Con guantes de operar, hago un pequeño bolo de lodo suburbano. Lo echo a rodar por esas calles: los que se tapen las narices le habrán encontrado carne de su carne.
Un hombre muerto a puntapiés
«¿Cómo echar al canasto los palpitantes acontecimientos callejeros?»
«Esclarecer la verdad es acción moralizadora».
El Comercio de Quito
«Anoche, a las doce y media próximamente, el Celador de Policía
N.º 451, que hacía el servicio de esa zona, encontró, entre las calles
Escobedo y García, a un individuo de apellido Ramírez casi en completo
estado de postración. El desgraciado sangraba abundantemente por la
nariz, e interrogado que fue por el señor Celador dijo haber sido
víctima de una agresión de parte de unos individuos a quienes no
conocía, sólo por haberles pedido un cigarrillo. El Celador invitó al
agredido a que le acompañara a la Comisaría de turno con el objeto de
que prestara las declaraciones necesarias para el esclarecimiento del
hecho, a lo que Ramírez se negó rotundamente. Entonces, el primero, en
cumplimiento de su deber, solicitó ayuda de uno de los chaufferes
de la estación más cercana de autos y condujo al herido a la Policía,
donde, a pesar de las atenciones del médico, doctor Ciro Benavides,
falleció después de pocas horas.
»Esta mañana, el señor Comisario de la 6.a ha practicado las diligencias convenientes; pero no ha logrado descubrirse nada acerca de los asesinos ni de la procedencia de Ramírez. Lo único que pudo saberse, por un dato accidental, es que el difunto era vicioso.
»Procuraremos tener a nuestros lectores al corriente de cuanto se sepa a propósito de este misterioso hecho».
No decía más la crónica roja del Diario de la Tarde.
Yo no sé en que estado de ánimo me encontraba entonces. Lo cierto es que reí a satisfacción. ¡Un hombre muerto a puntapiés! Era lo más gracioso, lo más hilarante de cuanto para mí podía suceder.
Esperé hasta el otro día en que hojeé anhelosamente el Diario, pero acerca de mi hombre no había una línea. Al siguiente tampoco. Creo que después de diez días nadie se acordaba de lo ocurrido entre Escobedo y García.
Pero a mí llegó a obsesionarme. Me perseguía por todas partes la frase hilarante: ¡Un hombre muerto a puntapiés! Y todas las letras danzaban ante mis ojos tan alegremente que resolví al fin reconstruir la escena callejera o penetrar, por lo menos, en el misterio de por qué se mataba a un ciudadano de manera tan ridícula.
Caramba, yo hubiera querido hacer un estudio experimental; pero he visto en los libros que tales estudios tratan sólo de investigar el cómo de las cosas; y entre mi primera idea, que era esta, de reconstrucción y la que averigua las razones que movieron a unos individuos a atacar a otro a puntapiés, más original y beneficiosa para la especie humana me pareció la segunda. Bueno, el por qué de las cosas dicen que es algo incumbente a la filosofía, y en verdad nunca supe qué de filosófico iban a tener mis investigaciones, además de que todo lo que lleva humos de aquella palabra me anonada. Con todo, entre miedoso y desalentado, encendí mi pipa. —Esto es esencial, muy esencial.
La primera cuestión que surge ante los que se enlodan en estos trabajitos es la del método. Esto lo saben al dedillo los estudiantes de la Universidad, los de los Normales, los de los Colegios y en general todos los que van para personas de provecho. Hay dos métodos: la deducción y la inducción (Véase Aristóteles y Bacon).
El primero, la deducción me pareció que no me interesaría. Me han dicho que la deducción es un modo de investigar que parte de lo más conocido a lo menos conocido. Buen método: lo confieso. Pero yo sabía muy poco del asunto y había que pasar la hoja. La inducción es algo maravilloso. Parte de lo menos conocido a lo más conocido… (¿Cómo es? No lo recuerdo bien… En fin, ¿quién es el que sabe de estas cosas?). Si he dicho bien, este es el método por excelencia. Cuando se sabe poco, hay que inducir. Induzca, joven.
Ya resuelto, encendida la pipa y con la formidable arma de la inducción en la mano, me quedé irresoluto, sin saber qué hacer.
—Bueno, ¿y cómo aplico este método maravilloso? —me pregunté.
¡Lo que tiene no haber estudiado a fondo la lógica! Me iba a quedar ignorante en el famoso asunto de las calles Escobedo y García sólo por la maldita ociosidad de los primeros años.
Desalentado, tomé el Diario de la Tarde, de fecha 13 de enero —no había apartado nunca de mi mesa el aciago Diario— y dando vigorosos chupetones a mi encendida y bien culotada pipa, volví a leer la crónica roja arriba copiada. Hube de fruncir el ceño como todo hombre de estudio —¡una honda línea en el entrecejo es señal inequívoca de atención!
Leyendo, leyendo, hubo un momento en que me quedé casi deslumbrado.
Especialmente el penúltimo párrafo, aquello de «Esta mañana, el señor Comisario de la 6.a…» fue lo que más me maravilló. La frase última hizo brillar mis ojos «Lo único que pudo saberse, por un dato accidental, es que el difunto era vicioso». Y yo, por una fuerza secreta de intuición que Ud. no puede comprender, leí así: ERA VICIOSO, con letras prodigiosamente grandes.
Creo que fue una revelación de Astartea. El único punto que me importó desde entonces fue comprobar qué clase de vicio tenía el difunto Ramírez. Intuitivamente había descubierto que era… No, no lo digo para no enemistar su memoria con las señoras…
Y lo que sabía intuitivamente era preciso lo verificara con razonamientos, y si era posible, con pruebas.
Para esto, me dirigí donde el señor Comisario de la 6.a quien podía darme los datos reveladores. La autoridad policial no había logrado aclarar nada. Casi no acierta a comprender lo que yo quería. Después de largas explicaciones me dijo, rascándose la frente:
—¡Ah!, sí… El asunto ese de un tal Ramírez… Mire que ya nos habíamos desalentado… ¡Estaba tan oscura la cosa! Pero, tome asiento; por qué no se sienta señor… Como Ud. tal vez sepa ya, lo trajeron a eso de la una y después de unas dos horas falleció… el pobre. Se le hizo tomar dos fotografías, por un caso… algún deudo… ¿Es Ud. pariente del señor Ramírez? Le doy el pésame… mi más sincero…
—No, señor —dije yo indignado—, ni siquiera le he conocido. Soy un hombre que se interesa por la justicia y nada más…
Y me sonreí por lo bajo. ¡Qué frase tan intencionada! ¿Ah? «Soy un hombre que se interesa por la justicia». ¡Cómo se atormentaría el señor Comisario! Para no cohibirle más, apresuréme:
—Ha dicho usted que tenía dos fotografías. Si pudiera verlas…
El digno funcionario tiró de un cajón de su escritorio y revolvió algunos papeles. Luego abrió otro y revolvió otros papeles. En un tercero, ya muy acalorado, encontró al fin.
Y se portó muy culto:
—Usted se interesa por el asunto. Llévelas no más caballero… Eso sí, con cargo de devolución —me dijo, moviendo de arriba a abajo la cabeza al pronunciar las últimas palabras y enseñándome gozosamente sus dientes amarillos.
Agradecí infinitamente, guardándome las fotografías.
—Y dígame usted, señor Comisario, ¿no, podría recordar alguna seña particular del difunto, algún dato que pudiera revelar algo?
—Una seña particular… un dato… No, no. Pues, era un hombre completamente vulgar. Así más o menos de mi estatura —el Comisario era un poco alto—; grueso y de carnes flojas. Pero; una seña particular… no… al menos que yo recuerde…
Como el señor Comisario no sabía decirme más, salí, agradeciéndole de nuevo.
Me dirigí presuroso a mi casa; me encerré en el estudio; encendí mi pipa y saqué las fotografías, que con aquel dato del periódico eran preciosos documentos.
Estaba seguro de no poder conseguir otros y mi resolución fue trabajar con lo que la fortuna había puesto a mi alcance.
Lo primero es estudiar al hombre, me dije. Y puse manos a la obra.
Miré y remiré las fotografías, una por una, haciendo de ellas un estudio completo. Las acercaba a mis ojos; las separaba, alargando la mano; procuraba descubrir sus misterios.
Hasta que al fin, tanto tenerlas ante mí, llegué a aprenderme de memoria el más escondido rasgo.
Esa protuberancia fuera de la frente; esa larga y extraña nariz ¡que se parece tanto a un tapón de cristal que cubre la poma de agua de mi fonda!, esos bigotes largos y caídos; esa barbilla en punta; ese cabello lacio y alborotado.
Cogí un papel, tracé las líneas que componen la cara del difunto Ramírez. Luego, cuando el dibujo estuvo concluido, noté que faltaba algo; que lo que tenía ante mis ojos no era él; que se me había ido un detalle complementario e indispensable… ¡Ya! Tomé de nuevo la pluma y completé el busto, un magnífico busto que de ser de yeso figuraría sin desentono en alguna Academia. Busto cuyo pecho tiene algo de mujer.
Después… después me ensañé contra él. ¡Le puse una aureola! Aureola que se pega al cráneo con un clavito, así como en las iglesias se las pegan a las efigies de los santos.
¡Magnífica figura hacía el difunto Ramírez!
Mas ¿a qué viene esto? Yo trataba… trataba de saber por qué lo mataron; sí, por qué lo mataron…
Entonces confeccioné las siguientes lógicas conclusiones:
El difunto Ramírez se llamaba Octavio Ramírez (un individuo con la nariz del difunto no puede llamarse de otra manera);
Octavio Ramírez tenía cuarenta y dos años; Octavio Ramírez andaba escaso de dinero;
Octavio Ramírez iba mal vestido; y, por último, nuestro difunto era extranjero.
Con estos preciosos datos, quedaba reconstruida totalmente su personalidad.
Sólo faltaba, pues, aquello del motivo que para mí iba teniendo cada vez más caracteres de evidencia. La intuición me lo revelaba todo. Lo único que tenía que hacer era, por un puntillo de honradez, descartar todas las demás posibilidades. Lo primero, lo declarado por él, la cuestión del cigarrillo, no se debía siquiera meditar. Es absolutamente absurdo que se victime de manera tan infame a un individuo por una futileza tal. Había mentido, había disfrazado la verdad; más aún, asesinado la verdad, y lo había dicho porque lo otro no quería, no podía decirlo.
¿Estaría beodo el difunto Ramírez? No, esto no puede ser, porque lo habrían advertido enseguida en la Policía y el dato del periódico habría sido terminante, como para no tener dudas, o, si no constó por descuido del reporter, el señor Comisario me lo habría revelado, sin vacilación alguna.
¿Qué otro vicio podía tener el infeliz victimado? Porque de ser vicioso, lo fue; esto nadie podrá negármelo. Lo prueba su empecinamiento en no querer declarar las razones de la agresión. Cualquier otra causal podía ser expuesta sin sonrojo. Por ejemplo, ¿qué de vergonzoso tendrían estas confesiones:
«Un individuo engañó a mi hija; lo encontré esta noche en la calle; me cegué de ira; le traté de canalla, me le lancé al cuello, y él, ayudado por sus amigos, me ha puesto en este estado» o «Mi mujer me traicionó con un hombre a quien traté de matar; pero él, más fuerte que yo, la emprendió a furiosos puntapiés contra mí» o «Tuve unos líos con una comadre y su marido, por vengarse, me atacó cobardemente con sus amigos». Si algo de esto hubiera dicho a nadie extrañaría el suceso.
También era muy fácil declarar:
«Tuvimos una reyerta».
Pero estoy perdiendo el tiempo, que estas hipótesis las tengo por insostenibles: en los dos primeros casos, hubieran dicho algo ya los deudos del desgraciado; en el tercero su confesión habría sido inevitable, porque aquello resultaba demasiado honroso; en el cuarto, también lo habríamos sabido ya, pues animado por la venganza habría delatado hasta los nombres de los agresores.
Nada, que a lo que a mí se me había metido por la honda línea del entrecejo era lo evidente. Ya no caben más razonamientos. En consecuencia, reuniendo todas las conclusiones hechas, he reconstruido, en resumen, la aventura trágica ocurrida entre Escobedo y García, en estos términos:
Octavio Ramírez, un individuo de nacionalidad desconocida, de cuarenta y dos años de edad y apariencia mediocre, habitaba en un modesto hotel de arrabal hasta el día 12 de enero de este año.
