Sobre la Paz del Alma

Plutarco


Tratado, filosofía



Plutarco a Pacio, salud...

1

Demasiado tarde recibí tu carta en la que me solicitabas te escribiera algo sobre la paz y sobre los pasajes del Timeo que requieren una explicación más cuidadosa.

Al mismo tiempo casi, nuestro amigo Eros se vio obligado a navegar en seguida rumbo a Roma, después de haber recibido del ilustrísimo Fundano una carta que, tal cual él es, le urgía a marchar. Yo como ni tenía tiempo, como hubiera preferido, para detenerme en lo que querías, ni podía soportar que vieras tú llegar a este hombre de parte nuestra con las manos completamente vacías, hice una colección de aquellos apuntes sobre la paz del alma que tenía a mano preparados para mí mismo, pensando que tú buscabas este discurso no para una audición que persigue un hermoso estilo sino para usarlo como ayuda.

También te felicito porque, aun teniendo la amistad de cónsules y una fama no inferior a ninguno de los oradores del foro, no te sucede lo que a Mérope en la tragedia, ni como a aquél la multitud con sus aplausos te arrebató, fuera de tus afecciones naturales, sino que has oído con frecuencia y recuerdas que un calzado elegante no libra de la gota, ni un anillo precioso de un uñero ni una diadema del dolor de cabeza.

Pues para la ausencia de penas en el alma y una vida sin turbaciones ¿de dónde viene el provecho del dinero, de la fama o del poder en palacio, si no se está satisfecho con lo que se tiene y la falta de lo que no se tiene siempre nos acompaña?

¿Qué otra cosa más hay de ayuda que una razón acostumbrada cuidadosamente a retener con rapidez la parte pasional e irracional del alma cuando muchas veces intenta salir de sí, y no mirar con indiferencia sus escapadas y arrebatos por causa de lo que le falta?

Por tanto, como Jenofonte aconsejaba recordar y honrar a los dioses sobre todo mientras somos afortunados, para que, cuando estemos en aprietos, les invoquemos confiados en que están ya amistosamente dispuestos, así también quienes tienen juicio deben ocuparse de los razonamientos, cuantos nos ayudan contra las pasiones, antes de sufrir sus ataques, para que, preparados con mucho tiempo, nos sirvan de mayor ayuda.

Pues como los perros feroces revueltos ante cualquier voz se amansan solamente con aquella que les es familiar, así también no es posible apaciguar fácilmente las pasiones del alma cuando están exasperadas si al momento razonamientos acostumbrados y familiares no las detienen en su perturbación.

2

Ahora bien, quien dijo: «Quien quiera gozar de la paz del alma no debe ocuparse en muchos asuntos privados o públicos», nos ha puesto, en primer lugar, una paz del alma muy cara, comprada al precio de la inactividad. Es como si aconsejase a cada enfermo:


Mantente, desdichado, tranquilo en tu lecho.


Sin embargo, la insensibilidad del cuerpo es mal remedio para la locura, ni es mejor médico del alma el que suprime de ella lo perturbado y doloroso mediante la ociosidad, la blandura y la traición a los amigos, los allegados y la patria.

Además es falso que quienes no tienen muchas ocupaciones gocen de paz en su espíritu. En ese caso deberían gozar de una mayor paz las mujeres que los hombres, al permanecer en sus cuidados domésticos la mayor parte del tiempo. Pero realmente el Bóreas no sopla a través de una doncella de pálidas mejillas, como dice Hesíodo, sino que penas, turbaciones y malevolencias, cuantas no se podrían enumerar, afluyen en las salas de las mujeres por celos, superstición, ambición y vanas glorias. Laertes, que vivió en el campo solo durante veinte años con una sirvienta vieja, que le procuraba comida y bebida, huyó de su patria, de su casa y del reino, pero tenía conviviendo con él siempre la tristeza acompañada de ociosidad y abatimiento. A algunos incluso la misma inactividad les lleva al desánimo, como a ése:


junto a las veloces naves, el divino hijo de Peleo,
Aquiles, el de los pies ligeros;
ni frecuentaba el consejo que da gloria a los varones,
ni tampoco el combate, sino extinguía su corazón
manteniéndose allí, pero añoraba la pelea y la guerra,


y él mismo doliéndose mucho por esto y entristecido dice:


Pero estoy sentado junto a las naves
carga inútil para la tierra.


Por esto ni aun Epicuro cree que los hombres ambiciosos de honores y gloria deban permanecer en calma, sino servirse de su naturaleza en la política y en la actividad nto de que están más naturalmente predispuestos a trastornarse y dañarse por la inactividad si no alcanzan aquello a lo que aspiran.

Pero aquél exhorta absurdamente a ocuparse de la cosa pública no a quienes pueden hacerlo sino a quienes no pueden permanecer tranquilos: la tranquilidad y el desánimo no deben definirse por el número ni por la escasez de actividades, sino por su bondad o su vileza, pues la omisión del bien no es menos maligna ni perturbadora que la realización del mal, como se ha dicho.

3

Para aquellos que creen como en un aforismo en una sola clase de vida exenta de penas, como algunos suponen la de los campesinos, o la de los solteros o la de los reyes, es suficiente recordarles a Menandro cuando dice:


Pensaba yo, Fanias, que los ricos,
a quienes no es preciso tomar préstamos,
no gemían por la noche ni daban vueltas
arriba y abajo diciendo «¡Ay de mí!»
y dormían un sueño dulce y suave.


Después sigue exponiendo cómo ve que los ricos sufren lo mismo que los pobres:


¿Acaso hay un parentesco entre pena y vida?
Coexiste con la vida muelle, está presente
en una vida gloriosa, envejece con una indigente.


Pero como los cobardes que se marean en los barcos piensan que pasarán más fácilmente la travesía si se cambian de una chalupa a un carguero, y de nuevo a una trirreme, pero nada logran al transferir consigo su bilis y su cobardía, así los cambios en el género de vida no suprimen la pena y la turbación del alma.

Eso es inexperiencia en los asuntos, irreflexión, no poder ni saber usar correctamente de lo que tenemos a nuestra disposición. Esto atormenta a ricos y pobres, esto aflige a casados y a solteros.

