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Carmela, variante amoroso de Carmen; Carmelita (él la llamaba así) era una rústica hija de aquella aldea, que ni sabía leer ni le hacía falta; pero que hubiera tentado al mismo San Antonio si este anacoreta no estuviese auxiliado de la Gracia de Dios.
Y es que ella tenía toda la gracia del diablo.
Era rubia, como acontece siempre en casos semejantes, pequeñita de cuerpo, apretada de carnes y más esbelta que un junco. De la cintura para arriba parecía una maceta de flores... ¡Qué pechazo!, ¡qué hombros!, ¡qué garganta!, ¡qué cabeza!... Y de la cintura para abajo, ¡qué caderas!, ¡qué andar!, ¡qué pisada!, ¡qué meneo! Blanca como la nieve, colorada como las tardes de mayo, sana como el aire de aquellas alturas, amorosa como una codorniz enjaulada, tenía un juego de boca, y una caída de ojos, y unas manos, y una trenza, y unos tobillos que, como dice Salvador, poeta de Granada, hablando de otros pies:
¡Desde allí al Cielo!
¡Ay, Carmen, Carmela, Carmelita! ¿Qué había de hacer el pobre Damián, sino adorarte y esconderte en el pico de una roca, allí donde estabas defendida del mundo por un castillo feudal, donde nadie podía visitarte de día sin que lo viese todo el pueblo, ni rondar de noche tu cabaña, como no fuese a quinientos pies por debajo de ella?
9 págs. / 15 minutos.
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Publicado el 3 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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