Una Mujer y Luego Pollo Frito

Pablo Palacio


Cuento


Me es preciso volver al tiempo en que conocí a este hombre, cuando era escribiente y comía en un Casino de Oficiales. Recuerdo que petardeaba la comida. Esa tarde yo estaba frente a él y tratábamos de política. De improviso pude ver que se entusiasmaba y acompañaba su conversación de manotadas. Púsose a hablar del Presidente y nos dijo que era un nadador formidable. Entonces se abrió un gran sitio entre sus vecinos:

—Su modo de nadar era así:

Y separaba los brazos simultáneamente a los costados, después de extenderlos hacia adelante, como se hace en el estilo de pecho; al mismo tiempo daba resoplidos, en coordinación con los brazos, y como tenía la boca llena de arroz y yo era su blanco, sentí sobre la cara puntos húmedos que me enrojecieron ipso facto. No pude contenerme y me pasé la servilleta por los puntos atacados, mientras le torcía los ojos. Él lo notó y dejó de hablar. Luego vino un silencio pesado y sus vecinos se examinaban las caras, mirándome de reojo. Tuve que sentirme indignado; de buena gana le habría dado cuatro o cinco puñetes. Ese hombre ni siquiera había cambiado de color y con la nariz en el plato se dedicaba a la noble tarea de engullir su arroz con carne: arroz sin manteca, seco, derrochador de saliva. Observé que tenía escrupulosas pretensiones y que por afanes higiénicos, antes de llevar el tenedor a la boca lo mantenía a considerable distancia, recogiendo los alimentos con los labios, desde la punta hacia la base, sin tocarlo, como para evitar contagios. Las partículas alimenticias no aprehendidas por los labios, caían de nuevo en el plato y luego eran recogidas con ayuda del cuchillo, empezando de nuevo la operación. Como me iba ahogando la rabia, afiancé mis molares, los de arriba contra los de abajo, y templé los músculos maseteros. Así pude experimentar algún alivio; pero inmediatamente me ardieron los ojos y me brotaron lágrimas: todavía enrojecí más. Volví a afianzar los molares, en movimientos sucesivos y rítmicos. Tenía grandes deseos de gritar, de armar el escándalo del siglo: pero pude contenerme por respeto al sitio. Sabía que lo conveniente para apaciguarme era no ver a ese hombre; sin embargo no podía dejar de hacerlo porque es normal sentir la tentación de lo anormal.

Sería bueno recordar que siempre estaba yo mirando aquellos dientes desiguales, amarillentos y sucios de un antiguo amigo; y que apenas me di cuenta de que la mujer de quien voy a hablar hacía una facha ridícula con sus pies demasiado largos, bastante oblicuos con las puntas hacia afuera, al final de unas pantorrillas esmirriadas, yo tenía especial cuidado de quedarme tras ella cuando paseábamos, a fin de estar mirando aquella horrible quiebra de la línea.

Y para terminar la escena de mi conocimiento con este hombre, he de aclarar que después de cortos instantes del accidente, tal vez por su reposición o por su olvido, empezó a levantar la cabeza hacia mí, de manera torcida y aviesa tras cada ataque contra los alimentos, mostrándome su manera de masticar abierta y profunda; me miraba en forma dulce, con los ojos un poco sucios.

Era bastante calvo. Un mechón húmedo de cabellos le caía sobre la frente. Le faltaban unos tres dientes y los demás eran cariados.

Dios mío, Dios mío.

Fui finalmente a mi cuarto y después de lavarme, como me sintiera calenturiento hube de acostarme pronto y a la caída de ese día, cuando estaba en tinieblas y era todo como un descenso de algodones, oí claramente una voz delgadita que me silbaba en las orejas.

—¡Cualquier día amaneceré muerto y a quien le importa esto!

Abrí los ojos y sentí frío en la nuca. Incomoda lo de pensar que uno puede quedarse indefinidamente tieso.

Entonces maduré un pensamiento largo y todo el resto estuvo en calma hasta que al día siguiente encontré a mi amigo, a quien después rompí los ojos, y fuimos con él de visita.

Adriana y sus primas. Adriana bailaba tango con un doctor cojo. Tuvieron que parar cuando nosotros entramos a fin de que sobrevengan las presentaciones. Creía haberla visto otras veces en la calle. De lo que sí me aseguré después: el doctor cojo, entre la danza, le hablaba de amor y le cosquilleaba las mejillas con sus bigotitos tiesos. Seguramente ella estaría abriendo la boca y desgranando una carcajada tonta. Lo que es los dientes estaban relativamente limpios, no así los de su prima, la que tenía facha de tribadista y que llegó después de la misa de media noche.

