Vidas Paralelas

Plutarco


Historia, Tratado, Tratado político



VOLUMEN I

TESEO Y RÓMULO

I.— Acostumbran los historiadores ¡oh Sosio Seneción!, cuando en la descripción de los países hay puntos de que no tienen conocimiento, suprimir éstos en la carta, poniendo en los últimos extremos de ella esta advertencia: de aquí adelante no hay sino arenales faltos de agua y silvestres, o pantanos impenetrables, o hielos como los de la Escitia, o un mar cuajado. Pues a este modo, habiendo yo de escribir estas vidas comparadas, en las que se tocan tiempos a que la atinada crítica y la historia no alcanzan, acerca de ellos me estará muy bien prevenir igualmente: de aquí arriba no hay más que sucesos prodigiosos y trágicos, materia propia de poetas y mitólogos, en la que no se encuentra certeza ni seguridad. Y habiendo escrito del legislador Licurgo y del rey Numa, me parece que no será fuera de propósito subir hasta Rómulo, pues que tanto nos acercamos a su tiempo; pero examinando, para decirlo con Esquilo,

¿Quién tendrá compañía a esta lumbrera?
¿Con quién se le compara? ¿Quién le iguala?

he creído que el que ilustró a la brillante y celebrada Atenas podría muy bien compararse y correr parejas con el fundador de la invicta y esclarecida Roma. Haré por que, purificado en mi narración lo fabuloso, tome forma de historia; mas si hubiere alguna parte que obstinadamente se resistiese a la probabilidad y no se prestase a hacer unión con lo verosímil, necesitaremos en cuanto a ella de lectores benignos y que no desdeñen el estudio de las antigüedades.

II.— Paréceme, pues, que Teseo hace juego con Rómulo por muchas notas de semejanza: por ser uno y otro, de origen ilegítimo y oscuro, hubo fama de que eran hijos de dioses;

Invictos ambos: lo sabemos todos;

y que al valor reunían la prudencia. De las dos más celebradas ciudades, el uno fundó a Roma, y el otro dio gobierno a Atenas: concurre también en los dos el rapto de mujeres; y ni uno ni otro evitaron el infortunio y disgusto en las cosas domésticas, habiendo incurrido al fin, según se dice, en el odio de sus conciudadanos, si las relaciones que corren fuera de las tragedias pueden servir de algún apoyo a la verdad.

TESEO

III.— El linaje de Teseo por su padre sube a Erecteo y a los primeros autoctones, y por la madre era de los Pelópidas: porque Pélope no menos que por su gran riqueza fue por su larga descendencia señalado entre los reyes del Peloponeso, habiendo casado muchas hijas con los varones más principales y repartido muchos hijos para regir diversos pueblos. Fue Piteo uno de éstos, abuelo de Teseo, el cual, aunque le tocó una ciudad no muy populosa, como Trecene, tuvo, sin embargo, mayor nombre que todos de entendido y de muy sabio para su edad. Y a lo que se conjetura, la clase e importancia de su saber tenía analogía con el saber sentencioso que tanta opinión dio a Hesíodo en su poema Obras y días. Una de las sentencias de este poema se dice que es de Piteo, y es ésta:

Paga al amigo el precio conveniente;

lo que refiere también el filósofo Aristóteles; y Eurípides, llamando a Hipólito alumno del respetable Piteo, manifiesta bien claramente la opinión en que éste era tenido.

Hallábase, pues, Egeo sin hijos, y se dice que la Pitia le anunció aquel tan sabido oráculo, en que le prevenía no se ayuntase a mujer antes de hacer viaje a Atenas; aunque no parece lo expresó con mucha claridad: así, yendo de allí a Trecene, confirió con Piteo el anuncio del dios, que era en esta forma:

Del odre el pie que sale no desates
¡oh magno vencedor de las naciones!
sin que al pueblo de Atenas vayas antes.

Ignórase qué es lo que Piteo le aconsejó, o cómo le embaucó para que se ayuntase con Etra. Ayuntóse, y llegando a entender que era con la hija de Piteo con quien había tenido que ver, sospechoso de que podía estar encinta, le dejó un alfanje y unos coturnos, escondiéndolos debajo de una gran piedra, que tenía un hueco hecho a medida para que allí se custodiasen. Revelóselo, pues, a sola ella; prevínole que si diese a luz hijo varón, y creciendo en edad tuviese fuerza para remover la piedra y recoger las alhajas depositadas, se le enviase con ellas sin comunicarlo con nadie, y antes ocultándolo cuanto pudiese de todo el mundo; y es que tenía gran temor a los Palántidas que le armaban asechanzas y le despreciaban a causa de carecer de hijos, siendo cincuenta los que Palante había tenido: y hecho aquel encargo, se puso en camino.

IV.— Fue, pues, hijo el que Etra dio a luz, y algunos dicen que desde luego se le dio el nombre de Teseo, tomado de la postura de aquellos indicios, que en griego es Tesis; mas otros dicen que no le tuvo sino más adelante en Atenas por haber sido adoptado de Egeo. Educado al lado de Piteo, tuvo por ayo y maestro a Cónidas, al que hasta este nuestro tiempo ofrecen un carnero los Atenienses en uno de los días de las fiestas de Teseo, teniéndole en memoria y reverencia, con harta más razón que a Silanión y Parrasio, pintor y escultor de los retratos de Teseo.

V.— Era entonces costumbre que los que salían de la edad pueril fuesen a Delfos y consagrasen a Apolo en primicia su cabellera; pasó a Delfos, Teseo, y dicen que el lugar de la ceremonia de él se llama hasta el día de hoy Teseia. Afeitóse solamente la parte anterior de la cabeza como de los Abántidas lo refiere Homero, y este modo de afeitarse también por él se llamó Teseide. Fueron los Abantes los primeros que así se trasquilaron: no por haberlo aprendido de los Árabes, como creen algunos, ni por imitar a los de Misia, sino a causa de que eran guerreros amigos de combatir de cerca, e inclinados más que otros algunos a venir a las manos con los contrarios, según que en estos versos lo atestigua también Arquíloco:

No en el tender del arco,
o de las hondas en el crujir frecuente, se señalan;
sino en el campo, cuando el crudo Marte
para herir con el hierro más se ensaña:
que en esta lucha los gloriosos hijos de la Eubea
prez ilustre alcanzan.

trasquílanse, por tanto, para no dar a los enemigos el asidero de los cabellos. Y con esta misma idea se dice que Alejandro de Macedonia dio orden a sus generales para que hiciesen rasurar las barbas a los Macedonios, porque eran para los contrarios una presa que les estaba muy a la mano.

VI.— Etra tuvo siempre oculto el verdadero origen de Teseo, y Piteo había esparcido la voz de que Neptuno la había hecho madre: porque los Trecenios dan particular culto a Neptuno, siendo éste su dios tutelar, al que ofrecen las primicias de los frutos, y teniendo el tridente por la principal insignia de sus monedas. Como ya desde niño hubiese dado muestras de reunir con la fuerza y robustez del cuerpo el juicio y la prudencia, llevándole consigo Etra al sitio de la piedra y descubriéndole la verdad acerca de su nacimiento, le mandó recoger las alhajas paternas y encaminarse a Atenas. Levantó y abrió la piedra con gran facilidad; pero a que se embarcase para Atenas no pudo reducírsele, sin embargo de la seguridad de la ruta, y de que la madre y el abuelo se lo rogaron, a causa de que era expuesto hacer por tierra aquel viaje, no habiendo parte alguna del camino libre y sin peligro de ladrones y de facinerosos. Porque aquella época fue fecunda en hombres de aventajadas e infatigables fuerzas para los trabajos manuales, y de grandísima ligereza de pies; pero que en nada moderado o provechoso empleaban estas dotes, sino que se complacían en la violencia, abusaban con crueldad y aspereza de su poder, y si aspiraban a dominar, era para sujetar y destruir cuanto se les ponía por delante; pareciéndoles que la modestia, la justicia, la igualdad y la humanidad no estaban en ninguna manera bien a los que más podían, pues que si todos los otros hombres las alaban, es por falta de atrevimiento para injuriar y por miedo de ser injuriados. De éstos Heracles había deshecho y destruido a algunos en los lugares por donde pasaba; y otros, huyendo y escondiéndose mientras se hallaba presente, se habían salvado en la oscuridad; más después que Heracles cayó en la desgracia, y habiendo dado muerte a Ífito pasó a la Lidia, y allí por largo tiempo estuvo en la sujeción de Ónfala, pagando así la pena de aquel homicidio, en Lidia se disfrutó de mucha paz y quietud. Pero en la Grecia de nuevo brotaron y se extendieron las iniquidades, no habiendo ninguno que las cortase o contuviese: así que era arriesgado el viaje para los que por tierra caminaban a Atenas desde el Peloponeso; y Piteo, refiriendo quién era cada uno de aquellos ladrones y forajidos, y cuáles sus mañas para con los pasajeros, persuadía a Teseo que caminase por mar. Mas a éste ya de antiguo le abrasaba la fama de la virtud de Heracles; hablaba frecuentemente de él y oía con ansia a los que le pintaban sus hazañas, mayormente a los que le habían visto y habían estado presentes a sus discursos y sus hechos. Sucedióle entonces muy a las claras lo que largo tiempo adelante sucedió, y decía de sí Temístocles, que el trofeo de Milcíades no le dejaba dormir; pues de la propia manera, admirado éste de la virtud de Heracles, de noche soñaba en sus acciones, y de día le agitaba y electrizaba el anhelo, que siempre revolvía en su ánimo, de igualarle.

VII.— Concurría también por caso que participaban del mismo linaje, siendo hijos de primas: porque Etra era hija de Piteo, y Alcmena de Lusídica; y ésta y Piteo hermanos, como hijos de Pélope e Hipodamia: parecíale, por tanto, cosa repugnante e insufrible que aquel, discurriendo por todas partes, purgase la tierra y el mar, y que él esquivase las contiendas que ante los pies se le ofrecían, afrentando de este modo, con huir por mar, al que por voz y fama era su padre, y al que lo era en verdad, con llevarle, como indicios para ser reconocido, los coturnos y un alfanje no teñido en sangre, en vez de hacer patente con obras la excelencia de su legítimo nacimiento.

Con este espíritu y estas consideraciones se puso en camino, resuelto a no ofender por su parte a nadie; mas sí a castigar las violencias que se le presentasen.

VIII.— Y en primer lugar, en el Epidauro, a Perifetes, que usaba por arma de una maza, y por ésta era apellidado Corunetes, porque le fue a echar mano para estorbarle ir más adelante, le dio muerte; y alegre con la maza, la hizo también su arma, y siempre andaba con ella, al modo que Heracles con la piel de león: y así como en éste era aquel adorno una demostración de cuál era la fiera de que había triunfado, de la misma manera la maza significaba en Teseo que la había vencido, y que en su mano era invencible.

En el Istmo, a Sinis Pitnocampte le quitó la vida por el mismo término que él se había deshecho de muchos, sin embargo de que no lo había aprendido ni ejercitado, demostrando así que la virtud natural se aventaja a todo estudio y arte. Tenía Sinis una hija ya grande y hermosa llamada Periguna, en busca de la cual fue Teseo, porque había huido, sucedida la muerte del padre. Habíase ella retirado a un lugar poblado de mucho matorral de estebas y esparragueras; y allí, necia y puerilmente, como si estas cosas tuviesen sentido, les hacía voto con juramento de que nunca las rozaría ni quemaría si la salvaban y escondían; más habiéndola descubierto Teseo, y dándole palabra de que tendría cuidado de ella y en nada la ofendería, salió de allí, y ayuntada con Teseo, fue madre de Melanipo; pero después casó con Dioneo el de Eurito Ecaliense, por disposición del mismo Teseo. De Melanipo el de Teseo fue hijo Ioxo, el que con Órnito concurrió al establecimiento de la colonia que pasó a la Caria, de donde éstos se llamaron Ióxides, y han conservado la costumbre patria de no quemar las matas de esparraguera y de esteba, sino más bien tenerlas en honor y veneración.

IX.— Pues la cerda Cromionia, a la que llamaban la Faia, no era una fiera poco temible, sino furiosa y difícil de vencer, y con todo, saliendo del camino para que no pareciese que todo lo hacía por verse estrechado, la sobrecogió y dio muerte: porque además era de opinión que el varón virtuoso respecto de los hombres malos debía esperar a ser acometido, y entonces irse a ellos para vengarse; mas con las fieras los varones generosos conviene que se les anticipen y corran el riesgo de combatirlas de este modo. Con todo, otros dicen que la llamada Faia era mujer mala, ladrona y matadora, residente en Cromión, a la que se le daba la denominación de Cerda por sus costumbres y su vida, y que ésta fue la que murió a manos de Teseo.

X.— En los confines de Megara dio muerte, estrellándolo con las piedras, a Escirón, que según algunos robaba a los pasajeros; pero otros dicen que por malignidad y antojo presentaba a los forasteros los pies para que se los lavasen, y que dándoles en este acto de puntapiés los lanzaba al mar. Mas los escritores megarenses, luchando con el tiempo antiguo, según expresión de Simónides, se empeñan en contrarrestar esta mala fama y sostienen que Escirón, lejos de ser ladrón y malhechor, fue más bien azote de ladrones y amigo y allegado de los hombres justos y buenos. Porque Éaco es reputado por el más recto de los Griegos: a Cicreas el de Salamina se le tributan en Atenas honores divinos, y nadie hay que desconozca la virtud de Peleo y Telamón; pues Escirón fue yerno de Cicreas, suegro de Éaco y abuelo de Peleo y Telamón, nacidos de Endeida, hija de Escirón y Caricle; y no parece creíble que con hombre tan perverso habían de haber querido contraer deudo unos varones tan virtuosos, dando y recibiendo las prendas que más se quieren y estiman. Dicen, por tanto, que no fue en su primer viaje a Atenas, sino más adelante, cuando Teseo tomó a Eleusis, poseída por los de Mégara, sojuzgando a Diocles que la regía y dando muerte a Escirón: tal es la diversidad de opiniones que hay en este punto.

XI.— En Eleusis quitó la vida de Cerción luchando con él; y poco más adelante, en Hermíone, a Damasta o Procrustes, precisándole, como él lo ejecutaba con sus huéspedes, a quedar igual con su célebre lecho. Hacía todo esto en imitación de Heracles, porque también éste, defendiéndose por los mismos medios con que se le armaban asechanzas, sacrificó a Busiris, venció luchando a Anteo, dio fin en combate singular de Cicno y mató de una cabezada a Termero; de donde dicen viene el nombre de mal Termerio, porque tenía la maña de matar a los que encontraba chocando con la cabeza. A esta misma manera tomó por su cuenta Teseo castigar a los malvados, haciéndoles sufrir las mismas violencias que practicaban, y la justa pena de sus injusticias por los mismos medios de que se valían.

XII.— Siguiendo su camino, y llegado que hubo al Cefiso, le salieron al paso algunos del linaje de los Fitálidas y le saludaron los primeros; pidióles que le purificasen, y habiéndole expiado según sus ritos, y hecho a los Dioses propiciatorio sacrificio, le agasajaron en su casa, no habiendo sido antes recibido humanamente por ningún otro en todo el camino; y se dice que llegó a la ciudad el día octavo del mes Cronio, que ahora llaman Hecatombeón. Entrando en ella, halló las cosas públicas en confusión y desorden, y las particulares de Egeo y su casa también en mal estado porque Medea, refugiada allí de Corinto, había ofrecido a Egeo remediarle con hierbas en la falta de hijos, y se había ayuntado con él. Malicióse ella algo de Teseo, y a Egeo, que nada conoció, y que por ser muy anciano y por la sedición de todo se asustaba, le persuadió que, convidando a Teseo como huésped, con un veneno se deshiciesen de él. Fue Teseo al convite, y no le pareció oportuno decir desde luego quién era, sino dar ocasión a que aquel le reconociese; y como se hubiesen puesto carnes en la mesa, desenvainó el alfanje en acto de irlas a partir; y así fue como se manifestó. Advertido esto al punto por Egeo, arrojó al suelo la taza del veneno, y asegurado de que era su hijo, le saludó como tal, congregó a los ciudadanos, y se lo dio a reconocer, recibiéndole ellos de muy buena voluntad por su gran valor. Hay tradición de que, derribada la taza, el veneno cayó donde está ahora la verja en el Delfinio, porque la casa de Egeo venía a estar allí; y el Hermes que está al oriente del templo se dice el de las puertas de Egeo.

XIII.— Hasta entonces los Palántidas habían estado con la esperanza de alzarse con el reino, muriendo Egeo sin hijos; pero declarado ya Teseo por sucesor, llevando muy a mal que ya antes hubiese reinado Egeo, que fue adoptado por Pandión, y ningún parentesco tenía con los Erecteidas, y que en seguida reinase Teseo con ser forastero y advenedizo, les movieron guerra; y repartiéndose, los unos con el padre se encaminaron al descubierto desde Esfeta a la ciudad, mientras los otros, ocultándose en Gargueto, se ponían en celada para acometer por dos partes a los contrarios. Tenían cerca de sí un heraldo llamado Leos, que era de Agnusia, y éste dio parte a Teseo de lo que por los Palántidas se disponía; con lo que, cayendo súbitamente sobre los que estaban en celada, a todos los destrozó, y los que estaban con Palante, con esta noticia se dispersaron. Es fama que desde entonces no hay enlaces entre los del barrio de los Polenios y los Agnusios, ni entre ellos hacen sus proclamas los heraldos con la fórmula usual: oid, leoi, esto es, pueblos; porque aborrecen aquel nombre a causa de la traición del que le llevaba.

XIV.— Queriendo después Teseo estar ejercitado y juntamente hacerse popular, se fue en busca del toro Maratonio, que hacía grandes daños a los habitantes de Tetrápolis, y habiéndole echado mano, lo presentó vivo, llevándolo por la ciudad, y después lo sacrificó a Apolo Delfinio.

Por lo que hace a Hécala, y lo que de ella vulgarmente se refiere de su hospedaje y recibimiento, parece que no del todo carece de verdad; porque los pueblos del contorno reunidos ofrecían el sacrificio Hecalesio a Júpiter Hecalio, y veneraban a Hécala, llamándola cariñosamente Hecalita, en conmemoración de que ella misma, siendo todavía muy joven Teseo, le había hospedado, saludándole blandamente como lo hacen los ancianos, y regalándole con iguales caricias; y como al salir Teseo al combate hubiese hecho voto por él a Júpiter de hacerle sacrificio si salía salvo, y ella en tanto hubiese fallecido antes de su vuelta, recibió el retorno de su buen hospedaje por orden de Teseo, según lo refiere Filócoro.

XV.— Poco más adelante vinieron por la tercera vez de Creta los que cobraban el tributo. Sucedió que habiéndose formado idea de que Androgeo había sido muerto a traición en el Ática, Minos, por su parte, había hecho graves daños a los habitantes moviéndoles guerra; y además una fuerza superior había asolado aquella comarca, viniendo sobre ella esterilidad y peste, y hasta los ríos se retiraron. Ordenóles el oráculo que aplacasen a Minos y se reconciliasen con él, que con esto se apaciguaría la cólera divina y respirarían de sus males: enviáronle, pues, mensajeros, e hiciéronle ruegos, y pactaron, según que en ello convienen los más de los escritores, que por nueve años le enviarían en tributo siete mancebos y otras tantas doncellas. Llegados a Creta estos jóvenes, las fábulas trágicas nos dan a entender que eran en el Laberinto despedazados por el Minotauro, o que perdidos en sus rodeos, y no pudiendo acertar con la salida, allí perecían; y que el Minotauro era, como lo expresa Eurípides, Monstruosa prole de biforme aspecto; y que había nacido De toro y hombre con mezclados miembros.

XVI.— Mas Filócoro dice que los Cretenses no admiten esta narración, sino que dicen que el Laberinto era una fortaleza, sin tener otra cosa de malo que el no poder los presos huir de ella; y como Minos celebrase combates solemnes en memoria de Androgeo, a los vencedores les entregaba por premio aquellos jóvenes, custodiados hasta aquel punto en el Laberinto; y en los primeros combates quedó vencedor un cretense, que tenía el mayor valimiento con Minos y era su general, llamado Tauro, hombre nada suave y blando de carácter, que trataba con altanería y crueldad a los jóvenes Atenienses. El mismo Aristóteles, hablando del gobierno de los Boteos, manifiesta bien claramente no haber creído nunca que Minos hubiera dado muerte a aquellos jóvenes, sino que hasta la vejez quedaron en Creta como jornaleros. Ocurrió después que, cumpliendo los Cretenses un voto antiguo, enviaron a Delfos las primicias de los varones, y entonces pasaron allá también mezclados los descendientes de aquellos; mas como no les fuese posible ganar allí su vida, primero se trasladaron a Italia, y habitaron hacia Iapigia; pero luego se encaminaron a la Tracia, y tomaron el nombre de Boteos; de donde proviene que las doncellas boteas, celebrando cierto sacrificio, entonan este cantar: Vámonos a Atenas.

Y en verdad que debió tenerse por muy expuesto ponerse mal con una ciudad que tenía voz y letras; así es que Minos siempre ha sido desacreditado y maltratado en los teatros áticos, cuando no se detuvieron en llamarle, Hesíodo muy regio, y Homero familiar del mismo Júpiter; pero tomándole por su cuenta los compositores de tragedias, desde las tablas y la escena le cubrieron de ignominia como hombre fiero y violento, siendo así que, por otra parte, es comúnmente sabido que Minos fue rey y legislador, y Radamanto juez y celador de las rectas determinaciones de aquel.

XVII.— Llegado, pues, el tiempo del tercer tributo, habiendo de presentarse para la suerte los padres que tenían hijos mancebos, se suscitó contra Egeo gran rumor entre los ciudadanos, quejándose éstos y lamentándose de que, con ser la causa de todo, sólo él en nada participaba del castigo, y habiendo traído al mando a un joven bastardo y extranjero, ninguna cuenta hacía de que a ellos les quitaba sus hijos legítimos y los dejaba en orfandad. Incomodó esto a Teseo, y no queriendo desentenderse de lo que era justo para entrar a la parte con los ciudadanos en aquel infortunio, voluntariamente se presentó, sin ser sorteado. Maravillosa pareció esta resolución a todos, y mereció aplausos su popularidad; y Egeo, cuando vio que ni por ruegos ni por instancias pudo disuadirle o apartarle de aquel propósito, sorteó los demás mancebos.

Mas Helanico es de opinión que no eran sorteados los jóvenes y las jóvenes que la ciudad entregaba, sino que el mismo Minos pasaba allá y los elegía, y que el primero eligió a Teseo conforme al convenio; siendo lo convenido que los Atenienses darían la nave; que embarcándose los mancebos con Minos, no llevarían consigo ninguna arma de guerra, y que muerto el Minotauro, cesaría la pena.

En los principios, pues, ninguna esperanza de salud había; por tanto, como en una calamidad manifiesta, ponían en la nave vela negra; pero entonces, alentando Teseo a su padre, y gloriándose de que había de sujetar al Minotauro, dio el padre al comandante de la nave otra vela blanca, previniéndole que a la vuelta, si Teseo regresaba salvo, enarbolase la vela blanca, y si no, navegase con la negra, como indicio de su desgracia. Simónides dice que la vela entregada por Egeo no fue blanca, sino purpúrea, teñida con el jugo de una encina que estaba en su mayor lozanía, y que ésta fue la que dio por señal de volver con bien. Fue gobernador de la nave Amarsíada Fereclo, según Simónides; pero Filócoro dice que Teseo tomó por gobernador en Salamina por dirección de Esciro, a Nausítoo, y por comandante en la proa a Féaco, porque todavía los Atenienses no se habían dado a las cosas de mar, y acontecía ser uno de los mancebos un nieto de Esciro, llamado Menestes. Concuerda con esto haberse puesto por Teseo en el Falero, en el templo de Esciro, los monumentos de Nausítoo y Féaco; y dícese también que la fiesta llamada Gubernesia es a éstos a quienes se dedica.

XVIII.— Hecho el sorteo, tomando Teseo consigo en el Pritaneo a los sorteados, y pasando al Delfinio, hizo por ellos su ofrenda a Apolo; siendo ésta un ramo del olivo sagrado, coronado con una banderola de lana blanca; con lo que, hechas sus plegarias, bajó al mar el día seis del mes Munuquión, el mismo en que todavía van al Delfinio a hacer invocaciones las doncellas. Refiérese también que de Delfos se le ordenó por el dios que llamara a Venus a la parte en el mando, y a que le hiciese compañía en la navegación; y que haciéndole en el mar sacrificio de una res cabría, que era hembra, se le convirtió por sí en macho cabrío, y de aquí le viene a la diosa el apellidarse Epitragia.

XIX.— Arribado a Creta, según se escribe y canta por los más, recibiendo de Ariadna, que de él se enamoró, el hilo, e instruido de cómo se podía salir de los rodeos del Laberinto, dio muerte al Minotauro, y regresó trayendo consigo a Ariadna y a los mancebos. Ferecides añade que Teseo desfondó las naves cretenses para estorbar que le persiguiesen; y Demón refiere que fue muerto Tauro, el general de Minos, en el puerto, combatiendo por mar con Teseo a su llegada. Mas Filócoro nos dejó escrito que celebrando Minos combate solemne, miraba con envidia que se tuviese por cierto que Tauro había de vencerlos a todos; porque aun a éste era odioso su poder a causa de su carácter, y se le achacaba que: tenía amores con Pasifae, por lo que, deseando luchar Teseo, vino en ello Minos. Era costumbre en Creta que también las mujeres presenciasen los combates, y asistiendo a éste Ariadna, se enamoró a la vista de Teseo, y se maravilló al ver que los vencía a todos. Contento también Minos con que hubiese vencido y humillado a Tauro, entregó a Teseo los mancebos, y levantó a la ciudad el tributo.

Mas estas cosas las refiere de un modo particular y con mayor extensión Cleidemo; y tomando el origen de más arriba, dice que era estatuto común de los Griegos que ninguna nave se había de dar al mar por ningún caso con más de cinco hombres; y sólo Jasón, que mandaba la nave Argo, podía navegar fuera de esta regla para acabar con los piratas. Huyó Dédalo de Creta a Atenas en un barco; y yendo Minos en su seguimiento con buques mayores, en contravención de los estatutos, fue por una tempestad arrojado a Sicilia, y allí terminó su vida. Su hijo Deucalión, que no estaba bien con los Atenienses, envió a pedir que le entregasen a Dédalo, amenazando, si no, de dar muerte a los jóvenes que Minos había recibido en rehenes. Teseo le respondió blandamente, excusándose con que Dédalo era su primo y de su mismo linaje, por ser su madre Mérope la de Erecteo; pero trató de equipar armada, parte en el barrio de los Tumátidas, lejos del camino público, y parte en Trecene, por medio de Piteo, porque quería no se descubriese. Así, cuando estuvo pronto, dio la vela, llevando a Dédalo y los demás desterrados de Creta por caudillos, sin que nadie tuviese de ello noticia, y antes imaginando los Cretenses que eran naves amigas. Apoderóse del puerto, y pasó prontamente a la ciudad de Gnoso, donde, trabando pelea a las puertas del Laberinto, dio muerte a Deucalión y sus guardas. Encargóse con esto de los negocios Ariadna, con la cual hizo un tratado, por el que recibió los jóvenes y se entabló amistad entre los de Creta y Atenas, con juramento de no volver a la guerra.

XX.— Acerca de estos sucesos y de Ariadna corren otras relaciones, en las que nada hay de cierto ni averiguado: porque unos dicen que con un lazo se quitó la vida, viéndose abandonada de Teseo; y otros que, conducida a Naxos por los marineros, se ayuntó con Ónaro, sacerdote de Baco, después que Teseo la dejó por otro amor.

De Egle Panopeide
el amor insufrible le aquejaba.

Esto se decía en un verso de Hesíodo, el que Hereas Megarense afirma haber sido suprimido por Pisístrato; así como por el contrario añadido en el Nekia o epicedio de Homero otro en esta sentencia:

Teseo y Pirítoo, ínclitos hijos de los sacros Dioses;

lo uno y lo otro para lisonjear a los Atenienses. Otros quieren que de Teseo hubiese dado a luz Enopión y Estáfilo; y de este número es Ion de Quío, el cual dice de su patria:

Fundóla Enopión, el de Teseo.

Lo que en esta materia refieren como más corriente los mitólogos, anda, como suele decirse, en la boca de todos; pero Peón Amatusio hizo un tratado particular, en el que cuenta que Teseo fue arrojado por la tempestad a Chipre en ocasión que llevaba consigo a Ariadna, que estaba encinta, la cual llegó en muy mal estado por la navegación, y muy disgustada porque se la ponía en tierra sola (puesto que Teseo se hubo de hacer de nuevo a la mar en socorro del barco); que las mujeres del contorno se encargaron de ella y la asistieron, hallándola muy desalentada por verse sola, tanto, que fingieron cartas como que Teseo le escribía, tomaron parte en sus dolores, y le dieron todo auxilio; mas al fin murió y le dieron sepultura, sin que hubiese parido: que sobreviniendo después Teseo, tomó gran sentimiento, y entregando una suma a aquellos habitantes, les ordenó que sacrificasen en honor de Ariadna, e hizo labrar dos idolitos, uno de plata y otro de bronce; que en el sacrificio, que es en el día 2 del mes Gorpieo, uno de los mancebos acostado grita y remeda las mujeres que están con dolores de parto; y finalmente, que los Amatusios al lugar en que muestran su sepulcro le llaman la selva de Venus Ariadna. Algunos de Naxos hacen también su particular historia, y dicen que hubo dos Minos y dos Ariadnas, de las cuales una casó con Baco en Naxos, y de ella nació Estáfilo; y la otra, más moderna robada por Teseo, fue abandonada por él, y vino después a Naxos, y con ella su nutriz, llamada Corcina, cuyo sepulcro se muestra todavía; que también Ariadna murió allí, y se le tributan honores, aunque no como a la primera, porque a ésta se la festeja con alegría y con juegos, y los sacrificios que se hacen a la segunda van mezclados con llanto y con sollozos.

XXI.— Dando la vela de Creta, navegó a Delos; y haciendo sacrificio al dios, y colgando en su templo la señal amatoria que recibió de Ariadna, danzó con los otros mancebos un baile, el que se dice que todavía conservan los Delios, y es una representación de los rodeos y salidas del Laberinto, que se ejecuta a un cierto son con enlaces y desenlaces por aquella forma; y a este género de baile, según Dicearco, le llaman la Grulla. Danzóle Teseo alrededor del ara, dicha Queratona, por haberse formado de astas, todas del lado siniestro. Añaden que también celebró combates en Delos, y que por la primera vez se dieron entonces por él palmas a los vencedores.

XXII.— Llegados a la vista del Ática, olvidósele al mismo Teseo, y olvidóse también al comandante enarbolar la vela blanca, con que habían de anunciar a Egeo que tornaban salvos, por lo que, desesperanzado éste, se arrojo de un precipicio y acabó consigo. Entrado en el puerto Teseo, ofreció a los Dioses en Falero los sacrificios que les había votado al embarcarse, y envió a la ciudad un heraldo con la nueva de su feliz arribo. Encontró éste a muchos haciendo duelo por la muerte del rey; pero a los más, como era justo, muy alegres y dispuestos a regocijarse con ellos, y ofrecerles coronas por su vuelta. Recibiendo, pues, las coronas, adornó con ellas su caduceo, y volviendo al mar cuando todavía Teseo no había hecho las libaciones, se quedó a la parte de afuera, no queriendo impedir el sacrificio; mas acabado éste, dio la nueva de la muerte de Egeo, por lo que con llanto y aflicción se apresuraron a subir a la ciudad. De aquí trae origen el que en las fiestas oscoforias se adorna con corona, no el heraldo, sino el caduceo, y que los circunstantes exclaman ¡ea! ¡ea! ¡ay! ¡ay! durante las libaciones; de los cuales gritos en el uno suelen prorrumpir los que se apresuran o cantan victoria, y el otro es de pasmo y aflicción.

Habiendo dado sepultura al padre, cumplió Teseo su voto a Apolo el día 7 del mes Paunepsion, porque en éste subieron salvos del mar a la ciudad. La costumbre de cocer las legumbres en este día dicen que se hace porque, salvos, recogieron lo que del rancho había quedado, y lo cocieron en una misma olla, y lo comieron juntos; y se lleva también enhiesta a Eiresíone (esto es, el ramo de olivo adornado de vendas de lana), como se hizo con la ofrenda, colgando de él las primicias de diversos frutos, en señal de haber cesado en el Ática la esterilidad, cantando estos versos:

Llevas higos ¡oh ramo! y huecas tortas;
en escudilla miel, aceite rico;
y para que en beodez tu sueño duermas,
en honda taza rebosante vino.

Aunque algunos dicen que estas ceremonias se hacen así en memoria de los Heraclidas, que fueron de este modo mantenidos por los Atenienses; pero los más las explican como se deja dicho.

XXIII.— La nave de treinta remos en que con los mancebos navegó Teseo, y volvió salvo, la conservaron los Atenienses hasta la edad de Demetrio Falereo, quitando la madera gastada y poniendo y entretejiendo madera nueva; de manera que esto dio materia a los filósofos para el argumento que llaman aumentativo, y que sirve para los dos extremos, tomando por ejemplo esta nave, y probando unos que era la misma, y otros que no lo era. Celébranse las fiestas escoforias por institución de Teseo, con ocasión de que no llevó consigo todas las doncellas sorteadas, sino que, de entre los jóvenes sus amigos, a dos demasiado tiernos y de aspecto femenil, aunque por otra parte de ánimos valientes y arrojados, con baños calientes, con la vida casera, y con los adobos y afeites de que usan las mujeres en cuanto al cabello, la delgadez del cuerpo y el color, les hizo tomar otra forma; y enseñándoles también a tomar la voz, el aire y el andar de las mujeres, sin que nada contrario se descubriese, los agregó al número de las doncellas, no habiéndolo advertido nadie. A la vuelta anduvo en pompa por la ciudad, llevando consigo a los mancebos con el traje que ahora se visten los que llevan los ramos con frutas, y los llevan en veneración de Baco y Ariadna para seguir la fábula, o quizá más cierto, porque la vuelta fue entrado el otoño; y las dipnóforas, o sirvientas del banquete, se acercan y participan del sacrificio, en imitación de las madres de los sorteados, que iban y les llevaban pescados y otros manjares. Cuéntanse asimismo fábulas, porque se dice que éstas entretenían y alentaban con consejas a sus hijos: todo lo que refirió también Demón. Erigiósele además un templete, y determinó que, por las casas sujetas al tributo, se le pagasen para el sacrificio ciertos réditos, quedando encargado de éste los Fitálidas, en retorno de su buen hospedaje.

XXIV.— Después de la muerte de Egeo, concibió Teseo una empresa grande y admirable, que fue la de reunir en una sola ciudad a todos los que habitaban el Ática, haciéndoles aparecer un mismo pueblo, siendo así que antes andaban esparcidos, y daban muestras de no poder ser enlazados con el vínculo de la utilidad común. Pues con todo de que antes estaban tan discordes, y aun se hacían mutuamente la guerra, yendo de unos en otros, los persuadió por barriadas y por familias; y lo que es los particulares y los pobres cedieron fácilmente a sus exhortaciones; pero a los de más cuenta fue preciso proponerles un gobierno no monárquico, sino popular, en el que a él no le quedase más que el mando de la guerra y la custodia de las leyes, guardándose igualdad en todo lo demás; y unos entraron en ello por persuasión, y otros, temiendo su poder, que era grande, y su resolución, tuvieron por mejor partido ceder, como convencidos también, que ser obligados por la fuerza. Disolviendo, pues, las presidencias y senados particulares, e instituyendo una presidencia y un senado para todos, como ahora se practica, a la ciudad la llamó Atenas y estableció también el sacrificio común, llamado panatenea. Hizo asimismo el sacrificio de la reunión, llamado metecias, en el día diez y seis del mes Hecatombeón, que todavía se celebra. Renunciando, por tanto, la autoridad real, como a ello se había allanado, iba ordenando su gobierno, haciendo principio por los Dioses; porque le vino de Delfos, consultado el dios, este oráculo acerca de la ciudad:

¡Egeide Teseo, procreado
de la Piteide Etra! Mi alto padre
a tu ciudad la suerte ha vinculado
y la prosperidad de mil ciudades.
De ánimo en los trabajos no decaigas,
que, cual odre flotante,
entero y sano surcarás los mares.

Que viene a ser lo mismo que, según se dice, profetizó más adelante la Sibila a la ciudad, diciendo: De odre a la semejanza te mojarás; hundirte no es posible.

XXV.— Deseando amplificar más la ciudad, admitía a todos a la participación de los mismos derechos, y aquel pregón solemne: Venid acá todos, oh pueblo, se dice que es de Teseo, que se proponía establecer una junta general de todos. Sin embargo, no dejó de considerar que de la reunión y mezcla de la muchedumbre sin discernimiento resultaría una democracia desordenada; así, fue el primero que formó la distinción de patricios, labradores y artesanos, concediendo a los patricios conocer acerca de las cosas divinas, que de ellos se tomasen los Arcontes, y ser los maestros de las leyes y los intérpretes de las cosas santas y sagradas; en lo demás, le pareció que se guardaba la igualdad propuesta con que, si los patricios sobresalían en razón de la opinión, los labradores sobresalían en razón de la utilidad, y los artesanos, en el número. De que fue el primero que propendió a la muchedumbre, como se explica Aristóteles, y desistió de reinar, parece que también Homero nos da testimonio, no nombrando en el catálogo de las naves, por lo respectivo a Atenas, más que al pueblo.

Acuñó asimismo moneda, grabando en ella un buey, o por el toro Maratonio, o por el general de Minos, o por inclinar a los ciudadanos a la agricultura; y de aquí se dice que vinieron los dichos de: vale cien bueyes, vale diez bueyes. Habiendo agregado al Ática con toda seguridad el territorio de Mégara, levantó en el Istmo aquella celebrada columna, poniendo en dos trímetros las inscripciones que notaban la división de los términos, de las cuales la de la parte de oriente decía:

No es ya Poloponeso, sino Jonia;

y la de occidente:

Esto es Peloponeso, no ya Jonia.

Instituyó el primero combates solemnes, en emulación de Heracles; aspirando a la honra de que así como por aquel celebraban los griegos los juegos olímpicos en honor de Júpiter, celebrasen por él los ístmicos, en honor de Neptuno; pues la solemnidad establecida allí antes en honor de Melicerte se celebraba de noche, y así, más parecía iniciación que espectáculo o concurso general. Algunos dicen que los juegos ístmicos se establecieron en memoria de Escirón, viéndose Teseo precisado a purificarse de su muerte, a causa del parentesco, porque Escirón era hijo de Caneto y Heníoca la de Piteo: mas otros dicen que lo era Sinis, y no éste, y que por Sinis, y no por él, instituyó Teseo los juegos. Dispuso igualmente, y contrató con los de Corinto, que a los atenienses que concurriesen a los juegos se les habían de poner asientos de precedencia en tanto terreno como el que cubriese la vela de la nave de la Teoría, según que así lo refieren Helanico y Andrón de Halicarnaso.

XXVI.— Hizo viaje al Ponto Euxino, según Filócoro y algunos otros, militando con Heracles contra las Amazonas, y recibió a Antíope como premio de su valor; pero los más, y entre los Ferecides y Helanico, y Herodoro, dicen que fue más adelante cuando Teseo hizo esta navegación con tropas de su mando, y tomó como cautiva a Antíope, lo que es más verosímil, porque no se dice de ningún otro que llevase cautiva una Amazona. Bión aun añade que arteramente se apoderó de ésta, y luego se retiró, porque, siendo las Amazonas por índole no desafectas a los varones, no huyeron cuando Teseo se presentó en el país, sino que más bien le enviaron presentes; pero llamando éste, y atrayendo a la nave a la que los conduela, luego que la recibió a bordo se hizo a la vela.

Cierto Menecrates, que dio a luz una historia de la ciudad de Nicea en Bitinia, refiere que Teseo, teniendo ya en su poder a Antíope, se detuvo en aquella comarca; y como diese la casualidad de que sirviesen con él tres jóvenes de Atenas, hermanos, llamados Euneo, Toante y Soloonte, éste se enamoró de Antíope, lo que encubrió a los demás, y sólo lo reveló a uno de sus amigos; hizo conversación de ello con Antíope, la que desechó resueltamente semejante propuesta; pero la llevó con prudencia y sosiego, sin dar parte de ella a Teseo; mas Soloonte, cuando ya desesperó, se echó en un río, y pereció, con lo que Teseo vino en conocimiento de lo ocurrido con aquel joven y de la causa de ello, haciéndosele muy sensible. Pensando en este disgusto, trajo a la memoria cierto oráculo de la Pitia de Delfos, por el que se le ordenaba que cuando en cierta expedición estuviese demasiado triste y angustiado, fundase allí una ciudad, dejando en ella por prefectos a algunos de los que le acompañasen; de resultas de lo cual, a la ciudad que fundó le dio el nombre de Pitópolis, y al río próximo el de Soloonte, en honor de aquel mancebo; y a sus hermanos los dejó, como quien dice, por prefectos y legisladores, y con ellos también a Hermo, de la clase de los patricios en Atenas; del que cierto sitio es llamado casa de Hermes por los Pitopolitas, que malamente abrevian la segunda silaba, y trasladan al dios el honor hecho al héroe.

XXVII.— Y ésta fue la ocasión que tuvo la guerra de las Amazonas, la cual fue obra ardua y más que de mujeres, porque no hubieran tenido sus reales dentro de los muros, ni la batalla se habría dado tan sobre nosotros, entre el Pnix o Foro y el Museo, si para entrarse en la ciudad no hubieran antes sojuzgado el país. El que atravesando el Bósforo cimerio en el tiempo que estaba helado se hubiesen puesto de la parte acá, como lo escribió Helánico, es cosa que se resiste; pero que tuvieron sus reales en la ciudad se confirma con los nombres mismos de los sitios, y con las sepulturas de las que murieron. Por bastante tiempo hubo reparo y cuidado en venir a las manos; pero, finalmente, Teseo, habiendo ofrecido víctimas al Miedo, en cumplimiento de un oráculo, las acometió; y la batalla se dio en el mes Boedromión, en el que todavía los atenienses hacen los sacrificios llamados Boedromios; y Cleidemo, queriendo dar cuenta menuda de todo, refiere que la izquierda de las Amazonas se dirigió hacia el sitio que todavía se llama el Amazonio, y por la derecha, se encaminaron al Pnix, por la parte de Crisa; que los atenienses vinieron a combatirlas desde el Museo, habiendo sepulcros de las que murieron en las inmediaciones de la plaza, que más allá del monumento de Calcodonte da a las puertas llamadas ahora Piraicas; desde donde fueron éstos rechazados hasta las Euménides, cediendo el campo a las mujeres; pero que sobreviniendo después por el Paladio, el Ardeto y el Liceo, arrollaron la derecha hasta los reales, con muerte de muchas de ellas; y que al cuarto mes se hizo un tratado por mediación de Hipólita, porque Cleidemo llama Hipólita a aquella con quien había casado Teseo, y no Antíope. Otros dicen que esta Amazona había perecido peleando en compañía de Teseo, pasada por Molpadia con una saeta, y que la columna que hay junto al templo de la Tierra Olimpia puso en memoria de ésta: no siendo de extrañar que sobre cosas tan antiguas ande vacilante la historia, porque también se dice que las Amazonas heridas fueron enviadas ocultamente por Antíope a Calcis, donde hallaron auxilio, y que algunas fueron allí sepultadas en el sitio que aún hoy se llama el Amazonio. De que la guerra acabó con un tratado, dan testimonio la denominación de un sitio junto al Teseón, que por el juramento se llama Horcomosio, y el sacrificio que de antiguo antes de las fiestas de Teseo se hace a las Amazonas. Los de Mégara enseñan asimismo un sepulcro de Amazonas en su territorio, como se va de la plaza al sitio llamado Rous; es un edificio en forma de rombo. Dícese que en Queronea murieron otras y fueron sepultadas junto al arroyo, que antes, según parece, se llamaba Termodonte, y ahora Aimón; de lo que hemos tratado en la Vida de Demóstenes. Aun por la Tesalia se ve que no pasaron ociosas las Amazonas, pues que se muestran también sepulcros de algunas hacia Escotusia y las Cinocéfalas.

XXVIII.— Y acerca de las Amazonas esto es lo que hay digno de memoria, pues lo que escribió el poeta autor de la Teseida sobre la sublevación de las Amazonas, haciendo que Antíope se conmoviese contra Teseo porque se desposaba con Fedra, que las Amazonas la vengasen, y Heracles las venciese, manifiestamente tiene la traza de fábula y conseja. Muerta Antíope, casó con Fedra, teniendo, en hijo de Antíope a Hipólito, o, como dice Pindaro, a Demofoonte. Y por lo que hace a los infortunios que por ésta y el hijo le sobrevinieron, como la historia en nada contradice a las tragedias, hemos de suponer que pasaron como todos los poetas los refieren.

XXIX.— Corren todavía otras narraciones, que no han salido a la escena, acerca de otros casamientos de Teseo, que ni tuvieron justos principios ni felices fines: porque se cuenta que robó a una doncella llamada Anajo, de Trecene, y que habiendo dado muerte a Sinis y a Cerción, se ayuntó con las hijas de éstos; que se casó con Peribea, madre de Áyax, además con Ferebea, y con Iopa la de Íficles. Por otra parte, el haberse enamorado de Ege la de Panopeo es la causa que dan, como ya hemos dicho, para el abandono de Ariadna, tan feo y tan injusto; y, finalmente, se habla del rapto de Helena, que atrajo la guerra al Ática, y para el mismo Teseo terminó en destierro y perdición, sobre lo que hablaremos luego.

En la edad aquella a los varones alentados se les ofrecieron muchas ocasiones en que dar pruebas de su esfuerzo, y con todo es de opinión Herodoro de que en ninguna tomó parte Teseo, sino sólo con los Lapitas en la guerra contra los Centauros; pero para eso otros dicen que aun con Jasón pasó a Colcos, y con Meleagro intervino en la persecución del jabalí; y de aquí el proverbio: No sin Teseo; que éste, sin necesitar de nadie que le auxiliase, había acabado muchos y señalados combates, y la expresión otro Heracles se había hecho propia. Auxilió también a Adrasto a recobrar los cadáveres de los que habían muerto bajo el alcázar cadmeo, no como lo refiere Eurípides en su tragedia, venciendo en batalla a los Tebanos, sino por medio de la persuasión y de un tratado, porque así es como lo cuentan los más, diciendo Filócoro que éste fue el primer ejemplar de tratado hecho para recoger los cadáveres. Con todo, en la Vida de Heracles tenemos escrito haber sido éste el primero que entregó los muertos a sus enemigos. Muéstranse los sepulcros de los más en Eleuterias y de los jefes en Eleusina; haciendo en este Teseo un obsequio a Adrasto. Concuerda con la tragedia Las suplicantes, de Eurípides; la de los Eleusinios, de Esquilo, en la que se introduce a Teseo haciendo esta misma relación.

XXX.— En cuanto a su amistad con Pirítoo, dícese que se concilió de esta manera: tenía Teseo gran renombre de fuerza y de valor; queriendo, pues, Pirítoo tomar de ello conocimiento y probarle, se llevó de Maratón los bueyes que aquel allí tenía; y sabiendo que le perseguía armado, no huyó, sino que más bien retrocedió, y le salió al encuentro. Luego que estuvieron a la vista, cada uno admiró la belleza y resolución del otro; trabaron sí combate; pero Pirítoo, alargando el primero la mano, puso en la de Teseo que fuese juez de aquel robo, porque de buena voluntad se sujetaría a la pena que determinase. Teseo le remitió la pena, y le brindó con ser su amigo y aliado; por lo que hicieron entre sí amistad jurada.

Casóse de allí a poco Pirítoo con Deidamia, y convidó a Teseo a que asistiese, reconociera aquella comarca, y se uniera con los Lapitas. Sucedió que también fueron convidados al banquete los Centauros, los cuales insolentándose en demasía, como después ya acalorados con el vino se desmandasen con las mujeres, los Lapitas se movieron a tomar venganza, y a unos dieron muerte, y a otros, venciéndolos en batalla, al fin los arrojaron del país, auxiliándoles y venciendo con ellos Teseo. Herodoro dice que esto no pasó así, sino que encendida ya la guerra Teseo acudió a auxiliar a los Lapitas; y entonces por la primera vez conoció de vista a Heracles, habiendo puesto por obra el ir a encontrarse con él cerca de Traquina, cuando ya reposaba de sus peregrinaciones y trabajos, y habiéndose hecho el encuentro con mucho honor y aprecio, y con grandes alabanzas de una y otra parte. Mas, sin embargo, mayor asenso debe darse a los que refieren que se habían juntado otras muchas veces, y que la iniciación de Heracles se hizo a solicitud de Teseo, y también la purificación que la precedió, y se tuvo en aquel por necesaria, a causa de algunas acciones inconsideradas.

XXXI.— Siendo ya de cincuenta años, como dice Helánico, tuvo lugar el robo de Helena, todavía pequeña; por lo que algunos, para dar otro viso a ésta, que fue la más grave de cuantas cosas en él se reprenden, dicen no haber sido Teseo el que robó a Helena, sino que habiéndola robado Idas y Linceo, y entregándosela en depósito, la retuvo, y no quiso restituirla a los Dióscuros que la reclamaban; o de otro modo, que entregándosela Tíndaro, por temer a Enarsforo el de Hipocoonte, como por fuerza, se entregó de Helena todavía niña; pero lo más verosímil y confirmado con más testimonios es lo siguiente. Pasaron ambos a Esparta, y robando a esta doncella a tiempo que ejecutaba una danza en el templo de Ártemis Ortia, echaron a huir; y como los que fueron enviados en su seguimiento no hubiesen llegado sino poco más allá de Tegea, libres ya de miedo, y traspuestos del Peloponeso, hicieron pacto de que aquel a quien le tocase la suerte recibirla por mujer a Helena; pero éste había de ayudar al otro a proporcionarse otra boda. Echadas las suertes, conforme a este convenio, le tocó a Teseo, y entregándose de aquella doncellita, que todavía no estaba en sazón de casarse, la llevó a Afidnas, donde, poniéndola al lado a su madre Etra, la entregó a un Afidnense amigo suyo, encargándole la tuviese en seguridad y la guardase de todos los demás. Dando después su asistencia a Pirítoo, se dirigió con él al Epiro en busca de la hija de Aidíneo, rey de los Molosos, el cual dando a su mujer el nombre de Perséfone, a su hija el de Core, y el de Cerbero a un perro, había decretado que los pretendientes de su hija combatiesen con éste, y la alcanzara el que lo venciese; mas habiendo entendido que éstos no venían como pretendientes, sino como raptores, los prendió, y de Pirítoo al punto se deshizo, despedazándolo el perro; pero a Teseo lo mantuvo en prisiones.

XXXII.— A esta sazón Menesteo, hijo de Peteo, que lo fue de Orneo, y éste de Erecteo, siendo, según se cuenta, el primero que concibió el plan de hacerse enteramente popular y hablar según su gusto a la muchedumbre, sublevó e irritó a los principales, que ya de suyo no se acomodaban al mando de Teseo, estando en la opinión de que, con reunirlos a todos en una ciudad sola, había quitado a cada uno de los patricios su mando y autoridad propia, para sujetarlos y esclavizarlos a todos ellos: indispuso también y alborotó a los demás con decirles que se les había puesto ante los ojos como un sueño de libertad, y en el efecto se les había privado de sus patrias y templos, para que en lugar de muchos justos y legítimos reyes sólo acatasen por señor a un extranjero advenedizo. Mientras él traía entre manos estas cosas, dio gran fuerza a estas novedades la guerra con la venida de los Tindáridas; habiendo quien diga que vinieron precisamente a instigación de aquel. Y al principio ninguna hostilidad cometieron: solamente reclamaban a su hermana Helena; pero habiéndoseles respondido por los de la ciudad que ni la tenían ni sabían dónde paraba, trataron de recurrir a las armas; entonces Academo les reveló que estaba oculta en Afidnas, habiéndolo entendido no se sabe cómo: por lo cual en vida le tuvieron el honor los Tindáridas, y después en las muchas ocasiones que los Lacedemonios hicieron incursión en el Ática, y talaron todo el país, respetaron a la Academia por consideración a Academo; pero Dicearco refiere que de Arcadia vinieron en el ejército con los Tindáridas Equedemo y Marato, y que del primero tomó nombre la Academia, y el pueblo de Maratón del segundo, que voluntariamente se entregó a la muerte, adelantándose a las filas, conforme a cierto oráculo. Encaminándose, pues, a Afidnas, y tomándola por armas, la destruyeron. Dícese que allí pereció Álico, hijo de Escirón, que militaba con los Dióscuros; por el que en las tierras de Mégara se llamo Álico cierto sitio en el que se enterró su cadáver; pero Hereas refiere que Álico fue muerto en Afidnas por mano del mismo Teseo, dando por prueba aquellos versos, relativos al propio Álico,

Al que de Afidna en el tendido campo,
Teseo, a causa de la rubia Helena,
en reñido combate dio la muerte;

pero va fuera de razón el que, presente Teseo, se cautivase a su madre y se tomase a Afidnas.

XXXIII.— Tomada Afidnas, y hallándose recelosos los ciudadanos de Atenas, persuadió Menesteo al pueblo que admitiesen en la ciudad y obsequiasen a los Tindáridas, como que sólo venían a hacer la guerra a Teseo, autor de la violencia, y a ser bienhechores y redentores de los demás; con lo que conforma la conducta que tuvieron: porque siendo dueños de todo, ninguna otra cosa exigieron sino que se iniciasen, no teniendo menos deudo con la ciudad que Heracles, lo que les venía de que Afidno los había adoptado como a Heracles Pilio. Tributáronseles honores como a dioses, siendo saludados señores con la voz Ánaces, o por la moderación con que procedieron, o por su cuidado y esmero en que nadie tuviese que padecer con tener dentro de los muros tan grande ejército: porque ánaces se dice de los que cuidan y protegen a algunos, y quizá por esto se da a los reyes el nombre de Ánaces, aunque hay quien diga que se llaman Ánaces los Dióscuros por la aparición de su signo celeste, a causa de que los del Ática el adverbio arriba, que es anô, lo expresan por anekas, y por anekathen el adverbio «de arriba».

XXXIV.— Refieren que Etra, la madre de Teseo, hecha cautiva, fue llevada a Lacedemonia, y de allí a Troya con Helena; y que esto lo confirma Homero, diciendo que siguieron a Helena

La Piteide Etra, con Climene,
la de los bellos y rasgados ojos.

Mas otros desechan este verso y la fábula de Munico, al que dicen haber tenido Laódice escondidamente de Demofonte y haber sido criado por Etra en Troya. De otra parte, Istro, en el libro decimotercio de las Cosas áticas, hace una narración particular y bien diversa de ésta, como que afirmaban algunos que Alejandro, al que en Tesalia se da el nombre de Paris, había sido vencido por Aquiles y Patroclo junto al Esperquio, y que Héctor, habiendo tomado la ciudad de los Trecenios, la había destruido, y se había llevado consigo a Etra, que allí había sido cautivada; pero todo esto va muy fuera de camino.

XXXV.— Hospedando después el rey de los Molosos Aidoneo a Heracles, y haciendo casualmente conversación de lo ocurrido con Teseo y Pirítoo, así de lo que habían venido a ejecutar, como de lo que en castigo habían padecido, Heracles lo llevó muy mal, por haber el uno muerto ignominiosamente, y estar para suceder lo mismo al otro; y respecto de Pirítoo, no pudo hacer otra cosa que afeárselo; pero en cuanto a Teseo se le pidió, y le rogó que le hiciese esta gracia. Concedióselo Aidoneo, y suelto ya Teseo, volvió a Atenas, donde no habían sido del todo sojuzgados sus amigos; y cuantos templetes tenía, por haberlos levantado en su honor la ciudad, todos los consagró a Heracles, y los llamó Heracles en vez de Teseos, a excepción solamente de cuatro, según testimonio de Filócoro. Queriendo volver otra vez a mandar y ponerse al frente del gobierno, como antes, dio en grandes alborotos y revueltas; porque halló que los que de antemano le odiaban, ahora ya con el odio habían juntado el no temerle, y a la mayor parte del pueblo la encontró asimismo corrompida, y que quería que la adulasen en vez de ejecutar sumisamente lo que se le prescribía. Intentó, pues, usar de la fuerza; pero la muchedumbre se le opuso, y se le sublevó; finalmente, desesperado de salir adelante con su empresa, envió sus hijos a la Eubea, a poder de Elefenor el de Calcodonte, y él mismo, haciendo, solemnes imprecaciones desde el Gargueto contra los atenienses, en el lugar donde está ahora el Araterio que llaman, se encaminó a Esciro, donde creía tener amigos y ciertos terrenos de familia.

Reinaba entonces en Esciro Licomedes; dirigióse, pues, a él, y trató de recobrar sus terrenos, porque quería establecerse allí; aunque dicen que le rogó le diese ayuda contra los atenienses. Mas Licomedes, o temiendo la grande fama de tal varón, o queriendo complacer a Menesteo, tomándole consigo, le llevó a las mayores eminencias de aquella parte, como para mostrarle los terrenos, y acabó con él precipitándole de aquellos derrumbaderos. También hay quien dice que por sí mismo resbaló y cayó, paseándose después de comer, como lo tenía de costumbre. Y por lo pronto, nadie tuvo cuenta de él después de muerto, sino que quedó reinando en Atenas Menesteo; y sus hijos, criados como unos particulares, fueron con Elefenor a la expedición de Troya; pero habiendo fallecido allá Menesteo, cuando volvieron recobraron el reino. Más adelante, entre otras cosas que movieron a los atenienses a venerar a Teseo como un héroe, concurrió el que a muchos de los que en Maratón pelearon contra los Medos les pareció que veían la sombra de Teseo que, armada delante de ellos, perseguía a los bárbaros.

XXXVI.— Después de la Guerra Médica, siendo arconte Fedón, consultaron los Atenienses el oráculo, y respondió la Pitia que recogieran los huesos de Teseo y los tuviesen y guardasen con veneración. Había gran dificultad en recogerlos, y aun en descubrir su sepulcro, por la insociabilidad y aspereza de los Dólopes, habitantes de la isla; mas habiendo Cimón conquistado la isla, como se dice en su Vida, y teniendo grandes deseos de hacer este hallazgo, sucedió que un águila empezó a escarbar con el pico y revolver con las uñas en un terreno algo elevado; y pensando en ello, como por divino impulso, cavó en el mismo sitio. Encontróse en él el hueco de un cuerpo más grande de lo ordinario, y a su lado una lanza de bronce y una espada; y conducidas estas cosas por Cimón en su nave, alegres los Atenienses, los recibieron con gran pompa y sacrificios, como si el mismo Teseo entrase en la ciudad, en medio de la cual yace cerca del Gimnasio; y su sepulcro es asilo para los esclavos y para todos los miserables, que se acogen a él por temor de los poderosos, así como Teseo se constituyó en protector y amparador, y se prestó con humanidad a los ruegos de los menesterosos. Celébranle el gran sacrificio en el día 8 del mes Puanepsion que fue en el que volvió de Creta con los mancebos; y aun en los demás días 8 le dan culto, o porque de Trecene llegó la primera vez en el día 8 del mes Ecatombeón, según refiere Diódoro el Geógrafo, o juzgando que este número le conviene mejor que ningún otro al que era tenido por hijo de Neptuno, porque también veneran a éste en los días 8; y es que siendo este número el primer cubo desde el primer par, y el duplo del primer cuadrado, tiene en sí como propia la permanencia e inmovilidad de aquel dios, que tiene los nombres de Asfalio y Gayeoco.

RÓMULO

I.— Este nombre grande de Roma, que con tanta gloria ha corrido entre todos los hombres, no están de acuerdo los escritores sobre el origen y causa por donde le vino a la ciudad que con él se distingue. Algunos creen que los Pelasgos, que corrieron por diferentes partes de la tierra y sojuzgaron muchos pueblos, se establecieron allí, y de la fuerza de sus armas dieron este nombre a la ciudad, que eso quiere decir Roma. Otros refieren que tomada Troya, algunos de los que huían pudieron hacerse de naves, e impelidos del viento fueron a caer en el país Tirreno, y pararon en las inmediaciones del Tíber. Allí, estando ya las mujeres sin saber qué hacerse, y muy molestadas de la navegación, una de ellas, llamada Roma, que sobresalía en linaje y prudencia, les propuso dar fuego a las naves; hízose así, y al principio los hombres se incomodaron; pero cediendo luego a la necesidad, se establecieron en lo que se llamó Palacio; y como al cabo de poco viesen que les iba mejor de lo que habían esperado, por ser excelente el país y haber sido muy bien recibidos de los habitantes, dispensaron a Roma, entre otros honores, el que de ella, como de primera causa, tomase nombre su ciudad. De entonces dicen que viene lo que todavía se practica, que las mujeres saludan con ósculo a los deudos y a sus propios maridos, porque también aquellas saludaron así a los hombres después de la quema de las naves, por miedo y para templarlos en su enojo.

II.— Unos dicen que Roma, hija de Ítalo y de Leucaria, o, según otra tradición, de Télefo el de Heracles casada con Eneas, fue la que puso nombre a la ciudad; y otros, que no fue sino una hija de Ascanio el de Eneas. Según una sentencia, fue Romano, hijo de Ulises y de Circe, el que fundó a Roma; según otra, Remo el de Ematión, enviado por Diomedes desde Troya, y según otra, Romis, tirano de los Latinos, el que arrojó de allí a los Tirrenos, que de la Tesalia habían pasado a la Lidia, y de la Lidia a Italia. No sólo esto, sino que aun los que con más fundada razón designan a Rómulo como denominador de aquella ciudad, no convienen entre sí acerca de su origen; porque unos sostienen que fue hijo de Eneas y Doxitea la de Forbante, y que siendo niño, fue traído a la Italia con su hermano Remo, y habiéndose perdido en el río, que había salido de madre, los demás barcos, aquel en que navegaban los dos niños había arribado a una orilla muelle, y salvos, por tanto, inesperadamente, se puso al sitio el nombre de Roma; otros, que Roma, hija de aquella Troyana, la cual hija casó con Latino el de Telémaco, dio a luz a Rómulo; y otros, que fue Emilia la de Eneas y Lavinia, conocida por Marte. Finalmente, otros hacen en este punto relaciones del todo fabulosas: que Tarquecio rey de los Albanos, hombre sumamente injusto y cruel, tuvo dentro de su palacio una visión terrible: un falo que salió de entre el fuego, y estuvo permanente por muchos días. Había en el país Tirreno un oráculo de Tetis, del cual vino a Tarquecio la respuesta de que una virgen se ayuntase con la fantasma, porque nacería de ella un hijo muy esclarecido, excelente en virtud, en fortuna y en valor. Dio parte del oráculo Tarquecio a una de sus hijas, mandándole que se ayuntase a la fantasma; mas ésta lo miró con abominación, y envió a una de sus criadas. Cuando Tarquecio lo llegó a entender, lo llevó muy mal, e hizo prender a entrambas para darles muerte; pero habiéndosele aparecido Vesta entre sueños, y desaprobándole aquel rigor, les dio a tejer cierta tela, presas como estaban, tejida la cual habían de casarse: tejían ellas de día; pero de noche, por orden de Tarquecio, destejían otras lo tejido. Dio a luz la criada dos gemelos, y Tarquecio los entregó a Teracio con orden de que les diese muerte; pero éste los expuso a la orilla del río, donde una loba acudía a darles de mamar, y diversas aves, trayéndoles de su cebo, lo ponían en la boca a los niños, hasta que un vaquero que lo vio, y lo tuvo a maravilla, se atrevió a acercarse, y los llevó consigo; y habiéndose salvado por este medio, acometieron después a Tarquecio, y le vencieron. Así lo cuenta un historiador llamado Promatión, que dio a la luz una Historia de Italia.

III.— Mas la relación que pasa por más cierta, y tiene mayor número de testigos en su favor, la publicó el primero entre los griegos en sus más señaladas circunstancias, Diocles Perapetio, a quien en las más de las cosas sigue Fabio Píctor, y aunque todavía otras diversas sentencias acerca de estos mismos sucesos, la más recibida, para venir ya al caso, es en esta forma: la sucesión de los reyes de Alba, descendientes de Eneas, vino a recaer en dos hermanos, Numitor y Amulio; y habiendo Amulio hecho dos partes de todo, poniendo el reino de un lado, y en otro, en contraposición, las riquezas y todo el oro traído de Troya, Numitor hizo elección del reino. Mas sucedió que Amulio, dueño de los intereses, le usurpó también el reino con la mayor facilidad; y por temor de que su hija tuviese sucesión, la creó sacerdotisa de Vesta, para que permaneciese doncella y sin casarse por toda su vida; llamábase Ilia, según unos; Rea, según otros, y según otros, Silvia. Al cabo de poco fue denunciada de que, contra la ley prescrita a las vestales, estaba encinta; y hubiera sufrido su terrible pena, a no haber sido por Anto, la hija del Rey, que intercedió por ella con su padre; pero, sin embargo, fue puesta en prisión y separada de todo trato, para que no pudiese suceder su parto sin noticia de Amulio. Dio a luz dos niños de aventajada robustez y hermosura, con lo que, creciendo más el temor de Amulio, dio orden a uno de sus ministros para que se apoderase de ellos y los quitase del medio. Dicen algunos que este ministro se llamaba Fáustulo; pero otros piensan que éste era el nombre del que los recogió. Puso, pues, los niños en una cuna, y bajó al río para arrojarlos en él; pero hallándolo crecido y arrebatado, tuvo miedo de acercarse, y dejándolos junto a la orilla se dio por cumplido. Hacía el río remansos, con lo que la creciente llegó a la cuna, y levantándola blandamente, la fue llevando a un sitio sumamente muelle, al que ahora llaman Quermalo, y en lo antiguo Germano, porque a los hijos de unos mismos padres los Latinos los llaman germanos.

IV.— Había allí cerca un cabrahigo, al que llamaron Ruminal, o por Rómulo, como opinan los más, o por los ganados que al medio día sesteaban a su sombra, o más aún por la lactancia de los niños, porque los antiguos a la teta decían ruma, y a cierta Diosa que creen preside a la crianza de los niños le llaman Rumilia, y le hacen sacrificio abstemio, libándole con leche. Estando, pues, allí expuestos los niños, cuentan que una loba les daba de mamar, y que un quebrantahuesos los alimentaba también y defendía. Esta ave se tiene por consagrada a Marte, y los latinos la tienen en gran veneración y honor; por lo que la madre de los niños, que decía haberlos tenido de Marte, se concilió gran fe: bien que se dice haberle venido este error de que el mismo Amulio, en traje de guerrero, la violentó y desfloró. Otros sospechaban que el nombre de la nutriz, por su anfibología, fue el que dio ocasión y asidero a esta fábula, porque los latinos llamaban lobas, de esta especie de fieras, a las hembras, y de las mujeres a las que eran malas de sus cuerpos, y tal parece que era la mujer de Fáustulo, que crió a estos dos infantes, llamada Aca Larencia. Hácenle sacrificios los Romanos y libaciones en el mes de abril el sacerdote de Marte, dándose a la misma fiesta el nombre de Larencia.

V.— Todavía festejan a otra Larencia con esta ocasión, el custodio del templo de Heracles, estando un día ocioso, propuso al dios que jugasen a los dados, estipulando que, si él ganaba, había el dios de darle alguna cosa de valor, y ofreciéndole si perdía que tendría una mesa opípara y una buena moza con quien reposase. Tirando, pues, por Heracles, y luego por sí, se vio que había perdido; y queriendo llenar bien su promesa y estar, como era justo, a lo convenido, preparó a Heracles un banquete, y concertándose reservadamente con Larencia, que era muy bonita, la llamó al convite, y en el templo les aderezó un lecho, encerrándolos acabada la cena, como para que gozase de ella el dios. Cuéntase que éste se le apareció, y le mandó que fuese de madrugada a la plaza, y saludando al primero que encontrase lo hiciese su amigo. Encontróse con ella uno de los ciudadanos, hombre ya de bastante edad, a quien la suerte había favorecido con una buena hacienda, y al mismo tiempo sin hijos, pues nunca había tenido mujer: su nombre era Tarrucio. Unióse a ella, y la tuvo en aprecio, y a su muerte la dejó heredera de muchas y excelentes posesiones, la mayor parte de las cuales legó ella después al pueblo en su testamento. Cuéntase que siendo ya muy celebrada, y teniendo fama de ser favorecida del dios, se desapareció en el mismo sitio en que la otra Larencia fue sepultada, el cual se llama ahora Belauro, porque en las frecuentes crecidas que tiene el río van con barcos al Foro por aquel paraje, y a esta especie de navegación la llaman Belatura. Otros son de sentir que los que dan espectáculos defienden con lienzos la calle que va desde la plaza al Hipódromo, empezando por aquel sitio; y en latín estos lienzos se llaman velas; éste es el motivo por que la segunda Larencia es tenida en veneración entre los Romanos.

VI.— Recogió los niños Fáustulo, uno de los pastores del rey, sin que nadie lo entendiese, o, según el sentir de los que parece, se acercan más a lo cierto, sabiéndolo Numitor, y suministrando reservadamente auxilios a los que corrían con su crianza. Añádese que, llevándolos a Gabias, se les educó en letras y en todas las demás habilidades propias de gente bien nacida; y que, por habérseles visto mamar de la loba, de aquí vino ponérseles los nombres de Rómulo y Remo. Y la buena disposición de sus cuerpos, aun siendo niños, en la estatura y belleza de ellos dio bien claras muestras de su carácter. Ya más adultos se vio que ambos eran resueltos y esforzados, de ánimo intrépido para peligros, y de una osadía que con nada se arredraba; pero en Rómulo se descubría mayor disposición para manejarse con prudencia y cierto tino político: así, en los encuentros que con los vecinos se ofrecían en pastos y cacerías se echaba luego de ver que su genio era más de jefe que de súbdito. Por tanto, con sus iguales y con los infelices eran muy afables; pero con los sobrestantes y mayordomos del rey y con los mayorales del ganado, en quienes no reconocían ventaja de virtud, eran altivos, no dándoseles nada de sus amenazas ni de su enojo. Sus ejercicios y juegos eran de personas nobles; porque no hacían consistir la nobleza en el ocio y la holgazanería, sino en la lucha, en la caza, en las apuestas a correr, en sujetar a los forajidos, en limpiar la tierra de ladrones, y en proteger a los que eran atropellados, con lo que habían adquirido gran nombre.

VII.— Suscitóse rencilla entre los vaqueros de Amulio y Numitor, robando éstos algún ganado; y no pudiendo llevarlo en paciencia, vinieron con ellos a las manos, los hicieron retirarse y les arrebataron gran parte de la presa; y aunque Numitor se irritó por ello, no sólo tuvieron en poco su enojo, sino que congregaron y reunieron a muchos esclavos, dando aquí principio a sus conatos osados y sediciosos. Un día que Rómulo se había ausentado con motivo de un sacrificio, porque era religioso y dado a la ciencia augural, los vaqueros de Numitor trabaron contienda con Remo, a quien hallaron con poca gente, y habiendo habido de una y otra parte contusiones y heridas, vencieron al cabo los de Numitor y tomaron vivo a Remo. Presentado ante Numitor, no quiso castigarle, temiendo la áspera condición del hermano, sino que se dirigió a éste y le pidió le hiciese justicia, pues que con ser su hermano se veía ultrajado de sus sirvientes: con lo que, y tomando también parte por él los de Alba, que sentían no se le tratase según su dignidad, alcanzó de Amulio que le hiciese entrega de Remo, para que en cuanto a él procediera como le pareciese. Llamólo ante sí luego que regresó a su casa, y admirado de la gallardía de tal mancebo, porque en estatura y en fuerza se aventajaba a todos, leyéndole en el semblante la osadía y determinación del ánimo, porque su continente era noble e inalterable aun en aquella situación, y oyendo además que sus obras correspondían con lo que se veía, o lo más cierto, ordenándolo así algún dios, y echando el cimiento a grandes sucesos, empezó afortunadamente a entrar en sospecha de la verdad, y le preguntó quién era y cuál su origen, con tan blandas palabras y afable rostro, que no pudieron menos de infundirle esperanza. «Confiado, pues, nada te ocultaré —le respondió—, porque me pareces de ánimo más regio que no Amulio, pues tú oyes y preguntas antes de castigar, y aquel nos ha entregado sin que precediese juicio. Al principio nos tuvimos por hijos de Fáustulo y Larencia, sirvientes del rey, porque somos gemelos: puestos ya en juicio y calumniados ante ti, en este riesgo de la vida se nos han referido acerca de nosotros mismos cosas extraordinarias: si son o no ciertas, el éxito debe decirlo. Nuestro nacimiento se dice que es un arcano, y nuestra crianza de recién nacidos, muy maravillosa, habiendo sido sustentados por las mismas aves y fieras a las que nos habían arrojado, dándonos de mamar una loba, y cebo un quebrantahuesos, expuestos como nos hallábamos en una cuna a orillas del río grande. Todavía existe la cuna con arcos de bronce, en que hay grabados caracteres enigmáticos: indicios que quizá serán inútiles para nuestros padres muriendo nosotros». Numitor, con esta narración, y conjeturando además el tiempo por el aspecto, concibió una halagüeña esperanza, y pensó en el modo como podría secretamente hablar de estas cosas con su hija, que todavía estaba en estrecho encerramiento.

VIII.— Fáustulo, en tanto, oída la prisión de Remo y su consignación, pidió a Rómulo le diese ayuda, diciéndole ya entonces por lo claro cuál era su origen, pues antes sólo les había hecho alguna indicación, en cuanto convenía para que no pensasen bajamente, y además, tomando consigo la cuna, se encaminaba a verse con Numitor, lleno de la agitación y temor que el caso exigía. Mas habiendo dado que sospechar a los guardas que el rey tenía en las puertas, registrándole éstos y turbándose a sus preguntas, se descubrió que ocultaba la cuna debajo de la capa. Hallábase entre ellos casualmente uno de los que presenciaron el arrebato de los niños para su exposición, y sabía todo lo ocurrido acerca de ella: viendo, pues, éste la cuna, y reconociéndola por su adorno y por los caracteres, vino en conocimiento de todo, y no se descuidó, sino que se fue a dar cuenta al rey, dando motivo a que se le hiciese comparecer. Apretado Fáustulo en tanto estrecho, no se conservó enteramente tranquilo, pero tampoco del todo se aturdió; y confesó que sí, que los niños se habían salvado, pero que estaban de pastores lejos de Alba; y la cuna la llevaba a Ilia, porque muchas veces ésta había deseado verla y tocarla para más cierta esperanza de sus hijos. Sucedióle en esta ocasión a Amulio lo que comúnmente acontece a los que obran perturbados del temor o de la ira; porque echó mano de un hombre bueno, pero muy amigo de Numitor, para que inquiriese de éste qué noticias le habían llegado de los niños y de cómo se habían salvado. Constituido éste en casa de Numitor, observando que Remo casi gozaba de toda su confianza y su amor, les hizo concebir grande esperanza, y los exhortó a que se anticipasen cuanto más pudiesen, asistiéndolos él mismo y combatiendo a su lado. Ni el estado de las cosas les hubiera permitido detenerse aunque hubiesen querido, porque ya Rómulo estaba allí junto, y se le habían pasado muchos de los ciudadanos por odio y temor de Amulio. Traía también consigo mucha tropa, formada por centurias, mandada cada una por un caudillo, que ostentaba la lanza coronada con un manojo de hierbas y ramas: a estos manojos los Latinos les llaman manípulos, y de entonces viene el que aun hoy en los ejércitos a estos caudillos les dicen Manipularios. Concitando, pues, Remo a los de adentro, y sobreviniendo Rómulo por la parte de afuera, asustado Amulio, ni hizo nada, ni pensó en nada para su defensa, sino que se dejó prender, y pereció. Tal viene a ser la relación que Fabio y Diocles Peparetio, que parece fue el primero que escribió de la fundación de Roma, hacen acerca de estas cosas, sospechosa para muchos de fabulosa e inventada; mas no debe dejarse de creer, en vista de las grandes hazañas de que cada día es artífice la fortuna, y si se considera que la grandeza de Roma no habría llegado a tanta altura, a no haber tenido un principio en alguna manera divino, en el que nada parezca demasiado grande o extraordinario.

IX.— Muerto Amulio y restablecido el orden, Rómulo y Remo no tuvieron por conveniente permanecer en Alba, no teniendo el mando; ni tampoco tenerle, viviendo el abuelo materno: entregando, pues, a éste la autoridad, y poniendo a la madre en el honor que le correspondía, determinaron vivir sobre sí, fundando una ciudad en aquel territorio en que al principio recibieron el primer sustento, que es entre todos el motivo más plausible. Era quizá también preciso, habiéndoseles reunido tantos esclavos y hombres sediciosos, o quedarse sin fuerzas con la dispersión de esta gente, o formar un establecimiento aparte. La prueba de que los de Alba no querían comunicación con aquellos rebeldes, ni tenerlos por ciudadanos, se tuvo bien pronto en la resolución que éstos hubieron de tomar para tener mujeres, pues no nació de arrojo injurioso, sino de necesidad, por no poder obtener casamientos voluntarios, pues que trataron a las robadas con la mayor estimación. Echados los primeros cimientos de la ciudad, levantaron un templo de refugio para los que a él quisiesen acogerse, llamándole del dios Asilo; admitían en él a todos, no volviendo los esclavos a sus señores, ni el deudor a su acreedor ni el homicida a su gobierno, sino que aseguraban a todos la impunidad, como apoyada en cierto oráculo de la Pitia; con lo que prontamente la ciudad se hizo muy populosa, siendo así que los primeros fuegos se dice que no pasaban de mil; pero de esto hablaré más adelante. A los primeros intentos de la fundación hubo ya disensión entre los dos hermanos acerca del sitio: Rómulo quería hacer la ciudad de Roma cuadrada, como dicen, esto es, de cuatro ángulos, y establecerla donde está; y Remo prefería un paraje fuerte del Aventino, que se llamó Remonio, y ahora Rignario. Convinieron en que un agüero fausto terminase la disputa; y colocados para ello en distintos sitios, dicen que a Remo se le aparecieron seis buitres, y doce a Rómulo; pero hay quien dice que Remo los vio realmente, mas lo de Rómulo fue suposición, y que ya cuando Remo se retiraba, entonces fue cuando a Rómulo se le aparecieron los doce, y que por esta causa los Romanos aun ahora hacen gran uso del buitre en sus agüeros; y Herodoro Póntico refiere que Heracles tenía también por buena señal, al entrar en alguna empresa, la aparición de un buitre, porque de todos los animales es el menos dañino, no tocando a nada de lo que los hombres siembran, plantan o apacientan, y alimentándose sólo de cuerpos muertos, porque se dice que no mata ni aun ofende a nada que tiene aliento, y a las aves, por la conformidad, ni aun estando muertas se acerca; cuando las águilas, las lechuzas, y los gavilanes acometen y matan a las aves de su propia especie, a pesar de lo que dice Esquilo:

¿Cómo puede ser pura un ave
que de otra ave se alimenta?

Fuera de esto, las demás se revuelven continuamente a nuestra vista, por decirlo así, y se nos hacen sentir; pero el buitre es un espectáculo desusado, y muy raro será el que haya dado con los polluelos de un buitre, y aun ha habido a quien lo raro e insólito de su aparición le ha dado la extraña idea de que por mar vienen de tierras lejanas, como opinan los adivinos que ha de ser lo que no se aparece naturalmente y por sí, sino por disposición y operación divina.

X.— Llegó Remo a entender el engaño, y se incomodó; por lo que, estando ya Rómulo abriendo en derredor la zanja por donde había de levantarse el muro, comenzó a insultarle y a estorbar la obra; y habiéndose propasado últimamente a saltar por encima de ella, herido, según unos, por el mismo Rómulo, y según otros por Céler, uno de sus amigos, quedó muerto en el mismo sitio. Murieron también en la revuelta Fáustulo y Plistino, del cual, siendo hermano de Fáustulo, se dice que contribuyó asimismo a la crianza de Rómulo y su hermano. De resultas Céler se pasó al país Tirreno; y de él los Romanos a los prontos y ligeros los llaman céleres, y a Quinto Metelo, porque en la muerte de su padre en muy pocos días dio un combate de gladiadores, admirados de la prontitud con que lo dispuso, le dieron el sobrenombre de Céler o Ligero.

XI.— Dio Rómulo sepultura en el sitio llamado Remoria a Remo y a los que le habían dado la crianza; y atendió luego a la fundación de la ciudad, haciendo venir de la Etruria o Tirrenia ciertos varones, que con señalados ritos y ceremonias hacían y enseñaban a hacer cada cosa a manera de una iniciación. Porque en lo que ahora se llama Comicio se abrió un hoyo circular, y en él se pusieron primicias de todas las cosas que por ley nos sirven como provechosas, o de que por naturaleza usamos como necesarias; y de la tierra de donde vino cada uno cogió y trajo un puñado, que lo echó también allí, como mezclándolo. Dan a este hoyo el mismo nombre que al cielo, llamándole mundo. Después (que son los demás ritos) como un círculo describen desde su centro la ciudad; y el fundador, poniendo en el arado una reja de bronce, y unciendo dos reses vacunas, macho y hembra, por sí mismo los lleva, y abre por las líneas descritas un surco profundo, quedando al cuidado de los que le acompañan ir recogiendo hacia dentro los terrones que se levantan, sin dejar que ninguno salga para afuera. A la parte de allá de esta línea fabrican el muro, por lo que por síncope la llaman pomerio, como promerio o ante-muro. Donde intentan que se haga puerta, quitando la reja y levantando el arado, hacen una como pausa: así los romanos tienen por sagrado todo el muro, a excepción de las puertas: porque si éstas se reputasen sagradas, sería sacrilegio el introducir y sacar por ellas muchas cosas, o necesarias, o no limpias.

XII.— Tiénese por cierto que la primera fundación de Roma se verificó el día 11 antes de las calendas de mayo, el que solemnizan los Romanos como día natal de su patria; y se dice que en los primeros tiempos no se sacrificaba en él nada que fuese animado, sino que juzgaban que la fiesta consagrada al nacimiento de la patria debían conservarla pura e incruenta. Celebrábase ya antes de la fundación en el mismo día una fiesta pastoril, que llamaban Palilia. Es de notar que las neomenias o principios de los meses romanos no coinciden con los de los Griegos; pero este día en que Rómulo fundó su ciudad aseguran que fue día 30 del mes griego, y que en él sucedió una conjunción eclíptica de la luna con el sol, el cual eclipse fue observado por el poeta Antímaco de Teyo, y vino a suceder en el año tercero de la Olimpíada sexta. En el tiempo del filósofo Varrón, el hombre de más lectura entre los Romanos, vivía un Tarucio, amigo suyo, filósofo asimismo y matemático, y dado también, por el deseo de saber, a la astrología judiciaria, en la que era tenido por excelente. Propúsole, pues, Varrón el problema de que señalase el día y hora del nacimiento de Rómulo, haciendo el cómputo por las hazañas que de él se refieren, por el método con que se resuelven los problemas geométricos; pues que del mismo modo que pertenecía a su ciencia, dado el tiempo del nacimiento de un hombre, pronosticar su vida, le correspondía, dada la vida, averiguar el tiempo. Cumplió Tarucio con el encargo, y enterado de las acciones y sucesos de Rómulo, del tiempo que vivió, y del modo en que ocurrió su muerte, trayéndolo todo a cuenta, manifestó con la mayor confianza que su concepción se verificó en el año primero de la segunda Olimpíada, en el día 23 del mes Coyac de los Egipcios, en la hora tercera, hacia la cual el sol se eclipsó completamente, y su salida a la luz en el mes Thot y día 21 al salir el sol; y que la fundación de Roma hecha por él tuvo principio el día 9 del mes Farmuti entre las dos y las tres; pues que se empeñan en que la suerte de las ciudades ha de tener, como la de los hombres, su tiempo dominante, el que se ha de deducir por las conjunciones de los astros al punto de su nacimiento. Estas cosas y otras del mismo estilo es probable que por su novedad y curiosidad más bien sean gratas a los que las leyeren que desabridas y molestas por lo que tienen de fabulosas.

XIII.— Fundada la ciudad, lo primero que hizo fue distribuir la gente útil para las armas en cuerpos militares: cada cuerpo era de tres mil hombres de a pie y trescientos de a caballo, el cual se llamó legión, porque para él se elegían de entre todos los más belicosos. En general, a la decisión de los negocios concurría la muchedumbre, a la que dio el nombre de populus, pueblo; pero de entre todos, a ciento, los de mayor mérito, los acogió para consejeros, y a ellos les dio el nombre de patricios, y a la corporación que formaban el de Senado. Esta voz no tiene duda que significa ancianidad: pero acerca del nombre de patricios, dado a los consejeros, unos dicen que dimanó de que eran padres de hijos libres, otros que más bien de que ellos mismos eran hijos de padres conocidos, ventaja de que gozaban pocos de los que a la ciudad se habían recogido; y otros, finalmente, que del derecho de patronato, porque así se llamaba y se llama hoy todavía la protección que aquellos dispensan; creyéndose que de uno de los que vinieron con Evandro, llamado Patrón, de carácter benéfico, y auxiliador para con los miserables, se le originó a este acto aquella denominación. Con todo, me parece se aproximará más a lo cierto el que diga que Rómulo, queriendo por una parte excitar a los primeros y más poderosos a usar de una protección y celo paternal con los humildes, y por otra enseñar a éstos a no temer ni tener en odio la autoridad y honores de los principales, sino más bien mirarlos con benevolencia, teniéndolos por padres y saludándolos como tales, con esta mira les dio aquel nombre: así es que aun ahora a los que son del Senado los extranjeros les llaman próceres; pero los Romanos les dicen padres conscriptos, usando del nombre que entre todos tiene más dignidad y honor, sin ninguna odiosidad. Al principio, pues, sólo les decían padres; pero más adelante, habiéndose aumentado el número, les dijeron padres conscriptos. Este nombre fue el que les pareció más respetuoso para significar la diferencia entre el consejo y la plebe; pero aún distinguió de otro modo a los principales respecto de ésta, llamándolos patronos, esto es, protectores; y a los plebeyos, clientes, como dependientes o colonos, estableciendo al mismo tiempo entre unos y otros una admirable benevolencia, fecunda en recíprocos beneficios: porque aquellos se constituían abogados y protectores de éstos en sus pleitos, y consejeros y tutores en todos los negocios; y éstos los reverenciaban, no sólo tributándoles obsequio, sino dotando las hijas de los que venían a menos, y pagando sus deudas; y a atestiguar no se obligaba, ni por la ley ni por los magistrados, o al patrono contra el cliente, o al cliente contra el patrono. Ahora últimamente, con quedar las mismas las obligaciones de unos y otros, se ha considerado ignominioso y torpe el que los poderosos reciban retribución pecuniaria de los clientes. Mas basta de estas cosas por ahora.

XIV.— En el cuarto mes después de la fundación se verificó, como Fabio refiere, el arrojo del rapto de las mujeres. Dicen algunos que el mismo Rómulo, siendo belicoso por índole, y excitado además por ciertos rumores de que el hado destinaba a Roma para hacerse grande, criada y mantenida con la guerra, se propuso usar de violencia contra los Sabinos, como que no robaron más que solas treinta doncellas, lo que más era de quien buscaba guerra que casamientos; pero esto no parece acertado, sino que, viendo que la ciudad en brevísimo tiempo se había llenado de habitantes, pocos de los cuales eran casados, y que los más siendo advenedizos, gente pobre y oscura, de quienes no se hacía cuenta, no ofrecían seguridad de permanecer; y contando con que para con los mismos Sabinos este insulto se había de convenir en un principio de afinidad y reunión por medio de las mujeres, cuyos ánimos se ganarían, le puso por obra en este modo: hizo antes correr la voz de que había encontrado el ara de un dios que estaba escondida debajo de tierra: llamábanle al dios Conso, o por presidir al consejo, porque aún ahora al cuerpo de consejeros llaman Consilium, y Cónsules a los primeros magistrados, como previsores; o por ser congregación ecuestre a Neptuno, porque su ara en el Circo Máximo está siempre cubierta, y sólo se manifiesta en los juegos ecuestres; mas otros quieren que esto precisamente sea porque, siendo de suyo el consejo secreto e incomunicable, no sin justa razón se supuso ser de este dios un ara que estaba escondida debajo de tierra. Luego que la encontró dispuso con esta causa un solemne sacrificio, y combates, y espectáculos con general convocación: concurrió gran gentío; y Rómulo estaba sentado con los principales, adornado con el manto. Era la señal para el momento de la ejecución levantarse, abrir el manto y volver a cubrirse; y había muchos con armas que aguardaban la señal. Dada ésta, desnudaron las espadas, y, acometiendo con gritería, robaron las doncellas de los Sabinos; y como éstos huyesen, los dejaron ir sin perseguirlos. En cuanto al número de las robadas, unos dicen que no fueron más que treinta, de las que tomaron nombre las Curias; Valerio de Ancio, que setecientas veintisiete; pero Juba, que fueron seiscientas ochenta y tres doncellas. La mejor apología de Rómulo es que no fue robada ninguna casada, sino sola Hersilia por equivocación; probándose con esto que no por afrenta o injuria cometieron el rapto, sino con la mira de mezclar y confundir los pueblos, proveyendo así a la mayor de todas las faltas. De Hersilia dicen unos que casó con Hostilio, varón muy distinguido entre los Romanos; y otros que casó con el mismo Rómulo, a quien dio hijos: una sola hija llamada Prima por el orden del nacer, y un hijo solo, al que dio el nombre de Aolio, en alusión a los muchos ciudadanos que se habían congregado bajo su mando; pero después le llamaron Abilio. Es esta narración de Zenódoto de Trecene; pero hay muchos que la contradicen.

XV.— En el acto del robo cuentan haber sucedido que algunos de la plebe traían una doncella de extraordinaria hermosura y gentileza: encontráronse con otros de los patricios, que trataron de quitársela; pero ellos decían a gritos que la llevaban para Talasio, hombre muy joven a la verdad, pero muy bien visto y de excelente conducta; oído lo cual lo celebraron con aplauso, y aun algunos añaden que torcieron camino, y siguieron a los primeros con alegría y regocijo, pronunciando a voces el nombre de Talasio. Desde entonces en los casamientos, como los Griegos a Himeneo, apellidan los romanos a Talasio, porque aseguran además que Talasio fue muy feliz con aquella esposa. Sextio Sila el Cartaginés, a quien no faltan letras ni gracia, me ha dicho que Rómulo dio por seña del robo esta voz, por lo que todos clamaron «Talasio» al arrebatar las doncellas, y ha quedado en las bodas esta costumbre; pero los más, de cuyo número es Juba, son de opinión que no es más que exhortación y excitación a la vida laboriosa y manejo de la lana, no habiendo entonces todavía confusión entre los nombres griegos y latinos. Mas si esto no va infundado, y los Romanos usaban ya entonces como nosotros de la voz Talasia, podría conjeturarse otra causa más probable de aquel uso: porque después que los Sabinos, hecha la guerra, se reconciliaron con los Romanos, se hizo tratado acerca de las mujeres, para que no se las obligara a hacer en su casa otro trabajo que los relativos a la lana; y ha quedado también ahora en los casamientos que los interesados, los convidados, y en general cuantos se hallan presentes, exclamen «Talasio», como por juego, dando a entender que la mujer no se trae a casa para ningún otro obraje que el de la lana. Dura también hasta ahora el que la novia no pase por sí misma el umbral de la casa, sino que la introduzcan en volandas: porque entonces no entraron, sino que las llevaron por fuerza. Dicen también algunos que el desenredarse el cabello de la novia con la punta de una lanza es igualmente representación de que las primeras bodas se hicieron en guerra y hostilmente; pero de estas cosas hemos tratado largamente en las Cuestiones. Sucedió este arrojo del rapto en el día 18 del mes que entonces se llamaba Sextil, ahora agosto, el mismo día en que celebran las fiestas consuales.

XVI.— Eran los Sabinos en gran número y muy guerreros, y habitaban pueblos abiertos, siendo el ser grandemente alentados propio de unos hombres que eran colonia de los Lacedemonios; mas con todo, viendo que los Romanos se atrevían a grandes empresas, y temiendo por sus hijas, enviaron embajadores a Rómulo con proposiciones equitativas y moderadas: que volviéndoles las doncellas, y dando satisfacción por el acto de violencia, después pacíficamente y con justas condiciones entablarían para ambos pueblos amistad y comunicación. No viniendo Rómulo en entregar las doncellas, aunque también convidaba a la alianza a los Sabinos, todos los demás tomaban tiempo para deliberar y prepararse; pero Acrón, rey de los Ceninetes, hombre alentado y diestro en las cosas de guerra, concibió desde luego sospechas con los primeros arrojos de Rómulo, y juzgando después que el hecho del rapto de las mujeres, sobre dar que temer a todos no era para sufrido y dejarse sin castigo, declaró al punto la guerra, y con grandes fuerzas marchó contra Rómulo, y éste contra él. Luego que se alcanzaron a ver, se provocaron mutuamente a singular combate, permaneciendo tranquilos sobre las armas los ejércitos. Hizo voto Rómulo de que si vencía y derribaba a su contrario, llevaría en ofrenda a Júpiter sus armas: vencióle, en efecto, y derribóle, desbaratando después en batalla su ejército. Tomó también la ciudad; y ninguna otra condición dura impuso a los vencidos, sino que derribasen sus casas y le siguiesen a Roma, donde serían ciudadanos con entera igualdad de derechos. Nada hubo, pues, que más contribuyese al aumento de Roma, la cual siempre adoptó e incorporó en su seno a los pueblos sojuzgados. Rómulo, para hacer su voto más grato a Júpiter, y más majestuoso a los ojos de sus ciudadanos, tendió la vista por el sitio de los reales, y echó al suelo la encina más robusta: dióle la forma de trofeo, y fue poniendo pendientes de él con orden cada una de las armas de Acrón; ciñóse la púrpura, y coronóse de enhiesto, dando el tono de un epinicio triunfal al ejército que en orden le seguía; y en esta forma fue recibido de los ciudadanos con admiración y regocijo. Esta pompa fue el principio y tipo de los siguientes triunfos; y al trofeo se dio el nombre de voto a Júpiter Feretrio, porque los Romanos al lastimar a los contrarios le llaman ferire, y Rómulo había pedido a Júpiter que lastimase y derribase a su contrario; y opimos dice Varrón llamarse los despojos, porque también a la hacienda le dicen opem; pero mejor se derivaría en mi concepto de la acción, porque a lo que se hace con trabajo le llaman opus. Y fue prez de valor para el general que por su persona dio muerte al otro general la dedicación de los despojos; dicha que sólo cupo a tres generales romanos, siendo el primero Rómulo, que derribó muerto a Acrón Ceninete; el segundo, Cornelio Coso, que dio muerte a Tolumnio el Tirreno, y el último, Claudio Marcelo, que venció a Britomarto, rey de los Galos. De éstos, Coso y Marcelo hicieron ya su entrada con tiro de caballos, llevando ellos mismos sus trofeos; pero de Rómulo no tiene razón Dionisio en decir que usó de carroza; pues la opinión más recibida es que fue Tarquino, hijo de Demarato, el primero de los reyes que introdujo en los triunfos aquel aparato y pompa, aunque otros dicen que fue Publícola el primero que triunfó en carroza; mas en cuanto a Rómulo, todas las estatuas suyas que se ven en Roma en actitud de triunfo son pedestres.

XVII.— Después de la derrota de los Ceninetes, cuando todavía los demás Sabinos hacían preparativos, se declararon contra los Romanos los de Fidenas, de Crustumno y Antemna, y dada la batalla, siendo de la misma manera derrotados, hubieron de dejar que por los Romanos fuesen tomadas sus ciudades, talados sus campos, y ellos mismos trasladados a Roma. Rómulo entonces todo el restante terreno lo repartió a los ciudadanos; pero el que poseían los padres de las doncellas robadas lo dejó en su poder.

Llevándolo a mal los demás Sabinos, y nombrando por su general a Tacio, se vinieron sobre Roma. No era fácil aproximarse a ella, teniendo por antemural el que ahora es Capitolio, donde se había construido un fuerte, en el que mandaba Tarpeyo, y no la doncella Tarpeya, como pretenden algunos, dando una mala idea del talento de Rómulo. Era, sin embargo, Tarpeya hija del gobernador, la cual entregó, por traición, el fuerte a los Sabinos, deslumbrada con los brazaletes de oro de que los vio adornados; así, pidió por premio de su traición lo que llevasen todos en la mano izquierda; y otorgado así por Tacio, abriéndoles a la noche una puerta, dio entrada a los Sabinos. No fue, pues, Antígono según parece, el único que dijo que le gustaban los traidores mientras lo eran; pero después de serlo los aborrecía; o César, a quien se atribuye haber expresado, con ocasión del tracio Rumetacles, que le gustaba la traición, pero aborrecía al traidor; sino que ésta es una aversión general hacia los malos de todos los que tienen que valerse de ellos, como sucede cuando se necesita la ponzoña o la hiel de algunas fieras; porque gustando del beneficio cuando se recibe, se aborrece la maldad después de disfrutado. Esto mismo sucedió entonces a Tacio con Tarpeya, porque mandó a todos los Sabinos que tuviesen en memoria lo convenido con aquella, y ninguno la defraudase de lo que llevaran en la mano izquierda, y él fue el primero que al tiempo de quitarse el brazalete dejó también caer el escudo; y haciendo lo mismo todos, cargada de oro y abrumada de escudos, el peso y el amontonamiento la acabaron. También alcanzó la pena de la traición a Tarpeyo, que fue perseguido por Rómulo, diciendo Juba que así lo escribió Galba Sulpicio. Otras cosas se refieren de Tarpeya; pero los que no merecen crédito son los que cuentan, de cuyo número es Antígono, que era hija de Tacio, y siendo retenida violentamente por Rómulo, ejecutó en favor del padre y padeció por su disposición lo que se ha dicho. Mas el que enteramente delira es el poeta Símilo, pensando que fue a los Celtas, y no a los Sabinos, a quienes, enamorada de su Rey, entregó Tarpeya el Capitolio. Dice, pues, así:

Ocupaba Tarpeya el alto Alcázar
Capitolino en Roma mal segura;
y encendida del Celta en amor vano,
fue guarda infiel de los paternos lares;
y al cabo de poco, acerca de su muerte:
No los Boyos o mil otras naciones
de Celtas en el Po la sumergieron;
mas oprimida de marciales armas,
éstas fueron su digna sepultura.

XVIII.— Por Tarpeya, que allí quedó sepultada, el collado se llamó Tarpeyo hasta el tiempo del rey Tarquino, el cual, dedicando aquel lugar a Júpiter, mudó de allí los restos, y le quitó el nombre que tomó de Tarpeya; sólo ha quedado una roca, a la que aun ahora llaman Tarpeya, de la que son precipitados los malhechores.

Ocupado por los Sabinos el alcázar, Rómulo, por su parte, ardiendo en ira, los provocaba a la pelea, y Tacio se mostraba confiado, en vista de que aun cuando se le estrechase tenía una retirada segura. Estaba el sitio intermedio, donde se había de combatir, cercado de alturas, lo que para unos y otros hacía la pelea cruda y difícil; pero pronta la fuga y la persecución por su misma estrechez. Hizo la casualidad que pocos días antes había hecho inundación el río, dejando un lodo copioso y ciego en los lugares más bajos, hacia donde está ahora el Foro; así, no se advertía ni era fácil evitarle, siendo además tenaz por encima y blando por abajo. Dirigiéndose hacia él incautamente los Sabinos, les favoreció un acaso; porque a Curcio, hombre muy principal y de ánimo altivo, que era de los de a caballo y se había adelantado mucho a todos los demás, se le atascó el caballo en el lodazal, y por más que por algún tiempo con golpes y voces procuró sacarle, viendo, por fin, que no había forma, le hubo de dejar, y él se salvó; y el sitio todavía retiene por él el nombre de lago Curcio. Precaviéndose, pues, ya de aquel peligro, sostuvieron los Sabinos un recio combate, que permanecía indeciso con ser muchos los que morían, y entre ellos Hostilio, que se dice haber sido marido de Hersilia y abuelo de Hostilio el que reinó después de Numa.

Repetidos después, como era natural, diferentes combates en corto espacio, hacen memoria de uno, como el postrero de ellos, en el que, herido Rómulo con una piedra, en términos de haber estado en muy poco el que cayese, y no pudiendo resistir a los Sabinos, flaquearon los Romanos, y huyendo se retiraban hacia el Palatino, arrojados de lo entrellano. Entretanto, reparado ya Rómulo del golpe, poniéndose delante de los que huían, procuraba hacerles volver al combate, y a grandes voces los exhortaba a detenerse y pelear; pero creciendo, a pesar de eso, la fuga, y no habiendo ninguno que osase volver el rostro, levantando las manos al cielo, hizo plegaria a Júpiter para que contuviese su ejército, y no los abandonase, sino más bien volviera por el honor y gloria de Roma, que veía en tan mal estado. Concluida la plegaria, en muchos tuvo poder la vergüenza que el rey debía causarles, y sobrevino osadía a los que así huían. Detuviéronse primero donde ahora está edificado el templo de Júpiter Estátor, que no se interpretaría mal llamándole detenedor. Rehaciéndose, pues, de nuevo, hicieron retirar a los Sabinos hacia la que ahora se llama Regia y el templo de Vesta.

XIX.— Disponíanse como de refresco para volver a la contienda, cuando les contuvo un espectáculo muy tierno y un encuentro que no puede describirse con palabras. De repente, las hijas de los Sabinos que habían sido robadas se vieron sobrevenir unas por una parte y otras por otra con algazara y vocería por entre las armas y los muertos, como movidas de divino impulso, hacia sus maridos y sus padres, unas llevando en su regazo a sus hijos pequeñitos, otras esparciendo al viento su cabello desgreñado, y todas llamando con los nombres más tiernos, ora a los Sabinos, ora a los Romanos. Pasmáronse unos y otros, y dejándolas llegar a ponerse en medio del campo, por todas partes discurría el llanto, y todo era aflicción, ya por el espectáculo, y ya por las razones, que empezando por la reconvención, terminaron en súplicas y ruegos. Porque decían: «¿En qué os hemos ofendido o qué disgustos os hemos dado para los duros males que ya hemos padecido y nos resta que padecer? Fuimos robadas violenta e injustamente por los que nos tienen en su poder, y después de esta desgracia, ningún caso se hizo de nosotras por el tiempo que fue necesario, para que obligadas de la necesidad a las cosas más odiosas tengamos ahora que temer y que llorar por los mismos que nos robaron e injuriaron, si combaten o si mueren. Porque no venís por unas doncellas a tomar satisfacción de los que las ofendieron, sino que priváis a unas casadas de sus maridos y a unas madres de sus hijos, haciendo más cruel para nosotras, desdichadas, este auxilio, que lo fue vuestro abandono y alevosía. Estas prendas de amor nos han dado aquellos, y así os habéis compadecido de nosotras. Aun cuando peleaseis por cualquiera otra causa, deberíais por nosotras conteneros, hechos ya suegros, abuelos y parientes; mas si por nosotras es la guerra, llevadnos con vuestros yernos y nuestros nietos; restituidnos nuestros padres y parientes: no nos privéis, os pedimos, de nuestros hijos y maridos, para no vernos otra vez reducidas a la suerte de cautivas». Dicha por Hersilia estas y otras muchas razones, e interponiendo las demás sus ruegos, se hicieron treguas, y se juntaron a conferenciar los generales. Entre tanto, las mujeres presentaban, a sus padres, sus maridos y sus hijos; llevaban qué comer y qué beber a los que lo pedían; cuidaban de los heridos, llevándoselos a sus casas, y procuraban hacer ver que tenían el gobierno de ellas, y que eran de sus maridos atendidas y tratadas con la mayor estimación. Hízose un tratado, por el que las mujeres que quisiesen quedarían con los que las tenían consigo, no sujetas, como ya se ha dicho, a otro cuidado y ocupación que la del obraje de lana; que en unión habitarían la ciudad Romanos y Sabinos; que ésta de Rómulo se llamaría Roma; pero todos los Romanos se llamarían Quirites en memoria de la patria de Tacio, y que ambos reinarían también en unión y tendrían el mando de las tropas. El lugar donde se ajustó este tratado todavía se llama Comicion, porque los Romanos al juntarse le dicen comire.

