Si no consiguen atraparlo, esto se va a liar.
—Hemos de esperar aquí y seguir mirando por si esa Viuda vuelve a facturar el dinero, si vuelve, desde aquí la veremos entrar —dijo Bruno—. Aunque lo mejor es que dentro de un momento llame a mi compañero y le pregunte si han facturado el paquete.
—Espera unos minutos antes de llamar —dijo Ana—. Lo que sí hay que hacer es seguir mirando por si vemos a la Viuda aparecer de nuevo.
—De todas formas, si lo recuperan, la Viuda no te puede llamar, eres tú quien tiene que llamarla. Imagino que no sabe tu número.
—Claro que no. Puedo llamarla desde la cabina que hay en recepción y preguntarle por qué no se ha facturado el paquete.
—No la llames. Creo que debemos esperar. Dale hasta las once por lo menos o algo más. Creo que debemos apurar hasta la hora de dejar la habitación. Normalmente en la mayoría de los hoteles hay que dejar la habitación a las doce, ¿no?
—Sí, eso me dijeron, a las doce.
—Vale. Yo voy a llamar al fotógrafo para decirle que espere, no vaya a ser que se largue y me deje sin reportaje.
Mientras tanto, los hombres de la Viuda continuaban tras lo que parecía un fantasma, pues ahora el detector indicaba que volvía a moverse. Solo lo tenían a unos metros, pero no lo veían por ninguna parte, y realmente no podían verlo de ninguna manera, pues, aunque se encontraba a unos pocos metros, como indicaba el detector, estos metros eran por debajo de la propia calle.
El ratero que se había llevado la bolsa, cuando tomó el callejón transversal a Ganivet, sacó un pequeño gancho que llevaba entre la ropa, levantó la tapa de la alcantarilla que había en medio del asfalto y se metió dentro, cerrándola de nuevo. Una vez en el interior, encendió la linterna que tenía preparada, se puso unas grandes botas de agua que había dejado antes y comenzó a recorrer el complicado laberinto de desagües y conducciones de saneamiento buscando la compuerta que comunicaba con el río.
El río Darro cruza la ciudad a través de un embovedado bajo varias de las calles más céntricas hasta desembocar en el río Genil, del cual es afluente, por lo que ocultarse en su cauce era para el muchacho la mejor forma de conseguir que ni la Viuda ni sus hombres pudieran verlo.
Tras unos minutos de persecución, pensaron en abandonar. Creían que el aparato se había roto, pues ahora el portador del paquete se distanciaba como fuera corriendo, sin embargo, a nadie se veía correr.
El chico, que anduvo a paso ligero, había comenzado a correr a la altura en la que el río pasa junto al ayuntamiento. Pedro y el Niño pasaron la plaza del Carmen, donde se encuentra el Consistorio, con cierta rapidez disimulada, continuando por Reyes Católicos hasta la plaza de Colón, donde la señal seguía indicando un distanciamiento regular, como el que produciría un hombre corriendo. El Niño no podía entenderlo.
—Esto se ha roto, ¡joder! —dijo señalando el localizador—. Mira cómo corre, y nadie va así.
—Puede que vaya en un coche, aunque los coches están parados por el semáforo. Además, ese paso tan regular, sin paradas, solo puede ser de alguien a pie —contestó Pedro—. Sea como fuere, me da la impresión de que nos están tomando el pelo. ¿Sigue corriendo?
—Sí, corre sin cesar. Ahora está a más de cien metros y continúa igual. ¡Espera! Se ha parado.
—¿En qué dirección se encuentra?
—Hacia Plaza Nueva, parece.
—Bien, sigamos, a ver qué pasa.
Avanzaron unos pasos por la acera, cuando el localizador volvió a indicar que el que se había llevado el paquete había comenzado de nuevo a correr y ahora la distancia era más de cien metros, y seguía avanzando.
—¡Joder! Me estoy mosqueando de veras —dijo Pedro—. Lo que sea se nos pierde como no echemos a correr ahora mismo.
—¿A correr? Pero, ¿detrás de qué?
—No tengo ni idea, pero algo hay que hacer si queremos recuperar el dinero de tu tía, ¡joder!
Al final se decidieron a ir tras la señal andando lo más rápido que pudieran, pero la señal indicaba que el paquete se movía cada vez más rápido. Ahora se encontraba a más de quinientos metros y continuaba distanciándose. Era imposible seguirlo. Cuando llegaron a Plaza Nueva, la señal estaba ya a más de un kilómetro, demasiado lejos para poder interceptarlo. Atravesaron toda la plaza hasta el final, donde el río Darro se mete por debajo para atravesar la ciudad, pero ya apenas se percibía la señal. Llegó un momento en el que el paquete debía de haber salido del radio de acción del detector, porque la señal desapareció.
El gitanillo, tras atravesar todo el cauce embovedado del río, había salido al exterior por Plaza Nueva, junto a la iglesia de Santa Ana. Allí comenzaba la bóveda que atraviesa el centro de la ciudad hasta el puente del Genil.
La parada que había detectado el localizador fue el tiempo en el que el chaval había parado para descansar y coger algo de aliento en una piedra que encontró dentro del túnel. Después, había vuelto a iniciar la marcha hasta la salida al exterior junto a la carrera del Darro, una de las calles más turísticas de la ciudad que discurre junto a la parte descubierta del río, entre antiguos puentes, viejas casas, conventos y monumentales palacios. Desde ella se ve toda la Alhambra, que se encuentra en la colina de la ladera izquierda, mientras el Albayzín se ve a la derecha. El Darro pasa por debajo del Sacromonte y la Alhambra. El cauce serpentea en el fondo de un estrecho desfiladero por donde fluye con rapidez.
La calle se encuentra a unos cuatro metros sobre el cauce, en su margen derecho, y discurre junto a él. La gente se asomaba desde arriba por el pequeño muro de piedra que la bordea para mirar al muchacho correr con el paquete en la mano. No es habitual encontrar a gente en el cauce del río, por eso lo miraban. Cuando se dio cuenta de que todo el mundo lo estaba mirando, comenzó a correr con más fuerza. A pesar de lo estrecho del cauce, sobresalen de él, gran variedad de árboles y arbustos que llegan con sus copas hasta los primeros balcones de la calle. Los álamos, higueras y almeces entorpecían su carrera.
Finalmente, atravesó varios puentes hasta llegar junto a la iglesia de San Pedro. Allí volvió a descansar unos segundos. Debía llegar hasta el final del paseo y continuar por el cauce hasta llegar a un pequeño remanso frente al Palacio de los Córdoba, bajo el camino de la Fuente del Avellano. Allí, José esperaba la llegada de su sobrino, que no tardó en aparecer todo mojado y maltrecho por los muchos arañazos que las zarzas del río le habían dejado en manos y cara. Pero el paquete se encontraba intacto, ni siquiera se había mojado dentro de la bolsa de plástico.
—Dame el paquete —le dijo nada más verlo.
El muchacho se lo dio y esperó a que su tío le diera la recompensa prometida. José lo abrió sin dejar que lo viera. No creía pertinente que nadie de su entorno supiera la operación que acababa de hacer. Al chico le había dicho que eran relojes robados, aunque no puso ningún interés, estaba acostumbrado a no interesarse por las cosas de los demás. Lo que sí esperaba era el pago de su trabajo, que eran los cincuenta euros que José acababa de sacar del paquete, una vez comprobado su interior, y con los que el muchacho se fue corriendo, satisfecho y contento por el dinero que acababa de ganar. Después, revisó tranquilamente sentado en el suelo todos los fajos para comprobar que no estaban hechos de papel de periódico. Mirando, comprobó que uno de ellos tenía algo pegado con papel transparente. Quitó el papel, extrajo el pequeño chip negro que llevaba pegado y lo rompió con una piedra.
Con el paquete en la mano, volvió al camino donde había dejado aparcado su coche y se deshizo de la caja echando el dinero en una bolsa que había traído. Después cogió su móvil y llamó a Ana. Le dijo que tenía el dinero, que lo había contado y estaba todo. Ana le preguntó a gritos el porqué de su acción sin contar con nadie. Respondió que lo había hecho por seguridad, pues estaba seguro de que los hombres de la Viuda habrían ido tras ellos y los habrían cogido. «En el paquete había un aparato pegado, seguro que era un localizador, algo para seguiros y cogeros —le dijo—, así nos los hemos quitado de encima». Ana recordó la imagen del Niño mirando lo que parecía un videojuego y no le hizo más reproches. Quedó con él a las tres de la tarde en la casa de Ana.
—Es José —dijo al colgar el móvil—, que dice que tiene el dinero. El gitanillo es su sobrino.
—¡Qué capullo más gracioso! No sé cómo confías en ese.
—Tranquilo. Conozco bien a José. Además, dice que el paquete llevaba un dispositivo de búsqueda para seguirnos. Si lo hubieses cogido nos habrían atrapado.
—No sé —dijo Bruno mirando por la ventana—. Suena un poco a película, eso del “localizador”. ¿Y el dinero qué?
—He quedado con él para esta tarde en mi casa a las tres. Allí nos lo repartiremos.
—Ese me parece que ha visto muchas películas. ¿Un localizador en el paquete? Sí, lo iban a enviar por correo.
—Pero ¿crees que la Viuda no suponía que de Correos lo sacaríamos esta misma mañana? Lo importante es que ahora tenemos el dinero. Voy a llamarla para decirle dónde está la caja.
—Está bien, llama —contestó Bruno, malhumorado—, pero no utilices el teléfono del hotel. Vamos a la cabina que hay en la calle.
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16
Carmen se encontraba todavía en el bar tomándose un segundo café, cuando Pedro y el Niño entraron, por la puerta, completamente alterados. Al verlos así, frunció el ceño en señal de cautela.
—¿Qué ha pasado? —les preguntó de sopetón.
—Hemos perdido el paquete —contestó Pedro mirándola con la cara desencajada.
—¿Me estás diciendo que he perdido noventa mil euros y todavía no hemos pagado el rescate de la caja? ¿No me estarás diciendo eso, verdad? —dijo completamente enrojecida por la rabia—. Porque si es así, ahora mismo os vais a tragar el aparato, ese tan maravilloso que comprasteis ayer.
—No hemos podido hacer nada, tita. Era imposible, daba la señal, pero no se veía a nadie. Era imposible… O el aparato se ha roto.
—¿Imposible? Pero ¿qué me estáis diciendo? —La Viuda seguía visiblemente alterada—. No, si al final esta mañana me va a dar un ataque. Pero, ¿cómo podéis ser tan inútiles? ¿No me has dicho antes que cuando yo he llegado habíais detectado el paquete? ¿Cómo se va a romper de pronto un aparato recién comprado? Os han tomado el pelo como a dos idiotas. Eso es lo que ha pasado, pero el dinero que se acaban de llevar, que sepáis que os lo descuento de vuestra parte, eso es lo que voy a hacer. Y la próxima vez espabiláis.
—Pero ¿nosotros qué tenemos que ver, tita?
—No me digas más tita, ¡gilipollas! —dijo levantando la voz—. Vosotros habéis perdido el dinero, maldita sea, eso es lo que tenéis que ver, ¿te parece poco?
Mientras las voces contenidas de Carmen y sus hombres seguían ocupando gran parte de los ruidos que aquella mañana circulaban entre las cuatro paredes del bar, el teléfono móvil de Carmen comenzó a sonar, pero ninguno de los tres se dio cuenta hasta que el camarero se les acercó.
—Hay un móvil sonando. —El hombre lo tuvo que repetir dos veces—. ¡Señora! Hay un móvil sonando.
—Ese es mi móvil —dijo Carmen buscando el aparato en su bolso. Lo cogió y miró la pantalla—. Es un fijo. ¿Diga?
—Acabamos de comprobar el dinero y está todo correcto —le dijo una voz gutural al otro lado del terminal—. Su caja se encuentra en el cementerio de la Abadía del Sacromonte, en el nicho que hay situado sobre el del abad Zótico.
—¿Cómo? ¿Oiga? Pero… —Carmen se quedó mirando el teléfono cuando escuchó el pitido indicando que la otra persona acababa de colgar.
—¿Quién es, Carmen? ¿Qué pasa? —preguntó Pedro.
—En el cementerio de la Abadía del Sacromonte… En un nicho sobre la tumba de un abad —dijo Carmen—. Me acaban de llamar al móvil, ¿os dais cuenta? Saben mi móvil, como os dije ayer. Y vosotros ni os habéis enterado de nada. Se han llevado el dinero delante de vuestras narices.
—¿Pero qué pasa en el cementerio? —preguntó el Niño.
—En el cementerio está la caja, ¿comprendes? Son ellos. Voy a llamar a Enrique ahora mismo, porque como esto sea otra tomadura de pelo, la vais a pagar vosotros.
Los dos se miraron a la cara como diciéndose: cuidado que la situación se está complicando. Carmen llamó a Enrique para darle las indicaciones que le acaban de decir por teléfono, con el fin de que pudiera localizar la caja y colgó, guardando el móvil de nuevo en su bolso. Mientras tanto, Pedro le estaba diciendo al Niño que aquello no podía quedar así. Acababan de hacer el ridículo delante de su tía y eso no le hacía ninguna gracia.
—A mí tampoco me hace ninguna gracia todo lo que está pasando —dijo Carmen interrumpiéndolos—. Solo me quedaré tranquila cuando Enrique me llame diciendo que tiene la caja. Y en cuanto a los que se han quedado con el dinero… Ese es otro asunto que resolveremos después. Pero que tengáis claro que lo vamos a resolver.
—Yo se lo dije ayer a tu sobrino —comentó Pedro—. Estoy deseando pillarlos y meterles una bala en la cabeza.
—Déjate de balas —lo interrumpió Carmen—, no merece la pena llegar a eso por noventa mil euros. De todas formas, primero hay que cogerlos —dijo algo más calmada—. Bueno, yo me voy hacia la estación de ferrocarril. Voy a ir dando un paseo. Quiero tomar el aire y despejarme de todo este sofoco que acabo de pasar. Vosotros lo que tenéis que hacer es coger el coche y subir a la abadía a ayudar a Enrique a recuperar la caja, quizá no haya llegado todavía, ¿no os parece?
—Claro. ¡Vamos! —dijo Pedro.
—Después os vais a la estación. Ya sabéis lo que tenéis que hacer. Yo mientras tanto espero la llamada de Enrique, a ver qué pasa con la caja.
En cuanto se despidieron de Carmen, dejaron la calle Ganivet a toda velocidad y tomaron por San Matías hacia la plaza de Colón. De allí cogieron el mismo itinerario que había hecho el gitanillo con su dinero, solo que ellos iban sobre el asfalto, quedando el río por debajo. Pasaron la Carrera del Darro, tomaron la cuesta del Chapiz y, a la derecha, el Sacromonte.
Cuando llegaron, Enrique ya estaba allí buscando el cementerio, que no conseguía ver por ninguna parte. El Niño bajó del coche nada más verle y le preguntó si ya había recuperado la caja.
—Qué va. Si es que no encuentro el cementerio. Aquí hay un montón de edificios, pero no veo cementerio alguno. Como no sea que esté dentro de alguno de ellos. A lo mejor es una cripta de esas que hay dentro de las iglesias.
—Lo que nos faltaba, porque esto debe estar todo cerrado —dijo el Niño.
—Vamos a darle una vuelta a todos los edificios —dijo Pedro—. A ver si vemos algo, y si no damos con él, tendremos que entrar como sea a la iglesia, ¿no os parece? —Los demás asintieron.
Se encontraban delante del edificio principal de la abadía. Como partiendo de él había varias edificaciones que continuaban tanto a derecha como a izquierda. Enrique sugirió empezar por la izquierda rodeando todo el recinto, así que los tres comenzaron a recorrerlo mirando en todas direcciones. Primero llegaron a otra construcción un poco más baja de la que sobresalían varios balcones, por ahí no se veía nada. Continuaron y otro edificio apareció hacia su izquierda. Después subieron una pequeña cuesta, tras la que otra construcción aún mayor dejó ver su silueta bajo el cielo.
—¡Joder! —dijo el Niño—. Esto es enorme. Aquí no paran de salir edificios.
—Vamos a mirar más arriba —dijo Pedro.
La edificación que acababan de ver subía por la ladera y llegaba hasta una zona de tierra blanda que estaba empapada de agua por las últimas lluvias, por lo que resultaba difícil andar.
—Por aquí nos vamos a poner perdidos de barro —dijo Enrique—. Además, no creo que haya ningún cementerio, por lo menos no se ve. Volvamos a donde tenemos los coches y probemos por el otro lado.
Volvieron tras sus pasos y pasaron de nuevo por delante del edificio principal.
—¡Joder lo que pone ahí! —dijo el Niño mirando la placa de mármol que había en la fachada junto a la puerta de madera—. «A María no tocó el pecado primero». ¿Qué coño quiere decir eso?
—María, se refiere a la Virgen, hombre —respondió Enrique—. Y el pecado primero, ¿no sabes cuál es?
—¡Ah!… Joder, ¿eso es? —El Niño levantó las cejas con cara de tonto. Los otros se rieron.
A continuación, pasaron ante una cruz de piedra frente a la que se encontraba la entrada a las antiguas catacumbas romanas del siglo I. Al lado de la puerta había un cartel que decía «Ermita de San Cecilio “Cripta”».
—Ahí pone Cripta —comentó el Niño, y le preguntó a Enrique— una cripta… ¿No has dicho que es como un cementerio?
—Sí, pero aquí lo que hay son catacumbas de la época romana, no creo que haya ningún abad enterrado, no había monjes en el Imperio romano. Tu tía ha dicho que estaba sobre la tumba de un abad —respondió Enrique—. Además, no creo que hayan podido entrar a dejar la caja. La puerta es recia y está cerrada. Sigamos a la derecha. Tu tía me ha dicho que la caja está en un nicho sobre la de ese abad, por lo que debe de haber un cementerio más reciente para los antiguos monjes de la abadía.
Anduvieron unos metros más y observaron una puerta de hierro que daba acceso a lo que parecía un patio rodeado de muros de piedra.
—Eso debe ser —dijo Pedro.
Enrique se asomó por la verja viendo las paredes llenas de nichos.
—Aquí es —dijo—, no hay duda. La puerta tiene un candado.
—¿A ver? —Pedro cogió la cadena y miró el cierre—. Pero si está abierto.
—De puta madre, se lo dejarían abierto cuando trajeron la caja —dijo el Niño—. Vamos a dentro.
Tras abrir la verja del cementerio, comenzaron a mirar los nichos que llenaban dos de las paredes laterales del pequeño patio en el que se encontraban. En pocos minutos, dieron con uno en el que se veía grabado en la piedra las palabras «Zótico Royo Campos. Abad». Se encontraba a media altura, por lo que no se podía ver el interior del nicho vacío que había encima, estaba demasiado alto. El Niño dio un salto al hombro de Pedro y pudo ver la caja depositada en la vacía tumba que sobrepasaba la del abad. Tras sopesar la situación, decidieron que como el Niño era el que menos pesaba de los tres, podrían sujetarlo por los pies y subirlo.
Tras pensarlo un momento, se encaramó por la pared mientras los otros dos lo sujetaban. Pasó la sepultura del abad y llegó hasta la cuarta fila, donde se encontraba la caja. Aun así, tuvo que hacer un gran esfuerzo y pisar tanto la cabeza de Pedro como la pequeña cornisa que sobresalía en la pared, separando las tumbas, pero finalmente pudo meter su cuerpo hasta la mitad del nicho y llegar hasta la caja tapada por unos matojos que la disimulaban un poco.
Cuando la tuvo en las manos, la cogió con fuerza y, por no querer soltarla para bajar, salió de la tumba de tal forma que resbaló en la piedra de la lápida, y tras golpear a Pedro en la cara, cayó sobre la cruz que se encontraba en el centro del patio. Se quedó un instante tendido mientras se reponía del fuerte golpe que se había dado en la cabeza con el aspa de la cruz.
—¿Tú estás tonto o qué? —le dijo Pedro malhumorado.
Le dolía la patada que había recibido en la cara, pero el sello que todos los monjes del cementerio habían dejado en la cabeza del Niño era mayor, pues un hilo de sangre le bajaba por la frente hacia los ojos, llegándole hasta la mejilla. Enrique sacó un pañuelo y se lo puso en la herida, después le limpió la cara y lo levantaron del suelo. La herida no era profunda, aunque debían de darle algún punto de sutura para que no se quedara abierta.
—Quizá te deban de dar un par de puntos —le dijo Pedro.
—De eso nada —contestó. No estaba dispuesto a meter la pata con su tía y se aguantaría hasta que todo hubiera terminado.
—Como quieras —le dijo Enrique—, pero que sepas que se te puede infectar. No perderemos mucho tiempo si pasamos por una farmacia y compramos un par de tiritas de esas que te cierran la herida como si te hubieran cosido.
—No hace falta. No quiero ahora llevar puestas tiritas en la cara. Así que vamos.
—Creo que es mejor que paremos un momento y compremos una cosa de esas que te he dicho —continuó Enrique—. Son de color carne y dejarás de sangrar. Así como ahora vas dando más el cante que con una tira que apenas se nota.
El Niño se calló, pues en el escalafón de mando establecido por su tía, Enrique estaba por encima de él, lo cual no le hacía mucha gracia, pero tenía que aguantarse. La que mandaba era su tía.
Los tres volvieron a los coches, que habían dejado aparcados a la puerta de la abadía. Enrique dijo que lo siguieran hasta una farmacia que había en el Albayzín, justo en la esquina del Sacromonte con la cuesta de Chapiz. Allí compraría algo para taparle la herida, pero antes llamó a Carmen por el móvil.
—Tenemos la caja —le dijo.
—Menos mal. Bueno, ya sabéis en lo que hemos quedado.
—Solo tenemos un pequeño percance.
—¿Cuál?
—Tu sobrino se ha dado un golpe cogiendo la caja y tiene una herida en la cabeza.
—Si no la hace revienta. ¿Es mucho?
—No, para un punto o dos, pero se lo vamos a tapar hasta que termine la operación.
—A ver si lo estropea todo. Si ves que no está para seguir, llevadlo al hospital y que lo arreglen. Todavía tenemos tiempo. Hasta las doce y media no es el intercambio.
—No hace falta, va bien.
—Bueno. A las doce en la estación del ferrocarril.
Tras hablar con Enrique, Carmen se sintió mucho más tranquila. Había perdido el dinero, pero había recuperado la caja y, si todo iba bien, también recuperaría la inversión, los gastos y tendría una buena ganancia.
Llevaba un traje negro, medias grises y un abrigo marrón oscuro que hacía juego con el cinturón y los zapatos, pero el color de su cara iluminaba tanta oscuridad. Caminaba por la calle Mesones, algo alejada de la estación, pero no le preocupaba lo más mínimo, pues había decidido pasear un poco por el centro viendo tiendas para después coger un taxi que la llevara hasta el bar desde el que tenía pensado observar toda la operación. Hacía frío, pero el sol daba en la acera por la que caminaba.
Pensó en los que le habían robado su dinero. El gitanillo que le había quitado la bolsa sería una buena pista a seguir después, se dijo. De todas formas no podía soportar que la hubieran engañado de esa manera, ni el susto que le había dado cuando le quitó el paquete. No se lo perdonaría a quien fuese.
Estos pensamientos volvieron a ponerla un poco excitada y nerviosa, pero se contuvo en cuanto se dio cuenta de ello. Debía guardar la rabia que le producía el engaño y concentrarse en terminar bien su negocio. Después volvería a pensar en ello. Ahora tenía tiempo hasta las doce, así que fue mirando escaparates de ropa. Tras pasar varios se detuvo en uno de trajes de mujer. Viendo el elegante traje que le habían puesto al maniquí que tenía delante, comenzó a pensar en todo lo que había pasado el día anterior. Recordó la comida con Endivia y el café en el hotel. Aquello sí que había sido estupendo. Se lo pasó de muerte, después de tanto tiempo sin comerse una rosca, se dijo, se alucina con cualquier cosa. Pero rápidamente cambió ese pensamiento, porque le había gustado de verdad. Ojalá pudiera tener a Paco para cuando quisiera, siguió pensando. Eso sí, sería estupendo, pero sin jugar a policías y ladrones. Lo prefería para divertirse y pasarlo bien. Quería sentirse acompañada y querida, eso le aliviaría la tristeza y soledad en la que se encontraba.
«No es bueno estar sola tanto tiempo —comenzó a decirse a sí misma—. Y menos sin poder disfrutar de los pocos días de juventud tardía que aún me quedan, porque todavía me queda cuerpo para disfrutar, vamos. Desde luego es que los humanos somos las más imbéciles de las criaturas que hay sobre la Tierra. Ayer tuve un orgasmo estupendo después de no sé cuánto tiempo. ¡Qué imbécil soy! ¿No podría estar así más veces? Me quedé nueva, joder, así que quiero seguir teniendo orgasmos. No pienso dejar de disfrutar de la vida por los cientos de miles de chorradas que llevamos en la cabeza y que para colmo ni siquiera son nuestras, nos las han metido ahí precisamente unos cerdos que sí que hacen lo que les da la gana. Qué estúpida he sido toda mi vida, ¡por Dios! Menos mal que esta muchacha me ha espabilado. Tenían que haber inventado antes a las psicólogas. Ahora yo no estaría así. Pero claro, cómo iba yo a saber que todos esos prejuicios y neuras que tenemos en la cabeza desde siempre nos las meten para jodernos y fastidiarnos la vida. Cuando vea a Paco le pienso decir que la caja vale unos cuantos polvos más, ¡pues sí que estamos bien! Con delicadeza, pero se lo voy a decir».
Con estos pensamientos, subió hasta la plaza Bib-Rambla, donde había una tienda de ropa en la que solía comprar. El escaparate estaba lleno de trajes granates y marrones, discretos para el invierno, pero elegantes. Uno de los de color granate le gustó bastante, era bonito y se ajustaba al estándar que ella solía comprar y vestir habitualmente. Algo corta la falda, se dijo, pero seguro que le quedaría bien.
En el interior, la dueña y dos dependientas atendían a una pareja de señoras tan maquilladas y empolvadas que hasta Carmen, al entrar, se quedó mirándolas preguntándose si tendrían espejo en casa y si se habrían mirado en él antes de salir.
Cuando la propietaria la vio junto al escaparate mirando el vestido que acababa de ver desde fuera, se acercó hasta ella y la saludó afectuosamente. Se conocían mucho tiempo. Carmen era clienta habitual.
—Hola, Carmen. ¿Qué tal? —le dijo dándole un par de besos—. Estás guapísima con ese vestido negro que… si no recuerdo mal, te llevaste hace un par de meses, ¿no?
—Hace tres —respondió Carmen arqueando las cejas—. Sí que me queda bien, sí, por eso me lo pongo, si no, ya sabes que te lo habría devuelto hace tiempo.
—Por supuesto que lo sé. ¿Estás dando un paseo o vas de compras?
—Daba un paseo, pero he visto ese traje en el escaparate y se me ha echado a los ojos, como se suele decir. Es muy caro.
—¿Caro? Pero si ya sabes que aquí no hay nada caro. Además, ¿qué es eso de caro? ¿Es que con la edad que tenemos y los años que llevamos luchando en este mundo, no nos merecemos ir guapas, por lo que valga?
—Por lo que valga sí, pero que no valga mucho. Que tampoco está la cosa para muchos gastos, sobre todo, cuando tampoco es que haya necesidad de ellos, que si es por vestidos, tengo un montón. Y comprados aquí… la tira, que ya lo sabes tú, ¿no?
—Claro que lo sé. Pero es que este vestido parece hecho a propósito para ti. Pruébatelo y verás. Si te gusta te haré un buen precio.
Carmen cogió la etiqueta y miró el número que había delante del signo del euro. Marcaba trescientos cincuenta. Miró a la dueña levantando las cejas y la dueña le dijo que no hiciera caso del precio, que se lo probase primero y después hablarían, así que cogió el vestido, atravesó la elegante tienda decorada con expositores de madera y se dirigió hasta los probadores que había al fondo a la derecha.