Parece que el tal Ramírez vivía de sus rentas, muy escasas por cierto, no permitiéndose gastos excesivos, ni aun extraordinarios, especialmente con mujeres. Había tenido desde pequeño una desviación de sus instintos, que lo depravaron en lo sucesivo, hasta que, por un impulso fatal, hubo de terminar con el trágico fin que lamentamos.
Para mayor claridad se hace constar que este individuo había llegado sólo unos días antes a la ciudad, teatro del suceso.
La noche del 12 de enero, mientras comía en una oscura fonducha, sintió una ya conocida desazón que fue molestándole más y más. A las ocho, cuando salía, le agitaban todos los tormentos del deseo. En una ciudad extraña para él, la dificultad de satisfacerlo, por el desconocimiento que de ella tenía, le azuzaba poderosamente. Anduvo casi desesperado, durante dos horas, por las calles céntricas, fijando anhelosamente sus ojos brillantes sobre las espaldas de los hombres que encontraba; los seguía de cerca, procurando aprovechar cualquiera oportunidad, aunque receloso de sufrir un desaire.
Hacia las once sintió una inmensa tortura. Le temblaba el cuerpo y sentía en los ojos un vacío doloroso.
Considerando inútil el trotar por las calles concurridas, se desvió lentamente hacia los arrabales, siempre regresando a ver a los transeúntes, saludando con voz temblorosa, deteniéndose a trechos sin saber qué hacer, como los mendigos.
Al llegar a la calle Escobedo ya no podía más. Le daban deseos de arrojarse sobre el primer hombre que pasara. Lloriquear, quejarse lastimeramente, hablarle de sus torturas…
Oyó, a lo lejos, pasos acompasados; el corazón le palpitó con violencia; arrimóse al muro de una casa y esperó. A los pocos instantes el recio cuerpo de un obrero llenaba casi la acera. Ramírez se había puesto pálido; con todo, cuando aquél estuvo cerca, extendió el brazo y le tocó el codo. El obrero se regresó bruscamente y lo miró. Ramírez intentó una sonrisa melosa, de proxeneta hambrienta abandonada en el arroyo. El otro soltó una carcajada y una palabra sucia; después siguió andando lentamente, haciendo sonar fuerte sobre las piedras los tacos anchos de sus zapatos. Después de una media hora apareció otro hombre. El desgraciado, todo tembloroso, se atrevió a dirigirle una galantería que contestó el transeúnte con un vigoroso empellón. Ramírez tuvo miedo y se alejó rápidamente.
Entonces, después de andar dos cuadras, se encontró en la calle García. Desfalleciente, con la boca seca, miró a uno y otro lado. A poca distancia y con paso apresurado iba un muchacho de catorce años. Lo siguió.
—¡Pst! ¡Pst!
El muchacho se detuvo.
—Hola rico… ¿Qué haces por aquí a estas horas?
—Me voy a mi casa… ¿Qué quiere?
—Nada, nada… Pero no te vayas tan pronto, hermoso…
Y lo cogió del brazo.
El muchacho hizo un esfuerzo para separarse.
—¡Déjeme! Ya le digo que me voy a mi casa. Y quiso correr. Pero Ramírez dio un salto y lo abrazó. Entonces el galopín, asustado, llamó gritando:
—¡Papá! ¡Papá!
Casi en el mismo instante, y a pocos metros de distancia, se abrió bruscamente una claridad sobre la una calle. Apareció un hombre de alta estatura. Era el obrero que había pasado antes por Escobedo.
Al ver a Ramírez se arrojó sobre él. Nuestro pobre hombre se quedó mirándolo, con ojos tan grandes y fijos como platos, tembloroso y mudo.
—¿Qué quiere usted, so sucio?
Y le asestó un furioso puntapié en el estómago. Octavio Ramírez se desplomó, con un largo hipo doloroso.
Epaminondas, así debió llamarse el obrero, al ver en tierra a aquel pícaro, consideró que era muy poco castigo un puntapié, y le propinó dos más, espléndidos y maravillosos en el género, sobre la larga nariz que le provocaba como una salchicha.
¡Cómo debieron sonar esos maravillosos puntapiés!
Como el aplastarse de una naranja, arrojada vigorosamente sobre un muro; como el caer de un paraguas cuyas varillas chocan estremeciéndose; como el romperse de una nuez entre los dedos; ¡o mejor como el encuentro de otra recia suela de zapato contra otra nariz!
Así:
¡Chaj!
¡Chaj! } con un gran espacio sabroso.
¡Chaj!
Y después: ¡cómo se encarnizaría Epaminondas,
agitado por el instinto de perversidad que hace que los asesinos
acribillen sus víctimas a puñaladas! ¡Ese instinto que presiona algunos
dedos inocentes cada vez más, por puro juego, sobre los cuellos de los
amigos hasta que queden amoratados y con los ojos encendidos!
¡Cómo batiría la suela del zapato de Epaminondas sobre la nariz de Octavio Ramírez!
¡Chaj!
¡Chaj! } vertiginosamente,
¡Chaj!
en tanto que mil lucesitas, como agujas, cosían las tinieblas.
El antropófago
Allí está, en la Penitenciaria, asomando por entre las rejas su cabeza grande y oscilante, el antropófago.
Todos lo conocen. Las gentes caen allí como llovidas por ver al antropófago. Dicen que en estos tiempos es un fenómeno. Le tienen recelo. Van de tres en tres, por lo menos, armados de cuchillas, y cuando divisan su cabeza grande se quedan temblando, estremeciéndose al sentir el imaginario mordisco que les hace poner carne de gallina. Después le van teniendo confianza; los más valientes han llegado hasta provocarle, introduciendo por un instante un dedo tembloroso por entre los hierros. Así repetidas veces como se hace con las aves enjauladas que dan picotazos.
Pero el antropófago se está quieto, mirando con sus ojos vacíos.
Algunos creen que se ha vuelto un perfecto idiota; que aquello fue sólo un momento de locura.
Pero no les oiga; tenga mucho cuidado frente al antropófago: estará esperando un momento oportuno para saltar contra un curioso y arrebatarle la nariz de una sola dentellada.
Medite Ud. en la figura que haría si el antropófago se almorzara su nariz.
¡Ya lo veo con su aspecto de calavera!
¡Ya lo veo con su miserable cara de lázaro, de sifilítico o de canceroso! ¡Con el unguis asomando por entre la mucosa amoratada! ¡Con los pliegues de la boca hondos, cerrados como un ángulo!
Va Ud. a dar un magnífico espectáculo.
Vea que hasta los mismos carceleros, hombres siniestros, le tienen miedo.
La comida se la arrojan desde lejos.
El antropófago se inclina, husmea, escoge la carne —que se la dan cruda—, y la masca sabrosamente, lleno de placer, mientras la sanguaza le chorrea por los labios.
Al principio le prescribieron dieta: legumbres y nada más que legumbres; pero había sido de ver la gresca armada. Los vigilantes creyeron que iba a romper los hierros y comérselos a toditos. ¡Y se lo merecían los muy crueles! ¡Ponérseles en la cabeza el martirizar de tal manera a un hombre habituado a servirse de viandas sabrosas! No, esto no le cabe a nadie. Carne habían de darle, sin remedio, y cruda.
¿No ha comido usted alguna vez carne cruda? ¿Por qué no ensaya?
Pero no, que pudiera habituarse, y esto no estaría bien. No estaría bien porque los periódicos, cuando usted menos lo piense, le van a llamar fiera, y no teniendo nada de fiera, molesta.
No comprenderían los pobres que el suyo sería un placer como cualquier otro; como comer la fruta en el mismo árbol, alargando los labios y mordiendo hasta que la miel corra por la barba.
Pero ¡qué cosas! No creáis en la sinceridad de mis disquisiciones. No quiero que nadie se forme de mí un mal concepto; de mí, una persona tan inofensiva.
Lo del antropófago sí es cierto, inevitablemente cierto.
El lunes último estuvimos a verlo los estudiantes de Criminología.
Lo tienen encerrado en una jaula como de guardar fieras.
¡Y qué cara de tipo! Bien me lo he dicho siempre: no hay como los pícaros para disfrazar lo que son.
Los estudiantes reíamos de buena gana y nos acercamos mucho para mirarlo. Creo que ni yo ni ellos lo olvidaremos Estábamos admirados, y ¡cómo gozábamos al mismo tiempo de su aspecto casi infantil y del fracaso completo de las doctrinas de nuestro profesor!
—Véanlo, véanlo como parece un niño —dijo uno.
—Sí, un niño visto con una lente.
—Ha de tener las piernas llenas de roscas.
—Y deberán ponerle talco en las axilas para evitar las escaldaduras.
—Y lo bañarán con jabón de Reuter.
—Ha de vomitar blanco.
—Y ha de oler a senos.
Así se burlaban los infames de aquel pobre hombre que miraba vagamente y cuya gran cabeza oscilaba como una aguja imantada.
Yo le tenía compasión. A la verdad, la culpa no era de él. ¡Qué culpa va a tener un antropófago! Menos si es hijo de un carnicero y una comadrona, como quien dice del escultor Sofronisco y de la partera Fenareta. Eso de ser antropófago es como ser fumador, o pederasta, o sabio.
Pero los jueces le van a condenar irremediablemente, sin hacerse estas consideraciones. Van a castigar una inclinación naturalísima: esto me rebela. Yo no quiero que se proceda de ninguna manera en mengua de la justicia. Por esto quiero dejar aquí constancia, en unas pocas líneas, de mi adhesión al antropófago. Y creo que sostengo una causa justa. Me refiero a la irresponsabilidad que existe de parte de un ciudadano cualquiera, al dar satisfacción a un deseo que desequilibra atormentadoramente su organismo.
Hay que olvidar por completo toda palabra hiriente que yo haya escrito en contra de ese pobre irresponsable. Yo, arrepentido, le pido perdón.
Sí, sí, creo sinceramente que el antropófago está en lo justo; que no hay razón para que los jueces, representantes de la vindicta pública…
Pero qué trance tan duro… Bueno… lo que voy a hacer es referir con sencillez lo ocurrido… No quiero que ningún malintencionado diga después que soy yo pariente de mi defendido, como ya me lo dijo un Comisario a propósito de aquel asunto de Octavio Ramírez.
Así sucedió la cosa, con antecedentes y todo:
En un pequeño pueblo del Sur, hace más o menos treinta años, contrajeron matrimonio dos conocidos habitantes de la localidad: Nicanor Tiberio, dado al oficio de matarife, y Dolores Orellana, comadrona y abacera.
A los once meses justos de casados les nació un muchacho, Nico, el pequeño Nico, que después se hizo grande y ha dado tanto que hacer.
La señora de Tiberio tenía razones indiscutibles para creer que el niño era oncemesino, cosa rara y de peligros. De peligros porque quien se nutre por tanto tiempo de sustancias humanas es lógico que sienta más tarde la necesidad de ellas.
Yo desearía que los lectores fijen bien su atención en este detalle, que es a mi ver justificativo para Nico Tiberio y para mí, que he tomado cartas en el asunto.
Bien. La primera lucha que suscitó el chico en el seno del matrimonio fue a los cinco años, cuando ya vagabundeaba y comenzó a tomársele en serio. Era a propósito de la profesión. Una divergencia tan vulgar y usual entre los padres, que casi, al parecer, no vale la pena darle ningún valor. Sin embargo, para mí lo tiene.
Nicanor quería que el muchacho fuera carnicero, como él. Dolores opinaba que debía seguir una carrera honrosa, la Medicina. Decía que Nico era inteligente y que no había que desperdiciarlo. Alegaba con lo de las aspiraciones —las mujeres son especialistas en lo de las aspiraciones.
Discutieron el asunto tan acremente y tan largo que a los diez años no lo resolvían todavía. El uno: que carnicero ha de ser; la otra: que ha de llegar a médico. A los diez años Nico tenía el mismo aspecto de un niño; aspecto que creo olvidé de describir. Tenía el pobre muchacho una carne tan suave que le daba ternura a su madre; carne de pan mojado en leche, como que había pasado tanto tiempo curtiéndose en las entrañas de Dolores.
Pero pasa que el infeliz había tomádole serias aficiones a la carne. Tan serias que ya no hubo que discutir: era un excelente carnicero. Vendía y despostaba que era de admirarlo.
Dolores, despechada, murió el 15 de mayo de l906 (¿Será también este un dato esencial?). Tiberio, Nicanor Tiberio, creyó conveniente emborracharse seis días seguidos y el séptimo, que en rigor era de descanso, descansó eternamente. (Uf, esta va resultando tragedia de cepa).
Tenemos, pues, al pequeño Nico en absoluta libertad para vivir a su manera, sólo a la edad de diez años.