XX.— Duplicada la ciudad, se eligieron otros cien patricios de los Sabinos, y las legiones constaron de seis mil hombres de a pie y seiscientos de a caballo. Haciendo también tres divisiones del pueblo, los de la una de Rómulo se llamaron Rammenses; los de la otra de Tacio, Tacienses, y los de la tercera Lucenses, por la selva a que se acogieron muchos para gozar de asilo y ser admitidos a los derechos de ciudadanos; porque a la selva la llaman lucus. Que eran tres estas divisiones lo declara su nombre, porque aún ahora las llaman tribus, y Tribunos a los presidentes de ellas. Cada tribu tuvo diez curias, las que algunos dicen haber tomado nombre de aquellas mujeres; pero esto parece falso porque muchas conocidamente han tomado la denominación de ciertos territorios. Con todo, otras muchas concesiones se hicieron en honor de las mujeres, entre ellas las siguientes: cederles la acera cuando van por la calle; no poder nadie proferir nada indecente en presencia de una mujer; no deber dejarse ver de ella desnudo; no ser obligadas a litigar ante los jueces de causas capitales; que sus hijos lleven el adorno que por su forma, que imita las burbujitas, se llama bula, y como un pañuelo de púrpura rodeado al cuello. Tenían los reyes su consejo, no en unión, sino primero cada uno de por sí con sus cien patricios, y después se congregaban todos juntos. Tacio habitaba donde está ahora el templo de Moneta, y Rómulo junto a las gradas llamadas de Rivahermosa, que están en la bajada desde el Palatino al Circo máximo. Allí mismo dicen que estuvo el Cornejo sagrado, del que cuentan esta fábula: ejercitándose Rómulo, arrojó desde el Aventino su lanza, que tenía de cornejo el asta: clavóse la punta profundamente, y no hubo nadie que la pudiese sacar, aunque se probaron muchos; y el asta, prendida en una tierra fecunda, echó ramos, y creció en un muy robusto tronco de cornejo. Después de Rómulo lo conservaron y tuvieron en veneración como cosa muy santa, y le hicieron un vallado. Cuando a alguno, al pasar por junto a él, le parecía que no estaba frondoso y de buena vista, sino que decaía y se marchitaba, al punto clamaba a gritos a los que se le presentaban, y éstos, como se da socorro en un incendio, pedían a voces agua, y de todas partes acudían corriendo, llevando al sitio cántaros llenos de ella. Mas reparando las gradas Gayo César, según dicen, y haciendo los operarios excavaciones allí cerca, destrozaron enteramente sin advertirlo las raíces, y el árbol se secó.

XXI.— Admitieron también los Sabinos los meses de los Romanos; acerca de lo cual decimos en la Vida de Numa lo que nos parece oportuno. Rómulo, a su vez, adoptó el escudo de los Sabinos, mudando de armadura él mismo y los Romanos, que antes usaban de las rodelas de los Argivos. De fiestas y sacrificios hicieron comunicación entre sí, no quitando los que trajo cada pueblo, y antes introduciendo otros nuevos, de cuyo número eran las Fiestas Matronales, concedidas a las mujeres en memoria de haber hecho cesar la guerra, y las Carmentales. Creen algunos que Carmenta es un hada que preside el nacimiento de los hombres, y por eso las madres la tienen en veneración; otros que es la mujer de Evandro el de Arcadia, profetisa y pitonisa, que daba sus oráculos en verso, y de aquí se llamó Carmenta, porque a los versos les dicen carmina, siendo Nicostrata su nombre propio; y esto es lo que está comúnmente admitido. Sin embargo, otros con más probabilidad dan a este nombre de Carmenta la interpretación de mujer fuera de juicio, por el enajenamiento en que las tales caen con la inspiración o entusiasmo, porque al estar privado le llaman carere y mentem a la razón.

De las fiestas Palilias hicimos mención arriba. Las Lupercales, por el tiempo en que caen, podrían reputarse purificatorias, porque se celebran en los días nefastos del mes de Febrero, que puede muy bien interpretarse purificativo; y aun al día mismo los antiguos le decían februato. El nombre de la fiesta para los Griegos alude a cosa de lobos, y podría parecer que era antigua de los Árcades que vinieron con Evandro; pero por el nombre puede ser de unos y otros, pudiendo éste haber dimanado de la loba: puesto que vemos que los Lupercos toman el principio de sus carreras desde el mismo sitio en que se dice que Rómulo fue expuesto. Las ceremonias son las que hacen muy difícil de adivinar el motivo de la institución. Empiézase por matar algunas cabras; después a dos jovencitos ingenuos, que se les ponen delante, unos les manchan la frente con el cuchillo ensangrentado, y otros los limpian al instante, para lo que llevan lana empapada en leche; y los jovencitos, luego que los limpian, deben echarse a reír. Hecho esto, cortan correas de las pieles de las cabras, y, ciñéndose con ellas, dan a correr desnudos, golpeando a cuantos encuentran; y las mujeres hechas no huyen de que las hieran, creyendo que esto conduce para que conciban y paran felizmente. Es también ceremonia singular de esta fiesta el que los Lupercos sacrifiquen un perro. El poeta Butas, que escribió en verso elegíaco fabulosos orígenes de las cosas romanas, dice que vencido Amulio por Rómulo y Remo, vinieron éstos corriendo con algazara al sitio donde siendo niños les dio de mamar la loba; que la fiesta es imitación de aquella carrera, y los nobles van por todas partes

Hiriendo a los que al paso se presentan,
como entonces corrieron desde Alba
Rómulo y Remo con espada en mano;

y que el llevar a la frente el acero ensangrentado es símbolo de la carnicería y peligro por que entonces se pasó; y el limpiar la mancha con leche, recuerdo de su crianza.

Pero Gayo Acilio refiere que antes de la fundación sucedió que los ganados de Rómulo y Remo se desaparecieron, y haciendo plegarias a Fauno, echaron a correr desnudos en busca de ellos para que el sudor no les sirviera de estorbo; y que por esto corren desnudos los Lupercos. En cuanto al sacrificio del perro, se podría decir, si éste es de purificación, que lo emplean como víctima expiatoria, porque también los griegos en las que llaman expiaciones ofrecen cachorrillos; y en muchas ocasiones emplean el rito que toma de éstos la denominación de perisculaquismo. Si por otra parte esto se hace en memoria de la loba y del triunfo y salvación de Rómulo, no erradamente se mata un perro, como enemigo que es de los lobos; a no ser que por caso sea castigo que se da a este animal por lo que suelen estorbar a los Lupercos en su carrera.

XXII.— Dícese asimismo haber sido Rómulo el que primero instituyó el fuego sagrado, creando en sacerdotisas a las vírgenes que se llamaron Vestales; pero esto otro lo atribuyen a Numa, sin que por eso deje de asegurarse que Rómulo fue muy religioso; y aun añaden que fue dado a la ciencia augural, y que para su ejercicio usaba del llamado lituo. Era éste una varita encorvada, con la que sentados describían los puntos cardinales para los agüeros: guardábase en el Palacio; pero en la invasión de los Galos, cuando la ciudad fue tomada, dícese que desapareció, y que arrojados después aquellos bárbaros, se halló entre los montones de ceniza ileso del fuego, cuando todo lo demás había sido consumido y deshecho.

Promulgó también algunas leyes, de las cuales muy dura es la que no permite a la mujer repudiar al marido, concediendo a éste despedir la mujer por envenenar los hijos, por falsear las llaves y por cometer adulterio; si por otra causa alguna la despedía, ordenábase que la mitad de su hacienda fuese para la mujer, y la otra mitad para el templo de Ceres; y que el que así la repudiase hubiera de aplacar a los Dioses infernales.

Fue, también cosa suya no haber señalado pena contra los parricidas, y haber llamado parricidio a todo homicidio, como que éste era factible, pero imposible aquel; y por muy largo tiempo pareció que con sobrada razón se tuvo por desconocida semejante maldad, porque nadie hubo en Roma que la cometiese en cerca de seiscientos años; siendo el primero de quien se cuenta haber sido parricida, ya después de la guerra de Aníbal, Lucio Hostio; mas baste de estas cosas.

XXIII.— En el año quinto del reinado de Tacio algunos familiares y parientes suyos, encontrándose con ciertos mensajeros que de Laurento venían a Roma, se propusieron despojarlos violentamente de sus bienes en el camino, y porque no lo toleraron, sino que se defendieron, les dieron muerte. Cometida tan abominable acción, Rómulo fue de opinión que al punto debían ser castigados sus autores; pero Tacio la dejaba correr y daba largas; siendo éste el único motivo conocido de disensión que entre ellos hubo, pues por lo demás se llevaron muy bien, y con mucha concordia trataron en común los negocios. Entre tanto, los deudos de los que habían sido asesinados, desahuciados de que se impusiera la pena legítima, a causa de Tacio, dando sobre él en Lavinio en el acto de entender en cierto sacrificio, le quitaron la vida; y a Rómulo le fueron acompañando, alabándole de hombre justo. Cuidó éste de que se trasladase el cadáver de Tacio, y se le diese sepultura, el cual yace junto al llamado Armilustrio en el Aventino; mas no pensó en tomar satisfacción por su muerte, y algunos historiadores refieren que la ciudad de los Laurentanos por temor entregó los agresores, pero que Rómulo les dio libertad, diciendo que muerte con muerte se compensaba; lo que dio motivo para pensar y sospechar que no le había sido desagradable el que le hubiesen dejado sin colega en el mando. No por esto en cuanto a los negocios hicieron novedad o se inquietaron los Sabinos, sino que unos por amor a Rómulo, otros por miedo de su poder, y otros mirándole como cosa divina, le conservaron todos admiración y benevolencia. Aun muchos de los extranjeros miraban con veneración a Rómulo; y los más antiguos habitantes del Lacio se adelantaron a solicitar su amistad y alianza.

Mas a Fidenas, ciudad circunvecina de Roma, la tomó por armas, según dicen algunos, mandando repentinamente caballería con orden de desquiciar las puertas; que de este modo se apareció allí cuando menos se esperaba; pero otros aseguran que los Fidenates fueron los primeros a hacer presas, y a talar la comarca y los arrabales de Roma, y que Rómulo, armándoles celadas, y haciéndoles perder mucha gente, tomó la ciudad. Con todo, no la incendió o devastó, sino que la hizo colonia de Romanos, haciendo pasar a ella dos mil y quinientos habitantes, en los idus de abril.

XXIV.— Sobrevino peste en aquel tiempo, tal que sin enfermedad causaba en muchos muerte repentina, agregándose a ella esterilidad en los frutos e infecundidad en los ganados; en la ciudad, además, cayó lluvia de sangre; y a estos males, que eran de necesidad, se allegó también una grandísima superstición. Sobre todo, cuando los habitantes de Laurento experimentaron lo mismo, ya enteramente pareció que era la ira divina la que afligía a ambas ciudades por el abandono de la justicia en la muerte de Tacio y en la de los embajadores. Entregados, recíprocamente y castigados los delincuentes, manifiestamente cesaron las plagas; y Rómulo reconcilió las dos ciudades con expiaciones, que se dice practicarse todavía junto a la Puerta Ferentina.

Antes de que cediese la peste insultaron los Camerios a los Romanos, y talaron sus tierras, como que no estaban en situación de defenderse por aquella calamidad; pero Rómulo marchó al punto en su busca, y venciólos en batalla, en la que murieron seis mil de ellos, y, tomando la ciudad, a la mitad de los que pelearon los trasladó a Roma, y de Roma mandó a Cameria doblados de la otra mitad en las Calendas Sextiles. ¡Tanto había crecido el número de los ciudadanos en diez y seis años escasos que habitaba en Roma! Entre los demás despojos, trajo de Cameria un carro con cuatro caballos de bronce: consagróle en el templo de Vulcano, poniendo en él su estatua, coronada por la Victoria.

XXV.— De este modo tomaba Roma consistencia, con lo que los vecinos débiles cedían, y con sólo no tener que temer, se daban por contentos: pero los de más fuerzas, parte por miedo y parte por envidia, creían que no debían estarse quietos, sino antes oponerse a tanto incremento y contener a Rómulo. Entre los Tirrenos fueron los Veyanos los primeros que, teniendo un extenso territorio, y habitando una ciudad populosa, tomaron por pretexto y principio de la guerra el reclamar a Fidenas, porque era pertenencia suya. Esto no sólo era injusto, sino aun ridículo, porque después de no haberla defendido en su riesgo y al tiempo de ser expugnada, dejando perecer a sus habitantes, venían ahora a reclamar las casas y el territorio cuando habían pasado a otro poder. Habiendo, pues, recibido de Rómulo desabrida respuesta, dividiéndose en dos cuerpos, opusieron el uno a las fuerzas que había en Fidenas, y con el otro se fueron en busca de Rómulo, y, vencedores sobre Fidenas, dieron cabo de dos mil Romanos; pero, vencidos por Rómulo, perdieron más de ocho mil hombres. Fuéronlo después de segunda sobre Fidenas; y es cosa en que todos convienen que Rómulo tuvo en esta acción la principal parte, reuniendo la osadía y prontitud con la pericia, y usando de un valor al parecer sobrehumano; pero es enteramente fabuloso, o, por mejor decir, de ningún modo creíble, lo que cuentan algunos de que habiendo sido los que perecieron catorce mil, más de la mitad fueron muertos por mano del mismo Rómulo; cuando aun parece que usan de exageración los Mesenios con su Aristómenes, diciendo que sacrificó trescientas víctimas por otros tantos Lacedemonios, a quienes dio muerte.

Yendo en retirada, Rómulo dejó correr a los que así huían, y se encaminó a la ciudad de Veyes, donde no pudiendo resistir a tanta calamidad y empleando el ruego, hicieron paz y amistad por cien años, cediendo a los romanos su territorio, llamado siete pagos, como si dijésemos siete suertes, desistiéndose de las fuentes saladas que poseían junto al río, y entregando en rehenes cincuenta de los principales. Triunfó Rómulo de éstos en los idus de octubre, conduciendo muchos cautivos, y entre ellos al general de los Veyanos, hombre anciano, que no se condujo en la acción con el tino e inteligencia correspondientes a aquella edad; por esta causa aún ahora, cuando se hacen sacrificios sobre victoria conseguida, se guarda el rito de llevar desde la plaza al Capitolio a un anciano, al que visten de púrpura, y le ponen al cuello la bula pueril, y grita el heraldo: «Sardianos de venta», porque los Tirrenos pasan por colonia de los Sardianos, y Veyes era ciudad del país Tirreno.

XXVI.— Ésta fue la última guerra en que Rómulo intervino. En adelante no estuvo ya libre de incurrir en lo que acontece a muchos, o por mejor decir, fuera de muy pocos, a todos los que con grande y extraordinaria prosperidad son ensalzados en poder y fausto; porque, engreído con los sucesos, con ánimo altanero cambió la popularidad en un modo de reinar molesto y enojoso hasta por el ornato con que se transformó, pues empezó a vestir una túnica sobresaliente, adornó con púrpura la toga, y despachaba los negocios públicos reclinado bajo dosel. Asistíanle de continuo ciertos jóvenes llamados céleres por su prontitud en servir, y le precedían otros que con varas apartaban a la muchedumbre, e iban ceñidos de correas para atar a los que les mandase; y al atar los Latinos antiguamente le decían ligare, y ahora alligare, y por esta causa los que iban con las varas se dijeron lictores, y aquellas báculos, porque usaban entonces de las varas. Pero acaso se dicen lictores, interpuesta la letra c, y antes litores a la griega como liturgos o ministros públicos; porque aun ahora los griegos al pueblo le llaman leitos, y laos a la plebe.

XXVII.— Cuando por muerte de su abuelo Numitor en Alba le correspondió a él el reino, comunicó con todos el mando, haciéndose popular, y cada año elegía un gobernador para los Albanos. Instruyó con esto a los principales entre los romanos para que procurasen establecer una autoridad distinta de la regia, y el gobierno propiamente de las leyes, mandando en parte y siendo mandados; pues que ni los llamados patricios tenían parte en la administración, y sólo gozaban de cierto aparato y nombre honorífico, juntándose en el Concilio o Senado más por formalidad que porque se desease su dictamen. Mandábaseles, y callando obedecían; no teniendo otra ventaja sobre los demás sino que, enterados primero que éstos de lo que se ejecutaba, aquí terminaban sus funciones. Y por todo lo demás pasaban; pero habiendo Rómulo repartido por sí solo a los soldados las tierras ganadas por las armas, y restituido a los Veyanos los rehenes, sin hablarles de ello y consultarlos, creyeron que aquello ya era burlarse enteramente del Senado; y de aquí nació contra éste la sospecha, habiendo Rómulo desaparecido imprevistamente de allí a poco tiempo. Fue, pues, su desaparecimiento en las Nonas Quintiles, como se decía entonces, o de Julio, como se dice ahora, sin que nada cierto y seguro haya quedado acerca de su muerte, sino, la época, como se deja expresado; porque todavía se ejecutan en aquel día muchos ritos y actos a imitación de lo que en él pasó. Y no hay que extrañar esta incertidumbre, cuando habiéndose encontrado muerto de sobrecena a Escipión Africano, nada hay acerca del modo de su muerte que merezca algún crédito o lleve camino; diciendo unos que, andando ya enfermizo, naturalmente falleció: otros que él mismo tomó hierbas para este efecto, y otros, que sus enemigos, echándose sobre él en aquella noche, le cortaron la respiración. Y al cabo Escipión estuvo de cuerpo presente para que todos le viesen, y su cadáver, registrado por todos, pudo dar alguna sospecha y conocimiento; pero Rómulo desapareció repentinamente, sin que se viese ni miembro de su cuerpo ni jirón de su vestido; habiendo conjeturado algunos que los Senadores cargaron sobre él en el templo de Vulcano, le despedazaron y repartieron entre sí el cuerpo, llevándose cada uno en el seno una partecita. Otros opinan que ni fue en el templo de Vulcano, ni se hallaban solos los Senadores cuando Rómulo fue quitado de en medio, sino que esto ocurrió fuera, junto al lago llamado de la Cabra o de la Cierva, donde aquel estaba celebrando una junta pública; y que en el aire sucedieron entonces de repente fenómenos maravillosos, superiores a cuanto puede ponderarse, y trastornos increíbles; que la luz del sol se eclipsó, y sobrevino una noche nada serena y tranquila, sino con terribles truenos y huracanes violentos, que de todas partes movían gran borrasca. En esto, lo que es la plebe se dispersó y dio a huir, y los principales se juntaron; cuando luego, desvanecida la tormenta y restituida la luz, volvió con esto a reunirse el pueblo, todos buscaban y deseaban ver al rey; pero los principales no se lo permitían, ni les daban lugar para hablar en ello, sino que los exhortaban a venerar a Rómulo, como arrebatado a la mansión de los Dioses, y convertido, de buen rey que había sido, en un dios benéfico para ellos. Creyólo la mayor parte, y se retiraron contentos, venerándolo con las más lisonjeras esperanzas; pero hubo algunos que reconvinieron agria y desabridamente a los patricios sobre este hecho, inquietándolos y acusándolos de que querían hacer creer al pueblo los mayores absurdos, después de haber ellos sido los matadores del rey.

XXVIII.— En este estado de turbación dicen que un ciudadano de la clase de los patricios, muy principal en linaje, de gran opinión en cuanto a su conducta, amigo además de la confianza de Rómulo, de los que vinieron de Alba, llamado Julio Proclo, se presentó en la plaza, y acercándose con juramento a las cosas más sagradas, refirió en público que yendo por la calle se le había aparecido de frente Rómulo, más bello en su presencia y más grande que lo había sido nunca, adornado de armas lustrosas y resplandecientes, a quien, pasmado con su vista, había dicho: «¿Qué te hemos hecho, oh rey, o qué te has propuesto para dejarnos a nosotros entre sospechas injustas y criminales. y a todo el pueblo en orfandad y general desconsuelo?». Y aquel le había respondido: «Los Dioses han dispuesto, oh Proclo, que sólo hayamos permanecido este tiempo entre los hombres, siendo de allá; y que habiendo fundado una ciudad grande en imperio y en gloria, volvamos a ser habitadores del cielo; regocíjate, pues, y di a los Romanos que si ejercitan la templanza y fortaleza, llegarán al colmo del humano poder; y yo, bajo el nombre de Quirino, seré siempre para vosotros un genio tutelar». Pareció esta relación a los Romanos digna de crédito por la opinión del que la hacía y por el juramento; y además parece que inspiró una cosa parecida al entusiasmo, porque nadie hizo la menor oposición, y apartándose todos de sus sospechas y persecuciones, hicieron plegarias a Quirino y lo invocaron por Dios.

Parécese esto a las fábulas que los Griegos nos cuentan sobre lo ocurrido con Aristeas Proconesio y Cleomedes Astupaleo; porque dicen que habiendo muerto Aristeas en un batán, al querer sus deudos recoger su cadáver se les marchó sin saber cómo, y luego dijeron unos que venían de viaje que se habían encontrado con Aristeas camino de Crotona. Cleomedes era un hombre de una corpulencia y una fuerza extraordinarias, pero como fanático y alocado: así hacía mil violencias, y últimamente en una escuela de niños, dando una puñada en la columna que sostenía la obra, la partió por medio, y echó abajo el tejado: perecieron, pues, los niños, y persiguiéndosele en juicio, dícese que se encerró en un arcón grande, llevándose tras sí la tapa, de la que tiraba por adentro, y aunque se juntaron muchos a hacer fuerza para abrirla, no les fue posible; y recurriendo al medio de hacer pedazos el arcón, no le hallaron ni vivo ni muerto; espantados de lo cual enviaron adivinos a Delfos, y la Pitia les dio por respuesta:

Sabed que de los héroes el postrero
es el Astupaleo Cleomedes.

También se cuenta que el cadáver de Alcmena, al llevarla en el féretro, se desapareció, y en su lugar se encontró en aquel una piedra; y a este tenor otras fábulas, queriendo deificar contra toda razón a unos seres por naturaleza mortales, igualándolos con los Dioses. Y como el desconocer la divinidad de la virtud es abominable y feo, así lo más irracional de todo es mezclar el cielo con la tierra. Dejémoslo, pues, ateniéndonos con Píndaro a lo cierto: que el cuerpo de todos está sujeto, a la caduca muerte; pero queda viva una imagen de la eternidad: porque ella sola es de los Dioses; de allá viene, y allá torna, no con el cuerpo, sino cuanto más se aparta y distingue de él, haciéndose del todo pura, incorpórea e inocente, porque el alma seca es la más excelente, según Heráclito, lanzándose fuera del cuerpo como el rayo de la nube. La que se humedece en el cuerpo, y como que se abraza con él, es, a modo de vapor pesado y nebuloso, mala de inflamar y elevarse. Por tanto, no es cosa de que enviemos también al cielo los cuerpos de los buenos, sino que creamos más bien que las virtudes y las almas, por una naturaleza y justicia divina, de los hombres se trasladan a los héroes, de los héroes a los genios, y de éstos, si como en una iniciación se purifican y santifican enteramente, echando de sí todo lo mortal y pasible, no por ley de la ciudad, sino por una razón prudente, se trasladan a los Dioses, habiendo conseguido el fin más glorioso y bienaventurado.

XXIX.— En cuanto a la denominación de Quirino dada a Rómulo, unos creen que equivale a Marcial; otros, que se le dio porque a los ciudadanos se les llamaba Quirites; otros, porque los antiguos a la punta o a la lanza le decían quiris, y había una estatua que se decía de Juno Quirítide, porque estaba sobre la punta de una lanza; y en la Regia o palacio, a la lanza allí puesta le llaman Marte; y con lanza se solía premiar en la guerra a los más esforzados: así que a Rómulo, como muy marcial o invicto, se le llamó Quirino; y hay un templo suyo en el monte que de su nombre se ha llamado Quirinal.

El día en que mudó de vida se denomina la huída del pueblo, o las Norias Capratinas, porque bajan a sacrificar junto al lago de las Cabras, y a ésta la dicen capra. Cuando bajan al sacrificio pronuncian a gritos muchos de los nombres usados en el país, como Marco, Lucio, Gayo, representando la dispersión de entonces, y el llamarse unos a otros entre el miedo y la turbación. Otros dicen que esta representación no es de huída, sino de priesa y agitación, refiriéndolo a la siguiente causa: cuando después de la ocupación de Roma por los Galos fueron éstos arrojados por Camilo, la ciudad tardó mucho en volver sobre sí de su decadencia, y entonces muchos de los Latinos movieron sus armas contra ella, llevando por caudillo a Libio Postumio. Puso éste sus reales no lejos de Roma, y envió un heraldo con el mensaje de que los Latinos deseaban volver a avivar el deudo y parentesco, que ya iba decayendo, con nuevos matrimonios que se hiciesen entre ambas naciones; por tanto, que mandándoles copia de doncellas y otras mujeres no casadas, les guardarían paz y amistad, como la tuvieron ellos al principio con los Sabinos por igual medio. Oído por los Romanos, de una parte temían la guerra, y de otra consideraban que la entrega de las mujeres en nada era más llevadera que la esclavitud. En este conflicto, una esclava llamada Filotis, o, como quieren otros, Tutola, les sugirió que no hiciesen uno ni otro, sino que con cierto engaño evitasen la guerra y aquella entrega. Consistía el engaño en que a la misma Filotis y a otras esclavas se las ataviase decentemente como si fuesen libres, y en este concepto se las mandase al ejército enemigo; que luego, a la noche, ella cuidaría de poner en alto una antorcha para que los Romanos acudiesen armados y sobrecogiesen dormidos a los enemigos. Hízose todo así, cayendo en el engaño los enemigos; y la antorcha la levantó en alto Filotis desde un cabrahigo, habiendo puesto a la espalda ropas y otros estorbos para que los enemigos no percibiesen la luz, y quedase manifiesta a los Romanos. Luego que la vieron, salieron precipitadamente, y en el apresurarse, muchas veces se llamaban unos a otros: cogieron desprevenidos a los enemigos; venciéronlos, y en conmemoración de aquella victoria celebran esta fiesta; y las nonas se dicen Capratinas por el cabrahigo, al que llaman los Romanos caprifico. Convidan en esta fiesta a comer a las mujeres a la sombra de ramos de higuera; y las esclavas se congregan también, y andan en torno jugueteando, y a lo último se golpean unas a otras, y se tiran chinas, como entonces corrieron hacia los Romanos y pelearon en su ayuda. Mas esto, pocos de los historiadores lo admiten: y en verdad que el usar en aquel día del rito de pronunciar a gritos los nombres, y el bajar para el sacrificio al lago de la Cabra, tiene más conformidad con la relación primera; a no ser que ambos sucesos hubiesen tenido lugar en un mismo día en sus diversos tiempos. Dícese, finalmente, que Rómulo desapareció de entre los hombres a los cincuenta y cuatro años de edad, y a los treinta y ocho de su reinado.

COMPARACIÓN DE TESEO Y RÓMULO

I.— Esto es cuanto digno de memoria hemos podido recoger acerca de Rómulo y Teseo. Parece, pues, en primer lugar, que éste por elección propia, sin ser precisada de nadie y pudiendo reinar quietamente en Trecene, donde heredaría una autoridad nada oscura, se consagró espontáneamente a grandes empresas; cuando aquel, colocado entre el temor de la esclavitud presente y el del castigo que le amenazaba, haciéndose valiente por miedo, según aquello de Platón, se vio precisado, por evitar el peligro extremo, a arrojarse a cosas grandes. En segundo lugar, la mayor hazaña de Rómulo es haber destruido a un solo tirano en Alba; y para Teseo no fueron más que cosas de paso Escirón, Sinis, Procrustes y Corunetes, con cuyo exterminio libertó a la Grecia de muy duros tiranos, antes que supiesen quién él era los que le debían su remedio. Érale además permitido hacer su viaje por mar sin meterse con nadie, pues que de aquellos malvados ninguna ofensa había recibido; pero a Rómulo no le era dado el no tener contiendas mientras Amulio viviese. Pero ésta es la mayor prueba: el uno, sin haber sido agraviado, en venganza ajena se arrojó contra los facinerosos, y los otros, mientras en nada fueron molestados por el tirano, le dejaron que oprimiese a los demás. Y si fueron gloriosas hazañas ser herido peleando con los Sabinos, dar muerte a Acrón y haber vencido en batalla a muchos enemigos, bien pueden entrar en paralelo con ellas la guerra con los Centauros y la de las Amazonas.

Pues para el arrojo de Teseo con ocasión del tributo de Creta, ofreciéndose él mismo, bien fuese para pasto de una fiera, bien para víctima sobre el sepulcro de Androgeo, o bien, que era lo más leve de cuanto se dice en la materia, para sufrir una servidumbre oscura e ignominiosa, bajo el poder de hombres injustos y crueles, haciendo voluntariamente aquella navegación con las doncellas y los jóvenes, no será fácil decir cuánto se necesitó, o de osadía y magnanimidad, o de justificación en las cosas públicas, o de deseo de gloria y de virtud. A mí, con ocasión de este suceso, me parece que no definen mal los filósofos al amor, teniéndole por empresa de Dioses para tutela y socorro de los hombres: porque el amor de Ariadna, más que otra cosa, parece haber sido obra y disposición de algún dios para salud de aquel joven. Y no hay motivo tampoco para culpar a la que de él se enamoró, sino más bien para admirar el que todos y todas no se sintiesen igualmente afectos; y si ella sola tuvo aquella pasión, yo por mí diría que fue también favor de algún dios, por ver que era amante de lo honesto, de lo bueno y de los varones aventajados.

II.— Tuvieron uno y otro por naturaleza dotes políticas; pero ninguno de los dos guardó la índole de la autoridad regia, sino que se salieron de ella e hicieron mudanza: el uno hacia la democracia, y el otro hacia la tiranía, pecando igualmente por caminos opuestos; porque el que tiene autoridad lo primero que debe guardar es la autoridad misma que se le dio; e igualmente contribuye para esto el no quedarse corto que el no exceder de la que conviene; y el que cede en ella o tira a extenderla, ya no permanece o rey o emperador, sino que, degenerando en demagogo o en déspota, engendra en los súbditos menosprecio u odio; bien que lo primero parece que es exceso de equidad y humanidad, y lo segundo de amor propio y aspereza.

III.— Por lo que hace a sus infortunios, no debiéndose achacar todo a los Genios, sino buscar también las diferencias que inducen las costumbres y los afectos, nadie absolverá de una cólera inconsiderada y de una precipitación que participa de la irreflexión de la ira, al uno por lo hecho con el hermano, y al otro por lo hecho con el hijo; pero el origen que movió la ira hace que se disculpe más al que fue de mayor causa, como de más insufrible golpe arrebatado. Pues respecto de Rómulo, porque deliberando sobre las cosas públicas se suscitase alguna diferencia, nadie tendría esto por suficiente motivo para tal acaloramiento; mas a Teseo le sacaron de tino contra el hijo cosas de que muy pocos se libran: el amor, los celos y las calumnias de su mujer; y lo que es más decisivo todavía, en Rómulo la cólera se propasó a obras, y a una acción que tuvo fin infausto; y la ira de Teseo llegó sí a expresiones, a blasfemias y a imprecaciones propias de un anciano; pero en lo demás parece que aquel joven sucumbió a su suerte; por tanto, cualquiera votaría a favor de Teseo.

IV.— Lo grande que en aquel resplandece ante todo es haber tenido principios muy pequeños para cosas tan grandes, porque unos hombres que se decían sirvientes e hijos de porquerizos, antes de tener ellos mismos libertad hicieron libres a casi todos los Latinos, y granjearon para sí, en momentos y de un solo golpe, los gloriosísimos nombres de destructores de los enemigos, salvadores de los propios, reyes de pueblos y fundadores de ciudades, no trasplantadores, que es lo que fue Teseo, juntando y formando de varias una población, y haciendo desaparecer muchas ciudades que llevaban los nombres de reyes y héroes de la antigüedad; aunque esto luego a lo último lo ejecutó también Rómulo, precisando a los enemigos a que perdiendo y borrando sus propios hogares se confundieran con los vencedores; pero al principio no con trasplantar o acrecentar lo que ya existía, sino fundando donde nada había, y adquiriendo para sí de una vez tierra, patria, reino, casamientos y deudos; a nadie perdió o destruyó, sino que hizo un gran beneficio a los que, no teniendo antes casa ni hogar, aspiraban a formar un pueblo y ser ciudadanos. No dio muerte a ladrones y forajidos; pero subyugó naciones con sus armas, allanó ciudades y llevó cautivos en triunfo reyes y generales.

V.— En lo sucedido con Remo hay mucha oscuridad sobre la mano cuya fue la ejecución; y los más lo atribuyeron a otros: en lo que no hay duda es en que salvó a su madre, crudamente perseguida, y a su abuelo, que yacía en oscura y vergonzosa servidumbre, lo colocó en el trono, haciéndole con ánimo deliberado el mayor servicio, y no causándole daño, ni aun contra su propósito, cuando el olvido y descuido de Teseo en el precepto de la vela ni con la más estudiada defensa se libraría del cargo de parricidio, aun por sentencia de jueces poco avisados. Así es que convencido un Ateniense de lo difícil que era en este punto la apología, por más que se desease, finge que Egeo a la voz de la vuelta de la nave subió apresuradamente al alcázar con el ansia de verla, y yéndosele los pies se precipitó; como si hubiese estado tan falto de sirvientes, o no le hubiesen podido seguir, cuando así se afanaba, en su ida hacia el mar.

VI.— Los yerros de los raptos de las mujeres en Teseo carecieron de todo decente pretexto: lo primero por muchos, porque robó a Ariadna, a Antíope, a Anaxo la de Trecene, y a la postre a Helena, en edad ya decadente, a una edad todavía no florida, sino niña tierna, cuando él estaba ya fuera de sazón aun para casamientos legítimos; y lo segundo por la causa, pues no se ha de pensar que las doncellas trecenias, lacedemonias o amazonas no desposadas habían de ser en Atenas mejores madres de familia que las erecteidas y cecrópidas; así, es de sospechar que en esto no hubo más que injuria y liviandad. Rómulo, en primer lugar, haciendo robar ochocientas o pocas menos, no las tomó todas para sí, sino solamente a Hersilia, según se dice, y las demás las distribuyó a los principales ciudadanos; además de esto, tratando después con estimación y amor e igualdad a las mujeres, hizo ver que aquella primera violencia e injuria se había convertido en una acción honesta y en un medio muy político de unión: ¡tan íntimamente enlazó y estrechó a las dos naciones entre sí, y tan bello origen dio de benevolencia y poder a la república!

Pues de la reverencia, amor y consistencia que imprimió a los matrimonios, el tiempo mismo es testigo; porque en cerca de doscientos treinta años no hubo hombre que se resolviese a apartarse de la compañía de su mujer, ni mujer de la de su marido; y así como los más eruditos de los Griegos llevan la cuenta de quién fue el primer parricida y el primer matricida, de la misma manera no hay Romano que no sepa que fue Carbilio Espurio el primero que repudió a su mujer por causa de esterilidad. Y con este largo tiempo concuerdan también las obras: porque los reyes mismos hicieron unión y comunidad de mando por aquellos primeros casamientos. Mas de las bodas de Teseo ninguna ventaja amistosa y social resultó a los Atenienses, sino enemistades, guerras y muertes de los ciudadanos; y últimamente haber perdido a Afidnas, y si no hubiese sido por compasión de los enemigos, a los que reverenciaron como Dioses dándoles este nombre, haber estado en muy poco el que hubiesen experimentado lo mismo que por Alejandro sucedió a Troya. La madre de Teseo, no sólo estuvo en riesgo de perder la vida, sino que pasó por el caso de Hécuba, abandonándola, y no haciendo cuenta de ella el hijo, a no ser que sea consejo cuanto se dice de su esclavitud: ¡ojalá que sea falso, y también muchas de las demás cosas! Finalmente, aun en las fábulas sobre la asistencia divina en uno y otro hay gran diferencia: porque el modo de salvarse Rómulo prueba gran benevolencia de parte de los Dioses; y el oráculo dado a Egeo de que no se allegase a mujer en tierra extraña parece que indica que no fue según la voluntad de los Dioses el nacimiento de Teseo.

LICURGO Y NUMA

LICURGO

I.— Nada absolutamente puede decirse que no esté sujeto a dudas acerca del legislador Licurgo, de cuyo linaje, peregrinación y muerte, y sobre todo de cuyas leyes y gobiernos, en cuanto a su establecimiento, se hacen relaciones muy diversas, siendo el tiempo en que vivió aquello en que menos se conviene. Algunos dicen que floreció contemporáneamente a Ífito, y que con él estableció la tregua olímpica, de cuyo número es el filósofo Aristóteles, que produce como testigo un disco que se guarda en Olimpia, en el que todavía se mantiene escrito el nombre de Licurgo. Los que han dado la cronología y sucesión de los reyes de Esparta, como Eratóstenes y Apolodoro, lo hacen no pocos años anterior a la primera Olimpíada. Timeo sospecha que hubo en Esparta en diversos tiempos dos Licurgos, y los sucesos de ambos por la excelencia se confundieron en uno, habiendo casi alcanzado el más antiguo los tiempos de Homero, y aun algunos dicen que llegó a ver a este poeta. También Jenofonte da a entender su antigüedad, diciendo que vivió cuando los Heraclidas; porque aunque en linaje fueron Heraclidas aún los últimos reyes de Esparta, en esto quiere significar que llama Heraclidas a los primeros de aquellos, inmediatos a Heracles. Mas en medio de esta confusión de la historia, para escribir la vida de este legislador, procuraremos seguir, entre las diferentes relaciones, las que envuelvan menos contradicción o estén apoyadas en la fe de más acreditados testigos. Aun el poeta Simónides no tiene por padre de Licurgo a Éunomo, sino a Prítanis; pero casi todos forman así la genealogía de Éunomo y Licurgo: que de Patrocles el de Aristodemo fue hijo Soo; de Soo, Euritión; de éste, Prítanis; de éste, Éunomo, y de Éunomo y su primera mujer, Polidectes, y después más joven Licurgo, de Dianasa, como lo escribió también Dieutíquidas, haciéndole sexto en orden desde Patrocles, y undécimo desde Heracles.

II.— Entre sus ascendientes se señaló mucho Soo, porque en su reinado hicieron los Espartanos sus esclavos a los Hilotas y adquirieron gran extensión de terreno, quitándoles a los Árcades. Cuéntase también de este Soo que, hallándose sitiado por los Clitorios en un paraje áspero y falto de agua, convino en que les dejaría el terreno que por armas les había tomado si bebían de una fuente cercana él y cuantos con él estaban. Acordado así, y sellado con el recíproco juramento, al encaminarse a la fuente con los suyos ofreció el reino al que no bebiese; pero nadie pudo contenerse, y bebieron todos; entonces, bajando él el último, no hizo más que rociarse con el agua a presencia de los enemigos, y se marchó, reteniendo el terreno, porque no habían bebido todos. Mas aunque por estos sucesos logró mucha estimación, no fue de él, sino de su hijo, de quien los reyes de su raza se llamaron Euritiónidas; porque parece haber sido Euritión el primero que reformó en la autoridad real lo que tenía de demasiado absoluta, comunicando el poder y congraciándose con la muchedumbre; y de esta reforma, insolentándose de una parte el pueblo, y de otra haciéndose los reyes odiosos si querían usar de la fuerza, o poco respetables si cedían por condescendencia y debilidad, sucedió que por mucho tiempo cayó Esparta en anarquía y desorden: y éste fue el que quitó la vida al padre de Licurgo que ya reinaba; porque metiendo paz en cierta riña, fue herido con un cuchillo ordinario, y murió, dejando el reino a su hijo mayor, Polidectes.

III.— Muerto éste de allí a muy breve tiempo, todos creían que le correspondía reinar a Licurgo, y entró a reinar hasta que se supo que la mujer del hermano estaba encinta. Cuando esto se divulgó, anunció que el reino pertenecía al niño, si fuese varón, y declaró que él reinaba como tutor. Llaman los Lacedemonios a los tutores de los reyes pródicos. Sucedió que la cuñada le envió ocultamente mensajes, e hizo proponerle que quería deshacerse del preñado, con tal que, casándose con él, reinasen en Esparta. Horrorizóse del intento, pero no lo contradijo; antes fingiendo que lo aprobaba y tenía a bien, le dijo que no era menester que ella se estropeara el cuerpo, o se pusiese en peligro apretándose o tomando hierbas, sino que a su cuenta quedaría deshacerse de él después de nacido. Entreteniéndola de este modo hasta el parto, cuando entendió que era llegada la hora de éste, envió personas que la observasen y estuviesen con cuidado en los dolores, con orden de que si lo que paría era hembra, se entregase al punto a las mujeres; pero si fuese varón, se lo llevaran, estuviera en la ocupación que estuviese. Estando, pues, él comiendo con los magistrados, dio aquella a luz un varón, y vinieron los ministros trayéndole el niño; tomóle en los brazos, y se cuenta que dijo a los circunstantes: «Os ha nacido un rey, oh Espartanos»; y que después le colocó en el trono real, dándole el nombre de Carilao, porque todos se mostraban muy alegres, ensalzando su prudencia y su justicia. Vino a reinar en todo unos ocho meses. Era, por otra parte, muy bien visto de los ciudadanos; y en mucho mayor número que los que le obedecían como a tutor del rey y depositario del mando, eran los que se le aficionaban por su virtud y se mostraban prontos a cuanto les mandase. Había, no obstante, quien le tenía envidia, y quien procuraba oponerse a sus aumentos viéndole todavía joven, principalmente los parientes y familiares de la madre del rey, la cual se miraba como agraviada; y el hermano de ésta, Leónidas, zahiriendo en una ocasión a Licurgo con demasiada osadía, se dejó decir que ya sabía que él había de reinar, haciendo nacer sospecha, y sembrando contra Licurgo la calumnia, si al rey le sucedía algo, de que había atentado contra él. Otras expresiones como ésta le llegaban también de la cuñada: por tanto, incomodado con ellas, y temeroso por lo que podía ocultársele, resolvió evitar con su ausencia toda sospecha, y andar peregrinando, hasta que el sobrino, hecho ya grande, hubiese dado sucesor al reino.

IV.— Embarcándose con esta determinación, se dirigió en primer lugar a Creta, donde se dio a examinar el gobierno que allí regía; y acercándose a los que tenían mayor concepto, admiró y tomó varias de sus leyes para trasladarlas y usar de ellas restituido a su casa; pero también hubo algunas que no le parecieron bien. Con amistad y agasajo inclinó a que pasase a Esparta a uno de los que gozaban mayor opinión de sabios y políticos, llamado Tales; en la apariencia, como poeta lírico, de que tenía fama, y para hacer ostentación de este dote; pero, en realidad, con el objeto de que hiciese lo que los grandes legisladores: porque sus canciones eran discursos que por medio de la armonía y el número movían a la docilidad y concordia, siendo de suyo graciosos y conciliadores. Así los que lo oían se dulcificaban sin sentir en sus costumbres, y por el deseo de lo honesto eran como atraídos a la unión, del encono que era entonces como endémico de unos contra otros; y parecía en cierta manera que aquel preparaba el camino a Licurgo para la educación. De Creta se trasladó Licurgo al Asia, queriendo, según se dice, comparar con el régimen cretense, que era moderado y austero, la profusión y delicias de los Jonios, como los médicos con los cuerpos sanos, los abotagados y enfermizos, para comprender mejor la diferencia de sus modos de vivir y de sus gobiernos. Descubriendo allí primero, según parece, los poemas de Homero guardados por los descendientes de Creofilo, y admirando en ellos entre los episodios que parece fomentan el deleite y la intemperancia, mezclada con gran artificio y cuidado mucha política y doctrina, los copió con ansia, y los recogió para traerlos consigo; pues aunque había entre los Griegos cierta fama oscura de estos poemas, eran pocos los que tenían de ellos algún trozo dislocado, como los había proporcionado el acaso; y Licurgo fue el primero que principalmente los dio a conocer. Los Egipcios creen que también los visitó Licurgo, y que admirado de la separación que ellos más que otros pueblos hacían de la clase de los guerreros, la trasladó a Esparta, y confinando a los artesanos y operarios, formó un pueblo verdaderamente urbano y brillante; y en esto aun hay algunos escritores griegos que convienen con los egipcios; pero que hubiese pasado también Licurgo a la Libia y a la Iberia, y que habiendo corrido la India hubiese tratado con los Gimnosofistas, fuera del Espartano Aristócrates el de Hiparco, no sabemos que lo haya dicho otro alguno.

V.— Los Lacedemonios echaban mucho de menos a Licurgo en su ausencia, y diferentes veces le enviaron a llamar; porque en los reyes no advertían que se diferenciasen en otra cosa del vulgo que en el nombre y los honores, y en aquel se descubría un ánimo superior, y cierto poder que atraía las voluntades. Aun a los reyes no era repugnante su vuelta, sino que más bien esperaban que, hallándose presente, la muchedumbre se contendría en su insolencia. Volviendo, pues, cuando los ánimos estaban así dispuestos, inmediatamente concibe el designio de causar un trastorno, y mudar el gobierno: como que de nada sirve ni a nada conduce una alteración parcial en las leyes, sino que es menester hacer lo que los médicos con los cuerpos enfermos y agobiados con diferentes males, que exprimiendo y evacuando los malos humores con purgas y otros medicamentos les hacen comenzar otro género de vida. Con estos pensamientos, lo primero que hizo fue dirigirse a Delfos; y habiendo consultado al dios y héchole sacrificio, volvió con aquel tan celebrado oráculo en el que la Pitia le llamó caro a los Dioses, y dios más bien que hombre, y le anunció que, consultado sobre buenas leyes, el dios le daba e inspiraba un gobierno que se había de aventajar a todos. Alentado con esto, reunió a los principales, y los exhortó a que con él tomasen parte en las novedades: bien que antes reservadamente había tratado con sus amigos, y después se había acercado también a la muchedumbre, inclinándolos a su plan. Cuando llegó el momento, encargó a treinta de los próceres que de madrugada se presentaran armados en la plaza, para consternar e intimidar a los que pudieran oponerse; y de éstos Hermipo enumeró hasta veinte, los más distinguidos; pero el que más parte tuvo y más ayudó a Licurgo en el establecimiento de sus leyes se llamaba Artmíadas. Como se hubiese movido algún alboroto, el rey Carilao tuvo miedo, porque decía que de todo se le haría autor, y se refugió al templo Calcieco; pero después, a fuerza de persuasiones y asegurado con juramentos, se alentó, y volvió a tomar parte en lo que se hacía; porque era de ánimo apocado, tanto, que se cuenta que Arquelao, que reinaba con él, a los que en cierta ocasión le celebraban, les dijo: «¿Cómo no ha de ser buen hombre Carilao, cuando ni siquiera para los malvados es áspero?».

Entre las muchas innovaciones hechas por Licurgo, la principal fue la creación del Senado, del que dice Platón que, unido a la autoridad real para templarla, e igualado con ella en las resoluciones, sirvió para los grandes negocios de salud y de freno; porque estando como en el aire el poder, e inclinándose, ora por parte de los reyes a la tiranía, y ora por parte de la muchedumbre a la democracia, equilibrado y contrapesado con la autoridad de los ancianos, que era a modo de un común presidio, tuvo ya más seguro orden y consistencia, adhiriéndose los veintiocho ancianos a los reyes, siempre que había que contrarrestar a la democracia, y dando vigor al pueblo para evitar la tiranía. Y dice Aristóteles que se establecieron en este número porque, siendo treinta los primeros que se asociaron a Licurgo, dos por miedo abandonaron el puesto; pero Esfeiro dice que desde el principio fueron en este número los elegidos para dar dictamen, acaso por la calidad del número siete multiplicado por cuatro, y porque, igual en sus partes, después del seis es perfecto; pero a mí me parece que la más cierta causa de haberse nombrado los ancianos en este número fue para que fuesen treinta entre todos, contándose con los veintiocho los dos reyes.

VI.— Tomó Licurgo con tanto cuidado este primer paso, que trajo de Delfos un vaticinio, a que se da el nombre de Retra y es de este tenor: «Edificando templo a Zeus Silanio y a Atenea Silania, conviene que tribuyendo tribus, fraternizando fratrias, y creando un Senado de treinta con los Arqueguetas, tengan éstos el derecho de congregar según los tiempos a los padres de familias entre Babica y Cnaquión, de tratar con ellos, y de disolver la junta». En este vaticinio tribuir tribus, y fraternizar fratrias, es dividir y repartir el pueblo en secciones, de las cuales a las unas se les llamó tribus, y a las otras fratrias. Arqueguetas se decían los reyes, y congregar era reunir en junta pública; porque quiso que se refiriese a Apolo el principio y la causa del gobierno. Babica y Cnaquión llaman ahora al río Enunte; aunque Aristóteles dice ser Cnaquión el río, y Babica el puente. En el espacio que mediaba, se tenían las juntas públicas, sin que hubiese pórticos ni otro ningún aparato; creyendo que nada contribuían, sino que más bien dañaban estas cosas para el acierto, porque excitan en los ánimos de los concurrentes ideas fútiles y vanas, cuando fijan la vista en las estatuas, en las pinturas, en los balcones teatrales, y en los techos muy artificiosamente labrados. Congregada la muchedumbre, a ninguno de ella se le permitía hablar de otros asuntos, y sólo era dueño el pueblo de decir sobre el dictamen propuesto por los ancianos y los reyes; pero fue más adelante cuando alterando los de la muchedumbre, y violentando las propuestas con añadir o quitar, los reyes Polidoro y Teopompo añadieron esto a la Retra: «Mas si el pueblo no fuese por lo recto, permítese a los provectos y a los Arqueguetas el no aprobarlo, sino separar y desunir al pueblo, como que trastornan y contrahacen la propuesta fuera de lo conveniente». Y éstos persuadieron también a la ciudad que el dios lo había ordenado; como de ello hace mención Tirteo en estos versos:

¡Oyeron con su oído, nos trajeron
este oráculo y versos infalibles,
que predijera por la Pitia Febo:
“Tengan el mando los sagrados Reyes,
que son tutores de la amable Esparta,
y los graves ancianos, luego el pueblo,
y se confirmarán las rectas leyes”.

VII.— Sin embargo de haber templado así Licurgo su gobierno, viendo todavía sus sucesores una oligarquía inmoderada y demasiado fuerte, o, según la expresión de Platón, hinchada y ambiciosa, la contuvieron como con un freno con la autoridad de los Éforos unos ciento y treinta años después de Licurgo, habiendo sido el primero que fue nombrado Éforo Élato, en tiempo del rey Teopompo; de quien se cuenta que, motejado por su mujer de que dejaba a sus hijos menor autoridad de la que había recibido le respondió: «Antes mayor cuanto más duradera»; porque, en realidad, con perder lo que en ella había de exceso, se libró de peligro; tanto, que no le sobrevinieron los males que los Mesenios y Argivos causaron a sus reyes, por no haber querido éstos ceder o relajar en favor del pueblo ni un punto de su autoridad: lo que hizo del todo patente la sabiduría y previsión de Licurgo a los que pusieron la vista, en las sediciones y desastrados gobiernos de los Mesenios y Argivos, pueblos vecinos suyos, y enlazados en parentesco, como lo eran sus reyes; pues habiendo sido al principio iguales, y aun, al parecer, mejor librados en el repartimiento, con todo les duró el bienestar muy poco tiempo, trastornada su constitución, de parte de los reyes por su altanería, y de parte de los pueblos por su inobediencia; manifestándose de este modo que fue una felicidad casi divina para Esparta haber tenido quien así concertase y templase su gobierno, pero esto fue más adelante.

VIII.— La segunda y más osada ordenación de Licurgo fue el repartimiento del terreno; porque siendo terrible la desigualdad y diferencia, por la cual muchos pobres necesitados sobrecargaban la ciudad, y la riqueza se acumulaba en muy pocos, se propuso desterrar la insolencia, la envidia, la corrupción, el regalo, y principalmente los dos mayores y más antiguos males que todos éstos: la riqueza y la pobreza; para lo que les persuadió que, presentando el país todo como vacío, se repartiese de nuevo, y todos viviesen entre sí uniformes e igualmente arraigados, dando el prez de preferencia a sola la virtud, como que de uno a otro no hay más diferencia o desigualdad que la que induce la justa reprensión de lo torpe y la alabanza de lo honesto; y diciendo y haciendo, distribuyó a los del campo el terreno de Laconia en treinta mil suertes, y el que caía hacia la ciudad de Esparta en nueve mil, porque éstas fueron las suertes de los Espartanos. Algunos dicen que Licurgo no hizo más que seis mil suertes, y que después Polidoro, rey, añadió otras tres mil; y otros, que éste hizo la mitad de las nueve mil, y la otra mitad las había hecho Licurgo. La suerte de cada uno era la que se juzgó podría producir una renta, que era por el hombre setenta fanegas de cebada, y doce por la mujer, y una cantidad de frutos líquidos proporcionada; porque creyeron que ésta era comida suficiente para que estuviesen sanos y fuertes, sin que ninguna otra cosa les hiciese falta. Refiérese que mucho más adelante, volviendo él mismo de un viaje al país, en tiempo que acababa de hacerse la siega, al ver las parvas emparejadas e iguales, sonriéndose, había dicho a los que allí se hallaban: «Toda la Laconia parece que es de unos hermanos que acaban de hacer sus particiones».

IX.— Intentaba repartir también los muebles para hacer desaparecer toda desigualdad y diversidad; pero cuando vio que así a las claras era mal recibida esta reforma, tomó otro camino y trajo a orden el lujo en estas cosas. Y en primer lugar, anulando toda la moneda antigua de oro y plata, ordenó que no se usase otra que de hierro, y a ésta en mucho peso y volumen le dio poco valor: de manera que para la suma de diez minas se necesitaba de un cofre grande en casa, y de una yunta para transportarla. Y con sola esta mudanza se libertó Lacedemonia de muchas especies de crímenes; porque ¿quién había de hurtar o dar en soborno, o trampear, o quitar de las manos una cosa que ni podía ocultarse, ni excitaba la codicia, ni había utilidad en deshacerla? Porque apagando, según se dice, en vinagre el hierro acerado hecho ascua, lo dejó endeble y de mal trabajar. Desterró además con esto las artes inútiles y de lujo, pues sin echarlas nadie de la ciudad, debieron decaer con la nueva moneda, no teniendo las obras despacho; por cuanto una moneda de hierro, que era objeto de burla, no tenía ningún atractivo para los demás griegos, ni estimación alguna; así, ni se podían comprar con ella efectos extranjeros de ningún precio, ni entraba en los puertos nave de comercio, ni se acercaba a la Laconia o sofista palabrero, o saludador y embelecador, u hombre de mal tráfico con mujeres, o artífice de oro y plata, no habiendo dinero: de esta manera, privado el lujo de su incentivo o pábulo, por sí mismo se desvaneció; y a los que tenían más que los otros de nada les servía, no habiendo camino por donde se mostrase su abundancia, que tenía que estar encerrada y ociosa. Pero para eso las cosas manuales y necesarias, como los lechos, las sillas, las mesas, se trabajaban entre ellos con primor; y el jarro laconio era el preferido por la tropa, según dice Critias: porque con su color cubría a la vista en el agua y demás cosas necesarias lo que podía hacerlas de mal beber; y pegándose y adhiriéndose a los bordes por dentro la tierra, si alguna tenía, quedaba con esto limpia la bebida. También esto debe atribuirse al legislador, porque, desterrados los artífices de cosas inútiles, en las necesarias mostraban su habilidad.

X.— Queriendo perseguir todavía más el lujo y extirpar el ansia por la riqueza, añadió otro tercer establecimiento, que fue el arreglo de los banquetes, haciendo que todos se reuniesen a comer juntos los manjares y guisos señalados, y nada comiesen en casa, ni tuviesen paños y mesas de gran precio, o pendiesen de cortantes y cocineros, engordando en tinieblas, como los animales insaciables, y echando a perder, con la costumbre, los cuerpos, incitados a inmoderados deseos y a la hartura, con necesidad de sueños largos, de baños calientes, de mucho reposo, y de estar como en continua enfermedad. Cosa era ésta admirada; pero más admirable todavía haber hecho indiferente y pobre la riqueza, como dice Teofrasto, con los banquetes comunes y con la sobriedad en la comida; porque ni tenía uso, ni empleo, ni vista u ostentación un magnífico menaje, concurriendo al mismo banquete el pobre que el rico; siendo ciertísimo aquel dicho vulgar, que de cuantas ciudades hay debajo del sol, sólo en Esparta se conserva Pluto ciego, y como una pintura se está quieto sin alma y sin movimiento. Ni comiendo en su casa les era dado ir después hartos a la mesa común, porque los demás observaban con cuidado al que no comía o bebía con ellos, y le tachaban de glotón y delicado, que desdeñaba el público banquete.

XI.— Por lo mismo, se dice haber sido ésta la institución que mayor oposición encontró en los ricos, los cuales, sublevados contra él, gritando, se reunieron en gran número, y, por fin, le acometieron a pedradas, hasta obligarle a retirarse de la plaza corriendo. Y de los demás pudo escaparse y refugiarse al templo; pero un joven, demasiado pronto e iracundo, aunque de buena índole en lo demás, llamado Alcandro, le acosaba y perseguía, y al volverse hacia él, éste le hirió con una vara que llevaba, y le sacó un ojo. No se alteró Licurgo con tanto daño como había recibido, sólo se paró de frente, y mostró a los ciudadanos el rostro bañado en sangre, y saltado el ojo; entonces fue suma la vergüenza y sentimiento que los ocupó a todos, tanto, que pusieron en su poder a Alcandro, y le fueron acompañando hasta su casa, dándole muestras de su disgusto. Licurgo a los demás los despidió, alabando su porte; y en cuanto a Alcandro, mandándole entrar en casa, no hizo ni dijo contra él cosa que le ofendiese; solamente, diciendo a sus comensales y criados que se retirasen, le mandó que le sirviese. Alcandro, que era de buena disposición, hacía callando lo que se le ordenaba; y permaneciendo al lado de Licurgo, siguiendo su método de vida, pudo hacerse cargo de la dulzura de su carácter, de los afectos de su ánimo, de su arreglado porte, y de su dureza para el trabajo; con lo que le miro ya como debía, y dijo a sus camaradas y amigos que Licurgo no sólo no era ni áspero ni orgulloso, sino que él sólo era suave y afable para todos. Éste fue el castigo y pena que recibió: de ser un joven inquieto y altanero, quedar hecho un hombre bien educado y prudente. Licurgo, como monumento de su herida, edificó el templo de Atenea, a la que apellidó Optiletis, porque en el dialecto dórico a los ojos se les llama óptilos. Algunos, y entre ellos Dioscórides, que escribió un tratado sobre el gobierno de Lacedemonia, dicen que Licurgo fue sí herido, pero no perdió el ojo, y que edificó el templo en reconocimiento de la curación. De resulta de aquel desgraciado suceso, dejaron los Lacedemonios el uso de ir con bastón a las juntas públicas.

XII.— Llamaban los Cretenses a los banquetes públicos andria, y los Lacedemonios, fidicia o porque eran oficinas de amistad y concordia, poniéndose la d en lugar de la l, o porque acostumbraban a la moderación y al ahorro. Tampoco hay inconveniente en que se hubiese arrimado por abuso la primera letra, como algunos quieren, habiéndose llamado edicia, de la comida.

Reúnense de quince en quince, y apenas más o menos: pone cada uno de los concurrentes al mes una fanega de harina, ocho coas de vino, cinco minas de queso, dos minas y media de higos, y además, para comprar carne, muy poca cosa en dinero. Fuera de esto, los que sacrificaban primicias, o habían estado de caza, enviaban al banquete alguna parte; porque el que sacrificaba o estaba de caza, si se le hacía tarde, podía quedarse a comer en casa; los demás debían concurrir, y así, se guardó escrupulosamente por mucho tiempo; pues cuando el rey Agis volvió del ejército, después de haber vencido a los atenienses, quiso comer con su mujer, y habiendo enviado a pedir sus raciones, no vinieron en mandárselas los polemarcos; y porque de enfado al día siguiente no hizo el sacrificio a que era obligado, le multaron. A estos banquetes asistían también los muchachos, llevados a ellos como a escuelas de templanza, donde oían conversaciones políticas, y bajo la enseñanza de preceptores libres, se acostumbraban a chancearse, a usar de burlas sin chocarrería, y a sufrirlas, si se chanceaban con ellos; porque se tiene por muy propio de Lacedemonios saber sufrir las chanzas, y el que no las llevaba tenía que declararse ofendido, cesando entonces el que se chanceaba. A cada uno le decía al entrar el más anciano, mostrándole las puertas: «Fuera de éstas no ha de salir palabra». Dicen que el recibimiento del que quería ser admitido a un banquete se hacía de este modo: tomaba en la mano cada uno de los de aquel banquete un trozo de masa, y al pasar el sirviente, que llevaba en la cabeza una vasija, lo echaba en ella como se echan los votos, el que admitía llanamente; pero el que repugnaba, apretándolo bien en la mano; haciendo aquí el mismo efecto el estar aplastado, que en los votos el estar agujereado; y con sólo encontrarse uno así, no lo admitían, porque querían que la reunión fuese con placer de todos. Al ser así desechado le decía ser cadizado, porque llaman kaddikhos a la vasija donde se recogen los trozos de masa. De todos sus guisos el más recomendado es el caldo negro, y los ancianos no echan menos la carne, sino que la dejan para los jóvenes, contentándose por toda comida con aquel caldo. Refiérese de uno de los reyes del Ponto, que precisamente por el tal caldo compró un cocinero de Lacedemonia; y que habiéndolo gustado, se indignó contra éste, el cual le dijo: «¡Oh, señor, para que guste este caldo es menester bañarse en el Eurotas!». Después de haber bebido moderadamente se retiran sin farol, porque ni del banquete ni de otra parte es permitido ir con luz, para que se acostumbren a andar de noche resueltamente sin miedo. Y éste es el orden de los banquetes públicos.

XIII.— No dio Licurgo leyes escritas, y artes era ésta una de las llamadas retras; porque creía que lo más esencial y poderoso para la felicidad de la ciudad y para la virtud estaba cimentado en las costumbres y aficiones de los ciudadanos, con lo que permanecía inmoble, teniendo un vínculo más fuerte todavía que el de la necesidad, en el propósito firme y seguro del ánimo y en la disposición que produce en los jóvenes para cada cosa la educación preparada por el legislador. Para los tratos de poca entidad y de intereses, que según los casos ocurren ya de un modo o ya de otro, creyó ser lo mejor no circunscribirlos con la necesidad que inducen la escritura y los usos invariables, sino dejarlos para que los así educados juzguen de ellos según las circunstancias, que añaden o quitan; porque todo el negocio de la legislación lo hizo consistir en la crianza o educación.

Era, pues, una de las retras, como se ha dicho, no usar de leyes escritas. Otra contra el lujo era la de que toda casa tuviera la armazón del tejado labrada de hacha, y las puertas de sola la sierra, sin otro instrumento; pues lo que después dijo Epaminondas de su mesa, «este convite no admite traición», esto mismo lo había pensado antes Licurgo: «esta casa no consiente profusión y lujo». Nadie a la verdad sería tan simple y menguado que en una casa pobre y popular fuese a poner o lechos con pies de plata, o alfombras brillantes, o vajilla de oro, u otra cosa de lujo consiguiente a éstas, sino que era preciso que a la casa correspondiese el lecho, a éste los paños, y a los paños todo el demás menaje y prevenciones. De este modo de vivir nació el que Leotíquidas el mayor, comiendo en Corinto, como viese que la armazón del techo de la casa era muy preciosa y artesonada, hubiera preguntado al huésped si entre ellos nacían escuadreados los maderos.

Otra tercera retra refiérese de Licurgo, que era la que prohibía hacer guerra a los mismos enemigos, para que no se hagan guerreros con la costumbre de defenderse muchas veces; y esto fue de lo que tiempo adelante acusaron principalmente al rey Agesilao, porque con sus repetidas y multiplicadas incursiones y guerras en la Beocia había hecho contrarios dignos de los Lacedemonios a los Tebanos; y por lo mismo, viéndole herido Antálcidas, le dijo: «Éste es el premio con que los Tebanos te pagan su aprendizaje, pues no sabiendo ni queriendo pelear, tú se lo has enseñado». A estos establecimientos les dio Licurgo el nombre de retras, como decretados por los Dioses y como sus oráculos.

XIV.— Como tenía por la mayor y más preciosa función del legislador el cuidado de la educación, tomándola de lejos, atendía como uno de los primeros objetos al matrimonio y a la procreación de los hijos; pues que no se dio luego por vencido en la empresa de hacer contenidas a las mujeres, como quiere Aristóteles, por no poder remediar la relajación e imperio de aquellas, a causa de que estando los hombres continuamente en el ejército tenían que dejarlas dueñas de todo, y que contemplarlas por lo mismo y llamarlas señoras; sino que también hizo en este punto lo que pudo. Ejercitó los cuerpos de las doncellas en correr, luchar, arrojar el disco y tirar con el arco, para que el arraigo de los hijos, tomando principio en unos cuerpos robustos, brotase con más fuerza; y llevando ellas los partos con vigor, estuviesen dispuestas para aguantar alegre y fácilmente los dolores. Removiendo, por otra parte, el regalo, el estarse a la sombra y toda delicadeza femenil, acostumbró a las doncellas a presentarse desnudas igualmente que los mancebos en sus reuniones, y a bailar así y cantar en ciertos sacrificios en presencia y a la vista de éstos. En ocasiones, usando ellas también de chanzas, los reprendían útilmente si en algo habían errado; y a las veces también, dirigiendo con cantares al efecto dispuestos alabanzas a los que las merecían, engendraban en los jóvenes una ambición y emulación laudables: porque el que había sido celebrado de valiente, viéndose señalado entre las doncellas, se engreía con los elogios; y las reprensiones, envueltas en el juego y la chanza, no eran de menos fuerza que los más estudiados documentos, mayormente porque a estos actos concurrían con los demás padres de familia los reyes y los ancianos. Y en esta desnudez de las doncellas nada había de deshonesto, porque la acompañaba el pudor y estaba lejos toda lascivia, y lo que producía era una costumbre sin inconveniente, y el deseo de tener buen cuerpo; tomando con lo femenil cierto gusto de un orgullo ingenuo, viendo que se las admitía a la parte en la virtud y en el deseo de gloria: así, a ellas era a quienes estaba bien el hablar y pensar como de Gorgo, mujer de Leónidas, se refiere, porque diciéndole, a lo que parece, una forastera: «¿Cómo vosotras solas las Espartanas domináis a los hombres?». «También nosotras solas —le respondió— parimos hombres».

XV.— Estas mismas cosas preparaban los casamientos: hablo de las reuniones de las doncellas, del presentarse desnudas y de sus combates en presencia de los jóvenes, que eran atraídos por una necesidad no geométrica, sino amorosa, como dice Platón. Tachó Licurgo además a los célibes con cierta infamia: porque eran desechados del espectáculo de las doncellas en sus pompas; y en el invierno les hacían los presidentes dar desnudos una vuelta por la plaza; y los que por allí pasaban les cantaban cierto cantar, en el que se decía que les estaba bien empleado por no obedecer a las leyes. Eran asimismo privados de los honores que los jóvenes tributaban a los ancianos: así, nadie reprendió lo que contra Dercílidas se dijo, sin embargo de ser un acreditado general; y fue que entrando él, uno de los jóvenes no le cedió el asiento, diciéndole: «Porque tú no dejas un hijo que me lo ceda a mí». El casamiento era un rapto, no de doncellitas tiernas e inmaduras, sino grandes ya y núbiles. La que había sido robada era puesta en poder de la madrina, que le cortaba el cabello a raíz, y vistiéndola con ropa y zapatos de hombre, la recostaba sobre un mullido de ramas, sola y sin luz; el novio entonces, no embriagado ni trastornado, sino sobrio, como que venía de comer en el banquete público, se le acercaba, le desataba el ceñidor y se ayuntaba a ella, poniéndola sobre el lecho. Deteniéndose allí por poco tiempo, se retiraba tranquilamente adonde antes acostumbraba a dormir con los demás jóvenes; y en adelante hacía lo mismo, pasando el día con sus iguales, reposando con ellos, y no yendo en busca de la novia sino con mucha precaución, de vergüenza y de miedo de que lo sintiese alguno de los de adentro, en lo que le auxiliaba la novia, disponiendo y proporcionando que se reuniesen en oportunidad y sin ser notados de nadie; y esto solían ejecutarlo no por poco tiempo, sino que algunos tenían ya hijos antes de haber visto a sus mujeres a la luz del día. Este modo de comunicación no sólo era un ejercicio de continencia y moderación, sino que aun en los cuerpos los hacía de más poder, y en el amor como nuevos y recientes, no retirándose fastidiados o indiferentes como de un trato indecente, sino quedando siempre en uno y otro reliquias de deseo y de complacencia. Y sin embargo de haber conciliado a los casamientos tanto pudor y decencia, no por eso dejó de desterrar los celos necios y mujeriles; porque lo que hizo fue remover del matrimonio la afrenta y todo desorden, dejando en comunión de los hijos y su procreación a todos los que lo merecían, y mirando con desdén a los que trataban de hacer estas cosas exclusivas e incomunicables a costa de muertes y de guerras; porque el marido anciano de una mujer moza, si había algún joven gracioso y bueno a quien tratara y de quien se agradase, podía introducirlo con su mujer, y, mejorando de casta, hacer propio lo que así se procrease. También a la inversa era permitido a un hombre excelente, que admiraba a una mujer bella y madre de hijos hermosos, casada con otro, persuadir al marido a que le consintiese gozar para tener en ella, como en un terreno recomendable por sus bellos frutos, hijos generosos, que fuesen semejantes y parientes de otros como ellos. Porque en primer lugar no miraba Licurgo a los hijos como propiedad de los padres, sino que los tenía por comunes de la ciudad: por lo que no quería que los ciudadanos fueran hijos indiferentemente de cualesquiera, sino de los más virtuosos; y por otra parte notaba de necias y orgullosas las disposiciones en este punto de otros legisladores, los cuales para las castas de los perros y de los caballos, por precio o por favor, buscan para padres los mejores que pueden hallarse, y en cuanto a las mujeres, cerrándolas como en una fortaleza, no permiten que procreen sino de sus maridos, aunque sean o necios, o caducos, o enfermizos; como si los malos hijos no lo fueran, antes que en daño de los demás, en daño de los que tienen en sus casas y los crían, y por el contrario los buenos, si tienen la suerte de ser bien nacidos. Con ser tales entonces estos establecimientos en lo físico y en lo político, se estuvo tan lejos de la liviandad de que más adelante fueron tachadas las mujeres, que se hacía increíble en Esparta la maldad del adulterio: así se conserva en memoria el dicho de Geradas, uno de los antiguos Espartanos, el cual, preguntado por un forastero qué pena se daba en Esparta a los adúlteros, le respondió: «Entre nosotros, oh huésped, no los hay». Y replicándole: «¿Y en el caso que los hubiese?». «Pagan —dijo Geradas— un toro tan grande, que por encima del Taigeto beba del Eurotas». Como el forastero se admirase y repusiese: «¿Cómo puede haber buey tan grande?», sonriéndose Geradas volvió a decirle: «¿Y cómo puede haber un adúltero en Esparta?». Y esto es lo que se refiere acerca de sus casamientos.

XVI.— Nacido un hijo, no era dueño el padre de criarle, sino que tomándole en los brazos, le llevaba a un sitio llamado Lesca, donde sentados los más ancianos de la tribu, reconocían el niño, y si era bien formado y robusto, disponían que se le criase repartiéndole una de las nueve mil suertes; mas si le hallaban degenerado y monstruoso, mandaban llevarle las que se llamaban apotetas o expositorios, lugar profundo junto al Taigeto; como que a un parto no dispuesto desde luego para tener un cuerpo bien formado y sano, por sí y por la ciudad le valía más esto que el vivir. Por tanto, las mujeres no lavaban con agua a los niños, sino con vino, haciendo como experiencia de su complexión, porque se tiene por cierto que los cuerpos epilépticos y enfermizos no prevalecen contra el vino, que los amortigua, y que los sanos se comprimen con él, y fortalecen sus miembros. Había también en las nodrizas su cuidado y arte particular; de manera que criaban a los niños sin fajas, procurando hacerlos liberales en sus miembros y su figura; fáciles y no melindrosos para ser alimentados; imperturbables en las tinieblas; sin miedo en la soledad, y no incómodos y fastidiosos con sus lloros. Por esto mismo muchos de otras partes compraban para sus hijos amas lacedemonias; y de Amicla, la que crió al ateniense Alcibíades, se dice que lo era; y a este mismo, según dice Platón, le puso Pericles por ayo a Zópiro, esclavo, que en nada se aventajaba a cualquiera otro esclavo. Mas a los jóvenes Espartanos no los entregó Licurgo a la enseñanza de ayos comprados o mercenarios, ni aun era permitido a cada uno criar y educar a sus hijos como gustase; sino que él mismo, entregándose de todos a la edad de siete años, los repartió en clases, y haciéndolos compañeros y camaradas, los acostumbró a entretenerse y holgarse juntos. En cada clase puso por cabo de ella al que manifestaba más juicio y era más alentado y corajudo en sus luchas, al cual los otros le tenían respeto, y le obedecían y sufrían sus castigos, siendo aquella una escuela de obediencia. Los más ancianos los veían jugar, y de intento movían entre ellos disputas y riñas, notando así de paso la índole y naturaleza de cada uno en cuanto al valor y perseverar en las luchas. De letras no aprendían más que lo preciso; y toda la educación se dirigía a que fuesen bien mandados, sufridores del trabajo y vencedores en la guerra; por eso, según crecían en edad, crecían también las pruebas, rapándolos hasta la piel, haciéndoles andar descalzos y jugar por lo común desnudos. Cuando ya tenían doce años no gastaban túnica, ni se les daba más que una ropilla para todo el año; así, macilentos y delgados en sus cuerpos, no usaban ni de baños ni de aceites, y sólo algunos días se les permitía disfrutar de este regalo. Dormían juntos en fila y por clases sobre mullido de ramas que ellos mismos traían, rompiendo con la mano sin hierro alguno las puntas de las cañas que se crían a la orilla del Eurotas; y en el invierno echaban también de los que se llaman matalobos, y los mezclaban con las cañas, porque se creía que eran de naturaleza cálida.

XVII.— Cuando ya habían venido a este estado, se manifestaban los apasionados y amadores de los jóvenes que más se señalaban, y también los ancianos concurrían más a menudo a sus gimnasios, hallándose en sus luchas y sus chanzas, no de paso, sino en términos de parecer que todos eran padres, ayos y superiores también de todos; de manera que no había momento vacío, ni lugar libre de amonestador y castigador del que en algo errase.

Nombrábase además un director de los jóvenes de entre los varones de más autoridad; y éste por clases elegía como por cabo al más prudente y belicoso de los Eirenes. Dan este nombre a los que están en el segundo año de haber salido de la puericia, y el de Meleirenes, a los de más edad de los jóvenes. El Eirén, pues, que tenía veinte años, mandaba a los que le estaban sujetos en las peleas, y de los mismos se valía como de sirvientes en los banquetes públicos. A los más crecidos les mandaba traer leña, y verduras a los más pequeños, y para traerlo lo hurtaban, unos yendo a los huertos y otros introduciéndose en los banquetes de los hombres con la mayor astucia y sigilo; y el que se dejaba coger, llevaba muchos azotes con el látigo, haciéndosele cargo de desidioso y torpe en el robar. Robaban también lo que podían de las cosas de comer, estando en acecho de los que dormían o se descuidaban en su custodia, siendo la pena del que era cogido azotes y no comer; y, en general, su comida era escasa, para que por sí mismos remediaran esta penuria y se vieran precisados a ser resueltos y mañosos. Y éste era el objeto de la comida tan tasada: pero dicen que además servía para que los cuerpos creciesen: porque se tiene por cierto que el espíritu se difunde a lo largo cuando no tiene que detenerse y ocuparse mucho en lo ancho y profundo, comprimido del excesivo alimento, sino que va arriba por la misma ligereza, estando ágil el cuerpo, y prestándose con facilidad. Créese que conduce también para la belleza, porque las constituciones delgadas y esbeltas son más propias para que los cuerpos sean derechos, y las gruesas y bien mantenidas se oponen a esto por la pesadez; así como de las mujeres encinta se dice que, purgando, los hijos salen sí delgados, pero bellos y graciosos, por la ligereza de la materia, que es más dócil a la formación. Pero quede para mejor examen la causa de este suceso.

XVIII.— Con tal diligencia hacían los muchachos estos hurtos, que se cuenta de uno que hurtó un zorrillo y lo ocultó debajo de la ropa, y despedazándole este el vientre con las uñas y con los dientes, aguantó y se dejó morir por no ser descubierto; lo que no se hace increíble aun respecto de los jóvenes de ahora, a muchos de los cuales hemos visto desfallecer aguantando los azotes sobre el ara de Ártemis Ortia. En los banquetes sentado el Eirén, a uno le mandaba cantar y a otro le dirigía alguna pregunta que pidiese una meditada respuesta, como por ejemplo: cuál de los hombres es el mejor, o qué le parecía tal acción de alguno. De este modo se acostumbraban desde luego a juzgar de lo bueno y honesto, y a poner cuidado en discernir las acciones de los ciudadanos, porque si preguntado alguno quién era buen ciudadano, o quién no tenía buen concepto, se hallaba dudoso en responder, teníanlo por señal de un espíritu tardo y poco inflamado en el amor de la virtud. La respuesta debía contener la causa, y una demostración encerrada en breve y cortada sentencia; y el castigo del que respondía sin reflexión era ser mordido por el Eirén en el pulgar. Muchas veces el Eirén, imponiendo estas penas a los muchachos a presencia de los ancianos y de los magistrados, daba las pruebas de que los castigaba con razón y como era debido; y mientras daba el castigo nada se le decía; pero, retirados los muchachos, se le hacía cargo si había sido en la reprensión más áspero de lo justo, o al revés, si había andado indulgente y blando. Los amadores tomaban parte en el concepto de los jóvenes en bien y en mal: así se dice que, habiendo un joven prorrumpido en la lucha con un grito impropio, fue multado su amador por los magistrados. Con todo de ser entre ellos tan recibido esto de tener amadores, que aun las mujeres de mayor opinión de bondad tenían doncellas a quienes amaban, no había celos ni envidias, sino que solía ser esto mismo principio de amistad entre sí en los que amaban a uno mismo, y de común acuerdo trabajaban en hacer a su amado el más excelente de todos.

XIX.— Era también una de las lecciones de los jóvenes enseñarlos a usar un lenguaje que tuviera cierta acrimonia mezclada con gracia, y que se hiciera muy notable por su concisión: porque con la moneda de hierro hizo Licurgo que en mucho peso tuviera poco valor, como hemos dicho; pero en cuanto a la moneda del lenguaje, por el contrario, quiso que en una dicción concisa y breve se encerrase mucho sentido; formando con el mismo silencio a los jóvenes sentenciosos y muy diestros en dar respuestas; porque así como en los dados a los placeres el exceso hace que por lo común queden débiles y enervados para la procreación, de la misma manera el inmoderado hablar hace la dicción necia y vacía de sentido. Dícese, pues, del rey Agis que burlándose un Ateniense de las espadas de los Lacedemonios por ser cortas, y diciendo que los jugadores de manos se las beberían con gran facilidad en sus tablados; «pues nosotros: —le respondió— alcanzamos muy bien con ellas a los enemigos», a este mismo modo hallo yo que el lenguaje lacónico, que parece demasiado conciso, abraza bien los asuntos, y se clava en la mente de los oyentes: porque el mismo Licurgo parece que era también hombre de pocas palabras y muy sentencioso, si hemos de juzgar por las memorias que nos quedan: como, por ejemplo, en cuanto a gobierno, cuando a uno que deseaba se estableciese la democracia le respondió: «Establece tú primero democracia en tu casa». Y en cuanto a sacrificios, que respondió al que le preguntaba por qué los había ordenado tan ligeros y de poco precio, «para que no nos quedemos algún día sin poder ser piadosos»; y en cuanto a los combates, que dijo no había prohibido a sus ciudadanos otras contiendas que aquellas en que no se extiende la mano. Corren también respuestas suyas de esta especie por cartas, como a los ciudadanos: —¿de qué manera nos libraremos de incursiones de los enemigos?— «si sois pobres y no podéis más uno que otro»; y acerca de las murallas, que «no está sin muros la ciudad que se ve coronada de hombres, y no de ladrillos». Mas en cuanto a la autenticidad de estas cartas, tan difícil es dar como negar el asenso.

XX.— De lo mal que estaban con los largos razonamientos pueden servir de muestra estos apotegmas: el rey Leónidas, a uno que intempestivamente razonó bien sobre negocios importantes: «Huésped —le dijo—, hablas de lo que no conviene como conviene». Carilao, el sobrino de Licurgo, preguntado acerca de lo pocas que eran las leyes de éste, respondió que «los que gastan pocas palabras no han menester muchas leyes». Arquidámidas, como algunos censurasen al sofista Hecateo, porque, convidado al banquete, nada había hablado en él: «El que sabe hablar —les dijo— sabe también el cuándo».

Sus dichos acres, que indiqué tenían también algún chiste, son por este término: Demarato, como un hombre notado por su conducta usase de chanzas con él, haciéndole impertinentes preguntas, y entre ellas le repitiese ésta muchas veces: «¿Quién es el mejor de los Espartanos?». «El que menos se parezca a ti» —le respondió— Agis, oyendo a algunos alabar a los de la Élide, porque fallaban con justicia en las fiestas olímpicas, «¿Qué mucho hacen los Eleenses —dijo— en usar de justicia al cabo de cinco años en un solo día?». Teopompo a un forastero que se mostraba afecto, y decía que sus conciudadanos le llamaban el amigo de los Espartanos: «Mejor te estaría, huésped, le respondió, que te llamasen el amigo de sus ciudadanos». Plistónax, el de Pausanias, a un orador Ateniense, que llamó ignorantes a los Lacedemonios: «Muy bien dices —le repuso—, porque de los Griegos nosotros solos no hemos aprendido nada malo de vosotros». Arquidámidas, a uno que preguntó cuántos eran los Espartanos: «Los bastantes —le dijo—, oh huésped, para acabar con los malos». Aun en lo que decían como por juego se descubría el hábito que tenían formado; y es que se acostumbraban a no usar del habla sin objeto, y a no proferir voz ninguna que no encerrase un sentido digno de atención: así, el que fue convidado para oír a uno que imitaba muy bien al ruiseñor: «Yo —dijo— he oído al mismo ruiseñor muchas veces». Otro, habiendo leído esta inscripción:

Por querer apagar la tiranía
fueron despojo del sangriento Marte,
muertos de Selinunte ante las puertas.

«Muy bien empleado —dijo— que muriesen, pues que no la dejaron que se abrasase toda». Un joven, prometiéndole otro que le daría unos gallos que morían en la pelea: «Esos no —le dijo—; dame gallos que maten en la pelea». Otro, viendo a algunos hombres que en un viaje eran llevados en sillas de manos: «No me dé Dios —dijo— que yo me siente donde no me ha de ser dado ceder el asiento a un anciano». Era tal el carácter de sus apotegmas, que no sin causa dijeron algunos que más de espartano era el filosofar que el gustar de los ejercicios gimnásticos.

XXI.— No era menos atendida la educación que se les daba acerca del esmero y pureza en el lenguaje; y sus versos tenían cierto aguijón que elevaba el ánimo y promovía los intentos alentados y activos. La dicción era sencilla y sin ornato sobre asuntos graves y morales, siendo por lo común o elogios de los que habían muerto por Esparta, en los que se ponderaba su dichosa suerte, o reprensiones de los medrosos, haciendo ver la miserable y desgraciada vida que vivían, u ostentación también y jactancia de su virtud, que no desdecía de las respectivas edades: de los cuales poemas no será fuera de propósito presentar uno para muestra; porque formándose tres coros en las fiestas, según las edades, empezando el de los ancianos, cantaba:

Fuimos nosotros fuertes y animosos
cuando gozamos de la edad lozana.

Respondiendo el de los hombres de florida edad, decía:

Nosotros hoy lo somos: quien lo dude,
venga, y la prueba le estará bien cara.

El tercero de los mocitos:

Nosotros lo seremos algún día,
y a todos os haremos gran ventaja.

Finalmente, si alguno pusiese la atención en los poemas lacónicos, que todavía nos quedan algunos, y examinase sus ritmos marciales, los que cantaban a la flauta al tiempo de embestir a los enemigos, juzgaría que no sin razón unieron Terpandro y Píndaro la fortaleza con la música; porque el primero cantó de los Lacedemonios:

Florece allí de juventud el brío,
la dulce musa y la justicia franca.

Y Píndaro dice:

Allí de los ancianos el consejo,
la intrepidez de juventud brillante, los coros,
y las musas, y el contento;

porque a un tiempo los representan muy músicos y muy guerreros,

Que andar suelen al lado uno de otro,
usar bien del acero y de la lira,

como dice el poeta espartano. Porque antes de la batalla el rey sacrificaba a las Musas, como en memoria de su educación, y de que se estaba en momentos críticos, para que aquellas los asistiesen en los peligros y diesen a los que combatían hacer cosas dignas de que se hablase de ellos.

XXII.— A veces, alzando la mano en la aspereza de la educación, no impedían a los jóvenes que tuvieran algún cuidado del cabello y de su adorno en armas y vestidos, mirándolos con la complacencia con que se mira a los caballos, orgullosos y engreídos al dirigirse al combate. Por tanto, criando cabello luego que salían de la edad pueril, ponían en él particular esmero entre los peligros de la guerra, para que apareciese limpio y bien peinado, teniendo presente cierta sentencia de Licurgo a este propósito, porque decía que el cabello a los bien parecidos los hacía más hermosos, y a los feos mucho más espantosos. Aun en los ejercicios usaban de más blandura cuando estaban en el ejército, y todo el método de vida no lo llevaban allí para con los jóvenes tan riguroso y tan tirante: de manera que sólo para ellos, entre todos los hombres, venía a ser la guerra un descanso de los ejercicios marciales. Formada la falange, y estando ya a la vista los enemigos, el rey hacía el sacrificio de una cabra, y al mismo tiempo daba la orden a todos de que se coronasen, y a los flautistas la de que tañesen el aire de Cástor, y también daba el tono para el himno de embestir; de manera que todo esto, hacía grave y terrible la vista de unos hombres que marchaban al numeroso sonido de las flautas, sin claros en la falange, sin turbación alguna en sus espíritus, y que más bien con semblante dulce y alegre eran por la música como atraídos al peligro; pues no era de creer que cayese o excesivo miedo o excesiva cólera en hombres así dispuestos, sino una gran calma de espíritu con esperanza y osadía, como si un dios se les apareciese. Marchaba contra los enemigos el rey, teniendo consigo a uno que llevase corona obtenida en los juegos solemnes: refiérese, por tanto, que uno a quien en Olimpia se le daban grandes sumas por no luchar, y no quiso recibirlas, sino que con la mayor fatiga luchó y venció a su contrario, diciéndosele después: «¿Qué es lo que has adelantado, oh Espartano, con la victoria?», respondió sonriéndose: «Pelearé con los enemigos formado delante del rey». Vencidos y puestos en retirada los enemigos, los perseguían sólo hasta dejar con su fuga bien asegurada la victoria; y después retirábanse ellos también, no reputando por acción generosa o digna de los Griegos el deshacer y aniquilar a los que cedían y dejaban el campo; lo que no sólo era honesto y laudable, sino útil también: porque sabiendo los que tenían guerra con ellos que acababan con los que eran obstinados, pero perdonaban a los que se rendían, tenían por más provechoso el retirarse que el hacerles frente.

XXIII.— Del mismo Licurgo dice Hipias el sofista que era muy belicoso y experimentado en muchas expediciones, y Filostéfano le atribuye la distribución de la caballería en escuadrones, diciendo que el escuadrón, según aquel lo ordenó, era en número de cincuenta caballos, dispuestos en una formación que hacía cuadro; pero Demetrio Falereo es de sentir que de ningún modo se ocupó por sí en cosas de guerra, y que su gobierno fue pacifico. El haber dado su atención a la tregua de Olimpia inclina al mismo concepto de que era amante de la paz. Algunos refieren, según advierte Hermino, que Licurgo al principio no hizo caso ni tomó parte en las disposiciones de Ífito, y sólo yendo de viaje casualmente se halló de espectador a los juegos; pero que allí oyó a su espalda una voz como de hombre que le reprendía, y se maravillaba de que no inclinase a sus ciudadanos a tener parte en aquella solemne junta; y como volviéndose a ver quién era, de ningún modo viese presente al que le habló, reputándolo por cosa divina, se dirigió a Ífito, y contribuyó a hacer la fiesta más magnífica y más estable.

XXIV.— La educación duraba aún en la edad adulta; porque a nadie se le dejaba que viviese según su gusto, sino que la ciudad era como un campo donde todos guardaban el orden de vida prescrito, ocupándose en las cosas públicas, por estar en la inteligencia de que no eran suyos, sino de la patria: por tanto, mientras otra cosa no se les ordenaba, se ocupaban en ver lo que hacían los jóvenes; en enseñarles alguna cosa provechosa, o en aprenderla de los más ancianos. Porque de las cosas buenas y envidiables que Licurgo preparó a sus ciudadanos fue una la sobra de tiempo, no permitiéndoles que se dedicasen en ninguna manera a las artes mecánicas, y no teniendo por qué afanarse en allegar caudal, cosa que cuesta mucho cuidado y trabajo, por haber hecho la riqueza inútil y aún despreciable. La tierra se la cultivaban los Hilotas, los cuales les pagaban el canon establecido. Hallándose un viajero espartano en Atenas a tiempo que estaban reunidos los tribunales, y sabiendo que uno a quien se había impuesto la pena de los holgazanes se retiraba apesadumbrado, acompañándole sus amigos, que también lo sentían, pidió a los que se hallaban presentes que le mostraran un hombre acusado por una causa tan liberal: ¡por tan propio de esclavos tenían el afán en las obras mecánicas y la codicia! De pleitos fue consiguiente que se acabasen con el dinero, no pudiendo haber entre ellos ni avaricia ni miseria; gozando todos de abundancia en la igualdad, y manteniéndose con poco por su parsimonia. Las danzas, los regocijos, los convites y los pasatiempos de la caza, el gimnasio y las tertulias ocupaban toda su vida, cuando no militaban.

XXV.— Los que no tenían treinta años no bajaban nunca a la plaza, sino que, por medio de sus parientes y amadores, hacían los acopios que habían menester. En los ancianos era también mal visto detenerse mucho tiempo en estas ocupaciones, y no gastar lo más del día en los gimnasios y en las tertulias, que hemos dicho las llamaban lescas; porque reunidos en éstas se entretenían honestamente unos con otros, sin acordarse de nada que condujese aumento de caudal o ganancia mercantil, sino que su principal ocupación consistía o en alabar una acción honesta, o en vituperar una cosa torpe, por juego, y con una risa que era maravillosamente útil para el aviso y la corrección; pues aun el mismo Licurgo no fue un hombre nimiamente severo; antes refiere Sosibio que introdujo la estatua de la risa, oportunamente, como un lenitivo del trabajo y de su género de vida, en los convites y en aquellos pasatiempos. En general, acostumbró a los ciudadanos a no querer ni aun saber vivir solos, sino a andar como las abejas, que siempre están en comunidad, siempre juntos alrededor de su caudillo, casi fuera de sí por el entusiasmo y ambición de parecer consagrados del todo a la patria; pudiendo verse esta idea aún en algunas de sus expresiones. Porque Pedareto, no habiendo sido elegido entre los trescientos, iba muy ufano, como regocijándose de que la ciudad tuviese trescientos que le aventajasen. Pisistrátidas, habiendo sido enviado de embajador con otros a los generales del rey de Persia, como éstos preguntasen si venían como particulares, o si eran enviados: «Si negociamos bien —respondió—, somos embajadores públicos; si no, venimos por nosotros mismos». Argileonis, madre de Brásidas, viendo entrar en su casa a unos ciudadanos de Anfípolis que habían hecho viaje a Lacedemonia, les preguntó si Brásidas había muerto con honor y de un modo digno de Esparta; y celebrándole éstos a su hijo, y diciendo que otro igual no le tenía Esparta: «No digáis eso, huéspedes —les repuso—: Brásidas era bueno y honrado; pero Lacedemonia tiene otros muchos varones más excelentes que él».

XXVI.— Al principio nombró el mismo Licurgo a los senadores, como hemos dicho, de entre los que le habían aconsejado y sostenido; pero luego, en lugar del que moría, estableció que se eligiese el que fuese reputado por más virtuoso entre los que pasaban de sesenta años. Contienda era ésta, sin duda, la más grande y más digna de disputarse de cuantas pueden ocurrir entre los hombres; porque no se trataba de elegir entre los ágiles el más ágil, entre los fuertes el más fuerte, sino de que el que fuese reputado por más virtuoso y prudente entre los prudentes y virtuosos tuviese para toda la vida por premio de la virtud un gran poder en la república, siendo dueño de la muerte, de la infamia, y en general de las cosas de más entidad. Hacíase la elección de esta manera: reunido el pueblo, elegía ciertos hombres de probidad, los que eran encerrados en una estancia próxima, donde, no pudiendo ni ver ni ser vistos, oían, sin embargo, la gritería de los congregados; porque era el clamor público el que decidía de la elección entre los candidatos, los cuales, no todos de una vez, sino de uno en uno por suerte, daban en silencio un paseo ante la junta. Los encerrados tenían unas listas, y en ellas señalaban el punto a que respecto de cada uno subía la gritería, no sabiendo de quién se trataba, sino sólo que fue el primero, el segundo, el tercero, u otro, según el número de los que habían ido pasando; y aquel por quien había sido de mayor número y más sostenida, era el que quedaba nombrado. Coronábase éste y visitaba los templos, llevando en su seguimiento a muchos jóvenes que lo ensalzaban y proclamaban, y también muchas mujeres, que con cánticos le elogiaban y le daban el parabién. Cada uno de sus apasionados le obsequiaba con un convite, diciéndole: «Con esta mesa te honra la patria». Pasaba de allí al banquete público, donde todo se hacía según costumbre, excepto que al presentarle la segunda porción la tomaba y la guardaba; y después del banquete, a la puerta misma del edificio, concurriendo allí las mujeres de su parentela, llamaba a la que tenía en más aprecio, y, dándole la porción, le decía: «Que habiéndola recibido como premio, se la regalaba»; con lo que las demás, elogiándola también, la acompañaban a su casa.

XXVII.— Arregló asimismo Licurgo perfectamente lo relativo a los entierros; porque trató en primer lugar de desterrar toda superstición, y, por lo tanto, no prohibió que se sepultasen los muertos dentro de la ciudad y que se pusiesen sus monumentos cerca de los templos; criando y familiarizando a los jóvenes con estos espectáculos, para que no se turbasen ni horrorizasen con la muerte, ni se tuviesen por contaminados con sólo tocar un cadáver o pasar por delante de una sepultura. Después mandó que nada se enterrase con el muerto, y sólo se envolviese en un paño encarnado con hojas de olivo. No era tampoco permitido inscribir otro nombre que el de quien moría en la guerra o el de las sacerdotisas. Señaló un tiempo muy limitado para el duelo, nada más que once días: al duodécimo se hacía un sacrificio a Deméter, y con esto debía cesar el duelo: porque no quiso ni ocio ni inacción; y en todo había mezclado, con lo que con templó preciso, o una excitación a la virtud o una invectiva contra el vicio. Cuidó también de que por todas partes hubiese en la ciudad muchedumbre de ejemplos, con los que criados y como impelidos los ciudadanos, era preciso que se excitasen y formasen a lo bueno y honesto. No le agradó, por tanto, que cualquiera saliese de viaje o anduviese por otras tierras, para que no trajeran costumbres extranjeras, usos de gente indisciplinada y diferencia de ideas sobre gobierno; y aun dispuso que se mandara salir a los extranjeros que sin objeto útil se fuesen introduciendo en la ciudad; no, como cree Tucídides, por miedo de que se hiciesen imitadores de su gobierno, y de que aprendiesen algo conducente a la virtud, sino antes para que no fuesen maestros de algún vicio. Porque con los cuerpos forasteros precisamente se han de introducir voces extranjeras; las voces nuevas llevan consigo nuevos pensamientos, de los que es preciso se originen muchos afectos y deseos discordes, que no guarden consonancia, como si fuese una armonía, con el gobierno establecido: por lo mismo, creía que más debía guardarse la ciudad de que tuviesen entrada las malas costumbres que de que se introdujesen cuerpos contagiados.

XXVIII.— En todo lo dicho, ningún vestigio hay de injusticia o de codicia que es lo que algunos achacan a las leyes de Licurgo, las cuales, dicen, así como proveen completamente a la fortaleza, son defectuosas en cuanto a la justicia. Si la llamada Criptia hubiese sido una de las instituciones de Licurgo, como dice Aristóteles, ésta habría sido la que a Platón le hubiera hecho formar el mal concepto que formó de aquel gobierno y del que lo estableció. Era de esta forma: los magistrados a cierto tiempo enviaban por diversas partes a los jóvenes que les parecía tenían más juicio, los cuales llevaban sólo su espada, el alimento absolutamente preciso, y nada más. Éstos, esparcidos de día por lugares escondidos, se recataban y guardaban reposo; pero a la noche salían a los caminos, y a los que cogían de los Hilotas les daban muerte; y muchas veces, yéndose por los campos, acababan con los más robustos y poderosos de ellos. Refiere Tucídides en su Historia de la guerra del Peloponeso que, habiendo sido coronados como libres aquellos Hilotas que primero los Espartanos habían señalado como sobresalientes en valor, recorrieron así los templos de los Dioses, y de allí a poco, desaparecieron de repente, siendo más de dos mil en número, sin que ni entonces ni después haya podido nadie dar razón de cómo se les dio muerte. Aristóteles es también quien principalmente escribe que los Éforos lo primero que hacían al entrar en su cargo era denunciar la guerra a los Hilotas, para que no fuera cosa abominable el matarlos. Por otras cosas odiosas y duras se dice que se les hacía pasar, tanto, que obligándolos a beber inmoderadamente los llevaban por los banquetes públicos para que vieran los jóvenes lo que es la embriaguez, y los obligaban a entonar canciones y bailar danzas indecentes y ridículas, no permitiéndoles las que eran de hombres libres: por esto dicen que más adelante, mandándoseles a los Hilotas que fueron hechos cautivos por el ejército levantado en Tebas contra Esparta, que cantasen los poemas de Terpandro, de Alcmán y Espendente el Lacedemonio, se excusaron diciendo que no querían sus amos. Parece, por tanto, que los que dijeron que en Esparta los libres eran completamente libres, y los esclavos, esclavos hasta lo sumo, comprendieron muy bien lo que en este punto iba de Esparta a otros pueblos. Pienso, pues, que esta dureza se introdujo en Esparta más adelante, especialmente después del gran terremoto de resulta del cual se dice que los Hilotas, incorporándose con los Mesenios, causaron graves daños en toda la región, y pusieron a la ciudad en gran peligro: porque no atribuiría yo a Licurgo una institución tan atroz como la Criptia, infiriendo su carácter de la humanidad y justicia que en los demás de su vida resplandece, confirmado con el testimonio de Apolo.

XXIX.— Identificados ya con la costumbre sus principales establecimientos, y fortalecido suficientemente el gobierno para poder marchar por sí, y salvarse también por sí mismo, como con respecto al mundo dice Platón que Dios se complació al verle formado, y que se movía con el movimiento primero que le había impreso; de la misma manera regocijado y contento con la belleza y excelencia de su legislación puesta en obra, y que seguía su camino, meditó cómo, en cuanto es dado a la humana prudencia, la haría inmortal e inalterable para lo futuro. Congregándolos, pues, en junta a todos, les hizo presente que en general estaba todo bastante bien ordenado en la ciudad para hacerla feliz y virtuosa; pero lo más esencial y de mayor fuerza no lo introduciría sin haber antes acudido al oráculo de Apolo; por tanto, que deberían atenerse a las leyes establecidas y no alterar o innovar nada en ellas hasta que él volviese de Delfos; porque entonces haría lo que el dios prescribiese. Convinieron todos en ello, y le exhortaron al viaje; y con esto, tomando juramento primero a los reyes y senadores, y después a todos los ciudadanos, de que se mantendrían y vivirían en el gobierno constituido hasta que él volviese, partió Licurgo a Delfos. Presentado ante el oráculo, y haciendo sacrificio al dios, le preguntó si sus leyes eran propias y suficientes para que su ciudad fuese feliz y virtuosa, a lo que, como le respondiese el dios que las leyes estaban perfectamente establecidas, y que la ciudad sería muy ilustre y celebrada si se mantuviese en el gobierno de Licurgo, escribiendo este oráculo, lo envió a Esparta; mas él, haciendo otro sacrificio al dios, y saludando a sus amigos y a su hijo, resolvió no dejar libres a sus ciudadanos del juramento, sino más bien salir espontáneamente de la vida, hallándose ya en una edad en la que se está en sazón o de vivir todavía, o de hacer punto si se quiere, cuando todo parece que ha llegado al colmo de la felicidad. Quitóse, pues, la vida con no comer, creyendo que en los hombres públicos conviene que aun la muerte no deje de ser pública, ni sin fruto el término de su vida, sino que éste participe de su virtud y de su actividad: y que para el que había ejecutado cosas tan grandes, el fallecimiento debía ser verdaderamente el remate de su felicidad, y su muerte, como la guarda de los bienes y dichas que durante su vida había preparado a sus ciudadanos, pues que le estaban ligados con el juramento de que se mantendrían en aquel gobierno hasta que volviese. Y no se engañó en su juicio, porque Esparta sobresalió en la Grecia en gobierno y en gloria por los quinientos años que observó las leyes de Licurgo; esto es, mientras que no hizo novedad en ellas ninguno de los catorce reyes que hubo desde él hasta Agis el de Arquidamo; puesto que la creación de los Éforos no fue mudanza, sino adición hecha al gobierno, e introducida al parecer en favor del pueblo, más bien sirvió para corroborar la aristocracia.

