A mi amigo el señor don Carlos Navarro, redactor del periódico «LA ÉPOCA»
I. Sueños de la inocencia
Ya vi mi cielo yo
claro algún día.
Mostrábaseme amiga
la fortuna,
pareciendo en mi
bien estarse queda.
(FR. LUIS DE LEÓN.)
Volvamos a las aventuras de viaje… (dijo Enrique). —A mí me sucedió…
—¡Hola! ¡También V. ha tenido aventuras amorosas!…
—Sí, señor; pero nada más que una, allá en los tiempos en que por primera vez vine a la Corte…
—¡A ver! ¡A ver! —Oigamos a este poeta humorista…
—Oigámosle ¡Pero que hable con formalidad!
—Tomaré la cosa desde el principio, y procuraré ser lo más formal que pueda. —El caso fue el siguiente:
Hace ya muchos años que se publicaba en Madrid un periodiquito liberal, divinamente redactado, que tenía por título El Observador.
Estaba suscrito a él el boticario de mi pueblo, así como yo estaba abonado a la tertulia de su trasbotica, por lo que di en la mala costumbre de leer diariamente El Observador desde la cruz a la fecha, cosa que llegó a trastornarme el sentido, ni más ni menos que al ilustre Quijada la lectura de los libros de caballerías.
Como los periódicos se mezclan en todo y lo toman tan a pechos, que no parece sino que a ellos les importa algo el que el diablo se lleve la cantarera, aconteció que, al cabo de algunos años, cuando apenas contaba yo diez y ocho, se me había pegado la fatal manía de meterme en los cuidados ajenos, haciendo míos los asuntos de todos los españoles, inclusos los ministros y los diputados, quienes maldito el caso que hacían de mis negocios. —Sin conocer a Cortina, me peleaba por si había hablado bien o mal, u obrado tuerto o derecho: sin ser, no digo soldado, pero ni siquiera quinto, deseaba la prosperidad del Ejército; y, aunque no pertenecía a la Familia Real, recé alguna vez por que la Reina pariese varón…
No era esto lo peor, ni lo que más hace a mi cuento —puesto que hoy no trato de mis ilusiones políticas, y sí de mis ilusiones amorosas, —sino que, como El Observador traía también gacetilla y sus puntas de novela, con más algunas críticas de teatros, empecé a trabar conocimiento mental con los autores y con los cómicos, y a querer a éste y a aborrecerá aquél, según que al articulista se le antojaba, como también a desear ver la calle de Carretas, el café Suizo, la Fuente Castellana y los demás sitios y lugares que citaba el periódico a cada paso.
Por consecuencia de esta clase de locura, era muy frecuente oírme hablar de Madrid, como si hubiese nacido en la Puerta del Sol, y armar con el farmacéutico, que también estaba algo tocado de la cabeza, polémicas como la siguiente:
—¡Le digo a V. que el Ministerio de Fomento está en la calle de la Montera!
—¡No, señor! ¡Está enfrente del café Suizo!
—¡Qué café Suizo ni qué demonio! —Eso lo inventa V…
—¡Cómo que lo invento! (replicaba yo). ¡El café Suizo ocupa la misma casa en que vivió Espartero; y en él cuesta dos reales un par de huevos fritos, y hay un mozo que se llama Capelín!…
—¡Hombre, V. se cree todo lo que le dice el Comandante de armas!…
—No, señor; que lo he leído en las Escenas Matritenses.
—¡Ah! sí; de El Curioso Parlante —Vamos a ver: ¿a que no sabe V. quién es El Curioso Parlante?
—¡Toma! Fray Gerundio.
—¡Quiá, hombre! ¡Fray Gerundio es Fígaro! —El Curioso Parlante es D. Modesto Lafuente.
—¡Ah, es verdad! El que se suicidó. —No me acordaba.
Pues bien: enterado, como podéis ver, de la topografía y crónica madrileñas; creyendo a puño cerrado en todas las conspiraciones, robos, secuestros, coronaciones de actrices y demás cosas extraordinarias que me contaba El Observador; y presa, por añadidura, de un vivísimo deseo de topar con alguna de aquellas mujeres que veía retratadas en las novelas, y que en nada se parecían a las de mi pueblo, tomé el portante hacia Madrid por esos caminos de Dios, lamentando que no fueran caminos del Gobierno de S. M., su representante… representativo en la tierra… —Tenía yo entonces diez y nueve años.