Por esto huyen la plaza pública y después no obtienen tranquilidad, por esto persiguen ascensos en la corte y, cuando los han conseguido, se apesadumbran inmediatamente.


Difíciles de agradar son los enfermos por su carencia
y su esposa está apenada, acusan al médico y están disgustados en el lecho.
De sus amigos el que llega es molesto, el que se va es pesado,


como dice Ión. Después, cuando ha pasado la enfermedad y ha sobrevenido otras mezcla de humores, llega la salud que hace todo amable y conveniente. El que ayer escupía huevos, pasteles y pan reciente, hoy come con gusto y deseo pan integral con aceitunas y berros.

4

Tal cambio a un buen humor en la vida de cada cual produce el razonamiento que surge dentro de nosotros.

Alejandro lloraba al oír a Anaxarco hablar sobre la infinitud de mundos y, cuando sus amigos le preguntaban qué le sucedía, dijo: «¿No es digno de llanto el que siendo infinitos los mundos aún no hayamos llegado a ser los amos de uno solo?».

Pero Crates, aunque poseía una alforja y un manto, pasó su vida solamente bromeando y riéndose como en una fiesta. Y ciertamente que a Agamenón le molestaba reinar sobre muchos:


Conocerás al Atrida Agamenón, a quien sobre todos
Zeus colmó de males sin interrupción;


pero Diógenes, mientras era vendido, tirado en el suelo se burlaba del subastador. No quería levantarse cuando se lo ordenó, sino que bromeando y burlándose decía: «¿Y si estuvieras vendiendo un pez?».

Y Sócrates en la cárcel conversaba y filosofaba con sus compañeros. En cambio Faetón lloraba mientras subía al cielo porque nadie le entregaría el carro y los caballos de su padre.

Pues bien, como el caldo debe adaptarse al pie y no lo contrario, así lasza disposiciones humanas hacen asemejarse sus vidas a sí mismas. Pues no es la costumbre quien hace mejor la vida dulce a los que la eligen, como alguien dijo, sino que la sensatez hace a la propia vida a un tiempo la mejor y la más dulce. Por eso, purifiquemos la fuente de la paz del alma que existe en nosotros mismos, para que también las cosas externas concuerden como familiares y amigas, si no las usamos difícílmente:


No debemos irritarnos contra las cosas;
a ellas nada les importa. Pero quien encuentra
cómo situarlas correctamente, vivirá feliz.

5

Platón comparó la vida a un juego de dados, en el que debemos lanzar jugadas favorables y, una vez que se han lanzado, usar bien lo que ha caído. Pero en estas dos acciones el lanzar no depende de nosotros, sí, en cambio, el aceptar convenientemente lo que nos viene de la fortuna, y atribuir a cada uno un lugar en lo que lo conveniente nos beneficiará más al recibirlo y lo no deseado nos dañará menos, es obra nuestra, si somos sensatos.

Pues a quienes son simples y sin peso para la vida el éxito les exalta y el infortunio les deprime, como a enfermos que no pueden soportar en sus cuerpos ni calor ni frío. Ambas cosas les trastornan, o más bien se trastornan por sí mismos en ambas, y no menos en lo que llamamos bienes.

Teodoro, llamado el ateo, decía que sus oyentes recibían sus discursos con la mano izquierda cuando él los presentaba con la derecha. Así las gentes sin educación reciben frecuentemente con su izquierda la fortuna que se les presenta por la derecha y ponen mala cara. Los sensatos, como las abejas obtienen la miel de la planta más punzante y seca, el tomillo, así de las circunstancias más penosas toman muchas veces para sí algo conveniente y útil.

Por tanto, es esto lo que en primer lugar debemos ejercitar y practicar, como el que falló a su perra con una pedrada pero hirió a su suegra y decía: «¡No estuvo tan mal!» Pues es posible transformar la fortuna desde lo no deseado.

Diógenes fue desterrado: «¡No estuvo tan mal!», porque comenzó a filosofar después del destierro.

Zenón de Citio poseía una sola nave de carga; al enterarse de que se había perdido hundida en el mar con su carga, dijo: «Haces bien, Fortuna, al encaminarme hacia el manto y el Pórtico».

¿Qué nos impide, pues, imitar a ésos? ¿Fallaste en la obtención de una magistratura? Pasarás tu vida en el campo ocupándote de tus propiedades. Pero ¿fuiste rechazado cuando buscabas la amistad de un poderoso? Podrás vivir sin riesgos y sin preocupaciones. ¿Te encuentras nuevamente en negocios que conllevan trabajo y cuidados?


Ni tanta agua caliente ablandará sus piernas,


conforme a Píndaro,


como hace la fama y el honor unido a un cierto poder,
trabajo suave y esfuerzo que es un dulce esfuerzo.

6

¿Pero por una calumnia o por envidia te salió al encuentro un mal día o te enviaron al cuerno? El viento es favorable para las Musas y la Academia, como lo fue para Platón cuando sufrió la borrasca en la amistad de Dionisio.

Por eso es también importante para la paz del alma observar si los famosos no han sufrido nada por las mismas causas. Como, por ejemplo: ¿La carencia de hijos es motivo de tristeza para ti? Mira a los reyes de Roma, ninguno de los cuales dejó el reino a su hijo. ¿Soportas con dificultad tu pobreza actual? ¿Y quién preferirías ser de entre los beocios sino Epaminondas? ¿Quién de entre los romanos sino Fabricio? «Pero mi mujer ha sido seducida». ¿No has leído, entonces, la inscripción de Delfos,


«Me consagró Agis, rey del mar y de la tierra firme»,


ni has oído que Alcibíades sedujo a su mujer, Timea, y que ésta, en susurros con sus servidoras, llamaba al nacido Alcibíades?. Esto, sin embargo, no impidió a Agis ser el más famoso e importante entre los griegos, como tampoco a Estilpón llevar la vida más placentera de los filósofos de su tiempo el tener una hija licenciosa. Muy al contrario, cuando Metrocles le censuraba, le dijo: «¿Es mi falta o la de ella?». Y al replicarle Metrocles: «Es su falta, pero tu desgracia», le contestó: «¿Cómo dices? ¿No son las faltas también deslices?». «Muy por cierto», dijo aquél. «¿Pero los deslices no son también fracasos de quienes sufrieron aquéllos?».