La otra veía de manera oblicua. Era pequeñita. Tenía los ojos grandes y las pestañas arqueadas.

La gorda reía como manda Dios.

El doctor cojo habló inmediatamente de cine, de Mary Pickford y de Douglas Fairbanks. Aunque ya lo sabíamos dijo haber recibido educación en los Estados Unidos y viajado por Inglaterra, Francia, España e Italia. Yo sentí impulsos de admirarlo.

Pero Adriana, que tenía expectativa de derechos en una fortuna de S/. 103 000, se incomodaba y se levantó a hacer música con los pies ya que para hacerlo con las manos era bastante torpe.

No sé si el doctor se pondría colorado.

Nos abandonó cuando salimos a la calle, vía La Merced, pues las muchachas quisieron oír misa y nos pidieron compañía. Pero regresamos inmediatamente. Y ya de regreso, siendo las 11 1/2 p.m. en momentos en que ingresaba la de la facha tribadista, se nos sirvió té y frío. Eso sí, en vajilla metálica, no sé si realmente o sólo con apariencias de ser de plata.

Mi amigo hablaba de mí y las mujeres me veían la cara. Me parece que tenían sorpresa de que yo sea yo y de que no lo hubieran sabido antes.

Verdad. Olvidaba decir que de regreso de La Merced iba yo solo con Adriana. Si no recuerdo mal hice dos o tres frases. Nunca se habrá dado cuenta de que las dije, como yo las he olvidado. Me parece que eran frailunas.

Entonces, mirándome siempre, me incitaban: «sírvase», la una; «pero sírvase», la otra; «pero si usted no se sirve», la tercera. Y me dejaron comprado.

Y al otro día pensé en Adriana.

Y hube de imprimir, con todos mis (blanco en el texto original) sobre sus «párpados semicaídos», falsedad evidente, pero que sentaba bien en mi esperanza de hacer una figura sentimental de mi gusto, por estar la vida un poco seca y bastante tonta.

Sentaba bien.

Tal vez pude decir de ella con idéntico tono en que acabo de decirlo de mí: «quedó comprada», porque es seguro que en esos tiempos se le habrían subido los humos y estuviera bastante alta en sus ilusiones.

Lo cierto es que se vio obligada a autenticarme ese papel de «intruso» que yo me había dado y hubo un tiempo de danza entre los dos, un tiempo de mecerse y ondular, y de inclinarse el uno sobre el otro, siempre en persecución de la palabra.

Pero esa palabra nunca existió en nosotros y lo que quiso tener su aroma surgió cuando ella trotaba calles con otro y sonreía a su recuerdo. Por eso, sabiéndolo yo, cuando iba a su lado y le pedía me probara, en su aceptación de gustar, me imaginaba que podía estar sometida a largas pruebas con su amigo, y como respecto a mí se candidatizaba para ello la tenía en mi juicio por una mujerzuela, a pesar de que en mis conversaciones claramente elogiara su civilización amorosa.

Y recordando su historia, porque con ser tan joven ya tenía una historia, le hablaba con alegría de tal o cual nombre de hombre que pasara alguna vez junto a ella, y en afianzamiento de mi orgullo, al no ser un recuerdo sino su vivir presente, le afirmaba su laudabilidad y lo maravilloso que era cambiar de hombre y cambiar de mujer como de vestido.

Entonces se iniciaba una lucha, en la que ella tendía a dominarme, en la que se mordía los labios y en la que había desesperanzas porque le fastidiaban mis palabras; y entiendo que ella, a pesar de que yo no fuera el único, intentaba localizarse y agrandarse en mí mientras yo aparentaba un exquisito desdén especializado en estas palabras de novela:

—No puedo pensar en reprocharle nada. Usted misma sentirá la necesidad de estar sólo conmigo. Entonces ella exclamaba:

—¡Jesús! ¡Qué igual!

Yo inquiriría esa igualdad.

—No, no lo digo porque usted también ha de haber leído.

Se trataba seguramente de una novela y de algo sucio, según lo que después pude indagar en sus lecturas.

Pero cuando ella se aprestaba a defender el nombre del libro, como un secreto, pensando que yo pesquisaría el hecho, mi inmediata pregunta era:

—Oiga, ¿de qué color son sus ojos?

Y ella me miraba sorprendida, me miraba largo, ofreciéndomelos al examen, algo vacilante, entreabiertos los labios, como queriendo indagar mis adentros, tal vez dudosa entre mi cordura y mi desequilibrio, tal vez interesada en comprender esta clase de tipo que no regaña, que pide poco y tiene la costumbre de reír ante lo insoluble.

—Eso sí: sólo riéndose.

Y que lo niegue ella.