XXX.— Reinando, pues, Agis, se entrometió el dinero en Esparta, y con el dinero la invadió también la codicia y el ansia de la riqueza por medio de Lisandro, que, con ser inaccesible al dinero, llenó, sin embargo, a su patria de amor a la riqueza y de lujo, introduciendo en ella el oro y la plata y trastornando las leyes de Licurgo; reinando las cuales hasta allí no parecía que Esparta era un pueblo regido con un gobierno, sino una persona que hacía vida ejercitada y filosófica; o, por mejor decir, así como los poetas fingen que Heracles, no teniendo más consigo que una piel y un palo, recorría la tierra castigando a los tiranos injustos y crueles, de la misma manera esta ciudad, con sola una escítala y una mala ropilla, dominando a la Grecia muy según su grado y voluntad, deshizo autoridades injustas y tiránicas que se habían introducido en los gobiernos, decidió sobre guerras y sosegó tumultos, muchas veces sin ni siquiera mover un escudo, sino con sólo enviar un mensajero, al que todos acudían para hacer lo que se les mandaba y ordenaba, como las abejas cuando la reina se presenta: ¡tanto era lo que prevalecía en buenas leyes y en justicia! Así, yo no puedo menos de maravillarme de los que dicen que los Lacedemonios sabían ser mandados, pero ignoraban el mandar, y de los que celebran aquel apotegma del rey Teopompo, el cual, diciéndole uno que Esparta se había salvado por sus reyes, que sabían mandar: «Mejor por sus ciudadanos —le respondió—, que saben obedecer». Porque no sufren el obedecer al que no es capaz de imperar, y la obediencia es instrucción que viene del que gobierna; porque el mandar bien es lo que produce el bien ejecutar; y a la manera que la perfección del arte de la equitación consiste en hacer al caballo manso y dócil, así es propio de la ciencia de reinar el formar súbditos obedientes. Los Lacedemonios, pues, inspiraban a los demás, no docilidad, sino deseo de ser mandados y de obedecerles: así es que no iban a pedirles o naves, o dinero, o soldados, sino un general espartano: y en alcanzándole, le empleaban con honor y respeto, como a Gilipo los Sicilianos, los de Calcis a Brásidas, y a Lisandro, Calicrátidas y Agesilao todos los habitantes del Asia: teniendo a estos grandes varones por moderadores y reguladores de cada pueblo y de quien le gobernaba, y mirando a la misma ciudad de Esparta como aya y maestra de una vida arreglada y de un gobierno bien ordenado; según lo cual, parece satirizó Estratonico a los pueblos; prescribiendo y mandando como por burla a los Atenienses ordenar procesiones; a los de Élide arreglar combates, como que en esto sobresalían, y a los Lacedemonios azotarlos cuando no lo hiciesen bien; lo que sólo se inventó para hacer reír; pero Antístenes el Socrático, viendo a los Tebanos muy orgullosos después de la batalla de Leuctras, dijo que en nada se diferenciaban de unos muchachuelos que se vanagloriaban de haber dado una zurra a su ayo.

XXXI.— Mas no entró en las miras de Licurgo dejar una ciudad que imperase a otras muchas, sino que, creído de que como en la vida de los hombres, así también en la de las ciudades, la felicidad no podía provenir sino de la virtud y de la concordia entre sí, con relación a esto la ordenó y conformó para que sus ciudadanos por muy largo tiempo se conservasen libres, independientes y moderados. Y este mismo tipo de gobierno se propusieron Platón, Diógenes y Zenón, y todos cuantos son alabados por haber querido hablar de estas cosas, con no habernos dejado más que letras y palabras. Licurgo, pues, que sacó a luz, no letras y palabras, sino un gobierno inimitable, y que a los que tenían por quimera la que llamaban disposición o idea de un sabio, les puso ante los ojos a toda una ciudad filosofando, justamente excedió en gloria a todos cuantos han puesto mano en estas cosas entre los griegos. Por esto dijo Aristóteles que gozaba en Lacedemonia unos honores muy inferiores a los que le eran debidos, no obstante ser grandes los que se le hacen, porque le está consagrado un templo, y, como a dios, se le hacen cada año sacrificios; dícese también que traídos a la patria sus despojos, cayó un rayo en el sepulcro; lo que no ha sucedido a ninguno otro de los personajes distinguidos, sino después a Eurípides, que murió y fue sepultado en Macedonia junto a Aretusa; de manera que fue para los apasionados de Eurípides una grande excelencia y un testimonio muy favorable el que le hubiese sucedido lo mismo que al hombre más amado de los Dioses y más santo le había sucedido antes. Algunos dicen que Licurgo murió en Cirra; y Apolótemis, que caminando a Élide; Timeo y Aristóxeno, que viviendo en Creta: y éste añade que los cretenses de Pergamina muestran su sepulcro junto a la carretera. Dícese que no dejó otro hijo que Antioro, muerto el cual sin hijos, se extinguió su línea; pero sus amigos y parientes suscitaron una fiesta que duró por largo tiempo; y a los días en que tocaba los llamaban licúrgicos. Aristócrates el de Hiparco dice que los huéspedes de Licurgo, habiendo éste muerto en Creta, a su ruego quemaron su cuerpo, y arrojaron las cenizas al mar, para precaver el que, llevados sus despojos en algún tiempo a Lacedemonia, mudaran el gobierno, como que había vuelto y se había desatado el juramento, que es lo que hay que decir de Licurgo.

NUMA

I.— Hay también sobre Numa una fuerte disputa en cuanto al tiempo en que vivió; sin embargo de que parece que con exactitud se hizo subir hasta él a ciertas genealogías. Mas Clodio en El elenco de los tiempos, porque así se halla intitulado este libro, se esfuerza a probar que los registros antiguos perecieron en las ruinas que con la invasión de los Galos experimentó la ciudad, y que los que ahora corren fueron contra la verdad supuestos por hombres que quisieron adular a los que de no correspondientes principios quisieron por fuerza ingerirse en las primeras familias y en las casas más ilustres. Hase dicho que Numa fue amigo y familiar de Pitágoras; y en este punto unos no quieren que Numa hubiese participado en manera alguna de la ilustración griega, como si por naturaleza hubiera sido poderoso y capaz de formarse por sí sólo a la virtud, o como si debiera atribuirse la educación de este monarca a algún bárbaro de más mérito que Pitágoras; y otros sostienen que Pitágoras vivió más adelante, y fue cinco generaciones posterior a la edad de Numa, y que Pitágoras el Espartano, que en Olimpia venció en la carrera por la Olimpíada decimosexta, en cuyo año tercero fue Numa creado rey, discurriendo por la Italia se avistó con Numa y le ayudó a coordinar su reino; de donde había provenido que al carácter romano, por la enseñanza de este Pitágoras, se le hubiese pegado mucho del de los Lacedemonios. Por otra parte, Numa, de origen, era Sabino; y los Sabinos tienen la pretensión de ser colonia de Esparta. El computar, pues, las épocas es muy dificultoso, mayormente si se quiere coincidir con las de los Juegos Olímpicos; cuya relación se dice haber dado más tarde Hinias Eleo sin apoyo alguno para que se le deba creer. Referiremos, por tanto, lo que acerca de Numa nos parece digno de saberse, empezando por el exordio conveniente.

II.— Hallábase Roma en el año treinta y siete del reinado de Rómulo, y siendo el siete del quinto mes, día que hoy se llama las Nonas Capratinas, celebraba Rómulo fuera de la ciudad cierto sacrificio público junto al lago llamado de la Cabra, con asistencia del Senado y de la mayor parte del pueblo, cuando de repente se notó en el aire una grandísima alteración, que arrojó lluvia sobre la tierra con viento y tempestad; y sucedió que, sobrecogida la muchedumbre, huyó y se dispersó, y el rey desapareció, sin que se le hubiese podido encontrar, ni su cadáver tampoco, si había muerto; de lo que se originó una terrible sospecha contra los patricios, y corrió la voz en el pueblo de que incomodados ya de antemano con ser súbditos, y queriendo apoderarse de la autoridad, habían muerto al rey; porque parecía también que últimamente los había tratado con demasiada aspereza y despotismo. Lograron, con todo, curarse de esta sospecha, confiriendo a Rómulo honores divinos, como que no había muerto, sino que le había cabido mejor suerte, y jurando Proclo, uno de los más ilustres, haber visto a Rómulo que con armas era elevado al cielo, y haber oído una voz que le mandaba se le diese el nombre de Quirino. Mas otra nueva turbación y alboroto agitó luego a la ciudad con motivo de la elección del futuro rey; no hallándose todavía bien incorporados los forasteros con los primeros ciudadanos, estando inquieto el pueblo en sí mismo, y recelándose los patricios unos de otros por diferencias que también había entre ellos. Convenían todos en que se eligiese un rey; pero altercaban y estaban divididos, no sólo en cuanto a la persona, sino también en cuanto al pueblo de donde se tomaría este caudillo; porque a los primeros que con Rómulo fundaron la ciudad no se les hacía tolerable que, habiendo admitido a los Sabinos a participación de la ciudad y del territorio, se les precisase a ser dominados de los que habían recibido estos beneficios; y en favor de los Sabinos militaba la razón sumamente equitativa de que, muerto Tacio su rey, no se habían conmovido contra Rómulo, sino que le habían dejado reinar solo; y así, parecía que les tocaba otra vez el que se tomase el caudillo de entre ellos, puesto que no habían sido un pueblo subyugado que se hubiese unido a otro más poderoso, y que con su unión había crecido tanto en población la ciudad y se había aumentado tanto su grandeza. Con este motivo, pues, andaban alterados; mas, para que el alboroto no parase por la anarquía en disolución, permaneciendo suspenso el gobierno, dispusieron los patricios que, siendo ellos ciento y cincuenta, tomando cada uno separadamente las insignias reales haría a los Dioses los sacrificios establecidos, y despacharía seis horas de la noche por Tacio y seis del día por Quirino; pareciendo que esta distribución así hecha con respecto a uno y otro tenía una completa igualdad para los que mandaban, y que la mudanza de la autoridad quitaba al pueblo todo motivo de envidia, al ver que una misma persona en el mismo día y en la misma noche pasaba de rey a ser particular; y a este modo de gobernarse le llaman los romanos interregno.

III.— No porque pareciese que así habían establecido un gobierno civil y benigno dejaron de caer en sospechas y nuevos disturbios, atribuyéndoseles que inclinaban la república a la oligarquía, y que, reteniendo entre sí como jugueteando la autoridad, no querían rey que les mandase. Transigieron, pues, entre sí los dos partidos que el uno eligiese rey del otro; porque éste sería el mejor modo de apaciguar la contienda, siendo preciso que el elegido los tratase con igualdad a ambos, agradecido con los unos porque le habían elegido y benévolo con los otros por el deudo y el origen. Permitieron los Sabinos a los Romanos que fuesen los primeros a elegir, y tuvieron éstos por mejor que reinase un Sabino elegido por ellos, que el que se les nombrara un Romano que aquellos designasen. Conferenciando, pues, entre sí, eligen de los Sabinos a Numa Pompilio, que aunque no había sido de los que se trasladaron a Roma, era tan notoria a todos su virtud, que apenas se oyó su nombre, con más gusto le recibieron los Sabinos que los mismos que le habían elegido. Anuncióse al pueblo todo lo resuelto, y de los más principales de unos y otros se enviaron mensajeros al elegido de común acuerdo, rogándole que viniese y se encargase del reino. Era Numa de la ciudad de Cures, insigne entre los Sabinos, de la que los Romanos, a una con los Sabinos que se les incorporaron, se dieron a sí mismos la denominación de Quirites; hijo de Pomponio, varón muy acreditado, y el más joven de cuatro hermanos. Había nacido por prodigiosa casualidad el mismo día en que Rómulo fundó a Roma, que fue el undécimo antes de las calendas de Mayo. Con ser por índole inclinado en sus costumbres a toda virtud, todavía rectificó su ánimo con la doctrina, la paciencia y la filosofía, librándolo no sólo de las pasiones que lo degradan, sino aun de la violencia y ansia, que suelen ser muy de la aprobación de los bárbaros; teniendo por cierto que la verdadera fortaleza consiste en limpiarse, por medio de la razón, de toda codicia. Por tanto, desterrando de su casa todo lujo v superfluidad, manifestándose juez y consejero irreprensible al propio y al extraño, y empleando en cuanto a sí mismo el tiempo que le quedaba libre, no en placeres o comodidades, sino en el culto de los Dioses, y en el conocimiento de su naturaleza y de su poder, en cuanto la razón lo alcanza, adquirió tal nombre y tanta gloria, que Tacio, el colega de Rómulo en el reino, teniendo una hija llamada Tacia, lo hizo su yerno. Mas no se engrió con este casamiento para irse al palacio del suegro, sino que permaneció entre los Sabinos para cuidar de su propio padre, ya anciano, prefiriendo también su mujer Tacia el sosiego al lado de su marido, que no era más que un particular, al honor y gloria de que gozaría en Roma por su padre. Y de ésta se dice que murió a los trece años de casada.

IV.— Numa, en tanto, retirándose de la ciudad y sus pasatiempos, hallaba placer en gozar del campo, y andando ordinariamente solo por los bosques de los Dioses y por los prados sagrados, en lugares solitarios hacía su residencia. De aquí tomaría principalmente fundamento la voz acerca de la Ninfa, y de que Numa no dejó la comunicación de los hombres por displicencia de carácter o por inclinación a la vida errante, sino porque habiendo tomado el gusto a un trato de más importancia, y sido elevado a un casamiento divino, unido con la Ninfa Egeria, que le amaba, y viviendo a su lado, vino a ser un hombre sumamente venturoso e instruido en las cosas de los Dioses. No tiene duda que esto es muy parecido a otras muchas fábulas antiguas, como las que los Frigios se complacieron en divulgar de Atis, los Bitinios de Heródoto, de Endimión los Árcades, y a este tenor otros de muchos hombres, que parece fueron bienhadados y amados de los Dioses. Y no va fuera de razón que si Dios es amante del hombre, y no de los caballos o de las aves, se complazca en distinguir con su trato a los hombres que sobresalgan en bondad, y que no desdeñe ni crea le esta mal la comunicación con un hombre de una virtud y talento divinos. Ahora, que haya también comunicación y amor de un dios con un cuerpo y una belleza humanos, esto es obra mayor el persuadirlo. Los Egipcios distinguen con algún viso de verosimilitud, diciendo que en cuanto a las mujeres no debe tenerse por imposible que se les llegue el espíritu de un dios y les infunda el principio de una concepción; mas que en cuanto al hombre no hay cómo un dios se le llegue y comunique con su cuerpo; pero no tienen presente que en lo mezclado hay recíprocamente comunicación igual de una cosa con otra. Por lo que hace a aquella amistad de los Dioses con los hombres que suele llamarse amor, y se mira como un celo y cuidado de sus costumbres y de su virtud, estaría muy bien que la hubiese, y nada dicen fuera de lo conveniente los que cuentan que Forbante, Jacinto y Admeto, fueron amados de Apolo, como también Hipólito el de Sicione, de quien se dice cuantas veces navegaba de Sicione a Cirra se regocijaba la Pitia, como que el dios lo percibía y se holgaba también, pronunciando en verso heroico:

Hipólito otra vez; el bien amado.
Hipólito otra vez por el mar torna.

Corre asimismo la fábula de que Pan se enamoró de los versos de Píndaro, y de que cierta divinidad dio honor después de muertos a Arquíloco y a Hesíodo por sus poemas. Es fama igualmente que Sófocles en vida disfrutó el favor de hospedar a Esculapio, de lo que todavía quedan algunas pruebas, y que a su muerte otro dios cuidó de que no careciese de sepultura. ¿Y será justo, dando por ciertos estos hechos, resistirse a creer que Zaleuco, Minos, Zoroastres, Numa y Licurgo, que debían gobernar reinos y establecer gobiernos, tuviesen para esto mismo la asistencia de un dios? ¿No será más puesto en razón que los Dioses se acercasen con esmero a hombres como éstos para doctrinarlos y exhortarlos en cosas tan grandes, y que de los poetas y los líricos, si tal ha sido, se valiesen sólo como por juego en sus cantilenas? Si otros entienden otra cosa, ancho es, como dice Baquílides, el camino: pues no debe mirarse como desacertada la otra opinión que corre acerca de Licurgo, Numa y otros, según la cual, teniendo estos varones insignes que manejar pueblos indóciles y que hacer grandes novedades en el gobierno, les pusieron por delante la opinión y nombre de un dios para bien de aquellos mismos con quienes usaban de esta apariencia.

V.— Hallábase Numa en el cuadragésimo año de su edad cuando llegaron los mensajeros de Roma brindándole con el reino. Llevaron la palabra Proclo y Veleso, de los cuales era casi indudable que el uno o el otro habría sido elegido rey por el pueblo; teniendo Proclo de su parte a las gentes que podían llamarse de Rómulo, y Veleso a las de Tacio. Fueron breves sus discursos, creyendo que habría bastante con anunciar a Numa su buena dicha, pero era obra, según se vio, de muchas más palabras y ruegos el persuadirle, y el inclinar a un hombre acostumbrado a vivir en paz y sosiego a que aceptase el mando de una ciudad que se podía decir había nacido acrecentándose con la guerra. Respondió, pues, presente su padre y Marcio, uno de sus parientes, de este modo: «Toda mudanza en el método de vida es peligrosa, y a quien nada le falta de lo que ha menester, ni nada de lo presente le da disgusto, sólo la ignorancia puede moverle y apartarle de aquellas cosas a que está hecho; las que cuando nada más tengan para ser preferidas, en la seguridad a lo menos se aventajan mucho, a las que están por ver: si es que esto puede decirse con respecto al reino, en vista de lo que con Rómulo ha sucedido: habiendo caído sobre él la mala sospecha de que armó asechanzas a su colega Tacio; y sobre vuestros iguales la de que a él mismo le han quitado la vida. Y a Rómulo se le celebra con encomios como hijo de Dioses, y se habla de su prodigiosa crianza, y de la manera increíble como se salvó siendo niño; pero yo procedo de mortales; mi crianza y educación la han hecho hombres que no os son desconocidos, y cuadra mal con el haber de reinar lo que se elogia en mi conducta, que es mucha tranquilidad, dar mi atención a discursos de pura teoría, y además, como consiguiente, este inoportuno amor de la paz, de todas las artes no guerreras, y de los hombres que sólo se juntan con objeto de dar culto a los Dioses y de formarse a la virtud, y en lo demás cada uno de por sí o labran o apacientan. A vosotros, oh Romanos, os ha dejado Rómulo muchas guerras, quizá involuntarias, para cuyo buen éxito se necesita de un rey fogoso y de florida edad; y en el pueblo, por la buena suerte que le ha seguido, se ha engendrado hábito y deseo de la guerra, sin que a nadie se le oculte su tendencia a dominar a los demás: reiríase, por tanto, del que sólo reverenciase a los Dioses, y enseñase a honrar la justicia, y detestar la guerra en una ciudad que más que rey ha menester un general experto».

VI.— Con estas razones se excusó Numa de admitir el reino; pero los Romanos ponían el mayor empeño en convencerle, rogándole además no diese lugar a que cayesen en nuevas disensiones y en la guerra civil, pues que no había otro ninguno en quien conviniesen los dos partidos; y retirados éstos, también su padre y Marcio, instando por su parte, le persuadían a que aceptase un don tan grande y que podía reputarse por divino. «Si tú —decían— no has menester riqueza por tu moderación, ni apeteces la gloria del mando y el poder, porque hallas mayor gloria en la virtud, piensa que el reinar es un servicio y obsequio a Dios, que despierta y no deja permanecer ociosa en ti tanta justicia: no rehúses, pues, ni deseches una autoridad que puede ser para ti un campo de grandes y brillantes acciones, proporcionando para los Dioses un culto magnífico y la mejora de costumbres para los hombres, que muy fácil y prontamente son conducidos y reformados por el que los manda. Estos mismos respetaron a Tacio, con ser un jefe advenedizo, y divinizan la memoria de Rómulo tributándole culto; ¿y quién sabe si también el pueblo vencedor mirará ya con hastío la guerra, y llenos de triunfos y de despojos, desearán por amor de la paz y de las buenas leyes un jefe sosegado y amigo de la justicia? ¿Y si del todo están enloquecidos con la guerra, no será mejor dirigir a otra parte sus ímpetus, pues que has de tener las riendas en la mano, y ser en beneficio de su patria y de todo el pueblo sabino un vínculo de benevolencia y concordia para con una ciudad floreciente, y que ha adquirido gran poder?». Uníanse también con estas cosas, según se cuenta, señales faustas, y gran celo y empeño de parte de sus conciudadanos que, luego que se divulgó la noticia del mensaje, acudieron a rogarle que fuese y se encargase del reino, para más segura unión e incorporación de los dos pueblos.

VII.— Luego que se dejó vencer, haciendo sacrificio a los Dioses, se puso en camino para Roma. Saliéronle a recibir el Senado y el pueblo por el desmedido amor que le tenían; las matronas le dirigían gloriosos encomios; en los templos se hacían por él sacrificios, y en todos resplandecía el júbilo como si cada uno recibiera, no al rey, sino al reino. Luego que llegaron a la plaza, el que en aquel momento era por turno interrey, Espurio Vecio, dio a los ciudadanos los cálculos para votar, y todos le votaron: trajéronle entonces las insignias reales, pero mandó que se detuviesen, porque no se daba por satisfecho hasta recibir el reino también de manos de los Dioses. Congregando, pues, a los augures y a los sacerdotes, subió al Capitolio, al que entonces los romanos le llamaban collado Tarpeyo. Allí el presidente de los augures, volviéndole encubierto hacia el mediodía, y puesto en pie a su espalda, tocándole con la mano la cabeza, hacía plegarias; y dirigiendo la vista a todas partes, examinaba qué era lo que pronunciaban los Dioses por medio de los agüeros o los prodigios. Apoderóse entonces de toda la plaza y su inmenso gentío un increíble silencio, estando todos en grande expectación, y como pendientes de lo que iba a suceder, hasta que las aves dieron faustos agüeros y volaron derechas. Vistiéndose de este modo Numa la real púrpura, bajó de aquella eminencia a donde se hallaba el pueblo, siendo muchas las aclamaciones, y dándose todos las manos porque les había cabido el más amado de los Dioses.

Apenas se encargó del mando, lo primero que hizo fue disolver el cuerpo de los trescientos lanceros que Rómulo había tenido siempre cerca de su persona, y a los que llamó céleres que quiere decir prontos; porque ni quería desconfiar de los que confiaban, ni reinar sobre desconfiados. En segundo lugar, a los sacerdotes de Júpiter y de Marte añadió otro tercero de Rómulo, al que llamó Flamen Quirinal. Aun a los dos más antiguos se les dio este nombre de Flámines, por el gorro, según se dice, que les circundaba la cabeza, como si dijéramos en griego pilámines, porque era más frecuente que ahora mezclar voces griegas con las latinas; así, de las sobrevestes que llevaban los reyes, y se llamaban lenas, dice Juba que eran Khlainas, y que el niño pátrimo y mátrimo que sirve de ministro al sacerdote de Júpiter se llamaba Camilo, al modo que algunos griegos han dado a Hermes el epíteto de Cadmilo por causa de su ministerio.

VIII.— Dispuestas así estas cosas por Numa en gracia y obsequio del pueblo, inmediatamente toma por su cuenta, manejando la ciudad a la manera que el hierro, volverla de dura y guerrera más suave y más justa; porque ésta era verdaderamente la ciudad que Platón llama inflamada habiendo concurrido a ella en el principio de todas partes, por una osadía y un arrojo excesivo, los hombres más resueltos y belicosos; y habiendo servido como de pábulo para el aumento de su poder, los muchos ejércitos y las guerras no interrumpidas; de manera que como las estacas se afirman con los golpes, así ella se fortaleció con los peligros. Juzgando, pues, que no era cosa ligera y de poco trabajo conducir y poner en orden de paz a un pueblo tan exaltado y alborotado, invocó el auxilio de los Dioses, halagando y ablandando en él lo orgulloso y lo guerrero por lo más con sacrificios, con procesiones y con danzas que él mismo celebró e instituyó, y que reunían con la majestad y aparato un atractivo gracioso y cierto placer que inspiraba humanidad. En ocasiones denunciaba terrores de parte de los Dioses, y fantasmas monstruosas de Genios, y voces infaustas, cautivando y anonadando sus ánimos por medio de la superstición; de donde principalmente se originó la opinión de haber sido instruido y educado por Pitágoras, que le fue contemporáneo; porque fue gran refugio para ambos, para el uno en la filosofía y para el otro en la política, su inmediación y trato con los Dioses; y aun se dice que aquel fasto y pompa exterior se tomó también de la misma conducta de Pitágoras. Porque parece asimismo que éste domesticó un águila, a la que paraba con ciertas palabras y la hacía venir volando sobre su cabeza; y en Olimpia mostró un muslo de oro, en ocasión de concurrir a aquellos juegos, con otros muchos artificios y acciones prodigiosas que de él se refieren, y con motivo de las cuales Timon el fliasio dijo:

De entre los hombres
quita a ese ambicioso de Pitágoras,
diestro en embelecos,
y en palabras profuso altisonantes.

El artificio de Numa era el amor hacia él de una Diosa o Ninfa de los montes, y el trato arcano que con él tenía, como ya se ha dicho, y su continuo comercio con las Musas, porque la mayor parte de sus vaticinios los refirió a las Musas, y enseñó a los Romanos a venerar más especial y magníficamente a una Musa, a la que llamó Tácita, como silenciosa o muda; lo que parece que es de quien recuerda y tiene en estima la taciturnidad pitagórea. También sus establecimientos acerca de los simulacros parecen hermanos de los dogmas de Pitágoras; porque fue opinión de éste que lo primero, o principio, no era sensible o pasible, sino invisible, incorruptible, inteligible; y del mismo modo Numa prohibió a los Romanos que imaginasen en Dios figura de hombre o de animal: así, al principio, no se vio entre ellos, ni en pintura ni en estatua la imagen de dios, sino que en los primeros ciento y setenta años tuvieron sí templos, y levantaron santuarios, mas no hicieron estatua o simulacro alguno: no dieron, pues, semejanza a lo santo, a lo excelente de lo inferior, ni a Dios se le pudo comprender por otro medio que con el entendimiento. Lo relativo a los sacrificios participó asimismo de los ritos de Pitágoras, porque aquellos eran incruentos, haciéndose por lo común con farro, con libaciones y cosas que estaban muy a la mano. Fuera de esto, de otros argumentos exteriores se han valido los que han hecho cotejo de uno con otro. Uno de estos argumentos es que los Romanos adoptaron por ciudadano a Pitágoras, según que en un discurso dedicado a Antenor lo dejó escrito Epicarmo el Cómico, hombre antiguo y que participó de la enseñanza de Pitágoras. Otros traen también a cuenta el que habiendo tenido Numa cuatro hijos, a uno le dio el nombre del hijo de Pitágoras, llamándole Mamerco. De éste desciende la familia de los Emilios, incorporada con las patricias, y ese nombre viene de querer el rey adular a Pitágoras, con representar así la festividad y gracia de su lenguaje. Yo mismo en Roma he oído referir a muchos que habiéndoseles dado en tiempos pasados el oráculo de que tuvieran consigo al más juicioso y al más valiente de los griegos, pusieron en la plaza dos estatuas de bronce, la una de Alcibíades y la otra de Pitágoras. Mas querer, o impugnar, o persuadir estas cosas, que envuelven mil opiniones diversas, sería gastar el tiempo en disputas pueriles.

IX.— Atribúyese también a Numa el arreglo y creación de los sacerdotes, a los que llaman pontífices, y aun dicen que fue Pontífice máximo. Este nombre de pontífices unos lo deducen del ministerio que prestan a los Dioses poderosos y dueños de todo; porque el poderoso en lengua romana es potens. Otros dicen que llevan en sí la excepción de lo que no se puede, como si el legislador mandase a los sacerdotes hacer cuanto les fuese posible en los sacrificios, sin hacerles cargo si algún impedimento mayor se les oponía. La mayor parte, sin embargo, aprueba una etimología ridícula de este nombre, como si no significara otra cosa que hacedores de puentes, tomados de los sacrosantos y antiguos sacrificios que se hacían en el puente, al que los latinos le llaman pontem; y que el cuidado y reparo de los puentes, al modo de los demás ritos patrios, era del cargo e inspección de los sacerdotes; teniendo los Romanos, no sólo por no permitido, sino por abominable el que llegase a romperse el puente de madera. Dícese que éste absolutamente estaba enlazado y trabado, conforme a cierto oráculo, con sólo maderos, sin hierro alguno, y el de piedra se hizo mucho tiempo después, siendo cuestor Emilio. Aun del mismo de madera se dice que es posterior al tiempo de Numa, habiéndole concluido su nieto Marcio durante su reinado. El Pontífice Máximo venía a tener cargo de intérprete y de profeta, o más bien de hierofante, cuidando, no solamente de los sacrificios públicos, sino velando también sobre los que cada particular hacía, e impidiendo que se faltase a nada de lo prescrito, y enseñando además qué culto y qué expiación correspondía a cada uno de los Dioses. Era también superintendente de las vírgenes sagradas que se llaman Vestales; atribuyéndose a Numa la institución de estas vírgenes vestales, y en general todo lo relativo al cuidado y veneración del fuego inmortal de que son guardas; o porque se llevase la idea de confiar la esencia pura e incorruptible del fuego a unos cuerpos limpios e incontaminados, o porque se quisiese poner al lado de la virginidad un ser infructífero e improductivo; pues en la Grecia, donde hay fuego inextinguible, como en Delfos y en Atenas, no son vírgenes, sino mujeres que ya están fuera del estado del matrimonio, las que tienen este cuidado. Si por alguna casualidad llega a faltar, como en Atenas se dice haberse apagado la lámpara sagrada bajo la tiranía de Aristión, y en Delfos incendiado el templo por los Medos, y en los tiempos de la guerra de Mitrídates y de la guerra civil haber desaparecido el fuego juntamente con el ara; si falta, pues, dicen que no debe encenderse de otro fuego, sino hacerse fuego nuevo o reciente, encendiendo al sol una llama pura y no contaminada. Enciéndenlo principalmente con unos vasos hechos con lados iguales y excavados, digámoslo así, en forma de triángulo isósceles, viniendo de la circunferencia a unirse en un centro. Cada uno de estos vasos se pone vuelto al sol, de manera que los rayos que se recogen por todas partes se reúnan y acumulen en el centro, divide el aire, enrareciéndolo, y prontamente por medio de la reflexión enciende las materias ligeras y secas que se le aplican, tomando los rayos en esta disposición un cuerpo inflamado. Algunos creen que las vestales ningún otro destino tienen que el de guardar este fuego; pero otros dicen que hay allí otros misterios encerrados, de los que en la Vida de Camilo decimos hasta dónde es lícito, o preguntar, o hacer conversación.

X.— Dicen que primero fueron consagradas por Numa las vestales Gegania y Berenia, y después Canuleya y Tarpeya, y que últimamente por Servio se añadieron otras dos; y este es el número que se ha conservado hasta estos tiempos. El término prefijado por el rey a la continencia de estas sagradas vírgenes es el de treinta años: de él, en la primera década aprenden lo que tienen que hacer; en la segunda ejecutan lo que aprendieron, y en la tercera enseñan ellas a otras. Después de pasado este tiempo, a la que quiere se le permite casarse y abrazar otro género de vida, retirándose del sacerdocio; aunque se dice que no han sido muchas las que se han valido de esta concesión, y que a las que se han valido de ella no les han sucedido las cosas prósperamente, sino que entregadas al arrepentimiento y al disgusto por el resto de sus días, ha sido causa de superstición para las demás, tanto que hasta la vejez y la muerte han aguantado permaneciendo vírgenes. Concédenseles grandes prerrogativas, entre ellas la de testar viviendo todavía el padre, y hacer sin necesidad de tutores sus negocios, como las que son madres de tres hijos: llevan lictores cuando salen a la calle; y si por caso se encuentra con ellas uno que es llevado al suplicio, no se le quita la vida; pero es necesario que jure la virgen que el encuentro ha sido involuntario y fortuito, no preparado de intento; el que pasa por debajo de la litera cuando van en ella paga con la vida. Castígaselas también, y la pena suele ser golpes dados por Pontífice Máximo, para lo que algunas veces desnudan a la culpada en un lugar oscuro, corriendo una cortina. La que ha violado la virginidad es enterrada viva junto a la puerta llamada Colina, donde a la parte de adentro de la ciudad hay una eminencia que se extiende bastante, llamada en latín el montón. Hácese allí una casita subterránea muy reducida, con una bajada desde lo alto; tiénese dispuesta en ella una cama con su ropa, una lámpara encendida, y muy ligero acopio de las cosas más necesarias para la vida, como pan, agua, leche en una jarra, aceite, como si tuvieran por abominable destruir por el hambre un cuerpo consagrado a grandes misterios. Ponen a la que va a ser castigada en una litera, y asegurándola por afuera, y comprimiéndola con cordeles para que no pueda formar voz que se oiga, la llevan así por la plaza. Quedan todos pasmados y en silencio, y la acompañan sin proferir una palabra, con indecible tristeza: de manera que no hay espectáculo más terrible, ni la ciudad tiene día más lamentable que aquel. Cuando la litera ha llegado al sitio, desátanle los ministros los cordeles, y el Pontífice Máximo, pronunciando ciertas preces arcanas y tendiendo las manos a los Dioses por aquel paso, la conduce encubierta, y la pone sobre la escalera que va hacia abajo a la casita; vuélvese desde allí con los demás sacerdotes, y luego que la infeliz baja, se quita la escalera, y se cubre la casita, echándole encima mucha tierra desde arriba, hasta que el sitio queda igual con todo aquel terreno; y ésta es la pena que se impone a las que abandonan la virginidad que habían consagrado.

XI.— Numa edificó también, según es fama, el templo redondo de Vesta, para que en él se guardase el fuego sagrado, tratando de imitar, no la forma de la tierra como si fuese Vesta, sino la del universo mundo, cuyo medio, según los Pitagóricos, lo forma el fuego, y a éste es al que llaman Vesta y Mónade; y de la tierra opinan que ni es inmóvil, ni está en medio, sino puesta en equilibrio alrededor del fuego, sin ser de las primeras y más importantes partes del mundo. Éste dicen que fue también el modo de pensar de Platón, siendo ya anciano, acerca de la tierra; a saber, que está en región ajena, cuyo medio ocupa otro cuerpo más excelente.

XII.— Explican asimismo los Pontífices a los que los consultan lo que toca a los entierros, habiendo sido una de las instrucciones de Numa, que nada en esta parte debe reputarse mancha, sino que con estas legales ceremonias se da culto a los Dioses de allá, que son los que reciben la mejor parte de nuestro ser, y más particularmente a la llamada Libitina, Diosa inspectora de lo que es santo en orden a los muertos, ya sea Proserpina, o ya más bien Venus, como opinan los Romanos más instruidos, refiriendo no mal al poder de una misma diosa lo que pertenece al nacimiento y a la muerte. Él mismo arregló los duelos por edades y tiempos, como por un niño menor de tres años, que no se haga duelo; por uno de más tiempo el duelo no ha de ser de más meses que años vivió, hasta diez, sin pasar de allí por edad ninguna, sino que el más largo tiempo de duelo había de ser de diez meses, el mismo por que las mujeres debían permanecer viudas: la que se casaba antes, sacrificaba una vaca preñada, por ley de Numa.

Habiendo creado Numa otros sacerdocios, haremos todavía mención de dos de ellos, del de los Salios y el de los Feciales, por ser los que más prueban su piedad. Porque los Feciales venían a ser unos conservadores de la paz, a lo que yo entiendo, tomando el nombre del mismo ministerio; pues con sus palabras disipaban las contiendas, no permitiendo que se recurriera a las armas hasta que se hubiese perdido toda esperanza de obtener justicia; porque los griegos explican también con el nombre de la paz el desatar sus disputas sin el uso de la fuerza, empleando solamente de unos a otros la persuasión. Los Feciales de los Romanos muchas veces se dirigían a los que cometían alguna violencia, exhortándolos a la reparación: si se negaban, tomando por testigos a los Dioses, y haciendo terribles imprecaciones contra sí mismos y contra su patria, si no habían hablado en justicia, así les denunciaban la guerra. Oponiéndose ellos, o no conviniendo, ni al soldado ni al rey era lícito tomar las armas; sino que tomando por aquí el principio de la guerra para ser justa, después era cuando debía el jefe tratar de lo que convenía para hacerla; y pasa por cierto que aquella calamidad de la invasión de los Galos le vino a la ciudad por haberse traspasado estos ritos. Sucedió, pues, que los bárbaros cercaban a Clusio, y fue enviado de mensajero al ejército Fabio Ambusto, con el objeto de tratar por los sitiados, y como se le respondiese ásperamente, creyó que su misión estaba fenecida, y tomando las armas por los Clusinos con ardor juvenil, provocó a combate al más alentado de los bárbaros. Y lo que es el combate le sucedió felizmente, habiendo vencido y despojado a su contrario; pero sabedores los Galos, enviaron mensajero por su parte a Roma, acusando a Fabio de que contra los tratados y contra la fe les había hecho una guerra no denunciada. Entonces, los Feciales bien persuadieron al Senado que Fabio fuese entregado a los Galos; pero él, acogiéndose a la muchedumbre, y valiéndose del favor del pueblo que le amparó, evitó la pena; mas de allí a poco sobreviniendo los Galos asolaron a Roma, a excepción solamente del Capitolio. Trátase de estas cosas con más extensión en la Vida de Camilo.

XIII.— Los sacerdotes salios dícese que se crearon con este motivo: en el año octavo del reinado de Numa una enfermedad pestilente que corrió la Italia, afligió también a Roma. Estando ya todos desalentados, cuéntase que una rodela de bronce arrojada del cielo vino a caer en las manos de Numa; acerca de la cual refirió éste una maravillosa declaración, que había recibido de Egeria y de las Musas: que aquella arma venía en salvación de la ciudad, y debía tenerse en gran custodia, haciéndose otras once en la figura, en la magnitud y en la forma del todo parecidas a ella, de manera que un ladrón no tuviera medio, a causa de la semejanza, de acertar con la venida del cielo; y que además aquel terreno debía consagrarse a las Musas con los prados inmediatos, adonde por lo común concurrían a conferenciar con él: y la fuente que regaba el mismo terreno había de designarse como agua sagrada para las vírgenes vestales, a fin de que yendo a tomarla todos los días, con ella lavaran y asearan el templo; de todo lo que dicen da testimonio el haber cesado al punto la peste. Presentó, pues, la rodela, y dando orden de que trabajaran los artistas en las que habían de hacerse semejantes, todos los demás desistieron; sólo Veturio Mamurio, que era operario sobresaliente, se acercó tanto a la semejanza, y las sacó todas tan parecidas, que ni el mismo Numa sabía distinguirlas. Pues para su custodia y cuidado creó a los sacerdotes salios. Tomaron este nombre de Salios, no como han inventado algunos, de un hombre de Samotracia o Mantinea llamado Salio, que enseñó la danza armada, sino más bien de esta misma danza, que es saltante, y la ejecutan corriendo la ciudad, cuando en el mes de marzo toman las rodelas sagradas, vestidos con túnicas de púrpura, ceñidos con tahalís bronceados, llevando morriones también de bronce, y golpeando las armas con dagas cortas. Lo demás de esta danza, ya es obra de los pies, porque se mueven graciosamente haciendo giros y mudanzas con un compás vivo y frecuente, que hace muestren vigor y ligereza. Las rodelas se llaman anciles, o por la forma, porque no son un círculo ni hacen circunferencia, sino que tienen el corte de una línea torcida, cuyos extremos hacen dobleces, e inclinándose los unos hacia los otros dan una forma curva; o por el codo, que es donde se llevan. Todo esto es de Juba, que se empeñó en hacer griego este nombre. Podría también haberse tomado la denominación de su venida de arriba o de la curación de los enfermos, o del término de la sequía, o también de la cesación de la epidemia; según lo cual a los Dióscuros los Atenienses les dijeron ánaces, ya que hayamos de referir este nombre precisamente a la lengua griega. Mamurio dicen que fue premiado de su habilidad con la memoria que los Salios hacían de él en una oda que cantaban durante aquella su danza pírrica: otros dicen que era a Veturio Mamurio a quien se celebraba, y otros que la tradición antigua: ueterem memoriam.

XIV.— Luego que hubo arreglado los sacerdocios, edificó junto al templo de Vesta la que se llamó Regia, esto es, Casa o Palacio Real, y allí pasaba la mayor parte del tiempo ocupado en las cosas sagradas o instruyendo a los sacerdotes, o entreteniéndose con ellos en la investigación de las cosas tocantes a la divinidad. Tenía otra casa el collado Quirinal, cuyo sitio se muestra todavía. En las grandes fiestas, y generalmente en todas las procesiones sacerdotales, iban ciertos ministros por la ciudad previniendo el reposo, y que se cesase en todo trabajo: porque así como se dice de los Pitagóricos que no consentían se adorase u orase a los Dioses de paso, sino yendo de casa preparados y dispuestos, de la misma manera creía Numa que los ciudadanos no debían oír ni ver de paso y sin propósito nada de lo perteneciente a la religión, sino estando desembarazados de todo otro cuidado, y aplicando sus sentidos, como a la obra más grande, a la que tenía por objeto a la piedad; para lo que se preparaba que las calles estuviesen libres de los ruidos, alborotos y voces que suelen acompañar a los trabajos indispensables y manuales. Consérvase aún hoy cierto vestigio, cuando al tiempo que el cónsul se ocupa en atender a las aves, o en sacrificar, gritan los ministros: hoc age; expresión que significa haz lo que haces, y con ella se excita a la atención y a la compostura a los que se hallan presentes. En todas las demás exhortaciones o sentencias suyas se notaba gran semejanza con las de los Pitagóricos; porque así como éstos prevenían: «no te sientes sobre el celemín; no revuelvas el fuego con la espada; cuando vas peregrinando no mires atrás; a los Dioses celestiales se ha de sacrificar en número impar, y en número par a los infernales», cuyo sentido de todas ellas lo reservaban a la muchedumbre, de la propia manera algunas disposiciones de Numa tienen un sentido oscuro, como éstas: «no se ha de hacer libación a los Dioses con vino de viña no podada; ni se les ha de sacrificar sin harina; se ha de hacer adoración volviéndose, y los que han adorado deben sentarse». Las primeras parece que enseñan el cultivo de la tierra, haciéndolo parte de la religión; el volverse para adorar se dice que es una imitación del movimiento circular del mundo; a no ser que parezca mejor, que mirando los templos al oriente, con volverse de aquella región a la opuesta el que adora, y luego convertirse otra vez hacia el dios, haciendo un círculo, consuma de una y otra parte sus preces: o lo que quizá es más cierto, esta mudanza de postura nos muestra y enseña una cosa muy parecida a las ruedas egipcias, a saber: que nada hay estable en las cosas humanas, y, por tanto, conviene que como a Dios le parezca hacer y deshacer en nuestra vida, estemos nosotros contentos, y así lo recibimos de su mano. El sentarse después de haber adorado dicen que es agüero con el que se confirman nuestras preces y se da permanencia a nuestro bien. Dicen también que el sentarse produce división de actos, y que, poniendo término a la primera acción, se sientan en presencia de los Dioses para comenzar otra bajo sus auspicios. Puede también guardar esto conformidad con lo que ya se dijo, acostumbrándonos el legislador a no acercarnos a las cosas divinas de paso cuando entendemos en otros negocios y como de prisa, sino cuando tenemos tiempo y estamos desocupados.

XV.— Con estas disposiciones religiosas quedó la ciudad tan manejable y tan embobaba con el poder de Numa, que les hacía dar asenso a las cosas más absurdas y que tenían visiblemente el aire de fábulas, no pensando que pudiera haber nada de increíble en lo que proponía. Cuéntase, pues, que convidando una vez a su mesa a muchos ciudadanos, les puso un ajuar pobre y una comida vulgar y de poco valor, y que apenas empezaron a comer les anunció que la Diosa venía a visitarle, y repentinamente apareció la casa llena de los vasos más preciosos, y las mesas cargadas de toda especie de manjares y de la vajilla más delicada.

Pero lo más necio y absurdo de todo es lo que se refiere de su coloquio con Júpiter; porque se cuenta que al monte Aventino, que no era entonces todavía parte de la ciudad, ni estaba habitado, sino que tenía fuentes graciosas y bosques sombríos, concurrían dos Genios o Semidioses, Pico y Fauno. Éstos en las demás cosas parecía que eran de la raza de los Sátiros y Panes; pero en la virtud de los remedios, y en prestigios de que usaban en cuanto a las cosas divinas, se les compararía mejor a los que entre los Griegos se llaman Dáctilos Ideos. Embajadores, pues, como ellos, andaban corriendo la Italia. Dícese que Numa los sujetó echando vino y miel en una fuente donde solían beber; que después de sujetos mudaron diversas formas, deponiendo la de su naturaleza y tomando extrañas apariencias, espantosas a quien las veía; y que cuando se convencieron de que estaban cautivos con prisión fuerte e inevitable, predijeron otras muchas cosas futuras, y enseñaron el modo de expiación para los rayos, el mismo que hasta hoy se practica, por medio de las cebollas, los cabellos y las menas. Otros dicen que no fueron aquellos semidioses los que introdujeron esta expiación, sino que por medio de la magia hicieron que se apareciese el mismo Júpiter; que este dios, irritado con Numa, le ordenó que la expiación había de hacerse con cabezas, y replicando Numa: «¿de cebollas?», dijo «de hombres»; que a esto volvió a replicar Numa, repeliendo lo terrible del mandato, «¿con cabellos?»; y respondiendo el dios: «con vivientes», añadió Numa, «¿menas?»; lo que había ejecutado instruido por Egeria; y que el dios se había retirado aplacado ya; y al lugar se le había dado de aquí el nombre de Ilicio: y la expiación se hacía de aquella manera. Estas relaciones tan fabulosas, y aun puede decirse tan ridículas, manifiestan la disposición en el punto de religión de aquellos hombres, producida en ellos por el hábito. Del mismo Numa se refiere haberse engreído tanto con su esperanza en estas cosas divinas, que, avisándole en cierta ocasión que cargaban los enemigos, se echó a reír y dijo: «pues yo sacrifico».

XVI.— Fue, según dicen, el primero que edificó un templo de la Fe y del Término, enseñando a los Romanos a tener el de la Fe por el mayor de todos los juramentos, lo que hasta hoy observan. El Término venía a ser un linde o mojón, y le hacen sacrificios pública y privadamente en los mismos linderos de los campos, ahora de víctimas animadas; pero en lo antiguo era incruento este sacrificio, discurriendo Numa que el dios Término, que es el conservador de la paz y el testigo de la justicia, debe conservarse puro de toda muerte. Parece haber sido este mismo Rey el que hizo el apeo de todo el territorio, no habiendo querido Rómulo confesar con la medida de lo propio la ocupación de lo ajeno, diciendo que el término, cuando se guarda, es el vínculo del poder; pero argumento de injusticia cuando se traspasa. Y en verdad que no era extenso el territorio de la ciudad desde el principio, sino que la mayor parte la había adquirido Rómulo con las armas; repartióla, pues, toda Numa a los ciudadanos más necesitados, removiendo la pobreza como preciso origen de injusticia, e inclinando hacia la agricultura al pueblo, cultivado a una con el suelo, porque entre las profesiones de los hombres ninguna engendra tan poderoso y pronto amor a la paz como la vida del campo, en la que queda aquella parte del valor guerrero que inclina a pelear por su propiedad y se corta la parte que excita a la violencia y a la codicia. Por esta razón, Numa inspiró a sus ciudadanos la agricultura como filtro de paz; y mirando este arte como productor más bien de costumbres que de riqueza, dividió el terreno en partes o términos, que llamó pagos, y sobre cada uno puso inspectores y celadores. En ocasiones también, infiriendo y conjeturando por las obras la conducta de los ciudadanos, a unos los elevó a los honores y a los cargos, y reprendiendo y reconviniendo a otros los hizo mejores.

XVII.— Entre los demás establecimientos suyos, es muy celebrada la distribución de la plebe por oficios; porque compuesta en la apariencia la ciudad de dos diversas gentes o pueblos, pero en realidad dividida en ellos, no había forma de que quisiera ser una sola, ni de hacer cesar la diversidad y diferencia, de la que se originaban altercaciones interminables, fomentadas por el espíritu de partido; reflexionando, pues, que para mezclar los cuerpos más mal avenidos y más duros se viene al cabo de ello deshaciéndolos y partiéndolos, determinó hacer de la plebe diferentes secciones, con lo que introduciéndose muchas diferencias se borraría aquella grande fundida en tantas pequeñas. Hízose esta distribución por oficios, de los flautistas, los orfebres, los maestros de obras, los tintoreros, los zapateros, los curtidores, los latoneros y los alfareros, y así las demás artes, haciendo luego de cada una un solo cuerpo; y atribuyendo o concediendo a cada clase formar comunidad y tener sus juntas y su modo particular de dar culto a los Dioses, entonces por la primera vez se quitó de la ciudad el decirse y reputarse Sabinos o Romanos, unos ciudadanos de Tacio, y otros de Rómulo; de manera que la nueva división vino a ser armonía y unión de todos para con todos.

Elógiase también, entre sus disposiciones políticas, la corrección que hizo de la ley que concede a los padres el derecho de vender los hijos, exceptuando a los casados, si el matrimonio se había hecho con aprobación o mandato del padre: porque le pareció cosa muy dura que cohabitara con un esclavo la mujer que se había casado con un hombre libre, en el concepto de serlo.

XVIII.— Puso asimismo mano en el arreglo del calendario, si no con gran inteligencia, tampoco con una absoluta ignorancia; porque en el reinado de Rómulo contaban los meses desordenadamente y sin regla alguna, no dando a unos ni veinte días y dando a otros treinta y cinco, y aun muchos más, porque no teniendo conocimiento de la discrepancia que hay entre el sol y la luna, solamente atendían a que el año fuese de trescientos y sesenta días. Computando, pues, Numa que el resto de aquella discrepancia era de once días, por tener el año lunar trescientos cincuenta y cuatro, y el solar trescientos sesenta y cinco, doblando aquellos once días, aplicó un año sí y otro no al mes de Febrero este embolismo, que era de veintidós días, y los Romanos le llamaban «mercedino»: remedio de la tal discrepancia, que necesitó después de mayores medicinas. Mudó también el orden de los meses, porque a Marzo, que antes era primero, lo hizo tercero, y primero a Enero, que era undécimo bajo Rómulo, y duodécimo y último Febrero, que ahora tienen por segundo. Muchos son de opinión que estos meses de Enero y Febrero fueron añadidos por Numa, no habiendo dado al principio al año más que diez meses, como algunos bárbaros tres meses, y entre los Griegos los Árcades cuatro, y los de Acarnania seis. Para los Egipcios el año era de sólo un mes, y luego de cuatro, según dicen; y por esta causa, habitando un país nuevo, pasan por muy antiguos, y suben con sus genealogías a un número increíble de años, poniendo los meses por años en sus cómputos.

XIX.— Puede ser una prueba de que los Romanos sólo hacían el año de diez meses y no de doce, el nombre mismo del mes último; porque aun hoy le llaman Diciembre. El orden mismo convence que Marzo era el primero, porque al que era quinto desde él le decían Quintil, al sexto Sextil, y así en adelante cada uno de los demás: luego, cuando añadieron Enero y Febrero, les sucedió con el mencionado mes, que en el nombre era quinto o quintil, y en la cuenta séptimo. Hubo su razón para que el mes primero, consagrado por Rómulo a Marte, se llamase Marzo, y el segundo Abril, denominándose así de Afrodita, que es Venus, porque en él se hacen sacrificios a esta Diosa, y en el día primero se bañan las matronas coronadas de mirto. Algunos opinan que no se llama Abril de Afrodita, sino que, como tiene letra simple, se denomina Abril este mes de que, estando en él en su fuerza la primavera, abre y descubre los pimpollos de las plantas, porque esto es lo que la lengua indica. Al que se sigue por orden, de Maya le dicen Mayo, porque está consagrado a Mercurio; y a Junio denominan así de la diosa Juno. Mas hay algunos que sostienen tomar éstos su denominación de la edad más anciana y más joven; porque entre ellos los más ancianos se dicen maiores, y iuniores los más mozos. De los demás meses, a cada uno lo denominan del lugar que tiene, como si contaran: Quintil, Sextil, Septiembre, Octubre, Noviembre y Diciembre; aunque después el quinto, de César, el que venció a Pompeyo, se llamó Julio; y el sexto se llamó Agosto del segundo Emperador, que tuvo el sobrenombre de Augusto. A los dos siguientes les dio sus nombres Domiciano; pero por muy poco tiempo, pues luego que le quitaron la vida, volvieron a tomar los nombres primeros, llamándose Septiembre y Octubre; sólo los dos últimos conservaron siempre la denominación ordinal que tuvieron desde el principio. De los que añadió o mudó de lugar Numa, Febrero viene a ser como expiatorio, porque la voz casi lo indica, y entonces hacen libaciones por los muertos, y celebran la fiesta de los Lupercales, que en las más de sus cosas se asemeja a una expiación o purificación. El primero, Januario, de Jano, y a mí me parece que a Marzo, denominado de Marte, lo quitó Numa del lugar preeminente, con la mira de dar siempre más estima a la parte administrativa o civil que a la militar; porque de Jano en lo antiguo, ora fuese genio, ora fuese rey, se dice haber sido político y popular, y que indujo mudanza en el modo de vivir fiero y silvestre: y por esta razón lo pintan con dos caras, como que pasó la vida de los hombres de una forma y disposición a otra.

XX.— Tiene en Roma un templo, también con dos puertas, a las que llaman puertas de la guerra, porque es de ley que estén abiertas cuando hay guerra, y que se cierren hecha la paz: cosa difícil y pocas veces vista, habiendo tenido siempre el gobierno que atender a alguna guerra para contener a las naciones bárbaras que de todas partes le rodeaban. Sólo se cerró bajo el imperio de César Augusto, después de la derrota de Antonio; y antes en el Consulado de Marco Atilio y Tito Manlio por poco tiempo, porque al punto sobrevino la guerra, y fue preciso abrirle. Mas bajo el reinado de Numa ni un día siquiera se vio abierto, sino que por cuarenta y tres años continuamente se mantuvo cerrado: ¡tan cumplidamente y de raíz arrancó las ocasiones de la guerra! Y no solamente el pueblo romano se suavizó y domeñó con la justificación y mansedumbre de su rey, sino que también las ciudades circunvecinas, como si de allá inspirara en ellas un aura suave y un soplo saludable sintieron un principio de mudanza; y deseosas de benevolencia y de paz, a nada más aspiraron que a cultivar la tierra, criar sus hijos en reposo y venerar a los Dioses. Las fiestas, las danzas, los hospedajes y los agasajos de unos a otros, que sin miedo se reunían, fueron la suerte de toda la Italia, como si de la fuente de la sabiduría de Numa corriese hacia todos lo honesto y lo justo, y como si su serenidad se extendiese a todas partes; de manera que aun no alcanzaron a pintar aquel estado las hipérboles poéticas de los que dicen:

Su tela hace la araña en los paveses,
y se cubren de orín lanzas y espadas:
no se oye el son de la guerrera trompa,
ni de los ojos huye el blando sueño;

pues no se cuenta que hubiese habido ni guerra ni inquietud alguna sobre mudanza de gobierno en el reinado de Numa, ni tampoco enemistad alguna contra él, ni envidia ni asechanzas, ni sedición por codicia de reinar; de manera que, bien fuese miedo de un hombre sobre el que parece velaban los Dioses, o respeto a la virtud o fortuna particular, gobernada por algún genio que conservaba su vida libre y pura de todo mal, vino a ser ejemplo y argumento de aquella sentencia que mucho tiempo después se atrevió a pronunciar Platón acerca del gobierno: que no hay descanso para los hombres, ni cesación de sus males, si no sucede por una feliz casualidad que la autoridad regia se junte con una razón cultivada por la filosofía, para que haga que la virtud triunfe del vicio. Dichoso, pues, el hombre verdaderamente prudente, y dichosos los que obedecen los sabios preceptos que salen de unos prudentes labios; porque será muy raro que aquel necesite usar de fuerza ni de amenazas, y más bien éstos, viendo la virtud misma en el ejemplar manifiesto y en la ilustre vida del que manda, voluntariamente se harán moderados, y se ajustarán a una vida irreprensible y dichosa por el amor y benevolencia hacia ellos, acompañados de justicia y modestia, que es el término más glorioso del mando; y entre todos el ánimo más propiamente regio es el que pueda producir esta conducta y esta disposición en los súbditos: a lo que parece haber atendido Numa más que otro alguno.

XXI.— Acerca de sus hijos y de sus matrimonios hay diversidad de opiniones entre los historiadores; porque algunos dicen que ni estuvo casado con otra que con Tracia, ni fue padre sino de una sola hija llamada Pompilia; pero otros además de ésta le dan cuatro hijos, a saber: Pompón, Pino, Calpo y Mamerco, de los cuales dejó cada uno la sucesión de una casa y de una gente distinguida: porque de Pompón descienden los Pomponios; de Pino, los Pinarios; de Calpo, los Calpurnios, y de Mamerco, los Mamercos; a todos los cuales por esto les quedó el sobrenombre de Reges, que viene a ser Reyes. Mas hay otra tercera sentencia de los que acusan a aquellos historiadores de haber querido congraciarse con estas gentes, formando árboles falsos de la descendencia de Numa, y dicen que Pompilia no fue hija de Tacia, sino de otra segunda mujer con quien casó siendo ya rey, llamada Lucrecia. En lo que convienen todos es en que Pompilia casó con Marcio, el cual era hijo de aquel Marcio que exhortó a Numa a que admitiese el reino; porque se trasladó a Roma con él, donde fue elevado a la dignidad de senador; y como compitiendo con Hostilio, por la muerte del mismo Numa en la contienda sobre el reino fuese vencido de aquel, se quitó a sí mismo la vida; pero su hijo Marcio, casado con otra Pompilia, permaneció en Roma y tuvo en hijo a Anco Marcio, que reinó después de Tulio Hostilio. Dejó a este Numa de cinco años al tiempo de su muerte, la que no fue repentina ni pronta, sino que poco a poco, como escribió Pisón, le fueron consumiendo la vejez y una lenta enfermedad, habiendo muerto en la edad de poco más de ochenta años.

XXII.— Hicieron también ilustre su vida con las mismas exequias los pueblos aliados y amigos, concurriendo a ellas con públicas ofrendas y coronas; llevaban el féretro los patricios, y le acompañaban y seguían los sacerdotes de los Dioses; y luego después venía una inmensa muchedumbre, mezclados mujeres y niños, y no como en el entierro de un rey anciano, sino que, como si cada uno hubiese perdido la persona más cara en la flor de la edad, así era el llanto y el clamor de todos. No pusieron el cadáver en hoguera por haberlo prohibido él mismo, según se dice, sino que se hicieron dos cajas de piedra, que se colocaron en el Janículo, de las cuales la una contenía el cuerpo, y la otra los libros sagrados que él mismo había escrito, al modo que los legisladores griegos sus tablas, enseñando en vida a los sacerdotes lo que contenían, e inspirándoles el hábito y la sentencia de todo; pero a su muerte mandó que se sepultasen con su cuerpo, porque no estaba bien que a unas letras muertas se confiaran tales misterios. Conducidos de este mismo raciocinio los Pitagóricos, no ponían por escrito su doctrina, sino que sin escritura pasaban su memoria y enseñanza a los que contemplaban dignos; y como su tratado sobre los métodos que llaman en geometría oscuros e inexplicables se hubiese comunicado a uno que no era de aquellos, dijeron haber manifestado el genio que con un castigo grande y general vengaría aquella transgresión e irreverencia. Así, merecen indulgencia los que con tales caracteres de semejanza se empeñan en hacer coincidir en un mismo tiempo a Numa y a Pitágoras. Ancias dice que de los libros puestos en la caja, doce fueron hierofánticos, y otros doce de filosofía griega. Pasados unos cuatrocientos años, siendo cónsules Publio Cornelio y Marco Bebio, sobrevinieron grandes lluvias, y, abriéndose una sima, la corriente levantó las cajas; y quitadas las losas que las cubrían, la una se halló enteramente vacía, sin que tuviese parte ni resto alguno del cuerpo; pero, habiéndose hallado escritos en la otra, se dice que los leyó Petilio, entonces pretor, y que habiendo hecho entender al Senado con juramento que sería ilícito y sacrílego el que lo escrito se divulgase, se llevaron los libros al Comicio, y allí se quemaron.

Comúnmente sucede a todos los hombres justos y virtuosos que gozan de mayor alabanza a la postre después de su muerte, porque la envidia no sobrevive mucho tiempo, y aun a veces se extingue durante su vida; pero la gloria de Numa aun tuvo otra cosa que la hizo más brillante, y fue la suerte que cupo a los reyes sus sucesores; porque de cinco que fueron los que hubo después de él, el último, arrojado del imperio, acabó sus días en un destierro; de los otros tres, ninguno murió de muerte natural, sino que todos tres acabaron muertos a traición; y Tulo Hostilio, que reinó inmediatamente después de Numa, habiendo escarnecido y desacreditado sus más loables instituciones, y más especialmente las relativas a la piedad, como propias de holgazanes y de mujeres, inclinó a sus ciudadanos a la guerra; y con todo no pudo perseverar en esta su osadía, sino que, habiéndosele trastornado el juicio de resulta de una grave y complicada enfermedad, se entregó a una superstición muy poco conforme con la religión de Numa; contagio que en mayor grado todavía hizo contraer a los demás, con haber muerto, según se dice, abrasado de un rayo.

COMPARACIÓN DE LICURGO Y NUMA

I.— Pues que dejamos expuesta la vida de Licurgo y la de Numa, teniéndolos a ambos a la vista, aunque la empresa es difícil, no hemos de rehusar el confrontar las diferencias de uno a otro, porque los rasgos de semejanza, en las mismas obras resplandecen: a saber, su prudencia, su piedad, su ciencia política, su cuidado de la educación y el tomar uno y otro de los Dioses únicamente el principio de su legislación. De lo bueno que particularmente brilló en cada uno, lo primero en Numa es el modo de adquirir el reino, y en Licurgo el modo de restituirlo; porque aquel lo obtuvo sin apetecerlo, y éste, teniéndolo, lo devolvió. A aquel los extraños, de particular y forastero que era, lo erigieron en su señor, y éste, de rey, a sí mismo se convirtió en particular. Es, pues, muy glorioso adquirir el reino precisamente por ser justo; pero es más glorioso todavía mostrar que en más que el reinar se tiene la justicia: porque al uno la virtud lo distinguió hasta el punto de que se le tuviera por digno de reinar; y al otro lo hizo grande hasta el extremo de saber despreciar un reino. Es lo segundo que templaron ambos sus liras en opuestos tonos, como que el uno atirantó las cuerdas en Esparta, que estaba viciada y dada al regalo; y el otro aflojó lo que había en Roma de sobrado y de excesivamente enérgico; en lo que se ve que la mayor dificultad de la obra estuvo contra Licurgo, porque no propuso a sus ciudadanos que se dejasen de cotas y espadas, sino que se despojasen del oro y de la plata, y arrojasen lejos de sí los paños ricos y las mesas; ni que dando de mano a la guerra anduvieran en fiestas y sacrificios, sino, por el contrario, que dejando las cenas y banquetes, trabajaran y se afanasen en el manejo de las armas y en los ejercicios de la palestra. Así, el uno vino al cabo de todo con sola la persuasión, siendo muy amado y respetado; cuando el otro apenas, corriendo riesgos, y siendo maltratado, pudo salir con su intento. Fue, sí, muy dulce y humana la musa de Numa, que de costumbres indómitas y fogosas transformó y redujo a cultura a sus ciudadanos; por tanto, si se nos precisase a tener por institución de Licurgo lo que se hacía con los Hilotas, cosa cruelísima y la más injusta, habríamos de decir que Numa había sido un legislador mucho más benigno, el cual aun a los reconocidos por esclavos les hizo gustar los honores de la libertad, acostumbrándolos a comer confundidos con sus amos en los Saturnales; porque se dice haber sido también ésta una de las leyes patrias de Numa, que quiso llamar una vez en el año a la participación de los frutos a los que eran colaboradores en el cultivo; aunque otros, siguiendo las fábulas, dicen haber sido éste un recuerdo que se salvó de aquella igualdad de la edad de Saturno, cuando nadie era esclavo ni señor, sino que todos se miraban como parientes e iguales entre sí.

II.— De ambos se diría que se propusieron atraer a la muchedumbre a la moderación y templanza; pero en cuanto a las demás virtudes, que la fortaleza fue más del gusto de Licurgo, la justicia del de Numa; a no ser que se diga mejor que según la naturaleza y costumbres de cada gobierno, que no eran semejantes, necesitaron valerse de distintos medios; porque ni Numa reprimió lo belicoso para hacerlos tímidos, sino para que no fuesen violentos e injustos, ni Licurgo los hizo guerreros para que ofendiesen a nadie, sino para que no se dejasen ofender. Proponiéndose, pues, ambos quitar lo que había de excesivo, y cumplir lo que se notaba falto en sus ciudadanos, tuvieron que introducir grandes mudanzas; y de esta regulación y supresión fue sobradamente popular y condescendiente con la muchedumbre la de Numa, que vino a formar un pueblo entremezclado y vario, digámoslo así, de orfebres, flautistas y zapateros; severa y aristocrática la de Licurgo, que trasladó las artes mecánicas a las manos de los esclavos y de los ascripticios, y a los ciudadanos los consagró al escudo y la lanza, haciéndolos artífices de la guerra y adoradores de Ares, sin que entendiesen ni pensasen en otra cosa que en obedecer a sus jefes y vencer a sus enemigos; ni estaba bien a hombres libres, para ser libres del todo, afanarse por ganar y ser ricos; sino que este cuidado de enriquecer se dejó a los esclavos e Hilotas, lo mismo que el servicio de los banquetes y de la cocina. Numa no entró en ninguna de estas distinciones: solamente atendió a cortar el ansia de la guerra, dejando libre curso a toda otra codicia, ni disipó la desigualdad que de aquí procede; antes en el enriquecer permitió ir hasta lo último, y no tuvo cuenta con la miseria que había de refluir y había de inundar la ciudad; siendo así que desde luego en el principio, cuando todavía era muy leve la desigualdad en las fortunas, y todos venían a estar iguales y uniformes, debió hacer frente a la avaricia, como Licurgo, y precaver sus perjuicios, que no fueron leves, sino que antes dieron la semilla y origen para los más y mayores males de cuantos después sobrevinieron. En cuanto al repartimiento del terreno, ni Licurgo es reprensible por haberlo hecho, ni Numa porque no lo hizo; porque a aquel esta igualdad le sirvió de base y cimiento para su gobierno; y respecto de éste, sorteado el terreno poco antes, nada había que le precisase a hacer nuevo repartimiento ni a alterar el que existía, que según parece se conservaba sin mudanza.

III.— Uno y otro, respecto de la comunicación de las mujeres y de la procreación, recta y políticamente habían precavido el inconveniente de los celos; pero no habían convenido en el modo; un Romano que se creía con bastantes hijos, persuadido por otro que los deseaba, era dueño de cederle en casamiento la mujer, y de volverla a recibir; pero un Lacedemonio, reteniendo su mujer en su casa, y constando el legítimo matrimonio, la cedía al que lo solicitaba para tener de ella hijos: y muchos, como dijimos, con ruegos y exhortaciones trajeron a su casa aquellas de quienes les parecía que habían de tener hijos de buena figura e índole. ¿Y qué juicio haremos de estas costumbres? La una inducía una gran indiferencia en los casados, respecto de aquellas cosas que turban con pesares y celos la vida de los más de los hombres; y la otra venía a ser una modestia vergonzosa que tomaba por velo los desposorios, y reconocía por tanto lo insufrible de la comunicación y compañía. En cuanto a la custodia de las mujeres, la de Numa las redujo más a lo que piden el sexo y la decencia; la de Licurgo, enteramente suelta y al grado de ellas mismas, sirvió de materia a los poetas; porque unos las llamaron destapapiernas, como Íbico; otros les daban el apodo de andrómanas, como Eurípides, que dice de ellas:

Sálense de sus casas con los jóvenes,
la ropa suelta, con la pierna al aire.

Porque en realidad, las faldas de la túnica de las doncellas no estaban sujetas por abajo, sino que al andar descubrían y dejaban desnuda la pierna. Díjolo todavía con mayor expresión Sófocles en estos versos:

A la joven Hermíona la envuelve
que el ebúrneo muslo deja fuera,
túnica sin estola, desceñida,

Dícese, por tanto, que en primer lugar eran desenvueltas y varoniles, aun con los mismos hombres, y en casa mandaban con todo imperio; y que además en los negocios públicos daban dictamen con desembarazo, aun en los de mayor importancia. Mas Numa, aunque a las casadas les guardó todo el decoro y honor que obsequiadas con motivo del robo tuvieron en el reinado de Rómulo, les impuso, sin embargo, mucho pudor; les quitó el ser bulliciosas, las enseñó a ser sobrias y las acostumbró al silencio; así es que absolutamente no probaban el vino, y no estando presentes sus maridos, no hablaban más que lo muy preciso. Refiérese que habiendo una mujer defendido en el foro una causa propia, envió el Senado a consultar el oráculo sobre el mal que aquel suceso anunciaba a la ciudad. La mejor prueba de su obediencia y docilidad es la memoria que ha quedado de las que se hicieron reprensibles; pues así como entre nosotros los historiadores refieren quiénes fueron los primeros que hicieron una muerte en su familia, o se pelearon con sus hermanos, o pusieron manos en su padre o madre, de la misma manera hacen memoria los Romanos de que fue Espurio Carbilio el primero que repudió a su mujer, a los doscientos y treinta años de la fundación de la ciudad, no habiéndolo ejecutado antes ningún otro: y una llamada Talea, mujer de Pinario, fue la primera que riñó con su suegra Gegania, reinando Tarquino el Soberbio; ¡con tanta honestidad y decencia había sido arreglado este punto de los matrimonios por el legislador!

IV.— Con aquella condescendencia de Licurgo para con las doncellas guardaba conformidad lo relativo a los esponsales, casándolas ya crecidas y robustas, para que de una parte la unión hecha, cuando ya la naturaleza la echaba menos, fuese principio de cariño y amor, y no de odio y de miedo que contra la naturaleza las violentase; y de otra los cuerpos tuviesen bastante vigor para llevar el preñado y los dolores; como que el matrimonio no tenía otro objeto que la procreación de los hijos; mas los Romanos casábanlas de doce años, y aun más jóvenes, porque así el cuerpo y las costumbres iban más sin vicio y sin siniestro alguno al poder del marido. Déjase conocer, que lo primero miraba más a lo físico por la procreación de los hijos, y lo segundo a las costumbres por haber de vivir juntos. En el punto de la educación de los hijos, de sus reuniones, juntas y compañías para los banquetes, los ejercicios, y los juegos de sus aficiones y de sus hábitos, el mismo Licurgo convence a Numa de que no se mostró legislador aventajado en haber dejado al arbitrio o conveniencia de los padres el destino de los hijos, ya quisiese uno hacer a su hijo labrador, o constructor de barcos, o ya lo dedicase a latonero y a flautista, como si no les hubieran de hacer útiles para un fin mismo, dirigiendo a él sus costumbres, sino que, a la manera de los pasajeros de una nave, cada uno hubiera de tener su objeto y su designio propio, sin poner en común otra cosa que su particular miedo en los peligros, no mirando en lo demás cada uno sino a sí mismo. Y a otros legisladores no sería cosa de culparlos de haberse quedado cortos, o por ignorancia, o por irresolución; pero un hombre sabio, que fue llamado al trono de un pueblo recién constituido, y que nunca se le opuso a nada, ¿en qué otra cosa debió pensar antes que en la educación de los niños y en los ejercicios de los jóvenes, a fin de que no fuesen diversos o chocantes en sus costumbres, sino que antes formados y como amoldados desde el principio por una misma norma de virtud común a todos, en esto sólo contendiesen unos con otros?; que fue lo que principalmente tuvo Licurgo de su parte para la permanencia de sus leyes. Porque era muy débil el temor del juramento, si por medio de la educación y la enseñanza no hubiera como regado las leyes con las costumbres de los jóvenes, y les hubieran hecho tomar con el primer alimento el amor del gobierno; de manera que por el tiempo de más de quinientos años se mantuvo en observancia lo principal de su legislación, como un tinte sin mezcla que hubiera penetrado fuertemente. Por el contrario, a Numa se le desvanecía al instante el fin de su gobierno, que era conservar a Roma en paz y amistad; y después de su muerte, el templo de dos puertas que él tuvo siempre cerrado, como si realmente sujetara la guerra allí encadenada, se dieron prisa a abrirlo con entrambas manos, llenando la Italia de sangre y de cadáveres; y ni por breve tiempo pudo permanecer una constitución tan arreglada y justa, no más de porque no tenía la atadura de la educación. «¡Cómo! —dirá alguno— ¿Pues no llegó Roma por su política a la mayor prosperidad?». Pregunta es ésta que pediría una respuesta muy difusa para satisfacer a los que colocan la prosperidad en la riqueza, en el regalo y en el mando, y no en la estabilidad, en la moderación y en el no sacar nada fuera de sí mismos, contentándose con ser justos. Aun esto favorece a la gloria de Licurgo, que los Romanos hubieran adelantado tanto sus intereses con mudar la constitución de Numa; puesto que los Lacedemonios, en el mismo momento que abandonaron las instituciones de Licurgo, de poderosos que eran, pasaron a ser débiles, y perdiendo la superioridad que tenían en la Grecia, estuvieron a punto de aniquilarse. Lo que hubo en Numa verdaderamente grande y prodigioso fue que siendo un forastero llamado a reinar, con sola la persuasión hubiese podido hacer tales mudanzas, y tener sujeta a una ciudad mal avenida entre sí, sin serle preciso emplear, como a Licurgo, que tuvo que valerse de los principales, ni las armas ni la fuerza, uniéndolos a todos y como fundiéndolos en uno por medio de la sabiduría y la justicia.

VOLUMEN II

SOLÓN Y PUBLÍCOLA

SOLÓN

I.— Dídimo el Gramático, en su comentario contra Asclepíades de las tablas de Solón, trae el aserto de cierto Filocles en que se da a Euforión por padre de Solón, contra el sentir común de todos cuantos han hecho mención de este legislador, porque todos a una voz dicen que fue hijo de Execéstidas, varón que en la hacienda y poder sólo gozaba de una medianía entre sus ciudadanos; pero de una casa muy principal en linaje, por cuanto descendía de Codro. De la madre de Solón refiere Heraclides Póntico que era prima de la de Pisístrato; y al principio hubo gran amistad entre los dos por el parentesco y por la buena disposición y belleza, estando enamorado Solón de Pisístrato, según la relación de algunos. Por esta razón probablemente cuando más adelante se suscitó diferencia entre ambos acerca de las cosas públicas, nunca la enemistad produjo grandes desazones, sino que duró en sus almas aquella primera inclinación, la cual mantuvo la memoria y cariño antiguo, como llama todavía viva de un gran fuego. Por otra parte, que Solón no se dominaba en punto a inclinaciones desordenadas, ni era fuerte para contrarrestar al amor como con mano de atleta, puede muy bien colegirse de sus poemas, y de la ley que hizo prohibiendo a los esclavos el usar de ungüentos y el requerir de amores a los jóvenes, pues parece que puso ésta entre las honestas y loables inclinaciones, y que con repeler de ella a los indignos convidaba a los que no tenía por tales. Dícese también de Pisístrato que tuvo amores con Carmo, y que consagró en la Academia la estatua del Amor, donde toman el fuego los que corren el hacha sagrada.

II.— Solón, habiendo menoscabado su padre la hacienda en obras de beneficencia y caridad, como dice Hermipo, aunque no faltaba quien quisiera socorrerle, tuvo, sin embargo, vergüenza de que hubiese de vivir a expensas de otros quien descendía de una casa acostumbrada a socorrer y dar auxilios; y, por tanto, siendo todavía joven, se aplicó al comercio; con todo, algunos sostienen que el objeto de Solón en viajar fue más la instrucción y el conocimiento de la historia que el lucro o granjería; y sin duda era amante de la sabiduría el que siendo ya anciano decía que envejecía aprendiendo cada día muchas cosas. La riqueza no la tenía en mucho; antes decía que eran igualmente ricos

El que posee gran copia de oro y plata,
campos extensos de abundantes mieses,
y mulas y caballos, y el que sólo
tiene un pasar honesto
que le baste a comer y vestir cómodamente;
y si en mujer e hijos a esto acreces belleza y juventud,
la dicha es llena.

Mas en otra parte dice:

Yo bien deseo en bienes ser muy rico;
mas no los quiero por injustos medios,
que viene al fin la inevitable pena.

Y no deja de caer bien en el hombre recto y entregado a los negocios públicos, como el no afanarse por tener de sobra, el no descuidarse tampoco en adquirir lo preciso y suficiente para la vida. En aquellos tiempos, justamente ninguna ocupación, según la sentencia de Hesíodo, era abatida, ni las profesiones o ejercicios inducían diferencia; y aun el comercio tenía la gloria de que por medio de él se hacían tratables los países incultos; de que ganaba el hospedaje y amistad de algunos reyes, y de que daba a los hombres conocimiento y experiencia de muchos negocios; y algunos fundaron con ocasión de él grandes ciudades, como a Marsella Proto, que fue muy bien recibido de los Celtas del Ródano. Dícese también de Tales que ejerció el comercio, de Hipócrates y el matemático, y que a Platón le sirvió de viático en sus viajes una porción de aceite que despachó en Egipto.

III.— El haber sido Solón franco en el gastar y de vida muelle y delicada, y el explicarse en sus poemas con respecto a los placeres más jovialmente de lo que a un filósofo convenía, se atribuye al comercio; pues por lo mismo que en él se corren frecuentes y grandes peligros, pide también el desquite de gozar y regalarse. Ahora, que él más bien se colocaba a sí mismo en la clase de los pobres que en la de los ricos, se ve claramente en estos versos:

Muchos malvados en riqueza abundan,
y muchos buenos gimen en pobreza;
mas mi virtud no cambio con sus bienes,
que ésta siempre es de un modo, y la riqueza
va caprichosa de uno en otro hombre.

Al principio parece que no cultivó la poesía con alguna mira de ser útil, sino por pura diversión y pasatiempo; pero después extendió en verso muchas sentencias filosóficas, y recogió varios hechos políticos, no como historiador o para memoria, sino ya en apología de sus disposiciones, y ya exhortando, o amonestando, o reprendiendo a los Atenienses. Algunos dicen que intentó extender en verso sus leyes, y hacen mención del exordio, que era en esta forma:

En el principio a Zeus, hijo de Cronos,
pedimos que, a estas leyes favorable, fausta fortuna
y gloria darles quiera.

En la filosofía, aun más que a la parte moral, se dio a la política, como los más de los sabios de aquel tiempo; pero en la parte física es sumamente sencillo y a la antigua, como lo manifiestan estos versos:

De nieve y de granizo inmensa copia
se exprime de la nube, y nace el trueno
del rayo esplendoroso; con los vientos
turbulento y furioso el mar se torna;
pero si ajena fuerza no le mueve,
nada hay en la natura más tranquilo.

Solamente la filosofía de Tales es la que parece que con sus investigaciones fue un poco más adelante de las necesidades vulgares; a los demás, la virtud política sola fue la que les concilió el nombre de sabios.

IV.— Dícese que esos siete sabios se reunieron todos en Delfos, y segunda vez en Corinto, preparándoles Periandro una conferencia y un convite. Pero lo que les ganó más respeto y fama fue el rodeo del trípode; esto es, aquella vuelta que dio por todos, como por una especie de disputa muy honrosa: porque unos de la isla de Cos, según se dice, al sacar del mar la red, vendieron a unos forasteros de Mileto aquel lance, que todavía era incierto, y en él sacaron un trípode de oro, que era fama haber arrojado allí Helena cuando volvió de Troya, trayendo a la memoria cierto oráculo. Al principio, los forasteros y los pescadores vinieron a las manos disputándose el trípode; pero después las mismas ciudades hicieron suya la contienda, que paró en una guerra. Cortóla la Pitia, respondiendo a unos y otros que se diese el trípode al más sabio. Fue enviado en primer lugar a Tales de Mileto, regalando los de Cos muy de su grado a un Milesio con aquello mismo por lo que poco antes con todos los Milesios juntos habían peleado; pero Tales tuvo por más sabio a Bías, y el trípode pasó a él; de éste pasó a otro más sabio, y de este modo, haciendo un círculo, volvió a parar en Tales, hasta que por fin, remitido de Mileto a Tebas, fue consagrado a Apolo Ismenio. Teofrasto refiere que fue a Priene adonde primero se envió el trípode a Bías; después a Mileto, remitiéndoselo Bías a Tales, y después, pasando por todos, había vuelto a Bías, y últimamente se había llevado a Delfos. Así corre esta relación entre los más, con sola la diferencia de que en lugar del trípode unos dicen que el presente era una copa remitida por Creso, y otros que era un vaso que con este objeto había dejado Baticles.

V.— Particularmente entre Anacarsis y Solón, y también entre Tales y éste, se refieren los encuentros y coloquios siguientes. Cuéntase, pues, que Anacarsis, habiendo ido a Atenas, se dirigió a casa de Solón, y llamando a la puerta, dijo que había venido allí para contraer amistad y hospedaje con él; y respondiéndole Solón que en su casa es donde es mejor contraer amistades, le había replicado Anacarsis: «¿Pues por qué tú que estás en tu casa no harás amistad y hospedaje conmigo?», con lo que, admirando Solón el ingenio de aquel extranjero, le había recibido con gran agasajo y le había tenido algún tiempo en su casa, cuando ya él entendía en los negocios públicos y estaba ordenando sus leyes. Supo esto Anacarsis, y se rió del cuidado de Solón y de que pudiera pensar que contendría las injusticias y codicias de los ciudadanos con los vínculos de las leyes, que decía no se diferenciaban de las telas de araña, sino que, como éstas, enredaban y detenían a los débiles y flacos que con ellas chocaban, pero eran despedazadas por los poderosos y los ricos. A esto se dice haber contestado Solón que los hombres guardan los contratos cuando no tiene interés en quebrantarlos ninguna de las partes, y él había de tal modo unido las leyes con los intereses de los ciudadanos, que todos conocían estarles mucho mejor que quebrantarlas el obrar con justicia; pero el éxito fue más conforme con la conjetura de Anacarsis que con las esperanzas de Solón. Dícese también que Anacarsis, habiéndose encontrado en una junta pública, se había maravillado de que entre los Griegos el hablar es la parte de los sabios y el juzgar la de los necios.

VI.— Habiendo pasado Solón a Mileto a conferenciar con Tales, dicen que se admiró de que éste de ningún modo hubiera pensado en casarse y tener hijos; y que Tales por entonces calló, y dejando pasar unos días, dispuso que un forastero se presentase diciendo que acababa de llegar en diez días de Atenas. Preguntado por Solón qué había de nuevo en Atenas, instruido de lo que había de decir, respondió no haber ninguna novedad, como no fuese la de un mocito que llevaban a enterrar, acompañándole todo el pueblo; porque, según decían, era hijo de uno de los ciudadanos más ilustres y principales, el cual no se hallaba allí, sino que andaba viajando hacía tiempo; a lo que contestó Solón: «¡Ay, desdichado! ¿Y cómo se llamaba?». «Oí el nombre —repuso el otro—; pero no me acuerdo de otra cosa sino de que se hablaba mucho de su sabiduría y su justicia». Aumentando así el miedo en Solón a cada respuesta, y turbado ya éste, preguntó directamente el nombre al forastero, diciendo: «¿Sería el muerto hijo de Solón?». Y contestándoselo, empezó a darse golpes en la cabeza y a hacer y decir lo que es común en estos tristes casos. Entonces cuentan que Tales le detuvo y le dijo riendo: «Ve ahí, oh Solón, lo que me ha retraído de casarme y tener hijos: esto mismo que tanto te conmueve a ti con ser tan sufrido; pero por lo demás sal de cuidado, porque esto no es cierto». Dice Hermipo que esta relación es de Patalco, quien se jactaba de que tenía el alma de Esopo.

VII.— Mas es necedad, y pusilanimidad juntamente, privarse de la posesión de las cosas laudables o provechosas por el miedo de perderlas: porque de este modo no querría recibir el hombre la riqueza, o la gloria, o la sabiduría que se le presentara, temiendo ser privado de ellas; pues vemos que aun la virtud, con la que nada es comparable en placer y belleza, ha sido tal vez obliterada por enfermedades o con hierbas; ni Tales, en cuanto a este miedo, adelantaba nada con no casarse, a no ser que evitara también la posesión de los amigos, los deudos y la patria; y aun se dice haber tenido un hijo adoptivo, que le prohijó de una hermana, llamado Cibisto; y es que nuestra alma tiene en sí misma un principio de amor; y siéndole ingénito, así como el sentir, el discurrir y el acordarse, de la misma manera el amar, se entregan por tanto a un objeto que nada les toca aquellos a quienes les faltan los propios: así sucede que los extraños o no legítimos, cuando se entran en el cariño de un hombre afectuoso, como en una casa y posesión que carece de herederos propios, se apoderan de su ánimo, y juntamente con hacerse amar le infunden el desvelarse y temer por ellos. Vemos también hombres que hablan, acerca de casarse y tener hijos, cosas más duras de lo que la naturaleza lleva; y que estos mismos, por el hijo de un esclavo o el ahijado de una de sus mancebas que enfermó o se murió, manifiestan extraordinario dolor y prorrumpen en voces muy impropias; y aun algunos, por la muerte de un perro o de un caballo, han hecho vergonzosos extremos, y casi se han puesto a morir de sentimiento. Otros, por el contrario, en la muerte de hijos muy dignos no se han afligido inmoderadamente, ni han hecho nada indecoroso, y han continuado disfrutando con juicio de la vida: porque es la debilidad y no el amor lo que causa esos extremados pesares y temores en hombres que no están preparados por la razón contra la fortuna, los cuales no gozan de lo presente que desearon porque los agita lo futuro con pesares, con recelos y con sustos, por si serán privados de ello. Conviene, por tanto, no quedarse bien hallado en la pobreza por el recelo de verse privado de la hacienda, ni en la falta de amigos por la pérdida de ellos, ni en la vida célibe por la muerte de los hijos, sino haberse con juicio en todo; pero quizá esto es ya más que sobrado para este lugar.

VIII.— Fatigados los habitantes de la ciudad de la larga y molesta guerra que por Salamina habían sostenido con los de Mégara, habían establecido por ley que nadie hiciese propuesta escrita o hablada de que se recobrara Salamina, pena de muerte al que contraviniese. Llevaba mal Solón esta ignominia; y viendo que muchos de los jóvenes no deseaban más sino que se buscase cómo comenzar la guerra, no atreviéndose a tomar la iniciativa por causa de la ley, fingió estar fuera de juicio, e hizo que de su casa se esparciera esta misma voz de que estaba perturbado. Trabajó en tanto, sin darlo a entender, un poema elegíaco, que aprendió hasta tomarlo de memoria; y hecho esto, repentinamente se dirigió a la plaza con un gorro en la cabeza. Concurrió gran gentío, y entonces, poniéndose sobre la piedra destinada al pregonero, recitó cantando su elegía, que empezaba así:

De Salamina vengo, la envidiable,
y este lugar en vuestra junta ocupo
para cantaros deleitables versos.

Intitúlase este poema Salamina, y es de cien versos, trabajado con mucha gracia; lo cantó, pues, y aplaudiendo sus amigos, y sobre todo exhortando y conmoviendo Pisístrato a los ciudadanos para que diesen asenso a lo que habían oído, abolieron la ley, y otra vez clamaron por la guerra, poniendo a Solón al frente de ella.

La opinión popular acerca de esto es que encaminándose a Colfada con Pisístrato y encontrando allí a todas las mujeres ocupadas en hacer a Deméter el solemne y público sacrificio, envió a Salamina un hombre de su confianza, el cual había de fingir que se pasaba voluntariamente, y había de incitar a los Megarenses a que sin dilación navegasen a Colíada, si querían hacerse dueños de las mujeres más principales de los Atenienses. Dándole los Megarenses crédito, enviaron gente en una nave; y luego que Solón la vio zarpar de la isla, mandó a las mujeres que se retirasen, y adornando al punto con los vestidos, las cintas y los calzados de éstas a aquellos jóvenes más tiernos, a quienes todavía no apuntaba la barba, y armándolos asimismo de puñales ocultos, les dio la orden de que jugueteasen e hiciesen danzas en la orilla del mar, hasta que arribasen los enemigos y la nave se les pusiese a tiro. Hecho todo como se había dispuesto, los Megarenses se engañaron con el aspecto; acercáronse, y echaron pie a tierra, como que iban a trabar de unas mujeres; y así no escapó ninguno, sino que todos perecieron, y los Atenienses, haciéndose al mar, recobraron al punto la isla.

IX.— Otros dicen que no fue así como se hizo la reconquista, sino que primero se tuvo del dios del Delfos este oráculo:

Aplaca con ofrendas de esta tierra
a los héroes ilustres
que el Asopo envuelve entre sus tornos sinuosos,
y que yacen mirando al sol poniente;

que Solón, navegando de noche a la isla, ofreció víctimas a Perifemo y Cicreas, que eran los héroes; que después tomó consigo a quinientos voluntarios de los Atenienses, con el convenio de que si recobraban la isla serían árbitros de su gobierno; que haciéndose a la vela con muchas barcas, y además con una galera de treinta remos, se dirigió a Salamina por la parte de un promontorio que mira a la Eubea; que los Megarenses de Salamina, con cierta voz que nada tenía de seguro, se armaron apresuradamente, y enviaron una nave a inquirir qué había de los enemigos, la cual, cuando estuvo cerca de ellos, cayó en manos de Solón, quien aprisionó a los Megarenses; que en ella se embarcaron los más esforzados de los Atenienses, encargándoles Solón que navegaran hacia la ciudad, procurando ocultarse para que fuesen admitidos en ella; y finalmente, que yendo por tierra el mismo Solón con los demás Atenienses contra los de Mégara, mientras estaban combatiendo, se adelantaron los de la nave y tomaron la ciudad. Parece que viene en apoyo de esta narración lo que se ejecutaba en Atenas; porque una nave ateniense arribaba a Salamina primero en gran silencio; después, los habitantes de la isla, con estrépito y algazara, acudían hacia la nave, y un hombre armado, saliendo de ella con gritería, daba a correr hacia el promontorio Esquiradio, al encuentro de los que venían de la parte de tierra. Cerca de allí está el templo de Ares, edificado por Solón en memoria de haber vencido a los Megarenses, de los cuales a cuantos quedaron con vida dejó libres bajo las condiciones que quiso.

X.— Los demás Megarenses, recibiendo y causando alternativamente muchos males con la continuación de la guerra, buscaron por mediadores y árbitros a los Lacedemonios, y son muchos los que dicen que Solón tuvo en su ayuda la fama y autoridad de Homero, y que intercalando un verso en el catálogo de las naves, leyó así en la misma contienda:

De Salamina Áyax conducía
galeras doce, y dio con ellas fondo
donde estaban de Atenas las falanges

Pero los mismos Atenienses tienen esto por simpleza, y dicen que Solón hizo ver a los árbitros que Fileo y Eurísaces, hijos de Áyax, por gozar del derecho de ciudadanos de Atenas, les habían cedido la isla, y se habían pasado a establecer el uno en Braurón y el otro en Mélita del Ática; y que ésta tenía una población denominada de Fileo, que era la de los Filedos, de la cual era Pisístrato: y aun para corroborar más su derecho contra los de Mégara se había valido del argumento de los cadáveres, que no estaban sepultados al uso de éstos, sino al de aquellos; porque los de Mégara vuelven los muertos hacia el levante, y los Atenienses hacia el poniente; lo que contradice Hereas Megarense, afirmando que en Mégara se ponen también hacia poniente los cuerpos de los muertos; y lo que es más, que los Atenienses no ponen más que uno en cada nicho, y de los Megarenses hay hasta tres y cuatro en uno mismo. En favor de Solón dicen que hubo también algunos oráculos de la Pitia, en los que llamó Jonia a Salamina. Decidieron este altercado estos cinco ciudadanos de Esparta: Critolaidas, Amonfareto, Hipsécidas, Anáxilas y Cleómenes.

XI.— Era ya Solón ilustre y grande por estas cosas; pero adquirió todavía mayor nombre y celebridad entre los Griegos por haber sido de opinión, acerca del templo de Delfos, de que era razón dar auxilio a los habitantes de esta ciudad y no dejar impunes a los de Cirra, que se habían desacatado contra el oráculo, sino más bien tomar satisfacción de ellos en nombre del dios. A su persuasión, pues, se movieron a hacer la guerra los Anfictíones, como lo atestiguan otros, y también Aristóteles, en su tratado de los vencedores en los Juegos Píticos, atribuyendo a Solón este dictamen. Mas no fue nombrado general para esta expedición, como refiere Hermipo haberlo dicho Evantes de Samos, pues que Esquines, el orador, no menciona tal cosa, y en los registros de Delfos es Alcmeón el que está escrito por general de los Atenienses, y no Solón.

XII.— Hacía ya entonces tiempo que traía inquieta la ciudad el atentado ciloneo, desde que el arconte Megacles había persuadido que compareciesen, para ser juzgados, a los partícipes en la conjuración de Cilón, que se habían acogido al templo de la Diosa; y como habiendo tomado a este fin en sus manos un hilo de estambre atado a la estatua de la Diosa, éste se hubiese roto por sí cuando bajaban por el templo de las Euménides, Megacles y sus colegas trataron de echarles mano, como que la Diosa desechaba sus ruegos; y a los que estaban a la parte de afuera los apedrearon; los que se refugiaron a las aras fueron muertos; y sólo quedaron con vida los que imploraron la compasión de las mujeres de los arcontes; desde entonces venía el que, siendo éstos mirados como abominables o sacrílegos, se les tuviese odio. Sucedió que los que quedaron de la facción cilónea se hicieron otra vez poderosos, y estaban en continuos choques con los descendientes de Megacles; y en aquella época estaba la disensión en su mayor fuerza, y el pueblo enteramente dividido. Solón, pues, que gozaba ya de gran crédito, se puso de por medio con los principales de los Atenienses, y ora con ruegos, ora con persuasiones, recabó de los llamados sacrílegos que fuese en juicio como se defendiesen, y que se sujetasen a una sentencia, siendo trescientos los jueces, tomados de lo más escogido. Fue acusador Mirón de Flía; y vencidos aquellos en la causa, cuantos de la facción vivían salieron desterrados; y los restos de los muertos fueron exhumados y arrojados fuera de los términos.

Sobrevinieron los de Mégara en medio de aquellas turbaciones; perdieron los Atenienses a Nisea, y otra vez fueron despojados de Salamina. La superstición también con sus terrores y fantasmas se apoderó de la ciudad; y los agoreros dieron parte de que las víctimas les anunciaban abominaciones y profanaciones, que era preciso expiar. Vino, por tanto, de Creta a su llamamiento Epiménides Festio, al que cuentan por séptimo entre los sabios algunos que no ponen en este número a Periandro. Es fama que era amado de los Dioses, inteligente en las cosas divinas, y poseedor de la sabiduría profética y misteriosa; por lo que los de su edad le llamaban hijo de la ninfa Balte y nuevo Cureta. Luego que estuvo en Atenas, trabó gran amistad con Solón, a quien preparó y como abrió el camino para su legislación, porque con los ritos sagrados hizo más económicos a los Atenienses, y más moderados en sus duelos, intercalando con las obsequias ciertos sacrificios, y quitando lo agreste y bárbaro a que en estas ocasiones estaban acostumbradas muchas mujeres. Lo de más importancia fue que con ciertas propiciaciones, purificaciones y ritos inició y purificó la ciudad, y por este medio la hizo más obediente a lo justo, y más dispuesta a la concordia. Dícese que fijando la vista y la consideración por largo rato sobre Muniquia, exclamó: «¡Qué ciego es el hombre para lo futuro! Con los dientes desharían los Atenienses este rincón, si previeran cuántas pesadumbres les ha de costar». Otra cosa como ésta se cuenta que conjeturó Tales: porque dispuso que después de su fallecimiento se le enterrase en un sitio oscuro y despreciable del territorio milesio, pronosticando que vendría día en que aquel terreno sería la plaza de los Milesios. Admirado, pues, Epiménides de todos, y brindado de los Atenienses con muchos presentes, se fu, sin haber querido recibir otra cosa que un ramo del olivo sagrado.

XIII.— Libre Atenas de la inquietud de los Cilonenses con el destierro de los excomulgados, como se ha dicho, volvió a sus sediciones antiguas sobre gobierno, dividida el Ática en tantas facciones cuantas eran las diferencias del territorio: porque la gente de las montañas era inclinada a la democracia: la de la campiña propendía más a la oligarquía, y los litorales, que formaban una tercera división, estando por un gobierno mixto y medio entre ambos, eran un estorbo para que venciesen los unos a los otros. Entonces fue también cuando la disensión entre los pobres y los ricos llegó a lo sumo, poniendo a la ciudad en una situación sumamente delicada; tanto, que parecía que sólo podía volver de la turbación a la tranquilidad y al sosiego por medio de la dominación de uno solo, porque el pueblo todo era deudor esclavizado a los ricos, pues o cultivaban para éstos, pagándoles el sexto, por lo que les llamaban partisextos y jornaleros, o tomando prestado sobre las personas quedaban sujetos a los logreros, unos sirviéndolos, y otros siendo vendidos en tierra forastera. Muchos había que se veían precisados vender sus hijos, pues no había ley que lo prohibiera, a abandonar la patria por la dureza de los acreedores. La mayor parte, y los más robustos, se reunían, y se exhortaban unos a otros a no mirar con indiferencia semejantes vejaciones, sino más bien elegir un caudillo de su confianza, sacar de angustia a los que estaban ya citados por sus deudas, obligar a que se hiciera nuevo repartimiento de tierras, y mudar enteramente el gobierno.

XIV.— En tal estado, viendo los más prudentes de los Atenienses que Solón únicamente estaba fuera de aquellos extremos, pues ni tenía parte en los atropellos de los ricos, ni estaba sujeto a las angustias de los pobres, le rogaban que se pusiese al frente de los negocios públicos y calmara aquellos disturbios. Fanias de Lesbos escribe que Solón, con la mira de salvar la patria, usó de artificio con unos y otros, prometiendo a los pobres el repartimiento y a los ricos la estabilidad de sus créditos; pero el mismo Solón dice que al principio puso con repugnancia mano en el gobierno, por temer la avaricia de los unos y la insolencia de los otros. Fue, pues, elegido Arconte, después de Filómbroto, y juntamente medianero y legislador: a satisfacción de los ricos, por ser hombre acomodado, y de los pobres, por la opinión de su probidad. Háblase también de esta sentencia suya, esparcida con anterioridad: que la igualdad no engendra discordia, y acomoda a ricos y pobres, esperando los unos una igualdad que consista en dignidad y virtud, y los otros, una igualdad de número y medida. Concebidas por todos grandes esperanzas, los principales se ponían al lado de Solón, brindándole con la tiranía, y alentándole a que confiadamente entrase al manejo de la ciudad, en la que tal superioridad había alcanzado. Muchos también de los de mediana condición, considerando que la mudanza, sí había de hacerse conforme a la ley y razón, era obra difícil y arriesgada, no rehusaban que uno solo, tenido por el más justo y más prudente, se encargara del mando. Algunos añaden que la Pitia le dirigió este oráculo:

En medio de la nave el timón toma,
y endereza su curso: que en tu auxilio tendrás
a muchos de la ilustre Atenas.

Vituperábanle principalmente sus allegados el que por el mal sonido del nombre rehuyese la monarquía, como si no se convirtiera fácilmente en reino justo por la virtud del que la ejercía, según se había verificado antes con los Eubeos, que habían elegido en tirano a Tinondas y los Mitileneos, que asimismo habían elegido a Pítaco. Nada sirvió todo esto para mover a Solón de su propósito, antes respondió a sus amigos, según se dice: «Sí, muy buena posesión es la tiranía; pero no tiene salida»; y en sus poesías, hablando con Foco, dice:

Salvé sin tiranía el patrio suelo,
y sin usar de inexorable fuerza,
que mi brillante honor manchado habría:
alzo, por tanto, sin rubor mi frente,
y a todos los demás en gloria venzo.

De donde es claro que ya gozaba de gran nombre antes de la publicación de sus leyes. Algunos se burlaron de él porque no admitió la tiranía; y el refiere esas burlas en estos versos, hechos a ese propósito:

No fue Solón aquel que se creía
por su saber y juicio celebrado,
pues brindándole Dios con grandes bienes
los desdeñó. Llamado a un lance rico,
de la mar no sacó la red hermosa;
de aliento a un tiempo y de prudencia falto.
¡Cuánto fuera mejor llegar riquezas
y en Atenas mandar siquiera un día;
aunque luego como odre le curtieran
y con él acabara su linaje!

XV.— Así dice que hablaban de él los bajos y despreciables; mas no porque repudió la tiranía se condujo blanda y débilmente en los negocios, sometiéndose a los poderosos: ni hizo sus leyes a gusto de los que le eligieron. No extendió, es cierto, la medicina o la novedad a lo que de lo antiguo podía pasar: no fuese que, conmoviendo y turbando en todas sus partes la república, no se hallara después con bastantes fuerzas para restablecerla y conducirla a un estado absolutamente perfecto; pero todo lo que pudo lisonjearse de obtenerlo por medio de la persuasión, o que creyó se sufriría, por obligar a ello la necesidad, todo lo hizo, empleando a un tiempo, como él mismo decía, la coacción y la justicia; por lo cual, preguntado después si había dado a los Atenienses las mejores leyes, respondió: «De las que podían recibir, las mejores». Lo que los modernos han dicho de los Atenienses, que lo que había en las cosas de desagradable lo encubrían con nombres lisonjeros y humanos, halagándolo urbanamente, llamando amigas a las mancebas; a los tributos, tasas; custodias, a las fortalezas de las ciudades, y edificio, a la cárcel, fue primeramente maña de Solón, que llamó alivio de carga, a la extinción de los créditos; porque fue este su primer acto de gobierno, disponiendo que los créditos existentes se anulaban, y que en adelante nadie pudiese prestar sobre las personas. Con todo, algunos, y entre ellos Androción, han escrito que no fue la extinción de los créditos el alivio con que se recrearon los pobres, sino sólo la moderación de las usuras, y que a este acto de humanidad, juntamente con el aumento de las medidas y del valor de la moneda que también se hizo, se le dio aquel nombre de seisacteia, o alivio de carga; porque hizo de cien dracmas la mina que antes era de setenta y tres, con lo que dando lo mismo en número, aunque menos en valor, quedaban muy aliviados los que pagaban, y no sentían detrimento los que recibían; pero los más afirman que la seisacteia fue abolición de todos los créditos, con lo que guardan consonancia los poemas. Gloríase en ellos Solón de que levantó de la tierra hipotecada los mojones fijados por todas partes; de que antes era sierva, y ahora era libre; de que de los ciudadanos obligados por el dinero, a unos los había restituido de país extraño, no sabiendo ya la lengua ática por el tiempo que habían andado errantes, y a otros que acá sufrían la indignidad de la esclavitud los había hecho libres. Dícese que con motivo de esta primera disposición le sobrevino un gravísimo disgusto, porque cuando trataba de abolir los créditos, y andaba examinando qué palabras serían las más acomodadas, y cuál el principio más conveniente, comunicó el pensamiento, de los amigos que tenía de más confianza e intimidad, a Conón, Clinias e Hipónico, diciéndoles que en cuanto al terreno no iba a hacer novedad; pero que tenía resuelto hacer abolición de los créditos. Estos, valiéndose de la noticia, y adelantándose, tomaron gruesas cantidades de los ricos, y compraron grandes posesiones: publicóse después la ley, y como de una parte disfrutasen las tierras, y de otra no pagasen a los acreedores, hicieron nacer contra Solón gran sospecha y calumnia de que no era del número de los perjudicados, sino de los que perjudicaban; pero muy luego se vio libre de esta acusación con la pérdida que se halló tenía que sufrir de cinco talentos, que fue la suma que tenía dada a préstamo, siendo el primero que la dio por extinguida conforme a la ley; algunos dicen que fueron quince, y entre ellos Policelo de Rodas. A aquellos sus amigos siempre los llamaron en adelante bancarroteros.

