Rosita Elguero

Historia vulgar

Pablo Palacio


Cuento



I

Aquel amor hondo y bravío se le entró en el corazón con todo el fuego del trópico.

La había visto crecer desde niña, había visto redondearse sus líneas y ponerse cada vez más negros sus ojos… Y, de improviso, al descubrir una sonrisa furtiva de ella se había enamorado con toda la vehemencia impulsiva de su alma, con todo el ardor hondo del trópico. De la muchacha traviesa de antaño había pasado a ser señorita, y la indiferencia con que antes él la miraba, habíase tornado en un deseo avasallador de sondear desde cerca el misterio de sus ojos.

Y cuando desde las regiones del ensueño descendió a la prosaica realidad, al oír la invitación que le hiciera su amigo Alfredo para ir a casa de Rosita, se detuvo un momento vacilante, meditó mirando fijamente la rica alfombra, mientras dejaba transparentar en su rostro las violentas emociones que sufría, y se decidió por fin, no sin poner antes algunos reparos, que fueron fácilmente allanados.

II

Al otro día, Juliano se levantó bastante tarde, y con la cabeza demasiado pesada por los efectos del vino.

Se incorporó en el lecho y se puso a divagar… Lo veía todo como a través de un sueño, le parecía imposible o dudoso lo de la noche anterior. Recordaba el poco azoramiento que tuvo al entrar, sus miradas dulces y esquivas; luego la animación de las primeras libaciones, el vals, sus movimientos, torpes al principio debido a la emoción; los hombros blanquísimos de ella, la alegría de los padres, su salida a la terraza, la luna, la tranquila unción de la ciudad, y después de aquellas palabras que va repitiendo la humanidad entera de boca en boca, el beso que le hizo estremecer y dudar de sí mismo, en un aniquilamiento involuntario de su personalidad. Luego su tristeza, sus palabras inocentes, aquellas palabras que tuvieron en el silencio de la noche el temblor de una melopea trágica.

Don Edmundo, repantigándose en el amplio sillón, dejando en la mesa el periódico de anuncios, arrojó una bocanada de humo, y dirigió a Juliano una mirada oblicua y fija sobre los lentes de lectura.

—Tú has estado anoche en casa de…

Juliano, poniéndose levemente rojo, barbotó:

—No, papá.

El buen señor se sacó los lentes precipitadamente.

—¿Cómo que no? A mí me lo han contado esta mañana mismo. Será la primera y última vez.

—Pero, papá, ¿por qué te enojas? Yo en eso nada encuentro de malo. Rosita es una muchacha simpática, honrada: yo ya soy un hombre… ella es pobre, pero tú tienes dinero, y lo único que debes querer es la felicidad de tu hijo… Yo pienso casarme…

Don Edmundo se levantó furioso, creciendo su indignación a punto que se ponía rojo y hacía ademanes exagerados con los brazos.

—¡Cómo! ¿Tú casarte con ésa… Con una pobrete de la laya…? ¿Tú…? Eso nunca. ¿Para eso te he criado y te he educado? No. Hoy mismo sales de mi casa. Tú no tendrás un solo centavo de mis manos. ¿A mí con eso…?

Juliano quedóse anonadado, casi loco. ¿Qué hacer? Todas sus ilusiones habían caído por los suelos. Aquello era imposible, inaguantable. Su papá no le daría ni medio. ¡Qué desgracia!

Cuando se encontró con su amigo Alfredo todo se lo contó.

—Y bien, ¿por qué te desesperas? Parece increíble. Eres hombre de grandes aspiraciones. ¡Desilusionarte por tan poco! Si ella no es tu porvenir, hombre. Lo que te dice tu papá es más que cierto: ella no es para ti. ¡Debilidades de la humanidad! No te mates, hombre, muévete, goza; para eso es el dinero. ¿Éste es el sexo fuerte?

Y casi quedó convencido de que debía ser así. Al fin y al cabo, era cierto lo que decía su amigo Alfredo. No hay por qué llorar ni desesperarse. Así es la vida. Pero, como siempre somos débiles, se dijo, mañana parto a una hacienda; me estaré allí un mes, dos, un año, es preciso; ella también ya me olvidará… ¡Así son las mujeres…! Y… asunto concluido.

Ese mismo día se arregló todo con el padre de Juliano, y, como éste lo había pensado, con el alba del siguiente partió con rumbo a San Francisco.

