Qué horas tan dulces son las que siguen a una comida de amigos entusiastas, rociada grandemente de manzanilla, cuando el humo de los cigarros envuelve ya a los comensales, elevándose la imaginación tras sus giros voluptuosos; mientras el dedo de la memoria hojea melancólicamente el libro de lo pasado, y los secretos se desbordan de todos los corazones, y la máscara cae de todos los semblantes, y llueven las anécdotas, los chistes, los cuentos, las historias, los dramas y los poemas.
Todos cuentan algo: hasta el más taciturno y desconfiado descubre el fondo de su alma. Los criados o mozos (según que sea en casa o en fonda) han abandonado el comedor. Ya no se habla de música, de política, de literatura, de religiones..., se habla de la vida, del tiempo, de la esperanza, del mundo cual es en sí. Todos los espíritus se han alzado a igual altura, y desde aquella cumbre filosófica echan miradas retrospectivas a las llanuras de la existencia, y tranquilas ojeadas al descenso de los días...
Dice Byron: Yo gusto del fuego, de los crujidos de la leña, de una botella de Champagne y de una buena conversación.
Nosotros lo teníamos todo..., menos leña, porque principiaba mayo y estábamos en Andalucía, en Granada, en la Alhambra, en la fonda de Los Siete Suelos.
Habíamos hablado de muchas personas: de ese mismo Byron, del duque de Rechstadt, de Luis XVII, de la papisa Juana, del preste Juan de las Indias, de don Sebastián de Portugal y de otros muertos ilustres, cuando, no sé por qué camino, llegamos a hablar de perros, de monos, de hotentotes y, por último, de asistentes.
Un capitán muy joven, muy bravo y muy ilustrado, a quien dedico esta reseña, tomó entonces la palabra y, sobre poco más o menos, vino a contarnos lo que sigue:
—Quiero que forméis idea exacta de lo que es ese tipo sublime que medio habéis adivinado. Luego podréis vosotros deducir las consecuencias que queráis en pro o en contra de la civilización cristiana y de la civilización en general; podréis seguir discutiendo acerca del maniqueísmo, del instinto de los animales, del mérito y demérito de las acciones humanas y de la forma social que se adapta mejor a nuestra naturaleza caída... En cuanto a mí, hombre práctico, me contentaré con referiros un hecho, o sea con acusarme de una culpa.
—¡Historia tenemos! —dijimos todos, arrellanándonos en las sillas—. ¡Así termina toda buena conversación!... ¡Hable el capitán!
Éste encendió su tercer cigarro, y dijo con solemnidad y tristeza:
—Desde que salí del colegio e ingresé en las filas, hasta hoy, que han pasado ya diez años, sólo he tenido dos asistentes: el que acabáis de ver y un tal García..., que es el héroe de la presente historia.
La voz del capitán tembló al pronunciar aquel nombre. Tomó un sorbo de café y continuó:
—García era un soldado reenganchado; hombre de más de veintiocho años; natural de Totana; tipo árabe o, por mejor decir, tunecino; de ojos negros, tez morena, pocas palabras, un valor a toda prueba y muy apasionado en sus odios y en sus simpatías.
Debo advertiros, sin embargo, que yo no le conocí más odios ni otros cariños que el reflejo de mis sentimientos. ¡Amaba a quien yo amaba y abominaba al que yo aborrecía!
Tampoco le conocí novia ni vicio alguno, ni menos supe cuándo comía ni cuándo descansaba. Sólo puedo decir que a todas horas se hallaba al alcance de mi voz, dispuesto a servirme en mis menores caprichos, tuviésemos o no dinero, fuese de día o de noche, ardiese la tierra bajo el sol del verano o estuviese cubierta de una vara de nieve.
Aquel hombre constituía toda mi familia cuando yo estaba fuera de mi casa, que era casi siempre; por lo tanto, yo debía quererlo mucho..., y quizá lo quería... ¡Oh! Sí..., después lo he sabido...; ¡yo lo adoraba! ¡Pero nunca me ocurrió darme cuenta de ello! Esto es muy común en los hombres de mi carácter... Lo mismo soy ahora con mi mujer... ¡Díscolo y endemoniado! En fin, vamos al asunto.
Por todo lo dicho comprenderéis que yo era un ser fabuloso a los ojos de García, y que él me idolatraba como un buen hijo idolatra a un mal padre... Pero no... Esto es poco... ¡Como un perro idolatra a su amo!
¡Un perro... sí!... Tal fue siempre el papel que a mi lado representó García.
Tenerme contento, evitar un regaño, merecer una mirada de mis ojos...; he aquí la suprema felicidad de aquel hombre.
¡Oh!..., el genio humano es esencialmente bueno. Y si lo dudáis, seguid prestándome atención.
García, que era diez años mayor que yo, me hablaba de usted...
Yo a él de tú.
Él me hacía la comida con mil afanes...
Las sobras de mi comida eran su alimento.
Yo, militar voluntario, recibía ochocientos reales al mes por pasearme...
¡Él, soldado forzoso, ahorraba seis cuartos el día que más, y estaba trabajando siempre!
Yo no le pagaba...