XVI.— No acertó a dar gusto ni a unos ni a otros, sino que desazonó a los ricos, aboliendo sus créditos, y más todavía a los pobres, porque no hizo el repartimiento de tierras que esperaban, ni los igualó ni uniformó, como había hecho Licurgo, en los medios de vivir. Mas Licurgo, con ser undécimo en grado desde Heracles, y haber reinado muchos arios en Esparta, teniendo en su auxilio, para cuanto intentase, una gran dignidad, amigos y poder, hubo de valerse más bien de la fuerza que de la persuasión, hasta perder un ojo en la revuelta, para poder poner por obra lo más propio para la salud y concordia de la república, que fue el que entre sus ciudadanos no hubiera ni ricos ni pobres. Solón no llegó tan adelante en su gobierno, siendo más del pueblo y clase media; pero, con todo, no se quedó corto respecto de su poder, aspirando a que todo se hiciese con la voluntad y consentimiento de los ciudadanos. Que no agradó a los más de ellos, lisonjeados con otras esperanzas, lo dijo él mismo, cuando prorrumpió en estas quejas:

Halagáronlos vanas quejas;
ahora, irritados, con torcidos ojos
me miran cual si fuera un enemigo.

Dice también que si otro hubiera tenido la misma autoridad,

No se habría del mando desasido,
ni en paz dejado y en reposo al pueblo
hasta exprimirle sustanciosa sangre.

Con todo, luego comprendieron la utilidad; y desistiendo de sus insultos, sacrificaron en común, dando al sacrificio el nombre de seisacteia, y nombraron a Solón reformador del gobierno y legislador, poniendo en su arbitrio, no unas cosas sí y otras no, sino todas absolutamente, magistraturas, juntas, tribunales, consejos, para que en todo cuanto había o se crease determinara el censo, número y tiempo de cada cosa, destruyera o conservara, según le pareciese.

XVII.— Lo primero que hizo fue abolir las leyes de Dracón, a excepción solamente de la de los homicidios, todas por la dureza y excesivo rigor de las penas, porque para casi todos los delitos no impuso más que sola una pena: la muerte; de manera que los convencidos de holgazanería debían morir, y los que hurtasen hortalizas o frutas debían sufrir el mismo castigo que los sacrílegos o los homicidas. Por esto se celebró después el dicho de Démades, de que Dracón había escrito sus leyes con sangre, no con tinta; y el mismo Dracón preguntado, según se dice, por qué había impuesto a casi todas las faltas la pena de muerte, había respondido: que las pequeñas las había creído dignas de este castigo, y ya no había encontrado otro mayor para las más graves.

XVIII.— En segundo lugar, deseando Solón dejar todas las magistraturas en manos de los hombres acomodados, como entonces lo estaban, y mezclar en lo demás el gobierno, del que en nada participaba el pueblo, se valió del medio del censo de los ciudadanos, y formó la primera clase de los que en áridos y líquidos cogiesen quinientas medidas, y de esta calidad les dio el nombre de quinientarios; la segunda, de los que podían mantener caballo, o cogían trescientas medidas, y a estos los llamó ecuestres, y dio la denominación de yunteros a los de la tercera clase, que eran los que en áridos y líquidos cogían doscientas medidas; todos los demás llamábanse proletarios o jornaleros, los cuales no eran admitidos a ninguna magistratura, y sólo en concurrir a las juntas y ser tomados para jueces participaban del gobierno. Esto, al principio, no era nada; pero luego vino a ser de gran consecuencia, porque las más de las controversias iban a parar a los jueces; por cuanto aun en aquellas cosas cuya determinación se había atribuido a los magistrados concedió apelación a los que quisiesen para ante los tribunales. Dícese además que no habiendo escrito las leyes con bastante precisión, y teniendo éstas diferentes sentidos, con esto se acrecentó el poder de los tribunales, porque, no pudiendo dirimirse las diferencias por las leyes, sucedía que era necesario el ministerio de los jueces, y había que acudir a ellos en todas las dudas, con lo que en algún modo tenían las leyes bajo su potestad. Dase razón a sí mismo de esta igualación en este modo:

Al pueblo di el poder que bien le estaba,
sin que en honor ganara ni perdiera;
los que excedían en influjo y bienes,
ser injustos por eso no podían:
a todos los armé de fuerte escudo;
mas de vencer en injusticia
a nadie se dispensó la autoridad violenta.

Advirtiendo que todavía convenía dar más auxilio a la flaqueza de la plebe, concedió indistintamente a todos el poder presentar querella en nombre del que hubiese sido agraviado: porque, herido que fuese cualquiera, o perjudicado, o ultrajado, tenía derecho el que podía o quería de citar o perseguir en juicio al ofensor; acostumbrando así el legislador a los ciudadanos a sentirse y dolerse unos por otros como miembros de un mismo cuerpo; y se cita también una sentencia suya que consuena con la ley; porque preguntado, a lo que parece: «¿Cuál es la ciudad mejor regida? Aquella, —respondió—, en que persiguen a los insolentes, no menos que los ofendidos, los que no han recibido ofensa».

XIX.— Estableció el Consejo del Areópago de los que habían sido arcontes cada año, en el que por haberlo sido también tuvo asiento; pero viendo al pueblo todavía alterado e insolente con la remisión de las deudas, nombró otro segundo Consejo, eligiendo de cada tribu, que eran cuatro, cien varones, los que dispuso diesen dictámenes con anterioridad al pueblo; de manera que ningún negocio se llevase a la junta pública si antes no había sido tratado en el Consejo. Al otro Consejo de arriba lo constituyó superintendente de todo, y conservador como en dos áncoras, estaría la república menos vacilante, y quedaría el pueblo más sosegado. Los más son de opinión de que, como dejamos dicho, fue Solón el que estableció el Consejo del Areópago; y parece que está en su favor el no haber hablado ni hecho mención alguna Dracón de los Areopagitas, dirigiendo siempre las palabras a los Efetas en lo que dispuso acerca de los homicidios. Pero la ley octava de la tabla decimotercia de Solón, palabra por palabra es en esta forma: De los infames, todos los que eran infames antes de mandar Solón, que sean honrados; fuera de los que por sentencia del Areópago o de los Efetas o del Pritaneo hubiesen sido condenados por los reyes sobre muerte, robo o tiranía y hubiesen ido a destierro cuando se publicó esta ley. Esto indica que el Consejo del Areópago existía antes, del mando y la legislación de Solón: si no ¿quiénes eran los condenados antes de Solón en el Areópago, si Solón fue el primero que dio a este Consejo la facultad de juzgar? a no ser que hubiese mala escritura, o se hubiese cometido elipsis, queriendo significarse que los vencidos o condenados por las causas de que conocen los Areopagitas, los Efetas y los Pritanes, cuando se publica esta ley, queden infames, siendo los demás rehabilitados: considérelo cada uno por sí.

XX.— De las demás leyes de Solón es, sobre todo, singular y extraña la que disponía que fuese notado de infamia el que en una sedición no hubiera sido de ninguno de los dos partidos. Era su objeto, según parece, que ninguno fuese indiferente o insensible en las cosas públicas poniendo en seguridad las suyas propias y lisonjeándose de no padecer y sufrir con la patria, sino que desde luego se agregara a los que sentían mejor y con más justificación, y les diera auxilio, corriendo riesgo a su lado, en lugar de esperar tranquilamente a ver quién vencía. La que parece absurda y ridícula es la que da facultad a la huérfana que heredaba, si el que era ya su dueño y su marido según la ley había antes caído en impotencia, de ayuntarse con los parientes de éste. Hay quien diga que es justa la disposición contra los que, no estando para casarse, se unen sin embargo en matrimonio con estas huérfanas, llevados del deseo de enriquecer, excusándose con la ley para hacer violencia a la naturaleza; porque viendo que a la huérfana le era permitido ayuntarse con quien quisiera, o se desistirían de aquel matrimonio, o con vergüenza vivirían en él, pagando la pena de su codicia y liviandad: siendo asimismo muy bien dispuesto que no con cualquiera sino con un pariente se ayuntase la huérfana, para que los hijos fuesen de la misma casa y linaje. Hace al mismo propósito el que la novia hubiera de estar encerrada con el novio, y comerse juntos un membrillo, y el haber de reunirse el que casaba tres veces cada mes con la huérfana; pues aun cuando no tuviesen hijos, el honor y cariño con que era tratada una mujer de conducta eran muy propios para disipar disgustos de una y otra parte, y para no dar lugar a que con las riñas se enajenaran del todo los ánimos. En los demás matrimonios quitó los dotes, mandando que la que casaba llevase tres vestidos y algunas alhajas de poco valor, y nada más, porque no quería que el matrimonio fuese lucrativo o venal, sino que esta sociedad del hombre y la mujer se fundase precisamente en el deseo de la procreación, en el cariño y en la benevolencia. Por eso Dionisio, pidiéndole su madre que la diera en matrimonio a uno de los ciudadanos, le respondió que, siendo tirano, estaba en su poder violentar las leyes de la ciudad, pero no las de la naturaleza, concertando matrimonios fuera de la edad. Y en las ciudades no se ha de tolerar semejante desorden, ni se han de ver con indiferencia tales reuniones desiguales y desamoradas, en que nada hay del objeto y fin del matrimonio; antes al anciano que quiera enlazarse con una mocita, le aplicará muy bien cualquiera magistrado o legislador celoso lo que se dijo contra Filoctetes:

¡Bueno estás, desgraciado, para bodas!

y hallando en la casa de una vieja rica a un joven engordado como perdiz en jaula, lo llevará de allí a la casa de una mocita casadera. Mas baste lo dicho en este punto.

XXI.— Es celebrada asimismo aquella ley de Solón que prohibía tachar la fama de los muertos, porque es muy debido reputar por sagrados a los difuntos; justo no insultar a los que ya no existen, y conveniente que las enemistades no se hagan eternas. Respecto de los vivos prohibió las injurias de palabra en los sacrificios, en los juicios, en las juntas, y mientras se asistía a los espectáculos; ordenando que al particular se le pagasen de multa tres dracmas, y dos al erario público; porque el no reprimir en ninguna ocasión la ira es de hombre sin educación e incorregible: el reprimirla siempre muy dificultoso, y para algunos imposible, y las leyes deben hacerse sobre lo posible, si se quiere castigar a pocos con fruto, y no a muchos inútilmente.

También ha merecido elogios la ley sobre los testamentos, porque antes no era permitido testar, sino que los bienes y la casa del que moría debían quedar en la familia; mas permitiendo Solón al que no tenía hijos dar su hacienda a quien quisiese, tuvo en más la amistad que el parentesco, y el cariño que la precisión, e hizo que la hacienda fuese verdadera propiedad del que la tenía. No fue, con todo, libre y sencilla enteramente esta facultad, sino con la excepción de que el testador no hubiese sido impulsado de enfermedad, de maleficios, de prisiones o de violencia, o seducido por la mujer: juzgando con mucha razón y justicia que el ser arrastrado con persuasiones fuera de lo recto en nada se diferencia del ser violentado, y poniendo en el mismo punto con la precisión el engaño, y con el dolor los halagos, como igualmente capaces de sacar al hombre de juicio.

Hizo, además, sobre el salir las mujeres de casa, sobre los duelos y las fiestas, ley que reprimía lo que era desordenado y excesivo, mandando que aquellas no viajasen con más de tres vestidos; que en comida y bebida no llevasen sobre el valor de un óbolo, ni canastillo que fuese mayor de un codo, que de noche no saliesen sino en coche y precedidas de un hacha. Vedó el lastimarse las mujeres en los duelos, los poemas lúgubres, y el llorar en los entierros de los extraños; ni permitió llevar de ofrenda un buey, ni enterrar con el muerto sino lo que equivaliese a tres vestidos, ni tampoco ir a los sepulcros ajenos, como no fuese al tiempo de las exequias. Las más de estas cosas han sido admitidas en nuestras leyes, las cuales añaden que los que en ellas contravengan sean multados por los celadores de las casas mujeriles, como hombres que se dejan llevar en los duelos de pasiones y errores débiles y afeminados.

XXII.— Como viese que la ciudad se iba llenando cada día de hombres atraídos de todas partes al Ática por la seguridad; que la mayor parte del terreno era ingrato y estéril, y que la gente de mar nada solía introducir para los que nada tenían que darles en retorno, inclinó a los ciudadanos al ejercicio de las artes, e hizo ley sobre que el hijo a quien no se hubiese enseñado oficio no estuviese obligado a alimentar a su padre. Porque a Licurgo, que habitaba una ciudad limpia de toda canalla forastera, con un territorio suficiente para muchos, más de doble para cuantos eran, según expresión de Eurípides, y con la muchedumbre de Hilotas difundida por toda la Lacedemonia, a la que era conveniente abatir, quebrantándola con el trabajo, en lugar de dejarle tiempo para el recreo, le estuvo muy bien, apartando a sus ciudadanos de las ocupaciones trabajosas y mecánicas, tenerlos sobre las armas, aprendiendo y ejercitando esta sola arte. Mas Solón, acomodando antes las leyes a las cosas que éstas a las leyes, como observase que el territorio, por su calidad, apenas bastaba para proveer de lo necesario a sus cultivadores, lejos de que pudiese mantener a una muchedumbre ociosa y desocupada, concilió estimación a las artes y encargó al Areópago que velase sobre el modo con que cada uno ganaba su vida y castigase a los holgazanes.

Era todavía más fuerte el que no impuso tampoco la obligación de alimentar a sus padres a los hijos tenidos en manceba, como refiere Heraclides Póntico, porque el que en el matrimonio desatiende lo honesto, está claro que más toma mujer para deleite que para la procreación, así él mismo se priva del premio y no le queda arbitrio para quejarse de unos hijos para quienes su mismo nacimiento es una afrenta.

XXIII.— Las leyes de Solón que se hacen más de extrañar son las relativas a las mujeres, porque dio al que sorprendiese al adúltero la facultad de matarle; y si alguno robase mujer libre, y la forzase, le impuso la multa de cien dracmas; y si la sedujese, de veinte dracmas, no siendo de aquellas que abiertamente se prostituyen, esto es, las rameras, que a las claras frecuentan las casas de los que les pagan. No dio facultad de vender, de las hijas o las hermanas, sino a la que fuese sorprendida yaciendo con varón. Pues en un mismo negocio castigar una veces dura e inexorablemente, y otras con benignidad y como por juego, imponiendo por multa lo primero que se ofrece, parece despropósito: a no ser que, escaseando entonces el dinero en la ciudad, hiciese crecidas las multas la dificultad de aprontarlas. Porque en los aprecios de los sacrificios computa una oveja y una dracma por una fanega de trigo; al que vencía en los juegos ístmicos mandó se le diesen cien dracmas, y quinientas al que venciese en los olímpicos. Al que presentase un lobo le dio cinco dracmas, y una al que presentase un lobezno; que dice Demetrio Falereo eran el valor, aquellas, de un buey, y ésta, de una oveja, porque los precios que en la tabla decimasexta dio a las víctimas más señaladas era muy puesto en razón que fuesen más altos; con todo, comparados con los de ahora eran muy cómodos. Venía muy de antiguo el que los Atenienses tuviesen guerra declarada a los lobos, habitando un país que era mucho más propio para la pastura que para el cultivo. Hay quien opina que las tribus no tomaron al principio su denominación de los hijos de Ion, sino de los diferentes géneros de vida; llamándose de hoplitas, la de la gente de guerra; de ergastas, la de los que ejercían oficios, y de las otras dos, de labradores, la de contribuyentes, y de egícoras, la de los que estaban dados a la pastoría y ganadería.

Por cuanto el país, careciendo de ríos perennes, de algunos lagos y de fuentes abundantes, es escaso de agua, y por lo mismo hay que usar de pozos artificiales, hizo ley para que, habiendo pozo común dentro de un hípico, usasen de él: el hípico era el espacio de cuatro estadios; mas si se estuviese a mayor distancia, pudiese cada uno buscar agua para sí, y si cavando en terreno propio, hasta día una vasija de seis congios, o diez y media azumbres la profundidad de diez brazas no la encontrase, entonces pudiera tomarla de la del vecino, llenando dos veces cada día una vasija de seis congios, o diez y media azumbres; porque creyó que era más razón auxiliar a la indigencia que favorecer la desidia. Señaló también con mucho conocimiento medidas para las plantaciones, mandando que los que pusiesen en su campo cualesquiera otras plantas las retirasen del campo del vecino cinco pies; pero nueve los que plantasen higueras u olivos, por cuanto se extienden más lejos con sus raíces, y no se aproximan sin daño a otras plantas, sino que les roban el alimento y despiden efluvios perjudiciales. Al que quisiese hacer zanja o fosa, le mandó lo hiciese a tanta distancia del vecino cuanta fuese su profundidad; y que el que formase colmenar se apartara de los anteriormente hechos trescientos pies.

XXIV.— De las producciones solamente concedió la exportación a país extranjero del aceite, prohibiendo la salida de todas las demás, y mandando que el arconte hiciera públicas imprecaciones contra los extractores, o en su defecto pagara cien dracmas al erario. Es la primera tabla la que contiene esta ley. Pueden muy bien no ir errados, dirá cualquiera, los que afirman que en lo antiguo era también prohibida la exportación de los hijos, y que parece haberse dado el nombre de sicofanta al que denunciaba a los exportadores.

Dio igualmente ley sobre el daño que causan los cuadrúpedos, en la cual mandaba que el perro mordedor fuese entregado con una rastra de cuatro codos, en lo que parece haber consultado a la seguridad.

Da también que pensar su ley acerca de los que habían de ganar el derecho de ciudadanos, porque no lo concedió sino a los que salían de su patria a destierro perpetuo y a los que se trasladaban con toda su casa para ejercer alguna arte. Dícese que lo dispuso así, no tanto por repeler a los demás, como por atraer a Atenas a los que daba seguridad de disfrutar aquel derecho; y esta confianza la ofrecían, los unos, habiendo perdido su patria por necesidad, y los otros, habiéndola dejado por una meditada resolución.

Fue asimismo establecimiento propio de Solón la ley sobre comer en la casa del común, a lo que llamó asistir por veces al banquete, porque no quiso que uno mismo concurriese a él frecuentemente; y al que cuando le tocaba no quería asistir, le puso pena; teniendo lo primero por avaricia, y esto segundo por desdén y desprecio de las cosas públicas.

XXV.— Dio valor a sus leyes para cien años, y las hizo escribir en maderos cuadrados, colocados en nichos de madera que pudiesen girar, de los cuales todavía quedan algunos restos en el Pritaneo, dándoseles el nombre de tablas, como dice Aristóteles; y Cratino el Cómico dice:

¡Por Solón y Dracón!, con cuyas tablas
los Atenienses tuestan hoy el farro.

Algunos son de la opinión de que se llamaban tablas, curbeis, aquellas en que se trataba de sacerdocios y sacrificios; cilindros con eje, axones, las demás. El Consejo, prestó en cuerpo el juramento de hacer estables las leyes de Solón, y luego en individuo le prestó cada uno de los Tesmotetas en la plaza sobre la piedra del foro, prometiendo bajo él que si quebrantaba sus disposiciones ofrecería en Delfos una estatua de oro a su propia medida.

Conociendo la irregularidad del mes y el movimiento de la luna, que no coincide ni con el sol poniente ni con el levante, sino que en un mismo día se adelanta y se junta con el sol, determinó que este mismo día se llamara primero y nuevo, juzgando que la parte de él que precedía a la conjunción correspondía al mes saliente, y la otra parte al que empezaba; siendo al parecer el primero que entendió a Homero cuando dice:

Parte del mes que sale y del que empieza.

Al día siguiente le llamó Neomenia; luego no añadía a los precedentes el que seguía al veinte, sino que quitando y detrayendo contaba hasta el de treinta, según aparecían las fases de la luna.

Promulgadas las leyes, cada día había gentes que buscaban a Solón, ora alabándolas, ora reprendiéndolas y ora aconsejando que en las escritas añadiese o quitase lo primero que les ocurría. Muchos le hacían preguntas, criticaban, y le rogaban les explicase y declarase en cada cosa cuál era su sentido. Viendo, pues, que el no hacerlo era extraño, y que el condescender era desagradable y molesto, quiso sustraerse a tales dudas y a las incomodidades y disputas de los ciudadanos; porque, como dijo él mismo, en las cosas grandes es muy difícil agradar a todos: por tanto, tomando por pretexto el tráfico de mar para sus viajes, se hizo a la vela, habiendo pedido a los Atenienses se le permitiera ausentarse por diez años, con la esperanza de que en este tiempo ya se les habrían hecho familiares sus leyes.

XXVI.— Dirigióse primero a Egipto, y allí se detuvo, como lo dijo él mismo,

Del Nilo en la anchurosa embocadura,
y junto a la ribera de Canopo.

Allí gastó cierto tiempo en filosofar con Psenofis de Heliópolis, y con Sonquis de Sais, los más sabios e instruidos de aquellos sacerdotes; y habiendo oído en las conferencias que con ellos tuvo la relación de la Atlántida, se propuso, como dice Platón, exponerla a los Griegos en un poema. Navegando de allí a Chipre, fue muy estimado de Filocipro, uno de los reyes de la isla, el cual habitaba una ciudad pequeña, fundada por Demofoonte el de Teseo en la ribera del río Clario, en un sitio, fuerte sí, pero áspero y estéril. Persuadióle, pues, Solón que trasladando la ciudad a la llanura inmediata la hiciese más extensa y agradable, y presenciándolo, tomó a su cuidado la fábrica y el adornarla lo posible para la conveniencia y para la seguridad, por lo cual eran muchos los habitantes que acudían a Filocipro, con envidia de los otros reyes. Agradecido éste por tanto, hizo a Solón la honra de que, llamándose antes la ciudad Epia, de su nombre se llamase Solos. Hace mención él mismo de esta fundación, porque saludando en sus elegías a Filocipro, le dice:

Tú ahora en Solos reines largos años,
y en pos de ti la habite tu linaje.
A mi Cipris, de violas coronada,
de esta isla bella en la ligera nave
ileso y sin peligro me conduzca;
y de la fundación en grato premio
me dé que vuelva a ver la dulce patria.

XXVII.— Su viaje a la corte de Creso hay algunos que lo miran como invento y ficción anacrónica; mas yo una narración tan pregonada por la fama, contestada por tantos testigos, y lo que es más, tan conforme con las costumbres de Solón, y tan digna de su prudencia y sabiduría, no me parece que debo desecharla en obsequio de ciertas reglas cronológicas que millares de escritores andan rectificando hasta hoy, sin que les sirvan para venir a un sentir común entre tantas opiniones contradictorias. Dícese, pues, que llegado Solón a Sardis a ruegos de Creso, le sucedió lo mismo que a los que de las tierras interiores se encaminan al mar por la primera vez; y es que creen ser el mar cada uno de los ríos que van encontrando: así Solón, discurriendo por el palacio, y viendo a muchos de los palaciegos costosamente vestidos, y afectando gravedad entre una turba de ministros y guardias, cada uno creía que era Creso, hasta que llegó éste, que se hallaba recostado, teniendo de adorno todo cuanto en pedrería, en los colores del vestido y en alhajas de oro podía verse de más preciado y apetecido para que fuese un espectáculo sumamente vario y majestuoso. Cuando Solón llegó a ponérsele enfrente, nada se advirtió en él, ni nada dijo a tal novedad de lo que Creso había imaginado; antes cualquiera hombre sagaz comprendiera con facilidad que miraba con desprecio toda aquella insolente y necia ostentación; por lo cual mandó el rey que los tesoros de todas sus riquezas, y cuanto quedaba en su guardajoyas y guardarropa, se mostrara y pusiera a la vista de quien no necesitaba ni mirarlos, teniendo lo bastante en él mismo para juzgar de sus costumbres y carácter. Cuando volvió de haberlo registrado todo, le preguntó Creso si conocía entre los hombres quien fuese más feliz que él; respondióle Solón que había conocido a un su ciudadano llamado Tello; y habiéndole explicado que este Tello, hombre bueno, habiendo dejado unos hijos muy recomendables, y habiendo vivido sin verse en escasez de nada de lo que se contempla necesario, había tenido una muerte gloriosa, declarado benemérito de la patria, túvole desde luego Creso por extravagante e inurbano, pues que no ponía en el oro y la plata la medida de la felicidad, sino que tenía en más la vida y muerte de un hombre particular y plebeyo que toda aquella majestad y poderío. Con todo, volvióle a preguntar si además de Tello había conocido alguno otro más feliz: volviendo Solón a responder que conoció a Cleobis y Bitón, hermanos, muy amantes entre sí y muy amantes de su madre, los cuales, como los bueyes se tardasen, poniendo sus cuellos bajo el yugo de la carroza, habían llevado a su madre al templo de Hera entre las bendiciones de todos los ciudadanos y con el mayor contento suyo, y ellos después, habiendo hecho sacrificios y libaciones, ya no volvieron a levantarse más, sino que se conoció claramente que habían tenido una muerte libre de todo dolor e incomodidad, en medio de tanta gloria y aplausos. Enfadado ya entonces, le dijo Creso: «¿Conque a mí no me das lugar ninguno en el número de los felices?». Solón a esto, no queriendo adularle, ni tampoco irritarle más, «A los Griegos, oh rey de Lidia —le contestó—, nos ha concedido Dios una medianía en muchas cosas, y nos ha hecho participantes de cierta sabiduría tranquila y confiada, según parece, la cual es toda popular, no regia y brillante, como nacida de aquella misma medianía; ésta, pues, viendo sujeta la vida a tan diversas fortunas, no nos deja engreírnos con los bienes presentes, ni admirar en el hombre una felicidad que puede tener mudanza con el tiempo; porque cada uno tiene sobre sí un porvenir muy vario, por lo mismo que es incierto; y aquel tenemos por feliz a quien su buen hado le ha proporcionado ser dichoso hasta el fin. Mas la felicidad del que todavía está vivo y sujeto a riesgos es insegura y falible, como el parabién y la corona del que todavía está peleando». Dicho esto, se retiró Solón, dejando disgustado a Creso, pero no corregido.

XXVIII.— Hallábase en Sardis el fabulista Esopo, llamado por Creso; y siendo tratado con distinción, estaba mal con Solón, porque no era capaz de ninguna condescendencia; así, en aire de amonestación, le dijo: «¡Oh, Solón! con los reyes o se ha de conversar poco o a su gusto», y Solón a esto: «O muy poco o para su bien».

Pero ello es que por entonces Creso hizo poca cuenta de él. Cuando más adelante, peleando con Ciro, fue vencido en la batalla, perdió su ciudad, y, quedando prisionero, iba a ser quemado vivo; dispuesta ya la hoguera, al ir a ser arrojado en ella sujeto con prisiones, a presencia de muchos Persas y del mismo Ciro, levantando la voz cuanto alcanzó y pudo, gritó hasta tres veces: «¡Oh Solón!». Maravillóse Ciro, y envió a que le preguntaran qué hombre o qué dios era aquel Solón a quien en tan grande infortunio evocaba. Creso, sin omitir nada, respondió: «Este era un hombre sabio entre los Griegos, al que yo envié a llamar, no porque quisiere oír o aprender nada de lo que me convenía, sino para que viese y fuera testigo de aquella dicha que es mayor mal haberla perdido que fue bien el poseerla, porque era fábula y opinión de bien mientras fue presente, pero su mudanza remata en males gravísimos e insufribles tormentos; y aquel varón, conjeturando de lo de entonces lo que ahora sucede, me excitaba a que atendiera al término de la vida, y no me perjudicara a mí mismo, seducido con opiniones instables». Luego que hizo esta relación, siendo Ciro más avisado que Creso, y viendo confirmado el dicho Solón con aquel ejemplar, no sólo dejó libre a Creso, sino que le tuvo consideración mientras vivió, y tuvo Solón respecto de estos dos reyes la gloria de haber con una palabra sola salvado al uno e instruido al otro.

XXIX.— Suscitáronse en la ausencia de Solón nuevos alborotos, estando al frente de los de la tierra llana Licurgo; de los litorales, Megacles de Alcmeón, y Pisístrato, de los de las montañas, en cuya facción se comprendía la turba jornalera, que era la más desafecta a los ricos: de manera que todavía regían en la ciudad las mismas leyes; pero se esperaban novedades en los negocios y se deseaba por todos nuevo trastorno, aguardando, no ya una igualdad, sino salir cada uno mejor librado en la mudanza, y dominar a los de los otros partidos. Vuelto Solón a Atenas cuando las cosas se hallaban en este estado, de todos recibió las mismas muestras de respeto y honor; mas para tratar y manejar los negocios públicos no se hallaba con el mismo poder y ardor a causa de su vejez, por lo que privadamente se dirigió a los jefes de los partidos con intento de deshacer éstos y de reconciliarlos, pareciéndole que, más que de los otros, sería escuchado de Pisístrato. Porque tenía gracia y afabilidad para el trato, era benéfico con los pobres y en las enemistades era suave y moderado. Aun aquellas dotes de que por naturaleza carecía, las imitaba de manera que parecían ser más suyas que las que realmente le asistían: así pasaba por hombre prudente y modesto, por amante de la igualdad y por opuesto a los que pudieran pensar en alterar el estado presente y promover novedades, de forma que engañó a muchos. Mas Solón luego conoció su índole, y fue el primero en prever sus ideas insidiosas; sin embargo, no se indispuso con él, sino que procuró ablandarle y corregirle, diciéndole a él mismo y a otros que si su alma se purgara del amor a la preferencia, y se curara del deseo de reinar, no habría ninguno ni más bien dispuesto para la virtud, ni mejor ciudadano.

Comenzaba entonces Tespis a alterar la tragedia, de cuya novedad eran muchos atraídos, aunque todavía no había llegado a ser materia de contiendas y certámenes, y Solón, que por carácter era amigo de oír y aprender, y que en la vejez se había dado más todavía a la quietud, al estudio, a la música, y aun a los banquetes, asistió a un drama en que, como entre los antiguos era costumbre, representó el mismo Tespis. Acabado el espectáculo, saludó a éste y le preguntó cómo no se avergonzaba de haber acumulado tanta mentira; y como le respondiese éste que nada había de malo en que aquellas cosas se dijesen por entretenimiento, dando Solón un fuerte bastonazo en el suelo: «Pronto —repuso—, aplaudiendo y dando aprecio a este entretenimiento, nos hallaremos con él en nuestros negocios y contratos».

XXX.— Después que Pisistrato, lastimándose con sus propias manos, se hizo llevar en carroza a la plaza, e irritó al pueblo con hacerle creer que sus enemigos, por causa de la república, le habían ultrajado, siendo muchos los que con grande gritería se mostraban indignados del caso, corrió Solón hacia él, y parándose a su lado: «Muy poco a propósito remedas, oh hijo de Hipócrates —le dijo—, al Ulises de Homero, porque para dominar a tus ciudadanos haces aquello propio con que Ulises engañó a sus enemigos, lastimándose a sí mismo». De estas resultas, la muchedumbre se mostraba dispuesta a defender a Pisístrato; juntáse el pueblo, y haciendo Aristón proposición por escrito de que para custodia de su persona se dieran a Pisístrato cincuenta maceros, levantándose Solón lo contradijo, e hizo presentes al pueblo muchas cosas por el término de éstas que escribió en sus poemas:

Os pagáis de la lengua y las palabras
de un hombre enlabiador y artificioso;
mas no miráis, atentos, su conducta.
Una astuta vulpeja cada uno,
sois todos juntos un tropel de bobos.

Mas viendo que los pobres, decididos a servir a Pisístrato, movían alborotos, y que los ricos se retiraban sobrecogidos de miedo, se retiró también, diciendo que era más avisado que los unos y más alentado que los otros: más avisado que los que no comprendían qué era lo que en realidad había habido, y más alentado que los que comprendiéndolo, temían contrarrestar a la tiranía. Sancionó el pueblo el decreto, y no anduvo en cortapisas con Pisístrato sobre el número de los maceros, sino que le dejó mantener y llevar consigo cuantos quiso, hasta que se apoderó de la ciudadela.

Verificado esto, como la ciudad se conmoviese ya contra él, Megacles y los demás Alemenoides huyeron; Solón era ya entonces demasiado anciano, y no tuvo quien le auxiliase; mas, sin embargo, se presentó en la plaza y arengó a los ciudadanos, vituperando por una parte su inconsideración y afeminamiento, y exhortándolos e incitándolos por otra a no hacer el abandono de su libertad. Entonces les dijo aquella memorable sentencia: que antes les habría sido más hacedero impedir que naciese la tiranía; pero entonces les sería más laudable y glorioso el arrancarla y desarraigarla, cuando ya estaba prendida y consistente; y como por el miedo nadie se pusiese a su lado, se fue a su casa, y tomando sus armas, las puso fuera de la puerta, y dijo: «Por mi parte, he servido cuanto he podido a la patria y a las leyes». Y de allí en adelante hubo de estarse quieto. Instábanle los amigos para que huyese; pero no les dio oídos, y componiendo unos versos, reconvenía así a los Atenienses:

Si tenéis que sufrir, vuestra es la culpa;
no de los Dioses lo llaméis castigo.
Dando vosotros alas a estas gentes,
los habéis ensalzado,
y ahora el premio es una torpe y mala servidumbre.

XXXI.— En tanto, eran muchos los que le advertían que iba a ser víctima del tirano; y como le preguntasen qué era en lo que tan imprudentemente confiaba, «En la vejez», les respondió. Mas con todo Pisístrato, apoderado ya de toda la autoridad, tuvo tanto miramiento con Solón, honrándole, contemplándole y enviándole a llamar, que fue éste su consultor, y aun celebró algunas de las cosas que hacía; porque aquel conservó la mayor parte de las leyes de Solón, guardándolas primero él mismo, y precisando a ello a sus amigos; y llamado a juicio sobre un homicidio al Areópago cuando ya dominaba, compareció con gran modestia para defenderse, sino que el acusador se desistió. Publicó además por si otras leyes, de las cuales es una la que disponía que los imposibilitados en la guerra fuesen mantenidos del erario público; lo que dice Heraclides, imitó Pisístraío de Solón, que decretó se hiciese así con Tersipo, que había quedado estropeado; y según testimonio de Teofrasto, no fue Solón el que hizo la ley contra la ociosidad, sino Pisístrato, que con ella hizo todo el país más activo y alivió de ciertas gentes a la ciudad.

Solón, habiendo entonces emprendido la relación o fábula de la Atlántida, de que se instruyó en los coloquios que tuvo en Sais, por creer que convenía a los Atenienses, hubo de abandonar aquel trabajo, no por sus ocupaciones, como dice Platón, sino por la vejez, acobardado con lo grande de la empresa; porque la sobra que tenía de ocio la indica aquella expresión:

Me hago anciano, aprendiendo cada día.

Y estas otras:

Son las obras en que ahora me complazco
las de Afrodita y Baco y de las Musas,
que forman de los hombres las delicias.

XXXII.— Como solar vacante en país delicioso, a que tenía derecho por el parentesco, tomó Platón por su cuenta para edificar en él y exornarlo, el argumento de la Atlántida, y al exordio le puso tan magníficas portadas, y tales muros y patios, cuales no los tuvo nunca ninguna relación, o fábula, o poema; mas lo emprendió tarde, y antes que con la obra acabó con la vida, dejándonos tanto más deseosos e incomodados por lo que falta, cuanto más divierte y recrea lo que alcanzó a escribir; porque así como la ciudad de Atenas, entre sus grandes obras, sólo dejó imperfecto el templo de Zeus Olímpico, de la misma manera la sabiduría de Platón sólo dejó sin acabar la obra de la Atlántida.

Sobrevivió Solón a la tiranía de Pisístrato, según el testimonio de Heraclides Póntico, largo tiempo; mas según el de Fanias de Éreso, menos de dos años; porque Pisístrato se apoderó de la autoridad bajo el arconte Comias, y según Fanias, murió Solón bajo el arconte Hegestrato, que sucedió a Comias. El haber sido después de quemado su cuerpo aventada la ceniza por la isla de Salamina, debe tenerse, a causa del ningún motivo que para ello hubo, por enteramente increíble y fabuloso, sin embargo de haberlo escrito muchos autores fidedignos, y entre ellos el filósofo Aristóteles.

PUBLÍCOLA

I.— Habiendo sido Solón un varón tan aventajado, pongamos en paralelo con él a Publícola, para quien el pueblo romano inventó después este nombre, llamándose antes Publio Valerio. Parece que era descendiente de aquel Valerio antiguo, que fue principalmente causa de que los Romanos y Sabinos, de enemigos que eran, no hiciesen en adelante más que un solo pueblo; porque él fue quien más se esforzó en persuadir y reconciliar a los dos reyes. Teniendo, pues, Valerio deudo de parentesco con éste, como decimos, era además, dominando todavía los reyes, hombre distinguido por su palabra y por su riqueza; y como de aquella hubiese hecho siempre un recto y decidido uso en apoyo de lo justo, y ésta la hubiese empleado liberal y caritativamente en socorro de los menesterosos, no podía dudarse que si llegaba a establecerse democracia figuraría entre los primeros.

El pueblo aborrecía ya y sufría con repugnancia a Tarquino el Soberbio, que ni entró a reinar con derecho, sino ilegítima e infaustamente, ni se portaba conforme a su dignidad, sino con injusticia y tiranía, y para desobedecerle tomó ocasión del suceso de Lucrecia, que habiendo sido violentada se quitó la vida. Entonces, siendo Lucio Bruto el que principalmente dirigió esta mudanza de gobierno, el primero a quien acudió fue Valerio; y habiéndole hallado muy pronto a auxiliarle, expelieron a los reyes. Y mientras se estuvo en la opinión de que el pueblo nombraría en lugar del rey un solo caudillo, permaneció Valerio en tranquilidad, considerando que la autoridad era razón recayese en Bruto, que había sido el establecedor de la libertad. Llevándose luego mal el nombre de rey, y formándose el concepto de que el pueblo sufriría con menos disgusto una autoridad dividida, como éste se inclinase a que los jefes fuesen dos, y así lo expresase, concibió esperanza de que sería elegido y llamado juntamente con Bruto. Mas se llevó chasco, porque, contra la voluntad de Bruto, fue elegido Tarquino Colatino, marido de Lucrecia, que en virtud no hacía ventaja a Valerio, sino que los de mayor influjo, temiendo a los reyes, que afuera no cesaban de maquinar, y en la ciudad tentaban los medios de corromperla, pensaron en poner por caudillo al más decidido de sus enemigos, como que de ningún modo cedería.

II.— Irritado Valerio de que no se le creyese capaz de exponerse a todo en bien de la patria, porque en particular ningún mal había recibido de los tiranos, se retiró del Senado, abandonó los pleitos y absolutamente se retrajo de los negocios públicos; tanto, que dio ocasión a muchos de que hablasen y entrasen en cuidado, no fuera que, llevado de su enojo, se hiciera del partido de los reyes y trastornara el estado de la República, y la República misma, todavía mal segura. Mas como de allí a poco, teniendo Bruto recelo de otros, ordenase que el Senado hiciera juramento con ofrecimiento de víctimas, señalado día para él, bajó Valerio a la plaza sobremanera alegre, y habiendo sido el primero a jurar que en nada cedería o condescendería con Tarquino, sino que pelearía contra él con todo su poder en defensa de la libertad, dio con esto mucho placer al Senado y grande ánimo a los magistrados. Confirmó muy luego este juramento con las obras; porque habiendo venido mensajeros de parte de Tarquino, trayendo cartas halagüeñas para el pueblo, y proposiciones moderadas, con las que intentaban seducir a muchos, diciendo en nombre del rey que ya pensaba de otro modo, y no quería sino lo que era muy puesto en razón, los cónsules eran de parecer de que éstos fuesen presentados al pueblo; pero Valerio no lo consintió, antes se opuso e impidió que con su presencia y palabras se diese ocasión y pretexto para mudanzas a la gente pobre, a quien más sensible se hace la guerra que la tiranía.

III.— Vinieron, después de éstos, otros mensajeros, diciendo que Tarquino se desistía del reino y se apartaba de hacerles guerra, pidiendo únicamente sus bienes y haciendas, y las de sus amigos y domésticos, para que tuvieran con qué vivir en su destierro. Inclinándose muchos a ello, y sosteniéndolo Colatino, Bruto, hombre intrépido y pronto a la ira, corrió a la plaza, tratando a su colega de traidor que quería proporcionar medios de guerra y tiranía a aquellos a quienes aun sería reprensible conceder algún viático para que se retirasen. Reunidos los ciudadanos, el primero Cayo Minucio, hombre entonces particular, habló al pueblo, y animando a Bruto y exhortando a los Romanos, que miraran les dijo ser más conveniente que aquellos bienes hicieran la guerra a los tiranos, que no que a éstos les sirviesen contra ellos mismos. Con todo, pareció a los Romanos que conseguida la libertad, que era por lo que peleaban, no debían desechar la paz por los dineros, sino más bien arrojar éstos de la ciudad juntamente con los tiranos. Mas Tarquino de lo que menos trataba era de los bienes; su demanda tenía más bien el objeto de tantear al pueblo y solicitar a la traición, lo que ejecutaban muy bien los mensajeros, deteniéndose bajo el pretexto mismo de los bienes, con decir que unos los volvían, con otros se quedaban, renunciaban a otros, hasta tanto que corrompieron dos de las casas de los llamados prohombres, la de los Aquilios, que tenía tres senadores, y la de los Vitelios, que tenía dos. Todos éstos por la madre eran sobrinos del cónsul Colatino; y los Vitelios tenían otro particular parentesco con Bruto, porque éste estaba casado con una hermana de los Vitelios, de la que tenía muchos hijos. A dos de éstos, los más adelantados en edad, con quienes además del parentesco tenían también amistad, los sedujeron los Vitelios y los movieron a tomar parte en la traición y a que se enlazaran con el linaje ilustre de los Tarquinos, y se elevaran a regias esperanzas, separándose de la locura y dureza de su padre: llamando dureza a su inflexibilidad para con los malvados, y apellidándole de loco, porque largo tiempo, a lo que parece, se había valido de aquella ficción para su seguridad con los tiranos, y hasta no tenían aprensión del sobrenombre que por ello llevaba.

IV.— Luego que hubieron ganado a estos jóvenes y que hablaron sobre ello con los Aquilios, resolvieron hacer un abominable juramento, que fue matando un hombre libar con su sangre y poner la mano sobre sus entrañas. Dirigiéronse después a la casa de los mismos Aquilios, la cual, como entonces lo habían menester para lo que meditaban ejecutar, estaba en paraje solitario y reservado. No echaron de ver a un esclavo llamado Vindicio, que se escondió dentro de ella, no con designio de observarlos o porque hubiese rastreado algo de lo que se tramaba, sino que hizo la casualidad que se hallase allí, y advirtiendo que iban con apresuración, temeroso de que le viesen, se echó en el suelo, poniendo delante de sí un cajón que allí estaba; de manera que pudo ver todo lo que se hacía y oír lo que se trató. Determinaron, pues, dar muerte a los cónsules, y escribiendo una carta para Tarquino, en que se lo participaban, la entregaron a los mensajeros, los cuales habitaban allí mismo, siendo huéspedes de los Aquilios, y se habían hallado presentes al acto de la conjuración. Luego que hecho esto se retiraron, saliendo Vindicio, no creyó que debía contentarse con saber él sólo lo que ocurría; pero estaba en gran perplejidad, pareciéndole muy duro, como lo era, acusar a unos hijos ante su padre Bruto, o a unos sobrinos ante su tío Colatino; y de particulares no tenía ninguno por seguro para tan grandes arcanos. Mas pudiendo antes avenirse a todo que a callar, estimulado de la conciencia de tal atentado, resolvió dirigirse a Valerio, incitándole a ello principalmente la popularidad y humanidad de éste, por ser un hombre siempre afable con cuantos a él acudían, que para todos tenía abierta su casa, y nunca negó a los desvalidos o el habla o sus beneficios.

V.— Luego que subió a verse con Valerio y le enteró de todo, hallándose allí presentes sólo su hermano Marco y su mujer, asombrado y temeroso Valerio, lo que hizo fue no dejar salir a Vindicio, sino que le encerró en una habitación, poniendo por guarda en la puerta a su mujer; y mandando a su hermano Marco que ocupase el palacio real, aprehendiese, si le era posible, las cartas, y tuviese en custodia la domesticidad, él mismo con muchos de sus clientes que allí se hallaban, y gran número de esclavos, se encaminó a casa de los Aquilios, que no estaban en ella. Por lo mismo, no hallándose nadie prevenido, atropelló por las puertas, y dio con las cartas, que se habían quedado donde los mensajeros las recibieron y envolvieron. Mientras estaba en esto, venían los Aquilios corriendo, y trabándose pelea en las mismas puertas, procuraban recobrar las cartas; mas los otros se defendían, y echándose la ropa al cuello, a fuerza y con dificultad dando y recibiendo empujones, por callejuelas fueron a salir a la plaza. Otro tanto sucedía en el palacio real, habiendo aprehendido también Marco otras cartas que estaban dispuestas para mandarse, y arrastrando hacia la plaza a cuantos le era posible de los domésticos del rey.

VI.— Luego que los cónsules apaciguaron el tumulto, y que Valerio dio orden de que se trajese a Vindicio de su casa, entablada la acusación, se leyeron las cartas, sin que los acusados se atreviesen a replicar ni una sola palabra. En todos fue muy grande la consternación y el silencio: algunos, en obsequio de Bruto, propusieron el destierro, y concurrieron a dar alguna esperanza, Colatino, con no poder contener las lágrimas, y Valerio, con callar; pero Bruto, llamando por sus nombres a sus hijos: «Ea, Tito —dijo—, y tú Tiberio, ¿por qué no os defendéis de la acusación?». Como nada respondiesen, preguntados tres veces, entonces, vuelto a los lictores: «Aquí nadie tiene ya qué hacer —les dijo— sino vosotros». Echando, pues, mano a los jóvenes, rasgáronles las ropas, atáronles las manos a la espalda, y con varas hirieron sus cuerpos, no pudiendo los demás ver semejante espectáculo, ni teniendo corazón para ello; mas de Bruto es fama que no volvió sus ojos a otra parte, ni por compasión hubo mudanza en la iracundia y severidad de su semblante, sino que se mantuvo mirando con fiereza hacia los hijos mientras se les castigaba, hasta que los lictores los derribaron en el suelo, y con la segur les cortaron la cabeza. A los demás los puso bajo la potestad de su colega, con lo que se levantó, y se fue: habiendo ejecutado un hecho que ni se niega a ser alabado extraordinariamente si se quiere ni tampoco a ser reprendido; porque o lo sublime de su virtud elevó el alma hasta hacerla impasible, o la vehemencia del enojo la condujo a una completa insensibilidad: uno y otro es grande y fuera de lo humano, lo primero como cosa divina, y lo segundo de fieras; pero más justo es inclinarnos en nuestro juicio a la obra de tan gran varón, que no rebajar de mérito tanta virtud con nuestra pequeñez, pues los Romanos mismos opinan que no hizo tanto Rómulo en fundar la ciudad como Bruto en establecer y consolidar tal gobierno.

VII.— Retirado de la plaza Bruto, por largo rato ocupó los ánimos la sorpresa, el pasmo y el silencio, con motivo de lo que acababan de presenciar; y, en tanto, los Aquilios, que empezaban a fundar esperanzas en la blandura y duda de Colatino, pedían se les diera tiempo para defenderse, y que les fuera entregado Vindicio, que era su esclavo, y no correspondía estuviese en manos de otros. Iba ya a concederlo y a disolver con esto la junta; pero Valerio ni se prestó a que se entregara Vindicio, que estaba bien guardado por toda su gente, ni permitió que el pueblo se retirase abandonando los traidores; antes les echó mano, y empezó a llamar a Bruto, y a decir a gritos que Colatino obraba con la mayor injusticia, pues que habiendo puesto a su colega en la precisión de dar muerte a sus propios hijos, creía serle lícito agradar a unas mujeres con los traidores y enemigos de la patria. Enfadado con esto el cónsul, y mandando que le presentaran a Vindicio, los lictores, atravesando por la muchedumbre, llegaron a echarle mano, y empezaron a herir a los que intentaban quitársele; pero los amigos de Valerio corrieron a defenderlos, y el pueblo clamaba pidiendo que se presentase Bruto. Retrocedió, pues, y volvió a la plaza, y habiendo impuesto silencio, dijo que para sus hijos no se había necesitado de más juez que él mismo; pero que en cuanto a los otros dieran su voto los ciudadanos libres, y que el que quisiese hablase y persuadiese al pueblo. No hubo necesidad de tales persuasiones, pues que, hecha la votación, fueron condenados por todos los sufragios, y se les cortó la cabeza. Colatino, además de tener contra sí, según se echaba de ver, alguna sospecha por su parentesco con los reyes, incomodaba con el segundo de sus nombres, siendo mirado con abominación el de Tarquino; así, en vista de estos sucesos, teniendo por enteramente decaída su opinión, voluntariamente hizo dimisión del mando, y salió de la ciudad. Tuviéronse en seguida los comicios, y Valerio fue elegido Cónsul con grande aplauso, recibiendo un premio digno de su ardiente patriotismo. Creyó justo que de él alcanzase a Vindicio alguna parte, e hizo decretar que él fuese el primer liberto que gozase los derechos de ciudadano romano, votando en la curia que quisiese elegir. A los demás de esta condición, tarde y después de mucho tiempo, les concedió este derecho de votar Apio, que tiraba a ganarse la muchedumbre; y la manumisión o libertad completa aun hoy se llama Vindicta, según dicen, de este Vindicio.

VIII.— En consecuencia de esto se dio permiso a los Romanos para que se apoderaran de los bienes de todos los de la familia real, y el palacio y accesorias fueron echados por tierra. Poseía Tarquino la parte más preciosa del Campo de Marte, y ésta la consagraron al dios. Hacía la casualidad que acababa entonces mismo de segarse, y estando todavía sin levantar los haces, no creyeron que era cosa de trillarlos o de hacer uso alguno de aquella mies por estar consagrada; por tanto, sin más detención, fueron y la echaron en el río. Cortaron también los árboles, e hicieron otro tanto, ofreciendo al dios un campo enteramente vacío e infructífero. Amontonadas y enredadas tantas cosas unas con otras, no pudo la corriente llevarlas lejos, sino que quedaron donde las primeras fueron acumulándose y cayendo sobre firme. No teniendo luego salida las demás cosas que arrastraba el río, sino deteniéndose y enredándose de la misma manera, tomó cuerpo aquel conjunto y echó raíces, aumentado con la misma corriente; porque ésta acarreaba mucho barro, el cual, estancado allí, le daba alimento y enlace a un mismo tiempo; y los golpes no lo desunían, antes con herir blandamente iban recogiéndolo todo y amontonándolo en un punto. Así la magnitud de lo reunido en el primer movimiento atrajo otra multitud, y con los acarreos del río llegó a formarse un campo. Todo esto es ahora una isla sagrada al frente de la ciudad, la que contiene templos de los Dioses y calles para pasear, llamándose en lengua latina la isla de entre los dos puentes. Algunos refieren que esto sucedió, no cuando se consagró el campo de Tarquino, sino mucho tiempo después, cuando Tarquinia consagró otro campo confinante con aquel. Era Tarquinia una virgen sagrada del número de las Vestales. Tuvo grandes honores, de los cuales fue uno el que sola ella entre todas las mujeres fuese admitida a ser testigo; y habiéndosele, decretado el que pudiera abrazar el estado del matrimonio, no lo aceptó; así dicen que pasó esta fábula.

IX.— Desesperanzado Tarquino de recobrar por traición la autoridad, acudió a los Tirrenos, que tomaron su causa con ardor, y le restituían con grandes fuerzas. Conducían contra ellos los cónsules a los Romanos, y los formaron en dos lugares sagrados, de los cuales el uno, se llamaba la selva Arsia, y el otro el prado Esuvio. Cuando estaban para venir a las manos, Arrón, hijo de Tarquino, y el cónsul romano Bruto, viniéndose el uno para el otro, no por acaso, sino movidos de la enemistad y la ira, el uno como contra un tirano y enemigo de la patria, y el otro para vengarse del destierro, dieron rienda a los caballos, y chocándose con más ira que juicio, no atendieron a cuidar de sus personas, y recíprocamente se mataron. Empezada con tan malos auspicios la pelea, no fue su fin más dichoso, sino que causando y recibiendo iguales daños ambos ejércitos, los separó una tormenta. Estaba Valerio en gran conflicto, no sabiendo cuál era el término de la batalla; porque veía a los soldados muy desalentados por los muertos que habían tenido, y engreídos al mismo tiempo por los muchos que también había tenido el enemigo; ¡tan dudosa e igual venía a ser la mortandad en cuanto al número!, sino que a cada uno le confirmaban más en la idea de la derrota los muertos propios que veía, que no en la de la victoria los enemigos que sólo conjeturaba. Venida la noche, cual correspondía que fuese para los que tales habían quedado de la batalla, cuando ya los reales estaban en reposo, se dice que se conmovió la selva, y que de ella salió una voz grande, que dijo haber muerto uno más de los Tirrenos que de los Romanos. Debía de haber algo de divino en aquella voz, porque al momento de oída clamaron éstos, alentados y fortalecidos; mas los Tirrenos, poseídos del miedo y turbación, salieron huyendo de sus reales, y se dispersaron los más; y a los que quedaron, que vendrían a ser unos cinco mil, cayendo sobre ellos los Romanos, los pasaron a cuchillo, y saquearon cuanto había. Contados los muertos, se halló ser los de los enemigos once mil y trescientos, y otros tantos los de los Romanos, menos uno. Refiérese que se dio esta batalla un día antes de las calendas de Marzo, y por ella triunfó Valerio, primero entre los cónsules, en carroza de cuatro caballos, pompa que ofreció una vista majestuosa y magnífica, más bien que fastuosa, y desagradable a los que la presenciaron, como lo han pretendido algunos; porque no hubiera sido tan envidiada ni habría excitado su fama una ambición tan duradera. Fue aplaudido también por los honores que tributó al colega en el acompañamiento funeral, y en la sepultura; y pronunció asimismo su elogio fúnebre, el cual fue tan gustoso y grato a los Romanos, que de allí quedó el uso de que en los funerales de los varones señalados e ilustres pronunciasen su elogio los que gozaban de más opinión. Dícese haber sido este elogio fúnebre más antiguo todavía que los de los Griegos, a no haber sido una de las instituciones de Solón, como pretende el orador Anaxímenes.

X.— Por lo que principalmente estaban incomodados y malcontentos con Valerio era porque Bruto, con ser así que el pueblo le apellidaba padre de la libertad, nunca permitió mandar solo, sino que tomó colega por dos veces; mas éste (decían), amontonándolo todo en sí, no es heredero del consulado de Bruto, al que en nada se parece, sino de la tiranía de Tarquino; porque ¿de qué sirve con las palabras celebrar a Bruto, e imitar a Tarquino en las obras, saliendo en público solo con las fasces y las segures de una casa de tanta magnitud, cual no fue nunca la del rey, que echaron por el suelo? Y en realidad Valerio habitaba con sobrada magnificencia en la llamada Velia una casa que dominaba la plaza, y desde cuya altura se veía todo, siendo por otra parte de difícil y agria subida; de manera que al verle bajar se hacía notar mucho aquel aire y aquel aparato de una pompa regia. Mas él hizo ver en sí cuán apreciable es tener en el mando y en los grandes negocios unos oídos que reciban mejor la franqueza y verdad, que no la lisonja y adulación; porque habiendo oído que era generalmente motejado, advirtiéndoselo así sus amigos, no lo llevó a mal o se enfadó por ello, sino que al punto, llamando muchos operarios, en una sola noche derribó su casa, y la echó enteramente a tierra; de modo que a la mañana los Romanos, parándose a aquel espectáculo, celebraban y admiraban por una parte la magnanimidad de tan esclarecido varón, y por otra se dolían de ver echada al suelo por envidia tan hermosa casa, que parecía muerte de hombre injustamente condenado; y que el cónsul estaba reducido, por no tener hogar, a habitar de prestado. Porque los amigos hospedaron a Valerio hasta que el pueblo le dio solar, en el que edificó una casa más reducida que la otra, donde existe ahora el templo que se llama de Vica pota. Queriendo, además, no sólo hacerse a sí mismo en vez de temible afable y bien quisto, sino también a la autoridad que ejercía, quitó de las fasces las segures, y al presentarse en los comicios rendía e inclinaba las fasces al pueblo, haciendo este reconocimiento de la autoridad democrática; lo que hasta el día de hoy observan los cónsules. Equivocábanse los más creyendo que con esto desautorizaba su persona, siendo así que con esta moderación destruía y apartaba de sí la envidia; y lejos de perder, ganaba en autoridad, sujetándosele el pueblo con gusto y obedeciéndole de buena voluntad; así es que le dieron el nombre de Publícola, que significa respetador del pueblo, nombre que prevaleció sobre los que antes tenía, y del que ya usaremos en lo que resta por escribir de esta Vida.

XI.— Consintió que del consulado participaran y se presentaran a pedirlo cuantos quisieran; pero antes de la elección de un colega, no sabiendo lo que sucedería, y temiendo que se le opusiese o por envidia o por ignorancia, quiso proceder sólo al establecimiento de sus mejores y más saludables leyes. En primer lugar, completó el Senado, que estaba muy falto, porque unos habían muerto bajo el poder de Tarquino y otros después en la guerra, diciéndose que los que nombró fueron ciento sesenta y cuatro. Publicó luego las leyes, de las cuales las que más poder dieron a la muchedumbre fueron: la primera, la que permitió al reo apelar de la sentencia de los cónsules al pueblo; segunda, la que mandó que el que recibiese autoridad que no le hubiese conferido el pueblo, muriera por ella; y tercera, después de éstas, con la que vino en auxilio de los pobres, la que libró de tributo a los ciudadanos, haciendo que todos se aplicaran a los oficios con mayor anhelo. La que se estableció contra los desobedientes a los cónsules no pareció menos popular ni menos hecha en beneficio de la muchedumbre contra los poderosos: imponía, pues, por pena de la desobediencia la multa del valor de cinco bueyes y de dos ovejas. Era el valor de una oveja diez óbolos, y ciento el de un buey, corriendo poco entonces el dinero entre los Romanos, siendo las ovejas y demás ganado su principal riqueza; por esta causa aun ahora a la hacienda, del nombre de las reses, la llaman peculio, y en las monedas grababan en lo antiguo un buey, o una oveja, o un cerdo. Ponían también a los hijos nombres de Suilio, Bubulco, Caprario y Porcio; porque a las cabras las llaman capras y porcos a los cerdos.

XII.— Habiendo sido acerca de las cosas dichas tan popular y moderado legislador, no guardó medida acerca de las penas, porque hizo ley para que sin necesidad de causar juicio se pudiera quitar la vida al que intentara usurpar la autoridad suprema, declarando libre y puro al matador con dar las pruebas o indicios de aquel atentado, pues así como no es posible que el que tales intentos trae entre manos engañe a todos, no es imposible que, sin engañar u ocultarse, se anticipe a la justicia, viéndose superior en medios; y por tanto, en odio de semejante maldad, concedió a quien se hallara en disposición el prevenir con la muerte un juicio a que el otro no daba lugar.

Fue asimismo celebrado por su ley acerca de la cuestión; pues siendo indispensable que de sus bienes contribuyesen los ciudadanos para la guerra, y no queriendo tocar él mismo los caudales, o que los tocasen sus amigos, ni tampoco que entrasen en poder de ningún particular, señaló por erario o tesorería el templo de Saturno, el cual destino conserva todavía, y concedió al pueblo que nombrara dos tesoreros o cuestores de entre los jóvenes; habiendo sido los primeros nombrados Publio Veturio y Minucio Marco, y mucho el caudal que se recogió; porque fueron hasta ciento y treinta mil los alistados en el censo, sin los huérfanos y viudas, a quienes se perdonó la contribución.

Hechos estos establecimientos, él mismo designó para su colega a Lucrecio, el padre de Lucrecia, a quien, correspondiéndole por más anciano el lugar más preferente, le dio las que se llaman fasces; y hasta nosotros se ha conservado a los más ancianos esta preeminencia de la vejez. Como al cabo de pocos días hubiese muerto Lucrecio, se tuvieron otra vez comicios, y fue elegido Marco Horacio, el que gobernó con Publícola lo que faltaba de aquel año.

XIII.— Movía por entonces segunda vez Tarquino la guerra en la Etruria a los Romanos, y se dice que sucedió un extraordinario portento. Reinando todavía Tarquino, tenía ya casi concluido el templo de Júpiter Capitolino, y bien fuese por vaticinio que se le hizo, o por movimiento y dictamen propio, encargó a unos artistas tirrenos de la ciudad de Veyos una carroza de barro, que había resuelto poner en el remate; y al cabo de poco perdió el reino. Pusieron los Tirrenos la carroza de cuatro caballos ya formada a cocer en el horno, y no sucedió lo que era natural sucediese con el barro, que era entrarse y contraerse, disipada la humedad, sino que se dilató y ahuecó, tomando tanto bulto y tanta consistencia, que aun quitada la cubierta del horno, y derribadas las paredes, hubo dificultad para sacarla. Juzgaron los adivinos que en aquello se encerraba un gran prodigio, y que anunciaba dicha y autoridad a aquellos en cuyo poder estuviese la carroza; por lo cual determinaron los Veyanos no entregarla a los Romanos que la reclamaban, y respondieron que pertenecía a Tarquino, y no a los que le habían desterrado. Pocos días después tenían los Veyanos carreras de caballos, y por lo demás todo pasó en ellas como es de costumbre en tales espectáculos; pero con el carro vencedor sucedió que apenas el carretero salió coronado del circo, cuando espantados los caballos, sin ninguna causa conocida, sino por algún impulso superior, o por buena suerte, dieron a correr a escape hacia Roma, llevándose al carretero. De nada le sirvió a éste tirarles de las riendas y darles voces, porque le arrebataron, teniendo que ceder y sujetarse al ímpetu, hasta que llegados al Capitolio, lo echaron allí a tierra junto a la puerta que ahora llaman Ratumena. Maravillados y temerosos los Veyanos con este acontecimiento, permitieron que la carroza se devolviese a los artistas.

XIV.— Este templo de Júpiter Capitolino fue voto de Tarquino el de Demarato, que ofreció edificarle estando en guerra con los Sabinos; pero le construyó Tarquino el Soberbio, hijo o nieto del que le votó. No llegó a dedicarle, sino que faltaba muy poco para concluirse cuando Tarquino fue desposeído. Luego que estuvo acabado y que se le adornó completamente, se encendió en Publícola el deseo de hacer su dedicación. Mirábanle con envidia muchos de los principales; y los demás honores que había alcanzado y parecían corresponderle como legislador y como general, no los miraban con tanto encono; pero éste teníanle por ajeno de él, y exhortaban e instaban a Horacio para que le moviese disputa sobre la dedicación. Habiendo, pues, tenido que salir Publícola a una expedición militar indispensable, decretando que fuese Horacio el dedicante, le subieron al Capitolio, como desconfiando de salir con su intento si aquel sobrevenía. Algunos dicen que, echadas suertes, a Publícola le cupo, muy contra su voluntad, la de ir al ejército, y al colega la dedicación; mas puede conjeturarse lo cierto por lo mismo que pasó en el acto de ésta. En los idus, pues, de Septiembre, que vienen a coincidir con el plenilunio del mes Metagitnión, congregados todos en el Capitolio, Horacio, después de imponer silencio y practicar las demás ceremonias, llegándose a las puertas, como es costumbre, pronunció las palabras establecidas para la dedicación; mas el hermano de Publícola, Marco, que hacía rato estaba también a la puerta esperando el momento oportuno: «Cónsul, gritó, tu hijo ha muerto de enfermedad en el ejército». Causó esto pesadumbre a todos los circunstantes; pero Horacio, sin alterarse lo más mínimo, y no diciendo otra cosa sino, «echad el muerto donde quisiereis, pues yo no me abandono al llanto» llevó al cabo lo que de la dedicación le restaba. No era cierta la noticia, sino que Marco la había fingido para distraer a Horacio: con todo, es muy digna de elogio la serenidad del cónsul, bien se hubiese impuesto con rapidez del engaño, o bien se hubiese mantenido inalterable a tal nueva, dándole crédito.

XV.— Parece que en cuanto a la dedicación tuvo el segundo templo la misma suerte: pues el primero que, como hemos dicho, habiéndolo construido Tarquino lo dedicó Horacio, fue en las guerras civiles pasto de las llamas; entonces levantó Sila el segundo, y en la inscripción de la dedicación se puso el nombre de Catulo, por haber Sila muerto antes. Destruido igualmente éste en los alborotos del tiempo de Vitelio, edificó el tercero Vespasiano, habiéndole seguido en esto la buena suerte que en todas sus cosas; porque habiéndole llevado desde el cimiento hasta su última perfección, logró verle concluido; pero habiendo perecido de allí a poco, no llegó a verle arruinado: en lo que fue tanto más feliz que Sila, que éste murió antes de la dedicación, y él antes de la ruina; porque al mismo tiempo de morir Vespasiano sucedió el incendio del Capitolio. Luego este cuarto de hoy fue construido y consagrado por Domiciano. Dícese que Tarquino gastó en los cimientos cuarenta mil libras de plata: de este que ahora vemos no habría particular ninguno que tuviese bastante hacienda para pagar solamente el dorado, que se dice haber costado más de doce mil talentos. Las columnas fueron cortadas en las canteras del monte Pentélico, siendo muy hermosas por la proporción de su grueso con la longitud, pues las vi en Atenas. Labradas y pulimentadas de nuevo en Roma, no ganaron tanto en lustre como perdieron en simetría, habiendo quedado más gastadas y delgadas de lo que convenía. Mas aquel que se maraville de la riqueza del Capitolio, que vea en el palacio de Domiciano un solo pórtico, o basílica, o baño, o habitación de las mancebas, y a manera de lo que Epicarmo escribió contra un hombre pródigo:

No eres un bienhechor, sino un enfermo;
gozas dando el dinero a manos llenas.

podría aplicar una expresión semejante a Domiciano: no eres religioso mi magnánimo: estás enfermo, complaciéndote en hacer suntuosos edificios, y queriendo, como el otro Midas, que todas las cosas te se conviertan en oro y mármoles. Mas baste por ahora lo dicho sobre este punto.

XVI.— Tarquino, después de aquella gran batalla en que perdió el hijo que cuerpo a cuerpo peleó con Bruto, retirándose a Clusio, pidió socorro a Larte Porsena, hombre que entre los régulos de la Italia era el que tenía mayor poder, y que gozaba, además, la opinión de recto y amigo de gloria. Prometióle su auxilio, y lo primero que hizo fue requerir a los Romanos sobre que Tarquino fuese restituido; mas como éstos no le diesen oídos, denunciándoles la guerra, y tiempo y lugar para el combate, se encaminó a éste con poderoso ejército. Fue Publícola elegido segunda vez cónsul en ocasión de estar ausente, y con él Tito Lucrecio: regresando, pues, a Roma, y queriendo dar a entender que en ánimo se aventajaba a Porsena, fundó la ciudad de Sigluria, hallándose ya éste a poca distancia; y cercándola con murallas a grandes expensas, envió allá setecientos colonos, mostrando que no le daba gran cuidado la guerra. Invadidos repentinamente los muros de Roma, y acosados los centinelas por Porsena, dando éstos a huir, estuvo en muy poco que no introdujesen consigo en la ciudad a los enemigos. Acudió luego a las puertas Publícola en su socorro; y trabando batalla junto al río, contuvo a los enemigos, que con bastante tropa trataban de violentarlas, hasta que, herido gravemente, fue preciso que en brazos ajenos lo retirasen de la acción. Como después hubiese sucedido lo mismo a su colega Lucrecio, cayó en los Romanos el desaliento, y sólo por la fuga hacia Roma se salvaron. Persiguiéronlos los enemigos por el puente, y corrió el peligro Roma de ser tomada por armas. El primero Horacio Cocles, y luego con él otros dos de los más distinguidos, Herminio y Larcio, se pararon e hicieron cara en el puente. Dióse a Horacio la denominación de Cocles, porque perdió uno de los ojos en la guerra; aunque otros dicen que fue a causa de ser muy romo, y tener la nariz tan aplastada, que casi no había nada interpuesto entre ambos ojos, y las cejas estaban unidas, por lo que muchos dieron en llamarle Cíclope, y después, deslizándose la lengua, prevaleció entre la muchedumbre el llamarle Cocles. Éste, pues, parándose delante del puente, acuchilló a los enemigos, hasta que por la otra cabeza rompieron el puente los dos que con él se habían detenido. Entonces, arrojándose en el río armado como estaba, le pasó a nado hasta arribar a la otra orilla, aunque herido en una pierna con una lanza etrusca. Admirado Publícola de su valor, mandó por lo pronto a todos los Romanos que cada uno le contribuyese con la comida que consumía en un día, trayéndosela al punto; y después le distribuyó tanto campo cuanto en un día pudiese rodear con el arado. Además de esto, pusieron su estatua de bronce en el templo de Vulcano, consolándole con este honor la cojera que la herida le produjo.

XVII.— Estando Porsena sobre Roma, fue además afligida la ciudad con hambre, y otro ejército de Tirrenos salió por sí mismo a talar el país. Publícola elegido cónsul por tercera vez, aunque juzgó que no debía oponerse de otro modo a Porsena que estándose dentro del recinto y defendiéndole, salió contra los otros Tirrenos, y viniendo a las manos los derrotó, matando unos cinco mil de ellos. Lo sucedido con Mucio es referido por muchos y de muchas maneras: habré, sin embargo, de decir acerca de ello lo que pasa por cierto entre los más, y lo que yo mismo creo. Era hombre tenido por bueno en toda virtud, y en las artes de la guerra muy aventajado: puesto, pues, en celada con determinación de dar muerte a Porsena, se introdujo en su campo, vestido a la etrusca, y usando el mismo lenguaje. Internóse hasta el tribunal donde el rey estaba sentado; mas no conociéndole bien, y temiendo descubrirse si hacía alguna pregunta, desenvainó la espada y atravesó al primero que le pareció ser el rey entre todos los que con él estaban. Prendiéronle al punto por el hecho, e iban a castigarle; y habiendo allí un braserillo con fuego, el que habían traído para cierto sacrificio que había de hacer el rey, puso en el la diestra, y tostándose la carne, se estuvo mirando al rey de hito en hito con semblante firme e inalterable, hasta que asombrado éste lo dejó libre, y lo despidió del tribunal, volviéndole su espada, la que él tomó alargando para ello la mano izquierda; y de aquí dicen que se le originó la denominación de Escévola, que quiere decir zurdo. Dijo entonces que él había podido hacerse superior al miedo que Porsena quería infundirle; pero se veía vencido de su virtud: así que, movido de agradecimiento, indicaría lo que no se le habría arrancado por la fuerza: «Que trescientos Romanos —continuó—, con la misma determinación que yo tenía, discurren por tu campo, espiando la oportunidad; a mí la suerte me destinó a ser quien empezase, y no maldigo mi fortuna por haber errado respecto de un hombre virtuoso, y más digno de ser romano que no nuestro enemigo». Al oír esto Porsena le dio crédito y quedó más dispuesto para tratar de paz; no tanto en mi entender por el miedo de los trescientos como prendado y maravillado del ánimo y virtud de los Romanos. A este joven le llaman todos Mucio Escévola, con los dos nombres juntos; pero Atenodoro el de Sandón, en su libro a Octavia, la hermana de César, dice que también se llamaba Opsígono.

XVIII.— Publícola, a quien no era tan incómodo tener por enemigo a Porsena como le fuera grato tenerle por amigo y aliado, no rehusó someterse a su juicio en las cosas de Tarquino, antes con gran confianza acudió a él repetidas veces en acusación del más perverso de los hombres, que con la mayor justicia había sido arrojado del trono. Como Tarquino hubiese respondido con gran desenfado que nadie debía hacerse juez en tal negocio, y mucho menos Porsena, si siendo aliado mudaba de propósito, enfadado éste y abandonándole, a lo que se agregaron también los ruegos y oficios de su hijo Arronte en favor de los Romanos, se apartó de la guerra, bajo condición de que se desposeyesen del terreno que habían ocupado en la Etruria, de que dejasen en libertad a los prisioneros, a cambio de los tránsfugas. Dieron sobre esto en rehenes a diez mancebos y otras tantas doncellas de familias patricias, siendo una de éstas la hija de Publícola, Valeria.

XIX.— Hecho esto, cesó ya Porsena en todos los preparativos y aparato de guerra, fiado en los tratados: así, las doncellas bajaban a bañarse. Formaba en aquel lugar la orilla una ensenada que abarcaba el río, y hacía a la vista su curso sumamente sosegado y tranquilo. Mas como no viesen por allí ningún guarda, ni otra persona alguna que pasase o navegase, les vino el pensamiento de marcharse a nado por una corriente caudalosa y profundos remolinos. Refieren algunos que una de ellas, llamada Clelia, hizo la travesía a caballo, y que ésta fue la que movió y alentó a las otras jovencitas. Cuando puestas en salvamento comparecieron ante Publícola, no mostró maravillarse, y mucho menos alegrarse; antes lo llevó a mal, porque Porsena culparía su falta de fe; y lo que había sido yerro de las doncellas, lo atribuiría a maldad de los Romanos; por tanto, reuniendo otra vez las doncellas, las volvió a mandar a Porsena. Habíanlo entendido todo Tarquino y los suyos; así, poniéndose en celada contra los que acompañaban a las doncellas, los aguardaban al paso en no pequeño número. Defendiéronse éstos, y en tanto la hija de Publícola, Valeria, penetrando por entre los que combatían, pudo huir, y tres de sus criados huidos con ella la pusieron en salvo. En socorro de las demás, que no sin peligro quedaron entre los de la pelea, sobrevino prontamente Arronte, el hijo de Porsena, con noticia que de ello tuvo; y ahuyentados los enemigos, sacó de riesgo a los Romanos. Luego que restituidas las doncellas las tuvo Porsena en su presencia, inquiría cuál era la inventora y promovedora de aquel hecho, y al oír el nombre de Clelia, se la quedó mirando con semblante placentero y alegre, y mandando que trajesen uno de sus caballos ricamente enjaezado, se lo regaló; y de aquí toman argumento en su favor los que sostienen que sola Clelia pasó el río a caballo; diciendo otros que no fue así, sino que el rey tirreno hizo aquella honra singular a su espíritu varonil. Encuéntrase, como se va por la vía sacra al Palatino, una estatua suya ecuestre; la que, con todo, dicen algunos no ser de Clelia, sino de Valeria.

Reconciliado Porsena con los Romanos, dio pruebas de benevolencia a la ciudad en otras muchas cosas; pero señaladamente en que, dando orden a los Tirrenos para que tomasen las armas solamente y nada más, dejando los reales como estaban llenos de víveres y de otros muchos efectos, hizo de todo presente a los Romanos; por lo cual todavía entre nosotros los que venden en almoneda bienes públicos pregonan primero los efectos de Porsena, guardando a este rey un monumento eterno de gratitud en este recuerdo. Existe también una estatua suya en bronce junto al Senado, y muy sencilla y antigua en su trabajo.

XX.— Después de estos sucesos invadieron el país los Sabinos, y fueron elegidos cónsules Marco Valerio, el hermano de Publícola y Postumio Tuberto. Hubo hechos grandes y memorables, debidos al juicio y presencia de Publícola, y en su virtud salió Valerio vencedor en dos grandes batallas, de las cuales en la segunda, sin haber perdido ni un solo hombre los Romanos, murieron trece mil de los enemigos. Concediósele en premio, además de los triunfos, el que a expensas públicas se le edificase una casa en el Palatino. Abríanse entonces todas las puertas de las casas hacia adentro, y en esta sola se dispuso que sus puertas principales se abriesen hacia afuera, para que siempre apareciera algo de popular en ella, conforme al honor que a su dueño se había dispensado. Dícese que en Grecia estaban así dispuestas todas las casas, deduciéndolo de las comedias, porque en sus dramas los que van a salir dan golpes y hacen ruido por adentro en sus propias puertas, para que los que pasan o están parados junto a ellas lo sientan y no sean ofendidos al abrirlas hacia la calle.

XXI.— Al año siguiente fue elegido cónsul por cuarta vez Publícola, temiéndose nueva guerra, que de parte de los Sabinos y Latinos amenazaba. Conmovió a la ciudad al mismo tiempo cierta superstición, porque todas las mujeres que estaban encinta daban a luz partos a los que faltaba algún miembro, y ninguno salía perfecto y a su tiempo. Publícola, pues, conforme a los libros de las Sibilas, hizo sacrificio propiciatorio a los Dioses infernales, y restableció combates instituidos por la Pitia, con lo que puso a la ciudad más confiada en la asistencia divina; y luego volvió su atención al miedo más cierto, que venía de los hombres, porque eran grandes los preparativos y movimientos de los enemigos. Había entre los Sabinos un Apio Clauso, varón poderoso por su riqueza, muy señalado también por sus grandes fuerzas, y que tenía además, por la opinión de su virtud y su afluencia en el decir, un lugar muy preferente; mas con todo, no se libertaba de lo que acontece a todos los hombres grandes, que es tener envidiosos, y a los que de él lo eran les dio ocasión de que publicasen que con impedir la guerra hacía que las cosas romanas tomasen incremento para la tiranía y esclavitud de la patria. Enterado de estas voces, que eran oídas con gusto de la muchedumbre, y considerándose expuesto con los inclinados a la guerra, y con los que la profesaban, temía ser puesto en juicio; por otra parte, tenía entre sus amigos y parientes muchas manos que le defendiesen; rebelóse, pues, y esto era lo que causaba la detención y cuidado de los Sabinos en cuanto a la guerra. No solamente tomó Publícola por su cuenta enterarse del estado de estas cosas, sino el excitar también y promover la sublevación; y valiéndose de partidarios que allí tenía de su confianza, hizo que en su nombre tuviesen a Clauso este lenguaje: «Publícola te tiene en tal opinión de virtuoso y justo, que no cree hayas de querer causar el menor daño a tus ciudadanos, aunque ofendido y agraviado de ellos; mas si, deseando ponerte en salvo, quisieres pasarte y huir de los que te aborrecen en público y en particular, serás recibido de un modo digno de tu virtud y de la magnificencia de Roma». Reflexionando muchas veces Clauso sobre esta propuesta, túvola por preferible al apuro en que se veía; y conferenciando sobre ella con los amigos, que atrajeron también a otros al mismo parecer, sublevó hasta unas cinco mil casas, con las mujeres e hijos, y trajo a Roma cuanto había más tranquilo y de más suave y reposadas costumbres entre los Sabinos, sabiéndolo antes Publícola, y recibiéndolos benigna y amistosamente cuanto fue posible. Porque a todas las familias les concedió los derechos de ciudad, y a cada uno le repartió dos yugadas en un campo junto al río Anio. A Clauso dióle veinticinco yugadas de tierra, y escribióle entre los senadores, siendo esta su primera autoridad, de la cual usó con prudencia, y llegó después a la mayor dignidad y poder, dejando en Roma la familia y linaje de los Claudios, que a ningún otro cede en esplendor.

XXII.— Traídas a este punto, con deserción de tantas familias, las cosas de los Sabinos, no por eso dejaron los demagogos de conmover y alborotar, vociferando no faltar más, sino que Clauso, lo que presente no había podido conseguir, que era el que no se vengasen de las ofensas recibidas de los Romanos, lo alcanzase entonces después de ser un tránsfuga y enemigo. Movieron, pues, con grande ejército, y acampándose junto a Fidenas, colocaron una partida, unos dos mil soldados de los pesadamente armados en sitios resguardados y barrancosos, con designios de que saliesen a la mañana temprano a merodear abiertamente algunos de a caballo. Habían encargado a éstos que luego que diesen vista a la ciudad se retirasen poco a poco, hasta atraer a los enemigos a la celada. Noticioso Publícola al punto de estas disposiciones por algunos tránsfugas, sin dilación acudió a todo, y distribuyó convenientemente sus fuerzas; porque su yerno Postumio Balbo salió ya la tarde anterior con tres mil infantes a ocupar y guardar las eminencias, bajo las cuales estaban emboscados los Sabinos; su colega Lucrecio, con las tropas más ligeras y más prontas que tenía la ciudad, se puso en paraje en que pudiera contrarrestar a los caballos destinados a hacer presas; y él mismo, llevando consigo las restantes tropas, se fue a cercar a los enemigos; y como por fortuna hubiese sobrevenido al mismo amanecer una espesa niebla, a un tiempo Postumio comenzó a dar voces, y se dirigió desde las alturas contra los emboscados; Lucrecio hizo que los suyos cargasen a la caballería avanzada, y Publícola cayó sobre los reales de los enemigos; así por todas partes los Sabinos llevaron lo peor, y fueron desbaratados. A los últimos, por de contado, como no se defendiesen, sino que echasen a huir, luego los pasaron a cuchillo los Romanos, habiendo contribuido a su ruina su misma esperanza, porque pensando los de cada parte que los otros se habían salvado, no curaban de defenderse ni de permanecer en sus puestos, sino que los de los reales corrían hacia los de la celada, y éstos hacia el campamento; así huyendo, daban de frente con aquellos mismos hacia quienes huían, y que necesitaban de ser socorridos en lugar de poder prestar el socorro que los otros esperaban. Y si no perecieron todos los Sabinos, sino que se salvaron algunos, se debió precisamente a la ciudad de Fidenas, que estaba inmediata, a la que al hacerlos prisioneros se acogían, especialmente del campamento. Cuantos no pudieron entrar en Fidenas, o perecieron, o fueron presentados vivos por los que los cautivaron.

XXIII.— Este feliz suceso, por más que los Romanos estaban en la costumbre de hacer intervenir a la divinidad en las cosas de alguna importancia, creyeron que enteramente fue obra del general, y entre los mismos que se hallaron en la batalla se dijo desde luego que los enemigos habían llegado cojos y ciegos, y punto menos que muertos por Publícola al filo de sus espadas. Adelantó también mucho en riqueza la ciudad en esta ocasión con el botín y con los cautivos. Publícola, habiendo triunfado y entregado el mando a los cónsules que para sucederle se eligieron, al cabo de muy poco falleció, después de una vida colmada, hasta donde es dado aspirar, de todos los que se juzgan bienes y prosperidades. El pueblo, como si nada hubiera hecho por él durante su vida, sino que todavía le estuviese muy alcanzado en gratitud, decretó que a expensas públicas se diese sepultura a su cuerpo, llevando cada uno en su honor un cuartillo; y las matronas por sí mismas trajeron un año entero por tan esclarecido varón un luto tan honroso como envidiable. Sepultósele, por resolución de los ciudadanos, dentro del recinto de la población, hacia la llamada Velia, concediendo participar de la misma sepultura a su descendencia. Ahora no se entierra nadie en ella, y lo que hacen es llevar el cadáver a aquel punto, y depositándole en él, se le arrima un hacha encendida, retirándola luego, con lo que se da a entender que se tiene el derecho, pero se renuncia a aquel honor, y con esto luego se llevan el cadáver.

COMPARACIÓN DE SOLÓN Y PUBLÍCOLA

I.— Una cosa particular ocurre en esta comparación que no se ha ofrecido en ninguna otra de las que hemos escrito, y es que entre los comparados uno haya sido imitador del otro, y éste venga de aquel a ser testigo; porque cualquiera en la descripción que Solón trazó a Creso de la felicidad verá fácilmente que cuadra más a Publícola que a Tello; por cuanto Tello, de quien pronunció que había sido muy feliz por su honrosa muerte, por su virtud y por sus hijos, ni por sí mismo mereció lugar en los poemas de Solón como hombre de singular bondad, ni por sus hijos o magistraturas que hubiese obtenido alcanzó nombre y gloria; cuando Publícola en vida sobresalió en poder y gloria por su virtud entre los Romanos, y después de muerto, todavía en nuestro tiempo, al cabo de más de seiscientos años, los linajes y familias más ilustres, los Publícolas, los Mesalas y los demás Valerios refieren a él mismo la gloria de su origen. Tello es verdad que falleció como bueno a manos de los enemigos, manteniéndose en su puesto y peleando; pero Publícola, dando muerte a los enemigos, lo que a lo menos anuncia mejor suerte, y haciendo por su dirección y mando vencedora a la ciudad, triunfante, y colmado en honores, tuvo también aquel fin que era envidiado por el mismo Solón y preconizado como el más dichoso. Mas aquella exclamación que él mismo hizo contradiciendo a Mimnermo, sobre la duración de la vida,

No deje yo al morir de ser llorado;
antes, al expirar, de mis amigos
muestras reciba de dolor y llanto,

prueba también la dicha singular de Publícola, pues que al morir, no a sus amigos y familiares solamente, sino a la ciudad toda, a muchos millares dio ocasión de sentimiento, de lágrimas y de desconsuelo; porque las Romanas todas le lloraron, como si en él hubieran perdido cada una un hijo, un hermano o un padre. Dijo también Solón:

Yo bien deseo poseer riquezas,
mas no las quiero por injustos medios.

Y es que, efectivamente, la pena llega un día. Y Publícola no sólo tuvo la felicidad de enriquecer sin reprensión, sino también la de gastar con esplendor, haciendo bien a los menesterosos. De manera que si a Solón le cupo ser el más sabio de todos, Publícola fue, sin duda, el más bienhadado, pues que las cosas que aquel deseó mayores y más apreciables, Publícola las poseyó, y hasta morir continuó disfrutándolas.

II.— Sirvió ciertamente mucho Solón para el lustre de Publícola; pero también éste, a su vez, contribuyó para el de aquel, pues tomándole por el mejor modelo para cimentar bien una democracia, con quitar de la autoridad el fasto y la fiereza, la hizo amable y sin fastidio para todos; y adoptó además muchas de sus leyes, porque confió al arbitrio de la muchedumbre la elección de los magistrados, y al reo le dio facultad de apelar al pueblo, como la dio Solón de apelar a los jueces tomados de todo el pueblo. No creó, como éste, otro Senado nuevo; pero amplió el que existía, doblando casi el número. También fue tomada de allá la creación de los Cuestores, para que al supremo magistrado, ni si era bueno le faltara tiempo para las cosas importantes, ni si era malo le sobrasen los medios de abusar, siendo dueño del mando y de los caudales. El odio a la tiranía era más extremado en Publícola, porque si alguno intentaba apoderarse de la autoridad, Solón imponía pena al que fuese vencido en juicio, pero éste dio facultad de matarle sin necesidad de causa. Es justa y rectamente celebrado Solón porque, poniendo en su mano el estado de las cosas el que pudiese arrogarse todo el mando, y estando los ciudadanos dispuestos a llevarlo bien, él lo rehusó; pero no es menos de aplaudir en Publícola el que, habiéndosele conferido una autoridad despótica, la hubiese hecho más popular, y ni siquiera hubiese usado de ella en lo que legítimamente podía. Aunque parece haber sido Solón el primero en observar que el pueblo

Obedece gustoso a los que mandan,
si ni le aflojan ni le hostigan mucho.

III.— Fue cosa particular de Solón la abolición de los créditos, con la que consolidó poderosamente la libertad de los ciudadanos; porque de nada sirve que las leyes establezcan la igualdad si los créditos privan de ella a los pobres, pues cuando parece que usan más de la libertad, entonces es cuando están más esclavizados a los ricos, a quienes tienen que obedecer y estar sujetos en los actos de juzgar, de resolver y de hablar al público. Aun es más admirable que todo esto el que acostumbrando a traer consigo sediciones toda obligación de créditos, con haber usado de ella sola como de un remedio peligroso, pero fuerte, hubiera esto sido con tanta oportunidad, que hubiese cortado la sedición ya existente, sobreponiéndose con su virtud y la opinión que de él se tenía a lo que había en aquella operación de improbable y de odioso.

Considerado el gobierno de ambos, en Solón fue más brillante el principio, porque él fue seguido, y no siguió a nadie, y por sí mismo, sin compañía ni auxilio, dispuso y ejecutó las mayores cosas en la república; mas el fin fue en el otro más feliz y apetecible, porque su obra, en el gobierno, el mismo Solón, antes de morir, la vio disuelta; mas la de Publícola, hasta las guerras civiles, mantuvo en orden la ciudad; y es que aquel, en el momento de dar sus leyes, dejándolas en las tablas, sin más auxilio ni apoyo que la escritura, se marchó de Atenas; y éste, permaneciendo siempre y teniendo parte en el mando y el gobierno, fortaleció y puso en seguridad sus establecimientos. Además de esto, sobre aquel, que nada habría podido remediar aunque lo hubiera previsto, prevaleció Pisístrato; de manera que él quedó arrinconado, y la tiranía encumbrada; y éste, por el contrario, logró desechar y disolver una autoridad fuerte y dominante con el mucho tiempo que había durado, oponiendo quizá una virtud igual y una decisión semejante, pero teniendo mejor suerte y habiendo sido más eficaces sus esfuerzos.

IV.— En la parte militar, Daímaco de Platea ni siquiera conviene en que Solón hubiese intervenido en los encuentros con los de Mégara, en la forma que lo expresamos; cuando de Publícola no puede dudarse que, peleando y mandando él mismo, salió victorioso en grandes combates. Aun en los negocios públicos, el uno parece que tomó parte como por juego y fingiéndose loco; pero el otro, arrojándose de su voluntad a todo, hizo frente a Tarquino, y descubrió la traición que estaba tramada; y habiendo sido el principal autor para que los perversos fuesen castigados y no huyesen, no sólo lanzó de la ciudad las personas de los tiranos, sino que les cortó toda esperanza. Y con haber manejado con tanta osadía y vigor los negocios que llevaban consigo contienda, encono y oposición, aun se condujo mejor en los que requerían un trato pacífico y persuasión sumisa, habiendo conseguido ganar con maña a un varón tan belicoso y temible como Porsena, y convertirle en su amigo. Mas dirá aquí alguno que Solón les recobró a los Atenienses a Salamina, que ya la dejaban por perdida, y Publícola se apoderó de un terreno de que estaban en posesión los Romanos; pero es menester para examinar los sucesos referirlos a sus tiempos y circunstancias; porque el hombre político ha de ser tornátil, y cada cosa la ha de tomar por donde presente mejor asidero; y muchas veces con la pérdida de una parte salvó el todo, y con desprenderse de lo poco tuvo suerte en lo mucho. Así también aquel insigne varón, desposeyéndose de un territorio ajeno, puso en mayor seguridad todo el territorio propio; y para los que se daban por muy contentos con guardar y defender su ciudad adquirió el campamento de los que los tenían sitiados; pues poniendo en manos del enemigo el que fuese juez, vencedor en el pleito, aun salió ganando otro tanto como habrían dado de buena gana por vencer en la batalla: porque aquel se apartó de la guerra, y les dejó todos los acopios de ella, por la opinión de virtud y probidad que sobre todos supo el cónsul inspirarle.

TEMÍSTOCLES Y CAMILO

TEMÍSTOCLES

I.— A la gloria de Temístocles no pudo contribuir su oscuro origen; porque su padre, Neocles, no era de los distinguidos en Atenas, siendo de Fréar, uno de aquellos pueblos de la tribu Leóntide: y por la madre era espurio, según aquellos versos:

Soy Abrótono, Tracia en el linaje;
pero a los griegos con orgullo digo
que del grande Temístocles soy madre

Con todo, Fanias dice que la madre de Temístocles no fue de Tracia, sino de Caria, ni se llamó Abrótono, sino Euterpe; y Neantes le asigna por patria la ciudad de Halicarnaso, en Caria. Como los espurios, pues, se reuniesen en el Cinosarges, esto es, en un gimnasio que estaba fuera de las Puertas, consagrado a Heracles, en alusión a que éste tampoco era reputado por bien nacido entre los Dioses, sino que llevaba la nota de espurio por su madre, que era mortal, atrajo Temístocles a algunos jovencitos del mejor linaje a que, bajando al Cinosarges, se ungiesen allí con él; y con esto parece que destruyó aquella separación de los espurios y los legítimos. Es cierto, sin embargo de lo dicho, que era del linaje de los Licomedes, porque habiendo sido incendiado por los bárbaros en Flía el templete purificatorio que era común a los Licomedes, lo reparó Temístocles y adornó con pinturas, según refiere Simónides.

II.— Siendo todavía niño, es común opinión que se notaba en él una actividad extraordinaria; pues siendo por índole reflexivo, ya la inclinación le llevaba a las cosas grandes y a los negocios políticos; así, en las horas de recreo y vagar, después de las lecciones, no jugaba o se entretenía como los demás de su edad, sino que formaba ciertos discursos, meditando y reflexionando entre sí; y solían ser estos discursos acusaciones o defensas de los otros niños; solía, por tanto, decir su maestro: «¡Ay, niño, tú no has de ser nada pequeño, sino o muy gran bien, o muy grande mal!». Por la misma causa, entre los ejercicios y disciplinas aprendía con tedio y sin aplicación las que se miran como de crianza y son de cierta recreación y gracia entre gente fina; pero en las que se dirigían a formar el juicio y a saber manejar los negocios, se advertía bien que adelantaba sobre su edad, siguiendo en ello su índole.

Sucedió, por tanto, más adelante que en las concurrencias y reuniones urbanas, pareciéndole que se le criticaba sobre su crianza, se vio en la precisión de vindicarse con desenfado, diciendo: «Yo no sabré templar una lira o tañer un salterio; pero sí, tomando por mi cuenta una ciudad pequeña y oscura, hacerla ilustre y grande». Dice, sin embargo, Estesímbroto que Temístocles fue discípulo de Anaxágoras, y que también frecuentó a Meliso el Físico; pero en esto no se ajusta a la razón de los tiempos, porque con ser Pericles mucho más moderno que Temístocles, Meliso peleó contra aquel cuando sitió a Samos, y Anaxágoras vivía en la intimidad de Pericles.

Más crédito debe darse a los que escriben que Temístocles fue discípulo de Mnesífilo de Fréar, el cual no era de profesión retor, ni de los que tenían el nombre de filósofos físicos, sino que había tomado por ocupación la que se llamaba entonces sabiduría, y era, en realidad, una habilidad y sagacidad política, y una prudencia práctica y activa que se trasmitía en sistema desde Solón; con esa sabiduría mezclaron después algunos las artes forenses, y trasladaron su ejercicio de las obras a las palabras, y a éstos se les dio el nombre de Sofistas. Con éste, pues, fue con quien tuvo comunicación cuando ya trataba los negocios públicos.

En los primeros conatos de su juventud fue, por tanto, incierto y sin conductor fijo, dirigiéndose por solo su talento, que, falto de regla racional y del freno de la educación, le hacía pasar de unos extremos a otros, y caer a veces en lo menos conveniente, como luego lo reconoció él mismo, diciendo que de los potros más inquietos se hacen los mejores caballos cuando se acierta a darles la enseñanza y manejo que les son acomodados. Todas las demás relaciones que sobre esto algunos han inventado, como el haber sido desheredado por su padre, y el haberse dado su madre muerte voluntaria de pena de la deshonra de su hijo, deben tenerse por falsas; antes hay quien, por el contrario, dice que, queriendo el padre apartarle de mezclarse en los negocios públicos, le mostró en la orilla del mar las galeras viejas maltratadas y abandonadas, para darle a entender que del mismo modo se porta la muchedumbre con los hombres públicos cuando ve que ya no son de provecho.

III.— Muy pronto y con mucho ardor pareció haberse aplicado Temístocles a los negocios públicos, y muy vehemente se mostró también su anhelo por la gloria; por la cual, aspirando desde luego a ser el primero, se atrajo con intrepidez los odios de los poderosos, que ocupaban el primer lugar en la ciudad, y más especialmente luchó con Arístides el de Lisímaco, que en todo le hacía siempre oposición; sin embargo, la enemistad con éste tuvo, al parecer, un motivo y origen del todo pueril, porque ambos habían estado enamorados del hermoso Estesileo, natural de Teos, según la relación de Aristón el Filósofo, y desde entonces siempre estuvieron también encontrados en las cosas públicas. Contribuía además para hacer mayor esta oposición la desemejanza en la vida y en los caracteres; porque siendo Arístides dulce y bondadoso por carácter, y gobernando no con la mira de congraciarse ni con la de adquirir gloria, sino con el deseo de lo mejor, atendiendo únicamente a la seguridad y a la justicia, se veía precisado a contradecir a cada paso a Temístocles, que en muchas cosas conmovía la muchedumbre y la arrastraba a grandes novedades, y a detenerle con esto en sus progresos; pues se dice que era Temístocles tan sediento de gloria y tan amante de las cosas grandes, precisamente por ambición, que, verificada, siendo todavía joven, la batalla de Maratón contra los bárbaros, y celebrándose el mando de Milcíades, se le veía andar por lo común muy pensativo allá entre sí, pasar las noches sin hacer sueño, rehusar los acostumbrados convites y decir a los que admiraban esta mudanza, y le hacían sobre ella preguntas, que no le dejaba dormir el trofeo de Milcíades. Porque cuando los demás miraban como fin de aquella guerra la derrota de los bárbaros en Maratón, a los ojos de Temístocles no era sino principio de mayores combates, para los que él ya se ungía de antemano en defensa de toda la Grecia, y ejercitaba a los Atenienses, esperando muy de lejos lo que iba a suceder.

IV.— Para esto, en primer lugar, teniendo los Atenienses la costumbre de repartirse el producto de las minas de plata del monte Laurio, se atrevió él sólo a proponer, perorando al pueblo, que convenía dejarse de aquel repartimiento, y con aquellos fondos hacer galeras para la guerra contra los Eginetas. Era ésta entonces la guerra de más entidad en la Grecia, y los Eginetas eran, por el gran número de sus naves, los dueños del mar; así fácilmente, vino al cabo de ello Temístocles, no nombrando a los Atenienses a Darío o los Persas, porque éstos estaban lejos y no podía infundirles un miedo bastante poderoso su venida, sino valiéndose con arte y oportunidad del encono y enemiga que había con los Eginetas para aquellos preparativos. Construyéronse, pues, con aquel dinero cien galeras, que sirvieron después en el combate contra Jerjes.

De allí a poco, atrayendo y como impeliendo la ciudad hacia el mar, con manifestarles que las tropas de tierra ni aun eran sufícientes para hacer frente a los vecinos, cuando sobresaliendo en las fuerzas de mar, se defenderían de los bárbaros y podrían dominar la Grecia, consiguió hacerlos, según la expresión de Platón, de hoplitas inmobles, navegantes y marinos; y aun con esto dio margen al dicho injurioso que se divulgó contra él, de que habiendo quitado de la mano a los ciudadanos de Atenas la lanza y el escudo, los había atado al banco y al remo. Salió con estas cosas, no obstante que tuvo por contradictor a Milcíades, según refiere Estesímbroto. Si con ellas perjudicó o no al orden y buen sistema de gobierno, ésta es investigación de más alta filosofía; pero que la salud le vino a la Grecia del mar, y que aquellas galeras volvieron a levantar a la ciudad de Atenas de sus ruinas, además de otros argumentos, lo reconoció el mismo Jerjes: pues con tener intactas todas las tropas de tierra, huyó al punto después de la derrota de sus naves, como que no había quedado en estado de pelear, y si dejó a Mardonio, más fue, en mi concepto, para impedir a los Griegos su persecución, que no para que los sujetase.

V.— Dicen algunos que sentía grande afán por el dinero para poder subvenir a sus prodigalidades, porque siendo ostentoso en hacer sacrificios, y esplendoroso en agasajar sus huéspedes, para esto necesitaba tener abundantemente qué gastar; otros, por el contrario, le acusan de escaso y mezquino, diciendo que vendía las cosas de comer que le regalaban. Sucedió con Fílides, criador de caballos, que Temístocles le pidió un potro, y como aquel no se lo diese, le amenazó que en breve había de volver a su casa en caballo de madera, dándole a entender que le suscitaría acusaciones y pleitos entre los de su familia.

En la ambición y deseo de gloria excedió a todos, tanto que, siendo todavía joven, a Epicles el de Hermíone, citarista muy obsequiado de los Atenienses, le pidió muy encarecidamente que tañese en su casa, ambicionando que allí concurriesen muchos en su busca. Habiéndose presentado en Olimpia, quiso competir con Cimón en banquetes, en tiendas y en todo lo que era brillantez y aparato; mas los Griegos no se lo llevaron a bien, porque a éste, todavía jovencito y de una casa distinguida, creían que aquello podía tolerársele; mas a aquel, que no era conocido por su linaje, y que les parecía se iba elevando más de lo que a su mérito y facultades correspondía, teníanselo a vanagloria. Fue declarado vencedor, puesto al frente de un coro de trágicos, contienda en que ya entonces se ponía gran diligencia y esmero, y por esta victoria puso una lápida con esta inscripción: «Temístocles Freario presidía el coro; Frínico los instruyó; era arconte Adimanto».

Llegó, sin embargo, a poner de su parte a la muchedumbre, ya hablando a cada uno de los ciudadanos por su nombre, teniéndolos de memoria, y ya mostrándose juez inflexible en los negocios de los particulares; así, a Simónides de Ceos, que, siendo él estratega, le pidió una vez una cosa fuera de lo justo, le respondió: «Ni tú serías buen poeta si cantaras fuera de tono, ni yo un magistrado cual conviene si hiciera gracias contrarias a la ley». Otra vez, chanceándose con el mismo Simónides, le dijo que en dos cosas obraba sin juicio: en zaherir a los de Corinto, que habitaban una gran población, y en hacerse retratar, teniendo una cara tan fea. Al fin, elevado ya, y congraciado con la muchedumbre, hizo que prevaleciese su facción, y que por el ostracismo saliese Arístides desterrado.

VI.— Cuando ya el Medo venía sobre la Grecia, y los Atenienses deliberaban acerca del general que habían de elegir, dícese que, desistiendo todos los demás de buena gana del generalato, asustados del peligro sólo Epicides el de Eufémidos, que era un demagogo hábil en el decir, pero de espíritu tímido, y que se dejaba vencer por los intereses, se atrevió a aspirar al mando, viéndose desde luego que había de tener mucho partido en la elección, y que entonces Temístocles, temiendo que todo se arruinase si el mando recaía en tales manos, compró la ambición de Epicides a fuerza de dinero. También es celebrado lo que ejecutó con el intérprete que trajeron los legados del rey para pedir la tierra y el agua, y fue que, echándole mano, en virtud de decreto de la república, le quitó la vida, porque se había atrevido a emplear la lengua griega para órdenes de los bárbaros. Igualmente lo decretado contra Artmio el Zeleita; porque, a propuesta de Temístocles, se le declaró infame a él, a sus hijos y toda su descendencia, porque había traído a Grecia el oro de los Persas. Mas lo mayor de todo fue haber disipado todas las guerras de los Griegos, y haber reconciliado a todas las ciudades entre sí, persuadiéndoles que por la guerra inminente debían renunciar a sus enemistades; en, lo que se dice haber cooperado con él en gran manera Quileos el de Arcadia.