Dentro del probador, se quitó la ropa que llevaba, la puso en la percha que había junto a la puerta y se miró en el espejo que ocupaba una de las paredes del pequeño cuarto iluminado con fluorescentes. Tanta luz le hizo fijarse en su cuerpo. Con el vestido granate en la mano se miró las piernas. Para su gusto tenía los muslos un poco gruesos, pero una mujer de su edad no podía estar como una modelo de revista, se dijo. Después pensó en varias amigas de su edad que estaban hechas auténticos espárragos, pero ¿a quién le gusta un saco de huesos? Además, estaban mucho más arrugadas que ella y llenas de varices o cosas peores que ella, por suerte, aún no tenía. Se miró la cara. Su piel era tersa y suave, llevaba muchos años utilizando las mejores cremas para la cara y ahora se notaba en su aspecto. Endivia se lo había dicho: «Estás muy guapa. He disfrutado mucho contigo y tenemos que volver a vernos». Le gustó recordar esas palabras, que tan pocas veces oía. Seguro que nos volvemos a ver, se dijo mirando el traje granate. Pensó que lo de estar todo el día pendiente de los negocios no le satisfacía plenamente. Vivía cómodamente una vida más o menos intensa, pero para qué tantos cuidados, tantos vestidos elegantes y tanto decoro, si no tienes un hombre que te desnude de vez en cuando y te haga sentir tu propio cuerpo. Pensó en esos hombres que se alquilan. Una vez vio varios anuncios en el periódico y probó. Cuando se decidió, eligió a un muchacho joven, que estaba estupendo, pero cuando se vieron le resultó tan violento que estuvo a punto de dejarlo, y aunque después la cosa mejoró, le quedó una sensación de vacío tan grande que no volvió a utilizar de nuevo los anuncios del periódico. Además, su círculo social era tan estrecho que no encontraba a nadie con quien intimar. Había salido alguna que otra vez y no le costaba trabajo relacionarse, pero nunca había dado con una persona adecuada para ella, hasta que conoció a Endivia en la peña La Platería oyendo a Enrique Morente cantar ese flamenco tan potente y maravilloso que cantaba. Fue una de las mejores noches que había pasado nunca, pero cuando se enteró de que era policía, se llevó tal planchazo que tardó varios días en reponerse. Porque después de tomar varias copas, no había tenido reparo en hablar gran parte de la noche de sus negocios limpios y menos limpios. Sin embargo, él no dijo que era policía hasta después de haber pasado por la cama. No pasó nada, incluso Endivia le dijo que se volverían a ver sin problemas, pero ella rehusó todas sus propuestas. Ahora pensaba que quizá debería haberlas aceptado.
Decididamente, le gustó el traje granate. La falda quedaba un poco corta, pero no como para llamar la atención, así se veían mejor sus piernas, que para eso estaban, se dijo. El traje le quedaba perfecto, el pecho, la cintura, las nalgas, todo bien, y no era excesivamente caro para estar en temporada. Claro que podía esperar a las rebajas, pero seguro que ya no quedarían de su número, así que tras vestirse de nuevo, salió con él en la mano. La dueña se le acercó amablemente.
—¿Ya te lo has probado? —le dijo—. Ni siquiera te lo he visto puesto.
—Es que hoy llevo un poco de prisa, así que hazme un buen precio si quieres que me lo lleve antes de las rebajas.
—¿Antes de las rebajas? Pero si ya sabes tú que este género de tanta calidad no llega a las rebajas.
—Bueno, entonces ¿te lo quedas? ¿O no quieres vender?
—Mujer, claro que quiero vender, cómo no voy a querer vender.
—Pues dime en qué se queda. Que tengo prisa.
—Toma, llévatelo —le dijo doblando el traje y metiéndolo en bolsa—. Dame trescientos y ya está, ¿qué vamos a hacer?
—¿Trescientos? Ni lo sueñes. Si quieres que me lo lleve te doy doscientos y va de sobra.
—Por Dios, Carmen, ¿has visto la marca? Esto no es cualquier cosa.
—Vale, pues entonces me voy —le dijo poniéndose el abrigo y saliendo hacia la puerta— porque voy a llegar tarde a un negocio y no quisiera. Ya hablaremos otro día.
—Espera. Toma. —La dueña le puso la bolsa en la mano—. Dame doscientos cincuenta.
Doscientos cincuenta sí entraba en la idea que se había hecho de precio razonable por aquel vestido, así que lo pagó y dejó encargado que se lo llevaran a casa. No era cuestión de presentarse en la operación cargada con bolsas de compras.
Cuando salió de la tienda anduvo un poco más en dirección a la estación de ferrocarril. Atravesó la plaza de la Trinidad llena de hojas secas y continuó por la Facultad de Derecho. Los estudiantes llenaban la acera, enzarzados en conversaciones tan dispares y lejanas que a Carmen le parecía estar en otro lugar y otro tiempo. Entre tanta gente joven, ella debía destacar como un fósil, pensó, pero solo por la ropa, se dijo al verse rodeada de estudiantes en vaqueros. Es que llevo una ropa… que parece que voy a rezar el rosario.
En unos minutos llegó hasta la calle San Juan de Dios, donde cogió un taxi. Cuando se sentó en el asiento trasero del coche, sintió un poco de alivio en los pies. Llevaba tanto tiempo caminando que apenas se había dado cuenta de lo cansada que estaba. El taxista tomó una perpendicular con la Gran Vía y en pocos minutos se encontraron en la plaza del Triunfo; después continuó por el paseo ajardinado de la Constitución, donde habían colocado numerosas estatuas de personajes conocidos como Falla y García Lorca, hasta que al final llegó a la avenida Andaluces. La estación del ferrocarril se encontraba al fondo de la calle. Cuando dejó el taxi, miró su reloj, eran las doce menos diez, el coche rojo que había encargado a Enrique debía estar cerca.
Mientras bajaba la calle, lo vio aparcado en la acera de la derecha, junto a la placeta circular que daba acceso a la entrada principal de la estación. El Niño se encontraba apoyado en la puerta del conductor. Pedro y Enrique estaban en un bar cercano. Carmen se acercó hasta su sobrino, le miró la cara y vio el esparadrapo que llevaba en la cabeza.
—¿Cómo llevas eso? —le preguntó.
—Bien, ya no sangra. Es que resbalé y me di con la cruz.
—¿Con la cruz? ¿El golpe te lo has dado con una cruz? Mal presagio es ese. Es que si no metes la pata, revientas. Está claro que al Señor no le ha gustado nada que esos desalmados escondieran la caja en un cementerio. Y menos en el de la abadía, lleno de curas y monjes. Pero bueno, esperemos que todo termine bien, a pesar de que algunos se empeñen en hacerlo todo mal, y no quiero señalar a nadie.
—Fue un resbalón —respondió el Niño intentando evitar la bronca de su tía—. Yo no tengo la culpa, estaba todo mojado y el nicho en el que la habían puesto era de los más altos, no había manera de coger la caja. Tuvieron que subirme ellos y al bajar resbalé.
—Vale, tranquilo. El caso es que estés bien. ¿Dónde están Pedro y Enrique? —preguntó más relajada.
—En ese bar. —El Niño lo señaló con el dedo.
—¿Y la caja?
—Ahí. —Señaló el asiento trasero del coche.
Carmen la vio mirando por la ventanilla y le dijo que la pusiera en el maletero y que no se moviera de ahí. Después de ver cómo la colocaba en el interior, se fue a ver a los otros. Los encontró delante de una cerveza.
—¿Qué hacéis tomando alcohol? —les dijo nada más verlos.
—Es que no habíamos tomado nada desde esta mañana —le dijeron al verla acercarse.
—Ya veo, pero dejar esa cerveza y tomaros un zumo o un refresco. Ahora no quiero a nadie, ni a gusto, ni alegre. Os quiero en tensión y controlando, así que fuera la cerveza.
Tras decir esto, pidió un zumo a cada uno y le dijo al camarero que retirara las cervezas.
—Una cerveza no es nada, Carmen. ¿No te parece que eres un poco exagerada? —dijo Pedro.
—Exagerada, no, soy exageradísima, porque todavía no sé cómo puedo desconfiar de vosotros después de que esta mañana hayáis seguido el dinero sin problemas y los hayáis cogido como habíamos planeado. Con lo que puedo estar tranquila, ¿no?
—Lo de esta mañana ha sido algo imposible, de verdad —comenzó a decir Pedro contrariado—. Todavía no entiendo cómo se nos han escapado teniéndolos delante de nuestras narices, pero es que no se veían.
—Tranquilo que solo has perdido cuarenta y cinco mil euros. Los otros cuarenta y cinco los ha perdido mi sobrino.
—Pero Carmen, eso es mucho dinero —dijo Pedro—, ¿no lo dirás en serio? ¿Nosotros qué culpa tenemos de lo que ha pasado?
—Como lo de ahora no salga bien… da ese dinero por perdido.
—Lo de ahora va a salir estupendamente —dijo Enrique—. Ya lo verás.
—Y lo de esta mañana, si me hubierais llamado, quizá os lo habría resuelto —les dijo mirándolos frunciendo el entrecejo—. Viniendo para acá me he dado cuenta de cómo lo han hecho, pero creo que si me hubierais llamado en ese momento, lo habría visto al instante. Se piensa mejor en tensión.
—Pues dilo porque nosotros no tenemos ni idea —le pidió Enrique.
—Pues es muy sencillo si se conoce bien la ciudad —dijo gesticulando con las manos para apoyar su explicación—. El río… el Darro se mete en Santa Ana por debajo de plaza Nueva y atraviesa, embovedado, toda la ciudad hasta el puente del Genil. Está clarísimo que ese maldito ratero iba por debajo de la calle, en el cauce del río, por eso lo localizaba el detector y vosotros no lo veíais, ¿comprendéis? Demasiado listos esos tíos como para ser unos vulgares delincuentes, ¿no os parece?
—¡Joder, me cago en la leche! —dijo Pedro—. Y nosotros… ¿cómo íbamos a saber que el río va por debajo?
—Pues hombre, ahora que lo dice Carmen —aclaró Enrique—, si lo ves meterse en plaza Nueva… lo más lógico es pensarlo. Pero claro, si no te has parado nunca a pensarlo, pues no te enteras y luego no caes, así de simple. Pero bueno, la cosa no tiene solución, de momento. Ahora lo que hay que hacer es terminar esto bien y ya buscaremos a los listos de Correos, ¿no?
—Eso espero, Enrique. Eso espero —dijo Carmen—. Supongo que tenéis perfectamente claro lo que tenéis que hacer, ¿no? El procedimiento a seguir tiene que ser el que os dije anoche, y no puede haber cambios, ¿está claro? —Ambos respondieron asintiendo con la cabeza—. ¿Tenéis el pañuelo amarillo? Es la señal. ¿Recordáis?
—Sí, lo tengo —dijo Enrique sacándolo del bolsillo del pantalón para que Carmen lo viera.
—Bien, terminad esos zumos y al coche. Poned el pañuelo en el espejo y esperad a que los hombres de Munuera aparezcan. Y nada de broncas ni chulerías, ¿está claro?
—Clarísimo —contestaron los dos.
—Yo estaré aquí sentada. Desde aquí se ve bien el coche.
Después de llamar a la Viuda desde una cabina cercana al hotel, Ana y Bruno regresaron a la habitación. Ana le dijo que esa mañana no iría a trabajar, así que si no le importaba si se podía quedar con él, podía acompañarlo, le dijo. Le gustaría mucho ver cómo hacía su trabajo, sobre todo con una noticia tan importante como la que iba a conseguir, según le había dicho aquel policía.
—Bueno, por mí no hay problema —dijo Bruno—, pero tenemos que esperar la llamada de ese poli.
—Vale. Aquí podemos esperar una hora más. ¿Y el fotógrafo qué? ¿Lo llamas después?
—Claro, ahora mismo no sé nada —dijo Bruno—. Hay que esperar.
—¿Aprovechamos la hora que queda? —le preguntó Ana.
—¿La hora que queda? ¿A qué te refieres? ¿Quieres ayudarme a empezar a escribir la noticia?
—¿La noticia? Pero si no sabemos qué es. —Ana comenzó a insinuarse—. Me refiero a que con lo que me ha costado la habitación, cuanto más la amorticemos, mejor, ¿no?
—¡Ah! Te refieres a eso. No se me había ocurrido, pero ¿es que piensas que la habitación hay que amortizarla a polvos?
—Joder. Tampoco hay que decirlo así. No sé, la cama está de puta madre y… yo qué sé… Nada, no me hagas caso. A ver si ahora te vas a creer que yo es que soy una viciosa, una interesada o algo peor.
—No me creo nada de eso. Lo que pasa es que estoy nervioso con lo que llevamos de todo este lío de la caja. ¿No te parece mejor terminar esto y después amortizamos todo lo que quieras con más tranquilidad?
—Vale —dijo Ana acercándose y rozando su cuerpo con el de Bruno—, no me importa perder esta media hora de hotel que nos queda. Lo digo de broma, hombre. Pero lo que sí voy a hacer es llevarme todas las polladitas esas de jabón, champú y demás que hay en el baño.
—¿Te importa que yo me lleve el calzador? Es que no tengo y siempre me cuesta meterme los zapatos.
—Para ti el calzador. Sin problemas.
En la media hora de hotel que les quedaba, recogieron sus cosas y arreglaron todo un poco. Antes de salir, Ana se tumbó sobre la cama y cerró un momento los ojos. Bruno se sentó junto a ella y la besó en los labios mientras acariciaba su pecho. Después, se miraron fijamente y Ana se incorporó diciendo: «¿vamos?».
Al salir a la calle, pasaron por recepción saludando a la chica que se encontraba tras el mostrador. Después, tomaron la calle Recogidas hacia abajo. Bruno le preguntó si le parecía bien esperar la llamada del poli en el centro comercial que había al final de la calle. Por lo menos, no estarían pasando frío.
—No sé, no me apetece mucho ir ahora a un centro comercial. ¿Quieres que vayamos a Picasso, la librería que hay aquí cerca, en la calle Obispo Hurtado? Es que tengo que ver un libro que me tengo que leer para un trabajo de la facultad. ¿Te parece bien o… es un rollo?
—No, por mí, estupendo. Yo suelo ir bastante a esa librería.
—Imagino que sí… Se me olvidaba que los empollones gastáis muchos libros.
—¿Otra vez lo mismo?
—Sigue siendo broma.
—Vale, te perdono por esta vez.
Cuando llegaron a la librería, cada uno comenzó a mirar los expositores por su cuenta. Así, separados, estuvieron un tiempo, hasta que Ana se acercó hasta él con un libro enorme sobre el arte de los dibujos medievales. Obras maestras de la iluminación se llamaba. Estaba lleno de imágenes sorprendentes de códices y manuscritos con una calidad excelente.
—¿Te gusta? Esto está mejor que todas esas fotocopias amarillentas que estuve viendo en tu casa.
—¡Vaya tomo! A ver… —Bruno lo abrió para ojearlo—. Joder, sí que es bueno, lleva casi todos los códices más importantes de la Edad Media. ¿Dónde estaba?
—Allí. —Ana señaló un estante—. Si te gusta, te lo regalo.
—¿Me lo regalas? Esto valdrá un pastón.
—¿Lo quieres o no?
—Vale, pero ahora no me lo puedo llevar. Esto pesa varios kilos —dijo dejándolo sobre el expositor que había junto donde estaban.
—No pasa nada, lo dejo pagado y lo recoges cuando puedas, ¿vale? Ah, y no se te ocurra ahora comprarme a mí algo o regalarme otro libro. No soporto lo de regalar esperando que te correspondan. Te lo regalo porque quiero, lo he visto y he pensado en ti, sin esperar nada a cambio, ¿de acuerdo?
—De acuerdo, soy de tu misma opinión. Los regalos deben ser algo que quieres hacer, algo especial para la persona a la que se lo das, porque lo estimas o lo aprecias, y nada más. Me refiero a un acto personal, individual, no a la mercadería de, yo te regalo esto, a ver qué me regalas tú, para que esté a la misma altura. ¿Es eso a lo que te refieres?
—Exacto, a eso es a lo que me refiero. Me encanta que coincidamos en algo tan importante como esto.
—¿Los regalos son tan importantes? —dijo Bruno mientras cogía y ojeaba la última novela de Vargas Llosa.
—Los regalos no, hombre —aclaró Ana—. Me refiero a la forma de ver las cosas. La mayoría de la gente las ve como si esto fuera un mercado en el que cada favor, cada regalo, cada cosa que te hacen, la tuvieras que devolver para ajustar el supuesto balance de intereses. Sin embargo, yo las veo como has dicho: lo hago porque quiero, porque me da la gana, porque te aprecio o por lo que sea, sin esperar conseguir algo. No sé si me estoy explicando con el rollo que te estoy metiendo.
—Perfectamente —dijo Bruno dejando en su sitio el libro que había cogido—, pero no se corresponde mucho esto que dices con lo que haces, ¿no? Esta mañana querías amortizar hasta el último céntimo que has pagado por la habitación del Hotel Victoria.
—Eso no es lo mismo —dijo Ana levantando las cejas en señal de no comprender bien a lo que se estaba refiriendo—, eso es diferente, se trata de una empresa que te saca el dinero. ¿No querrás que me deje desvalijar así como así? Eso es mercado puro, con dinero por medio. Yo hablaba de relaciones entre personas.
—Ya lo sé. Lo he dicho de broma —dijo Bruno bajando la mirada—. Como me suele pasar siempre, quería hacer una gracia y me ha salido una gilipollez.
—No digas eso. —Ana le cogió la mano—. Realmente quería follar otra vez contigo antes. He sido yo la que ha metido la pata en el hotel.
Tras decir esto, le dio un corto beso y cogió el libro de los manuscritos para llevarlo a la caja y pagarlo. Mientras pagaba miró su reloj. Eran casi las doce. Llevaban más de una hora en aquella librería y el poli seguía sin llamar. Se lo comentó a Bruno, que también estaba nervioso con la espera. Decidió volver a llamar al fotógrafo para quedar con él antes de que le diera por irse aburrido. Quedaron en un bar cerca de la plaza del Triunfo.
Endivia llevaba toda la mañana dándole vueltas a la ciudad, y no es que le molestara, pero ya estaba un poco harto de tanto mirar el móvil y el reloj. Desde que salió de comisaría, eso era lo único que hacía, así que sobre las once decidió parar en el aparcamiento subterráneo que hay en la avenida Constitución y dar un paseo buscando un bar donde tomar algo. Dejó el coche y se dirigió hacia el exterior por una de las salidas que da al bulevar ajardinado que había en el centro de la calle. Tras andar unos pasos, vio un bar en la acera de la derecha y cruzó la calle entrando en su interior.
Era una de esas cafeterías en las que la gente está siempre desayunando. A Endivia le gustaban especialmente esos locales porque desde las siete de la mañana hasta las dos de la tarde la cafetera solía estar haciendo café, y a Endivia le gustaba el café de las máquinas que están en continua producción porque en los bares con poca tirada no sale igual de bueno, ya que, según decía, en los conductos del agua de la cafetera siempre se quedan posos y restos de cal.
Cuando se le acercó el camarero, le pidió un café con leche y un bocadillo de jamón con tomate. Se acomodó en un taburete en la barra y cogió el periódico para echarle un vistazo, sobre todo al crucigrama, que era lo que más le entretenía después de haber leído por encima una selección de noticias.
El bocadillo llegó unos minutos después del café, pero mereció la pena la espera, pues el pan estaba tostado en su punto, el jamón era bueno y estaba tan bien cortado en finísimas lonchas que se podía morder sin preocupación alguna de que se te saliera del interior más de la cuenta y se te quedara colgando de la boca, como suele suceder cuando el jamón está mal cortado o es demasiado duro para hacer bocadillos con él.
Con el último bocado se quedó ensimismado, mirándose en el cristal que había tras los estantes llenos de botellas. Por un momento le vino otra vez la idea de que Carmen lo había engañado y ahora se vería en apuros con su jefe. Recordó la tarde anterior, cuando estaba con ella en el hotel. Le vino a la mente la imagen de su cuerpo desnudo junto a la ventana. Se preguntó por qué nunca había podido tener un momento así con su propia mujer. Se dijo que todavía no sabía el porqué de muchas cosas con respecto a ella y seguiría sin saberlas. Sobre todo lo que más le había molestado siempre de su mujer era su conocimiento absoluto de todo lo sucedido y por suceder, y como a él le gustaba plantearse las cosas desde la duda, desde la posibilidad de distintas opciones, pues siempre chocaba con ella en todo lo que hablaban, sobre todo porque a veces era imposible hacerle ver otro punto de vista distinto al suyo. A Endivia eso lo ponía de los nervios, así que llegó un momento en el que decidió no decirle nada, no hablar de nada con ella. Así su pensamiento sería libre, como el viento, pero aislado, aunque eso le dolía bastante, pues le gustaba dialogar y contrastar opiniones.
Tras unos años así, la situación les llevó a ser dos extraños viviendo en el mismo piso. Solo cuando los hijos estaban presentes hablaban de ellos, con ellos, de sus estudios, de sus problemas, pero solos, ni una palabra, así que cada día que pasaba tenía más necesidad de sentir a alguien a su lado, de salir de esa soledad en la que se encontraba cada vez que llegaba a casa. Finalmente, decidió que quería hablar con alguien que, al menos, lo escuchara, y por eso fue que comenzó a frecuentar algunos locales en los que podías encontrar a alguien con quien hablar con, solo invitarla a una copa o dos. Por lo que se cogió el turno de noche y comenzó a visitar todos los bares en los que había mujeres con las que poder contactar. Pasaba como policía, pedía las licencias, los permisos de residencia a las extranjeras y después se tomaba un agua mineral que le costaba cinco euros hablando con alguna de las chicas que atendían la barra. Él sabía que podía decir todo lo que quisiera, que lo iban a escuchar, y sabía que se podía sincerar de todo lo que le quemaba por dentro, porque lo que dijera allí no saldría de esa barra.
Durante un tiempo se encontró bastante bien con la rutina de recorrer locales nocturnos en los que se encontraba a sus anchas, pero en unos meses comenzó a frecuentar un local más que los otros, y comenzó a entablar largas conversaciones con una chica en especial, hasta que sin darse cuenta acabó viéndose con ella fuera de las horas de trabajo.
Era una chica especial, tenía diez años menos que él, pero la dureza de la vida que había tenido que soportar la habían hecho madurar mucho más de lo que cabría esperar por su edad. Con ella se sentía realmente a gusto, todo lo que deseaba en la vida con una mujer lo tenía en esos momentos en los que salía de casa para hacer supuestas horas extra. Quedaba con ella temprano por las tardes para ir al cine o dar un paseo hablando por el barrio en el que vivía, y después solían ir a cenar hasta que era la hora en que ella tenía que entrar a trabajar en el local de copas. Fueron unos días maravillosos en los que disfrutó y vivió como nunca lo había hecho, pero un día tuvo la mala suerte de encontrarse a su esposa cuando iba paseando con ella por el parque de aquel barrio alejado del centro en el que solían verse para estar tranquilos.
Una tarde, su mujer había ido a acompañar a una amiga a ver a su madre enferma, que vivía por allí, y el azar quiso que se encontraran de frente mientras él la llevaba cogida de la mano. Cuando la vio, la saludó y le dijo que la llevaba detenida por inmigración ilegal, por eso la cogía de la mano, pero su esposa le contestó con un seco «vale, pero cuando vuelvas de llevarla quiero que hagas la maleta y te vayas de casa». Y eso fue lo que hizo, irse de casa.
Alquiló el piso en el que ahora vivía y se llevó a la chica con él, pero viviendo juntos la cosa no era igual que cuando se veían por las tardes. La chica comenzó a exigirle más y más cosas, entre las que se encontraba el dinero si quería que dejara de trabajar y Endivia no podía disponer de tanto dinero como necesitaba para mantener a dos mujeres, dos niños y una familia en Uruguay, por lo que la chica terminó dejándolo.
A Carmen la conoció bastante después de todo aquello, cuando estaba en la peña flamenca La Platería escuchando a Morente. Recordó que fue una noche estupenda, aquella mujer era unos años mayor que él, pero daba gusto estar con ella en todos los sentidos, le hizo olvidar todos los meses que llevaba más solo que la una, y disfrutaron en la cama como nunca. Cuando se despidió de ella, se dijo que había pasado la mejor noche de su vida. Pero al final metió la pata, como él solía decir, porque después de todo lo que le contó sobre sus negocios sin saber que era policía, pensó en no decirle nada y seguir de incógnito, en ese sentido, pero le remordió la conciencia y su simpleza le llevó a decirle en qué trabajaba. Un tremendo error, se dijo unos minutos después y en los días sucesivos, porque por más que la llamó e intentó quedar con ella, solo había conseguido que le diera largas y disculpas, rechazando sus invitaciones; hasta el día anterior, cuando la llamó para quedar a comer en el Mirador de Morayma.
«Lo de ayer con Carmen fue como la primera vez, se dijo. Si no me engaña, tengo que conseguir verla otra vez. Esta vez no dejaré pasar la oportunidad. Cumpliré lo acordado y conseguiré su confianza para que acepte verse conmigo. No voy a meter otra vez la pata con eso».
Estaba en estos pensamientos cuando comenzó a sonarle el móvil. Era el comisario.
—Dígame, señor comisario —dijo al descolgar.
—Hola, Endivia. ¿Todavía no sabemos nada?
—Nada de momento. Son las once y media. No creo que tarden mucho en llamarme. Según mis últimos informes, la operación iba a ser sobre el mediodía.
—Para las doce falta solo media hora.
—Deben de estar a punto de llamarme.
—No, si por mí… no hay inconveniente. El caso es que no se relajen los agentes de tanto esperar.
—Por eso no creo que haya que preocuparse.
—Bien. Seguimos en contacto.
Cuando terminó el café, pagó al camarero y salió de nuevo al bulevar ajardinado de la avenida Constitución. El sol le daba de pleno en la cara, por lo que se puso las gafas de sol que llevaba en el bolsillo de la chaqueta, dio unos pasos y se sentó en un banco, junto a la estatua de bronce de Manuel Falla, a esperar la llamada.
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17
Una estación es siempre un lugar de paso. Todos van o vienen, los pasajeros, los trenes, los billetes y hasta los papeles que, a veces, ruedan por el suelo. Los equipajes también se cogen y se llevan, son el bagaje de nuestro paso por la vida, en ellos depositamos cosas tan importantes como unos pantalones, una falda, un despertador, una camiseta, un libro… Sin embargo, hoy, algo se estaba cociendo en un coche rojo aparcado junto a la parada de taxis que había frente a la estación de ferrocarril. Tenía un pañuelo amarillo atado en el retrovisor derecho y cuatro hombres se encontraban hablando a su lado. Otros dos estaban dentro, en el asiento trasero, contando lo que parecía dinero. Esta vez, el equipaje depositado en el maletín que se encontraba sobre el asiento del coche tenía más valor de lo normal, por eso tenían mucho cuidado al manejarlo. Sin embargo, una vez contado y revisado, también pasaría por la estación como una maleta más con algo de ropa dentro para pasar un corto fin de semana en cualquier lugar de vacaciones.
Serían las doce y media cuando tres hombres se acercaron al coche, uno de ellos llevaba un maletín en la mano derecha como los que se utilizan para llevar un ordenador. Al llegar hasta el coche, saludó a los hombres de la Viuda y se colocó en el asiento trasero, donde ya se encontraba el Niño, que era quien manejaba el dinero.
—Parece que está todo —dijo tras contarlo.
—Ya lo has contado dos veces. Yo creo que está bien —dijo el que llevaba el maletín.
—Sí, pero es que no quiero problemas luego.
—Ni yo tampoco —dijo el otro—. Si estás conforme, continuamos.
—De acuerdo.
A continuación, ambos salieron del coche. El del traje marrón, que llevaba el maletín en la mano, esperó a que el Niño saliera por la otra puerta. Una vez fuera, comenzaron a dirigirse hacia la estación. Delante iba el del maletín con el Niño. Detrás de ellos iba Pedro y otro de los hombres de Munuera. Junto al auto quedaron Enrique y el tercero de los hombres enviados por el comprador que llevaba una especie de estuche en la mano. Su aspecto era muy diferente al de los que acababan de dirigirse a la estación. Parecía algo mayor y más enclenque. Llevaba gafas y se encontraba bastante nervioso.
—¿Le ocurre algo? —le preguntó Enrique al ver que no paraba de moverse.
—Solo estoy algo nervioso —respondió tocándose varias veces la barbilla con la mano—. Yo suelo trabajar en mi despacho y no en un coche en medio de la calle, ¿comprende? Esto es un favor que le hago a mi jefe.
—Comprendo. Pero no se preocupe. No hay ningún problema.
—Vale, pero me gustaría comenzar ya, no sé si me entiende.
—Claro. Le comprendo perfectamente. Pero le vuelvo a repetir que no tiene por qué preocuparse.
—Yo no suelo trabajar en la calle, ¿sabe? Mi trabajo es delicado, ¿comprende?
—Ya se lo he dicho antes, lo comprendo, pero tranquilícese.
En la estación, el movimiento de viajeros entrando y saliendo hacía que los cuatro hombres que acompañaban al maletín tuvieran que romper la perfecta formación con que cruzaron la plaza hacia la entrada del edificio. El Niño iba delante junto al que llevaba el dinero. Pasaron la entrada, donde varias colas de gente esperaban para obtener un billete, y salieron al andén en el que un tren con destino a Madrid se encontraba estacionado esperando el silbato de partida. La gente se agolpaba junto a las ventanas. Los viajeros se despedían haciendo todo tipo de signos y muecas, intentando que sus palabras atravesaran los cristales de las ventanillas, que en este tipo de trenes no pueden abrirse. Los de fuera daban gritos similares que tampoco podían oír los de dentro, ni siquiera fuera podían ser comprendidos a pocos metros con el ruido de los motores retumbando en el andén. Por fin se oyó el silbato de salida y los altavoces indicaron que definitivamente el tren se iba.
En unos segundos, los cuatro hombres se quedaron parados en medio del vacío andén, iluminados por la luz del sol que había estado tapando el convoy.