Él me servía con gusto, con entusiasmo, con cariño.
Tales eran nuestras relaciones, y tales las ventajas que me llevaba en el orden moral mi pobre asistente.
Pues, sin embargo..., no sé por qué despropósito o contrasentido... (¡preocupaciones de raza o de clase, que desnaturalizan nuestro corazón!), yo trataba a García con mucha dureza.
Sólo le hablaba para mandarle, para reñirle por el más leve descuido o para prohibirle alguna cosa...
Mi voz era su ordenanza viva, su azote, su tormento.
¡Qué diablo! Yo soy hijo y hermano de militares, y la costumbre de obedecer rigurosamente me había dado el hábito de mandar con rigor...
En medio de todo... ¿qué era García? ¡Un inferior mío..., un soldado de mi compañía..., un subordinado! ¡Un autómata! ¡Una máquina!
¡Cuánto debió de sufrir en su vida! ¡Él, que nada amaba en el mundo tanto como a mí, y nunca recibió pruebas de mi estimación; que jamás oyó de mis labios una palabra afectuosa, ni estrechó mi mano al separarse de mí, ni me abrazó al volver a verme, ni pudo decirme en los peligros de la guerra...: ¡Cuidado, amo mío! Que siempre amó, calló y sufrió en mi presencia, como un paria ante su dios, como un eunuco ante la sultana, como un esclavo ante su dueño...
¡Oh!... Pero ¡eso sí!... Estoy seguro de que no me engaño..., y después lo he pensado muchas veces... Si García hubiera caído enfermo, si me hubiese querido abandonar, si hubiera llorado delante de mí..., en aquel mismo punto habría dejado de ser mi inferior... Hubiérale dicho: «García, no podré vivir sin verte...» En fin, ¡me habría dado cuenta de que éramos dos hombres que se amaban en el fondo... como hermanos!
¡No exagero, amigos míos! Considerad lo que para un oficial es un asistente...
Cuando a medianoche volvía yo a mi alojamiento, solo, triste, fastidiado..., él era quien me esperaba.
Si estaba enfermo, me cuidaba él.
No bien deseaba una cosa (a veces sin decirlo), me la proporcionaba a costa de las mayores molestias.
En campaña estaba a mi lado.
En los caminos me servían sus brazos de puente para pasar los ríos.
En el invierno se tendía a mis pies para abrigarlos.
En el verano me cobijaba bajo la sombra de su cuerpo.
Él era el único que sabía el estado de mi bolsillo.
¡Sólo él podía adivinar el estado de mi corazón!
Me veía sufrir, me veía lloroso; me veía enamorado, débil, arrastrado por los vicios, poco respetable por cualquier circunstancia de la juventud..., y me miraba, sentía, callaba, ¡y se quitaba la gorra con respeto!
Él se peleaba con las patronas hasta ponerme en la mesa mis manjares favoritos.
Ahorraba de mi dinero, o sea: me robaba temporalmente para sacarme después de apuros.
Me revisaba la ropa como una mujer.
Me peinaba, me cepillaba, me vestía.
Era, por último, protector como un padre, previsor como una madre, dócil como un hijo, cariñoso como un hermano, económico como una esposa, leal como un amigo... ¡Una familia entera para mí! ¡Mi casa ambulante!
¡Oh! ¡Aquel hombre no tenía existencia propia! ¡Vivía de mi vida.... y murió de mi muerte!
Escuchad.
Cuando la última intentona carlista acababa ya por consunción, hallábame yo en Cataluña, a las órdenes del general B...
García me acompañaba.
Un día encontramos al enemigo cerca del pequeño pueblo de Gironella.
Desde por la mañana nos estuvimos batiendo con el mayor orden; y a la caída de la tarde, cuando la victoria era casi nuestra, fuimos sorprendidos a retaguardia por otra considerable partida.
¡Estábamos entre dos fuegos!
Nuestro coronel mandó la retirada, viendo la cosa perdida, y en un momento casi todos los soldados huyeron en dispersión.
Pero yo no oí aquel toque, y permanecí batiéndome al frente de mi compañía, que ocupaba el extremo del ala derecha, y cuyo capitán y tenientes habían muerto. Yo era subteniente en aquel entonces.
Los carlistas avanzaron...
Mis soldados empezaron a caer a mi alrededor como segadas espigas.
¡Y yo no mandaba la retirada!
Estaba loco: era presa de la epilepsia, de esa enfermedad que acompaña a todos los accesos de mis pasiones.
Pero tan estrechadas se vieron aquellas víctimas infelices de mi ciego furor, que huyeron al fin sin esperar mi orden, dejándose en el campo a la mayor parte de sus compañeros.
García se figuró que yo había mandado aquella fuga, y corrió más que todos, creyéndome acaso al frente de la compañía.
Quedé, pues, solo, sable en mano.
De este modo avancé hacia el enemigo, poseído de tan insensata furia, que pronto cal en tierra presa de una terrible convulsión.
Los facciosos me creyeron muerto y siguieron acosando a los fugitivos.
Llegó la noche sin que yo me recobrase.