Sin accidente digno de mención atravesé en diligencia media Andalucía y toda la Mancha, y llegué a Aranjuez, donde tomé el tren del ferrocarril (que por cierto llamaba entonces mucho la atención de los mismos cortesanos, por ser todavía el único que habían visto).
Recuerdo que en aquel momento eran las cinco y media de una tarde de primavera, de una hermosísima tarde, de una de aquellas tardes que se acaban a las siete y treinta minutos, y que habréis de permitirme pintar poéticamente, por convenir así, hasta cierto punto, al sentido filosófico de mi relación.
II. Un baile de confianza
Suelta el arador
sus bueyes:
y entre sencillos
afanes,
para el redil los
ganados
volviendo van los
zagales.
Suena un confuso
balido,
gimiendo que los
separen
del dulce pasto, y
las crías
corren llamando a
sus madres.
(MELÉNDEZ.)
Cuando ya han concluido los bailes de máscaras en las poblaciones de los hombres, y mientras éstos se dedican a rezar y a comer pescado, acontece que los astros y las flores dan principio a unos bailes de confianza, sin los cuales el mundo se habría acabado hace mucho tiempo.
Todas las tardes, no bien se pone el sol rubicundo de Tauro, Géminis o Libra, empiezan los grillos a tocar la bandurria entre las matas de habas, y las ranas de los pantanos a remedar la gaita gallega. Entonces principian a coquetear, a decirse amores y a bailar en cielos y tierra todos los átomos cadavéricos del año anterior y todos los átomos de fuego del año que ha de venir. Las hojas secas de la primavera pasada abonan la planta nueva, cubierta ya de botones. La podredumbre se convierte en aroma; la muerte en vida. Los miasmas se visten de limpio, y a fuerza de valsar en alas del viento, logran captarse la voluntad de los álamos negros y contraer matrimonio con los mimbres y los panjiles. Cuando empieza a anochecer, no hay partícula de tierra que no cuchichee con su vecina; no hay hormiga, ni hoja, ni lucero, que no tenga su pareja; no hay pájaro, molécula mineral ni fibra de arbusto que no haya hecho una conquista. Entonces se escucha un murmullo intenso, un millón de requiebros dichos a media voz, una extraña confusión de gritos, de cantos, de besos, de suspiros, que dura hasta las doce de la noche, hora en que todo aquel enjambre de nuevos esposos se dice melancólicamente: Bon soir.
¡Ah! ¿quién lo ignora? Durante esas tardes es cuando el corazón de todos los jóvenes siente un hambre de amor tan infinita, que su pecho se dilata sediento, como la nariz del nervioso que ha percibido cualquiera de los tres grandes olores que hay en el mundo. (Ya sabéis de qué tres olores hablo: del olor a tierra mojada por agua de tempestad, del olor a mujer y del olor a papel impreso. —Creo que este último olor fue el que me trajo a Madrid.) Os decía que en esas tardes no se puede vivir sin una compañera del alma, mucho más si se ha tenido alguna y se ha perdido, y muchísimo más si no se ha tenido ninguna todavía, como a mí me pasaba en aquel entonces; —porque en esas tardes nuestro ser nos avisa de que un hombre es la mitad de un algo y no un todo completo, de que cada cual tiene en el mundo su media naranja, y de que la juventud se evapora sicut nubes, cuasi aves, velut umbras.
III. Una mujer misteriosa
Los campos les dan
alfombras,
los arbustos
pabellones,
la apacible fuente
sueño,
música los
ruiseñores.
No hay verde fresno
sin letra,
ni blando chopo sin
mote;
si un valle
Angélica suena,
otro Angélica
responde.
(GÓNGORA.)
Pues señor, decía que era una de esas deliciosas tardes…
Al entrar yo en el vagón de primera clase que debla traerme de Aranjuez a Madrid, me encontré con lo que más había deseado al salir de mi pueblo; con el bello ideal de las aventuras; con una compañera de coche, bella, elegante y sola.
—¡Drama tenemos! —me dije para mi capote.
—Buenas tardes… —dije para la capota de mi vecina.
—Buenas tardes —respondió la mujer de la capota.
Pero ¡qué capota!
Y ¡qué mujer!