Pero al mirarme así con ese ofrecimiento de sus labios, yo sentía pena de que fuera la vía pública el obligado escenario de nuestros amores y le hablaba de lo bueno que sería hacernos una concha de silencio para dentro de ella entablar nuestro conocimiento. Y sentía el placer de provocar en ella cataclismos mentales, que serían como ponerse en contacto de fuerzas eléctricas, ya que a mis insinuaciones vacilaba, y sacaba a lucir cara de boba, y se veía obligada a preguntar ¿qué es eso?

Todo para hacerme decir que pintada su boca era bonita, único elogio de sus virtudes.

O también para que haga el elogio de sus dones: el que no conversara a gritos y el que no fuera demasiado indiscreta.

Ya mucho antes un amigo me había dicho que Adriana no acostumbraba dormir sola.

No me indigné, antes hice concesión de todas las posibilidades.

Y cuando tuve la suficiente seguridad de mí mismo le hablé de su amante.

Ella no zapateó ni me dirigió insultos. Apenas pude advertir un ligero cambio en sus ojos, como de azoramiento. Parece que había estado esperando que lo supiera y que la llenara de reproches. Naturalmente, no cometí esa imprudencia ni debía fracasar allí tan pobremente mi serenidad.

Me dijo que él era un canalla y se quedó avergonzada, que no quería levantar la cabeza.

Yo me permití darle consejos un poco en serio, un poco con la risa en el pecho, porque aquella ancha rabia que había anidado en mí se había ya casi liquidado. Además siempre observé que a su lado tenía ganas de reír de mis palabras, de mis actitudes, de ella y de mí. He de observar también que no tenía plena seguridad del hecho, solamente duda; desconfiaba apenas de ella, pero ya por esto quedaba todo torcido y vicioso.

Era un amor, era un amor.

No sé si ella me miraba de reojo; habría sido interesante descubrirlo, para que nos conociéramos antes. En cuanto a procedimientos, estábamos conformes. Ella lo odiaba y no quería verle en toda su vida. También su decir era que su imaginación no alcanzó a tanta bajeza.

Yo me reí y le dije:

—Es usted todo un caso. La tomo como sujeto de experimentación.

Por su silencio creo que aceptó. Debió indignarse como antes —al menos esa es mi opinión—, pero no lo hizo.

La cogí una muñeca y la fui apretando poquito a poco hasta que me dijo «bruto», riéndose. Oh, claro que sabe cómo reírse.

Y me pareció que la vida podía ser así bastante agradable, aunque al fondo quedara un leve sabor amargo y un descorazonamiento de alas rotas.

Para seguir la conversación le anuncié que en el campo estaban cayendo las hojas secas, que había un perfume de yerbas chafadas y que mi corazón era un trébol de cuatro hojas. Seguramente ella no quiso creerme. De lo contrario habría ido a buscarlo para después dejárselo olvidado entre el introito y el evangelio en su devocionario.

Pero tenía un estúpido sistema de contradicción.

—Vamos por acá.

—No.

Un «no» arrastrado, como de compromiso.

—Pero ¿por qué?

—Porque no.

El mismo «no» de compromiso.

—Me cansa ya esta calle.

—¿Qué tiene? Si da lo mismo.

En otro tiempo, posteriormente, le habría dicho «eres una bestia». Pero entonces tenía que quedarme callado, afianzando las mandíbulas, templando los músculos maseteros, sintiendo fuego en los ojos.

Y esa iniciación de silencio, como un peso sometido a la ley de la gravedad que va cayendo irremediablemente, se alargaba, se sostenía, creaba un vacío mortificante, de sacudimiento de hombros. Cada momento iba poniendo un sello para que no surgiera la palabra. Eran los instantes de sentirse solos; a pesar de toda proximidad, solos.

Yo procuraba recordar la cantidad de dinero que tenía y mentalmente realizaba mis liquidaciones, abandonándome por completo a la economía doméstica, meticuloso hasta la exageración y olvidando en consecuencia a Adriana. Pero aquello sólo duraba mientras ella no podía decir para sus adentros «estoy hasta aquí», señalándose la frente en ademán de estar colmada; que cuando llegaba ese tiempo se detenía de manera brusca, diciéndome:

—Bueno, hasta mañana.

Lo que me hacía volver a la vida, y me obligaba a sentir toda esta tristeza que llevo dentro, y me ponía la cara más alargada

—¿Hasta mañana? ¿Y hoy por qué se va?

—Claro —bajaba la voz y los ojos—; no tenemos de que hablar.

Es verdad, no tenemos de qué hablar.

Pero ¿quién se habrá imaginado tener alguna vez el tema, la palabra importante que deje satisfechos, ese hilillo invisible que engarza las frases de la cita?

—Usted tiene la culpa.

