¿Por Qué Era Rubia?

Pedro Antonio de Alarcón


Cuento



I. Historia de cinco novelas

Una tarde de Noviembre de 1854 estábamos seis amigos, todos menores de edad, sentados alrededor de una mesa, pasando un delicioso día de campo. —Así llamábamos en aquel tiempo a la extraña manía en que habíamos dado algunos discípulos de Apolo, de hacer del día noche, cerrar las ventanas y encender luz artificial, cuando no de quedarnos en la cama hasta que anochecía en el resto de Madrid.

Aquella mesa (de la cual he vuelto a tener noticias últimamente) ha sido descrita por mí del siguiente modo, en el prólogo de una novela ajena, titulada Honni soit qui mal y pense:

«Había en Madrid hace cuatro años (no importa en casa de quién en casa de nadie en casa de todos en una casa cuya puerta no se cerraba ni de día ni de noche), una gran mesa revuelta, adornada con un tintero monstruo y cubierta de cuartillas de papel sellado sin sello, en la cual trabajaban indistintamente diez o doce artistas y literatos… Mesa fue aquella en que nacieron algunas comedias del hijo de Larra, algunos dramas de Eguílaz, algunas novelas de Agustín Bonnat, cantares de Trueba, artículos económicos de Antonio Hernández y letrillas de Manuel del Palacio; en que se tradujo La profesión de fe del siglo XIX, de Eugenio Pelletán; en que hizo Arnao muchas canciones, y Mariano Vázquez bastante música, y Castro y Serrano varios artículos, y Ribera caricaturas, y Vázquez y Pizarro algunas acuarelas, y Barrantes no pocas baladas, y planos arquitectónicos Ivón, y yo mis calaveradas de El Látigo».

En torno de esta mesa estábamos la tarde a que me refiero.

Era domingo: la revolución de Julio se hallaba en su apogeo. Madrid ardía en milicianos…

Llovía; silbaba el viento lúgubre de la estación, y hacía un frío que, al decir de Ricardo Ribera, helaba hasta las conjeturas.

Como acababa de pasar el día de Difuntos, en todas las parroquias se celebraba la Novena de Ánimas. Mezclábase, pues, al estruendo de los himnos patrióticos, tocados en la calle por las músicas de la Milicia, el fúnebre tañido de las campanas, que lloraban si había que llorar sobre los tejados de la metrópoli.

¡Virgen de la Almudena!… ¡Qué tarde!

Nosotros la habíamos convertido en noche hacía muchas horas: cuatro velas iluminaban nuestros seis semblantes, y nuestros seis semblantes correspondían a los siguientes seis nombres, que revelo sin empacho, porque todos han llegado a ser de dominio público: —Luis Eguílaz, Manuel del Palacio, Agustín, Bonnat (Q. E. P. D.), Ivón, Luis Mariano de Larra y un servidor de ustedes.

—¿Qué hacemos? —preguntó uno.

—¡Escribamos! —respondió otro.

—¿Qué escribimos? —añadió un tercero.

—Una novela entre todos.

—No hay tiempo para ponernos de acuerdo sobre el plan.

—Pues escribamos una novela cada uno…

—¡Y todas con el mismo título!

—Título raro, comprometido, que sea pie forzado de la acción…

—¡Eso! ¡Y con término de media hora!

—Pues inventemos un título estrafalario…

—¡Ya lo tengo! (dijo Larra). Todas lasnovelas se titularán: ¿Por qué era rubia?

—¡Magnífico! —exclamaron todos.

—¡Ahí tenéis un brillante asunto de difícil desempeño. —¿Por qué era rubia? —¡Porque lo era! No, señor; es menester que no hubiese razón para que lo fuera. —¿Y qué razón, esto es, qué seis razones podremos inventar?

—¡Ahí está el quid!—Pongamos la imaginación en prensa.

—Pero ¡cuidado, que es preciso justificar el título!

—¡Y acabar antes de media hora!

—Son las cuatro. —A las cuatro y media.

—Pluma en ristre…

—¡Silencio!

Y ya no se oyó más que el chisporroteo de las plumas sobre el papel.

