Personas que hablan en ella
ASTOLFO, primer galán.
CARLOS
EL DUQUE
JULIA, primera dama
ENRIQUE, barba
CANDIL, gracioso
LAURA, dama
LEONELO
OTAVIO
PORCIA, criada
LUCRECIA, criada
Jornada I
Salen JULIA, dama, PORCIA, criada, con mantos, y detrás ASTOLFO.
ASTOLFO.— De vuestras señas llamado,
de vuestra voz advertido,
hasta el campo os he seguido
ciego, confuso y turbado.
Sacad, pues, deste cuidado,
señora, el discurso mío:
si es por dicha desafío,
ya estamos en buen lugar;
bien podéis desenvainar
el garbo, el donaire, el brío,
que son las armas que vós
habéis contra mi desvelo
de esgrimir en este duelo.
Solos estamos los dos.
¡Descubrios ya, por Dios!
Sepa quién sois, que no es bien
matar con ventaja a quien
de vós se ha fiado hoy.
JULIA.— Pues no dudéis más, yo soy.
ASTOLFO.— Julia, señora, mi bien,
¿tú en este traje?, ¿tú aquí?
¿Qué dicha o desdicha es mía?
Que si una duda tenía
sin verte, cuando te vi
son infinitas. ¿Tú así
has salido de tu casa?
El corazón se me abrasa.
¡Dime, por Dios, lo que ha sido!
¿Qué es esto? ¿Qué ha sucedido?
JULIA.— Oye y sabrás lo que pasa.
ASTOLFO.—, en quien la fortuna
y el amor vieron iguales,
por descubrirse uno a otro
los gustos y los pesares,
no la novedad te admire,
no la extrañeza te espante
de verme, siendo quien soy,
venir en aqueste traje;
porque importando a tu vida
el verte, ¡ay de mí!, el hablarte,
no hay respeto que no venza,
no hay decoro que no allane.
Tu vida importa, tu vida,
que hoy te vea y hoy te hable;
y así pasando al oído
la admiración del semblante,
oye el peligro en que vives,
aunque mezcle en un instante
las desventuras que miras,
con las venturas que sabes.
Dos años ha, Astolfo mío,
que firme y rendido amante
de mi hermosura que quiero
confesarla en esta parte,
fuiste de día y de noche
la estatua de mis umbrales,
el girasol de mis rayos
y la sombra de mi imagen,
tantos ha que agradecida
y que obligada a las partes
de lo sutil de tu ingenio,
de lo galán de tu talle,
de lo airoso de tu brío,
de lo ilustre de tu sangre,
respondí menos ingrata
que debiera aconsejarme
del decoro de mi amor,
el respeto de mi padre;
si bien decoro y respeto
no pudieron agraviarse
de que torpes sacrificios
sus sagradas aras manchen,
siendo yo tu esposa, pues
la causa de dilatarse
nuestra boda fue el rigor
de aquellas enemistades
que a mi padre le costaron
tanto, que largas edades
enterrado antes que muerto,
tuvo su casa por cárcel,
adonde preso murió.
Pero esto en silencio pase,
y volvamos a enlazar
discursos de amor; no hallen
digresiones mis desdichas
que su remedio embaracen.
Agradecida, en efeto,
de tus finezas constantes,
cómplice a la noche hice
de hurtos de amor agradables,
y cómplice hice un jardín,
que a los dos quise fiarme;
porque al jardín y a la noche,
que son el vistoso alarde,
ya de estrellas, ya de flores
hiciera mal en negarles
a las unas lo que influyen
y a las otras lo que saben.
Viento en popa nuestro amor
navegaba hermosos mares
de rayos y de matices,
quieto el golfo y manso el aire.
¿Quién duda, quién, que han de ser
los celos los huracanes
que la tormenta despierten,
que la mareta levanten?
El gran duque Federico
de Sajonia, que Dios guarde,
o que no le guarde Dios,
si ha de ser para quitarme
mi media vida en la tuya,
acaso me vio una tarde,
que al mar a verte salí:
barbarismo de amor grande,
salir a ver y ser vista,
pues mal gramático sabe
persona hacer que padece
de la persona que hace.
Viome, en fin, y desde entonces
firme, rendido y constante,
si de día me visita,
de noche ronda mi calle.
Hartos enojos te cuesta
su cuidado vigilante;
mas como querido, en fe
de mis disculpas, trocaste
tus celos a mis favores,
no es mucho, si otros galanes,
por llegar al desenojo,
pasaran por el desaire.
Viendo el Duque que mi pecho
a los continuos embates
de lágrimas y suspiros
era roca de diamante,
pasando de enamorados
a celosos sus pesares,
averiguó que te quiero.
No sé a quién la culpa darle:
a sus celos o a mi amor,
pues ellos dos fueron parte
a decirlo, que no hay
amor ni celos que hallen.
En fin, sabiendo, ¡ay de mí!,
que eres tú, ¡desdicha grande!,
la ocasión de sus desprecios,
la causa de mis desaires,
para vengarse de mí
en ti pretende vengarse,
matándome a mí en tu pecho.
¡Oh duelo de amor cobarde,
disponer que un hombre muera
porque una mujer agravie!
Poderoso y ofendido,
¿quién ignora, quién no sabe
que es rayo oprimido, que es
pólvora encerrada que hace
en la mayor resistencia
la batería más grande?
Los avisos destos días,
que tan confuso te traen,
diciéndote que te ausentes,
diciéndote que te guardes,
suyos son; pero sabiendo
que dellos desprecios haces,
esta misma noche, esta
te esperan para matarte.
Y así te ruego que no
vayas a verme, ni pases
cubierto ni descubierto
la esfera de mis umbrales.
Deja que por unos días,
sin que allí puedan toparte,
se desmienta en la sospecha,
salga su recelo en balde.
Y, pues, que yo vengo así
a persuadirte, a rogarte
ASTOLFOE.—, que no me veas,
esposo, que no me hables,
menos harás tú en hacerlo;
y pues en extremos tales
yo ruego lo más difícil,
concede tú lo más fácil.
ASTOLFO.— No sé cómo responder,
que no sé en acciones tales
si tengo que agradecerte,
o tengo de qué quejarme.
De una venenosa yerba
escriben los naturales
que donde hay llaga, la cura,
y donde no la hay, la hace.
Este mismo efecto, este
quieres que en mi pecho cause
tu voz; pues si cuando estoy
herido de tantos males
suele curarme el dolor
solamente el escucharte;
hoy que tuve sano el pecho,
le hieres, para que labre
tu voz ahora la herida
que hubieras curado antes.
Adonde hay celos, las curan,
donde no las hay, las hacen;
y si quieres darme vida,
no de darme celos trates;
pues son piadosos rigores,
o rigurosas piedades,
darme tú misma la muerte
porque otro no me mate.
Dejarasme morir, Julia,
a su acero penetrante,
no a tu penetrante voz,
viviera más el instante
que hay de tu voz a su acero,
que no es, no, piedad afable,
porque su espada no llegue
que la tuya se adelante.
Fuera de que no remedias
nada tú en aconsejarme
que no te vea, supuesto
que el decirme que no pase
de noche por tus jardines,
ni de día por tu calle,
es decirme que no salga
dellas un punto, un instante.
¡Vive Dios que he de saber
si el cuidado que te trae
a que tu casa no vea,
y a que tu jardín no ande,
es porque de tu jardín
y de tu casa las llaves
rendiste a mayor poder,
y a mayor fuerza entregaste!
Perdona desconfïanza,
JULIA.— mía, tan cobarde,
siendo quien eres, y siendo
yo quien soy; y no te espante
que esto de andar desvalido
lo augusto, Julia, lo grande,
es bueno para las farsas
españolas, donde nadie
vio querido al poderoso.
Nada llega a aventurarse
en esto, pues o es mentira
o es verdad dolor tan grave.
Si es mentira, ¿qué aventuras
tú en que yo me desengañe?
Y si es verdad, ¿qué aventuro
yo en que allí el Duque me halle?
Pues el que me diere celos
no importará que me mate.
JULIA.— Astolfo, señor, bien mío,
¿que de esa manera agravies
las finezas de mi amor?
ASTOLFOE.— Quererte no es agraviarte.
JULIA.— ¿Quién te ha dicho que es quererme
el querer aventurarte?
ASTOLFOE.— ¿Quién dice que no hay peligro
que a los celos acobarden?
JULIA.— Pues ¿qué viene esta fineza
a deberte?
ASTOLFOE.— No olvidarte.
JULIA.— Cuanto más me obligas, más
me obligas a que te guarde,
y aquesto has de hacer por mí.
ASTOLFOE.— Detente, Julia, y no en balde
tantas perlas desperdicies
y tanto aljófar derrames,
que yo quiero obedecerte.
Digo que saldré esta tarde
de Sajonia, antes que el sol,
que ya entre pardos celajes
se desvanece, en las ondas
su dorado coche bañe.
Será la mayor fineza
volver la espalda, pues nadie
es más valiente que aquel
que con celos es cobarde.
¿Quieres más, Julia?
JULIA.— Ni tanto,
que no quiero yo que pase
de extremo a extremo tu amor.
(Dentro CARLOS.)
CARLOS.— Echa por aquesta parte.
JULIA.— ¡Ay de mí, que viene gente,
y no es bien que aquí me hallen!
ASTOLFO.— Pues vete, que yo me quedo
a que no te siga nadie;
pero dime, ¿en qué quedamos?
JULIA.— En quererte mis pesares
retirado, mas no ausente.
(Vase JULIA.)
ASTOLFO.— ¿Habrá quien nivele y tase
las acciones de un celoso,
los discursos de un amante?
(Salen CARLOS y CANDIL.)
CANDIL.— Aquí está mi señor.
CARLOS.— Dadme los brazos,
que de eterna amistad han de ser lazos
que ciñan nuestros cuellos.
ASTOLFO.— Y el alma y vida en ellos.
CARLOS.— Díjome ese crïado,
preguntando por vós, cómo llamado
de una tapada fuisteis,
y que tras ella a este lugar salisteis;
y como receloso
estoy de vuestra vida y cuidadoso
por las necias porfías
de los muchos avisos destos días,
loco buscándoos vengo.
ASTOLFO.— Es nueva obligación, Carlos, que os tengo;
mas aunque os trae tras mí vuestro cuidado
con tanta priesa, tarde habéis llegado
a este verde desierto
a darme vida, porque ya estoy muerto.
CANDIL.— ¿Estás por dicha herido?
ASTOLFO.— ¡Pluguiera a Dios!
CARLOS.— Pues ¿qué os ha sucedido?
ASTOLFO.— Haber, Carlos, llegado
a estar de mi temor desengañado,
haber sabido mi infelice suerte
quién es quien solicita, ¡ay Dios!, mi muerte.
CARLOS.— Más debiera, si llega a descubrirse,
aqueso agradecerse que sentirse.
ASTOLFO.— ¡Ay Carlos! No debiera
si es tal el golpe que mi pecho espera,
que sin defensa alguna
se ha de dejar llevar de su fortuna.
CARLOS.— Ahora estoy más dudoso.
¿Quién es el enemigo?
ASTOLFO.— Un poderoso.
CARLOS.— Y el rigor que procura,
¿quién le ha dado ocasión?
ASTOLFO.— Una hermosura.
CARLOS.— O mienten mis recelos,
o esto es de Julia amor, del Duque celos.
ASTOLFO.—Fácil era el sentido
de mi confusa enigma: el Duque ha sido
quien de Julia celoso,
y quien de mí envidioso,
de süerte ausentarme ha procurado,
y Julia temerosa me ha mandado
que los avisos de mi muerte crea,
que ni la hable ni vea
porque ya es imposible
que entre en su casa yo, ¡pena terrible!,
sin que entre, ¡trance fuerte!,
tropezando en las sombras de mi muerte.
CARLOS.— Pues, ¿quién le ha descubierto
amor tan recatado y encubierto,
que solo ese criado
y yo le hemos sabido?
ASTOLFO.— A un desdichado,
¡ay Carlos!, ¿quién averiguarle puede
por dónde la desdicha le sucede?
CARLOS.— Una pregunta quiero
haceros.
ASTOLFO.— Yo satisfacerla espero.
CARLOS.— Julia, ¿qué os ha mandado?
ASTOLFO.— Que no la vaya a ver, por el cuidado
que ya a sus puertas Federico tiene.
CARLOS.— Quedar solos los dos aquí conviene,
porque quiero fiaros un secreto
que me habéis de guardar.
ASTOLFO.— Yo lo prometo.
CANDIL.—, vuélvete a casa,
y en ella esperarás.
CANDIL.— [Aparte.] ¿Qué es lo que pasa?
¿De mí se han recatado
el día que está el Duque declarado?
Sin duda que han sabido
que yo quien le contó su amor ha sido;
mas no, que no estuvieran
tan apacibles hoy, si lo supieran.
(Vase CANDIL.)
ASTOLFO.— En fin, todas mis penas y recelos
es que el paso han tomado ya los celos
del Duque.
CARLOS.— De manera
que si de ver a Julia modo hubiera,
y pudierais entrar a hablalla y vella,
y de día y de noche estar con ella,
sin que el Duque celoso,
aunque siempre ofendido y cuidadoso
a la puerta estuviera,
ni os viera ni os sintiera,
aquí vuestro cuidado
tuviera fin.
ASTOLFO.— Confuso y admirado,
esa proposición, Carlos, me tiene,
y divertir a un triste no conviene
ansí con lo imposible,
pues no es posible hacerme a mí invisible.
CARLOS.— Oidme, Astolfo, y veréis la amistad mía,
cuánto de vós por daros vida fía.
Ya sabéis los grandes bandos,
ASTOLFOE.—, que largo tiempo
todo el orbe alborotaron
con civiles guerras, siendo
Güelfo y Gebelino, dos
hermanos, cabezas dellos,
por quien dividida Italia
en domésticos encuentros,
fueron todos los linajes
ya gebelinos, ya güelfos.
Ya sabéis cómo a Sajonia
llegó este marcial incendio,
inficionando las casas
más nobles, a cuyo efeto
la heredada enemistad
aún hoy dura en nuestros pechos,
por ruina de aquel estrago,
por ceniza de aquel fuego.
Crotaldo, padre de Julia,
que es el divino sujeto
que adoráis, en quien juraron,
si de otros bandos me acuerdo,
aun más imposibles paces
la hermosura y el ingenio,
tomó la voz de una parte,
y de la otra parte Arnesto,
un deudo mío. No dudo
que sepáis a cuánto extremo
llegó este enojo en los dos;
mas aunque lo sepáis, quiero
referirlo, porque todo
importa para el suceso.
El día que a Federico,
generoso duque nuestro,
juró Sajonia por duque,
sobre el ocupar los puestos
de aquel acto, procurando
ser cada uno el primero.
En esa eminente plaza
se encontraron, cuyo extremo
llegó a ser público agravio
de uno de los dos, y puesto
que yo tiemblo de dezillo,
y aun de imaginallo tiemblo;
bien se deja ver que fue
el agraviado mi deudo.
¿Para qué [lo] disimulo,
si balbuciente el afecto,
lo que callare la voz
lo dirá con el silencio?
Diole un bofetón Crotaldo,
¡ay de mí!, al anciano Arnesto,
en cuya gran confusión,
en cuyo notable estruendo,
aunque cumplió por entonces
desesperado y resuelto,
no quedó, a su parecer,
para después satisfecho;
necedad que hizo el valor
mal entendido, pues vemos
que no hay agravio delante
del que es soberano dueño.
