El Frío

Pablo Palacio


Cuento


Para la buena hermana —no contada— de Víctor, Ramón y María. Es fina, pálida, morenuca. Y ha sido embrujada con un bebedizo de indiferencia.

—¡Víctor! ¡Ramón! ¡María! ¡Muchachos! Todos aquí. —Es la voz argentada de Rosario que llama a sus pequeñines. Juegan junto a la cancela del jardín.

Mariquita entra la primera. Es un angelito de Dios. Hecha de cielo y sol, áurea como la luz dorada del crepúsculo. Tiene el cabello rubio cortado en la nuca; las mejillas sonrosadas, manzanas maduras; los labios entreabiertos; los dientes finos y blancos, collar menudito de estrellas: la nariz pequeñina, carnosa y ligeramente levantada hacia arriba; gordita, blanca y los ojos de añil.

Como un rayo de luz, juguetona y frágil, zalamera y risueña, abriendo los bracitos de nácar, cae sobre el regazo de su mamacita. Levantándola en alto la hace mil de mimos, caricias y besos.

Víctor entra después corriendo como un gamo y colocándose detrás de Rosario se acurruca lo más que puede; ésta, maliciosa y sonriente, lo tapa de las miradas de Ramón que entra de puntillas y con la sonrisa en los labios. Daniel, el padre, le avisa con los ojos en donde se oculta Víctor; éste, que tiene el dedo sobre los labios, ve la indicación y lloriquea:

—No quiero. ¡Vaya! Fuera de avisadas.

Ramón, al oír la voz de Víctor, suelta la carcajada, y en esa carcajada, contenida a duras penas por un minuto, hay de todos los matices y todas las dulzuras.

Ambos tornan a salir corriendo. Rosario y Daniel los llaman hasta desgañitarse. Ellos no hacen caso. Los amantes se miran, y en la dulzura de los ojos berilianos de él y en el encanto endrino de los de ella hay un brillar de pasión, un fulgurar intenso de sus almas, en las que se maridan el encanto muriente del día, cubierto de luz y vestido de aromas de azahares, de claveles y de rosas chafadas por los latigazos vivos del sol de otoño, y la sencillez inefable de aquellas vidas infantiles, que sólo saben reír. Todo es alegría: Ellos —Rosario y Daniel— se abrazan y se besan; aquéllos —los niños— encantan el jardín con el murmullar de su voz rosa. Sólo de cuando en cuando las carcajadas de un loco ponen la nota amarga de la vida real en el hogar feliz. Él es sencillo como los niños y es aterrante como el destino. Ríe, ríe, ríe porque ha nacido para reír.

Llaman a la puerta.

—Mariquita, abre —ruega la madre. La niña queda temblando junto al dintel y mira a Rosario con ojos azorados. En el vano de la puerta se perfila la figura vergonzosa de una estantigua. Es alta, seca y grave. Es la abavia, la Tante Dide de una generación de crimen: llena de roseolas sangrientas, ha paseado su cuerpo corrompido por todos los lupanares públicos, ha escanciado todos los placeres y llevado inusitado lujo. Es la momia secular de la pasión: la cara aguileña aceitunada y rugosa; el cabello nevado; ancha, grande y perversa la frente; los ojos medianos y sin pupilas, que parecen un lago infecto y verdoso, se mueven acompasadamente y orgullosos: tienen la transparencia del piélago; la nariz adunca y larga; la boca de labios finos llena de pliegues en forma de rayos; y sobre todo aquellas roseolas, ¡oh!, las roseolas, besos sangrientos de algún demoníaco maldiciente, que pasó como los días sobre la vieja haraposa, que antaño había escanciado todos los placeres!

La voz de la vieja suena gruesa, opaca como un traqueteo sordo de madera, y en la voz aquella hay un reproche por la vida mendicante, un resto de orgullo, de amargo vencimiento:

—¡Den una limosna por amor de Dios!

Enero. Noche de grandes ventarrones. El frío cala los huesos, hace tiritar a los niños y ladrar furiosamente a los famélicos perros. Tiembla la llama de la vela y en el gran salón forrado de mullido tisú dibujan las sombras de los muebles espectros quiméricos, que mueven los brazos inquietantes rápido, lento a veces, igual que majestuosos pulpos marítimos. Un ramo de rosas se despetala lentamente al pie de un gran Cristo, pálido y macerado, que alza los ojos al cielo raso en ademán de súplica y esboza en la blanca pared una sombra larga y negra. Cruza por el ambiente un temblor de misterio y los niños se acurrucan en un rincón rezando tremorosos el Santo Dios. Dormita un gato junto a la luz.

