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Juana era seria y alegre; más claro: no era casquivana ni melancólica. Seria quiere decir noble y juiciosa: alegre quiere decir graciosa y apacible. Era feliz, en una palabra, y como que irradiaba su propia felicidad en torno suyo. No había tenido novio todavía, aunque la habían pretendido muchos jóvenes casquivanos o melancólicos, ni serios ni alegres. Era instruida y religiosa: madrugaba: oía misa los días de precepto, y no maquinal, rutinaria, ostentosa ni coquetamente, sino con la mayor formalidad, como se cumplen los grandes deberes naturales, como amamos y honramos a nuestros padres y maestros: prefería el Retiro a la Fuente Castellana, y leía libros dulces, ligeros y castos. Los libros románticos, desconsolados y desconsoladores, le hacían reír, pues no comprendía que hubiese dolor sin consuelo: los libros audaces y filosóficos la fatigaban inútilmente, pues no aprendía en ellos nada tan grato, tan absoluto, tan natural como su mansa obediencia católica; y los libros que contradecían en algo las buenas costumbres, le repugnaban como las personas de mala educación. Nunca, pues, acabó de leer obra que no fuese parecida a I Promessi sposi o a Pablo y Virginia. Hablaba el italiano y el francés: tocaba el piano: no cantaba: sabía coser y guisar, pero ni guisaba ni cosía. Era muy caritativa, y daba la limosna ocultando a la par sus lágrimas y el dinero. Montaba a caballo. Estaba abonada a butaca en el Teatro Real. Para su padre, que rayaba en los sesenta años, era un amigo. Juntos iban de paseo, a caballo o a pie; juntos al teatro, juntos al Museo de Pintura. A la iglesia iba siempre con su santa y padecida madre, que salía mucho menos. A las tiendas llevaba carta blanca y la compañía de un antiguo y respetuoso criado. Finalmente, Juana era un ídolo para sus padres, una especie de adorada nieta para su confesor, y una buena muchacha (de quien nunca se había murmurado) para la vecindad y para el público.
17 págs. / 30 minutos.
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Publicado el 31 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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