Estuvo de acuerdo Metrocles. «Y los fracasos ¿no son también desgracias de quienes sufrieron esos fracasos?». Con un razonamiento manso y filosófico demostró que la maledicencia del cínico era sólo un vano ladrido.

7

Pero a la mayoría de la gente le molestan y le exacerban no sólo las faltas de sus amigos y familiares sino también las de sus enemigos. Pues la maledicencia, los accesos de cólera, la envidia, la malignidad y los celos mezclados con animosidad son el destino de los propios que los poseen, pero irritan también a los insensatos. Así, por ejemplo, los malos humores de los vecinos, los enfados de los allegados y ciertas miserias de los servidores de nuestros negocios. Por estas cosas me parece que estás tú mismo no menos trastornado y, como los médicos de los que habla Sófocles


lavan una amarga bilis con un remedio amargo,


así te irritas y te amargas en exceso con sus pasiones y enfermedades,  pero no de un modo razonable. Pues incluso los negocios que realizas con cuidado no están servidos las más de las veces por personas sencillas y buenas, como instrumentos de noble naturaleza, sino por afiladas y retorcidas.

No pienses, entonces, que es menester tuyo ni que es fácil enderezar eso. Pero si tratando con ellos tal como son por naturaleza, como un médico usa las tenazas para los dientes o grapas para las heridas, te muestras suave y moderado, tanto como te sea posible, te alegrarás con tu disposición más que te entristecerás con el desagrado y las miserias de otros, pensando que cumplen lo adecuado a ellos, como los perros si ladran, y ya no reunirás sin darte cuenta muchas cosas molestas, como si afluyeran a un lugar cóncavo y estrecho, esa pequeñez de alma y esa debilidad, llenándote de males ajenos.

Pues bien, por esto algunos filósofos censuran incluso la compasión que surge hacia personas infortunadas, en la idea de que está bien ayudar pero no compadecer ni ceder a nuestros próximos. Y lo que es más aún, ni siquiera permiten, cuando nosotros mismos erramos y tenemos una mala disposición de ánimo, que nos desanimemos y lo soportemos mal, sino que nos invitan a curarnos sin tristeza el vicio, como es debido. Mira pues ¿cómo no va a ser irracional considerarnos a nosotros mismos ofendidos y desdichados porque no todos los que nos tratan y se acercan a nosotros son educados y amables?

Considera, querido Pacio, si no es que rechazamos y tememos por nuestra parte, sin advertirlo, no la maldad en general de los que tratamos sino la que atañe a nosotros, por egoísmo y no por aborrecimiento del mal.

Pues los entusiasmos excesivos en los negocios, su deseo y persecución más allá de la dignidad o, por el contrario, la aversión y disgusto engendran sospechas y desagrado respecto a los hombres por quienes creemos en un caso ser despojados, en otro fracasar. En cambio el hombre acostumbrado a acomodarse a los asuntos sutil y moderadamente llega a ser el más afable y benigno en su trato con la gente.

8

Retomemos desde entonces nuevamente aquella argumentación sobre los negocios. Pues como en la fiebre todo parece amargo y desagradable al gusto, pero cuando vemos a otros tomando lo mismo sin hacer remilgos ya no culpamos a la comida y la bebida sino a nosotros mismos y a la enfermedad, así también dejaremos de hacer reproches y remilgos a las cosas si vemos que otros aceptan lo mismo sin penas y alegremente.

Asimismo es bueno para la paz del alma en los sucesos contrarios a nuestra voluntad no mirar con indiferencia cuanto poseemos de grato y amable sino oscurecer lo peor mezclándolo con las cosas mejores. En realidad calmamos nuestra vista cuando está herida por una luz demasiado brillante volviéndola hacia los colores de las flores y de la hierba; en cambio, tensamos nuestro pensamiento en dirección a cosas tristes y lo forzamos a ocuparse en la reflexión de asuntos penosos, arrancándolo casi con violencia de los que son mejores.

Y sin embargo es posible adaptar aquí sin mucha distorsión lo que se ha dicho de un intrigante:


¿Por qué observas con fijeza, hombre perverso,
el mal ajeno, y miras de reojo el tuyo propio?


¿Por qué examinas tu propio mal, hombre bendito, y lo haces de continuo claro y evidente, y no pones tu pensamiento en los bienes actuales? Como las ventosas arrancan de la carne lo peor, así concentras sobre tí mismo los peores de tus males propios, no haciéndote en absoluto mejor que el hombre de Quíos, quien, vendiendo a otros vino añejo y generoso, buscaba para sí gustar en el almuerzo un vinillo agrio.

Cuando le preguntó alguien a un criado suyo qué había dejado haciendo a su amo, dijo: «Teniendo bienes a su alcance busca lo malo». Pues también las más de las gentes, pasando por encima de lo excelente y potable que les es propio, corren tras lo desagradable y pernicioso.

No era así Aristipo, sino capaz de alzarse como sobre una balanza para lo mejor de sus circunstancias y sentirse a sí mismo aliviado. Pues cuando perdió un buen terreno le preguntó a uno de los que pretendían condolerse e irritarse con él: «¿No es cierto que tú sólo tienes un terreno y que a mí me quedan tres campos?». Al responderle afirmativamente le dijo: «¿Por qué no nos condolemos más bien contigo nosotros?». Porque es propio de locos dolerse por lo perdido pero no alegrarse con lo salvado, sino como los niñitos pequeños a los que, si se les quita uno solo de sus muchos juguetes, lloran y gritan tirando los demás, del mismo modo nosotros, fastidiados en una sola cosa por la fortuna, lamentándonos y sin poderlo soportar consideramos sin provecho para nosotros mismos todo lo demás.