—No. Usted la tiene.

Me rozaba los ojos.

Entonces lentamente volvíamos para seguir el camino discutido.

—Es necesario estar solos; se habla menos y se disiente menos.

—Pero si estamos solos.

—No. Vamos con cien ojos.

Ella reía.

—Es necesario estar solos.

Iban a salirle chispas en vez de miradas; pero luego languidecía y casi puedo decir que desmayaban sus párpados.

Se acercaba mucho a mí y así quedábamos en uno como apiñamiento, tal que para comunicarnos corrientes vitales, hasta que yo también sentía pesadez en los párpados y ansia lánguida de silencio y de estar estirados en calma, a esa hora de siesta, lejos de nosotros mismos y a las puertas del abandono, donde flaquean la voluntad y los músculos y se arroja uno a la vida como banderola al aire.


Pero luego una noticia inesperada y triste, la de que recibía visitas de su pretendido amante.

A la vez que pena de ella, hace sentir deseos de decir: «es una perra» y de invitarla a una cita y ya en la calle darla un puntapié en las posaderas a fin de que tenga oportunidad de sentirse asoladoramente ridícula.

Mas da escozor salirse de las líneas de la cortesía del buen tono y aun da escozor el sentir cólera por una simple quiebra de esa gran esperanza que es un enamoramiento.

Luego sólo había que decir:

—Caramba, caramba…

Y pensar, simplemente, en no volver a enseñar las narices y en ruborizarse ante ella en algún encuentro incidental.

Pero era tan fuerte la explosión de mi orgullo, al menos la justificación de mi actitud la había encontrado en ello, que en vez de declararme vencido con humillación preferí presentarme tan amable como antes, localizando la hora de las visitas y adelantándome un poco para ver la cara que ponía ella al recibirlo ante mí.

Así lo hice. Esperaban todas, ella y sus primas. Naturalmente, no a mí ni a mi nuevo amigo que enamoraba a la pequeña, a la de pestañas arqueadas, y quien algún día contará también, seguramente, sus impresiones.

Observé que había allí una alegría nueva, porque hacían pésima música, con las manos, y estaban encendidas todas las luces.

Por supuesto no eran lo suficientemente civilizadas para disimular su contrariedad; se notaba que Adriana había caído en un gran compromiso. Yo gozaba por ello.

Sin embargo, una de sus primas no se encontraba contrariada: la de la facha tribadista. Me parece que gozaba tanto o más que yo. Me veía la cara y se reía. Como era bastante fea, iba a ser para ella un gran espectáculo todo eso. Sentada junto a la puerta, esperaba el advenimiento del amigo de Adriana y encantada con esa expectativa tenía para mí ojos brillantes, como diciéndome «verás el golpe que te van a dar».

Entonces yo me sentía íntimamente satisfecho, porque ella gozaba a base de mi pretendida ignorancia y el que no existiera ésta me daba por lo menos un desquite.

Ya preparado mi ánimo, oí pasos fuera; me dije «es él» y abrí bien los ojos.

En efecto, y apenas entró, Adriana, que estaba a mi lado, bisbiseó algo en son de protesta, que no alcancé a comprender. Luego debe haberse quedado satisfecha pensando, en su ignorancia, que yo me habría convencido de su desagrado y que sería mi creer que aquello era una simple intrusión, ya que no había perdido oportunidad de pintármelo como un sinvergüenza. Me alegró el pensar que durante todo ese tiempo de espera ella, indudablemente, había permanecido meditando lo que decir y que todo el producto de su pensamiento agitado, aquella frase, se le escapó confusa de entre los labios sin que yo, para quien había sido tan cuidadosamente elaborada, la hubiera recogido.

Venía con un amigo suyo, presunto amante de la pequeña y presunto boticario.

Él, al darme la mano, se rió de mí. Yo le di la razón y estuve con él cortésmente amable. Por supuesto, ese reírse de mí era un poco raro, con un leve gesto en las comisuras, como si quisiera insultarme.

Se fue a sentar algo lejos. Yo tenía mucha rabia, a pesar de mi ánimo preparado. Adriana me dirigía continuamente la palabra, pero ya no la oía porque como ella antes, me había enredado en hondas meditaciones. Tramaba, aviesamente. Tenía firme voluntad de emporcarla. Quería un plan sistematizado, recto, orgullosamente hecho, a fin de estirarme sobre ella y hacer mío un rincón de su recuerdo.

La de la facha tribadista me miraba encantada con toda su alegría que le saltaba a los ojos. (Mucho después Adriana me contó que había sido algo así como su alcahueta). Yo no demostraba menos placer y hasta de cuando en cuando le dirigía la palabra.