Aquí hay un lago en la vida de nuestro hombre. Por más que he hecho, no he podido recoger los datos suficientes para reconstruirla. Parece, sin embargo, que no sucedió en ella circunstancia alguna capaz de llamar la atención de sus compatriotas.
Una que otra aventurilla y nada más.
Lo que se sabe a punto fijo es que se casó, a los veinticinco, con una muchacha de reguiares proporciones y medio simpática. Vivieron más o menos bien. A los dos años les nació un hijo, Nico, de nuevo Nico.
De este niño se dice que creció tanto en saber y en virtudes, que a los tres años, por esta época, leía, escribía, y era un tipo correcto: uno de esos niños seriotes y pálidos en cuyas caras aparece congelado el espanto.
La señora de Nico Tiberio (del padre, no vaya a creerse que del niño) le había echado ya el ojo a la abogacía, carrera magnífica para el chiquitín. Y algunas veces había intentado decírselo a su marido. Pero éste no daba oídos, refunfuñando. ¡Esas mujeres que andan siempre metidas en lo que no les importal Bueno, esto no le interesa a Ud.; sigamos con la historia:
La noche del 23 de marzo, Nico Tiberio, que vino a establecerse en la Capital tres años atrás con la mujer y el pequeño —dato que he olvidado de referir a su tiempo—, se quedó hasta bien tarde en un figón de San Roque, bebiendo y charlando.
Estaba con Daniel Cruz y Juan Albán, personas bastante conocidas que prestaron, con oportunidad, sus declaraciones ante el Juez competente. Según ellos, el tantas veces nombrado Nico Tiberio no dio manifestaciones extraordinarias que pudieran hacer luz en su decisión. Se habló de mujeres y de platos sabrosos. Se jugó un poco a los dados. Cerca de la una de la mañana, cada cual la tomó por su lado.
(Hasta aquí las declaraciones de los amigos del criminal. Después viene su confesión, hecha impúdicamente para el público).
Al encontrarse solo, sin saber cómo ni por qué, un penetrante olor a carne fresca empezó a obsesionarlo. El alcohol le calentaba el cuerpo y el recuerdo de la conversación le producía abundante saliveo. A pesar de lo primero, estaba en sus cabales.
Según él, no llegó a precisar sus sensaciones. Sin embargo, aparece bien claro lo siguiente:
Al principio le atacó un irresistible deseo de mujer. Después le dieron ganas de comer algo bien sazonado; pero duro, cosa de dar trabajo a las mandíbulas. Luego le agitaron temblores sádicos: pensaba en una rabiosa cópula, entre lamentos, sangre y heridas abiertas a cuchilladas.
Se me figura que andaría tambaleando, congestionado.
A un tipo que encontró en el camino casi le asalta a puñetazos, sin haber motivo.
A su casa llegó furioso. Abrió la puerta de una patada. Su pobre mujercita despertó con sobresalto y se sentó en la cama. Después de encender la luz se quedó mirándolo temblorosa, como presintiendo algo en sus ojos colorados y saltones.
Extrañada, le preguntó:
—¿Pero qué te pasa, hombre?
Y él, mucho más borracho de lo que debía estar, gritó:
—Nada, animal; ¿a ti qué te importa? ¡A echarse!
Mas, en vez de hacerlo, se levantó del lecho y fue a pararse en medio de la pieza. ¿Quién sabía qué le irían a mentir a ese bruto?
La señora de Nico Tiberio, Natalia, es morena y delgada.
Salido del amplio escote de la camisa de dormir, le colgaba un seno duro y grande. Tiberio, abrazándola furiosamente, se lo mordió con fuerza. Natalia lanzó un grito.
Nico Tiberio, pasándose la lengua por los labios, advirtió que nunca había probado manjar tan sabroso.
¡Pero no haber reparado nunca en eso! ¡Qué estúpido!
¡Tenía que dejar a sus amigotes con la boca abierta!
Estaba como loco, sin saber lo que le pasaba y con un justificable deseo de seguir mordiendo.
Por fortuna suya oyó los lamentos del chiquitín, de su hijo, que se frotaba los ojos con las manos.
Se abalanzó gozoso sobre él; lo levantó en sus brazos, y, abriendo mucho la boca, empezó a morderle la cara, arrancándole regulares trozos a cada dentellada, riendo, bufando, entusiasmándose cada vez más.
El niño se esquivaba y él se lo comía por el lado más cercano, sin dignarse escoger.
Los cartílagos sonaban dulcemente entre los molares del padre. Se chupaba los dientes y lamía los labios.
¡El placer que debió sentir Nico Tiberio!
Y como no hay en la vida cosa cabal, vinieron los vecinos a arrancarle de su abstraído entretenimiento. Le dieron de garrotazos, con una crueldad sin límites; le ataron, cuando le vieron tendido y sin conocimiento; le entregaron a la Policía…
¡Ahora se vengarán de él!
Pero Tiberio (hijo), se quedó sin nariz, sin orejas, sin una ceja, sin una mejilla.
Así, con su sangriento y descabado aspecto, parecía llevar en la cara todas las ulceraciones de un Hospital.
Si yo creyera a los imbéciles tendría que decir: Tiberio (padre) es como quien se come lo que crea.
Brujerías
La primera:
Andaba a caza de un filtro; de un filtro de amor; de uno de esos filtros que ponen en los libros ocultistas
«Para obtener los favores de una dama tómese una
onza y media de azúcar cande, pulverícese groseramente en un mortero
nuevo haciendo esta operación en viernes por la mañana, diciendo a
medida que machacaréis: abraxas abracadabra. Mezclad este
azúcar con medio cuartillo de vino blanco bueno; guardar esta mezcla en
una cueva oscura por espacio de 27 días; cada día tomad la botella que
no ha de estar enteramente llena, y la menearéis fuerte por espacio de
52 segundos diciendo abraxas. Por la noche haréis lo mismo pero durante 53 segundos y tres veces diréis abracadabra. Al cabo del 27 día…».
Pero este muchacho no estaba al tanto de los grandes secretos
ocultistas y buscaba una bruja que le confeccionara la bebida
maravillosa.
Si yo lo sé, lo evito a todo trance.
Bastaba con facilitarle los «ADMIRABLES SECRETOS» DE ALBERTO EL GRANDE y el HEPTAMERÓN compuesto por el famoso mágico Cipriano e impreso en Venecia el año de 1792 por Francisco Succoni. Lo de los filtros es elementario en ciencias mágicas.
Pero el atolondrado no pregunta; no consulta con los entendidos; no avisa siquiera a nadie: va en busca de una bruja; da con una, flaca y barriguda como una tripa inflada a la mitad; se lo cuenta todo, y la bruja se enamora de él.
¡Ah, bruja pícara! Dizque le decía, babosa y arrugada:
—Mi bonito, le vamos a dar una bebida que le caiga al pelo.
Y le mandaba ir todos los días. Y le metía las manos entre los sobacos. Y le acercaba mucho a la cara su espléndida nariz; su espléndida nariz borbona, ancha, colorada, ganchuda, acatarrada.
Yo no sé como la bruja no hizo una barbaridad, como a darle a beber del filtro.
«Para obtener los favores de un hombre»
y hubiéramos tenido la aventura más divertida. La aventura que ofrecería el contraste estético por excelencia.
Pero lo que más me habría gustado sería sin duda esa magnífica elegía de las bocas, para usar los términos de los literatos finados. Figúrenselo ustedes al muchacho enamorado de la vieja, besándola vorazmente la boca hedionda acorazada por dos caninos amarillos y extasiándose ante sus ojos pitarrosos y encharcados. Oigan ustedes los quejidos amorosos de la estantigua, y las palabras dulces, y los reproches, y el crujido de los huesos; y vean las babas que le chorrean por las comisuras, y el desmayo de las pupilas bajo los párpados avejigados. ¡Y véanlo a él! ¡Sobre todo a él! Él, que es el divino. Sonriendo, acariciándola el pecho, donde dos manchas como pasas figuran los senos. ¡Oh, la magnífica historia que hemos perdido!
La bruja se portó avara y no quiso brindarnos, según yo creo, con el magnífico espectáculo de su dicha.
Habrá tenido algún motivo cabalístico que le impidiera hacer lo que queda dicho.
No lo sé bien. Pero el hecho es que ya sea por alguna rebeldía del joven ya por la imposibilidad de la realización de sus deseos, resolvió vengarse de una manera original.
Le dio dos filtros; uno para ella, para la rival de la bruja, y otro para él, el infortunado.
Ambos debían ser bebidos al mismo tiempo.
Y acaeció que habiendo sido cumplidas justamente las indicaciones, ella en el balcón de su casa y él en la esquina de la calle, empezaron a ser sentidos los efectos.
La muchacha dio un salto del balcón abajo y se dirigió donde su dueño, quien sintió que unas extrañas prolongaciones le brotaban por los poros del cuerpo.
Completamente loco, echó a correr; la otra también corrió. Era divertido: él adelante, ella atrás.
Como esto sucedía en un pueblo —sólo en los pueblos suceden estas cosas—, pronto llegaron al campo, frente a la casa de la bruja.
El desdichado no pudo dar un paso más: vio que se le despedazaban los vestidos y una multitud de hojas frescas le salían del cuerpo. Se le erizaron las arterias inferiores y, taladrándole con furia los pies, desaparecieron en la tierra. Un brazo se le hundió en el tórax y le salió por la cuenca de un ojo, cargado de ramas. Se estiró sobre una sola pierna; se abombó; crujió bajo el viento; echó raíces fuertes; dio un gran grito.
Y la muchacha, como estúpida, agrandó los ojos y se quedó mirando el árbol.
El naranjo, este naranjo sentimental, bajo la luna quería llorar las noches como los remos al ser levantados sobre el agua: exquisita y romántica sentimentalidad.
El naranjo, como todos los naranjos, quería ir a darse un paseo por el pueblo y estirar las piernas en alguna velada de señoras y limpiarse cómodamente la nariz con un amplio moquero de lino.
La bruja abría todas las mañanas una ventana y estornudaba sobre el naranjo; entonces sus hojas se estremecían, se achicaban como sensitivas. Para justificar el estremecimiento del naranjo, figúrese usted que una vieja como esa le refresca la cara con su catarro.
Una tarde hubo tempestad y cayó un rayo sobre el naranjo. Al otro día, la bruja, gozosa, fue a escarbar los escombros y sacó unas entrañas podridas.
Estas entrañas, bien pulverizadas, disueltas en sangre de abubilla, sirven para repetir la operación infinidad de veces.
Aunque no es preciso que sean las mismas; pueden servir cualesquiera, siempre que sean arrancadas con las uñas, en domingo y a la hora de Marte.
Pero, para todo, es preciso que usted lea velozmente y en todos los sentidos posibles este arreglo cabalístico que consta en todos los libros mágicos:
A
AB
ABR
ABRA
ABRAC
ABRACA
ABRACAD
ABRACADA
ABRACADAB
ABRACADABR
ABRACADABRA
La segunda:
Es indiscutible la superioridad numérica, entre
gente entendida en achaques ocultistas, de las hembras sobre los
varones. La minuciosa estadística de Marbarieli arroja el siguiente
porcentaje:
Brujas 87
Brujos 13,
incluyéndose en este último tanto un 5% de niños
que han resultado verdaderos prodigios. Algunos, especialmente en el
género adivinatorio, han sobresalido con mucho de sus mayores.
Lo dicho con respecto a la cantidad es casi más evidente cuando se trata de la calidad. Las acciones de las primeras son notablemente superiores por la intención, delicadeza y seguridad en los resultados.
Aunque no quiere decirse con esto que los hombres carezcan de cualidades misteriosas; en veces, cuando ponen interés, son verdaderos artistas.
Para comprobarlo le recordaré a usted el caso ocurrido hace cinco años, a propósito de una vulgar infidelidad conyugal. Actuó el famoso Bernabé, victimado últimamente por sus enemigos, para lo que fue necesario incendiar un bosque de una legua por lado, donde, por desgracia, tuvo que ocultarse sin haber tomado previas precauciones.
¡El pobre Bernabé! Un brujo largo de nariz chata, ojos viscosos y boca prominente; de cabello enmarañado y nuca forunculosa.
A Bernabé debiera erigírsele una estatua.
Yo lo tengo por el maestro insuperable de los maridos burlados. Es acaso el único que hasta ahora haya pretendido una verdadera revolución en el sentido de transformar, por sus bases, la rutina establecida en los casos de venganza por traiciones de índole amorosa.
