Acto único
Una lujosa tienda de calzados. Puerta de entrada en el primer término del lateral izquierda. Escaparate en el resto de este lateral. En el foro, anaquelería, rematada por el letrero siguiente:
¡¡EUREKA!!
ZAPATERÍA COMUNISTA
CASA FUNDADA EN 1901
Y REFORMADA EN EL AÑO 2021
En el lateral derecha, dos puertas que simulan conducir a
restantes departamentos de la tienda. Entre estas dos puertas, un
mostrador. Divanes, butacas, sillas, etc., etc., completan la
decoración. Es de día. La acción en Madrid dentro de un siglo.
(Al levantarse el telón, el duque de Albaida, criado de la zapatería, limpia el polvo con un plumero, al mismo tiempo que canta un trozo de «Manón». El duque frisa en los cincuenta años; viste blusa y calza alpargatas; pero en sus ademanes, en su cabeza archipeinada, en su monóculo, etc., etc., revela que es grande de España.)
Duque.—Bien; esto ya es un ascua. Ahora barreré ahí dentro.
Marcelino (entra en escena por la primera puerta, de la derecha. Es un tío ordinariote, de bigote muy ancho y muy negro, algo de tufos y un rizo muy chulón sobre la frente. Viste de levita y lleva todas las joyas que puede y le caben).—Hola, duque.
Duque.—A sus órdenes, señor don Marcelino.
Marcelino.—¿No han venido aún los oficiales? (Mira su reloj de bolsillo y los dos relojes de pulsera, porque usa uno en cada mano.)
Duque.—No, señor. Como asistieron anoche al baile que hubo en la Embajada rusa, se habrán pasado bailando hasta el alba...
Marcelino.— Es verdad. ¡Cómo cambian los tiempos! ¿Eh? El siglo pasado, en 1921, a esos bailes iban ustedes los aristócratas, y ahora van los que deben ir, los que debieron ir siempre: los herreros, los carpinteros, los zapateros... ¡Los hombres ennoblecidos por el trabajo manual, que es el único digno! ¡Abajo las castas! ¿Eh? ¿Decías algo?
Duque.—No, no, nada...
Marcelino.—Además, los bailes de hoy son agarraos de verdad, no aquellas tonterías de foxtrotes y de tangos que bailaban entonces y que no eran más que cursilerías. La última danza importada de Méjico, de Naranjitecoxco, esa que la llaman «la naufraguita», es un primor. ¡Vaya un baile artístico! Esa figura primera, cuando la señora le echa los brazos al cuello al caballero y le muerde primero en una oreja y luego en la otra, es de lo más elegante que se ha visto.
Duque.—Sí, pero resulta algo atrevido. Claro, desde que en el mundo se ha implantado el amor libre, como ya no hay nada que ilusione a los hombres, tienen las mujeres que apelar a recursos extremos.
Marcelino.—Mira, te soy franco, duque; de todos los adelantos modernos, lo único que me molesta a mí es lo del amor libre. Eso de que a los cinco años de vivir uno con su mujer, pueda venir un cualquiera y decir: «A ver; esa señora me gusta, que me la entreguen», y te la quiten, es un fastidio.
Duque.—Por eso ahora, las mujeres que no quieren exponerse a ese peligro, en vez de componerse, como antes hacían, salen a la calle que parecen espanta-pájaros. Conozco a más de una joven hermosísima, que anda por ahí con gafas negras, la boca abierta, dos churretes en las mejillas y pelada con e1 cero. En cambio, las que están hartas del marido, hasta se ponen letreritos que dicen: «Me faltan para los cinco años, un mes y un día.»
Germán (un señor, pobremente vestido, en la puerta de la calle).—Marcelino, ¿puedo entrar?
Marcelino.—¡¡No!!...
Germán.—Es que necesito...
Marcelino (furioso).—¡He dicho que no!... ¡Largo!...
Germán (pacientemente).—¡Válgame Dios! (Se va.)