Sin embargo, me parece que todo aquello era difícil y angustioso. Creo que no se encontraban bien ni ella, ni él, ni mi amigo, ni la pequeña. Alguien se levantó a hacer música, pero nadie bailó porque era mejor morderse los labios.

Yo observaba una rotunda cara de ausentismo.

Luego hubo no sé que traslado de los diablos y sin que yo me diera cuenta como, Adriana estaba junto a él. Se tuteaban.

Y como todos éramos unos estúpidos, hablaban de peso. Me preguntaron mis libras y di cuenta: 120.

Pero nadie quiso creerlo y Adriana aseguró que yo debía pesar por lo menos 140. Él le hizo una pregunta indiscreta, referente a su calidad de mujer y su conocimiento de mi peso, y yo me admiré de que pudiera decir esas cosas en público, pero notando enseguida su intención. Luego dijo otras tantas frases sucias, pésimamente veladas, que parecían de niño prodigio.

Sin duda en tales circunstancias lo conveniente habría sido que yo saliera, pero me parecía agradable mantener una situación de desequilibrio, en la que cada espíritu se mantenía sobre el haz del rencor. Además, en el momento en que yo hubiera hecho aquello, ellos habrían podido reírse cómodamente de mí y para la alegría eso era una suerte de sitio abierto.

Cuando ellos se despidieron yo también lo hice. Adriana ya estaba completamente tranquila y hasta cínica. Le dije «hasta mañana» y retuve su mano en la mía. No pudo verme fijamente y se lavó la boca con esta exclamación de circunstancia:

—¡Jesús!

Después, ya fuera todos, como llovía, él, para hacerme comprender que tenían secretos que decirse, regresó a pedir paraguas. Me alegró porque ello era ridículo. Le dieron un pequeñito, de señora, y todos nos fuimos juntos. Quiero hacerle el honor de decir que creo que regresaría a devolverlo; pues, aquello no habría sido como cierta gorra de montar o como ciertas proposiciones de moldes, en esperma, para llaves falsas del tesoro paterno, o como las otras, de sustracción de alhajas.

Luego, yo ya solo, creo que no habré podido dormir pronto. Debí sentir una batalla entre mis pensamientos. Me daba vueltas, me agazapaba como si me preparara para un salto. Tenía rabia. Pero al fin mi voluntad iba clarificándose, precisa, inconfundible, igual que el esfuerzo lento, secreto y martirizante de toda mi vida

Pensaba en EL ÚNICO y hacia él, hacia mí mismo y mi reconquista, luchaba por enfocar mi fuerza dominante. Era estúpido colocar en el primer término de mis paisajes interiores una figurilla ridícula y, mucho más estúpido colocarla en mi afecto.

«El amor no es un mandato. Como todos mis demás sentimientos es mi propiedad. Yo vendo mi ternura al precio que me place fijarle.»

Y en ese sacudimiento de melena debía afianzarme; y hacer una ternura especial, como para el gasto, sobre la ausencia del pensamiento en ella —ternura mecánica y voluntaria, pero disfrazada y artera—, y obligatoriamente venderle esa ternura, a pesar de que no hubiera demanda, tomando privilegio de todo medio dominador disponible.

«Yo vendo mi ternura al precio que me place fijarle.»

Y me pareció oportuno silenciar tranquilamente, en espera de que me llamara pero sin intenciones de separarme de ella.

Después de pocos días, en efecto, lo hacía por teléfono. La conocí inmediatamente, cuando dijo «Hola»; pero pregunté como se acostumbra siempre:

—¿Con quién hablo?

Ella me dijo su nombre.

Yo pregunté de nuevo:

¿Con quién? —Como si la hubiera ya olvidado completamente.

Volvió a decirme su nombre.

Entonces ya no tuve más remedio que averiguar por su salud, dar enseguida cuenta de la mía y luego callarme, esperando.

Y ella, con su voz ridículamente melosa:

—Usted no ha querido verme…

Me irritó ese tono de voz y me pareció que se trataba de un engaño. Luego sonreí y la engañé también, con tono triste. No era esa la razón. Temía que ella no quisiese salir. Además estaba de duelo porque había muerto un pariente mío.

Me preguntaba quién; pero yo daba evasivas, defendiendo el nombre que no sabía.

Luego nos callamos ambos.

Al fin dijo ella:

—Mañana salgo.

Yo aplaudí la idea y desde el día siguiente de nuevo a encontrarnos; pero puse ya una piedra en mi corazón, definitivamente.

Sin embargo, todo eso era un amor literatizante. Ahora venía Whitman: «Yo pregunto: ¿quién es el que llegó más adelante? Pues quiero seguir más adelante aún».