Cuando usted obtenga pruebas irrefutables o cometa el desacierto de sorprender in fraganti a su señora en una de sus aventuras, y creyendo obrar como un caballero saque su ridículo revólver y dispare 3 o 4 veces sobre la infiel, estése convencido de que su situación será completamente risible, desde todo punto de vista.
Hoy ya no se mata al cónyuge adúltero: la práctica de Bernabé está enormemente generalizada.
Parece que el inocentón entró de improviso en su alcoba, a altas horas de la noche, de regreso de una misa negra. Su esposa no tuvo tiempo de ocultar al otro y fueron sorprendidos en circunstancias visiblemente comprometedoras.
Y como si tal, Bernabé dio media vuelta.
Algún marido burlado va a reírse de Bernabé. Pero no tiene derecho. ¡Juro que no tiene derecho!
Bernabé buscó en su gabinete 3 onzas justas de cera negra; añadióla parte igual de cabellos arrancados con sigilo a los traidores y empapados previamente en lágrimas de niño recién nacido; moldeó en la mezcla dos figuras de perro y soplando en el aire polvo de higo seco, plumas verdes de papagayo y sal marina, empezó a dar solemnes vueltas en torno a la mesa, al mismo tiempo que evocaba los nombres augustos de Yayn, Sadedali, Sachiel y Thanir.
A la doceava vuelta empezó la cera a animarse y girar en el mismo sentido que Bernabé.
El de la traición, que había saltado por una ventana baja y corría con dirección a lugar seguro, bajo el poder del encantamiento se detuvo sin saber por qué, y pensando que era más agradable estar un momento con la del cornudo que desbocarse atolondradamente por esas calles, volvió sobre sus pasos, escaló de nuevo la ventana y empezó a hacer morisquetas a la mujer, riendo y babeando. Ambos se hacían morisquetas. A gatas, como si fueran niños.
A todo esto, Bernabé daba vueltas en torno a la mesa. Cuando llegó a la vigésima cuarta dijo, crispando las manos:
«¡Dahi! ¡Dahi!»
y los de la alcoba saltaron dos veces sobre sus manos y sus pies, así en las posturas inocentes en que estaban.
Bernabé seguía, con creciente velocidad. Las figuras de cera apresuraban también.
En los de la alcoba: a cada uno una punzada en el coxis y vehemente deseo de mirarse el coxis, de lamerse el coxis. Una contorsión del cuello y el seguir vertiginoso de la cabeza a la curva del cuerpo, sobre manos y pies, en movimiento centrípeto, mientras los vestidos se esfumaban y una curiosa prolongación, arqueada y móvil, les nacía del coxis. Plegaban los labios, al crecimiento de los caninos, y olfateaban, remangando la nariz aplastada y negra. El cuero se les cubría de una tupida pelambre gris. Se les saltaban los ojos de las órbitas y daban resoplidos feroces.
Al fin se empequeñecieron, tomando figura de perros, y pararon jadeantes, con la lengua afuera, estremecida la piel.
Bernabé entró, les miró regocijado, les propinó dos rencorosos puntapiés: bajaron las ancas y guardando la cola entre las piernas saltaron atropelladamente por la ventana. Y se fueron a ladrar a la luna; a dar alaridos en las noches, mordiéndose las piernas; a atormentarse con la prostitución obligada de los perros.
Todos los perros vagabundos han sido gente adúltera: todos los perros que lloran, mordidos por los perros domésticos, y que se pasan los días, tendidos, arrinconados, con las mandíbulas entre las patas delanteras, comidos por el sol.
Cuidado, que de repente le cogerán a usted por una pierna y le sacudirán con furor hasta arrancarle pedazos.
Yo tiemblo siempre que me roza uno de esos perros esmirriados, huesudos, que tienen prendido en una pupila un destello humano y trágico…
¿Eh?
¡Pasen una luz!
Tengo para mí que se han introducido en casa los ladrones.
Las mujeres miran las estrellas
Juan Gual, dado a la historia como a una querida, ha sufrido que ella le arranque los pelos y le arañe la cara.
Los historiadores, los literatos, los futbolistas, ¡psh!, todos son maniáticos, y el maniático es hombre muerto. Van por una línea, haciendo equilibrios como el que va sobre la cuerda, y se aprisionan al aire con el quitasol de la razón.
Sólo los locos exprimen hasta las glándulas de lo absurdo y están en el plano más alto de las categorías intelectuales.
Los historiadores son ciegos que tactean; los literatos dicen que sienten; los futbolistas son policéfalos, guiados por los cuádriceps, gemelos y soleus.
El historiador Juan Gual. Del gran trapecio de la frente le cuelgan la pirámide de la nariz y el gesto triangular de la boca, comprendido en el cuadrilátero de la barbilla.
Mide 1 m. 63 ctms. y pesa 120 lbs. Este es un dato más interesante que el que podría dar un novelista. María Augusta, abandonando el tibio baño, secóse cuidadosamente con una amplia y suave toalla y colocóse luego la fina camisa de batista, no sin antes haberse recreado, con delectación morbosa, en la contemplación de sus redondas y voluptuosas formas.
Juan Gual, sorbiendo el rapé de los papeles viejos, descifra lentamente la pálida escritura antigua.
«Sor. Capitán Gral.: Enterado de que los Abitantes del pequeño Pueblo de Callayruc…»
El Copista, después de un momento contesta: «… de Callayruc»
«estavan mal impresionados con especies que su rusticidad…»
«… que su rusticidad»
Bueno, ¿y qué le importan al señor Gual los habitantes del pequeño pueblo de Callayruc? Lo que a mí el mismo señor Gual.
El cuentista es otro maniático. Todos somos maniáticos; los que no, son animales raros.
Hay que salir y gozar del buen tiempo: gargarismos musicales de los canarios; sombras de las figuras geométricas de Picasso que ensamblan en los cuerpos como una vida en otra vida; muchacha estilo Chagall, que se escarba las narices con el índice.
Pero el hombre de estudio no ve estas cosas: o permanece escarbando en las narices del tiempo la porquería de una fecha o hilvanando la inutilidad de una imagen, o abusando inconsideradamente de los sistemas inductivo y deductivo.
¿Y el copista? ¡Ah! El copista, un mozalbete barbilindo: 20 años, 1 m. 80 ctms. y 140 lbs. Le echaron a perder con el nombre de Temístocles. Ciertas mujeres del señor Wilde no le habrían amado nunca.
A más de historiador el señor Gual prepara delicioso pescado frito. Este pecadillo epicureísta no es extraño. Conozco un ingeniero que guisa admirablemente arroz a la valenciana y un santo sacerdote especialista en el aderezo de legumbres.
«no podía desechar, y siendo casi todos soldados…»
«todos soldados»
De improviso la puerta deja entrar una ancha lanzada de luz.
Las caras se alzan de los papeles.
—¿Quién es? ¿Qué es?
Temístocles se pone colorado.
—Entre, señora.
El señor Gual endereza su pequeño cuerpo y va a besar en la frente a su mujer. Esta mujer, clavando una mirada oblicua en Temístocles, hace de su boca un paréntesis.
Tres datos: el historiador tiene 45 años; la señora del historiador, 23; el historiador se porta un poquito flojo.
«de los que desertaron, cuando me destiné yo…» «… destiné yo»
El señor Gual se recela de besar en la boca a su señora delante del Secretario.
Los reconstituyentes no producen efecto. Tiene que estarse, el pobre, mansamente esperando horas de horas que la potencia sea mayor que la resistencia.
Parece que la historia tiene ese defectillo como efecto.
¡Vaya con el hombre! Si al menos fuera más inocente para enviarle en busca de Los mariscos del señor Chabre…
Todo lo que es más doloroso que mil poemas a la amada muerta y más artístico que las primaveras que ha visto un hombre.
¡Que ni se pueda contar con los mariscos!
¡Señor! ¡Señor!
Las caras caen de vergüenza.
Un hijo del señor Gual es un absurdo.
¿Entonces? Los dedos estirados sobre las mejillas o las manos bajo las barbillas, en una actitud algo así como Rodineana, para evitar que las caras se caigan de vergüenza.
Hay que esperar. La vida es una paralización de espera. Siempre estamos mirando, a la ventana, que pase el buen tiempo. Aguardamos que caigan las soluciones del tiempo mismo. Sentados en nuestras butacas, contemplamos el cinematógrafo de nuestros hechos. Miramos hacia arriba para encontrar la claraboya por donde hemos de salirnos, pálidos y azorados, y ser espectadores del propio drama estupefaciente, si es posible, si la vida lo permite.
Rosalía y Temístocles esperan, atados al cordel del destino, con la cabeza gacha como bestias cansadas.
El señor Gual salta escandalizado.
Estaba el señor Gual esperando lo que siempre esperaba: que la potencia sea mayor que la resistencia, y pretendiendo ayudar a la primera, buscaba la fuerza pasando su mano por la seda del vientre de ella.
Y cuando sintió el resorte de la vida, el señor Gual levantó la mano y el tronco; volvió a sentar la mano para constatar y volvió a levantarla.
—Rosalía… Rosalía…
Ella también ha levantado el tronco y se ha defendido con las manos.
La rabia del señor Gual es la del que ve fructificar lo que es suyo y no poseyó. Tal vez sea igual a la de la madre cuyo hijo se hace soldado e, inversamente, a la de la mujer que parió un muerto.
La rabia le conifica la cara y le hincha los ojos.
—¿Qué has hecho, perra?
Ella siente el escupitajo y le clava la mirada como para partirlo.
—¿Y tú qué has hecho?
—¿Que qué he hecho?
—Sí, ¿qué has hecho?
El señor Gual se traga la conificación de la rabia: él no ha hecho nada y el pecado está en no hacer nada.
El reproche le latiguea el rostro. No ha hecho nada y no debe decir nada.
Siente la soledad sobre él. La soledad que nos da de puñetazos hasta hacernos caer la cara sobre el pecho.
Solo consigo mismo.
Y la soledad trae la amargura, de cara estirada, rectangular, con un raro mechón de cabellos sobre la frente.
Ella tiene razón; pero él también la tiene y la reprocha, con el eterno reproche, delgado como vírgula:
—¡Ah!, Rosalía…
La amargura cae también sobre ella, sacudiéndola de los hombros hasta hacerla llorar.
El señor Gual ha tenido que ir a ver a su copista, traerlo por delante y hacerlo entrar en la casa tirándole de la oreja, como a los chicos.
Aunque Temístocles estaba encogido de vergüenza, ha reaccionado como todo un hombre, endureciendo los músculos. Pero bajo la mirada del historiador ha vuelto a sus posiciones, teniendo miedo a la acusación de los ojos.
El señor Gual le ha hecho sentar en su silla de siempre. Le ha presentado el papel de copia. Se ha separado, cruzando las manos a la espalda. Ha arrugado el ceño al momento difícil.
Gran silencio.
—Vaya, hombre, vaya. Esta mañana ha llovido un poco y anoche he tenido jaqueca. Estaba algo apurado con eso de Jaén y don José Ignacio de Checa, pero no pude levantarme pronto. Ya me tienen un poco cansado estos papeles viejos.
Silencio.
—En fin, ¡caramba! ¡Hay que decirlo francamente y para eso has venido!
El señor Gual se traga algo tan voluminoso que parece una cuartilla de monólogo, y continúa, más difícilmente debido al atragantamiento.
—Eso de la muchacha… ya pasó. En fin, ¡caramba!, qué vamos a hacer… Sólo los perros son fieles… para con los hombres. Sólo los perros: los perros. Silencio.
—Bueno, bueno. Vamos con lo del señor Checa. Estábamos… aquí.
Le tiembla el hilillo de la voz:
«A fin de prevenir cualquiera sorpresa que pudiera perjudicar a mi reputación…»
«… reputación»
Hasta hoy tienen dos hijos.
Luz lateral
Se ha producido ya en mí aquel elegante fenómeno de alargamiento de los párpados sobre los ojos como manos curvadas sobre naranjas y que caen con idéntica nebulosidad dulce que el tiempo sobre los recuerdos.
Este elegante fenómeno que, generalmente, corresponde a una época, me ha asaltado bien pronto debido a ciertas circunstancias.
No soy viejo: tengo treinta años. Me veo como esos hombres que agotan sus músculos en una hora, frente a otros que trabajan ocho, con sabia y económica calmosidad.
También se me han caído un poco las cejas y estoy bastante calvo.