Entonces hubierais visto demudarse aquellas seis fisonomías, o, por mejor decir, aquellas cinco (pues la mía yo no llegaba a verla), adoptar un gesto desusado, transfigurarse, revestirse de alegría, de terror, de ternura o de sarcasmo…

Todas las imaginaciones se aislaron; todas huyeron de aquel aposento; se extendieron por cielos y tierra, y soñaron estar en diversos países, en distintas épocas, entre desconocidos personajes.

Eguílaz se levantó cuando apenas llevaba veinte renglones.

Había llamado Luque, que estaba enfermo en cama, y ya le fue imposible continuar.

Los otros cinco seguimos excitando nuestra inspiración del modo que acostumbrábamos, pues sabido es que cada poeta tiene su receta para inspirarse.

Ivón arqueaba las cejas, como Júpiter.

Larra se atormentaba el cabello.

Bonnat se pasaba por los labios el extremo superior de la pluma, a fin de hacerse cosquillas.

Palacio se pellizcaba el entrecejo, donde dicen que reside la memoria.

Yo trepaba insensiblemente por los palos de la silla, hasta que concluí por sentarme al estilo moro.

Y todos fumábamos desesperadamente.

Antes de la media hora, las cinco novelas estaban terminadas.

La creación de Larra pertenecía al género venatorio. —Aficionadísimo el autor a la caza, su héroe no podía menos de ser un perro. De la heroína, viuda de un intendente, no hay para qué decir que tenía el pelo rubio, sumamente rubio, casi rojo —Pero ¿por qué era rubia?—¡Pronto se supo! A la muerte del perro, Anita, la intendenta, se puso completamente cana. ¿Fue del sentimiento? ¡No! Era que Anita lo estaba ya hacía algunos años; pero se teñía el pelo con un elixir en cuya composición entraba como parte integrante no sé qué ingrediente suministrado por aquel perro. ¡Por eso eta rubia! —El mérito principal de la narración consistía en el profundo conocimiento que demostraba el hijo de Fígaro en achaques de caza menor.

Bonnat había escrito uno de aquellos deliciosos artículos a la francesa en que probaba toda clase de paradojas. —Negaba en primer lugar que Colón hubiese sido el descubridor de América, y nos describía el naufragio de un buque inglés y el arribo de una joven rubia a las costas del Brasil, arrojada allí por las olas. Los brasileños, que nunca habían visto cabellos de aquel color, se preguntaban naturalmente ¿por qué era rubia?, y creyéndola bajada del cielo, fundaron una religión en su nombre. —Luego pasaba esta rubia a ser, como legisladora filántropa, una caricatura de la autora de la Choza de Tomás, a quien odiaba mi pobre Agustín con todas las fuerzas de su buen humor.

Ivón, o sea Fernández Jiménez, llegó al colmo de la originalidad. ¡Proclamamos entonces, y repito ahora, que su novela fue la mejor, sobre todo por la cómica gravedad del estilo! —La escena era en una sacristía de América. (¡Ya ven Vds. que todos habíamos viajado de lo lindo durante aquella media hora!) Iba a morir una dama muy vieja y que tenía el pelo completamente cano, pero a quien, sin embargo llamaban todos la Rubia. Ahora bien; el Cura de la parroquia se negaba a auxiliarla de resultas de este sorites: «Esa mujer se llama la Rubia, porque habrá tenido el pelo rubio: ha tenido el pelo rubio, porque es inglesa: las inglesas son protestantes: luego yo no tengo nada que ver con esa rubia». —Al cabo resultaba: 1º, que la señora no había tenido el pelo rubio, sino castaño; 2º, que no era protestante, sino católica, apostólica, romana; 3º, que la llamaban la Rubia, porque había amado a un español cuyo apellido era RUBIO, y 4º, que el Cura era este español. —Al fin de la novela se reconocían los dos ancianos, recordaban los años de su juventud, o sea su vida de seglares, y morían de la manera más sentimental y cristiana.

