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Novela.
213 págs. / 6 horas, 13 minutos / 332 KB.
9 de mayo de 2024.
—Está bien esto, ¿verdad?
—Sí, muy bien, muy bien, como nunca.
Y reclinándose sobre la barandilla pasearon la mirada curiosa por el salón entero. Las dos muchachas querían saberlo todo, averiguarlo todo, especialmente Petrita, la gatita de Angora, a quien los vistosos trajes de las grandes cocottes, sus peinados llamativos, sus adornos chillones, toda aquella confusión de telas y joyas, de relumbrón y de oropel, fascinaban sobremanera haciéndole abrir con admiración sus grandes ojazos de bebé. Castro contestaba amablemente a sus preguntas con la suficiencia del hombre que conoce de sobra el terreno que pisa, no concretándose a citar nombres y apodos, sino profundizando en intimidades, relatando aventuras, anécdotas e historias. Aquella rubia espléndida de la platea era Lola Guzmán, altiva, soñadora, eterna perseguidora de fantasmas, constante Margarita Gautier. Aparecía y desaparecía bruscamente de la vida galante como foco mal preparado que se enciende y se apaga, viviendo tan pronto en suntuosos hoteles como en altas buhardillas con pájaros y flores y amores tranquilos de poeta romántico, rápidas transiciones de la realidad al idealismo. Aquella otra del mantón de Manila era Paca Rey, cordobesa, bravía, generosa, con sangre moruna en las venas y pasiones de fiera en el alma. Aquella otra delgaducha, menuda de cuerpo, de ademanes nerviosos y actitudes desvergonzadas, que reía como una loca sentada a horcajadas sobre aquel caballero gordo, Rosarito, la hija de la célebre Rose d’Ivern, la que durante dos meses electrizó de terror al público de París, dejándose clavar alrededor de su cuerpo de estatua docena de puñales hasta que una noche al bárbaro de su marido se le fue la mano y le clavó uno de los cuchillos en el cuello, a dos centímetros de la yugular. La mujer tomó desde aquel momento horror al oficio, y aprovechándose de que al artista le habían metido en la cárcel, se fugó convaleciente apenas, con un comisionista alemán de aparatos higiénicos, Herr Schuffter, el mismo que dos años después estableció el magnifico almacén de bicicletas en la calle de Cádiz. Rose estaba también en el teatro, allí arriba en un palco segundo, hermosa todavía a pesar de sus cuarenta años, apetitosa aún con sus redondas carnes de jamona bien conservada y su pelo teñido de rubio. Aquel caballero escuálido y seco, de mirada tristona, que a su lado descorchaba una botella, era su amante, Jerónimo Ulzurrun, un vizcaíno millonario, mitad banquero, mitad prestamista, a quien la fiebre de lucro había aniquilado antes de tiempo, envejeciendo su cuerpo vigoroso y anulando su voluntad de hierro.