Se trata… ¡ah! Se trata de aquella muchacha, Amelia, que me traía claramente la imagen de la heroína de un señor novelista, a quien sus padres (¿o ella misma?) le ordenaban (¿o se ordenaba?) conservar sus trenzas largas, ya porque le sentaran bien o por mantener su fresco aspecto infantil.
¡Hombre! Y era bastante pálida. Ahora la veo. Bajo cada ceja debió tener una media luna de tinta azul, lo que le hacía interesantísima. Y como los labios también eran muy pálidos, me enamoré de ella. Creo que esta es una razón poderosa; las mujeres que tienen los labios colorados por fuerza nos ponen nerviosos; dan la idea de haberse comido media libra de carne de cerdo recién degollado.
Bueno, pues. Como era una muchacha me estuve esperando que madurara y apenas la vi con las piernas un poco gruesas, me casé.
¡Hola, María!
¡Caramba! Me acaban de decir que está servido el almuerzo y tengo que irme. No pierda usted su buen humor. Espere usted un momento. Yo me pongo nervioso cuando me dicen que está servido el almuerzo.
Decía que me casé con Amelia. Bien: estoy seguro de haber vivido con ella durante un año casi en la más completa cordialidad, casi, porque había un feroz motivo de entenebrecimiento de mi vida.
Tenía ella una manera petulante de decir, repetir, encajar a todas horas en su conversación una palabreja que me pone hasta ahora los pelos de punta. Ese ¡claro! que parecía arrojármelo a la cara con su risita cínica y que me congestionaba, me templaba las mandíbulas.
Si debíamos salir a la calle y se ponía malo el tiempo, ella venía a provocarme:
—Sabes que no podremos salir ahora porque… ¡claro! parece seguro que va a llover.
Si salíamos de compras y había un sombrero que me gustaba para ella, me tiraba de las orejas con su:
—Sabes que a mí no me gusta porque… ¡claro! estos sombreros están ya pasados de moda.
Si iba alguna visita a casa, cuando se le metía alguna estupidez en la cabeza, me cortaba el buen humor, como gritándome:
—Sabes que yo no voy a poder salir porque… ¡claro!, me siento un poquito indispuesta.
Pero ¿qué es esa manera de hablar, señores? ¿No parece que a uno estuvieran diciéndole bruto o desafiándole a duelo? Ya les voy a meter a ustedes el ¡claro! hasta por las narices para ver si no les hierve la sangre, porque… ¡claro!… ¡Maldición! Si en este momento me dijeran que el almuerzo está servido, me vuelvo loco y los despedazo.
Este ¡claro!, que al principio me picaba la lengua y me traía ganas de ahogárselo en la boca con un beso de esos que comprimen rabiosamente la mucosa hasta hacerla sangrar, ha sido la única causa de mis desdichas.
Si ella no hubiera tenido esa estúpida manía, seguiría a su lado, prendido de las medias lunas de tinta azul que tiene bajo las cejas. Porque la amaba estrepitosamente y la amo todavía, como se ama el retrato desteñido de la madre desconocida o el cacharro roto… ¿Qué digo?… ¡Ah! Estoy romántico. He recordado la urna de cristal que guarda los pedazos del viejo cacharro, a quien amo con reverencia porque no puede decir:… ¡No! No pongo la palabra, escupo la palabra en la escupidera, que son peligrosas las bascas… ¿La pongo? No.
¡El cacharro roto! Me gusta esta paletada de erres que quisiera que me cubran hasta las narices para estar así, acurrucado, mirando… ¡Oh, el treponema!, ¡claro!
Me lo dijo una noche que estaba entusiasmado bailando sobre una tabla de logaritmos.
—Antoñito, ¿sabes que deberíamos acostarnos ya?, porque… ¡claro!, es tardecito y tengo mucho sueño.
Y la pérfida me abrazaba por las caderas. ¡Estaba endemoniado! Le pegué un puñetazo en la cara y salí corriendo.
No he vuelto más porque en la primera esquina encontré a Paula, una canalla que fue mi amiga desde que yo era joven.
La cogí fuertemente por una muñeca.
—Oye, tú no sabes decir ¡claro!
Ella se esquivó, pues, debí haberla hecho daño.
—Pero ¿qué te pasa, hombre?
—¡Ah!, sí; no sabes decir.
Y le acaricié la barbilla.
Me sonrió, enseñándome la falta de un incisivo, y me hizo sonar en la oreja, sugestivamente, su voz constipada.
—Vamos a que conozcas la casa donde vivo; no nos hemos visto más de un año.
Nos fuimos. Y como en la casa me tentaba a besarla, lo hice, por lo que me quedé con ella unos diez días.
Al octavo tuve un sueño especialísimo que me llenó de inquietudes. Por inherente disposición creo en lo misterioso y no dudaba ni dudo de la veracidad de ciertos sueños que son para mí proféticos. En otro tiempo aquel sueño lo habría aceptado con una especie de placer, que su realidad modificaría totalmente mi vida, dándome un carácter en esencia nuevo, colocándome en un plano distinto del de los demás hombres; una como especie de superioridad entrañada en el peligro que representaría para los otros y que les obligaría a mirarme —se entiende de parte de los que lo supieran— con un temblor curioso parecido a la atracción de los abismos.
Mientras iba a un médico, me puse a meditar en la situación que me colocaría, de ser verdad, la innovación extraña que presentía. En aquellas circunstancias, mi deseo no era el anteriormente apuntado; le había reemplazado un miedo estúpido que me batía los sesos, haciéndolos realizar revoluciones rápidas que insinuaban en mi espíritu un caos apensante y confuso, que me calentaba la frente y me hinchaba las venas como una invitación al almuerzo servido; mi amor a Amelia, seguía respetándola, a pesar de la enormidad de su pecado, y comprendía yo claramente que mi deseo de otro tiempo representaba en estas circunstancias una corriente eléctrica, establecida entre nosotros, que me impediría llegar a ella a pesar de que el desinfectante del arrepentimiento la lavara, presentándomela pura para nuestra posterior vida conyugal.
¿Eh? ¿Qué cosa? ¡Socorro! Un hombre me rompe la cabeza con una maza de 53 kilos y después me mete alfileres de 5 decímetros en el corazón. Allí se ha escondido, debajo de la cama de Paulina, y me está enseñando cuatro navajas de barba, abiertas, que se las pasa por el cuello para hacerme romper los dientes de miedo y paralizarse mis reflejos, templándome las piernas como si fuera un viejo. ¿Dónde están los signos de Romberg y de Aquiles, y dónde la luz que ha de contraer en una línea la pupila? ¡María! Ve a decir que no como. Por allí va el treponema pálido, a caballo, rompiéndome las arterias. Y el pobre cacharro roto que está en mi urna de cristal, traquetea como las cosas vivas… y parece que está levantando un dedo… ¿ah?
Veo a mis hijos, adivino a mis hijos ciegos o con los ojos abiertos todos blancos: a mis hijos mutilados o secos e inverosímiles como fósiles; a mis hijos disfrazados bajo las mascarillas de los eritemas; adivino la papilla que se mueve y que alza un dedo y que quiere abrazarme y besarme. Adivino la atetosis trágica que se ha de dirigir a mi cuello para arrancarme el cuerpo tiroides, y las piernas ganchudas y temblorosas de Amelia: ha de poner círculos de tinta gris bajo los pómulos salientes.
En este pueblo me gusta la antigua iglesia que tiene mosaicos verdes en las cúpulas achatadas porque da las espaldas al Norte (¿Qué sería de este pobre pueblo si le voltearan su iglesia?). También me gusta porque al centro de la fachada de piedra hay una pequeña virgen de piedra.
Dentro abro la boca ante un cuadro de talla que tiene fina y pálida cara; en la esquina inferior izquierda, esta leyenda, más o menos:
ESTATURA I FORMA I TR AGE DE LA S MA VIR- GEN S EGUN LO QUE ESCRIBIO SAN ANSELMO I LO QUE PINT O SAN LUCAS
y lo que me parece un poco descabellado, aunque de la capilla
ancha superpuesta, le sale una hermosa mano afilada. El color del traje
es idéntico al de mi cacharro roto.
¡Ah! Ya es de noche. El cielo está completamente negro; y como en él lucen las diminutas cabezas de alfiler de las estrellas, tengo que salir al campo, muy lejos para que no me oigan, y gritar altísimo, aunque me rasguñe la laringe, a la cóncava soledad: ¡Treponema pálido! ¡Treponema pálido!
La doble y única mujer
(Ha sido preciso que me adapte a una serie de expresiones difíciles que sólo puedo emplear yo, en mi caso particular. Son necesarias para explicar mis actitudes intelectuales y mis conformaciones naturales, que se presentan de manera extraordinaria, excepcionalmente, al revés de lo que sucede en la mayoría de los «animales que ríen»).
Mi espalda, mi atrás, es, si nadie se opone, mi pecho de ella. Mi vientre está contrapuesto a mi vientre de ella. Tengo dos cabezas, cuatro brazos, cuatro senos, cuatro piernas, y me han dicho que mis columnas vertebrales, dos hasta la altura de los omóplatos, se unen allí para seguir —robustecida— hasta la región coxígea.
Yo-primera soy menor que yo-segunda.
(Aquí me permito, insistiendo en la aclaración hecha previamente, pedir perdón por todas las incorrecciones que cometeré. Incorrecciones que elevo a la consideración de los gramáticos con el objeto de que se sirvan modificar, para los posibles casos en que pueda repetirse el fenómeno, la muletilla de los pronombres personales, la conjugación de los verbos, los adjetivos posesivos y demostrativos, etc., todo en su parte pertinente. Creo que no está demás, asimismo, hacer extensiva esta petición a los moralistas, en el sentido de que se molesten alargando un poquito su moral y que me cubran y que me perdonen por el cúmulo de inconveniencias atadas naturalmente a ciertos procedimientos que traen consigo las posiciones características que ocupo entre los seres únicos).
Digo esto porque yo-segunda soy evidentemente más débil, de cara y cuerpo más delgado, por ciertas manifestaciones que no declararé por delicadeza, inherentes al sexo, reveladoras de la afirmación que acabo de hacer; y porque yo-primera voy para adelante, arrastrando a mi atrás, hábil en seguirme, y que me coloca, aunque inversamente, en una situación algo así como la de ciertas comunidades religiosas que se pasean por los corredores de sus conventos, después de las comidas, en dos filas, y dándose siempre las caras —siendo como soy, dos y una.
Debo explicar el origen de esta dirección que me colocó en adelante a la cabeza de yo-ella: fue la única divergencia entre mis opiniones que ahora, y sólo ahora, creo que me autoriza para hablar de mi como de nosotras, porque fue el momento aislado en que cada una, cuando estuvo apta para andar, quiso tomar por su lado. Ella —adviértase bien: la que hoy es yo-segunda— quería ir, por atavismo sin duda, como todos van, mirando hacia donde van; yo quería hacer lo mismo, ver a dónde iba, de lo que se suscitó un enérgico perneo, que tenía sólidas bases puesto que estábamos en la posición de los cuadrúpedos, y hasta nos ayudábamos con los brazos de manera que, casi sentadas como estábamos, con aquéllos al centro, ofrecimos un conjunto octópodo, con dos voluntades y en equilibrio unos instantes debido a la tensión de fuerzas contrarias. Acabé por vencerla, levantándome fuertemente y arrastrándola, produciéndose entre nosotras, desde mi triunfo, una superioridad inequívoca de mi parte primera sobre mi segunda y formándose la unidad de que he hablado.
Pero, no; es preciso sentar una modificación en mis conceptos, que, ahora caigo en ello, se han desarrollado así por liviandad en el razonamiento. Indudablemente, la explicación que he pensado dar a posteriores hechos, puede aplicarse también a lo referido; lo que aclarará perfectamente mi empecinamiento en designarme siempre de la manera en que vengo haciéndolo: yo, y que desbaratará completamente la clasificación de los teratólogos, que han nominado a casos semejantes como monstruos dobles, y que se empecinan, a su vez, en hablar de éstos como si en cada caso fueran dos seres distintos, en plural, ellos. Los teratólogos sólo han atendido a la parte visible que origina una separación orgánica, aunque en verdad los puntos de contacto son infinitos; y no sólo de contacto, puesto que existen órganos indivisibles que sirven a la vez para la vida de la comunidad aparentemente establecida. Acaso la hipótesis de la doble personalidad, que me obligó antes a hablar de nosotras, tenga en este caso un valor parcial debido a que era ése el momento inicial en que iba a definirse el cuerpo directivo de esta vida visiblemente doble y complicada; pero en el fondo no lo tiene. Casi sólo le doy un interés expresivo, de palabras, que establece un contraste comprensible para los espíritus extraños, y que en vez de ir como prueba de que en un momento dado pudo existir en mí un doble aspecto volitivo, viene directamente a comprobar que existe dentro de este cuerpo doble un solo motor intelectual que da por resultado una perfecta unicidad en sus actitudes intelectuales.