En realidad, ninguno de los cuatro sabía dónde se encontraban las cajas de la consigna de equipajes donde debían depositar el maletín con el dinero. Los hombres de Munuera eran de fuera, y el Niño y Pedro no habían pisado antes la estación de ferrocarril. Enrique sí lo sabía, pero se había quedado en el coche y el Niño pensó que no era cuestión de volver a preguntarle haciendo el ridículo, y preguntar en la propia estación a alguien que anduviera por el andén era casi más ridículo todavía, así que decidió volver al interior y recorrer todas las estancias hasta dar con ellas. Los demás le seguían. Efectivamente, parecía que sabía dónde iba, pero tuvieron que salir de nuevo al andén y volver a entrar hasta que llegaron a una sala donde se encontraba la consigna de equipajes. El Niño abrió una de ellas y el del maletín lo colocó en el interior, cerró la puerta y echó las tres monedas que permitían cerrar la taquilla y llevarse la llave. Cuando la tuvo, regresaron al coche.
—Oye, ¿por qué hemos entrado y salido al andén dos o tres veces? —preguntó el del maletín a la vuelta.
—Por más seguridad. ¿Comprendes? —respondió guiñándole el ojo.
Dijo que sí, pero en realidad no llegó a comprenderlo.
Tras volver sobre sus pasos, en unos segundos llegaron de nuevo al coche. El tercer hombre de Munuera llevaba una pequeña cartera bajo el brazo, era el experto que examinaría la mercancía y estaba impaciente por hacerlo.
—Bueno, a ver la mercancía —dijo en cuanto los vio llegar.
Tendría unos cuarenta y cinco años y sus manos destacaban sobre el resto del cuerpo por lo blanco y largo de sus dedos. El Niño sacó la caja del maletero y entró con él en el coche, depositándola sobre el asiento.
—Aquí está —dijo señalándola con el dedo.
La parte trasera del coche que había alquilado era bastante espaciosa, pero, aun así, el experto le pidió al Niño que le dejara sitio para poder tener abierto su pequeño maletín. También le pidió que abriera la caja y sacara la mercancía.
Mientras el Niño abría la caja, el hombre abrió su estuche, sacó varios utensilios de diverso tipo y los colocó sobre el asiento. Cuando el Niño abrió la caja y sacó su contenido, se quedó de piedra; sin duda era lo último que se le habría ocurrido pensar, pero el experto sonrió al verlo. Cogió uno de los recipientes que había sacado del estuche y con una pequeña pipeta de cristal vertió una diminuta gota de líquido sobre el contenido de la caja que había colocado en sus rodillas para manejarlo más fácilmente. Inmediatamente después, el centímetro cuadrado sobre el que se había expandido la gota cambió de color. Hizo la misma operación varias veces. Después, cogió la potente lupa que había traído y examinó detenidamente aquellas gotas que había vertido antes. Esta primera prueba resultó bastante satisfactoria, porque el hombre sonrió. Después guardó el líquido y la pipeta y comenzó a examinar la mercancía en toda su extensión. La miró detenidamente. Comprobó su peso con un dinamómetro y calculó su volumen con la ayuda de un metro. Tras el profundo examen al que había sometido la mercancía, concluyó que todo parecía correcto.
—Solo me queda la última prueba —dijo—. Un momento, por favor.
Cogió de su maletín una lámpara de luz ultravioleta y la pasó sobre el objeto.
—Creo que todo está correcto —dijo al finalizar.
—¿Lo cree o…? ¿Está correcto?
—No, quiero decir, sí. Todo está correcto. Todo está correcto.
—Entonces, dígale a su compañero que me dé la llave de la consigna de equipajes y todo habrá terminado.
—De acuerdo.
Ambos salieron al exterior. El experto había guardado de nuevo la mercancía en la caja. Hizo un ademán con la cabeza y el que había depositado el maletín en la estación le dio la llave.
Tras unos formales saludos, los hombres de Munuera se despidieron dirigiéndose al coche en el que habían venido.
La Viuda, al ver que la operación había concluido satisfactoriamente, salió del bar y siguió con la mirada a los hombres de Munuera. Los vio llegar hasta un coche negro y meterse dentro. Inmediatamente, memorizó la matrícula, el color y la marca. Los tres hombres se quedaron dentro del coche sin salir, debían de estar hablando por teléfono con su jefe.
Carmen volvió a entrar al bar. El Niño, al ver que no iba hacia ellos, fue a buscarla.
—¿Por qué no vienes? —le preguntó junto a la barra.
—Porque no se han ido —respondió Carmen—. No quiero que me vean. ¿Tienes la llave?
—Sí, toma. Está todo el dinero.
—No, no me la des. Dejad el coche ahí y no lo cojáis hasta que yo os lo diga. —La Viuda bajó la voz.
—¿Qué pasa? —El Niño también hablaba flojo.
—Nada. Escucha. Tenéis que ir los tres a la estación, coged el maletín y tomad la vía andando hacia el puente del Camino de Ronda, por allí podéis salir al barrio que hay junto a un parque. Coged un taxi y dejad el dinero en la casa. ¡Vamos! Llamadme cuando estéis en el taxi.
El Niño salió con rapidez a cumplir las órdenes de Carmen. Ella se quedó en el bar viendo cómo los hombres de Munuera continuaban en la acera de enfrente sin ni siquiera arrancar el coche. Cogió su teléfono móvil y llamó a Endivia. Le dio todos los datos del coche y le dijo dónde se encontraba aparcado. Después miró hacia la estación y vio cómo sus hombres entraban por la puerta principal.
Endivia puso en marcha el dispositivo que había previsto. Llamó al agente que controlaba los semáforos del cruce de la estación y en unos minutos se pusieron todos en verde. Después, llamó al comisario para decirle que se encontraba en la estación, pero que no podría pasar en coche, así que le sugirió que viniera con un agente en moto. Al colgar, recordó al periodista, debía llamarlo, si no aquello no tendría la repercusión que se merecía.
Tras realizar todas estas llamadas, salió corriendo hacia la estación. Se encontraba a solo unos trescientos metros, por lo que llegaría en apenas unos minutos. Cuando apareció en el cruce de la avenida Andaluces, el coche con los hombres de Munuera se encontraba completamente atrapado por el embotellamiento que se acababa de producir. Lo identificó inmediatamente.
Llamó al agente que controlaba el semáforo y al que había colocado unos metros más abajo. Ninguno iba de uniforme, pero, aun así, se acercaron despacio al automóvil descrito por Carmen. Efectivamente, llevaba la matrícula que le había dicho y tres hombres se encontraban en su interior. El que iba detrás tenía fuertemente cogida, lo que parecía una caja de folios. Endivia dio unos golpes con la mano en la ventanilla del conductor, que bajó inmediatamente el cristal.
—Policía. —Enseñó su placa—. Este coche es robado. Bajen inmediatamente.
—¿Robado? —dijo el conductor—. En absoluto, este coche es de mi empresa.
—Bajen del coche y lo comprobaremos —dijo Endivia amablemente mientras sus agentes se colocaban rodeando el vehículo por ambos lados.
Endivia estaba junto a la puerta delantera esperando a que el conductor bajara del coche. Cuando bajó, le enseñó su documentación.
—¿De quién es el coche? Enséñeme los papeles, por favor —dijo intentando hacer algo de tiempo, esperando a que más agentes acudieran hasta ellos. No tenía muy claro con qué clase de gente estaba tratando.
—¿Los papeles? —se preguntó a sí mismo el conductor—. Bueno… es que el coche es de mi jefe y, claro, no sé ahora mismo dónde están, pero los buscamos.
—O sea, que el coche es de su jefe —dijo Endivia—. Y ¿quién es su jefe? ¿Y en qué trabajan?
—Bueno —el hombre comenzó a ponerse nervioso—, en realidad vinimos ayer de Sevilla por un trabajo… Cosa de ventas para la empresa, ya sabe.
El conductor abrió la guantera y sacó una carpeta con documentos. Endivia estuvo comprobando que estuvieran en regla. Efectivamente, el coche era legal, así que tenía que pensar en otra cosa que le llevara a conseguir fortuitamente aquella caja que veía tras el cristal de la puerta de atrás.
—¿Qué llevan en esa caja? —preguntó Endivia al del asiento trasero.
—Nada, son cosas personales.
—¿Nada? ¿Puede dejarme que vea el contenido?
—La caja es privada. No puede verla, y no tenemos por qué dejársela.
—¿Ah, sí? ¿Con que se me van a poner chulos? Pues pongan las manos en el coche, ya sabe… es un trámite, pero les tenemos que cachear.
Cuando Endivia dijo esto, el compañero del conductor se puso nervioso e hizo ademán de meter la mano en el interior de la chaqueta, pero el conductor le hizo una clara indicación de que no opusiera resistencia. Al cachearlos, encontraron dos revólveres, el de detrás no llevaba.
—Bueno, vienen de negocios y van armados. Sin embargo, no llevan ni un bolígrafo, que sería lo más lógico.
—Tenemos licencia. Son armas legales, como viajantes, o sea, como que viajamos mucho…
—¿Tienen la licencia?
—La verdad es que no la llevo encima.
—Es obligatorio llevarla. Si no la lleva, es un hombre armado sin licencia. Quedan detenidos por posesión ilegal de armas.
—¡Pero si tengo licencia!
—Cuando la vea les soltaré, si el coche no es robado, aunque tengan los papeles. Ahora veamos esa caja.
—¡La caja no! —gritó el que la había llevado abrazada en el asiento trasero.
Endivia le puso su revólver en la cara para que se callara. Los agentes que lo acompañaban hicieron lo mismo, así que los hombres de Munuera no tuvieron más remedio que levantar las manos. Endivia dijo a sus hombres que los esposaran y los metieran en el coche. Mientras, otros policías de uniforme se acercaban hasta ellos.
Tras el incidente, volvieron a poner en marcha los semáforos y la circulación se restableció. La moto en la que venía el comisario acababa de llegar hasta ellos.
El comisario se acercó hasta él. Endivia le explicó que al cachearlos de forma rutinaria, había descubierto que estaban armados y no llevaban ninguna licencia, por lo que de momento iban a ser legalmente detenidos.
—Bueno —dijo el comisario—, ¿es esa la famosa caja? —preguntó señalando con el dedo el capó del coche, donde habían dejado de momento la caja.
—Sí. Esa es la jodida caja.
—¿Y a qué esperamos para abrirla?
—Ya nada, porque esperábamos a la prensa, pero por ahí viene.
Bruno llegó hasta ellos corriendo. Venía acompañado de Ana y el fotógrafo, al que había llamado para que se les uniera.
—¿Ya estamos todos? —preguntó el comisario.
—Sí. Estamos todos. Creo que podemos proceder a la apertura de la caja si no tiene ningún inconveniente, señor comisario —dijo Endivia.
—Adelante.
El fotógrafo no cesaba de hacer fotos mientras Endivia abría la caja con parsimonia. Levantó las tapas de cartón y unos cuantos folios quedaron a la vista. Los cogió con la mano derecha y los puso sobre el capó del coche.
—¿Folios? Joder, ¿no serán simples folios? —dijo.
Al sacar los folios, una placa de corcho blanco quedó al descubierto. Endivia la sacó con la misma parsimonia que los folios y la puso sobre el coche. Miró al interior de la caja y vio lo que parecía algo de madera. Metió las manos y lo sacó con cuidado. No era una caja.
Bruno se quedó estupefacto al ver lo que Endivia estaba sacando de su interior.
—Eso es un códice —dijo Bruno—. Es un libro, un manuscrito, tiene toda la pinta.
Endivia lo colocó sobre el coche con sumo cuidado. Efectivamente parecía un libro. Todos quedaron sorprendidos. Bruno se acercó y abrió el libro con el permiso de Endivia. Efectivamente, era un manuscrito.
—Esto es El Beato de Liébana —dijo Bruno—, un códice medieval del primer milenio, entre el año novecientos y el mil y pico.
—¿Un libro? —preguntó el comisario—. ¿Se trata de un libro? ¿Todo este lío por un libro? ¿Sabe usted de manuscritos? Señor…
—Valle, Bruno Valle. Soy especialista en códices medievales. Hice el doctorado precisamente sobre eso.
El comisario quedó algo confundido.
—¿Pero no es periodista? —le preguntó.
—Trabajo de periodista, pero no estudié periodismo, por eso le puedo decir que este no es un libro cualquiera —dijo Bruno mientras pasaba algunas de sus hojas—. Es El Beato de Liébana, un manuscrito del siglo XI. Es muy similar al que se encuentra en la Biblioteca Nacional en Madrid, con el que estuve trabajando hace unos años.
—Entonces, ¿ha sido robado de allí? —dijo el comisario.
—No creo —respondió Bruno—. No tengo constancia de que se haya producido tal robo. Durante mi tesis trabajé mucho en la Biblioteca Nacional y me habría enterado. Este debe ser otro ejemplar robado de otro sitio o del que no se tiene constancia oficialmente. Veamos. —Bruno miró las primeras hojas—. Vean ustedes —dijo señalando las dos primeras páginas—. Esto es árabe. El Beato de Liébana de la Biblioteca Nacional no tiene una sola palabra en árabe. Es una copia realizada en el siglo XI para el rey Fernando I y su esposa doña Sancha. Los dibujos son algo diferentes, pues fue copiado del original del siglo VIII, escrito por Beato para explicar el Apocalipsis del Apóstol San Juan.
—¿Beato? ¿Lo ha escrito un beato? —dijo el comisario.
—Beato es el nombre del autor, masculino de Beatriz. Beato fue un gran estudioso e intelectual del siglo VIII y escribió estas explicaciones del Apocalipsis de San Juan para uso de los monjes de Liébana, donde estuvo viviendo. En este libro se explica el Apocalipsis como una revelación de Jesucristo. Comprenda, comisario, que el Apocalipsis fue escrito en tiempos de Nerón o Domiciano hacia el año 95 después de Cristo. Su inclusión en la Biblia había sido puesta en duda por autores de la talla de Gregorio de Navanzo o Cirilo de Jerusalén, y las versiones bíblicas siríacas lo ignoraban; todo ello debido al uso abusivo que del texto hacían ciertos herejes, en especial los milenaristas. Sin embargo, en España en el 633 el Concilio IV de Toledo establece excomunión para quien no incluya el Apocalipsis en las lecturas de la Iglesia durante la misa. Lo que nos indica la aversión que le tenían a este extraño libro, tanto religiosos, como profanos. Por esto, Beato, presbítero de Liébana, se decidió a escribir estos Comentarios al Apocalipsis, aportando claridad y luz a tan oscuro libro. Parece que Beato pretendía, con su obra, poner fin a la diatriba milenarista que anunciaba el fin del mundo para el año 800, pues coincidía esta fecha con la sexta y última edad del mundo, según algunos cómputos que seguían cronología hebrea.
—Bueno… Vale… Está claro, señor Valle, que usted es un gran experto en la Edad Media y en este libro —interrumpió el comisario—. Pero ¿todo eso justifica el valor que le acaba de asignar?
—Si tiene usted en cuenta —respondió Bruno— que de este libro existen solo veintitrés copias en todo el mundo, de las cuales solo doce están escritas en letra gótica, entre las que se encuentran la de Nueva York en la Morgan Library, la de Londres en la British Library, la de Roma en la Biblioteca Corsiniana, y el resto en España: Madrid (Biblioteca Nacional, El Escorial), Catedral de Gerona, etc. Se dará cuenta de que las únicas copias existentes se encuentran en bibliotecas no particulares, o sea, imposibles de conseguir. Y como puede ver, el libro contiene casi doscientas láminas miniadas en el siglo XI, lo que nos indica que se trata de una obra de arte de valor incalculable. Tenga en cuenta, señor comisario, que una sola lámina de pergamino miniada en cualquier periodo medieval puede alcanzar un valor enorme en subastas de arte en Londres, París o Nueva York. Seguro que ese era el destino que los compradores tenían pensado para el códice, a no ser que tuvieran un comprador del libro completo, claro.
—Si no tenían un comprador de toda la obra, seguro que así lo pensaban vender —dijo Endivia mirando con verdadera admiración la lámina del folio seis donde se veía el dibujo de una a mayúscula que ocupaba toda la hoja bajo la que un pantocrátor de cuerpo entero sujetaba una omega de oro. El cierre de la A parecían los cuernos de un carnero en cuyas puntas, dos pequeñas cabezas de dragón soplaban dos ángeles.
—¿Qué significan estas letras? —dijo Endivia—. Sí, me permite una pregunta, señor Valle.
—Esas letras son una alfa mayúscula A y una omega minúscula ω. Son las dos letras griegas aplicadas a Dios en el arte religioso medieval. Su significado está escrito en el propio Apocalipsis: «Soy el alfa y el omega, el principio y el final…».
—Curioso —dijo Endivia—. Pero esto es una copia, ha dicho antes. Si es una copia, ¿cómo vale tanto como dice?
—La copia era la forma de hacer ejemplares de un mismo libro en la Edad Media. Recuerde, inspector, que hasta la aparición de la imprenta en 1455, los libros se copiaban y sobre todo se iluminaban con esta gran cantidad de dibujos, de manera que ellos eran la mayor parte del libro, quedando, a veces, el texto repartido entre los dibujos realizados casi siempre por monjes.
—Claro. Es un manuscrito, Endivia —dijo el comisario.
—Exacto. Y este manuscrito —continuó Bruno— es muy parecido al de la Biblioteca Nacional, que se hizo doscientos años después de que Beato lo escribiera.
—Comprendo —asintió el comisario—. Y ¿estamos seguros de que este libro es original y no una falsificación con la que pretendían engañar a estos tipos del coche?
—¡Joder! ¿Qué me dice de eso, señor periodista? —preguntó Endivia dirigiéndose a Bruno—. ¿No estaremos haciendo el panoli? Si mañana vamos a salir en los periódicos, deberíamos asegurarnos de que este libro tiene los mil años que usted dice.
—No es difícil comprobar si se trata de una falsificación —respondió Bruno.
—¿Cómo podemos saberlo? Con seguridad, claro —preguntó el comisario.
Bruno se tocó la barbilla, había llegado su momento. Todos estaban esperando escuchar lo que iba a decir. Ana, que había quedado un poco alejada del lugar donde se habían congregado todos, se acercó para escucharlo. Ahora todo dependía de él. Lo que dijera iba a ser crucial, así que tenía que buscar en su memoria los meses que pasó en Madrid, en la Biblioteca Nacional, con su amigo Aradra, el mayor experto en manuscritos medievales de todo el país, haciendo parte de su tesis doctoral. Tuvo que hacer un pequeño esfuerzo, pero le bastaron unos minutos para recordar todo lo que Aradra le había enseñado.
—Si dispusiera de una lupa, podría comprobarlo ahora mismo —fue lo primero que dijo.
—¿Una lupa? Una lupa se puede comprar aquí mismo en esa librería de la esquina —dijo Endivia señalando una tienda que acababa de ver al pasar, en cuyo escaparate había libros, material de pintura y varios prismáticos.
El comisario se dirigió rápidamente a uno de los agentes de uniforme. Le dijo que se acercara a la tienda y comprara una lupa. Después le dio un billete de cincuenta euros y le recordó que pidiera la factura.
Mientras venía la lupa, Bruno estuvo ojeando algunas de las páginas del libro, observando las manchas que había producido, en algunas de sus hojas, el hombre de Munuera que acababa de comprobar el manuscrito.
—¿Ve esta mancha, inspector? —dijo Bruno a Endivia—. La acaban de producir los compradores. Han utilizado un disolvente para limpiar la zona y poder observarla directamente con la lupa.
Mientras Bruno hablaba, la lupa llegó.
—¿Qué dice que han hecho? —preguntó el comisario acercándose.
—Han echado una gota de disolvente en dos o tres páginas al azar, para limpiar la piel y poder observarla directamente sin los pigmentos del color.
—¿La piel? —preguntó Endivia—. Si la piel está en las pastas del libro, ¿no?
—Las pastas son de piel endurecida, está curtida en seco, pero las hojas son de piel normal —respondió Bruno—. El pergamino se hace con piel curtida de animales, normalmente de oveja o cordero, aunque hay pergaminos egipcios de piel de gacela, pero en España prácticamente todo el pergamino que se fabricaba en la Edad Media era de piel de oveja, y eso es lo que nos va a revelar si esta obra es auténtica o se trata de una copia muy bien hecha.
—Ya comprendo, si no es de piel, entonces es falso, ¿no? —dijo el comisario.
—No es tan simple la cosa —dijo Bruno—. Una buena falsificación sería de piel; si las hojas fueran de papel, sería una burda copia para alguien que no tiene ni idea. Y las hojas de este libro son de piel, es claramente pergamino.
—Entonces, ¿cómo va a decirnos si es auténtico? —dijo Endivia—. Tendríamos que hacer esas pruebas del carbono 14 o no sé qué que hay que hacer en un laboratorio, ¿no?
—En este caso no —respondió Bruno—, porque los pergaminos que se hicieron en España durante la Edad Media, en los reinos cristianos, utilizaban la piel de la ovis aries aragonesa ornata, que es una oveja que lleva extinguida desde el siglo XV, por lo que cualquier falsificación tendría forzosamente que utilizar piel de una oveja actual, la cual se diferencia notablemente de la medieval en la dispersión y tamaño de los poros, por eso necesito una lupa.
—Joder, me está dejando usted alucinado, señor Valle —dijo Endivia levantando las cejas.
—Bueno… —dijo Bruno—, salgamos de dudas. Si me permite…
Bruno cogió la lupa y se puso a mirar las zonas del pergamino que acababan de aclarar los hombres de Munuera. Miró con detenimiento los distintos puntos que habían sido limpiados y, tras comparar las observaciones que acababa de hacer con las que recordaba de su estancia en la Biblioteca Nacional de Madrid, concluyó que el pergamino era auténtico.
Finalmente, el comisario felicitó a Endivia por toda la operación y pidió a Bruno que le dejara ojear ese valioso libro que acababan de coger.
—Señor Valle —dijo el comisario llamando a Bruno—, aquí hay unas hojas iniciales con algo escrito en árabe ¿Sabría usted leer lo que pone? Podría decirnos algo sobre el propietario, ¿no? El libro ha venido de Marruecos.
—Es posible —dijo Bruno acercándose de nuevo al libro—. En época medieval, a veces, los propietarios de libros hacían escribir su nombre o cortas frases hablando de ellos. A ver…
Bruno intentó leer lo que ponía.
—Hay palabras que no entiendo —dijo tras un primer examen—, pero algunas sí las conozco. Estudié árabe y hebreo durante el doctorado. Veamos, aquí dice: «En el nombre de Alá, el grande, el misericordioso… el… de Córdoba recibe de… rey de Castilla y León este libro sagrado como presente…, para que luzca con… propia en la… biblioteca de Córdoba». Después viene otro párrafo en otra letra. Es árabe también, sin duda debe ser posterior. «Catálogo de Al—Mutamid, bibliotecario de… del palacio. Libro… a… la dinastía Nasrí. Recibido como… por Abd Allah y su consejero. Estante 18, línea 4, Sala de…». Eso es todo lo que puedo leer. Hace mucho que no practico el árabe antiguo.
—Eso parece como una signatura de biblioteca —dijo Endivia.
—Efectivamente —contestó Bruno—. Debe ser la signatura de la Biblioteca Real de la Alhambra. Evidentemente, el libro fue regalado al califa de Córdoba y después pasó a Granada.
—Pero ¿cómo ha llegado a manos de estos tipos? —preguntó el comisario.
—Ni idea, pero aquí en el reverso de la hoja hay algo más escrito, mire —dijo Bruno, señalando otro texto en árabe aún más reciente en la página siguiente—. Aquí dice: «Este libro traído de Garnata por Abd—Allah. Fue regalado a su…, … en el 825 de la venida del profeta. Es propiedad de la familia Al—Ami». Probablemente —dijo Bruno—, el libro fue llevado a Marruecos como parte de los enseres de Boabdil, el último rey de Granada, cuyo nombre árabe, según aparece en todos los escritos antiguos, era Abd—Allah. Está claro que su actual propietario lo ha vendido, o ha sido robado y vendido después a estos del coche.
—Eso lo averiguaremos después, pero ¿puede darme ahora una idea de cuánto puede valer este manuscrito, ya que sabe tanto de estas cosas? —preguntó el comisario.
—No sé el precio que tendrían ajustado por él —dijo Bruno—, pero aún recuerdo, porque se suele comentar en los círculos especializados, que en septiembre de 1996 fue robada la copia del Museo Diocesano de la Catedral de la Seo de Urgell. Meses después, en enero de 1997, agentes de la Unidad central operativa de la Guardia Civil hallaron la obra oculta en un armario de la clínica de un psiquiatra en Valencia, perfectamente envuelta y dentro de la funda de un ordenador portátil. Diez personas fueron detenidas por su implicación en el robo, entre ellas el médico valenciano y cerebro de la trama, un tal Gilbert Oller, o algo parecido, de nacionalidad francesa. En aquel momento, los periódicos dijeron que su valor en el mercado negro rondaba los 20 millones de euros. En estos momentos no sé lo que valdrá.
—¿Ha dicho veinte millones de euros? —preguntó el comisario levantando las cejas en señal de admiración.
—Esa fue la tasación en aquel momento. No olvide que es una de las obras de arte medieval más importante del mundo y en letra gótica solo hay doce. Este sería el número trece.
Realmente todos quedaron impresionados, tanto por el valor económico que acababa de darle Bruno, como por los dibujos de las láminas que veían cuando pasaba el comisario sus recias hojas de pergamino con más de mil años. Ninguno de los presentes, excepto Bruno, había imaginado nunca que un libro pudiera tener ese valor.
Tras la información dada, Endivia le dijo que debería sacar unas fotos para el periódico. Bruno, que tras ver el manuscrito casi había olvidado su actual trabajo de periodista, le pidió al fotógrafo que les hiciera alguna foto ante el libro.
—¿Alguna foto? —dijo el fotógrafo—. Si no he parado de hacer fotos desde que hemos venido.
—Bueno —dijo Bruno—, pero haznos una a todos juntos delante del libro. Es importante que se vea el trabajo de la policía, ¿no?
—Claro —dijo Endivia colocándose en el centro de la foto con el libro abierto entre sus manos.
Tras la foto, todos se despidieron.
El comisario se llevó el libro a su despacho para hacer algunas llamadas telefónicas al Ministerio del Interior, a los de Patrimonio Nacional, del Ministerio de Cultura, y de paso hacerse con las felicitaciones por la operación, aunque no se olvidaría de Endivia en su informe. Los hombres de Munuera acabaron en comisaría, donde serían interrogados más tarde.
Endivia se despidió de todos y bajó la calle hacia la estación. En unos minutos se encontraba en el mismo bar desde el que Carmen había seguido los acontecimientos.
—¿Todo bien? —le preguntó al entrar.
—Perfecto. ¡Por fin sabemos lo que tenía la maldita caja! Un libro, ¡joder! ¿A quién se le iba a ocurrir que la caja tenía un libro? Cómo te empeñaste en no decírmelo, he estado en ascuas hasta hace media hora.
—Yo todavía no me lo creo —comentó Carmen—. Vamos, que no me creo que por un libro paguen doscientos mil euros. Pero así ha sido.
—¿Doscientos mil euros? —preguntó Endivia—. ¿Eso te han pagado los del coche?
—Más o menos —respondió Carmen con cara de no creérselo—. ¿Por qué? Ni siquiera vale eso, ¿verdad?
—Bueno, el experto que lo acaba de ver, dice que hace unos años robaron uno igual y en la prensa salió que valía veinte millones de euros.
—¿Cómo? ¡Joder! Estás de broma, ¿verdad? … Qué susto me has dado.
—No estoy de broma. Eso es lo que ha dicho el experto. Estoy hablando en serio, mañana va a salir en el periódico. Ha sido un gran éxito de la policía.
—Pero bueno, o sea, que hoy me ha timado todo el mundo —dijo frunciendo el ceño—. ¿Me estás diciendo que he vendido veinte millones por doscientos mil euros?
—¿Si lo quieres ver así…? Pero en realidad solo has estafado doscientos mil a los del coche. ¿No sería eso más exacto?
—Bueno, pero me da igual, ya no quiero saber nada más de ese libro… Y ¿no podríamos recuperarlo de comisaría?
—Pero… ¿estás hablando en serio? —Endivia la miró con los ojos amenazantes—. No soy un poli corrupto. Que te haya hecho un favor a cambio de otro no quiere decir que me vaya a dedicar a esto. Por favor, Carmen, ¿por quién me estás tomando?
—Vale, si lo he dicho de broma, perdona —dijo al ver que su mirada echaba chispas—, pero es que el negocio me tira. Lo importante es que estamos tomando una copa juntos, ¿no?
—Claro, por mí, estupendo. ¿Sabes dónde podemos ir hoy a comer…?
—No… Hoy vamos donde yo diga, Paco, que para eso me han timado, ¿no te parece? Y tú bastante tienes con el éxito que te has apuntado recuperando un libro de veinte millones. Vamos, que si no es por mí, ni soñando se te presenta a ti una ocasión como esta.