Los restos de nuestras tropas estaban ya en Gironella, donde se fortificaban y rehacían para caer al día siguiente sobre los facciosos que, por su parte, acamparon enfrente de la pequeña población.
García, entretanto, había notado mi falta y decidido volver al teatro de la lucha a fin de recoger mi cadáver, si yo había muerto, o auxiliarme, si me hallaba herido.
Para lograrlo tenía que atravesar el campamento carlista...
¡Sólo un loco o una madre hubieran concebido tan temeraria empresa!
Salió del pueblo cautelosamente, y dando un rodeo de tres leguas, consiguió atravesar la línea contraria.
Poco después me encontró entre los cadáveres.
Yo seguía insultando; pero sumido en esa extraña somnolencia de los epilépticos, que permite ver y oír, ya que no hablar o moverse.
García adivinó al momento lo que me sucedía: enjugó sus lágrimas; refrenó sus sollozos; cogióme a cuestas, y echó a andar hacia el pueblecillo.
Así se fue acercando a los facciosos, impasible, sereno, resignado con su suerte.
¡Sólo un prodigio podía salvarnos!
¡Él lo sabía, sí! Pero sabía también que si no se empleaban los medios acostumbrados para sacarme de aquel insulto, o me dejaba allí a la intemperie en tan terrible noche de ventisca, yo quedaría muerto al cabo de algunas horas...
Continuó, pues, su camino.
¡Tenía que volver a forzar la línea de los carlistas!
La oscuridad de la noche era la única probabilidad de salvación que nos quedaba...
Pero la Luna, que no suele saber lo que acontece en la Tierra, rompió en esto su cárcel de nubes y apareció plena, hermosa, resplandeciente, esclareciendo por completo todo aquel país nevado.
García suspiró, previendo una desgracia.
¡Yo la preveía también!... ¡Yo, inerte, exánime, echado sobre la espalda de aquel mártir!
¡Qué horrenda pesadilla!
Mas... ¡oh portento! ¡García atravesó con su carga a veinte pasos de un centinela, sin ser descubierto por él!...
Quizá nos habíamos salvado...
Mas ¡ay!, no... ¡La fatalidad lo tenía dispuesto de otro modo!
Ya tocaba el resignado Cristo al término de su vía de dolor, cuando los carlistas lo distinguieron a la luz de la Luna.
—¡Quién vive! —gritó una voz a lo lejos.
—¡A él! —exclamó otra más cercana.
—¡María Santísima! —murmuró García.
Y estrechando convulsivamente mis muñecas, apretó el paso.
En esto silbó una bala y sonó un tiro...
Mi asistente se detuvo...
Bamboleóse después con su carga; dio un sollozo, y cayó de boca contra el suelo.
Yo caí encima de él... El sacrificio estaba consumado.
¡Qué noche, Dios mío!
Primero sentí que García temblaba y se retorcía bajo el peso de mi cuerpo y entre mis inertes brazos...
Luego se quedó tranquilo...
Después se fue enfriando poco a poco...
Sus miembros adquirieron, en fin, una rigidez espantosa...
Estaba totalmente muerto.
¡Yo lo sabía y no podía moverme!
Pasé, pues, la noche abrazado a un cadáver..., ¡al cadáver de mi inferior, de mi esclavo, del pobre García!
¡Aquél era el primer abrazo que le daba!
El fresco de la mañana me volvió el sentido.
Me puse de pie y miré a mi alrededor.
Estaba solo..., ¡solo entre los muertos!
Los carlistas habían levantado el campo durante la noche, llevándose a todos los heridos.
Registré a García, y vi que la bala le había entrado por un costado y salido por el otro.
Toméle a mi vez a cuestas y, trémulo, vacilante, con los ojos húmedos y el corazón destrozado, entré en Gironella...
Allí está enterrado el pobre García.
Hoy es para mí su nombre objeto de culto y veneración.
¡Cuántas veces, cuántas, he pedido locamente a Dios que le permitiera resucitar, para consolarle de mis acritudes y violencias y pagarle con amor su sacrificio!
¡Cuántas le he pedido perdón con el pensamiento! ¡Y cómo me ha mejorado su muerte!
Desde entonces soy dulce, afable, cariñoso con aquellos de mis inferiores que se portan bien, y en vez de aspirar a que tiemblen ante mí y me crean un ser de especie superior a la humana, sólo deseo ser como un padre de todos ellos... Porque he comprendido, demasiado tarde, que bajo el burdo capote del soldado laten a veces corazones más hermosos que bajo el uniforme dorado del general.
¡Oh! Cuando los asistentes que he tenido después han celebrado mi trato paternal; cuando he oído las bendiciones de mi compañía; cuando he derramado algún consuelo sobre esos pobres hijos de la Patria, arrancados del seno de sus familias para servir a la ambición o a la cólera ajenas, ¿no es verdad, pobre García, que has sonreído en el Cielo, diciéndote: «Mi sacrificio no fue inútil, pues que ha redimido a algunos de mis camaradas?»...
El joven militar quedó con los ojos clavados en el cielo; nosotros nos asimos a sus manos, y el mozo de la fonda entró con la cuenta.
Málaga, 1854.