En efecto: en el momento en que estaba apta para andar, y que fue precedido por los chispazos cerebrales «andar», idea nacida en mis dos cabezas, simultáneamente, aunque algo confusa por el desconocimiento práctico del hecho y que tendía sólo a la imitación de un fenómeno percibido en los demás, surgió en mi primer cerebro el mandato «Ir adelante»; «Ir adelante» se perfiló claro también en mi segundo cerebro y las partes correspondientes de mi cuerpo obedecieron a la sugestión cerebral que tentaba un desprendimiento, una separación de miembros. Este intento fue anulado por la superioridad física de yo-primera sobre yo-segunda y originó el aspecto analizado. He aquí la verdadera razón que apoya mi unicidad. Si los mandatos cerebrales hubieran sido: «Ir adelante» e «Ir atrás», entonces sí no existiría duda alguna acerca de mi dualidad, de la diferencia absoluta entre los procesos formativos de la idea de movimiento; pero esa igualdad anotada me coloca en el justo término de apreciación. Cuanto a la particularidad de que hayan existido en mí dos partes constitutivas que obedecieron a dos órganos independientes, no le doy sino el valor circunstancial que tiene, puesto que he desdeñado ya el criterio superficial que, de acuerdo con otros casos, me da una constitución plural. Desde ese momento yo-primera, como superior, ordeno los actos, que son cumplidos sin réplica por yo-segunda. En el momento de una determinación o de un pensamiento, éstos surgen a la vez en mis dos cerebros; por ejemplo «Voy a pasear», y yo-primera soy quien dirige el paseo y recojo con prioridad todas las sensaciones presentadas ante mí, sensaciones que comunico inmediatamente a yo-segunda. Igual sucede con las sensaciones recibidas por esta otra parte de mi ser. De manera que, al revés de lo que considero que sucede con los demás hombres, siempre tengo yo una comprensión, una recepción doble de los objetos. Les veo, casi a la vez, por los lados —cuando estoy en movimiento— y con respecto a lo inmóvil, me es fácil darme cuenta perfecta de su inmovilidad con sólo apresurar el paso de manera que yo-segunda contemple casi al mismo tiempo el objeto inmóvil. Si se trata de un paisaje, lo miro, sin moverme, de uno y otro lado, obteniendo así la más completa recepción de él, en todos sus aspectos. Yo no sé lo que sería de mí de estar constituida como la mayoría de los hombres; creo que me volvería loca, porque cuando cierro los ojos de yo-segunda o los de yo-primera, tengo la sensación de que la parte del paisaje que no veo se mueve, salta, se viene contra mí y espero que al abrir los ojos lo encontraré totalmente cambiado. Además, la visión lateral me anonada: será como ver la vida por un huequito.
Ya he dicho que mis pensamientos generales y voliciones aparecen simultáneamente en mis dos partes; cuando se trata de actos, de ejecución de mandatos, mi cerebro segundo calla, deja de estar en actividad, esperando la determinación del primero, de manera que se encuentra en condiciones idénticas a las de la garrafa vacía que hemos de llenar de agua o al papel blanco donde hemos de escribir. Pero en ciertos casos, especialmente cuando se trata de recuerdos, mis cerebros ejercen funciones independientes, la mayor parte alternativas, y que siempre están determinadas, para la intensidad de aquéllos, por la prioridad en la recepción de las imágenes. En ocasiones estoy meditando acerca de tal o cual punto y llega un momento en que me urge un recuerdo, que seguramente, un rincón oscuro en nuestras evocaciones es lo que más martiriza nuestra vida intelectiva, y, sin haber evocado mi desequilibrio, sólo por mi detenimiento vacilante en la asociación de ideas que sigo, mi boca posterior contesta en alta voz, iluminando la oscuridad repentina. Si se ha tratado de un sujeto borroso, por ejemplo, a quien he visto alguna vez, mi boca de ella contesta, más o menos: «¡Ah!, el señor Miller, aquel alemán con quien me encontré en casa de los Sánchez y que explicaba con entusiasmo el paralelogramo de las fuerzas aplicado a los choques de vehículos».
Lo que ha hecho afirmar a mis espectadores que existe en mí la dualidad que he refutado, ha sido principalmente, la propiedad que tengo de poder mantener conversación ya sea por uno u otro lado. Les ha engañado eso del lado. Si alguno se dirige a mi parte posterior, le contesto siempre con mi parte posterior, por educación y comodidad; lo mismo sucede con la otra. Y mientras, la parte aparentemente pasiva trabaja igual que la activa, con el pensamiento. Cuando se dirigen a la vez a mis dos lados, casi nunca hablo por éstos a la vez también, aunque me es posible debido a mi doble recepción; me cuido mucho de probables vacilaciones y no podría desarrollar dos pensamientos hondos, simultáneamente. La posibilidad a que me refiero sólo tiene que ver con los casos en que se trate de sensaciones y recuerdos, en los que experimento una especie de separación de mi misma, comparable con la de aquellos hombres que pueden conversar y escribir a la vez cosas distintas. Todo esto no quiere decir, pues, que yo sea dos. Las emociones, las sensaciones, los esfuerzos intelectivos de yo-segunda son los de yo-primera; lo mismo inversamente. Hay entre mí —primera vez que se ha escrito bien entre mí— un centro a donde afluyen y de donde refluyen todo el cúmulo de fenómenos espirituales, o materiales desconocidos, o anímicos, o como se quiera.
Verdaderamente, no sé como explicar la existencia de este centro, su posición en mi organismo y, en general, todo lo relacionado con mi psicología o mi metafísica, aunque esta palabra creo ha sido suprimida completamente, por ahora, del lenguaje filosófico. Esta dificultad, que de seguro no será allanada por nadie, sé que me va a traer el calificativo de desequilibrada porque a pesar de la distancia domina todavía la ingenua filosofía cartesiana, que pretende que para escuchar la verdad basta poner atención a las ideas claras que cada uno tiene dentro de sí, según más o menos lo explica cierto caballero francés; pero como me importa poco la opinión errada de los demás, tengo que decir lo que comprendo y lo que no comprendo de mí misma.
Ahora es necesario que apresure un poco esta narración, yendo a los hechos y dejando el especular para más tarde.
Unos pocos detalles acerca de mis padres, que fueron individuos ricos y por consiguiente nobles, bastará para aclarar el misterio de mi origen: mi madre era muy dada a lecturas perniciosas y generalmente novelescas; parece ser que después de mi concepción, su marido y mi padre viajó por motivos de salud. En el ínterin, su amigo, médico, entabló estrechas relaciones con mi madre, claro que de honrada amistad, y como la pobrecilla estaba tan sola y aburrida, éste su amigo tenía que distraerla y la distraía con unos cuentos extraños que parece que impresionaron la maternidad de mi madre. A los cuentos añádase el examen de unas cuantas estampas que el médico la llevaba; de esas peligrosas estampas que dibujan algunos señores en estos últimos tiempos, dislocadas, absurdas, y que mientras ellos creen que dan sensación de movimiento, sólo sirven para impresionar a las sencillas señoras que creen que existen en realidad mujeres como las dibujadas, con todo su desequilibrio de músculos, estrabismo de ojos y más locuras. No son raros los casos en que los hijos pagan estas inclinaciones de los padres: una señora amiga mía fue madre de un gato. Ventajosamente, procuraré que mis relaciones no sean leídas por señoras que puedan estar en peligro de impresionarse y así estaré segura de no ser nunca causa de una repetición humana de mi caso. Pues, sucedió con mi madre que, en cierto modo ayudada por aquel señor médico, llegó a creer tanto en la existencia de individuos extraños que poco a poco llegó a figurarse un fenómeno del que soy retrato, con el que se entretenía a veces, mirándolo, y se horrorizaba las más. En esos momentos gritaba y se le ponían los pelos de punta. (Todo esto se lo he oído después a ella misma en unos enormes interrogatorios que la hicieron el médico, el comisario y el obispo, quien naturalmente necesitaba conocer los antecedentes del suceso para poder darle la absolución). Nací más o menos dentro del período normal, aunque no aseguro que fueran normales los sufrimientos por que tuvo que pasar mi pobre madre, no sólo durante el trance sino después, porque apenas me vieron, horrorizados, el médico y el ayudante, se lo contaron a mi padre, y éste, encolerizado, la insultó y la pegó, tal vez con la misma justicia, más o menos, que la que asiste a algunos maridos que maltratan a sus mujeres porque les dieron una hija en vez de un varón como querían.
Madre me tenía una cierta compasión insultante para mí, que era tan hija suya como podía haberlo sido una tipa igual a todas, de esas que nacen para hacer pucheritos con la boca, zapatear y coquetear. Padre, cuando me encontraba sola, me daba de puntapiés y corría; yo era capaz de matarlo al ver que, a mis llantos, era de los primeros en ir a mi lado; acariciándome uno de los brazos, me preguntaba, con su voz hipócrita: «Qué es lo que te ha pasado, hijita». Yo me callaba, no sé bien por qué; pero una vez no pude ya soportarlo y le contesté, queriendo latiguearle con mi rabia: «Tú me pateaste en este momento y corriste, hipócrita». Pero como mi padre era un hombre serio, y aparentaba delante de todos quererme, y le habían visto entrar sorprendido, y, por último, merecía más crédito que yo, todos me miraron, abriendo mucho la boca y se vieron después las caras; un momento después, al retirarse, oí que mi padre dijo en voz baja: «Tendremos que mandar a esta pobre niña al Hospicio; yo desconfío de que esté bien de la cabeza; el doctor me ha manifestado también sus dudas. Caramba, caramba, que desgracia». Al oír esto, quedé absorta.
No me daba cuenta de lo que podía ser un Hospicio; pero por el sentido de la frase comprendí que se trataba de algún lugar donde se recluiría a los locos. La idea de separarme de mis padres no era para mí nada dolorosa; la habría aceptado más bien con placer, ya que contaba con el odio del uno y la compasión de la otra, que tal vez no era lo menos. Pero como no conocía el Hospicio, no sabía qué era lo preferible; éste se me presentaba algunas veces como amenazador, cuando encontraba en mi casa alguna comodidad o algún cariño entre los criados, que hacían que tomara ese ambiente como mío; pero en otras, ante la cara contraída de mi madre o una mirada envenenada de mi padre, deseaba ardientemente salir de aquella casa que me era tan hostil. Habría prevalecido en mí este deseo de no haber sorprendido una tarde entre los criados una conversación en la que se me compadecía, diciéndome a cada momento «pobrecita» y en la que descubrí además algunos espantables procedimientos de los guardianes de aquella casa, agrandados, sin duda, extraordinariamente, por la imaginación encogida y servil de los que hablaban. Los criados siempre están listos a figurarse las cosas más inverosímiles e imposibles. Decían que a todos los locos les azotaban, les bañaban con agua helada, les colgaban de los dedos de los pies, por tres días, en el vacío; lo que acabó por sobrecogerme. Fui lo más pronto que pude donde mi padre, a quien encontré discutiendo en alta voz con su mujer, y me puse a llorar delante de él, diciéndole que seguramente me había equivocado el otro día y que debía de haber sido otro el que me había maltratado, que yo le amaba y respetaba mucho y que me perdonase. Si lo habría podido hacer, me hubiera arrodillado de buena gana para pedírselo, porque había alcanzado a observar que las súplicas, los lamentos y alguna que otra tontería, adquieren un carácter más grave y enternecedor en esa difícil posición; hombres y mujeres pudieran dar lo que se les pida, si se lo hace arrodillados, porque parece que esta actitud elevara a los concedentes a una altura igual a la de las santas imágenes en los altares, desde donde pueden derrochar favores sin mengua de su hacienda ni de su integridad. Al oírme, mi padre, no sé por qué me miró de una manera especial, entre furioso y amargado; se paró violentamente. Creo que vi humedecerse sus ojos. Al fin dijo, cogiéndose la cabeza: «Este demonio va a acabar por matarme», y salió sin regresar a ver. Pensé que era ese el último momento de mi vida en aquella casa. Después de poco, oí un ruido extraordinario, seguido de movimiento de criados y algunos llantos. Me cogieron, y a pesar de mis pataleos me llevaron a mi dormitorio, donde me encerraron con llave, y no volví a ver más a mi más grande enemigo. Después de algún tiempo supe que se había suicidado, noticia que la recibí con gran alegría puesto que vino a comprobar una de las hipótesis dulces que contrapesaban y hacían balancear mi tranquilidad, en oposición a otras amargas anunciadoras de un cambio desgraciado en mi vida.