Una racha de viento sopla del sur y abre las ventanas con estrépito; se apaga la vela; el gato se levanta, arquea el lomo y maúlla siniestramente; los niños empavorecidos gritan, estrechándose:

—¡Jesús!

En este momento entran Rosario y Daniel; éste hace luz pausadamente; aquélla abraza a Mariquita, la levanta, la besa, y dos lágrimas amargas surcan el ababol de sus mejillas. Daniel la mira, suspira y con palabras que quiere hacer insinuantes, persuasivas, la dice, con dulzura:

—No llores, amor mío, nada temas.

Y amargamente:

—Nos arrojan del pueblo, nos arrojan de la casa, porque dice el señor cura, dice el pueblo, dice el casero que vivimos mal… No importa, bien mío, somos jóvenes y hay ilusión en los corazones.

Y juntando el rostro de él al de ella, rodeándola con un brazo por la cintura, con el otro estirado y el dedo señalando allá, como un oreo:

—Nos iremos muy lejos, bien mío, a donde nadie viva mal, abriremos el monte con nuestros brazos, y seremos felices en una casita blanca, junto al río y bajo un sol alegre. Simula una sonrisa que es un gesto y le da un beso que es un hipo de llanto.

Ambos callan, meditabundos, con las mejillas, frescas aún, hundidas entre las manos finas.

Los niños se han tornado alegres a la venida de los papás y bromean calladamente cerca de la ventana.

El mayor:

—Contemos cuentos.

El menor:

—Ya, cuenta vos.

—No me acuerdo, cuenta vos.

—Yo no sé ninguno. Mejor leamos.

—Ya.

Corre Víctor y vuelve con un libro en las manos. Se sienta, y poniéndolo en el regazo, hojea precipitadamente.

—Éste.

—No, éste.

Lee, como leímos todos cuando fuimos niños. Cantando casi y pausando cada tres palabras:

—«Era una princesita candorosa, picada de tisis, pálida, fina y morenuca que había sido embrujada con un bebedizo de amor»

—A mí no me gusta.

(Mariquita se ha desprendido de los brazos de Rosario y ha corrido a sentarse sumisa junto a su hermanito que lee. Oye atentamente).

De improviso Víctor cierra el libro y con gran interés, acercándose más aún, pregunta a Ramón:

—Oye, ¿qué te vas a hacer?

—¿Yo?… Rey.

Hunden entrambos la cabeza entre las manos.

Luego, el menor:

—¿Y a los reyes los matan?

El mayor:

—¡Sí, tonto!

El menor:

—Entonces, ¿qué me haré?

Meditan largamente con la cabeza inclinada y las manos en los bolsillos.

Afuera arrecia el viento.

Mariquita arranca una foja del libro: un día más.

El menor:

—Y vos ¿qué te vas a hacer?

El mayor, pasándose la mano por la frente:

—¿Quién ganará más, un Obispo o un Capitán?

Canta el silencio la canción de las noches solemnes. Calla el viento, Rosario y Daniel se miran azorados, llenos de una amargura infinita. Sienten ambos la hiel de la vida real.

Y como por escarnio suena la carcajada del loco, satánica, befante y mala. ¡Pobre loco! Él es sencillo como los niños; por eso sólo sabe reír.

Ulula de nuevo el viento por las tejas y los árboles. Estremécense las puertas. Ladran furiosamente los famélicos perros. El gato arquea el lomo.

Rosario, acercándose mucho y temblando. A su amante:

—¡Tengo miedo!

Y Daniel, conteniendo una lágrima:

—No es nada.

Ella, más cerca aún:

—¡Tengo frío!

Él, abrazándola:

—¿Quieres?

Desmayan lánguidos los ojos adorables de Rosario…

—¡Sí!…

Más tarde el salón está desierto y negro. Los niños dormitan en su lecho. Y dos bocas treman en un beso de amor.


Publicado el 17 de mayo de 2024 por Edu Robsy.
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