—De acuerdo —dijo Endivia—. Vamos donde tú digas. Estamos en la época en la que las mujeres mandan, explícitamente, claro. Implícitamente siempre habéis mandado. Solo los gilipollas, esos de la «violencia de género» son los únicos que todavía no se han enterado, y por eso se empeñan en quitaros de en medio. Pobres idiotas, la mujer siempre ha sido muy superior al hombre y nunca me cansaré de decirlo, por eso para los pobres diablos, al carecer de inteligencia, su única salida es la violencia. Estoy harto de verlo.
—Joder, Paco —dijo Carmen—. ¿Me estás haciendo la pelota porque pretendes conseguir algo?
—Pretendo conseguir algo —contestó con una sonrisa—… que por supuesto será lo que tú quieras, pero no te hago la pelota. Es cierto lo que digo. Hay todavía hombres con una mente muy primitiva.
—La verdad es que yo también lo he pensado alguna vez.
—Si lo piensas —dijo Endivia levantando las cejas—, estás diciendo que el machista no soporta que su mujer sea simplemente persona.
—Joder, Paco, me gusta que seas así —dijo Carmen cogiéndolo del brazo—. A mi edad y después de lo que llevo vivido, no soportaría tener la más mínima relación con un jodido manipulador y Dios sabe qué más cosas. Que la basura suele acumularse en los mismos cubos, y donde ya hay porquería se acumula más y más, no sé si me entiendes.
—Lo entiendo perfectamente —respondió Endivia con cara de asentir—. Mi mujer no era un tío machista, pero manipuladora y jodida, sí que lo era. Sobre lo de aguantar cosas, tengo algo de experiencia.
—No sabía nada de tu mujer —comentó Carmen—. Ni siquiera que la hubieras tenido.
—No es que haya muerto. Estamos divorciados. Pero ahora no quiero hablar de ella. Dime un nombre para que se lo diga al conductor de ese taxi que hay en la puerta de la estación… Me refiero al del sitio a donde vamos a ir a comer.
—Ah, pues vamos al pantano de Cubillas, hay un bar junto al agua en el que se está en la gloria, ¿te parece?
—Me parece estupendo. Al pantano de Cubillas —dijo tras subir al taxi que se encontraba parado junto a un coche rojo, que aún tenía en su espejo retrovisor un pañuelo amarillo.
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18
La circulación en la avenida de la Estación se había restablecido, los coches transitaban con normalidad. Ana y Bruno estaban de pie junto a la acera. El fotógrafo también se había ido. Permanecieron un tiempo en silencio, escuchando el ruido y la gente pasando a su alrededor.
—Me he quedado alucinada, eres un auténtico cerebro —le dijo Ana cogiéndolo del brazo—. No sé qué decir…
—No tienes que decir nada —le comentó Bruno—. Lo importante es que se ha recuperado un manuscrito del que nadie sabía ni su existencia.
—Veinte millones —dijo Ana—, veinte millones valía la dichosa caja. Si la hubiéramos abierto…
—Si la hubiéramos abierto habría sido mucho peor, no sé.
—De todas formas ya no tiene remedio —dijo ella resignada—. Además, llevo toda la mañana con una sensación muy extraña, no sé qué me pasa, pero tengo los nervios metidos en el estómago.
—¿Por qué? Tu maravilloso plan ha salido perfecto. Le has sacado a esa viuda el dinero, ¿no? —dijo Bruno—. Eso era lo que de verdad querías, eso era lo importante, ¿no?
—Sí, claro. —Ana lo miró a los ojos—. Pero ¿por qué me lo dices así?
Bruno parecía como si intentara reprocharle algo, pero pronto cambió la expresión y sonrió, sobre todo porque acababa de encontrar uno de los códices que más había estudiado, y todo aquello le había hecho recordar aquellos felices años en que era un estudiante investigador centrado en su hermético mundo de libros y códices medievales, sin apenas problemas sentimentales ni de otro tipo.
Tras comentarle a ella que tenía que llamar a Aradra para decirle lo del libro, atravesaron toda la ciudad hasta la casa de Ana. Durante el camino, ella fue casi todo el tiempo cogida de su brazo. Cuando pasaron por unos bares cercanos a su casa, Bruno miró el reloj, eran más de las dos. Le preguntó si quería comer algo. Dijo que sí.
Entraron en un bar y se sentaron en una de las mesas que había libre junto a la puerta. Los dos pidieron el mismo plato combinado de verduras, ensalada y tortilla, y estuvieron comiendo casi todo el tiempo en silencio. Ella continuaba con la sensación de tener los nervios metidos en el estómago, por lo que apenas probó bocado. Bruno le preguntó varias veces si se encontraba bien, pero contestaba que sí, que a veces los nervios le jugaban esas pasadas.
Después de comer, fueron a casa de Ana. Nada más llegar, abrió la puerta que daba acceso a la cocina y subieron hasta el salón. Ella continuó subiendo hasta el dormitorio y comenzó a cambiarse de ropa mientras él esperaba en el salón. Se puso un chándal, las zapatillas de casa y bajó de nuevo. Bruno estaba sentado en el sofá, algo cansado. Ella se acomodó a su lado y lo cogió del brazo, dejando caer la cabeza sobre su hombro.
Por un momento, los dos cerraron los ojos intentando descansar un poco y relajarse, pero los nervios no dejaban a Ana tranquila. No paraba de mirar el reloj mientras Bruno parecía dormido. Miraba una y otra vez hasta que fueron las tres. A esa hora había quedado con José, tenía que estar a punto de aparecer con el dinero, pero su nerviosismo aumentaba y José no aparecía. Cuando dieron las tres y cuarto, el tono de su móvil sonó indicando que acababa de recibir un mensaje; cogió rápidamente el teléfono y desbloqueó la pantalla. Era de José, sus nervios aumentaron notablemente haciendo que Bruno se despertara sobresaltado al levantarse ella bruscamente del sofá.
—¿Qué pasa? —dijo incorporándose.
—Tengo un mensaje de José —dijo abriéndolo en el móvil—. Esto no me gusta… ¡Joder! La madre que lo trajo. ¡Qué hijo de puta!
—¿Qué dice? ¿Qué pasa? —preguntó Bruno levantándose del sofá.
—¡Joder! ¡Joder! Dice que se queda con el dinero. Que no viene. Que se va a Barcelona, pero que cuando pueda nos devolverá nuestra parte. —Ana estaba realmente alterada y enfurecida—. ¡Lo mato! ¡A ese hijo de puta lo mato!
—Ya te dije que ese tío no era muy de fiar —dijo Bruno—. Cuando el gitanillo se llevó el dinero y me dijiste que era su sobrino, la cosa me olió mal, muy mal. Ya te lo dije.
—¡Joder! ¡Joder! —Ana estaba temblando de ira.
—Pero tampoco pasa nada —dijo Bruno—. A mí me da igual si nos quedamos sin dinero. Así que tranquila.
—Esto sí es mucho, Bruno. Lo siento, pero es un rollo que no te imaginas. Es un rollo. —Ana ahora estaba asustada.
Cuando estaban hablando, sonó el timbre de la calle. Ella se puso aún más nerviosa, le dijo a Bruno que se quedara donde estaba sin moverse y bajó a la cocina a abrir.
Cuando llegó abajo, el que llamaba había dejado el timbre y estaba dando porrazos con el puño en la puerta. Ella abrió el pestillo, pero no le dio tiempo a tirar de la puerta porque le dieron tal empujón que casi la tiran al suelo.
El Niño apareció en el umbral con cara de pocos amigos.
—Muy bien —dijo sacando la pistola del bolsillo mientras cerraba la puerta de una patada—, el juego se ha terminado. Os he seguido, sé que tenéis el dinero de mi tía, será mejor que me lo deis ahora mismo si no queréis que os vuele la cabeza a todos.
—El dinero, el dinero… —comenzó a decir Ana temblando de arriba abajo—. Es que no lo tengo. Se lo llevó el gitanillo… No lo tengo… Es cierto
El Niño no le dejó terminar la frase. Al oír eso se enfureció de tal manera que con el puño cerrado le dio en toda la cara tirándola sobre la mesa. Después la cogió del cuello y le puso la punta del silenciador de la pistola en la cabeza. El labio comenzó a sangrarle.
—Quiero el dinero —comenzó a decirle sujetándola sobre la mesa—. ¡A mí no me digas gilipolleces! Yo a las putas me las paso por los huevos. Dame el dinero o te vuelo la cabeza. El hoyo para enterrarte ya lo tengo hecho.
—Es cierto lo que te acabo de decir —dijo Ana intentando que la creyera—. El dinero se lo ha quedado José, el gitanillo era su sobrino.
—¡Hostias que te mato ahora mismo! —dijo dándole con la empuñadura de la pistola en la nariz, haciendo que saliera una cantidad de sangre mayor que la del labio.
—Tengo su mensaje en el móvil —dijo Ana llorando—. Me ha dicho… que se va a Barcelona… y se lleva el dinero. Mira mi móvil, por favor…
El Niño la cogió del cuello durante unos minutos en los que Ana apenas pudo respirar. Cuando sintió la mano apretándole con fuerza, pensó que iba a morir, notaba los dedos ásperos y recios, como si le estuvieran atravesando la piel y penetraran en el interior de su garganta, impidiendo el paso del aire. Pensó en Bruno, quería que la ayudara, que se lo quitara de encima, pero se dijo que era mejor que no apareciera, porque si pensaba matarla, lo mataría también a él. El tiempo se ralentizó tanto que llegó a pensar miles de cosas. Mientras tanto, Bruno estaba escuchándolo todo desde arriba, pero no se movió un milímetro de donde ella lo había dejado. Quería bajar y quitarle a ese tipo de encima, pero lo que acababa de escuchar de la pistola con silenciador lo tenía paralizado.
Cuando Ana empezó a ponerse roja por la falta de oxígeno, el Niño la soltó y le pidió el móvil. Ella apenas pudo buscar el mensaje mientras tosía intentando respirar con normalidad. Cuando lo encontró, le pasó el teléfono para que lo leyera.
—Es la última vez que hago negocios contigo, putilla de mierda —le dijo soltándola—. Hicimos un trato y no lo has cumplido. Te di toda la información y ¿me jodes el día? ¿Por qué cojones has dejado que ese gitano de mierda se lleve el dinero antes de meterlo en Correos? Quedamos en que estaría aquí ahora, a las tres y media en punto. Yo he cumplido. Tú, no.
—No he podido hacer nada —dijo Ana apoyándose en la mesa mientras con el trapo de la cocina se tapaba las heridas de la cara—. Ese hijo de puta ha metido al gitanillo por medio sin decirme nada. Se ve que ya tenía pensado quedarse con todo para poder irse a Barcelona. El muy hijo de puta.
—Aquí la puta eres tú —dijo el Niño apuntándole con el arma—. Voy a buscarlo, si se ha ido y me quedo sin la pasta, volveré a por ti. Primero te meteré la polla por el culo y después un tiro en la cabeza. Reza por que todavía no se haya ido.
—Es cierto todo lo que te he dicho —dijo Ana, que seguía sangrando—… José se ha llevado el dinero.
—¿Y el panoli? ¿El capullo que os ayudó dónde está?
—Ni idea —respondió Ana quitándose el trapo de la boca—. Le he dado esquinazo esta mañana después de follármelo en el hotel.
—Joder, qué puta eres —dijo el Niño guardando el arma en su cazadora—. No te muevas de aquí hasta que te llame al móvil. Si no consigo el dinero, estás muerta, o me lo das de tu bolsillo, si es que tienes noventa mil euros, claro. Cosa que dudo.
Tras estas palabras, salió a la calle dando un tremendo portazo. Giró a la derecha y continuó corriendo hasta el aparcamiento subterráneo de San Agustín, donde había dejado el coche. Mientras salía a la calle con el vehículo, pensaba con rapidez los pasos que tenía que seguir a partir de ahora. El plan había sido perfecto, pero ese gitano se lo había jodido; sin embargo, él no iba a dejar que todo se echara a perder. Pensó el camino más rápido para llegar a la casa de José. Sabía perfectamente dónde vivía, lo había estado vigilando y siguiendo mientras planeaba la operación. Ella fue la que dijo de contar con él. Era su socio en muchas operaciones, lo conocía bien y se tragaría perfectamente que después el Niño apareciera en su casa y se llevara todo el dinero a punta de pistola. José lo conocía y sabía que de oponer resistencia habría acabado muerto.
«Ese hijo de puta me las va a pagar», se dijo conduciendo con rapidez hacia el barrio de José. «Más vale que todavía no se haya ido».
Atravesó casi toda la ciudad. Pasó junto a los almacenes de Correos y, en unos minutos, ya se encontraba en las calles del polígono de Cartuja. Giró varias veces por calles de poca circulación hasta que llegó al portal que daba acceso a la casa. Cuando dejó el coche bajo la ventana del piso, que daba a un descampado, el sol se veía tenue sobre el suelo de tierra. Comprobó que el silenciador estuviera bien ajustado a la pistola, salió del coche y, con parsimonia, se dirigió a la entrada del edificio, donde algunos ladrillos de la pared se veían deteriorados por la humedad.
José vivía en el bajo, la ventana del salón estaba solo a un metro y medio sobre el suelo de la calle. Se colocó ante la puerta, llamó al timbre y se apartó para que no pudieran verlo por la mirilla. Una mujer preguntó desde dentro que quién estaba llamando.
El Niño puso acento del barrio y dijo que era su primo.
—¿Qué primo? —preguntó la Nati abriendo la puerta.
En cuanto la Nati soltó el pestillo, el Niño le dio una fuerte patada que la abrió completamente. En un segundo la tenía cogida de la mano mientras le metía el cañón del silenciador en la espalda. José, que se encontraba en el salón, intentó saltar por la ventana que daba al descampado, pero el Niño pegó un tiro que le rozó la pierna y José se paró en seco al escuchar la detonación del arma con silenciador. En un segundo, pensó que cuando alguien lleva silenciador es porque está dispuesto a dispararte sin problemas. Por eso se paralizó y bajó de la ventana dejándose caer sobre el suelo del salón.
—¿Qué pasa, tío? ¿Te querías quedar con mi dinero? —dijo el Niño mientras de un empujón lanzaba a la Nati sobre el mismo sofá en el que acababa de caer José.
—¿Yo con tu dinero? Pero no sé lo que dices. ¿Qué dinero? Yo no tengo un duro —respondió poniendo cara de inocente.
—Es verdad, se me olvidaba que eres un pobre gitano de mierda… Es cierto. Pero también eres un hijo de puta. ¡Dame los noventa mil euros o te vuelo la cabeza ahora mismo!
El Niño dijo esto levantando el percutor de la pistola mientras apuntaba a los dos.
—De verdad que no sé qué dinero es ese. Si lo tuviera… Pero es que no sé, no sé… de qué va esto, de verdad —respondió José.
—¿No lo sabes? Vale, a ver si ahora te acuerdas.
Diciendo esto, le pegó un tiro a la Nati en la pierna derecha que le hizo retorcerse gritando mientras el otro la cogía. Después, comenzó a llorar y a sangrar.
—¡Joder! Dale el dinero ya —le dijo a José mirándolo con los ojos enrojecidos por la cocaína—. Este rollo no me gusta. Ya no me quiero ir a Barcelona.
—Vale. Tengo el dinero, espera, baja la pistola y te lo doy —dijo por fin.
—La pistola no la voy a bajar hasta que me vaya con la pasta.
—Vale, espera.
José le puso un cojín a la Nati en la pierna para taparle la herida y se levantó a coger el dinero; pensó que aquel tipo llevaba malas intenciones, lo del silenciador en la pistola se lo estaba diciendo.
—Espera, voy a cogerlo, ¿vale? —le dijo al Niño, desplazándose desde el sofá hasta lo que parecía un mueble bar que había en la pared de la izquierda.
El Niño observaba sus movimientos siguiéndolo con la pistola. José abrió las puertas del mueble. Dentro se veían varios vasos y botellas medio llenas. Metió la mano y se volvió rápidamente con un revólver. El Niño no dudó en responder a su movimiento y efectuó dos certeros disparos: uno en el pecho y el otro en el estómago. José cayó al suelo. Estaba muerto. La Nati comenzó a gritar y a respirar de forma entrecortada. El Niño, al verla con dificultades, la cogió y le abrió la ropa despejándole el pecho. Después le echó el agua de un vaso que había sobre la mesa.
—Dime dónde está el dinero —le dijo—. Tranquila, cuando lo tenga, me iré. No temas. ¿Vale?
La Nati, que con el estrés de la situación, estaba teniendo una fuerte subida de la cocaína que se acababa de meter unos minutos antes de que el Niño llamara a la puerta, le dijo que había una bolsa en el dormitorio, dentro de la maleta que estaban haciendo para irse a Barcelona. El Niño se dirigió al dormitorio, donde algunas fotos de Camarón adornaban las cuatro mugrientas paredes. Apenas una vieja cama y un armario desvencijado amueblaban la habitación. Rebuscó entre la ropa vieja y sucia que habían metido en la maleta, hasta que dio con una bolsa de plástico atada con una cuerda. La cogió, la puso sobre la cama y la abrió. Estaba llena de billetes. Eran los que él mismo había estado metiendo en la caja de galletas que Rosa no había querido dejarle la noche anterior. Comenzó a contar los fajos que él mismo había hecho, pero algo no cuadraba, faltaban algunos. Él tenía contabilizados dieciocho de cinco mil y acababa de contar catorce, faltaban veinte mil euros. Metió el dinero de nuevo en la bolsa, la cogió con la mano izquierda y volvió al salón, donde la Nati intentaba controlar las alucinaciones que la cocaína y la herida le estaban produciendo en ese momento.
—Aquí falta dinero —le dijo enseñándole la bolsa.
—¿Qué dinero? José no se levanta todavía. ¿Por qué no se levanta?
—¿Dónde hay más dinero? ¿Dónde está lo que falta? —volvió a preguntarle el Niño.
—Yo no lo sé. José llevaba esa bolsa —respondió con los ojos enrojecidos.
—¡Maldita puta drogata!
La Nati seguía sentada en el sofá. Estaba tiritando, con la pierna llena de sangre y el pecho desnudo y mojado. El Niño la miró varias veces de arriba abajo. Pensó que era bonita aquella putilla, con esos pechos tan imponentes, pero no podía arriesgarse, así que levanto el percutor y le pegó un tiro en la cabeza que le atravesó el cráneo.
Cuando vio el cadáver tumbado sobre el sofá con los ojos abiertos, pensó en las palabras que su tía había dicho aquella misma mañana cuando Pedro dijo que quería pillar a los de Correos para pegarles un tiro: «No merece la pena matar a nadie por noventa mil euros». Él se acababa de cargar a dos por menos, y eso le hizo pensar si no habría metido la pata, pero se dijo que no. Su plan estaba saliendo bien. Ahora solo tenía que organizar todo aquello.
Lo primero que hizo tras ponerse los guantes de látex, que siempre llevaba en la guantera, fue buscar los teléfonos móviles de los dos cadáveres, para lo cual dio un rápido vistazo a la habitación. El de José estaba sobre la mesa. Lo cogió, estaba apagado. Ahora solo tenía que buscar el otro. Primero miró en el bolso de la mujer, que se encontraba sobre una de las sillas que rodeaban la mesa. El móvil estaba dentro. Lo cogió viendo que estaba encendido, presionó el botón rojo hasta apagarlo y se dirigió a la cocina con los dos aparatos. Buscó algo con lo que cogerlos y poder quemarlos en el fuego de la hornilla. Mirando en los cajones de uno de los muebles de la cocina, encontró unas largas pinzas de las que se usan para asar la carne, cogió con ellas uno de los teléfonos, encendió el fuego y lo mantuvo sobre la llama hasta que el aparato quedó reducido a una pieza de plástico retorcido; después hizo lo mismo con el otro, dejándolos completamente inservibles y siendo imposible identificar o extraer información de ellos.
La luz del día había comenzado a bajar, el Niño miró por la ventana del salón, viendo cómo el sol se debía de estar poniendo, por lo que hasta que la noche no fuera lo suficientemente oscura para sacar los cadáveres de allí, tenía tiempo de arreglarlo todo. Tras quemar los móviles, cogió dos mantas del dormitorio, las puso en medio del salón y colocó un cadáver en cada una. Después, colocó el bolso y los móviles sobre la Nati, buscó unas cuerdas y comenzó a envolverlos. En unos minutos, estaban completamente envueltos y fuertemente atados.
—Ahora solo tengo que limpiar todo esto —se dijo.
Buscó en la cocina algo con lo que quitar la sangre del suelo y el sofá. Mirando encontró una fregona y una botella de lejía, llenó el cubo de la fregona en el grifo y regresó al salón, donde comenzó a recoger la sangre del suelo. Cuando hubo terminado, limpió el sofá con un trapo y después echó lejía sobre ambos sitios. Pensó que el cubo y los trapos se los debía llevar también, para que no encontraran restos de sangre, así que los metió en una bolsa de basura y los colocó junto a los cadáveres. Ya era prácticamente de noche. Encendió la luz y recordó que la bala que había atravesado la cabeza de la Nati se encontraba incrustada en la pared sobre el sofá, así que cogió un cuchillo y la extrajo. Cuando tenía todo preparado, buscó las llaves de la casa y las del coche de José, que se encontraba aparcado junto al suyo. Salió al exterior, se acercó a su coche, abrió el maletero y regresó a la casa. La oscuridad era total, en el descampado no había farolas ni luces de ningún tipo.
Regresó al salón y abrió la ventana. Cogió los cadáveres uno a uno y los tiró por la ventana, cayendo junto al maletero del coche. Cogió la bolsa con los restos de sangre y regresó al coche. Después, metió los cadáveres y la bolsa entre el maletero y el asiento de atrás y regresó a la casa. Ahora solo le quedaban los últimos detalles. Echó un vistazo por el salón para ver si todo estaba cómo lo había encontrado al llegar. Después, fue al dormitorio y llenó la maleta que había sobre la cama con la ropa y calzado que encontró en el armario. La cerró y la sacó hasta la entrada. Era otro bulto más que tenía que transportar y hacer desaparecer. Después, cerró la puerta con las llaves que había encontrado en la casa.
La maleta la puso en el asiento, pero cuando estaba sentado al volante, recordó que también tenía que hacer desaparecer el auto de José. Si se había ido a Barcelona, el coche no podía quedar ahí. Pensó con rapidez. Las llaves las había cogido, podía llevárselo y volver después por el suyo, pero los cadáveres tenía que hacerlos desaparecer rápido. Se bajó del suyo, lo cerró y se subió al de José. Arrancó el coche y lo movió hasta una calle cercana. Lo dejó allí y volvió por el suyo. Pensó que apartándolo un poco, si alguien venía a buscarlo, por lo menos no vería el coche, lo que sería muy sospechoso si realmente se había ido a Barcelona.
Arrancó el coche, pero se detuvo un instante a pensar. Cuando planeó toda la operación, con la que pretendía demostrarse a sí mismo que tenía capacidad para llevar los negocios de su tía, estuvo viendo posibles lugares en los que ocultar un cadáver, así que tenía claro a donde se debía dirigir: a uno de los pozos de la antigua mina de oro del Cerro del Sol, que se encontraba sobre la colina de la Alhambra. Tenía que tomar la carretera de Sierra Nevada y desviarse a la altura de un pequeño pueblo llamado Cenes de la Vega. Un par de días antes había hecho el camino de día, ahora solo tenía que saber recordarlo de noche.
Tras media hora conduciendo, se encontraba en un camino de tierra que llegaba hasta las edificaciones en ruinas que habían sido las instalaciones de la antigua mina, cerrada a mediados del siglo pasado. Detuvo el coche algo más arriba de las ruinas, donde se encontraba uno de los pozos más profundos, que además estaba anegado por el agua. No sin dificultad, consiguió llevar los cadáveres hasta la boca del pozo; después cogió la bolsa con los restos de sangre, la maleta y tiró los bultos escuchando el sonido que producían al caer sobre el agua.
Regresó al coche satisfecho por lo bien que su plan estaba saliendo. Estaba seguro de que los cadáveres no serían nunca encontrados y, si alguna vez lo fueran, no habría manera de identificarlos, sus documentos los había quemado en la hornilla de la cocina junto a los móviles y, que él supiera, ninguno de los dos tenía familia cercana que se preocupara en buscarlos, así que lo de que se había ido a Barcelona haría que nadie se preguntara por ellos, incluso el propio José lo había ido diciendo, a Ana se lo había dicho, recordó.
Ahora le quedaba solucionar lo del coche que había dejado cerca de la casa, debía de hacerlo desaparecer. Pensó que lo mejor sería hundirlo sin papeles en algún pantano, de manera que nadie lo viera, a no ser que tuviéramos una tremenda sequía, se dijo riendo. Pensó en el pantano de Cubillas, estaba cerca y tenía parada de autobús, podía llevarlo allí y volver en el transporte público, se dijo.
Cogió el coche y regresó al lugar donde había dejado aparcado el de José. Antes de parar el suyo, dio una vuelta a la manzana para buscar una parada de autobús cercana y dejar allí el suyo mientras hacía lo que había pensado.
Dio un par de vueltas a la manzana y encontró un buen lugar donde dejar su vehículo. Después, cogió el de José, lo condujo hasta el pantano y lo hundió en el agua por una ladera en la que el camino está solo un metro por encima del nivel del agua. Tras ver cómo el coche desaparecía hundiéndose en la oscuridad de la noche, caminó durante un par de kilómetros hasta una urbanización cercana en la que paraba un autobús que hacía el recorrido hasta Granada.
No tardó mucho en estar de vuelta. Ahora el auto de José estaba en el fondo del pantano, él se encontraba en la ciudad conduciendo su coche y setenta mil euros se encontraban bien guardados en la bolsa que llevaba en el maletero. El plan había resultado perfecto, pensó. Si alguna vez faltaba su tía, él podría dirigir perfectamente todos los negocios sin problemas.
El Niño en el que no se podía confiar porque casi siempre metía la pata, se había acabado, pensó. Ahora el Niño acababa de estafar a su tía y se acababa de cargar a dos capullos, sin problemas.
«Solo me queda un escollo: esa putilla de Ana —se dijo mientras conducía—. Pero también lo tengo resuelto. No pienso darle ni un euro. Los veinte mil que acordamos son precisamente los que faltan, así que no tengo que darle nada, y lo de José queda cerrado, porque ella ha sido la que me ha dicho que se iba a Barcelona. Solo me queda decidir si la quito de en medio o no hace falta. Le he dicho que si no daba con el dinero iría por ella, pero puedo decirle que cogí a José, justo cuando se iba, que le saqué el dinero a punta de pistola y que después le dije que se largara a Barcelona de verdad o se podía dar por muerto. Así que ahora está camino de Barcelona, muerto de miedo. No es mala idea. Desde luego es que soy un genio, así no tengo que limpiar más muertos, que bastante he tenido hoy. ¡Joder! —Pensó tras mirar el reloj del salpicadero del coche—. Son casi las doce de la noche. Llevo toda la tarde trabajando. Debería parar en un bar y tomarme algo».
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19
Ana se encontraba sentada en la silla de la cocina.
Cuando el Niño salió dando un portazo, ella se quedó así, con una servilleta manchada de sangre en la mano, intentando cortar la hemorragia que el golpe de la pistola le había producido en la nariz. No se atrevía a moverse, le temblaban las piernas y el corazón le latía tan fuerte que se le veían hinchadas las venas del cuello. Pensó en Bruno, había estado arriba todo el tiempo, había escuchado la conversación y ahora estaría pensando cualquier cosa. No sabía qué hacer, estaba asustada y desesperada.
Él escuchó el golpe de la puerta y se quedó pensando durante el momento de silencio en que había quedado toda la casa tras la fuerte conversación que acababa de escuchar. Pensó miles de cosas seguidas, pero no se detuvo en ninguna en concreto. No quería precipitarse o hacerse ideas, que pudieran estar equivocadas, sobre lo que acababa de escuchar, aunque no era difícil llegar a algunas conclusiones, en las que la decepción representaba la tónica general de ellas. No sabía si se sentía decepcionado, humillado, ridículo o el tonto del culo al que toman el pelo por inocente y simplón.
Pero pronto se dio cuenta de que todo eso lo tenía que dejar para después, ya que había escuchado cómo pegaban a Ana y lo primero era ver cómo estaba, así que decidió bajar las escaleras hasta la cocina, donde seguía sentada con la cara ensangrentada y la mirada perdida en la puerta que acababan de cerrar.
—¡Joder! Estás llena de sangre —dijo al verla—. ¿Qué ha pasado?
—¿No has escuchado nada?
—Lo he escuchado todo, pero no esperaba que te hubiera dejado así. Déjame que te ayude. ¿Tienes botiquín?
—En esa puerta hay algo —dijo señalando uno de los armarios de la cocina que había sobre la panera.
Abrió la puerta, cogió algodón, un frasco de desinfectante de yodo y unas gasas.
—Déjame que te limpie primero la sangre con un poco de agua —le dijo poniéndole la cara hacia arriba para que no siguiera manchándose la ropa.