Cuando tuve 21 años me separé de mi madre que era entonces todavía mujer joven. Ella aparentó un gran dolor, que tal vez habría tenido algo de verdadero, puesto que mi separación representaba una notabilísima disminución de la fortuna que ella usufructuaba.
Con lo que me tocó en herencia me he instalado muy bien, y como no soy pesimista, de no haberme ocurrido la mortal desgracia que conoceréis más tarde, no habría desesperado de encontrar un buen partido.
Mi instalación fue de las más difíciles. Necesito una cantidad enorme de muebles especiales. Pero de todo lo que tengo, lo que más me impresiona son las sillas, que tienen algo de inerte y de humano, anchas, sin respaldo porque soy respaldo de mí misma, y que deben servir por uno y otro lado. Me impresionan porque yo formo parte del objeto «silla»; cuando está vacía, cuando no estoy en ella, nadie que la vea puede formarse una idea perfecta del mueblecito aquél, ancho, alargado, con brazos opuestos, y que parece que le faltara algo. Ese algo soy yo que, al sentarme, lleno un vacío que la idea «silla» tal como está formada vulgarmente había motivado en «mi silla»: el respaldo, que se lo he puesto yo y que no podía tenerlo antes porque precisamente, casi siempre, la condición esencial para que un mueble mío sea mueble en el cerebro de los demás, es que forme yo parte de ese objeto que me sirve y que no puede tener en ningún momento vida íntegra e independiente.
Casi lo mismo sucede con las mesas de trabajo. Mis mesas de trabajo dan media vuelta —no activamente, se entiende, sino pasivamente—; así que su línea máxima es casi una semicircunferencia, algo achatada en sus partes opuestas: quiero decir que tiene la forma de una bala, perfilada, cuyo extremo anterior es una semicircunferencia. Una sintetización de la mitad del Mar Adriático, hacia el golfo de Venecia, creo que sería también sumamente parecida a la forma exterior de las tablas de mis mesas. El centro está recortado y vacío, en la misma forma que la ya descrita, de manera que allí puedo entrar yo y mi silla, y tener mesa por ambos lados. Claro que podía obviar la dificultad de estas innovaciones con sólo tener dos mesas, entre las cuales me colocaría; pero ha sido un capricho, que tiende a establecer mi unidad exterior magníficamente, ya que nadie puede decir: «Trabaja en mesas», sino «en una mesa». Y la posibilidad de que yo trabaje por un solo lado me pone en desequilibrio: no podría dejar vacío el frente de mi otro lado. Esto sería la dureza de corazón de una madre que teniendo un pan lo diera entero a uno de sus dos hijos.
Mi tocador es doble: no tengo necesidad de decir más, pues su uso en esta forma, es claramente comprensible.
La diversidad de mis muebles es causa del gran dolor que siento al no poder ir de visita. Sólo tengo una amiga que por tenerme con ella algunas veces ha mandado a confeccionar una de mis sillas. Mas, prefiriendo estar sola, se me ve por allí rara vez. No puedo soportar continuamente la situación absurda en que debo colocarme, siempre en medio de los visitantes, para que la visita sea de yo-entera. Los otros, para comprender la forma exacta de mi presencia en una reunión, de sentarme como todos, deberían asistir a una de perfil y pensar en la curiosidad molestosa de los contertulios.
Y este dolor es nada frente a otros. En especial mi amor a los niños acaba por hacerme llorar. Quisiera tener a alguno en mis brazos y hacerle reír con mis gracias. Pero ellos, apenas me acerco, gritan asustados y corren. Yo, defraudada, me quedo en ademán trágico. Creo que algunos novelistas han descrito este ademán en las escenas últimas de sus libros, cuando el protagonista, solo, en la ribera (casi nunca se acuerdan del muelle), contempla la separación del barco que se lleva una persona amiga o de la familia; más patético resulta eso cuando quien se va es la novia.
En casa de mi amiga de la silla conocí a un caballero alto y bien formado. Me miraba con especial atención. Este caballero debía ser motivo de la más aguda de mis crisis.
Diré pronto que estaba enamorada de él. Y como antes ya he explicado, este amor no podía surgir aisladamente en uno sólo de mis yos. Por mi manifiesta unicidad apareció a la vez en mis lados. Todos los fenómenos previos al amor, que aquí ya estarían demás, fueron apareciendo en ellos idénticamente. La lucha que se entabló entre mí es con facilidad imaginable. El mismo deseo de verlo y hablar con él era sentido por ambas partes, y como esto no era posible, según las alternativas, la una tenía celos de la otra. No sentía solamente celos, sino también, de parte de mi yo favorecido, un estado manifiesto de insatisfacción. Mientras yo-primera hablaba con él, me aguijoneaba el deseo de yo-segunda, y como yo-primera no podía dejarlo, ese placer era un placer a medias con el remordimiento de no haber permitido que hablara con yo-segunda.
Las cosas no pasaron de eso porque no era posible que fueran a más. Mi amor con un hombre se presentaba de una manera especial. Pensaba yo en la posibilidad de algo más avanzado: un abrazo, un beso, y si era en lo primero venía enseguida a mi imaginación la manera como podía dar ese abrazo, con los brazos de yo-primera, mientras yo-segunda agitaría los suyos o los dejaría caer con un gesto inexpresable. Si era un beso, sentía anticipadamente la amargura de mi boca de ella.
Todos estos pensamientos, que eran de solidaridad, estaban acompañados por un odio invencible a mi segunda parte; pero el mismo odio era sentido por ésta contra mi primera. Era una confusión, una mezcla absurda, que me daba vueltas por el cerebro y me vaciaba los sesos.
Pero el punto máximo de mis pensamientos, a este respecto, era el más amargo… ¿Por qué no decirlo? Se me ocurrió que alguna vez podía llegar a la satisfacción de mi deseo. Esta sola enunciación da una idea clara de los razonamientos que me haría. ¿Quién yo debía satisfacer mi deseo, o mejor su parte de mi deseo? ¿En qué forma podía ocurrírseme su satisfacción? ¿En qué posición quedaría mi otra parte ardiente?
¿Qué haría esa parte, olvidada, congestionada por el mismo ataque de pasión, sentido con la misma intensidad, y con el vago estremecimiento de lo satisfecho en medio de lo enorme insatisfecho? Tal vez se entablaría una lucha, como en los comienzos de mi lucha, como en los comienzos de mi vida. Y vencería yo-primera como más fuerte, pero al mismo tiempo me vencería a mí misma. Sería sólo un triunfo de prioridad, acompañado por aquella tortura.
Y no sólo debía meditar en eso, sino también en la probable actitud de él frente a mí, en mi lucha. Primero, ¿era posible para él sentir deseo de satisfacer mi deseo? Segundo, ¿esperaría que una de mis partes se brindase, o tendría determinada inclinación, que haría inútil la guerra de mis yos?
Yo-segunda tengo los ojos azules y la cara fina y blanca. Hay dulces sombras de pestañas.
Yo-primera tal vez soy menos bella. Las mismas facciones son endurecidas por el entrecejo y por la boca imperiosa.
Pero de esto no podía deducir quién yo sería la preferida.
Mi amor era imposible, mucho más imposible que los casos novelados de un joven pobre y oscuro con una joven rica y noble.
Tal vez había un pequeño resquicio, pero ¡era tan poco romántico! ¡Si se pudiera querer a dos!
En fin, que no volví a verlo. Pude dominarme haciendo un esfuerzo. Como él tampoco ha hecho por verme, he pensado después que todas mis inquietudes eran fantasías inútiles. Yo partía del hecho de que él me quisiera, y esto, en mis circunstancias parece un poco absurdo. Nadie puede quererme, porque me han obligado a cargar con éste mi fardo, mi sombra; me han obligado a cargarme mi duplicación.
No sé bien si debo rabiar por ella o si debo elogiarla. Al sentirme otra; al ver cosas que los hombres sin duda no pueden ver; al sufrir la influencia y el funcionamiento de un mecanismo complicado que no es posible que alguien conozca fuera de mí, creo que todo esto es admirable y que soy para los mediocres como un pequeño dios. Pero ciertas exigencias de la vida en común que irremediablemente tengo que llevar y ciertas pasiones muy humanas que la naturaleza, al organizarme así, debió lógicamente suprimir o modificar, han hecho que más continuamente piense en lo contrario.
Naturalmente, esta organización distinta, trayéndome usos distintos, me ha obligado a aislarme casi por completo. A fuerza de costumbre y de soportar esta contrariedad, no siento absolutamente el principio social. Olvidando todas mis inquietudes me he hecho una solitaria.
Hace más o menos un mes, he sentido una insistente comezón en mis labios de ella. Luego apareció una manchita blancuzca, en el mismo sitio, que más tarde se convirtió en violácea; se agrandó, irritándose y sangrando.
Ha venido el médico y me ha hablado de proliferación de células, de neo-formaciones. En fin, algo vago, pero que yo comprendo. El pobre habrá querido no impresionarme. ¿Qué me importa eso a mí, con la vida que llevo?
Si no fuera por esos dolores insistentes que siento en mis labios… En mis labios… bueno, ¡pero no son mis labios! Mis labios están aquí, adelante; puedo hablar libremente con ellos… ¿Y cómo es que siento los dolores de esos otros labios? Esta dualidad y esta unicidad al fin van a matarme. Una de mis partes envenena al todo. Esa llaga que se abre como una rosa y cuya sangre es absorbida por mi otro vientre irá comiéndose todo mi organismo. Desde que nací he tenido algo especial; he llevado en mi sangre gérmenes nocivos.
… Seguramente debo tener una sola alma… ¿Pero si después de muerta, mi alma va a ser así como mi cuerpo…? ¡Cómo quisiera no morir!
¿Y este cuerpo inverosímil, estas dos cabezas, estas cuatro piernas, esta proliferación reventada de los labios?
¡Uf!
El cuento
Existen en la actualidad asuntos importantísimos de explotación sociológica y política: lo de Marruecos, los sistemas de colonización francesa y española, el gran problema de las finanzas, la identidad de la Europa feudal y la América colonial, la difícil cuestión de la procedencia de los primeros habitantes de este continente, y muchísimos más. Pero creo que brilla sobre todos la eternamente nueva y eternamente vieja opinión pública.
¡La opinión pública, freno de gobernantes y único timón seguro para conducir con buen éxito la nave del Estado! ¡La opinión pública, morigeradora de las costumbres políticas, de las costumbres sociales, de las costumbres religiosas!
Supongamos que pudiera existir un hombre que participe sincera e idénticamente de estas ideas. Luego este hombre debe llamarse Francisco o Manuel y estar a la media edad, entre gordo y flaco, entre barbudo y no barbudo.
Este don Francisco o don Manuel, tiene que ser pequeño, de párpados con bolsas, usar jaquet y detestable sombrero.
Andará lentamente, blandiendo el bastón y moviendo las caderas.
Solterón y aburrido, deberá tener una amiga que fue amiga de todos, conquistada a fuerza de acostumbramiento, y a quien cualquier mequetrefe pudo llamar:
—Pst. Pst… (etc.).
Esta amiga —Laura o Judith— tendrá cualquier nariz —pongamos aguileña—, cualquier cabello —canela—, cualesquiera ojos —pardos—, y será larguirucha y voluntariosa.
Puede vivir al cabo de una calle sucia.
Puede tener amigas muy alegres con quienes celebre sesiones animadas, que salpicarán el cuento como el lodo un vestido nuevo, al manotazo de un caballo en una charca.
El pequeño sociólogo, ¡oh maravilla!, tendrá que ir dos veces por semana al cabo de la calle conocida y dará vueltas junto a la puerta, mirando a todos lados, azorado, procurando evitar un mal encuentro. Cuando le arroje a la ventana la piedrecilla del silbido, ella hará gruñir los cristales y le contestará con la rabia de sus ojos.
Naturalmente, ella debe divertirse a costa de él, aunque con él no le sea posible divertirse.
Y como el sociólogo no tendrá mal olfato, y como casi nunca sabrá lo que decir, ha de toser un poco enojado.
—Oyte, Laura —o Judith—, yo creo que aquí no has estado sola. Dime de quien es esa colilla.
Ella lo aplastará con el silencio.
Entonces, el sociólogo, acoquinado, tendrá que callar también un rato.