III

Desde entonces, Rosita Elguero no volvió a ver a su galán.

Todas las tardes se instalaba avizorante en su lindo balconcito, con geranios y con jazmines. Era un encanto verla allí, como en la alegría de un cromo inglés, con las crenchas cayéndole en chorros, y su naricilla respingona. Pero los ojos se le volvían azules de tanto mirar.

Para ella no tenía explicación el súbito alejamiento de Juliano, y pasaba todo el día revolviendo en su imaginación cuantas sospechas podía caber. Él había sido su Ángel de Anunciación que trajo promesas sin cuento, y le parecía casi imposible ver esfumarse la más grande ilusión de su vida.

Cuando supo que había partido a San Francisco, el corazón le dio un vuelco dentro del pecho. Pero, al fin… ¿qué iba a hacer? Esperaría… A tantos que había despreciado por quererlo a él sólo. Él no la olvidaría. ¿Cómo creer en ello? No, no podía ser. ¿Esperar…? Pero tanto tiempo… Un año, quizá más. ¿Qué hacer…?

Le escribiría. ¡He aquí una idea!; le escribiría, sí, le escribiría. Y ante la idea de tener una carta de él entre sus manos, lloraba de gozo, emocionada.

Un mes tardaría la carta en llegar a San Francisco. ¡Huy… qué lejos estaba! Pero, al fin… Él le contestaría enseguida, eso sí, enseguida. Un mes en venir la contestación. ¡Jesús, qué largo…!

Pero se resignó y hubo de escribirle en una mañana clara; el portador se llevó la carta y con la carta el corazón amoroso de Rosita. Desde entonces empezó a contar día por día cómo se pasaba el tiempo y lloró muchas veces a la Virgen porque venga la contestación pronto. Pero corría el tiempo y la ansiada carta no llegaba. ¡Ya eran tres meses! Entonces lloró muchas veces a la Virgen porque le contestara…

Le escribió una y otra vez, hasta que, en una noche de insomnio, entonó una aria triste a sus encantos muertos porque la esperanza se le murió ya en el corazón.

En tanto, Juliano, desde San Francisco había partido muy lejos, allende los mares. Su padre le envió mucho dinero para que pasee y goce, pagando así la docilidad de su buen hijo.

IV

Tenía una hermosura alegre y clara.

¡Oh, Rosita Elguero, cuántas veces suspiré por la hipnosis de tus miradas gitanescas; por el oro de tus cabellos rubios, como las guedejas del Rabino; por las caricias de tus manos de mar!…

V

Rosita se desesperaba, había muerto en su corazón la esperanza en el amor de Juliano, y ya todos la habían olvidado. ¡Quién se iba a acordar de ella, cuando a todos había despreciado por alimentar aquella ilusión!

Por los corrillos que se formaban en el barrio corrió la voz de su súbita transformación, y pocos supieron cómo explicarla. Algunos, mal intencionados, conocedores de las circunstancias de ella, se alegraban de las consecuencias fatales de aquel amor que «sólo a la cabeza de ella podía metérsele». Otros, nostálgicos de las sonrisas de la chica, suspiraban meneando la cabeza: «Que fatalidad, qué fatalidad».

Y llegaron: la chaqueta recamada de botones de oro, las botas rodilleras charoladas, los ojos picarescos y la amplia capa azul claro, a esa muy libérrima e ínclita ciudad de X…, en donde las viejas maldicen de la indisciplina de los batallones, y las mozas dan un ojo por uno de esos mozos simpáticos.

Como era natural, no faltó uno que diera con Rosita y se instalara en la esquina a enamorar a la chica. Fue un Subteniente de Infantería que, por la nariz, había tenido predisposiciones naturales para búho, pero que tenía unos ojos…

Cuando vio a Rosita, se juró «no dejar de darle vueltas hasta ver en qué para la cosa». A ella, por su parte, le había impresionado el rostro exótico del oficial. Son caprichos de ciertas almas extrañamente complejas. Aquel rostro cetrino y cenceño con unos ojos de campo tan blanco era verdaderamente atrayente. Su primera impresión fue de cariño para el extranjero, pero vino enseguida la reacción y acordóse de Juliano. ¿Qué diría él? Y una ola de rencor invadió su pecho, asolándolo. ¿Qué diría él? ¿Tenía todavía esperanza en sus palabras engañosas? No. Había sido una pasión que nació sólo en su alma. Él no la quiso nunca. Ni siquiera le contestó sus cartas. Haría lo que quisiera porque era libre. Y renació el odio. Y nació el amor.