Y ya se sabe, que adonde
es tal el príncipe, no hay duelo
que la satisfación obligue;
mas vive el honor compuesto
de una codicia tan fácil,
que en su opinión, su concepto,
bastó haber imaginado
que fue agravio para serlo.
EL DUQUE.—, que aún no tenía
bien fundado su derecho,
disimuló, porque ha sido
política de los reinos
entrar en ellos piadoso
para conservarse en ellos.
Y así, por quietar no más
las opiniones del pueblo,
envió a su casa a Crotaldo,
adonde le tuvo preso
con tantas guardas, que nadie
le vio más desde el suceso
deste día, o porque fue
la prisión con tanto aprieto,
o porque el temor le tuvo
tan guardado y tan secreto.
De cuantas desdichas, cuantas
miserias, cuantos tormentos
padece un hombre infeliz,
a ninguno, Astolfo, tengo
mayor lástima que a un noble
ofendido, en quien contemplo
amancillado el honor,
mal valido del esfuerzo.
Por Arnesto, en fin, lo digo,
pues imaginando Arnesto
varios modos de venganzas,
entró en mil trajes diversos
dentro de su misma casa,
pero nunca con efeto.
Y para que admiréis cuánto
dicta un agravio, dispuesto
se vio hacer paso a su honor,
o penetrando o rompiendo
las entrañas de la tierra
por conseguir su deseo,
a pesar de las murallas
que se le ponían enmedio.
Un ingeniero buscó,
que en minar la tierra diestro,
facilitase su agravio
lo imposible de su acero.
Y fiándose de mí,
por estar mi casa en puesto
más vecino a su esperanza,
más conveniente a su intento,
el hombre empezó desde ella
a designar los modelos
con que tocase una mina
a su mismo cuarto; que esto
era en él fácil, porque
era de nación flamenco,
escuela donde el valor
pelea con el ingenio.
Y nivelando de día
las líneas y los tanteos,
las cavábamos de noche
con recato y con secreto.
¿Quién creerá que trabajando
en el más obscuro centro,
se enterrase el ofendido
por ver a su ofensor muerto?
Llegó la mina a su fin,
pero no llegó a su efeto;
pues el día de la noche
que este horrible monstruo griego,
para abortarlos en rayos
preñado estaba de acero,
por las calles y las plazas
confusamente se oyeron,
todos hablando en Crotaldo,
nuevas de que se había muerto.
Quedaron con este caso
frustrados nuestros intentos,
malogradas nuestras sañas,
postrados nuestros deseos;
porque el ofendido, ya
sin ofensor, conociendo
que en una hija no era
la venganza de provecho,
murió de melancolía
dentro de muy poco tiempo:
de suerte que, sin que nadie
pueda llegar a saberlo,
desde mi casa a la casa
de Julia una mina tengo,
tan fácil hoy de romperse,
que como avisada dello
esté Julia y sus criadas,
y con recato y secreto
la boca della se oculte,
que podréis entrar es cierto
y salir desde mi casa
hasta su mismo aposento,
que es adonde va a tocar,
sin que el amor ni los celos
del Duque causen temor.
Pero ha de ser, advirtiendo,
que ha de ser esto con gusto
de Julia, porque no quiero
que se diga que en su honor
infamemente me vengo
dando paso a su deshonra.
Que como allanéis vós esto,
aquí está mi casa, aquí
mi vida, Astolfo, y mi pecho;
pues para todo es quien es
amigo tan verdadero.
ASTOLFOE.— Dadme mil veces los brazos,
y si mudo os agradezco
tanto bien, es porque el caso
mudo me tiene y suspenso.
Yo hablaré a Julia, y de Julia
traer licencia os ofrezco,
y pues ya la noche obscura
extiende su manto negro,
iré a avisarla.
CARLOS.— Mirad
lo que os aventuráis. ASTOLFO Luego
han de matarme esta noche,
siendo la última que espero
ponerme en esta ocasión.
CARLOS.— ¿Cómo?
ASTOLFO.— Como si yo llego
a pedir licencia a Julia
de abrir esa mina, es cierto
que ha de darla o no ha de darla:
si la da, ¿para qué efeto
he de volver a arriesgarme,
teniendo seguro el riesgo?
Si no la da, pensaré
que está su amor de concierto
con el Duque, pues me quita
esa ocasión, y iré huyendo
de mis celos, si es que hay donde
no sepan de mí mis celos.
CARLOS.— A todo he de acompañaros.
[Aparte.] Y estas finezas y extremos
tome por su cuenta amor,
pues el que yo a Laura tengo,
hermana de Astolfo, es
el que ha franqueado en mi pecho
secreto que tantos días
tuvo el honor el silencio.
(Vanse los dos.)
(Salen ENRIQUE viejo leyendo un papel, y LAURA su hija.)
ENRIQUE.— ¿Quién te dio aqueste papel?
LAURA.— Una mujer me lo dio,
tapada, que aquí llegó.
ENRIQUE.— ¡Hay desdicha más crüel!
¿No preguntaras quién era?
LAURA.— Ya, señor, lo pregunté,
mas solo me dijo que
en tu mano te le diera,
que una limosna pedía
y volvería al instante.
ENRIQUE.— ¿Quién ha visto semejante
confusión como la mía?
LAURA.— ¿Parece que te ha traído
el papel algún cuidado?
ENRIQUE.— Y tan grande, que ha causado
mil penas a mi sentido,
y habrá de morir en ellas.
LAURA.— ¿No sabré yo la ocasión?
ENRIQUE.— Cosas de tu hermano son,
¿para qué quieres sabellas?
LAURA.— Para sentillas fïel,
ya que no puedo servir
más, señor, que de sentir.
ENRIQUE.— Pues oye, Laura, el papel:
(Lee.) Importa que esta noche con prudencia estorbéis a Astolfo que no salga de casa,
porque le va no menos que la vida.
LAURA.— Justos fueron tus enojos,
bien compuesto de crüel
rejalgar, es el papel
el veneno de los ojos.
ENRIQUE.— Días ha que desvelado
la tristeza me ha traído
de Astolfo, y sin duda ha sido
nacida deste cuidado.
Y no siento, no, ni es bien
su riesgo ni mi pesar,
sino que se ha de guardar
sin que le digan de quién.
Que, ¡vive Dios!, si supiera
quien es, que se le sacara
yo al campo, y que cara a cara
el disgusto concluyera.
Mas decirme que le guarde,
sin que de quién se me diga,
bien a presumir me obliga
que es su enemigo cobarde.
Y esto más mi pecho siente
que lo que ha de suceder,
porque más se ha de temer
a un cobarde que a un valiente.
¡Oh, quién supiera, ay de mí,
de quién se debe guardar!
(Sale CANDIL.)
CANDIL.— [Aparte.] Aquí me manda esperar
mi amo en tanto... Mas aquí
está el viejo, fruncir quiero
el semblante, dando indicio
de beato y de novicio.
LAURA.— Bien dese crïado espero
que te informes, él quizá
advertirá tu dolor.
ENRIQUE.— Dices bien, Candil.
CANDIL.— Señor.
ENRIQUE.— ¿Dónde vuestro amo está?
CANDIL.— Hacia el parque le he dejado
con Carlos, su grande amigo.
ENRIQUE.— Siempre el cielo me es testigo,
os tuve por leal criado.
CANDIL.— El fidus Acates fue
puesto conmigo, un bellido.
ENRIQUE.— Decidme, pues, ¿qué ha tenido
ASTOLFOE.— que yo no sé,
qué humor inquieto y severo
andar tan triste le hace?
CANDIL.— Yo lo diré, todo nace
de tener poco dinero.
Perdió ayer el que tenía,
que, a imitación de las gentes,
hay barajas maldicientes
y dicen mal cada día.
Si bien ya cosas se ven,
que esto no es lo principal,
pues a las que dicen mal
hay quien las haga hablar bien.
Yo me acüerdo cuando era
agravio el decirle a un hombre
fullero, porque era nombre
que escucharse no debiera
sin mentís; pero después
que a ser llegó habilidad,
agravio es con más verdad
decirle que no lo es.
Flores se descubren hartas,
sin ser mayo, cada día:
¿qué más que haber fullería
al juego de sacar cartas?
ENRIQUE.— Decidme, pues, ¿ha tenido
por el juego algún disgusto?
CANDIL.— Sí, señor, muy grande y justo.
ENRIQUE.— Pues, ¿qué fue?
CANDIL.— Haber perdido
que otro no lo supe yo,
y si a él le sucediera,
es cierto que le supiera;
que de nadie, en fin, fió
con más razón que de mí
sus disgustos, por saber
cuánto le suelo valer
en ellos.
ENRIQUE.— ¿Cómo? Si oí
que alguna vez que riñó,
y que presente estuvistes,
vós las espaldas volvistes.
CANDIL.— Por eso lo digo yo,
pues corrió tras mí un tropel
con que la vida le di,
pues los que fueron tras mí
no le tiraron a él.
ENRIQUE.— Decidme, ¡oh quieran los cielos
que este desengaño vea!
¿sirve Astolfo, galantea
a alguna dama, son celos
los que triste le han tenido
estos días?
CANDIL.— ¡Qué sutil!
Viendo que yo soy Candil,
de mí alumbrarte has querido.
Y así oye cuanto pasa,
si a callarlo te reduces;
porque quiero hacer dos luces
a la calle y a la casa.
ASTOLFOE.— una dama ama,
y tiene un competidor
poderoso, y en rigor
hoy la calle de la dama
con uno y con otro amante
ya moro, ya paladín,
la esfera de su jardín
hizo campo de Agramante.
Traidor fuera, si callara,
sabiendo el riesgo en que está
mi señor.
ENRIQUE.— Llévame allá,
pues ya de luces avara
y triste la noche fría,
en eclipsado arrebol,
las exequias hace al sol
alma y corazón de día.
Tú, Laura, si aquí viniere
mientras yo le busco, di
que no se salga de aquí,
que mando yo que me espere.
LAURA.— Sí haré. (Esto dice a CANDIL.) Si a Carlos halláis
con él, decid que me vea.
ENRIQUE.— ¡Ay hijos, quien os desea
no sabe lo que costáis!
(Vanse todos.)
(Sale el DUQUE, LEONELO, OCTAVIO y criados.)
DUQUE.— En esta noche fría,
émula hermosa de la luz del día,
de mi venganza espero
ver el fin, muera Astolfo, pues yo muero.
LEONELO.— Mal hace vuestra Alteza
en dar tanto lugar a una tristeza.
DUQUE.— ¿Es mejor que ofendido
yo de un vasallo, llore aborrecido?
LEONELO.— Quien una hermosa dama
sin estrella, señor, festeja y ama,
no porfíe en querella,
que no hay ventura donde falte estrella.
DUQUE.— ¡Qué error tan recibido
de la opinión común, Leonelo, ha sido
decir que las estrellas
de amor terceras son, y que está en ellas,
oh necio desvarío,
la primera elección del albedrío!
OTAVIO.— Pues, ¿quién puede negallo?
DUQUE.— Yo, que razones y aun ejemplos hallo
contra aquese conceto.
LEONELO.— Di uno solo.
DUQUE.— Despreciado de Dafnes hable Apolo,
si estrella fuera amor, sin él viviera,
¿cómo del sol aborrecido fuera
de las estrellas soberano dueño?
Luego bien claro enseño
que amor no vive en ellas,
pues el sol se quejó de las estrellas.
LEONELO.— Y, en fin, di: ¿qué has pensado?
DUQUE.— No fïar de mi estrella mi cuidado,
sino de mi poder y el valor mío,
que ellos los polos son de mi albedrío.
Y así tengo ganada,
como el criado de Astolfo, una crïada
de Julia, que ha de abrir aquesta puerta,
que para Astolfo suele estar abierta.
Y ya que es hora creo
de que la seña hurtada a mi deseo
haga seguro el paso
a este ardor, a este fuego en que me abraso.
(Da en la reja.)
LEONELO.— La puerta abren, señor.
(Sale PORCIA.)
PORCIA.— Y vuestra Alteza sea bien venido,
que Julia, conociendo
la seña de su amante, presumiendo
que él fuese, me ha mandado
abrir la puerta, con que se ha cerrado
el temor de tu intento y de mi culpa,
pues su mismo precepto me disculpa.
DUQUE.— Los dos os retirad, y con cuidado
esa calle guardad.
(Éntranse el DUQUE y PORCIA.)
LEONELO.— Bien has fïado
de los dos tu deseo.
(Salen ASTOLFO y CARLOS.)
ASTOLFOE.— ¡Ay Carlos!, ¿si es verdad esto que veo,
por la puerta no ha entrado
un hombre, y otros dos se han retirado?
CARLOS.— No sé si engaño ha sido,
pero a mí que es verdad me ha parecido.
ASTOLFOE.— ¿Para esto, ingrata fiera,
fue decirme que a verte no viniera?
¡Vive Dios que he de entrar, y...!
CARLOS.— Deteneos,
que eso es embarazar vuestros deseos,
pues siéndolo estorbar vuestros agravios,
no lo han de hacer las manos ni los labios
desde aquí; pues no es medio ni es venganza,
si otro el favor en el jardín alcanza,
reñir los dos con estos dos afuera.
ASTOLFOE.— Pues, ¿qué he de hacer en ocasión tan fiera?
Mas ya sé qué he de hacer; allí una reja
paso a un balcón me deja,
que es de una galería
del jardín, guardad vós la espalda mía
mientras me arrojo a él desesperado.
CARLOS.— Advertid no sea el Duque ese que ha entrado.
ASTOLFOE.— Pues eso, ¿qué remedia mis desvelos,
los duques no dan celos?
Fuera de que si yo lo he presumido,
de oírlo a Julia ha sido,
y puedo presumir, y justamente,
que quien miente el amor, el galán miente.
CARLOS.— Con vós vengo, y después de preveniros
el riesgo, a todo trance he de seguiros.
ASTOLFOE.— Pues yo en el jardín entro. (Éntrase.) CARLOS Nadie entrará mientras estáis vós dentro.
(Salen el DUQUE y PORCIA.)
PORCIA.— Ponte, señor, sobre el rostro
el rebozo de la capa,
porque pueda hacer mejor
el papel de la turbada.
Aquí, señora, está Astolfo.
(Sale JULIA.)
JULIA.— ¿Cómo es posible que haya,
ASTOLFOE.—, en un pecho noble
tan necia desconfïanza?
A mi casa apenas vuelvo
de pedirte que a mi casa
no vengas por el temor
del Duque, cuando a ella llamas.
¡Qué necios celos!
DUQUE.— No son
muy necios, Julia. (Descúbrese.)
JULIA.— Turbada
estoy, ¡ay Porcia!, ¿qué es esto?
PORCIA.— Yo, señora, no sé nada.
A la seña abrí la puerta,
si a ti la seña te engaña,
¿qué mucho que a mí me engañe?
JULIA.— ¡Ay de mí, qué [he] de hacer!
DUQUE.— Basta,
¡oh Julia!, la turbación,
que yo solo he sido causa
a este engaño, porque amor
todo es ardides y trazas.
No quise más que saber
si puerta que tan cerrada
está a una fe verdadera
se abría a una seña falsa.
Ya no me podréis negar,
testigos son estas plantas,
que sobre tantos avisos
ASTOLFOE.— mi gusto agravia.
