Un Nuevo Caso de Marriage en Trois

Pablo Palacio


Cuento


Habían quedado con las bocas muy juntas, acariciándose, cuando de improviso Elvira se puso en pie de un salto; hacía ascos y escupía.

—¡Ay!… ¡Ay!… ¡Jesús!

Don Antonio, sin preocuparse, conociendo que las mujeres hacen aspavientos por nada, preguntó entre dientes, arrebujándose entre las sábanas:

—A ver, hijita, veamos: ¿qué pasó?

Ella se horrorizaba cada vez más, acentuando su mohín asustado.

—¡La mosca, por Dios, la mosca! Se nos ha metido entre las bocas.

Entonces el Maestro se estremeció levemente: había sentido un suave cosquilleo que le avanzaba por los labios; luego le saltó a la frente y bajó de prisa por el perfil de la nariz; por último, algo voluminoso que aleteaba con furia invadió sin compasión una de las ternillas y zumbando dio con su cuerpo por todas aquellas escondidas cavidades. Recoledo se sentó bruscamente sobre el lecho y estornudó con fuerza. ¡Qué barbaridad! Entre sus brazos sudorosos estrechaba una tibia almohada y a su lado no había nadie.

Al recordar los pasajes ardientes de su sueño, tuvo vergüenza de sí mismo y si en ese momento viera a Elvira, seguramente le habría pedido perdón de rodillas. ¡Era un insulto profanarla así, en sueños, cuando ni siquiera se habría atrevido a confesarle su amor al estar junto a ella!… En fin, era hombre y débil… ¿qué le iba a hacer?…

Con el dedo meñique empezó a escarbarse pensativamente las narices y con el índice de la otra mano se restregaba los ojos. ¡Que no supiera nadie que un hombre tan serio como él disparataba a oscuras de esa manera!

Antonio Recoledo era un individuo bajito, rechoncho y algo miope. Cuando salía a la calle usaba siempre sombrerito hongo, lentes y ropa negra de medio uso. Tendría unos cuarenta años y ya era célebre.

Y siempre fue inteligente don Antonio: que lo digan los de su tiempo… Fundó dos periódicos: El Faro y La Verdad, en los que campeó con valentía y justicia; rindió el grado de bachiller y estudió hasta tercer año de Derecho, desde donde perseveraron sus aficiones sociológicas. Era un talento verdaderamente enciclopédico, porque en esos tiempos se estudiaba… ¡Ah, si volviéramos a esos tiempos!… Al menos él hablaba con el mismo desembarazo de Derecho Natural como de Economía y de Química y hasta de Literatura. Claro que algunas veces no decía lo que los libros; pero ya don Antonio había confiado en reserva a su sobrino Juan que los libros también se equivocan, de repente. Juan lo llamaba dulcemente «Maestro» y bien se lo merecía.

Llevado por sus inclinaciones a la Sociología, estudio que ha hecho dar un paso gigantesco a la ciencia contemporánea, el joven desertor de la Universidad se encerró en un rinconcito apartado; perdió media vida, media cabellera, media vista y se hizo sabio. ¡Laudable sacrificio en pro del adelanto humano!

El centro de sus actividades era la mujer. La conocía al dedillo: algunos opinaban que era más ducho que Balzac y más preciso que Stendhal. Pero lo que más gustaba en Recoledo era su sano optimismo; ¡claro que hay que ser optimista! No se pierde nada y se da una buena inyección de valor a la gente honrada.

«La mujer, ángel de luz», había escrito Recoledo, «toda sentimiento y amor, así sensible y frágil como es, está llamada a fines grandes. Comprensiva e inteligente, casi tanto como nosotros los hombres, será, sin duda alguna, la base más sólida de la vida futura. Al menos, filósofos y publicistas de nota están de acuerdo sobre este punto». ¿Quién será capaz de negarlo? ¡Bellas frases las de don Antonio!

Con tan favorables principios para el sexo bello, compuso su obra monumental En defensa de la mitad más interesante de la especie humana, que tanta fama le dio.

Tuvo frases justas, lapidarias, «desconcertantes por su laconismo incisivo, que penetra en la verdad como el bisturí en la carne de un cadáver». Así se lo dijo un comentador y, como el Maestro había subrayado la frase, creo que fue de su gusto.

Y era natural que después de la publicación de la obra, soñara maravillas por lo menos durante tres noches: un hombre que escribe un libro no es cosa vulgar. Pensó en minuciosas biografías, en algunos retratos suyos publicados en la página de honor de periódicos extranjeros, y también en numerosas felicitaciones de los Comités Feministas, aunque, dicha sea la verdad en su honor, nunca tuvo envidia de los honores. Muy por el contrario, don Antonio, siempre que podía, echaba al rostro de sus adversarios esta frase, que era un bofetón: «¡Ningún hombre superior… anda… a caza… de vanidades!» Cuando pronunciaba esta frase favorita, se extendía cuanto alcanzaba su menudo cuerpo y agitaba vigorosamente el índice con ademán significativo.

… Ahora, con los ojos todavía hinchados de tanto dormir, meditaba lleno de contrición en las barbaridades que había soñado… Lo de los Comités y los periódicos… pase; pero lo de Elvira, una muchacha tan buena… Sin embargo, en vez de olvidarlo, siempre volvía a lo del sueño, y en el fondo lo habría querido de verdad.