Y sentía que cada vez se estrechaba más hacia mí. Yo apretaba su amor entre mis manos y no quería dejarlo escapar y estaba atento a sus zozobras, a sus sospechas, a sus inquietudes para ablandarme y modelarme, no importaba a costa de qué sacrificios. Me parecía que estaba bien así el juego de la vida y veía con cristalina transparencia que nuestro amor era un balanceo mutuo hacia el engaño, con las garras escondidas.

Y yo la acechaba hasta la llegada del invierno, la acechaba mediante todas las sorpresas intelectuales hasta que ya no se podía andar por las calles, y verse era una necesidad, y no había otro camino que el automóvil blando, oscuro, encajonado y tentador.

Ella aceptaba y me sorprendía esa facilidad de aceptar. Nos íbamos muy lejos, bien juntos. Le desmayaban los párpados cuando le besaba la nuca y, como había aprendido en una novela, le echaba el aliento cálido hasta que la veía estirarse al lado mío, sin fuerzas. Le veía, porque yo podía mantenerme completamente sereno, y no me inspiraba deseos y era indiferente a sus besos. Sin embargo hacía lo posible por penetrarla de una obsesión que la turbaba, y a la vez que la llenaba de caricias le repetía lentamente, destilando las palabras flaubertianas:

«En todas las encrucijadas del alma, oh lujuria, se escucha tu canción y pasas al fondo de las ideas como la cortesana al fondo de las calles».

Ella entreabría los labios y detenía el aliento.

Parecía quedarse en suspensión de esas palabras, como que buscara en el fondo de sí misma, urgando su verdad intranquilizadora. Detenía el aliento para escucharse y se escuchaba, según puedo decir por mis labios hinchados tras las citas.

Y lo mismo siempre que llovía y algunas otras veces o ya bien tarde, a la caída del día, entre las sombras de calles abandonadas, hasta que me sintiera tan próximo a ella que no pudiera echarme —atravesado en su vida irremediablemente.

Pero yo llegaba a abandonarme también, casi enternecido y arrastrado en la caída voluptuosa del engaño, amortiguado y embebido por la fácil conquista. Y el abandono habría sido completo si cada accidente no me hiciera pensar que de seguro tenía aventuras más agradables con otro y que sus encuentros conmigo eran sólo palabras liminares para capítulos más encendidos. Entonces la odiaba interiormente, y la insultaba, y luchaba por dar el gran salto que me hiciera conocerla tal como era.

Hasta que tuvo que aceptar, después de exclamaciones; mas, entre su aceptación y nuestro encuentro, yo sentía un gran descorazonamiento porque tenía la seguridad de que esa lucha estaba en sus postrimerías, de que debía acabar, cuando yo tenía amor por la lucha y tal vez también por ella, a pesar de que fuera una perra que me hacía avergonzar de ese amor.

Crujían las tablas y a cada crujido tenía que hacerle un gesto. Ese viaje de un extremo al otro del corredor, frente a la alcoba de los padres, era una inquietud larga, asaltada por disculpas, de amenazas, de palideces.

Ella estaba tranquila. Me esperaba en pantuflas, bajita, con las pantorrillas más gruesas que de costumbre.

Como he leído en todas las novelas, la besé inmediatamente de llegado. Luego tomamos asiento, sobre un mueble bajito y colorado, a la izquierda del lecho. No podíamos hablar por temor de que nos oyeran y de lo que yo estaba encantado.

Luego ella se defendía y me indicó que apagara la luz. En las sombras, empezaron a palpitarme las sienes. Recordé que entre los dos había un nombre y tuve mucha rabia. La empujé fuerte, lo que produjo ruido y voces en la habitación vecina. Entonces, de nuevo a estarse calladitos, sufriendo martillazos en la cabeza y la impune aventura de sus manos.

Muy bien, muy bien. Tenía un loco placer de que se ensuciara y rebajara, aunque fuera eso lo más canallesco del mundo, y amaba su importancia de mujer dominadora.

Más tarde salí estúpido y vacío, atolondrado, riéndome y avergonzándome, entre satisfecho y amargado, con el remordimiento ancho y seco en la garganta y tranquila alegría en el pecho.

Me creía nadador de «crawl», entre el agua y el aire, o como el indeciso entre la pistola y el veneno; pero tenía para ella una palabra redonda y pesada, de tirársela a la cara como un guante a un hombre.

Y luego me invadía la ternura y la acariciaba en el recuerdo.

Después fue aquello muchas veces, luchando siempre con todo ahínco, a brazo partido para dominarla, porque no era mía. Y en esas largas y extenuadas vigilias, en que todo mi rencor embebía las sombras, callados y odiándonos entre cada aliento, con exclamaciones y amenazas e insultos, iba sintiéndome un pobre hombre a la orilla del fracaso. Lo que ahondaba mi prejuicio, pues la creía una mujer experta para la lucha; una mujer que conoce el peligro y lo busca, ya que siempre iba con su asentimiento.