La de Palacio brillaba por los retruécanos del estilo y por los chistes de que estaba salpicada. —Una señorita de Jaén comprendió a los diez y seis años que una mujer de sus prendas no debía seguir en la inacción. Dividió, pues, su alma entre dos novios. No sé por arte de qué diablo, nuestra señorita llega a huir con uno de ellos. El otro novio la persigue… , y entra en Madrid a su lado sin reconocerla. Antonia era morena obscura y ujinegra y pelinegra a más no poder; pero, gracias a los polvos de arroz, a unos anteojos azules y a una peluca rubia, parecía una sílfide del Norte. Ya en Madrid, acontece que aquella mujer da una cita en las tinieblas al segundo novio; que éste se lleva enredado en los botones de la pechera dos cabellos de Antoñita, y que al examinarlos en su casa, se encuentra con que son más negros que la endrina. —«¿Por qué era rubia?» (exclama entonces el perplejo amante). ¡Cuando me dio la cita en el ferrocarril, tenía el cabello de color de oro!… ¿Cómo me deja sobre el corazón esta muestra negra?». —Pronto se descubre todo: los dos amantes la abandonan, y del sentimiento se le pone a Antoñita el pelo blanco.

En cuanto a mi novela (única de que puedo disponer, pues cada cual se llevó la suya), era del tenor siguiente:

II. ¿Por qué era rubia?

(Novela cipaya)

Hay algo de sublime en el éxtasis de los indios.

(EL PRESTE JUAN.)

¡Qué hermosas son las noches de la India!…

EL LECTOR. —¿Me lo dice V., o me lo cuenta?

¡Hombre! me lo figuro. —Yo no he estado nunca en la India; pero tengo muchos deseos de ir. —¡Bien podía el Gobierno enviarme a Filipinas sin formación de causa! —De paso vería la India.

EL LECTOR. —Déle V. motivo, y lo enviará. ¡Bien! Pero ¿qué motivo le doy? —Figúrese usted que salgo ahora a la calle cantando la Pitita, y que el Gobierno se contenta con enviarme al Saladero… —¿Habré logrado mi plan? —De ningún modo. —Pues figúrese usted que niego en público la infalibilidad del duque de la Victoria, y que éste me condena a ser pasado por las armas… —¿Será esto ir a Filipinas? ¿Conseguiré así ver la India al paso, como la vio mi amigo D. Manuel Hazañas? —¡Ah! Bendigo a Napoleón III, que deporta a todo el que no le da tratamiento de Majestad… ¡Aquél es un país! ¡Allí sabe uno a qué atenerse!

EL LECTOR. —Prosiga V.

Prosigo. ¡Qué hermosas deben de ser las noches de la India!

Brillan allí los astros más que en el cielo de Europa; cielo deslustrado por el uso, que me hace el efecto de una decoración vieja de Philastre.

Y es que aquel cielo sólo ha servido para una religión, mientras que el nuestro cuenta ya lo menos diez clases de adoradores: los iberos, los griegos, los fenicios, los cartagineses, los romanos, los bárbaros, los cristianos, los mahometanos, y últimamente los espiritistas…

EL LECTOR. —Continúe V.

Continúo. ¡Qué hermosas deben de ser las noches de la India!

Anchas bocanadas de aromas salen del seno de aquella verdadera naturaleza, vigorosa como una pasiega primeriza; y el indolente oriental, ebrio de narcóticas esencias, se atraca de arroz a la claridad de la luna, pensando en la simbólica flor del Loto, o en algo por el estilo…

EL LECTOR. —Continúe V.

Era media noche.

Todo yacía en el silencio y en la quietud del sueño a orillas del misterioso, Ganges…

¡Sólo el Ganges no dormía! El río sagrado se deslizaba entre bosques de bombaxes, branganeros y jaraques (árboles que podéis ver, si se os antoja, en el jardín Botánico de esta villa), reflejando en sus aguas la claridad postiza de la luna.

A la sombra de un árbol triste (llamado así porque sólo florece de noche), y no lejos de una raflesia, planta que produce las flores más grandes que se conocen en el mundo, pues algunas tienen tres pies de diámetro y quince libras de peso… (hablo con seriedad), se hallaban sentados dos jóvenes indios, no muy decorosamente vestidos que digamos, pero hermosos cuanto pueden serlo aquellos paisanos del ébano y del bambú. Sus ojos negros… eran muy negros. (En la precipitación con que escribo, no se me ocurre nada a qué comparar su negrura.) En cambio, sus dientes eran tan blancos como los dientes más blancos que haya en el mundo.