Tras limpiarla con un trapo, le aplicó el algodón con el yodo sobre las heridas. Tenía un corte en la frente, por encima del ojo, y otro en la nariz, que era el que más sangraba.
—¿Te duele mucho? —preguntó.
—Me duele algo… —respondió con la voz entrecortada—, pero lo peor es… lo que puede venir ahora… Ese tío me puede pegar un tiro de verdad.
—¿No decías que la cosa era segura? —preguntó él.
—La cosa era segura si ese cabronazo de José no se hubiera llevado el dinero, pero ahora todo se ha complicado.
—Bueno, lo primero es curarte, y después creo que debemos hablar, porque lo que he escuchado no cuadra mucho con lo que me has estado diciendo todo este tiempo, ¿no?
—Tienes que dejarme que te lo explique todo —dijo ella mientras lo miraba a los ojos con tristeza—. Júrame que me dejarás que te lo explique.
—Por supuesto, estoy deseando esa explicación —le dijo mientras le cambiaba el algodón empapado en sangre por otro limpio—. Pero me parece que puede que estés en peligro ahora. Si el que te ha pegado acaba contigo, no podrás decirme nada. He oído cómo te amenazaba.
—Tengo mucho miedo, Bruno. Te importaría si vamos ahora a tu casa y espero allí la llamada —le dijo con cara de súplica—. No te molestaré más de lo necesario. Pero ahora necesito a alguien. Ahora necesito dos cosas muy importantes de ti Bruno, las necesito de verdad.
—Dime lo que sea. Te ayudaré en todo lo que pueda.
—Necesito que me creas. Tienes que creerme cuando te explique todo lo que ha pasado. La segunda cosa es que no me dejes sola, no me dejes sola, por favor.
—No te preocupes, no te voy a dejar sola —dijo Bruno mirándola para asegurar sus palabras con la mirada—. Respecto a creerte, tampoco tengo inconveniente en creerte, pero me tienes que decir la verdad desde el principio, ¿vale?
—Vale. Y gracias por todo. Pero creo que debemos irnos antes de que este pueda volver.
—Pues entonces, vámonos —dijo ayudándola a levantarse.
Ana subió hasta el dormitorio, se cambió de ropa y bajó con una pequeña maleta donde había metido algunas de las cosas que consideraba indispensables para pasar un tiempo en casa de Bruno. Mientras tanto, él estaba recorriendo la habitación con cierto nerviosismo. Se detuvo ante la cristalera del balcón y miró la calle solitaria, no quería ver a nadie pasar. La casa de enfrente parecía poder tocarse con la mano por la estrechez del callejón. Abrió el balcón y salió al exterior. Había un par de macetas a cada lado y en medio un paquete envuelto en papeles de periódico. Bruno lo cogió y llamó a Ana, que ya bajaba del dormitorio.
—Este paquete estaba en el balcón —le dijo.
—¿Eso? —dijo Ana mientras miraba los papeles de periódico que lo envolvían—. Algún gracioso. Seguro que lleva basura dentro. Tíralo.
—¿Sin abrirlo? ¿Y si es algo que te han echado porque no estabas?
—No sé, puede ser, pero no creo que sea nada. Ábrelo si quieres, pero si te manchas las manos es cosa tuya —dijo Ana mientras recogía algunos apuntes y trabajos que tenía pendientes.
Bruno lo abrió con cuidado para no mancharse, por si Ana tenía razón y era basura o algo por el estilo. El papel de periódico contenía una pequeña caja de cartón cerrada con papel adhesivo. Cortó el papel adhesivo y abrió la caja. Al levantarla, apareció un papel escrito a mano que cogió con cuidado. Debajo de él se veía lo que parecían fajos de billetes. Vació la caja y el dinero cayó sobre la mesa. Por el grosor de los fajos, debía haber una buena cantidad. Cogió el papel y comenzó a leerlo.
Ana resulta que debo mucho dinero en Barcelona para poder volver, tengo que pagarlo y ya sabes que yo estoy mejor allí y me voy, pero te dejo algo para que no se diga que soy avaricioso y ya te daré lo que me he llevado cuando pueda, de verdad. José.
Ana, que estaba cogiendo una carpeta, se quedó paralizada.
—Joder, ese imbécil no solo la hace metiendo la pata, sino que además la caga del todo —dijo alterada.
—¿Por qué? —preguntó Bruno— Te deja dinero, por lo menos es algo, ¿no?
—Pero ese dinero nos puede perder. Si el Niño ve ese dinero, me matará, por haberlo engañado, ¿no lo entiendes?
—No tiene por qué verlo. Vámonos de aquí ahora mismo. Ya estamos tardando.
Los dos bajaron rápidamente a la cocina y salieron a la calle cerrando la puerta. Bruno llevaba el bolso donde Ana había metido sus cosas. Iban hacia la Gran Vía para coger un taxi en el que desaparecer rápidamente de allí. En un par de minutos consiguieron uno, le dieron la dirección y se pudieron quedar unos minutos relajados en el asiento trasero mientras el conductor los llevaba por las calles de la ciudad.
Pasada media hora, en la que apenas articularon palabra alguna, se encontraban sentados en la habitación de Bruno con el dinero encima de la mesa.
—Voy a contar lo que hay —dijo Bruno.
Ana asintió moviendo la cabeza. Las heridas le dolían más que antes y la ceja se le había hinchado bastante.
—Hay veinte mil euros —dijo Bruno tras contarlos—. No está mal. Es dinero.
—Pero ese dinero está gafado —dijo ella, intentando concentrarse con el dolor de las heridas—. Si el Niño no da con José, vendrá por mí, y si da con él y le saca el dinero, se dará cuenta de que faltan esos veinte mil, o sea que…
—Pero entonces… no entiendo lo que pasa. ¿Tienes ganas de explicármelo ahora?
—Si estás dispuesto a creerme… te lo cuento —dijo Ana a pesar del dolor de cabeza que no la dejaba pensar.
—Vale. Te escucho.
Ana intentó concentrarse y olvidar el dolor para poder hablar con claridad y contarle de la forma más convincente posible el lío en el que lo había metido desde que lo vio en aquel bar cerca de la Gran Vía.
—¿Recuerdas que te dije que la cosa se me había ocurrido porque le escuche al Niño lo de la caja una noche que estaba borracho?… —Bruno asintió moviendo la cabeza—. Pues no fue exactamente así. Fue él quien me cogió borracha a mí y me pegó un susto de muerte. Me dijo que tenía que hacer la operación con José porque quería demostrarle a su tía lo listo que era, o algo parecido. Me dijo que tenía que hacer lo de la caja o me pegaba, y para demostrarlo me dio varios puñetazos. No tuve más remedio que decirle que sí. Después, me ofreció veinte mil euros, dijo que esa sería mi parte. El plan consistía en hacer lo que hemos hecho en cuanto a lo del camión y pedir el rescate a la Viuda. Él fue quien me dio el número del móvil de su tía. Pero necesitábamos alguien al que no conocieran sus hombres para hacer lo de Correos, porque a José lo conocían, por eso te recluté a ti cuando entraste en el bar. En realidad no estaba borracha del todo, pero me lo monté así para llamar tu atención.
—Vaya. O sea que también actúas muy bien —dijo Bruno, sorprendido—. Y ahora, ¿estás actuando o estás siendo sincera de verdad?
—Ahora soy yo de verdad. Te lo he dicho antes, y necesito que me creas, porque si no voy a acabar mal —dijo mientras varias lágrimas le caían por las mejillas.
Ana lo miró con unos ojos tan tristes y doloridos que Bruno quedó impresionado.
—Vale, te creo. Aunque debes comprender que tengo que mantener un punto de duda hasta que las cosas me vayan confirmando que es cierto todo lo que dices. No puedo hacer continuamente de tonto del culo. ¿No te parece?
—Claro. Tienes razón. Bastante te he engañado ya.
—Bueno, pero sigue contándomelo… —dijo Bruno intentando darle ánimo con sus palabras—. Y confía en mí.
—Vale, pues siguiendo con el plan que había trazado el cabronazo ese, me dijo que si hacía todo como él lo había planeado, al final vendría a mi casa, tal y como ha ido esta tarde, y haría como que nos había seguido, llevándose el dinero sin que José sospechara de mí. Después me daría los veinte mil y todos contentos, pero José lo ha fastidiado todo utilizando a su sobrino esta mañana y ahora estamos jodidos. Y si me crees, yo pensaba repartir esos veinte mil con vosotros.
—Bueno, de momento te creo —dijo Bruno—. Parece bastante real lo que acabas de contar a tenor de lo que he oído esta tarde en tu casa. Pero si es así, esos veinte mil son tuyos, era lo que te iba a dar, ¿no?
—Sí, pero si no ha conseguido coger a José y se ha quedado sin nada, estoy muerta, ¿comprendes?
—Bueno, yo creo que debemos esperar a ver lo que pasa. Aquí estás segura, aquí no te va a encontrar. Y puede que dé con José. ¿Sabe dónde vive y todo eso?
—Claro que lo sabe —dijo ella—. Lo conoce de sobra.
—Entonces es muy probable que lo coja, pero claro, cuando vea que falta dinero y le diga que te lo ha dejado en el balcón, ¿qué?
—Por eso te digo que el dinero está gafado. Pero es que si se lo doy, va a pensar que lo he engañado, que yo también había planeado lo del gitanillo y va a ser peor. ¿Y si lo quemamos…?
—¿Quemar veinte mil euros? —dijo Bruno levantando las cejas—. Con la falta de dinero que tenemos… me parece una barbaridad.
—Es que estoy fatal. Se me ha metido el miedo en el cuerpo y no puedo pensar. No me vas a dejar sola, ¿verdad? —le preguntó intentando calmarse.
—Te he dicho que no, de verdad. Pero creo que debemos esperar a que ese tío te llame para saber exactamente a qué atenernos. Yo haría eso, esperar a ver y después decidir según lo que te diga.
—Vale, esperaremos, pero yo no puedo estar así todo el tiempo, sin saber qué va a pasar. Si no da con José, le diré que ha dejado ese dinero, le enseñaré la nota y si me quiere matar que me mate, pero escondida y asustada no pienso pasar el resto de mi vida.
—No adelantes los acontecimientos. Vamos a esperar esa llamada —dijo Bruno intentando calmarla—. ¿Te pongo un poco de pomada para los morados? Se te está hinchando mucho la ceja.
—Vale. Pareceré un monstruo con esta cara, ¿verdad?
—Tranquila, se sigue notando lo guapa que eres.
Bruno le puso la pomada en la ceja y la abrazó después. Ella se quedó un tiempo apoyada en su hombro mientras él le acariciaba suavemente el pelo. Después se levantó de la silla, puso un poco de música y volvió junto a ella. Entonces Ana comenzó a hablarle.
—Quiero que sepas que todo lo que ha pasado entre nosotros ha sido de verdad. Te he engañado en lo de la caja y todo eso, pero lo que te he contado de mí, es cierto. Mi vida ha sido como te he dicho. Y sobre lo que he dicho de ti esta tarde en mi casa al Niño, era para seguirle el rollo. No eres ningún panoli, ni te he estado follando, como le he dicho. En esto sí que quiero que me creas.
—Vale. La verdad que cuando te he oído, lo he pensado. He pensado que lo estabas diciendo para parecer una tía dura, que imagino que será como te muestras con él y con todo el mundo, porque conmigo también te has hecho un rato la dura, ¿no?
—Sí, pero es que llevo tanto tiempo así, que no sabía ser de otra manera. Hasta hoy que estoy hecha una auténtica mierda y lo único que quiero es cariño y que no me dejes sola.
—No te voy a dejar sola, ya te lo he dicho.
Pasaron la tarde en el piso. Al final, Ana se tumbó sobre su cama y Bruno la estuvo acariciando un rato hasta que se quedó dormida gracias a unas pastillas de valeriana que le había dado para tranquilizarla. Mientras ella dormía, estuvo trabajando en su portátil. Desarrolló algunos borradores sobre el artículo que tenía que presentar a su jefe en el periódico. Después estuvo metiéndose en Internet. Miró su correo y buscó información sobre el Beato de Liébana, el libro que contenía la caja. Tenía que saber si era realmente una copia desconocida o si había sido robado en alguna parte, para enfocar su artículo. Pero no encontró nada sobre robos, aparte del que ya conocía del Beato de la Seo de Urgell que, a pesar de los años, la noticia seguía saliendo en Internet.
Después de su búsqueda por varias páginas web, se concentró y escribió el párrafo que debía salir en la portada. Después escribiría el artículo completo para el interior de periódico.
La policía de Granada intercepta un manuscrito medieval valorado en 20 millones de euros.
Granada. Bruno Valle.
La policía de Granada intercepta un manuscrito medieval cerca de la estación de ferrocarril mientras realizaba un control rutinario durante un atasco producido en los semáforos del cruce de Constitución con avenida Andaluces.
El inspector D. Francisco Endivia, que se encontraba en ese momento en el lugar del atasco, observó un coche con varios hombres dentro que le pareció sospechoso. Al pedirles la documentación y observar que el coche no era de su propiedad, les hizo bajar del automóvil por si se trataba de un robo. Durante el registro y comprobación del coche, se encontró una caja de folios que, al abrirla, resultó llevar una copia original del Beato de Liébana, manuscrito medieval del siglo XI valorado en 20 millones de euros.
Se trata de una copia de la que no se tenía constancia de su existencia, pues de esta obra existen en todo el mundo veintitrés copias catalogadas en bibliotecas y museos.
El comisario jefe de la comisaría de la Plaza de los Campos, a la que pertenece el inspector, acudió con varios agentes al lugar de los hechos para custodiar el valioso libro y trasladarlo a un lugar seguro mientras continúa la investigación. (Continúa en la página ___ ).
Ahora solo quedaba que su jefe eligiera las fotos. Por supuesto esperaba salir en la portada. Cuando lo tuvo todo terminado, lo llamó al móvil para preguntarle si el fotógrafo había llevado las fotos. Le dijo que sí, que las tenía en el ordenador, pero le faltaba el artículo. Bruno le pidió si podía enviárselo a su correo por Internet, pues no podía ir hasta la redacción. Tenía un problema familiar y no podía desplazarse. El jefe le dijo que se lo enviara, pero que si tenía que hacer cambios que estuviera preparado porque lo llamaría al móvil para decírselo.
—La primera vez que vas a tener un trabajo en la portada, ¿y no apareces por la redacción? —le preguntó—. ¿Le pasa algo grave a tu madre o algo así?
—No jefe, a mi madre no le pasa nada, pero tengo una amiga que está muy enferma y no tiene a nadie. Está sola. No tiene familia, solo me tiene a mí, no puedo dejarla sola. ¿Comprendes?
—Bueno, si es eso, lo puedo comprender, porque claro, tu amiga estará tan mal, que ahora mismo la tienes acostada en tu cama, ¿no?
—Así es —dijo Bruno levantando las cejas—. ¡Joder! ¿Cómo lo sabes?
—Pues porque yo también he tenido amigas enfermas en la cama.
—¡Ah! Ya sé por dónde vas. Pero no es eso, jefe, de verdad… que no es eso…
—Vale, si me da igual. Pero que tengas el teléfono a mano, por si acaso hay que modificar algo… Y de todas maneras, yo que tú me pasaría por aquí antes de terminar la edición.
—Vale. Haré lo que pueda.
Después miró el reloj. Eran las once, con razón tenía tanta hambre, se dijo. Despertó a Ana para decirle que iba a bajar al bar a tomar algo, pero ella no quiso quedarse allí. Se levantó de la cama y bajaron los dos juntos.
Había poca gente cenando a esa hora de la noche. La mayoría de los clientes tomaban una copa o simplemente cerveza. Ellos se acomodaron en una zona apartada. La televisión estaba dando el último informativo del día. Bruno pidió dos cervezas, un plato de calamares y magra con tomate, que eran algunas de las pocas tapas que aún quedaban. Mientras escuchaba las noticias y saludaba a los conocidos habituales del bar, la miraba y le sonreía para animarla. Pero Ana estaba más preocupada que nunca. No tenía ningún control sobre la situación en la que habían entrado los acontecimientos. Se sentía como en momentos ya pasados en los que no podía hacer nada por cambiar las cosas, como cuando la acosaba su tío. Por eso estaba tan nerviosa que hasta le dolía el estómago. Apenas pudo comer nada y a la cerveza solo le dio un par de tragos.
Bruno, al ver que apenas comía, le preguntó si se encontraba mal, pero ella le contestó que no tenía hambre. Él sí estaba hambriento, así que se terminó todos los calamares, y de la carne con tomate apenas dejó un par de trozos en el plato.
Cuando más silencio había en el bar, comenzó a sonar un móvil.
—Es el mío —dijo Ana mientras, con cierto nerviosismo, abría su bolso sacando el teléfono con rapidez.
—Ya tengo el dinero. He cogido al hijo de puta. Así que estamos en paz —dijo el Niño al otro lado del aparato.
—Vale —contestó Ana.
—Va camino de Barcelona. Le he dicho que si lo veo por aquí me lo cargo. Así que ha cogido el coche y ha salido echando leches. Y sobre el dinero, me quedo con lo que hay, no te debo nada.
—Vale.
—¿Vale? —preguntó el Niño.
—Sí. No quiero ningún dinero. Sí, estamos en paz, por mí bien. Además, si todo era cosa tuya, yo no he hecho nada.
—Sí, eso es verdad. El cerebro soy yo. Vale, pues nos vemos…
Eso fue todo lo que dijo y colgó. Ana se quedó pensando un momento.
—¿Era el tío ese? ¿Qué te ha dicho? —preguntó Bruno.
—Pues que estamos en paz. Eso es lo mejor que he podido escuchar. Pero no sé si me tengo que alegrar o no. No entiendo bien lo que ha pasado.
—¿Por qué? —dijo Bruno con cara de admiración—. Si estáis en paz. Todo resuelto. No tienes que temer nada. Tiene el dinero, ¿no?
—Sí, pero no me ha dicho nada de los veinte mil. ¿Comprendes? Y ese tío sabe contar. Sabe que falta ese dinero, y si ha cogido a José, ¿cómo que no le ha dicho que los veinte mil los tengo yo?
—No lo sé. Tienes razón, es raro. Algo de lo que dices debería haberte dicho. ¿No estarás pensando que espera que te confíes para ir después a tu casa a buscar el dinero? ¿Es eso?
—Eso es una de las cosas que pienso, pero también pienso otra peor.
—¿Cuál? —Bruno le apremió con las manos para que se la dijera.
—No lo sé muy bien, pero voy a llamar a José a ver qué me dice, ¿vale?
—Ese ya no te coge el teléfono después de lo que ha hecho.
—Voy a ver.
Ana presionó sobre «José» en la lista de contactos de su teléfono móvil y esperó a escuchar la señal de llamada, pero tras unos segundos, una voz mecánica decía que el número, o no estaba conectado, o no tenía cobertura.
—No está conectado.
—¿Ves? Ese ya no coge el teléfono. Te lo he dicho.
—Vale, puede que esté camino de Barcelona, pero seguiré llamando —dijo guardando el teléfono móvil—. Pero quiero pedirte un par de favores.
—Lo que quieras, solo tienes que decirlo —dijo Bruno.
—Quiero que te quedes con el dinero. Solo que no puedes meterlo en el banco, lo tienes que tener en casa. Cuando necesite algo, te lo pediré, ¿vale? Si quieres, te regalaré una libreta y vas apuntando lo que me das, hasta que acabe mis diez mil.
—Como quieras, no me importa guardarte el dinero. Ese favor lo tienes hecho.
—El segundo es que cojas una habitación en un hotel, por lo menos diez días. Lo pagamos con mi parte, así que ya tienes algo para apuntar en la libreta cuando te la compre mañana.
—¿Diez días en un hotel? ¿De los buenos?
—Claro, no vamos a ir a una pensión. Hay que gastar ese dinero.
—De acuerdo. Cogemos las cosas y nos vamos… ¡Ah! Pero después de tomar la habitación, me tienes que acompañar a la redacción del periódico, ¿vale? No quiero dejarte sola.
—Ni yo quiero que me dejes.
Salieron juntos del bar. Ana fue en el ascensor pensando en voz alta. Dijo que tenían que llevarse todo el dinero al hotel en la maleta. A Bruno no le importó porque en los hoteles de más de tres estrellas hay caja fuerte en la habitación, pero tenía que coger alguna cosa más, sobre todo el ordenador portátil y su cuaderno de notas. Bruno lo metió todo en una gran bolsa de deporte que tenía para cambiarse en el centro deportivo cuando iba a nadar a la piscina cubierta o a jugar al fútbol. Ana cogió dinero de uno de los fajos de billetes que llevaban en la bolsa y lo metió en su bolso para pagar los gastos que tuvieran.
Antes de salir, Bruno puso en el buscador de Internet «hoteles Granada»; salió una lista de más de cien hoteles, la redujo a los de cuatro y solo quedaron treinta y cinco, de todos ellos cogió el "Abba Granada", situado en la avenida Constitución, y solicitó disponibilidad y precios. En unos segundos se abrió una página en la que aparecían los tipos de habitaciones disponibles para ese mismo día. Vio una suite que tenía despacho donde poder trabajar. Le dijo el precio a Ana, que asintió bajando la cabeza, y a continuación rellenó el formulario con sus datos, obteniendo una reserva por diez días.
Bajaron hasta la puerta del edificio para coger un taxi. En cinco minutos se encontraban sentados en un camino del hotel. Bruno llevaba apuntado el localizador de la reserva en su cuaderno. Eso fue lo único que mostró en recepción y rápidamente la chica que se encontraba tras el mostrador dijo su nombre y apellidos.
—Acaba de hacer la reserva hace unos minutos por Internet, ¿no, señor Valle?
—Sí, acabamos de hacerla —respondió Bruno—. Es que estábamos en otro hotel que no nos ha gustado mucho y hemos dicho de cambiar, pues todavía nos queda que estar aquí diez días y preferimos estar bien.
—Aquí espero que estén bien. La habitación que han cogido es muy amplia y tiene un pequeño despacho. Ideal si necesita trabajar con el ordenador. También tiene conexión gratuita a Internet y en la última planta hay un completo gimnasio con spa a disposición de nuestros clientes.
Bruno alabó los servicios del hotel y tomaron el ascensor hasta la cuarta planta. La habitación era amplia y cómoda, con un estupendo cuarto de baño. Todo en estilo moderno, muy acogedor.
Bruno miró el reloj. Necesitaba algo de tiempo. Tenía que hacer el artículo del interior del periódico, solo le había enviado a su jefe el titular de la portada con la reseña. Ana le dijo que se pusiera a trabajar, que ella desharía mientras las maletas.
Lo primero que hizo mientras Bruno abría el ordenador fue meter el dinero en la caja fuerte que había en el armario, donde también colocó la pistola que se había traído en el bolso. Después sacó toda la ropa de la maleta y la bolsa y comenzó a ponerla en el armario. Cuando estaba terminando, recordó que tenía que volver a llamar a José, pues no se quedaría tranquila hasta que consiguiera hablar con él, pero la respuesta era la misma de antes: el teléfono estaba apagado o fuera de cobertura. Entonces, se quedó mirando a Bruno con el teléfono en la mano.
—¿Qué pasa? —le preguntó al verla paralizada con el móvil en la mano.
—José sigue desconectado. No es normal. Él nunca apaga el teléfono, ni por la noche. Siempre lo tiene conectado, nunca me había fallado una sola de las llamadas que le he hecho desde que lo conozco.
—No sé. Quizá se haya quedado sin batería camino de Barcelona.
—Lleva cargador en el coche, se conecta al mechero. Una vez me lo dejó y me dijo que no le gustaba quedarse sin batería, por eso lo llevaba.
—¿Qué estás pensando? La cara que tienes no me gusta —dijo Bruno levantándose de la mesa.
—No quiero pensar nada todavía —dijo—, pero voy a seguir llamándolo hasta que esté conectado.
—Dime lo que estás pensando, ¿vale? —Bruno se acercó a ella y la cogió por los hombros mirándola a la cara—. Tú misma lo has dicho antes: no quieres que te deje sola. Si no me dices lo que piensas, sigues estando sola.
Ana lo miró a los ojos, pensó que Bruno tenía razón, que ya estaba bien, de no compartir sus intimidades con nadie y ahora más que nunca sentía la necesidad de hablar, de decir lo que sentía, sin miedo a ser descubierta. Decidió que con Bruno tenía que practicar el mostrarse tal y como era.
—Vale —dijo haciendo un esfuerzo por hablar—. Temo que el Niño se haya cargado a José.
—¿Qué? ¿Te refieres a que lo ha matado? —preguntó Bruno soltándola.
—Sí, porque no le encuentro otra explicación a lo de los veinte mil euros, ¿comprendes? Si no sabe que los tengo yo, es porque José no se lo ha dicho. Lo ha pillado con el dinero y le ha pegado un tiro y después al contarlo ha visto que no estaba todo, pero una vez muerto no se lo ha podido preguntar, por eso no me ha dicho nada. Y lo del teléfono me lo está confirmando. Ese cerdo le habrá cogido el móvil, le ha quitado la batería, la tarjeta y lo ha tirado por ahí.
—No tengo ni idea, la verdad. Pero ¿por noventa mil euros va a acarrear con un muerto? No es muy inteligente, ¿no?
—Es que ese cabrón está loco, ¿no lo entiendes? Es un hijo de puta. Puede hacerlo perfectamente.
—Pero vamos, un cadáver no es tan fácil de hacerlo desaparecer y sobre todo sabiendo que tú sabes que ha ido a buscarlo.
—Por eso no puedo volver a mi casa… —dijo Ana mientras unas lágrimas le caían por ambas mejillas—. Estoy fatal, Bruno. ¿Verdad que no me vas a dejar sola?
—Ya te he dicho que no —dijo abrazándola—, así que tranquila que no te va a pasar nada. Además, si hace falta solucionar el tema puedo hablar con el policía de esta mañana.
—¿Con el policía? De eso nada. Menudo lío. ¿Qué le puedes decir que no te comprometa?
—No sé, pero se puede ver —dijo Bruno mirando el reloj—. Creo que debemos esperar a mañana o pasado para ver si José conecta el teléfono. Si sigue desconectado, entonces podemos empezar a pensar algo, porque si se lo ha cargado, tenemos que hacer algo para que lo pillen, ¿no?
—Sí, pero se me está yendo la cabeza. Me duele mucho la cabeza ahora. Y tú tienes que terminar el artículo.
—Échate en la cama y descansa. Y no pienses nada, por ahora, ¿vale? —dijo Bruno mientras le ayudaba a tumbarse y la besaba en la boca—. Yo voy a terminar lo del periódico. Después vamos a la redacción y pasamos por una farmacia para comprar algún tranquilizante, valeriana o algo más fuerte, ¿de acuerdo?
Ana dijo que sí mientras él se sentaba a la mesa donde había colocado el ordenador. Estuvo casi media hora escribiendo a toda velocidad. Quería llegar a la redacción antes de las doce o el artículo quedaría fuera.
Cuando terminó, ella seguía echada sobre la cama. La cogió del brazo y la incorporó. Seguía asustada, por eso no dejaba de hablarle y animarla. Bajaron a recepción y pidieron un taxi, que llegó en unos minutos. Finalmente, consiguieron llegar hasta la redacción cuando estaban dando las doce. A toda marcha subieron las escaleras hasta las oficinas. Ana iba detrás de él como un zombi, solo lo seguía. Cuando llegaron al despacho de Martínez, se quedó sentada fuera, esperando en una mesa que estaba vacía.
—¡Hombre! Pero si has llegado de verdad —le dijo el jefe—. ¿Esa es tu prima la enferma? No está mal. ¿Cómo la has sacado de la cama con lo enferma que estaba?
—Es que ha mejorado un poco…
—Bueno, déjate de coñas. Si tienes una tía y estás dándole, no pasa nada, hombre, mientras hagas el trabajo, claro. El trabajo está antes que los polvos. Lo tienes claro, ¿no?
—Clarísimo, por eso te traigo el artículo de dentro. ¿Te lo paso? Lo llevo en la memoria.
—Pásalo al ordenador y espera a que lo lea.
—Vale, voy afuera un momento. No quiero dejarla sola.
Salió de la oficina, se sentó junto a ella y le preguntó si quería un café de la máquina que había en medio de la sala. Ana le dijo que prefería una botella de agua.
Mientras veía a través de la mampara de cristal como su jefe revisaba el artículo, se levantó hasta la máquina de bebidas y sacó dos botellas de agua mineral.
—Tenía mucha sed —dijo tras vaciar media botella—. Tenemos que ir a una farmacia, porque no dejo de estar nerviosa. Cada vez estoy peor, necesito cortar esto. Tengo que dejar de pensar en José y… en ese. Tengo que dormir. Tienes que ayudarme a dormir. Llevo muchas horas despierta.
—No te preocupes, en cuanto este pesado le dé el visto bueno al artículo vamos a una farmacia que hay en la calle Reyes Católicos que abre toda la noche.
Al poco, Martínez lo llamó haciéndole señales a través del cristal para que volviera al despacho.
