Una Carta, un Hombre y Algunas Cosas Más

Pablo Palacio


Cuento



Mi querido amigo Eustaquio:

No te he escrito hace mucho tiempo, pero esta misiva va por todas. Ya te veo la cara que pones de verla tan larga. Pero, ventajosamente, casi toda es copia. Me encontré misteriosamente con un legajo de escritos, ni te explico cómo, ni lo necesitas. Lo que debes saber es que lo escribió don Pancho de la Piedra y Carrión, de quien nada dijo la crítica, tal vez por ese sentimiento innato de injusticia que tiene, tal vez porque De la Piedra no publicaría en vida —¡ni aún en muerte!— ninguno de sus escritos. Yo no sé si don Pancho, como el gran Fradique, tuvo odio a la luz pública y aspiró al estilo que no se ha conocido aún: puro, radiante y fluido; si fue así vengo yo a profanar aquel silencio, divulgando sus escritos, injustificado por ser pesimista.

Don Pancho parece haber sido un hombre de mediana ilustración y de mucha buena fe. Yo no me atrevo a elogiar sus escritos, pues algunos de ellos vas a conocer, y sería restarte juicio propio, —a ti que eres tan sabio— pero sería fácil colocándose, si esto fuera posible, en la época de don Pancho, admirar el valor de sus escritos, irónicos a veces y a veces dulces. Ningún dato de su vida nos queda y es por esto que yo no pueda, a manera de unos cuantos, atar cabos y tejer finos análisis psicológicos, exhornados de unos cuantos pensamientos hondos y bullidoras observaciones.

Mas como te conozco que no eres exigente y te vas hastiando, antes de que arrojes, con rencor contra mí, este papelito inocente, voy al grano, es decir a lo de los artículos. Te dije que había encontrado un legajo escrito por don Pancho de la Piedra y Carrión; y, en verdad, cuando un accidente somero de mi vida puso a mi alcance estos papeles atados fuertemente por un balduque encarnado, me dio el corazón que tenía entre manos los destinos de dos enamorados pichones, como diría un vejete alegre. Mas poco a poco fuime poniendo en autos de la lectura del legajo, y me encontré con unos articulillos que los llamaré literarios, aunque, dicho sea de paso y sin ánimo de ofenderme, no sé cómo llamarlos a punto fijo.

Son a veces alegres, irónicos, picantes, mordaces; a veces hay descripciones de paisajes de esta tierra; a veces cavilaciones acerca de los primeros principios, que satisfarían al más ortodoxo; a veces consejos llenos de amor y de sano optimismo.

Parece que su autor había leído mucho al maestro Montaigne; al inquieto y nervioso Azorín; al genial Eça de Queiroz; parece que se había penetrado de aquel amor que anda desperdigado por el Nuevo Testamento y en algunas de las obras de Federico Nietzsche; —¡Anda, que me voy haciendo crítico!— y para más francamente hablarte parece que no ha leído a ninguno de éstos, sino que tú ya sabes es la manía de comparar.

Son artículos que parecen haber sido escritos para corregir nuestras inveteradas costumbres sociales, o tal vez, mejor, escritos al acaso sin ánimo ni fin, sólo por la manía de escribir, que parece que minó la vida de don Pancho.

He escogido tres de ellos para dártelos a conocer, no porque sean los mejores, no; quizá son los más desaliñados y frívolos, quizá los que odió el autor. Los he escogido porque… ¡vaya!, no podré decirte porqué. Porque lo he querido solamente, porque hay cosas que no tienen explicación en la vida. Yo he escogido estos artículos así como tú amas a María, por ejemplo. Es muy difícil penetrar en la psicología de los caprichos (¡anda!); se ama a una mujer simplemente porque nos agrada, no porque es bella. Cuando estamos lejos nos detenemos a analizar sus costumbres o tal o cual detalle grosero de su rostro; pero cerca, mano sobre mano, no ves nada; esa mujer te ha cegado y dieras por ella la vida. Sin embargo, ¡qué vulgar!

