Tres años tenía Juanito cuando su madre moría.
Hay momentos de infortunio terribles en la vida, momentos en que se nos presenta el destino horriblemente despiadado, momentos en que se siente de veras, se llora de veras, pero Juanito no pensaba, no sentía cuando su madre moría.
Enferma estaba la pobrecita y vivía con su familia en una casita de campo. Resolvieron sacarla de allí a la ciudad para mayores comodidades. Y he aquí que en un triste día, muy triste para Juanito, lo separaban de su madre; pero él se le acerca un momento y le pregunta:
—¿A dónde vas, madre?
—Voy a volver… hijito —le responde entre sollozos.
Pero aquel día no llega y se cansa de llorarla y de llamarla: «¡Vuelve, madre!» «Cuanto tardas». Y hoy ya no espera a la pobrecita que duerme entre los muertos.
Y creció. Y se le ve vagar con su carita triste y melancólica, sus grandes ojos negros, ojos negros que infunden amor y pena; su cabello negro también, su cabeza baja… Y cuando en la soledad lanza una mirada al espacio, parece interrogar al infinito, parece que con ansia dijera: «Vuelve, madre querida, cuanto tardas». Y crecía el huerfanito, tanto física como moralmente: sus largas horas, negras de infortunio, habían formado en él un corazón tierno.
Y he aquí que cumple quince años. He aquí que llega un día en que quiere visitar la tumba de su madre. Y se le vio trotar en una tarde con su carita triste y melancólica, la cabecita baja y por sus mejillas pálidas y demacradas, rodaron dos lágrimas para refrescar una corona de blancas rosas y enredadera morada.
Así va por el camino de la última morada. Acompañémosle.
Llega allá, y busca, busca por todas partes, pero no encuentra lo que será tal vez su último consuelo: ¡la tumba de su madre no existía ya!
—Todo se acaba, dijo. Y sentía un frío sacudimiento, una amargura inexplicable invadía su corazón, sentía impedimento en su garganta; abre desmesuradamente los ojos y la boca y así en este estado de demencia, cae de rodillas y continúa el pobre inconsciente viendo morir el día, viendo la enorme mole de la iglesia parroquial de un color morado obscuro, ribetearse por el rojo reflejo de los postrimeros rayos del moribundo astro; y así, en esta postura continúa, mientras la noche avanza, dejando muerto para el pobrecito el sol de la esperanza…
Y las manos del huerfanito se agitaban ante el espacio inmenso.
Y en el azulado fondo, como el continuo parpadeo de vírgenes con sueño, titilaban las estrellas, iluminando el rostro del huerfanito que parecía más pálido que ellas.
Y los perros aullaban tristemente, fieramente…
Y las hojas secas, empujadas por la brisa, producían algo como un glosado, algo como un preludio para un canto celestial…
Y así se encontró el huerfanito en su verde tálamo cubierto de cruces y cipreses, con sus grandes ojos negros y lánguidos a medio cerrar, su boquita, contraída como para elevar su última oración, sus mejillas pálidas, muy pálidas y húmedas aún, todo su cuerpecito aterido estaba de frío, su cabecita blanca estaba por las canas, en una sola noche había envejecido ya. ¡Había sufrido tanto! ¡Había llorado tanto! «COMO LLORAN LOS HIJOS QUE AMAN A SUS MADRES MUERTAS».
Su corona estaba ya marchita y por mortaja le sirvieron las blancas rosas que al otro día los campesinos del pueblo, supieron, al son de ensalzadoras frases, regar sobre su cuerpecito muerto.
Así murió el tierno huerfanito, porque amaba a la pobrecita muerta.