I
—Convenzase V., señora;
Las mananicas de Abril
Son sabrosas de dormir.
Cuando el refran lo dice, sus razones tendra para ello.
—¡qué locura! los refranes solo representan la opinion del que los compuso. Tenga V. presente que tambien es un refran el que dice;
Al que madruga. Dios le ayuda.
—Si... pero
No por mucho madrugar
amanece más temprano.
—Bien; pero
El que se levanta tarde
ni oye misa ni come carne.
—¡Diablo, Mercedes! Veo que sabe V. más refranes que Sancho Panza...
—¿Luego se convence V...?
—No, señora...
—¿No iremos al Retiro mañana por la mañana? ¿..
—Usted juzgara.
—¿Cómo?
—Si, señora; en cambio de los refranes que V. me ha dicho, yo pudiera contarle una historia que la convencerla de lo peligroso que es madrugar.
—¡Magnifico argumento para una novela! Cuentemela
V.
—Con mucho gusto... Atencion.
—Tiene V. la palabra.
Pues escuche V.
II
Esta era una mañana de Abril...
Ya ve V. que soy leal y coloco la escena en un mes cuyas madrugadas han cantado los poetas de todos los tiempos... Si procediera de mala fe en nuestra cuestion, citaria una mañana de Enero, ventilada por ese airecillo norte, que, según la feliz expresion de un amigo mio, hiela hasta las conjeturas.
—Enrique, eso seria injusto.
—Por eso digo que era una mañana de Abril.
—Bien; pero procure V. que no llueva.
—¡Oh! No llovia. Era una de esas mañanas puras, apacibles y trasparentes, que ponen de mal humor á los filosofos, porque les recuerdan la eterna juventud de los dias, la niñez perpetua de los anos, la repetida é interminable adolescencia del mundo, contrastando con la inflexible fuga de la vida humana, con este envejecer de cada hora, que nos roba incesantemente los tesoros de una esperanza que nunca recobraremos...
—¡Jesus, Enrique! ¿..!que tono! ¿.. ¿Va V. á vengarse de mis refranes haciendome llorar...?
—Dios me libre, Mercedes... Me he distraido... Usted perdone. Decia, ó pensaba decir, que eran las cinco de la mañana. El sol doraba ya los aleros de los tejados; las bunoleras y los expendedores de aguardiente poblaban las calles de Madrid, y la campanilla de los carros de...
—¡Enrique... mis nervios! Esas transiciones de estilo me hacen daño... Vaya V. derecho al asunto...
—Voy alla, señora.—Pues es el caso que la mañana que digo, se encontraron dos jovenes manos á boca en la Plazuela de Pontejos, viniendo uno de la calle de idem...
—Ahi vive Adelardo Ayala, el autor de...
—No era Adelardo Ayala, y lo siento mucho; porque lo quiero con toda el alma y me agrada sobremanera hablar de el con mis amigos...
El joven que llego por la calle de Pontejos era más rubio, señora, mucho más rubio que Ayala; era Arturo, á quien ya conoce V.
—¿Arturo?
—Ni más ni menos. En cuanto al otro, no era sino mi humilde persona...
—¿Usted?
—El mismo. Yo, pues, subia de la Puerta del Sol...
—Entónces señale V. la época de la historia, á fin de que pueda hacerme cargo de la situacion topografica...
—Tiene V. razon, y es muy facil de explicar. Figurese V. que la magnifica fuente de Pontejos estaba ya levantada, y que la Puerta del Sol aún no habla merecido las actuales mejoras...
—Luego hara dos ó tres anos...
—Exactamente; yo era todavía empleado... Pero vamos al cuento.
—Si, vamos, y con protesta de que no volvere á interrumpirle.
—Lo sentire mucho...
—¿Por que?
—Porque es V. muy bonita.
—Muchas gracias.
—Pues señor, iba diciendo que me encontre con Arturo.
—¡Hola, chico! exclamo no bien me alcanzo con la vista.
—¡Adios! le respondi, ocultando unas naranjas que llevaba en el pañuelo y que acababa de comprar en la Plazuela de San Miguel.
—¿donde tan temprano? repuso mi rubio amigo.
—¿Y tu? replique yo.
—Voy á acostarme.
—Pues yo me levanto ahora.
En efecto, Mercedes; yo madrugaba en aquel entónces, ni más ni ménos que V. quiere madrugar ahora.