9

«¿Y qué poseemos realmente?», podría decir alguien. «¿Y qué no poseemos?». Uno tiene fama, otro una casa, otro esposa, otro un amigo querido. Antípatro de Tarso, reflexionando ante su muerte sobre los bienes que obtuvo por fortuna, ni siquiera omitió la travesía que realizó de Cilicia a Atenas. Es menester no mirar con desprecio incluso los bienes comunes y poner en una cuenta y estar agradecidos porque vivimos, tenemos salud, vemos el sol; no hay guerra ni revolución, la tierra además nos ofrece su cultivo y el mar que lo naveguen sin temor quienes quieran; es posible hablar, trabajar, estar en silencio, tener ocio.

Tendremos una gran paz de espíritu disfrutando más de estos bienes presentes si nos imaginamos que no los tenemos, al recordar con frecuencia qué deseable es la salud para los enfermos y la paz para quienes están en guerra y, para quien es extranjero y desconocido, adquirir fama y amigos en una ciudad tan grande, qué penoso es también verse privado de ellos cuando se han tenido.

Pues cada uno de ellos no se vuelve grande y honroso cuando se pierde si no era nada mientras se tenía. El no tener no añade ningún valor a nadie ni tampoco deben adquirirse estas cosas como si fueran grandes y temblar temiendo constantemente quedar privado de ellas como si de cosas nobles se tratara, y descuidarlas y despreciarlas como indignas mientras se tienen, sino usarlas sobre todo para nuestra alegría y gozar de ellas, para que también soportemos más suavemente su pérdida, si llega a ocurrir.

La mayoría de la gente, como decía Arcesilao, piensa que los poemas ajenos, las pinturas, las estatuas deben contemplarse con la inteligencia y la vista, recorriéndolos con exactitud y en cada detalle, pero deja su propia vida, que posee no pocos motivos agradables de contemplar, mirando afuera siempre y admirando famas y fortunas ajenas como adúlteros a las mujeres de otros, pero despreciándose a sí mismos y a sus propios bienes.

10

Y con todo es esto importante para la paz del alma, el examinarse sobre todo a uno mismo y lo que le concierne, pero si no es posible, mirar a los más necesitados y no, como hace la mayoría, comparararse con quienes les superan.

Precisamente, por ejemplo, los encarcelados consideran felices a los que han sido liberados, aquéllos a los libres, los libres a los ciudadanos, ésos a su vez a los ricos, los ricos a los sátrapas, los sátrapas a los reyes, los reyes a los dioses, y sólo les falta que quieran tronar y relampaguear. Además, al sentirse siempre carentes de lo que está por encima de sus posibilidades nunca están agradecidos por lo que poseen.


No me preocupan los bienes de Giges, rico en oro,
ni me tomó la envidia, ni siento celos
de las obras de los dioses, ni deseo un gran reino;
pues está muy lejos de mis ojos.


«Aquél era de Tasos». Pero otro es de Quíos, otro gálata o bitinio y no está contento con la porción de fama o de poder que le ha tocado en suerte entre sus propios conciudadanos, sino que llora porque no lleva calzado de patricio; pero si lo calza, porque aún no es pretor de Roma; y si es pretor, porque todavía no es cónsul; y si es cónsul, porque no fue nombrado primero, sino después. Y esto, ¿qué otra cosa es que reunir pretextos de desagradecimiento a la fortuna para castigarse a sí mismo y pagar condena? Por el contrario, quien tiene una inteligencia que razona sanamente, sabiendo que el sol contempla innumerables miríadas de hombres,


cuantos gozamos de los frutos de la ancha tierra,


no se sienta gimiendo humillado porque es menos famoso y rico que algún otro, sino porque vive innumerables veces más decorosamente y mejor que millares de hombres, sigue adelante en su camino cantando himnos a su buen genio y a su vida.

En Olimpia no es posible obtener la victoria tras seleccionar a los competidores, pero en la vida las circunstancias permiten ser orgulloso por ser superior a muchos, y ser envidiado más que envidiar a otros, a menos que quieras hacerte antagonista de Briareo o de Heracles.

Pues bien, cuando sientas gran admiración por un hombre llevado en litera como superior a ti, baja la vista y mira a los portadores; cuando felicites al gran Jerjes por haber atravesado con el puente de barcas como hizo el hombre del Helesponto, mira también a los que perforaban el Atos bajo el látigo y a los mutilados en las orejas y la nariz porque se destruyó el puente por causa de la corriente, y contempla al mismo tiempo su pensamiento porque ellos tienen por dichosa tu vida y tus circunstancias.

Sócrates al oír a uno de sus amigos que la ciudad era cara, diciendo: «El vino de Quíos cuesta una mina, un traje de púrpura tres, una cótila de miel cinco dracmas», cogiéndole le llevó al mercado de grano: «Un óbolo el medio sextario. La ciudad es barata». Después, al de las aceitunas: «Un cuarto de óbolo el quénice». Después, a las túnicas sin mangas: «Diez dracmas, la ciudad es barata». Así pues, nosotros también cuando oigamos decir a otro que nuestros asuntos son de poca monta y terriblemente lamentables, porque no somos cónsules ni gobernadores, podemos decir: «Nuestros asuntos son brillantes y nuestra vida envidiable; no mendigamos, no llevamos cargas, no adulamos».

11

Sin embargo, porque por nuestra necedad acostumbramos a vivir para otros más que para nosotros mismos y, por tener nuestra naturaleza mucha envidia y malignidad no se alegra tanto con los bienes propios cuanto se disgusta con los ajenos, mira no sólo el lustre y el renombre de los que envidias y admiras, sino despliega y separa, como una cortina vistosa, su fama y su apariencia, métete dentro y verás muchas cosas desagradables y repugnantes que hay en ellos.

Así pues, el famoso Pítaco, cuya fama de valor, de sabiduría y de justicia era grande, tenía invitados a unos huéspedes, cuando entró su mujer y, llena de ira, derribó la mesa. Los huéspedes quedaron confusos pero él les dijo: «Cada uno de nosotros tiene algún mal. Quien tiene el mío es afortunado».


Ése es tenido por dichoso en la plaza,
pero cuando abre la puerta, tres veces infortunado;
su mujer gobierna todo, manda, combate siempre.
Por mil cosas se lamenta, yo por ninguna.