Marcelino.—¡Este importuno!... (Sentándose.) Léeme los periódicos, duque.
Duque.—Con muchísimo gusto. (Toma un periódico.)
Marcelino.—Siéntate si quieres. Por una vez...
Duque.—Muchas gracias. (Se dispone a leer.) ¡Caramba, qué titulares tan grandes! (Leyendo.) «El ciclón de anoche en Madrid. El monumento a Burgos Mazo estropeado»... ¡Caramba!... (Leyendo.) «En el antiguo Paseo de la Castellana, hoy Ronda de Besteiro, un rayo destroza la estatua de Cortés.» (Extrañado.) ¿Pero Hernán Cortés tenia estatua en la Castellana?...
Marcelino.—¡Qué Hernán Cortés ni que berengena! García Cortés, hombre.
Duque.—¡Ah! ¿La que pusieron en lugar de la de Colón? ¿No?
Marcelino.—Justo. (Mirando hacia la calle y levantándose indignado.) ¡¡Maldita sea!!... ¿Pero es que mi señora se ha propuesto buscarme una ruina? (Por la puerta de la izquierda entran en escena Eugenia y Pepita. Eugenia es una guapísima mujer, como de cuarenta años. Viste muy requetebién, de sombrero por supuesto, y es algo ordinaria. Pepita es un coco, o al menos lo parece. Se viste con un gusto deplorable. Tres gafas de cristales ahumados. Estará como para matarla.)
Eugenia.—Buenas.
Marcelino.—¿De dónde vienes tan compuesta, maldita sea mi vida?
Eugenia.—¿Ya empezamos? ¡Pues hijo!
Marcelino.—¡Eugenia, tú t’has propuesto hacerme olvidar que soy un caballero y lo vas a conseguir! ¿Pero no sabes que llevamos más de cinco años casaos? ¿No sabes que Blas Escolano, el primer oficial de esta zapatería, que no me pué ver, ¡y mal rayo lo parta!, te mira a ti con buenos ojos? ¿No sabes que si echa una instancia al Director general de enlaces públicos, pidiéndote, te enlazan con él, quieras que no?
Eugenia.—¿Y tú no sabes, maldita sea mi corazón, que yo soy una señora muy señora? ¿Que yo tengo diez uñas para arañar y diez incisivos pa morder y dos palmas con diez dátiles pa principiar a dar gofetás y quedarme sola? ¡Jajay! Que me pida, que al día siguiente me pide por Dios que me «vaiga» de su lao. (Jurando.) ¡Míalas! ¡A mí, plín!
Marcelino.—Pero, ¿por qué no haces lo que las demás?
Eugenia.—¿Yo? ¿Hacer yo lo que hacen otras panolis? ¿Afearme yo el rostro? ¿Pero quién lo ha dicho? ¡A ver, que salga!... ¡Jajay, qué gracia! ¡Pues no tuviera más que ver! ¡Nos ha revacunao!
Pepita.—Mire usted, madre; que padre tiene razón. Si Blas la pide a usted, se la lleva y la tiene a usté en su casa cinco años amarrá si es preciso.
Eugenia.—Eso habría que verlo.
Marcelino.—Pero...
Eugenia.—¡Ea! ¡S’ha terminao! (A Pepita.) Quédate tú ahí, que yo voy a llegarme a Pardiñas a por la peineta de concha de Dolores. (A Marcelino.) Dame pa el tranvía.
Marcelino.—¿Qué cuesta ahora hasta Pardiñas?
Eugenia.—Tres pesetas, y una de propi al conductor pa que pare.
Marcelino.—Toma. (Le da unas pesetas.)
Eugenia.—Hasta lueguito. (Inicia el mutis.)
Marcelino.—Aguarda mujer, que te acompañaré siquiera hasta la esquina. ¡Por vida de mi suerte negra!...
Eugenia.—¿Pero es que me van a comer? ¡Sí que estás tú pesao! (Se van los dos por la izquierda.)