Y madrugaba... porque estaba enamorado.
—¿Usted, Enrique?
—Son dos errores... lo confieso. No la conocia á usted todavía...
—Adelante.
—Amaba yo á una muchacha muy joven y muy bonita. Se llamaba Antonia.
—No me gusta ese nombre.
—Ni á mi tampoco. Prefiero el de V.
—Prosiga V.
—La habla conocido una tarde en los toros, y pensaba casarme con ella.
Antonia era huerfana, tenía una tia muy amable que me apreciaba mucho... y que sacabaapasear á su sobrina por las mananitas temprano. Cada noche nos citabamos para el baño de la Elefanta, para la Montaña del Principe Pio, ó para la Fuente Castellana... y allí era Troya...!Cuanto placer inocente!
Ibamos los tres juntitos por aquellos trigos de Dios, poetizando como unos bienaventurados, hablando de flores y nubes, de pajaros y arroyuelos, y comiendo naranjas, vizcochos y cacahvsts, que era una maravilla.
Antonia y yo suspirabamos á duo, conveniamos en todas nuestras inclinaciones, gustabamos de las mismas cosas, y apurabamos el diccionario de las miradas, cuando no el de los requiebros y las ternuras.
Porque es de advertir que la tia, una vez dedicada á mondar naranjas y comerselas, prescindia de nosotros, contentandose con seguirnos con la vista.
—Pero,. Enrique, ¿se olvida V. de su encuentro con Arturo?
—Es verdad. Quedamos en que Arturo iba á acostarse á la hora en que yo me levantaba.
—¿De donde vienes? le pregunte.
—De enamorarme, me respondio.
—¿De enamorarte?
—Si, chico. He visto en este momento á una muchacha en un balcon. Acababa de levantarse, sin duda, y se alisaba los cabellos, haciendo asomaditas á la calle... Quizas esperaba á su novio... Lo que puedo asegurar es que se disponia á salir de paseo...!Y que hermosa era! ¡Es tan hermosa una mujer desconocida! ¡Es tan hermoso todo lo desconocido!—Yo he pasado la noche jugando al tresillo en casa de Alfredo... He perdido mucho... y por no desesperarme, habla echado á volar mi espiritu por el mundo ideal, donde, como sabes, de nada sirve el dinero... En esta disposicion movia los pies con direccion á casa... cuando...!zas! la VI. !Y que mona! Figuratela.!Palida del madrugon... tibia aún como el sueño... languida, ojerosa! ¿.. Tu sabes que yo deliro por las ojeras! ¿..!Vamos! Esa niña me ha vuelto loco.
—Y ¿por que no la has esperado, puesto que se disponia á salir?
—¡Chico! ¿qué estas diciendo? ¡Esperarla! la las cinco de la mañana! ¿.. Tu has perdido el juicio. La hora que atravesamos es de muy mal tono...!Uf! me horroriza la idea de madrug-ar... Opino en esto con cierta amiga mia...!Nada, nada! Voy á acostarme, y mañana la buscare.
—Pero, ¿Cuándo es nananai?
—Manana es... después de dormir.
—Arturo, eso es vivir en el dia siguiente.
—Y lo que tu haces es vivir en el dia anterior. De donde se deduce que tu llegaras á viejo ántes que yo, y te moriras la vispera del dia de tu muerte. ¡Eres un retrogado! Yo cuento siempre con veinticuatro horas de vida más que tu. Tu estas hoy á 16 de Abril. Yo estoy todavía á mediados de mes. Esto no sera claro... pero evita las tercianas... Adios.
—Adios, respondi.
Y Arturo se alejo repitiendo...
—Pero!que ojeras!
Yo dirigi mis pasos á la Fuente Castellana.
Llegue alla, y al poco rato aparecieron Antonia y su tia.
¡Ay! Antonia se digno reparar en que yo era moreno.
Por lo demas, estuvo muy distraida.
¡Ni siquiera probo las naranjas que yo habla comprado en la Plaza de San Miguel!
En cambio, su tia deseo leche de vacas.
III
—Prosiga V... exclamo Mercedes, cuyo subia de punto sm
—Aun queda lo más horroroso, respondio que con voz lugubre.
A la mañana siguiente fua la cita para ^ del Principe Pio.