JULIA.— Señor, señor, esa culpa,
aunque hoy esté averiguada,
mía es, que no es de Astolfo,
pues creyendo que él llamaba,
yo le mandé abrir la puerta.
Luego en las dos, cosa es clara,
si fuera el llamar su culpa,
y mía hacer que le abran,
ya estoy culpada y él no,
pues yo le abro y él no llama,
que desde el primero día, señor, que por mi desgracia
me visitastes, no ha entrado
más aquí.
(Entra cayendo ASTOLFO.)
ASTOLFOE.— ¡El cielo me valga!
DUQUE.— Pues, ¿qué es esto?
JULIA.— ¡Muerta estoy!
PORCIA.— ¡Qué desdicha!
ASTOLFOE.— [Aparte.] Vida y alma,
perdámonos de una vez,
y no muramos de tantas.
DUQUE.— ¿Quién va?
ASTOLFOE.— Un hombre solo.
DUQUE.— ¿Cómo
desta suerte en esta casa
entráis?
ASTOLFOE.— Como vós de esotra.
DUQUE.— ¿Sabéis quién soy?
ASTOLFOE.— No sé nada,
que a estas horas y a estos celos
todas las sombras son pardas.
DUQUE.— Pues vuelve por donde entraste.
ASTOLFOE.— Celos no vuelven la espalda.
DUQUE.— Haré que las vuelvas, y...
(Riñen.)
JULIA.— ¡Señor, Señor!
DUQUE.— Suelta, aparta.
(Dentro ruido de espadas.)
PORCIA.— En la calle, al mismo tiempo,
se oyen también cuchilladas.
(Dentro ENRIQUE.)
ENRIQUE.— Yo he de entrar en el jardín.
(Dentro CARLOS.)
CARLOS.— Mi brazo esta puerta guarda.
JULIA.— Da voces, Porcia.
DUQUE.— Hoy verás
que es rayo ardiente mi espada.
ASTOLFOE.— ¡Oh! Que estás favorecido
y riñes con gran ventaja.
(Dentro ENRIQUE.)
ENRIQUE.— La puerta echaré en el suelo.
(Dentro CARLOS.)
CARLOS.— Guardola yo.
JULIA.— ¡Pena rara!
(Dentro LEONELO.)
LEONELO.— Yo te sabré hacer pedazos.
PORCIA.— Luces traeré desta sala.
JULIA.— Acudid todos.
ASTOLFOE.— ¡Ay cielos!
Muerto soy.
(Cae en el suelo herido y desmayado.)
PORCIA.— ¡Desdicha extraña!
DUQUE.— Que aquí no me conocieran
fuera de grande importancia.
(Entran todos.)
ENRIQUE.— Julia, ¿qué [es] esto?
JULIA.— No sé,
tu desgracia y mi desgracia.
Tu hijo Astolfo, ¡muerta estoy!,
es, ¡qué pena tan tirana!,
el que, ¡rigurosa estrella!,
sobre, ¡el aliento me falta!,
esas flores, ¡qué rigor!,
caducas ya, ¡qué desgracia!,
hizo, ¡terrible desdicha!,
que con su púrpura y nácar
se conviertan en rubís
las que fueron esmeraldas.
El brazo, ¡ay Dios!, que te ofende,
el acero que te agravia,
no le sepas, no le sepas,
que sepa doblar las ansias,
ver posible la desdicha
y imposible la venganza.
ENRIQUE.— ¿Cómo imposible, ¡ay de mí!,
si este acero y estas canas
Etna de fuego y de nieve
serán?
JULIA.— Tente, espera, aguarda,
no le ofendas que es el Duque.
DUQUE.— Enrique, Enrique, ya basta.
ENRIQUE.— Pues vuestra Alteza, señor,
¿tanto enojo, furia tanta?
DUQUE.— Así mi valor castiga
a quien mi valor agravia, (Vase.)
y si mil veces viviera,
le diera muerte otras tantas.
LEONELO.— ¡Qué lastimosa tragedia!
OTAVIO.— ¡Qué rigurosa desgracia!
CARLOS.— ¡Qué amigo tan infeliz!
JULIA.— ¡Qué mujer tan desdichada! (Vase.)
CANDIL.— De todo tuve la culpa,
tener la pena me falta.
PORCIA.— Temblando estoy de temor
por ser de su muerte causa. (Vase.)
ENRIQUE.— ¡Ay infelice de mí!
En pena, en desdicha tanta,
pues que me falta en la tierra,
denme los cielos venganza.
(Éntrase metiendo el cuerpo de ASTOLFO.)
Jornada II
Salen ENRIQUE, viejo y LAURA.
LAURA.— Hasta que te vi, señor,
turbada estuve y suspensa,
pendiente el alma de un hilo,
ni bien viva ni bien muerta.
¿Cómo vienes? ¿cómo fue
este prodigio? ¿qué intentas?
¿qué pasó? ¿qué sucedió?
No con tal duda me tengas,
porque es otra pena aparte
vivir dudando una pena.
ENRIQUE.— ¿Estás sola?
LAURA.— Sola estoy,
pero cerraré esta puerta.
ENRIQUE.— No la cierres, que podrán
escucharnos detrás della,
que el que quiere decir, Laura,
cosas, y más como estas,
adonde importa el secreto
tanto hace mal si la cierra,
pues no sabe quién le escucha,
mejor es dejarla abierta;
que yo veo desde aquí
a quien sale y a quien entra.
Ya te acuerdas de la noche
que, tantas veces funesta
para mí, desde la casa
de madama Julia bella
truje a la mía a tu hermano
en mis hombros; ya te acuerdas
que, entre tu sangre bañado
volvió del desmayo apenas,
cuando... Mas ¿por qué mi voz
repetirte, Laura, intenta
lo que es justo que no olvides,
lo que es preciso que sepas?
Pues dijo un sabio que solo
arte de memoria era
estudiar uno desdichas,
que, como una vez se aprenda,
nunca saben olvidarse.
Y pues acordarte es fuerza,
paso ahora a lo que ignoras,
porque todas las adviertas.
Apenas el sol anoche
vencido de las tinieblas,
caerse dejó en el mar,
sustituyendo su ausencia
las estrellas y la luna,
porque abrasadas virreinas
de la majestad del sol,
son la luna y las estrellas;
cuando, poniendo reparos
a la sagrada violencia
del rayo del poderoso,
dispuse contra su fuerza
mi ingenio, bien como aquel
jeroglífico lo enseña
de la encina y de la caña,
que una fácil y otra opuesta
a las ráfagas del viento
del raudal a las violencias,
coronaron la humildad,
a vista de la soberbia.
Al tiempo, pues, que Sajonia
celebraba sus exequias
de Astolfo, salimos yo
y... mas turbada la lengua
no se atreve a pronunciarlo,
que aun de imaginarlo tiembla.
LAURA.— No importa, ya sé quién dices.
ENRIQUE.— En una oculta maleza
de ese monte, tan guardada
de las hojas y las peñas,
que no echó menos el día,
porque siempre para ella
es noche, pues no ve al sol
que amanezca o no amanezca;
prevenidos dos caballos
tuve, cuya ligereza
el viento calzó de pluma,
tan hijos suyos, que fuera
la espuela manchar en ellos
desprecio y no diligencia.
Aquí, pues, la voz, aquí
en mil suspiros envuelta,
en mil lágrimas bañada,
dije... Pero gente llega,
luego, Laura, lo sabrás.
(Salen LUCRECIA y CANDIL.)
LUCRECIA.— Don Carlos está a la puerta.
CANDIL.— Dice, si para besar
tus manos, le das licencia.
ENRIQUE.— Amigo de Astolfo fue.
LAURA.— [Aparte.] Y enemigo mío, pues llega
a darme tantos cuidados.
ENRIQUE.— Decid que entre en hora buena.
(Hace que se va LUCRECIA, y vuélvese a estar.)
Pero decidme primero,
CANDIL.—, ¿qué venida es esta,
servís a Carlos?
CANDIL.— Señor,
desde aquella noche mesma,
que trujiste herido a Astolfo
a casa, y como si fuera
tu familia tu homicida,
con enojo y con afrenta
a todos nos despediste.
Sirvo a Carlos.
ENRIQUE.— No me pesa,
decid que entre; mira, Laura,
(Vase CANDIL.)
que importa que nada entienda.
LAURA.— (Aparte.) Eso díselo a mis ojos,
porque, si son mudas lenguas
del alma, no callarán
a Carlos nada que sepan.
(Salen CARLOS y CANDIL.)
CARLOS.— Aunque fuera desta casa,
dando de mi amistad muestra,
recibo el pésame yo,
el darle aquí será fuerza.
Si bien de una circunstancia
hoy mis ojos me reservan,
que es encareceros cuánto
siento la infeliz tragedia
de Astolfo, pues si perdistes
un hijo y hermano en ella,
yo perdí un amigo, y no
es pérdida más pequeña,
que es parentesco sin sangre
una amistad verdadera.
ENRIQUE.— Bésoos, don Carlos, las manos,
que bien tenemos por ciertas
de vuestra noble amistad
tantas generosas muestras.
Bien lo dice mi cuidado,
pues el no dejar que os viera
ASTOLFO.— en su enfermedad,
por excusarle la pena
fue que llevó de perderos.
CARLOS.— Mis lágrimas solo sean
hoy testigos de la mía.
LAURA.— Mal en tratarlas hicieras
como ajenas, siendo propias.
CARLOS.— Nunca estas fueron ajenas.
CANDIL.— ¡Ay! (Hace que llora.)
LUCRECIA.— Pues ¿tú lloras también?
CANDIL.— ¿Y cómo, no consideras
estas lágrimas de tinta?
LUCRECIA.— Pues, ¿hay cosa que tú sientas?
CANDIL.— No.
LUCRECIA.— Pues, necio, ¿por qué lloras?
CANDIL.— Por hacer compañía, necia.
(Sale un criado.)
CRIADO Aquel hombre que te habló
endenantes, está ahí fuera.
ENRIQUE.— Un negocio es, yo saldré
a hablarle, tú aquí me espera,
CARLOS.—; que quiero después
besar la mano a su Alteza,
y que me acompañes quiero,
porque notes, porque adviertas
que dar gracias por agravios
es la mayor diligencia.
(Vase ENRIQUE.)
CARLOS.— ¿Atreveranse mis voces,
pidiendo al llanto licencia,
validas de la ocasión
que ningún tiempo desprecia,
a mezclar, hermosa Laura,
amores a un tiempo y penas?
Pues entre penas y amores
hay tan poca diferencia,
que no salgo del conceto,
pues son una cosa mesma.
LAURA.— Bien podrás, Carlos, y bien
podré yo decir, atenta
a tus labios y a mis ojos,
que no es posible que sea
buen cortesano el amor,
pues de ninguna manera
habla más que una cosa,
mezclando gusto y tristeza.
CARLOS.— Por no distinguir los tiempos
ni las personas, se cuenta
que de un árbol mismo cortan
la muerte y amor sus flechas.
Y así, pues, amor y muerte
quiere el cielo que me hieran
tan a un tiempo que podrán,
cuando ir a cobrar pretendan
las saetas de mi pecho,
equivocar las saetas.
Bien podré, herido dos veces,
decir...
CANDIL.— Ya mi señor entra.
CARLOS.— Pues ya no podré decirlo.
LAURA.— Sí podrás, por una reja
de mi jardín esta noche.
(Sale ENRIQUE.)
ENRIQUE.— Perdonad, por vida vuestra,
la tardanza.
CANDIL.— [Aparte.] Más tendrá
que perdonar en la priesa.
ENRIQUE.— Y vamos [a ver] al Duque.
CARLOS.— Vamos.
ENRIQUE.— Laura, adiós te queda.
LAURA.— El cielo, señor, te guarde.
CARLOS.— No te olvides, Laura bella,
de que en la reja tu sol
esta noche me amanezca.
LAURA.— No haré, Carlos, que me va
la vida en que tú la tengas. (Vase.)
CARLOS.— Tú, vete a casa, y prevén
espada, capa y rodela.
[Aparte.] ¡Oh, quién de un suspiro al día
el achaque apagar pudiera,
pues está, que viva un dios,
en que solo una vez muera!
CANDIL.— Fuera razonable el soplo:
¿oyes qué digo, Lucrecia?
Está avisada, que mi amo
hablar a tu ama concierta,
porque estés tú a hablarme a mí.
LUCRECIA.— ¿De cuándo acá esa fineza?
Habiendo vivido en casa
tantos días, ¿hoy te acuerdas
de enamorarme?
CANDIL.— Es porque es
costumbre inmemorial esta,
ad perpetuam rei memoria,
entre los crïados hecha,
que no es porque yo te quiero,
mas podrá ser que te quiera,
por solo hacer compañía.
LUCRECIA.— Allá con Porcia se avenga,
no es Lucrecia para burlas. (Vase.)
CANDIL.— Dos romanas de la legua
enamoro, y ¡vive Dios!,
que he de ser en medio dellas,
pues fui de la Porcia Bruto,
Tarquino desta Lucrecia. (Vase.)
(Salen el DUQUE, LEONELO y OTAVIO.)
DUQUE.— Esta pena, esta furia,
doméstico enemigo que me injuria;
esta ansia, este veneno,
áspid ingrato que abrigué en mi seno;
esta ira, esta rabia
que el corazón, que es dueño suyo agravia,
no es posible que sea
amor, deidad en mí mayor emplea,
con enojo más fuerte,
pena, furia, veneno, rabia y muerte;
pues son tantos desvelos
las cabezas de la Hidra de los celos.
LEONELO.— Yo no sé de qué suerte los previenes,
pues tienes celos, y de quién, no tienes.
DUQUE.— Por respuesta, que puedo, te prevengo,
tenerlos, pues de quien tenerlos tengo.
Tú mismo a un hombre viste
que un jardín aquella noche, ¡ay triste!,
ciego y desesperado
entró, a quien yo, ofendido y enojado,
quité la vida, sin quitar la vida;
pues primero murió, que de la herida
de los celos que tuvo.
¡Qué fino amante, qué cortés anduvo!
Pues murió, averiguados los recelos,
a vista de su dama y de sus celos.
OTAVIO.— Si tú mismo confiesas desos modos
que murió, y es verdad que anoche todos
su entierro vimos, ¿cómo en esta parte
un muerto puede darte
celos?
DUQUE.— Como no mueren con la muerte
los celos.
LEONELO.— ¿De qué suerte?
DUQUE.— Desta suerte.
De contrarios efectos esta llama,
de contraria razón esta centella
de celos nace en una causa bella,
o bien porque es amada, o porque ama.
Ni ser amada, pues, ni amar la dama
consiente amor, tasándole su estrella;
mas entre ser amada o amar ella,
lo uno disgusta, pero lo otro infama.
Luego si ya de Astolfo ser querida
no puede Julia, y yo en su llanto advierto
que ella puede quererle sin la vida,
de los dos daños el mayor es cierto,
y pues Julia de un muerto no se olvida,
bien puedo yo tener celos de un muerto.
OTAVIO.— Sutil sofistería
de amor.
DUQUE.— Pues mi mortal melancolía
della nace, y yo muero,
porque remedio a mi dolor no espero.
LEONELO.— Como tenerle quiera
tu Alteza, le tendrá.
DUQUE.— ¿De qué manera?
LEONELO.— Ovidio dice, hablando del remedio
de amor, cuál es el medio:
oye el verso.