Y aquí termina el retrato de los dos indios.

¡Ah! Se me había olvidado decir que los dos eran machos, y que se llamaban Nana y Nini —nombres sumamente interesantes.

—Habla, Nana… —dijo Nini con voz afectuosa, pasando la mano por el lacio cabello de su amigo.

Es de advertir que Nini tenía también el cabello lacio.

Yo sé todas estas cosas, porque me ocupo hace algún tiempo en estudiar aquel país, para escribir una novela titulada La madre tierra.

Si no, no las sabría.

Pero volvamos a nuestros indios.

—Nini… (dijo Nana): ¿Por qué era rubia?

Y, después de pronunciar estas significativas palabras, quedó sumido en profunda meditación.

Lo mismo se pregunta el autor de esta novela: ¡exactamente lo mismo! —¿Por qué era rubia?

—Explícate, Nana —murmuró Nini al cabo de un momento.

—¡Ah! Nini… Nini… (profirió Nana entre sus sollozos). Yo amo a mi esposa como la luna ama a la noche, como los pájaros al día, como el mar a la estrella de la tarde. ¡Mila es mi alma, es mi vida, es mis ojos, es mi agua… —Pero ¡ay! ¿Por qué es rubia?

—¡Repórtate, Nana! (dijo Nini). —Tú deliras. Tu esposa no tiene nada de rubia Yo conozco a Mila, y puedo asegurarte que no hay ébano más negro que sus trenzas…

—¡Ah! sí… Ya sé que Mila no es rubia; y por eso me casé con ella. Sus ojos son la noche; sus cabellos las sombras de la muerte. —¡Pero yo no hablo de Mila!

—Pues ¿de quién hablas?

—Escucha: ¿Recuerdas cuando, hace medio año, era yo tan feliz porque Mila se había sentido madre?

—Sí Recuerdo. —Era el primer fruto de tu amor, después de tres años de matrimonio…

—¡Era el colmo de todos mis deseos! ¡Con qué afán esperé el día en que mi esposa me diese un vástago que perpetuase mi familia! ¡Al fin iba a tener un heredero, un sucesor, uno de esos príncipes de mi raza, cuyos negros cabellos demuestran que no se ha mezclado con nuestra sangre la vil sangre de los blancos del Norte! —Pues bien: Mila dio a luz una niña blanca, rosada, rubia como una inglesa, como una hija de nuestros opresores, de nuestros verdugos. ¡Incomprensible misterio, Nini! Si mis cabellos y los de Mila son negros como el dolor, ¿por qué no lo eran también los de nuestra hija? —¡Ah! Nini… Nini… ¿Por qué era rubia la hija de Nana?

Un largo silencio siguió a estas palabras del príncipe sin ropa, del esposo de Mila, del padre de la rubia.

Luego continuó:

—Conociendo que me volvía loco a fuerza de pensar en cuál podía ser la causa de este inaudito fenómeno, he venido a buscarte, a fin de que tú, que eres hombre de gran inteligencia, ilumines las tinieblas de mi razón.

Nini reflexionó durante tres horas, y luego interrogó a Nana:

—¿Se lo has preguntado a tu esposa?

—Fue lo primero que hice; pero ella, tan maravillada como yo, no ve la salida de este laberinto. —Es más: a mi casa va todos los días un capitán inglés, hombre de mucho talento, el cual nos quiere con locura y se interesa muchísimo por la felicidad de mi familia. —Pues bien: ¡tres días ha estado pensando en este misterio, y no le ha encontrado ninguna explicación! —Conque a ver, Nini, si tú eres más feliz, y me haces comprender cómo puede ser rubia la hija de un matrimonio de cabello negro.

—Necesito discurrir un rato, Nana… (dijo Nini). —Déjame solo.

Nana se retiró, y Nini se dijo entonces a sí mismo:

—La cuestión es averiguar por qué era rubia. —Pues, señor, reflexionemos: —¿Por qué era rubia?

Y, metiéndose en la boca el índice de la mano derecha, levantó la cabeza, elevó los ojos al cielo y se quedó sumido en una especie de éxtasis.

En esta postura seguía a la salida del último correo.

1859.


Publicado el 31 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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