Muchos males de tal índole están unidos a la riqueza, la fama y la realeza, invisibles para el vulgo, pues los tufos del orgullo lo enmascaran.


¡Oh feliz Atrida, con suerte nacido, venturoso!


De fuera viene esa felicitación, de armas, de caballos y de un ejército extendido, pero desde dentro testimonian en contra de su vanagloria las voces de sus sufrimientos:


El hijo de Crono, Zeus, me enredó en una profunda desdicha


y


te envidio, anciano.
Envidio de entre los hombres a quien sin peligro
ha pasado su vida ignorado y sin gloria.


Por tanto, es posible también con esas reflexiones disminuir los reproches contra la fortuna así como la humillación y el desprecio que sentimos por lo propio por admirar lo del vecino.

12

Además, amengua no menos la paz del alma el no usar impulsos moderados, como velas de nave, conforme a nuestra capacidad, sino que si, aspirando a cosas mejores, nos vemos después defraudados en nuestras esperanzas, acusamos a la divinidad y a la fortuna pero no a nuestra propia necedad.

Porque no es desafortunado quien quiere disparar flechas con un arado o cazar la liebre con un buey ni tampoco se opone un genio maligno al que no captura ciervos ni jabalíes con mallas de junco y redes, sino su necedad y tontería a los que intentan lo imposible. Pero la causa es principalmente el amor propio que los hace amigos de los primeros puestos y de vencer en todo y de perseguir todo insaciablemente. Pues no pretenden sólo ser al mismo tiempo ricos, entendidos, fuertes, convidados gratos y gente agradable, amigos de reyes y magistrados en las ciudades, sino que, si no tienen también perros, caballos, codornices y gallos de pelea que sean primeros en premios, se desaniman.

Dionisio el Viejo no se contentaba con ser el más importante de los tiranos de su tiempo, sino que, porque no cantaba mejor que el poeta Filóxeno ni superaba a Platón en la dialéctica, se enojó y se excitó hasta el punto de arrojar al uno a las latomías y de enviar al otro a Egina para ser vendido como esclavo. No era así Alejandro; por el contrario, cuando Crisón el corredor, que competía con él en velocidad, pareció cederle voluntariamente, se enfadó muchísimo. Y cuando el Aquiles de los poemas dijo bien:


Yo que soy cual ninguno de los aqueos de broncíneas túnicas,


añadió:


En la guerra; pero en el ágora hay otros mejores


Pero cuando el persa Megabizo subió al taller de Apeles e intentó charlar acerca de su arte, Apeles le cerró la boca diciendo: «Mientras estabas callado me parecías alguien por tu oro y tu púrpura; ahora en cambio, incluso estos muchachitos que muelen el ocre se burlan de tus bobadas».

Algunos creen que los estoicos bromean cuando oyen que llaman a su sabio no sólo prudente, justo y valeroso sino también orador, poeta, general, rico y rey. Ellos se pretenden dignos de todos esos títulos y, si no los obtienen, se molestan. Sin embargo, incluso entre los dioses cada uno tiene una facultad: uno es el dios de la guerra, otro de la adivinación, otro de la ganancia; y Zeus a Afrodita, como no tiene parte en las obras de la guerra, la ha enviado a ocuparse de los matrimonios y de las cámaras nupciales.

13

Hay, sin duda, ciertas ocupaciones que no pueden coexistir sino que más bien se oponen por naturaleza. Así, por ejemplo, la práctica de la oratoria y la adquisición de conocimientos matemáticos requieren ausencia de negocios y tiempo libre, mientras que el poder político y la amistad de los reyes no tienen éxito si no es con trabajos y el tiempo ocupado. Y por cierto que «el vino y el atiborrarse de carne hacen al cuerpo fuerte y robusto, pero al alma débil». También el cuidado y la guarda continua del dinero aumentará la riqueza; desprecio y desdén hacia él será un gran viático para la filosofía.

Por ello no todo es adecuado a todos, sino que es menester, siguiendo la inscripción pítica, conocerse a sí mismo, después usarlo en aquello solo a lo que uno está adecuado naturalmente sin violentar la naturaleza, arrastrándose al deseo unas veces de una clase de vida, otras de otra.


En el carro el caballo;
en el arado el buey; a lo largo de la nave se adelanta velozmente el delfín;
pero si piensas la muerte de un jabalí es preciso encontrar un perro tenaz.


Pero el hombre que se irrita y se disgusta porque no es un león


criado en las montañas, confiado en su fuerza,


y al mismo tiempo un perrito maltés, mimado en el regazo de una viuda, ha perdido la cabeza. No es, en absoluto, mejor que éste quien quiere ser a un tiempo un Empédocles, un Platón o un Demócrito escribiendo sobre el universo y la verdadera naturaleza de la realidad y, en un tiempo, acostarse con una vieja rica, como Euforión, o como Medio ser un compañero de juerga de Alejandro y beber con él; se enfada y se disgusta si no es objeto de admiración por su riqueza como Ismenias y por su valor como Epaminondas. Pues los corredores no se desaniman por no llevar coronas de luchadores sino que se ufanan y se alegran con las suyas propias:


Obtuviste Esparta en suerte, órnala,


y también Solón:


Pero nosotros no cambiaremos con ellos
su riqueza por la virtud; porque lo uno es firme,
las riquezas unas veces las posee un hombre, otras otro.


Estratón, el filósofo de la naturaleza, cuando oyó que Menedemo tenía múltiples alumnos dijo: «¿Qué hay de asombroso en que sean más los que quieren bañarse que los que quieren ungirse en aceite?».

Aristóteles, escribiendo a Antípatro, decía: «Le está bien a Alejandro sentir orgullo porque gobierna a muchos hombres, pero no menos a aquellos que creen sobre los dioses lo que es debido». Pues así, a quienes veneran lo propio no les enojarán los bienes de sus vecinos. Y en realidad no pretendemos que la vid produzca higos ni el olivo racimos de uvas, sin embargo nosotros mismos, si no tenemos al mismo tiempo las ventajas de los ricos y las de los entendidos, las de los militares y las de los filósofos, las de los aduladores y las de la gente franca, las de los ahorrativos y las de los gastosos, nos denunciamos, estamos a disgusto con nosotros mismos y nos despreciamos en la idea de que vivimos de un modo precario y vulgar.