DUQUE.— Holgareme de sabelle.
LEONELO.— «Para vencer amor, querer vencelle».
DUQUE.— Pues yo quiero y no puedo: luego ¿miente
Ovidio, o aconseja neciamente?
Y pues la pena mía
tan obstinada en mi dolor porfía,
con otra industria he de poder vencella.
OTAVIO.— ¿Qué pretendes hacer?
DUQUE.— Fïarme della
sin resistirme, a ver lo que hacer quiere
de mí, lléveme, pues, donde quisiere.
Preveníos los dos para esta noche,
que el sol apenas hoy desde su coche
lid de rayos y olas
verá sobre las ondas españolas,
cuando a la calle yo de Julia vaya,
solo a ver sus umbrales, porque haya
menos entre mi amor y su belleza.
(Salen ENRIQUE y CARLOS.)
ENRIQUE.— Deme a besar las plantas vuestra Alteza.
DUQUE.— [Aparte.] Solo esto le faltaba a mi castigo,
quejas de un padre y quejas de un amigo.
ENRIQUE.— Si algún día os mereció
mercedes, señor, mi fe,
dadme hoy albricias.
DUQUE.— ¿De qué?
ENRIQUE.— De que ya Astolfo murió.
Aunque pido mal, que yo
y mi honor al gusto vuestro
las debemos, bien lo muestro
con tan alegre albedrío,
pues fue el muerto un hijo mío,
que no fue un esclavo vuestro.
De aquella infelice herida
la ocasión aprovechó
porque hiciera mal, si no
muriera a tal homicida.
Su muerte, pues, y su vida
que en mí son uno, es muy cierto,
pues si ya vengado advierto,
señor, vuestro enojo esquivo,
para mí está Astolfo vivo,
cuando está para vós muerto.
DUQUE.— Bien, Enrique, han hecho alarde
los esfuerzos del dolor,
de la sangre y del valor.
¡Dios os guarde, Dios os guarde!
(Vanse el DUQUE y criados.)
CARLOS.— Confuso el Duque, cobarde
y turbado ha respondido.
ENRIQUE.— Piedad de su pecho ha sido.
Adiós, adiós, Carlos.
CARLOS.— Yo
he de ir con vós.
ENRIQUE.— Eso no,
(Aparte.) bien hasta aquí ha sucedido. (Vase.)
CARLOS.— Si decir uno el dolor
que padece, no enternece
sino al que el dolor padece,
bien podré decir mi amor
al sol, pues su bello ardor
un laurel siguió fïel,
y no dudo yo que él
con sombras el yerro dore
de que yo una Laura adore,
pues él adoró un laurel.
¡Oh tú, planeta luciente,
mide en tu pena la mía,
y haz hoy síncopa del día
el ocaso y el oriente!
Apague el azul tridente
tu luz, arder no presuma,
y nazca mi amor, en suma,
de espuma y sombra entre horror,
pues siempre nace el amor
de la sombra y de la espuma.
Ya parece que obediente
a mi voz noble y bizarro
guia el pértigo del carro
por los campos de Occidente:
sombra y luz confusamente
hacen que el atado broche
de sombra y luz desabroche
el sueño, ya perezoso,
equivocando el dudoso
rubricano de la noche.
Y pues ya se ha declarado
triunfante la niebla fría
de las campañas del día,
y yo a mi casa he llegado,
quiero, de traje mudado,
ir donde Laura me espera,
luciente sol desta esfera.
(Sale CANDIL.)
CANDIL.— ¡Vive Dios, no pare aquí
un instante!
CARLOS.— ¿Candil?
CANDIL.— Sí.
CARLOS.— ¿Dónde vas desta manera?
CANDIL.— Huyendo.
CARLOS.— Loco pareces;
¿qué hay?
CANDIL.— No lo sabré decir,
ni aun pienso que sabré huir,
con haberlo hecho más veces.
CARLOS.— Nuevas sospechas me ofreces;
¿qué es lo que te ha sucedido?
CANDIL.— Yo...
CARLOS.— Prosigue.
CANDIL.— Estoy perdido;
¿viene alguien?
CARLOS.— No.
CANDIL.— Te esperaba,
cuando sentí que a la aldaba
de las puertas hacen ruido.
Fui a ver quien era, y hallé
un hombre, que rebozado
me mató la luz, turbado
quién era le pregunté,
y muy quedo dijo que
te buscase, mas no habló.
Dentro de casa se entró,
y del último aposento
cerró las puertas, atento
a que no le viera yo:
allí está, en fin, encerrado.
Ni sé quién es, ni qué quiere.
CARLOS.— Calla, y más tiempo no espere.
Trae luz, que determinado
yo haré que de ese cuidado
salgas.
CANDIL.— (Entra y saca luz.)
Aquí tienes ya
la luz.
CARLOS.— ¿Dónde es dónde está?
CANDIL.— Aquí.
CARLOS.— La puerta abriré.
(Abre ASTOLFO la puerta y no sale.)
Pero ella abrir se ve:
¡quienquiera que es salga acá!
¿No sale? Entra tú.
CANDIL.— Si fueras
a caballo, me tocara
ir delante, mas repara
yendo a pie, ¡cuán mal hicieras
si delante me trajeras!
CARLOS.— Suelta la luz.
CANDIL.— Eso haré
fácilmente.
CARLOS.— Yo veré
quien está dentro.
(Entra CARLOS con la luz y la espada desnuda.)
CANDIL.— Cerró
la puerta, así como entró
CARLOS.—, quienquiera que fue.
¿Qué me toca hacer aquí
por la ley del duelo, siendo
criado?, ¿criado dice? Entiendo
que solo mirar por mí.
Y pues tanto ha que no vi
a Porcia, a verla iré en tal
duda, afectos de leal
ningún cuidado me den,
porque nunca me hará bien
si yo no le sirvo mal.
(Vase, y salen PORCIA con luces y JULIA con luto.)
JULIA.— Pon en ese cenador
las luces sobre un bufete,
porque no estemos a escuras
en este trágico albergue
las dos solas.
PORCIA.— Ya están puestas,
y en él prevenido tienes
un tapete y una almohada,
para que al fresco te sientes,
ya que de estar aquí gustas.
JULIA.— Ningún descanso apetece
mi vida, en tanto que triste,
entre laberintos verdes,
cercos ya de la fortuna,
y teatros de la suerte,
lloro, Porcia, mis desdichas,
imitadoras del Fénix
tanto, que en cuna y sepulcro
unas nacen y otras mueren;
que a las desdichas siempre
otras desdichas hay que las hereden.
Triste, funesto jardín,
tú, que en tiempo más alegre,
si pompa del amor fuiste,
ruina ya del amor eres;
donde al cielo que lo admira
y a la tierra que lo atiende,
representó la fortuna
tragedias de amor, que pueden
tanto a las flores mover,
tanto ablandar a las fuentes,
que a las fuentes y a las flores,
de piadosas y corteses,
corren por perlas corales,
dan por jazmines claveles.
Oye mis desdichas, pues
lugar a mis dichas deben
tus cristales y tus rosas
por lo que se les parecen;
que mis dichas son flores y son fuentes,
o por lo fugitivo o por lo breve.
Yo vi, yo vi coronado
en este jardín alegre,
de vitorias al amor.
¡Cuánto engaña, cuánto miente,
quien deidad le llama, pues
una desdicha le vence!
Dígalo a voces la aurora
que en estas hojas se mueve
quejosa, porque mis voces
con sus cláusulas concierten;
díganlo a señas las plantas
manchadas, que en este albergue,
para ser tálamo nacen,
y siendo túmulo, mueren;
pues el aura, y pues las plantas,
de tratarme a mí y de verme,
solo suspiros estudian,
solo lágrimas aprenden;
y podrán mejor que yo,
a quien turban y enmudecen
las penas, porque en efeto
las padezca y no las cuente;
que el que decirlas puede,
más las alivia, Porcia, que las siente.
PORCIA.— ¿El campo de la fortuna
dejas correr de esa suerte
al discurso? No podrás
pararle cuando lo intentes:
haz treguas, señora, un rato
con las lágrimas que viertes,
que así morirás de triste.
JULIA.— Pues ¿qué dicha más alegre?
Déjame, Porcia, llorar;
pues todos dicen que es este
el mejor bien de los males
y el mejor mal de los bienes.
Pero ¿quién se entra hasta aquí?
(Sale CANDIL.)
CANDIL.— Un muerto Candil, que viene
a las luces de tus ojos
a quemarse, y no a encenderse.
JULIA.— Desde que Astolfo murió,
CANDIL.—, no has venido a verme.
CANDIL.— Don Carlos, mi nuevo dueño,
tan ocupado me tiene,
que no he tenido lugar.
PORCIA.— Muy anciano chiste es ese,
dar por disculpa a los amos
de la culpa que no tienen;
di que Lucrecia, y dirás
bien.
CANDIL.— El diablo me lucrecie,
que es mucho más, Porcia mía,
que decirle que me lleve,
si yo...
JULIA.— ¿Qué es eso?
CANDIL.— Pregunto,
¿y qué haces desta süerte?
¿No te da miedo este sitio?
JULIA.— No, que quien ama no teme,
como el can que de su dueño
sobre el sepulcro fallece,
de la lealtad y el amor
jeroglífico excelente,
yo sobre aquestas caducas
plantas, monumento débil
de Astolfo, pues aquí fue
adonde cayó, estoy siempre
con voces y con suspiros
gimiendo y llorando a veces.
PORCIA.— ¿Quieres que, por divertirte,
cante?
JULIA.— Él solo consiente
mi dolor, por ser así
que la música entristece.
(Dan golpes debajo.)
Oye, detente; ¡ay Candil!,
¡ay Porcia! ¿Qué ruido es este?
CANDIL.— Yo no entiendo bien de ruidos.
PORCIA.— Ni yo tampoco.
JULIA.— Parece
que en el centro de la tierra
sepulcros se abren crüeles.
(Vuelven a dar golpes.)
Vuelve a escuchar...
PORCIA.— ¿Tan buen son
es?
JULIA.— A ver si el ruido vuelve.
CANDIL.— Sí vuelve, porque es un ruido
muy puntual.
JULIA.— [Ya es bien me acerque.]
[PORCIA] No yo, que temiendo estoy
desde el perico al juanete.
CANDIL.— Yo, que no tengo perico,
temo desde el pie a la frente.
(Dan golpes.)
JULIA.— Dad voces.
PORCIA.— Yo no, no puedo.
CANDIL.— Ni yo, que fuera indecente
dar voces en casa ajena.
JULIA.— Preñada la tierra quiere,
rasgándose las entrañas,
que nazcan o que revienten
prodigios. ¿No veis, no veis
cómo toda se estremece?
¿No veis las plantas y ramos
o sacudirse o moverse?
PORCIA.— ¡Pluguiera a Dios no lo viera!
CANDIL.— ¿Qué es esto que hoy me sucede?
¿Allá embozados y aquí
dan golpecitos?
JULIA.— Valedme,
¡cielos!, que ya no hay valor.
(Ábrese un escotillón y sale ASTOLFO lleno de tierra.)
Pues Astolfo, ¡ay de mí!, es este,
que aborto del centro nace
en la parte donde muere.
PORCIA.— Válgame San Verbo caro.
CANDIL.— San Dios, San Jesús mil veces.
PORCIA.— ¿Adónde estaré segura? (Vase.)
CANDIL.— Tratar quiero de esconderme.
ASTOLFO.— Quédate, Carlos, aquí,
por lo que me sucediere,
que hasta recorrer la casa
yo entraré solo.
JULIA.— ¡Detente,
ASTOLFO.—!
ASTOLFO.— Julia, no temas.
JULIA.— ¿Qué me afliges? ¿Qué me quieres?
¡Déjame, déjame!
ASTOLFO.— Julia,
oye, escucha, mira, advierte;
sobre las flores cayó,
donde, rendida parece
la deidad que en este templo
aras de púrpura y nieve
dan a estatuas de jazmines,
dan a imagen de claveles.
¡Oh, qué mal hice, ¡ay de mí!,
en romper, sin que estuviese
JULIA.— avisada, esta mina!
Pero, ¿qué habrá que yo acierte?
¿Y quién pudo prevenir
que aquí, a estas horas, la viese?
¡Mira, oh cielo, que no es justo,
ya que por muerto me tiene,
que siendo yo el muerto, sea
JULIA.— el cadáver! Advierte
que expira en su luz el día,
de tantas flores te duele,
huérfanas sin su hermosura.
PORCIA.— (Dentro.) ¡Al jardín, crïados, gente!
CANDIL.— (Dentro.) Id, a socorrer a Julia.
DUQUE.— (Dentro.) Nada, Leonelo, receles.
Voces dan, rompe esas puertas.
ASTOLFO.— Ya en el jardín entra gente.
¿Qué he de hacer, que unos de otros
nacen los inconvenientes?
(Golpes dentro.)
Si me echo a la mina, dejo
abierta la boca, y pueden
averiguar contra Carlos
y contra mí fácilmente
el intento; si la cierro
con ramas, porque no lleguen
a verla, no tengo luego
por donde salir, de suerte
que en irme, Carlos y yo
padecemos igualmente;
y en quedarme y ocultarme,
yo solo, pues yo me quede
empeñado y asegure
a Carlos. Mas, pues me ofrece
tan casual instrumento
(Cubre la boca con una almohada.)
esta almohada, ella cierre,
y fïando a la fortuna
algo en desdicha tan fuerte,
me encerraré en esta cuadra.
¡Valedme, cielos, valedme!
(Escóndese y salen PORCIA, el DUQUE, criados y CANDIL.)
DUQUE.— A tu voz rompí esas puertas.
¿Qué es esto, Porcia? ¿Qué tienes?
PORCIA.— No sé, señor.
DUQUE.— Di, Candil,
¿qué es lo que a los dos sucede?
Pero no me lo digáis,
ya veo que a un accidente,
en el mismo sitio adonde
a Astolfo le di la muerte,
JULIA.— yace desmayada.
¡Julia hermosa!
JULIA.— ¿Qué me quieres?
¡Déjame, Astolfo!
DUQUE.— No soy,
sino yo. ¿Qué es esto?
JULIA.— Atiende.
En este, ¡ay Dios!, no sé (no tengo aliento)
como diga, jardín o monumento;
en este, ¡ay Dios!, no sé (desdicha dura)
como diga, sepulcro de hermosura...
Mas ¿qué dudo, luchando yo conmigo?
Monumento, señor, y jardín digo.
Mas ¿qué digo, conmigo batallando?
Hermosura y sepulcro digo, dando
la rienda a mis enojos,
aportaban los labios a los ojos
a lágrimas y voces,
que igualmente veloces
corrían cada cual a su elemento,
el llanto al agua y el suspiro al viento:
si no es que desatados
iban todos al fuego, que abrasados
tanto salían de mi helado pecho
lágrimas y suspiros, que sospecho
que monstruo el fuego sea,
cuando compuesta de contrarios vea
su esfera, porque luego
cuanto temí y lloré, todo era fuego;
pues por donde el suspiro y llanto pasa,
el llanto quema y el suspiro abrasa.
Aquí, en mis fantasías,
crueldades tuyas, o desdichas mías,
estaba, pues, llorando,
cuando, ¡ay infeliz!, cuando
alterada la tierra,
que los tesoros pálidos encierra
de muertos, con extrañas
lides rasgar quería las entrañas,
echando de su centro
los prodigios que ya no caben dentro
de mudos golpes, pues flores y plantas,
informadas, ¡ay Dios!, en penas tantas,
a temblar empezaron.