VII.— Apenas se encargó del mando, dio calor al pensamiento de trasladar los ciudadanos a las naves, persuadiéndoles que abandonando la ciudad saliesen al encuentro al bárbaro por mar lo más lejos de la Grecia que se pudiese. Opusiéronsele muchos, y entonces condujo gran ejército, en unión con los Lacedemonios, a Tempe, para defender allí la Tesalia, que todavía no se creía adicta a los Medos. Pero luego que de allí volvieron sin haber hecho nada, y que unidos los Tesalianos al rey, todo fue de su partido hasta la Beocia, pusieron todavía mucho más los ojos los Atenienses en Temístocles para la guerra marítima, y lo enviaron con las naves a Artemisio, a guardar los estrechos.

Disponiendo entonces los Griegos que Euribíades y los Lacedemonios tuviesen el mando, y llevando muy a mal los Atenienses, los cuales en el número de naves excedían a todos los demás juntos, el ir a las órdenes de nadie, Temístocles, que conoció el peligro, cedió él mismo por sí el mando a Euribíades y sosegó a los Atenienses, ofreciéndoles que si se portaban como hombres de valor en la guerra, él haría que en adelante los Griegos les obedeciesen de su grado. Por esto es por lo que fue mirado como el principal autor de la salud de la Grecia, y de la señalada gloria a que subieron los Atenienses, venciendo con la fortaleza a los enemigos, y con el juicio y la prudencia a los aliados.

Como, llegado que hubo a Afetas la armada de los bárbaros, se hubiese asombrado Euribíades de tanto número de naves como tenía al frente, y sabiendo además que otras doscientas iban a tomar la vuelta de Esciato, fuese de dictamen de salir cuanto antes para la Grecia y marchar al Peloponeso, poniendo junto a las naves el ejército de tierra, por contemplar invencibles las fuerzas de mar que el rey traía, los de la Eubea, temerosos de que los Griegos iban a desampararlos, hablaron de secreto con Temístocles, enviando para ello a Pelagón con una gran suma de dinero, y si bien la recibió aquel, fue, como dice Herodoto, para ponerla en manos de Euribíades. El que más se le oponía de sus ciudadanos era uno llamado Arquíteles. capitán de la nave sagrada, el cual, no teniendo con qué mantener su gente, instaba por que se retirasen; por lo mismo, Temístocles contra él principalmente irritó a los Atenienses, que llegaron hasta arrebatarle la comida que tenía dispuesta. Desalentado Arquíteles con esto, y llevándolo a mal, le envió Temístocles, en una cesta, la comida, reducida a pan y carne, y debajo le puso en dinero un talento, con orden de que comiese él entonces, y al otro día cuidase de la tripulación, pues de lo contrario publicaría a gritos, entre los ciudadanos, que el dinero le había venido de los enemigos, y esta particularidad la refirió Fanias el de Lesbos.

VIII.— Los encuentros que en aquellas gargantas se tuvieron con las naves de los bárbaros, nada tuvieron de decisivos respecto del todo de la contienda; pero sirvieron muchísimo a los Griegos para ver por las obras que en los peligros ni el número de las naves, ni el adorno y brillantez sobresaliente, ni los gritos provocativos, ni los cantares insultantes de los bárbaros tienen nada imponente para los hombres que saben venir a las manos y que combaten con denuedo, sino que, despreciando todo esto, lo que hay que hacer es arrojarse sobre los enemigos y luchar con ellos a brazo partido. Así parece que lo conocía Píndaro, cuando sobre este mismo combate de Artemisio dijo:

A la libertad, firme y claro asiento
dieron los hijos de la ilustre Atenas;

porque, en verdad, el confiar es el principio del vencimiento.

Es Artemisio una costa de la Eubea sobre Estiea, abierta por la parte del Norte, y por la parte a ella opuesta se extiende Olizón, que pertenece al país dominado antaño por Filoctetes; tiene un templo, no grande, de Ártemis llamada Oriental; prodúcense por allí alrededor árboles, y se encuentran unas columnas labradas de mármol blanco, el cual es de calidad que frotado con la mano da color y olor de azafrán. En una de estas columnas estaban grabados estos versos elegíacos:

De las regiones de Asia a inmensas gentes
en este mar del Ática los hijos
domar lograron en naval combate;
y de los Medos el poder deshecho,
para Ártemis la casta esta memoria
de gratitud en prenda dedicaron.

Muestran un lugar en aquella costa que en un montón de arena bastante extenso da, hasta gran profundidad, un polvo cenizoso y negro, como de cosa quemada, donde se presume haberse quemado las naves y los cadáveres.

IX.— Venidas a Artemisio las nuevas de lo ocurrido en Termópilas, sabedores de que Leónidas había muerto, y de que Jerjes tenía tomadas todas las avenidas por tierra, tiraron a entrar en la Grecia, tomando la retaguardia los Atenienses, y manteniéndose con ánimo elevado por los sucesos que hasta allí les había proporcionado su virtud. Bogó Temístocles por la costa, y en todos los parajes adonde vio que por necesidad habían de aportar o acogerse los enemigos, grabó letras bien claras en pilares que por acaso encontró, o que levantó él mismo en los apostaderos y abrevaderos, avisando por medio de ellas a los Jonios que si les era posible se pasasen a su bando, considerando que eran sus padres, que peleaban por su libertad de ellos; y cuando no, que en los combates hiciesen el daño posible a los bárbaros, tirando a desordenarlos. Esperaba con esto o atraerlos efectivamente, o causar un desorden, haciéndolos sospechosos a los bárbaros.

Habiendo Jerjes invadido por la parte superior de la Dórida las tierras de los Focenses e incendiado sus ciudades, no se movían los Griegos a socorrerlos, por más que los Atenienses les rogaban que saliesen al encuentro de los bárbaros hacia la Beocia por delante del Ática, como ellos habían dado auxilio, adelantándose hasta Artemisio. Nadie se movió a darles oídos, y como sólo tuviesen la atención en el Peloponeso, pensando en llevar todas las fuerzas al otro lado del Itsmo, y en correr un muro por éste de mar a mar, se irritaron los Atenienses con la idea de semejante traición, y al mismo tiempo se desalentaron y cayeron de ánimo, al ver que los dejaban solos; pues no pensaban en pelear con un ejército de tantos millares de hombres. El único recurso que al presente les quedaba, que era, abandonando la ciudad, atenerse a sus naves, los más lo oían con desagrado, como que de nada les servía la victoria, ni veían modo de salvamento, teniendo que desamparar los templos de sus Dioses y los sepulcros de sus padres.

X.— En esta situación, desconfiando Temístocles de convencer a fuerza de humanas razones a la muchedumbre, recurrió, como en las tragedias, a usar de artificio, empleando los prodigios y los oráculos. En cuanto a prodigios, acudió al del dragón, que en aquellos días se había desaparecido del templo, y habiendo encontrado los sacerdotes intactas las primicias que cada día le ponían, anunciaron al pueblo, habiéndoselo así dictado Temístocles, que la Diosa había desamparado la ciudad, precediéndolos en su retirada al mar. También por medio del oráculo alucinó a la muchedumbre, diciendo que por los muros de madera ninguna otra cosa se les significaba sino las naves, y que por lo mismo el dios había llamado divina a Salamina, no infeliz o miserable, para dar a entender que de la gran ventura de los Griegos había de tomar nombre en adelante. Habiendo salido con su propósito, escribió este decreto: que la ciudad quedaba bajo la protección de Atenea, quien tendría cuidado de ella; que todos los de edad proporcionada se trasladarían a las galeras, y que cada cual salvase del modo que le fuese posible sus niños, sus mujeres y sus esclavos. Confirmado el decreto, los más de los Atenienses pasaron a sus padre y sus mujeres a Trecene, donde de los Trecenios fueron honrosamente recibidos; porque decretaron que se les mantendría a expensas públicas, dándoles a cada uno dos óbolos, que los niños podrán tomar fruta donde les placiese, y además a los maestros se les pagaría por ellos el honorario, habiendo sido Nicágoras el que propuso este decreto.

Faltábanles fondos públicos a los Atenienses, y dice Aristóteles que, habiendo el Senado del Areópago proporcionado ocho dracmas a cada uno de los que militaban, fue por este medio la principal causa de que se tripularan cumplidamente las galeras; pero Clidemos lo atribuye también a estratagema de Temístocles, porque cuando ya los Atenienses bajaban al Pireo, dicen que se echó menos la Gorgona de la estatua de la Diosa, y que aparentando Temístocles que la andaba buscando, escudriñándolo todo por todas partes, había encontrado una gran suma de dinero que estaba escondida en el guardajoyas, la cual se puso de manifiesto, y hubo con ella para viático de los que se embarcaban. Hecha a la vela la ciudad, unos se dolían de aquel espectáculo, y otros admiraban la resolución de unos hombres que habían enviado a sus padres por otro lado, y ellos se mantenían inflexibles a las exclamaciones, lágrimas y abrazos de los suyos, y pasaban a la isla de Salamina; con todo, algunos ciudadanos, que por su decrepitud fue preciso dejarlos, movieron a compasión. De parte también de los animales domésticos, que son nuestros comensales había un ansia lisonjera, manifestando con aullidos y ademanes su deseo de seguir a los que los mantenían. Entre éstos se cuenta que el perro de Jantipo, padre de Pericles, no pudiendo sufrir el que lo dejase, se arrojó al mar, y, arrimándose a la galera, llegó hasta Salamina, donde, desfallecido ya, al punto se cayó muerto; y el monumento que todavía muestran, y al que llaman monumento del perro, dicen haber sido su sepulcro.

XI.— ¡Grandes son, por cierto, estos hechos de Temístocles! Pues como comprendiese que los ciudadanos sentían la falta de Arístides, y temían no fuera que de enfado se pasara a los bárbaros y acabara de poner en mal estado las cosas de la Grecia, porque estaba en destierro desde antes de la guerra, vencido por la facción de Temístocles, escribió un decreto, por el que se permitía a los desterrados por tiempo la vuelta, y hacer y decir lo que juzgasen conveniente con los demás ciudadanos.

Tenía el mando por superioridad de Esparta, Euribíades, el cual, no siendo de los más resueltos para el peligro, y queriendo por lo mismo dar la vela y navegar al Istmo, donde ya las fuerzas de tierra se habían reunido, Temístocles se le opuso; y con esta ocasión dicen que prorrumpió en aquellas expresiones que tanto se celebran; porque diciéndole Euribíades: «¡Oh Temístocles, en los juegos, a los que se adelantan les dan de bofetadas!». «Sí, le repuso Temístocles; pero no coronan a los que se atrasan». Y como aquel alzase el bastón como para pegarle, Temístocles le dijo: «Bien, tú pega; pero escucha». Admirado Euribíades de tanta moderación, y mandando que dijese, Temístocles lo redujo a su propósito. Reconveníale otro de que no era razón que un hombre sin ciudad tomase el empeño de persuadir a los que la tenían a que desamparasen y abandonasen su patria; y volviendo Temístocles contra él sus propias palabras: «Infeliz —le dijo— nosotros hemos abandonado nuestras casas y nuestras murallas, porque no hemos creído que por unas cosas sin sentido debíamos sujetarnos a la servidumbre; pero aun así poseemos la ciudad más poderosa de la Grecia, que son esas doscientas galeras, las cuales están a vuestra disposición y en vuestro auxilio, si pensáis en salvaros; pero si segunda vez os retiráis traidoramente, bien pronto sabrán los Griegos que los Atenienses son dueños de una ciudad libre y de un país en nada inferior al que han dejado». Luego que Temístocles se explicó de esta manera, reflexionó Euribíades, y entró en recelo de que los Atenienses los abandonaran y se marchasen. Iba a hablar también contra él uno de Eretria, y le dijo: «¡Cómo! ¿También queréis tratar de la guerra vosotros, que sois como los calamares, que tenéis espada, pero os falta el corazón?».

XII.— Refieren algunos que Temístocles trató estas cosas arriba sobre la cubierta de la nave, y que entretanto se dejó ver una lechuza, la que voló a la derecha de las naves, y se paró en lo alto de los mástiles; con lo que se afirmaron más en su dictamen, y se prepararon al combate naval. Mas a poco sucedió que la armada de los enemigos, recorriendo el Ática hasta el puerto de Falero, cubrió toda aquella costa y que el rey mismo, bajando también al mar con las tropas de tierra, se dejó ver con grandísimo aparato, reunidas unas y otras fuerzas; con lo que a los Griegos se les borraron los discursos de Temístocles, y los del Peloponeso volvieron poner sus miras en el Istmo, indisponiéndose con el que lo contradecía. Determinóse partir aquella noche, y así se dio la orden a los gobernalles. Entonces Temístocles, sintiendo en su corazón el que los Griegos, malogrando la ventaja del lugar y de aquellas estrecheces, se esparciesen por sus respectivas ciudades, concibió aquel estratagema que puso en obra por medio de Sicino.

Era este Sicino un esclavo, persa de origen, pero muy afecto a Temístocles, y ayo de sus hijos. Enviólo, pues, al Persa con gran recato, con orden de que le dijese que Temístocles, el general de los Atenienses, abrazando su partido, le anunciaba antes que otro alguno que los Griegos iban a retirarse precipitadamente; por lo tanto, que dispusiera cómo no huyesen, sino que mientras estaban así turbados con la ausencia del ejército de tierra, acometiese y destruyese sus fuerzas navales. Tomando Jerjes este aviso como nacido de inclinación, tuvo en ello placer, y dio al punto orden a los capitanes de las naves para que las demás las preparasen con reposo, pero con doscientas marchasen a tomar en torno las salidas, y a rodear las islas, para que no escapase ninguno de los enemigos.

Ejecutado así, el primero que lo rastreó fue Arístides, hijo de Lisímaco, el cual se dirige a la cámara de Temístocles, sin embargo de que no estaba bien con él, y antes por su causa se hallaba desterrado, como se deja dicho, y al salir Temístocles a recibirle le participa como estaban cercados. Éste, que conocía bien la probidad de Arístides, contento además con el paso que acababa de dar, le descubre lo practicado por Sicino, y le exhorta a que visite a los Griegos, que tanta confianza tienen en él, y los aliente, para que en aquellas angosturas se dé el combate. Alabando Arístides las disposiciones de Temístocles, fue recorriendo los demás caudillos y capitanes, incitándolos a la batalla. Todavía estaban desconfiados, cuando se presentó una nave tenedia que se había pasado, y cuyo capitán era Panecio, trayendo también la misma nueva de estar cercados, con lo que la necesidad dio ya estímulos a los Griegos para arrostrar el peligro.

XIII.— Jerjes al mismo rayar del día se puso a contemplar la armada y su formación, según Fanodemo, desde encima del templo de Heracles, que es por donde la isla de Salamina dista del Ática corto trecho; pero, según Aquestodoro, desde los lindes de Mégara sobre los llamados Cornijales, habiendo hecho allí traer un sitial de oro, y teniendo junto a si muchos amanuenses, cuyo destino era ir anotando lo que fuese ocurriendo en la batalla.

Hallándose en tanto Temístocles haciendo un sacrificio en la galera capitana, le presentaron tres cautivos de bellísima presencia, y vestidos con ropas vistosamente guarnecidas de oro: decíase que eran hijos de Sandauce, hermana del rey, y de Artaícto. Viólos el agorero Eufrántides, y como al mismo tiempo el fuego del sacrificio hubiese resplandecido con gran brillo, y el estornudo hubiese dado señal derecha, tomando a Temístocles por la diestra, le prescribió echase mano como primicias de aquellos jóvenes, y que los consagrase todos tres a Baco Omesta, haciéndole plegarias, con lo que los Griegos conseguirían la salud y la victoria a un tiempo. Sorprendióse Temístocles de vaticinio tan grande y tan terrible; pero la muchedumbre, como sucede en las grandes luchas, casos y asuntos difíciles, que más bien espera su salud de cosas disparatadas y fuera de razón que no de las que van según ella, empezó a implorar a una voz al dios, y conduciendo los jóvenes al ara, exigió por fuerza que se les sacrificara conforme a la orden del agorero. Así lo escribió Fanias el de Lesbos, varón sabio y no desprovisto de conocimientos históricos.

XIV.— En cuanto al número de las naves de los bárbaros, el poeta Esquilo, como testigo de vista y que podía asegurarlo, dice en la tragedia los Persas lo siguiente:

De naves tuvo Jerjes, lo sé cierto,
un millar, y, además,
buques ligeros sobre doscientos siete:
ésta es la cuenta.

De Atenas eran las naves ciento ochenta, y cada una tenía sobre la cubierta diez y ocho hombres de armas, cuatro de ellos eran flecheros, y los demás infantes bien armados.

Parece que Temístocles no menos supo conocer y observar el tiempo oportuno, que el lugar para el combate, no oponiendo las proas de las galeras a las de los bárbaros antes de que llegase la hora en que acostumbraba a moverse un viento fuerte de mar, que impelía las olas de la parte de los golfos; el cual en nada incomodaba a las naves griegas, que eran más bajas y de menos balumbo; pero a las de los bárbaros, que eran muy levantadas de popa y tenían también elevada y alta la cubierta, no las dejaba parar, hiriendo en ellas, con lo que quedaban más expuestas a los encuentros de las griegas, que con ligereza y seguridad se movían según las órdenes de Temístocles, a quien atendían principalmente, como que era quien mejor sabía lo que debía hacerse. Asestábale flechas y dardos Ariámenes, almirante de la armada de Jerjes, hombre de valor, y entre los hermanos del rey el más recto y justo, el cual mandaba una nave de gran porte, y tiraba desde ella como desde un muro: a éste, pues, Aminias Deceleo y Socles Pedieo, que navegaban juntos, al encontrarse y chocarse con las proas bronceadas, cuando iba a arrojarse en la galera de ellos, le recibieron e hirieron con lanzas y le precipitaron al mar, y su cuerpo, que, con los de otros marineros, era arrastrado de la corriente, le reconoció Artemisia, y se lo llevó a Jerjes.

XV.— Cuando estaba el combate en este punto, dicen que de la parte de Eleusis resplandeció una gran llama, y que un eco y una voz se escuchó por todo el territorio de Triasia hasta el mar, como de muchos hombres que de consuno clamasen el místico Iaco, y a causa de la muchedumbre que gritaba, pareció que poco a poco se levantaba de la tierra una nube que bajaba luego y caía sobre las galeras. A otros les pareció que veían fantasmas e imágenes de hombres armados, que de la parte de Egina levantaban las manos hacia las galeras de los Griegos, y de esto quisieron conjeturar que eran los Eácidas, cuyo auxilio habían implorado antes del encuentro.

El primero que apresó una nave fue Licomedes, ciudadano de Atenas, capitán de galera, el cual, tomando la insignia, la consagró a Apolo laureado. Los demás, igualando en el número a los bárbaros, como que en la angostura no podían presentarse sino en fila, y esto, chocando unos con otros, los batieron y obligaron a retirarse, habiendo sostenido el combate hasta el anochecer, y alcanzaron aquella tan gloriosa y celebrada victoria, la más ilustre y brillante acción de mar, que, según expresión de Simónides, se obró nunca ni por los Griegos ni por los bárbaros, debida al valor y pronta voluntad de todos los combatientes y al talento y sagacidad de Temístocles.

XVI.— Después de la batalla, Jerjes, queriendo combatir, a pesar de la derrota, meditaba pasar a Salamina sus tropas de tierra a fuerza de estacadas, dejando cerrado en medio el paso a los Griegos. Temístocles, con el objeto de explorar a Arístides, le propuso el pensamiento de cortar el puente de barcas, navegando para ello al Helesponto, «para que así tomemos —le dijo— al Asia en Europa». Desaprobólo Arístides diciéndole: «Ahora hemos triunfado del bárbaro mientras rebosaba en delicias; pero si encerramos dentro de la Grecia, y por temor a combatir, a un hombre que dispone de tan desmesuradas fuerzas, no se sentará ya bajo el dosel dorado a mirar la pelea con reposo, sino que arrestándose a todo y recorriéndolo todo, estrechado del peligro, enderezará sus negocios, ahora mal parados, y deliberará mejor sobre todo. Por tanto, no debemos ¡oh Temístocles! cortar el puente que está echado, sino echar otro si es posible fuera y arrojar al bárbaro cuanto antes de la Europa». «Pues bien —replicó Temístocles—, si parece que esto es lo que conviene, ahora es el momento de ver cómo le haremos que deje prontamente libre la Grecia».

Convenidos en esto, envía un eunuco del rey que se halló entre los cautivos, llamado Arnaces, con orden de que le diga que los Griegos, dueños ya del mar, tenían determinado navegar al Helesponto, donde está el paso, y cortar el puente, y que Temístocles, que se interesa por el rey, le exhorta a que se apresure él mismo hacia sus mares, y haga la travesía, mientras que él busca medios de embarazar a los aliados y dilatar el que se le persiga. Llenóse de temor el bárbaro con esta nueva, y aceleró cuanto pudo su partida. La prueba del acierto de Temístocles y Arístides se tuvo en Mardonio, pues con no haber peleado en Platea sino con una pequeña parte de las fuerzas de Jerjes, corrieron gran riesgo de su entera destrucción.

XVII.— De las ciudades, dice Herodoto que se adjudicó el prez a la de Egina; y a Temístocles, aunque de mala gana por la envidia, se lo concedieron todos; pues sucedió que retirados al Istmo, yendo a dar su voto los generales desde el ara, cada uno se dio a sí mismo el primer lugar en cuanto a valor, y el segundo a Temístocles. Pero los Lacedemonios se lo llevaron a Esparta, y dieron a Euribíades el prez de valor; y a aquel el de sabiduría, que fue una corona de olivo; regaláronle además, de los carros de la ciudad, el mejor, y enviaron trescientos jóvenes que le acompañasen hasta la frontera. Dícese que en las primeras fiestas olímpicas que vinieron, habiéndose presentado Temístocles delante del circo, olvidados todos los espectadores de los contendientes, todo el día lo estuvieron mirando, y mostrándolo a los extranjeros con grande admiración y aplausos, de manera que con el regocijo confesó a sus amigos que ya había cogido el fruto de cuanto por la Grecia había trabajado.

XVIII.— Era, efectivamente, por naturaleza ambicioso de gloria, si hemos de sacar inducciones de los hechos que han quedado en memoria. Elegido por la ciudad general de la armada, no quiso despachar de por sí ningún negocio ni privado ni público de los que fueron ocurriendo, sino que los dejó todos para el día en que había de darse a la vela, para que dando expedición de una vez a tantos asuntos, y teniendo que tratar con tantos, formaran idea de que era un grande hombre y de mucha autoridad.

Examinando a orillas del mar los muertos que en ella yacían, cuando vio tantos brazaletes y collares de oro como por allí había, nada tomó, pero dijo al que le acompañaba: «Toma tú para ti, porque tú no eres Temístocles».

A un joven de los lindos, llamado Antífates, que antes le había tratado con demasiada altanería, y después le hacía desmedidos obsequios, viéndole tan ensalzado: «Jove —le dijo—, aunque tarde, al fin ambos hemos venido a ser cuerdos».

Decía que los Atenienses no le apreciaban ni admiraban, sino que era como el plátano, que en una tormenta, y mientras dura el peligro, se acogen a él; pero venida luego la serenidad, le sacuden y despojan.

Diciéndole uno de Serifo, que no por sí, sino por ser de la ciudad que era, había adquirido tanta gloria. «Tienes razón —le respondió—; pero ni yo siendo Serifo me hubiera hecho ilustre, ni tú aunque fueras Ateniense».

Uno de los generales, habiendo hecho una acción que le pareció de importancia para la ciudad, se jactaba de ella ante Temístocles, y como se propasase hasta comparar sus hechos con los de éste: «Con el día festivo —le replicó— entró en disputa el siguiente, diciéndole que él era día lleno de quehaceres y activo, cuando en aquel todos gozaban de lo que antes habían adquirido, estándose ociosos; a lo que contestó el día de fiesta: dices bien; pero si yo no hubiera existido, no existirías tú ahora; pues de la misma manera, dijo, no habiendo yo existido en aquel tiempo, ¿dónde estaríais ahora vosotros?».

Tenía un hijo muy consentido de su madre, y ésta lo era de él mismo; así dijo por chanza que aquel era el de más poder entre los Griegos, porque los Atenienses dominaban a los demás Griegos; a los Atenienses, el mismo Temístocles; a él, su mujer, y a ésta, el hijo.

Queriendo ser singular en todo, al vender un campo, mandó que pregonasen que tenía buen vecino. Teniendo su hija varios pretendientes, prefiriendo el hombre de bien al rico, decía que más quería hombre necesitado de dineros, que dineros necesitados de un hombre. En estos dichos sentenciosos se ve cuál era su carácter.

XIX.— Luego que estuvo de vuelta, hechas las referidas hazañas, se dedicó al punto a restablecer y murar la ciudad, ganando con dinero a los Éforos, para que no se opusiesen, según dice Teopompo; pero, según otros, usando de artificio. En efecto: pasó a Esparta, titulándose embajador, y reconviniéndole los Esparciatas de que amurallaban la ciudad, de lo que también le acusaba Poliarco, enviado ex profeso de Egina, lo negó, y dijo que enviaran a Atenas personas que lo viesen; dando largas con esto para que se adelantase la obra, y juntamente con la mira de que en su lugar tuviesen los Atenienses en su poder aquellos enviados. Consiguió lo que se proponía, porque con haberse enterado los Lacedemonios de la verdad, en nada le ofendieron, sino que le dejaron ir incomodados ocultamente con él.

Entonces fortificó el Pireo, habiendo observado que era el más cómodo de los puertos, volviendo la ciudad toda hacia el mar, y siguiendo en cierta manera una política contraria a la de los antiguos reyes de los Atenienses. Porque éstos, según se dice, con la intención de apartar del mar a los ciudadanos y acostumbrarlos a vivir sin embarcarse, plantando y cultivando el terreno, refirieron la fábula de Atenea, que, como contendiese con ella Posidón sobre el país, salió vencedora con haber mostrado a los jueces el olivo. Temístocles, pues, no juntó el Pireo con la ciudad, que es la expresión del cómico Aristófanes, sino que arrimó la ciudad al Pireo, y la tierra a la mar, con lo que el pueblo se hizo más poderoso contra los principales, y tomó orgullo, pasando la autoridad a los marineros, a los remeros y a los pilotos. Por esto, la tribuna que se puso en el Pnix estaba mirando al mar; pero luego los Treinta la volvieron hacia el continente, teniendo por cierto que el mando y superioridad en el mar era origen de democracia, y que los labradores eran menos difíciles con la oligarquía.

XX.— Todavía tenía Temístocles meditada otra cosa más grande para acrecentar el poder marítimo; porque habiéndose retirado la armada de los Griegos a invernar a Págasas después de la huída de Jerjes, hablando en junta a los Atenienses, les dijo que le había ocurrido un proyecto sumamente útil y saludable para la ciudad; pero incomunicable a la muchedumbre. Decretaron los Atenienses que lo revelase a sólo Arístides, y si éste lo aprobaba, lo llevara a efecto. Manifestó, pues, a Arístides que su pensamiento era pegar fuego a la armada de los Griegos; y éste, presentándose al pueblo, le anunció que no podía haber proyecto más útil que el que tenía meditado Temístocles, ni tampoco más injusto; por lo que los Atenienses mandaron a Temístocles que desistiese de él.

Propusieron en la junta de los Anfictíones los Lacedemonios que se privara del derecho de intervenir en ella a las ciudades que no habían cooperado a la guerra contra el Medo, y temiendo Temístocles que si los Tesalios, los Argivos y aun los Tebanos eran desechados de la junta, absolutamente se apoderarían aquellos de los votos, y no se haría más de lo que quisiesen, defendió las ciudades, y logró que fueran de contraria opinión los congregantes, haciendo ver que solas treinta y una ciudades, y de éstas la mayor parte muy pequeñas, habían tenido parte en la guerra; por tanto, sería muy duro que, excluída de la reunión toda la Grecia, viniera la junta a no componerse más que de dos o tres ciudades importantes. Con esto se indispuso fuertemente con los Lacedemonios, los cuales procuraron cómo Cimón adelantara en los cargos y honores, para que fuera en el gobierno el antagonista de Temístocles.

XXI.— Era, además, odioso a los aliados, porque, dirigiéndose a las islas, les exigía las contribuciones. Así decía y oía lo que Herodoto refiere de los Andros, a quienes dijo que se presentaba allí trayéndoles dos dioses: la persuasión y la fuerza; y ellos le respondieron que tenían consigo otros dos grandes dioses: la pobreza y la miseria, que les prohibían le diesen dinero.

Timocreón el de Rodas, poeta lírico, en sus canciones trata muy mal a Temístocles, porque a otros desterrados, por dinero, les proporcionó ser restituidos, y a él, por dinero también, lo abandonó, con ser su huésped y su amigo. Dice así:

Si tú a Pausanias, si tú a Jantipo
y a Leutíquidas das tus alabanzas,
yo a Arístides las doy, el mejor hombre
que produjo jamás la sacra Atenas:
porque odia a Temístocles Latona
por embustero, injusto y alevoso,
que ganando con sórdido dinero
a Iáliso a su patria no redujo
con ser su huésped; y por tres talentos,
corrió a su perdición, volviendo a unos
con injusticia, persiguiendo a otros,
y a otros dando muerte por codicia.
Ahora en el Istmo, hecho mesonero,
fiambre vende, y los que prueban de ella
hacen plegarias por que el fin del año
el avaro Temístocles no vea.

Pero todavía usó Timocreón de más amarga e insolente maledicencia contra Temístocles, después de su destierro y condenación, componiendo un poema que empezaba de este modo:

Musa, honor de estos versos, di a los Griegos,
como a justicia y a razón conviene…

Dícese que Timocreón fue desterrado por medismo, esto es, por ser partidario de los Medos, habiendo dado también Temístocles su voto contra él; por tanto, cuándo luego a éste se le siguió la misma causa de medismo, cantó contra él:

No Timocreón sólo tiene trato con los Medos;
aun hay otros perversos;
no soy yo sólo a quien el pie falsea;
parece que hay también otras raposas.

XXII.— Escuchaban con gusto los ciudadanos estas calumnias por la envidia que le tenían, y esto le obligaba a disgustarles todavía más, haciendo muchas veces en las juntas públicas mención de sus hazañas; y a los que mostraban displicencia: «¿Por qué os cansáis —les dijo— de que uno mismo os haga frecuentes beneficios?». También irritó a la muchedumbre con edificar el templo de Ártemis, a la que dio el nombre de buena consejera, como que había tomado las más provechosas determinaciones para la ciudad y para los Griegos. Este templo lo construyó en Mélita, junto a su casa, donde ahora los ejecutores públicos arrojan los cadáveres de los condenados y los vestidos y cordeles de los sofocados o de otro modo muertos por justicia. Existía todavía en nuestros días el retrato de Temístocles en el templo de Ártemis del buen consejo, y se descubre que no sólo en su espíritu sino también en su presencia era un personaje heroico.

Usaron, pues, del ostracismo contra él, despojándole de sus honores y de su superioridad, como solían hacerlo contra todos los que se les hacían insoportables por su poder o que creían no guardaban la igualdad democrática. No era el ostracismo una pena, sino como un desquite y alivio de la envidia, que se complacía en ver rebajados a los que se elevaban y desahogaba su incomodidad con causar este deshonor.

XXIII.— Precisado a salir de la ciudad, y deteniéndose en Argos, ocurrieron las cosas de Pausanias, que tanto asidero dieron contra él a sus enemigos. El que le suscitó la causa de traición fue Leobotes, hijo de Alcmeón Agraulense, corroborándola juntamente con él los Esparcíatas, Pausanias, pues, trayendo entre manos sus tramas de traición, al principio se guardó de Temístocles, no obstante que era su amigo; mas cuando supo que había sido desposeído del gobierno, y que lo llevaba mal, se resolvió a atraerle a la participación de sus designios, enseñándole las cartas del Rey e irritándole contra los Griegos por ser injustos e ingratos. Mostróse inaccesible a las solicitaciones de Pausanias y abominó de semejante participación; pero a nadie refirió aquellas conversaciones, ni denunció el intento, esperando quizá que Pausanias desistiría de él, o que otros lo denunciarían, habiéndose metido sin reflexión ninguna en una empresa disparatada y temeraria.

Fue en esto condenado a muerte Pausanias, y habiéndosele encontrado algunas cartas y otros papeles relativos a este asunto, dieron lugar a sospechas contra Temístocles, con las que los Lacedemonios levantaron el grito, y los ciudadanos envidiosos le acusaron cuando se hallaba ausente y por escrito se estaba defendiendo de las primeras acusaciones. Porque viéndose calumniado por sus enemigos, escribió a sus ciudadanos, diciéndoles que siempre había aspirado a mandar, y que no habiendo nacido con disposición ni voluntad de ser mandado, nunca haría entrega a los bárbaros sus enemigos de sí mismo y de la Grecia. Con todo, persuadido el pueblo por sus acusadores, dispuso enviar quien le echase mano y lo trajese a ser juzgado ante los Griegos.

XXIV.— Llegó a entenderlo, y se acogió a Corfú, por tener obligada a aquella ciudad con beneficios; pues como tuviesen disputa con los de Corinto, constituido juez entre ellos, los puso en amistad, determinando que los de Corinto pagasen veinte talentos y que poseyesen a Léucade, como colonia común de unos y otros. De allí huyó al Epiro, y, perseguido de los Atenienses y Lacedemonios, casi desesperado y sin saber qué hacerse, se acogió a Admeto, que era rey de los Molosos, sin embargo de que habiendo tenido una pretensión con los Atenienses, como hubiese sido desairado por Temístocles cuando florecía en poder, le miró siempre con odio, y se tenía por cierto que se vengaría si le tuviese a mano. En aquel apuro, pues, temiendo más la envidia familiar y reciente que no la antigua y de un rey, se puso a sí mismo a discreción de ésta, tomando para con el Rey un extraño e inusitado modo de ruego, porque cogiendo en brazos al hijo de éste, todavía niño, se postró ante el hogar, teniendo los Molosos esta especie de ruego por la más poderosa y casi irresistible. Dicen algunos que Ftía, mujer de Admeto, fue la que sugirió a Temístocles esta clase de súplica, sentando al niño a su lado junto al fuego; pero otros, que fue el mismo Admeto quien, para excusarse con los perseguidores de Temístocles con esta precisión, inventó y propuso esta farsa para no entregarlo.

Allá Epícrates de Acarnas le envió su mujer e hijos, habiendo podido sacarlos furtivamente de Atenas, por lo que después Cimón le hizo condenar a muerte, según escribe Estesímbroto. Después olvidado, no sé cómo, de esto, o suponiendo olvidado al mismo Temístocles, dice que hizo viaje a Sicilia, y pidió a Hierón su hija en matrimonio, ofreciéndole que pondría a los Griegos bajo su mando, y que, no viniendo Hierón en ello, se dirigió por tanto al Asia.

XXV.— Mas no puede ser que esto pasase así, porque Teofrasto, en su Tratado del reino, refiere que habiendo enviado Hierón a Olimpia caballos para los juegos, y habiendo armado una tienda ricamente bordada, habló Temístocles a los Griegos, proponiéndoles que hiciesen pedazos la tienda de un tirano, y no permitiesen que sus caballos entrasen en el combate. Tucídides escribe que, pasándose al otro mar, dio la vela desde Pidna, sin que ninguno de los navegantes supiese quién era, hasta que, arrojada por el viento la embarcación a Naxo, sitiada entonces por los Atenienses, el peligro le obligó a descubrirse al capitán y al piloto, a los que, ora con ruegos, ora con amenazas, diciéndoles que los acusaría a los Atenienses y les levantaría que no con ignorancia, sino corrompidos con dinero, le habían tomado a bordo, puso en la precisión de hacerse de nuevo al mar y aportar al Asia. De su caudal llevó entonces mucho consigo, habiendo podido sustraerlo algunos de sus amigos; pero otra gran parte que llegó a descubrirse fue llevada al tesoro público, diciendo Teopompo que montó a cien talentos, y Teofrasto, que a ochenta, siendo así que apenas valdría tres talentos todo cuanto tenía cuando empezó a tomar parte en los negocios públicos.

XXVI.— Llegado que hubo a Cima, como entendiese que entre las gentes de mar muchos le andaban espiando para echarle mano, y más especialmente Ergóteles y Pitodoro, porque la caza era lucrativa para los que en todo no buscan más que la ganancia, habiendo hecho publicar el rey que daría doscientos talentos, huyó de allí a Egas, pueblezuelo eólico, donde sólo era conocido de su huésped Nicógenes, hombre entre los Eólicos muy rico, y que tenía influjo con los que arriba gozaban de autoridad. En casa de éste se mantuvo oculto algunos días; mas al cabo de ellos, de sobremesa, en un festín tenido con motivo de cierto sacrificio, Olbio, ayo de los hijos de Nicógenes, saliendo fuera de sí, como inspirado, cantó en verso de este modo:

Da a la noche la voz, y da el consejo;
y a la noche también da la victoria.

Yéndose después de esto a recoger Temístocles, le pareció ver en sueños un dragón que de la tierra le subió al vientre, y se le rodeó al cuello, y luego, apenas tocó en el rostro, se convirtió en águila, la cual, cubriéndole con las alas, lo levantó y llevó consigo largo espacio, y, últimamente, presentándole un caduceo de oro, sobre éste le colocó con toda seguridad, dejándole libre de grandísimo miedo y turbación. Despachóle, pues, Nicógenes, valiéndose de este artificio; los bárbaros, generalmente, son todos, y en especial los Persas, muy salvajes y rigurosos por naturaleza en el punto de celar a las mujeres; así, no solamente a las casadas, sino aun a las mujeres que compran y a las comblezas, las guardan con gran diligencia, sin que ninguno de los de afuera pueda verlas; por tanto, en casa están siempre encerradas, y cuando van de viaje, llevadas en carros completamente cubiertos es como caminan. Dispuesto, pues, de este mismo modo un carruaje para Temístocles, hacía oculto su viaje, diciendo los que iban con él a los caminantes y a los que preguntaban que conducían de la Jonia una mocita griega para uno de los que servían a las puertas del rey.

XXVII.— Tucídides y Carón de Lámpsaco escriben que, muerto ya Jerjes, fue al hijo a quien Temístocles se presentó: pero Éforo, Dinón, Clitarco, Heraclides y otros muchos sostienen que se presentó al mismo Jerjes. Parece que Tucídides va más acorde con la cronología, aunque tampoco ésta sea de una gran exactitud. Llegado Temístocles al punto peligroso, primero se dirigió a Artabano, capitán de mil hombres, y diciéndole que era realmente un griego; pero que tenía que hablar al rey sobre negocios muy graves que sabía le traían cuidadoso: «¡Oh huésped —le respondió aquel—: las leyes de los hombres son diferentes unas de otras, y a unos agradan unas cosas, y a otros, otras; pero a todos agrada el acatar y sostener las propias. El que vosotros sobre todo admiréis la libertad y la igualdad es puesto en razón; mas entre nosotros, con ser muchas y muy loables las leyes que tenemos, la más loable es la de honrar al rey, y adorar en él la imagen de Dios, que todo lo conserva. Por tanto, si adorares, aplaudiendo nuestros usos, te será concedido ver y hablar al rey; pero si piensas de otro modo, usa de otros mensajeros para este ministerio, porque es costumbre nuestra que el rey no ha de escuchar a quien no le adore». Temístocles, cuando esto oyó, le dijo: «Mi venida ¡oh Artabano! es a acrecentar el nombre y el poder del rey; así, yo mismo obedeceré a vuestras leyes: pues que Dios, que magnifica a los Persas, así lo dispone; y por mí serán en mayor número los que adoren al rey; por tanto, no sirva esto de impedimento para las razones que me propongo decirle». «¿Pues quién de los Griegos —replicó Artabano— le diremos que ha llegado? Porque en tu explicación no pareces un hombre vulgar». «Esto —repuso entonces Temístocles— no es razón que lo sepa nadie antes que el mismo rey».

Así lo refiere Fanias; pero Eratóstenes, en su Tratado de la riqueza, añade que esta visita y coloquio le fueron proporcionados a Temístocles por medio de una mujer de Eretria, que vivía con este caudillo.

XXVIII.— Introducido a la presencia del rey, le adoró y quedó en silencio; entonces mandó el rey al intérprete que le preguntase quién era, y preguntándoselo éste, dijo: «Te presento ¡oh rey! en mí a Temístocles Ateniense, un desterrado a quien los Griegos persiguen, y que, si a los Persas causó muchos males, todavía les dispensó mayores bienes con impedir la persecución, cuando, puesta en seguridad la Grecia, pudo salvar sus cosas propias, y haceros al mismo tiempo algún servicio. Por mí estoy aparejado a todo lo que mis actuales desgracias pueden exigir, viniendo preparado a recibir tus favores, si ya me miras benignamente, o a pedirte que temples tu ira, si todavía te conservas enojado. Mas tú, valiéndote del testimonio de mis enemigos sobre los beneficios que a los Persas he hecho, aprovecha más bien mis infortunios para dar muestras de tu virtud, que para satisfacer tu enojo; porque en mí salvas a un rogador tuyo, y pierdes a un enemigo que ya soy de los Griegos». De aquí pasó después Temístocles con el discurso a la relación de su ensueño en casa de Nicógenes y al vaticinio de Zeus Dodoneo, como que enviado del dios al que llevaba igual nombre, desde luego se había propuesto venir ante él, porque ambos eran grandes y se llamaban reyes.

Oyólo el Persa, y por entonces nada le respondió, pasmado de su resolución y su osadía; pero con sus amigos se daba el parabién, como en la mayor prosperidad, haciendo plegarias a Arimanes para que inspirara siempre iguales pensamientos a sus enemigos, de ir así desechando los hombres de más provecho entre ellos, y se dice que hizo sacrificio a los Dioses, e inmediatamente tuvo banquete, y en aquella noche se le oyó gritar por tres veces, entre sueños: «Tengo en mi poder a Temístocles Ateniense».

XXIX.— Apenas amaneció, llamando a sus amigos, le hizo comparecer cuando nada favorable esperaba, porque desde luego observó que los palaciegos, al saber quién era, torcieron el gesto, y le injuriaron, y aun Rojanes, capitán de mil hombres, cuando Temístocles iba a pasar por junto a él, estando el rey ya en su asiento y todos callando, oyó que dio un suspiro, y dijo en voz baja: «¡Oh serpiente griega, hombre mudable, el buen genio del rey te ha traído aquí!». Mas, sin embargo, luego que se presentó y repitió la adoración, saludándole el rey y hablándole con gran afabilidad, le dijo lo primero cómo le era deudor de doscientos talentos, por cuanto, habiéndose venido por sí a presentar, le tocaba de justicia lo que se había ofrecido al que lo trajese; prometióle, además, muchos mayores dones, y le alentó diciéndole que sobre las cosas de los Griegos le manifestase cuanto quisiera con franqueza.

«El habla del hombre —respondió Temístocles— es como los tapices pintados, porque, como éstos, desarrollada manifiesta bien las imágenes, pero recogida las encubre y echa a perder: así que necesitaba algún tiempo». Agradado el rey de la comparación, le mandó que lo señalase; pidió un año, y cuando hubo aprendido bastante bien la lengua persa, entraba a hablar al rey directamente por sí mismo. Creían los de la parte de afuera que trataban de las cosas de la Grecia; pero como en aquella sazón se hiciesen varias mudanzas, así en las cosas de palacio como en las de los amigos del rey, se concilió la envidia de los próceres, al considerar que también acerca de ellos se habría atrevido a hablar con libertad, porque eran nada comparadas con las suyas las honras que a los demás extranjeros habían solido hacerse; así es que asistía a las cacerías del rey, y en el palacio a sus recreaciones, llegando hasta haber sido presentado a la madre del rey y entrado en su confianza, y aun hasta oír la doctrina de los magos por orden del rey. Cuando Demarato el Esparcíata, habiéndosele dicho que pidiese una gracia, pidió la diadema como los reyes, y que se le permitiese cabalgar con ella por Sardis, Mitropaustes, sobrino del rey, tomándole la mano: «La diadema ésta —le dijo— no tendría cerebro que cubrir, y aun cuando tomases en la mano el rayo, no por eso serías Zeus». Ello es que el rey estaba enojado con Demarato por semejante petición, y cuando se creía que no sería posible apaciguarlo, Temístocles, a quien se puso por intercesor, consiguió dejarle desimpresionado y amigo.

Dícese que más adelante los reyes sucesores, bajo los cuales hubo mayor enlace entre las cosas de los Griegos y los Persas, cuando llamaban cerca de sí a algún Griego le anunciaban y escribían cada uno que tendría con él más lugar que Temístocles. Del mismo Temístocles se refiere que, cuando ya se miraba engrandecido y obsequiado de muchos, teniendo un día un gran festín, habló así a sus hijos: «Estábamos perdidos, hijos míos, si no hubiésemos estado perdidos». Dicen que para pan, vino y demás condimentos se le asignaron tres ciudades: Magnesia, Lámpsaco y Miunte; y Neantes de Cízico y Fanias añaden otras dos: Percote y Palascepsis, para tapicería y vestidos.

XXX.— En ocasión en que bajaba hacia el mar con motivo de las cosas de los Griegos, le armó asechanzas un Persa llamado Epixies, Sátrapa de la Frigia superior, teniendo de antemano prevenidos unos asesinos de Pisidia para que la quitasen la vida cuando, llegado a la ciudad de Leontocéfala, hiciese noche en ella. Mas cuando él dormía la siesta se dice que se le apareció entre sueños la madre de los Dioses, y le dijo: «¡Oh, Temístocles!: evita la cabeza de los leones, para que no caigas en poder del león; yo por esto te pido por sirviente a Mnesiptólema». Puesto en cuidado con este ensueño, hizo plegarias a la Diosa, y, dejando el camino real, dirigiéndose por otro, para no tocar en aquel lugar, le cogió la noche y se quedó allí a pasarla. Uno de los carros que conducían su equipaje se cayó al río, y los sirvientes de Temístocles se pusieron a enjugar las cortinas que se habían mojado: en esto, los de Pisidia, sacando las espadas, llegaron a aquel punto, y no distinguiendo bien a la luz de la luna las ropas puestas a secar, creyeron que eran la tienda de Temístocles, y que éste se hallaba dentro descansando. Llegados cerca, cuando fueron a levantar la cortina, se arrojaron sobre ellos los que estaban en custodia, y les echaron mano. Habiendo evitado así el peligro, admirado de la aparición de la Diosa, le edificó un templo en Magnesia, y creó sacerdotisa de Dindimene a su hija Mnesiptólema.

XXXI.— Habiendo hecho viaje a Sardis, y hallándose sin quehaceres, anduvo viendo los ornamentos de los templos y el gran número de votos, y en el templo de la Gran Madre vio la doncella de bronce llamada Hidrófora, del grandor de dos codos, que él mismo hizo siendo prefecto de aguas, con las multas que impuso a los que encontró sustrayéndolas y descaminándolas. Trató, pues, bien fuera porque tuviese algún sentimiento de la cautividad de aquella ofrenda, o bien porque quisiese dar una muestra a los Atenienses de su autoridad y poder cerca del rey, trató con el Sátrapa de Lidia, y le hizo súplica de que aquella doncella se remitiese a Atenas; mas como el bárbaro se incomodase, y aun se dejase decir que iba a escribir al rey una carta, temeroso Temístocles, acudió al retraimiento de las mujeres, y regalando dinero a las concubinas, pudo aplacarle en su enojo, y él mismo en adelante se manejó con más cautela, receloso ya de la envidia de los bárbaros. Porque no anduvo discurriendo de un pueblo a otro, como quiere Teopompo, sino que habitó y permaneció tranquilo en Magnesia por largo tiempo, agasajado con grandes dones y honrado como los principales de los Persas, ya que el rey no consagraba por entonces mucha atención a las cosas de los Griegos, por darle bastante que hacer los negocios del Asia.

Mas después, cuando el Egipto se rebeló con ayuda de los Atenienses, cuando las naves griegas llegaron hasta Chipre y la Cilicia, y Cimón, dominando en el mar, le obligo a pensar en hacer oposición a los Griegos y reprimir el demasiado poder que contra él iban tomando, para lo que se pusieron tropas en movimiento y se enviaron generales, entonces se despacharon también avisos a Temístocles con órdenes del rey, mandándole que atendiera a las cosas de la Grecia, e hiciera ciertas sus promesas. Él no pudo recabar de su ánimo que concibiese enojo contra sus ciudadanos, ni le movió tampoco el grande honor y autoridad que se le confería para la guerra; quizá también no le pareció la obra muy factible, teniendo entonces la Grecia insignes caudillos, y siendo suma la felicidad de Cimón en todas sus empresas, o, lo que es más cierto, la causó rubor la gloria de sus propias hazañas y de sus antiguos trofeos. Determinando, por tanto, con admirable resolución coronar su vida con una muerte que a ella correspondiese, hecho sacrificio a los Dioses, y congregados y saludados los amigos, bebiendo, según la más común opinión, sangre de toro, o un veneno muy activo, según otros, acabó sus días en Magnesia, habiendo vivido sesenta y cinco años, la mayor parte de ellos en magistraturas y mandos. Cuando el rey supo la causa y manera de su muerte, dicen que todavía se prendó más de tan excelente varón, y siguió siempre tratando con grande humanidad a sus amigos y domésticos.

XXXII.— Dejó Temístocles de Arquipa, hija de Lisandro, natural de Alópece, estos hijos: Arquéptolis, Polieucto y Cleofanto, del que Platón el Filósofo hace mención como de un buen jinete, sin que valiese para ninguna otra cosa. De otros que tuvo antes, Neocles, siendo todavía niño, murió mordido de un caballo, y a Diocles lo adoptó su abuelo Lisandro. Hijas tuvo muchas, de las cuales, con Mnesiptólema, que era de otro segundo matrimonio, se casó su hermano Arquéptolis, por no ser hermanos de madre; Italia se casó con Pantides de Quío; Síbaris, con Nicomedes Ateniense; con Nicómaca se casó Frasicles, primo de Temístocles, después de la muerte de éste, otorgándosela los hermanos en un viaje que hizo a Magnesia, y él mismo se encargó de la manutención de Asia, que era la más joven de todos los hijos.

En Magnesia tienen un sepulcro magnífico de Temístocles; pero no debe darse asenso a lo que Andócides dijo en su libro A los amigos: que los Atenienses habían exhumado sus despojos y los habían arrojado, pues mintió; porque lo inventó para irritar contra el pueblo a los del partido de la oligarquía. También conocerá cualquiera que es una ficción lo que hace Filarco, valiéndose casi de máquinas en la historia como en la tragedia, de hacer comparecer a un Neocles y a un Demópolis, hijos de Temístocles, queriendo con esto excitar pasiones y mover los ánimos. Diodoro el descriptor dijo en el Libro de los monumentos, más bien discurriéndolo él así que porque supiese lo cierto, que en el puerto de Pireo, por la parte del promontorio de Álcimo, se forma como un recodo, y por dentro, en el doblez, donde está el mar más sosegado, se descubre una base bastante elevada, y lo que en ella tiene forma de ara es el sepulcro de Temístocles. Con esto parece que conforma Platón el Cómico, diciendo:

En lugar conveniente tu sepulcro
será de buen agüero al comerciante:
verás desde él a los que salgan y entren,
y verás el concurso de las naves.

A los del linaje de Temístocles hasta nuestros días se les han guardado ciertos honores en Magnesia, de los que disfrutó Temístocles Ateniense, con quien yo trabé trato y amistad en casa de Amonio el Filósofo.

CAMILO

I.— Entre las muchas y grandes cosas que de Furio Camilo se refieren, hay una muy particular y extraña, y es que, con haber conseguido yendo de general muchas y muy señaladas victorias, con haber sido cinco veces dictador, haber tenido cuatro triunfos y haber sido llamado segundo fundador de Roma, ni una vez siquiera hubiese sido cónsul. Consistió esto en el estado en que se hallaba entonces el gobierno por los altercados de la plebe con el Senado; por cuanto, oponiéndose aquella a que se nombrasen cónsules, se elegían tribunos militares para el mando, y aunque éstos lo ejecutaban todo con poder y autoridad consular, su mando era menos odioso por su mayor número, siendo de algún consuelo el que seis, y no dos solos, se pusiesen al frente de los negocios para los que estaban mal hallados con la oligarquía. Floreciendo, pues, Camilo en aquella sazón en gloria y en hazañas, no tuvo por conveniente ser cónsul, con repugnancia del pueblo, aunque en el intermedio convocó el gobierno muchas veces comicios consulares; en cuanto a los otros mandos que tuvo, que fueron muchos y muy varios, se condujo de manera que la autoridad era común, aun cuando mandaba solo, y la gloria era particularmente suya, aun cuando tuviese colegas en la autoridad; consistiendo, de estas dos cosas, la primera en su moderación, por la que mandaba de un modo que no le conciliaba envidia, y la segunda, en su prudencia, que a juicio de todos le daba el primer lugar.

II.— No era todavía grande entonces el lustre de la casa de los Furios; debióse, por tanto, él a sí mismo lo que adelantó en gloria en la gran batalla contra los Ecuos y Volscos, militando bajo el dictador Postumio Tuberto; pues yendo delante de la caballería, y siendo herido en un muslo, no se contuvo, sino que sacándose el dardo que había quedado clavado en la herida, peleando con los más adelantados de los enemigos, los obligó a retirarse. Mereció por esta hazaña, además de otros premios, el que se le nombrase censor, cargo que en aquellos tiempos era de grandísima dignidad. Ha quedado memoria de un hecho loable suyo siendo censor, que fue excitar con palabras, y amenazar con penas, a los célibes, para que se casasen con las viudas, que por las guerras eran en gran número. Fue preciso también entonces sujetar a la contribución a los huérfanos, que antes eran horros, siendo la causa de esto los ejércitos que continuamente había que tener en pie y que obligaban a grandes gastos; precisando asimismo en gran manera a ellos el sitio de Veyos, a cuyos habitantes llaman algunos Veyentanos.

Era esta ciudad la principal de la Etruria, en número de armas y en muchedumbre de gente de guerra poco inferior a Roma, y que, envanecida con su riqueza, con su abundancia de víveres, con su lujo y su regalo, entró repetidas veces en competencia, y por la gloria y el poder contendió con los Romanos. Mas en aquella sazón había desistido de estas pretensiones, quebrantada con grandes derrotas; habían si levantado altas y fuertes murallas, y, habiendo pertrechado bien la ciudad de armas, de dardos, de víveres y de todo género de preparativos, sufrían sin temor el cerco, que también para los sitiadores era trabajoso y difícil. Porque estando acostumbrados a no militar fuera, pasado el verano, sino recogerse a invernar en casa, entonces por la primera vez los habían obligado los caudillos a levantar trincheras, a fijar los reales en territorio enemigo y a juntar el invierno con el verano, estando entonces al fin del séptimo año de guerra; tanto, que por parecer que los generales hacían flojamente el sitio, se les revocó el mando. y se eligieron otros para la guerra, siendo uno de éstos Camilo, que era ya tribuno por segunda vez. Con todo, nada hizo por entonces en cuanto al sitio, porque le cupo en suerte hacer la guerra a los Falerios y Capenates, que por ver ocupados a los Romanos, les talaban el territorio y les servían de estorbo para la guerra de Etruria; mas Camilo los desbarató, causándoles gran pérdida, y los obligó a recogerse dentro de sus murallas.

III.— Con esta época, cuando la guerra estaba en su mayor fuerza, coincidió el suceso del Lago Albano, prodigio no menos digno de saberse que cualquiera otro de los increíbles como él, y que causó gran terror por falta de una causa general, y de poder el discurso asignarle un origen físico. Era la entrada del otoño, y el verano que concluía no había sido de aguas ni, que se supiese, habían reinado en él vientos húmedos que le hicieran tempestuoso; por lo tanto, teniendo la Italia muchos lagos, ríos y arroyos, éstos habían faltado enteramente, aquellos apenas y con gran dificultad se sostenían, y todos los ríos, como sucede siempre en el verano, corrían escasos y apocados. Pues el Lago Albano, que en sí mismo tiene su principio y su fin, circundado de montañas fértiles, sin causa alguna, como no fuese divina, se veía manifiestamente que había crecido, e iba hinchándose, superando las faldas de los montes, y llegando a igualar los collados que tenía alrededor, con mansedumbre y sin ser agitado con olas. Al principio sólo fue prodigio para pastores y vaqueros; pero cuando luego, alzada la corriente, como si rompiese un istmo, llegó a romper, por su cantidad y por su peso, los estorbos que contenían el agua, y descendió en grandes raudales por los campos y las arboledas hasta el mar, entonces no solamente dejó asombrados a los Romanos, sino que hizo entender a todos los que habitaban la Italia que no podía ser cosa pequeña la que anunciaba. Hablábase asimismo mucho de este accidente en el ejército que sitiaba a Veyos, de modo que aun entre los sitiados se tuvo de él noticia.

IV.— Como es común en todo sitio que se prolonga demasiado, que hay trato y comunicación frecuente entre los enemigos, sucedió también en éste. Un romano trabó conversación y amistad con un enemigo, hombre versado en el lenguaje antiguo, y que se creía que tenía un particular conocimiento de la adivinación. Como viese, pues, a éste, luego que le refirió la inundación del lago, mostrarse muy contento, y reírse del sitio: «Pues no es esto sólo —le dijo—, sino que este tiempo trae otros prodigios y otras señales más extrañas para los Romanos, sobre las cuales quería consultarle, por si en aquella común aflicción podía haber algún medio de proteger su seguridad personal». Oíalo el Veyente con atención, y se prestaba gustoso a la consulta, como que iban a descubrirse algunos arcanos, y a poco de estar en este coloquio, atrayéndole cautelosamente, luego que estuvieron a bastante distancia de las puertas, le cogió en volandas, porque era de mayores fuerzas, y concurriendo en su auxilio algunos del campamento, se apoderó completamente de él, y le presentó a los generales. Cuando se vio en aquella situación, convencido de que no es dado al hombre evitar su hado, reveló los arcanos relativos a su patria, la cual no podía ser tomada mientras al Lago Albano, que se había derramado y difundido por otros caminos, no le hiciesen retroceder los enemigos y le impidiesen mezclarse con el mar. Oído esto por el Senado, y dudando qué haría, le pareció lo mejor enviar mensajeros a Delfos que consultasen al dios; y lo fueron Coso Licinio, Valerio Potito y Fabio Ambusto, varones muy ilustres y principales, los cuales, hecha su navegación y consultado el dios, trajeron también vaticinio sobre cierta omisión en los ritos de las ferias llamadas latinas, el cual prevenía que en cuanto fuese posible hiciesen volver hacia arriba el agua del Lago Albano a su receptáculo antiguo, y si esto no pudiera ser, con zanjas y con excavaciones la derramaran y perdieran por todo el país. Notificado este mensaje, los sacerdotes se dedicaron a los sacrificios, y el pueblo, a ejecutar las obras, con que dio a las aguas otro curso.

V.— El Senado, para el año décimo de esta guerra, abrogó todas las demás magistraturas, y nombró dictador a Camilo, quien eligió para maestro de la caballería a Cornelio Escipión. Empezó por hacer estas plegarias y votos a los Dioses, que si tenía glorioso fin la guerra daría grandes juegos y consagraría un templo a la Diosa, a quien llaman madre Matuta los Romanos. Puede pensarse que ésta es la misma que Leucotoe, por la especie de ritos que en su culto se practican; porque introduciendo una esclava a su santuario, le dan de bofetadas, y después la lanzan fuera; a los hijos de los hermanos los ponen en el regazo en vez de los propios, y ejecutan cosas muy parecidas a las de las nodrizas de Baco, y a los errores y trabajos que a causa de la combleza sufrió Ino.

Hechas las plegarias, invadió Camilo el país de los Faliscos, y a éstos, y a los Capenates, que vinieron en su auxilio, los derrotó en una gran batalla. Volvió luego la atención al sitio de Veyos, y considerando que el asaltar los muros era obra larga y difícil, practicó minas, cediendo el terreno de las inmediaciones de la ciudad a la azada, y permitiendo llevar profundo el trabajo, sin que pudiesen sentirlo los enemigos. Alentada con esto la esperanza, comenzó él mismo a dar el asalto por la parte de afuera para atraer los ciudadanos a la muralla, y otros, caminando ocultamente por las minas, llegaron, sin ser percibidos, hasta estar dentro del alcázar, junto al templo de Juno, que era el más grande y de mayor veneración en la ciudad. Dícese que a esta sazón se hallaba allí el caudillo de los Tirrenos, celebrando cierto sacrificio, y que el agorero, al registrar las entrañas, dio una gran voz, diciendo: «Dios da la victoria al que termine este sacrificio»; lo cual, oído por los Romanos desde las minas, rompiendo al punto el pavimento, y echando mano a las armas con estrépito y gritería, asombrados los enemigos, dieron a huir, y ellos entonces, apoderándose de las entrañas, corrieron con ellas a Camilo; pero esto parecerá quizá que tiene el aire de fábula.

Tomada la ciudad a viva fuerza, y encontrando y recogiendo en ella los Romanos una inmensa riqueza, al ver Camilo desde el alcázar lo que pasaba, al principio se quedó suspenso, y se le cayeron las lágrimas; después, como le felicitasen todos por el suceso, levantando las manos a los Dioses, y haciéndoles plegarias: «Jove Máximo —dijo— y vosotros Dioses, que sois testigos de las buenas y de las malas obras, bien sabéis que no contra justicia, sino en debida defensa, nos hemos apoderado de la ciudad, de unos hombres protervos e inicuos; mas si acaso, en cambio de este tan feliz suceso, somos deudores de alguna pena, os pido que por la ciudad y ejército de los Romanos venga ésta a parar sobre mí con el menor daño posible». En esto, volviéndose sobre la derecha, como es costumbre de los Romanos en sus plegarias, tropezó en el mismo acto, y como se sobresaltasen los circunstantes, rehaciéndose prontamente de la caída: «Según mi súplica —dijo— me ha sobrevenido una caída ligera por una felicidad tan extraordinaria».

VI.— Saqueada que fue la ciudad, determinó trasladar a Roma la imagen de Juno, conforme al voto que de ello hizo; y reuniéndose para ello muchos operarios, entretanto él hacía un sacrificio y pedía a la Diosa que se prestase a sus deseos y se hiciese benigna compañera de los Dioses que su buena suerte había dado a Roma, dicen que habló la estatua, y dijo que era muy de su voluntad y de su aprobación. Livio, sin embargo, refiere que bien fue cierto que Camilo, llegándose a la Diosa, le hizo aquella súplica y exhortación, pero que fueron algunos de los circunstantes los que respondieron que quería, venía en ello y seguía su voluntad. A los que sostienen y patrocinan aquel prodigio les sirve de gran defensa la incomparable dicha de Roma, que no se concibe cómo de tan pequeños y humildes principios había de haber llegado a tanta gloria y poder sin el amparo continuo y la frecuente aparición de Dios. También hacen al mismo propósito muchas cosas que se cuentan por el propio tenor, como haber sudado muchas veces algunas estatuas; que se les ha oído respirar, que han repugnado unas cosas o consentido otras, de lo que muchos de los antiguos nos han dejado diferentes testimonios; y en nuestro tiempo hemos oído también otros muchos sucesos admirables, que no fácilmente pueden mirarse con desdén. Pero tanto en el dar demasiado crédito a estas cosas, como en el negárselo del todo, puede haber peligro, por la humana flaqueza, que no se sabe hasta dónde llega, ni puede dominarse a sí misma, sino que o cae en la superstición y vana confianza, o da en el absoluto olvido y menosprecio de los Dioses; así, lo mejor es siempre irse con tiento y guardarse de los extremos.

VII.— Camilo, entonces, bien fuese por lo grande del hecho de haber tomado al año décimo del sitio una ciudad rival de la misma Roma, o bien porque se lo hubiesen inspirado los que le aplaudían y celebraban, manifestó un orgullo demasiado incómodo para lo que era aquel género de gobierno, porque el triunfo fue muy ostentoso, y lo hizo con cuatro caballos blancos, entrando así por Roma; cosa jamás vista en otro caudillo ni antes ni después; porque esta especie de tiro lo tienen por sagrado, únicamente atribuido al rey y padre de los Dioses. Desde entonces era difamado entre los ciudadanos, no acostumbrados a sufrir altanerías, y concurrió también para ello otra causa, que fue haberse opuesto a la ley sobre división de los ciudadanos; porque los tribunos habían propuesto que el pueblo y el Senado se dividieran en dos partes, quedándose allí los unos, y pasando los otros, a quienes tocara la suerte, a la ciudad cautiva; con lo que vivirían más cómodamente, conservando a dos hermosas y grandes ciudades su territorio y su bienestar. La plebe, que era numerosa y pobre, la admitía y rodeaba con tumulto la tribuna, pidiendo que se votase; pero el Senado y los principales entre los otros ciudadanos, creídos de que los tribunos más bien proponían la destrucción que la distribución de Roma, e incomodados con esta idea, se acogieron a Camilo. No se atrevió éste a hacer frente a semejante disputa, y lo que hizo fue buscar pretextos y dilaciones, con las que se eludió siempre aquella ley; y con este proceder se había hecho odioso. Mas la principal y más conocida causa de su indisposición con la muchedumbre fue la décima de los despojos, de la cual tomaron para aquella los más una ocasión, si no del todo justa, tampoco enteramente fuera de razón; porque cuando se dirigía a Veyos ofreció consagrar a Apolo la décima si tomaba la ciudad; pero tomada ésta, y hecho el saqueo, o por temor de chocar con los ciudadanos, o porque entre los muchos negocios se le hubiese olvidado, ello es que los dejó en la deuda de aquel voto. Después, cuando ya había salido del mando, dio cuenta de él en el Senado, y los augures habían manifestado que las víctimas denunciaban una ira de los Dioses, que pedía expiaciones y propiciaciones.

VIII.— Decretó el Senado el cumplimiento; mas no pudiendo deshacerse la distribución, se tomó el partido de que se obligara cada uno con juramento a volver la décima de lo que le había tocado; con lo que hubo grande y violenta incomodidad entre los soldados, gente pobre, y que sufría mucho en tener que volver tanta parte de lo que ya tenía tomado y acaso consumido. Turbado Camilo con este incidente, a falta de mejor excusa, recurrió a la más increíble, que fue la de confesar que se le había olvidado el voto: así aquellos se exasperaban más, diciendo que habiendo ofrecido entonces diezmar lo que era de los enemigos, ahora gravaba con este diezmo a los ciudadanos. Con todo, fue volviendo cada uno la parte que le correspondía, y se tuvo por conveniente hacer de todo una gran taza de oro y enviarla a Delfos. Escaseaba entonces el oro en Roma, y estando en apuro los magistrados para ver de dónde podrían recogerle, las matronas, de propio movimiento, consultando entre sí, presentaron para la ofrenda cuanto oro tenía cada una para su adorno; habiéndose allegado por este medio hasta el peso de ocho talentos. El Senado, deseando dispensarles el honor correspondiente, decretó que después de su muerte se hiciese elogio fúnebre a las matronas como a los hombres; porque antes no había costumbre de que a las mujeres a su muerte se las elogiase en público. Nombraron para este mensaje o teoría a tres varones de los más principales, y armando una gran nave, tripulada y provista convenientemente, los mandaron en ella. Aunque era invierno, había seguridad; y con todo les sucedió que estuvieron muy a pique de perecer, y por un modo muy inesperado se salvaron del peligro, porque fueron navegando en persecución de ellos por las Islas Eólides unas galeras liparenses, en ocasión de faltarles el viento, reputándolos corsarios. Ellos les rogaban y alargaban las manos, con lo que evitaron el abordaje; pero con todo, aquellos se apoderaron de la nave, y conduciéndola al puerto, publicaron los efectos y las personas, como si fueran realmente de piratas, y apenas desistieron a la sola persuasión de Timasiteo, su jefe, varón señalado en virtud y en poder; el cual puso también en el mar naves propias para acompañarlos, y concurrió así a la dedicación de la ofrenda; por lo que en Roma se le tributaron los honores que era debido.

IX.— Volvieron los tribunos de la plebe a suscitar la ley de la repoblación; pero sobrevino a tiempo la guerra contra los Faliscos, y dio comodidad a los patricios para celebrar los comicios a medida de su deseo. Designaron, pues, a Camilo para tribuno militar con otros cinco, por creer que los negocios pedían un general que a la dignidad y la gloria reuniese la experiencia. Sancionado así por el pueblo, y encargado Camilo del mando, se dirigió al país de los Faliscos, y puso sitio a Falerios, ciudad fortificada y bien pertrechada de todo lo necesario para la guerra, no porque la empresa de tomarla le pareciese fácil y de poco tiempo, sino con la mira de quebrantar y tener distraídos a los ciudadanos, para que no les quedara vagar, detenidos en casa, de revolver y alborotar; remedio de que siempre solían usar con fruto, echando fuera, como los médicos, los humores perturbadores del gobierno.

X.— Tan en poco tenían los Falerios el sitio, creyéndose defendidos por todas partes, que fuera de los que hacían guardia en la muralla, todos los demás discurrían adornados por la ciudad, y los niños, yendo a la escuela, salían con el maestro hacia la muralla a pasear y ejercitarse: porque, al modo de los Griegos, mantenían también los Falerios un maestro público, queriendo que los niños desde luego se acostumbraran a criarse y acompañarse unos con otros. Pues este maestro se propuso hacer traición a los Falerios por medio de sus hijos; para lo cual los sacaba cada día al abrigo de la muralla, al principio muy cerca, y luego, después de haberse ejercitado, se volvían a entrar. Adelantando desde entonces poco a poco, los acostumbró a estar confiados, como que no había motivo de recelo, hasta que, por fin, en una ocasión en que estaban todos reunidos, los llevó hasta las avanzadas de los Romanos, y se los entregó, previniendo que le condujesen a presencia de Camilo. Conducido y puesto ante él, le dijo que era maestro y preceptor, pero que prefiriendo el deseo de hacerle obsequio a las obligaciones de justicia en que estaba, venía a entregarle la ciudad en aquellos niños. Hecho atroz le pareció éste a Camilo, y vuelto a los circunstantes: «¡Qué cosa tan terrible la guerra! —les dijo—: pues es forzoso hacerla por medio de muchas injusticias y violencias; pero, con todo, para los varones rectos tiene también sus leyes la guerra, y no se ha de tener en tanto la victoria que debe buscarse por medio de acciones perversas e impías; pues el gran general más ha de mandar fiado en la virtud propia que en la maldad ajena». Y entonces mandó a los lictores que despojasen al maestro de sus vestidos y le atasen las manos atrás, y que a los niños les diesen varas y látigos, para que, hiriéndole y lastimándole, lo llevasen así a la ciudad. Acababan los de Falerios de tener conocimiento de la traición del maestro, y cuando la ciudad estaba entregada a la aflicción, que era indispensable en semejante calamidad, corriendo aun los hombres más señalados y las mujeres a las murallas y a las puertas sin ninguna reflexión, llegaron los niños castigando al maestro, desnudo y atado como estaba, y proclamando a Camilo por su salvador, su dios y su padre; espectáculo que no sólo en los padres de los niños, sino en todos los demás ciudadanos, engendró grande admiración y deseo de la justicia de Camilo. Corriendo, pues, a celebrar junta, le enviaron embajadores, entregándolo todo a su disposición; y él los despachó a Roma. Presentados al Senado, dijeron que los Romanos, con anteponer la justicia a la victoria les habían enseñado a tener en más tal vencimiento que la libertad, pues reconocían que no tanto les eran inferiores en poder como en virtud. Como el Senado volviese a poner en manos de Camilo la determinación y arreglo de aquel asunto, con recibir alguna suma de los Falerios, y hacer paz y amistad con todos los Faliscos, retiró el ejército.

XI.— Los soldados, que habían esperado saquear a Falerios, cuando regresaron a casa con las manos vacías, acusaban a Camilo de desafecto al pueblo, y nada inclinado a favorecer a los pobres. Otra vez repitieron los tribunos de la plebe la ley de la repoblación; y pidiendo que el pueblo pasara a votar, Camilo no se detuvo en enemistades, ni usó de disimulos, sino que a las claras contuvo a la muchedumbre y logró sí que voluntariamente diera su voto contra la ley, pero no por eso dejó de atraerse su enojo; tanto que, ocurriéndole motivos domésticos de pesadumbre, por haber perdido de enfermedad al uno de sus hijos, nada se disminuyó el encono por la compasión, a pesar de que, por ser de condición dulce y bondadosa, llevó con mucho dolor esta pérdida, y de que, hallándose citado por esta causa, se quedó en casa por el duelo, encerrado con las mujeres.

XII.— Era su acusador Lucio Apuleyo, y el delito, haberse apropiado los despojos etruscos, diciéndose que se veían en su casa ciertas puertas de bronce. El pueblo estaba muy irritado, y era indudable que bajo cualquier pretexto iba a dar sentencia contra él. Congregando, pues, a sus amigos, sus compañeros de armas y sus colegas de mando, que eran en gran número, les hizo la súplica de que no le abandonasen viéndole molestado con injustas acusaciones y hecho el juguete de sus enemigos. Cuando vio que los amigos, habido consejo y deliberación entre sí, le dieron por respuesta que en su causa ningún auxilio podían prestarle, y, sólo si se le impusiese alguna multa la pagarían, no pudiendo aguantar más, determinó, en aquel acaloramiento de la ira, retirarse y huir de la ciudad. Saludando, pues, a su mujer y a su hijo, se dirigió por la ciudad con gran silencio a la puerta; allí se paró, y vuelto hacia aquella, levantando las manos al Capitolio, hizo a los Dioses la plegaria de que si no era justa su difamación y su ruina, sino efecto solamente del encono y de la envidia, tuvieran que arrepentirse pronto de ella los Romanos, y viera todo el mundo que echaban menos y sentían la ausencia de Camilo.

XIII.— Al modo, pues, de Aquiles, haciendo imprecaciones contra sus ciudadanos y desterrándose, dejó desierta su causa, estimada en quince mil ases, en los que fue condenado, que traído el cómputo a plata, venían a ser mil y quinientas dracmas, porque el as era de plata, y el décuplo en cobre se llamaba denario. Entre los Romanos no hay nadie que no esté en la inteligencia de que a aquella plegaria de Camilo se siguió al instante la pena, y que luego recibió, en cambio de la injusticia que se le hizo, una satisfacción, no dulce ciertamente, sino tan dura como famosa y celebrada. ¡Tal castigo vino sobre Roma, y tal ocasión se presentó para ella de peligro y de vergüenza, bien lo hiciese así la suerte, o bien sea que hay algún dios que no consiente que los hombres sean ingratos contra la virtud!

XIV.— La primera señal que hubo de que amenazaba algún gran mal fue la muerte del censor Julio, porque los Romanos respetan mucho esta autoridad, y la miran como sagrada. Fue la segunda, que antes del destierro de Camilo un hombre, no de los ilustres ni de los senadores, pero sí tenido por de probidad y rectitud, llamado Marco Cedicio, dio cuenta a los magistrados de una cosa muy digna de atención. Dijo que en la noche precedente iba por la calle que decían Nueva, y sintiendo que le llamaban con una gran voz, se volvió a ver lo que era, y aunque no vio a nadie, oyó una voz más que humana, que le dijo: «Oye, Marco Cedicio, ve de mañana y anuncia a los magistrados que se dispongan a recibir dentro de poco a los Galos». Los tribunos militares, al oírlo hicieron burla y juego de ello; poco después ocurrió el voluntario destierro de Camilo.

XV.— Eran los Galos de origen céltico, y se dice que dejando por su gran número el país patrio, porque no bastaba a alimentarlos a todos, se habían encaminado en busca de otro; que eran ya muchos los millares de los jóvenes y hombres de guerra, y llevaban mucho mayor número todavía de niños y mujeres; que de ellos unos se dirigieron hacia el Océano Boreal, más allá de los Montes Rifeos, poseyendo los últimos términos de Europa, y otros hicieron su asiento entre los Montes Pirineos y los Alpes, habitando por largo tiempo cerca de los Senones y Celtorios, y que habiendo llegado, aunque tarde, a probar el vino, traído entonces por la primera vez de Italia, de tal manera se maravillaron de aquella bebida, y hasta tal punto los sacó a todos de juicio su dulzura, que, tomando las armas, y llevando consigo a sus padres, corrieron arrebatadamente a los Alpes, en busca de la tierra que tal fruto producía, teniendo todos los demás países por estériles y silvestres.

El que introdujo el vino entre ellos, y fue quien primero los impelió hacia la Italia, es fama haber sido el tirreno Arrón, hombre distinguido, y no de mala índole, a quien sucedió la desgracia que voy a referir. Era tutor de un mocito huérfano, de los primeros en el país por su riqueza, y muy celebrado por su hermosura, llamado Lucumón, el cual desde niño había habitado con aquel, y ya más crecido no había dejado la casa, antes daba a entender que gustoso permanecía al lado del tutor. Estuvo, por tanto, largo tiempo oculto que se había prendado de su mujer, y ésta de él, pero encendida ya demasiado la pasión en uno y otro, de modo que ni podían contenerse en sus apetitos, ni éstos estar ocultos por más tiempo, el joven intentó apoderarse abiertamente de aquella mujer, llevándosela robada. El marido sobre esto le movió causa; pero como fuese vencido de Lucumón por sus muchos amigos, su gran riqueza y lo mucho que expendió, abandonó su país, y noticioso de lo que era la nación de los Galos, se pasó a ellos, y fue su caudillo en esta expedición de Italia.

XVI.— Invadiéndola, pues, prontamente se apoderaron de todo el país, que se extiende a entrambos mares, y en lo antiguo lo poseyeron los Tirrenos, como los nombres mismos nos lo testifican; porque al mar del norte lo llaman Adriático, de la ciudad tirrena del propio nombre, y al que se inclina al austro, Mar Tirreno. Toda ella es la región poblada de árboles, abundante en pastos para el ganado, y regada de ríos: contenía entonces diez y ocho ciudades grandes y hermosas, muy bien dispuestas para la granjería y para las comodidades de la vida. Los Galos se apoderaron de ellas, arrojando a los Tirrenos; pero todo esto había sucedido mucho tiempo antes.

XVII.— A la sazón, acampados los Galos delante de la ciudad tirrena Clusio, le tenían puesto sitio, y los Clusinos, acogiéndose a los Romanos, les pidieron que por su gobierno se enviaran embajadores y cartas a los bárbaros. Enviáronse tres de la familia de los Fabios, varones muy recomendables y que servían los principales cargos en la ciudad. Recibiéronlos los Galos con mucha humanidad por la nombradía de Roma, y suspendiendo el batir los muros, les dieron audiencia. Preguntándoles, pues, los embajadores qué mal les habían hecho los Clusinos para venir así contra ellos, echándose a reír el rey, que se llamaba Breno: «Nos injurian —dijo— los Clusinos, cuando es muy poco el terreno que pueden cultivar, con desear poseerlo en gran extensión, y no cedérnoslo a nosotros, que somos forasteros, muchos en número, y lo habemos menester. De este mismo modo ¡oh Romanos! os injuriaron a vosotros en tiempos pasados los Albanos, Fidenates, Ardeates y, ahora últimamente, los Veyentes y Capenates, y muchos de los Faliscos y los Volscos; contra los que movéis vuestras armas, y si no os ceden parte de sus bienes, los esclavizáis, los saqueáis y derribáis sus ciudades; en lo que no hacéis nada que sea reprobable o injusto, sino que seguís en ello la más antigua de las leyes, que da a los más poderosos los bienes de los más débiles, empezando por el mismo Dios y finalizando en las fieras, pues aun entre éstas es impulso de la naturaleza que las de más fuerza hagan ceder a las más débiles. Dejaos, pues, de compadecer en su cerco a los Clusinos, no enseñéis a los Galos a hacerse humanos y compasivos en favor de aquellos a quienes injurian los Romanos».

Conocieron por este razonamiento los Romanos que Breno no era hombre a quien pudiera reducirse, e introduciéndose en Clusio, animaron e incitaron a aquellos ciudadanos a que saliesen con ellos contra los bárbaros, bien quisiesen enterarse del valor y pujanza de estos o bien hacer muestra de la suya. Verificada la salida de los Clusinos y trabada batalla al pie de los muros, uno de los Fabios, Quinto Ambusto, que tenía caballo, salió al encuentro de un galo robusto y arrogante que se había adelantado mucho a los demás; sin ser aquel conocido al principio porque la audiencia había sido breve, y las armas muy brillantes que llevaba no dejaban que se le viese el rostro. Mas después que quedó vencedor, al ir a despojar al Galo, reconociéndole Breno, puso por testigos a los Dioses de que, contra lo que es reconocido por santo y justo entre todos los hombres, había venido de embajador y tomaba parte en la guerra; por tanto, haciendo cesar al punto el combate, no hizo ya cuenta de los Clusinos, y movió el ejército contra Roma. Mas con todo, no queriendo que se hiciese juicio de que se holgaban con aquella injusticia, y que no deseaban más que un pretexto, envió a pedir que se le entregara aquel Romano, para tomar en él satisfacción, y entretanto marchaba lentamente.

XVIII.— En Roma, congregado que fue el Senado, se levantaron varios otros acusadores contra Fabio, y principalmente entre los Sacerdotes los Feciales alzaban el grito, y pedían que el Senado hiciese recaer la abominación de lo que se había hecho sobre el único que había sido causa de ello, para que así quedasen libres los demás. Estos Feciales los estableció Numa, el más dulce y justo de todos los reyes, para que fuesen árbitros y moderadores acerca de las causas por las que puede hacerse la guerra sin temor de injusticia. El Senado se descartó del asunto, dando cuenta al pueblo, y aunque los Feciales repitieron sus acusaciones, hasta tal punto la muchedumbre se rió y burló de los derechos religiosos, que nombró tribuno militar al mismo Fabio, juntamente con sus hermanos. Los Celtas, que lo llegaron a entender, se incomodaron mucho, y ya no pusieron retardo a su diligencia, sino que marcharon aceleradamente; y a los pueblos que estaban al paso, y que, asombrados de su número, de lo brillante de sus preparativos, de su violencia y de su furia, daban por perdido todo su país y temían la destrucción de sus ciudades, en nada los ofendieron, contra lo que esperaban, ni les tomaron lo más mínimo de sus campos, sino que, pasando junto a sus ciudades, proclamaban que sólo marchaban contra Roma, y a solos los Romanos hacían la guerra, teniendo por amigos a todos los demás.

Viendo esta precipitación de los bárbaros, sacaron los tribunos al combate las huestes romanas, las cuales no eran en el número muy inferiores, componiéndose por lo menos de cuarenta mil infantes; pero la más era gente bisoña, y que entonces por la primera vez tomaba las armas. Miraron también entonces con desdén los ritos de la religión, no habiendo hecho los acostumbrados sacrificios, ni habiendo consultado a los agoreros antes de entrar en el peligro y en la pelea. No fue de menos inconveniente para lo que sucedió la muchedumbre de caudillos; pues antes para menores casos muchas veces habían dado la autoridad a uno solo, al que llaman dictador, no ignorando cuánto conduce para el orden en momentos de gran riesgo que no haya más que una voluntad, a la que todos obedezcan, y en cuya mano resida el poder de castigar. Fue asimismo de gran daño para los negocios el mal tratamiento que experimentó Camilo, por cuanto hizo temible el mandar sin contemplación ni adulaciones. Habiendo, pues, hecho marcha de unos noventa estadios, se acamparon junto al río Alias, que no lejos de los reales desagua en el Tíber. Cargando allí sobre ellos de improviso los bárbaros, pelearon flojamente por su falta de orden, y dieron a huir; y lo que es el ala izquierda enteramente la destrozaron los bárbaros, impeliéndola hacia el río; el ala derecha, evitando el ímpetu que sufría en el llano, con retirarse a las alturas, no fue tan mal tratada, y la mayor parte huyeron a la ciudad. De los demás, los que por haberse cansado de matar los bárbaros se salvaron tuvieron por la noche su refugio en Veyos, como si ya Roma hubiese perecido o todos los ciudadanos hubiesen muerto.

XIX.— Dióse esta batalla a la entrada del estío, en el plenilunio, en el mismo día en que antes había acontecido el lastimoso suceso de los Fabios; porque trescientos de esta familia fueron muertos por los Tirrenos. Después de esta segunda derrota, aquel día se ha quedado con el nombre de la Aliada, a causa del río. Acerca de los días aciagos, si se han de tener en algunos por tales o no, y si Heráclito reprende con razón a Hesíodo por haber llamado a unos buenos y a otros malos, no haciéndose cargo de que la naturaleza de todos los días es una misma, tratamos más oportunamente en otro lugar. Con todo, quizá no cuadrará mal con lo que dejamos escrito el que hagamos aquí mención de algunos ejemplos. Los Beocios, en primer lugar, en el mes Hipodromio, que los Atenienses llaman Hecatombeón, en el día 5, tuvieron la suerte de conseguir dos señaladas victorias, que dieron la libertad a los Griegos: una, la de Leuctras, y otra, la de Quereso, más de doscientos años antes, en que vencieron a Latamia y a los Tesalios. Los Persas, en el mes de Boedromión, el día 6, fueron vencidos por los Griegos en Maratón; el día 3, en Platea y en Mícale, a un mismo tiempo, y el día 26, en Arbelas. Los Atenienses ganaron la batalla naval de Naxo, en que estuvo de general Cabrias, en el plenilunio del mes Boedromión, y hacia el 20, la de Salamina, como lo hemos demostrado en el Tratado de los días. Puede también tenerse por conocidamente desgraciado para los bárbaros el mes Targelión; porque en Targelión venció Alejandro en el Gránico a los generales del rey; el 24 de Targelión fueron los Cartagineses derrotados por Timoleón, y hacia el mismo día parece que fue tomada Troya, según relación de Éforo, de Calístenes, de Damastes y de Filarco. A la inversa, el mes Metagitnión, que los Beocios llaman Panemo, no ha sido muy favorable a los Griegos, porque el 7 de este mes, vencidos en Cranón por Antípatro, fueron deshechos del todo, antes habían tenido también mala suerte peleando en Queronea con Filipo, y en el mismo día de Metagitnión, del propio año, el ejército de Arquídamo, habiendo pasado a Italia, fue allí desbaratado por los bárbaros. Los Cartagineses, el día 22 del mismo mes le miran siempre como el que les ha traído sus más frecuentes y mayores desgracias. No ignoro que en el día de los misterios fue Tebas asolada por Alejandro, y que los Atenienses recibieron guarnición de los Macedonios el día 20 de Boedromión, el mismo en que celebran la gran fiesta de Baco. Del mismo modo, los Romanos, en un mismo día, primero perdieron su campamento en la guerra con los Cimbros, bajo el mando de Cepión, y después, mandando Luculo, vencieron a los Armenios y a Tigranes. El rey Átalo y Pompeyo Magno murieron en su mismo día natal, y, en general, pueden darse pruebas de que unos mismos sujetos han experimentado de todo en los mismos períodos. Mas para los Romanos este sólo es día nefasto y aciago, y por él otros dos en cada mes, adelantando siempre con los sucesos el recelo y la superstición, como es costumbre; pero de estas cosas tratamos con más diligencia en nuestra Memoria sobre las causas de las cosas romanas.

XX.— Después de aquella batalla, si los Galos hubieran seguido inmediatamente el alcance a los que huían, Roma hubiera sido destruida totalmente sin estorbo, y todos cuantos en ella se encontraban hubieran sin disputa perecido: ¡tanto era el terror que los fugitivos habían inspirado a los que quedaron, y de tal modo todos se habían llenado de consternación y aturdimiento! Mas entonces los bárbaros, no acabando de creer lo grande de su victoria, y embargados con el gozo y con el repartimiento de la gran presa que habían encontrado en los reales, dieron facilidad para la fuga a la muchedumbre que abandonaba la ciudad, y a los que se quedaban, para concebir esperanzas y apercibirse. Dando, pues, por perdido lo demás de la ciudad, fortificaron el Capitolio con armas arrojadizas y un vallado. Lo primero fue trasladar algunas cosas sagradas al Capitolio; pero el fuego de Vesta, con otras cosas también sagradas, lo arrebataron las vírgenes, y huyeron; aunque algunos son de sentir que, fuera del fuego inextinguible, ninguna otra cosa estaba al cuidado de estas vírgenes, establecidas por Numa para que aquel fuera venerado como el principio de todas las cosas, porque es lo más movible de cuanto la naturaleza encierra, y la generación de todo o es movimiento o al movimiento se debe, y las demás partes de la materia, faltándoles el calor, ociosas y como muertas, desean como alma la virtud del fuego, y apenas la reciben, se ponen en disposición de hacer o padecer. Por esto Numa, hombre hábil y de quien por su sabiduría corría voz de que conversaba con las Musas, ordenó que se le tuviera por sagrado, y se conservara puro como la imagen del poder eterno que todo lo gobierna. Otros dicen que, como entre los Griegos, el fuego sirve de purificación antes de los sacrificios, y que todas las demás cosas que se guardan dentro son invisibles para todos los demás, fuera de estas vírgenes que se llaman Vestales. Tuvo también mucho valimiento la opinión de que se guardaba allí aquel Paladión troyano, traído por Eneas a Italia. Algunos dicen que son los dioses de Samotracia, y refieren que Dárdano, llevándolos a Troya, los consagró y dedicó al fundar la ciudad, y que Eneas, reservándole al tiempo de la toma de ésta, los salvó hasta su establecimiento en Italia. Otros, aparentando saber algo más acerca de estas cosas, dicen que hay allí dos grandes tinajas, la una destapada y vacía, y la otra llena y sellada, y que ambas sólo son visibles a estas sagradas vírgenes. Todavía hay otros que opinan andar aquellos errados, y que su equivocación nace de que las vírgenes pusieron entonces en dos tinajas la mayor parte de las cosas sagradas, y las escondieron debajo de tierra junto al templo de Quirino, y que aquel sitio aún conserva el nombre que tomó de las tinajas.

XXI.— Cargando, pues, aquellas con las más principales y preciosas de las cosas sagradas, huyeron, retirándose al otro lado del río. Por allí también, entre los que huían, iba Lucio Albino, uno de la plebe, llevando en un carro sus hijos, todavía niños, su mujer y las cosas más precisas, y cuando vio a las vírgenes que llevaban en el seno las cosas sagradas, yendo a pie, y sin nadie que las sirviese, inmediatamente bajó del carro a su mujer, los hijos y los muebles, y lo entregó a aquellas para que se subiesen en él y se retiraran a alguna de las ciudades de la Grecia. Habiendo, pues, dado Albino tal prueba de su religión y piedad hacia los Dioses en momentos de tanto riesgo, no sería razón que le pasáramos en silencio. Los sacerdotes de los demás Dioses, y los hombres ancianos señalados por sus consulados y sus triunfos, no teniendo corazón para dejar la ciudad, se vistieron las ropas sagradas y de ceremonia, y precedidos del Pontífice Máximo, Fabio, hicieron plegarias a los Dioses, consagrándose en víctimas de expiación por la patria; y así adornados se sentaron en medio de la plaza, en sus sillas de marfil, aguardando la suerte que les amenazaba.

XXII.— Al tercer día después de la batalla se presentó Breno con todo su ejército delante de la ciudad, y encontrando abiertas las puertas, y las murallas sin guardia ninguna, al principio receló no fuese alguna celada o añagaza, no pudiendo creer que enteramente hubiesen desmayado así los Romanos; pero después que se informó de lo que había en realidad, entrando por la Puerta Colina, tomó la ciudad, a los trescientos y sesenta años y poco mas después de su fundación, si hemos de creer que pudo salvarse la exactitud en la razón de los tiempos, en la cual aun para sucesos más modernos indujo confusión aquel trastorno. De este infortunio y de esta pérdida parece que se difundió al punto un rumor oscuro por toda la Grecia, pues Heraclides Póntico, que poco más o menos vivió por aquella edad, en su libro Del alma dice que desde occidente vino la noticia de que un ejército de los Hiperbóreos, que vino de la parte de afuera, se apoderaba de la ciudad griega-romana, fundada allí sobre el Gran Mar. Yo no extrañaría que un hombre aficionado a fábulas e invenciones como Heraclides, a la relación verdadera de la toma de la ciudad hubiera añadido de suyo lo de los Hiperbóreos y lo del Gran Mar. El filósofo Aristóteles no tiene duda que oyó con exactitud lo de la ocupación de la ciudad por los Celtas; pero dice que el que la salvó fue Lucio, y Camilo no se llamaba Lucio, sino Marco; mas para aquello no me fundo sino en conjeturas. Apoderado Breno de Roma, dejó guardia ante el Capitolio, y bajando él a la plaza, se quedó asombrado de ver aquellos hombres sentados con aquel adorno y tan silenciosos, y, sobre todo, de que marchando hacia ellos los enemigos, no se levantaron ni mudaron semblante de color, sino que se estuvieron quedos reclinados sobre los escipiones o báculos que llevaban, mirándose unos a otros tranquilamente. Era, pues, éste para los Galos un espectáculo extraño; así largo rato estuvieron dudosos sin osar acercarse, ni pasar adelante, teniéndolos por hombres de otra especie superior; pero después que uno de ellos, más resuelto, se atrevió a acercarse a Manio Papirio, y alargando la mano le cogió y mesó la barba, que la tenía muy larga, y Papirio, con el báculo, le sacudió e hirió en la cabeza, sacando el bárbaro su espada, lo dejó allí muerto. En seguida, cargando sobre todos los demás, les dieron muerte, ejecutando lo mismo con todos cuantos iban encontrando, y saquearon las casas, gastando muchos días en recoger y llevar los despojos; luego, las incendiaron y asolaron, irritados con los que defendían el Capitolio, porque habiéndoles hablado no se dieron por entendidos, y a los que se habían acercado los habían herido defendiéndose desde el vallado; por esta causa arruinaron la ciudad, y dieron muerte a cuantos cayeron en sus manos, así mujeres como hombres, y niños como ancianos.

XXIII.— El sitio se fue prolongando, y la falta de víveres apremiaba a los Galos; por tanto, haciendo divisiones, unos se quedaron con el rey manteniendo el cerco del Capitolio, y otros andaban merodeando por toda la comarca, no juntos tampoco, sino en partidas por diferentes parajes, no reparando en andar esparcidos, porque sus victorias los traían engreídos sin haber nada que temiesen. La división mayor y más ordenada discurría por las cercanías de la ciudad de Ardea, donde residía Camilo, desocupado de todo negocio después de su destierro, llevando la vida de un particular; con todo, no gustándole el estar escondido y el huir de los enemigos, tomaba lenguas y esperanzas, por si podía presentársele ocasión de escarmentarlos. Por tanto, viendo que los Ardeates en número eran bastantes, y sólo les faltaba la resolución por no estar ejercitados y por la impericia y flojedad de sus caudillos, empezó por hacer conversación con los jóvenes sobre que la desgracia de los Romanos no debía llamarse fortaleza de los Galos, ni el mal que por su falta de prudencia les había sobrevenido a aquellos debía reputarse obra de los que nada habían puesto para vencer, sino demostración de su buena suerte; así que sería loable rechazar aquella guerra bárbara y extranjera, cuyo fin, en venciendo, a la manera del fuego, era destruir lo que invadía, aun cuando para ello fuera necesario pasar por grandes peligros; cuanto más que, mientras los enemigos andaban tan seguros y confiados, él los pondría en ocasión de alcanzar de ellos una victoria exenta de todo riesgo. Viendo que estos discursos prendían en los jóvenes, se dirigió ya Camilo a los magistrados y prohombres de los Ardeates, y cuando logró convencer también a éstos, armó a todos los que estaban en edad proporcionada, y los contuvo dentro de las murallas, procurando no lo entendieran los enemigos, que andaban cerca. Ellos, en tanto, habiendo recorrido con su caballería todo el país, haciéndose insufribles por las muchas presas de toda especie que habían tomado, establecieron en aquella inmediación sus reales con el mayor descuido y menosprecio; y la noche los cogía cargados de vino, siendo grande el silencio que reinaba en su campo. Enterado de todo Camilo por sus espías, sacó de la ciudad sus Ardeates, y andando en las mayores tinieblas de la noche el camino que mediaba, llegado a los reales hizo mover grande gritería, con la que y las trompetas indujo gran turbación en unos hombres embriagados, que con dificultad volvían del sueño, aun en medio de tanto alboroto; así fueron muy pocos los que, pudiendo despertarse y prevenirse para hacer frente a los de Camilo, murieron defendiéndose; a todos los demás los cogieron oprimidos del sueño y del vino, y sin que tomasen las armas les dieron muerte. A los que aquella noche, que no eran muchos, se habían escapado del campamento, persiguiéndolos al día siguiente, esparcidos como estaban por todo el país, los exterminó la caballería.

XXIV.— La fama difundió luego este suceso por las demás ciudades, y excitó a muchos de los que estaban en edad de llevar armas, y, sobre todo, a los muchos Romanos que, habiendo huido de la batalla del Alias, se hallaban en Veyos, y que se lamentaban entre sí de que el mal Genio de Roma, privándola de semejante caudillo, hubiese ido a ilustrar con los triunfos de Camilo a la ciudad de Ardea, mientras que la que le había dado el ser y lo había criado estaba destruida y aniquilada. «Nosotros —decían—, por falta de caudillo, acogidos a unos muros ajenos, nos estamos aquí sentados mirando la ruina de la Italia; ¡ea, pues, enviemos quien les pida a los Ardeates su general, o tomando las armas dirijámonos a él mismo, pues que ni él es desterrado ni nosotros ciudadanos, no existiendo para nosotros la patria mientras esté dominada de los enemigos!». Habida esta deliberación, hicieron mensaje a Camilo, pidiéndole que tomase el mando; mas él respondió que no lo haría sin que los ciudadanos refugiados al Capitolio lo decretasen, según ley, porque en ello debía entenderse que se había salvado la patria; por tanto, que si lo mandaban, obedecería con gusto; pero contra su voluntad en nada se entrometería; no pudieron, pues, menos de admirar la prudencia y rectitud de Camilo. Mas faltaba el medio de que esto llegase a los del Capitolio, y, sobre todo, parecía imposible que pudiera llegar hasta la ciudadela un mensajero, estando apoderados de la ciudad los enemigos.

XXV.— Había entre los jóvenes un Poncio Cominio, de los medianos en linaje, pero codicioso de honra y de gloria; éste se ofreció voluntario para la empresa, pero no quiso llevar cartas para los del Capitolio no fuese que, cayendo él en manos de los enemigos, se informaran por ellas de los intentos de Camilo. Llevando, pues, un vestido pobre, y bajo él unos corchos, la primera parte del camino la anduvo por el día sin recelo; pero llegado cerca de la ciudad a la hora en que ya había oscurecido, viendo que no había cómo pasar el puente, porque lo guardaban los bárbaros, echándose a la cabeza la ropa, que no era mucha ni pesada, y apoyando el cuerpo en los corchos, con lo que le aligeró para hacer la travesía, aportó así a la ciudad. Luego, evitando los cuerpos de guardia, cuyos puestos conjeturaba por la conversación y por el ruido, se encaminó a la Puerta Carmental, donde había más quietud; y donde junto a ella la altura del Capitolio es más pendiente, y hay una roca escarpada que le rodea, por allí subió oculto, y llegó hasta donde estaban los que guardaban el vallado, no sin gran dificultad, y por la parte más abrupta. Saludándolos, pues, y diciéndoles su nombre, le recibieron y le condujeron ante los magistrados romanos. Congregóse al punto el Senado, y, presentándose en él, refirió la victoria de Camilo, de que antes no tenían noticia, y expuso lo que los soldados tenían tratado, exhortándolos a que confirmasen el mando a Camilo, como que a él sólo obedecerían los ciudadanos que se hallaban fuera. Oyéronle, y puestos a deliberar, nombraron dictador a Camilo, y despacharon a Poncio, que, con la misma buena suerte, se volvió por el propio camino, porque no fue percibido de los enemigos, y dio cuenta a los ciudadanos de afuera de lo resuelto por el Senado.

XXVI.— Recibiéronle aquellos con sumo placer, y pasando allá Camilo, reunió ya unos veinte mil hombres de tropas, y muchos más de los aliados, con los que se disponía a dar combate. De este modo fue nombrado dictador Camilo la segunda vez. En Roma, algunos de los bárbaros, pasando casualmente por aquella parte, por donde Poncio subió por la noche al Capitolio, y advirtiendo en muchos puntos vestigios de los pies y de las manos, según que se asía y tenía que tomar vueltas, y por muchos puntos también arrancadas las matas que nacen en los derrumbaderos y hundido el terreno, dieron de ello parte al rey. Yendo éste a verlo, calló por entonces, pero a la tarde, juntando a los más ágiles de cuerpo entre los Celtas, y más hechos a trepar por los montes: «Los enemigos —les dijo— nos han enseñado que el camino por donde a ellos se sube, y que nosotros no sabíamos, no es ni invencible ni inaccesible a los hombres. Vergüenza sería que teniendo tanto adelantado, al fin lo echáramos a perder, y abandonáramos como inconquistable un lugar que los mismos enemigos nos han enseñado por dónde ha de tomarse; porque por donde a uno le es fácil ir, no ha de ser difícil a muchos uno a uno, y aun tienen la ventaja de que pueden entre si darse fuerza y ayudarse; y a cada uno se le darán los premios y honores correspondientes».

XXVII.— Dicho esto por el rey, se ofrecieron los Galos con ánimo pronto; y subiendo muchos juntos a la media noche, treparon por la piedra con mucho silencio, colgados por aquellos sitios tajados y escabrosos, que se les hacían más accesibles y practicables de lo que habían esperado; tanto, que los primeros ya tocaban la cumbre, y se iban preparando, porque casi nada les faltaba, para acometer a las guardias que se habían dormido, pues no habían sido sentidos ni de hombre ni de perro alguno. Mas había unos ánsares sagrados en el templo de Juno, alimentados largamente en otro tiempo, pero tratados entonces con descuido y escasez, por la falta de víveres que los sitiados mismos padecían. Son estos animales, por su naturaleza, de oído agudo y muy prontos a cualquier ruido, pero entonces aquellos, hechos todavía más vigilantes e inquietos con el hambre, sintieron muy pronto la subida de los Galos, y corriendo con gran estrépito se fueron para los Romanos, y los despertaron a todos, a tiempo que ya los Galos movían grande alboroto, y se apresuraban más, viéndose descubiertos. Tomó, pues, cada uno de aquellos el arma que más a mano encontró, y como el tiempo lo pedía, corrieron a defenderse. El primero Manlio, varón consular, de cuerpo robusto y conocido por el valor de su espíritu, oponiéndose a un tiempo a dos enemigos, el uno adelantándose con su espada a la segur que traía alzada, le cortó la diestra, y al otro, dándole en la cara con el escudo, le arrojó de espaldas la roca abajo, y puesto prontamente en el muro con los demás que acudieron y se le pusieron al lado, rechazaron a todos los enemigos, que ni eran muchos ni hicieron cosa memorable. Libres de esta manera de aquel peligro, luego que vino el día, al jefe de la guardia le precipitaron de la roca hacia los enemigos, y a Manlio le decretaron un premio de valor, más apreciable que útil, dándole cada uno cuanto había tomado para su manutención en aquel día, que era la media libra de harina acostumbrada, porque así la llaman, y de vino la cuarta parte de la cotila griega.