Además vemos que incluso nuestra naturaleza nos lo recuerda. En efecto, igual que dispuso para los diferentes animales diferentes alimentos y no hizo que todos fueran carnívoros o se nutriesen de semillas o raíces, así dio a los hombres variados recursos para vivir:


Al pastor, al labrador, al pajarero y a aquél a quien el mar alimenta.


Por consiguiente, tras escoger lo necesario para nosotros y trabajarlo, debemos dejar lo de los demás, y no probar que Hesíodo se quedaba corto cuando dijo:


El alfarero odia al alfarero y el carpintero al carpintero.


Pues no sólo sienten envidia mutua los del mismo oficio y los que comparten iguales modos de vida, sino que también los ricos envidian a los hombres cultivados, y los famosos a los ricos, los abogados a los sofistas y, por Zeus, hombres libres y patricios sienten admiración y consideran afortunados a los comediantes con éxito en el teatro, a los bailarines y a los criados de la corte de los reyes, con lo cual se procuran tristeza y perturbación inmoderadamente.

14

Pero que cada uno tiene en sí mismo la despensa de su tranquilidad o de su intranquilidad, y las tinajas de los bienes y de los males hincadas no «en el suelo de Zeus» sino apoyadas en el alma, lo demuestran las variedades de pasiones.

Pues los insensatos desprecian incluso los bienes presentes y se descuidan de ellos por estar siempre en tensión ante el futuro en sus preocupaciones. Los prudentes, en cambio, hacen suyos los que ya no existen al representarlos vivamente en su recuerdo. Porque el presente, que nos permite tocarlo en una mínima porción de tiempo y que después huye a nuestra percepción, no le parece ya a los insensatos que nos concierna ni que sea nuestro.

Al contrario, como el hombre que, trenzando juncos, está pintado en el Hades dejando a un asno que devore hasta consumir lo trenzado, así el olvido insensible e ingrato que se apodera de la mayoría de las personas y las devasta, borrando toda clase de acción y de éxito, cada ocio grato, compañía o goce, no permite que la vida sea una, trenzándose a la vez pasado con presente. Dividiéndolo el olvido, como si el ayer fuese distinto del hoy y parecidamente el mañana no lo mismo que el hoy, sitúa en seguida todo lo sucedido en lo que nunca sucedió por no ser ya recordado. Pues los que en las escuelas suprimen el crecimiento, en la idea de que el ser fluye continuamente, hacen en teoría a cada uno de nosotros otro diferente de sí mismo; pero quienes no apoyan en el recuerdo lo anterior ni lo aceptan, sino que de hecho lo dejan pasar, se hacen a sí mismos cada día deficientes, vanos y pendientes del mañana, como si el año pasado, anteayer y ayer no se relacionaran con ellos ni hubieran ocurrido para ellos en absoluto.

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Eso es, pues, lo que perturba la paz del alma, pero más aún esto otro, cuando, como las moscas se resbalan en las superficies pulidas de los espejos pero se adhieren a las partes ásperas y rayadas, así los hombres escapando de los asuntos alegres y placenteros se enredan en el recuerdo de los desagradables o, todavía más, como se arrojan los escarabajos en Olinto, según se cuenta, a un lugar que llaman «Mataescarabajos», y no pudiendo salir de allí, mueren dentro mientras dan vueltas y giran en círculo, afluyendo así al recuerdo de sus males, no quieren recuperarse ni tomar respiro.

Pero es preciso que en el alma, como los colores en un cuadro, mientras se destacan los asuntos luminosos y brillantes se oculten y supriman los oscuros. No es posible, en efecto, borrarlos ni liberarse totalmente de ellos. «La armonía del mundo es alternativa como la del arco y la lira» y ninguna de las cosas humanas es pura y sin mezcla.

Pero como en la música hay sonidos graves y agudos y en la gramática vocales y consonantes, y además el músico y el gramático no es quien aborrece y evita unas u otras sino que sabe servirse de ellas y mezclarlas adecuadamente, así también, por tener las cosas sus opuestos, porque según Eurípides:


El bien y el mal no podrían estar aparte,
sino que existe una mezcla, de suerte que esté bien todo,


no debemos desanimarnos ni ceder ante el mal, sino como los músicos armonizan siempre los sonidos bajos con los altos y acompasan los peores con los buenos, así hacer la mezcla de nuestra vida armoniosa y adecuada para nosotros mismos.

Pero no es verdad, como dice Menandro, que


para cada hombre está presente un espíritu
en cuanto nace, para bien iniciarle en la vida,


sino más bien, conforme a Empédocles, son dos quienes nos toman a cada uno de nosotros al nacer y nos inician, hados o espíritus:


Allí estaban Ctonia y Helíope de larga vista,
la ensangrentada Deris y Harmonía de grave mirada,
Calisto, Escra, Toosa y Denea,
la amable Nemertes y Asafía de negros ojos.


[Allí estaban el Terrenal y el Soleado de larga vista,
la ensangrentada Lucha y Armonía de grave mirada,
Belleza, Fealdad, Decisión y Alazamiento,
la amable Certeza y Duda de negros ojos.
]

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De tal suerte en nuestro nacimiento hemos recibido, mezcladas, semillas de cada una de estas pasiones y por eso tenemos muchas irregularidades. El hombre inteligente suplica obtener lo mejor, pero espera también lo contrario y se sirve de ambos, evitando lo excesivo.

Pues no sólo «el que pide menos al mañana», como dice Epicuro, «avanzará con mayor alegría al encuentro del mañana», sino que también riqueza y fama, poder y magistraturas hacen gozar más a quienes menos temen sus contrarios. Así el deseo vehemente por cada una de estas cosas engendra un temor aún más vehemente de que no permanecerán y hace débil e insegura nuestra alegría, como una llama expuesta al viento.