Que también las raíces que miraron
del céfiro las hojas sacudidas,
no es mucho, mas que tiemblen hoy heridas
las hojas con embates infelices
al céfiro que hiere las raíces,
son iras, son congojas
que ignoran las raíces y las hojas.
En efeto, al gemido, que no pudo
articular el viento, porque mudo
dentro del seno estaba,
cuando solo por señas se quejaba,
tembló el jardín, y tanto le provoca,
que para respirar abrió la boca.
No así el Vesubio fïero,
que, baluarte rústico de acero,
contra los cielos vomitar presumo
bombas de füego y pólvora de humo,
comunero del sol, al sol se atreve,
de cuyo incendio es la ceniza nieve;
como esta tierra, esta que ves, herida,
de sus mismas entrañas desasida,
a las estrellas estrella sube
pirámide de polvo, densa nube,
a empañar importuna
los trémulos cristales de la luna.
Yo vi aquí, desmayada
la voz, torpe la acción, la lengua helada,
erizado el cabello,
en el pecho un puñal, un nudo al cuello,
equívoca la vida,
al corazón la sangre retraída,
embargado el aliento,
muerto el sentido, vivo el sentimiento...
No puedo hablar... Yo vi, yo vi bañado
en sangre y polvo a Astolfo, que abortado
de su sangre nacía.
DUQUE.— Detente, que tu gran melancolía,
que tus vanos desvelos
en ti fueron temores y en mí celos;
pues cuanto causa ha sido
de que tú esa ilusión hayas tenido,
con el mismo argumento
lo es de que tenga yo este sentimiento.
¿Adónde está esa boca que te asombra,
adónde, que te aflige está esa sombra,
sino es en tu deseo?
Y pues que vivo en tu memoria veo
a quien muerto me ofende,
vengarse dél aquí mi amor pretende.
No hablarte imaginaba
jamás, aunque tus prendas adoraba,
mas pues un muerto a mí me da desvelos,
vivo yo, a él le tengo de dar celos.
Y no será la pena, no, fingida,
que si el alma no muere con la vida,
bastarale en tal calma,
para que tenga celos, tener alma.
Salíos todos afuera.
JULIA.— Mira, señor, advierte, considera...
DUQUE.— No llores, que es en vano.
JULIA.— Que a los cielos ofendes.
DUQUE.— Soy tirano.
JULIA.— Manchadas estas flores,
¿no te ponen horror?
DUQUE.— Desprecio flores,
y antes, que has de ver, piensa,
que con tu sangre se manchó su ofensa.
(Escondido al paño ASTOLFO.)
ASTOLFO.— [Aparte.] No verá, que primero
moriré yo otra vez; ¿cielos, qué espero?
Pero si a verme llega,
el paso a mi esperanza se le niega,
que querer que de verme aquí se asombre,
es temor de mujer, no es temor de hombre.
Pues el remedio sea,
que estorbe la ocasión y él no me vea.
DUQUE.— Pues viste a Astolfo, di que a defenderte
llegue.
(Sale ASTOLFO por parte que no le vea el DUQUE, mata la luz.)
ASTOLFO.— Sí llegará, de aquesta suerte.
DUQUE.— La luz han muerto y una voz escucho.
JULIA.— De Astolfo es esta voz.
DUQUE.— Cobarde lucho
con mi asombro y contigo.
JULIA.— Mira si fue temor cuanto yo digo.
DUQUE.— Temor fue, que primero
que al espanto me rinda, hacer espero
de mi valor alarde,
que nada a mí me puede hacer cobarde.
ASTOLFO.— [Aparte.] Ya, ¡cielos!, que sin verme
estorbé su rigor, vuelvo a esconderme.
DUQUE.— ¿Adónde, voz, te escondes?
Si me llamas, ¿por qué no me respondes?
(Sale CARLOS.)
CARLOS.— [Aparte.] A las voces, espadas y ruido,
del puesto que aguardaba me he salido,
que, ya Astolfo empeñado,
con él he de morir puesto a su lado,
que es lo que a mí me toca,
y como estaba dejaré esta boca.
JULIA.— ¡Muerta estoy, cielos!
DUQUE.— Ilusión o sombra,
ni tu aspecto me espanta ni me asombra.
¡Hola, Leonelo, Otavio!
(Salen todos con luz.)
LEONELO.— ¿Qué es aquesto?
CARLOS.— [Aparte.] En grandes confusiones estoy puesto.
DUQUE.— ¿Qué miro? ¿Carlos?
CARLOS.— Sí.
DUQUE.— ¿Cómo has entrado
aquí?
CARLOS.— Del ruido entré, señor, llamado.
LEONELO.— ¿Por dónde, si la puerta
guardamos?
CARLOS.— Por las tapias de la huerta.
CANDIL.— Pues muy presto has venido,
para dejarte en casa y escondido.
DUQUE.— ¿Viste a Carlos, Leonelo? ¿Otavio viste
a Astolfo? ¡Penas tristes!
CARLOS.— ¿A Astolfo? Considera que sería
ilusión de tu ciega fantasía.
DUQUE.— Si el miedo engaña, ¿puedo
yo engañarme, si yo no tengo miedo?
Yo he escuchado su voz, su forma he visto
al matarme esas luces; mal resisto
la cólera.
JULIA.— ¿Y es cierto?
CANDIL.— Él anda en pena aquí después de muerto.
LEONELO.— Pues para asegurar tales extremos,
todo este jardín examinemos.
CARLOS.— [Aparte.] ¡Ay de mí, si por dicha
le hallan!
(ASTOLFO al paño como escondido.)
ASTOLFO.— ¡Qué cierta es, cielos, mi desdicha!
DUQUE.— Abierta está esta cuadra.
CARLOS.— Yo a miralla
el primero entraré.
ASTOLFO.— Pues, Carlos, calla.
CARLOS.— Sí haré, nadie hay aquí.
OTAVIO.— Ni aquí tampoco.
DUQUE.— Pues no fue sueño lo que miro y toco.
Yo le he visto y oído,
verdad, Leonelo, ha sido,
¡qué desdicha tan fuerte,
en el lugar donde le di la muerte! (Vase.)
PORCIA.— Este galán fantasma, ¿qué pretende?
CANDIL.— Que tenga esposo...
PORCIA.— ¿Quién?
CANDIL.— La dama duende. (Vase.)
JULIA.— ¿Quién mis penas ignora?
CARLOS.— Julia, escucha, aunque ver vuelvas ahora
a Astolfo, no te espantes, porque vivo
está, y a verte viene. Esto apercibo
de paso a tu belleza;
que no puedo dejar de ir con su Alteza.
[Aparte.] Y no es sino ir a ver si amor restaura
tan tarde la ocasión de ver a Laura.
JULIA.— Carlos, escucha, detente,
no dejes tan presuroso
por virrey en mis sentidos
un asombro de otro asombro.
ASTOLFO.—, ¿cómo es posible
que vive, cómo, di, Astolfo
viene a verme, cómo puede
ser verdad?
(Sale ASTOLFO.)
ASTOLFO.— Escucha cómo,
ya que avisada de Carlos,
imposible dueño hermoso,
estás, y el temor nos deja
en aqueste jardín solos.
Bien te acuerdas que a esta esfera,
y aun aqueste sitio proprio,
celoso una noche entré
y salí muerto. No toco
si fue lo mismo el salir
muerto que el entrar celoso,
puesto que celos y muerte
dicen muchos que es lo propio.
En los brazos de mi padre,
que me lloraba piadoso,
a pesar de mi dolor
el perdido aliento cobra,
de la derramada sangre
bañado cabello y rostro,
tanto que corriendo al pecho
en dos humanos arroyos
los ojos y las heridas
equivocaron lo rojo;
porque para que dudase
si la vierto o si la lloro,
de envidia de las heridas
lloraban sangre los ojos.
En el último aposento,
donde apenas temeroso
entró el sol deshecho en rayos,
entró el aire envuelto en soplos,
me encerraron; y la cura
de la herida fue de modo
que ni amigo ni crïado
entró a verme; porque solos
mi padre y mi hermana fueron
asistiendo cuidadosos,
los práticos obedientes
de un grande físico docto,
que entraba a verme a deshora
recatado y temeroso.
Con este estudio en mi padre,
en mi hermana estos ahogos,
este silencio en mi casa
y esta ceremonia en todos,
convalecí, por hacer
a mis celos este oprobrio
de no morir de mis celos,
o por darles este enojo
a mis dichas, pues vivir
un desdichado no es poco.
Apenas, pues, nueva vida
mal restituido cobro,
cuando mi padre de aquel
voluntario calabozo
me saca una noche a escuras,
al mismo tiempo que oigo
en otro cuarto en mi casa
tristes exequias y lloros.
Los umbrales de una puerta
pavorosamente toco,
cuando de la otra sale
un entierro suntuoso:
«¿quién es el muerto?», pregunto
a mi padre, y él, dudoso:
«Tú eres aquel mismo», dijo.
Y aunque de escuchalle absorto,
conocí un gozo entre penas,
y vi una pena entre gozos,
de suerte que en un instante
breve, en un espacio corto,
vivo y muerto por dos puertas
me miré sacar yo propio.
Era la estación que ya
el planeta luminoso,
dejándonos en la noche
llevaba el día a otro polo.
Seguí a mi padre hasta un monte,
de cuyo seno medroso
disformemente nacía
el hurto, el sueño y el ocio.
Aquí, pues, en una oculta
parte, murada de troncos,
tanto que aún no penetraba
el inculto sitio umbroso
el aire que por defuera
le andaba acechando solo,
como para hacer silencio,
ceceando en suspiros roncos.
La lengua muda mi padre,
mal desatada en sollozos,
me dijo: «Yo he pretendido
no ver ni llorar, Astolfo,
tu muerte segunda vez,
porque dolor tan penoso
no es dolor para dos veces,
sin osar ponerle estorbos.
Ofendido al Duque tienes,
violencias de un poderoso
vénzalas, hijo, la industria,
cuando el valor puede poco.
Al rayo que de la nube
preñada es fatal aborto,
no le aborta aquella torre
que es cimera de un escollo,
revellín contra los rayos,
está al reparo de todos,
que aquella cabaña, aquella
que, en lo ignorado del soto,
apenas el sol la sabe,
sí que burla los enojos;
porque lo ignorado más
seguro está del destrozo
que lo altivo, que está cerca
lo eminente de ser polvo.
Húrtale el cuerpo a la ira,
pues yo el miedo dispongo
tan nuevo que abrazo vivo
al que muerto lloran todos.
Desfigurado cadáver
es el que por ti supongo,
en quien del Duque la ira
quiebra, y llegue el desenojo,
que más allá de la muerte
no sabe pasar lo heroico.
De lo mejor de mi hacienda,
reducido a joyas y oro,
la mayor parte te entrego;
el céfiro es perezoso
con este caballo, en él
sube, y pon tu vida en cobro».
Dijo, y callando la lengua
calló, y hablando los ojos
dio de los pies al caballo,
dejándome puesto en otro.
Yo, que en medio de tan nuevos,
tan raros, tan portentosos
sucesos, dejé lugar
para ti, que fuera impropio
defeto que las desdichas
se levantasen con todo,
me acordé de que tenía
CARLOS.— hecho para otro
fin una mina en tu casa...
Tu enemigo fue, no ignoro
que adivines el intento,
pues valiéndome animoso
de su amistad y mi amor,
sin tu licencia la rompo,
que es esta, por cuya boca
(Descubre la cueva.)
bosteza la tierra asombros.
Por ella he venido, Julia,
a desengañarte solo
de que vivo, si es que vivo
hoy en tu pecho amoroso,
y pues tu riesgo y mi riesgo
si me estimas, lugar propio
te da el carro del amor
entre sus triunfos famoso.
Yo no puedo ya vivir,
a que ausentarme es forzoso,
y más habiendo causado
ya en tu casa este alboroto.
Vente conmigo, vivamos
libres del rayo, que como
viva yo contigo, Julia,
tendré a la fortuna en poco.
No desprecies la ocasión,
que a Dios te iguala en un modo,
pues está en tu mano hacer
de un desdichado un dichoso.
Y si no, desengañado
de que han valido tan poco
contigo, ¡oh hermosa Julia!,
estas lágrimas que lloro,
estos suspiros que lanzo
y estas razones que formo,
me iré donde nunca tengas
noticia de mí, pues solo
habrá servido el venir
a verte de un breve, un corto
paréntesis de mi muerte,
y de tu rigor quejoso,
dejándote a que del Duque
seas sagrado despojo,
volveré a cerrarle, haciendo
verdad mi fin lastimoso,
que si de una vez la muerte
el tuyo ha acertado a todos,
a mí ya de dos la una;
¿cómo podrá errarme, cómo?
JULIA.— Astolfo, señor, mi bien,
dulce dueño, amado esposo,
y... Pero todo lo he dicho
con solo decir Astolfo,
a mis ojos las albricias
de tu vida no perdono,
si bien no te pueden dar
más que lágrimas mis ojos.
Asombro tuve y temor
de verte tan prodigioso,
y aunque el temor he perdido,
aún no he perdido el asombro,
que no es posible que sean
verdad las dichas que toco,
que cuanto las sé, por vellas,
por ser dichas, las ignoro.
Tú vivas feliz los años
que vive el pájaro solo,
que es en hogueras de pluma
hijo y padre de sí propio;
y si para que los vivas
algo a tu lado te importo,
llévame contigo, y sea
patria mía el más remoto
clima, donde el sol apenas,
nudo luciente del globo,
se deja acechar del día,
o adonde con rayos rojos
no deja triunfar la noche,
que ya en estos, y en esotros,
viviré siempre contenta,
que no quiero más abono
para la felicidad
que poder llamarte esposo.
Y así, en tanto que animosa
mi hacienda y joyas dispongo,
vive en la casa de Carlos,
que aunque por casos honrosos
es mi enemigo, también
es tu amigo, y bien conozco
que si en balanzas iguales
aclaman un pecho heroico
venganza y piedad, irá
a la piedad generoso,
y no a la venganza. ¿Quién
fuera ya prudente y loco
a la infame, cuando está
al paraje de lo heroico?
Y yo, para asegurarte
tiempo, que será tan poco
que aun a ti te lo parezca,
hoy con estudio ingenioso
haré cubrir esta boca
con una trampa, del modo
que con las plantas y flores
continuando los adornos
del jardín, engañar puedan
al austro, al cierzo y al noto.
Por aquí a hablarme vendrás
de noche, sabiendo solo
un jardinero el secreto,
a quien fïarle dispongo.
Con esto y con el temor,
que ya publicado noto,
tendré cerrado el jardín
todo el día, porque solo
para ti de noche abierto
esté. Pero ruido oigo:
vete, Astolfo, no te vuelva
a ver.
ASTOLFO.— Pésame, que el poco
tiempo no me da lugar
de agradecerte dichoso
estas finezas.
JULIA.— No esperes
más.
ASTOLFO.— A la mina me arrojo.
JULIA.— Ya no me da espanto el verla.
ASTOLFO.— Viéndote a ti, a mí tampoco.
JULIA.— Y es justo...
ASTOLFO.— ¿Qué?
JULIA.— Que antes ya
la venere.
ASTOLFO.— ¿Por qué modo?