Treinta años, egregia pechera, ojos soñolientos, traje escocés, nariz algo levantisca, bonitos dientes, blanquísimas mangas, manos guanteadas con primor, hoyos en las mejillas, relojito de oro, atrevido peinado, un perro habanero, un precioso saco de noche, sombrilla de color de tórtola, mantón gris de capucha caído por la cintura, cintura redonda, escote alto… y un libro… , quizás una novela… , una novela cuyo héroe podría muy bien parecerse a mí… —Tal era mi compañera de viaje.
Una reverencia fue la contestación a mi saludo.
—¡Ven acá, Selim!… —murmuró, llamando al perrito y quitando la sombrilla y el saco del diván que había enfrente del suyo; —todo con objeto de dejar a mi disposición aquel testero del coche.
—Gracias, señora… —dije acariciando al perro —¡No incomode usted a esta preciosidad!
Y en seguida me puse a discurrir sobre si la palabra preciosidad habría parecido ridícula a aquella señora, de quien ya estaba perdidamente enamorado.
—¿Quién será? —me pregunté después a mí mismo.
Y las gacetillas de El Observador, que recordé en aquel instante, me hicieron sospechar: I. Si sería una conspiradora. II. Si sería cierta reina que por entonces viajaba de incógnito. Y III. Si sería cualquiera de las poetisas, actrices, pintoras, cantatrices y mujeres políticas cuyo nombre sabía yo de memoria. —¡Ah, era tan bonita digo, tan grandiosa!
De resultas de todo lo cual, aquella mujer me inspiró supersticioso respeto, y temí que llegáramos a la Corte sin empezar el primer capítulo de cualquiera de las novelas que se me habían ocurrido al hallarme solo a su lado.
Pero ¡oh dicha! ella misma vino en mi ayuda, y me sacó a barrera.
¡Qué despacio anda el tren! —exclamó, cerrando el libro, sobre cuya cubierta leí: La víctima del amor.
—¡Cosas de España, señora!… —El Gobierno… —principié a decir.
—¿Es usted estudiante?— exclamó, interrumpiéndome.
—No, señora; soy es decir, pienso ser diputado a Cortes por mi pueblo.
—¿Cómo se llama usted?
—Enrique, etc., etc…
—Parece usted andaluz.
—Como que soy cordobés… —¡Lo habrá conocido usted en el acento! —Usted parece también andaluza, no por el acento, sino por el tipo… —Esos ojos…
Aquí debí de ponerme muy colorado. —Lo que puedo asegurar es que se me secó la boca y no pude continuar la frase.
La mujer extraordinaria me miró en tercera, cosa que hacía con sumo primor; y dijo en seguida, dirigiendo al cielo otra mirada que podré llamar ataque falso, o si se quiere fingimiento.
—¡Estos ojos, señor mío… , me han hecho sumamente desgraciada!
—¡Oh, ventura! —repliqué sin saber lo que me decía.
La dama misteriosa fijó en mi boca otra mirada baja recibiendo (que así mezclaba la esgrima con la tauromaquia), y replicó lentamente:
—Preferiría tenerlos azules… como usted. Y se puso colorada.
Yo mudé de diván y me coloqué a su lado, a la derecha.
¡Qué perfil! ¡Qué torso! ¡Qué talle! ¡Qué blancura la de su garganta, y qué peto el de su vestido! ¡Qué flujo y reflujo el de su respiración! ¡Cómo se hinchaba de suspiros la potente ola de su redondo seno! ¡Qué sístole y diástole tan provocador trabajaba sordamente para destruir el muro de su corsé!
¡Ah! Yo maldigo la escuela literaria que abominó de las mujeres gruesas. ¡Una robusta matrona, sabiamente modelada por una modista, vale más que todas las éticas del romanticismo!
—¡Su nombre de usted, señora!… ¡Su nombre!… ¡Yo necesito saber a quién amo! —exclamé cruzando las manos con idolatría.
—Caballero, pásese usted al diván de enfrente, y nos entenderemos. No abuse usted de su posición —respondió la desconocida rechazándome con mano vigorosa cuando no era necesario todavía.
Yo saboreé las delicias de aquel miedo y la presión de aquella mano, que había incendiado mi hombro izquierdo, y retrocedí, como el toro, para caer luego con más brío sobre mi presa.