Pepita.—¡Ay, duque, esto no tié arreglo! Mi madre es muy arrimá a la cola; no recapacita y va a buscarse su ruina y la mía. Porque si Blas se la quita a mi padre y se casa con ella, aunque no sea más que cinco años, ¿cómo voy yo luego a casarme con Blas? Y a mí ese hombre, me tiene imantá, duque, imantá. ¿Qué me aconsejas tú que haga?
Duque.—Ya expuse ayer a la señorita lo que en mi concepto debía hacer para lograr su propósito...
Pepita.—¿Pero y si luego?...
Duque.—Cuidado; su señor padre vuelve...
Pepita (haciendo mutis por la primera puerta de la derecha).—¡Maldita sea!... (Vase.)
Duque (viéndola ir).—¡Un ángel de candor! ¡Cómo está todo, Dios mío!
Marcelino (entrando).—Tiene la cabeza más dura que el cuarzo; pero esto se va a rematar muy pronto. La voy a coger por el pelo y...
Germán (asomando la cabeza por la puerta de la calle).—Marcelino; no es más que un momento.
Marcelino.—Se va usted, o le tiro una horma y le rompo el cráneo. (Vase don Germán más que deprisa.)
Duque (mirando hacia la calle).—¿Eh? ¡Sí! Es la condesa de Abeñola. ¡Qué placer!... (Sale a su encuentro.)
Condesa (entrando).—Buenas tardes. (Esta condesa, que es una afable señora de sesenta años, está ahora de cocinera y viene pobremente vestida y con su cesta al brazo.)
Duque. — ¡Ah!... ¡Condesa!... (La besa la mano.)
Condesa.—¡Amigo mío!... ¿Cómo va?
Duque.—Regular nada más, querida Engelberta. ¿Y vos?
Condesa.—Vamos viviendo; que no es poco, Aventino.
Duque.—Pero siéntese. ¿Qué la trae por aquí?
Condesa.—A ver si están compuestos los zapatos de mi señora.
Marcelino.—¿Qué señora es esa?
Condesa.—La señora de López Parrando.
Marcelino.—¿Domicilio?
Condesa.—Diaz de la Cebosa, veintisiete, antiguo palacio de Alba.
Marcelino (consultando un libro).—Sí, aquí está apuntao. (Lee.) «Zapatos de charol, señora del presidente del Sindicato de barrenderos y mangueros. Arreglar piso y tacones. Ajustada la compostura en seiscientas cuarenta y ocho pesetas. Recomendada la misma por el guardia de orden público, graduado de brigadier, don César Montoya, por los cuatro ministros de Abastecimientos y los seis del Trabajo»... Pues, a pesar de tanta recomendación, aún no están compuestos. Ahora, con la jornada de dos horas y cuarto hay mucho trabajo atrasado.
Condesa.—También recomendó la compostura hace quince días don Juan Menéndez, el guarda de la Cibeles, ese que lo han nombrado ayer ministro de Marina. Yo misma eché la carta al correo.
Marcelino.—Aún no la he recibido. Como actualmente, los carteros no reparten al día más que once cartas cada uno... Ahora están repartiendo las de febrero del año pasado.
Condesa.—Pues va a tener mi señora un disgusto grandísimo. Mañana dan en la Casa del Pueblo un gran te en honor del gremio de obreros de lanas y géneros de punto y tiene mi señora que bailar la «naufraguita» de honor.
Marcelino.—¿Y a qué viene esa fiesta?...
Duque.—Es para festejar una disminución de trabajo.
Marcelino.—¡Ah!
Duque.—La publicaba ayer La voz ronca. El gremio ha acordado, para ganar lo mismo y trabajar menos, hacer las camisetas de invierno sin mangas. También los operarios que hacen las medias de lana han logrado una bonificación.
Condesa.—¿Convertirlas en calcetines?
Duque.—No; es que antes tenían que hacer dos cada hora, y ahora van a hacer una cuarta parte menos. Es decir: que antes cada hora suponía dos medias, y ahora cada hora es media y media.