JULIA.— Porque es bien que de prodigios
use amor tan prodigiosos.
ASTOLFO.— ¿Eslo el tuyo?
JULIA.— Y lo será.
ASTOLFO.— Digno es de lo que te adoro
ese extremo.
JULIA.— El ruido vuelve.
ASTOLFO.— Adiós, Julia.
JULIA.— Adiós, Astolfo.
Jornada III
Salen LEONELO y ENRIQUE viejo.
LEONELO.— Presto saldrá aquí su Alteza,
aquí podéis esperar,
que tiene a solas que hablar
con vós.
ENRIQUE.— ¡Extraña tristeza
es la mía! ¿No diréis,
si vuestra atención lo infiere,
qué es lo que el Duque me quiere?
LEONELO.— De su boca lo sabréis.
(Vase LEONELO.)
ENRIQUE.— En notable confusión
este recato me ha puesto,
¿qué puede ser, ¡cielos!, esto
que con tanta prevención
le obliga al Duque a llamarme?
¡oh, cómo siempre el temor
camina hacia lo peor!
Mas no hay de qué recelarme.
Si quejoso me imagina
de su rigor, ¿no será
más cierto pensar que ya
hacerme honras determina
que disculpen su rigor?
Sí, pues que no puede ser
otra cosa, cuando a ver
llego que de mi temor
el reparo he conseguido
tan cuerda y secretamente,
que de Astolfo, ¡ay de mí!, ausenten
aún yo propio no he sabido.
Pues si ya en salvo su vida
con su muerte está en mi extremo,
¿qué recelo ni qué temo?
Nada a mi valor impida:
A tus pies estoy, llamado
de ti, a servirte he venido.
(Salen LEONELO, OTAVIO y el DUQUE.)
DUQUE.— Es verdad, que yo he querido,
ENRIQUE.—, de un gran cuidado
con vós a solas hablar.
ENRIQUE.— ¿Cuidado y conmigo?
DUQUE.— Sí,
y tan extraño.
ENRIQUE.— [Aparte.] ¡Ay de mí!
DUQUE.— Que si le llego a pensar,
decirle, Enrique, no puedo,
bien que le puedo sentir,
ni vós le podréis ya oír
o sin asombro o sin miedo;
y así, previniendo el pecho
de que me habéis de escuchar
un suceso singular,
oíd.
ENRIQUE.— Mil cosas sospecho,
y ya, aunque mal, las resisto.
DUQUE.— Pues de una vez las publique.
Yo he visto a Astolfo, yo, Enrique.
ENRIQUE.— ¿Qué decís?
DUQUE.— Que yo le he visto.
ENRIQUE.— ([Aparte.] ¿Esta fue, ¡ay cielos!, qué haré,
la ausencia, Astolfo, que hiciste?)
¿Dónde fue, dónde le viste?
DUQUE.— En casa de Julia fue,
donde cada noche va,
que desde la que le vi,
ninguna falta de allí
y toda Sajonia está
llena desto, que si vós
no la sabéis, habrá sido
porque a vós nadie ha querido
decirlo.
ENRIQUE.— ¡Válgame Dios!
([Aparte.] Mas ¿qué me acobarda tanto?
Todo mi delito fue
que dar vida procuré
a un hijo, pues, ¿qué me espanto,
si el estilo y el secreto
con que lo dispuse, ha sido
haber guardado y tenido
temor al Duque y respeto?
Pues siendo así, ¿qué me admira
su enojo? Lo mejor es
decir, echado a sus pies,
la verdad desta mentira.)
Grande es el pesar, señor,
y tan grande, que no sé
qué disculpa, ¡ay de mí!, os dé
que os pueda sonar mejor
que la verdad. Padre soy
y vasallo vuestro, así
como todo procedí
entre los dos; mas ya estoy
a vuestros pies.
DUQUE.— No me espanto
que esos extremos hagáis,
si hablar en esto llegáis.
ENRIQUE.— Pues si no os espanta el llanto,
muevaos también, y el perdón
de Astolfo, para que tenga
quietud, de esas manos venga.
[DUQUE] Solo con esa ocasión,
ENRIQUE.—, os envié a llamar;
porque su quietud deseo.
[ENRIQUE] Dame tus pies, que bien creo
de ti un bien tan singular.
DUQUE.— Y así, para que proceda
hoy cuerda y piadosamente
como príncipe prudente,
decidme vós en qué pueda
mostrar mi piedad, ¿dejó
deudas Astolfo? ¿ha tenido
obligaciones, que han sido
de restitución? Que yo
a todo quiero salir,
todas las quiero pagar,
porque vaya a descansar.
ENRIQUE.— [Aparte.] ¿Qué es esto que llego a oír?
De un recelo a otro más grave
discurro. Pues habla así,
solo sabe que anda allí;
pero que vive no sabe.
Pues quédese tan secreto
como estaba mi cuidado,
que ya, de todo avisado,
enmendarlo me prometo
segunda vez, si es que alguna
consejo admite el amor.
DUQUE.— ¿Qué decís?
ENRIQUE.— Digo, señor,
que es infeliz mi fortuna;
pero ya que generoso
su quietud solicitáis,
ved que palabra me dais,
como príncipe piadoso,
de hacer prudente y discreto
cuanto a ella convenga hoy.
DUQUE.— Una y mil veces la doy.
ENRIQUE.— Una y mil veces la aceto.
DUQUE.— Quietud, descanso y perdón
tendrá Astolfo. Decid, ¿qué
he de hacer?
ENRIQUE.— Yo os lo diré
en llegando la ocasión,
que la quiero examinar,
por no embarazaros, no,
sino solo en lo que yo
no pudiere remediar. (Vase.)
LEONELO.— No sé si lo has acertado,
señor, en haber creído
tan fácilmente una sombra,
tan vanamente un delirio,
que te obligue a que des parte
a Enrique; pues yo imagino
que de sola una ilusión
este escándalo ha nacido.
DUQUE.— ¡Oh, qué necio estás, Leonelo!
Si es verdad que yo le he visto,
si es verdad que los crïados
de Julia dicen lo mismo;
porque desde aquella noche
el espanto, repetido
todas las demás, le ven
venir a aquel propio sitio,
¿cómo es posible que sea
ilusión?
(Sale CANDIL.)
CANDIL.— Y yo testigo,
que a la primera pregunta
de las generales, digo
que no me tocan, por cuanto
ni soy muerto ni lo he sido,
ni quisiera jamás serlo.
Y a la segunda confirmo,
que vi a Astolfo ocularmente,
cuando el dicho Astolfo vino
al dicho jardín, que estaba
la dicha Julia, y el dicho
CANDIL.— lo firmó, so cargo
del juramento que fizo.
DUQUE.— ¡Oh necio! Con tus frialdades
¡a qué mal tiempo has venido!
CANDIL.— Siempre vengo yo a mal tiempo,
pues ha tanto que te sirvo
de parlier, y nunca medro.
DUQUE.— Calla y prosigue.
CANDIL.— Prosigo,
que en mentira de fantasmas
nada en mi vida he creído,
y para no serlo esta,
escucha un discurso mío.
Todas las noches que viene
esta sombra que has creído,
dicen que Julia al jardín
baja, habiendo recogido
su casa, donde hasta el alba
está, que aquesto he sabido
de Porcia y de otros que están
en su casa a tu servicio.
Pues ¿cómo es, señor, posible
que el amor haya rompido
al más feminil temor
las prisiones y los grillos,
tanto que hable una mujer
con un muerto? Doy que ha habido
muertos que pidan sufragios:
¿es de sufragios camino
irse a parlar con su dama
un muerto enamoradizo?
¡Vive Dios, que aquí hay engaño!
DUQUE.— Bien a tus razones rindo
la razón; pero no puedo
los ojos con que le he visto.
LEONELO.— Pues doy que vino a buscarte.
¿Cómo solamente vino
al jardín, y no a palacio?
Que si por el homicidio
te asombrara, él estuviera
en cualquier parte contigo.
DUQUE.— No, sino que allí es adonde
repetir quise el delito,
y allí se me apareció.
LEONELO.— Y las noches que ha venido
sin que el delito repitas,
¿a qué vino? Yo te digo
que si tú a Julia tuvieras
fuera de su jardín mismo,
que nunca el muerto viniera.
DUQUE.— Ya que estás tan discursivo,
deste horror que miran todos,
¿qué imaginas?
LEONELO.— Que imagino
que, por ponerte pavor,
JULIA.— esta sombra ha fingido
dentro, señor, de su casa,
pues con esto ha conseguido
que tú la dejes en ella.
Y si no, haz que escondido
me tenga en el jardín Porcia,
que yo solo a entrar me obligo
a averiguarlo; y haz tú
que en aqueste tiempo mismo
falte Julia del jardín,
verás si es cierto o fingido,
pues ni él vendrá si ella falta
ni irá donde hubiere ido.
DUQUE.— Yo puedo formar discursos,
pero no temer peligros,
y viendo tú que es engaño
en mi ofensa concebido,
nadie le ha de examinar,
LEONELO.—, sino yo mismo.
Ve tú a Porcia y dile a Porcia
(Esto dice a CANDIL.)
que del jardín el postigo
me tenga abierto a la noche.
CANDIL.— Y ¿con quién hablas?
DUQUE.— Contigo.
CANDIL.— Yo no puedo entrar en casa
de Julia.
DUQUE.— ¿Por qué?
CANDIL.— Reñido
estoy, señor, con un muerto,
por no sé qué que me dijo,
le puse en la calavera
estos mandamientos cinco:
jurómela con un hueso
y temo que haya venido
este muerto, rey de armas,
a aplacarme el desafío.
DUQUE.— Tú has de hacer lo que te mando.
Yo me quedaré escondido,
y mientras que planta a planta
todo el jardín examino,
los dos me retiraréis
a Julia, a ver si atrevida
desprecia mi amor portentos,
arrastra mi amor prodigios.
OTAVIO.— Porque lo más importante
no se nos olvide, dinos,
si acaso a Julia sacamos
deste hermoso laberinto,
¿dónde la hemos de llevar?
DUQUE.— ¿Dónde? A algún jardín vecino
de su casa, porque menos
sea el escándalo y ruido,
y este será el de Florencio,
el de Carlos o Fabricio.
(Vanse todos.)
(Salen LUCRECIA, LAURA y CARLOS.)
LUCRECIA.— Mi señor sube, señora.
LAURA.— ¡Ay de mí!
CARLOS.— Yo estoy perdido,
que una vez que me atreví
a verte, haya sucedido
tan mal, ¿qué haré?
LAURA.— Retirarte
a aqueste retrete mío.
CARLOS.— ¡Ah cielos! ¡Qué juntos andan
la ventura y el peligro!
(Éntrase al retrete.)
(Sale ENRIQUE.)
ENRIQUE.— Laura.
LAURA.— Señor.
ENRIQUE.— ¿Quién está
aquí?
LAURA.— Solo está conmigo
LUCRECIA.—.
ENRIQUE.— Salte allá fuera.
LUCRECIA.— [Aparte.] ¡Ay de todos si le he visto!
(Vase LUCRECIA.)
LAURA.— ([Aparte.] ¡En qué ciega confusión
están todos mis sentidos!
¡Mi padre llorando, ay triste,
cuando Carlos escondido!
Por no morir de cobarde,
a hablarle me determino.)
Señor, ¿qué tristeza es esta?
Tú con dolor repetido
das lágrimas a la tierra,
das a los vientos suspiros,
¿qué es esto, señor, qué tienes?
ENRIQUE.— Tengo penas, tengo un hijo,
y cada uno para un padre
sois cuidados infinitos.
Cuando pensé que de todos
con Astolfo había salido,
vuelvo a padecer de nuevo
cuidados de padre dignos.
LAURA.— ¿Qué cuidados?
ENRIQUE.— Pues ¿no basta
saber, Laura, que escondido…?
Déjame, que hablar no puedo.
LAURA.— [Aparte.] A declararse conmigo
iba, y al decir que sabe
que Carlos está escondido,
le volvió a atajar el llanto.
CARLOS.— [Aparte.] ¡Qué he de hacer, cielos benignos!
ENRIQUE.— En fin, Laura, ¿no es bastante
ver que amor haya podido
traer en casa de su dama
un traidor que me ha ofendido
en la vida y el honor?
LAURA.— [Aparte.] ¡Qué escucho, cielos!
CARLOS.— [Aparte.] ¡Qué miro!
LAURA.— Señor, tu honor siempre está
más que el sol luciente y limpio,
que nadie pudo atreverse
a turbarle el menor viso.
ENRIQUE.— No está, Laura, pues Astolfo
me pone a tanto peligro.
LAURA.— ¿Quién, señor?
ENRIQUE.— Astolfo, que
enamorado ha venido
a la Corte, y en su casa
le tiene Julia escondido,
donde le han visto mil gentes,
y el Duque propio le ha visto.
LAURA.— [Aparte.] Eso sí, vuelva mi aliento
otra vez al pecho mío.
CARLOS.— [Aparte.] ¡Gracias, oh cielo, te doy,
que ya sin temor respiro!
ENRIQUE.— Y aunque es verdad que por muerto
los que le ven le han tenido,
es fuerza desengañarse
de tan ciego desatino.
Y así aquesta noche a hablar
a Julia me determino,
y decir que si le quiere,
que le excuse del peligro,
que restar lo que se ama,
más que fineza es delirio,
que quien quiso para el daño,
muy groseramente quiso.
LAURA.— Aunque yo no te aconsejo,
lo que me parece digo,
y es que no es, señor, razón
que enojado y ofendido
llegues a hablar una dama
en cosa de amor tú mismo,
pues la vergüenza podrá
negarte lo que has sabido,
que hay delito que el decirle
más que el hacerle es delito.
ENRIQUE.— ¿Qué he de hacer, dejarlo así?
LAURA.— Las mujeres nos decimos
más fácilmente a nosotras
todo aquello que sentimos.
Yo iré a visitar a Julia,
y a darle de todo aviso,
que no dudo que ella quiera
más tenerle ausente vivo,
que verle presente muerto
otra vez.
ENRIQUE.— Muy bien has dicho,
ve a visitarla y sea luego,
porque aunque ya anochecido,
no importa ir a aquestas horas,
que será tiempo perdido
todo lo que se dilate,
y yo, Laura, iré contigo
por estar siempre a la mira.
En tanto que yo apercibo
la silla, ponte tú el manto.
De buena habemos salido. (Vase.)
CARLOS.— ¿Cómo, que era vivo Astolfo,
nunca, Laura, me habías dicho?
LAURA.— Porque nunca hubo ocasión.
(Sale LUCRECIA.)
LUCRECIA.— Señor está divertido,
ahora podrás salir.
CARLOS.— Adiós.
LAURA.— Adiós, dueño mío.
CARLOS.— De todo aquesto conviene
ir a dar a Astolfo aviso.
(Vanse todos y salen PORCIA y CANDIL.)
CANDIL.— Porcia, que todo este nombre
no sé cómo cabe en ti,
porque el cuerpo es muy cristiano
para nombre tan gentil.
PORCIA.— Candil, tan sin garabato
en el hacer y el decir,
que siendo Candil, no eres
de garabato candil;
a estas horas a esta casa,
¿a qué vienes?
CANDIL.— Oye.
PORCIA.— Di.
CANDIL.— Ya tú sabes que sirviente
soy neutral, como país
de esguízaros, pues estoy
a devoción de cien mil.