Pero llegó la hora del abandono.

Y entonces conjuntamente surgieron los cuchicheos, las inquietudes, las zozobras, la malicia de la madre y las palabras del inquilino gordo, y las palabras del inquilino flaco, y un abrirse y cerrarse de puertas que nos aislaba aparentemente y abría los ojos paternales sobre ella.

Pero como éramos unos sinvergüenzas yo escalaba sin escalas, por el ángulo siniestro del patio, junto al tubo de lata de recoger las aguas lluvias, donde deben estar mis huellas. Deteniendo el aliento, levantándome sobre mí mismo como un barrista que domina, suspendiendo las corazonadas en espera del grito de algún inquilino que me tomara por ladrón. Luego, era tiempo de luna llena, siendo para mí la luz una denuncia, lo que obligaba a este servidor a circarse en la luna. Ya arriba, soltaba todas mis palpitaciones cardíacas y la respiración contenida. Ella acostumbraba esperarme despierta, sin acostarse. Conservo un hondo agradecimiento por esa actitud de espera que sería inquieta, ya que algún temor debió apretarla el corazón cuando era la hora de que yo llegara, y cuando sentía mi ascenso, con el ruido de mis manos al asirme de las barandillas de hierro.

Por fin, era para mí una recompensa el ambiente tibio de su alcoba.

Y después de todo iba adentrándome en su vida, con sedienta curiosidad, y supe por ella, verbigracia, de la existencia de cierto libro sucio, «Gamiani», y me refería ciertas relaciones asnales con unas monjas de aquel libro. Y supe también sus juegos de muchacha, escondidos y ruborizantes, con los otros chicos del pueblo. Pero siempre defendió heroicamente el confesarme la existencia de un amigo anterior, colocándome en primer término, de lo que también le soy sumamente agradecido.

Entonces comprendía yo que llegaba el tiempo de hacerle daño y a propósito de su partida a vacaciones, aprovechándome del primer momento de rabia, expresamente por insultarla y con la vaga esperanza de que lo llegaran a saber sus padres, le escribí todo lo más que pueda escribirse a una mujer, vomitando desvergonzadamente lo que hasta entonces había contenido, escupiéndola y abofeteándola. En efecto, «el pasquín» se detuvo en manos maternales y cuando calculé que todos lo conocían, la llamé para gozarme de su rabia y a fin de ver si había ya comprendido que no se encontraba con un estúpido. Salió para reprocharme y yo le dije que me arrepentía, que aquello fue sólo por aturdimiento. Seguramente me lo creyó y fui perdonado porque seguimos en nuestros paseos arrabaleros. Yo no estaba todavía satisfecho. Ella no sé que propósito tendría; pienso en alguna lejana esperanza suya, pero no me atrevo a formarla porque hoy sólo imaginándola me estremezco.

Pero su cuerpo estaba lejano de mí y toda tentativa era ya un imposible.

Podía, eso sí, avergonzarla y como no faltan medios, me di mañas para que una amiga suya le dijera vis a vis algo de lo que ella sabía en sus accidentes pasionales, y gocé oyéndola defenderse desesperadamente, llamando en su favor argumentos estúpidos. Lo curioso es que yo también la defendía de cuando en cuando, porque quería estar de su lado para realizar un proyecto que jamás pude llenar. Ella me debe ese agradecimiento, ya que claramente me titulé su protector y aún tengo satisfacción de ello, pues la verdad es escurridiza e invencible.

Sí, ¡cuán escurridiza la verdad! Recuerdo en este momento que una noche fui a sorprenderla con la noticia de un viaje fantástico que estuve en posibilidades de realizar; ella se quedó callada, inmóvil, seguramente meditando, no sé que cosas. Yo me aislé completamente de ella y realicé con mediana claridad que estaba solo, completamente solo a pesar de tenerla en mis brazos; que era un hombre inútil en medio de la vida; que podía ser echado de cualquier parte sin dejar vacío; que tras mi desaparición todo estaría tranquilo y dulce como en cualquier buen tiempo; que nunca vino la madre a darme el último beso del día. Y entonces la desesperación me prendió las uñas en la garganta, y se agitó mi pecho tan cerca del corazón de Adriana que al sentirlo tuvo que besarme las párpados húmedos. Hoy su muerte me autoriza a confesarlo; de otra manera no querría desgajar de su recuerdo el agradable triunfo de mis lágrimas.