Pues aquel a quien la razón concede decir a la fortuna sin temor ni temblor:


Dulce es que me traigas algo,
pero poca pena habrá si me dejas,


a ése le hace gozar más de lo presente su confianza y falta de temor que su pérdida como la de algo insoportable. Porque es posible no admirar solamente la disposición de Anaxágoras por la cual exclamó a la muerte de su hijo: «Sabía que lo engendré mortal», sino también imitarla añadiendo a cada ocurrencia de la suerte: «Sé que mi riqueza es efímera e insegura; sé que quienes dan el mando pueden quitarlo; sé que mi mujer es buena, pero que es una mujer y que mi amigo es un ser humano, criatura mudable por naturaleza», como dijo Platón.

Tal preparación y disposición, cuando ocurre algo no querido e inesperado, no aceptan aquello de «no lo hubiera creído», ni «esperaba otra cosa» ni el «ni aguardaba eso», y así apartan latidos y palpitaciones del corazón y restauran nuevamente y sin tardanza lo enloquecido y trastornado.

Carnéades, ciertamente, recordaba que en asuntos de importancia lo inesperado es total y absolutamente lo que produce tristeza y desánimo. Así, el reino de Macedonia era una parte infinitamente pequeña frente al poder de los romanos, pero Perseo, después de perder Macedonia, lamentaba su suerte y parecía a todos el hombre más infortunado y de un destino más duro. En cambio Emilio, su vencedor, tras haber resignado en otro el poder supremo de casi toda la tierra y el mar, era coronado, hacía sacrificios mientras era tenido por feliz y con razón. Pues éste sabía que había tomado un mando que habría de devolver, pero aquél lo perdió sin haberlo esperado.

Bien ha enseñado el poeta lo que se refiere a un suceso inesperado: Ulises, en efecto, lloró cuando su perro le movió la cola, pero no experimentó nada similar sentado junto a su mujer en llanto, porque aquí había llegado con el sentimiento dominado y prevenido por la razón, pero cayó en aquello sin haberlo esperado y repentinamente.

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En general, puesto que entre las cosas contrarias a nuestra voluntad unas, por naturaleza, nos traen tristeza y agobio, mientras que a otras en su mayor parte nos acostumbramos y aprendemos a no soportarlas por una falsa opinión, no es inútil tener siempre a mano contra esto el verso de Menandro:


No sufres ningún mal si no lo aceptas,


Pues ¿en qué te afecta, dice, si no te toca ni a tu carne ni a tu alma, como sucede, por ejemplo, con un bajo nacimiento de tu padre, o el adulterio de tu mujer, o la pérdida de una corona o de la preferencia en el asiento, cosas cuya presencia no impiden a un hombre tener su cuerpo y su alma en la mejor disposición?.

Y contra las cosas que parecen entristecer por naturaleza, como enfermedades, sufrimientos, muertes de amigos o de hijos, está aquel famoso verso de Eurípides:


¡Ay de mí! ¿Por qué ay? Estamos sufriendo lo propio de los mortales.


Pues ningún razonamiento ayuda tanto a nuestro elemento emocional cuando está deprimido y desfalleciente como el que recuerda nuestra necesidad común y física con la que, estando mezclado el hombre a través del cuerpo, le da este único asidero a la fortuna, mientras permanece seguro en sus elementos dominantes y superiores.

Demetrio, cuando tomó la ciudad de Mégara, preguntó a Estilpón si no se le habría arrebatado alguno de sus bienes. Estilpón dijo que no vio a ninguno llevándose «sus propiedades». Y así, si la fortuna nos arrebata y nos priva de todo lo demás, tenemos algo semejante en nosotros mismos:


Cual los aqueos no podrían llevarse ni apresar.


Por ello, no debemos en ningún caso humillar ni rebajar a la naturaleza en la idea de que no posee nada fuerte, ni firme ni superior a la fortuna, sino, por saber lo contrario, que una pequeña parte del hombre es lo corruptible y perecedero con lo cual recibe la fortuna, mientras que nosotros mismos dominamos la parte mejor en la que están fundamentados los máximos bienes, opiniones útiles, conocimiento, razonamientos concluyentes en la virtud que poseen su esencia inalienable e incorruptible, ser imperturbables y confiados ante el futuro, diciendo a la fortuna lo que Sócrates, pareciendo decirlo a sus acusadores, decía a los jueces, que Ánito y Méleto pueden matarle, pero no pueden causarle daño.

Porque la fortuna puede rodearse de enfermedad, quitarnos las riquezas, calumniamos ante el pueblo o el tirano, pero no puede hacer malo, cobarde, débil, innoble y envidioso al hombre bueno, varonil y magnánimo ni quitarle su disposición, cuya constante presencia es de mayor provecho para la vida que la del piloto frente al mar. Pues un piloto ni puede amainar la violencia de la ola y del viento ni alcanzar puerto donde quiere, cuando lo necesita, ni puede aguantar confiadamente y sin temor lo que sucede. Mientras que no ha renunciado a hacer uso de su técnica,


habiendo arriado la vela mayor al pie del mástil,
intenta escapar del mar tenebroso;


pero cuando el mar se eleva por encima suyo, se sienta tembloroso y agitado.

La disposición del hombre prudente procura al máximo la calma a su parte corporal, destruyendo la preparación de enfermedades con el dominio de sí, una dieta sensata y trabajos moderados. Aunque desde fuera llegue el comienzo de una afección, como una navegación a través de escollos «los esquiva con un aparejo ligero y sutil», como dice Asclepíades. Pero si se presenta y domina algo grande e inesperado, cerca está el puerto y es posible nadar desde el cuerpo como desde una chalupa que hace agua.

18

Pues el temor a la muerte, no el deseo de vivir, hace  al insensato dependiente de su cuerpo, abrazado a él como Ulises al cabrahigo por temor de Caribdis que estaba debajo,


donde el viento no deja permanecer ni navegar,


a disgusto con esto y temeroso de aquello. Pero quien comprende de algún modo la naturaleza del alma y reflexiona en que su cambio en la muerte es para mejor o al menos para nada peor, tiene su ausencia de temor ante la muerte como no pequeño viático de serenidad ante la vida. A quien puede vivir placenteramente mientras domina la parte grata y propia y despedirse sin temor, cuando predomina lo ajeno y contra naturaleza, diciendo:


la divinidad misma me librará, cuando yo quiera,


¿qué dificultad, qué desagrado o qué perturbación pensaríamos que pueda afectarle?