Después de ese rato:
—Bueno, Laura —o Judith—, no seas así. Parece que yo viniera a pedirte… por caridad. Anoche has estado con uno de mis amigos y él me lo contó, sin saber que…
Gran reacción:
—Ve, animal: ya no puedo aguantarte más tus cochinadas. ¡Si vienes otra vez con esas, te rajo la cabeza!
Pensamiento:
«Si esta mujer me raja la cabeza, ¿qué dirá la opinión pública?».
¡Señora!
—Usted fue, sí, usted fue.
—¿Señora…?
—Le digo que fue usted; no sea sinvergüenza.
—Pero… ¡señora!… perdone: no sé de lo que se trata.
—¡Ah!, cínico… Devuélvame enseguida lo que ha cogido.
El hombre sintió un crujido en el armatoste de su buen juicio y se quedó viendo la cara de la rabiosa con ojos desencajados.
—¿Fue usted quien estuvo sentado junto a mí en el Teatro?
—… Sí, señora; así me parece…
—Entonces, ¿qué hizo de mi saquito de joyas?
—Pero ¿qué saquito de joyas?
—¡Oh! Esto es demasiado. Y ¡claro!, no podía ser de otra manera. ¡A lo que hemos llegado! Usted se va conmigo, jovencito, y no diga nada porque no quiero hacerle tomar un chasco. ¡Se ha de creer que sea yo quien sienta vergüenza antes que él!
En la comedia moderna, el automóvil es un personaje interesantísimo; así es que se acercó un automóvil.
—A la Policía.
Anonadamiento. «¿Estoy yo loco o está ella loca? ¿Sueño o no sueño? ¿Qué es lo que me pasa? ¿Soy ladrón o no soy ladrón? ¿Existo o no existo?». Alto grado de estupidez.
—¡Pero, señora!
—¡Vuelve usted con lo mismo! No me va a ser posible entenderme con usted. Ya se lo he dicho. Lo que tiene que hacer es devolverme lo que ha cogido y no venirme con lamentaciones. Nada de esto hubiera pasado si usted me habría devuelto eso enseguida. ¿A qué vienen sus fingimientos?
—Se lo juro, señora: no sé qué es lo que usted me reclama.
—¡Cállese! ¡Cállese! Me va a hacer encolerizar. Tengo convencimiento de que fue usted y por eso hago lo que hago. Y no sé bien por qué procedo así. A pesar de la monstruosidad que acaba de cometer, me ha simpatizado; si no, estuviera ya en la Policía y vergonzosamente. Pero por algo noto que es una persona decente y estoy segura de que no sufrirá el bochorno de las investigaciones.
Policía.
—Vea, joven, por Dios, devuélvame el saquito. Son joyas valiosísimas y es lo único que tengo. Figúrese usted lo que me va a decir mi marido cuando venga. ¡Ah!, y todo por la ausencia de él… Lo que me va a decir cuando venga. Vea, joven, compadézcame…
—Bueno, diablos, ¿qué es lo que pasa? Le he dicho que no tengo nada suyo. ¿Entiende usted?: No ten-go na-da su-yo. Ya estamos en la Policía. Siga, señora.
—No, no baje; no se moleste. Yo no quiero hacerle quedar mal. Caramba, caramba. Calle usted. No, no; esto no puede ser. Yo sé que usted se compadecerá de mí. Adolfo, siga a casa.
—¡Maldición!
Y estupidez definitiva: «¿La mato o no la mato? ¿Estoy loco o está loca? ¿Qué hora es? ¿A dónde voy? ¿Hay un amigo tras la noche o un enemigo? ¿Quién es esta mujer? ¿He robado o no he robado?».
—No intente arrojarse… Se estrellaría. Vaya más ligero, Adolfo; más ligero.
Y como el viaje fuera largo, el hombre tuvo miedo.
Brillaban dos ojos de gata.
Naturalmente, empezó a llover fuerte.
—No recele de nada. ¿Cree usted peligrosa a una mujer sola, en la noche? Oh, qué niño… No nos lo comeremos a usted. Pero, hable. ¿Por qué no habla? ¿Se le ha secado la boca?
Silencio empedernido. Desfile, ante la imaginación, de todos los gestos, actitudes y aptitudes de lo absurdo.
—Ya hemos llegado. Tenga la bondad de bajar, joven. No: por acá. No tenga ningún recelo. Fíjese usted en el peligro que le ofrece una mujer sola. Entre. Suba. Caramba, el susto que me ha dado. Yo creí no volver a ver más aquello, que es lo único que tengo. Ay, pero hace un frío terrible. Entre, siéntese. (Silencio). Ahora lo que necesito son las joyas. Hágame el favor, joven.
—Pero, señora, ¿qué es lo que le pasa? Se lo he repetido hasta la saciedad: yo no tengo sus joyas.
—Bueno, primeramente dígame por qué me dice señora…
—… Porque así lo parece.
Y la señora rió.
—Caramba, caramba… Perdóneme usted que sea tan molestosa; pero, ya comprenderá… mi situación es de las más difíciles… Ya sabe usted que mi marido está ausente, y puede caerme aquí de sorpresa después de dos, tres, cuatro días… ¿Y qué le diré yo de esas joyas? Como él es un poco celoso, quién sabe qué cosas va a figurarse… ¡Ay, no, Dios mío, si cuando yo pienso en lo que él puede pensar de mí, soy capaz de enterrarme viva…! Perdóneme; yo sé que estoy obrando muy indiscretamente, pero es que ahora no puedo hacer nada bien… Permítame que le exija su abrigo…
La señora buscó inútilmente en todos los bolsillos y lo colocó sobre una silla.
—¡Oh! Pero no vuelva a ponérselo. Aguarde usted. Caramba; pero qué frías tiene las manos. ¿Quiere tomar una copita? ¿Ron? ¿Cognac? ¿Whisky?
—No bebo nada, señora.
—Uff, que seriedad… Es de ver al chiquillo. ¿Me perdona un momento? Yo misma voy a traer, porque no quiero despertar a los criados, y ya veremos si rehusa. De paso traeré también un pequeño utensilio para que arreglemos lo de las joyas.
Por fuerza, había dejado de llover.
Miradas rápidas y alocadas. Una ventana baja fue el milagro. Puesto que no había peligro de que se rompiera la osamenta, por allí debía salvarse el hombre —y también el cuentista—, para luego, azorado, hundirse en el camino.
Al ruido de la ventana, es evidente que la señora debió regresar a la sala: y al no encontrar a la víctima, salir a ver presurosamente, hostil, rabiosa, dada a los mil diablos.
Se mesaría los cabellos. Echaría en el lago quieto de la noche, atado al final de su larga mirada exploradora, este volumen:
—¡Zoquete!
Una honda golpeará el estupor del hombre.
Relato de la muy sensible desgracia acaecida en la persona del joven Z
El joven Z se matriculó en el año de Patología el quince de octubre de mil novecientos veinticinco.
Puede afirmarse que, primordialmente, el desgraciado joven Z tuvo 3 amigos: A, B y C. C es el cuentista.
Mi nunca bien admirado amigo Z fue un mártir del análisis introspectivo y de su buena voluntad de paciente. Mi amigo Z pudo estudiar la materia íntegra sobre sí mismo, progresivamente, a medida que su ojo hecho de tragedia se comía las páginas del inocente Collet.
Aunque no era tuerto, digo «su ojo», porque es mejor decir «su ojo» que «sus ojos».
Siguiendo el sistema del segundo capítulo de mi RELATO, afirmo que para mi recordado amigo, muy justicieramente desde luego, la letra Z fue la más importante del alfabeto.
Y de conformidad con lo dicho en el tercer capítulo, para perpetua lamentación nuestra, acaecióle lo que en éstos se refiere:
REUMATISMO ARTICULAR AGUDO
En los primeros meses de estudio fue asaltado por el
peligrosísimo reumatismo articular agudo; un insistente dolor en la
muñeca derecha, que mantuvo en constante tensión de ánimo a sus amigos
A, B y C.
Consecuencias autopronosticadas por el espíritu analítico de Z: peligrosísimas afecciones cardíacas. Etiología: la maldición de las habitaciones húmedas. Todas las habitaciones son húmedas. ¿Qué haría Z? Z era el joven más desgraciado del mundo. Las letras del alfabeto estaban óseamente atacadas de indiferentismo. Z podía morirse como un perro.
CAPÍTULO DE LECTURA PROHIBIDA
Atropellada, irrazonada, inexplicablemente, Z, mi inolvidable
amigo, tomó vergonzosa infección uretral. ¡La compasión universal sobre
Z! Pero todos tienen la compasión acorazada por durilones…
Etiología: conocida pero inefable. Consecuencias: la inminente estrechez uretral. ¿Qué hacer? ¡Oh! ¿Qué hacer?… En fin, tras los tres meses ir por las boticas en busca de ciertos tubillos para precaver… alguna amargura a los cuarenta años.
HEMORROIDES
Una pequeña dificultad y consulta empecinada de los textos. Z tuvo una enfermedad gravísima, tenaz, mortificante.
Esta enfermedad mortificante preséntase, según los textos, a partir de los 30 a 40 años, en la mayor parte de los casos. Dejando a un lado lo de «la mayor parte», para seguridad, Z llegó a dudar si estaría entre los 30 y los 40. «Artríticos, gross mangeurs (grandes comedores), sedentarios, constipados». Constipados, constipados… Me consta que mi inolvidable amigo se desconstipó con exquisito aceite; pero no me consta que se haya hecho «petit mangeur».
VÁRICES
Minúscula dilatación venosa en la cara ánteroexterna de la pierna
derecha. Decididamente era Z el joven más desgraciado del mundo. ¡Las
várices, las várices! Ulceras varicosas, elefantiasis varicosa.
«En habiendo dos causas promotoras de este terrible mal, las causas profesionales y las mecánicas, una de las dos, irremediablemente, debe haber operado sobre mi organismo. La prolongada posición vertical… mozos de hotel… ¿He dicho yo mozo de hotel? Pero debo sentarme: ¿por qué estoy parado? Las ligas… ¿por qué me pongo ligas?».
MOLLUSCUM PENDULUM
El Profesor ha enseñado a sus alumnos al pobre hombre que tiene mulluscum pendulum. Una gran bomba al final del raquis. Bomba colgante, badajeante.
En secreto me refirió mi amigo Z que todas las noches se llevaba la mano «al sitio», tembloroso, presintiendo encontrarse de improviso con la gran bomba que le vapulearía los muslos.
TAQUICARDIA PAROXÍSTICA ESENCIAL
Pero todo eso es nada. Z compró definitivamente la muerte, en la
«Universal» y por el cómodo precio de veinticinco sucres, en forma de un
aparatillo con tripas. Un aparatillo que lleva el corazón del paciente a
las orejas del experimentador.
Son curiosas estas curvas prolongadoras, establecidas entre la víctima y un hombre cejijunto. Z fue víctima y hombre cejijunto, de manera empecinada.
Tenía un sillón cómodo. Y he aquí el proceso criminal del sillón, los libros y el fonendoscopio, operantes sobre la desgracia de mi amigo: al entrar, la peor de todas las apariencias, era el sillón quien se posesionaba de su cuerpo. La mano derecha a la muñeca izquierda para contar las pulsaciones de la arteria radial. Luego la misma mano al corazón: temblores, ansias; atropellado crujir de botones y el fonendoscopio sobre el sístole y el diástole, mientras la víscera llama al tabique pectoral con la misma llamada de una mano insistente sobre una puerta cerrada. Hay que comprender la rotación progresivamente acelerante del ritmo en la corriente establecida entre la caja Bianchi y el cerebro, por intermedio de las tripas y los conductos auditivos. Como un aro impulsado sistemáticamente hasta la pesadilla.
Hay que comprender las funciones del gran simpático y el neumogástrico, el paro forzoso. La vida en un punto.
Hay que comprender nuestra estupidez ante la visión de la nada.
Y como esto estaba muy bien meditado por Z, su corazón llamaba tan imperiosamente como el amo que se quedó en la calle, en noche lluviosa, a su puerta.
Siempre el fonendoscopio avizorando la muerte del neumogástrico.
tac,
tac,
tac
mientras Z enrojece, se le saltan los ojos, se le paran los pelos.
Hasta que el gran golpe definitivo rompió la pared toráxica y la punta cardíaca salió a mirar la caja Bianchi, atrayente por el hilo que tiraba desde el cerebro de la víctima cejijunta.
Una lágrima… (¿Una lágrima?… ¡Oh!, así lo ponen en las coronas fúnebres). Una lágrima sobre los huesos de mi amigo.