Heme aquí, pues, colocado otra vez de frente.
La dama se tranquilizó, de donde yo deduje que los costados o flancos eran lo más débil de aquella fortaleza…
¡Y no os riáis! Hay mujeres inexpugnables si se las combate de frente, que no pueden resistirse a una declaración hecha de perfil. —Son estudios de táctica amorosa que no están al alcance de todos, y que yo hice desde mi menor edad. —Toda mujer gruesa que se ve obligada a volver la cabeza un poco, pierde algo de su dignidad y aun de su hermosura; pérdida que compensa inmediatamente con nuevas monerías.
Decía, pues, que la desconocida se tranquilizó.
Estábamos entre Pinto y Valdemoro.
Pasaron algunos minutos de silencio.
—Se conoce, caballero (exclamó la desconocida reparando en la atención con que yo miraba las estaciones), que es esta la primera vez que viene usted a Madrid.
—¡La primera y la última, señora! —respondí con terrible acento.
—¡Qué! ¿Piensa usted matarse?
—No, señora… Pero pienso unir mi vida a la de usted… , fijar mi residencia a su lado… , vivir en su misma casa, si es posible!
—¿Cómo? ¿No tiene usted familia en Madrid? —profirió con voz dulcísima, que parecía revelar el más tierno interés.
—¡No, señora! —respondí trágicamente.
—¿Ni casa?
—¡Ni casa!
—¡Desventurado niño! —murmuró con un tono tan patético, que no me dejó duda acerca de la sensibilidad exquisita de la viajera.
—¡Tan joven! (prosiguió envolviéndome en una mirada casi maternal). ¡Tan joven, y se arroja solo a los mil peligros de la Corte, sin conocer las calles!… ¡ni las casas, que es lo peor! —¡Ah! ¿Qué sería de la juventud de hoy que tan prematuramente echa a volar, abandonando el hogar paterno, sin estos encuentros providenciales de los que podré llamar pupilos sin tutor, con nosotras las Hermanas de la Caridad, paisanas secularizadas —que bien puedo llamar así a la institución que represento en este coche y en este instante? —¡Joven, descuide usted! ¡Queda usted bajo mi patrocinio, bajo mi protección! ¡Ya no estará usted solo en Madrid!
—¡Ah!… ¡señora!… —balbuceé queriendo arrodillarme…
—¡Ni una palabra más, caballero! (se apresuró a decir la Hermana de la Caridad, paisana y secularizada, conteniendo con su robusto brazo la ya principiada flexión de mi individuo). ¡No es cosa, señor mío… (continuó enfáticamente), de que usted confunda el interés que me inspira, con uno de esos amores o caprichos que brotan a cada instante del choque de dos jóvenes sensibles que se encuentran solos como nosotros en un camino!… ¡No! ¡Es más noble, es más santo, es más formal el sentimiento que me ha unido a usted, al saber que está solo sobre la tierra! —Respéteme usted, por tanto…
Dijo, y sus palabras me dejaron frío como un sorbete. —Pero era tan guapa, y sobre todo tan anchurosa, que me entregué confiado a aquella sumisión, a aquella dependencia, a aquella subordinación que me exigía.
—Dejémosla disponer… (me dije). ¡Esta mujer tiene iniciativa! —Será viuda… y necesitará un administrador de sus bienes… —O viajará buscando conspiradores que le ayuden en alguna trágica empresa.
Y, hecha esta reflexión, me reduje a un papel completamente pasivo.
Que me hablaba… —Le respondía.
Que no me hablaba… —Guardaba yo silencio.
Que extendía ella sus pies y tropezaban con los míos… —¡Quietos mis pies!
Que, estando asomado yo a una ventanilla del coche, se asomaba ella a la misma, electrizándome con el contacto de sus valientes formas, con su dulce calor, con su vivo perfume, con su delicioso peso… —Nada… ¡paciencia y tragar saliva!
Que, al hacer ambos un movimiento uniforme y simultáneo, chocaban mis garrosas rodillas con las suyas, redondas y suaves aun a través del miriñaque que las cubría… —¡Yo me hacía el desentendido y ponía la imaginación en el porvenir!
Sólo recuerdo haber empleado medios de acción en una coquetería muy sencilla, pero muy transcendental, que os aconsejo empleéis siempre que queráis dar que pensar a una mujer y que a mí se me ocurrió por instinto desde que llegué a la adolescencia.