Marcelino.—Claro; media y media.
Duque.—No he sabido explicarme: media y media media.
Marcelino.—¡Ah!
Duque.—Y como trabajan tres horas al día, pues sacan una media de cuatro medias y media. ¡Jesús qué lio!
Condesa.—En fin, siento irme sin los zapatos.
Marcelino.—Vuelva usted dentro de un par de meses.
Condesa.—Querido Duque...
Duque.—Permítame que le lleve la cesta por lo menos hasta el portal. (Toma la cesta.)
Condesa.—Siempre tan galante. (Inicia el mutis.)
Duque (en voz baja).—Qué, ¿se sisa algo?...
Condesa.—No tengo más remedio; si no sisara me declararían el boycot las compañeras; pero me repugna tanto...
Duque.—¡Ay, Condesa! Con lo que usted me gustaba cuando nos reuníamos en Biarritz...
Condesa (suspirando).—¡Ay!... ¡Qué tiempos aquellos! Tome: para una cajetilla. (Le da unas monedas.)
Duque.—Rendidísimo, Engelberta... (Le da la cesta.) Adiós. (Le besa la mano.)
Condesa.—Au revoir. (Vase.)
Duque (examinando disimuladamente las monedas).— ¿Ha pasado ya la ruleta ambulante de las once?
Marcelino.—Yo no la he oído vocear.
Germán (en la puerta de la calle, como siempre, suplicante.) ¡Marcelino!... ¡Por tus hijos!...
Marcelino (cogiendo una horma para tirársela).—¡¡Maldita sea!!...
(Desaparece don Germán. Suena dentro una bocina.)
Duque.—Ahí vienen ya los señores oficiales.
Marcelino.—Es verdad. Y menudo auto traen; no cabe en esta calle... ¡Anda! Y ni siquiera se han cambiado de ropa... ¡Buena la habrán corrido!...
(Entran en escena por la izquierda Blas, Luis, Enrique y Juan. Los cuatro de frac, copa alta y sendos abrigos; si es posible, de pieles.)
Blas.—Buenas.
Luis.—Hola.
Enrique.—Salú.
Juan.—Caballeros...
Marcelino (muy sonriente).—Pero que muy buenas, señores...
Blas (dándole el sombrero al Duque).—Duque.
Luis (ídem).—Toma...
Enrique (ídem).—Tú...
Juan (ídem).—Hala...
Blas (dándole el abrigo).—Ahí va.
Luis (ídem).—Ahí tienes.
Enrique (ídem).—¡Arsa!
Juan (ídem).—Toma...
(El Duque hace mutis con los abrigos y los sombreros por la segunda puerta de la derecha y sale a poco sin ellos.)
Blas (que medio se ha tumbado en un diván, lo mismo que los otros).—¡Mi madre, qué noche!
Enrique (que es andaluz).—¡Ojú, comparito!
Juan.—¡La panocha!
Blas.—¡El sursum corda con incienso y tó!
Marcelino.—Qué, ¿s'ha dao bien?
Blas (muy chulo).—¿Si s’ha dao bien? ¿Habrá cacho e primo? S’ha dao que solo de recordarlo me relamo yo el pensamiento. ¡Caballeros, qué nochecita! Encandilao vengo «entavia». Bueno, siempre lo he dicho: pa bailes las Embajadas. Y este embajador de Rusia, este señor Loperof, como ha sido camarero en Moscou, sabe hacer las cosas.
Juan.—¡Y que lo digas, ninchi! ¡Qué tío más opíparo!
Blas.—¡Vaya una cena que nos ha dao!... ¡Vaya sopa de ajos y vaya merluza a la vinagreta, y vaya morapio pa rociarlo tó!
Luis.—El postre es lo que a mi no m'ha gustao. Estoy ya de torrijas, mardita sea, hasta el mismísimo pelo.
Marcelino.—¿Y cómo ha estado aquéllo de mujeres?
Juan.—¡El desmiguen!