—Vale. Está bien chaval —le dijo sonriendo—. Lo ponemos en portada con la foto esta de los tres con el libro. A los polis les gustará salir en la portada. Y dentro colocamos lo que has traído con estas tres fotos.
Le enseñó las fotos en el ordenador. En una se veía el coche con los tipos dentro, en otra se veía al inspector poniéndole unas esposas a uno de los del coche y en la otra se veía al comisario con el libro sobre el capó. Bruno le dijo que le parecía estupendo, así que se despidieron y salieron de la redacción.
La farmacia que le había dicho estaba cerca, por lo que fueron dando un paseo.
Cuando llegaron, tenía la persiana bajada. Los medicamentos los dispensaban por una trampilla que había junto a la puerta. Solo había una persona delante de él, a la que ya estaban atendiendo, así que se puso detrás y esperó a que terminara. Cuando le tocó el turno, le dijo al dependiente que necesitaba algo para calmar los nervios. El dependiente le dijo que tenía varios productos naturales como: valeriana, pasiflora, Piper methysticum o Piper betle, pero que también había otros más fuertes como el Valium, el Rohypnol o el Tranxene, pero que esos necesitaban receta médica.
—Es que no tengo receta médica.
—Entonces llévate el Kava—Kava, que son cápsulas de Piper methysticum, relaja mucho y da sueño, o si no el 5—HTP, que mejora el estado de ánimo. Los dos son plantas y no necesitas receta. Ya depende de lo que vayas buscando.
—Pues dame una caja de cada y ya veré lo que hago, ¿vale?
—Lo que quieras. Espera un momento que los traigo.
—Oye… dame también una pomada para los golpes, ya sabes, para quitar los morados.
—Vale, te la traigo también —dijo mirando de reojo a Ana, que se encontraba un poco apartada de su campo de visión.
El dependiente regresó con dos cajas, la pomada y un papel con la cuenta. Pagó con un billete de cincuenta que le había dejado Ana y salieron en dirección al hotel. Para llegar tenían que atravesar todo el centro hasta los jardines de Fuente Nueva, pero Ana prefería pasear y tomar un poco el aire, aunque estaba deseando llegar para tomarse alguna de las cápsulas que habían comprado.
—¿Mañana vas a ir al trabajo? —le preguntó.
—Debo ir, solo que me gustaría que, a la salida, me estuvieras esperando. ¿Quieres?
—Pues claro que quiero. Te estaré esperando. ¿A qué hora sales?
—A las dos.
—Vale, a las dos estoy en la puerta de tu oficina, pero me tienes que decir dónde es.
—En la calle San Juan de Dios. Ahora camino del hotel vamos a pasar por la puerta, así te quedas con el sitio.
En unos minutos, pasaron delante de la oficina de Ana. Un antiguo edificio con la puerta de madera y un panel con varios letreros. En uno de ellos ponía: «Hernández y Hernández. Abogados». Bruno le dijo que estaría antes de las dos y en cuanto llegara le daría un toque al móvil. Del trabajo de Ana hasta el hotel, apenas había unos cinco o diez minutos andando.
Ya en la habitación, Bruno abrió las dos cajas que habían comprado y comenzó a leer lo que ponía en los papeles que llevaban dentro. Uno de ellos decía que con dos cápsulas era suficiente para coger el sueño, por lo que con tres o más cualquiera se podía quedar durmiendo en cuestión de minutos. Se lo leyó a Ana y fue al baño por un vaso de agua. Ella se tomó tres cápsulas sin pensarlo y enseguida Bruno tuvo que ayudarle a terminar de quitarse la ropa, porque no se tenía en pie. Después le puso el pijama que había colgado en el armario, le echó un poco de pomada en los morados de la cara y la metió en la cama, tapándola con la colcha. Se había quedado completamente dormida. Bruno pasó un buen rato sentado en la cama mirándola.
Después, cogió el ordenador y se puso a navegar por Internet. La conexión del hotel era muy rápida. Estuvo entrando en la web del periódico para ver si salía su noticia en la portada, pero todavía no la habían publicado.
También estuvo pensando con calma en todo lo que estaba pasando ahora, precisamente cuando ya creía haber salido del lío en el que Ana lo había metido. Se preguntó si no se estaban empeorando las cosas. Si ese Niño había matado a José, el tema no era ni mucho menos comparable al de robar una caja de folios en un camión de madrugada. Si había un muerto, la cosa estaba jodida, porque significaba que ese tío podía cargarse a alguno más como Ana, o incluso él mismo si la cosa se complicaba. Quizá debería hablar mañana con el inspector Endivia, parecía un buen tipo, aunque no quería hacer nada al margen de ella. Debía de contar con ella para todo, se dijo, porque todavía no sabía si lo que le había contado era cierto, pero se quedó con la idea de contactar con el policía si no le veía una salida clara al asunto.
Tras darle muchas vueltas a todo, se preguntó si no le vendría bien también a él tomarse un par de aquellas cápsulas y dormir a pierna suelta, por lo que decidió tomarse dos, como decía el prospecto. Si era bueno sería suficiente, se dijo, pero antes debía poner la alarma del móvil a las ocho de la mañana. La puso, se tomó las cápsulas y antes de darse cuenta se encontraba en la cama durmiendo.
A la mañana siguiente, Ana se despertó antes de las siete. Se incorporó sobre la cama, vio a Bruno durmiendo, miró la habitación y recordó que se encontraba en un hotel. Miró la hora en el móvil: eran las siete menos cinco. Se levantó, fue al cuarto de baño y se quedó mirándose la cara en el espejo. Tenía el ojo izquierdo morado por la zona de la ceja, pero la hinchazón había bajado bastante. La nariz le dolía todavía, pero la cicatriz que tenía junto a la fosa nasal izquierda no era muy grande, podría disimularlo todo con un buen maquillaje. Se metió en la ducha, pasó casi media hora bajo el agua caliente, relajándose y salió de nuevo al dormitorio, donde Bruno seguía durmiendo.
Antes de comenzar a vestirse, se sentó sobre la cama y comenzó a acariciarle la cara. Después le dio un beso en los labios y él abrió los ojos viendo su cara con el pelo mojado.
—¿Ya son las ocho? —fue lo primero que dijo recordando la hora a la que había puesto la alarma del móvil.
—Falta poco. Son menos cuarto. ¿Tenemos el desayuno incluido? Estoy muerta de hambre.
—Eso quiere decir que estás bastante mejor que ayer, que no te pudiste tomar ni la cerveza.
—Ayer estaba fatal del todo. Nunca había estado tan mal. Ahora estoy mejor, pero no todo lo que quisiera. La verdad que el sueño me ha sentado estupendamente. No están mal esas pastillas —dijo acariciándole la cara.
—No, desde luego que no. Son buenas de verdad. Yo he dormido como un tronco.
—¿Tú también te has tomado las pastillas?
—Yo también —dijo sonriendo.
—Bueno, pues entonces vamos a desayunar. ¿Lo tenemos incluido?
—Sí —dijo Bruno levantándose de la cama—. Desayuno buffet, o sea que te puedes hartar de comer todo lo que quieras.
Para las ocho ya estaban vestidos y arreglados. Con el maquillaje que se había echado, a Ana apenas se le notaba una pequeña inflamación sobre la ceja.
Hicieron un desayuno diferente al habitual, porque había tantas cosas para elegir y Ana estaba tan hambrienta, que se comió hasta un par de huevos fritos, además de fruta, zumo de naranja, café, jamón a la plancha, cereales y yogur.
Después, Bruno la acompañó hasta el trabajo. Como solía ser la primera en llegar, subió con ella a la oficina. Todavía no había llegado nadie. Ana le enseñó su mesa y se despidió recordándole que lo esperaba a las dos, así que Bruno se vio a las nueve y media en medio de la calle, sin tener nada concreto que hacer, salvo comprar el periódico.
Anduvo unos pasos hasta el quiosco que había a unos metros de donde se encontraba y por fin pudo ver la portada. Llevaba la foto que le había enseñado su jefe, debajo del titular, y la reseña con su nombre se encontraba tal y como él la había escrito. Cuando asimiló que aquello era su artículo, que él lo había escrito, sonrió pensando que quizá ahora le saldrían más trabajos. Abrió las páginas interiores y vio que también estaba el resto con las fotos. Era estupendo, se dijo. Pensó en volver a la oficina de Ana y enseñárselo, pero se detuvo pensando que quizá ya habrían llegado los demás trabajadores y no quería importunarla. Pensó en pasar por el periódico, quizá su jefe no habría llegado todavía, pero por lo menos estaría un rato entretenido por allí.
Ya en la redacción, varios de sus compañeros lo saludaron dándole la enhorabuena por la portada.
—¡Joder, tío! —le dijo uno de ellos—. ¿Cómo te enteraste de lo del manuscrito tan pronto como para estar allí en el momento de la detención?
—Fue más suerte que otra cosa —respondió Bruno quitándose mérito—, pero también tengo mis fuentes en la poli y me dieron el aviso.
—¡Joder! ¿Tienes fuentes en la poli? —dijo otro—. Vaya tela. Ya nos contarás cómo lo haces. ¿Tienes algún amigo policía o algo así?
—No tengo amigos, pero… la verdad es que he tenido suerte. Esa es la verdad.
—Tranquilo que no queremos sacarte el contacto. Que es por preguntar.
—Ya, hombre. Si no digo nada. ¿Está el jefe?
—Qué va… Hasta las diez o las once no creo que aparezca —dijo otro—. Me han dicho que ayer se fue casi a la una y media de la noche.
Después de esta breve conversación, casi todos salieron disparados a la calle a cubrir las noticias que les habían asignado, por lo que Bruno quedó solo con algunos compañeros que se encontraban diseminados por la sala.
Se iba a sentar a la mesa donde solía trabajar, cuando salió el ayudante de redacción de su despacho preguntando por Gómez.
—Acaba de irse ahora mismo —le dijo Bruno.
—Tú eres el de la portada de hoy, ¿no? —le preguntó sonriendo.
—Sí, yo soy.
—Bueno tío, pues ya tienes otro trabajo. Vete al pantano de Cubillas, acaban de encontrar un coche medio metido en el agua. Mira a ver qué es. Si es un accidente y hay algún muerto, saca fotos. Aunque sea con el móvil, ¿vale?
—Vale. ¿Me llevo un coche?
—Llévate el Citroën pequeño. Dile a Julia que te dé las llaves.
—¡Joder, qué suerte! —se dijo Bruno—. Si no se me ocurre venir, no me sale el trabajo.
Julia se encontraba en el despacho que había a la entrada. Llevaba todo el tema de materiales, suministros y cosas así. Le dijo que el coche estaba en el aparcamiento de San Agustín, en la plaza 345, propiedad del periódico.
En pocos minutos, llegó al aparcamiento. Bajando por las escaleras comenzó a pensar por dónde se iba al pantano de Cubillas, había salido tan rápido que se le olvidó preguntarlo. Recordó que alguna vez había ido de pequeño con sus padres a pasar un día de campo. Intentó hacer memoria y consiguió recordar que estaba cerca de Albolote, por lo que tenía que coger la carretera de Madrid.
Cuando llegó al pueblo, tuvo que preguntar por dónde se iba al pantano, pero antes de dejar atrás el pueblo se encontró un coche de la policía local, les dijo que era del periódico, que iba a cubrir lo del coche encontrado en el pantano.
—Nosotros vamos para allá —le respondió uno de los agentes—. Lo encontró un compañero que sale a correr por las mañanas muy temprano. Está en la parte norte de la presa. Si nos sigue, lo llevamos hasta el sitio.
Bruno los siguió hasta un lugar donde un camino rodeado de pinos bordea el embalse. La grúa que habían llamado había sacado el vehículo, que se encontraba en medio del camino. Había también varios guardias civiles inspeccionándolo. Bajó del coche y se presentó a los agentes como periodista.
—¿Se trata de un accidente? —preguntó sin dirigirse a nadie en concreto.
—No lo sabemos todavía —le contestó un policía local que ya estaba allí cuando llegó.
—¿Pero el coche estaba en el pantano? —siguió preguntando.
—El coche estaba en el pantano, pero no estaba hundido del todo. Lo encontré yo esta mañana —siguió diciendo el mismo policía—. Salgo a correr todos los días a eso de las siete. Al pasar, lo vi metido en el agua, pero con el maletero fuera. Me metí rápidamente por si había alguien dentro, ya que todo el interior estaba sumergido, pero no había nadie y las puertas estaban cerradas. Tampoco hemos visto a nadie por aquí.
—Yo creo que no es un accidente —dijo uno de los guardias civiles que estaba mirando el coche—. Este coche lo han tirado al agua, porque las puertas estaban cerradas y las ventanillas están bajadas solo cuatro dedos, lo suficiente para que se meta el agua, pero no para salir de dentro.
—¿Se sabe de quién es el coche?
—Por la matrícula pertenece a un tal José Moreno Navarro, con domicilio en Granada, en la calle López de Haro, 3.
—¿Y eso por dónde está? —preguntó Bruno.
—Pues… eso está por el polígono Almanjáyar. Lo sé porque hemos llamado a la policía de Granada para ver si han denunciado el robo del coche. Suelen robar los coches y después los dejan en cualquier parte o los tiran a un pantano. Van a ir al domicilio a hablar con el propietario, porque no han denunciado el robo. Lo mismo se lo han quitado esta noche y todavía ni se ha enterado.
—¿Lo del propietario es seguro? —preguntó Bruno otra vez—. Se llama José Moreno…
—Navarro. Moreno Navarro —dijo el guardia civil—, pero no lo ponga en el periódico, solo las iniciales.
—Ya, ya sé que el nombre no se pone. Entonces el coche no tiene nada raro.
—No. En el coche no hay nada. El maletero está vacío y dentro tampoco había nada.
—Si quiere más información, sobre todo por ver si es un robo, vaya a la Policía de Granada. Ya deben haber hablado con el propietario, si estaba en el domicilio que figura en la base de datos.
Bruno se despidió de los agentes disimulando que se estaba trastornando por momentos. Si aquel José Moreno era José, la cosa se estaba poniendo fea, porque un coche no se tira a un pantano, así como así. Pensó que tenía que llamar a Ana, pero cambió de idea, pues no quería ponerla peor de lo que ya estaba, por lo menos hasta que supiera qué había pasado con el propietario y si se trataba del José que él conocía.
Cogió el coche y volvió a Granada. Fue directo a la comisaría, esperaba poder hablar con el inspector Endivia, pensó que por lo menos lo conocía y alguna información le daría.
Endivia estaba en su despacho, le dijo el policía de servicio de la entrada, pero no podía pasar hasta que el inspector lo autorizara.
—Vale, dígale que el periodista Bruno Valle está aquí y quiere verle. Yo soy el que ha escrito el artículo de lo de ayer —le dijo señalando el ejemplar del periódico que tenía sobre el mostrador.
—¡Ah! Si tú eres el de la foto de la portada —dijo el agente de servicio—. Entonces, pasa. Ya le digo que subes por el teléfono.
Bruno subió las escaleras que dan acceso a los despachos y comenzó a buscar a Endivia. Lo encontró en una especie de sala de reuniones donde se encontraba con varios compañeros comentando las fotos del periódico que había sobre la mesa. Endivia lo saludó al verlo y lo presentó a los demás como el periodista y experto que había dicho el valor real del manuscrito.
—Si no llega el señor Valle a estar allí —dijo a los asistentes—, nos habría parecido un libro viejo y poco más.
—Bueno, es lógico, poca gente conoce hoy en día el mundo de los manuscritos medievales.
—Es cierto, pero le confieso que a partir de ahora me voy a interesar más —dijo Endivia—. He estado esta mañana mirándolo por encima y me he quedado más impresionado que ayer con esos extraños dibujos. Son una verdadera obra de arte.
—Desde luego que lo son —dijo otro compañero—. Yo también los he visto.
—Eso quiere decir que todavía está el libro aquí, ¿no? —afirmó Bruno.
—Está en la caja de seguridad del despacho del comisario, pero le hemos echado un último vistazo. Están a punto de llevárselo a la Biblioteca Nacional de Madrid. De hecho, estamos esperando a un equipo de la Unidad de obras de arte de la Guardia Civil.
—Bueno, me alegro de que se haya recuperado —dijo Bruno—. La Biblioteca Nacional es donde debe estar y no en la casa de un particular. De todas formas, quería hablar con usted un momento.
—Vamos a mi despacho —dijo Endivia saliendo de la sala en la que se encontraban.
Anduvieron unos metros, entraron en una pequeña oficina con una ventana que daba a la calle y se sentaron ante una mesa llena de papeles en la que un ordenador se encontraba encendido.
—Bueno, aquí estamos. Usted dirá —dijo Endivia.
—Se trata de otra noticia que estoy llevando esta mañana —comenzó a decir Bruno—. Vengo del pantano de Cubillas, donde se ha encontrado un coche sumergido, aunque no lo estaba del todo, por eso lo han visto. Me ha dicho la Guardia Civil que alguien de aquí ha ido a la casa del propietario para notificárselo. Se trata de saber si ha sido un robo o un accidente, aunque no había nadie dentro del coche.
—¿Tiene los datos? Matrícula, etc.
—Sí, lo tengo todo, hasta el nombre y la dirección del dueño.
—Déjamelo y espera un momento mientras pregunto abajo, que son los que llevan estas cosas.
Bruno esperó unos minutos en los que su mente no paraba de darle vueltas a la información que le estaba llegando desde que esa mañana comenzara con el asunto del coche. Después, recordó las palabras de Ana sobre lo que podía haber hecho ese tal Niño y su expresión de miedo y temor. Recordó que cuando el tipo estuvo en la casa de Ana, a él no lo vio, por lo que no lo reconocería. Egoístamente, él no tenía que preocuparse mucho, pero pensó en Ana, ella sí que estaba en un buen lío. Se dijo que podía no publicar nada en el periódico, le diría al ayudante de su jefe que era un simple robo de coche, pero si la policía había ido a la casa de José, habrían alarmado a los vecinos y ya daría igual publicarlo o no, porque seguro que la noticia llegaba a ese Niño. Mientras pensaba todo esto, volvió Endivia.
—Parece que hay un par de patrullas allí —dijo al entrar—. El dueño del coche es bastante conocido por nosotros. Suele estar metido en líos de vez en cuando. Y la casa está en una zona en la que un par de policías solos no pueden ir, ¿comprendes?
—Sí, está en el polígono Almanjáyar, zona poco segura.
—Exacto. Acabo de hablar con ellos. En la casa no hay nadie. Una vecina, que es bastante mayor, nos ha dicho que vive con una mujer que trabaja de puta, según dice ella. Ha dicho a los agentes que ayer hubo movimientos raros. Dice que alguien tiraba dos bultos enormes por la ventana y después los metía en el maletero de un coche.
—¿Dos bultos enormes?
—Eso ha dicho. Además, desde entonces no ha vuelto nadie por ahí y según dice, ellos volvían siempre por la noche bastante tarde. Lo sabe porque siempre la despiertan, dice que se oye todo por las paredes.
—¿Dos bultos enormes? —Bruno se quedó paralizado con esas palabras.
—Dos bultos enormes pueden ser perfectamente dos cadáveres —dijo Endivia—. Voy a pedir una orden de registro y voy a ir al lugar. Si quiere puede acompañarme. Parece que está teniendo suerte, este puede ser otro artículo de portada, si llegamos a resolverlo claro. Lo único que no me cuadra es lo del coche medio sumergido. Estoy deseando hablar con la vecina. ¡Vamos!
—Tengo el coche en el aparcamiento de Puerta Real.
—Entonces nos vemos allí —dijo Endivia.
—Lo que pasa es que no sé ir.
—¡Joder! Señor Valle, voy a tener que decirte chaval, esto no es serio.
—Puede decirme chaval y hablarme de tú, pero que no sé ir de todas formas. Solo sé llegar a Cartuja.
—Vale. Sal pitando y espérame en la puerta de la iglesia de la Cartuja. Mientras yo voy a hablar con el comisario, a recoger la orden de registro y de paso me llevo a uno del laboratorio por si hay que tomar muestras.
Bruno salió corriendo escaleras abajo. Si era lo que estaban pensando, tenía otro titular de portada, pero a la vez Ana estaba en serio peligro. Ella era la única que sabía que, ayer por la tarde, ese tío había ido a buscar a José a su casa. Saliendo a la plaza, se dio cuenta de que apenas podía respirar, se había alterado demasiado. Se detuvo un momento para tomar un poco de aire y continuó hacia el aparcamiento. Una vez en el coche, no le costó mucho llegar hasta la iglesia de la Cartuja, pero tuvo que parar y preguntar dos veces porque el camino para llegar andando, que era el que él conocía, no tenía nada que ver con el itinerario que había que seguir con un coche. Por fin llegó ante la puerta del recinto y detuvo el vehículo esperando a que el inspector llegara.
Un autobús cargado de turistas se detuvo junto a él. Comenzaron a bajar y se fueron colocando alrededor del coche, por lo que decidió salir al exterior, pues si Endivia pasaba en ese momento, tendría dificultades para verlo entre tanta gente. Los turistas comenzaron a ser dirigidos hacia el interior por una guía que fue la última en salir. Cuando estaban entrando en el recinto, vio un coche que llevaba en el techo las luces de policía. Era Endivia, acompañado por un muchacho joven. Le dijo que lo siguiera, así que Bruno comenzó a seguirlo.
Cuando llegaron ante un descampado en el que varios edificios, bastante deteriorados, se alineaban formando lo que sería el lado de una calle, dos coches patrulla se encontraban aparcados delante de la entrada. Había dos agentes armados con ametralladoras delante de la puerta, otros estaban bajo la ventana esperando la llegada de Endivia.
Endivia bajó con la orden de registro en la mano, preguntó por la casa y se colocó ante la puerta. Tocó varias veces el timbre, pero nadie respondió. Entonces preguntó por la vecina.
—Aquí estoy —dijo una mujer vestida de negro que tendría más de ochenta años.
—Buenos días, inspector Endivia. Usted no tendrá una llave de la puerta, ¿verdad? Muchas veces se deja la llave a la vecina por si se nos olvida y no podemos entrar.
—Pues sí, señor —dijo la mujer mirando a Endivia de arriba abajo—. Sí que tengo una llave, pero no de José. Me la dejó su madre, que en paz descanse, hace más de veinte años. Ahora… yo no la he usado nunca. No me gusta meterme donde no me llaman.
—Estupendo. ¿Podría dejárnosla?
—¿Quién la pide? —le dijo a Endivia que se quedó mirándola sin comprender a qué se refería con esa pregunta.
—La pido yo. ¿No me está viendo?
—¿Y cómo sé yo que usted es policía? Además, ¿tiene el papel para entrar?
Endivia sacó su placa y se la enseñó junto con la orden de registro que acababa de pedir.
—Ahora sí. Es que aquí pasa de todo y cualquiera puede venir de policía y luego es un ratero, ¿me comprende?
—La comprendo perfectamente, pero traiga la llave que podamos entrar.
La mujer entró en su casa y regresó en un instante con una llave en la mano. Endivia la cogió, la introdujo en la cerradura y abrió la puerta sin problemas. Le dijo a Bruno que esperara fuera y entró con un par de agentes armados.
Encendió las luces y echó un rápido vistazo al salón. Inmediatamente, vio un pequeño agujero que había en la pared, sobre el respaldo del sofá. Subió la persiana y la luz iluminó toda la estancia. Le señaló al agente de la científica el agujero y le pidió que hiciera la prueba del Luminol en el sofá para determinar si habían limpiado manchas de sangre. El de la científica sacó de su maletín el equipo necesario y le pidió a Endivia que bajara un poco la persiana. Después, aplicó la prueba sobre una pequeña zona. En cuestión de segundos, una luminiscencia azul comenzó a brillar.
—Aquí hay sangre —dijo el agente—. Además, bastante, porque esto brilla que no me veas.
—Y el agujero de la pared es un disparo. Tenemos un caso, muchacho. Busca más sangre y llama a tus colegas de la científica porque hay que coger muestras de todo.
—Vale, pues entonces, que nadie entre hasta que lleguen. La gente pisa y toca todo, y las pruebas se pierden.
—De acuerdo, mientras voy a hablar con la vecina.
Endivia salió de nuevo al rellano de la escalera, donde se encontraba Bruno.
—¿Y la vieja? —preguntó
—Se ha metido en su casa —respondió.
Bruno la llamó.
—¿Le importaría responder a unas preguntas?
—Usted pregunte y yo le diré si me importa —dijo la mujer guiñando el ojo derecho.
—Vale, pues lo primero que quiero saber es qué vio exactamente ayer.
—Ayer por la tarde, ya era de noche, estos dos —dijo señalando la casa de José— estaban dentro tomando drogas o follando, porque eso era lo único que hacían siempre. Lo digo porque aquí se oye todo y la chica gritaba como una vaca cada vez que se corría, que digo yo que si trabajaba de puta, vaya escándalo que debía de montar por ahí, pero eso a mí, como usted comprenderá, no me importa. El caso que esa tarde no se le oyó correrse, o sea que estaría tomando drogas. Que a mí tampoco me importa, pero cuando oscureció, alguien llamó a la puerta. Lo conocerían porque le abrieron y entró dentro. Después escuché algunos gritos. Yo creo que le estaba pidiendo dinero y José no se lo quería dar. Después se escucharon dos golpes secos muy fuertes y al rato otro. Después hubo un rato en el que no se escuchaba casi nada. Pero nadie salió por la puerta.
—Perdone un momento, esos golpes secos que dice, ¿eran muy fuertes? —preguntó Endivia.
—Si quiere saberlo, yo creo que eran disparos con silenciador. Ahora les ha dado por llevar silenciador y los disparos casi no se escuchan, pero a mí no me la dan, ¿sabe?
—Me lo imagino —dijo Endivia—. Y después de ese silencio, ¿qué pasó?
—Pues que un tipo comenzó a sacar cosas de la casa —continuó la mujer—. Primero creo que sacó unas maletas que metió en su coche. Después tiró por la ventana esos dos enormes bultos que le he dicho antes. Que vamos, que está clarísimo que eran los cuerpos de esos dos desgraciados. Los metió en el maletero y se fue. Yo lo vi todo por mi ventana que da a la calle, porque apago las luces y me asomo con cuidado, así nadie me ve y la casa parece que está vacía, ¿comprende?
—Comprendo perfectamente —dijo Endivia—. ¿Y se fue en el coche con todo eso que dice?
—Sí, pero después volvió.
—¿Volvió?
—Sí. Después volvió andando y se llevó el coche de José.
—Ese es el coche que hemos encontrado esta mañana en el pantano.
—Pues claro. Seguro que está todo en el pantano —continuó diciendo la mujer—. Ese se los cargó y lo tiró todo allí.
—¿Podría identificar a ese tipo?
—¿Ve? Eso ya no. Ahí tenemos problemas. El oído lo tengo bien, pero la vista la tengo fatal y de noche no veo nada. Por la noche, con las luces apagadas, me muevo por la casa a tientas como los ciegos.
—Vaya, pues… qué le vamos a hacer. Pero ha sido de gran ayuda —dijo Endivia—. Y… una pregunta. Si escuchó todo eso tan claramente, por qué no llamó a la policía.
—¿A la policía? A ver si se cree que yo soy una chivata.
—No, claro, eso no. De todas maneras, gracias. Si necesitamos algo más ya la llamamos.
—Pues aquí estoy para lo que haga falta —dijo metiéndose de nuevo en su casa.
—Bueno, muchacho —dijo Endivia dirigiéndose a Bruno—, creo que vas a tener que irte para no entorpecer la investigación, pero te puedo decir que hay sangre y marcas de disparos, y con la declaración de la vieja, parece que tenemos un caso de asesinato. Los bultos pueden ser dos cadáveres, pero antes de publicarlo tenemos que tener los resultados del laboratorio, ¿vale? Si el laboratorio corrobora lo que ha dicho la vieja, lo puedes sacar en la portada, sobre todo porque eso pone más nervioso al asesino y comienza a cometer errores que nos permiten cogerlo más fácilmente.
—No se preocupe, no lo sacaré hasta que esté confirmado.
—De todas formas, llámame esta tarde. Te di mi móvil, ¿no?
—Sí, lo tengo.
—Esta tarde sabremos más cosas. Pero si no conviene sacarlo mañana, lo sacamos pasado. ¿Te parece…?
—Me parece bien. Esta tarde le llamo.
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20
Bruno se encontraba en la plaza del Triunfo, sentado junto al estanque central. El antiguo hospital de los Reyes Católicos para enfermos mentales, hoy convertido en el Rectorado de la Universidad de Granada, se veía como un inmenso bloque de piedra tras los chorros de agua que no dejaban de caer sobre el estanque.
Después de pasar por la redacción para escribir un pequeño artículo sobre el coche encontrado en el pantano, había ido caminando hasta el lugar donde se encontraba pensando en qué decirle a Ana sobre la información que acababa de conseguir junto al inspector Endivia. Se dijo que si esperaba a que la noticia apareciera pasado mañana en el periódico, podía enfadarse por no habérselo dicho, pues el artículo lo iba a firmar él, pero si se lo decía ya, su preocupación podía afectarle demasiado, y ya estaba bastante mal con todo lo que estaba pasando.