Pues el que dice: «Te he tomado la delantera, Fortuna, y te he privado de cualquier entrada», se ha fortificado no con cerrojos, llaves ni murallas, sino con preceptos y razones de los que hay parte para todos los que lo quieren. Y no debemos rechazar nada ni desconfiar de estos razonamientos, sino con admiración, celo y entusiasmo probarse uno mismo y al tiempo observarse en las cosas pequeñas con vistas a lo mayor, sin huir ni apartar del alma el cuidado de ellas ni escapar hacia el «quizás no habrá nada más desagradable».

Pues la condescendencia del alma, que se ejercita siempre en lo más fácil y se retira de lo no deseado hacia lo más grato, engendra relajamiento y blandura desentrenada. Pero el alma que se ejercita en imaginar enfermedad, sufrimiento y destierro y se fuerza en su razonamiento ante cada uno de ellos hallará mucha falsedad, vaciedad y corrupción en lo que parece difícil y temible, como muestra la razón en cada caso.

19

Con todo, muchos se estremecen con el verso de Menandro:


No se puede decir mientras se está vivo «Yo no sufriré eso»,


sin saber cuán gran bien es para prevenir la tristeza el estudiar y poder mirar de frente a la fortuna con los ojos abiertos y no forjar en uno mismo imaginaciones «delicadas, tiernas» como si nos alimentáramos en las sombras de frecuentes esperanzas que ceden siempre y no resisten a nada. Podemos, sin embargo, replicar aquello otro frente a Menandro: cierto,


No se puede decir mientras se está vivo «Yo no sufriré eso»,


pero es posible decir mientras se vive «Yo no haré eso: no mentiré, no obraré sin escrúpulos, no defraudaré, no intrigaré». Esto depende de nosotros y no es pequeño, sino grande para la paz del alma. Como, a su vez, lo contrario,


la conciencia de haber cometido cosas horribles,


como una llaga en la carne deja en el alma el arrepentimiento que la hiere constantemente y la hace sangrar.

Pues la razón suprime las demás penas, pero suscita ella misma el arrepentimiento porque el alma siente remordimiento en medio de la vergüenza y se castiga a sí misma. Pues como quienes sienten escalofríos sofocados con fiebres continuas o con ardores sienten mayores molestias y están peor que los que sufren los mismos padecimientos provocados externamente por el calor o el frío, así los vaivenes de la fortuna producen penas más livianas, como si fueran traídas desde fuera. Pero este verso:


Nadie fue causante de esto a mi juicio, sino yo mismo,


que se lamenta con sus errores desde el interior de sí, hace con la vergüenza más pesado lo doloroso. Por eso ni una casa rica, ni abundancia de oro, ni la dignidad de linaje, ni grandeza en el poder, ni tampoco gracia o habilidad en el decir procura a la vida tanta calma cuanta un alma purificada de negocios y de malos propósitos que tiene el carácter imperturbable y sin mancilla como fuente de vida.

De ella brotan las buenas acciones que poseen la actividad entusiasta y alegre acompañada de orgullo y el recuerdo más grato y seguro que la esperanza de Píndaro, sustentadora de la vejez. Pues «los incensarios, aunque estén vacíos, guardan por mucho tiempo su aroma», como decía Carnéades, y en el alma de quien es sensato las buenas acciones no dejan de poseer siempre una memoria agradable y fresca con la cual se riega la alegría y florece, despreciando a quienes se lamentan y hacen reproches a la vida, como una tierra de desgracias o un lugar de exilio designado aquí para las almas.

20

Y admiro a Diógenes, quien, al ver a su huésped de Lacedemonia preparado con gran liberalidad para una fiesta, le dijo: «¿No considera un hombre noble cualquier día una fiesta?».

Y esplendorosa, por cierto, si somos sensatos. Pues el universo es un templo, el más santo y adecuado a la divinidad. En éste se introduce el hombre por su nacimiento como espectador no de estatuas hechas por manos humanas e inmóviles, sino de esencias inteligibles cuales, dice Platón, una mente divina reveló como imitaciones sensibles que poseen un principio de vida y de movimiento, el sol, la luna, las estrellas, los ríos que fluyen constantemente con un agua nueva y la tierra que produce alimento para plantas y animales.

Por ser de ellos la vida, iniciación a los misterios y rito más perfecto, debe estar llena de paz y gozo. No es así como la gente aguarda las fiestas de Crono, de Zeus, las Panateneas y otros días semejantes, para divertirse y tomar un respiro, pagando sueldos a mimos y bailarines por una risa comprada. En esas ocasiones nos sentamos allí decorosamente en silencio, porque nadie llora mientras es iniciado, ni se lamenta cuando contempla los juegos Píticos o cuando bebe en las fiestas de Crono. En cambio se mancillan estas fiestas que la divinidad nos presenta y en las cuales nos inicia por gastar la mayor parte de nuestro tiempo en lloros, pesadumbres de ánimo y cuidados trabajosos.

Los hombres se complacen con los instrumentos que suenan agradablemente y con los pájaros cantores, ven con gusto los animales que juegan y saltan y, por el contrario, sienten disgusto por los que aúllan, rugen y tienen aspecto fiero. Viendo, sin embargo, su propia vida sin una sonrisa, cabizbaja, oprimida y afligida constantemente por los sufrimientos más desagradables, con problemas y preocupaciones sin fin, no sólo ellos mismos no se procuran algún aliento y comodidad —¿de dónde lo iban a procurar?— sino que ni siquiera aceptan, si otros les exhortan, un consejo con cuyo uso podrán soportar el presente sin reproches, recordarán el pasado con gratitud y marcharán al encuentro del futuro con sus esperanzas propicias y brillantes sin temor ni sospechas.


Publicado el 9 de julio de 2024 por Edu Robsy.
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