Redúcese a procurar que no se encuentren nunca ni vuestros ojos ni vuestras sonrisas, o por mejor decir, a clavar la vista en sus ojos cuando ella la clave en vuestra boca, y a clavar la vista en su boca cuando ella mire vuestros ojos.
Y es que se ha descubierto recientemente que se turba mucho más una mujer cuando estudiamos su sonrisa, que cuando estudiamos su mirada. Además, que el hombre que mira los labios, dice por este solo hecho que es materialista. Las almas hablan por los ojos: los cuerpos por la boca. Mirar a la boca es ir derecho al asunto. Y esto sin contar con que la mujer no tiene sobre sus labios el mismo dominio que sobre sus ojos: así vemos que a lo mejor le tiemblan, haciendo lo que suele llamarse pucheros, o se le secan a pesar suyo, cosas ambas que no puede ocultarnos tan fácilmente como oculta los fenómenos meteorológicos de la mirada.
Pues ¿queréis creerlo? Esta difícil y acreditada táctica amorosa no dio ningún resultado con aquella mujer excepcional. ¡Estaba visto que los medios de acción eran inútiles con ella! Y, sin embargo, su majestuosa actitud parecía decirme: —Confía y espera.
Por lo demás, el calor con que había tomado a su cargo mi futura suerte iba en aumento.
Llovían las preguntas y los consejos, y, al llegar a la estación de Atocha, al poner el pie en Madrid, conocía ya mi posición, mis recursos, mis proyectos, mi historia, mi edad, mi estado sanitario —¡toda mi biografía!
Indudablemente era una conspiradora.
En cuanto a mí, declaro que al ver que terminaba el viaje y que me sería forzoso separarme de la desconocida, se me oprimió el corazón fuertemente, y murmuré casi llorando:
—¡Todo ha sido un sueño!… Llegó la hora de la separación. ¡Quién sabe si volveré a verla a V.! Usted se olvidará de mí dentro de cinco minutos…
—¡Olvido! ¡Separación! ¿Qué está V. diciendo? (replicó aquella mujer indescifrable). —¡Usted corre ya de mi cuenta!
En esto nos apeamos del tren.
IV. La isla afortunada
Tórtola amante, que
en el roble moras,
endechando en
arrullos quejas tantas,
mucho alivias tus
penas, si es que cantas,
y pocas son tus
penas, si es que lloras.
(PEDRO DE QUIRÓS.)
—¡Antonia! ¡Antonia!… —exclamó un hombre gordo y rubio, de esos que no gustan a ninguna mujer, adelantándose hacia mi compañera de viaje.
—¡Señora! —tartamudeé, retrocediendo un poco y disponiéndome a huir.
—No tenga V. cuidado, caballero… (dijo ella). —Es mi marido.
—¡Zape! (pensé, estremeciéndome). ¡Y me dice que no tenga cuidado! —Esta mujer es Margarita de Borgoña.
—Ahí está el coche… (dijo el hombre gordo). —Ven por aquí, pichona… —¿Te has divertido mucho?
Y luego le preguntó no sé qué cosa al oído, mirándome de soslayo.
—Podemos contar con él —respondió Antoñita con un tono de voz que me heló de espanto.
Indudablemente había caído en el foco de una horrible conspiración. Aquella señora era otra madame Staël, cuando menos.
—Síganos V., caballero… (profirió el hombre gordo). Entre V. en el coche. ¡Con franqueza!
Yo me resistí; pero Antoñita me sonrió tan amistosamente, que subí, no sin estremecerme otra vez.
Cruzamos paseos y paseos; luego calles y calles, y entramos al fin en la del Príncipe, donde hizo alto el coche delante de una buena casa.
Yo me apeé el primero, y di la mano a la misteriosa Antoñita.
Quitéme luego el sombrero, y dije:
—Gracias, señora; gracias por todo. Usted me permitirá volver a visitarla…
—¿Qué? ¿Se va V.?
—Sí, señora; voy por mi equipaje a la Administración de Diligencias…
—Su equipaje de V… (respondió el hombre gordo) viene con el de Antonia en otro coche.
—Suba V.; suba V., y descansará… —añadió Antoñita.
—Pero, señora… —murmuré, cada vez más asombrado.