Al final, decidió esperar a hacer la llamada de esa tarde al inspector, y si le confirmaba que ese tipo se había cargado a José y a la novia, debía decírselo, aunque no tenía muy claro cuando iba a hacer tal cosa porque seguro que ese tío la buscaría, porque era la única que sabía que esa tarde había ido a la casa de José por el dinero. Pero ahí estaba el problema, se dijo, ¿qué plan podían hacer ellos ante un asesino con una pistola con silenciador? No se le ocurría nada y ya eran casi las dos de la tarde. Tenía que ir a esperar a Ana. Se levantó y se encaminó hacia la puerta del despacho de Hernández y Hernández en la calle San Juan de Dios.
Ana había estado mirando por la ventana antes de salir. No quería verse sola en la puerta ni un solo momento. Cuando lo vio llegar, eran casi las dos y cinco. Cogió su bolso, cerró la puerta y bajó a toda prisa las escaleras hasta la entrada del edificio.
—Hola —le dijo sonriendo—. ¿Cómo has llevado la mañana?
—Muy bien. ¿Y tú? ¿Qué tal? —le preguntó ella.
—He estado en la redacción y he dado una vuelta haciendo algunas cosas por ahí. ¿Has visto el periódico?
—Claro que lo he visto. Menudo artículo. Al final te vas a hacer famoso —dijo cogiéndose de su brazo.
—Tampoco es para tanto.
—¿Te pagan mucho por una portada como esta? —dijo enseñando el ejemplar del periódico que se había traído de la oficina.
—¿Te puedes creer que no sé lo que me van a pagar? Como es la primera vez, no tengo ni idea de lo que me van a dar. Espero que algo más de lo que me dan por los artículos que he estado haciendo hasta ahora, pero tampoco confío en que sea mucho más. En este oficio no se cobra bien hasta que tienes prestigio. Y a mí todavía me queda para llegar a eso.
—¿Tú qué sabes? Quizá esto te sirva para empezar a subir, ¿no?
—Todo es posible, pero ahora tengo un hambre… ¿Dónde vamos a comer?
—¿Bajamos por aquí hacia Emperatriz Eugenia y Pedro Antonio de Alarcón? En esas calles hay muchos bares donde comer.
—Vale, yo también suelo ir a comer por esa zona alguna vez.
Mientras hablaban, tomaron la calle hacia abajo. Después, se detuvieron y Bruno recordó que una vez había ido a comer con sus padres a un restaurante que había muy cerca de allí.
—¿Vamos a los Poetas Andaluces? Es un restaurante que hay cerca de aquí, en la calle Obispo Hurtado. Ayer estuvimos por allí.
—¿Los Poetas Andaluces? ¿Ese restaurante no es algo caro para nosotros?
—Bueno, yo estuve con mi padre, claro, pero ahora tenemos dinero. ¿No dices que hay que gastarlo? Ahí se come bastante bien. ¿Qué dices?
—Venga, vamos, pero sigo pagando yo. Me lo apuntas en esta libreta. —Ana sacó una pequeña libreta de su bolso, en la que ya había apuntado lo que les iba a costar la habitación del hotel—. Te lo dije ayer. Lo tienes que apuntar todo hasta que me des los diez mil, ¿recuerdas?
—Lo recuerdo, pero también tengo que gastar yo, así que esta comida va de mi cuenta.
En pocos minutos, llegaron a la puerta del restaurante. Aunque no tenían reserva, el camarero consiguió sentarlos en una mesa para dos que se encontraba libre.
Como aperitivo pidieron un par de cervezas, que les pusieron acompañadas por una tapa de almendras fritas y aceitunas. Después, el camarero trajo la carta. Ana estuvo mirando la lista de especialidades, pero todo le parecía carísimo y no se decidía por nada. Bruno fue directamente a los distintos menús que el restaurante ofrecía en las hojas finales de la carta, en los que podías elegir, según el precio, entre distintas combinaciones posibles de platos que rondaban entre los treinta y cinco del más barato y los cincuenta euros del más caro.
—Yo me voy a pedir el menú número tres, o sea una sopa de picadillo de primero y unas puntas de solomillo a la crema de ciruelas y piñones de segundo.
—¿El menú? ¿Dónde está el menú? —preguntó Ana.
—En las hojas del final. —Bruno cogió la carta y la abrió en el sitio—. Aquí. ¿Ves? Puedes cogerte el número que quieras y elegir entre los platos que lleva.
—Bueno, esto ya está mejor —dijo mirando las distintas posibilidades que ofrecía la carta—. Pues yo quiero una ensalada verde de primero y un churrasco con patatas y verduras del tiempo. ¿Qué te parece?
—Buenísimo. El churrasco aquí está muy bueno.
El camarero se acercó para tomar nota y Bruno le dijo lo que habían elegido. El servicio fue bastante rápido, porque en menos de media hora ya se encontraban con la comida sobre la mesa y una botella de vino abierta que no tardaron en vaciar.
Ana pasó la comida muy alegre. Con el vino hablaban sin parar, pero Bruno estuvo controlando en todo momento para no decir nada de todo lo que había descubierto esa misma mañana. No quería echarle a perder el día.
—Está bueno el Ribera del Duero, ¿eh? —dijo Bruno señalando la botella.
—¿El vino se llama así…? Me gusta, sí. Pero creo que estamos bebiendo demasiado, vamos, yo estoy en la gloria, y la comida es un puntazo.
—Me alegro de que te guste. Y el postre también está buenísimo, ya verás…
—Ya verás tú, porque el postre te lo voy a poner yo cuando lleguemos al hotel.
—Entonces, vámonos —dijo Bruno haciendo ademán de levantarse—. Yo ya no quiero comer más.
—No corras. Nos queda el postre del menú. Va incluido. O sea que lo vamos a pagar.
—Vale, nos tomamos el postre y nos vamos. Siempre aprovechas todo el dinero. ¿No puedes dejarlo aunque lo vayamos a pagar?
—No, señor —dijo mirándolo con una enorme sonrisa—. A mí me cuesta ganar hasta el último euro y no me da la gana tirarlo.
—Vale —dijo Bruno llamando al camarero para que trajera el postre lo antes posible.
—Y tú… pierdes la cabeza en cuanto hay algo de sexo por delante. Ya no quieres ni el postre.
—Es que me encanta estar en la cama contigo. Además, estoy algo salido. Se nota, ¿no?
—No se nota mucho… Se nota muchísimo —dijo Ana riéndose.
—Vaya. Yo esperaba que me dijeras… «no tanto» o algo así.
—¿Es que quieres que te mienta? Vamos, tío, estás salidísimo —volvió a decir riéndose—. Un pastor que vuelve del monte después de estar tres meses solo con las cabras está menos salido que tú.
—Joder. ¿Tanto se nota? Joder, joder. —Bruno no sabía lo que decir.
—Hombre… el pastor está menos salido porque se tira a las cabras —dijo Ana riéndose mientras lo cogía de la mano—. Estoy bromeando. El vino es que te suelta la lengua, pero se te nota poco. Lo que pasa es que a mí me gusta, me gusta mucho, que te pongas loco cuando te beso y te acaricio ese culo tan duro que tienes.
—Vale, ¿por qué no nos vamos ya?
—Mira —dijo Ana señalando al camarero—, ya viene el postre.
Cuando terminaron de comer, Bruno pagó la cuenta con el dinero que había cogido por la mañana. Al salir, Ana dijo de tomar café en el Zeluán, que estaba en la misma dirección del hotel, pero Bruno dijo que no, que ya habían perdido demasiado tiempo comiendo, que quería llegar al hotel y echarse con ella en la cama. Ana recordó que en la habitación había una cafetera con útiles para poder preparar café, por lo que no se opuso a ir directamente a la habitación.
A los ojos de Bruno, Ana estaba prácticamente normal, se podría decir que había dejado a un lado las preocupaciones que la tenían asustada. Cuando llegaron a la habitación, ella comenzó a llevarlo por caminos que Bruno recorría sin el menor reparo. Ana era la experta y él, el aprendiz que hacía todo lo que ella le decía. En ese juego, Bruno se lo pasaba bien y ella lo sabía, por eso no lo dejó parar ni un momento. Bruno la chupó y lamió entera desde los muslos hasta las tetas. Después, ella cogió su pene y comenzó a frotarse el clítoris con él hasta correrse. Solo se detenían para reponer fuerzas, comiendo o bebiendo algo de lo que Ana había comprado por el camino, hasta que, una vez que Bruno estaba delante del televisor con el sonido quitado, se dio cuenta de que eran casi las ocho de la tarde y tenía que llamar al inspector Endivia.
—Tengo que hacer una llamada —dijo completamente desnudo mirando las nalgas de Ana, que estaba en la cama de rodillas—. Tengo que llamar.
—¿Ahora? —dijo ella, que esperaba otra cosa.
—Lo siento. Espera.
Cogió el móvil, buscó en los contactos donde ponía «Endivia» y presionó la tecla con el pulgar.
—Vaya —dijo Endivia—. Creí que ya no iba a llamar.
—Lo siento, es que he estado muy ocupado.
—Es mejor que nos veamos, porque hay bastantes cosas. Si quieres hacer un buen artículo, sería lo mejor.
—Vale. Voy para allá. Hasta qué hora estará en la oficina.
—Si vienes ya, te espero hasta que vengas.
—Vale. Voy lo más rápido que pueda.
—Coge un taxi y no me tengas aquí aburrido, ¿vale?
—Vale.
—Lo siento —le dijo a Ana—. Me tengo que ir ahora. Es un tema de trabajo.
—Bueno. No me importa que me dejes así, con el culo en pompa esperando una brutal penetración.
—Si es que no puedo tardar.
—Tranquilo. Vete. Sí, además, ya se te ha bajado —dijo señalando su pene.
—Vale, me visto y me voy, pero me esperas para cenar, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
Bruno cogió un taxi, como Endivia le había sugerido, sobre todo porque en taxi podía pasar por el centro de la ciudad, mientras que para otros vehículos, el tráfico estaba restringido.
Cuando llegó a la entrada, el agente que se encontraba de vigilancia lo detuvo antes de que comenzara a subir las escaleras. Bruno le dijo que el inspector Endivia lo estaba esperando. El agente le preguntó si era el periodista de Ideal. Bruno le enseñó su documento de identidad y el agente lo dejó subir.
Endivia estaba en su despacho hablando con el inspector Casado.
—Buenas tardes —dijo Bruno tocando en la puerta que estaba abierta.
—Pasa muchacho. Este es Casado. No sé si lo conoces.
—Creo que lo vi la otra vez que vine por lo del manuscrito.
—Sí, nos vimos en la estación —dijo Casado—. Bueno, yo me voy que es muy tarde y aquí está todo hecho ya.
—Vale, hasta mañana —dijo Endivia mientras señalaba a Bruno la silla que había delante de la mesa de su mesa para que se sentara—. Bueno, muchacho, ¿cómo va la cosa por el periódico?
—¿Por el periódico? Bien.
—Me refiero a si vas a tener la portada para el caso del coche del pantano.
—Creo que sí. No he hablado todavía con mi jefe, pero es seguro.
—¿No has dicho nada en la redacción todavía?
—Es que quería esperar a saber algo más —dijo Bruno dudando ante la mirada de Endivia—, a tener algo más seguro, me refiero. Esta mañana he estado redactando un artículo con lo del coche encontrado en el pantano, pero sin decir nada más. Saldrá mañana en las páginas interiores. Pero la portada la podemos tener pasado, si me confirma esos asesinatos.
—Bueno, si todavía no has hablado, no creo que a la hora que es te den la portada.
—Claro que no. Tiene que ser algo gordo para que la cambien ahora.
—Pues lo dejamos para mañana. Mañana tendremos más cosas. Hasta ahora sabemos que hay dos tipos de sangre humana que ha sido vertida muy recientemente. Lo que nos confirma la declaración de la vieja. Además, la extensión de la zona donde había sangre es muy grande, lo que indica que las víctimas perdieron bastante. Hay restos de haber quemado cosas en la hornilla y los teléfonos de los que vivían en la casa están desconectados todo el tiempo. El problema es que no encontramos los cuerpos. Unos buzos de la Guardia Civil han estado registrando el fondo del pantano, pero no han encontrado nada.
—¡Vaya! Eso sí que es noticia para mañana y de eso no digo nada en mi artículo.
—No te preocupes, pasado mañana lo pones todo.
—Sí, pero si mi jefe se entera… No estoy haciendo bien mi trabajo. Me la puede liar.
—Lo que quieras —dijo Endivia—. No me importa si cambias el artículo y añades eso, siempre que digas que yo llevo la investigación.
—No sé qué hacer. Quizá sea mejor dejarlo así. De todas formas, con el despliegue que han hecho esta mañana en esa casa, está claro que el asesino sabe que han dado con el coche —dijo Bruno intentando saber la opinión del inspector.
—Puede ser. Si quien los mató está pendiente y pertenece a su entorno, como suele ser casi siempre, sabe ya todo lo que hemos estado haciendo, sobre todo porque ya he llamado a algunos de sus colegas para interrogarlos y eso corre como la espuma. Pero no me importa, es mejor que lo sepa. Ya te lo he dicho esta mañana, sabiendo que vamos tras él, se pone nervioso y comete errores.
—Claro, es mejor, lo ha dicho esta mañana.
—Pues entonces me voy a ir a casa a seguir dándole vueltas al asunto —dijo levantándose de la mesa para coger el abrigo—. Lo que más me fastidia es no tener ningún sospechoso. El móvil puede ser algo relacionado con drogas, aunque no lo tengo muy claro, no sé. La novia se drogaba bastante, además de ejercer de prostituta. Pero cuando se cargan a alguien por tema de drogas no suele ir uno solo, van varios y a estos dos se los cargó un solo tío. Lo dijo la vieja.
—Sí, lo dijo la vieja. Eso sí que lo escuché.
—Hay que atar cabos, ¿comprendes muchacho? Los cabos sueltos siempre son lo más importante de toda investigación. Son detalles, detalles que te parecen insignificantes, pero que al final te llevan hasta el asesino. En una investigación hay que saber mirar el escenario para dar con lo que el delincuente ha dejado delante de tus narices, porque él no le ha dado importancia y, sin embargo, puede ser la clave de la solución. Siempre hay varias etapas y te pasas un tiempo en que los hechos no casan, incluso en que todo puede parecer absurdo, pero después, las piezas comienzan a encajar y las cosas se aclaran cada vez más, hasta que llega un momento en que todo está clarísimo, pero hay que verlo, muchacho, hay que verlo.
—De todas formas, tiene que ser difícil encajar todas las piezas hasta llegar a descubrir al asesino.
—Bueno, hay métodos —dijo Endivia saliendo del despacho hacia las escaleras de salida—. Tú eres también investigador, según recuerdo, ¿no? Aunque sea sobre manuscritos medievales, una investigación es una investigación.
—Por supuesto, haber hecho el doctorado me habilita como investigador y, en cierto modo, debe ser parecido investigar crímenes que encontrar un autor anónimo entre los datos que aporta el papel y la tinta de un manuscrito.
—A eso me refiero —dijo Endivia con entusiasmo—. ¿Quieres una cerveza? Aquí al lado, en la plaza de Mariana Pineda, hay un bar que tiene buenas tapas, y así hablamos un rato de manuscritos, que todavía estoy impresionado con lo de la oveja, aquella que dijiste que se había extinguido. Tienes madera. Podrías ser un buen inspector de policía.
—¿Policía? —dijo Bruno, sorprendido por la propuesta que le acababa de hacer—. No creo, soy algo flojo con las cosas de las armas. No me van las pistolas ni las cosas por el estilo. No soy hombre de acción.
—Tampoco hace falta mucha acción, para eso están los geos, pero bueno, alguna vez sí que tienes que pegar algún tiro, eso sí.
—Pues a eso me refiero.
—Ya veo que no te va la policía.
—No, la verdad es que prefiero el periodismo, aunque gane poco —dijo entrando en el bar al que habían llegado mientras dialogaban.
—Por ahora… —dijo Endivia abriendo la puerta—. Pero con la suerte que estás teniendo, puede que subas en el periódico, ¿no?
—Puede, pero no es tan fácil que te hagan fijo. Les interesa más tener a gente trabajando como autónomos. Te pagan los trabajos que hagas y listo, así el periódico no paga seguros, ni otros gastos que tendrían que asumir por un puesto de trabajo fijo.
—Es lo de siempre. Todo el mundo quiere ahorrarse el máximo —dijo Endivia tras colocarse junto a la barra y pedir dos cervezas al camarero—. De verdad que los que somos funcionarios como yo no apreciamos lo que tenemos. Por eso te decía lo de policía. Es un trabajo fijo y un tipo tan listo y con carrera universitaria como tú obtendría una plaza de inspector con los ojos cerrados.
—Ya lo sé, pero sigue sin gustarme el tema de las armas.
—Bueno, ahí queda dicho, por si alguna vez te interesa. Y ahora vamos a la cerveza, que llevo todo el día de servicio y todavía no me he podido tomar ninguna.
Tras tomar unas cervezas con Endivia, Bruno regresó al hotel a pie. Eran más de las diez. Pensó que Ana debía de estar aburrida esperándolo, por eso iba rápido, pero no pudo llegar antes de las diez y media.
Cuando llamó a la habitación, ella abrió la puerta. Nada más entrar, le rodeó el cuello con sus brazos y le dio un largo beso en los labios.
—¿Qué? ¿Te has aburrido mucho? —dijo Bruno acercándose a la mesa.
—Qué va, he estado mirando cosas por Internet.
—¿Y tú qué tal? ¿Lo del trabajo bien?
—Sí, ya lo he resuelto. ¿Nos vamos a cenar?
—Vamos, que tengo un hambre que me muero, pero nada de sitios caros, vamos a tomar unas tapas en cualquier bar y ya está, ¿vale?
—Como quieras.
Salieron a la puerta del hotel y tomaron la calle hacia la derecha. Estaban muy cerca de la avenida de Madrid y el Hospital Clínico, donde hay una zona de bares. Bruno iba pensando en lo del coche, todavía no había decidido qué decirle, si es que finalmente le decía algo. Repasó mentalmente el artículo que había escrito esa mañana en la redacción y comprobó que realmente solo había puesto que habían encontrado un coche sumergido en el pantano, pero nada de nombres. No obstante, seguía remordiéndole la conciencia, pero ¿qué necesidad tenía de preocuparla aún más?, se dijo.
Tras recorrer unos metros, encontraron una cafetería que estaba bastante animada y decidieron entrar.
—Aquí hay bastante gente —dijo Ana—, deben tener buenas tapas, ¿no?
—Seguro. Vamos dentro que hace un frío que se me están helando las orejas.
El bar tenía una barra a la izquierda y varias mesas delante, que estaban todas ocupadas, por lo que se dirigieron a la barra. Ana se sentó en un taburete que había libre, mientras Bruno quedó de pie a su lado.
—Bueno, dime qué artículo has hecho hoy —dijo Ana mientras pedía unas cervezas—. Es que no me cuentas nada. Desde que sales en la portada… ya no hay quien te hable. Como eres tan importante…
—Qué va. ¿Te doy esa impresión? —Bruno la miró levantando las cejas en señal de admiración.
—No. Estoy bromeando —dijo bajando la mirada con intención de pedirle disculpas—. Aunque ha sido una idiotez, pero es que no estoy muy centrada todavía.
—No te preocupes. He estado viendo algo de un coche que ha aparecido esta mañana en el pantano de Cubillas.
—¿Un coche en el pantano? ¿Un accidente?
—Es posible, pero no se sabe mucho todavía. El coche estaba sumergido a medias, como si se hubiera caído, pero no había nadie ni dentro ni por los alrededores.
—Puede que se hubiera ido —dijo Ana.
—¿Que se hubiera ido?
—Claro. Si yo me caigo con el coche a un pantano y puedo salir, pues salgo y me voy. No me voy a quedar ahí, ¿no te parece?
—Es verdad —dijo Bruno dándole un trago a la cerveza que habían puesto junto con una tapa de jamón y aceitunas—. A ver si ahora vas a resolver tú el misterio.
—No estoy para resolver muchos misterios.
—Pues anímate porque yo te veo bastante bien.
—Eso es lo que parece, pero los nervios van por dentro —le dijo dándole un beso—. Menos mal que esta tarde me he olvidado de todo contigo. De todas formas, me tomaré otra vez las cápsulas para dormir, pero me he quedado superrelajada. Así que esta noche a dormir.
—¿A dormir?
—Claro, también hay que dormir, ¿no?
—Vaya. Bueno, si no hay más remedio, habrá que dormir.
—Es que estoy muy cansada, no sé qué me pasa, pero se me están cerrando los ojos.
—Pues a cenar y a dormir.
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21
Cuando abrió la puerta del despacho, una agradable sensación de calor le llegó hasta la cara. Pensó que su compañera de la tarde se habría dejado la calefacción puesta. «Menos mal que el señor Hernández no se habrá enterado, se dijo, si no, con lo agarrado que es, la pone a parir».
Tras comprobar que, efectivamente, la calefacción estaba encendida, dejó su abrigo en la percha y colgó el bolso junto a él, no sin antes comprobar que la pistola que había cogido de casa estaba dentro. Después, soltó el periódico del día y encendió el ordenador. Lo primero que hizo fue abrir la carpeta de «asuntos pendientes» que tenía en el centro del escritorio. Recordó en lo que había estado trabajando el día anterior: la defensa de los dos menores que se habían dedicado a estafar a todo el que caía en lo de la «Chica ardiente en la ciudad de Granada».
La estafa la habían montado en Internet, donde pusieron un anuncio que decía lo de la «Chica ardiente» y un teléfono móvil al que llamar. Se trataba de una menor y su amigo. La estafa consistía en citar a los interesados en el portal de la propia casa de la menor. Una vez que el interesado se encontraba en la puerta, tenía que llamar de nuevo al móvil. Entonces, la supuesta prostituta les decía por el interfono del edificio, sin que el timado supiera de qué piso provenía la voz, que dejaran su teléfono móvil en un determinado buzón de la entrada, en el que habían puesto una señal, y volvieran a salir a la puerta para recibir las siguientes instrucciones por el interfono. Lo sorprendente era que casi todos dejaban su móvil sin problemas. Mientras el hombre se encontraba fuera, el amigo de la menor cogía el móvil del timado y se lo llevaba a la vivienda. Una vez con el teléfono en su poder, le decían por el interfono que depositara en el mismo buzón trescientos euros o les decían a todos los contactos que tenía guardados que era un putero y un pederasta, porque la chica era menor. Los timados, que en su mayoría eran casados, tenían en sus contactos a la mujer, hijos, amigos, etc., por lo que se veían forzados a depositar el dinero en el buzón. Alguno incluso tuvo que ir a un cajero a sacarlo. Cuando depositaban el dinero, tenían que volver a la puerta a recibir las siguientes instrucciones, momento que aprovechaba el amigo para coger el dinero del buzón. Después, el primo se quedaba en la puerta del edificio sin móvil y sin dinero, porque la voz del interfono cesaba y ya no volvía a decir nada más.
El caso sonó algo en el edificio porque algunos de los interesados, cuando se veían timados, llamaban por los interfonos a ver si daban con la voz que se había quedado con su dinero y su móvil, pero la menor ya no volvía a responder.
Ana avanzó varias páginas hasta llegar a la petición del Ministerio Público. El fiscal reclamaba para cada uno de los acusados una condena de dos años de libertad vigilada. Durante ese tiempo, y siempre que se demuestre su participación en los hechos en la vista oral del juicio, tendrían que cumplir una serie de objetivos sociales y educativos. En caso de no cumplir estos objetivos, se solicitaría su ingreso en un correccional, el castigo más duro que prevé la Ley del Menor.
Después de leer el informe, miró en su libro de notas donde había apuntado lo que le había dicho el señor Hernández:
Alegar ingenuidad. Los chicos son inocentes, por ingenuos. En realidad estaban haciendo un juego. No sabían que su acción era un delito en el código penal.
Ana se quedó alucinada de lo que ella misma había escrito el día anterior.
«¿Ingenuidad? —se dijo—. Pero si esta alegación es una gilipollez. Ayer debía de estar fatal para anotar esto tranquilamente y no decirle nada al señor Hernández. Pero cómo voy a basar la alegación en esto, si está clarísimo que este par de sinvergüenzas sabían perfectamente lo que estaban haciendo. Sí, lo hicieron hasta quince veces».
En ese momento, Ana recordó lo que decía el viejo profesor que le había dado las clases de Derecho Romano el curso pasado. Ignorantia legis nom excusat, o sea, la ignorancia de la ley no excusa su cumplimiento. Se usaba para aplicar la ley a personas que cometían delitos dentro del imperio, pero que trataban de eximir el cumplimiento de la pena basándose en su ignorancia de las leyes romanas. El viejo decía que los romanos aplicaban el derecho a todo Cristo, aunque ni siquiera supieran latín, que era el idioma de las leyes. Además, en el artículo 6 del Código Civil español, también lo pone.
Mientras seguía dándole vueltas al documento, el señor Hernández asomó por la puerta.
—Buenos días —dijo con su habitual sonrisa—. ¿Qué, cómo va todo hoy?
—Bien, creo, porque aquí tengo una nota que no sé si es así o se trata de un error que cometí ayer.—Ayer estaba usted algo triste, ¿verdad? No la vi tan alegre como siempre —dijo Hernández acercándose a la mesa.
—Sí, ayer estaba un poco baja de moral, es que tengo algunos problemillas personales. Pero a lo que me refiero es a esta nota —dijo enseñándole el papel—. Se trata del caso de los dos menores del anuncio de la «mujer ardiente».
—Menudo par de sinvergüenzas.
—Eso digo yo también, pero a lo que me refiero es a lo que usted me dijo sobre que alegara ingenuidad. La ingenuidad no exime del delito, ¿no? O es que no le entendí bien.
—La ingenuidad a la que me refería ayer es a la «ingenuidad aprendida». Esa es la ingenuidad en la que debemos basar nuestra alegación. Hay una moderna corriente de pensamiento que va calando precisamente por ser expresión de una ingenuidad aprendida… Claro, usted no lo entiende porque no ha leído el libro de Javier Goma. ¿No sabe usted que nos ha tocado el famoso juez Calatayud? Emilio Calatayud, que es una bellísima persona y muy sensible a todas estas cosas educativas y filosóficas. Por eso he pensado que podríamos utilizar este argumento para que rebaje la pena que pide el fiscal. Cosa que podría suceder si le hacemos ver al señor Calatayud que lo que han hecho estos chicos no es más que una respuesta a los derroteros que ha tomado el mundo bajo el imperio del nihilismo y la razón deshumanizada. O sea, qué ingenuidad significa primar lo saludable y no lo enfermo, ponerse en el lado soleado de la vida. Hemos de recordar al juez que vivimos juntos en la ciudad en vibrante promiscuación, pero nuestra humanidad está todavía insuficientemente urbanizada, sin aceras ni empedrados que la hagan habitable. Ya se sabe que no es lo mismo vivir en sociedad que vivir socializados. El hombre ha de encontrar su destino en el mundo y para el mundo, no contra el mundo. Y nuestros defendidos están buscando ese camino que los lleve a estar a la altura de los tiempos. No sé si me he explicado bien, pero por ahí debe ir la cosa. Porque lo que está claro es que son dos desgraciados sinvergüenzas, pero eso no lo vamos a decir abiertamente en el juzgado, ¿no?
—No, claro, eso no lo podemos decir.
—Bien, pues ya ha oído lo que le he dicho —dijo dirigiéndose a su despacho—. Solo tiene que redactarlo bien… A ver si cuela.
—De acuerdo —dijo Ana, que se había quedado más liada que al principio, por lo que decidió buscar a ese Javier Goma en Internet a ver qué era ese rollo que le había metido su jefe.
Pasó toda la mañana tan concentrada en la alegación del caso de los menores, que cuando vio el reloj eran las doce y ni siquiera había mirado el periódico, así que se detuvo un momento y llamó al bar de abajo para que le subieran un café bien cargado con una napolitana de chocolate. Los del bar de abajo llevaban subiendo al bufete desayunos, cafés y cualquier cosa que pidieran, desde hacía más de veinte años, por lo que unas veces bajaba directamente a desayunar y otras lo pedía por teléfono, como acababa de hacer ahora.
Mientras subían el café, le echó un vistazo al periódico. Estuvo un buen rato pasando páginas hasta que encontró el artículo de Bruno en un recuadro, dentro de «Sucesos». Aparecía la foto de un coche lleno de barro, del que no se distinguía ni el color ni la marca, y una breve reseña de que había sido encontrado en el embalse de Cubillas. Ana lo leyó un par de veces intentando ver el interés de la noticia, pero el camarero del bar de abajo llegó antes de que llegara a una conclusión, y con el hambre que tenía, cerró el periódico y cogió la napolitana, dándole un buen bocado.