Yo no dormi aquella noche, pensando en las distracciones de Antonia y escogitando un medio para volverme rubio.
No bien fua de día, me vesti, y media hora ántes de la cita, ya bajaba yo por la Cuesta de la Vega.
Pero cate V. que me salen al encuentro dos ladrones y me roban el reloj y la levita.
¿Qua hacer? ¿Cómo presentarme de aquel modo delante de Antonia?
Fuame preciso regresar á mi casa, donde me puse un gaban de invierno.
Pero mientras fui á la calle del Turco y volvi á la
Montaña, dieron las siete.
¡Y la cita era á las cinco!
¡Y yo era moreno!
¡Y me habian robado el reloj y la levita!
¡Y me babia constipado... para fin de fiesta!
Pregunte por Antonia en una casa de vacas, y me dijeron que á las cinco babia pasado por alli, regresando á eso de las seis y media.
—¿Lloraba? pregunte al mozo.
—No, señor; reia, y tomo lecbe.
Volvi á mi casa, decidido á pasar á la de Antonia no bien fueran las once del día; pero no acabe de sentarme, cuando empece á toser, me dió calentura, me puse ronco, se me apreto la garganta, senti calambres y calofrios, y cai al suelo sin reloj, sin levita, sin novia, resfriado y moreno! ¡
Quince dias estuve en cama.
IV
El dia que me levante, fué Arturo á saber que era de mi vida.
Cuando se entero de que me habia llevado en la cama medio mes seguido,
—¡Hola! exclamo; parece que te indemnizas de las madrugadas! ¡Hombre! ¿..!Que bien te sientan las ojeras! á proposito; ¿sabes que me caso?
—¿Con quien?
—Con un angel. Desde luego te participo que no me ha costado todavía un madrugon... Por las tardes la veo en el Prado ligeramente, y á las diez hablo con ella por el ventanillo. Tiene hambre de mi, de mi confianza, de mi compania, de mi brazo, de comer cacahuets conmigo... Y todo esto la obliga á darme su mano. Convencete, Enrique; si agotamos en el noviazgo todos esos mil pequeños triunfos, todas esas diminutas posesiones del objeto querido... ¿qué nos queda para después de casados? Las heces de la copa...!Eso no valdria la pena de perder la li- bertad! He aquí mi sistema; sitiar á la mujer por hambre. La consecuencia sera siempre el fanatismo. No permitas nunca que tu novia te mire de cerca... sino en ilusoria perspectiva. Así prolongareis vuestras mutuas ilusiones durante algunos años de matrimonio. Nunca le digas á tu prometida cuantas camisas tienes, cual es tu plato favorito, ni de que lado te acuestas... Tampoco pasees con ella, hasta que sea tu mujer... En fin, chico, no madrugues nunca. Mi novia desprecia á los madrugadores.
V
A los quince dias sali á la calle, y me dirigi á casa de Antonia.
Subi... llame... entre... y lo primero que me eche á la cara fué á Arturo, acurrucado en el suelo, y á mi prometida sentada en una butaca.
¡Lo estaba peinando!—¡La traidora!
—¡Hola, chico! exclamo Arturo al verme:—¿Estas mejor? ¿..—Me alegro.—Te presento á mi mujer.
—¡Tu mujer! exclame yo retrocediendo.—¡Antonia! ¿.. balbucee en seguida.
—Si, yo soy, caballero, exclamo la niña. Cuando de V. una cita á una joven, procure V. que no se le peguen las sabanas.
—Descuide V., señora, respondi haciendo una cortesia. Desde mañana me levanto á la oracion.
Ahora bien, Mercedes; ¿le parece á V. oportuno que vayamos mañana al Retiro?
—No... no, Enrique... tiene V. razon. Iremos después de casados. Acaba V. de convencerme de que los jovenes morenos deben ser muy desagradables por la mañana temprano.
VI
(Habla el autor.)
Perdonen Vds las faltas de esta novela, escrita en el filo de una
caja en poco más de una hora, en tanto que un cajista se asomaba por
encima de mi hombro para componer las palabras seg-un iban saliendo de
mi pluma.
En el momento en que concluyo, esta amaneciendo la ultima mañana de Mayo.
Buenos dias, lectores; dentro de media hora tengo que hallarme en la Montaña del Principe Pio.
¡Que horror!—¡Yo tambien soy moreno!