Blas.—Lo mejor de Madrid. Las de Pérez, las de Gómez, las de Justo García, el Pocero, las de Sánchez, las de Fernández, las de Jiménez y hasta las de López el de la Lotería.
Enrique.—Hombre, y había una joven inglesa, que no llevaba traje, sino na más que un mallot y un faralá, que hasta ahí una mujé.
Blas.—Sí; esa es una biznieta de ese sombrerero ingles tan nombrao. ¿Cómo es el apellido. hombre? ¡Ah! Cristy.
Duque.—Ya lo creo: Cristy. ¡Ahí es nada!
Blas.—¿La conoces tú? Paz se llama ella.
Duque.—Sí, hombre: Paz Cristy; nombradísima.
Luis.—La que estaba que quitaba la cabeza y la jáquima era Manolita Ruiz, la del estanco.
Blas.—No estaba fea, no.
Luis.—Ya te vi con ella y por cierto que bastante amartelao.
Marcelino (viendo el cielo abierto).— ¡Hola!
Blas.—Na de eso. No es por ahí. A mí las rubias me gustan como bellezas «plasta», vamos al decir; pero de eso a lo otro media un abismo. Más de cuatro conocen a la mujer que a mi me llena y ya saben tós por dónde voy.
Marcelino.—(¡Malo!)
Blas.—Lo que sucedió fué que la Manolita de referencia tuvo conmigo una exquisitez y se lo agradecí como es lógico.
Enrique.—¿Qué fué, tú?
Blas.—Que después de cenar, cuando «pasemos» al salón grande pa bailar ese baile nuevo que le llaman «Sujétame, chacho, que me traspongo», me noté que tenía una brizna de lechuga entre los dos colmillos de la derecha. A falta de otro mondadientes, saqué el lápiz y principié a escarbarme, y en esto, ella, que sin duda me estaba observando, va y me dice: «Tome usted, hombre, con esto se escarbará mejor». Y me dió una horquilla.
Duque.—Muy exquisita.
Blas.—Ella, ¿verdad?
Duque.—Ella... y la horquilla.
Blas.—Le agradecí mucho la fineza.
Enrique.—Con el padre de Manolita estuve yo charlando un rato. Me lo presentó ese muchacho peón de albañil que nos ha traído en su automóvil.
Luis.—Sí, estaba allí con el Embajador de Inglaterra...
Enrique.—¿Aquél era el Embajador? ¿Ese que tiene una carbonería en Gibraltar?
Luis.—El mismo.
Enrique.—Ya supuse yo que era inglés, porque no hacia más que habla de libras y de chalinas y de peneques.
Juan.—Con el que me he reído esta noche un porción ha sido con Pepe Luis, el Casquero, el actual Gobernador.
Luis.—¡Valiente punto!
Juan.—¡Como es tan redicho!... Estaba dándole la coba a la Embajadora de Francia, que, como sabéis, ha puesto casa de huéspedes y le estaba enseñando palabras del castellano, con muchas erres, pa molestarla. (Ríe.) Había que oir a la francesa...
Blas.—A propósito del Gobernador. Me encargó anoche Ramírez, el Ministro de la Gobernación, que hoy, antes de las doce, le mandara usted al propio Ministerio unas botas del cuarenta y cinco ancho.
Marcelino.—¿De charol?
Blas.—De charol.
Marcelino.—¿Le dijo usted lo que cuestan ahora esas botas?
Blas.—Sí, señor.
Marcelino.—Ese está dispuesto a acabar con los fondos secretos. En fin, por mí... A ver, Duque: un cuarenta y cinco ancho.
Duque.—Si, señor. (Toma una caja de la anaquelería.) Aquí están. ¿Con quién se le envían, porque el repartidor no viene hasta las cuatro?
Marcelino.—Mira a ver si hay algún abogado en la esquina.
Duque.—Si, señor. (Se asoma a la puerta de la izquierda y llama.) ¡Chiss!... ¡Eh!... ¡Abogado!... (Entrando.) Ahí viene ya uno.