El resto de la mañana la pasó escribiendo la alegación del caso de los menores para que su jefe la viera antes de irse, pero por más prisa que se daba, le costaba argumentar todo aquello.
Cuando estaban a punto de dar las dos de la tarde, Hernández salió y le preguntó por el trabajo.
—Todavía me queda un poco.
—Si quiere, puede venir esta tarde y otro día se toma las horas que eche. Como su contrato es de cinco horas, tampoco se le pueden pagar horas extras. De todas formas, todavía nos quedan tres días…
—Vale, no se preocupe, me lo llevo a casa y le echo un vistazo. Ya me tomaré después alguna hora libre en compensación, ¿le parece bien?
—Estupendo. La verdad es que ya va siendo hora de contratarla a jornada completa, pero como estoy tan liado, ni para eso tengo tiempo —dijo poniéndose el abrigo para salir.
—No se preocupe. No hay prisa. Si a mí me viene mejor así para poder ir por la tarde a la universidad.
—Claro, eso es verdad, a usted le viene bien así. Bueno, pues no se hable más. Ya lo vemos más adelante, cuando a todos nos venga bien, ¿no?
—Claro, mucho mejor.
Hernández se fue a toda prisa mientras Ana y sus dos compañeras recogían sus cosas. Con el chaquetón puesto, se asomó por la ventana para ver si Bruno había llegado ya, pero no lo vio por la acera, por lo que esperó un poco antes de salir, viendo cómo todos se iban. Pasaron unos minutos en los que estuvo sola en el despacho sin dejar de mirar por la ventana, hasta que una de las veces lo vio cruzando la acera, entonces cogió el bolso y salió cerrando la puerta.
El bufete se encontraba en el primer piso, por lo que solo tuvo que bajar un corto tramo de escaleras para llegar a la entrada del edificio, donde tres hombres se encontraban hablando. Cuando descendió el último escalón, uno de ellos se le acercó.
—Perdone, ¿sabe dónde es el despacho de abogados? —le preguntó.
—Claro, en el primer piso, yo trabajo en él, pero ya está cerrado. Tendrán que venir esta tarde a partir de las cinco.
—¿Es usted, Ana, la secretaria?
—Sí, yo soy.
Esas fueron las últimas palabras que dijo, porque inmediatamente otro de ellos la cogió del cuello mientras el que le había estado preguntando le ponía un trozo de papel de precinto en la boca para que no pudiera hablar. Después, le cogieron las manos y se las liaron con el mismo papel adhesivo, de manera que no podía ni hablar ni defenderse. Mientras dos la sujetaban por los brazos, colocados uno a cada lado, el que había estado hablando con ella abrió la puerta del edificio y se asomó a la calle. En la acera había un coche aparcado, cuyo conductor acababa de abrir las puertas traseras.
El primero mantuvo la puerta abierta mientras los otros dos la sacaban en volandas cogida por los brazos. Ana tenía la cara completamente roja de intentar gritar y hacer fuerza con los brazos. Cuando la sacaron a la calle, Bruno estaba en medio de la acera. De pronto, vio cómo rápidamente la metían en el coche, entonces se abalanzó sobre el que la llevaba cogida del brazo, pero otro se acercó por detrás y le dio un fuerte puñetazo en el estómago que le hizo doblarse por completo; después, le dio otro golpe en el cuello y cayó sobre la acera. Algunos de los transeúntes que pasaban en ese momento por la calle se quedaron mirando intentando comprender qué estaba sucediendo, pero el coche emprendió rápidamente la marcha, dejando a Bruno tirado en el suelo.
Iban a toda velocidad buscando la salida a la circunvalación, por lo que, tras dejar la calle San Juan de Dios, tomaron la avenida Constitución y giraron a la derecha en Severo Ochoa, continuando hasta el final para cruzar el camino de Ronda y tomar allí la autovía.
Ana iba con el corazón tan acelerado que le costaba trabajo respirar. Además, le dolían las manos, la cabeza y en el estómago, tenía como un nudo que le apretaba cada vez más. Se dijo que no podía quedarse quieta, por lo que comenzó a darles patadas a los tipos que llevaba a ambos lados en el asiento trasero del coche.
—Joder, cómo pega esta tía —dijo uno de ellos a la vez que le daba un guantazo en la cara que le reventó la nariz.
—¡Animal! —dijo el del asiento delantero—. Límpiale la sangre y no le vuelvas a pegar o ¿es que no quieres cobrar el trabajo? Si se mueve, sujetadla y ya está.
El que le había pegado cogió una caja de pañuelos que le dio el de delante y comenzó a limpiarle la sangre que le salía de la nariz. Mientras la limpiaba, Ana se estuvo quieta, porque con la boca tapada y una hemorragia en la nariz se podía ahogar. Así que comenzó a respirar despacio y profundo, intentando calmarse. Tenía que pensar, se dijo, pensar en cómo salir de aquel coche, aunque tuviera que romperse la cabeza, pero con las manos atadas poco podía hacer.
Cuando llegaron a la autovía, anduvieron unos kilómetros y tomaron la salida que indicaba Cenes de la Vega y Sierra Nevada. Tras dejar el túnel que daba acceso a la carretera que discurre junto al río Genil, giraron a la izquierda y el coche se detuvo en un espacio bajo unos árboles que había entre la carretera y el río. Allí se encontraba aparcado otro coche. El del asiento delantero se bajó y fue a hablar con el ocupante del otro vehículo. Al poco, volvió y abrió la puerta trasera derecha.
—¡Vamos! Hay que sacarla y meterla en ese coche —dijo señalando el otro vehículo.
—Vale. ¡Vamos! ¡Fuera! —le dijo a Ana el que estaba sentado a su lado.
Ana miró al que había salido del otro vehículo y, al ver que era el Niño, dijo que no moviendo la cabeza. El que parecía el jefe les dijo a los otros que la sacaran y la subieran al otro coche.
La cogieron de los hombros y tiraron de ella hacia fuera. Le estaban haciendo bastante daño, pero no tenía más remedio que resistirse, lo último que quería era que la dejaran con él.
Tras sacarla, la cogieron en volandas y la metieron rápidamente en el asiento trasero del otro coche. Mientras dos la sujetaban manteniéndola sentada, otro movió hacia atrás el asiento delantero junto al conductor, consiguiendo que quedara con las piernas completamente inmovilizadas por la presión. Después, le pusieron el cinturón de seguridad y ya no pudo moverse. Por más que se esforzaba y se zarandeaba dentro, solo conseguía mover un poco el cuerpo hacia los lados o hacia delante, pero con las manos a la espalda no conseguía modificar su situación, estaba completamente aprisionada.
—Este bolso lo llevaba encima —comentó el que había venido delante en el otro coche.
—Déjalo en el asiento —le indicó el Niño.
El hombre abrió la puerta y echó el bolso al lado de Ana, que no dejaba de moverse. Después, el Niño sacó del coche un fajo de billetes y se lo dio para que lo contara.
—Muy bien, está todo —dijo tras contarlo.
—Pues entonces, ¡vámonos! —gritó otro de ellos mientras abría la puerta del coche para subirse
—Vale, hasta la próxima —dijo el Niño.
Cuando vio que los cuatro matones que había contratado tomaban la carretera de vuelta a la autovía, se sentó al volante de su coche. Ana estaba detrás intentando soltarse las manos. También intentaba hablarle, quería decirle que aquello era un error, que ella no sabía nada de nada, ni le iba a decir nada a nadie. Quería decírselo y lo intentaba con todas sus fuerzas, pero no podía articular palabra con la boca tapada por la cinta adhesiva. Entonces, tuvo una idea que la tranquilizó un poco. Recordó que llevaba su falda negra, la que tenía la cremallera justo en el centro de la parte de atrás. Pensó que si conseguía despejar el cierre de la cremallera, podría rasgar el papel adhesivo y cortarlo poco a poco hasta liberarse. Solo necesitaba calmarse y llevar las manos hasta el cierre de la falda. Después pensaría cómo quitarse el asiento delantero de encima.
El Niño la miró antes de arrancar el vehículo y presionó el cierre centralizado de las puertas.
—¿Sabes lo que pasa…? —comenzó a decirle mientras conducía el coche hacia la antigua mina de oro—. Que no puedo hacer otra cosa. Te tengo que llevar a dar una vuelta. Estoy pillado, tía. Estoy pilladísimo, pero lo tengo resuelto, ¿sabes? Lo tengo resuelto. Si es que metí la pata con el coche del capullo ese de mierda. Yo creía que se había hundido del todo, pero como era de noche, no me di cuenta de que se estaba quedando con el culo fuera y ahora tengo el marrón este de la hostia. Pero lo tengo resuelto. Lo tengo resuelto, a mí no me jode nadie, nadie, ¿sabes?
Ana comenzó a intentar hablarle de nuevo, pero solo emitía extraños sonidos.
—¿Qué pasa? —siguió diciendo el Niño—. ¿Qué soy un capullo? Me puedes decir lo que quieras, pero la culpa la tienes tú por fiarte de ese hijo de puta de mierda. ¡Que lo sepas! Yo lo planeé todo de cojones, de cojones, tía. La cagó ese mamón, ¡joder! ¿Quién le manda llevarse el dinero? El dinero del Niño. Será capullo. Y tú la cagaste también, tía. ¿O es que te crees que tú no la has cagado?
Ana seguía emitiendo sonidos cada vez más desesperados.
—Que me da igual lo que digas, ¿sabes? —continuó diciendo a la vez que daba golpes con la mano derecha en el salpicadero—. Aquí mando yo. Y no pienso dejar ni rastro del asunto. Ni rastro.
El coche atravesó el pequeño pueblo de Cenes de la Vega y, tras un par de kilómetros, dejaron la carretera asfaltada y continuaron por una calzada de tierra que conducía hasta la mina. Era un camino estrecho, lleno de curvas, que se adentraba en la montaña atravesando una zona más o menos escarpada que subía hacia el lugar donde estaban los restos de las instalaciones de la antigua mina de oro, cerrada desde hacía más de cincuenta años.
Durante el trayecto, Ana no dejaba de frotar el papel adhesivo con la cremallera de su falda. Ya había conseguido hacer algunos agujeros, pero le habían dado tantas vueltas a la cinta, que tenía un grosor considerable y le costaba trabajo romperla.
Comenzó a sentir un hormigueo en el brazo derecho, signo de que la circulación sanguínea se le estaba obstruyendo, tanto por la presión de la cinta, como por su propio peso sobre los brazos. Además, el esfuerzo que estaba haciendo aumentaba aún más el efecto. Se dijo que debía de detenerse un poco y recuperar el brazo, o acabaría por no poder moverlo. No sabía el tiempo que le quedaba exactamente hasta que llegaran al lugar donde pretendía llevarla, pero tenía que esperar un poco y volver a intentarlo con más calma. Respiró hondo varias veces e intentó de nuevo hablarle.
—Sí, ya sé lo que me vas a decir —dijo al escuchar los sonidos que conseguía emitir a través de la nariz—. Sé que tú no le vas a decir nada a nadie, si lo sé, ¿te crees que a mí me gusta esto? A mí no me gusta tener que hacer desaparecer cadáveres, pero no tengo más remedio, las cosas están así. Sé perfectamente que tú eres una tumba, pero para mí estarás mejor dentro, ja, ja. Aunque te tengo confianza, de verdad que te la tengo, pero, claro, yo me tengo que asegurar el futuro. Dentro de poco seré el jefe del negocio. Los jefes tenemos que ser fuertes, sin escrúpulos, sin niñerías, vamos, ja, ja. ¿He dicho sin niñerías? Y eso que yo soy el Niño, tiene gracia, ¿verdad? —Comenzó a reírse a grandes carcajadas—. Además, ¿a mí qué más me da que la palmes? Si no eres más que una putilla de mierda. Aunque te tenga aprecio, no dejas de ser eso. Sin embargo, yo soy el Niño, alguien importante, y aunque ahora solo sea el sobrino de la Viuda, dentro de poco seré el jefe y tú me habrás ayudado a serlo, ¿comprendes? Hasta te deberías sentir orgullosa de que sea yo el que te liquide, ¡joder!
Ana, mientras escuchaba la sarta de aberraciones que le estaba diciendo, tenía que hacer un gran esfuerzo por controlar el ataque de pánico que le estaba entrando. Se dijo que debía mantener la calma hasta el final o podía darse ya por muerta. Volvió a poner los brazos sobre el cierre de la cremallera de la falda y comenzó a frotar el precinto despacio y apretando con fuerza, en lugar de convulsivamente, como lo había estado haciendo hasta ahora. De pronto se dio cuenta de que así el precinto se rompía mucho mejor que antes. Mientras el camino seguía por una serie de curvas bastante cerradas en las que su cuerpo se movía de un lado a otro, consiguió hacer un corte lo suficientemente grande como para retorcer las muñecas y abrirlo. El ruido que hacía el coche sobre el camino de tierra evitó que se escuchara el sonido que hace el adhesivo al soltarse.
Ahora tenía las manos libres, pero no quiso sacarlas hacia delante hasta que las curvas fueran lo suficientemente cerradas como para requerir toda la atención del Niño. Entonces, sacaría la mano y la metería en el bolso, que estaba sobre el asiento, para coger la pistola. No pasaron un par de minutos cuando el coche entró en una curva muy cerrada. Ana se puso tan nerviosa que los dientes le temblaban dentro de la boca, pero consiguió serenarse lo suficiente como para sacar la mano izquierda y deslizarla por el asiento hasta el bolso. Introdujo la mano dentro y en pocos segundos tenía la pistola en su poder, la empuñó con fuerza y volvió a poner la mano a su espalda.
Ahora tenía que pensar lo que iba a hacer. Se dijo que si le pegaba un tiro conduciendo por aquella carretera, los dos podían acabar muertos, o peor aún, podía herirlo solamente y acabar muerta de todas formas, por lo que debía esperar el momento propicio, aunque tampoco tenía muy claro que fuese capaz de utilizar el arma y disparar.
Tras pasar unas cuantas curvas más, el camino comenzó a discurrir por un llano en el que comenzaron a verse algunas edificaciones en ruinas. Se acercaban a las instalaciones de la mina. Ana pensó que el mejor momento para dispararle sería cuando se bajara para sacarla del coche. Estaba segura de que llevaría su pistola con silenciador en la mano, pero en algún momento estaría descuidado, entonces le dispararía, estaba dispuesta a hacerlo y lo haría. Aunque nunca había disparado a nadie, esta vez lo haría de verdad. Era su vida, se dijo, y ahora que empezaba a tener algo diferente, algo mejor por lo que vivir, no podía dejarse matar por un cerdo como ese.
El pozo inundado en el que había tirado los cadáveres anteriores, se encontraba al final del llano, tras pasar los antiguos edificios medio derruidos que Ana iba viendo por la ventanilla del coche.
Finalmente, el auto se detuvo cerca de un montículo con una pared de piedra en cuya base se veía lo que parecía la entrada de una mina. Ana comenzó a ponerse nerviosa. Unas gotas de sudor le cayeron por la frente mientras veía cómo el Niño detenía el vehículo y sacaba de su cazadora la pistola con silenciador con la que le había golpeado cuando estuvo en su casa. Tenía que haberle disparado en ese momento, se dijo, pero el corazón le latía tan fuerte y el estómago le dolía tanto que no pudo moverse.
—Ya estamos aquí —le dijo vuelto hacia atrás con la pistola en la mano.
Después se bajó del coche y dio la vuelta por delante hasta situarse junto a la puerta trasera donde estaba ella. La abrió y apuntándole con el arma le dijo que se bajara.
Ana emitió algunos sonidos, intentando hacerle ver que no se podía bajar aprisionada como estaba.
—No te puedes bajar, claro. Voy a correr el asiento —dijo a la vez que abría la puerta delantera y empujaba el asiento hacia delante.
—¡Vamos! Sal ya. ¡Déjate de rollos! Ya está bien de gilipolleces. Me cago en la leche —decía a gritos intentando envalentonarse.
La tenía encañonada, pero ella seguía sin poder bajar con el cinturón de seguridad puesto. Ana se señaló la cinta negra para que se diera cuenta de lo que le impedía bajarse, pero el Niño no hacía nada. Solo le daba gritos diciendo que saliera, mientras la mantenía encañonada.
En ese momento, un coche apareció por el camino, acercándose hacia ellos.
—¡Joder! —dijo al verlo—. Voy a tener que hacer desaparecer más cadáveres. Me cago en la leche…
El coche se acercaba despacio, pero por la posición de los vehículos, los del auto que llegaba solo podían ver el lateral, la parte trasera del coche y al Niño de pie junto a la puerta, por lo que solo veían su perfil, ya que la pistola la mantenía en su mano derecha, tapada por su propio cuerpo.
Cuando el coche se detuvo y las dos puertas delanteras comenzaron a abrirse, dejó de encañonar a Ana y apuntó hacia el vehículo. En ese preciso momento, Ana se dio cuenta de que esa era la mejor oportunidad que podría tener para dispararle, así que sacó las manos y dirigió la pistola hacia la pierna derecha del Niño. Después, quitó el seguro y apretó el gatillo.
En ese momento, el Niño se encontraba apuntando a los del coche, que tras escuchar el fuerte sonido del disparo, salieron del vehículo y con sus armas reglamentarias efectuaron dos disparos sobre el cuerpo del hombre al que estaban viendo junto al coche. El Niño cayó al suelo sobre el camino de tierra.
Endivia y Casado, que eran los que habían efectuado los disparos, se acercaron hasta ellos.
Endivia vio a Ana sentada en el asiento llorando. Tenía todo el cerco de la boca rojo del tirón que ella misma se acababa de dar al quitarse el precinto de la boca, y la pistola estaba sobre el asiento. Casado, que estaba agachado sobre el cuerpo del Niño, se levantó y le dijo a Endivia que el tipo estaba muerto.
—Está muerto, Paco —dijo Casado—. No tiene pulso. Además, tiene un tercer tiro en la pierna.
—He sido yo —dijo Ana bajando del coche.
—¿Con esa pistola que hay en el asiento? —preguntó Endivia.
—Sí, la llevaba en el bolso —respondió mirando el cadáver que había sobre el camino.
—Ha tenido suerte y valor —dijo Endivia—. Como sabe, iba a matarla. Menos mal que llevaba un arma y nosotros hemos llegado a tiempo. El camino es terrible, creía que no iba a llegar nunca.
—¿Cómo han llegado…? O sea, ¿cómo sabían que estábamos aquí? —preguntó Ana confusa.
—Porque les estábamos siguiendo desde que la cogieron al salir de la oficina.
—No lo comprendo. ¿Me estaban vigilando?
—Efectivamente —respondió el inspector—. Desde anoche, que su amigo Bruno me contó toda la historia, decidimos ponerle vigilancia por si sucedía lo que, de hecho, ha sucedido.
—¿Bruno le contó todo?
—Verá, yo necesitaba un sospechoso, sin sospechoso no hay forma de resolver un caso, ¿comprende?
—De verdad que sigo sin comprender nada.
En ese momento, dos coches de policía entraron por el camino. En uno de ellos venía Bruno, que se bajó nada más llegar.
—Hola —dijo acercándose hasta ellos—. ¿Estás bien? —le dijo a Ana.
—Estoy viva de milagro. Este tío iba a matarme por aquí.
—Menos mal que ha llegado la policía, ¿no? —dijo Mirando a Endivia.
—Y que ella sabe defenderse también —dijo Endivia—. Aunque imagino que la pistola es ilegal, ¿verdad? ¿O la tiene registrada?
—Es ilegal.
—Bueno, no se preocupe —continuó Endivia—. Ahora tenemos que terminar de resolver el caso, así que —se dirigió a Casado— llama al Grupo de Actividades Subacuáticas de la Guardia Civil.
—¿Has dicho a los de Actividades Subacuáticas? —contestó Casado—. Estamos en medio del monte, Paco. ¿Para qué quieres a los submarinistas de la Guardia Civil?
—Los quiero para que saquen los cadáveres que estamos buscando —respondió Endivia—. Si no recuerdo mal, estamos en las antiguas minas de oro. Cesaron su actividad hace más de cincuenta años, pero conservan todas las instalaciones, incluido un pozo bastante profundo que hay justo por ahí—. Endivia señaló la entrada de la mina—. El pozo está inundado, por eso necesitamos submarinistas. Cuando vi que el coche se metía por este camino, comprendí enseguida que los cadáveres estaban aquí. ¿Qué mejor sitio para ocultarlos que el pozo inundado de una mina abandonada? El tío sabía lo que se hacía.
—O sea, que a mí me iba a tirar a ese pozo, ¿no? —dijo Ana.
—Exactamente. Aunque supongo que pensaba matarla primero —contestó Endivia.
—Menos mal que anoche se me ocurrió contarle todo al inspector —dijo Bruno.
—¿Todo? —preguntó Ana mirándolo fijamente.
—Bueno, le conté lo más importante. Sobre todo lo que este tío te obligó a hacer para conseguir sacarle el dinero a su propia tía. Le conté al inspector todo lo que tuviste que pasar haciendo ese trabajo con un delincuente como el dueño del coche que encontraron ayer en el pantano, para que luego se llevara el dinero como se lo llevó y hacer que este loco —dijo señalando el cadáver que seguía sobre el camino— acabara matando a todo el que se le ponía por delante.
—Estaba claro que iría a matarla, porque usted sabía que él había ido a buscar el dinero a casa de ese tipo, y en la prensa iba a aparecer que había sido asesinado, ¿comprende? —dijo Endivia levantando las cejas.
—Claro que lo entiendo —respondió Ana.
—Por eso le conté todo al inspector, porque yo estuve ayer por la mañana en la investigación de la policía en la casa de la víctima, como dicen ellos, y comprendí que estabas en peligro.
—La víctima era José, ¿no? ¿Es el que está en el pozo? —preguntó Ana.
—José se llamaba, sí —respondió Endivia—. Espero que estén tanto él como su novia, porque nos acabamos de cargar a este tipo y nos conviene que sea de verdad el asesino que andamos buscando, si no, puede que tengamos algunos problemas.
—Pero si iba a matarme —dijo Ana.
—Sí, pero en realidad él no ha disparado un solo tiro —comentó Endivia—, y nosotros sí le hemos disparado a él.
—Pero si me estaba apuntando con la pistola.
—Ya, si es así, pero los jueces tienen que tenerlo claro —continuó Endivia—, porque ahora mismo lo que tenemos es un muerto al que usted le acaba de pegar un tiro en la pierna y mi compañero y yo lo hemos rematado al escuchar su detonación pensando que nos estaba disparando a nosotros. Para un juez, esos son los hechos. Tendríamos que dar muchas explicaciones para demostrar que iba a matarla. Pero si aparecen los dos cadáveres en la mina, el caso está demostrado y resuelto. Además, usted es abogada, ¿no? Sabe de lo que hablo.
—Todavía no he terminado la carrera, pero sé de lo que está hablando.
—Tenemos varios problemas que hay que resolver, y el primero es encontrar los cadáveres.
Mientras Casado llamaba a la Guardia Civil para pedir el grupo de submarinistas, los agentes que habían llegado en dos coches patrulla tras ellos estaban revisando la zona. Después, llegó una ambulancia para llevarse el cadáver. Endivia se vio en la tesitura de llamar a Carmen para decirle que su sobrino estaba muerto. Mientras tanto, Ana cogió a Bruno aparte y le preguntó qué le había dicho exactamente al policía, a la vez que le reprochaba que no se lo hubiera contado anoche. Bruno le dijo que le había dicho una versión arreglada de los hechos.
—¿Y del dinero qué? —preguntó Ana en voz baja.
—He dicho que José se llevó todo el dinero. Tú lo hiciste todo obligada, aunque no sé si se lo ha llegado a creer, pero me dijo que, si de verdad mi información le llevaba a resolver el caso, tampoco se tomaría mucho más interés por lo que hicimos nosotros.
—¿Eso quiere decir que nos va a dejar en paz?
—Eso me ha dicho.
Los dos permanecieron allí el tiempo que tardó en llegar la ambulancia y levantar el cadáver. Endivia se ofreció a llevarla a ella a comisaría para tomarle declaración, pues la unidad más cercana del Grupo de Actividades Subacuáticas de la Guardia Civil, se encontraba en Sevilla y tardaría de dos a tres horas en llegar, por lo que tenía tiempo suficiente de ir y volver. Bruno también fue con ellos.
Llegando a comisaría, Endivia le preguntó a Ana por su arma, que ahora llevaba él en una bolsa de plástico.
—Los abogados no suelen llevar pistola —le dijo en tono suspicaz.
—La tengo porque vivo sola y no me fío. Solo por eso.
—Al ser ilegal, tendrás algunos problemas, sobre todo porque la has usado. Pero intentaremos que sea lo más leve posible.
Bruno agradeció a Endivia lo bien que se estaba portando con ellos. Endivia le dijo que ser policía no significa estar fastidiando todo el tiempo a la gente.
—Todos estamos aquí temporalmente —le dijo.
—¿Temporalmente? —preguntó Bruno—. No entiendo a qué se refiere con eso.
—Pues… a que al final te mueres y no se acuerda de ti nadie. El caso se ha resuelto estupendamente, así que estoy contento, y hay un refrán español que dice que es de bien nacidos ser agradecidos, y la verdad es que lo estás haciendo muy bien, muchacho. Imagino que ya tienes embastado el artículo para la portada de mañana, ¿no?
—Está casi prácticamente hecho. Por supuesto, el inspector Francisco Endivia va a salir en él.
—Pues estupendo. Bueno… —continuó dirigiéndose a Ana—, como ya tenemos la declaración, puede irse, pero la volveremos a llamar.
Ana respondió que estaba a su disposición, abandonaron la comisaría y se dirigieron al hotel donde habían pasado la noche. Pasaron un tiempo hablando y comentando todo lo que había pasado. Bruno le dijo que tenía que descansar y relajarse, pues la veía algo asustada todavía. Ana le dio la razón y le pidió uno de los tranquilizantes que había comprado el día anterior para poder dormir.
—Yo tengo que volver a esa mina otra vez —dijo Bruno mirándola a los ojos—. Mi jefe me está reservando la portada. No puedo perder esta oportunidad, pero en cuanto encuentren esos cadáveres, me vengo a escribir el artículo aquí contigo, ¿vale?
—Vale, no te preocupes. Ya estoy más tranquila. Se me está pasando el susto, pero todavía necesito poder contar contigo. Si puedes, en cuanto termines vente corriendo, por favor.
—Vendré tan rápido que apenas vas a anotar que me he ido
Bruno volvió a la mina, donde cada vez había más gente. Un poco después apareció Endivia, que lo invitó a tomar algo en el pueblo.
—Cenes está muy cerca de aquí —le dijo—. ¿Damos una vuelta y nos tomamos algo?
—Por mí, estupendo.
Endivia le dijo a uno de los agentes que iba un momento al pueblo, pero, que si aparecían los agentes de la Guardia Civil, que lo llamara inmediatamente.
Recorrieron el camino de tierra y salieron al pueblo. Endivia detuvo el coche junto a una cafetería y ambos bajaron del coche. Mientras tomaban café, le preguntó a Bruno que cómo había conocido a Ana. Bruno le comentó algo de su primer encuentro en el bar, pero sin querer dar muchos detalles.
—No es que quiera meterme en lo que no me importa —dijo Endivia mientras levantaba la taza y tomaba un sorbo de café—, pero que un estudiante de derecho tenga pistola aquí es poco corriente. Y el rollo que me has metido sobre que la obligaron a lo del camión de folios y todo eso… yo me creo hasta donde tú quieras, pero que, vamos, la tía estaba bien metida con el Niño en el tema, así que lleva cuidado.
—No, si llevo cuidado —dijo Bruno—, pero bueno, tampoco es para tanto. A mí es que me gusta bastante, no sé… Tampoco me parece mala persona.
—No me refiero a eso. La muchacha parece legal, pero que… muchas veces vemos un par de tetas y perdemos el norte. Yo solo te digo que lleves cuidado.
Los buzos de la Guardia Civil llegaron casi a media tarde. Desplegaron su equipo y, en menos de una hora, los cadáveres de José y la Nati estaban sobre la hierba esperando para ser transportados al depósito.
Bruno volvió al hotel. Abrió la puerta de la habitación y se la encontró sentada a la mesa, llorando.
—Ya estoy aquí. ¿Cómo vas?
—Bien —contestó, mirándolo con los ojos llenos de lágrimas.
—¿Estás llorando? —dijo al verla.
—Pero no es por nada. Son tonterías.
—Venga, no te preocupes —dijo sentándose junto a ella—. Todo ha terminado, nadie te va a hacer nada.
—¿José está muerto? —le preguntó mientras le cogía de la mano.
—Han aparecido los dos cadáveres. ¿Por eso lloras?
—No lloraba por eso, pero también me duele que haya muerto José.
—Entonces, ¿por qué llorabas?
—De pronto me ha entrado pánico. He estado pensando en todo lo que ha pasado en las últimas horas y me ha venido a la mente la idea de que no ibas a volver, de que me iba a quedar otra vez completamente sola.
—Pues… te has equivocado, he vuelto. Y lo primero que voy a hacer es besarte.
—Y yo a ti.