A Carlos sirvo, porque
se quiso servir de mí
por Laura, de quien crïado
por concomitancia fui.
Al Duque sirvo por Julia,
u de espía, u de adalid,
y a Julia porque, en efeto
a Astolfo un tiempo serví,
cuando éramos desta casa
él Beltrán y yo el mastín.
Pues siendo así que a los cuatro
servil soy, y siendo así
que en siendo servil un hombre,
ello se dice, es ser vil,
de parte del Duque vengo
solamente a te decir
(que es lo mismo que decirte)
que tengas deste jardín
la puerta abierta esta noche,
porque pretende venir
a examinar el encanto
que le dicen que anda aquí.
PORCIA.— Pues dile, Candil, al Duque
que en cuanto a falsear y abrir
la puerta, que soy crïada,
con que te digo que sí.
Pero en cuanto a venir, dile
que es venir a repetir
aquel asombro; porque
desde la noche infeliz
que vimos todos a Astolfo,
a la misma hora, en fin,
todas las demás le vemos
pasear en el jardín.
CANDIL.— Debe de cenar cazuela
en la otra vida, y así
se pasea en acabando
de cenar. Adiós, que en fin
yo cumplo con avisarte,
tú cumplirás con abrir,
que no quiero a sus cazuelas
echarlas yo el perejil.
JULIA.— [Dentro.] Porcia.
PORCIA.— Mi señora llama.
CANDIL.— Pues yo me voy, porque aquí
no me vea, que no quiero,
pues el Duque ha de venir,
que en ningún tiempo presuma
de vernos hablar así,
la malicia.
PORCIA.— Has dicho bien,
mas no podrás por ahí
irte sin verte.
CANDIL.— ¿Qué haré?
PORCIA.— Así podrás…
CANDIL.— ¿Cómo así?
PORCIA.— Detrás desta puerta estando,
y volviéndote a salir
en pasando ella.
CANDIL.— Me place.
Pero ¿dónde va, me di,
esta puerta?
PORCIA.— Al jardín va,
donde Astolfo ha de venir.
CANDIL.— Oye, escucha…
(Entra CANDIL y ciérrale PORCIA.)
PORCIA.— Desta suerte
hoy me he de vengar de ti,
y los celos que me has dado
con Lucrecia.
(Sale JULIA.)
JULIA.— ¿Porcia?
PORCIA.— Sí.
JULIA.— Apaga esa luz, que quiero
mis tristezas divertir
en el jardín, pues ya es hora
que esté Astolfo en el jardín.
PORCIA.— Rehilándome las piernas
están de oírtelo decir.
¿Cómo es posible que tengas
esfuerzo tan varonil,
que, enamorada de un muerto
le vayas a hablar?
JULIA.— En mí
no hay temor, porque hay amor.
PORCIA.— Pues en mí, señora, sí,
no hay amor, porque hay temor.
Mas solo aquesto me di:
¿son cariñosos los muertos?
JULIA.— (Aparte. Como a nadie descubrí
el secreto de la mina,
todos se admiran de mí
y cuanto es ahora espanto,
si se llega a descubrir,
será risa, que así todas
las fantasmas son en fin.)
Vete, Porcia, que yo quedo
bien segura en el jardín
con un muerto, porque vive
con el alma que le di.
PORCIA.— La puerta cierro, dejando
entre puertas a Candil,
y voy por esotro cuarto
la de esotra calle a abrir
al Duque; pero ¿qué veo?
¿Quién en casa se entra así
a visita a aquestas horas?
(Entran LAURA y ENRIQUE, su padre.)
LAURA.— A quien le importa venir
a estas horas, Porcia amiga.
ENRIQUE.— Porque no me vean a mí
en la calle, Laura, espero;
no tengo que te advertir,
ya sabes lo que has de hacer.
(Vase ENRIQUE.)
PORCIA.— ¿Tú eres, mi señora?
LAURA.— Sí.
¿Adónde está Julia?
PORCIA.— No
te lo quisiera decir.
LAURA.— Pues sin que lo digas basta,
dila que yo estoy aquí.
PORCIA.— Eso es más dificultoso
el decírselo yo, en fin,
en el jardín entró ahora.
LAURA.— Pues entra tú en el jardín,
y dila que yo la espero,
que la importa mucho, di.
PORCIA.— No sabes lo que allí anda,
pues quieres que yo ande allí.
LAURA.— Antes porque lo sé, vengo
a ver a Julia; ¡ay de mí!
PORCIA.— Pues si tú vienes por eso,
mejor es ver y advertir
por lo que vienes, señora.
Entra tú y déjame a mí.
LAURA.— Dices bien. ([Aparte.] Mejor sucede
que yo pude prevenir,
pues no me podrá negar,
si yo llego a verle allí,
la verdad, con que pondré
a tantos temores fin.)
Yo entraré, Porcia.
PORCIA.— Esta es
la puerta, y aunque de aquí
al cenador hay buen trecho,
(Éntrase LAURA.)
la hallarás. Voy ahora a abrir
la de esotra calle al Duque.
A fe que ha de descubrir
de aqueste jardín ahora
lo que hay en este jardín,
hallándose Julia y Laura,
LEONELO.—, el Duque y Candil. (Vase.)
(Sale JULIA.)
JULIA.— Flores y estrellas, que hermosas
rayo a rayo competís,
de noche para alumbrar,
de día para lucir;
pues sois del amor más raro
mudos testigos, decid,
ya que sola el temor deja
la esfera deste jardín,
si aquel venturoso amante,
si aquel joven infeliz,
fénix vuestro, pues le visteis
todas morir y vivir,
me está esperando a que haga
la seña para salir
deste sepulcro, que cubre
una losa de jazmín,
con tan buen arte dispuesta,
que se ha engañado el abril,
creyendo que él le engendró
el sobrepuesto matiz,
que sobre la tierra es cuadro
y sobre el viento es pensil.
Decidme, flores, si oyó
esta muda seña.
(Asómase ASTOLFO por el escotillón.)
ASTOLFO.— Sí,
que yo respondo por ellas,
que puesto que les debí
a estas flores alma y voz,
bien, hermoso serafín
destos jardines, por ellas
podré hablar, podré sentir.
JULIA.— ¡Oh, nunca, señor! ¡Oh, nunca
las cortinas de carmín
corriera la aurora al sol
del pabellón de zafir,
porque nunca hubiera día!
¡Fuera noche para mí
todo el año, pues las sombras
son mi estación más feliz!
ASTOLFO.— No dicen, ¡oh dueño hermoso!,
esas finezas que oí
con los descuidos que veo.
JULIA.— ¿Qué descuidos?
ASTOLFO.— Oye.
JULIA.— Di.
ASTOLFO.— Yo, Julia hermosa, por verte,
una muerte ya vencida,
tal pesar hice a mi vida,
que la dispuse a otra muerte.
No repito de que suerte
te vi y te desengañé,
de mi fe milagro fue
que ya a tu deidad consagro,
porque fuese este milagro
de tu deidad y mi fe.
Allí a las lágrimas mías,
que pudieron obligarte,
dijiste que a cualquier parte
del mundo me seguirías,
pasan noches, pasan días
sin que te vea llegar.
Si es que pudiste olvidar
verme llorando pedir,
vuélvete, Julia, a sentir
que yo volveré a llorar.
JULIA.— No importa, ¡ay Astolfo!, no,
que en pensar, que en rigor tanto
tú me repitas el llanto,
para que le acuerde yo.
¿Oíste que el cielo dotó
un peñasco de tan fuerte
seno, que el cristal que vierte,
dando en una peña, es tal
que, apartándole cristal,
luego en piedra se convierte?
Pues este, cuyos despojos
la experiencia nos enseña,
mi pecho tuvo por peña,
cuando por fuentes, tus ojos;
porque si lloras enojos,
bien de mi llanto sospecho
que en mí el mismo efecto ha hecho
para que dure inmortal,
pues tú le lloras cristal,
y es de diamante en mi pecho.
ASTOLFO.— No es, pues no puede durar,
según a mi amor parece,
pues ya el escándalo crece,
y nos le han de averiguar.
Si arrepentido de dar
esta palabra se ve
tu honor, no receles que
yo la palabra te pida,
que muerto toda mi vida
desta suerte te querré.
Por mí no ha de faltar, no,
mi amor, por ti, Julia sí;
vénzate el peligro a ti
para que le venza yo.
Si en ti el afecto faltó,
en mí eterno persevera.
¿Quieres ver de qué manera
en los dos un füego es?
Pues persuádete a que ves
una antorcha y una hoguera,
un mismo fuego las prende,
arden las dos en su abismo,
y luego un suspiro mismo
una apaga y otra enciende;
que una antorcha no defiende
lo que defendió una hoguera.
Si breve luz tu amor era,
el mío una llama altiva,
no es mucho que el mío viva
del soplo que el tuyo muera.
JULIA.— El haberte dilatado
esa palabra, no ha sido
haber tu llama crecido
ni haber la mía expirado,
que como me ha asegurado
el ver al Duque tan quieto,
el verte a ti tan secreto,
sin que esta mina se entienda,
no he querido de mi hacienda
atropellar el efecto.
ASTOLFO.— ¿Luego el Duque no ha venido
desde aquella noche?
JULIA.— No,
ni papel ni criado yo
más de su parte he tenido.
(Salen LAURA y CANDIL.)
LAURA.— [Aparte.] El jardín he discurrido…
CANDIL.— [Aparte.] Por todo el jardín he andado…
LAURA.— [Aparte.] Y a Julia en él no he topado.
CANDIL.— [Aparte.] Y hallar puerta dificulto.
LAURA.— [Aparte.] Aquí hay gente.
CANDIL.— [Aparte.] Un negro bulto
viene por esotro lado.
LAURA.— ([Aparte.] Un hombre es este que veo,
dél informarme me importa,
que pues está aquí, sabrá
de Julia, a quien busco absorta.)
¿Quién va?
CANDIL.— ([Aparte.] Sin duda que viene
esta fantasma de ronda.)
Gente de paz.
LAURA.— ¿Hacia dónde
está Julia?
CANDIL.— [Aparte.] Cierta cosa
que esta es el alma, el Astolfo,
pues que de Julia se informa.
LAURA.— ¿No respondéis?
CANDIL.— Nunca he sido
respondón a tales horas.
LAURA.— Oídme.
CANDIL.— Tampoco fui oidor.
LAURA.— Mirad.
CANDIL.— Ni mirón, señora.
(Sale por otra parte el DUQUE.)
DUQUE.— Ya está abierto, entrad pisando
con plantas tan temerosas
que aun las sombras no nos sientan,
con ir pisando las sombras.
ASTOLFO.— Escucha, Julia.
JULIA.— ¿Qué tienes,
qué te turba y alborota?
ASTOLFO.— ¡Vive Dios, que en el jardín
por una parte y por otra
ha entrado gente!
JULIA.— ¿Qué esperas?
A aquesa mina te arroja.
ASTOLFO.— Yo no me tengo de ir,
dejándote, Julia, sola.
JULIA.— No importa que a mí me vean,
y a ti sí.
ASTOLFO.— ¿Cómo no importa?
Si es el Duque, y si pretende…
JULIA.— Mira…
ASTOLFO.— Nada me propongas,
que he de esperar, ¡vive Dios!,
con resolución heroica,
cara a cara a la fortuna,
antes que te deje. Toma
por sagrado mis espaldas.
JULIA.— Estas ramas y estas hojas
nos oculten, hasta ver
con qué intento se ocasionan.
LAURA.— ¿No me respondéis?
CANDIL.— Dejadme,
fantasmal preguntadora.
¡Qué diera yo por estar
cautivo en Constantinopla!
DUQUE.— A la escasa luz que apenas
nos da esa trémula antorcha,
veo acercarse dos vultos,
y si bien la vista informa,
son una mujer y un hombre.
No hay que esperar otra cosa;
del modo que está trazado,
todo al punto se disponga.
Retirad los dos a Julia,
mientras que yo reconozco
al hombre. Ya sabéis dónde
la habéis de llevar.
LEONELO.— Ahora
asistirémoste a ti.
DUQUE.— Solo obedecer os toca,
encanto deste jardín.
LAURA.— [Aparte.] ¡Ay de mí!
ASTOLFO.— [Aparte.] Julia, oye y nota.
DUQUE.— ¡Vive Dios que he de saber
si eres cuerpo o si eres sombra!
CANDIL.— Ni soy sombra ni soy cuerpo.
OTAVIO.— Lleguemos los dos ahora.
LEONELO.— Ven tú tras nosotros.
(Cogen los dos a LAURA.)
LAURA.— ¡Cielos
piadosos!
OTAVIO.— Ponla en la boca
un lienzo, porque no pueda
dar voces.
DUQUE.— Muy bien se logra,
pues ya se llevan a Julia.
ASTOLFO.— [Aparte.] No llevan.
CANDIL.— A mí me importa
escaparme.
DUQUE.— No podrás,
aunque en el centro te escondas.
(Huye CANDIL y cae en la cueva.)
CANDIL.— ¡Ay, que me llevan los diablos,
o se ha errado la tramoya!
DUQUE.— ¡Válgame el cielo!
ASTOLFO.— [Aparte.] En la mina
ha caído una persona.
DUQUE.— Tragole la tierra, y puedo
distinguir mal una boca.
¡Hola, traed unas luces!
¿No hay nadie que me responda?
Yo iré por ella, y vendré
a ver qué es lo que me asombra.
ASTOLFO.— Mira si hubiera hecho bien
en dejarte, Julia, sola,
pues de aquí alguna crïada,
que quizás entró curiosa,
presumiendo que eras tú,
de nuestros ojos la roban,
y un hombre ha de descubrir
la mina.
JULIA.— Estoy temerosa.
ASTOLFO.— Esfuerza en tanto peligro,
pues si el desengaño tocan,
volverán por ti.
JULIA.— Yo iré
donde un retrete me esconda;
vete tú, y cierra tras ti
con esa trampa esa boca,
y al que cayó, con el ruego
haz que el secreto no rompa.
ASTOLFO.— Yo no tengo de dejarte.
JULIA.— Pues, ¿qué has de hacer?
ASTOLFO.— Cuando importa
poner en salvo tu vida,
piérdase la hacienda toda.
Vente conmigo.
JULIA.— ¿Por dónde,
si ya los pasos nos toman?
ASTOLFO.— Por esta mina.
JULIA.— ¿Yo?
ASTOLFO.— Sí.
¡Mal haya acción tan medrosa!
Perdona que las desdichas
no saben de ceremonia.
Hágase todo tu aseo,
tu adorno se descomponga.
Ya vuelve, tente, entra aprisa,
y esta violencia perdona,
JULIA.—, porque no hay respeto
adonde hay peligro. Ahora
(Entra ella primero y él tras ella cerrando la boca con la trampa.)
que yo saqué mis reliquias,
quédese abrasando Troya.
(Sale por una parte ENRIQUE y por otra el DUQUE con una luz.)
DUQUE.— ¿Quién va? ¿Quién es?
ENRIQUE.— Yo, señor.
DUQUE.— Pues ¿qué haces aquí a estas horas?
ENRIQUE.— Busco el prodigio que buscas,
toco el encanto que tocas.
DUQUE.— ¿Viste un hombre que en la tierra,
desvaneciendo la sombra,
se escondió, dejando abierta
una gruta temerosa?
ENRIQUE.— No, señor, ilusión fue
cuanto de Astolfo pregonas.