Dispensa la comparación y no me creas enamorado de los artículos de don Pancho. Te los copio porque… ¡vaya! Volvemos a lo mismo…

Panches

Nada iguala al prestigio de Panches. Panches es un gran poeta, un gran ensayista, un gran crítico. Panches es un gran conversador. Decir Panches en este pueblo de Dios es como si en el África se hablara del Nilo o del Amazonas. Decir aquí Panches es como hablar de poderes invisibles, de la linterna mágica de Aladino.

Nada como el gran prestigio literario de Panches. Y pregúntele usted a Juan o a Pedro, ¿qué escribió Panches? Y le miden con la vista de la cabeza a los pies, escudriñan su fisonomía y aunque no saben precisar a punto fijo qué escribió Panches le tienen a usted como a ignorante o blasfemo.

Y si nos ponemos a buscar de dónde viene aquel gran prestigio, a fuerza de registrar papeles y huronear manuscritos, nos encontramos con que Panches es poeta oficial. Lo sacaron de la oscuridad de sus rimas los municipales. Se lo premió en un gran concurso promovido por el H. Cabildo, al que concurrieron además el poeta de «Primaveral», «A Bernardo Valdivieso», «A una jardinera», etc., y el ya célebre Portero del I. Ayuntamiento, aquel que en sus mocedades había escrito eso de:


Están los campos verdisecos
El cielo ya nublado ya sereno…


¿Qué escribió Panches? Ahora es fácil saberlo. Nuestro poeta es el autor de «Soledades», mas no son como aquéllas del gran Lope, del famoso cantor del Siglo de Oro. Panches inspiró su lira armoniosa en los perfiles ambrosíacos, como él mismo lo decía de unas honradas señoras hermanas, de las cuales a la mayor le llamaban Soledad.

El poema es un canto ardentísimo inspirado, sin duda, por las líneas plenas y garbosas de la jamona. Hay que anotar, eso sí, que se habla también de «bosques psicológicos» y otras lindezas. (No es mi ánimo criticar a Panches; se me había puesto hacer su semblanza crítica, porque me inspira gran simpatía y quiero hurtarlo a un olvido posterior. Conozco mucho a Panches y si estas líneas tienen alguna vez el alto honor de detener su atención —ojalá eso no suceda—, yo sé que el famoso lirida tendrá el mismo gesto de desdén que tuvo para algunos que quisieron manchar su reputación continental).

Ser premiado Panches y ascender a la categoría de genio fue uno. Lo primero, comenzar a elevársele el chambergo debido a un complejo bosque cabelludo, ¡y no psicológico!; luego hablar en voz alta con inflexiones metálicas, y amenazarnos con su andar airoso y ondulante.

¿Habéis tratado alguna vez a Panches? ¿No habéis quedado abrumado por el peso de su cortesía inaudita, abrumadora, extraordinaria, inefable…? ¿No habéis sentido una gratitud tierna hacia el poeta cuando después de una venia os ha dicho: Señor doctor don N. N. (Aquí nombre y apellido) y más títulos si los tenéis…?

¿Habéis tratado en la intimidad a Panches? ¿No habéis quedado admirado de tanta sabiduría, de tanta erudición, de tanta ternura, de tanta delicadeza; no os habéis alelado al oír aquellos arranques líricos de peregrina originalidad, aquellos desesperados deseos de no sentir nada, de ser como la piedra que cantara el Poeta? ¿No os habéis admirado de su enorme talento crítico de su facilidad extraordinaria para sentenciar sobre novelistas, filósofos, poetas, pintores, músicos; sobre Hegel y Ossián, sobre Valera y Garcilaso, sobre Verdi y Rafael?