Abogado (entrando en escena).—Buenas y honorables. (Es un mozo de cuerda, con la indumentaria y hasta las cuerdas de un mozo de cuerda, pero con la cabeza de un venerable sabio. Barba gris, partida,y lentes.) ¿Para qué se me requiere?
Marcelino.—Toma: lleva esto al Ministerio de la Gobernación para el señor Ministro.
Abogado.—¿El transporte se me abonará aquí o allá?
Marcelino.—Aquí. ¿Cuánto va a importar?
Abogado.—Según los pasos que haya de aquí al Ministerio. Ahora cobramos por contador: a real el paso sea cualquiera el peso. (Volviéndose de espaldas.) Examine mi podómetro y tome nota de las cifras que marca. (Lleva un podómetro pequeñito colgado a la espalda.)
Marcelino (tomando nota).—Está muy bien.
Duque.—¿Y por qué llevan ustedes el podó metro detrás?
Abogado.—Lo ignoro. Ha sido idea del alcalde. No sé lo que creerá el alcalde que es un podómetro.
Marcelino.—Ea, pues vuela.
Abogado.—Si, señor. Saludo a todos efusivamente. (Toma la caja y se va por la izquierda dando unos pasitos muy cortos.)
Blas.—¡Vaya un abogado con vista!... ¡Como cobra por pasos!...
Marcelino (mirando hacia la calle).—¿Qué sucede que la gente se para y se arremolina?... (Todos se levantan y miran.)
Luis.—¿Eh?
Juan.—¿A ver?
Duque.—Es uno del Gran Cuerpo que va paseando con su esposa y el público se detiene para verle pasar.
Enrique.—Es verdá: uno del Gran Cuerpo. ¡Qué suerte de hombre!
Marcelino.—Ya lo creo. Los amos del mundo. No hay mejor carrera que esa. Un año de estudios y treinta mil pesetas mensuales.
Blas.—¡Menuda ganga!
Duque.—Mil a hacia esta tienda.
Marcelino.—Y la señala con el dedo.
Enrique.—¿Vendrá aqui?
Carmen (una modistilla, pizpireta, asomándose a la puerta de la tienda.)—¡Don Marcelino!... ¡Uno del Gran Cuerpo, que va a entrar aqui!...
Marcelino.—¡Mi abuela!
Fermina. (Otra chica como la anterior, asomándose.)— Aquí viene, don Marcelino.
Paloma. (Idem, ídem, ídem.)—¡Aquí va a entrar!...
Marcelino.—Señores, mucha solicitud; que estos son los clientes que le convienen a la casa. (Quedan todos en actitud especiante y entran en escena Bernabeuy Carlota, un matrimonio que quita la cabeza. Él, ya cuarentón, viste uniforme, con galones hasta el codo. Ella muy provocativa. Los dos se dan un pisto que hace daño. A la puerta quedan curioseando Carmencita, Ferminita, Paloma y todo el que no tenga nada que hacer y ande por el escenario.)
Bernabeu.—Pasa, preciosidad; que más bonita que tú, ni la del Milo.
Marcelino. (Rendidamente.)—Señores... (Todos saludan reverenciosos.) Los señores me dirán...
Bernabeu.—A ver unos zapatos para mi señora, que crujan de bonitos.
Carlota.—Pero hombre, por Dios, si no me hacen falta...
Bernabeu.—¡Qué crujan de bonitos! Tú déjame a mí.
Marcelino.—Permítame. (Le examina, el pie.)
Bernabeu.—¡Vaya un pie!
Marcelino.—¿Pues y el otro?... Duque: dame un veintinueve de charol, ante y cretona. (El Duque busca en la tienda.)
Carlota.—Nada, que se ha empeñádo en componerme; yo que nunca he querido llamar la atención...