—Enrique, ¡le digo a V. que suba! —repitió con un despotismo que sólo podía ejercerse en nombre del amor.
Subí, y detrás de mí subió mi equipaje.
Entramos en un salón lujosamente amueblado, como no había visto ninguno en mi pueblo, ni tan siquiera en mi casa, con ser yo tataranieto de un marqués…
Eran ya las ocho de la noche, y había luz artificial en cuantos aposentos vi al paso.
Antoñita continuó:
—Sientese V. con franqueza… —A ver… ¡Juana!… toma la bolsa de viaje de este caballero, y su sombrero, y su paletot, y límpiales el polvo… —Tráele un refresco de naranja.
—Pero, señora… ¡Si no tengo sed!
—¡Déjese V. cuidar, pobre niño! —exclamó mi curadora, dándome una palmadita en el muslo derecho.
Volvió la doméstica, torné la naranjada y me levanté para marcharme.
—¿Dónde va usted a esta hora? (dijo ella). ¡Jesús, qué hombre tan tímido! Pase V. ya aquí la noche… , y mañana haremos lo que sea mejor. —No tenga V. tanto miedo a Madrid… —Aquí hay de todo, como en todas partes.
Yo la miré con idolatría.
Ella bajó los ojos Y me hizo una reverencia.
El hombre gordo había salido.
—¡Ah!… ¡señora!… (murmuré entonces, cogiéndole una mano). ¡Señora de mis entrañas!…
Y mis ojos debieron de añadir: «¡Sáqueme usted de penas!».
—Vamos; repórtese V… —(replicó Antoñita). Venga V. a su gabinete, y seamos buenos amigos. —Nada tiene V. que temer en esta casa…
Dijo, y me hizo entrar en otra habitación, que daba paso a una alcoba.
—Vea V. su cama (añadió, encendiendo la palmatoria). Descanse V. y fíe completamente en mí… Yo duermo aquí cerca. —Conque hasta más ver…
Y sin darme tiempo para contestar, salió, cerrando con llave y dejándome solo…
—¡Oh! ¡me ama! ¡me ama! (exclamé en mis adentros). —Me ha dicho: hasta más ver… —¡Es decir, que volverá esta noche cuando se duerma su marido! —¿Ni qué le importa a ella su marido? ¡Con qué tono de superioridad y desprecio lo trata! —¡Adelante! ¡adelante! Conspiración, secuestro o lance de amor, ¡yo te acepto con todas sus consecuencias!
Dije, y me acosté.
Pero ¿cómo dormir? —La redonda y potente figura de Antoñita no me dejaba pegar los ojos. A cada momento creía verla entrar en mi alcoba, mal envuelta en un peinador blanco, con una lámpara en la mano izquierda y un puñal en la derecha, cuando no con un dedo sobre la boca, andando de puntillas…
Así pasé horas y horas, levantándome y acostándome, estudiando los muebles y dándole cuerda a mi reloj.
A eso de las tres de la madrugada oí dos golpecitos a la cabecera de mi cama.
Todo me estremecí.
—¡Duérmase V.! —articuló una voz a través del tabique.
Era la voz de Antonia.
—¡Antoñita! —murmuré.
—¡Cállese usted y duerma!… (replicó la voz). —Va V. a despertar a todos los de la casa.
—¡Ah!… (me dije trémulo de placer). Me encarga que apague la luz y que me haga el dormido. —¡Todo lo comprendo!
Y, apagando la vela y sumergiéndome bajo las sábanas, me puse a fingir que roncaba.
Pero era tan tarde, y hacía tantas horas que no había dormido cómodamente, que mis ronquidos se fueron formalizando poco a poco, hasta que empecé a roncar de veras.
No hacía dos horas que dormía, y precisamente cuando soñaba una escena terrible en que Antoñita hacía el papel de prima donna, sentí abrirse la puerta de cristales de mi dormitorio, y vi, entre los primeros relampagueos del despertar, una figura blanca y vaporosa que se acercaba a mi lecho…
Era ella.
V. El cuerpo y el alma
Volvió a sus juegos
la fiera
y a sus llantos el
pastor,
y de la misma
manera
ella queda en la
ribera
y él en su mismo
dolor.
(GIL POLO.)
—¿Abro el balcón o enciende V. la palmatoria? —me dijo a media voz.
