Amor y Muerte

Pablo Palacio


Cuento


A la vera del camino, tras un recodo de la loma, junto a los grandes ventisqueros y frente a los grandes pajonales que hace crecer el frío, estaba la choza de un viejo montañés de barbas patriarcales y canas, pronta a desvencijarse bajo el peso asolador del viento que ruge, la nieve que cae y el tiempo que pasa.

Fue en los estertores de un crepúsculo invernal, que en el límite visible del camino, se dibujó la silueta temblona de una Vieja, con el bordón a la mano y la espalda doblada bajo un fardo de penas. Fue acercándose lentamente por el camino intransitable y, su voz cansada, sonó extraña a los oídos del Viejo.

—Hermano: Habréis visto pasar por esta ruta a un peregrino joven, de mirar encendido, negra la cabellera, como el corazón de sus perseguidores; rojos sus cantos, con el rojo de los combates.

Sintió el Viejo un rebullir interno de Pasado y sus ojos quisieron ir más allá de los de aquella, cuyas palabras evocaban tiempos idos. Pasó por su boca rugosa una sonrisa amarga y por sus ojos apagados, un brillar de triunfo.

—Hacen veinte años —dijo— que llegué a esta choza, testigo tal vez de qué ignorados infortunios, de qué ignorados dolores, y sólo he visto pasar a labriegos de lejanas alquerías, en busca de ganado perdido y a las fieras de las montañas, en busca de presa que hacer.

—¡Veinte años! Veinte años justos hacen que partió ¡Cuánto he sufrido!

—Ven, hermana, ven, y bajo mi choza mal cubierta, junto a la lumbre débil, me contarás tus penas; y yo las mías, que no han salido nunca de estos labios viejos y sólo saben de ellas, las noches interminables, y los días solos, cuando no hay pan para las carnes exhaustas ni fuego para el cuerpo desvalido.

Y se sentaron juntos, y la llama dio un tinte rojizo a los rostros y las cosas todas…

—Soy —empezó la Vieja— una copa escanciada de quien han hecho festín todos los dolores. Empecé por amar y hoy sólo sé que el amor es dolor. ¡Y cuán bello es! Como las rosas. Pero ¡y de aquél que se atreva a arrancarlas sin cuidado: sentirá el agudo punzar de las espinas, que se le irán muy hondo, muy hondo…! Como las llevo yo.

«Herminia me llamo, e hija soy de un Grande y Señor del Reino de Orán; pasaba mi juventud monótona entre las cuatro paredes de la Casa Feudal, pero el Amor había llamado a la puerta del Castillo, y sentí un estremecimiento intenso dentro de mi corazón; era Julián quien lo había herido, mozo pobre de dinero, pero de alma pura… Nos amamos. Mas, mi padre llegó a saberlo y nos encontró juntos, en sabroso coloquio de amor; fue implacable y toda su furia la descargó sobre nosotros; él sufrió sumiso el castigo, mas, cuando lo vio arrojarse sobre mí, se interpuso terrible… Fue una lucha horrorosa…

»Y venció. Y se irguió radiante. Pero, viéndome a su lado, se arrastró a mis pies. Perdón, perdón, gritome y, levantándose, corrió, corrió sin tregua ni descanso, con el rostro escondido entre sus manos, humillado en su vencimiento. Y desapareció por el camino sin regresar a ver.

»El Amor cual una ave carnicera, después de apurar toda la sangre de mi corazón, se elevó de nuevo a las alturas en busca de otro, sobre el cual cernerse.

»Sí, se elevó ya, porque yo no podía amar al injuriador de mi padre».

El amante estaba lejos y, la amada suspiraba por él…

Tras las tristes brumas del trágico pasado; tras el recuerdo obsesionante del Padre, muerto por el dolor de la injuria; tras veinte años de vida cenobítica, en la monotonía del Castillo: surgió el perdón. Cual destello de Luz. ¡Pero cuán tarde!

—¡Indagué el paradero de Julián. Un sirviente antiguo de la Casa me avisó toda la verdad. ¡Horrible verdad! Mi amante había sido desterrado. ¿A dónde? Se me hiela la sangre al recordarlo; sufre mi ser entero estremecimientos indefinibles. Él había sido condenado a vivir allá, lejos, muy lejos, junto a las nieves eternales y a las fieras hambrientas, allá, donde hasta las flores mueren, anémicas de frío, en la Siberia.

«Dejé el Castillo, dejé el Feudo, todo eso vale menos que una mirada ardiente de Julián, y me he prometido andar, andar en busca de algo imposible, en busca de los jirones de mi Ideal, porque llena está mi alma con la nostalgia de aquella flor tan peligrosa.»

Cesó la Vieja de contar y un hondo suspiro se escapó de su pecho. La llama se estremeció, una lengua de fuego se elevó muy alto, agónica, expirante y se apagó; un rayo de Luna filtrose por un claro de la techumbre y dio en el rostro pálido del Viejo de barbas patriarcales y canas, sus ojos se habían cerrado con una expresión de infinita angustia y sus labios, contraídos en un rictus de dolor. Se miraron fijamente, fijamente, y dijo el Viejo con tristeza:

—¡Yo soy aquel Julián!…

Reinó en la choza un silencio angustioso.

¡Ni un abrazo!

¡Ni un beso! ¡Nada!

¡Nada!

Sólo los sollozos que se ahogaban en las gargantas y las lágrimas que corrían lentamente por las mejillas.

¡Cómo pesan los años! ¡Hasta sobre el amor!

Y cerraron los ojos lentamente, como lo hacen los niños hambreados, después de llorar mucho.

Las Estrellas y la Luna temblaron palideciendo, un resplandor rojizo vino de Oriente, y más atrás el Sol, poniendo una caricia en aquellos labios, muertos para el beso: en aquellos cuerpos, muertos para el amor.

¡Todo es dolor! ¡Todas las ilusiones de la vida humana, empiezan con la vana locura de esperar y acaban con la triste locura de llorar!

Y después… viene la Muerte.

En una de aquellas mañanas precursoras de la Primavera, había nevado mucho. Inmensas moles de nieve yacían en las alturas. Más abajo los grandes Tinacos protegidos del calor por las montañas.

El Sol brilló, vivificando los cuerpos y las cosas. Eran las diez. Julián y Herminia dormían todavía, bajo la caricia del sol asesino.

Y empezó el deshielo.

Asolador, terrible, como no se lo había visto.

Las moles de nieve calentadas, temblaban y bajaban por la pendiente.

Pronto se formó un gran río que lo arrastraba todo y se llevó a los Viejos sorprendidos en la mísera choza. Fue un grito unísono y, después el bajar, más abajo…

En un gran ventisquero las aguas se estancaron, los Viejos se unieron en un abrazo indisoluble como si cada uno encontrara en el otro su salvación y, empezaron a dar vueltas por el Tinaco a impulsos de la corriente…

El agua cesó de entrar y un frío letal empezó de nuevo a invadirlo todo.

Los viejos se hundieron, flotaron, otra, y otra vez.

Y el agua se congeló de nuevo cerrándose como una tumba. ¡Tumba blanca, sola, fría!, sobre los expirantes estrechados fuertemente, cual si cada uno temiera entrar solo al Reino de las Sombras Infinitas.

Y después: la Primavera… El Estío… Y los años, los años, rimando una extraña y bendita Melodía, la Melodía del Olvido, del Tiempo… Y los Viejos, yertos, abrazándose… Siempre…

¡Eternidad de Amor!


Publicado el 17 de mayo de 2024 por Edu Robsy.
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