¿No habéis oído hablar nunca a Panches? ¿No? Pues entonces amigo mío, y perdonadme la franqueza, estáis por empezar…

Fijaos bien: Como aquel pintor de mal gusto, empezaré a describíroslo desde los pies: usa zapatillas, medias blancas —no os olvidéis de las medias blancas—;…

Pero, Dios Santo, ¿qué es lo que hacía?

Perdonad, esto de murmurar del prójimo es mal del siglo; ¡y seré en todo vulgar!

Del amor

Es cosa bien sabida y bien dicha: nada más grande que el amor.

El amor es el hundimiento del yo. Mas ama así: abísmate y confúndete; ama con todo tu corazón y si quieres con todo tu cerebro. Sé fuerte y tenaz. Ama como Buda o como Jesús; como Galileo o como Lenin; ama como Caín y mata, pero ama. ¿No habéis oído los anatemas contra los tibios?

¿Por qué no tienes un ideal? Ama al Dios eterno e inmutable, que, como dicen los persas, es la dureza en la piedra, la frescura en el agua, la fluidez en el arroyo, la luz en el día, la gloria en el hombre… ¿por qué no tienes un ideal?

Ama la vida puesto que es tu misma alma. ¿Quién te ha dicho que la vida es mala? No creas a ese hombre, que también es la vida Dios. La vida es buena como el pan. Tras el torrente está la pradera, más allá del ziszás trágico se halla la luz. Ve a buscarla.

Y cuando la encuentres, ámala mucho, no se vaya a escapar de tus manos, que no pueden aprisionarla. Mas si esto sucede, ¿persíguela de nuevo, aunque la vuelvas a perder!

Ama a la mujer. Ella es más dulce que la miel.

Mas antes, oye mi cuento:


«Hubo una vez un rey que tenía una hija, y como quisiera que sea su esposo alguno de los pares del reino, llamólos un día a todos para que disputen su mano. Aprestáronse todos para la liza y antes fueron a besar los pies de la hija del Rey. Mas hubo uno que al pasar ante ella ni siquiera doblegó su rodilla, aparentando gran indiferencia…

Desde las almenas de la fortaleza, que estaba colocada a orillas del mar, miraba la encantadora princesa tan singular batalla con el corazón palpitante.

Mas cuando vio entre el polvo de la playa a aquel caballero desdeñoso, que sólo la había mirado con los ojos acerados y que prendió en su corazón el orgullo de su estirpe, dando un grito doloroso se arrojó en las profundidades del mar».


Así es ella, incomprensible y cruel. Yo te aconsejo: si amas a una mujer, esconde mucho tu corazón; ¡que no se lo oiga palpitar!

De la tristeza de los niños.

Nada más doloroso que eso.

Decir cuatro años es decir risas, campo y sol; decir cuatro años es decir luz que se quiebra entre cristales, gorjeo de calandrias armoniosas; decir cuatro años es decir caritas sonrosadas; gracia de ingenuidad infantil; decir cuatro años es decir alegría de la hartura; es decir bombones, frutas jugosas y carnudas.

Y cortar de golpe aquel encanto es más doloroso que todo dolor; es como ver perderse un ensueño, un ideal.

¿Habéis visto alguna vez un niño triste?

Ellos no derraman lágrimas inconsolablemente: son delicados y mansos, pálidos y ojerosos. Contra un muro escondido y ruinoso, con los brazos cruzados, acercan su cuerpecito feble. Sus ojos fijos ven algo en el espacio vacío y a veces dos lágrimas lentas, tiemblan y brillan, los nublan y ciegan; y siempre quedan fijos e incomprensibles.

¿Cabe tal acervo de dolores en una alma tan pequeña?

¿Qué tienen dentro? ¿En qué meditan los niños tristes?


No sé qué decirte de don Pancho. Mi amigo, el crítico, me dijo que no era tan original. Yo entiendo poco de esto.

Allá verás tú. Te saluda tu amigo FIDEL.


Publicado el 19 de mayo de 2024 por Edu Robsy.
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