Bernabeu.—Pues la vas a llamar: porque más que tú no vale ninguna mujer en el mundo. Eres joven, bien formada, tienes un cutis que el raso, araña; eres hacendosa, ahorrativa, callada... vamos eres la perla del hogar y yo quiero que todo el mundo te comtemple y te admire.
Duque.—No hay ningún veintinueve, don Marcelino: están todos en el almacén.
Marcelino. (A Bernabeu.)—¿Quiere el señor que se los lleven a domicilio y allí se prueba la señora...?
Bernabeu.—Perfectamente. (Bajo a Marcelino) Muy sugestivos, ¿eh? Unos zapatos incitantes. Habrá propina. Es que mañana se cumplen los cinco años y quiero ver si alguno me la quita...
Marcelino.—¡Ah! ¿Está usted?...
Bernabeu.—Hasta la coronilla. (Separándose de él.) De manera que luego...
Marcelino.—Si,señor. Duque, toma las señas.
Bernabeu.—Clemente de Benabeu y Regómez, oficial de telégrafos. Hotel Palace: todo el entresuelo. (A Carlota.) Vamos, criatura edénica.
Carlota.—Buenas tardes.
Todos.—Buenas tardes.
Marcelino. (A Bernabeu.)—Ya sabe usted que en esta casa con cada par de botas se regala un Ford, una pianola y los mil tomos del diccionario Spasa.
Enrique. (A Luis.)—Pues es muy guapa.
Bernabeu. (Sujetando a su mujer.) Espera, Carlota. (A Enrique) ¿Decía usted, pollo?...
Enrique.—No, nada.
Bernabeu.—Perdone. (Se van Bernabeu y Carlota por la izquierda y seguidos de Carmencita, Ferminita y Paloma. Se deshace el grupo de la puerta)
Juan.—¡Vaya postín!
Germán. (Asomando la cabeza.)—¡Marcelino!... ¡Por lo que más quieras en el mundo!...
Marcelino.—¡Ea! ¡Ya me cansé yo! (Coge una horma para tirársela y don Germán desaparece)
Una voz. (En la calle, pregonando)—Señores... Caballeros... Damas y niños mayores de diez años... Se tallan diez mil pesetas... Postura mínima un real... Las diez primeras jugadas sin cero. ¡¡El ruletero!!
Duque.—El ruletero de las once. A ver si doy tres golpecitos. (Se va por la izquierda.)
Marcelino.—Vamos a ver qué tal se porta hoy mi combinación. Voy por unas pesetas. (Mutis por la derecha, segunda puerta.)
Enrique.—¿Hay quien haga una vaca de un duro?
Blas.—Toma. (Le da un duro.)
Luis.—Yo juego por mi cuenta.
Juan.—y yo. (Se van por la izquierda, Enrique, Luis y Juan, cruzándose con Eugenia que llega de la calle.)
Enrique.—Muy buenas, señora Eugenia. (Mutis).
Eugenia. — Hola, juventud. ¿Todavía de frac?
Luis.—Porque se puede. (Mutis.)
Blas. (Por Eugenia.)—que no viene guapa ni ná!
Eugenia.—Buenas.
Blas.—Dos palabras, Eugenia.
Eugenia.—Llevo prisa.
Blas (deteniéndola).—¡Maldita sea!... Haga usté el favor de oirme, Eugenia; porque usté está equivocá y erra y obceca.
Eugenia.—¿Todo eso?
Blas.—Usté pué reírse, si gusta, del soviet y de la constitución y del amor libre inclusive, pero de mi, de Blas Escolano y Zaldivar, no se ríe usté, ni otra más guapa que usté, que es difícil.
Eugenia.—Pero vamos a cuentas. Blas.
Blas.—No me interrumpa: soy un caballero y debo hablar primero que nadie.
Marcelino (entrando en escena y ocultándose tras del mostrador).—¿Qué dicen?
Blas.—Mire usté, Eugenia; conmigo ha hecho usté lo peor que puede hacerse con un hombre moderno: punzarle el amor propio.
Eugenia.—Es que yo...
