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La Comendadora era alta, recia, esbelta y armónica, como aquella nobilísima cariátide que se admira a la entrada de las galerías de escultura del Vaticano. El ropaje de lana, pegado a su cuerpo, revelaba, más que cubría, la traza clásica y el correcto primor de sus espléndidas proporciones.
Sus manos, de blancura mate, afiladas, hoyosas, transparentes, se destacaban de un modo hechicero sobre la basquiña negra, recordando aquellas manos de mármol antiguo, labradas por el cincel griego, que se han encontrado en Pompeya antes o después que las estatuas a que pertenecían.
Para completar esta soberana figura, imaginaos un rostro moreno, algo descarnado (o más bien afinado por el buril del sentimiento), de forma oval como el de la Magdalena de Ticiano y bañado de una palidez profunda, que casi amarilleaba, y que hacían mucho más interesante (pues alejaban toda idea de insensibilidad) dos ojeras hondas, lívidas, llenas de misteriosas tristezas, especie de crepúsculo de los enlutados soles de sus ojos.
12 págs. / 22 minutos.
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Publicado el 31 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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