XXVIII.— Con esto las cosas de los Celtas comenzaron a ir en decadencia, porque les faltaban las subsistencias, impedidos de merodear por miedo de Camilo, y además les había acometido una epidemia, por causa de los muchos muertos esparcidos por todas partes, estando precisados a tener las tiendas sobre escombros; y el gran montón de cenizas alteraba el aire con su sequedad y aspereza, y le hacía malsano por medio de los vientos y las quemas, y dañoso a los cuerpos por la difícil respiración; pero lo que principalmente los incomodaba era la mudanza de habitación y método de vida, habiendo sido arrojados, de un país sombrío y que tenía grandes defensas contra el calor, a un terreno ahogado y mal dispuesto para pasar la entrada del otoño; a lo que se agregaban la detención y ocio ante el Capitolio, que iban muy largos, pues ya era aquel el séptimo mes que llevaban de sitio; de manera que había gran mortandad en el campamento, y ya por los muchos que eran, ni siquiera daban sepultura a los cadáveres. Mas no por esto era mejor la situación de los que sufrían el cerco, porque también se les hacía sentir el hambre, y el no tener noticias de Camilo los tenía desmayados, no pudiendo pasar nadie hasta ellos, a causa de la estrecha custodia en que tenían la ciudad los bárbaros; por lo cual, hallándose así unos y otros, se llegaron a mover conversaciones de paz, primero por medio de las avanzadas, cuando se juntaban, y después, habiendo deliberado entre sí los principales, tratando con Breno Sulpicio, que era tribuno militar, ajustaron el convenio de que los Romanos les pagarían mil libras de oro, y en recibiéndolas al punto se retirarían de la ciudad y de todo el país. Confirmado este tratado con los recíprocos juramentos, y traído el oro, los Celtas comenzaron a engañar con ocasión del peso: primero, con algún disimulo; pero, después, ya abiertamente tirando e inclinando las balanzas, por lo que los Romanos se desazonaban con ellos; y el mismo Breno en aire de insulto y de burla, quitándose la espada y el cinturón, los puso también en la balanza. Preguntóle Sulpicio qué era aquello, y la respuesta fue: «¿Qué otra cosa ha de ser sino ¡ay de los vencidos!?»; expresión que quedó después en proverbio. Entonces los Romanos la sintieron vivamente, y algunos opinaban que debía recogerse el oro y retirarse y volver a sufrir el sitio, pero otros proponían que se cediera a aquella llevadera injusticia, y no se atribuyera en la imaginación mayor valor a aquel agravio, cuando el mismo dar el oro lo sufrían, a causa de las circunstancias, no por gusto, sino por necesidad.

XXIX.— Mientras de parte de unos y otros se altercaba de este modo, Camilo con su ejército estaba ante las puertas, y sabedor de lo ocurrido, mandando a los demás que le siguiesen formados y lentamente, penetró con los principales dentro de la ciudad y se dirigió donde estaban los Romanos. Levantáronse todos, y le recibieron como a emperador, con respeto y silencio, y él, quitando el oro de la balanza, y entregándolo a los lictores, dio orden a los Celtas de que, tomando las balanzas y pesas se retirasen, diciendo que los Romanos no acostumbraban a salvar la patria con oro, sino con acero. Incomodado Breno, y diciendo que era una injusticia faltar al convenio, le repuso éste que no había sido legítimo ni válido el tratado, porque, hallándose ya nombrado dictador, y no habiendo ninguno otro con legítimo mando, se había hecho con quien no tenía ninguna autoridad; por tanto, que entonces era el tiempo de decir lo que querían, porque como dueño de ello venía a usar de benignidad con los que le rogasen, o a tomar venganza, si no mudaban de propósito, con los que hubiesen dado motivo. Alborotóse Breno a estas razones, y movió rencilla, llegando hasta meter mano de una y otra parte a las espadas y trabar pelea, mezclándose unos con otros, como era preciso entre las casas, en callejuelas estrechas y en sitios que no admitían formación ninguna; pero reflexionando luego Breno, recogió los Celtas al campamento, sin haber perdido muchos, y levantándolo en aquella misma noche, los sacó a todos de la ciudad, y caminando sesenta estadios, puso sus reales en la vía Gabinia; pero al amanecer vino Camilo contra él, armado ricamente, y trayendo muy adelantados a los Romanos. Trabóse una recia batalla, que fue obstinada, en la que los rechazó, con gran matanza, y les tomó el campamento. De los que huyeron, unos murieron al punto a manos de los que les seguían el alcance, y a los otros, que se habían dispersado, y fueron en mayor número, corriendo contra ellos de los pueblos y ciudades de la comarca les dieron también muerte.

XXX.— Así fue tomada Roma de un modo extraño, y de un modo más extraño todavía recuperada, habiendo estado siete meses cumplidos en poder de los bárbaros, porque habiendo entrado pocos días después de los idus de Julio, fueron expelidos hacia los idus de Febrero. Camilo obtuvo el triunfo, como era muy debido, habiendo sido el salvador de una patria que ya habían perdido, y el que restituyó Roma a Roma misma, pues los que estaban fuera acudieron y se presentaron con sus mujeres y sus hijos, y los sitiados en el Capitolio, a quienes faltó muy poco para perecer de hambre, les salían al encuentro llorando de gozo, sin acabar de creer lo que les pasaba. Los sacerdotes y custodios de los templos de los Dioses, trayendo salvas las cosas sagradas que habían escondido al huir, o llevado consigo, las ponían de manifiesto a los ciudadanos, que ansiaban verlas y las recibían gozosos, como si fuesen los Dioses mismos los que otra vez tornaban a Roma. Sacrificó luego a los Dioses, y purificando la ciudad, hechos los ritos por aquellos a quienes correspondía, restableció los templos que había y edificó de nuevo el de la Fama y buen agüero, eligiendo aquel lugar en que por la noche anunció a Cedicio Marco una voz prodigiosa la irrupción de los bárbaros.

XXXI.— Mas no sin gran dificultad y trabajo se pudieron descubrir los sitios de los templos, por el empeño y esmero de Camilo y las fatigas de los hierofantes o pontífices. Era preciso reedificar la ciudad del todo destruida, y al ponerlo por obra se apoderó de los más un sumo desaliento, dándoles fatiga ver que carecían de todo, y que más estaban que se les dejara descansar y reposar de los males pasados, que no para trabajar y atormentarse, gastados como se hallaban en los cuerpos y en los intereses. Luego, con el descanso, volvieron a lo de Veyos, ciudad que se mantenía entera y bien conservada en todo, dando ocasión, a los que no hablan sino con la mira de congraciarse con la muchedumbre, para discursos populares y sediciosos contra Camilo, como que por ambición y por su propia gloria los privaba de una ciudad habitable, y los precisaba a poblar ruinas, y a volver a poner en pie aquellos escombros abrasados, para que se le diera el nombre no sólo de general y caudillo, sino también de fundador de Roma, poniéndose a la par de Rómulo. Temió el Senado que esto parara en tumulto, y no permitió a Camilo que, como quería, se desistiese por aquel año de la autoridad, no obstante que ningún otro dictador hasta entonces había excedido de los seis meses; y por si se aplicó a contentar y aplacar al pueblo con la persuasión y la afabilidad, mostrándoles los monumentos de sus héroes y los sepulcros de sus padres, y trayéndoles a la memoria los sitios sagrados y los lugares santos que Rómulo o Numa, o algún otro de los reyes, por inspiración superior, les dedicaron. Entre las cosas religiosas, poníanles a la vista muy especialmente la cabeza humana fresca que se encontró en los cimientos del Capitolio, y que parecía anunciar que el hado de aquel lugar era ser cabeza de la Italia, y el fuego de Vesta, que encendido por las vírgenes, después de la guerra, sería preciso que volviera a desaparecer, y que lo apagaran con vergüenza suya los que abandonaran la ciudad, dejándola, o para que la habitaran advenedizos y forasteros, o para que fuera un desierto en que se apacentaran los ganados. Pero por más que en público y privadamente se les inculcaban estas querellas, los más volvían a los lamentos de su absoluta imposibilidad, y a los ruegos de que habiendo regresado como de un naufragio desnudos y miserables, no se les obligara a juntar las reliquias de una ciudad destruida, teniendo otra en que nada faltaba.

XXXII.— Parecióle a Camilo lo mejor que el Senado diera su dictamen, y él mismo habló primero largamente, exhortándolos a no abandonar la patria, y lo mismo ejecutaron los demás que quisieron; por fin, levantándose, ordenó que Lucio Lucrecio, que solía ser quien votaba primero, manifestase su opinión, y luego los demás por su orden. Impúsose silencio, y cuando Lucrecio iba a dar principio, casualmente pasaba de otra parte el centurión que mandaba la partida de la guardia de día, y llamando en voz alta al primero que llevaba la insignia, le mandó detenerse allí y fijar la insignia, porque aquel era excelente sitio para permanecer y hacer en él asiento. Dada tan oportunamente aquella voz, cuando se meditaba y se estaba en la incertidumbre de lo que había de hacerse, Lucrecio, haciendo reverencia al dios, manifestó conforme a ella su dictamen, y a él le siguieron luego los demás. Admirable fue la mudanza de propósito que se notó asimismo en la muchedumbre, exhortándose y excitándose a la obra unos a otros, no por repartimiento o por orden, sino tomando cada uno sitio, según sus preparativos o su voluntad; así codiciosa y precipitadamente levantaron la ciudad, revuelta con callejones, y apiñada en las casas, pues se dice que dentro del año estuvo de nuevo en pie, así en murallas como en casas de los particulares. Los encargados por Camilo de restablecer y determinar los lugares sagrados, que todos estaban confundidos, cuando rodeando el palacio llegaron al santuario de Marte, lo encontraron destruido y abrasado por los bárbaros, como todos los demás; pero limpiando y desembarazando el terreno, tropezaron con el báculo augural de Rómulo, sepultado bajo montones de ceniza. Es corvo por uno de los extremos, y se llama lituo: úsase de él para las descripciones de los puntos cardinales cuando se sientan a adivinar por las aves, y el mismo uso hacía Rómulo, que era dado a los agüeros; luego que se desapareció de entre los hombres, tomando los sacerdotes este báculo, lo conservaron intacto como cosa sagrada. Encontrándole entonces, cuando todas las demás cosas habían perecido, preservado del incendio, concibieron esperanzas muy lisonjeras respecto de Roma, como que aquella señal le anunciaba una eterna permanencia.

XXXIII.— Cuando todavía no habían reposado de estos cuidados, les sobrevino nueva guerra, habiendo invadido juntos su territorio los Ecuos, los Volscos y Latinos, y puesto los Tirrenos cerco a Sutrio, ciudad aliada de los Romanos. Como los tribunos que tenían el mando, habiéndose acampado junto al monte Marcio, hubiesen sido cercados por los Latinos, y considerándose en riesgo de perder el campamento, hubiesen dado aviso a Roma, fue tercera vez Camilo nombrado dictador. Acerca de esta guerra corren dos tradiciones diversas: referiré primero la fabulosa. Dícese que los Latinos, bien fuese apariencia, o bien que en realidad quisieran que se mezclasen de nuevo los pueblos, enviaron a pedir a los Romanos vírgenes de condición libre. Dudando éstos qué harían, porque temían de una parte la guerra, no habiéndose recuperado ni vuelto todavía en sí, y de otra, en la petición de las mujeres sospechaban que se envolvía el querer tomarles rehenes, y que para darle un aire más decente se pretextaban los casamientos, una esclava llamada Tutola, o, según quieren otros, Filotis, se fue a los magistrados y les propuso que enviasen con ellas otras esclavas, aquellas que en la edad y en el semblante semejasen más a las libres, vistiéndolas como novias de gente principal; y que lo demás lo dejasen a su cuidado. Prestáronse los magistrados a su propuesta, y escogiendo aquellas esclavas que ella juzgó más propias para el caso, y adornándolas con ropas preciosas y oro, las entregaron a los Latinos, que estaban acampados no lejos de la ciudad. A la noche, las demás quitaron las espadas a los enemigos, y Tutola, o sea Filotis, subiéndose a un cabrahigo, y extendiendo por la espalda la ropa, levantó un hachón hacia Roma, como lo había dejado convenido con los magistrados, sin que lo supiese ningún otro de los ciudadanos. Por esta causa, a la salida de las tropas hubo grande alboroto, llamándose unos a otros en medio de la priesa que les daban los magistrados, y apenas haciendo formación. Llegaron al vallado cuando menos lo esperaban los enemigos, que estaban entregados al sueño, tomaron el campamento, y dieron muerte a la mayor parte. Dícese que sucedió esto en las nonas de Julio, como ahora se llama, o de Quintilis, al uso de entonces, y que la fiesta que se celebra es un recuerdo de aquel hecho; porque lo primero saliendo en tropel de la ciudad pronuncian en voz alta muchos de los nombres usuales y comunes en el país, Gayo, Marco, Lucio y otros semejantes, imitando el modo con que entonces se llamaron en aquel apresuramiento. Después las esclavas, adornadas brillantemente, se chancean con los que encuentran, diciéndoles denuestos. Trábase asimismo entre ellas una especie de pelea, como que también entonces tomaron parte en el combate contra los Latinos. Siéntanse para comer, haciéndoles sombra con ramos de higuera, y a aquel día le llaman las Nonas Capratinas, según creen por el cabrahigo, desde el que la esclava levantó el hachón, porque el cabrahigo le dicen caprificon. Mas otros son de sentir que todo esto se ejecuta en memoria de lo sucedido con Rómulo, porque en el mismo día fue su desaparecimiento fuera de la puerta, habiendo sobrevenido repentinamente oscuridad y tormenta, o habiendo habido, como algunos piensan, un eclipse de sol; y que desde entonces el día se llama las Nonas Capratinas, porque a la cabra le dicen Capram, y Rómulo se desapareció junto al lago llamado de la Cabra, como al escribir su vida lo dijimos.

XXXIV.— La mayor parte de los escritores, teniendo por más cierta la otra tradición, la refieren de este modo: nombrado Camilo dictador por tercera vez, sabiendo que el ejército y los tribunos estaban sitiados por los Latinos y los Volscos, precisó a los que ya no estaban en la edad propia, sino que habían pasado de ella, a tomar las armas, y dando un gran rodeo por el monte Marcio, sin ser sentido de los enemigos, fue a colocar su ejército a la espalda de éstos, y encendiendo muchas hogueras, les hizo conocer a aquellos su llegada. Cobraron con esto ánimo, y determinaron salir al campo y trabar batalla, mas los Latinos y Volscos, conteniéndose dentro del vallado, con muchos y gruesos maderos fortalecieron por todas parte el campamento, estando dudosos en cuanto a los enemigos, y teniendo resuelto esperar otro refuerzo de tropas propias, además de contar también con el auxilio de los Tirrenos. Entendiólo Camilo, y temiendo no le sucediese lo mismo que hacía experimentar a los contrarios, teniéndolos cercados, se apresuró a aprovechar la ocasión. Como la defensa del vallado fuese de madera, y el viento a la primera luz soliese soplar con violencia de los montes, hizo que muchos se previnieran con fuego, y moviendo al alba con su ejército, ordenó a los unos que usasen de los dardos, y de la parte opuesta alzasen gritería, y llevó consigo a los que habían de pegar fuego por la parte por donde el viento acostumbraba a soplar sobre el vallado, donde esperaba el momento. Cuando al trabarse la batalla empezó a salir el sol, y se arreció el viento, dando la señal del ataque, rodeó el vallado con los prendedores del fuego. Prontamente se levantó llama donde tanta materia había, y en los maderos de la fortificación, y extendiéndose alrededor, no teniendo los Latinos remedio ni prevención alguna con que apagarlo, cuando ya todo el campamento estuvo ocupado del fuego, reducidos a un punto muy estrecho, tuvieron por precisión que arrojarse sobre los enemigos armados y formados delante del vallado; así fueron muy pocos los que huyeron; y el fuego consumió a todos cuantos quedaron en el campamento, hasta que, apagándolo los Romanos, hicieron presa de los efectos.

XXXV.— Hecho esto, dejó a su hijo Lucio en custodia de los cautivos y del botín, y marchó en busca de los enemigos. Tomó la ciudad de los Ecuos, y trayendo a sí a los Volscos, al punto dirigió el ejército la vuelta de Sutrio, ignorante de lo que había sucedido, y apresurándose todavía a darles auxilio, creyéndolos en peligro y sitiados por los Tirrenos. Mas aquellos habían sufrido ya su desgracia rindiéndose a los enemigos, y ellos mismos, en la mayor miseria, con sólo lo que tenían puesto, se presentaron a Camilo en medio de la marcha, con sus mujeres y sus hijos, lamentando su desdicha. Camilo, conmovido con aquel espectáculo, y viendo a los Romanos llorar e indignarse por lo sucedido, al arrojarse en sus brazos los Sutrinos, resolvió no dejar aquel hecho sin venganza, sino marchar a Sutrio en el mismo día, discurriendo que a unos hombres que acaban de tomar una ciudad opulenta y rica, sin que quedase en ella enemigo alguno, ni se esperase de afuera, no podría menos de encontrarlos desordenados y sin guardias. Salió como lo había pensado, porque no solamente hizo su marcha sin ser sentido, sino que así llegó hasta las puertas, y se apoderó de las murallas, pues no había ningún centinela, sino que todos estaban entregados al vino y los banquetes, esparcidos por las casas. Cuando llegaron a entender que eran dueños de la ciudad los enemigos, estaban ya tan mal parados con la hartura y la embriaguez, que muchos ni siquiera pudieron intentar la fuga, y del modo más vergonzoso fueron muertos sin bullirse, o se pusieron ellos mismos en manos de los enemigos. Por este término sucedió que una misma ciudad fue tomada dos veces en un día, perdiéndola los que la tenían, y volviendo a perderla los que la habían tomado, por disposición de Camilo.

XXXVI.— El triunfo que por estos sucesos se le decretó le concilió mayor gracia y esplendor que los dos precedentes; porque aun aquellos ciudadanos que le miraban mal y se empeñaban en atribuir sus victorias más bien a su fortuna que a su virtud se vieron entonces precisados a reconocer que en la gloria de aquellas hazañas habían tenido mucha parte la actividad y pericia de tal general. El más distinguido entre los que le hacían tiro y le miraban con envidia era aquel Marco Manlio, que fue el primero a arrojar de la eminencia a los Celtas, cuando de noche intentaron asaltar el Capitolio, y que por esto tuvo el sobrenombre de Capitolino; porque aspirando a ser el primero entre los ciudadanos, y no pudiendo adelantarse en gloria a Camilo por medios honestos, recurrió, para abrirse camino, a la tiranía, al medio común y usado de ganarse la muchedumbre, y especialmente los oprimidos con deudas, auxiliando y defendiendo a unos contra los prestamistas, y haciendo libres a otros a fuerza abierta, hasta estorbar que se les reconviniese según derecho; de tal manera, que en breve tiempo tuvo a su disposición un gran número de la gente perdida, que llegó a inspirar miedo a los buenos ciudadanos con su osadía y con sus alborotos y tropelías en las juntas públicas. Creóse dictador con motivo de estas revueltas a Quinto Capitolino, y como, habiendo puesto en prisión a Manlio, la plebe hubiese mudado de vestiduras, demostración de que se usaba en las grandes calamidades públicas, el Senado se intimidó, y mandó que se pusiera a Manlio en libertad. Mas no por eso hizo luego mejor uso de su libertad, sino que con más descaro adulaba a la muchedumbre y la movía a sedición. Eligen en tal estado otra vez tribuno militar a Camilo, y al ventilarse las causas formadas a Manlio, una cierta vista fue de mucho perjuicio a sus acusadores, porque el lugar aquel del Capitolio de donde Manlio arrojó en el nocturno combate a los Celtas se descubría desde la plaza, y excitó en todos los circunstantes gran lástima, tendiendo hacia él las manos, y recordando con lágrimas aquella pelea; de manera que puso en indecisión a los jueces, y repetidas veces fueron dando largas a la causa, no atreviéndose a darle por quito, por la notoriedad de su crimen, y no pudiendo usar del rigor de la ley, por tener ante los ojos su hazaña con la vista del sitio. Meditando sobre ello Camilo, trasladó el tribunal fuera de la puerta, junto al bosque Petelino, desde donde no podía descubrirse el Capitolio; con lo que el acusador pudo seguir la causa, y a los jueces no les impidió la memoria de aquellos hechos el concebir la debida ira contra sus violencias. Condenáronle, pues, y, llevado al Capitolio, fue precipitado de la roca, siendo el mismo lugar monumento de sus gloriosas hazañas y de su desgraciado fin. Los Romanos, asolando después su casa, edificaron allí el templo de la diosa que llaman Moneda, y decretaron que en adelante ninguno de los patricios tuviese casa en el alcázar.

XXXVII.— Llamado por la sexta vez Camilo al tribunado, quiso excusarse, por hallarse ya bastante adelantado en edad, y también por temer la envidia y algún revés después de tanta gloria y tan repetidas victorias. La causa más manifiesta era la indisposición del cuerpo, porque realmente se hallaba enfermo aquellos días; pero el pueblo no le relevó del mando, sino que gritó que no era menester que en los combates se pusiese al frente de la caballería o de la infantería, bastando sólo que emplease su consejo y su disposición, con lo que le obligó a admitir la comandancia, y a guiar al punto el ejército con Lucio Furio, uno de sus colegas, contra los enemigos. Eran éstos los Prenestinos y Volscos, que talaban un país aliado de los Romanos. Marchando, pues, y acampándose inmediato a los enemigos, su intención era quebrantar la guerra a fuerza de tiempo, y, si fuere necesario dar batalla, pelear estando más restablecido. Mas como no pudiese su colega Lucio Furio reprimir el ardor que por deseo de gloria le arrebataba al combate, y estimulase por tanto a los tribunos y centuriones, temiendo Camilo no pareciese que por envidia privaba de la victoria y de los honores consiguientes a los que eran jóvenes, condescendió con aquel, aunque de mala gana, en que formase las tropas, y él, a causa de su indisposición, se quedó con alguna gente en el campamento. Condújose temerariamente Lucio en la batalla, y fue batido, y como Camilo llegase a entender que los Romanos venían huyendo, no pudo contenerse, sino que, saltando del lecho, corrió con los que estaban en su guardia a las puertas de los reales, arrojándose por entre los fugitivos a los que los perseguían, con lo que los unos volvieron al punto al combate y le seguían, y los otros salieron también corriendo a ponerse delante de él y defenderle, yendo a porfía en no abandonar a su general, y de este modo hizo por entonces que se contuviesen en su persecución los enemigos. Al día siguiente, conduciendo el mismo Camilo el ejército, y trabando batalla, los venció completamente, y les tomó el campamento, introduciéndose con los fugitivos y dando muerte a los más de ellos. Sabiendo después que la ciudad de Satria había sido tomada por los Etruscos, y pasados a cuchillo sus habitantes, que todos eran Romanos, envió a Roma la mayor y menos manejable parte de las tropas, y tomando consigo lo más florido y más decidido de ellas, cayó sobre los Etruscos, que estaban apoderados de la ciudad, y a unos los arrojó de ella, y a otros les dio muerte.

XXXVIII.— Tornando a Roma con cuantiosos despojos, hizo ver que excedieron en prudencia los que no temieron la flaqueza y vejez de un general experto y resuelto, sino que le eligieron contra su voluntad y enfermo, con prelación a otros jóvenes que deseaban y solicitaban mandar. Por lo mismo, habiendo llegado la nueva de que se habían rebelado los Tusculanos, decretaron que marchara contra ellos Camilo, designando él mismo al que le pareciese de los cinco colegas, y aunque los cinco lo deseaban y pretendían, contra la esperanza de todos, designó a Lucio Furio, el mismo que, contra el parecer de Camilo, no pudo contener su ardor de dar batalla, y fue vencido sino que queriendo, a lo que parece, disimular aquella fatalidad y reparar aquella afrenta, por eso le prefirió a los demás. Mas los Tusculanos enmendaron aquel yerro con gran habilidad, cubriendo el campo, cuando ya Camilo estaba en camino contra ellos, de cultivadores, como en medio de la paz, teniendo las puertas abiertas, y manteniéndose los niños aprendiendo en las escuelas, y de la gente del pueblo, los artesanos se veían en sus talleres, los otros ciudadanos frecuentaban la plaza vestidos como de costumbre, y los magistrados preparaban con toda diligencia hospedaje a los Romanos, como si nada malo temiesen ni tuvieran por qué temer. No por eso esto Camilo dejó de creer que se habían rebelado; pero compadecido con verlos arrepentidos de su falta, les dio orden de que se presentaran a aplacar la ira del Senado, y habiéndolo hecho así, les proporcionó que se les diera por enteramente libres, y se les admitiera a participar de los mismos derechos. Éstos fueron los hechos más ilustres de su sexto tribunado.

XXXIX.— Después de estos sucesos movió contra el Senado una grande sedición en la ciudad Licinio Estolón, queriendo sacar por fuerza que nombrándose dos cónsules, el uno se eligiese de los plebeyos, y no ambos de los patricios; mas se eligieron los tribunos de la plebe, y la muchedumbre impidió que se celebrasen los Comicios consulares. Recelándose mayores turbaciones en la república con la anarquía, el Senado nombró dictador por la cuarta vez a Camilo, contra la voluntad de la plebe, y aun contra la suya propia, porque no quería luchar con hombres que tenían con él mismo muchos motivos de confianza, de resulta de tantos y tan señalados combates; como que más cosas había ejecutado con ellos en el campo que con los patricios en el gobierno; y ahora éstos le habían elegido por envidia, con la idea de que o desbaratase los proyectos de la plebe domeñándola, o quedase él mismo en la demanda si no la sujetaba. Tirando, sin embargo, a remediar el mal presente, sabedor del día en que los tribunos tenían resuelto proponer la ley, se anticipó a publicar la lista de los soldados, y convocó a la plebe, en vez de la plaza, al Campo de Marte, amenazando con graves penas a los que no obedeciesen. Mas haciendo los tribunos desde allá contratarresto a sus amenazas, e intimándole que le exigirían la multa de cincuenta mil sueldos si no desistía de impedir a la plebe el concurrir a establecer la ley y dar su voto, bien fuese por temor de otro destierro y otra condenación, que en sus años, y después de tantas proezas, le serían menos llevaderos, o bien porque conociese que el empeño de la plebe era del todo decidido e invencible, por entonces se retiró a su casa, y algunos días después, aparentando estar enfermo, renunció el mando. El Senado creó otro nuevo dictador, pero como éste hubiese nombrado por su maestre de la caballería al mismo Estolón, principal autor del tumulto, se les dio con esto oportunidad de sancionar la ley que hería más en lo vivo a los patricios. Prohibióse por ella que ninguno pudiese poseer más de quinientas yugadas de tierra. Así entonces brillaba Estolón, saliendo con su intento, pero de allí a breve tiempo fue condenado por poseer en tierras lo que había impedido poseer a los demás, y sufrió la pena establecida por su propia ley.

XL.— Quedaba la contienda sobre los comicios consulares, que era lo más empeñado de la sedición, el origen de ésta y lo que más había indispuesto a los patricios con la plebe; pero en medio de ella llegaron nuevas ciertas de que los Celtas, moviendo desde el Adriático, venían otra vez con muchos miles de hombres sobre Roma. Con la noticia se vieron ya los efectos de la guerra, porque el país era talado, y los habitantes que no habían podido refugiarse a Roma se habían esparcido por los montes. Este miedo calmó la sedición, y viniendo a una misma sentencia los principales con la muchedumbre, y la plebe con el Senado, eligieron todos de común consentimiento por dictador la quinta vez a Camilo. Era éste ya entonces sumamente anciano, faltándole muy poco para los ochenta años, mas con todo, haciéndose cargo de la premura y del peligro, no buscó pretexto, como antes, ni alegó excusas, sino que, presentándose por sí mismo a encargarse del mando, hizo la convocación del ejército, y sabiendo que la principal fuerza de los bárbaros consistía en las espadas, las que manejaban bárbaramente y sin ningún arte, dirigiendo principalmente los golpes a los hombros y a la cabeza, hizo para los más cascos de hierro pulidos por de fuera, para que las espadas resbalasen o se rompiesen; a los escudos les puso por todo alrededor una plancha de bronce, no bastando la madera por sí sola para proteger contra los golpes, y a los soldados les enseñó a manejar bien picas largas, y a deslizarlas bajo las espadas de los enemigos, parando con ellas sus ataques.

XLI.— Cuando ya los Celtas se hallaban próximos en las inmediaciones del río Aniene, trayendo un bagaje muy pesado y abastecido con las presas, salió con su ejército, y le fue a acampar en un sitio sombrío que formaba muchas sinuosidades, de manera que la mayor parte de él estaba oculto, y lo que se veía parecía que de miedo se había ido a encerrar en lugares agrios. Queriendo Camilo fomentar todavía más esta idea en los contrarios, ni siquiera hizo oposición a los que junto a él talaban el campo, sino que fortificando el vallado se mantenía quieto en él, hasta que vio que los que quedaban en el campamento pasaban el día sin recelo, comiendo y bebiendo. Entonces, en medio de la noche, mandó primero las tropas ligeras para que estorbaran a los enemigos el hacer formación, y los inquietaran en el acto de salir, y al amanecer sacó la infantería, y la formó en el llano, en gran número y muy denodada, y no, como esperaban los bárbaros, escasa y sin aliento. Esto fue lo primero que hizo ya mudar de opinión a los Celtas, que esperaban no tener contrarresto en la batalla. Después, acometiéndoles las tropas ligeras, y no dejándoles reposo para tomar el orden acostumbrado y formarse por compañías, los precisaron a tener que pelear donde casualmente se halló cada uno. A la postre, moviendo Camilo con su infantería, ellos tendiendo las espadas se esforzaban a herir; pero los Romanos ocurrían con las picas, y parando los golpes con las defensas herradas, repelían el hierro de los contrarios, que era blando y de bajo temple, de manera que las espadas se mellaban y se doblaban, y los escudos se abrían, y después no podían sostenerse al retirar de las picas. Por esto, arrojando sus propias armas, procuraban ganar las de los contrarios, y apoderarse de las picas, cogiéndolas con las manos. Los Romanos entonces, viéndolos desarmados, usaron ya de sus sables, y hubo gran mortandad de los que estaban en primera línea, huyendo los demás por aquellos campos, porque Camilo había hecho tomar los collados y todas las alturas, y en cuanto al campamento, no teniéndole fortificado por la nimia confianza, se sabía que sería tomado fácilmente. Esta batalla se dice haberse dado veintitrés años después de la pérdida de Roma, y que de vuelta de ella tomaron mucho ánimo contra los Celtas los Romanos, que hasta entonces habían tenido gran miedo a los bárbaros, como que la primera vez más los habían vencido por las enfermedades v por casualidades extrañas que no por sus propias fuerzas. Era tan vehemente aquel miedo, que establecieron por ley que los sacerdotes estuviesen exentos de la milicia, a no sobrevenir guerra con los Galos.

XLII.— Éste fue, de los combates militares, el último que libró Camilo, pues la mitad de Veletri la tomó al paso, habiéndosele entregado sin resistencia; mas de los políticos le restaba el mayor y más difícil contra la plebe, envalentonada con la victoria, y que a fuerza quería hacer que uno de los cónsules se nombrara de los plebeyos, contra la ley hasta entonces observada, oponiéndose a ello el Senado, y no consintiendo que Camilo dejase el mando, para con la grande y poderosa autoridad de éste lidiar mejor en defensa de la aristocracia. Mas como sucediese que sentado y despachando Camilo en la plaza llegase un lictor de parte de los tribunos de la plebe con orden de que le siguiera, y aun alargase hacia él la mano como para llevarle, suscitóse una gritería y alboroto, cual nunca se había visto en la plaza, echando del tribunal a empellones al lictor los que estaban con Camilo, y mandando a aquel muchos desde abajo que le llevase. Perplejo él entonces, no dejó en tal conflicto desdorar su autoridad, sino que, tomando consigo a los senadores, marchó a celebrar Senado, y antes de entrar, vuelto al Capitolio, pidió a los Dioses que enderezasen aquella contienda al mejor término, ofreciendo edificar un templo a la Concordia si aquella turbación se serenaba.

En el Senado fue grande el disturbio por la diversidad de pareceres; mas prevaleció con todo el más moderado y más condescendiente con la plebe, por el que se venía en que el uno de los cónsules se eligiese de los plebeyos. Dando parte el dictador al pueblo de esta resolución del Senado, repentinamente, como era natural, se reconciliaron muy regocijados con el Senado, y acompañaron a Camilo a su casa con grande gritería y algazara. Congregáronse al día siguiente, y decretaron que el templo de la Concordia que Camilo había ofrecido en memoria de lo ocurrido se hiciese mirando a la junta pública y a la plaza. Añadieron además un día a las ferias llamadas Latinas, y que fuesen cuatro los que se celebrasen, y que entonces mismo hiciesen sacrificio y tomasen coronas los Romanos. Celebró Camilo los comicios consulares, y fueron creados cónsules Marco Emilio, de los patricios, y el primero de los plebeyos, Lucio Sextio. Y éste fue el término de los hechos de Camilo.

XLIII.— Al año siguiente afligió a Roma una enfermedad epidémica, en la que de la muchedumbre perecieron gentes sin número, y la mayor parte de los magistrados. Murió también Camilo, si se atiende a su edad y a lo bien que llenó sus ideas, tan en sazón como el que más; pero, sin embargo, su muerte fue más sensible a los Romanos que las de todos cuantos fallecieron en aquel contagio.

PERICLES Y FABIO MÁXIMO

I.— Viendo César en Roma ciertos forasteros ricos que se complacían en tomar y llevar en brazos perritos y monitos pequeños, les preguntó, según parece, si las mujeres en su tierra no parían niños; reprendiendo por este término, de una manera verdaderamente imperatoria, a los que la inclinación natural que hay en nosotros al amor y afecto familiar, debiéndose a solos los hombres, la trasladan a las bestias. Puesto que nuestra alma es por naturaleza curiosa y ávida de espectáculos, ¿no es razonable censurar a los que abusan de este instinto, consagrándolo a lecciones y espectáculos indignos de atención y despreocupándose, por otra parte, de las cosas bellas y útiles? Porque a los sentidos, como obran pasivamente, al recibir la impresión de cualquiera objeto puede serles preciso reparar en lo que los hiere, bien sea provechoso, o bien inútil; mas de la razón a cada uno le es dado usar como quiere, y dirigirla fácilmente al objeto que le parece o apartarla de él. Conviene, por tanto, volverla a lo mejor, no para examinarlo sólo, sino para alimentarse y recrearse con su contemplación. Porque así como al ojo aquel color le es conveniente que con su vivacidad y blandura excita y recrea la vista, así también conviene emplear la inteligencia en objetos que con recreo la inclinen hacia el bien que le es natural y propio. Tales son las obras y acciones virtuosas que con sólo que se refieran engendran cierto deseo y prontitud capaces de conducir a su imitación; pues en las demás, al admirar sus frutos o productos no suele seguirse el conato de ejecutarlas, antes por el contrario, muchas veces, causándonos placer la obra, miramos mal al artífice, como sucede con los ungüentos y la púrpura; estas cosas nos gustan, pero a los tintoreros y aparejadores de afeites los tenemos por mecánicos y serviles. Por esto Antístenes, habiendo oído de Ismenias que era buen flautista, repuso, con razón: «Pero hombre baladí, pues a no serlo, no sería tan diestro flautista»; y Filipo, a su hijo, que en un festín había cantado con gracia y habilidad: «¿No te avergüenzas —le dijo— de cantar tan diestramente? Porque a un rey le basta, cuando tenga vagar, oír a los que cantan, y da bastante a las Musas con presenciar los certámenes de los que en ellas sobresalen».

II.— La ocupación, pues, en las cosas serviles halla contra sí misma confirmación que la convenza de desidia hacia la virtud en el trabajo que se emplea en los negocios fútiles; pues ningún joven de generosa índole, o por haber visto en Pisa la estatua de Zeus ha deseado ser un Fidias, o un Policleto por haber visto en Argos la de Hera; ni un Anacreonte, un Filemón, o un Arquíloco, por haber oído los versos de estos poetas, pues no es preciso que, porque la obra deleite como agradable, sea digno de estimación el artífice. Por tanto, es visto que no son de provecho para los espectadores aquellas cosas que no engendran celo de imitación, ni tienen por retribución el incitar al deseo y conato de aspirar a la semejanza; mas la virtud es tal en sus obras, que con el admirarlas va unido al punto el deseo de imitar a los que las ejecutan; porque en las cosas de la fortuna lo que nos complace es la posesión y el disfrute; pero en las de la virtud, la ejecución; y aquellas queremos más que nos vengan de los otros, y éstas, por el contrario, que las reciban los otros de nuestras manos; y es que lo honesto mueve prácticamente y produce al punto un conato práctico y moral, infundiendo un propósito saludable en el espectador, no precisamente por la imitación, sino por sola la relación de los hechos. De aquí nació en mí el propósito de proseguir este género de escritura relativo a las Vidas, y éste es el décimo libro que componemos, que contiene las de Pericles y de Fabio Máximo, el que combatió con Aníbal, varones parecidos entre sí en otras virtudes, pero muy especialmente en la mansedumbre y la justicia, y en haber sido ambos muy útiles a sus patrias con saber llevar las injusticias de los pueblos y de sus colegas; si acertamos o no en nuestro juicio, podrá verse lo que escribimos.

PERICLES

III.— Era Pericles, por la tribu, Acamántida, y por su demo, Colargeo, y de los primeros por su casa y linaje, así por parte de padre como de madre. En efecto: Jantipo, el que venció en Mícala a los generales del rey, se casó con Agarista, descendiente de Clístenes, el que arrojó a los Pisistrátidas, y destruyó valerosamente la tiranía, publicando leyes y estableciendo un gobierno el más acomodado para la concordia y el bienestar. Parecióle a aquella entre sueños que paría un león, y de allí a breves días dio a luz a Pericles, que en toda la demás conformación de su cuerpo no tenía defecto, y solamente la cabeza era muy prolongada y desmedida. Por esto en casi todas sus estatuas se le retrata con yelmo, no queriendo, según parece, mortificarle los artistas; y los poetas áticos le llamaban esquinocéfalo, cabeza de albarrana, porque a esta especie de cebolla llamada escila algunos le decían esquino. De los poetas cómicos, Cratino en Los Quirones dice:

La sedición y el ya canoso tiempo
en unión monstruosa se ayuntaron;
y un tirano nació, que de los Dioses
fue congrega-cabezas saludado.

Y también en la Némesis:

¡Ven ¡oh Zeus hospedero y bienhadado!

Teleclides, en un lugar, dice que, dudoso con los negocios, se sentaba en la ciudad muy cargado de cabeza, y en otro lugar, que él solo, con su cabeza descomunal, movía grande alboroto. Y Éupolis, en su comedia Los populares, preguntado sobre cada uno de los demagogos que iban volviendo del infierno, cuando en último lugar se nombró a Pericles:

¿A qué ahora trajiste de allá bajo a ése que de todos es cabeza?

IV.— Muchos escriben que fue Damón su maestro en la música, diciendo que la primera sílaba de este nombre debe pronunciarse breve; pero Aristóteles es de opinión que se dedicó a la música bajo la enseñanza de Pitoclides. Lo que se infiere es que Damón, que era consumado sofista, quiso tomar por pretexto el nombre de la música, disfrazando así para con la muchedumbre su principal habilidad; pues estaba al lado de Pericles como de un atleta, sirviéndole de ungüentario y maestro en las cosas públicas. Ni se dejó de echar de ver que Damón tomaba la lira por pretexto y disimulo; antes luego que, como hombre de peligrosos intentos y favorecedor de la tiranía, fue condenado al ostracismo, dio por aquella causa materia a los poetas cómicos; de los cuales, Platón hace que uno le pregunte, en cabeza de aquel, de esta manera:

A esto ante todas cosas da respuesta.
¡Es común opinión que tú, oh perverso,
fuiste quien a Pericles educaste!

Oyó también Pericles a Zenón Eleata, que trató de las cosas naturales al modo de Parménides, y practicó por vez primera un método dialéctico tan sutil y lleno de argucias, que desconcertaba al adversario, según que Timón Fliasio lo indicó en estos versos:

Era grande el poder, mas no engañoso,
de Zenón doble-lengua;
que de todos, como abeja, solícita escogía.

Mas quien siempre asistió al lado de Pericles, quien le infundió principalmente aquella altivez y aquel espíritu domeñador de la muchedumbre, y quien dio majestad y elevación a sus costumbres, fue Anaxágoras de Clazómenas, al cual los de su edad le apellidaban Inteligencia, o admirando su grande prudencia y sus singulares y adelantados conocimientos en las cosas físicas, o porque fue el primero que estableció por principio ordenador de todos los seres, no el acaso o la necesidad, sino una razón pura e ilibada, difundida en todas las cosas, que puso diferencias entre las que eran semejantes y estaban mezcladas.

V.— Gustaba extrañamente Pericles de este filósofo, y, penetrado de su doctrina sobre los fenómenos celestes y de su metafísica sublime, no solamente adquirió, como era natural, un ánimo elevado y un modo de decir sublime, puro de toda chocarrería y vulgaridad, sino que con su continente inaccesible a la risa, con su modo grave de andar, con toda la disposición de su persona, imperturbable en el decir, sucediera lo que sucediese, con el tono inalterable de su voz, con todas estas cosas sorprendía maravillosamente a todos. Estuvo en una ocasión un hombre infame y disoluto insultándolo todo el día, y lo aguantó, aun en la plaza, mientras tuvo que despachar los negocios que ocurrieron: a la tarde se retiraba tranquilo a casa, y aquel hombre se puso a seguirle, vomitando contra él toda suerte de dicterios: llegó a casa cuando ya había oscurecido, y mandó a un criado que tomase un hacha y fuese acompañando a aquel hombre hasta su posada. El poeta Ion dice que el trato de Pericles era arrogante y soberbio, y que a lo jactancioso se reunía en él cierta altivez y desprecio de los demás; y celebra a Cimón de atento, de afable y de festivo en las concurrencias. Pero sin hacer caso de Ion, que, al modo que en la representación trágica, quiere que también en la virtud haya un poquito de sátira, a los que a la gravedad de Pericles le daban el nombre de arrogancia y soberbia los exhortaba Zenón a que ellos también se mostraran orgullosos de modo semejante, para que la ficción de lo bueno engendrara en sus ánimos, sin que lo echasen de ver, recta imitación y costumbre.

VI.— Ni sólo este fruto sacó Pericles de su comunicación con Anaxágoras, sino que parece haberse hecho con ella superior a la superstición, que infunde terror en los efectos meteóricos y naturales a los que ignoran sus causas, y en las cosas divinas, a los que con ellas deliran, y se asustan por falta de experiencia; pues la ciencia física la disipa inspirando, en lugar de una superstición tímida y vana, una piedad sólida, acompañada de las mejores esperanzas. Cuéntase que trajeron una vez a Pericles la cabeza de un carnero que no tenía más de un solo cuerno, y que Lampón el adivino, luego que vio el cuerno fuerte y firme que salía de la mitad de la frente, pronunció que, siendo dos los bandos que dominaban en la ciudad, el de Tucídides y el de Pericles, sería de aquel el mando y superioridad en el que se verificase aquel prodigio; pero Anaxágoras, abriendo la cabeza, hizo ver que el cerebro no llenaba toda la cavidad, sino, que formaba punta como huevo, yendo en disminución por toda aquella hasta el punto en que la raíz del cuerno tomaba principio. Por lo pronto, Anaxágoras fue muy admirado de los que se hallaron presentes; pero de allí a poco lo fue también Lampón, cuando, desvanecido el poder de Tucídides, recayó en Pericles todo el manejo de los negocios públicos. Mas a lo que entiendo, ninguna oposición o inconveniente hay en que acertasen el físico y el adivino, y que atinase aquel con la causa, y éste con el fin; siendo de la incumbencia del uno el examinar de dónde y cómo provenía, y del otro, pronosticar a qué se dirigía y qué significaba. Los que son de opinión de que el hallazgo de la causa es destrucción de la señal no reparan en que juntamente con las señales de las cosas divinas quitan las de las artificiales y humanas: el ruido de los discos, la luz de los faros, la sombra del puntero de los relojes de sol, cada una de las cuales cosas por artificio y disposición humana es signo de otra. Mas esto quizás es más bien asunto de otro tratado que del presente.

VII.— Pericles ya desde joven se iba con mucho tiento con el pueblo, porque en la conformación del rostro era muy parecido a Pisístrato el tirano, y los más ancianos admiraban en él, cuando le oían hablar, lo dulce de la voz y la volubilidad y prontitud de la lengua por la misma semejanza. Siendo además expectable por su riqueza y su linaje, y teniendo amigos de mucho poder, de miedo del ostracismo ninguna parte tomaba en las cosas de gobierno; pero en las expediciones militares se acreditaba de valeroso y arriscado. Cuando ya murió Arístides, Temístocles fue condenado, y Cimón estaba constantemente con la escuadra fuera de la Grecia, se fue Pericles aproximando al pueblo, con tal arte que tomó la causa de la muchedumbre y de los pobres, en vez de la de los pocos y los ricos, no obstante que su carácter nada tenía de popular, sino que temeroso, a lo que parece, de caer en sospecha de tiranía, y observando que Cimón era aristocrático y muy preciado de lo mejor de la ciudad, se puso del lado de los muchos, tanto para labrarse su seguridad propia, como para formar contra éste un partido poderoso. Aun en lo relativo al método de vida tomó desde entonces otro sistema; porque parece que para él no había en la ciudad otro camino que el de la plaza pública y el consejo: ¡de tal modo dio de mano a los convites para festines y a toda clase de reunión y concurrencia! Así, en todo el tiempo que mandó, que fue muy largo, no se le vio concurrir a convite alguno en casa de ningún ciudadano, sino únicamente en la boda de su primo Euriptólemo, en la que estuvo hasta las libaciones, y luego se levantó. Porque las concurrencias llevan mal todo lo que es altivez, y es muy difícil en la familiaridad conservar aquella gravedad que da opinión. Mas en la verdadera virtud, lo más loable es lo que más se manifiesta al público, y en los hombres buenos nada hay tan admirable para los de afuera como lo es su vida cotidiana para los de su casa; pero éste, huyendo respecto del pueblo la relación continua y el fastidio, no se le presentaba sino como escatimándose, ni hablaba en todo negocio, ni siempre se mostraba al público, sino que, reservándose para los casos de importancia, como de la nave de Salamina, dice Critolao, las demás cosas las ejecutaba por medio de sus amigos o de oradores de su partido; de los cuales se dice que era uno Efialtes, que fue el que debilitó la autoridad del Areópago, escanciando a los ciudadanos, según expresión de Platón, una grande e inmoderada libertad, con la que el pueblo, como caballo sin freno, según que se lo echan en cara los poetas cómicos:

No tuvo a bien mostrarse ya sumiso,
sino morder osado a la Eubea,
y hacer insultos a las otras islas.

VIII.— A este orden de vida y a la elevación de su ánimo procuraba acomodar, como órgano conveniente, su lenguaje, para lo que consultaba frecuentemente a Anaxágoras, coloreando con la ciencia física, como con un tinte retórico, la dicción. Porque reuniendo aquel, por sus conocimientos en la física, la razón sublime obradora de todo, como dice el divino Platón, a su excelente natural, y juntando siempre lo conducente con el artificio en el decir, se aventajó mucho a todos los demás; y de aquí dicen que tuvo el sobrenombre; aunque hay quien diga que de los primores con que adornó la ciudad, y otros que de su autoridad en el gobierno y en los ejércitos, le vino el que le llamasen Olimpio: bien que nada de extraño habría en que todas estas cosas hubiesen contribuido en aquel hombre insigne para esta gloriosa denominación. Mas las comedias de sus contemporáneos lanzaron por entonces muchas voces serias o ridículas contra él; de su modo de decir muestran habérsele originado principalmente el tal sobrenombre porque decían de él que tronaba, que lanzaba centellas, y que llevaba en la lengua un tremendo rayo, cuando hablaba en público. Hácese también mención en este punto de un dicho de Tucídides, hijo de Melesio, que expresa con gracia la destreza de Pericles. Era Tucídides hombre recto y bueno, y en el gobierno había estado largo tiempo en contradicción con Pericles. Preguntándole, pues, Arquidamo, rey de los Lacedemonios, cuál de los dos, Pericles o él, era mejor combatiente, «cuando le he derribado —dijo—, luchando con él, luego replica que no ha caído, que vence, y se los persuade a los que se hallan presentes». El mismo Pericles era tímido y circunspecto en el decir; y así, al subir a la tribuna, pedía siempre a los Dioses que no se le escapase, sin advertirlo, ni una sola palabra que no fuese acomodada a su intento y a lo que éste pedía. Y lo que es escrito no dejó nada, a excepción de los decretos; pero se conservan en la memoria unos cuantos dichos suyos notables, muy pocos; cual es haber dispuesto que como una legaña se separase a Egina del Pireo, y aquello de decir: «Me parece que veo ya la guerra venir del Peloponeso». Y en una ocasión en que Sófocles, su colega en el mando, hizo con él un viaje de mar, celebrando éste de lindo a un mocito: «Un general —le dijo— no sólo ha de tener puras las manos, sino también los ojos». Y Estesímbroto refiere que, elogiando en la tribuna a los que había muerto en Samo, dijo que «se habían hecho inmortales, como los Dioses, porque tampoco a éstos los vemos, sino que de los honores que se les tributan y de los bienes que nos dispensan conjeturamos que son inmortales, y esto mismo cuadra a los que mueren por la patria».

IX.— Tucídides nota de aristocrático el gobierno de Pericles, diciendo que, aunque en las palabras era democrático, en la realidad era mando de uno solo; y otros muchos han escrito que bajo él fue por la primera vez seducida la plebe con repartimientos y con pagarle los espectáculos y darle jornal; con las cuales disposiciones se la acostumbró mal, y se hizo pródiga e indócil, de templada y laboriosa que antes era: veamos, pues, por los hechos mismos, cuál fue la causa de esta mudanza. Contrarrestando Pericles en el principio, como hemos dicho, a la gloria de Cimón, se adhirió a la muchedumbre; mas siendo inferior en riqueza e intereses, con los que éste ganaba a los pobres, dando cotidianamente de comer a los Atenienses necesitados, vistiendo a los ancianos y echando al suelo las cercas de sus posesiones para que tomaran de los frutos los que quisiesen, frustrado Pericles con estas cosas, recurrió al repartimiento de los caudales públicos aconsejándoselo así Damónides de Ea, según testimonio de Aristóteles. Con las dádivas, pues, para los teatros y para los juicios, y con otros premios y diversiones, corrompió a la muchedumbre, y se valió de su poder contra el consejo del Areópago, en el que no tenía parte, por no haberle cabido en suerte ser o Arconte, o Tesmoteta, o Rey, o Polemarco; porque estos empleos eran sorteables de antiguo, y de ellos los ciudadanos más aprobados pasaban al Areópago; por esta causa, cuando Pericles tuvo gran influjo en el pueblo, le convirtió contra este consejo, consiguiendo quitarle el conocimiento de muchos negocios por medio de Efialtes, y hacer salir desterrado a Cimón, como apasionado de los Lacedemonios y desafecto a la muchedumbre: varón que a nadie cedía en hacienda y linaje, que en muchos combates había alcanzado brillantes victorias de los bárbaros, y que con grandes sumas y cuantiosos despojos había enriquecido la ciudad, como lo escribimos en su vida: ¡tal era el poder de Pericles en el pueblo!

X.— No se acababa por la ley el ostracismo, para los que sufrían, esta especie de destierro, hasta los diez años; pero en este medio tiempo los Lacedemonios invadieron el territorio de Tanagra, y marchando al punto los Atenienses contra ellos, Cimón, volviendo de su destierro, tomó las armas, y formó con los de su tribu, queriendo purgar con obras la sospecha de laconismo peleando al lado de sus conciudadanos; pero los amigos de Pericles se agruparon, y lo hicieron desechar como desterrado. Por esto mismo pareció que Pericles peleó en aquella ocasión con mayor denuedo, y se distinguió sobre todos, poniendo a todo riesgo su persona. Perecieron allí los amigos de Cimón, todos a una, a los que Pericles había acusado también de laconismo; y los Atenienses llegaron ya a arrepentirse y echar menos a Cimón, viéndose vencidos en las mismas fronteras del Ática, y esperando más violenta guerra todavía para el verano. Echólo de ver Pericles, y no sólo no tuvo dificultad en dar gusto a la muchedumbre, sino que él mismo escribió el decreto por el que Cimón había de ser restituido; el cual, luego que volvió, hizo la paz entre ambas ciudades, porque los Lacedemonios le miraban con inclinación, así como estaban mal con Pericles y con los demás demagogos. Algunos son de sentir que no se decretó por Pericles la restitución de Cimón, sin que antes se hiciera entre ambos, por medio de Elpinice, hermana de éste, un tratado secreto: de modo que Cimón daría al punto la vela con doscientas galeras para mandar fuera las tropas, y a Pericles le correspondería quedar con el mando en la ciudad. Parece que ya antes la misma Elpinice había suavizado para con Cimón el ánimo de Pericles cuando aquel tuvo que defenderse en la causa capital. Era Pericles uno de los acusadores, elegido por el pueblo, y habiéndosele presentado Elpinice en clase de suplicante, sonriéndose le respondió: «Vieja estás, Elpinice, vieja estás para salir adelante con tales asuntos»; mas con todo, sola una vez se levantó a hablar, no más que por cumplir con su nombramiento; y luego se retiró, habiendo sido de los acusadores el que menos incomodó a Cimón. ¿Pues quién con esto podrá dar crédito a Idomeneo, que acusa a Pericles de que habiéndose hecho amigo del orador Efialtes, y sido ambos de un mismo modo de pensar en las cosas de gobierno, por celos y por envidias dolosamente lo hizo asesinar? Yo no sé de dónde pudo recoger estos rumores para achacarlos como hiel a un hombre que, si no fue del todo irreprensible, tuvo un espíritu generoso y un alma apasionada por la gloria, con los que no es compatible una pasión tan cruel y feroz, y respecto de Efialtes, lo que hubo fue que, habiéndose hecho temer de los oligarquistas, y siendo inexorable para tomar venganza y perseguir a los que molestaban al pueblo, sus enemigos le armaron asechanzas, y ocultamente le quitaron de en medio por mano de Aristódico de Tanagra, como lo refiere Aristóteles. Cimón, en tanto, mandando la escuadra, murió en Chipre.

XI.— Los aristócratas, viendo ya a Pericles engrandecido y tan preferido a los demás ciudadanos, quisieron contraponerle alguno de su partido en la ciudad, y debilitar su poder para que no fuese absolutamente, de un monarca; y con la mira de que le resistiese, echaron mano de Tucídides, de la tribu Alopecia, hombre prudente y cuñado de Cimón. Era, sí, menos guerrero que éste; pero le aventajaba en el decir y en el manejo de los negocios; así contendía en la tribuna con Pericles, y bien pronto produjo una división en el gobierno. En efecto: estorbó que los ciudadanos que se decían principales se allegaran y confundieran como antes con la plebe, mancillando su dignidad, y más bien manifestándolos separados, y reuniendo como en un punto el poder de todos ellos, le hizo de más resistencia, y que viniera a ser como un contrapeso en la balanza; porque desde el principio hubo como una separación oscura, que, a la manera de las pegaduras del hierro, era indicio de dos partidos: el popular y el aristocrático; y ahora aquella unión y concordia de los principales dio más peso a esta división de la ciudad, e hizo que el un partido se llamara plebe, y el otro, oligarquía o de los pocos. Por esto mismo, soltando más entonces Pericles las riendas a la plebe, gobernaba a gusto de ésta, disponiendo que continuamente hubiese en la ciudad, o un espectáculo público, o un banquete solemne, o una ceremonia aparatosa, entreteniendo al pueblo con diversiones del mejor gusto. Hacía, además, salir cada año sesenta galeras, en las que navegaban muchos ciudadanos, asalariados por espacio de ocho meses, y al mismo tiempo se ejercitaban y aprendían la ciencia náutica. Enviaba asimismo mil sorteados al Quersoneso; a Naxo, quinientos; a Andro, la mitad de éstos; otros mil a la Tracia, para habitar en unión con los Bisaltas, y otros, a Italia, restablecida Síbaris, a la que llamaron Turios. Todo esto lo hacía para aliviar a la ciudad de una muchedumbre holgazana e inquieta con el mismo ocio; para remediar a la miseria del pueblo, y también para que impusieran miedo y sirvieran de guardia a los aliados, habitando entre ellos, para que no intentaran novedades.

XII.— Lo que mayor placer y ornato produjo a Atenas, y más dio que admirar a todos los demás hombres, fue el aparato de las obras públicas, siendo éste sólo el que aún atestigua que la Grecia no usurpó la fama de su poder y opulencia antigua. Y, no obstante, esta disposición era, entre las de Pericles, la de que más murmuraban sus enemigos, y la que más calumniaban en las juntas públicas, gritando que el pueblo perdía su crédito y era difamado, porque se traía de Delos a Atenas los caudales públicos de los Griegos, y aun la excusa más decente que para esto podía oponerse a los que le reprenden, a saber: que, por miedo de los bárbaros, trasladaban de allí aquellos fondos para tenerlos en más segura custodia, aun ésta se la quitaba Pericles; y así parece, decían, que a la Grecia se hace un terrible agravio, y que se la esclaviza muy a las claras, cuando ve que con lo que se la obliga a contribuir para la guerra doramos y engalanamos nosotros nuestra ciudad con estatuas y templos costosos, como una mujer vana que se carga de piedras preciosas. Mas Pericles persuadía al pueblo que de aquellos caudales ninguna cuenta tenían que dar a los aliados, pues los Atenienses combatían en su favor y rechazaban a los bárbaros, sin que aquellos pusiesen ni un caballo, ni una nave, ni un soldado, sino solamente aquel dinero, que ya no era de los que lo daban, sino de los que lo recibían, una vez que cumplían con aquello por que se les entregaba; y puesto que la ciudad proveía abundantemente de lo necesario para la guerra, era muy justo que su opulencia se emplease en tales obras, que, después de hechas, le adquirieran una gloria eterna, y que dieran de comer a todos mientras se hacían, proporcionando toda especie de trabajo y una infinidad de ocupaciones, las cuales, despertando todas las artes, y poniendo en movimiento todas las manos, asalariaran, digámoslo así, toda la ciudad, que a un mismo tiempo se embellecería y se mantendría a sí misma, Porque los de buena edad y robustos tomaban en los ejércitos del público erario lo que para pasarlo bien habían menester, y, respecto de la demás muchedumbre ruda y jornalera, no queriendo que dejase de participar de aquellos fondos, ni que los percibiese descansada y ociosa, introdujo con ardor en el pueblo gran diferencia de trabajos y obras, que hubiesen de emplear muchas artes y consumir mucho tiempo, para que no menos que los que navegaban, o militaban, o estaban en guarnición, tuvieran motivo los que quedaban en casa de participar y recibir auxilio de los caudales públicos. Porque siendo la materia prima piedra, bronce, marfil, oro, ébano, ciprés, trabajaban en ella y le daban forma los arquitectos, vaciadores, latoneros, canteros, tintoreros, orfebres, pulimentadores de marfil, pintores, bordadores y torneros; además, en proveer de estas cosas y portearlas entendían los comerciantes y marineros en el mar, y en tierra, los carreteros, alquiladores, arrieros, cordeleros, lineros, tejedores, constructores de caminos y mineros; y como cada arte, a la manera que cada general su ejército, tenía de la plebe su propia muchedumbre subordinada, viniendo a ser como el instrumento y cuerpo de su peculiar ministerio, a toda edad y naturaleza, para decirlo así, repartían y distribuían las ocupaciones, el bienestar y la abundancia.

XIII.— Adelantábanse, pues, unas obras insignes en grandeza, e inimitables en su belleza y elegancia, contendiendo los artífices por excederse y aventajarse en el primor y maestría; y con todo, lo mas admirable en ellas era la prontitud; porque cuando de cada una. pensaban que apenas bastarían algunas edades y generaciones para que difícilmente se viese acabada, todas alcanzaron en el vigor de un solo gobierno su fin y perfección. Justamente se dice de aquel mismo tiempo que, jactándose el pintor Agatarco de que con la mayor prontitud acababa sus cuadros, y habiéndolo oído Zeuxis, le replicó: «Pues yo en mucho tiempo»; porque realmente la agilidad y prontitud en las obras no les da ni solidez duradera, ni perfecta belleza, y, por el contrario, el tiempo y trabajo que se gastan en la ejecución se recompensan con la firmeza y permanencia. Por lo mismo, era mayor la admiración de que, siendo las obras de Pericles de durar largo tiempo, en tan breve se hubiesen concluido; porque cada una de ellas en la belleza al punto fue como antigua, y en la solidez, todavía es reciente y nueva: ¡tanto brilla en ellas un cierto lustre que conserva su aspecto intacto por el tiempo, como si las tales obras tuviesen un aliento siempre floreciente y un espíritu exento de vejez! Todas las dirigía y de todas con Pericles era superintendente Fidias, sin embargo de que las ejecutaban los mejores arquitectos y artistas; porque el Partenón, que era de cien pies, lo edificaron Calícrates e Ictino; el purificatorio de Eleusis empezó a construirlo Corebo, y él fue quien puso las columnas sobre el pavimento y las enlazó con el chapitel; por su muerte, Metágenes Xipecio hizo la cornisa y puso las columnas altas; mas la linterna sobre el santuario la cerró Xenocles Colargeo. El muro prolongado, cuya idea dice Sócrates había oído explicar al mismo Pericles, fue obra de Calícrates. Satirízala Cratino en sus comedias, como que iba con mucha pesadez:

Hace ya largo tiempo que Pericles
la está con sus palabras promoviendo;
mas en la realidad nada adelanta.

El Odeón, que en su disposición interior tiene muchos asientos y muchas columnas, y cuyo techo es redondeado y pendiente y termina en punta, dicen que se hizo a semejanza del pabellón del rey de Persia, disponiéndolo también Pericles; por lo que el mismo Cratino, en su comedia Las tracias, se burla de él en esta manera:

El Zeus esquinocéfalo, Pericles,
aquí viene trayendo en el cerebro
el Odeón, alegre y orgulloso,
porque del ostracismo se ha librado.

Efectivamente: engreído Pericles, entonces por la primera vez decretó que en las Fiestas Panateneas hubiese certamen de música, y elegido por director del certamen, él mismo señaló qué era lo que los contendientes habían de tañer con la flauta, lo que habían de cantar o tocar en la cítara; porque en el Odeón se dieron entonces y después los certámenes y espectáculos de música.

Los soportales del alcázar o ciudadela se hicieron en cinco años, siendo el arquitecto Mnesicles. Un caso maravilloso ocurrido mientras se construían dio indicio de que la Diosa, lejos de repugnar la obra, tomaba parte en ella y concurría a su perfección. El más laborioso y activo de los artistas tropezó y cayó de lo alto, quedando tan maltratado que le desahuciaron los médicos. Apesadumbróse Pericles, y la Diosa, apareciéndosele entre sueños, le indicó una medicina con la cual muy pronta y fácilmente le puso bueno. Por este suceso colocó en la ciudadela la estatua de bronce de Atenea saludable junto al ara, que se dice estaba allí antes.

Fidias hizo además la estatua de oro de la diosa, y en la base se lee la inscripción que le designa autor de ella. Tenía sobre sí puede decirse que el cuidado de todo, y como hemos dicho, era el superintendente de todos los demás artistas por la amistad de Pericles, lo cual le atrajo envidia, y también la calumnia de que presentaba por mal término a éste las mujeres libres que concurrían a ver las obras. Tomaron por su cuenta este rumor los autores de comedias, y difamaron a Pericles de incontinencia y disoluto, extendiendo sus calumnias hasta la mujer de Menipo, su amigo y subalterno en la milicia, y hasta la granjería de Pirilampo, otro de sus amigos; criaba éste aves, y le achacaban que regalaba pavones a aquellas con quienes Pericles se divertía. ¿Mas quién se maravillará de que hombres satíricos de profesión sacrifiquen, con las calumnias de los hombres más aventajados, a la envidia como a un genio maléfico, cuando el mismo Estesímbroto Tasio se atrevió a proferir una horrible y mentirosa blasfemia contra la mujer del mismo hijo de Pericles? ¡Tan grande es el trabajo que le cuesta a la historia descubrir la verdad! Pues para los que vienen más tarde, el tiempo pasado se interpone, y roba el conocimiento de los hechos; y las relaciones contemporáneas de las vidas y acciones, o bien por envidia, o bien por lisonja y adulación, corrompen y desfiguran la verdad.

XIV.— Clamaban contra Pericles los oradores del partido de Tucídides, diciendo que dilapidaba el tesoro y disipaba las rentas; y él preguntó en junta al pueblo si le parecía que gastaba mucho. Respondiéronle que muchísimo; y entonces: «Pues no se gaste —dijo— de vuestra cuenta, sino de la mía; pero las obras han de llevar sólo mi nombre». Al decir esto Pericles, ora fuese por que se maravillaran de su magnanimidad, ora por que ambicionaran la gloria de tales obras, gritaron a porfía, ordenándole que gastase y expendiese sin excusar nada. Finalmente, traído a contienda con Tucídides sobre el ostracismo, y puesto en riesgo, consiguió desterrar a éste, y disipar la facción que le era opuesta.

XV.— Cuando, desvanecida enteramente esta diferencia, la ciudad vino a ser toda como de un temple y una sola, puso completamente bajo su disposición a Atenas y cuanto de los Atenienses dependía, los tributos, los ejércitos, las naves, las islas y el mar, y un poder de gran fuerza, no sólo por los Griegos, sino también por los bárbaros, a causa de que se consideraba fortalecido con pueblos que les estaban sujetos, y con la amistad y alianza de reyes poderosos; y entonces ya no fue el mismo, ni del mismo modo manejable por el pueblo, dejándose llevar como el viento de los deseos de la muchedumbre, sino que en vez de aquella demagogia que tenía flojas e inseguras las riendas, como en vez de una música muelle y blanda, planteó un gobierno aristocrático, y, en cierta manera, regio; y empleándole siempre con rectitud e integridad para lo mejor, unas veces con la persuasión y con instruir al pueblo y otras con la firmeza y la violencia si le hallaba renitente, puso mano en todo lo que le parecía útil; imitando en esto al médico que en la curación de una enfermedad complicada y habitual, ora se vale de lo dulce y agradable, y ora de remedios desabridos, conducentes a la salud. Porque no pudiendo menos de haberse engendrado toda suerte de pasiones en un pueblo que tenía tan grande autoridad, él sólo era propio para tratar del modo conveniente cada una; y valiéndose de la esperanza y del miedo, como de unos timones, moderó lo que había de altivo, y alentó y confortó lo desmayado: demostrando así que la oratoria tiene el poder, según expresión de Platón, de cautivar las almas, y que su obra principal es el arte de dirigir las costumbres y las pasiones, como unos sonidos o cuerdas del alma, que necesitan una mano hábil que las pulse. Aunque la causa no fue precisamente el poder de su palabra, sino, como dice Tucídides, la opinión y confianza en la conducta de aquel hombre admirable, que claramente se veía ser incorruptible y muy superior a los atractivos del oro, el cual, con haber hecho a la ciudad de grande más grande todavía y más rica, y con haber tenido un poder que excedía al de muchos reyes y tiranos, aun de aquellos que legaron el poder a sus hijos, no aumentó ni en un maravedí la hacienda que le dejó su padre.

XVI.— Da de su poder Tucídides la más cierta y cabal idea; pero los cómicos lo desfiguran malignamente, llamando nuevos Pisistrátidas a los amigos que Pericles tenía cerca de sí, y exigiendo de él que jurara no hacerse tirano, como que su superioridad y excelencia se hacía incómoda y no cabía dentro de la democracia, y Teleclides dice que los Atenienses pusieron en su mano

De las ciudades todas los tributos,
y las ciudades mismas, a su antojo
dejando el libertarlas u oprimirlas;
alzar de piedra o derribar sus muros;
los tratados, la fuerza, el poderío,
y la paz, la riqueza y la ventura.

Y esto no fue cosa de una favorable ocasión, o gracia y felicidad de un gobierno que floreció por horas, sino que por cuarenta años estuvo dominado entre los Efialtes, los Leócrates, los Mirónidas, los Cimones, los Tólmides y los Tucídides; y después de haber triunfado de Tucídides, y héchole desterrar, no se hizo menos admirable en los siguientes quince años; y con tener él sólo el poder sobre los ejércitos en cada un año, no se conservó menos incorruptible por el dinero. Y no porque fuese del todo desperdiciado en cuanto a los bienes; antes, para no abandonar la hacienda paterna tan justamente poseída, ni ocuparse tampoco demasiadamente en ella cuando tantos otros negocios le cercaban, estableció la administración que le pareció más fácil y más exacta. Vendía cada año por junto los frutos de su cosecha, y después se surtía de la plaza a la menuda de las cosas necesarias para la casa y para el sustento: no dejaba por tanto, lugar a que se regalasen sus hijos ya crecidos: ni era dispensador profuso con las mujeres de la familia; antes le censuraban este método de la compra diaria, reducido rigurosamente a no gastar más que lo preciso, sin que en una casa tan grande y de tanto tráfago se desperdiciara nada; llevándose, así lo relativo al gasto como a la renta, con mucha cuenta y medida. El que tenía a su cargo toda esta exactitud era uno de sus esclavos llamado Evángelo, de la más excelente índole por sí, o formado por Pericles para este manejo. En verdad que no conformaba todo esto con la filosofía de Anaxágoras, que por entusiasmo y magnanimidad abandonó su casa, y dejó sus campos yermos y eriales. Mas yo pienso que no debe ser uno mismo el tenor de vida del filósofo especulativo y el del político, sino que aquel vuelve su inteligencia, desprendida y nada necesitada, de esta materia exterior a lo que es honesto y bueno, y a éste, a quien le es preciso aplicar a la virtud las ocupaciones humanas, la hacienda puede servirle no sólo para las cosas absolutamente necesarias, sino para la virtud misma, como en el propio Pericles puede verse, que socorría a los indigentes. Aun respecto del mismo Anaxágoras se cuenta que, viéndose olvidado de Pericles, a causa de los muchos negocios de éste, y siendo ya viejo, envuelto en su capa, se echó a morir desalentado: que llegando Pericles a entenderlo, corrió al punto allá con el mayor sobresalto, y le hizo los más eficaces ruegos, diciendo que más que de Anaxágoras sería suyo aquel infortunio, si perdía al que tanto le ayudaba con su consejo en el gobierno; y que éste, descubriéndose finalmente, le replicó: «Oh, Pericles, los que han menester una lámpara le echan aceite».

XVII.— Empezaban ya los Lacedemonios a mirar mal el incremento de los Atenienses; y Pericles, queriendo inspirar al pueblo grandes pensamientos y ponerle al nivel de grandes cosas, escribió un decreto, por el que a todos los Griegos que habitaban en Europa y Asia, así a las ciudades pequeñas como a las grandes, se les exhortase a enviar a Atenas a un Congreso diputados que deliberasen sobre los templos griegos que habían incendiado los bárbaros, sobre los sacrificios y votos hechos por la salud de la Grecia de que estaban en deuda con los Dioses, y sobre que todos pudieran navegar sin recelo y vivir en paz. Enviáronse con este objeto veinte ciudadanos mayores de cincuenta años, de los cuales cinco habían de convocar a los Jonios y Dóricos del Asia, y a los isleños hasta Lesbos y Rodas; cinco recorrieron los pueblos del Helesponto y la Tracia, hasta Bizancio; y cinco, desde el punto en que concluían éstos, a la Beocia, la Fócide y el Peloponeso; y además se extendía su misión por los Locrios y todo el continente inmediato hasta la Acarnania Y la Ambracia; y los restantes se encaminaron por la Eubea a los Eteos, al golfo de Malea, los Ftiotas, los Aqueos y los Tésalos, persuadiendo a todos que concurrieran y tomaran parte en unas deliberaciones que tenían por objeto la paz y la común felicidad de la Grecia. Mas nada se hizo, ni las ciudades concurrieron, por oponerse a ello, según es fama, los Lacedemonios, y por haber sido desde luego mal recibida la tentativa en el Peloponeso. Lo hemos referido, sin embargo, para que se vea el juicio y grandeza de pensamiento de Pericles.

XVIII.— En la parte militar gozaba de gran concepto, principalmente por la seguridad de las empresas; no entrando voluntariamente en combate dudoso y de peligro, ni siguiendo las huellas y ejemplos de aquellos caudillos a quienes de su arrojo temerario les había resultado una brillante fortuna y el ser admirados como grandes capitanes; antes, continuamente estaba diciendo a sus ciudadanos que en cuanto de él dependiese serían siempre inmortales. Viendo que Tólmides, hijo de Tolmeo, por la buena suerte que antes había tenido, por la fama que gozaba de excelente militar, se preparaba muy fuera de toda oportunidad a invadir la Beocia, habiendo acalorado a los más alentados y belicosos de los jóvenes a que militasen a sus órdenes, que en todos serían unos mil sin las demás fuerzas, procuró contenerle y disuadirlo en la junta pública, pronunciando aquel memorable dicho: «Si no crees a Pericles, el modo de que no yerres es que esperes al consejero más sabio, que es el tiempo». Entonces esta sentencia no hizo más que una ligera impresión; pero cuando al cabo de pocos días llegó la noticia de que el mismo Tólmides había muerto, vencido en batalla junto a Coronea, y que habían muerto también muchos de aquella excelente juventud, concilió este suceso mucha gloria y benevolencia a Pericles, como a hombre prudente y amante de sus conciudadanos.

XIX.— De sus expediciones principalmente fue aplaudida la del Quersoneso, que puso en seguridad a los Griegos establecidos en aquellas regiones: pues no sólo dio aliento y valor a las ciudades llevando consigo una colonia de mil Atenienses, sino que cercando, digámoslo así, el estrecho con muros y fortificaciones a las orillas de uno y otro mar, refrenó las correrías de los Tracios, que circundaban el Quersoneso, e impidió la continua y dura guerra a que aquel país estaba siempre expuesto por la vecindad de todas partes con los bárbaros, y por las piraterías de los comarcanos y de los propios. Hízose también admirar y celebrar de los extraños cuando recorrió el Peloponeso, dando la vela de Pegas, puerto de Mégara, con cien galeras; porque no sólo taló las ciudades marítimas, como antes Tólmides, sino que, entrando a bastante distancia del mar, con la tripulación de los buques a unos los encerró dentro de los muros, temerosos de su ataque; y en Nemeo a los de Sicione, que se emboscaron y trabaron batalla, los derrotó completamente, levantando por ello un trofeo. En la Acaya, que era aliada, tomó soldados para las galeras, y, pasando con la escuadra más allá del Aqueloo al continente que está de la otra parte, recorrió la Acarnania, encerró a los Eníadas dentro de sus murallas, y después de talado y saqueado el país dio la vuelta a casa: habiéndose acreditado de temible para con los enemigos, y de tan feliz como activo para con los ciudadanos; pues ni aun de aquellos tropiezos que penden de la fortuna incomodó ninguno a los que con él militaron.

XX.— Navegando al Ponto con una armada considerable y perfectamente equipada, hizo en favor de las ciudades griegas cuanto acertaron a desear, tratándolas con humanidad; a las naciones bárbaras de los alrededores, a sus reyes y a sus príncipes les puso a la vista lo grande de su poder, su osadía y la confianza con que los Atenienses navegaban por donde les placía, teniendo bajo su dominio todo el mar. A los Sinopeses les dejó trece naves mandadas por Lámaco y tropas contra el tirano Timesileón; y luego que hubieron derribado a éste y a sus partidarios, decretó que de los Atenienses pasaran a Sinope seiscientos voluntarios, y habitaran con los Sinopeses, repartiéndose las casas y el terreno que fueron antes de los tiranos. En lo demás no condescendía ni convenía con los conatos que se mostraban los ciudadanos, engreídos desmedidamente con tanto poder y tanta fortuna de apoderarse otra vez del Egipto y conmover el poder del Rey por la parte del mar. A muchos los traía ya entonces alborotados aquella ardiente y malhadada codicia de la Sicilia, que inflamaron más adelante los oradores partidarios de Alcibíades; y aun había quien soñaba con la Etruria y Cartago, no sin esperanza, por la extensión de su presente hegemonía y la prosperidad de los sucesos.

XXI.— Mas Pericles contenía esta inquietud y reprimía su ambición, volviendo principalmente aquellos grandes medios a la conservación y seguridad de lo que ya dominaban, reputando por gran hazaña el tener a raya a los Lacedemonios, y manifestándoseles en todo opuesto, de lo que dio pruebas en muchas otras cosas; pero más señaladamente en la conducta que observó en los sucesos de la guerra sagrada. Porque después que los Lacedemonios pasaron con ejército a Delfos, y teniendo antes los Focenses el templo, lo entregaron a los de esa ciudad; retirados aquellos, al punto se dirigió allá Pericles, también con tropas, y restituyó a los Focenses. Los Lacedemonios habían obtenido con esta ocasión de los de Delfos precedencia en las consultas del oráculo, y la habían esculpido en la frente del lobo de bronce: obtúvola, pues, entonces para los Atenienses, y la hizo grabar también sobre el lobo en el lado derecho.

XXII.— Los hechos mismos le demostraron con cuánta razón retenía en la Grecia las fuerzas de los Atenienses, porque primero se rebelaron los Eubeos, contra quienes marchó con tropas, y muy luego hubo noticia de que los Megarenses también se les habían indispuesto, y que un ejército de enemigos estaba en las fronteras del Ática, mandado por Plistonacte, rey de los Lacedemonios. Volvióse, pues, Pericles prontamente de la Eubea, adonde la guerra del Ática le llamaba; pero no se determinó a venir a las manos con muchos y excelentes soldados que los provocaban, sino que, viendo que Plistonacte, que todavía era muy joven, entre todos sus consejeros del que más se valía era de Cleándrides, que los Éforos le habían dado por celador y asesor en consideración de su corta edad, trató secretamente de sobornarle, y habiéndole ganado bien pronto con dinero, recabó éste con sus persuasiones que los del Peloponeso se retiraran del Ática. Luego que esto se verificó, y que se disolvió el ejército, marchando las tropas a sus ciudades, indignados los Lacedemonios, penaron al rey con una multa, y como por su magnitud no hubiese tenido con qué pagarla, se vio en la precisión de salir de Lacedemonia, y a Cleándrides, que huyó, le condenaron a muerte. Era éste padre de Gilipo, el que en Sicilia venció a los Atenienses. Parece que la naturaleza había hecho enfermedad ingénita en él la del apego al dinero, porque, descubierto en vergonzosas negociaciones, fue arrojado de Esparta. Mas estas cosas las declaramos con mayor extensión en la vida de Lisandro.

XXIII.— Puso Pericles en la cuenta del ejército una partida de diez talentos, gastados, decía, en lo que se tuvo por conveniente, y el pueblo la admitió sin andar en preguntas ni quejarse del modo misterioso de expresarla. Algunos han escrito, y el filósofo Teofrasto entre ellos, que todos los años se enviaban por Pericles diez talentos a Esparta, con los que regalaba a todos los que tenían mando, y evitaba la guerra, no comprando de este modo la paz, sino el tiempo que necesitaba para disponerse reposadamente a hacer la guerra con ventaja.

Marchó otra vez rápidamente contra los rebeldes, y, pasando a la Eubea con cincuenta galeras y cinco mil hombres, domó las ciudades; arrojó de Calcis a los llamados Hipóbotas, que eran los más ricos y distinguidos de ella, y a los de Estica a todos les hizo salir del país, poblándola de solos Atenienses, siendo tan inexorable con ellos, porque habiendo apresado una nave ateniense, habían dado muerte a cuantos encontraron en ella.

XXIV.— Pactóse después de esto tregua por treinta años entre los Atenienses y Lacedemonios, y con esto hizo se decretara la expedición naval de Samo, dando por causa contra aquellos habitantes que, habiéndoseles intimado cesar en la guerra con los de Mileto, no habían obedecido. Mas por cuanto se da por cierto que lo hecho contra los de Samo fue por complacer a Aspasia, será oportuno investigar aquí quién fue esta mujer, que tanto arte y poder tuvo para tener bajo su mando a los hombres de más autoridad en el gobierno, y para haber logrado que los filósofos hayan hecho de ella no una ligera o despreciable mención. Que fue de Mileto e hija de Axíoco es cosa en que todos convienen. Dícese que en procurar dominar a los hombres de poder siguió el ejemplo de Targelia, de los antiguos Jonios; porque también Targelia, siendo de buen parecer, y reuniendo la gracia con la sagacidad, se puso al lado de hombres muy principales entre los Griegos, y a todos los que la obsequiaron los atrajo al partido del rey, y por medio de ellos, como eran poderosos y de autoridad, sembró las primeras semillas de medismo en las ciudades. Algunos son de opinión que Pericles se inclinó a Aspasia por ser mujer sabia y de gran disposición para el gobierno, pues el mismo Sócrates, con sujetos bien conocidos, frecuentó su casa, y varios de los que la trataron llevaban sus mujeres a que la oyesen, sin embargo de que su modo de ganar la vida no era brillante ni decente, porque vivía de mantener esclavas para mal tráfico. Esquines dice que Lisicles el vendedor de carneros, de hombre bajo y ruin por naturaleza, se hizo el primero de los Atenienses con haberse unido a Aspasia después de la muerte de Pericles. En el Menéxeno, de Platón, aunque cuanto se dice al principio es jocoso, hay esta parte de historia, que esta mujer tenía opinión de que para la oratoria era buscada de muchos Atenienses. Con todo, es lo más probable que la afición de Pericles a Aspasia fue una pasión amorosa. Tenía una mujer correspondiente a él en linaje, la cual antes había estado casada con Hiponico, y de éste había tenido en hijo a Calias, conocido por el rico, y del mismo Pericles tuvo a Jantipo y a Páralo. Más tarde, no haciendo entre sí buena vida, la entregó a otro con consentimiento de ella misma; y él, casándose con Aspasia, la trató con grande aprecio; pues, según dicen, todos los días la saludaba con ósculo de ida y vuelta a la plaza pública; pero en las comedias ya la llaman la nueva Ónfale, ya Deyanira, y ya también otra Hera. Cratino expresamente la llama combleza por estas palabras:

Da a luz a Hera Aspasia,
concubina la más liviana
y sin pudor alguno.

Y dan a entender que tuvo de ella un hijo espurio, porque Éupolis, en su comedia Los populares, le introduce, haciendo esta pregunta:

¿Y mi bastardo, vive todavía?

A lo que Pirónides responde:

Y cierto que hace tiempo sería hombre,
si el mal de la ramera no temiese.

Llegó Aspasia a ser tan nombrada y tan célebre, según cuentan, que Ciro, el que disputó con el rey el imperio de los Persas, a la más querida de sus concubinas le dio el nombre de Aspasia, llamándose antes Milto. Era ésta natural de la Fócide, hija de Hermotimo, y presentada al rey después que Ciro murió en la batalla, tuvo con él el mayor poder. Desechar o pasar en silencio estas cosas que al escribir se han ofrecido a la memoria, parecería quizá poco conforme a la naturaleza humana.

XXV.— Achácase, pues, a Pericles que esta guerra contra los de Samo la hizo decretar en favor de los Milesios, a ruegos de Aspasia. Estaban en guerra estas ciudades por Priena, y vencedores los Samios, intimándoles los Atenienses que se apartaran de la guerra y unos y otros se sometieran a su decisión, no quisieron obedecer. Por tanto, marchando allá Pericles, deshizo la oligarquía que tenía el mando en Samo, y tomando cincuenta de los principales en rehenes, y otros tantos jóvenes, los remitió a Lemno. Dícese que cada uno de los rehenes le dio de por sí un talento, y otros muchos todos los que no querían que en la ciudad se estableciese la democracia. También el persa Pisutnes, que estaba en buena amistad con los Samios, le envió diez mil áureos, intercediendo por la ciudad; pero Pericles nada quiso recibir, sino que trató a los Samios como lo tenía resuelto, y estableciendo la democracia, dio la vuelta a Atenas. Rebeláronse los Samios inmediatamente; Pisutnes robó los rehenes, y empezaron a hacer disposiciones para la guerra. Tuvo otra vez Pericles que dirigirse contra ellos, que no estaban ociosos ni abatidos, sino muy alentados y resueltos a disputarle el mar. Trabóse un terrible combate sobre una isla llamada Tragia, y Pericles alcanzó de ellos una ilustre victoria con cuarenta y cuatro naves, destrozando setenta de los enemigos, veinte de las cuales tenían tropas a bordo.

XXVI.— Apoderándose del puerto inmediatamente después de la victoria y de haberlos perseguido, les puso sitio, y ellos en el modo que podían todavía tenían aliento para hacer salidas y pelear al pie de las murallas; mas sobreviniendo luego nuevas tropas de Atenas, quedaron completamente bloqueados, y Pericles, tomando setenta galeras, salió con ellas al mar exterior; según los más, porque venían naves fenicias en socorro de los Samios, y quería salirles al encuentro y combatirlas lo más lejos que pudiera; pero Estesímbroto dice que se encaminaba contra Chipre, lo que no es verosímil. Fuese cualquiera de estas dos su intención, pareció que no había andado cuerdo, porque mientras él seguía su viaje, Meliso el de Itágenes, varón dado a la filosofía, y que era entonces el general de Samo, despreciando el reducido número de las naves, o la inexperiencia de los jefes, persuadió a los Samios que dieran sobre los Atenienses. Trabado combate, salieron vencedores los Samios, haciendo prisioneros a muchos de aquellos, y echando a pique muchas de sus naves, con lo que quedaron dueños del mar y se proveyeron de diferentes cosas precisas para la guerra, de que antes carecían, y Aristóteles dice que el mismo Pericles había sido vencido por Meliso anteriormente en otro combate naval. Los Samios, afrentando por represalias a los Atenienses cautivos, les imprimieron lechuzas sobre la frente, porque a ellos los Atenienses les habían impreso una samena. Es la samena una nave cuya proa tiene la forma de un hocico de cerdo, ancha y como de gran vientre, buena para sostenerse en el mar y muy ligera, y tomó este nombre porque fue en Samo donde se vio primero, construida así por el tirano Polícrates. A las señales de estos yerros dicen que hace alusión aquello de Aristófanes:

Es la gente de Samo muy letrada.

XXVII.— Noticioso Pericles de la derrota del ejército, se apresuró en su auxilio, y habiendo vencido a Meliso, que le hizo frente, y sojuzgado a los enemigos, al punto estrechó el sitio, con ánimo de combatir y tomar la ciudad, más bien a fuerza de gastar y de tiempo, que no con la sangre y los peligros de sus conciudadanos. Mas como viese que los Atenienses llevaban mal la dilación, y hallase dificultad en contener su ardor por los combates, dividió el ejército en ocho partes, y lo sorteó, y a los que les cabía el sacar haba blanca los dejaba que estuviesen en vacación y descanso, y los demás peleaban. De aquí dicen que vino el que los que se ven en regocijos, al día en que esto les acontece le llamen blanco, tomando de esta haba blanca la denominación. Éforo dice que Pericles usó de máquinas, admirando él mismo esta novedad, y que se halló en este sitio Artemón el maquinista, al cual, porque siendo cojo se hacía llevar en litera adonde se disponían las obras, se le dio el sobrenombre de Periforeto. Mas Heraclides Póntico le refuta con las poesías de Anacreonte, en las que ya Artemón es llamado Periforeto largo tiempo antes de esta guerra de Samo y de todos estos acontecimientos. Dícese de este Artemón que, siendo de vida muy regalona y muy muelle, y asustadizo para todo lo que infunde miedo, por lo común se estaba quieto en casa, haciendo que dos esclavos tuvieran siempre un escudo de bronce sobre su cabeza, no fuese que cayera algo de arriba, y que cuando se veía precisado a salir, se hacía llevar en una camilla colgada, que casi tocaba la tierra, y que por esto fue apellidado Periforeto.

XXVIII.— Rindiéndose los Samios al noveno mes, Pericles arrasó las murallas, les tomó las naves y les impuso grandes contribuciones, de las cuales parte pagaron inmediatamente, y por el resto, habiéndoseles fijado plazo, entregaron rehenes. Duris de Samo habla de estos sucesos en sus tragedias, acusando de gran crueldad a los Atenienses y a Pericles, cuando nada han dicho de tal crueldad ni Tucídides, ni Éforo, ni Aristóteles, y aun parece que no se ajusta a la verdad cuando dice que a los comandantes y marineros de los Samios los condujo a la plaza pública de Mileto, y los tuvo atados a unos maderos por diez días, y al cabo de ellos, hallándoles ya en malísimo estado, los hizo matar, rompiéndoles a palos la cabeza y sus cadáveres los arrojó insepultos. Duris, pues, que aun cuando no media ofensa suya particular suele exagerar siempre sobre la verdad, aquí parece que quiso agravar mucho los males de su patria con calumnia de los Atenienses. Pericles, vuelto a Atenas después de domada Samo, hizo muy solemnes exequias a los que habían muerto en aquella guerra, y pronunciando su elegía, como es costumbre, a la vista de los sepulcros, mereció grande aplauso. Cuando bajó de la tribuna las demás mujeres le tomaban la mano, y le ponían coronas y cintas como a los atletas vencedores; pero Elpinice, poniéndosele al lado: «Maravillosos son —le dijo— ¡oh Pericles! y dignos de coronas estos sucesos, pues nos has perdido a muchos y excelentes ciudadanos, no una guerra contra Fenicios o los Medos, como mi hermano Cimón, sino asolando una ciudad aliada y de nuestro origen». Dicho esto por Elpinice, se cuenta que Pericles, sonriéndose, le respondió tranquilamente con este verso de Arquíloco:

Estás ya vieja para usar ungüentos.

Después de esta victoria sobre los Samios, dice Ion que estaba lleno de orgullo, porque Agamenón había necesitado diez años para tomar una ciudad bárbara, y él en nueve meses había reducido a los primeros y más poderosos de los Jonios; y en verdad que no era injusto este engreimiento, porque esta guerra fue de gran incertidumbre y muy peligrosa, si, como dice Tucídides, estuvo en poco el que la ciudad de Samo despojara del imperio del mar a los Atenienses.

XXIX.— Después de esto, como estuviese ya fermentándose la guerra del Peloponeso, persuadió al pueblo que enviaran auxilio a los de Corcira, molestados con guerra por los de Corinto, y que se anticiparan a tomar una isla poderosa en fuerzas marítimas, mientras todavía los del Peloponeso no se les acababan de declarar enemigos. Decretado por el pueblo aquel auxilio, dio el mando a Lacedemonio, hijo de Cimón, con solas diez naves, como para desacreditarle, porque había sido siempre la casa de Cimón afecta a los Lacedemonios; por tanto, para que si Lacedemonio durante su mando no hacía nada notable y digno, incurriera todavía más en la sospecha de laconismo, le dio tan pocas naves y le hizo marchar mal de su agrado. Estaba además repugnando siempre a los hijos de Cimón, como que aun en los nombres no eran legítimos Atenienses, sino extranjeros y huéspedes, llamándose uno Lacedemonio, otro Tésalo y otro Eleo, y todos ellos parece que fueron tenidos en una mujer árcade. Hablábase mal contra Pericles a causa de estas diez galeras, porque siendo pequeño socorro para los que le pedían daba grande pretexto de queja a los contrarios; envió, por tanto, a Corcira más naves, las cuales llegaron después del combate. A los Corintios, indispuestos ya por estas causas con los Atenienses, y que los estaban acusando en Lacedemonia, se agregaron los de Mégara, dando la queja de que eran excluidos de todo mercado y de todos los puertos donde dominaban los Atenienses, contra el derecho de gentes y lo convenido por juramento entre los Griegos. También los Eginetas, que se creían agraviados y ofendidos, se lamentaban al oído ante los Lacedemonios, no atreviéndose a acusar abiertamente a los Atenienses. Al mismo tiempo, Potidea, ciudad sujeta a los Atenienses, aunque colonia de los Corintios, habiéndose rebelado, y hallándose sitiada fue otra causa que precipitó la guerra. Con todo, se enviaron embajadores a Atenas y el rey de los Lacedemonios, Arquidamo, procuraba traer a concierto los capítulos de acusación, templando también a los aliados, y por los demás motivos no se hubiera roto la guerra con los Atenienses, si se les hubiera podido persuadir que abrogasen el decreto contra los de Mégara y se reconciliasen con ellos; y como Pericles, obstinado en su oposición a los Megarenses, hubiese sido el que más resistencia hizo y el que más acaloró al pueblo, de aquí es que a él sólo se le hizo causa de esta guerra.

XXX.— Dícese que habiendo venido a Atenas en esta ocasión embajadores de Lacedemonia, y alegando Pericles una ley que prohibía quitar la tabla donde el decreto se hallaba escrito, había replicado Polialces, uno de los embajadores: «Pues bien: no quites la tabla, vuélvela sólo hacia dentro, porque esto no hay ley que lo prohíba». Pareció graciosa la respuesta, mas no por eso Pericles cedió un punto. A lo que parece, tenía alguna particular enemistad con los de Mégara; mas dando como causa pública contra ellos el que habían talado una parte de la selva sagrada, escribió un decreto, por el que se envió un heraldo a los de Mégara y a los Lacedemonios para acusar a aquellos, y parece que este decreto de Pericles estaba concebido en términos muy equitativos y humanos. Pero habiéndose formado idea de allí a poco de que el heraldo comisionado Antemócrito, había perecido por maldad de los Megarenses, escribió contra ellos Carino un decreto, por el que se prevenía que la enemistad fuera irreconciliable, sin poderse siquiera tratar de ella, y al Megarense que subiera al Ática se le diera muerte; que los generales, al prestar juramento patrio, juraran además que dos veces cada año talarían el territorio de Mégara, y que a Antemócrito se le diese sepultura junto a las puertas Tracias, que ahora se llaman el Dípilo. Los Megarenses negaban la muerte de Antemócrito, y echaban toda la culpa a Aspasia y a Pericles, valiéndose de aquellos famosos y sabios versos de la comedia Los acarnienses:

A Mégara beodos unos mozos van,
y a Simeta roban, vil ramera:
los de Mégara, en cólera encendidos.
De represalias a su vez usando,
Aspasia quitan otras dos rameras.

XXXI.— Cuál, pues, hubiera sido el origen de la guerra, es difícil de averiguar; pero de que no se hubiese revocado el decreto, todos hacen autor a Pericles, sino que unos dicen que nació en él de grandeza de ánimo, resuelto siempre a lo mejor, aquella resistencia, estando persuadido de que en lo que se demandábase quería probar si cedería, y de que el otorgamiento se tendría por confesión de debilidad; y otros quieren más que esto hubiese sido por espíritu de arrogancia y contradicción para que resaltase más su gran poder, viendo que tenía en poco a los Lacedemonios.

Mas la causa que le hace menos favor entre todas, y que tiene más testigos que la comprueban, es de este modo. El escultor Fidias fue el ejecutor de la estatua, como tenemos dicho; siendo, pues, amigo de Pericles, y teniendo con él gran influjo, se atrajo por esto la envidia, y tuvo ya a unos por enemigos, y otros, queriendo en él hacer experiencia de cómo el pueblo se habría en juzgar a Pericles, sobornaron a uno de sus oficiales, llamado Menón, y le hicieron presentarse en la plaza en calidad de suplicante, pidiendo protección para denunciar y acusar a Fidias. Recibióle bien el pueblo, y habiéndosele seguido a éste causa en la junta pública, nada resultó de robo, porque el oro lo colocó desde el principio en la estatua por consejo de Pericles, con tal arte, que cuando quisieran separarlo pudiera comprobarse el peso; que fue lo que entonces ordenó Pericles ejecutasen los acusadores: así sola la gloria y fama de sus obras dio asidero a la envidia contra Fidias, principalmente porque, representando en el escudo la guerra de las Amazonas, había esculpido su retrato en la persona de un anciano calvo, que tenía cogida una gran piedra con ambas manos, y también había puesto un hermoso retrato de Pericles en actitud de combatir con una Amazona. Estaba ésta colocada con tal artificio, que la mano que tendía la lanza venía a caer ante el rostro de Pericles, como para ocultar la semejanza, que estaba bien visible por uno y otro lado. Conducido, por tanto, Fidias a la cárcel, murió en ella de enfermedad, o, como dicen algunos, con veneno, que para mover sospechas contra Pericles le dieron sus enemigos, y al denunciador Menón, a propuesta de Glicón, le concedió el pueblo inmunidad, encargando a los generales que celaran no se le hiciese agravio.

XXXII.— Por aquel mismo tiempo, Aspasia fue acusada del crimen de irreligión, siendo el poeta cómico Hermipo quien la perseguía; y la acusaba, además, de que daba puerta a mujeres libres, que por mal fin buscaban a Pericles. Diopites hizo también decreto para que denunciase a los que no creían en las cosas divinas, o hablaban en su enseñanza de los fenómenos celestes; en lo que, a causa de Anaxágoras, se procuraba sembrar sospechas contra Pericles. Habiendo el pueblo admitido y dado curso a las calumnias, a propuesta de Dracóntides se sancionó decreto para que Pericles rindiese las cuentas de caudales ante los Pritanes, y los jueces dando su voto desde el tribunal, pronunciasen su sentencia en público. Agnón hizo suprimir esta parte en el decreto, sustituyendo que la causa fuese ventilada por mil y quinientos jueces, bien quisieran titularla de robo o soborno, o bien de daño al Estado.

Por Aspasia intercedió, y en el juicio, como dice Esquines, vertió por ella muchas lágrimas, haciendo súplicas a los jueces; pero temiendo por Anaxágoras, con tiempo le hizo salir y alejarse de la ciudad. Mas viendo que en la causa de Fidias había decaído del favor del pueblo, acaloró la guerra inminente y que estaba para estallar, con esperanza de disipar las acusaciones y minorar la envidia, estando en posesión de que en los negocios y peligros graves la ciudad por su dignidad y poder se pusiese a sí misma en sus manos. Éstas son las causas por las que se dice no permitió que el pueblo condescendiera con los Lacedemonios; mas cuál sea la cierta es bien oscuro.

XXXIII.— Convencidos los Lacedemonios de que, si lograban derribarle, para todo encontrarían más dóciles a los Atenienses, requerían a éstos sobre que echaran de la ciudad la abominación, a que por la madre estaba sujeto el linaje de Pericles, según refiere Tucídides; pero la tentativa les salió muy al contrario a los enviados; porque Pericles, en vez de la sospecha y de la difamación, ganó todavía mayor crédito y estima con sus ciudadanos, viendo que tanto le aborrecían y temían los enemigos. Advertido él también de esto, antes que Arquidamo que mandaba las tropas de los pueblos del Peloponeso, invadiera el Ática, previno a los Atenienses, por si talando Arquidamo los demás terrenos dejaba libres los suyos, bien fuese por los lazos de hospitalidad que había entre ellos, o bien por dar motivos de calumnia a sus contrarios, que él cedía a la ciudad sus tierras y sus casas de campo. Entran, pues, en el Ática los Lacedemonios con los aliados y un gran ejército, bajo el mando del rey Arquidamo, y talando el país, llegan hasta Acarnas, y se acampan allí, pensando en que los Atenienses no lo sufrirían, sino que, movidos de ira y ardimiento, les librarían batalla. Mas a Pericles le pareció muy arriesgado venir a las manos ante la misma ciudad con sesenta mil infantes; pues tantos eran los Peloponenses y Beocios que al principio hicieron la invasión; y a los que ansiaban por pelear, y llevaban mal lo que pasaba, los sosegó, diciéndoles que los árboles, si se podan o se cortan, se reproducen pronto; pero si los hombres perecen, no es fácil hacerse otra vez con ellos. Con todo, no reunió el pueblo en junta, temeroso de que se le hiciera tomar otra determinación contra su dictamen, sino que así como un buen capitán de navío, cuando el viento le combate en alta mar, después que todo lo dispone a su satisfacción y apareja las armas, usa de su pericia, no haciendo luego cuenta de las lágrimas y los ruegos de los marineros y los pasajeros asustados: de la misma manera él, habiendo cercado bien la ciudad, y puesto guardias en todos los puntos para estar seguros, hacía uso de su propio discurso, teniendo en poco a los que gritaban y manifestaban inquietud; y eso que muchos de sus amigos le venían con ruegos, sus contrarios le amenazaban y acusaban, y los coros —de las comedias— cantaban tonadas y jácaras punzantes en afrenta suya, escarneciendo su mando como cobarde, y que todo lo abandonaba a los enemigos. Ingeríase ya entonces Cleón, fomentando por el encono de los ciudadanos contra aquel, para aspirar a la demagogia; tanto, que Hermipo se atrevió a publicar estos anapestos:

¿Por qué, oh rey de los Sátiros,
no quieres embrazar lanza,
y tienes por bastante echar baladronadas de la guerra,
y el ánimo apropiarte de Telete?
Mas antes, si se afila de la espada la aguda punta,
de pavor te llenas,
aunque Cleón no cesa de morderte.

XXXIV.— Con todo, a Pericles nada de esto le hizo fuerza, sino que, sufriendo resignadamente y en silencio los baldones y el odio, y enviando al Peloponeso una armada de cien naves, él no se embarcó; y antes prefirió quedarse en casa, teniendo siempre pendiente la ciudad de su mano hasta que los Peloponenses se retiraran. Para halagar a la muchedumbre, mortificada generalmente con aquella guerra, le distribuyó dineros, y decretó un sorteo de tierras; porque arrojando a todos los Eginetas, repartió la isla entre los Atenienses a quienes cupo la suerte. Érales asimismo de consuelo lo que a su vez padecían los enemigos; porque los que con sus naves costeaban el Peloponeso habían talado, gran parte del país y las aldeas y ciudades pequeñas, y por tierra, invadiendo él mismo el territorio de Mégara, lo arrasó enteramente. Así, aunque los enemigos habían causado gran daño a los Atenienses, como ellos no le hubiesen recibido menor de éstos por la parte del mar, era bien claro que no habrían prolongado tanto la guerra, y antes habrían tenido que ceder, como desde el principio lo había predicho Pericles, si algún mal Genio no se hubiera declarado contra los cálculos humanos. Ahora, por primera vez, sobrevino la calamidad de la peste, y se ensañó en la edad florida y pujante. Afligidos por ella en el cuerpo y en el espíritu, se irritaron contra Pericles, y enfurecidos contra él con la enfermedad como contra el médico o el padre, intentaron ofenderle a persuasión de sus contrarios, que decían haber producido aquel contagio la introducción en la ciudad de tanta gente del campo, a la que había precisado en medio del verano a apiñarse en casas estrechas y en tiendas ahogadas, teniendo que hacer una vida casera y ociosa, en vez de la libre y ventilada que llevaban antes; de lo cual era causa quien recogiendo dentro de los muros durante la guerra toda la muchedumbre que ocupaba la región, y no empleando en nada aquellos hombres, los tenía encerrados como reses, dando lugar a que se inficionaran unos a otros, sin proporcionarles respiración o alivio alguno.