—Ni lo uno ni lo otro… —respondí, apresurándome a ponerme la bata y a echar pie a tierra.
—No es menester que se levante V… —respondió Antonia, dejando sobre la mesita de noche cierto objeto que sonó con el retintín de un arma.
Yo creí que había soltado una pistola… destinada indudablemente a defendernos de su marido, caso de que nos sorprendiera.
Un estremecimiento de placer circuló por todo mi cuerpo. —Apenas acertaba a hablar.
—¡Antoñita!… (balbuceé por último). Yo no puedo vivir así…
—¿Por qué razón? (replicó ella). ¡Hable claro! ¿Tiene V. alguna queja que darme? ¿No vengo yo misma al amanecer?…
—¡Oh, sí!… ¡V. es un ángel! —exclamé poniéndome de rodillas.
Pues, entonces, ¿a qué viene todo esto?
—Tiene V. razón… ¡Perdone mi injusticia!… —¿Cómo pagarle a V.?… ¿Cuándo podré yo pagar?…
—¿Qué escucho? (interrumpió ella, retrocediendo). ¿Ya me habla V. de no poder pagarme?
—¡Ah!… Perdone V… Antoñita…
—¿Por quién me ha tomado V., Enrique? —¿Conque todo ha sido un engaño?
—¡Oh!… no… no es eso… —gemí, abrazándome a sus piernas.
—¡Suélteme V.!… (añadió con una grosería que me dejó espantado). ¿Está V. descontento del gabinete? ¿No es buena la cama? ¿Cree usted encontrar, por quince reales que pensaba llevarle, una casa de huéspedes como ésta? Pero… ¡ah! todo lo comprendo: V. es un petardista que viene a Madrid sin un cuarto. —¡Dichosamente lo he sabido a tiempo! —¿Con que no puede V. pagarme?… ¿Conque tenía pensado estafar a esta infeliz pupilera?… —¡Oh!… Pues lo que es yo, vuelvo a llevarme el chocolate… —¡Tome V. rejalgar!
Dijo, y se llevó lo que al entrar dejara sobre la mesa de noche; lo que yo había creído una pistola; todo lo que debía esperar de aquella beldad; el emblema de aquel amor, de aquel viaje, de aquella dramática aventura; el resultado de mis sueños y esperanzas; la realidad de tantas ilusiones, de tantas conjeturas, de tantos delirios… —¡Una jícara de chocolate!
—¡Oh mundo! ¡Oh demonio! ¡Oh carne! (exclamé entonces). ¡Os complacéis en modelar una mujer con un poco de barro; cifráis en esa mujer toda vuestra poesía; redondeáis sus formas; coloreáis su semblante; ponéis la luz del sol en sus ojos; plegáis sus labios como una rosa y los animáis con un eterno beso; la empaquetáis luego en un corsé, la vestís de crujiente seda, la perfumáis con agua de colonia, y la hacéis aparecerse al hombre como una hada, como una sílfide, como una musa! A su contemplación tiembla el hombre, enloquece el artista, se extasía el poeta. El alma, siempre ambiciosa y crédula, imagina que aquélla es la belleza ideal, el eslabón intermedio entre el cielo y la tierra, el arquetipo del amor, la nota divina del sentimiento humano, ¡y esa mujer, ese ángel, esa diosa… es a veces una pupilera romántica y cursi, que os lleva quince reales diarios por vivir en vuestra compañía, por haceros la cama, por serviros el chocolate!
¡Horror, execración al sensualismo artístico, a la idolatría de la figura humana, a la adoración de la forma por la forma! ¡Anatema sobre la poesía de las narices, sobre la sublimidad de las orejas, sobre el idealismo de los torsos! ¡Rayo y trueno en la hermosura a secas; en las fachadas de mujer, sin mujer; en las máscaras terrenales: en todo miriñaque de arcilla que encubra la imperfección o el vacío!
Haciendo estas reflexiones, arreglé de nuevo mi equipaje; di a la criada un napoleón, y, sin despedirme de Antoñita (que ya me hacía el efecto de una decoración de La Pata de Cabra vista a la luz del Mediodía en mitad de la calle), salí de aquella casa, tumba de mis románticas ilusiones y cuna de mi verdadero espiritualismo, y me dirigí a La Rueda a tomar chocolate con ensaimada.
Madrid, 1854.