Blas.—¿Por qué no le gusto yo a usté? Vamos a ver. ¿No valgo yo más que el señor Marcelino?
Eugenia.—Más que Marcelino vale cualquiera.
Blas.—Entonces...
Eugenia.—No es por ahí, hijo; no es por ahí. Usted es más guapo que mi marido, más joven que mi marido y más persona que mi marido.
Marcelino.—(¡Ay, su madre!)
Eugenia.—Pero a mí no me elija usted por compañera, porque yo no soy compañera de usted aunque me emplumen. Yo he nació monógama y monógama tengo que morir.
Blas.—Pero si un día las leyes dictás en la Plaza de Toros por los obreros y por los soldados...
Eugenia.—A mí me deja usté de leyes. Pa mí no hay más ley que la decencia, y aunque mi marido sea un cerdo, que lo es, hasta que no se muera, que ojalá sea pronto, yo, nanay, nanay.
Blas.—¡Maldita sea!...
Eugenia.—Además, hay otra razón, más importante entavía, pa que usté lo sepa.
Blas.—¿Otra razón?
Eugenia.—Que mi hija Pepa está enamorá de usté.
Blas.—¿De mí? ¡Ay, qué graciosa! ¿Y pretende usté que cargue yo con ese escuerzo?
Pepita (por la primera puerta de la derecha. Viene limpísima, elegantísima, guapísima).—Oiga, joven; lo de escuerzo lo dirá usted por una tía suya, ¿verdad?
Blas (asombrado).—¡¡Mi abuela!!
Marcelino (saliendo de su escondite).—¡¡Mi madre!!
Eugenia.—¡¡Mi niña!!...
Blas.—¡Señores, qué gachí!
Eugenia (presentando).—Mi hija Pepa... El señor Escolano...
Blas.—¿Todo eso tenia usté tapao, hija mía?
Pepita.—Ya usted ve.
Blas (a Eugenia).—¿Y dice usté que ella?...
Eugenia.—Ella misma se lo dirá, puesto que en este siglo es costumbre que las mujeres solteras se declaren a los hombres.
Marcelino (a Eugenia).—Ven acá, tú, que tenemos que arreglar una cuenta. (La coge de un brazo.)
Eugenia.—Las manos quietas, o te ventilo las narices. (Hablan aparte.)
Blas.—De manera que usté, Pepita...
Pepita.—¡Si; estoy por usted que uyuyuy los hombres guapos y con cositas buenas!
Blas (un poco ruborizado).—¡Pepita!
Pepita.—Si no estuviera aqui mi gente te arrancaba una oreja de un bocao... ¡¡Ladrón!! (Siguen hablando.)
Duque (entrando en escena por la izquierda con Enrique, Luis y Juan).—¡Nada, hombres; un escándalo, un verdadero escándalo!... Un verdadero escándalo!... Un día que gana uno y como si no. El treinta por ciento para la mendicidad, el veinte para el Municipio, el quince para el ruletero, el diez para el gobernador... Total, que de dos plenos de peseta me quedan catorce reales.
Blas.—Señores, presento a ustedes a mi futura.
Enrique.—¡Olé!
Juan.—¡Atiza!
Luis.—¡Aprieta!
Duque (a Pepita).—¿Está usted viendo?...
Marcelino.—Para festejar el acontecimiento no se trabaja en un mes. Aquí somos comunistas, y las alegrías de unos deben ser de todos.
Todos.—¡Bien! ¡Ole! ¡Eso!...
Marcelino.—¡Viva el comunismo!
Todos.—¡Viva!...
Germán.—(en la puerta de la calle).—¡Marcelino!... Déjame entrar aunque no sea más que un minuto.
Marcelino.—¡Maldito sea mi corazón!... ¡Venga un revólver! (Desaparece don Germán.)
Eugenia.—¿Pero quién es ese pelmazo que quiere entrar?
Duque.—¿Quién ha de ser, señora? El dueño de la zapatería. (Todos se dirigen hacia la puerta en forma amenazadora. Telón.)