XXXV.— Queriendo poner remedio a estas quejas, y causar algún daño a los enemigos, armó ciento cincuenta naves, y poniendo e ellas muchas y buenas tropas de infantería y caballería, estaba para hacerse a la vela, infundiendo grande esperanza a sus ciudadanos, y no menor miedo a los enemigos con tan respetable fuerza. Cuando ya todo estaba a punto, y el mismo Pericles a bordo en su galera, ocurrió el accidente de eclipsarse el sol y sobrevenir tinieblas, con lo que se asustaron todos, teniéndolo a muy funesto presagio. Viendo, pues, Pericles al piloto muy sobresaltado y perplejo, le echó su capa ante los ojos, y tapándoselos con ella, le preguntó si tenía aquello por terrible o por presagio de algún acontecimiento adverso.

Habiendo respondido que no, «¿Pues en qué se diferencia —le dijo— esto de aquello sino en que es mayor que la capa lo que ha causado aquella oscuridad? Estas cosas se enseñan en las escuelas de los filósofos». Habiendo, pues, Pericles salido al mar, no se halla que hubiese ejecutado otra cosa digna de aquel aparato que haber puesto sitio a la sagrada Epidauro, que daba ya esperanzas de que iba a tomarse; pero por la peste se malograron, porque habiéndose manifestado en la escuadra, no sólo los afligió a ellos, sino a cuantos con aquella comunicaron. Como de estas resultas estuviesen mal con él, procuraba consolarlos e infundirles aliento, mas no logró templarlos o aplacar su ira sin que primero la desahogasen yendo a votar contra él en la junta pública, en la que prevalecieron, y, además de despojarle del mando, le impusieron una multa. Ascendió ésta, según los que dicen menos, a quince talentos, y según los que más, a cincuenta. Suscribióse por acusador en la causa, en sentir de Idomeneo, Cleón, y en sentir de Teofrasto, Simias; pero Heraclides Pontico dice que lo fue Lacrátides.

XXXVI.— Mas su disfavor en las cosas públicas iba a durar breve tiempo, habiendo la muchedumbre depuesto con aquella demostración el encono, como si dijésemos el aguijón; en las domésticas es en las que tuvo más que padecer, ya a causa de la peste, por la que perdió a muchos de sus familiares, y ya a causa de la indisposición y discordia de los propios, que venía de más lejos. Porque el mayor de sus hijos legítimos, Jantipo, que por índole era gastador, y se había casado con una mujer joven y amante del lujo, hija de Isandro, hijo de Epílico, llevaba a mal el arreglo del padre, que no le daba sino cortas asistencias y por plazos. Dirigiéndose, por tanto, a uno de sus amigos, tomó de él dinero como de orden de Pericles; mas éste, cuando aquel lo reclamó después, hasta le movió pleito; y Jantipo, indignado todavía más con este suceso, desacreditaba a su padre, primero, divulgando con irrisión sus ocupaciones domésticas y las conversaciones que tenía con los sofistas, y que con ocasión de que uno de los combatientes en los juegos había herido y muerto involuntariamente con un dardo un caballo de Epitimo de Farsalia, había malgastado todo un día con Protágoras en examinar si sería el dardo, el que le tiró, o los jueces del combate, a quien conforme a recta razón se diese la culpa de aquel accidente. Además de esto, dice Estesímbroto que fue el mismo Jantipo quien esparció entre muchos la calumnia acerca de su propia mujer, y que hasta la muerte le duró a este mozo la disensión irreconciliable con su padre, porque murió Jantipo habiendo enfermado de la epidemia. Perdió también entonces Pericles a su hermana, y a los más de los parientes y amigos que le eran de gran auxilio para el gobierno. Con todo, no desmayó, ni decayó de ánimo con estas desgracias, ni se le vio lamentarse, ocuparse en las exequias o asistir al entierro de alguno de sus deudos antes de la pérdida de su otro hijo legítimo, Páralo. Consternado con tal golpe, procuró, sin embargo, sufrirlo como de costumbre y conservar su grandeza de ánimo: pero al ir a poner al muerto una corona, a su vista se dejó vencer del dolor hasta hacer exclamaciones y derramar copia de lágrimas, no habiendo hecho cosa semejante en toda su vida.

XXXVII.— La ciudad puesta la atención en la guerra, había tanteado a los demás generales y oradores, y como en ninguno hallase ni la autoridad ni la dignidad correspondiente a lo arduo del mando, deseosa ya de Pericles, le llamó para la tribuna y para el mando de las tropas; mas hallábase desalentado y encerrado en su casa por el duelo, y fue preciso que Alcibíades y otros amigos le convencieran para que se presentase. Dio excusas el pueblo de su ingratitud y olvido, y él volvió a encargarse de los negocios; nombrósele general, e hizo proposición para que se abrogase la ley sobre los bastardos, que él mismo había introducido antes, para que por falta de sucesión no se acabase su casa y se extinguiera su nombre y su linaje. Lo que hubo acerca de esta ley fue lo siguiente: floreció por largo tiempo antes Pericles en el mando, y teniendo hijos legítimos, como se ha visto, propuso una ley para que sólo se tuviera por Atenienses a aquellos, que fuesen hijos de padre y madre ateniense. Como luego el rey de Egipto hubiese enviado de regalo para el pueblo cuarenta mil fanegas de trigo, habiéndose de repartir a los ciudadanos, por esta ley se movieron a los espurios muchos pleitos, que hasta allí habían estado olvidados y en descuido, y aun muchos fueron calumniosamente acusados, de manera que llegaron hasta muy cerca de cinco mil los que, resultando no tener la calidad, fueron vendidos, y los que permanecieron con los derechos de ciudadanos por haber sido declarados Atenienses subieron a catorce mil y cuarenta. Sin embargo, pues, de que era muy duro que una ley de tan gran poder contra tal muchedumbre fuese abrogada por el mismo que antes la había propuesto, el infortunio presente, venido sobre la casa de Pericles como castigo de aquel orgullo y vanagloria, quebrantó los ánimos de los Atenienses, los cuales, conceptuando que contra aquel se había declarado la ira de los dioses, y la humanidad pedía se le diese consuelo, vinieron en que su hijo bastardo fuese escrito en su propia curia y tomase su nombre. A éste, más adelante, habiendo vencido a los Peloponesos en la batalla de Arginusas, el pueblo le hizo dar muerte, juntamente con los otros sus colegas de mando.

XXXVIII.— A este tiempo la peste acometió a Pericles, no con gran rigor y violencia como a los demás, sino produciendo una enfermedad lenta, que con varias alternativas, poco a poco, consumía su cuerpo y debilitaba la entereza de su espíritu. Así es que Teofrasto, moviendo en su tratado de Ética la duda de si nuestros caracteres siguen en sus vicisitudes a la fortuna, y si conmovidos con las enfermedades del cuerpo decaen de la virtud, refiere que Pericles, estando ya malo, a un amigo que fue a visitarle le mostró un amuleto que las mujeres le habían puesto al cuello, para hacer ver lo malo que estaba cuando se prestaba a aquellas necedades. Estando ya para morir, le hacían compañía los primeros entre los ciudadanos y los amigos que le quedaban, y todos hablaban de su virtud y de su poder, diciendo cuán grande había sido; medían sus acciones, y contaban sus muchos trofeos, porque eran hasta nueve los que mandando y venciendo había erigido en honor de la ciudad. Decíanselo esto unos a otros en el concepto de que no lo percibía y de que ya había perdido enteramente el conocimiento; mas él lo había escuchado todo con atención, y, esforzándose a hablar, les dijo que se maravillaba de que hubiesen mencionado y alabado entre sus cosas aquellas en que tiene parte la fortuna, y que han sucedido a otros generales, y ninguno hablase de la mayor y más excelente, que es, dijo, el que por mi causa ningún Ateniense ha tenido que ponerse vestido negro.

XXXIX.— ¡Admirable hombre, en verdad! No sólo por la blandura y suavidad que guardó en tanto cúmulo de negocios y en medio de tales enemistades, sino por su gran prudencia, pues que entre sus buenas acciones reputó por la mejor el no haber dado nada en tanto poder ni a la envidia ni a la ira, ni haber mirado a ninguno de sus enemigos como irreconciliable; y yo entiendo que sólo su conducta bondadosa y su vida pura y sin mancha, en medio de tan grande autoridad, pudo hacer exenta de envidia y apropiada rigurosamente a él la denominación, al parecer pueril y chocante, que se le dio llamándole Olimpio si tenemos por digno de la naturaleza de los dioses que, siendo autores de todos los bienes y no causando nunca ningún mal, por este admirable orden gobiernen y rijan todo lo criado: no como los poetas, que nos inculcan opiniones absurdas, de que sus mismos poemas los convencen, llamando al lugar en que se dice habitan los dioses una residencia estable y segura, adonde no alcanzan los vientos ni las nubes, sino que siempre y por todo tiempo resplandece invariable con una serenidad suave y una lumbre pura, como corresponde a la mansión de lo bienaventurado e inmortal; cuando a los dioses mismos nos los representan llenos de rencillas, de discordia, de ira y de otras pasiones, que aun en hombres de razón estarían muy mal. Mas esto sería quizá más propio de otro tratado. Por lo que hace a Pericles, los sucesos mismos hicieron muy luego conocer a los Atenienses su falta y echarle menos, pues aun con los que mientras vivía llevaban mal su poder por parecerles que los oscurecía, luego que faltó y experimentaron a otros oradores y demagogos, confesaban a una que ni en el fasto podía darse genio mas dulce, ni en la afabilidad más majestuoso; y se echó de ver que aquella autoridad, un poco incómoda, a la que antes daban los nombres de monarquía y tiranía, había venido a ser la salvaguardia del gobierno: tanta fue la corrupción y perversidad que se advirtió después en los negocios, la cual él había debilitado y apocado, no dejándola comparecer, y menos que se hiciera insufrible por su insolencia.

FABIO MÁXIMO

I.— Habiendo sido Pericles en sus hechos, dignos de memoria, tan admirable como queda dicho, convirtamos ahora a Fabio Máximo la narración.

Algunos dicen que de una Ninfa, y otros que de una mujer del país ayuntada con Hércules en la orilla del río Tíber, nació el varón de quien desciende el linaje magno e ilustre de los Fabios, de los cuales los primeros, según quieren algunos, por el género de caza con hoyos a que fueron dados, se llamaron Fodios en un principio; con el tiempo mudadas dos letras, se dijeron Fabios. Fue fecunda esta casa en muchos y esclarecidos varones, y desde Rulo, el más insigne de ellos, que, por tanto, fue denominado Máximo por los Romanos, era cuarto este Fabio Máximo de quien vamos a hablar. Éste, de un defecto corporal, tuvo además el sobrenombre de Verrucoso, porque encima del labio le había salido una verruga; también el de Ovícula, que significa oveja, el cual se le impuso por su mansedumbre y sosería cuando era muchacho, porque su sosiego y silencio con mucha timidez cuando tomaba parte en las diversiones pueriles, su tardanza en aprender las letras y su apacibilidad y condescendencia con sus iguales pasaban plaza de bobería para los extraños, siendo muy pocos los que bajo aquel sosiego descubrían su natural firmeza y magnanimidad. Bien pronto después, cuando con el tiempo le excitaron los negocios, hizo ver a todos que era imperturbabilidad la que parecía ineptitud: prudencia, la apacibilidad y seguridad y entereza, la dificultad y tardanza en determinarse, poniendo la vista en la extensión de la república y las continuadas guerras, ejercitaba su cuerpo para los combates como arma natural y cultivaba la elocuencia para la persuasión al pueblo de la manera que más conformaba con su carácter. Porque su dicción no tenía la brillantez ni la gracia popular, sino una forma propia sentenciosa, llena de cordura y profundidad, muy parecida, dicen, a la frase de Tucídides. Todavía nos queda una oración suya al pueblo, que es el elogio fúnebre de su hijo, que murió después de haber ya sido cónsul.

II.— De los cinco consulados para que fue nombrado, en el primero triunfó de los Ligures, los cuales, derrotados por él con gran pérdida, se retiraron a los Alpes y dejaron con esto de saquear y molestar la parte de Italia que con ellos confina.

Después ocurrió que Aníbal invadió la Italia, y habiendo conseguido una victoria junto al río Trebia, se encaminó a la Etruria, y talando el país, difundió el asombro, el terror y la consternación hasta Roma. Al mismo tiempo sobrevinieron prodigios, parte familiares a los Romanos, como los de los rayos, y parte enteramente nuevos y desconocidos. Porque se dijo que los escudos por sí mismos se habían mojado en sangre, que cerca de Ancio se había segado mies con las espigas ensangrentadas, que por el aire discurrían piedras encendidas e inflamadas, y que, pareciendo que se había rasgado el cielo por la parte de Falerios, habían caído y, esparcídose muchas tabletas, y en una de ellas aparecía escrito al pie de la letra: «Marte sacude sus propias armas». Nada de esto intimidó al cónsul Flaminio, que, sobre ser por naturaleza alentado y ambicioso, estaba engreído con sucesos muy afortunados que antes, contra toda probabilidad, había tenido; pues que, a pesar del dictamen del Senado y de la resistencia de su colega, dio batalla a los Galos y los venció. A Fabio tampoco le conmovieron los prodigios, porque ninguna razón veía para ello, sin embargo de que a muchos les pusieron miedo; pero informado del corto número de los enemigos y de su falta de medios, exhortaba a los Romanos a que aguantasen y no entraran en contienda con un hombre que mandaba unas tropas ejercitadas para esto mismo en muchos combates, sino que, enviando socorros a los aliados y fortificando las ciudades, dejaran que por sí mismas se deshicieran las fuerzas de Aníbal, como una llama levantada de pequeño principio.

III.— No logró, sin embargo, persuadir a Flaminio, el cual, diciendo no sufriría que la guerra se acercase a Roma, ni como el antiguo Camilo pelearía en la ciudad por su defensa, dio orden a los tribunos para que saliesen con el ejército, y marchando él a caballo, como éste sin causa ninguna conocida se hubiese asombrado y espantado de un modo extraño se venció y cayó de cabeza; mas no por esto mudó de propósito, sino que llevando adelante el de ir en busca de Aníbal, dispuso su ejército junto al lago de la Etruria llamado Trasímeno. Viniendo los soldados a las manos, al propio tiempo de darse la batalla hubo un terremoto, con el que algunas ciudades se arruinaron, las aguas de los ríos mudaron su curso, y las rocas se desgajaron desde sus fundamentos, y sin embargo de ser tan violenta esta convulsión, absolutamente no la percibió ninguno de los combatientes. El mismo Flaminio, después de haber hecho los mayores esfuerzos de osadía y de valor, pereció en la batalla, y a su lado lo más elegido; de los demás que volvieron la espalda, fue grandísima la mortandad; los que perecieron fueron quince mil, y los cautivos, otros tantos. El cuerpo de Flaminio, a quien por su valor ansiaba dar sepultura y todo honor Aníbal, no se pudo encontrar entre los muertos, sin que se hubiese podido saber cómo desapareció. La pérdida de la batalla del Trebia ni en su aviso la escribió el general, ni la dijo el mensajero enviado a la ligera, sino que se fingió que la victoria había sido incierta y dudosa. Mas en cuanto a ésta, apenas llegó de ella la noticia al pretor Pomponio, cuando, reuniendo en junta al pueblo, sin usar de rodeos ni de engaños, salió en medio de ellos, y «Hemos sido vencidos ¡oh Romanos! —les dijo— en una gran batalla: el ejército ha sido deshecho y el cónsul Flaminio ha perecido; consultad, por tanto, sobre vuestra salud y seguridad». Arrojando, pues, este discurso como un huracán en el mar de tan numeroso pueblo, causó gran turbación en la ciudad, y los ánimos no quedaron en su asiento, ni podían volver en sí de tanto asombro. Convinieron, sin embargo, todos en este pensamiento: que el estado de las cosas exigía de necesidad el mando libre de uno solo, al que llaman dictadura, y un hombre que lo ejerciera imperturbable y confiadamente, y que éste no podía ser otro que Fabio Máximo, el cual reunía una prudencia y una opinión de conducta correspondientes a la grandeza del encargo, y era además de una edad en la que el cuerpo está en robustez para poner por obra las resoluciones del ánimo, y al mismo tiempo la osadía está ya subordinada a la discreción.

IV.— Tomada esta determinación, fue Fabio Máximo nombrado dictador, y habiendo él mismo nombrado maestre de la caballería a Lucio Minucio, lo primero que pidió al Senado fue que se le permitiera usar de caballo en el ejército; porque no se podía, antes estaba expresamente prohibido por una ley antigua, bien fuese porque consistiendo su principal fuerza en la infantería les pareciese que el general debía permanecer con ella y no separarse, o bien porque siendo en todo lo demás regia y desmedida esta autoridad, quisieran que el dictador quedase en esto pendiente del pueblo. Además, queriendo desde luego Fabio mostrar lo grande y esplendoroso de aquella dignidad para tener más sumisos y obedientes a los ciudadanos, salió en público, llevando ante sí veinticuatro fasces, y como viniese hacia él el otro de los cónsules, le envió un lictor con la orden de que despidiese las fasces, y deponiendo todas las insignias del mando, viniera como un particular adonde estaba, En seguida, tomando de los dioses el mejor principio, y dando a entender al pueblo que el general, por olvido y desprecio de las cosas divinas y no por falta de sus soldados, había incurrido en aquella ruina, le exhortó a que no temiese a los enemigos con aplacar y venerar a los dioses; no porque pensase en fomentar la superstición, sino con la mira de alentar con la piedad el valor, y de quitar y templar, con la esperanza puesta en los dioses, el miedo de los enemigos. Registráronse en aquella ocasión muchos de los libros proféticos arcanos, a que daban grande importancia, llamados sibilinos, y se dice que varios de los vaticinios en ellos contenidos venían muy acomodados a las desgracias y sucesos entonces presentes, bien que su contenido con ninguno otro podía comunicarse. Presentándose, pues, el Dictador ante la muchedumbre, hizo voto a los dioses de toda la cría que hasta la primavera de aquel año tuviesen las cabras, las cerdas, las ovejas y las vacas en todos los montes, campiñas, ríos, y lagos de la Italia, y ofrecérselo todo en sacrificios: ofreció además espectáculos de música y escénicos, en que se gastasen trescientos treinta y tres sestercios, y trescientos treinta y tres denarios, y un tercio más; que en una suma hacen ochenta y tres mil quinientos ochenta y tres dracmas y dos óbolos. Es difícil dar la razón del cuidadoso modo de numerar aquella cantidad; a no ser que crea alguno haber sido recomendación de la virtud del número tres, porque por su naturaleza es perfecto, el primero de los impares, principio en si del plural, y abraza las primeras diferencias y los elementos de todo número, mezclándolos y como juntándolos en uno.

V.— Convirtiendo así Fabio la atención de la muchedumbre hacia la religión, la hizo concebir mejores esperanzas, y poniendo él en sí mismo toda la confianza de la victoria, bien cierto de que Dios da la dicha a los hombres por medio de la virtud y la Prudencia, partió en busca de Aníbal no para dar batalla, sino con la determinación de quebrantar y aniquilar en éste, con el tiempo, la pujanza; con la sobra de los Romanos, su escasez de medios, y con la población de Roma, su corto número. Así siempre se le veía por alto a causa de la caballería enemiga, poniendo sus reales en lugares montañosos; en reposo, si Aníbal se estaba quieto, y si éste se movía siguiéndole alrededor de las eminencias, y apareciéndose siempre en disposición de que no se le pudiera obligar a pelear sí no quería; pero infundiendo al mismo tiempo miedo a los enemigos con aquel cuidado, como si les fuese a presentar batalla. Dando de esta manera tiempo al tiempo, todos le tenían en poco, hablándose mal de él aun en su mismo ejército, y lo que es a los enemigos todos, excepto a Aníbal, les parecía sumamente irresoluto, y que no era para nada. Él sólo penetró su sagacidad y el género de guerra que se había propuesto hacerle, y reflexionando que era preciso por todos medios de maña y de fuerza mover a aquel hombre, sin lo cual eran perdidas las cosas de los Cartagineses, no pudiéndose hacer uso de aquellas armas en que eran superiores, y apocándoseles y gastándoseles cada día en balde aquellas de que ya escaseaban, que era la gente y los caudales, echando mano de todo género de artificios y escaramuzas militares y buscando, a manera de buen atleta, algún asidero, hacía tentativas, ya acercándosele, ya causando alarmas, y ya llamándole por diferentes partes, todo con el objeto de sacarle de sus propósitos de seguridad. Mas en él su juicio, que estaba siempre aferrado a sólo lo que convenía, se mantenía constantemente firme e invariable. Incomodábale también el maestre de la caballería, Minucio, ansioso intempestivamente de pelear, sumamente arrojado y que en este sentido arengaba al ejército, al que él mismo había llenado de un ímpetu temerario y de vana confianza; así los soldados se burlaban de Fabio llamándole el pedagogo de Aníbal, y a Minucio le tenían por varón excelente y por general digno de Roma. Concibiendo con esto más animo y temeridad, decía, en aire de burla, que aquellos campamentos por las alturas eran teatros que el dictador les proporcionaba para que pudieran ver las devastaciones e incendios de la Italia, Preguntaba también a los amigos de Fabio si pensaba subir el ejército al cielo desconfiado ya de la tierra, o esconderse entre las nubes y las nieblas para escapar de los enemigos. Referían los amigos a Fabio estos insultos, y como le excitasen a que con pelear borrara esta afrenta: «Entonces sería yo más tímido que ahora —les dijo— si por miedo de los dicterios y de ser escarnecido me apartara de mis determinaciones. El miedo por la patria no es vergonzoso, mientras que el salir de sí por las opiniones de los hombres, por sus calumnias y sus reprensiones no es digno de un varón de tanta autoridad, sino del que se esclaviza a aquellos a quien debe mandar, y aun dominar, cuando piensan desacertadamente».

VI.— En este estado cae Aníbal en un yerro; porque queriendo llevar su ejército más lejos del de Fabio, y establecerse en terreno que abundase más en pasto, dio orden a los guías de que inmediatamente después de la cena le condujeran al campo Casinate. No habiendo éstos, a causa de la pronunciación extranjera, entendido bien lo que se les decía, conducen todas las tropas al extremo de la Campania, a la ciudad de Casilino, por medio de la cual corre el río Lótrono, llamado de los Romanos Vulturno. Está aquella región coronada por lo más de montañas; pero hacia el mar se extiende un valle, donde ensanchándose el río forma lagunas, y además hay en él grandes montones de arena, viniendo a terminar en una playa muy inquieta e inaccesible. Encerrado allí Aníbal, Fabio, que tenía conocimiento de los caminos, le tomó los pasos, y para cortarle la salida apostó cuatro mil infantes, y colocando en buena posición sobre las alturas el resto de sus tropas, con los más ligeros y más denodados dio alcance a la retaguardia de los enemigos, y desordenó todo su ejército, matándoles unos ochocientos hombres. Aníbal entonces, queriendo sacarle de allí, echó de ver el yerro que se había padecido, y el peligro; y lo primero que hizo fue poner en un palo a los guías; mas desconfió de apartar y vencer a los enemigos, que se hallaban apoderados de los lugares ventajosos. Estaban todos desalentados y acobardados, considerándose cercados por todas partes y sin tener salida alguna, cuando a Aníbal le ocurrió una astucia con que engañar a los enemigos, que fue de este modo: Mandó que tomando como dos mil vacas de las del botín se les atasen sendos hachones en los cuernos, o haces de ramajes o sarmientos secos, y que a la noche, pegando a éstos fuego a la señal que se diese, se las encaminara hacia las eminencias por los puntos estrechos donde tenían sus centinelas los enemigos. Mientras atendían a esto aquellos a quienes lo encargó, poniendo él en movimiento el grueso del ejército cuando ya había anochecido, marchaba con sosiego. Las vacas, mientras el fuego no tomó cuerpo, y sólo se quemaba la leña, andaban reposadamente conducidas por la falda del monte, de manera que pasmados los pastores y vaqueros situados en las alturas de aquellas luces que ardían en lo alto de los cuernos, les parecía ser de un ejército que marchaba con multitud de hachas en el mejor orden. Mas después que encendido el cuerno hasta la raíz se hizo sentir el fuego en la carne, y que moviendo y sacudiendo con el dolor las cabezas se llenaron unas a otras de mucha llama, ya no guardaron orden en su dirección, sino que, espantadas e irritadas, dieron a correr a lo alto de los montes, llevando encendido el testuz y la cola, y encendiendo también muchos de los matorrales por donde huían: espectáculo muy espantoso para los Romanos, puestos de guardia en aquellos oteros. Porque parecía que las luces eran llevadas por hombres que iban corriendo; entróles por tanto, mucha turbación y miedo, imaginándose que de diversas partes venían enemigos sobre ellos, y que por todas estaban cercados. No teniendo, pues, valor para mantenerse en sus puestos, se retiraron al centro del campamento, abandonando las gargantas. Con esta oportunidad inmediatamente las tropas ligeras de Aníbal ocuparon las alturas, y ya toda la demás fuerza había marchado sin ser inquietada, llevándose una abundante y rica presa.

VII.— Fabio bien se percibió del engaño en la misma noche, porque algunas de las vacas que huyeron espantadas habían venido a dar en su poder; temiendo, sin embargo, alguna celada preparada a favor de las tinieblas, tuvo inmóvil el ejército sobre las armas. Luego que amaneció se puso en persecución de los enemigos y alcanzando la retaguardia, se trabó combate en terreno quebrado, por lo que en éstos era grande la confusión, hasta que Aníbal, haciendo salir de aquellas gargantas a los Españoles, más ejercitados en trepar por los montes, gente muy lista y de gran ligereza, los envió contra la infantería pesada de los Romanos, en la que hicieron bastante mortandad, y obligaron a Fabio a retirarse. Con esto crecieron las habladurías y el menosprecio contra él; porque no poniendo en las armas su confianza, sino aspirando a triunfar de Aníbal con la sagacidad y previsión, aparecía vencido y burlado con estos mismos medios, y queriendo Aníbal encender todavía más el encono de los Romanos contra Fabio, llegado que hubo adonde estaban sus posesiones, mandó que se talara e incendiara todo lo demás, y sólo a aquellas se perdonara, dejando una guardia que no permitiera destruir o tomar nada de lo que allí había. Todo esto fue anunciado en Roma, dándosele gran valor, levantando mucho el grito los tribunos de la plebe, a instigación principalmente de Metilio, que atizaba aquel fuego, no tanto por enemistad a Fabio, como porque teniendo deudo con Minucio, el maestre de la caballería, juzgaba que cedían en honor y aprecio de éste aquellos rumores. Había además caído en la indignación del Senado, por llevar éste a mal el tratado que acerca de los cautivos había hecho con Aníbal; porque le había otorgado que se canjearía hombre por hombre, y que si de la una de las partes era mayor el número, por cada uno de los que se entregasen se darían doscientas y cincuenta dracmas. Por tanto, cuando hecho el canje se halló que todavía le quedaban a Aníbal doscientos y cuarenta, el Senado resolvió no enviar su rescate, y se culpó a Fabio de que, contra toda razón y conveniencia, tratara de volver a Roma a unos hombres que por cobardía habían sido presa de los enemigos. Enterado de esta resolución Fabio, sufrió muy resignadamente el encono de los ciudadanos; mas no teniendo caudal propio, y no queriendo faltar a lo tratado, ni dejar abandonados a aquellos infelices, envió a Roma a su hijo con orden de que vendiera sus tierras y le llevara al punto el importe al ejército. Vendiólas éste, efectivamente, y vuelto allá con suma presteza, envió Fabio el rescate a Aníbal, y recobró los cautivos. Muchos de éstos quisieron remitírselo después, pero no quiso recibirlo de nadie, sino que lo perdonó a todos.

VIII.— Llamaron a Fabio a Roma después de estos sucesos los sacerdotes para ciertos sacrificios, y entregó el mando a Minucio, no sólo con precepto que como emperador le imponía de no entrar en batalla ni tener reencuentros con los enemigos, sino haciéndole sobre ello encarecidas instancias, de las que él hizo tan poca cuenta, que al punto se puso a provocarlos; y habiendo observado en una ocasión que Aníbal había destacado la mayor parte del ejército a acopiar víveres, atacó a los que habían quedado, los encerró dentro del vallado, con pérdida de no pocos, y aun a todos les hizo concebir temores de que los tenía sitiados. Recogió después Aníbal todas sus fuerzas a los reales, y él se retiró con la mayor seguridad, muy ufano por su parte con lo hecho, y habiendo inspirado al ejército un desmedido arrojo. Muy pronto llegó a Roma la noticia, exagerada mucho más allá de lo cierto; y cuando la oyó Fabio: «Lo que más temo —dijo— es esta buena suerte de Minucio». Mas el pueblo se ensoberbeció; y habiendo corrido a la plaza con grande regocijo, entonces el tribuno Metilio, subiendo a la tribuna, empezó a arengarle, celebrando mucho a Minucio, acusando a Fabio no ya de flojedad y cobardía, sino de traición, y culpando juntamente a muchos de los más poderosos y principales de que desde el principio, con la mira de humillar a la plebe, quisieron atraer la guerra y arrojar la ciudad en una monarquía ilimitada, la que dando largas a los negocios, facilitara a Aníbal traer de nuevo otro ejército del África, como dueño ya de la Italia.

IX.— No se cuidó Fabio de defenderse en la junta pública de las acusaciones del tribuno, y sólo dijo que iba a despachar prontamente los sacrificios y ceremonias para volver al ejército e imponer el debido castigo a Minucio, porque, contra su prohibición, había combatido con los enemigos. Movióse con esto gran alboroto en la plebe, viendo que corría mucho peligro Minucio, porque el dictador tiene facultad para prender y castigar sin formación de causa, y notando que la ira había sacado a Fabio de su gran mansedumbre, graduábala de terrible e implacable. Por esto mismo los demás se contuvieron; pero Metilio, alentado con la inmunidad del tribunado —porque elegido dictador, este solo cargo no se disuelve, sino que permanece, anulados todos los demás—, no cesaba de arengar al pueblo, pidiendo que no desamparara a Minucio ni consintiera le sucediese lo que Manlio Torcuato ejecutó con su hijo, haciéndole cortar con la segur la cabeza, triunfante y coronado como estaba, sino que despojase a Fabio de la tiranía y pusiera la república en manos que pudieran y quisieran salvarla. Hicieron grande impresión en los ánimos estas razones; más no se atrevieron, sin embargo de haber humillado a Fabio, a imponerle la precisión de abdicar la dictadura, contentándose con decretar que Minucio, igualado en el mando de las tropas con el dictador, partiera con él la guerra, usando de la misma autoridad, cosa nunca vista antes en Roma, pero repetida poco después de resulta de la derrota de Canas, porque también era entonces dictador en los ejércitos Marco Junio, y viéndose en la ciudad precisados a completar el Senado, habiendo muerto muchos senadores en la batalla, eligieron en segundo dictador a Fabio Buteón. Mas éste, luego que en uso de su autoridad eligió los que le faltaban y completó el Senado, deponiendo en el mismo día las fasces y sustrayéndose a los que le acompañaban, se metió y confundió con la muchedumbre, y para tratar y arreglar un negocio propio suyo volvió a la plaza como un particular.

X.— Asociando con el dictador para tan importantes negocios a Minucio, pensaron abatir y humillar a aquel, en lo que dieron muestras de conocer muy poco su carácter, porque no miraba como desgracia suya aquella ceguedad, sino que, al modo que Diógenes el sabio, diciéndole uno: «Éstos te escarnecen», respondió: «Pues yo no soy escarnecido», teniendo por dignos solamente de burla a los que se acobardan y turban con tales cosas, así también Fabio no se dio por sentido ni se incomodó por sí con aquella determinación, contribuyendo a demostrar lo que opinan algunos filósofos: que el varón recto y bueno no puede ser afrentado ni deshonrado. Lo que sí le afligía era el desacierto de la muchedumbre en lo tocante al bien público, dando facilidad para hacer la guerra a un hombre que adolecía de desmedida ambición. Temiendo, por tanto, no fuera que éste, enloquecido del todo con la vanagloria y el orgullo, se apresurara a hacer algún disparate, salió de Roma sin noticia de nadie, y, llegado al ejército, encontró a Minucio no moderado y tranquilo, sino displicente e hinchado, ansioso por mandar alternativamente cosa en que Fabio no quiso condescender; y lo que hizo fue partir las tropas con él, teniendo por mejor mandar sólo una parte que mandar el todo de aquella manera. Tomó, pues, para sí las legiones primera y cuarta, y dio a Minucio la segunda y tercera, y por el mismo término se repartieron las fuerzas auxiliares. Quedó Minucio muy orgulloso y contento con que la dignidad del mando más elevado y supremo hubiese sufrido aquella disminución y despedazamiento por consideración a él; pero Fabio le hizo la advertencia de que considerara que no era con él con quien había de contender, sino con Aníbal; mas que, con todo, si aun quería altercar con su colega, debía poner la atención en que no pareciese que el que había vencido con los ciudadanos y había sido de ellos honrado, cuidaba menos de su salud y seguridad que el humillado y ofendido.

XI.— Minucio miró esta amonestación como jactancia de un viejo, y haciéndose cargo de las fuerzas que le habían cabido en suerte, se fue a acampar solo y aparte; teniendo Aníbal noticia de cuanto pasaba, y estando en acecho de cualquier ocasión. Había en medio un collado, no difícil de tomar, y tomado, muy seguro para un campamento, con bastante extensión para todo. El terreno de alrededor, visto de lejos, parecía igual y llano, porque estaba despejado: pero tenía algunas acequias y, además, algunas cuevas. Podía muy bien Aníbal tomar, sin hacerse sentir, este collado; mas no quiso, sino que lo dejó para ocasión o motivo de venir a las manos. Luego que vio a Minucio separado de Fabio, escondió de noche en las acequias y en las cuevas a algunos de sus soldados, y al rayar el día, abiertamente envió otros en corto número a ocupar el collado, para llamar y hacer caer hacia aquel paraje a Minucio, y así cabalmente sucedió. Primero envió éste las tropas ligeras; después, la caballería, y a la postre, viendo que Aníbal enviaba socorro a los del collado, bajó con todas sus fuerzas en orden de combatir, y habiendo trabado una recia batalla, atropellaba a los que sostenían aquella altura, envuelto con ellos en una lucha muy igual; hasta que, observándole Aníbal completamente engañado y que dejaba la espalda enteramente descubierta a los de la celada, dio a éstos la señal; salieron entonces por diversas partes a un tiempo; y los acometieron con gritería, y, destrozando la retaguardia, es inexplicable la turbación y abatimiento que cayo sobre los Romanos. Quebrantóse también la arrogancia del mismo Minucio, que dirigía sus miradas ya a este, ya al otro caudillo, no osando ninguno mantenerse en su puesto, sino entregándose todos a la fuga, que no les fue de provecho, porque los Númidas, que eran ya dueños del terreno, acabaron con los dispersos.

XII.— ¡En tan mala situación se hallaban los Romanos! Pero Fabio no ignoraba su conflicto; antes, habiendo previsto, según parece, lo que iba a suceder, tenía todas las tropas prontas sobre las armas, y para saber lo que pasaba no se valió de espías, sino que él mismo se puso de atalaya delante del campamento. Luego que vio cortado y desordenado el ejército, y llegó a sus oídos la gritería de los que no guardaban formación, sino que huían espantados, dándose una gran palmada en el muslo y sollozando profundamente: «¡Por Hércules —exclamó—, cómo Minucio se ha perdido más presto de lo que yo esperaba, aunque quizá más tarde de lo que él hubiera deseado!». Y dando orden de sacar sin dilación las banderas, y de que le siguiese el ejército: «¡Éste, oh soldados —gritó—, éste es el momento de que se apresure el que conserve en su memoria a Marco Minucio, porque es un varón excelente y amante de su patria, y si en algo ha errado, con el deseo de arrojar cuanto antes a los enemigos, después le daremos las quejas!». Corre, pues, el primero, dispersa a los Númidas que discurrían por el llano, y en seguida se dirige contra los que combatían por retaguardia a los Romanos, matando a los que encuentra, con lo que los demás ceden y toman la fuga para no ser alcanzados y que no les suceda verse en el mismo caso en que ellos habían puesto a los Romanos. Aníbal, al ver aquella mudanza, y que Fabio, con más ardor del que a su edad correspondía, trepaba hacia el collado a unirse con Minucio, haciendo con la trompeta señal de retirada, volvió su ejército a los reales, y también los Romanos se retiraron contentos. Cuéntase que Aníbal, en esta retirada, hablando de Fabio, dijo con chiste a sus amigos una especie como ésta: «¿No os predije yo muchas veces que aquella nube, agarrada siempre a los montes, algún día arrojaría agua con huracán y con tormenta?».

XIII.— Retiróse Fabio después de la acción sin hacer otra cosa que despojar a los enemigos que habían muerto, no profiriendo expresión ninguna de arrogancia o de ofensa acerca de su colega Minucio; pero éste, juntando sus tropas: «Camaradas —les dijo—, no cometer yerros en los grandes negocios es cosa muy superior a las humanas fuerzas; pero que el que erró aproveche la lección de sus escarmientos para lo sucesivo, es de hombre recto y que escucha la razón. Yo, si tengo que culpar en algo a la fortuna, mucho más es lo que tengo que agradecerle, porque lo que hasta ahora no había comprendido en tanto tiempo acabo de aprenderlo en una mínima parte de un día, quedando convencido de que no soy para mandar a otros, sino que necesito de un jefe, y no ponerme a querer vencer a aquellos de quienes me está mejor ser vencido. En las demás cosas será ya el dictador quien os mande; pero en la gratitud hacia él, yo he de ser todavía vuestro general, poniéndome en su presencia obediente y dispuesto a hacer cuanto me mandare». Dicho esto, mandando tomar las águilas y que todos le siguiesen, guió al campamento de Fabio, y ya dentro de él se encaminó a la tienda del general con admiración y sorpresa de todos. Saliéndole Fabio al encuentro, depuso aquel al punto las insignias, llamándole padre en alta voz, y en la misma llamaban sus soldados patronos a los de Fabio, que es la exclamación en que prorrumpen los que reciben la libertad con aquellos que se la dan. Cuando ya hubo silencio, dijo Minucio: «Dos victorias ¡oh dictador! has alcanzado en el día de hoy, venciendo con el valor a Aníbal y con la prudencia y la generosidad a tu colega: con aquella nos has salvado y con ésta has dado una admirable lección a los que, si de parte de los enemigos sufrieron una vergonzosa derrota, de la que tú les has causado se glorían, porque han hallado en ella su salud. Te llamo padre, porque no encuentro nombre más honroso que darte, debiéndote mayor agradecimiento que al que me dio el ser, porque aquel me engendró a mí sólo y tú me has salvado con todos éstos». Acabado este discurso, abrazó y saludó con un ósculo a Fabio, siendo cosa de ver que otro tanto ejecutaban sus soldados, porque se enlazaban y besaban unos a otros, inundando el campamento de alegría y de dulces lágrimas.

XIV.— Depuso Fabio después de estos sucesos la dictadura, y volvieron a nombrarse otra vez cónsules, de éstos, los primeros adoptaron el sistema de guerra que aquel había establecido, huyendo el pelear de poder a poder con Aníbal y contentándose con socorrer a los aliados e impedir la deserción. Eligióse después para el consulado a Terencio Varrón, hombre de linaje oscuro, pero que se había hecho lugar con adular a la plebe y con su carácter insolente; así, desde luego se echó de ver que con su inexperiencia y su temeridad iba a aventurarlo todo, porque se le oía vociferar en las juntas que la guerra duraría mientras la ciudad confiara el mando a los Fabios, pero que, para él, presentarse y vencer a los enemigos todo sería uno. Con esto, al punto recogió y levantó tantas fuerzas cuantas para ninguna otra guerra habían empleado los Romanos, porque se reunieron para la batalla hasta ochenta y ocho mil hombres, motivo de gran temor para Fabio y para todos los hombres de juicio, porque no esperaban que pudiera recobrarse la ciudad si se desgraciaba aquella brillante juventud. Por esta razón se dirigió al colega de Terencio, Paulo Emilio —que era buen militar, mas no grato al pueblo, y estaba escamado de la muchedumbre por una multa que se le había impuesto para el erario—, con propósito de darle ánimo y exhortarle a hacer oposición a la locura de aquel, manifestándole que su contienda en beneficio de la patria, más que con Aníbal había de ser con Terencio, porque se apresurarían a la batalla, éste, no conociendo en qué consistían sus fuerzas, y aquel, —estando bien convencido de su flaqueza—. «Mas yo ¡oh Paulo! —dijo con más justicia deberé ser de ti creído que no Terencio si te aseguro acerca del estado de las cosas de Aníbal que éste, no peleando nadie con él en todo este año, o infaliblemente caerá, si se obstina en mantenerse aquí, o tendrá precisamente que marchar; pues con parecer que ahora vence y está pujante, ninguno de sus contrarios se le ha pasado, ni tiene la tercera parte de las fuerzas con que vino». A esto se dice que Paulo contestó en estos términos: «Por mí ¡oh Fabio!, cuando considero mi situación, tengo por mejor caer oprimido de las lanzas de los enemigos que de los votos de los ciudadanos; mas si nuestras cosas públicas están en el estado que dices, más me esforzaré por acreditarme contigo de buen capitán, que no con todos los demás que quieran obligarme a seguir un dictamen contrario al tuyo». Con esta resolución partió Paulo para la guerra.

XV.— Terencio hizo empeño en que alternaran por días en el mando, y estando acampados a la vista de Aníbal, junto al Áufido y las que se llamaban Canas, al mismo amanecer puso la señal de batalla, que era un paño de púrpura tendido encima de la tienda del general. Sorprendiéronse al principio los Cartagineses viendo aquel arrojo del cónsul y la muchedumbre de los enemigos, cuando ellos no eran ni siquiera la mitad. Aníbal mandó a las tropas tomar las armas, y, montando a caballo, se puso con unos cuantos sobre una ligera eminencia a hacerse cargo de los enemigos, que ya estaban formados. Díjole entonces uno de los que con él estaban, hombre de igual autoridad con él, llamado Giscón: «¡Qué maravillosa es esta multitud de enemigos!». Y Aníbal, arrugando la frente: «Pues otra cosa más maravillosa se te ha pasado», le contestó. Preguntóle Giscón cuál era, y él respondió que, con ser tantos, ninguno de ellos se llamaba Giscón. Dicho así este chiste, cuando menos podía esperarse, les causó a todos mucha risa; y como bajando del otero lo fuesen refiriendo a los que encontraban al paso, les hacía a todos reír de tan buena gana, que nunca podían contenerse los que estaban al lado de Aníbal. A los Cartagineses, que lo veían, les inspiraba esto gran confianza, considerando que tanta risa, y estar tan de chanza el general en aquellos momentos, no podría nacer sino de mucha seguridad y menosprecio del peligro.

XVI.— En la batalla usó de dos estratagemas: la primera fue procurar tener el viento por la espalda; era a la sazón parecido a un torbellino de fuego, y levantando de aquellas llanuras, bastante polvorientas y descubiertas, gran cantidad de arena, pasándola por encima de los Cartagineses, la impelía hacia los Romanos, y se la arrojaba en la cara, haciéndoles volverla y perder el orden. El segundo consistió en la formación, porque lo más fuerte y aguerrido de sus tropas lo colocó de uno y otro lado del centro, y éste lo llenó de lo más endeble, haciendo que esta especie de cuña saliese bastante adelante respecto del cuerpo de la falange. Encargó a los más esforzados que cuando los Romanos acometiesen a éstos, y llevándoselos por delante, el centro quedase abierto, y formando seno recibiera a aquellos dentro de la falange, haciendo ellos una conversión por uno y otro lado, los cargasen oblicuamente y los envolviesen, cogiéndolos por la espalda, que fue, a lo que parece, lo que causó tan gran mortandad; pues luego que cediendo el centro se llevó tras sí en su persecución a los Romanos, y que la falange de Aníbal, mudando de posición, formó como media luna, y doblando repentinamente las tropas elegidas, a la voz de sus jefes, unos a la izquierda y otros a la derecha, cubrieron los claros, entonces, todos los que no previnieron el ser cercados se encontraron como presos y perecieron. Dícese que también a la caballería romana le ocurrió un accidente extraño, porque herido, a lo que se cree, el caballo de Paulo, lo derribó, y de los que estaban a su lado se fueron apeando uno, y otro, y otro, y a pie se le pusieron delante para protegerle. Los de a caballo, al verlos, pensaron que aquello dimanaba de una orden general, y echando todos pie a tierra, así se arrojaron sobre los enemigos, lo que, observado por Aníbal, «¡Más quiero esto —exclamó— que el que me los hubieran dado atados!». Pero estos incidentes son para los que escriben la historia con toda extensión. De los cónsules, Varrón, con unos pocos, se retiró a la ciudad de Venusia; pero Paulo, en el desorden y confusión de aquella fuga, plagado su cuerpo de los dardos clavados en las heridas y oprimida su alma con tal desgracia, se había sentado en una piedra esperando un enemigo que le diera la muerte. Estaba, por la mucha sangre que le inundaba la cabeza y el rostro, enteramente desfigurado, de modo que sus amigos y sus mismos sirvientes, por no conocerle, pasaron de largo. Sólo Cornelio Léntulo, joven de familia patricia, le vio y reconoció, y, apeándose de su caballo, le acarició y rogó que subiese en aquel y se salvara, para bien de los conciudadanos, que entonces más que nunca necesitaban de un buen general. Paulo se negó a sus ruegos, y obligó con lágrimas a aquel joven a que otra vez montase; y entonces. tomándole la diestra y dando un profundo suspiro: «Anuncia ¡oh Léntulo! —le dijo— a Fabio Máximo, y sé testigo para con él que Paulo Emilio siguió su dictamen hasta la muerte, y en nada faltó a lo que él había concertado, sino que fue vencido, primero por Varrón y después por Aníbal». Dado este encargo, despidiéndose de Léntulo, se mezcló entre los que estaban bajo el hierro de los enemigos, y murió con ellos. Dícese que murieron en la misma acción cincuenta mil Romanos, y cuatro mil fueron tomados vivos, y que después de la batalla fueron cautivados, cuando menos, otros diez mil en ambos campamentos.

XVII.— Después de tan señalada victoria incitaban a Aníbal sus amigos para que no desperdiciara su fortuna, y tras los enemigos, en el mismo punto de su fuga, cayera sobre Roma, pues al quinto día de la victoria cenaría en el Capitolio; pero no es fácil explicar qué consideración pudo contenerlo; más bien diremos que fue obra de algún genio o algún dios que quiso estorbárselo, que no demasiado recelo o temor suyo; así se cuenta que el cartaginés Barca le dijo con enfado: «Tú, Aníbal, sabes vencer; pero no sabes aprovecharte de la victoria». Con todo, hizo esta victoria tal mudanza en sus cosas, que no teniendo antes de la batalla ni una ciudad, ni un mercado, ni un puerto en Italia, por lo que con gran trabajo y dificultad recogía los precisos víveres para el ejército, y se había arrojado a la guerra sin poder contar con nada, pareciendo su ejército a una cuadrilla de bandoleros que anda errante de una parte a otra, entonces casi toda la Italia se puso en su poder. Porque la mayor y más poderosa parte de los pueblos voluntariamente se pasaron a su partido, y a Capua, que después de Roma es la más insigne de sus ciudades, también la atrajo a él. Ésta fue una ocasión en que se vio que una gran calamidad no sólo sirve para hacer prueba de los amigos, que es la expresión de Eurípides, sino que también de los grandes generales, pues lo que antes de aquella batalla se graduaba en Fabio de cobardía e insensibilidad, después de ella pareció al punto, no ya una prudencia humana, sino un oráculo y providencia divina y milagrosa, que prevé con anticipación aquellos sucesos que aun a los que los palpan se les hacen increíbles. Por tanto, al momento puso en él Roma la esperanza que le quedaba, y como a un templo o ara se acogió a su juicio, habiendo sido su cordura la primera y más poderosa causa para que estuviesen quedos y no se desbandasen como en la irrupción de los Galos. Porque aquel mismo, que se mostraba precavido y desconfiado en los momentos en que nada había de siniestro, ahora, cuando todos se abandonaban a una aflicción excesiva y a un dolor que no los dejaba para nada, él sólo discurría por la ciudad con paso sosegado, con semblante sereno y con afables palabras, haciendo desechar los lloros mujeriles y disipando los corrillos de los que se congregan en los parajes públicos para lamentar tales calamidades. Hizo también que se juntase el Senado, y alentó a los magistrados, siendo el vigor y poder de toda autoridad, que sólo en él ponía los ojos.

XVIII.— Puso guardas en las puertas para que estorbasen el paso a la muchedumbre que trataba de huir y abandonar la ciudad. Señaló lugar y término al luto, mandando que sólo se hiciese dentro de casa y por treinta días, pasados los cuales cesase todo duelo y no quedasen en la ciudad vestigios de él. Vino a caer en aquellos días la fiesta solemne de Ceres, y pareció más conveniente omitir los sacrificios y toda la demás pompa de ella, que hacer patente con el corto número y el abatimiento de los concurrentes la grandeza de aquella desventura; cuanto más, que hasta la Divinidad parece que se regocija con adoradores que estén contentos. Para aplacar a los dioses y apartar lo infausto de los prodigios, hízose lo que los augures prescribieron, porque fue enviado a Delfos, a consultar al dios, Píctor, pariente de Fabio; y como se hubiese echado de ver que habían sido seducidas dos de las vírgenes vestales, la una fue enterrada viva, como es costumbre, y la otra se dio la muerte. Lo que hubo más de admirar en la prudencia y mansedumbre de la ciudad fue que, viniendo de aquella fuga el cónsul Varrón tan humillado y abatido como debía venir quien de tanta afrenta e infortunio había sido causa, le salieron a recibir hasta la puerta el Senado y el pueblo, haciéndole la salutación acostumbrada, y los magistrados y los principales senadores, de cuyo número era Fabio, cuando hubo silencio, le elogiaron de que no había desesperado de la república después de tamaña desgracia, sino que se presentaba para ponerse al frente de los negocios, obrar según las leyes y valerse de los ciudadanos, como que todavía tenían remedio.

XIX.— Luego que supieron que Aníbal, después de la batalla, se retiró a otra parte de la Italia, empezaron a tomar aliento y enviaron contra él generales y ejércitos. Eran entre aquellos los más señalados Fabio Máximo y Claudio Marcelo, dignos acaso de igual admiración por sus caracteres, enteramente opuestos, porque éste, como lo decimos en el libro de su Vida, siendo de una actividad brillante y osada, y al mismo tiempo acuchillador, y tal por su índole como aquellos a quienes Homero llama pendencieros y arrogantes, y en el modo de hacer la guerra arrojado e impetuoso, propio para contrarrestar la osadía de Aníbal, fue el primero a mover peleas y encuentros; mas Fabio, atenido siempre a sus primeras ideas, tenía esperanza de que, no entrando nadie en combate con Aníbal, él mismo se había de consumir por sí, y con la guerra se había de quebrantar, perdiendo prontamente su robustez, como el cuerpo de un atleta cuando su fuerza es excesiva y se la ha cansado sin miramiento. Por esta razón dice Posidonio que a éste se le dio por los Romanos el nombre de escudo, y a Marcelo el de espada, y que unida la seguridad y circunspección de Fabio con el carácter de Marcelo fueron la salvación de Roma. Porque Aníbal, con tener que salir al encuentro frecuentemente a éste, como a un río que sale de madre, tenía en continua agitación y destruidas sus fuerzas: y con el otro, que parecía tener una corriente mansa y que no se le acercaba sino con gran tiento, las gastaba también y destruía de un modo insensible; y al fin vino a verse tan apurado, que Marcelo le fatigaba peleando, y a Fabio le temía porque huía de pelear, pudiendo decirse que por todo el tiempo tuvo que contender con estos dos, como pretores, como procónsules o como cónsules, porque cada cual de ellos fue cónsul cinco veces. Mas a Marcelo, cuando servía el quinto consulado, logró armarle una celada, y en ella le quitó la vida; con Fabio, aunque en muchas ocasiones usó de toda suerte de engaños y astucias, nada adelantó; sólo una vez llegó como a enredarle un poco y hacerle tropezar. Fingió y remitió cartas a Fabio de los más autorizados y poderosos de Metaponto, en el sentido de que la ciudad se le entregaría si a ella acudiese, y que los que a esto se decidían no aguardaban sino que llegara y se presentara en las inmediaciones. Fue seducido Fabio con estas cartas, y tomando parte del ejército, pensaba encaminarse allá en aquella noche; mas habiéndole sido infaustos los agüeros de las aves, se contuvo, y al cabo de poco descubrió que las cartas habían sido fraguadas por Aníbal, y que éste estaba en emboscada junto a los muros de la ciudad, suceso que algunos atribuían a especial favor de los dioses.

XX.— En cuanto a las defecciones de las ciudades y la deserción de los aliados, era Fabio de opinión que debían contenerse y excitarse en éstos el pudor, hablándoles suave y mansamente, sin descubrirles todo lo que se sabe y sin manifestarse del todo incomodado con los que se hacen sospechosos. Así se dice que habiendo entendido que un Marso, buen militar, y en linaje y valor muy principal entre los aliados, había movido con algunos pláticas de defección, no se irritó con él, sino que, reconociendo que injustamente había sido olvidado: «Ahora —le dijo—, la culpa ha sido de los jefes que distribuye en los premios por favor más que por consideración al mérito; pero, en adelante, cúlpate a ti mismo si no vinieses a mí y me dijeses lo que echas menos»; y, dicho esto, le regaló un caballo hecho a la guerra y le remuneró con otros premios, con lo que desde entonces lo tuvo muy adicto y muy apasionado. Porque le parecía cosa terrible que los aficionados a caballos y perros borren lo que hay de áspero e indócil en estos animales, más bien con el cuidado, la suavidad y el alimento, que no con latigazos y ataduras; y que el hombre que tiene mando no ponga lo principal de su esmero en la afabilidad y la mansedumbre, portándose todavía con más dureza y violencia que los labradores, los cuales, a los cabrahigos, los peruétanos y los acebuches, los ablandan y suavizan injertándolos en olivos, en perales y en higueras. Refiriéronle asimismo los Centuriones que un Luqués se marchaba del campamento y abandonaba a menudo su puesto; preguntóles qué era lo que en lo demás sabían de su porte, y como todos a una le asegurasen que con dificultad se encontraría otro tan buen soldado como él, y al mismo tiempo le indicasen aquellas proezas y hazañas suyas más señaladas, se puso a inquirir la causa de aquella falta. Informósele que, enredado aquel soldado en el amor de una mozuela, con gran peligro y haciendo largos viajes se iba cada día a verla desde el campo. Envió, pues, a uno sin noticia del soldado para que trajese aquella mujer, la que ocultó en su tienda, y haciendo venir sólo al Luqués: «No creas —le dijo— se me oculta que, contra los usos y leyes de la disciplina romana, has pernoctado muchas veces fuera del campamento; pero tampoco se me oculta que antes habías sido excelente soldado, que lo mal hecho hasta aquí quede compensado con tus valerosas hazañas; mas para en adelante ya tengo yo a quien encomendar tu guarda». Maravillóse a esto el soldado, y haciendo salir entonces a la mujer: «Ésta —le dijo— me es fiadora de que ahora te estarás quieto en el ejército con nosotros, y tú con tus obras me harás ver si faltabas por algún otro mal motivo, y que el amor y ésta no eran más que un pretexto aparente». Así se cuentan estos sucesos.

XXI.— La ciudad de los Tarentinos, que por traición había sido tomada, vino a su poder en esta forma: militaba bajo sus órdenes un joven Tarentino que en el mismo Tarento tenía una hermana muy fina siempre y muy amante de él. Estaba enamorado de ésta un Breciano, oficial de las tropas que Aníbal había puesto de guarnición en la ciudad, y de aquí le nació al Tarentino la esperanza de salir con su idea; para lo que, con noticia de Fabio, se encaminó a casa de la hermana, diciendo a ésta que se había fugado. En los primeros días el Breciano se estaba en su casa, por pensar la hermana que aquel ignoraba sus amores; pero muy luego le dijo a ésta el joven que allá le habían llegado las nuevas de que tenía amistad con un hombre ilustre y de poder; por tanto, que quién era éste; porque si era distinguido, como se decía, y de una conocida virtud, la guerra, que todo lo confunde, hace poca cuenta del origen, y que nada hay que deshonre cuando media la necesidad; antes, en tiempos en que la justicia anda decaída, es una fortuna tener de su parte al que dirige la fuerza. Con esto la hermana hizo llamar al Breciano y se le dio a conocer. Bien pronto el hermano se puso de parte de éste en sus amores, y aparentando que trabajaba por hacerle más benigna y condescendiente a la hermana, se ganó su confianza; de manera que le costó poco hacer mudar de partido a un hombre enamorado y que estaba a soldada, con la esperanza de grandes dones que le prometió recibiría de Fabio. Así refieren este hecho los más de los escritores; pero algunos dicen que la mujer que ganó al Breciano no fue Tarentina, sino Breciana, también de origen, y concubina de Fabio, la cual, habiendo entendido que era su compatriota, y conocido suyo el que entonces mandaba los Brecianos, se lo propuso a Fabio, y yendo a conversar con él al pie de los muros, logró atraerlo y seducirlo.

XXII.— Mientras se trataban estas cosas, maquinando Fabio llamar a otra parte la atención de Aníbal, envió orden a los soldados que estaban en Regio para que hiciesen correrías en el campo breciano, y, poniendo sitio a Caulonia, la tomasen por asalto. Eran éstos unos ocho mil hombres, desertores los más, gente de poco provecho, de los que de Sicilia habían sido deportados y notados de infamia por Marcelo, y de cuya pérdida poco sentimiento y daño había de resultar a la ciudad; esperó, pues, que poniendo a éstos ante Aníbal como un cebo, así lo echaría lejos de Tarento, lo que justamente sucedió, porque en su persecución corrió allá Aníbal con bastantes fuerzas. Al sexto día de sitiar Fabio a los Tarentinos, vino a él por la noche el joven que, ayudado de la hermana, tenía con el Breciano concertada la entrega, trayendo sabido y registrado el lugar donde el Breciano tendría el mando, y, cediendo, lo entregaría a los invasores. No dejó, sin embargo, que todo fuese obra de la traición, sino que, pasando él mismo al punto designado, esperó allí en sosiego, y, en tanto, el resto del ejército acometió a los muros por tierra y por mar, moviendo al mismo tiempo mucho ruido y estruendo, hasta que, acudiendo los más de los Tarentinos por aquel lado a auxiliar y socorrer a los que defendían las murallas, el Breciano hizo a Fabio señas de ser aquel el momento oportuno, y, subiendo con escalas, se apoderó de la ciudad. En esta ocasión parece que se dejó vencer del orgullo, porque mandó dar muerte a los principales de entre los Brecianos, para que no se viera tan a las claras que el tomar la ciudad no se había debido sino a la traición, con lo que no consiguió esta gloria e incurrió en la nota de perfidia y de crueldad. Murieron también muchos Tarentinos, y los que se vendieron fueron hasta treinta mil; la ciudad fue saqueada por el ejército, y en el erario entraron tres mil talentos. Recogíanse y llevábanse asimismo todas las demás cosas de precio, y preguntando a Fabio el amanuense qué mandaba acerca de los Dioses, diciéndolo por las pinturas y las estatuas, «Dejemos —le respondió— a los Tarentinos sus dioses, con ellos irritados». Con todo, llevando de Tarento la estatua colosal de Hércules, la colocó en el Capitolio, y al lado puso una estatua suya ecuestre en bronce, mostrándose en esto menos avisado que Marcelo, y antes dando motivo a que se hiciesen más admirables la humanidad y dulzura de éste, según que en su Vida lo dejamos escrito.

XXIII.— Aníbal, yendo en su persecución, no estaba ya más que a cuarenta estadios, y se dice que en público prorrumpió en esta expresión: «¡Hola! También los Romanos tienen otro Aníbal, pues hemos perdido a Tarento como lo habíamos tomado», y que en particular se vio entonces por primera vez en la precisión de manifestar a sus amigos que antes había visto como muy difícil, mas entonces como imposible, sujetar la Italia con los medios que les quedaban. Triunfó por estos sucesos segunda vez Fabio, siendo este triunfo más brillante que el primero, como de fuerte atleta que ya medía sus fuerzas con Aníbal y en breve iba a deshacer el prestigio de sus hazañas, como nudos o vínculos que ya no tenían la misma fuerza, pues ésta por una parte se enervaba con el regalo y la riqueza y por otra parte se debilitaba y quebrantaba con inútiles combates. Era Marco Livio el que defendía a Tarento cuando se entregó a Aníbal; con todo, conservando la ciudadela, no fue arrojado de ella, y la mantuvo hasta que volvieron los Tarentinos a la dominación de los Romanos. Irritóse aquel con los honores tributados a Fabio, e inflamado un día, en el Senado, de envidia y de ambición, dijo que no era a Fabio, sino a él, a quien se debía la toma de Tarento; y Fabio, sonriéndose: «Es cierto —le contestó— porque si tú no la hubieras perdido, no hubiese yo tenido que recobrarla».

XXIV.— Además de que en todo procuraban honrar a Fabio los romanos, nombraron cónsul a su hijo Fabio, y encargado éste del mando en ocasión en que estaba dando ciertas disposiciones para la guerra, el padre, o por vejez y enfermedad, o para probar a su hijo, montó a caballo y fue a pasar por entre los que allí concurrían y los que a aquel acompañaban. Viole el joven de lejos, y no se lo permitió, sino que envió un lictor con la orden de mandar al padre que se apease y fuera donde él estaba si tenía algo que solicitar del cónsul. Ofendió esta orden a los circunstantes, que volvieron en silencio los ojos hacia Fabio, por parecerles que no se le trataba como merecía; mas él, apeándose al punto y encaminándose a pasos acelerados hacia el hijo, le abrazó y saludó, diciéndole: «Muy bien pensado y muy bien hecho, hijo mío: esto es conocer a quienes mandas, y cuán grande es la dignidad de que estás adornado. De esta misma manera, nosotros y nuestros ascendientes hemos contribuido a la grandeza romana, poniendo siempre a los padres y a los hijos en segundo lugar después del bien de la patria». Consérvase todavía en memoria que el bisabuelo de Fabio, que ciertamente llegó entre los Romanos a la mayor gloria y al mayor poder, habiendo sido cónsul cinco veces y conseguido triunfos muy brillantes de poderosos enemigos, fue acompañando, siendo ya anciano, a su hijo cónsul a la guerra, que en el triunfo éste fue conducido con tiro de caballos, y el padre le siguió a caballo entre los demás muy regocijado de que, con imperar él a su hijo y ser el mayor entre sus ciudadanos, que así lo reconocían, tomaba, sin embargo, lugar después de las leyes y del que mandaba por ellas, aunque no le venía de esto sólo el ser un hombre extraordinario. Tuvo Fabio el pesar de que el hijo se le muriese, y sufrió su pérdida resignadamente, como hombre sabio y como buen padre, y el elogio que uno de los deudos dice en las exequias de los hombres ilustres lo pronunció él mismo presentándose en la plaza, y poniendo por escrito este discurso, lo dio al público.

XXV.— Enviado por este tiempo a España Cornelio Escipión, había arrojado de ella a los Cartagineses, venciéndolos en diferentes batallas, y habiendo sujetado muchas provincias y grandes ciudades y hecho brillantes hazañas, había adquirido entre los Romanos un amor y una gloria cual nunca otro alguno. Eligiósele cónsul, y notando que el pueblo exigía y esperaba de él hechos muy gloriosos, el combatir allí con Aníbal lo tenía como por anticuado y por cosa de viejos, y, en vez de esto, meditaba talar a la misma Cartago y al África; llenándolas súbitamente de armas y de tropas, y trasladar allá la guerra desde la Italia, procurando con todo empeño hacer adoptar al pueblo este pensamiento. Mas Fabio trataba de inspirar a la ciudad el mayor miedo, haciéndole entender que por un joven de poca experiencia eran impelidos al extremo y mayor peligro, no omitiendo, para apartar de esta idea a los ciudadanos, medio alguno, o de palabra o de obra, y lo que es al Senado logró persuadírselo; pero el pueblo sospechó que miraba con envidia la prosperidad de Escipión, y que recelaba no fuera que ejecutando éste algún hecho grande y memorable, con el que, sea que acabara del todo la guerra o la sacara de la Italia, pareciese que él mismo en tanto tiempo había peleado decidiosa y flojamente. Es de creer que al principio no se movió Fabio a contradecir con otro espíritu que el de su seguridad y previsión, temeroso del peligro, y que después llevó más adelante la oposición por amor propio y por terquedad, impidiendo los adelantamientos de Escipión; así es que al colega de Escipión, Craso, lo persuadió a que no cediese a aquel el mando, ni fuese condescendiente, y que si por fin se decretase lo propuesto, navegara él mismo contra los Cartagineses; y de ningún modo permitió que se dieran fondos para la guerra. Obligando, por tanto, a Escipión a ponerlos por su cuenta, los tomó de las ciudades de la Etruria, que particularmente le miraban con inclinación y deseaban servirle. A Craso le retuvieron en casa, de una parte, su propia índole, que no era pendenciera, sino benigna, y de otra, la ley, porque era a la sazón Pontífice máximo.

XXVI.— Tomó entonces Fabio otro camino para estorbar la empresa de Escipión, que fue el de oponerse a que llevase consigo los jóvenes que se proponían seguirle, gritando en el Senado y en las juntas públicas que no era sólo Escipión el que huía de Aníbal, sino que se daba a la vela sacando de la Italia todas las fuerzas que le quedaban, lisonjeando con esperanzas a la juventud y persuadiéndola a dejar padres, mujeres y patria, cuando estaba a las puertas un enemigo vencedor y nunca vencido. Y al cabo logró con estos discursos intimidar a los Romanos, por lo que decretaron que sólo pudiera emplear las tropas de Sicilia, y de la España no pudiera tomar más que trescientos hombres, aquellos que fueran más de su confianza; disposiciones que eran, sin duda, de Fabio, y muy conformes a su carácter. Mas después que, trasladado Escipión al África, vinieron prontamente a Roma nuevas de sus maravillosas proezas y de sus hechos extraordinarios, confirmadas con el testimonio de los ricos despojos, con la cautividad de un rey de los Númidas y el incendio y destrucción de dos campamentos a un tiempo, en los que fueron muchos los hombres, caballos y armas que se abrasaron, y después que a Aníbal le fueron enviados correos de parte de los Cartagineses llamándole y rogándole que, abandonando aquellas nunca cumplidas esperanzas, corriese allá a darles auxilio; cuando en Roma todos tenían a Escipión en los labios, celebrando sus victorias, Fabio era de la opinión que se le enviase sucesor, no dando ningún otro motivo que aquel dicho tan conocido: «Que no deben fiarse negocios de tanta importancia a la fortuna de un hombre solo, porque es muy difícil que uno mismo sea constantemente feliz». Con esto perdió con muchos el concepto, pareciéndoles descontentadizo y caprichudo, o que con la vejez se había hecho enteramente cobarde y desconfiado, llevando al último extremo el miedo de Aníbal, pues ni aun después de haber partido éste de Italia con todas sus tropas dejaba que el gozo de los ciudadanos fuese puro y sin zozobra, sino que decía que entonces era cuando contemplaba en mayor riesgo a la república, que corría al último peligro, por cuanto Aníbal en el África sería ante Cartago enemigo más terrible, oponiendo a Escipión un ejército caliente todavía con la sangre de muchos generales, dictadores y cónsules, de tal manera, que con tales ponderaciones de nuevo se contristaba la ciudad, y con estar ya la guerra en el África, el miedo les parecía que estaba más cerca de Roma todavía que antes.

XXVII.— Mas Escipión, habiendo vencido, al cabo de poco tiempo, a Aníbal en batalla campal, y destruido y hollado su arrogancia con la ruina de la misma Cartago dio a sus ciudadanos un gozo mayor que el que podía esperar y sentó sobre bases fijas su mando, que en verdad había sido de poderosas olas agitado. Pero no le alcanzó a Fabio Máximo la vida hasta ver el término de aquella guerra; así, no oyó la derrota de Aníbal, ni llegó a entender que la prosperidad de la patria era tan grande como segura, sino que, por el mismo tiempo en que Aníbal tuvo que salir de Italia, cayó enfermo y murió. Los Tebanos hicieron a costa del erario el entierro de Epaminondas, a causa de la pobreza en que murió, porque a su fallecimiento se dice no haberse encontrado en su casa otra cosa que una tarja de hierro. Los Romanos no costearon del erario las exequias de Fabio; pero, en particular, cada uno le contribuyó con la menor de las monedas, no como para ocurrir a su estrechez, sino para sepultarle como padre, en lo que recibió el honor y gloria que a tal vida correspondía.

COMPARACIÓN DE PERICLES Y FABIO MÁXIMO

I.— Ésta es la historia de la vida de estos dos grandes hombres; mas puesto que uno y otro han dejado señalados ejemplos de virtud en la parte militar y en la política, vaya, tomemos por principio en la parte militar el que a Pericles, habiendo tenido mando en un pueblo que iba prósperamente, y que siendo en sí grande florecía sumamente en poder, parece que la común buena suerte de que gozaba la república le daba seguridad y firmeza, mientras que las hazañas de Fabio, que en tiempos trabajosos e infelices se encargó de la ciudad, no se hubieron de limitar a mantenerla segura en la dichosa suerte, sino que tuvieron que mudar en bueno su mal estado. A Pericles, los afortunados sucesos de Cimón, los trofeos de Mirónides y Leócrates y las muchas grandes victorias de Tólmides más parece que le llamaban, cuando se puso al frente de la ciudad, a entretener a ésta con fiestas y regocijos públicos, que a vencer y tener que conservarla por medio de la guerra; pero Fabio, cuando no tenía a la vista sino muchas retiradas y derrotas, muchas muertes y ruinas de generales y capitanes, los lagos, los campos y los bosques llenos de ejércitos destrozados, y los ríos teñidos hasta el mar de mortandad y sangre, apoyando y sosteniendo en sola su constancia y firmeza la ciudad, impidió que, trastornada con el sacudimiento de tantos errores ajenos, del todo se asolase. Y aunque acaso se tendrá por menos difícil tener a raya una ciudad humillada y hacerla obedecer por necesidad al que sobresale en prudencia que poner freno a la insolencia y temeridad de un pueblo engreído e hinchado con su prosperidad, que es como Pericles principalmente dominó a los Atenienses, con todo, el tamaño y muchedumbre de las desgracias que entonces acontecieron a los Romanos hicieron ver que era hombre del más firme juicio y de la mayor constancia el que no vaciló ni se apartó un punto de su propósito.

II.— A la toma de Samo, conquistada por Pericles, podemos muy bien oponer la recuperación de Tarento, y a la Eubea, las ciudades de la Campania, pues que a Capua la restauraron los cónsules Furio y Apio. Fabio no parece que venció nunca en batalla campal, sino sólo cuando consiguió el primer triunfo; Pericles, por el contrario, erigió por tierra y por mar nueve trofeos, triunfando de los enemigos. Con todo, no se cuenta de Pericles una acción semejante a la que ejecutó Fabio sacando a Minucio de las manos de Aníbal y salvando íntegro el ejército de los Romanos, hazaña gloriosa, en que a un tiempo tuvieron parte el valor, la prudencia y la honradez. Mas tampoco se dice, por el contrario, de Pericles un desacierto como el que cometió Fabio burlado por Aníbal con el engaño de las vacas, pues teniendo entre manos a un enemigo que por sí mismo se había ido a encerrar en desfiladeros, le dejó escabullirse, por la noche ayudado de la oscuridad, por el día sostenido de la fuerza, madrugando más que el que estaba en acecho y venciendo al que le tenía preso. Y si es propio de buen general no limitar sus miras a lo presente, sino conjeturar con acierto sobre lo futuro, la guerra para los Atenienses tuvo el fin que Pericles había previsto y pronosticado, pues que por abarcar mucho perdieron su poder, y los Romanos, por haber enviado a Escipión contra los Cartagineses, a pesar de la oposición de Fabio, de todo se hicieron dueños, no por un capricho de la fortuna, sino por el valor de su general, que triunfó de los enemigos; de manera que, en cuanto a aquel, los mismos males de la patria dan testimonio de que había pensado con discreción, y a éste las mismas victorias le convencen de que anduvo errado; y en un general, igual falta es caer en un daño que no esperaba, que perder por desconfianza la ocasión de una victoria, pues, a lo que parece, la ignorancia es la que ora da y ora quita la resolución. Esto es lo que hay que observar en la parte militar.

III.— En el orden público, para Pericles es un gran cargo la guerra, pues se dice que se arrojó con ímpetu a ella, no permitiendo, por su indisposición con los Lacedemonios, que se cediese; mas juzgo que tampoco Fabio habría cedido en nada a los Cartagineses, sino que generosamente habría sostenido la contienda sobre el imperio. La bondad y mansedumbre de Fabio para con Minucio es una reprensión del encono de Pericles contra Cimón y Tucídides, hombres de probidad y muy principales, enviados por su causa a destierro por medio del ostracismo. En Pericles eran mayores el poder y el influjo; por esto no consintió que ningún otro general arrojase con sus malos consejos a la ciudad en el infortunio, y sólo Tólmides, guardándose de él, y aun descartándole a la fuerza, fue desgraciado con los Beocios; todos los demás se acomodaban a su modo de pensar por la grandeza de su poder. Mas a Fabio, siendo por sí firme e incontrastable, parece que le faltó influjo para reprimir a los otros, pues no se habrían visto los Romanos en tan grandes aflicciones si sobre ellos hubiera tenido Fabio tanto ascendiente como Pericles sobre los Atenienses.

En cuanto al desprendimiento de las riquezas, Pericles lo acreditó con no recibir nada de los que le hacían dones, y Fabio, con alargar la mano a los necesitados, rescatando los cautivos con su propio caudal. Aunque respecto de éste la suma no fue crecida, sino como seis talentos, y respecto de Pericles, no computaría nadie fácilmente con cuánto habría sido regalado y obsequiado de los aliados y de los reyes, pues que nadie se lo estorbaba, a no haber querido mantener su integridad y pureza.

En lo que hace a la grandeza de los edificios y de los templos, y al grande aparato de obras de las artes con que Pericles hermoseó a Atenas, no puede entrar con ellos en comparación todo cuanto en esta línea hicieron de grande los Romanos antes de los Césares, sino que en ella la grandeza y elegancia de tales obras tuvo una primacía excelente e indisputable.

VOLUMEN III

ALCIBÍADES Y CORIOLANO

ALCIBÍADES

I.— El linaje de Alcibíades sube hasta Eurísaces, hijo de Ayante, que parece contarse como su primer abuelo. Por parte de madre era Alcmeónida, hijo de Dinómaca la de Megacles. Su padre Clinias peleó gloriosamente en el combate de Artemisio, en nave armada a sus expensas, y murió después en el combate contra los Beocios, junto a Coronea. Fueron tutores de Alcibíades Pericles y Arifrón hijos de Jantipo, que tenían con él deudo de parentesco. Dícese, no sin fundamento, que la inclinación y amistad que le profesó Sócrates contribuyó mucho para su gloria, puesto que de Nicias, Demóstenes, Lámaco, Formión, y aun de Trasibulo y Terámenes, ni siquiera se sabe cómo se llamaron sus madres, mientras que de Alcibíades sabemos quién fue su ama de leche, que lo fue una Lacedemonia llamada Amicla, y que fue su ayo Zópiro, dándonos de lo uno razón Antístenes y de lo otro Platón. Acerca de la belleza de Alcibíades no hay más que decir sino que, floreciendo la de su semblante en toda edad y tiempo, de niño, de jovencito y de varón, le hizo siempre amable y gracioso; pues lo que dijo Eurípides, que en todos los que son hermosos es también hermoso el otoño, no es así, y sólo en Alcibíades y otros pocos se verificó por la finura y buena conformación de su rostro. A su voz dicen que le dio atractivo la rareza de su pronunciación, y que a su habla esta misma rareza la hacía muy graciosa. Hace mención Aristófanes de su rareza en aquellos versos en que zahiere a Teoro: Con murmurante acento Alcibíades me dijo luego: «¿Vistes a Teolo? Yo cabeza de cuelvo le apellido». Murmuró así Alcibíades bellamente. Y Arquipo, haciendo también escarnio del hijo de Alcibíades, “tiene —dice— el andar de hombre afeminado, con la ropa arrastrando, y para que se le tenga por más parecido al padre,

El cuello tuerce, y habla ceceoso”.

II.— Sus costumbres, con el tiempo, como no podía menos de ser en tan extraordinarios acontecimientos y en tantas vicisitudes de la fortuna, tuvieron grandes contrariedades y mudanzas; mas estando por su índole sujeto a muchas y grandes pasiones, las que más sobresalían eran la soberbia y la ambición de ser siempre el primero, como lo convencen sus hechos pueriles de que hay memoria. Luchaba en una ocasión, y viéndose muy estrechado por el contrario, al tiempo que hacía esfuerzos para no caer, levantó los brazos de éste, que le oprimían, y parecía que iba a comérsele las manos. Soltó entonces el contrario, y diciéndole: «Muerdes ¡oh Alcibíades! como las mujeres». «No, a fe mía —le replicó—, sino como los leones». Siendo todavía pequeño jugaba a los dados en un sitio estrecho, y cuando le tocó tirar venía por allí un carro cargado; gritó al instante al carretero que detuviera el ganado, porque iban a caer los dados en el paso del carro; y como por rusticidad no hiciese caso y fuese adelante, los demás muchachos se apartaron: pero Alcibíades, arrojándose boca abajo delante del ganado y tendiéndose a la larga, le gritaba que pasase entonces si quería; de modo que el carretero, temeroso, hubo de hacer cejar, y los que presentes se hallaban, espantados, prorrumpieron en gritos y corrieron hacia él. Cuando ya se dedicó a las honestas disciplinas, oía con placer a todos los demás maestros; pero a tocar la flauta se resistía, diciendo que era ejercicio despreciable e impropio de hombres libres, y que el uso del plectro y de la lira en nada alteraba la figura y semblante que anuncian un hombre ingenuo, mientras que la cara de un hombre que hinche con su boca las flautas, apenas pueden reconocerla sus mayores amigos; y, además, que la lira resuena y acompaña en el canto al que la tañe; mas la flauta cierra la boca, y obstruye la voz y el habla del que la usa. «Tañan, pues, la flauta —decía— los hijos de los Tebanos, pues que no saben conversar; mas nosotros los Atenienses, como dicen nuestros padres, miramos a Atenea como nuestra soberana y a Apolo como nuestro compatriota, y es bien sabido que aquella tiró la flauta y que éste hizo desollar al que la tocaba». Con tales burlas y tales veras se apartó Alcibíades a sí mismo y apartó a los otros de aquel estudio, porque luego corrió la voz entre los jóvenes de que hacía muy bien Alcibíades en desacreditar aquella habilidad y en burlarse de los que la aprendían; así enteramente fue ridiculizada la flauta y desterrada del número de las ocupaciones ingenuas.

III.— En el libro de invectivas de Anfitón se refiere que, siendo muchacho, abandonó su casa y se fue a la de Demócrates, uno de sus amantes. Quería Arifrón hacerle pregonar; pero Pericles no se lo permitió, porque si había muerto, sólo se ganaría con el pregón que se descubriese un día antes, y si estaba salvo, era preciso tenerle por perdido para toda la vida. Dícese allí, además, que en la palestra de Sibirtio mató a uno de sus criados, sacudiéndole con un palo. Mas no es cosa de dar crédito a tales especies, que el mismo que por zaherir usa de ellas, reconoce ser movido a divulgarlas por enemistad.

IV.— Desde luego se dedicaron muchos de los principales a seguirle y obsequiarle; pero era bien claro que la mayor parte de ellos no admiraban ni halagaban otra cosa que lo bello de su figura: sólo el amor de Sócrates nos da un indudable testimonio de su virtud y de su índole generosa. Advertía que ésta se manifestaba y resplandecía en su semblante; y temiendo a su riqueza, al esplendor de su origen y a la muchedumbre de ciudadanos, de forasteros y de aliados que trataban de apoderarse de él con sus lisonjas y sus obsequios, se propuso defenderlo y no desampararlo, como una planta que en flor iba a perder y viciar su nativo fruto. Porque en nada la fortuna le fue tan favorable, ni le pertrechó tanto exteriormente con los que llamamos bienes, como con haberle hecho por medio de la filosofía invulnerable e impasible a los dichos mordaces y cáusticamente libres de tantos como desde el principio se propusieron corromperle y retraerle de oír a su amonestador y maestro; y así es que, a pesar de todo, por la bondad de su índole hizo conocimiento con Sócrates, y se estrechó con él, apartando de sí a los ricos y distinguidos amadores. Entró, pues, muy luego en su confianza, y oyendo la voz de un amador que no andaba a caza de placeres indignos, ni solicitaba indecentes caricias, sino que le echaba en cara los vicios de su alma y reprimía su vano y necio orgullo,

Como gallo vencido en la pelea,
dejó caer acobardado el ala.

Veía en esto la obra de Sócrates; pero en la realidad la reputaba ministerio de los Dioses en beneficio y salvación de los jóvenes. Desconfiándose, pues, de sí mismo, mirando a aquel con admiración, apreciando su benevolencia y acatando su virtud, insensiblemente abrazó el ídolo del amor, o, según la expresión de Platón, el contramor o amor correspondido. Maravillábanse todos, por tanto, de verle cenar con Sócrates y ejercitarse y habitar con él, mientras que se mostraba con los demás amadores áspero y desabrido; y aun a algunos los trataba con altanería, como a Ánito el de Antemión. Amaba éste a Alcibíades, y teniendo a cenar a unos huéspedes, le convidó al banquete: rehusó él el convite; pero habiendo encasa bebido largamente con otros amigos, fuese a casa de Ánito para darle un chasco: púsose a la puerta del comedor, y viendo las mesas llenas de fuentes de plata y oro, dio orden a los criados de que tomaran la mitad de todo aquello y se lo llevaran a casa; esto sin pasar de allí, y antes se retiró con los criados. Prorrumpieron los huéspedes en quejas, diciendo que Alcibíades se había portado injuriosa e indecorosamente con Ánito; más éste respondió: «No, sino con mucha equidad y moderación, pues que habiendo sido dueño de llevárselo todo, aún nos ha dejado parte».

V.— Así trataba a los demás amadores: solamente a uno de la campiña, hombre, según dicen, de pocos haberes, y que todos los iba enajenando, como lo que le quedaba, que montaría a cien estáteres, lo presentara a Alcibíades y le rogara que lo recibiese, echándose a reír, y celebrando el caso, lo convidó a cenar. En el banquete, mostrándosele benigno le volvió su dinero y le mandó que al día siguiente excediera en la postura a los arrendadores de los tributos públicos, pujándoles las que hiciesen: resistíase el aldeano, porque el arriendo, decía, era de muchos talentos, más le amenazó que le haría dar una paliza si así no lo ejecutaba; y es que entonces tenía pleito con los asentistas en reclamación de algunos intereses propios. Fuese el aldeano de madrugada a la plaza, y añadió a la postura un talento. Los asentistas, indignados, se alían contra él y le mandan que presente fiador, dando por supuesto que no le encontraría; y efectivamente, él se quedó cortado, e iba a retirarse, cuando Alcibíades, que se hallaba a alguna distancia, gritó a las magistrados: «Escríbase mi nombre, porque es mi amigo y yo le fío». Al oír esto los asentistas no sabían qué partido tomar, estando acostumbrados a pagar los primeros asientos con los productos de los segundos: así ninguna salida le veían a aquel negocio. Trataron, pues, con el aldeano de que se apartara, ofreciéndole dinero, mas Alcibíades no le dejó que se contentara con menos de un talento. Diéronselo aquellos, y él le mandó que lo tomara y se volviera a su casa: dejándole socorrido por este medio.

VI.— Este amor de Sócrates tenía muchos que le hicieran oposición, mas lograba, sin embargo, dominar el buen natural de Alcibíades, fijándose en su ánimo los discursos de aquel, convirtiendo su corazón y arrancándole lágrimas. Había ocasiones, no obstante, en que, cediendo a los aduladores que le lisonjeaban con placeres, se le deslizaba a Sócrates, y como fugitivo tenía que cazarle; pues sólo respecto de él se avergonzaba, y a él sólo le tenía algún temor, no dándosele nada de los demás. Decía, pues, Cleantes, que este tal amado era por los oídos por donde de Sócrates había de ser cogido; cuando a los otros amadores les presentaba muchos asideros a que aquel no podía echar mano: queriendo indicar el vientre, la lascivia y la gula, porque realmente Alcibíades era muy inclinado a los deleites, dando de esto bastante indicio el que Tucídides llama desconcierto suyo en el régimen ordinario de la vida. Mas los que trataban de pervertirle, de lo que principalmente se valieron fue de su ambición y de su orgullo, para hacerle antes de tiempo tomar parte en los negocios públicos, persuadiéndole que lo mismo sería entrar en ellos, no solamente eclipsaría a los demás generales y oradores, sino que al mismo Pericles se aventajaría en gloria y poder entre los Griegos. Como el hierro, pues, ablandado por el fuego, después con el frío vuelve a comprimirse y sus partes se aprietan entre sí, de la misma manera cuantas veces Alcibíades, disipado por el lujo y la vanidad, volvía a las manos de Sócrates, conteniéndole éste y refrenándole con sus razones, le hacía sumiso y moderado, reconociendo que estaba todavía muy falto y atrasado para la virtud.

VII.— Salido ya de la edad pueril, fue a la escuela de un maestro de primeras letras y le pidió algún libro de Homero; mas como respondiese que nada de Homero tenía, le dio una puñada, y se marchó. Otro maestro le dijo que tenía un Homero enmendado por él; y entonces le repuso: «¿Cómo enseñas las primeras letras? Siendo capaz de enmendar a Homero, ¿por qué no educas a los jóvenes?». Quiso en una ocasión visitar a Pericles y llamó a su puerta; mas se le informó que no se hallaba desocupado, sino que estaba viendo cómo dar cuentas a los Atenienses, y entonces se retiró diciendo: «¿Pues no sería mejor ocuparse en ver cómo no darlas?».

Siendo todavía muy jovencito, militó en el ejército enviado contra Potidea, en el cual tuvo a Sócrates por compañero de tienda, y en los combates peleó a su lado. Hubo una fuerte batalla, en la que los dos sobresalieron en valor; y como Alcibíades hubiese caído de una herida, Sócrates se puso por delante y le defendió; haciéndose visible con esto que le sacó salvo y con sus armas, y que por toda razón debía el premio del valor ser de Sócrates. Con todo, cuando se advirtió que los generales, movidos del esplendor de Alcibíades, estaban empeñados en atribuirle aquella gloria, Sócrates, para encender más en él el deseo de sobresalir en acciones ilustres, fue el primero en atestiguar y promover que se diesen a aquel la corona y la armadura. Para eso en la batalla de Delio, cuando los Atenienses volvieron la espalda, como Alcibíades tuviese caballo y Sócrates con muy pocos se retirase a pie, no le desamparó aquel luego que le vio, sino que le acompañó y defendió, cargándoles los enemigos y haciéndoles mucho daño; pero esto fue algún tiempo después.

VIII.— A Hiponico, padre de Calias, varón de suma dignidad y gran poder por su riqueza y linaje, le dio una bofetada, no movido de enfado o de alguna disputa, sino por juego, a causa de una apuesta que había hecho con sus amigos. Hízose muy pública en toda la ciudad esta afrenta; y como todos hubiesen mirado el hecho con la indignación que era justo, a la mañana siguiente muy temprano se fue Alcibíades a casa de Hiponico, llamó a la puerta, entró a su habitación, y quitándose la ropa le presentó su cuerpo, pidiendo que le azotase y tomara satisfacción; mas él le perdonó y depuso el enojo, y aun más adelante le hizo esposo de su hija Hipáreta. Otros son de sentir que no fue el mismo Hiponico, sino Calias, su hijo, quien casó a Hipáreta con Alcibíades, dándole diez talentos; y que luego cuando parió ésta, le arrancó Alcibíades otros diez talentos, alegando que así se había pactado si daba a luz varones. Temeroso Calias de que le armase algún enredo, se presentó ante el pueblo, cediéndole su hacienda y su casa, si llegase a morir sin descendencia: e Hipáreta, sin embargo de que era mujer prudente y de condición apacible, incomodada con él porque sin consideración al matrimonio frecuentaba otras mujeres forasteras y ciudadanas, abandonó su casa y se fue a la del hermano. Mirólo Alcibíades con indiferencia, y aun parecía hacer gala, por lo cual aquella se vio en la precisión de poner en poder del Arconte la petición de divorcio, no por medio de procurador, sino presentándose ella misma. Luego que compareció personalmente conforme a la ley, acudió Alcibíades, y tomándola del brazo, marchó a casa desde el foro, llevándosela consigo, sin que nadie se le opusiese o pensase en quitársela; y permaneció en su compañía hasta que falleció, que fue no mucho tiempo después, en ocasión de navegar Alcibíades para Éfeso; así no pareció que aquella violencia de habérsela llevado hubiese sido muy injuriosa e inhumana; además de que si la ley exigía que la que se divorciaba se presentara en el foro personalmente, es de creer que en ello había la mira de proporcionar al marido el concurrir también y retenerla.

IX.— Tenía un perro celebrado de grande y hermoso, el que había comprado en setenta minas, y fue y le cortó la cola, que era bellísima. Reprendiéronselo sus amigos, diciéndole que todos le roían y vituperaban por lo hecho con el perro: y él, riéndose, «eso es —les respondió— lo que yo quiero; porque quiero que los Atenienses hablen de esto, para que no digan de mí cosas peores».

X.— Su primera entrada al favor popular dícese haber sido un donativo de dinero, no preparado de antemano, sino nacido de casualidad, porque yendo por la calle, en ocasión de estar alborotados los Atenienses, preguntó la causa, e informado de que era por una distribución de dinero, se acercó y les dio también. Comenzó el pueblo a gritar y aclamarle, y olvidado con este placer de una codorniz que llevaba debajo de la capa, dio ésta a volar y se le huyó; con lo que creció más la aclamación de los Atenienses, y muchos corrieron a ayudarle a cobrarla, habiendo sido Antíoco el piloto quien la cogió y se la volvió, por lo cual le tuvo de allí en adelante en mucha estimación.

Su linaje, su riqueza y su valor en los combates le abrían ancha puerta para introducirse en el gobierno, mayormente teniendo muchos amigos; pero, con todo, su mayor deseo era ganar el ascendiente sobre la muchedumbre con la gracia en el decir; y de que sobresalía en esta dote nos dan testimonio los poetas cómicos y también el más vehemente de los oradores, diciendo en su oración contra Midias que Alcibíades, entre otras muchas dotes, tenía la de la elocuencia. Y si hemos de dar crédito a Teofrasto, el hombre más investigador y de más noticias entre los filósofos, Alcibíades sobresalía mucho en la invención y en el conocimiento de lo que en cada asunto convenía: mas como no sólo examinase qué era lo más oportuno, sino también de qué manera se diría con las voces y las frases más adecuadas, carecía de facilidad, y así tropezaba a menudo, y en medio del período callaba y se detenía, para ver cómo había de continuar.

XI.— Hízose muy célebre por los caballos que mantenía y por el número de sus carros; porque en los Juegos Olímpicos ni particular ni rey alguno presentó jamás siete, sino él sólo; y el haber sido a un tiempo vencedor en primero, segundo y cuarto lugar, según Tucídides, y aun en tercero, según Eurípides, excede en brillantez y en gloria a cuanto puede conseguirse en este género de ambición. Eurípides en su canto dice así: A ti te cantaré, oh hijo de Clinias; bellísima cosa es la victoria; pero más bello lo que ninguno de los Griegos alcanzó jamás: ganar con carroza el primero, segundo y tercer premio y marchar coronado de oliva dos veces sin trabajo alguno, pregonado vencedor por el heraldo.

XII.— A este brillante vencimiento lo hizo todavía más glorioso el empeño de los contendores en honrarle, porque los de Éfeso le armaron una tienda guarnecida riquísimamente, la capital de Quío dio la provisión para los caballos y gran número de víctimas, y los de Lesbo el vino y demás prevenciones para un suntuoso banquete de muchos convidados. También una calumnia o perversidad, divulgada sobre esta misma magnificencia, dio mucho que hablar por entonces: cuéntase que hallándose en Atenas un tal Diomedes, hombre de bien y amigo de Alcibíades, y deseando alcanzar la victoria en los juegos olímpicos, noticioso de que en Argos había un excelente carro perteneciente al público y de que Alcibíades gozaba en Argos de gran poder y tenía muchos amigos, le rogó se lo comprase; pero que habiéndolo comprado, lo hizo pasar por suyo, y dejó a un lado a Diomedes, que lo sintió en gran manera, y se quejó del hecho a los Dioses y a los hombres. Parece que sobre él se movió pleito; y hay una oración de Isócrates Del par de caballos, escrita a nombre del hijo de Alcibíades, en la que es Tisias, y no Diomedes, el demandante.

XIII.— Era aún muy joven cuando se dio a los negocios de gobierno, y aunque al punto oscureció a todos los demás concurrentes, tuvo que contender con Féax, hijo de Erasístrato, y con Nicias, hijo de Nicerato, de los cuales éste le precedía en edad y tenía opinión de buen general; y Féax, que procedía de padres ilustres, y como él empezaba a tener adelantamientos, le era inferior entre otras calidades en la de la elocuencia: parecía más propio para conciliar y persuadir en el trato privado, que para sostener los debates en las juntas: siendo, como dice Éupolis,

Diestro en parlar; mas en decir muy torpe.

Corre asimismo una oración de Féax escrita contra Alcibíades, en la que se dice, entre otras cosas, que, teniendo la ciudad muchas tazas de oro y plata destinadas a las ceremonias, Alcibíades usaba de todas ellas como propias en su mesa diaria.

Vivía entonces también un tal Hipérbolo de Peritidas, el cual, además de que Tucídides hace mención de él como de un hombre malo, dio materia a todos los poetas cómicos para zaherirle en escena; pero él era inmoble e inalterable a los dicterios y a las sátiras, por un abandono de su opinión, que, siendo en realidad desvergüenza y tontería, algunos le graduaban de intrepidez y fortaleza; y éste era de quien se valía el pueblo cuando quería desacreditar y calumniar a los que estaban en altura. Movido, pues, entonces por éste mismo iba a usar del ostracismo, que es el medio que emplean siempre para enviar a destierro al ciudadano que se adelanta en gloria y en poder, desahogando así su envidia, más bien que su temor. Era claro que las conchas caerían sobre uno de los tres, y, por tanto, Alcibíades, reuniendo los partidos para este objeto, habló a Nicias, e hizo que el ostracismo se convirtiera contra Hipérbolo.

Otros dicen que no fue con Nicias, sino con Féax, con quien Alcibíades se confabuló, y que por medio de la facción de éste consiguió desterrar a Hipérbolo, que estaba de ello bien ajeno, porque ningún hombre ruin y oscuro había hasta entonces incurrido en este género de pena, como, haciendo mención del mismo Hipérbolo, lo dijo así Platón el cómico:

Fue a sus costumbres merecida pena;
mas por su calidad de ella era indigno,
porque no se inventó seguramente
contra tan vil canalla el ostracismo.

Pero en este punto hemos dicho en otra parte cuanto es digno de saberse.

XIV.— Mas no por esto dejó Nicias de ser un objeto de mortificación para Alcibíades, que le veía admirado de los enemigos y honrado de los ciudadanos, porque aunque Alcibíades era público hospedador de los Lacedemonios y había obsequiado de ellos a los que habían sido cautivados en el encuentro de Pilo, con todo, porque principalmente habían conseguido, por medio de Nicias, que se hiciese la paz y se les restituyesen los cautivos, tenían a éste en mayor estimación, y entre los Griegos corría la voz de que si Pericles los había hostilizado, Nicias había desvanecido la guerra, y los más a esta paz la llamaban Nicea; por tanto, enfadado Alcibíades sobre manera y agitado de envidia, formó la resolución de romper el tratado. Y en primer lugar, noticioso de que los Argivos, por odio y miedo de los Esparcíatas, buscaban cómo separarse de ellos, les dio reservadamente esperanza de que los Atenienses les ayudarían, y los alentó, enviando a decir a los principales del pueblo que no temiesen ni cedieran a los Lacedemonios, sino que se pasaran a los Atenienses y aguardaran lo poco que faltaba para que éstos mudaran de propósito y rompieran la paz. Como en este tiempo los Lacedemonios hubiesen hecho alianza con los Beocios y restituido a los Atenienses la ciudad de Panacto, no en pie, como debían, sino habiéndola antes derruido, hallando con este motivo indignados a los Atenienses, los irritó todavía más. Molestaba, por otra parte, a Nicias, y le calumniaba y acusaba, no sin fundamento, de que, estando con mando, no quiso cautivar por sí mismo a aquellos de los enemigos que habían quedado en Esfacteria, y habiendo sido cautivados por otros, los había dejado ir y entregándolos, haciendo este obsequio a los Lacedemonios; y también de que siendo tan amigo no recabó de éstos que no se ligasen con los Beocios y Corintios, y que no estorbaran que de los pueblos griegos se aliase e hiciese amistad con los Atenienses el que quisiese, si a los Lacedemonios nos les estaba a cuenta. Cuando así traía a mal traer a Nicias, dispuso la suerte que viniesen embajadores de Lacedemonia, haciendo por sí proposiciones equitativas, y diciendo que traían plenos poderes para todo lo que fuera de una justa conciliación. Habíalos oído el Consejo y al día siguiente se había de congregar el pueblo: entonces, temeroso Alcibíades, manejó que los embajadores hablasen con él, y luego que se avistaron, «¿qué habéis hecho, les dijo, oh Esparcíatas? ¿Podéis ignorar que el Consejo trata siempre con moderación y humanidad a los que se les presentan, pero que el pueblo es altanero y tiene desmedidas pretensiones? Si decís que venís autorizados para todo exigirá v querrá obligaros a lo que no sea de razón; vaya, pues, deponed esa nimia bondad, y si queréis encontrar en los Atenienses moderación y no ser precisados a lo que no es de vuestro dictamen, proponed lo que os parezca justo, sin que entiendan que venís con plenos poderes: con lo que nos tendréis de vuestra parte por hacer obsequio a los Lacedemonios».

Dicho esto se les obligó, con juramento, y enteramente los apartó de Nicias, poniendo en él su confianza y admirando su penetración y juicio, que no era, decían, de un hombre vulgar. Congregado al día siguiente el pueblo, se presentaron los embajadores, y preguntados por Alcibíades con la mayor afabilidad con qué facultades venían, respondieron que no venían con plenos poderes; y al punto se volvió contra ellos con gran vehemencia el mismo Alcibíades, como si fuese el burlado y no quien burlaba, tratándolos de falsos y enredadores, que no podían haber venido a hacer ni decir cosa buena. Irritóse también contra ellos el Senado, el pueblo se mostró igualmente ofendido, y Nicias quedó admirado y confundido con la mudanza que vio en los embajadores, por ignorar el engaño y dolo en que se les había hecho caer.

XV.— Después de desconcertados así los Lacedemonios, nombrado Alcibíades general, inmediatamente hizo a los de Argos, de Mantinea y de Elea aliados de los Atenienses; y aunque nadie alababa el modo, se celebraba lo más maravilloso de su hazaña; siendo muy grande la de haber separado y conmovido casi puede decirse a todo el Peloponeso y opuesto en un día junto a Mantinea tantas tropas a los Lacedemonios y haberles ido a llevar el combate y el riesgo a tan grande distancia de Atenas, que con la victoria nada ganaron, y si hubiesen sido vencidos, era difícil que Lacedemonia hubiera vuelto en sí. Después de esta batalla intentaron los Quiliarcos de Argos disolver la democracia y sojuzgar la ciudad; y aun los Lacedemonios que acudieron contribuyeron a la ejecución de aquel designio; pero tomando las armas la muchedumbre, recobró la superioridad, y sobreviniendo Alcibíades, además de hacer más segura la victoria del pueblo, persuadió a éste que dilatara la gran muralla, y que poniéndose en contacto con el mar acercara enteramente su ciudad al poder de los Atenienses. Trajo asimismo de Atenas arquitectos y canteros, y se les mostró del todo interesado por ellos, ganando de este modo favor y poder, no menos para sí mismo que para su patria. Persuadió de la propia manera a los de Patras que con murallas prolongadas arrimaran su ciudad a la mar, y como alguno dijese a los Patrenses: «Los Atenienses se os tragarán», «Puede ser, repuso Alcibíades; mas será poco a poco y por los pies; mientras que los Lacedemonios lo harían por la cabeza y de una vez». Aconsejaba al propio tiempo a los Atenienses que ellos se pegaran más a la tierra, exhortándolos a confirmar con obras el juramento que en Agraulo prestan los jóvenes; y lo que juran es que la frontera del Ática será para ellos el trigo, la cebada, las viñas y los olivos, dando a entender que tendrán por propia principalmente la tierra cultivada y fructífera.

XVI.— Pues con estos cuidados y estos discursos, con esta prudencia y esta habilidad en manejar los negocios, reunía un desarreglado lujo en su método de vida, en el beber y en desordenados amores; grande disolución y mucha afeminación en trajes de diversos colores, que afectadamente arrastraba por la plaza; una opulencia insultante en todo: lechos muelles en las galeras para dormir más regaladamente, no puestos sobre las tablas, sino colgados de fajas; y un escudo que se hizo de oro, en el que no puso ninguna de las insignias usadas por los Atenienses, sino un Eros armado del rayo. Al ver estas cosas, los ciudadanos más distinguidos, además de abominarlas y llevarlas mal, temían su osadía y su ningún miramiento como tiránicos y disparatados; pero con el pueblo sucedía lo que Aristófanes expresó bellamente en estos términos:

A un tiempo le desea y le aborrece;
mas, con todo, en tenerle se complace.

Y más bellamente todavía en esta alusión a él:

No criar el león lo mejor fuera;
mas aquel que en criarle tiene gusto,
fuerza es que a sus costumbres se acomode.

Porque sus donativos y sus gastos en los coros; sus obsequios a la ciudad, superiores a toda ponderación; el esplendor de su linaje, el poder de su elocuencia, la belleza de su persona, y sus fuerzas corporales, juntas con su experiencia en las cosas de la guerra, y su decidido valor, hacían que los Atenienses fueran indulgentes con él en todo lo demás y se lo llevaran en paciencia, dando siempre a sus extravíos los nombres benignísimos de juegos y muchachadas. Fue uno de ellos haber puesto preso al pintor Agatarco y remunerarlo con dones después que le pintó la casa: otro, dar de bofetadas a Taureas, su contendor en un coro, porque le disputó la victoria; y otro, asimismo, haberse tomado de entre los cautivos a una mujer de Milo, y ayuntándose a ella, criar un niño tenido en la misma; porque también esto lo calificaban de bondad; y todo, menos el que tuvo gran parte de culpa en que se diese indistintamente muerte a todos los Melios, defendiendo el decreto. Cuando Aristofonte pintó a Nemea teniendo a Alcibíades sentado en sus brazos, lo miraban y salían muy gustosos los Atenienses, pero los ancianos también esto lo veían con malos ojos, como tiránico y violento. Parecía, por tanto, que no había andado errado Arquéstrato en decir que la Grecia no podría soportar dos Alcibíades. Y cuando Timón el Misántropo, encontrándose con Alcibíades a tiempo que se retiraba de la junta pública muy aplaudido y con un brillante acompañamiento, no pasó de largo, ni se retiró, como solía hacerlo con todos los demás, sino que acercándose y tomándole la mano: Bravo, muy bien haces —le dijo— ¡oh joven! en irte acreditando, porque acrecientas un gran mal para todos éstos, unos se echaron a reír, otros lo miraron como una blasfemia, y en algunos produjo aquel dicho una completa aversión: ¡tan difícil era formar opinión de semejante hombre por las contrariedades de su carácter!

