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—¡Abre, cordera! —prosiguió gritando don José, a quien el portero había notificado que la señora daba aquella noche posada a un peregrino.
(El apellido de D. José no consta en los autos: sólo se sabe que no era hermoso.)
—¡Métete ahí! —le dijo Matilde a Arturo, señalándole uno de aquellos antiguos relojes de pared, de larguísima péndola, que parecían ataúdes puestos de pie derecho.
—¡Abre, paloma! —bramaba entretanto el marido, procurando derribar la puerta.
—¡Jesús, hombre!… (gritó la mujer): ¡qué prisa traes! Déjame siquiera coger la bata…
A todo esto Arturo se había metido en la caja del reloj, como Dios le dio a entender, o sea reduciéndose a la mitad de su volumen ordinario.
Ya podéis adivinar que aquel cuerpo extraño, con que no contó el relojero al construir su obra, impidió la función de las pesas y la oscilación de la péndola, parando por consiguiente la máquina.
—¡No pares el reloj, desgraciado! (exclamó Matilde). ¡Si lo paras, me pierdes y te pierdes! Mi marido no puede conciliar el sueño más que al arrullo de ese reloj o de otro igual que tiene en su alcoba, y al advertir que el mío se halla parado tratará de darle cuerda… ¡y se encontrará contigo!
2 págs. / 5 minutos.
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Publicado el 31 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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