Fue un amor pasional nacido bajo el impulso del olvido: ella amaría al otro.

Cuando el oficial volvió a pasar bajo el balcón de Rosita, la miró intensa, amorosamente y, poniéndose una mano en el pecho, de sus labios surgió una galantería sutil, apasionada:

—¡Linda!

Y Rosita le pagó con la caricia de su sonrisa luminosa.

VI

Cuentan que en una noche azulada y serena, las carnes alabastrinas de la chica cegaron los ojos ávidos del Subteniente de Infantería.

VII

Juliano, allende los mares, derrochaba dinero a más no poder; ni se acordaba siquiera de la enamorada que dejó en la ciudad lejana. ¡Iba a acordarse!

Habían pasado ya seis años y no le quedaban huellas en su alma de aquella noche que mató el porvenir de Rosita.

Al fin llegó el tiempo de regresar. Juliano sentía una satisfacción íntima de ver a los años su ciudad, si bien al mismo tiempo sentía dejar los holgorios y el libertinaje; partió un lunes. Todos sus amigos salieron a dejarlo en el puerto.

Y… como aldaba lo llevó, aldaba lo trajo. Nada había cambiado: era la vieja ciudad quietista y estática que dejó una mañana clara, y al mismo tiempo que sintió el palpitar intenso del corazón por la alegría, sintió la nostalgia de los crepúsculos, rojos de besuqueos…

Domingo. Tarde plomiza y pesada. Tiene ganas de llover. El canto de los borrachos muere con las horas profanando la mirífica congoja del disanto. Unos pocos aldeanos retrasados vagan por las calles de la ciudad. Por medio de la plaza pasan dos jamelgos lentamente… Y las beatas madrugueras a la misa van también por la tarde a la Iglesia a rezar.

De improviso, en los altos de una casa se abre una ventana ruidosamente, rompiendo el encanto del crepúsculo, y un señor alto y gordo, con sombrero de paja, poniéndose las manos en la boca, con voz potente de maestro de capilla, llama hacia el otro extremo de la plaza:

—¡Zarangozín… Zaragozín…!

Vuelve a cerrarse la ventana, y la tarde torna a dormir…

—¿Quién es ésa que va allí?

—¿Quién? ¿No sabes? Es Rosita Elguero… La chica estaba fundida. Desde esa noche a nadie volvió a ver. ¿Recuerdas? Después, desesperada, comprendiendo que tú te habías burlado de ella, tuvo unos amores con un Subteniente Tal… que ni recuerdo cómo se llamaba. Después, vino un señor de provincia. ¡Un pato! Ya sabes… Se enamoró perdidamente de ella y se casó. Allí la tienes, es una verdadera madre de familia y una buena señora… Tiene ya cuatro hijos…

Juliano se lleva la mano al corazón y deteniéndose exclama con furia:

—¿Ella? ¿Casada?… ¿Cómo es eso?… La he de matar… La he de matar…

Una sonora carcajada de Alfredo quiebra de nuevo el silencio de la tarde.

—¿Qué? ¿Lo dices en serio?… Vaya, hombre, vaya. Pero ¿qué querías? La engañas diciéndole que la quieres y te vas para volver después de años. Ella, por serte fiel y agradarte más, despachaba a todos sus anteriores pretendientes y tú has querido que se quede para vestir santos, como dicen vulgarmente, ya porque tuviste la bondad de mentirle… ¿Lo dices en serio?

Y una nueva carcajada sale de los labios de Alfredo.

A lo lejos, Rosita Elguero pasa. En cuanto ve a Juliano lo reconoce y dos lágrimas ardientes empañan la tersura de sus mejillas.

En el silencio del crepúsculo suenan trágicamente las palabras de Juliano, aquellas palabras de una injusticia bárbara que son en la tarde moribunda el fogonazo lírico de un cañón guerrero, eternamente olvidado sobre la arena sangrante del campo de las batallas del corazón:

—La he de matar… La he de matar…


Publicado el 19 de mayo de 2024 por Edu Robsy.
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