(Aparte.) ¡Quién divertirle pudiera!
DUQUE.— [Aparte.] Bien de la verdad me informa
ver que nadie a Julia ampara,
cuando mis gentes la roban,
y pues que ya en mi poder
está Julia, y mi amor logra
tal engaño y desengaño,
cante el amor la vitoria.
(Vase el DUQUE.)
ENRIQUE.— Ni a Julia ni a Laura veo,
ni en casa quedó persona.
Pues para salir de tantas
penas, de tantas congojas,
buscando a Laura, ¡ay de mí!,
seguir al Duque me importa. (Vase.)
(Sale CARLOS.)
CARLOS.— Por presto que he venido
a avisar de cuanto hoy me ha sucedido
a Astolfo, habrá pasado
al jardín de su dama enamorado.
Mas ya está en su aposento,
supuesto que ya en él el ruido siento.
Vós seáis bien llegado…
(Va a entrar y al entrar sale CANDIL y encuéntranse, y vuelven los dos al tablado.)
CANDIL.— Mejor fuera decirme mal llegado.
CARLOS.— ¿Candil?
CANDIL.— Señor.
CARLOS.— De verte aquí me espanto.
CANDIL.— También me espanto yo, tanto por tanto,
de entrar a este aposento.
CARLOS.— ¿Cómo, loco, has tenido atrevimiento,
habiendo dicho yo que en él no entraras,
ni quien estaba en él examinaras?
CANDIL.— Solo que ahora me riñas me ha faltado.
Yo, aunque dél he salido, en él no he entrado,
porque no sé por dónde aquí he venido,
y no sé como he entrado ni he salido,
porque en aqueste instante, ¡pena brava!,
en el jardín de Julia, ¡ay Dios!, estaba,
y con trabajo siempre aqueste atajo;
porque, al fin, no hay atajo sin trabajo,
pues la vida me cuesta la venida.
CARLOS.— Y si lo dices, costará otra vida.
CANDIL.— Yo callaré.
CARLOS.— ¿Qué habrá allá sucedido?
Pero, ¿qué ruido es este? ¿Este qué ruido?
CANDIL.— A un tiempo a las dos puertas han llamado.
CARLOS.— ¡Cuál, cielos, he de abrir! Estoy turbado,
pero esta sea primero,
porque Astolfo, que llame aquí, no quiero,
cuando hay gente de fuera.
A cuanto vieres, calla.
(Abre CARLOS la puerta donde llama ASTOLFO.)
CANDIL.— ¡Quién pudiera!
(Salen ASTOLFO y JULIA.)
ASTOLFO.— ¿Carlos?
CARLOS.— Sí, ¿qué ha sucedido?
ASTOLFO.— Vengo amigo, mortal, vengo perdido.
¿Algún hombre, por dicha, aquí ha pasado?
CARLOS.— Sí, Candil.
ASTOLFO.— Si era él, perdí un cuidado.
CANDIL.— [Aparte.] Y yo hallé dos.
ASTOLFO.— Ahora detenerme 835
no puedo, que es preciso, ¡ay Dios!, volverme,
por si he dejado mal cerrada acaso
la mina, que a mi vida ha dado paso,
y a ver si alguien me sigue,
porque a poner en cobro a Julia obligue.
En tanto que a inquirirlo me resuelvo,
tened a Julia aquí, que luego vuelvo. (Vase.)
CANDIL.— [Aparte.] Ellos, para pasar, solo imagino
que esperaron que abriera yo el camino.
CARLOS.— Pues, ¿qué es esto, señora?
JULIA.— Carlos, desdichas mías, ¿quién lo ignora?,
que mi estrella concierta.
(Llaman a la puerta.)
Yo… Mas mirad quién llama a aquella puerta.
CARLOS.— No os receléis de nada.
CANDIL.— Recelaos de todo.
CARLOS.— Retirada
(Esconde a JULIA y abre donde llamaron.)
estad, ¿quién ha llamado
así?
(Entran LEONELO y LAURA cubierta con un manto y tapada.)
LEONELO.— Yo, Carlos soy, con un cuidado
que conmigo os envía
EL DUQUE.—, que de vós no más le fía;
porque habiéndome dicho que trujera
a Julia, a quien robó, donde estuviera
más segura y mejor, mientras que pasa
el ruido, yo he eligido vuestra casa,
entre las que nombró, por ser soltero,
su crïado, mi amigo y caballero.
Y mientras a buscarle me resuelvo,
tened a Julia aquí, que luego vuelvo.
CARLOS.— Oíd…
LEONELO.— No puedo.
(Entrándose diciendo el verso. Dentro por el postigo, JULIA.)
JULIA.— ¿A Julia, dijo? ¡Cielos!
CANDIL.— ¿Dos Julias hay?
LAURA.— [Aparte.] En tantos desconsuelos
no puedo hablar, y aun con temor respiro.
CARLOS.— ([Aparte.]
En que gran confusión, ¡ay Dios!, me miro,
a un tiempo de dos Julias entregado.)
Mudo estoy, ciego estoy.
CANDIL.— Y endemoniado.
CARLOS.— ([Aparte.] Una de mi amistad Astolfo fía,
otra Leonelo de la lealtad mía,
y cuando con las dos ansí me veo
la una a mis ojos solamente creo,
que es la que manifiesta su hermosura,
no la que oculta aquella nube obscura,
y viendo así a las dos, bien he creído
que el cuerpo con la sombra me han traído;
pues si esta es Julia, y esta se lo nombra,
este es el cuerpo, sí, y esta es la sombra.)
¿Quién eres tú, que a darme temor vienes?
LAURA.— (Descúbrese.)
Yo, Carlos, soy la que en tu casa tienes.
CARLOS.— ¿Laura?
LAURA.— Sí. Si eres noble, eres amante,
socórreme en desdicha semejante,
pues debes a tu fama
en todo trance socorrer tu dama.
JULIA.— ¿Quién aquella será? Pierdo el sentido.
LAURA.— Por yerro, de la casa me han traído
de Julia, hablar no pude, muda estaba.
Lo que has de hacer, de discurrir acaba.
CARLOS.— [Aparte.] Mal mi pena resisto;
¿quién en tal confusión jamás se ha visto?
Si a Julia al Duque entrego,
a Astolfo lo que él mismo me dio niego.
Pues Laura, a quien yo quiero,
no la he de dar o he de morir primero.
JULIA.— ¿Qué es lo que estás pensando?
LAURA.— ¿Qué estás imaginando?
JULIA.— Con mi esposo he venido,
con él he de volver.
LAURA.— Mi amante has sido,
contigo he de librarme.
JULIA.— Al Duque tú no puedes entregarme.
LAURA.— Al Duque tú no puedes ofrecerme.
CARLOS.— ¡Vive Dios, que no sé lo que he de hacerme!
(Sale ASTOLFO.)
ASTOLFO.— Carlos, seguro está todo,
ninguno en el jardín anda.
LAURA.— [Aparte.] ¿Cielos, este no es mi hermano?
Penas a penas se llaman.
CANDIL.— Él desde esta a la otra vida
va y viene como a su casa.
ASTOLFO.— Nadie nos sigue, y pues es
la presteza de importancia,
haznos poner dos caballos;
que antes que amanezca el alba
con Julia he de estar en tierras
del gran César de Alemania
y Candil se ha de ir conmigo.
CANDIL.— Antes me iré noramala.
ASTOLFO.— No hay noche, no más segura.
Ven presto.
CARLOS.— Detente, aguarda
porque empiezan tus desdichas
en el término que acaban,
y hay nuevos pesares ya
en un instante que faltas.
LAURA.— [Aparte a CARLOS.]
¿Cómo nunca me dijiste,
que estaba Astolfo en tu casa?
CARLOS.— Como nunca hubo ocasión…
ASTOLFO.— Pues, ¿cómo en decirlo tardas?
CARLOS.— Crïado del Duque, al tiempo
que tú llamaste, llamaban
a otra puerta, para un fin
con dos acciones contrarias.
Fuiste te, y entraron ellos
a entregarme aquesta dama,
diciéndome que era Julia,
que la trajeron robada.
No quisieron escucharme,
y sin mirarla a la cara,
me hicieron depositario
de otra Julia duplicada.
¿Cómo es posible que yo
de tan gran empeño salga?
ASTOLFO.— Con darles la que te dieron,
no estás obligado a nada,
y, pues, yo solo te pido
la que te entregué, así basta
dar a ellos la que te entregan.
Llore engaños quien se engaña,
mas no los llore quien trajo
desengaños a tu casa.
CARLOS.— Bien pensarás que con eso
todas tus desdichas paran.
Yo lo haré, mas considera,
ASTOLFO.—, lo que me mandas,
pues por reservar a Julia
quieres que entregue a Laura.
(Descúbrese LAURA.)
Mira ahora si te está bien
que le dé al Duque a tu hermana.
ASTOLFO.— ¡Caiga el cielo sobre mí,
pues ya la tierra me falta!
LAURA.—, ¿tú aquí?
LAURA.— Yo, viniendo
a buscarte, hermano, en casa
de Julia…
CARLOS.— ¿Qué hemos de hacer,
porque ya a la puerta llaman?
ASTOLFO.— Morir antes que yo entregue
a Julia, Carlos, ni a Laura;
que una hermana, y otra esposa,
son dos mitades del alma,
son dos todos del honor,
y he de defender a entrambas.
CARLOS.— ¿Qué disculpa he de dar yo,
si aun la que me dan les falta,
y es añadir riesgo a riesgo
defenderlas tú en mi casa?
ASTOLFO.— ¡Oh, cuánto, Carlos, tu vida
aquí las manos me ata!
Pero dime, ¿qué he de hacer
en ocasión tan extraña?
CARLOS.— Dejar a Laura, en quien hoy
no está la ofensa tan clara,
pues desengañado el Duque,
supuesto que no la ama,
la dejará y si quisiere,
por tomar de ti venganza,
ofender tu honor, entonces
muramos en su demanda.
De suerte, que en esto vamos
a vivir con esperanza,
y en esotro, desde luego,
a morir.
ASTOLFO.— ¡Que un lance haya
tal, que es el menor peligro
aventurar una hermana!
Mas cuando bien nos suceda,
damos término a las ansias,
pues de ahora para luego
remitimos la desgracia.
(Escóndese JULIA y ASTOLFO.)
CANDIL.— Yo estoy hecho treinta bobos,
(Abre CARLOS la puerta y entran.)
que uno solo no me falta.
(Salen el DUQUE y criados.)
LEONELO.— ¿Ves, señor, ves cómo era
todo engaño la fantasma,
pues nadie a Julia defiende?
DUQUE.— De haberla traído a casa
de Carlos, ¡qué bien hiciste!
CARLOS.— Yo estoy, señor, a tus plantas.
DUQUE.— ¿Dónde, [Carlos], está Julia?
CARLOS.— A quien le dan una carta,
dicen que no ha de saber
si está escrita o está blanca.
Esta dama me entregaron,
yo pago con esta dama;
si es Julia o no, no lo sé,
que no osó romper mi fama
la sutil nema del manto,
que la ha cubierto la cara.
DUQUE.— Ni yo te pregunto más,
pues tú con esta me pagas.
Ya, Julia, de tus rigores
ha llegado la venganza.
¿Dónde está el muerto fingido,
que te defiende y te guarda?
(Descúbrese LAURA.)
LAURA.— Antes que hable más tu Alteza,
sepa, señor, con quién habla,
porque no soy Julia yo.
DUQUE.— ¡Hay confusiones más raras!
Pues, ¿qué nuevo engaño es este,
LEONELO.—?
LEONELO.— Carlos te engaña,
que yo a Julia le entregué,
a quien traje de su casa.
Porque fue amigo de Astolfo,
por esconderla y librarla,
otra mujer ha supuesto.
LAURA.— No ha supuesto, que yo estaba
en los jardines de Julia.
CARLOS.— Tu malicia o tu ignorancia
te convenza, pues si dices
que mi amistad eso traza,
dime si fuera amistad,
por reservarle la dama,
LEONELO.—, a un amigo muerto,
no reservarle la hermana.
LEONELO.— Sí, pues en ella no hay riesgo,
pues el Duque no la ama.
En fin, yo te entregué a Julia,
y tú la escondes y guardas.
[OTAVIO] Pues si él la tiene escondida,
mientras tú al Duque buscabas,
guardé la puerta, y ninguno
salió.
DUQUE.— Pues mirad la casa.
CARLOS.— ¿Señor, yo?
DUQUE.— Tu turbación
es la evidencia más clara.
LEONELO.— Yo entraré a verla. (Entra.)
CARLOS.— [Aparte.] ¡Ay de mí!
LAURA.— [Aparte.] ¡Sin duda que a Astolfo hallan!
CANDIL.— [Aparte.] ¡Cuál han de salir, si topan
adentro con la fantasma!
(Sale ENRIQUE.)
ENRIQUE.— [Aparte.] Siempre a la mira del Duque,
llena de asombros el alma
he andado, y no puedo ya
vivir sin ver lo que pasa,
que tengo el alma pendiente
de un hilo, hasta ver a Laura.
(Dentro LEONELO.)
[LEONELO] ¡Válgame el cielo!
DUQUE.— ¿Qué es esto?
(Sale LEONELO.)
LEONELO.— ¡Ay, señor, mi vida ampara!
DUQUE.— ¿Qué tienes?
LEONELO.— Julia, ¡ay de mí!,
está dentro desta sala.
DUQUE.— ¿Teniendo a Julia escondida,
tú con esotra me engañas?
Mas ¿qué os asombra?
LEONELO.— Detente,
no entres, no entres a mirarla,
porque a su lado, señor,
está Astolfo que la guarda.
Verdad es que el cielo quiere
de ti, señor, ampararla,
pues aquí no puede ser
fingimiento la amenaza.
ENRIQUE.— [Aparte.] Aquí está Astolfo, ¿qué haré,
si el Duque de verle trata?
DUQUE.— ¡Vive Dios, que yo he de verlo,
que nada a mí me acobarda!
CARLOS.— No entres, señor, no examines
secretos que el cielo guarda.
DUQUE.— ¿Cómo no, si a mi valor
nada le admira ni espanta?
ASTOLFO.— No me detengas, que ya
no hay que reparar en nada.
Detente, señor, y mira
que, soberbio, al cielo agravias.
DUQUE.— Absorto de verte, apenas
puedo ya mover las plantas.
¿Qué me quieres, qué me quieres?
ENRIQUE.— Que le cumplas la palabra
que me has dado, que es hacer
diligencias con que vaya
ya perdonado por ti.
DUQUE.— Ya la di, y no he de quebrarla,
aunque ofendido pudiera
quejarme de injurias tantas,
me advierte y me desengaña,
valgo yo más que yo mismo.
Del suelo, Astolfo, levanta;
y porque si siempre que vea
tu persona, es fuerza que haga
la memoria deste caso
en el semblante mudanza,
con Julia casado quiero
que de mi Corte te vayas.
CARLOS.— Yo, que hice por un amigo,
¡oh señor!, finezas tantas,
que para su amor di paso
desde mi casa a su casa,
merezca de ti perdón.
DUQUE.— ¿Dándole la mano a Laura?
CANDIL.— Yo, que pasé tantos sustos,
no quiero de nadie nada,
sino de los mosqueteros
el perdón de nuestras faltas,
para que con esto fin
demos al Galán Fantasma.