En ese momento sintió ruido. Iba a levantarse, cuando oyó la voz de la cocinera, que con el ojo en la cerradura y la boca hecha agua, llamaba delicadamente:

—Señor… Señor…

El Maestro, metiendo de nuevo las piernas velludas bajo los cobertores, mandó:

—¡Entra!

Petrona entró con un diario en la mano. Estaban sus ojos relucientes de felicidad; con su índice gordezuelo señalaba el periódico, y afirmaba que eso era sublime. A ella se lo había dicho, cuando iba al mercado, la señora Gertrudis, quien leía los periódicos todos los días y ella lo compró para que lo viera el señor…

Este lo cogió apresuradamente, restregándose de nuevo los ojos, cabalgóse las gafas y recorrió las líneas negras… Sí, en la sección bibliográfica estaba. Leyó en voz alta, después de toser y expectorar.

«Antonio Recoledo y su obra En defensa de la mitad más interesante de la especie humana. —Hemos recibido la excelente obra cuyo epígrafe encabeza estas líneas, dos tomos de menuda impresión que acabamos de leer con agrado. Antonio Recoledo, su autor, joven de singulares dotes, viene dedicando desde muchos años atrás todo su esfuerzo al estudio de la mujer…»

—Tráeme el desayuno, pronto.

Petrona salió con desgano.

«… estudios de los que tanto carecemos en estos tiempos en que los jóvenes desgastan inútilmente sus energías en chirles produccioncillas literarias, que cada vez van aumentando más el desdoro de nuestra querida Patria». Recoledo sonrió satisfecho; era así. Ah, nadie como los periódicos para decir las verdades. «Es tiempo de que la juventud despierte y siga la preciada senda de la ciencia, por donde va a la vanguardia nuestro sabio Recoledo, quien, despreciando a todo trance gangas personales y satisfacciones vanidosas, consume con paciencia benedictina sus mejores años en el silencio de su estudio. Como el espacio de que disponemos se nos viene estrecho, nos limitamos a dar sólo noticia de la aparición de la obra, reservándonos para otra ocasión ocuparnos de ella en un estudio critico detenido. Auguramos muchos triunfos al filósofo y amigo»

La cocinera había vuelto a entrar de puntillas, con el desayuno, y don Antonio, como aplanado, se rascaba lentamente las piernas, abriendo mucho los ojos. Aquello sí que era tener la gloria al alcance de la mano. ¿Por qué iba a ser un disparate lo que soñara? Vio de nuevo a Elvira junto a él, zalamera, risueña, brindándole su boca dulce y emborrachándole con el fulgor agresivo de sus ojos negros…; levantó las manos temblorosas, palpó dos caderas abombadas, dos muslos duros, y loco de deseo estrechó a Elvira y la besó… Petrona dio un gemido de contento. Al oírla, el Maestro, dándose cuenta de su equivocación, se separó muy serio. Aquello no era ya conveniente en un hombre como él… Pero la cocinera se había envalentonado y anudándosele al cuello con los brazos, amapolándose, le dijo unas palabras al oído.

Hubo un silencio trágico. El escritor se arrojó del lecho instantáneamente, se quedó mirándola con una rabia atroz, como queriendo despedazarla.

Hay que confesar que el pobre hacía una facha chusca, ¡pero estaba tan emocionado! No hacía más que mirarle el vientre insistentemente y pensar en el hundimiento irremediable de su única ilusión. No alcanzaría nunca a Elvira. Al fin exclamó furioso:

—¡Mentira! No es mío. A mí no me engañas, canalla; sal de aquí inmediatamente. ¡Ustedes son unas animales!

Petrona quedó muda de espanto, sin saber lo que le pasaba. Después de un instante abandonó lentamente la alcoba y se dirigió a la cocina, que tenía una pequeña ventana ahumada que daba a la calle.

¿Qué haría ella?… No era una bisoña en estas cosas: era ya la segunda vez, y tampoco su hijo tendría padre… A la verdad, no estaba segura de quién era: pero de uno de los dos debía ser, ¡claro! Al otro le había dicho que de él y habían convenido en que mentiría al señor; mas cuando supiera la contestación de esa mañana, se lo tenía tragado que se reiría de ella y tomaría las de Villadiego.

Salió a la ventana y se arrimó en el antepecho mugriento. Por casualidad, Emilio subía para ir a su trabajo. Al ver la cara triste con que lo miraba y las señales negativas que hacía con la cabeza, comprendió en el acto de lo que se trataba. Se detuvo un momento, pensativo; después, tomando una resolución, se encogió de hombros y siguió andando sin decirla una palabra. Sólo para él resumió la situación:

—¡Caramba, la pobre!… Y lo que es yo, tampoco te creo…

Entonces, al verlo alejarse, Petrona se irguió muy pálida, con las manos entrelazadas sobre el redondeado vientre; y con toda la rabia de su impotencia, frunciendo el ceño y apretando los dientes, escupió sobre la mitad menos interesante de la especie:

—¡Ah, cochinos…!


Publicado el 19 de mayo de 2024 por Edu Robsy.
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