Y sin embargo, a pesar de mi orgullo y de lo que ella era, la sentía tan arraigada a mí, tan cerca de mi afecto, de mi compasión, de mi verdadera ternura. Y me sentía tan en sus brazos como cuando un niño se le cuelga a uno al cuello y no es posible desasirse, pues hacer un esfuerzo, esquivándolo, pondría un nudo en nuestra garganta.

Debí arrepentirme de haberla insultado tanto y de haberla otorgado el más feo y deforme rincón de mi alma.

Pero entonces era más fácil para ella salir en la mañana, a pretexto de prácticas piadosas. En ese tiempo, a las nueve yo ya había practicado mi lección de stronfortismo y estaba bañado y fresco; me alegró verla a otra hora, en la que el tiempo fuera más gozoso y limpio. Mas al encontrarnos tuve una corazonada y me sentí pálido. Me extendió una mano melosa y sucia, de gente que no se lavó al levantarse. En la cara tenía manchones de polvos de arroz sobre el sudor de la noche. Afiancé mis mandíbulas, templando los músculos maseteros, y la veía la cara con ojos desorbitados, sin creer que fuera ella, ella, como un estúpido. Le di la grata disculpa de que se habría levantado tarde y por no faltar viniera sucia. Me daban ganas de llorar y hacía esfuerzos para no verla; ella me cogía las manos y me las emporcaba. Cuando nos separamos tuve la esperanza de que en lo sucesivo no fuera lo mismo, pero me equivoqué. Al día siguiente y siempre, eso era una porquería.

Entonces empezó a asaltarme la cólera, despiadadamente, llenándome el cerebro de sangre, convulsionándome, en torbellino. Maldecía porque no nos hubiéramos encontrado antes por la mañana y me angustiaba al pensar que había besado eso.

Dudé entre insultarla o aconsejarla. A veces pensaba pararla en seco:

—Oye, cochina, anda lávate.

A veces me estremecía hasta querer suplicarle:

—Oye, Adrianita, ven mañana un poquito más tarde, aunque sea después del baño.

Pero me daba vergüenza de decírselo y prefería hundirme en la cólera, blasfemar por dentro y considerarme el más infeliz pobre diablo del mundo.

Eso sí, aprovechaba la primera oportunidad que tenía delante para insultarla. Prefería el insulto al consejo. Por ejemplo, recordando la opereta «Madame Pompadour», le apliqué una mañana ese mote sarcástico. Ella creyó que se lo decía por elogio y tuvo gusto; pero inmediatamente me puse a entonar el estribillo: «Madane Pom-Pom… Pompadour-es una gran co-co… es una gran coqueta».

Ella me miró con sorpresa; yo reí y pasó la gracia. Después solía entonar lo mismo, continuamente.

Pero una mañana vino más sucia que de costumbre y como tenía casualmente algo por qué pelear, me pareció demasiado decente la palabra intencional del estribillo y le solté la otra, la redonda y pesada, la que se arroja a la cara de una mujer como un guante a un hombre.

Se la arrojé dos, tres, cuatro veces.

Empalideció, pero volvimos después de un momento a estar de brazo. Reaccionaba muy cortamente ante el insulto y en el fondo no era orgullosa ni decente.

Naturalmente, se vengó de mí porque al poco trotaba calles con otro. Yo, que lo supe, la llamé porque estaba interesado en un plan que no confieso. Me ofreció salir pero me dejó plantado.

Y al día siguiente recibí la conveniente misiva de estos casos. Misiva que empieza:


«Cisalpino:
Tú sabes más que nadie…», etc.;


que tiene escrita la palabra «canalla» —no para mí—; que dice «separación muy dura»; que exclama «perdóname y olvídame».

Al leerla, temblaba un poco, y amaba violentamente a Adriana, y se me encogía el corazón recordando que todo ello fue tan pintoresco y estuvo tan empapado de oscura tragedia.

Luego… luego lo mismo que siempre.

¡Cualquier día amanecerás muerto y a quien le importa esto!

Pero ¿qué es ello?

«Señor, señor, señor, señor, señor», sacudiéndome como a una cosa.

Abro apenas los ojos y siento mi piel templada sobre los pómulos.

Es mi compañero y hay una criada con una bandeja de alimentos humeantes.

No me he levantado desde que conocí a ese hombre, ese, el del Casino de Oficiales.

Mi compañero dice:

—Caramba, debe tener apetito y no hay razón para que le haga daño. Cogí un sucre cincuenta de su bolsillo y le mandé a preparar un pollo frito. Tiene que terminarlo porque no ha comido días y está de lamerse los dedos.

Comprendo muy brumosamente lo que sucede; pero me siento, agradezco a mi compañero muy cordialmente y me como el pollo frito.


Publicado el 17 de mayo de 2024 por Edu Robsy.
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