XVII.— Tentaba ya la Sicilia, aun en vida de Pericles, la codicia de los Atenienses, que después de su muerte habían dado algunos pasos hacia ella, y con enviar por todas partes lo que llamaban socorros y auxilios a los agraviados por los Siracusanos, iban poniendo escalones para una grande expedición. Mas el que inflamaba hasta el último punto este deseo y les persuadía a que no por partes y poco a poco, sino con poderosas fuerzas acometieran a la isla, era Alcibíades, dando al pueblo grandes esperanzas y formando él mismo mayores designios: pues veía en la Sicilia el principio y no el término, como los demás, de las operaciones militares que en su ánimo meditaba. Con todo, Nicias, reputando difícil empresa la de tomar a Siracusa, retraía con sus persuasiones al pueblo: pero Alcibíades, que lo entretenía con los sueños de Cartago y del África, y que en consecuencia de esto tenía ya como en la mano la Italia y el Peloponeso, faltaba poco para que viese en la Sicilia un viático para aquella guerra. Y lo que es los jóvenes espontáneamente se le unieron, acalorados con tan lisonjeras esperanzas; pues además oían a los ancianos deducir maravillosas consecuencias de aquella exposición; tanto, que muchos se ponían en las palestras y en los corrillos a dibujar la figura de la isla y la situación del África y de Cartago. Mas dícese del filósofo Sócrates y del astrólogo Metón que ni uno ni otro esperaron nunca nada provechoso a la ciudad de semejante proyecto: aquel, por aparecérsele, como es de creer, su genio familiar y predecírselo, y Metón, porque receló por su propio discurso lo que iba a suceder, o porque usó para ello de alguna adivinación: de forma que fingió haberse vuelto loco, y tomando un tizón encendido iba a pegar fuego a su propia casa; aunque algunos dicen que no hubo de parte de Metón tal ficción de locura, sino que dio efectivamente fuego a su casa por la noche, y a la mañana se presentó a pedir y suplicar que por aquella desgracia le dejaran al hijo libre por entonces de la milicia: y habiendo engañado así a los ciudadanos, consiguió lo que quería.

XVIII.— Fue, sin embargo, nombrado general Nicias contra su voluntad, repugnando no menos el mando que el colega que se le daba: porque juzgaron los Atenienses que se conduciría mejor aquella guerra no dejando el mando absoluto a Alcibíades, sino mezclando con su osadía la circunspección de Nicias: porque el tercer general, Lámaco, aunque hombre de más edad, se había visto en algunos combates que no cedía a Alcibíades en ardor y en arrojo a los peligros. Cuando deliberaban sobre la cantidad y modo de los preparativos, volvió a intentar Nicias el oponerse y paralizar la guerra; mas contradíjole Alcibíades y salió con su intento, escribiendo el orador Demostrato, y persuadiendo, que convenía hacer a los generales árbitros de los preparativos y de la suma de la guerra; lo que así fue decretado por el pueblo. Estando ya todo dispuesto para dar la vela, no se presentaron favorables ni aun los auspicios de las festividades; porque cayeron en aquellos días las de Adonis, en las cuales las mujeres ponían en muchos parajes imágenes semejantes a los muertos que se llevan a enterrar, y representaban exequias, lastimándose y entonando lamentaciones. Además, la mutilación hecha en una sola noche de todos los Hermes, que amanecieron con todas las partes prominentes del rostro cortadas, causó gran turbación aun a muchos de los que no hacen alto en tales cosas. Díjose que los de Corinto, por amor de los Siracusanos, que era una colonia suya, con la esperanza de que aquel prodigio había de contener a los Atenienses y hacerles desistir de la guerra, fueron los autores del atentado. Mas con todo, a una gran parte no les hicieron fuerza ni esta voz ni las razones de los que decían que nada siniestro había en aquellos portentos, y que no eran más que una de aquellas travesuras que suele llevar consigo la insolencia de la gente joven, propensa después de un banquete a tales desórdenes; porque a un tiempo se irritaron y se llenaron de terror con lo sucedido, atribuyéndolo a alguna conjuración fraguada con grandes miras. Hacíanse, por tanto, pesquisas rigurosas sobre cualquier sospecha por el Senado en repetidas juntas, y por el pueblo, reuniéndose también en pocos días muchas veces.

XIX.— En esto presentó Androcles, uno de los demagogos, algunos esclavos y colonos que acusaban a Alcibíades y a sus amigos de otras mutilaciones de estatuas y de haber en la embriaguez remedado los misterios, diciendo que un tal Teodoro había hecho funciones de proclamador; Polición, las de porta-antorcha; el mismo Alcibíades, las de hierofantes; y que los demás amigos habían sido los concurrentes y participado de los misterios, llamándose «mistas» o iniciados; así estaba escrito en la delación, siendo Tésalo, hijo de Cimón, quien delataba a Alcibíades de que era impío contra las Diosas. Irritándose con esto el pueblo, y estando muy indispuesto con Alcibíades, todavía le exasperaba más Androcles, que era uno de sus mayores enemigos, por lo que al principio Alcibíades no pudo menos de abatirse; mas advirtiendo luego que todos los marineros que habían de ir a Sicilia le eran muy aficionados, y lo mismo la tropa, que los de Argos y Mantinea, en número de mil, decían abiertamente que sólo por Alcibíades se ofrecían a aquella marítima y lejana expedición, y que si alguno le agraviaba desertarían, entonces cobró ánimo y se aprovechó de aquella oportunidad para defenderse; de manera que por la inversa sus enemigos desmayaron y empezaron a temer no fuera que el pueblo se mostrara blando con él en el juicio, por la consideración de haberlo menester. Maquinaron, por tanto, que de los oradores, los que no eran conocidamente enemigos de Alcibíades, aunque en su corazón no le aborrecieran menos que sus contrarios declarados, se levantaran en la junta y dijeran que era muy fuera de razón, a un general nombrado con plenos poderes para mandar tantas fuerzas, en el momento de tener reunido el ejército y los auxiliares, causarle detención con el sorteo de jueces y medida del agua, haciéndole perder la oportunidad de obrar; navegue, pues, con favorables auspicios y comparezca concluida la guerra a defenderse conforme a las mismas leyes. No dejo Alcibíades de percibir la malignidad que encerraba esta dilación; así replicó, tomando la palabra, que era cosa terrible, pendientes tal causa y tales calumnias, partir adornado de tan brillante autoridad, y que lo justo era, o morir si no disipaba la acusación, o, en caso de desvanecerla, marchar contra los enemigos sin miedo de calumniadores.

XX.— Mas no habiendo logrado convencerlos, e intimándosele que partiese, dio la vela con sus colegas, llevando muy pocas menos de ciento y cuarenta galeras, cinco mil y cien infantes; entre tiradores de arco, honderos y demás tropa ligera, unos mil y trescientos, y todas las prevenciones correspondientes. Navegando la vuelta de Italia tomaron a Regio, y allí puso a deliberación el modo que había de tenerse en hacer la guerra. Opúsose Nicias a su dictamen; pero habiéndolo aprobado Lámaco, se dirigió a la Sicilia y atrajo a Catana a su partido, sin que hubiese ya podido hacer otra cosa, porque al punto fue llamado para el juicio por los Atenienses. Porque al principio, como dejamos dicho, sólo se propusieron contra Alcibíades algunas frías sospechas y calumnias por esclavos y por colonos; pero sus enemigos, luego que le vieron ausente, tomaron fuerzas contra él y reunieron con el insulto hecho a los Hermes el remedo de los misterios, insinuando que todo era efecto de una misma conjuración para causar un trastorno; y a todos cuantos denunciados pudieron haber a las manos, sin oírlos los encerraron en la cárcel, sintiendo no haber cogido antes a Alcibíades bajo sus votos y sentenciándole por tan graves crímenes; mas la ira que contra él tenían la mostraron ásperamente en cualquiera deudo, amigo o familiar suyo que por desgracia aprehendieron. Tucídides no hizo mención de los denunciadores, pero otros escritores nombran a Dioclides y a Teucro, citados también en estos versos de Frínico el cómico:

—Amado Hermes, cuida no te caigas,
y a ti mismo te lisies, dando margen
a que otro Dioclides que ya tenga mala intención
levante otra calumnia.
—Tendré cuidado, pues en modo alguno
al execrable advenedizo Teucro
quiero se dé de la denuncia el premio.

Y no porque los tales denunciadores hubiesen dado pruebas ciertas y seguras; antes, preguntado uno de ellos como había conocido a los mutiladores de los Hermes, respondió que a la claridad de la luna, con la más manifiesta falsedad, porque el hecho había sido el día primero o de la nueva luna. Esto a las gentes de razón las dejó aturdidas, pero nada influyó para ablandar el ánimo de la plebe, que continuó con el mismo acaloramiento que al principio, conduciendo y encerrando en la cárcel a cualquiera que era denunciado.

XXI.— Uno de los presos y encarcelados por aquella causa fue el orador Andócides, a quien Helanico, escritor contemporáneo, hace entroncar con los descendientes de Ulises. Era reputado Andócides por desafecto al pueblo y apasionado de la oligarquía, y, sobre todo, en el crimen de la mutilación le había hecho sospechoso el grande Hermes, ofrenda que la tribu Egeide había consagrado junto a su casa; porque de los pocos que había sobresalientes entre los demás, éste solo había quedado sano; así, aun ahora se denomina de Andócides, y así lo llaman todos, no obstante que la inscripción lo repugna. Ocurrió asimismo que entre los muchos que por aquel delito se hallaban en la cárcel, trabó Andócides amistad e intimidad con otro preso llamado Timeo, que si no le igualaba en la fama y opinión le aventajaba en penetración y osadía. Persuadió éste a Andócides que se delatase a sí mismo y a algunos otros en corto número; porque al que confesase se había ofrecido la impunidad, y si para todos era incierto el éxito del juicio, para los que tenían opinión de poder era muy temible; por tanto, que era mejor mentir para salvarse que morir con infamia por el mismo delito; y aun atendiendo al bien común, valía más con perder a unos pocos de dudosa conducta, salvar al mayor número y a los hombres de bien de la ira del pueblo. Con estos consejos y exhortaciones convenció Timeo por fin a Andócides, y haciéndose denunciador de sí mismo y de otros, consiguió para sí la inmunidad conforme al decreto; pero los que por él fueron denunciados, a excepción de los que pudieron huir, todos murieron. Para ganarse más crédito, comprendió Andócides en la delación a sus propios esclavos, mas no con esto desfogó el pueblo toda su rabia; por el contrario, libre ya de los mutiladores de Hermes, como con una ira que había quedado ociosa, se convirtió todo contra Alcibíades. Últimamente envió en su busca la nave de Salamina, bien que encargando, no sin gran cautela, que no se le hiciese violencia ni se tocase a su persona, sino que se le hablara blandamente, dándole orden de ir a Atenas para ser juzgado y satisfacer al pueblo, porque temían un tumulto y una sedición del ejército en tierra extraña, cosa que a Alcibíades, a haber querido, le hubiera sido muy fácil de ejecutar, pues con su ausencia desmayó mucho aquel, temiendo que en las manos de Nicias iría larga la guerra y experimentaría dilaciones fastidiosas faltando el aguijón que todo lo movía, por cuanto, aunque Lámaco era belicoso y valiente, carecía de dignidad y respeto, por su pobreza.

XXII.— Embarcándose, pues, inmediatamente Alcibíades, les quitó a los Atenienses a Mesana de entre las manos, porque, estando prontos los que habían de entregar la ciudad, él, que estaba bien enterado de todo, lo reveló a los amigos de los Siracusanos y deshizo la negociación. Llegado a Turios, bajó de la galera, y ocultándose pudo frustrar la diligencia de los que le buscaban. Hubo alguno que le conoció y le dijo: «¿No te fías, oh Alcibíades, en la patria?»; y él le respondió: «En todo lo demás, sí; pero cuando se trata de mi vida, ni en mi madre, no fuera que por equivocación echase el cálculo negro en lugar de blanco». Oyendo después que la ciudad le había condenado a muerte, «pues yo —repuso— les haré ver que vivo». Consérvase memoria de que la delación estaba concebida en estos términos: «Tésalo, hijo de Cimón Lacíade, denuncia a Alcibíades, hijo de Clinias Escambónide, de haber ofendido a las Diosas Deméter y su hija, remedando los misterios y divulgándolos a sus amigos en su casa, habiéndose puesto el ornamento que lleva el hierofantes cuando celebra los misterios, tomando él mismo el nombre de hierofantes, dando a Lolición el de porta-antorcha y a Teodoro Fegeo el de proclamador, y llamando a sus amigos iniciados y adeptos, contra lo justo y lo establecido por los Eumólpidas, los proclamadores y los sacerdotes de Eleusis». Condenáronle en rebeldía y confiscaron sus bienes, y mandaron además que todos los sacerdotes le maldijesen, a la cual resolución solamente se opuso, según es fama, Teano, hija de Menón de Agraulo, diciendo que era sacerdotisa para bendecir, no para maldecir a nadie.

XXIII.— Cuando estos decretos y estas condenaciones se pronunciaron estaba detenido en Argos, porque al fugarse de Turios lo primero que hizo fue irse al Peloponeso; pero temiendo a sus enemigos y renunciando del todo a su patria, escribió a Esparta pidiendo que se le ofreciese la impunidad, y dando palabra de que les haría favores y servicios que excedieran con mucho a los daños que antes les había causado. Concediéronselo los Esparcíatas, y recibido benignamente de ellos, luego que pasó allá, el primer servicio que al punto les hizo fue que, andando en consultas y dilaciones sobre dar auxilio a los Siracusanos, los movió y acaloró a que enviasen por general a Gilipo y quebrantasen las fuerzas que allí tenían los Atenienses; fue el segundo hacer que ellos mismos por sí moviesen a éstos guerra, y el tercero y más granado hacerles murar a Decelea, que fue lo que más perjudicó y contribuyó a la ruina de Atenas. Estimado, pues, por sus hechos públicos, y no menos admirado por su conducta privada, atraía y adulaba a la muchedumbre con vivir enteramente a la espartana; pues viéndole con el cabello cortado a raíz, bañarse en agua fría, comer puches y gustar del caldo negro, como que no creían, y antes dudaban fuertemente de que hubiese tenido nunca cocinero, ni hubiese usado de ungüentos, ni hubiese tocado su cuerpo la ropa delicada de Mileto. Porque entre las muchas habilidades que tenía, era como única y como un artificio para cazar los ánimos la de asemejarse e identificarse en sus afectos con toda especie de instituciones y costumbres, siendo en mudar formas más pronto que el camaleón; y con la diferencia de que éste, según se dice, hay un color, que es el blanco, al que no puede conformarse, pero para Alcibíades ni en bien ni en mal nada había que igualmente no copiase e imitase: así, en Esparta era dado a los ejercicios del gimnasio, sobrio y severo; en la Jonia, voluptuoso, jovial y sosegado; en la Tracia, bebedor y buen jinete; y al lado del sátrapa Tisafernes excedía su lujo y opulencia a la pompa persiana, no porque le fuera tan fácil como parece pasar de un método de vida a otro y admitir toda suerte de mudanza, sino porque conociendo que si usaba de su inclinación natural desagradaría a aquellos con quienes tenía que vivir, continuamente se acomodaba y amoldaba a la forma y manera que éstos preferían. En Lacedemonia, pues, en cuanto a su porte exterior, podía muy bien decirse: «No es éste el hijo de Aquiles, sino el mismo que pudiera haber formado Licurgo»; mas en la realidad cualquiera, según sus afectos y sus obras, hubiera podido gritarle: «Ésa es siempre la mujer de antaño». Porque a Timea, mujer de Agis, mientras éste estaba ausente en el ejército, de tal manera la sacó de juicio, que de su trato se hizo embarazada, sin negarlo; y como hubiese sido varón el que dio a luz, para los de afuera se llamaba Leotíquidas: pero el nombre que al oído se le daba en casa por la madre entre las amigas y las confidentes era el de Alcibíades: ¡tan ciega de amor estaba la tal mujer!; y él, con desvergüenza, solía decir que no la había seducido por hacer agravio ni tampoco halagado del deleite, sino para que descendientes suyos reinasen sobre los Lacedemonios. Hubo muchos que denunciaron a Agis estos hechos; pero él principalmente se atuvo al tiempo; porque habiendo habido un terremoto, él, de miedo, saltó del lecho y del lado de su mujer, y después en diez meses no se ayuntó a ella; y como después de este tiempo hubiese nacido Leotíquidas, no le reconoció por hijo suyo; y por esta causa fue después Leotíquidas privado de suceder en el reino.

XXIV.— Después de los desgraciados sucesos de los Atenienses en Sicilia, enviaron a un tiempo embajadores a Esparta los de Quío y Lesbo, y también los de Cícico, para tratar de su defección. Los Beocios hablaban por los de Lesbo, y Farnabazo por los de Cícico; pero a persuasión de Alcibíades prefirieron auxiliar a los de Quío antes de todo; y yendo él mismo en aquel viaje, hizo que se separase de los Atenienses casi puede decirse toda la Jonia, y con estar al lado de los generales Lacedemonios fue muy grande el daño que les causó. Con todo, Agis era siempre su enemigo, a causa de la mujer, por la afrenta recibida, y además le incomodaba también su gloria: porque se había difundido la voz de que todo se hacía por Alcibíades, y a él era a quien se tenía consideración. Sufríanle asimismo de mala gana los de más poder y dignidad entre los Esparcíatas, por la envidia que les causaba. Tuvieron, pues, mano y negociaron con los que en casa quedaron con mando que enviasen a Jonia quien le diese muerte. Llegó a entenderlo reservadamente y vivía con recelo; por lo que en todos los negocios públicos promovió los intereses de los Lacedemonios, pero huyó de caer en sus manos; y habiéndose entregado por su seguridad a Tisafernes, sátrapa del rey, al punto fue para con él la persona primera y de mayor poder; porque aquella suma destreza suya en plegarse y acomodarse aun al bárbaro, que no era hombre sencillo sino perverso y de malísima inclinación, le causó gran maravilla; y a sus gracias en los entretenimientos cotidianos y en el trato familiar no había costumbres que resistiesen ni genio que no se dejase conquistar; tanto, que aun los que le temían o tenían envidia en tratarle y conversar con él experimentaban placer. Por tanto, con ser Tisafernes entre los Persas uno de los enemigos más declarados de los Griegos, de tal modo se rindió a los halagos de Alcibíades, que llegó a excederle en sus recíprocas adulaciones: así, de los paraísos o jardines que tenía, el más delicioso a causa de sus aguas y praderías saludables, y en el que había además mansiones y retraimientos dispuestos regia y ostentosamente, ordenó que se llamase Alcibíades; y éste fue el nombre y apelación con que en adelante le llamaron todos.

XXV.— Abandonando, pues, Alcibíades el partido de los Lacedemonios por su infidelidad, y teniéndoles ya miedo, comenzó a desacreditar y poner en mal a Agis con Tisafernes, no consintiendo ni que los auxiliase decididamente ni que rompiese del todo con los Atenienses, sino que, prestándose penosamente a sus demandas, los fuese quebrantando y aniquilando con lentitud y por este medio pusiese a ambos pueblos bajo el poder del rey, debilitados los unos por los otros. Dejóse éste persuadir fácilmente, viéndose bien a las claras que le amaba y tenía en mucho: de modo que de una y otra parte tenían los Griegos puestos los ojos en Alcibíades, arrepentidos ya los Atenienses con sus malos sucesos de la determinación tomada contra él; y él mismo estaba incomodado por lo hecho, y temía no fuera que, destruida del todo la ciudad, viniera a caer en las manos de los Lacedemonios, de quienes era aborrecido.

En Samo venía a estar entonces la suma de los intereses de los Atenienses; y partiendo desde allí con sus fuerzas navales, recobraban a unos aliados y conservaban a otros, por ser en el mar superiores a sus enemigos; pero temían a Tisafernes y sus galeras fenicias, que se decía no estar lejos, y eran en número de ciento cincuenta, porque si acertaban a llegar, no le quedaba esperanza alguna de salud a la ciudad. Bien convencido de esto Alcibíades, envió reservadamente a los principales de los Atenienses quien les diese confianza de que les volvería amigo a Tisafernes, no por complacer a la muchedumbre, ni esperando nada de ella, sino en obsequio de los principales ciudadanos, si determinándose a ser hombres esforzados y a contener la insolencia de la plebe tomaban por su cuenta ellos mismos salvar la república y sus intereses. Todos los demás apoyaron con empeño la proposición de Alcibíades; pero uno de los generales, Frínico Diraliota, sospechando lo que era, a saber: que a Alcibíades lo mismo le importaba la democracia que la oligarquía, y que procurando ser rehabilitado de la calumnia que le hizo contraria la muchedumbre, con esta mira lisonjeaba y halagaba a los principales, le hizo contradicción. Quedó vencido por los demás votos, y hecho ya enemigo descubierto de Alcibíades, lo denunció secretamente a Antíoco, almirante de los enemigos, previniéndole que se guardara y precaviera de Alcibíades como de hombre que quería estar con unos y con otros; mas no sabía que el asunto iba de traidor a traidor: porque haciendo Antíoco la corte a Tisafernes, y viendo que para con él era el todo Alcibíades, manifestó a éste lo que Frínico le había comunicado. Alcibíades mandó al punto a Samo acusadores contra Frínico, dando motivo a que todos se indignaran y sublevaran contra él; y como para ocurrir a aquel peligro no se le ofreciese a éste otro medio, intentó curar un mal con otro mal mayor: porque envió otra vez quien se quejase con Antíoco de haberle descubierto y le avisase de que tenía resuelto hacerle entrega de las naves y del ejército de los Atenienses. Con todo, no trajo daño a éstos la traición de Frínico, por otra traición de Antíoco, que también anunció a Alcibíades esta nueva propuesta de Frínico. Volvió éste en sí, y temiendo segunda acusación de Alcibíades, se anticipó a prevenir a los Atenienses que los enemigos iban a sorprenderlos, exhortándolos a estarse quietos en las naves y atrincherar el ejército. Cuando ya esto se había puesto en ejecución, aunque vinieron otra vez cartas de Alcibíades advirtiéndoles que se guardaran de Frínico, que iba a entregar a los enemigos la armada, no les dieron crédito, imaginándose que Alcibíades, que estaba bien informado de los preparativos e intentos de los enemigos, abusaba de esta noticia para calumniar a Frínico falsamente. Pero más adelante, habiendo uno de los de la guardia de Hermón dado de puñaladas a Frínico en la plaza y quitándole la vida, formada causa, condenaron los Atenienses a Frínico por traidor después de muerto, y decretaron coronar a Hermón y los de su guardia.

XXVI.— Dominando entonces en Samo los amigos de Alcibíades, enviaron a Pisandro a la ciudad para mudar el gobierno y alentar a los principales a ponerse al frente de los negocios y disolver la democracia, pues con estas condiciones les ganaría Alcibíades a Tisafernes por amigo y aliado: a lo menos éste fue el pretexto y la apariencia de los que establecían la oligarquía. Mas después que tomaron consistencia y se apoderaron del mando los llamados cinco mil, aunque no eran más de cuatrocientos, ya no se curaban gran cosa de Alcibíades, y hacían muy remisamente la guerra; parte por desconfianza que tenían de que aguantaran los ciudadanos aquellas novedades, y parte porque imaginaban que cederían los Lacedemonios, inclinados siempre y afectos a la oligarquía; y la plebe en la ciudad se estuvo, aunque de mala gana, sosegada por entonces, porque habían perecido no pocos de los que se opusieron a los cuatrocientos. Los de Samo cuando lo entendieron, irritados de aquel proceder, pensaron en dar al punto la vela con dirección al Pireo, y llamando a Alcibíades, a quien también nombraron general, le ordenaron que los condujese y acabase con los tiranos; mas éste no se manejó o condescendió como cualquiera otro que repentinamente se hubiera visto en tanta autoridad por el favor de algunos de sus ciudadanos, creyendo que debía complacer en todo y no rehusar nada a los que de fugitivo y desterrado lo habían hecho presidente y general de tantas naves y de tamañas fuerzas, sino que, como correspondía a un gran caudillo, hizo frente a los que sólo se gobernaban por la ira y los contuvo para no cometer un desacierto; con lo que indudablemente salvó entonces la república. Porque si, haciéndose al mar, se hubiesen restituido a casa, infaliblemente los enemigos habrían quedado dueños sin fatiga de toda la Jonia, del Helesponto y de las Islas; y Atenienses habrían tenido que venir a las manos con Atenienses, trayendo la guerra a su ciudad; lo que Alcibíades sólo impidió sucediese, no precisamente persuadiendo e instruyendo a la muchedumbre, sino yendo en particular a unos con ruegos y a otros con violencia. Sirvióle en esta ocasión Trasíbulo de Estiria con su presencia y sus gritos, pues, según se dice, era el que tenía la voz más fuerte entre todos los Atenienses. Otra segunda acción brillante hubo también entonces de Alcibíades, y fue que, habiendo ofrecido que las naves fenicias que estaban los Lacedemonios esperando, teniéndoselas prometidas el rey, o las atraería en su favor, o a lo menos negociaría que no se uniesen con aquellos, sin dilación navegó con este objeto; y se verificó que Tisafernes, aunque se apareció con las naves hacia Aspendo, no las unió, sino que engañó a los Lacedemonios: habiendo sido Alcibíades la causa de que no estuviese ni con unos ni con otros, y sobre todo de que no estuviese con los Lacedemonios, por haber enseñado al bárbaro que se desentendiera y dejara que los Griegos se destruyeran unos a otros: pues no podía haber duda en que unidas tan poderosas fuerzas a uno de los dos pueblos, éste quitaría enteramente al otro el dominio del mar.

XXVII.— Fue disuelto a poco el gobierno de los cuatrocientos, por haberse agregado con ardor los amigos de Alcibíades a los que estaban por la democracia. Querían los de la ciudad, y habían dado orden para que Alcibíades volviese, mas él creyó que no debía hacerlo con las manos vacías y desocupadas, sino glorioso con alguna ilustre hazaña. Con este objeto navegó al principio por el mar de Cnido y Cos; mas habiendo llegado allí a su noticia que el Esparcíata Míndaro subía al Helesponto con toda su armada, en persecución de los Atenienses, se apresuró a dar auxilio a sus generales; y quiso la fortuna que llegase con sus diez y ocho galeras precisamente en el oportuno momento en que, habiendo caído unos y otros con todas sus naves cerca de Abido, y librándose combate, vencidos en parte y en parte vencedores, permanecieron en la lid cerca del anochecer. Con su aparecimiento en esta sazón hizo a ambos partidos equivocarse, inspirando confianza a los enemigos y miedo a los Atenienses; pero levantando luego insignia amiga en la capitana, cargó repentinamente a los Peloponenses vencedores, que seguían el alcance. Hízolos volver, e impeliéndolos a tierra, destrozó sus naves, hiriendo a muchos que escapaban a nado, sin embargo de que Farnabazo los protegía con infantería, y peleaba por salvarles las naves; finalmente, apresando treinta de los enemigos y conservando las propias, erigieron un trofeo.

Con tan brillante y próspero suceso ardía por hacer de él ostentación con Tisafernes, para lo cual, haciendo prevención de presentes y regalos, y llevando el acompañamiento propio de un general, se encaminó allá. Mas no le salió como esperaba, porque difamado ya de antemano Tisafernes por los Lacedemonios, y temeroso de que por el rey se le hiciera cargo, juzgó que Alcibíades se le presentaba en la mejor coyuntura, y echándole mano, lo puso preso en Sardis, para desvanecer con esta maldad aquella acusación.

XXVIII.— Al cabo de treinta días, habiendo podido Alcibíades proporcionarse un caballo, escapó de la vigilancia de los guardas y huyó a Clazómenas, haciendo correr contra Tisafernes la voz de que él mismo le había puesto en salvo. Navegó de allí al ejército de los Atenienses, y llegando a entender que Míndaro y Farnabazo se hallaban juntos en Cícico, incitó a los soldados y les hizo entender ser preciso que por mar y por tierra, y aun combatiendo muros, peleasen contra los enemigos, pues no podrían procurarse los recursos necesarios, si por todos estos modos no vencían. Armó, pues, las naves, y dando la vela hacia Proconeso, dio orden de que se encerraran y detuvieran dentro de la armada los buques ligeros, para que por ningún medio pudieran presumir los enemigos su marcha. Hizo la casualidad que de repente llovió mucho con truenos, y que vino también en su favor tal oscuridad, que encubrió todo aquel aparato; de manera que no sólo se ocultó a los enemigos, sino a los mismos Atenienses; porque cuando estaban ya desconfiados, dio la orden y partieron, De allí a poco, la oscuridad se disipó, y se divisaron las naves de los Peloponenses, que estaban ancladas delante del puerto de Cícico. Temeroso, pues, Alcibíades, de que viendo antes de tiempo lo grande de sus fuerzas se retiraran a tierra, dio orden a los otros generales de que navegaran lentamente y se fueran atrasando, y él se presentó, no teniendo consigo más de cuarenta naves, y provocó a los enemigos. Cayeron éstos en el lazo, y mirando con desprecio el que viniesen contra tantas, al punto se fueron para los contrarios y trabaron combate, pero cuando sobrevinieron las demás naves, empezada ya la acción dieron a huir aterrados. Alcibíades entonces, con veinte de las mejores galeras, se metió por medio y encaminó a tierra: y saltando a ella, acometió a los que se retiraban de las naves, dando muerte a muchos. Venció a Míndaro y Farnabazo, que se adelantaron en defensa de éstos, dando muerte a Míndaro, que peleó valerosamente; mas Farnabazo logró fugarse. Fue grande el número de muertos y el de las armas de que se apoderaron; tomaron todas las naves; se hicieron asimismo dueños de Cícico; y huido Farnabazo y destrozados los Peloponenses, no solamente quedaron en segura posesión del Helesponto, sino que alejaron a viva fuerza de aquellos mares a los Lacedemonios. Cogiéronse hasta las cartas en que lacónicamente participaban a los Éforos aquella derrota: «Nuestras cosas están perdidas. Míndaro, muerto. La gente, hambrienta. No sabemos qué hacer».

XXIX.— Fue tan grande con esto el engreimiento de los soldados de Alcibíades, y salieron tanto de sí, que tenían a menos el reunirse con los demás soldados: ¡con los que muchas veces han sido vencido —decían— los que son invictos todavía! Porque no mucho antes había sucedido que derrotado Trasilo en las inmediaciones de Éfeso, se había erigido por los Efesios un trofeo de bronce en oprobio de los Atenienses. Con estas cosas daban en cara los de Alcibíades a los de Trasilo, ensalzándose a sí mismos y a su general, y no queriendo alternar con los otros ni en gimnasios ni en campamentos. Mas cuando Farnabazo vino luego sobre éstos a tiempo que hacían incursión en las tierras de Abido, trayendo mucha caballería e infantería, Alcibíades, corriendo prontamente en su auxilio, puso en fuga a Farnabazo y le siguió al alcance juntamente con Trasilo hasta entrada la noche. Uniéronse ya entonces, y gloriosos y alegres tornaron al campamento, y levantando al día siguiente un trofeo, talaron la región de Farnabazo, sin que nadie se atreviera a resistirlos. Cautivó en aquella acción algunos sacerdotes y sacerdotisas; pero los dejó ir libres sin rescate.

Disponíase a sujetar por armas a los de Calcedonia, que se habían rebelado y habían recibido guarnición y comandante de mano de los Lacedemonios: pero al saber que habían recogido cuanto podía ser objeto de botín, y lo habían llevarlo en depósito a los Bitinios, sus amigos, pasó a los términos de éstos con su ejército y les mandó un heraldo con esta queja; mas ellos concibieron miedo, y además de entregarle el botín le pactaron amistad.

XXX.— Barreada Calcedonia de mar a mar, vino Farnabazo para hacer levantar el cerco, e Hipócrates, el gobernador, sacando también de la ciudad sus fuerzas, acometió a los Atenienses: mas Alcibíades, formando contra ambos su ejército, obligó a Farnabazo a huir cobardemente, y a Hipócrates y a muchos de los suyos los destrozó enteramente, alcanzando de ellos una señalada victoria. Navegó en seguida al Helesponto, donde anduvo recogiendo contribuciones, y tornó a Selibria, aventurando su persona sin consideración: porque los que habían de entregarle esta ciudad habían convenido en que levantarían una tea a la media noche: pero se vieron precisados a mostrarla antes de hora por temor de uno de los conjurados, que de repente se les había vuelto. Levantada, pues, la tea cuando la tropa no estaba todavía a punto, tomando consigo como unos treinta, marchó corriendo a la muralla, dejando orden de que los demás le siguiesen prontamente. Abriéronle la puerta cuando a los treinta se habían reunido veinte peltastas, o armados de rodela, y, entrando sin detención, percibió que los Selibrios venían de frente hacia él armados. De estarse quieto conoció que no había para él recurso; y el huir, habiendo sido invicto siempre hasta aquel día, no lo tuvo por de su carácter; hizo, pues, seña al trompeta de que impusiera silencio, y a uno de los que con él se hallaban le ordenó que gritase: «Atenienses, no hagáis armas contra los Selibrios». Esta intimación hizo en unos el efecto de ser más remisos en el pelear, pareciéndoles que estaban dentro todos los enemigos, y en otros el de formar más lisonjeras esperanzas de favorable concierto. Mientras que entre sí conferenciaban sobre lo hacedero, le llegaron a Alcibíades todas las tropas, y conjeturando que las intenciones de los Selibrios eran pacíficas, temió que habían de saquear la ciudad los Tracios, los cuales eran en gran número, y por inclinación y amor a Alcibíades habían tomado las armas con la más pronta voluntad. Hízoles, pues, a todos salir de la población, y en nada ofendió a los Selibrios, que estaban recelosos, sino que, con haber recogido un impuesto y haber dejado guarnición se retiró.

XXXI.— Los generales que mandaban el sitio de Calcedonia convinieron con Farnabazo, por un tratado, en, que recogerían una contribución, los Calcedonios volverían a la obediencia de los Atenienses y éstos no harían ningún daño en la satrapía de Farnabazo, obligándoles éste a dar a los embajadores de los Atenienses escolta con toda seguridad. Como a la vuelta de Alcibíades desease Farnabazo que él también jurara el tratado, respondió que no lo ejecutaría antes de haber jurado ellos. Prestados que fueron los juramentos, marchó contra los Bizantinos, que se habían rebelado, y circunvaló la ciudad. Ofreciéndole, bajo la condición de salvarla. Anaxilao, Licurgo y algunos otros, que la entregarían, hizo correr la voz de que le llamaban fuera de allí novedades ocurridas en la Jonia, y por el día salió con toda su escuadra; pero, volviendo a la noche, saltó en tierra con la infantería, y resguardándose con las murallas se estuvo allí quedo; pero las naves vinieron sobre el puerto, y acometiendo impetuosamente con grande gritería, alboroto y estruendo, asombraron a los demás Bizantinos por lo inesperado del caso y dieron ocasión a los partidarios de los Atenienses para entregar la ciudad a Alcibíades impunemente, pues todos los habitantes habían corrido hacia el puerto para resistir el ataque de las naves. Mas con todo no fue esta jornada exenta de riesgo, porque los Peloponenses, Beocios y Megarenses que allí se hallaban, a los que descendieron de las naves los rechazaron y obligaron a reembarcar; y llegando a entender que había Atenienses dentro, formándose en batalla, marcharon juntos contra ellos. Trabado un reñido combate, los venció Alcibíades, mandando él el ala derecha y Teramenes la izquierda: y de los enemigos que les vinieron a las manos tomaron vivos unos trescientos. De los de Bizancio, después del combate, ni se dio muerte ni se desterró a ninguno, porque con esta condición se entregó la ciudad y también con la de que a nada que fuese de ellos se había de tocar. Por esta razón, defendiéndose Anaxilao de la causa sobre traición que se le movió en Lacedemonia, hizo ver en su discurso que no tenía por qué avergonzarse de lo hecho: porque dijo que no siendo Lacedemonio, sino Bizantino, viendo en peligro, no a Esparta, sino a Bizancio, hallándose su ciudad cercada de manera que nadie podía entrar, y consumiendo los Peloponenses y Beocios todos los víveres que había en la ciudad, mientras que los Bizantinos fallecían de hambre con sus mujeres y sus hijos, no le pareció que cometía traición con la entrega, sino que redimía a su ciudad de la guerra y de los males que padecía, imitando en esto a los más ilustres de la Lacedemonia, para quienes sólo es honesto y justo lo que es en provecho de la patria. Los Lacedemonios, a este razonamiento, cedieron con respeto y absolvieron a los acusados.

XXXII.— Alcibíades, teniendo ya deseo de volver a ver a Atenas, y más todavía de ser visto de los ciudadanos, después de haber vencido tantas veces a los enemigos, dio la vela con esta dirección, yendo las galeras áticas adornadas en derredor con muchos escudos y despojos, llevando a remolque muchas naves tomadas y ostentando en mayor número todavía las banderas de las que habían sido vencidas y echadas a pique, que entre unas y otras no bajaban de doscientas. Mas lo que añade a esto Duris de Samo, que se da por descendiente de Alcibíades, diciendo que Crisógono, coronado en los juegos píticos, les llevaba la cadencia a los remeros con la flauta; que daba las órdenes Calípides, actor de tragedias, adornado de un rico vestido, con el manto real y todo el demás aparato de teatro, y que la capitana entró en el puerto con una vela de púrpura, como si viniera de un convite bacanal, no lo refiere ni Teopompo, ni Éforo, ni Jenofonte; además de que no es de creer que se presentara a los Atenienses con tan insolente lujo, volviendo del destierro, y después de haber pasado tantos trabajos. Antes, entró temeroso, y estando ya en el puerto, no saltó en tierra hasta que, hallándose sobre cubierta, vio que iba a presentársele su primo Euriptólemo y muchos de sus amigos y deudos, que, yendo a recibirle, le estaban llamando. Luego que estuvo en tierra, cuantos iban al encuentro ni siquiera parece que veían a los otros generales, sino que, puesta la vista en él, le aclamaban, le saludaban, le acompañaban, y acercándosele le ponían coronas; los que no podían llegarse a él le miraban de lejos, y los ancianos se lo mostraban a los jóvenes. Con aquel gozo de la ciudad se mezclaron también muchas lágrimas, y la memoria, en tanta prosperidad, de las pasadas desgracias, haciendo cuenta de que ni habrían dejado de tomar la Sicilia, ni les habría salido mal nada de lo que se prometían si hubieran dejado a Alcibíades el mando en aquellas empresas y sobre aquellas fuerzas; pues que aun ahora, tomando a su cargo la ciudad desposeída casi del todo del mar y dueña en la tierra apenas de sus arrabales, dividida además y sublevada contra sí misma, levantándola en tan débiles y apocadas ruinas no solamente le había restituido el imperio del mar, sino que hacía ver que también por tierra doquiera había vencido a sus enemigos.

XXXIII.— Sancionóse primeramente el decreto de su vuelta a propuesta de Cricias hijo de Calescro, como él mismo lo escribió en sus elegías, recordando así a Alcibíades este favor:

Yo el decreto escribí para tu vuelta,
y en junta le propuse: obra fue mía.
Mi lengua fuera quien le impuso el sello.

Reuniéndose entonces el pueblo en junta, se presentó Alcibíades; quejóse y lamentóse de sus desgracias, sin hacer más que culpar ligera y blandamente al pueblo, atribuyéndolo todo a su mala suerte y a algún genio envidioso, y concluyendo con darles grandes esperanzas contra los enemigos e inspirarles aliento y confianzas; lo coronaron con coronas de oro y le nombraron generalísimo sin restricción, juntamente de tierra y de mar. Decretóse asimismo que se le restituyesen sus bienes y que los Eumólpidas y heraldos levantasen las imprecaciones que habían pronunciado de orden del pueblo. Levantáronlas los demás; pero el hierofantes Teodoro respondió: «Yo ninguna imprecación hice contra él, si en nada ha ofendido a la ciudad».

XXXIV.— Aunque procedían con tan brillante prosperidad las cosas de Alcibíades, a algunos les causó inquietud el momento de la vuelta, porque en el día de su arribo se hacían las purificaciones o lavatorios en honor de la Diosa. Celebran las sacrificantes estas orgías arcanas en el día 25 del mes Targelión, quitando todo el ornato y cubriendo la imagen, por lo que los Atenienses cuentan este día de cesación de todo trabajo entre los más aciagos. Parecía, pues, que la Diosa no recibía con amor y benignidad a Alcibíades, sino que se le encubría y lo apartaba de sí.

Sin embargo, habiéndole sucedido todo según su deseo, y hecho equipar cien galeras, que iban a salir otra vez al mar, le asaltó en esto una cierta ambición generosa y le detuvo hasta el tiempo de los misterios, por cuanto desde que se muró a Decelea y los enemigos se apoderaron de los caminos de Eleusis, ningún aparato había tenido la iniciación, siendo preciso ir por mar, y así los sacrificios, los coros y muchas de las ceremonias propias de camino cuando se invoca a Iaco se habían omitido por necesidad. Parecióle, por tanto, a Alcibíades que ganarían en piedad respecto de la Diosa y en gloria respecto de los hombres, dando a la solemnidad la forma antigua, acompañando por tierra la pompa de la iniciación y pasando las ofrendas por entre los enemigos, porque, o haría estarse enteramente quieto a Agis, pasando por esta humillación, o pelearían una guerra sagrada y agradable a los Dioses por las cosas más santas y más grandes a la vista de la patria, teniendo a todos los ciudadanos por testigos de su valor. Luego que se decidió por esta idea y dio parte de ella a los Eumólpidas y a los heraldos, puso centinelas en las alturas, y desde el amanecer envió algunos correos. Tomando después consigo a los sacerdotes, a los iniciados y a los iniciadores, y ocultándolos con las armas, los condujo con aparato y sin ruido: dando en esta especie de expedición un espectáculo augusto y religioso, al que daban los nombres de procesión sagrada, propia de los santos misterios, los que estaban exentos de envidia. Ninguno de los enemigos osó oponerse; y habiendo hecho la vuelta con igual seguridad, él mismo se engrió en su ánimo, y llenó de tanto orgullo al ejército, que se miraba como incontrastable e invencible bajo tal caudillo. A los jornaleros y a los pobres se los atrajo de manera que concibieron un violento deseo de que dominara solo, diciéndoselo así algunos y acercándose a él para exhortarle a que, despreciando la envidia, se sobrepusiera a los decretos, a las leyes y a los embelecadores que perdían la ciudad, para poder obrar y manejar los negocios como le pareciese, sin temor de calumniadores.

XXXV.— Cuál hubiese sido su modo de pensar acerca de esta propuesta de tiranía, no puede saberse; pero habiendo los principales ciudadanos concebido miedo, dieron calor a que se embarcara cuanto antes, concediéndole todo lo demás y los colegas que quiso.

Partiendo, pues, con las cien galeras, y tocando en Andro, venció, sí, en batalla a los habitantes y a cuantos Lacedemonios allí había, pero no tomó la ciudad; y éste fue el primero de los cargos de que se valieron contra él sus enemigos. Y en verdad que parece haber sido Alcibíades más que otro alguno víctima de su propia gloria y reputación; porque siendo muy grande y muy acreditado de valor y prudencia por tantos prósperos sucesos, lo que no conseguía lo hacía sospechoso de que no ponía eficacia, no queriendo creer que era no haber podido; pues que con la diligencia nada había de desgraciársele; por tanto, esperaba la noticia de que había sujetado a los de Quío y toda la Jonia, y se indignaban de que no se les diese todo concluido con la presteza y celeridad que apetecían, no parándose a considerar su falta de fondos, a causa de la cual, habiendo de hacer la guerra a hombres que tenían al rey por su mayordomo, se veía muchas veces precisado a navegar y abandonar el ejército para asistirle con las pagas y los víveres, porque el último cargo dimanó de la siguiente causa. Enviado Lisandro por los Lacedemonios con el mando de la armada, y dando de paga a los marineros cuatro óbolos en lugar de tres del dinero que tomó de Ciro, Alcibíades, que ya penosamente les acudía con los tres óbolos, tuvo que marchar a Caria a recoger alguna suma. Antíoco, que fue el que quedó con el mando de las naves, era buen marino, pero necio por lo demás y de ningún provecho; y aunque Alcibíades le dejó prevenido que de ningún modo combatiese, aun cuando le buscasen los enemigos, de tal modo se insolentó y tuvo en poco aquella orden, que equipando su galera y una de otro de capitán, se fue la vuelta de Éfeso, y haciendo y diciendo mil sandeces e insultos, se metió por entre las proas de las naves enemigas. Al principio Lisandro, yéndose a él, se puso a perseguirle con pocas naves; pero cuando vinieron en auxilio de aquel los Atenienses con todas las suyas, pasando adelante, deshizo al mismo Antíoco, le tomó muchas naves y gente y levantó un trofeo. Luego que Alcibíades oyó lo sucedido, volviendo a Samo, marchó con todas sus fuerzas y provocó a Lisandro; pero éste, contento con su victoria, no quiso hacerle frente.

XXXVI.— Siendo entre los que en el ejército miraban mal a Alcibíades el mayor enemigo suyo Trasíbulo, hijo de Trasón, marchó a Atenas para acusarle; y acalorando a los que allí tenía, hizo entender al pueblo que Alcibíades había desgraciado los negocios de la república y perdido las naves por abusar de la autoridad, dando el mando a hombres que con francachelas y con las fanfarronadas propias de los marinos granjeaban todo su favor, para que él, andando de una parte a otra, pudiera enriquecerse y entregarse a sus desórdenes en el beber y liviandades con sus amigas abidenas y jonias, sin embargo de navegar bien cerca los enemigos. Culpábanle asimismo de la prevención de la muralla que habían hecho construir en Tracia a la parte de Bisanta, para refugio suyo, por no poder o no querer vivir en la patria. Arrastrados de estas inculpaciones los Atenienses, eligieron otros generales, poniendo de manifiesto su encono y malignas ideas contra Alcibíades; el cual, luego que lo entendió, por temor se retiró en un todo del ejército, y haciendo recluta de extranjeros, se dedicó a hacer la guerra por su cuenta a los Tracios, que no reconocían rey, y allegó mucho caudal de los que sojuzgó, poniendo al mismo tiempo a los Griegos establecidos por aquellos contornos en plena seguridad de parte de los bárbaros.

Con todo, más adelante, cuando los generales Tideo, Menandro y Adimanto, que con todas las naves que les habían quedado a los Atenienses estaban en el puerto de Egos Pótamos, solían ir todas las mañanas muy temprano en busca de Lisandro, surto con las naves de los Lacedemonios en Lámpsaco para provocarle, y volviéndose después al mismo puesto, pasaban el día desordenada y descuidadamente como despreciando a éstos, Alcibíades, que se hallaba cerca, no lo miró con indiferencia y abandono, sino que, montando a caballo, advirtió a los generales que estaban mal apostados en un país que carecía de puertos y de ciudades, forzados a hacer provisiones en Sesto, que les caía muy lejos, y teniendo en tanto abandonada la tripulación en tierra, yéndose cada uno y esparciéndose por donde le daba la gana, cuando tenían al frente la escuadra enemiga, acostumbrada a ejecutar sin rebullirse cuanto manda un hombre solo.

XXXVII.— Hízoselo así presente Alcibíades, y les persuadió que trasladaran sus fuerzas a Sesto; pero los generales no le dieron oídos, y aun Tideo le ordenó con expresiones injuriosas que se retirase, porque no era él, sino ellos mismos, quienes tenían el mando; con lo que se retiró Alcibíades, no sin formar de ellos alguna sospecha de traición, y diciendo a los que le acompañaban desde el campamento, por ser sus conocidos, que, a no haber sido tan ignominiosamente despedido por los generales, en breves días hubiera puesto a los Lacedemonios en la precisión de combatir contra su voluntad o de abandonar las naves. Algunos lo graduaron de jactancia, mas a otros les pareció que iba muy fundado, si su ánimo era llevar por tierra muchos de los soldados tracios, tiradores y de a caballo, y acometer y poner con ellos en desorden el campo enemigo. Por de contado que adivinó y predijo acertadamente los errores de los Atenienses; bien pronto lo acreditó el suceso: porque viniendo sobre ellos repentina e inesperadamente Lisandro, sólo ocho naves se salvaron con Conón; todas las demás, que eran muy cerca de doscientas, cayeron en poder de los enemigos; y de las tropas, a unos tres mil hombres que Lisandro tomó vivos, a todos los pasó al filo de la espada. Tomó también a Atenas de allí a poco, incendió sus naves y destruyó la llamada larga muralla.

En vista de esto, temiendo Alcibíades a los Lacedemonios, que dominaban por tierra y por mar, se trasladó a Bitinia, haciendo conducir y llevando consigo inmensa riqueza y dejando todavía mucha más en la ciudad de su residencia. Perdió también después en Bitinia gran parte de sus bienes, robado de los Tracios de aquella parte, por lo que determinó ir a ponerse en manos de Artajerjes, pensando que, si llegaba el caso, haría al rey servicios no inferiores en sí a los de Temístocles y más recomendables en su objeto, porque no se emplearía, como aquel, contra sus ciudadanos, sino que en favor de la patria y contra sus enemigos trabajaría e imploraría el poder del rey. Juzgando, empero, que por medio de Farnabazo sería más seguro su viaje, se encaminó hacia él a la Frigia, donde en su compañía se detuvo, obsequiándole y siendo de él honrado.

XXXVIII.— Era muy sensible a los Atenienses verse despojados del imperio y superioridad; pero después que Lisandro los privó además de la libertad, poniendo la ciudad en manos de los Treinta Tiranos, aquellas reflexiones que no les ocurrieron cuando les habrían servido para su salud las hicieron entonces, cuando todo estaba perdido, con lamentaciones y quejas, trayendo a la memoria sus errores y desaciertos y teniendo por el mayor este segundo encono que habían concebido contra Alcibíades, porque fue depuesto del mando cuando él mismo en nada había faltado y sólo porque se habían incomodado con un subalterno que ignominiosamente había perdido unas cuantas naves, con mayor ignominia habían privado a la ciudad del más esforzado y experimentado de sus generales. Con todo, aun en medio de las calamidades que los rodeaban, entreveían una sombra de esperanza de que del todo no caería la república mientras Alcibíades existiese; porque si antes, cuando fue desterrado, no pudo sufrir el vivir en el ocio y en el reposo, tampoco ahora, a no estar del todo imposibilitado, llevaría con paciencia que los Lacedemonios les hicieran agravios y que los treinta los trataran con vilipendio. Ni era extraño que a estos sueños se entregaran los demás, cuando los mismos treinta no se aquietaban sin pensar e inquirir sobre él y sin mover frecuente conversación de lo que hacía y de lo que pensaba. Últimamente, Cricias hizo entender a Lisandro que, no viviendo en democracia los Atenienses, podía tenerse por seguro el imperio de los Lacedemonios sobre la Grecia, pero que por más sumisos y obedientes que se mostrasen a la oligarquía, mientras Alcibíades viviese no los dejaría permanecer quietos en el orden establecido. Sin embargo, para que Lisandro accediese a estas sugestiones, fue al fin preciso que viniera de Esparta una orden por la que se le mandaba que se quitara a Alcibíades del medio, bien fuera porque temiesen su actividad y grandeza de alma, o bien porque quisieran complacer a Agis.

XXXIX.— Cuando Lisandro envió a Farnabazo la orden para la ejecución, y éste la cometió a su hermano Mageo y a su tío Susamitres, hizo la casualidad que Alcibíades se hallaba en cierta aldea de Frigia, teniendo en su compañía a Timandra, que era una de sus amigas. Había tenido entre sueños esta, visión: parecíale que se había adornado con los vestidos de su amiga, y que ésta, reclinando él la cabeza en sus brazos, le adornaba el rostro como el de una mujer, pintándolo y alcoholándolo. Otros dicen que vio en sueños a Mageo y los de su facción que le cortaban la cabeza y quemaban su cuerpo; mas todos convienen en que tuvo la una o la otra visión poco antes de su muerte. Los que fueron enviados contra él no se atrevieron a entrar en la casa, y lo que hicieron fue, apostándose alrededor de ella, pegarle fuego. Sintiólo Alcibíades, y recogiendo muchos vestidos y otras ropas los echó en el fuego, y rodeándose a la mano izquierda su manto, con la diestra desenvainó la espada, y pasando con la mayor intrepidez por encima del fuego antes que se hubiesen encendido las ropas, con sólo presentarse dispersó a los bárbaros, porque ninguno de ellos tuvo valor para aguardarle ni lidiar con él, sino que desde lejos le lanzaban saetas y dardos. Traspasado de ellos cayó finalmente muerto. Después que los bárbaros se marcharon, Timandra recogió el cadáver, y envolviéndole en las ropas de ella, le hizo el funeral y honrosas exequias que las circunstancias permitían. Dícese que fue hija de ésta la célebre Lais, llamada Corintia, tomada cautiva en Hícaros, aldea de la Sicilia.

Otros escritores hay que refieren de diferente modo el acontecimiento de la muerte de Alcibíades, diciendo que no tuvieron la culpa de ella ni Farnabazo, ni Lisandro, ni los Lacedemonios, sino que habiendo el mismo Alcibíades seducido una mozuela de una familia conocida suya y reteniéndola consigo, los hermanos, que sentían vivamente esta afrenta, dieron por la noche fuego a la casa en que vivía Alcibíades y le asaetearon, como se ha dicho, cuando salía por medio de las llamas.

GAYO MARCIO CORIOLANO

I.— Muchos varones ilustres dio a Roma la familia patricia de los Marcios, de cuyo número fue Gayo Marcio, nieto de Numa por su madre, y elegido rey después de Tulo Hostilio. Eran asimismo Marcios Publio y Quinto, que trajeron a Roma el agua mejor y más copiosa, y Censorino, a quien dos veces nombró censor el pueblo y a cuya persuasión después propuso y estableció ley para que a ninguno le fuera permitido obtener dos veces esta magistratura. El Gayo Marcio de quien vamos a escribir, educado por la madre a causa de haber quedado huérfano de padre, hizo ver que, si bien la orfandad trae otros males, no estorba empero que pueda alguno hacerse hombre virtuoso y aventajado a los demás, aunque por otra parte dé motivo de queja y reprensión contra ella a los viciosos, como que es quien por el descuido los echa a perder. Acreditó también este Marcio que aun en aquellos de un natural excelente, por más generoso y bien inclinado que éste sea, si le falta la instrucción, al lado de las buenas cualidades produce otras malas, como en la agricultura un fértil terreno que se deja sin cultivo. Porque aquella resolución y entereza de ánimo para todo produjo grandes y muy activos conatos; pero el ser, por otra parte, vehemente e irreductible en la ira, le hizo desabrido y poco asequible al trato con los demás hombres; por tanto, al mismo tiempo que admiraban en él su impasibilidad respecto de los placeres, de los trabajos y del atractivo de las riquezas, a la cual le daban los nombres de templanza, justicia y fortaleza, teníanle para las conferencias políticas por altanero, molesto y mal sufrido; porque el mejor fruto que los hombres sacan del trato con las musas es que por medio de la elocuencia y la doctrina se suaviza la natural índole, reduciéndola en todo a la justa medianía y desarraigando lo superfluo. En Roma, en aquella época principalmente, era ensalzada la virtud que sobresale en los hechos de armas y de la milicia, y prueba de ello es que a toda virtud no le dieron sino sola la denominación de la fortaleza, haciendo nombre común del género el que a la fortaleza le era propia y peculiar.

II.— Dominaba entre las demás pasiones de Marcio la de la guerra, y así desde niño empezó a manejar las armas; y, juzgando que de nada les sirven las armas de afuera a los que no tienen bien adiestrada y dispuesta el arma innata e ingénita, que es el cuerpo, de mal modo ejercitó el suyo para toda especie de lid, que en el correr era sumamente ligero, y para tenerse firme en la lucha y en los combates casi invencible; por tanto, los que contendían con él en fortaleza y virtud, siéndole en ellas inferiores, echaban la culpa a la robustez de su cuerpo, que era invencible e incapaz de doblarse con trabajo alguno.

III.— Militó por la primera vez siendo todavía jovencito, cuando Tarquino, el rey de Roma, desposeído ya del trono, después de muchas batallas y derrotas echó, se puede decir, el resto, y vinieron en su auxilio, haciendo causa común contra Roma los más de los Latinos y muchos de los pueblos de Italia, no menos en obsequio de aquel, que por envidia y deseo de contener los progresos de la grandeza romana. En aquella batalla, que por una y otra parte estuvo muy varia e incierta, peleaba Marcio con gran denuedo a la vista del Dictador, y viendo caer a su lado a un romano, no le abandonó, sino que se puso delante de él, y acometiendo al enemigo que lo acosaba, le dio muerte. Después de la victoria, fue uno de los primeros a quienes el general ornó con una corona de encina, porque ésta fue la corona que señaló la ley al que salvaba un ciudadano: bien fuera porque tuviesen en veneración la encina a causa de los Árcades, denominados comedores de bellotas por un oráculo del dios, bien porque siempre y en todas partes tienen los que militan copia de encinas, o bien porque siendo de encina la corona de Júpiter social creyesen que ésta era la que más propiamente debía darse por la salvación de un ciudadano. Es además la encina el árbol de más copioso fruto entre los silvestres y el de madera más sólida entre los cultivados. Era también alimento la bellota que de ella proviene, y bebida el melicio; y daba además carne de fieras y de aves, proveyendo de un instrumento para la caza, que es la liga. Dícese que en esta batalla se aparecieron los Dioscuros, y que después de ella se les vio, con los caballos goteando de sudor, dar la noticia en la plaza, en el sitio junto a la fuente donde está edificado su templo: de donde proviene que en el mes de julio el día de los idus, que es fiesta triunfal, está consagrado a los Dioscuros.

IV.— La nombradía y los honores dispensados a los jóvenes, en los que son de índole ligeramente ambiciosa, vienen a ser, a lo que parece, una cosa temprana que apaga su espíritu y llena pronto su sed, dejándola fácilmente satisfecha; pero a los de ánimo altivo y resuelto los honores los elevan y encienden, impeliéndolos, a manera del viento, a lo que les parece honesto: porque no los reciben como salario, sino que más bien son una nueva prenda que dan de que se avergonzarán de frustrar la esperanza que de ellos se tiene y de no hacerla correr con iguales hechos a los anteriores. Siendo de este carácter Marcio, sólo trataba de emularse a sí mismo en el valor, aspirando a mostrarse cada día nuevo en sus proezas, a merecer premios sobre premios y ganar despojos sobre despojos: yendo a competencia en cuanto a honrarle los últimos generales con los primeros y queriendo excederlos en sus demostraciones, así es que de tantas guerras y lides como las que entonces tuvieron que sostener los Romanos, de ninguna volvió sin corona y sin premio. Para los demás era la gloria el fin de su virtud; Marcio, en cambio, aspiraba a ella para que su madre tuviera de qué regocijarse: por cuanto el que ésta oyese sus alabanzas, el que le viera volver coronado y el abrazarla cuando vertía lágrimas de gozo, le parecía que acrecentaba sus honores y su felicidad. Estos mismos sentimientos se dice por su confesión propia haber sido los de Epaminondas, que tuvo por la mayor de sus satisfacciones el que su padre y su madre hubiesen visto en vida su generalato y su victoria en la jornada de Leuctras; sino que éste disfrutó el placer de ver a padre y madre alegrarse y congratularse juntos: pero Marcio, creyendo que debía a Volumnia una gratitud doblada, no se aquietó con regocijarla y honrarla, sino que tomó mujer enteramente a su gusto y habitó siempre, aun teniendo ya hijos, en la misma casa con la madre.

V.— Era ya grande por su virtud la fama y el poder de Marcio cuando ocurrió que el Senado, favoreciendo a los ricos, puso en estado de sedición a la plebe, que se quejaba de los muchos e insufribles agravios que los logreros le irrogaban, pues a los medianamente acomodados los despojaban de cuanto tenían, tomándoles prendas y vendiéndolas, y respecto de los enteramente pobres, se apoderaban de las personas, aprehendiendo sus cuerpos cubiertos de cicatrices de las heridas y golpes recibidos en los encuentros y batallas sostenidos por la patria. La última de éstas había sido con los Sabinos, para la cual los ricos habían ofrecido ser en adelante más moderados, y el Senado había designado al cónsul Marcio Valerio por fiador de esta promesa. Mas como después de haber peleado denodadamente en esta batalla y haber vencido a los enemigos, en nada hallasen más equitativos a los logreros, ni el Senado diera muestras de acordarse de lo que estaba convenido, sino que antes viese con indiferencia que los atropellaban y encadenaban, suscitáronse en la ciudad grandes y temibles alborotos. Venida a noticia de los enemigos esta inquietud de la plebe, no se descuidaron en invadir a hierro y fuego la comarca; y aunque los cónsules dieron la orden de tomar las armas a todos los que se hallaban en edad designada, nadie la obedeció. Dividiéronse con esto otra vez los pareceres de los que servían las magistraturas, siendo unos de dictamen de que se condescendiera con los pobres y se relajara el excesivo rigor de las leyes, y opinando otros muy al contrario, de cuyo número era Marcio, el cual no daba por cierto gran valor a los intereses, pero clamaba por que se contuviera y apagara aquel principio y tentativa de insulto y osadía de una muchedumbre insubordinada a las leyes.

VI.— Celebráronse sobre esto frecuentes senados, y como en ellos nada se concluyese, sublevándose de repente los pobres y excitándose unos a otros, abandonaron la ciudad y se retiraron al monte que ahora se llama Sacro, fijándose junto al río Anio, sin cometer acto alguno de violencia o sedición, y gritando solamente ser antiguo en los ricos el estarlos arrojando de la ciudad, y que el aire, el agua y algunos pies de tierra en que sepultarse, que era lo único que disfrutaban con habitar en Roma, fuera del recibir heridas y la muerte peleando a favor de los ricos, lo hallarían fácilmente en cualquier parte. Llenó esta ocurrencia de recelo al Senado, que por tanto les mandó en embajada a los más moderados y populares entre los Senadores. Llevaba la voz Menenio Agripa, que a un mismo tiempo usó de ruegos con la plebe y habló francamente sobre la conducta del Senado, viniendo a concluir con una especie de fábula su exhortación v amonestamiento. Porque les refirió que en cierta ocasión los miembros todos del cuerpo humano se rebelaron contra el vientre, y le acusaron de que, estándose él solo ocioso y sin contribuir en nada con los demás, todos trabajaban y desempeñaban sus respectivos ministerios, precisamente por contenerle y satisfacer sus apetitos; y que el vientre se había reído de su simpleza, porque no echaban de ver que si tomaba para sí todo el alimento, era para distribuirlo después y dar nutrición a los demás. «Pues de esta misma manera, continuó, se conduce con vosotros, oh ciudadanos, el Senado: porque a vosotros refiere cuantos consejos y negocios se ofrecen y con vosotros reparte cuanto hay de útil y provechoso».

VII.— Reconciliáronse con esto, pidiendo al Senado y concediéndoseles que se eligiesen cinco ciudadanos en defensores suyos, que son los que ahora se llaman tribunos de la plebe. Fueron nombrados los primeros los que los habían acaudillado en el levantamiento, Junio Bruto y Sicinio Beluto. Luego que la ciudad volvió a no ser más que un cuerpo, al punto acudió a las armas la muchedumbre y se presentó a los jefes muy presta y decidida a marchar a la guerra. No estaba contento Marcio con el ventajoso partido que había sacado la plebe, habiendo tenido que ceder la aristocracia, y observaba que como él sentían muchos de los patricios: excitábalos, por lo tanto, a no quedar inferiores a los plebeyos en las lides que peleaban por la patria, sino hacer ver que en la virtud, más bien que en el poder, les hacían ventaja.

VIII.— En la nación de los Volscos, que era contra la que tenían la guerra, la ciudad de Coriolos gozaba de la mayor nombradía; dirigiéndose, pues, contra ella el cónsul Cominio, se alarmaron los demás Volscos y corrieron de todos lados en su auxilio, con la mira de pelear en defensa de la ciudad y de atacar por dos partes a los enemigos. Tuvo Cominio que dividir sus fuerzas, y como marchase en persona contra los Volscos que le cargaban en campo abierto, dejando para mantener el cerco a Tito Larcio, varón muy principal entre los Romanos, tuvieron los Coriolanos en poco las fuerzas que quedaban; por lo que, haciendo una salida y trabando combate, al principio lograron ventajas y persiguieron a los Romanos hasta su campamento. Desde él acudió Marcio con bien poca gente, y arrollando a los que más se le oponían, y haciendo contenerse a los que venían en pos de ellos, llamó a grandes voces a los Romanos: porque era un soldado tal cual lo deseaba Catón, no sólo por la mano y por el golpe, sino también por el tono de la voz y la fiereza del rostro, temible en el encuentro y aterrador del enemigo. Reuniéronsele ya muchos y pusiéronse a su lado, con lo que, acobardados los enemigos, volvieron la espalda; pero él, no dándose por contento, los persiguió y atropelló, llevándolos en desorden hasta las puertas. Puesto ya allí, aunque vio a muchos de los suyos cesar en la persecución por la copia de dardos que lanzaban de las murallas, no cabiéndole a nadie en la imaginación el pensamiento de meterse envueltos con los enemigos en una ciudad llena de hombres aguerridos y que estaban sobre las armas, esto no obstante, él insistía y los alentaba, gritando que la fortuna más bien había abierto la entrada de la ciudad a los perseguidores que a los perseguidos. Siguiéronle muy pocos, con los que se arrojó a las puertas y se metió por entre los enemigos, no habiendo por lo pronto quien osase resistirle ni sostener su ímpetu. Cuando luego echó, dentro, de ver cuán en corto número eran los que habían de auxiliarle y combatir a su lado, y mezclados confusamente amigos y enemigos, dícese que sostuvo, de acuchillar y herir, de acudir prestamente a todas partes y de mostrar el ánimo más arrojado, una increíble pelea en la ciudad, y que venciendo a cuantos acometía, ahuyentando a unos a los últimos extremos, y obligando a otros a arrojar lar armas, dio oportunidad a Larcio para venir con los Romanos que habían quedado a la parte de afuera.

IX.— Tomada de esta manera la ciudad, los más se entregaron a la rapiña y al saqueo de las casas: indignóse Marcio y los reprendía, pareciéndole cosa intolerable que mientras el cónsul y los ciudadanos que con él se hallaban, quizá venían a las manos y combatían con los enemigos. ellos por codicia los abandonasen, o bajo la especie de enriquecerse se sustrajesen al peligro. Fueron en corto número los que le dieron oídos, y él, tomando consigo a los que quisieron seguirle, marchó por el camino que entendió había llevado el ejército, inflamando unas veces a sus soldados y exhortándolos a no abatirse, y haciendo otras veces plegarias a los Dioses para que no le privasen de la gloria de hallarse en la batalla, y antes le concediesen llegar en la oportunidad de, combatir y partir los riesgos con sus conciudadanos. Tenían entonces la costumbre los Romanos, al formarse para entrar en acción, de embrazar los escudos, ceñirse la toga y hacer testamentos no escritos, nombrando ante tres o cuatro camaradas su heredero. Cuando en esta disposición se hallaban los soldados, teniendo ya a la vista los enemigos. sobrevino Marcio. Y lo que es al principio dio que temer a algunos, presentándose con unos pocos cubiertos de sangre y de sudor; pero después que prestamente y con semblante alegre se fue hacia el cónsul alargándole la diestra y le dio cuenta de cómo había tomado la ciudad, Cominio le echó los brazos y le saludó con ósculo; y de los demás, a los que se enteraron del suceso les inspiró confianza, y aliento a los que sólo lo conjeturaron; por lo que gritaron todos que se les llevara a los enemigos y se trabara batalla. Preguntó entonces Marcio a Cominio con qué orden estaban dispuestas las diferentes armas de los enemigos y dónde habían colocado las tropas escogidas. Díjole éste que en su entender ocupaban el centro los tercios de los de Ancio, gente muy aguerrida y que a nadie cedía en valor. «Ruégote, pues, le contesto Marcio, y encarecidamente te suplico, que nos coloques frente a ellos»; y el cónsul se lo concedió, admirado de semejante decisión. Apenas comenzaron a herirse con las lanzas, se adelantó contra los enemigos Marcio, y los Volscos que estaban a su frente no pudieron resistirle, sino que la falange, por la parte por donde él acometió, fue al punto rota. Mas como entonces los de uno y otro costado hiciesen una conversión y dejasen a Marcio cerrado entre sus armas, lleno de cuidado el cónsul mandó a los más esforzados en su auxilio, y trabada en rededor de Marcio una recia pelea, en la que en breve fueron muchos los muertos, cargando aquellos con ímpetu y fuerza rechazaron a los enemigos, en cuya persecución se pusieron luego, rodeando a Marcio, al que veían rendido de cansancio y de heridas, que se retirase al campamento; pero respondiéndoles que nunca se cansa el que vence, cargó también sobre los fugitivos. Todo lo restante del ejército fue igualmente deshecho, siendo grande así el número de muertos como el de prisioneros.

X.— Al día siguiente, habiéndose presentado Marcio y concurrido gran muchedumbre ante el cónsul, subió éste a la tribuna, y hecha de los Dioses la debida conmemoración por tamañas prosperidades, volvió ya a Marcio su discurso. Hizo de él en primer lugar un magnífico elogio, habiendo sido espectador de muchas de sus acciones en la batalla, y habiéndole informado Marcio de las demás; y luego, habiendo sido muy grande la presa en riquezas, en caballos y en hombres, le dio orden de que tomase de cada especie de cosas diez. antes de hacerse la distribución a los demás, y separadamente por prez del valor le regaló un caballo enjaezado. Aprobáronlo los Romanos; pero Marcio, adelantándose, respondió que el caballo lo recibía, y le eran muy gratos los elogios del general: pero en cuanto a las demás cosas, mirándolas más bien como salario que corno honor, las renunciaba, contento con entrar como uno de tantos al reparto: con todo, que una sola gracia especial pedía y les rogaba se la otorgasen. «Tenía, dijo, entre los Volscos un huésped y amigo, hombre de probidad y moderación: éste ha sido ahora hecho prisionero, y de rico y feliz que antes era, ha venido a ser esclavo; mas entre tantos males como le agobian, de uno sólo es menester aliviarle, que es de ser vendido en la almoneda». Al oír tal propuesta todavía fue mayor la gritería de todos en loor de Marcio, y muchos los que admiraron más su desprendimiento en punto a intereses, que su ardimiento en los combates: de manera que aun a aquellos en quienes había algo de emulación y envidia por los distinguidos honores que se le tributaban les pareció digno de los mayores premios, por el mismo hecho de rehusarlos; y en más tenían la virtud con que los despreciaba, que no aquella con que los había ganado; porque es más laudable saber usar bien de las riquezas que de las armas, y más glorioso que el usar bien de aquellas el no desearlas ni haberlas menester.

XI.— Luego que entró la muchedumbre cesó el alboroto y la gritería, volvió a tomar la palabra Cominio, y dijo: «En cuanto a esos otros dones, oh camaradas, no hay como precisar a Marcio, si no los admite o rehusa recibirlos: obsequiémosle, pues, con aquel que concedido no pueda desecharle, y resolvamos que tome el nombre de Coriolano, si es que ya su misma hazaña no se le dio». Y desde entonces tuvo el de Coriolano por el tercero de sus nombres: con lo que se pone más de manifiesto que entre éstos Gayo era el nombre propio, y que el segundo era el de la casa y familia, esto es, el de Marcio. El que usó ya en adelante fue el tercero, que se añadía por una acción, por un acaso, por la figura, o por alguna virtud, al modo que los Griegos por una hazaña imponían el sobrenombre de Sóter y de Calinico; por la figura el de Fiscón y Gripo; por la virtud el de Evérgetes y Filladelfo, y por la dicha el de Eudemón al segundo de los Batos. En algunos de los reyes los motes mismos pasaron a ser nombres, por los que fuesen conocidos, como en Antígono el de Dosón, y en Tolomeo el de Látiro. Todavía fue más común a los Romanos usar de este género de sobrenombres, llamando Diademado a uno de los Metelos, porque, habiendo tenido por largo tiempo una llaga, salía a la calle con una venda en la frente; y a otro Céler o Pronto, porque dispuso en muy pocos días el dar solemnes juegos en el funeral de su difunto padre, manifestando así la admiración que les causó la prontitud y ligereza de aquellos preparativos. A algunos, por el caso ocurrido en su nacimiento, los llaman aun hoy Próculo al que nace estando su padre ausente; Póstumo cuando el padre ha muerto; y al que habiendo nacido mellizo se le muere el hermano, Vopisco. Por los motes y apodos no sólo dan los sobrenombres de Silas, Nigros, Rufos, sino también los de Cecos y Claudios: acostumbrando muy juiciosamente a no tener por tacha o afrenta la ceguera o alguna otra desgracia y falta corporal, sino a ponerlas por nombre propio del que las sufre. Mas esto pertenece a tratado diferente.

XII.— Terminada la guerra, volvieron los tribunos a suscitar otra vez la sedición, no porque tuviesen nueva causa o motivo justo de queja, sino haciendo que les sirvieran de pretexto contra los patricios los males que necesariamente debieron seguirse a sus primeras inquietudes y disensiones. La mayor parte del terreno se quedó, en efecto, por sembrar e inculto, y no hubo oportunidad con motivo de la guerra para hacer prevención de trigo forastero. Sobrevino, por tanto, una suma carestía, y viendo los tribunos que la plebe estaba absolutamente falta de abastos, y que aun cuando los hubiese de venta no tenían con qué comprarlos, echaron la calumniosa voz contra los ricos de que por pura malignidad les habían atraído aquella hambre. Entre tanto, vino embajada de los de Veletri, ofreciendo entregar la ciudad y pidiendo se enviasen allá colonos, porque una enfermedad pestilente que los había afligido había hecho tal ruina y destrozo de hombres, que apenas le habría quedado la décima parte de su población. Parecióles a los hombres de juicio que había venido muy oportuna y sazonadamente esta demanda de los Velitranos en ocasión en que, necesitando de algún alivio a causa de la escasez, concebían la esperanza de calmar la sedición con limpiar la ciudad de lo más revuelto y más acalorado de los tribunos, como de una superfluidad nociva e incómoda. Escogiendo, pues, a éstos los cónsules, formaron con ellos la colonia y la enviaron, y a los demás les intimaron la necesidad de militar contra los Volscos; preparando así una distracción de las turbaciones civiles, y pensando que, reunidos con las armas en el campamento y en los comunes combates, los ricos, juntamente con los pobres, y los plebeyos con los patricios, se mirarían recíprocamente entre sí con mayor mansedumbre y dulzura.

XIII.— Oponíanse principalmente los tribunos Sicinio y Bruto, diciendo a gritos que se quería disfrazar la cosa más inhumana con uno de los nombres más benignos, pues era como echar al Tártaro a los pobres, hacerles marchar a una ciudad llena de un aire enfermizo y de cadáveres insepultos y enviarlos a la mansión de un Genio extranjero y maléfico, y como si esto no fuera bastante, que a unos ciudadanos querían los acabase el hambre, a otros los abandonaban a la peste, y además les suscitaban una guerra del todo voluntaria para que no hubiera calamidad que a la ciudad no alcanzase, porque no se prestaba a vivir en la esclavitud de los ricos. No circulando. pues, entre la plebe otros discursos que éstos, no se presentaba a la revista de los cónsules, y desacreditaba la resolución de enviar la colonia. Veíase en perplejidad el Senado; pero Marcio, que ya estaba lleno de orgullo y tenía la reputación de altivo, haciéndose admirar por esta cualidad, era entre los poderosos el que más abiertamente hacía frente a los tribunos. Enviaron, pues, la colonia, precisando a salir con graves penas a los sorteados, y por lo que hace a la milicia, como enteramente se negasen a ella, Marcio juntó sus clientes y otros a quienes pudo persuadir, recorrió todo el país de los de Ancio, y habiendo encontrado mucho grano, y hecho gran botín de ganados y esclavos, nada tomó para sí, y volvió a Roma con sus soldados, que traían y conducían mucha hacienda: de manera que los demás, pesarosos ya y envidiosos de los que se habían enriquecido, se irritaban con Marcio y miraban con malos ojos su gloria y su poder, como que crecían en daño de la plebe.

XIV.— Presentóse de allí a poco tiempo Marcio pidiendo el consulado, y la mayor parte condescendía, ocupando a la plebe cierta vergüenza para no desairar ni repeler a un varón que, sobresaliendo a todo en linaje y en valor, había alcanzado tantos y tan señalados triunfos; porque era costumbre que los que pedían el consulado hablaran y alanzaran la diestra a los ciudadanos, presentádose con sola la toga y sin túnica en la plaza, bien fuera para mostrar mayor sumisión en sus ruegos, o bien para poner de manifiesto los que tenían cicatrices aquellos honrosos testimonios de su valor y fortaleza, pues no era por sospecha de distribución de dinero o de presentes el obligar a que el peticionario se presentara a sus conciudadanos desceñido y sin túnica, porque tarde y muy largo tiempo después fue cuando se introdujo la corrupción y la venta, y cuando el dinero se mezcló en las votaciones de los comicios; y ya desde entonces el soborno, habiendo contaminado los tribunales y los ejércitos, impelió la ciudad hacia el despotismo, cautivando las armas al dinero, pudiéndose asegurar que tuvo mucha razón el que dijo que el primero que disolvió la república fue el que dio banquetes e hizo distribución de dinero al pueblo. Mas este daño parece que se fue deslizando a escondidas y poco a poco, y que no se manifestó de pronto en Roma, puesto que no sabemos quién fue el que primero hizo en aquella ciudad donativos a los tribunales o al pueblo; cuando en Atenas se dice haber sido el primero que dio dinero a los jueces Ánito, el hijo de Antemión, acusado de traición acerca de Pilo, ya hacia el fin de la guerra del Peloponeso, tiempo en que todavía en Roma dominaba en la plaza pública un linaje verdaderamente áureo e incorrupto.

XV.— Mostraba Marcio muchas cicatrices de gran número de combates en que había sido herido en los diez y siete años seguidos que había militado, lo que hacía mirar con respeto su valor, y unos a otros se habían dado palabra de designarle. Mas venido el día en que había de hacerse la votación, como Marcio se hubiese presentado en la plaza pública acompañándole pomposamente el Senado y pugnando todos los patricios por ponérsele alrededor, demostración que jamás habían hecho con nadie, al punto la muchedumbre depuso la inclinación que le tenía, pasando a mirarle con encono y ojeriza, a los cuales afectos se juntaba, además, el temor de que un hombre tan aristocrático, hecho dueño del mando y teniendo tanto ascendiente con los patricios, pudiera privar enteramente al pueblo de su libertad. Con estas ideas desairaron en la votación a Marcio. Luego que se vio ser otros los cónsules que se publicaron, el Senado lo sintió profundamente, creyendo que el insulto, más que contra Marcio, era contra él mismo; pero aquel no llevó con moderación ni con sosiego lo sucedido, estando por lo común acostumbrado a usar de aquella parte de su carácter que era iracunda y rencillosa, sin que lo dócil y suave que principalmente debe sobresalir en las virtudes políticas se le hubiese en ningún modo inspirado por el discurso y la educación. y sin que supiese que, como dice Platón, al que ha de tomar parte en los negocios públicos y conversar sobre ellos con otros hombres, le conviene ante todo huir la arrogancia, compañera inseparable del aislamiento, y abrazar la paciencia, que suele de algunos ser escarnecida. Así es que, siendo hombre sencillo e inflexible, creído de que el vencer y salirse con todo era obrar con fortaleza, mas no de que el entregarse a la cólera proviene de debilidad y flaqueza, por lo que sufre y padece el espíritu, del que viene a ser como un tumor la ira, se retiró de la plaza lleno de incomodidad y despecho contra el pueblo. Los jóvenes patricios, que eran en la ciudad, por lo distinguido de su origen, lo más ufano y floreciente, siempre se le habían mostrado sumamente afectos. En esta ocasión, se pusieron de su parte decididamente, e irritados y dolidos como él, exasperaron todavía más su cólera e indignación, porque era, cuando estaban de facción, su guía y su maestro en las cosas de la guerra, y en el hacer que los que se gloriaban de hazañas ilustres excitaran en los demás, no envidia, sino una honrosa emulación.

XVI.— Vino en esta sazón trigo a Roma, en gran parte comprado en Italia y en no pequeña regalado por los Siracusanos, enviándolo al tirano Gelón, con el que muchísimos concibieron lisonjeras esperanzas de que a un mismo tiempo iba la ciudad a verse libre de escasez y de disensiones. Reunido, pues, el Senado, se derramó incontinente por las inmediaciones el pueblo, cercando por la parte de afuera la Curia, en la esperanza de que tendría grano en mucha conveniencia, y que lo regalado se distribuiría de balde; y aun adentro había quien a esto mismo excitase al Senado. Mas levantóse en este punto Marcio y contradijo acaloradamente a los que pensaban en haberse benignamente con la muchedumbre, tratándolos de populares y de traidores de la nobleza, que fomentaban contra sí mismos las semillas, ya prendidas, de osadía e insolencia, que hubiera sido bueno no haber despreciado cuando se esparcían al principio, y no haber dejado a la plebe hacerse poderosa con tan excesiva potestad: que ya hasta temible se les hacía con querer que en todo se cediera a su voluntad y a nada pudiera precisárseles contra ella, no guardando obediencia a los cónsules, y viviendo en anarquía con tener por caudillos a los que se denominaban magistrados suyos: que con el presente y distribución del grano, que al modo de los Griegos de mejor ordenadas repúblicas decretaban algunos, no se haría otra cosa que dar aire a su desobediencia en ruina del Estado; «pues no pueden reconocer que sea una recompensa por la milicia, de que desertaron, por las escisiones con que abandonaron la patria, o por las calumnias que abrigan contra el Senado, sino que en la inteligencia de que cediendo y lisonjeándolos de miedo les hacemos semejante distribución, y, con la esperanza de salirse con todo, no pondrán a su desobediencia término alguno, ni habrá cómo contenerlos de que armen disensiones y alborotos: así que esto —decía— me parece una locura. Por tanto, si hemos de obrar con prudencia, arranquémosles el tribunado, que es un jirón de la autoridad consular y un rasgón de la república, no una ya como antes, sino de tal manera partida en trozos, que ya no ha de poder en adelante unirse, ni tener concordia, ni dejar nosotros de estar agitados y en continuos alborotos unos con otros».

XVII.— Diciendo Marcio muchas cosas por este término, entusiasmó extraordinariamente a todos los jóvenes y puso de su parte a casi todos los ricos, que decían a gritos no tenía la ciudad otro hombre invencible e incapaz de condescendencias, sino a él sólo. Hacíanles, con todo, oposición algunos de los ancianos, previendo lo que iba a suceder; pero nada de provecho adelantaron, pues los tribunos que se hallaban presentes, luego que vieron que prevalecía el dictamen de Marcio, corrieron con gritería hacia la muchedumbre, exhortándola a que se les uniese y les diese auxilio. Reunido tumultuariamente el pueblo en junta, y referidas las expresiones en que había prorrumpido Marcio, estuvo muy poco en que, llevada la plebe de la ira, no se arrojase sobre el Senado; pero los tribunos, atribuyéndolo todo a Marcio, lo enviaron a llamar para que se defendiese. Mas como con desprecio hubiese desechado a los lictores que se le enviaron, los mismos tribunos se presentaron trayendo con los prefectos a Marcio por fuerza, habiéndole echado mano, Concurrieron entonces los patricios, e hicieron retirar a los tribunos, y a los prefectos aun les dieron algunos golpes; pero sobrevino la tarde y disolvió aquel alboroto. A la mañana temprano, viendo los cónsules al pueblo sumamente inquieto, que por todas partes corría hacia la plaza pública, temieron por la ciudad, y congregando el Senado exhortaban a que mirase cómo con palabras suaves y con proposiciones ventajosas se podría apaciguar y sosegar a la muchedumbre, pues no eran momentos aquellos de pretensiones ni de contender por la autoridad, si tenían algo de juicio, sino más bien tiempo delicado y de urgencia que exigía un manejo de mucha mansedumbre y mucha humanidad. Convinieron los más, y dirigiéndose los cónsules a la muchedumbre, le hablaron con mucha blandura y procuraron templarla, disipando con agrado las calumnias y absteniéndose lo posible de quejas y reconvenciones, y en cuanto al precio del grano comprado, dijeron que fácilmente se entenderían entre sí.

XVIII.— Cuando la mayor parte de la plebe se hubo calmado, y se echó de ver en el escuchar con orden y sosiego que se había dejado convencer y ablandar, tomando la palabra los tribunos, ofrecieron que la plebe competiría en moderación y prudencia con el Senado mientras así se la tratase; mas al mismo tiempo ordenaron que Marcio se justificase de haber tratado de inflamar al Senado para trastornar el gobierno y disolver la república, de haber sido rebelde a la citación de ellos mismos y, finalmente, de haber dado golpes e insultado en la plaza pública a los prefectos, promoviendo en cuanto estuvo de su parte la guerra civil y armando a los ciudadanos unos contra otros. Hacían esta propuesta con la intención, o de humillar a Marcio si contra su carácter deponía la altivez, o de encender más la ira contra él si usaba de su genio, que era lo que más esperaban y en lo que ciertamente no se engañaron: porque se presentó como para defenderse, y la plebe le prestó una reposaba atención; mas luego que ante unos hombres que aguardaban un lenguaje sumiso empezó, no sólo a usar de un desenfado chocante y de una acusación más chocante todavía que el desenfado, sino que aun en el tono de voz y en todo su continente dio muestras de un desahogo que no distaba mucho del desdén y del desprecio, la plebe se incomodó y se le veía que le era muy molesto aquel discurso; y de los tribunos, Sicinio, que era el más pronto y arrebatado, habiendo conferenciado brevemente con sus colegas y publicando que Marcio era condenado a muerte por los tribunos, ordenó a los prefectos que, llevándole a la roca Tarpeya, le arrojasen inmediatamente al barranco que está al pie de ella. Al ir los prefectos a echarle mano, aun a los más de los plebeyos les pareció aquello sumamente duro y mal meditado; y los patricios, levantándose y acudiendo de todas partes, pugnaban con gritería por darle socorro, y unos apartaban a empellones a los que le asían, cogiendo a Marcio en medio de ellos, y otros, levantando las manos, hacían plegarias a la muchedumbre. De nada servían los discursos ni las voces en semejante tumulto y confusión; conferenciando, por tanto, entre sí los amigos y familiares de los tribunos sobre que sería imposible, sin gran mortandad de los patricios, sacar de allí y castigar a Marcio, lograron persuadir a aquellos que desistieran de lo extraño y repugnante de aquel modo de castigo, quitándole la vida por violencia, sin ser juzgado, y antes permitieran al pueblo dar su voto. De sus resultas preguntó Sicinio a los patricios qué era lo que intentaban con sustraer a Marcio de manos de la plebe que quería castigarle. Y como aquellos le preguntasen a su vez: «¿Y qué resolución y presunción es la vuestra de conducir así a uno de los primeros ciudadanos Romanos a un castigo tan feroz e ilegal?», «No hagáis, pues, contestó Sicinio, que esto sirva de pretexto para una disensión y sublevación contra la plebe, ya que se os concede lo que apetecéis, que es que sea juzgado: y a ti, oh Marcio, continuó, te asignamos el plazo de tres ferias para que comparezcas, y si es que no has delinquido, lo hagas manifiesto a sus conciudadanos, que con sus votos han de juzgarte».

XIX.— Por entonces contentó mucho a los patricios este desenlace, y se retiraron con Marcio sumamente gozosos. En el plazo de las tres ferias, porque hacen los Romanos sus ferias de nueve en nueve días, dándoles el nombre de núndinas, les dio esperanza de buen éxito el tener que levantar ejército contra los de Ancio, pensando que iría largo y ocuparía tiempo, con el que la plebe se haría más dócil, debilitándose el enojo concebido o borrándose del todo con la vuelta, eran frecuentes las juntas de los patricios, temerosos y solícitos por no abandonar a Marcio, ni dar otra vez a los tribunos motivo para conmover la plebe. Tenía opinión Apio Claudio de ser uno de los más opuestos a ésta, y no la desmintió en esta ocasión, diciendo que el Senado sería quien acabase con los patricios y quien disolviese la república, si daba lugar a que la plebe tuviera voto contra los patricios; pero, por el contrario, los más ancianos y más populares eran de dictamen de que la misma autoridad, en vez de más áspera y más insolente, haría a la plebe más dulce y más humana; porque para aquella, que más bien que despreciar al Senado estaba en inteligencia de ser de él tenida en poco, sería de gran honor y consuelo esta facultad de juzgar; de manera que en el acto mismo de tomar las tablas ya habrían depuesto la ira.

XX.— Echando de ver Marcio que el Senado, por amor a él y por miedo a la plebe, estaba en la mayor duda y perplejidad, preguntó a los tribunos qué era de lo que le acusaban y sobre qué crimen le llevaban a ser juzgado por el pueblo. Respondiéndole éstos que la acusación era de tiranía y le probarían que tiranizar había sido su intento, se levantó prontamente, y de ese modo dijo: «Ahora mismo voy ante el pueblo a defenderme, y no rehúso ningún modo de juicio, ni, si soy vencido, ningún género de pena, con tal que sobre esto sólo sea mi acusación y no engañéis al Senado». Y convenidos en ello, según lo tratado, se entabló el juicio. Congregado el pueblo, ya desde luego hubo la novedad de que se obtuvo a la fuerza por los tribunos que la votación se hiciese, no por curias, sino por tribus, consiguiendo con esto que sobre los hombres acomodados, conocidos y compañeros de Marcio en el ejército, prevaleciera en sufragios una muchedumbre pobre, jornalera y poco cuidadosa del decoro. Después de esto, abandonando el juicio de tiranía, para el que no tenían pruebas, trajeron a discusión el discurso de Marcio en el Senado, cuando se opuso a la disminución del precio del trigo y se empeñó en que se quitara a la plebe el tribunado. Acusáronle también de otro nuevo crimen, que fue la distribución del botín que hizo en la comarca de Ancio, no habiéndolo aportado al erario público, sino repartido a los que militaron con él; que se dice haber producido en Marcio grande trastorno, porque de ningún modo lo esperaba; así cogido de repente, no le ocurrieron razones bastante persuasivas para hablar a la muchedumbre, y antes con hacer el elogio de los que fueron de la expedición indispuso contra sí a los que no se hallaron en ella, que eran en mucho mayor número. Finalmente, dadas las tablas a las tribus, excedieron de tres las que le condenaban, siendo la pena destierro perpetuo. Luego que esto se anunció al pueblo, salió de la plaza con un gozo y una satisfacción cual no había manifestado nunca después de haber vencido a sus enemigos. Por el contrario, del Senado se apoderó una gran pesadumbre y abatimiento, arrepintiéndose y llevando muy a mal el no haberse expuesto a todo antes que consentir que la plebe los maltratase, autorizada con tan exorbitante facultad: de manera que para distinguirlos no había entonces necesidad de atender al vestido u otras insignias, sino que al instante se echaba de ver que el que estaba contento era plebeyo, y patricio el que se mostraba incomodado.

XXI.— Sólo el mismo Marcio se mostraba sereno e imperturbable en su continente, en sus pasos y en su semblante; y mientras los demás sufrían, él sólo se ostentaba impasible; no por reflexión o apacibilidad, ni porque estuviese resignado a lo que le sucedía, sino más bien agitado de ira y de impaciencia, lo cual engaña a muchos que no comprenden que aquello es otra forma de pesar. Porque cuando éste se convierte en saña, como si diera calentura, entonces se pierde el abatimiento y la inmovilidad, y el iracundo aparece esforzado, al modo que fogoso el calenturiento, como si el alma estuviese alterada, tirante y conmovida.

Así es que muy luego dio muestras Marcio de esta disposición; porque entrando en su casa se despidió de su madre y su mujer, a las que encontré muy afligidas y llorosas; y exhortándolas a llevar con valor aquel trabajo, marchó sin detenerse, y se encaminó a las puertas de la ciudad. De allí, adonde le habían acompañado todos los patricios, sin tomar nada ni hacer algún encargo, se puso en camino, no llevando consigo sino tres o, cuatro de sus clientes. Por unos cuantos días estuvo en una de sus posesiones, revolviendo en su ánimo diferentes ideas, cuales el enojo se las sugería, y no pensando nunca cosa buena o conveniente, sino cómo haría a los Romanos arrepentirse, resolvió, por fin, ver el modo de suscitarles una guerra peligrosa y cercana. Encaminóse, pues, antes que a otra parte a tentar a los Volscos, sabedor de que estaban florecientes en gente y en dinero, y teniendo por cierto que con las derrotas poco antes sufridas no se había disminuido tanto su poder, como se habían aumentado su emulación y su encono.

XXII.— Había en Ancio un ciudadano que, por su riqueza, por su valor y por lo ilustre de su linaje, tenía una especie de autoridad regia entre todos los Volscos, y era su nombre Tulo Aufidio. Sabía Marcio que éste le aborrecía más que a ninguno otro de los Romanos, porque muchas veces en los combates se habían hecho amenazas y provocaciones, usando de jactancias en los encuentros, como es propio de la vanagloria y la emulación entre enemigos jóvenes; y así, a la enemistad común habían añadido el odio particular del uno al otro. Mas con todo, conociendo también en Tulo cierta grandeza de ánimo, y que más que ninguno entre los Volscos deseaba hacer daño por su parte a los Romanos si daban ocasión a ello, confirmó la sentencia del que dijo: Repugnar a la ira es arduo empeño: cómprase con la vida lo que anhela. Y así, tomando un vestido y traje en el que, aunque lo vieran, no pudiera ser conocido, a la manera de Odiseo,

En la ciudad se entró de hombres contrarios.

XXIII.— Era la hora de anochecer, y aunque tropezó con muchos, no fue conocido de nadie. Dirigióse, pues, a la casa de Tulo, y entrándose repentinamente al hogar, se sentó sin hablar palabra, y cubriéndose la cabeza, se estuvo quedo. Admiráronse los que allí se hallaban; pero ninguno se atrevió a oponérsele, porque había cierta dignidad en su continente y en su silencio; lo que sí hicieron fue referir a Tulo, que estaba cenando, lo extraordinario de aquel paso; y éste, levantándose de la mesa, se vino para él y le preguntó quién era, y cuál el objeto de su venida. Entonces Marcio, descubriéndose y parándose un poco, «si aún no me conoces, oh Tulo —dijo—, sino que con estar viéndome todavía dudas, será preciso que yo me haga acusador de mí mismo. Soy Gayo Marcio, que he causado a los Volscos muchos daños, y llevo un nombre que no me permitiría negarlo, llamándome Coriolano, pues de todos mis trabajos y peligros no poseo otro premio que este ilustre nombre, distintivo de mi enemistad contra vosotros; esto es lo único que no se me ha quitado: de todos los demás bienes, por envidia e insolencia de la plebe, y por flojedad y abandono de los que están en los altos puestos, que son mis iguales, de una vez me he visto despojado. Me han echado a un destierro, y me he acogido a tu hogar como suplicante, no de mi inmunidad y seguridad, porque a qué había de venir aquí si temiera morir, sino en solicitud de tomar venganza, la que ya tomo en alguna manera de los que me han desechado, haciéndote dueño de mí. Por tanto, si anhelas dominar a tus enemigos, aprovéchate, oh hombre generoso, y saca partido de mis desgracias, haciendo que se convierta en dicha vuestra el infortunio de un hombre que tanto mejor peleará en vuestra defensa que contra vosotros, cuanto hacen mejor la guerra los que conocen las cosas de los enemigos que los que las ignoran. Mas si has desistido de aquel intento, ni yo quiero vivir, ni a ti te estaría bien el salvar a un hombre que te es de antiguo contrario y enemigo, y ahora inútil y de ningún provecho». Al oír esto Tulo recibió grandísimo contento, y alargando la diestra, «levántate —le dijo—, oh Marcio, y confía: porque nos traes un gran bien entregándote a ti mismo; y espera todavía mayores cosas de los Volscos». Dio entonces un banquete a Marcio con gran regocijo, y en los días siguientes estuvieron confiriendo juntos entre sí sobre la guerra.

XXIV.— En Roma la ojeriza de los patricios contra la plebe, acrecentada con la condenación de Marcio, causó grande alteración; además, los agoreros, los sacerdotes y los particulares referían muchos prodigios que debían inspirar cuidado. Cuéntase uno de ellos en esta forma: había un Tito Latino, hombre poco conocido, no de la clase jornalera, sino medianamente acomodado, libre de toda superstición y más todavía de ostentación y jactancia. Éste, pues, tuvo un sueño, en el que se le apareció Júpiter y le mandó dijese al Senado que había sido danzante poco diestro y poco agradable el que había prevenido para que fuese delante de su procesión. Cuando tuvo este ensueño, dijo que a la primera vez no hizo caso, y que cuando segunda y tercera lo despreció también, le vino la nueva de la muerte de un hijo muy apreciable, y de repente se le baldó el cuerpo sin poderse valer de él: de todo lo que, habiéndose hecho llevar en hombros, dio cuenta al Senado; y según dicen, no bien lo hubo ejecutado, cuando sintió fortalecido su cuerpo y se retiró andando por su pie. Quedáronse los senadores atónitos e hicieron grandes pesquisas sobre este suceso, que resultó haber pasado así: un amo entregó en manos de los otros a uno de sus esclavos con orden de que lo llevaran por la plaza dándole azotes y después le quitaran la vida. En pos de ellos, cuando así lo cumplían y hostigaban al esclavo, que con el dolor daba mil vueltas y hacía muchos movimientos y contorsiones poco graciosas, acertó por casualidad a ir la rogativa de Júpiter, a cuya vista muchos de los que allí se hallaron sintieron incomodidad, viendo un espectáculo tan triste y aquellas odiosas contorsiones; mas ninguno se interpuso, y sólo se contentaron con decir denuestos e imprecaciones contra el que tan ásperamente castigaba. Trataban entonces a los esclavos con mucha equidad, por trabajar a su lado, y porque viviendo juntos usaban con ellos de gran dulzura y familiaridad: así el mayor castigo de un esclavo descuidado era hacerle que, tomando el palo del carro en que se sostiene el timón, saliese así por la vecindad; porque el que sufría, y era visto de los conocidos y vecinos, quedaba para siempre desacreditado; y a este tal le decían por apodo Furcifer, porque llamaban horquilla los Romanos a lo que los Griegos apoyo o sostén.

XXV.— Luego que Latino les refirió esa visión, dudando quién podría ser el poco diestro y poco grato danzante que había precedido a la rogativa de Júpiter, hicieron algunos memoria, por la extrañeza del castigo, de aquel esclavo que azotado había sido conducido por la plaza y después se le había dado muerte. En consecuencia, por dictamen uniforme de los sacerdotes, el señor del esclavo fue castigado, y de nuevo se hicieron en honor del dios la rogativa y los ruegos. En otras muchas cosas se echa de ver que Numa fue un excelente ordenador de las cosas sagradas; pero sobresale principalmente lo que estableció para hacer religiosos a los Romanos; en efecto, cuando los magistrados y sacerdotes se ocupan en las cosas divinas, precede un heraldo, que exclama en alta voz: hoc age, expresión que significa «haz esto», prescribiendo a los sacerdotes que presten atención y no interpongan ninguna otra obra o especie de ocupación, como dando a entender que las más de las cosas humanas se hacen por una cierta necesidad, sin intención del que las hace. Por lo que toca a los sacrificios, las procesiones y los espectáculos, suelen los Romanos repetirlos, no sólo por una causa tamaña, sino por otras más pequeñas; pues con que flaquease uno de los caballos que arrastraban las llamadas tensas, o con que un auriga tomase las riendas con la mano izquierda, decretaban que de nuevo se hiciese la rogativa, y aun en tiempos posteriores se hizo hasta treinta veces el mismo sacrificio, porque siempre pareció que había habido alguna falta o se había atravesado algún estorbo; ¡tal era en estas cosas divinas la piedad de los Romanos!

XXVI.— Marcio y Tulo, entre tanto, trataban en Ancio reservadamente con los de mayor poder, y los exhortaban a promover la guerra, mientras los Romanos estaban en disensiones unos con otros; y cuando trabajaban en persuadirlos, porque les oponían la tregua y armisticio de dos años convenido entre los dos pueblos, los Romanos mismos le dieron ocasión y pretexto con haber hecho publicar por pregón, a causa de cierta sospecha, o más bien calumnia, que los Volscos que asistiesen a los espectáculos y juegos debieran salir de la ciudad antes de ponerse el sol. Hay quien diga que esto se hizo por amaño y dolo de Marcio, que envió a Roma quien falsamente acusase a los Volscos de tener meditado sorprender a los Romanos en sus espectáculos e incendiar la ciudad; ello es que aquel pregón a todos los enemistó más y más con los Romanos. Acalorábalos además Tulo, e instigábalos de continuo, hasta que logró persuadirles que enviasen a Roma a intimar la restitución de las tierras y las ciudades que en la guerra se habían tomado a los Volscos. Mas los Romanos, oída la embajada, se llenaron de indignación y dieron por respuesta que los Volscos serían los primeros a tomar las armas, pero los Romanos serían los últimos en deponerlas. Con esto, congregando Tulo al pueblo en junta general, luego que hubieron decretado la guerra, les aconsejó que se llamase a Marcio, no conservando memoria alguna de los males antiguos, sino teniendo por cierto que de auxiliarles haría más bien que mal les había hecho siendo enemigo.

XXVII.— Presentóse al llamamiento Marcio, y habiendo hablado a la muchedumbre, como no menos que por las armas se hubiese mostrado por su elocuencia hombre denodado y guerrero, y aun extraordinario en sus pensamientos y su osadía, se le confirió juntamente con Tulo el absoluto mando para aquella guerra. Mas temeroso de que el tiempo que los Volscos habían de gastar en sus preparativos, que podía ser largo, le arrebatase la oportunidad de obrar, encargó a los principales ciudadanos y a los magistrados que activasen y pusiesen en orden todas las cosas, y él persuadiendo a los más decididos a que voluntariamente les siguiesen sin alistamiento, invadió repentinamente el país de los Romanos, cuando menos lo esperaban. Así es que recogió tan inmenso botín, que los Volscos tuvieron para retener, para llevar y para consumir en el ejército, hasta cansarse. Era con todo la menor mira de aquella expedición el procurarse provisiones y el talar y devastar la comarca; el objeto principal era acrecentar la discordia entre los patricios y la plebe, para lo que, arrasando y destruyendo todo lo demás, en los campos de los patricios no permitió que se hiciera el más leve daño, ni que nadie tomara de ellos cosa alguna. Con efecto, por esta causa fue mayor la disensión y contienda entre ellos, acusando a la plebe los patricios de haber desterrado injustamente a un varón de tan grande importancia y culpando a éstos la plebe de haber llamado por encono a Marcio; a lo que añadía que después le dejarían a ella la guerra, quedándose tranquilos espectadores, por cuanto tenían a la parte de afuera por guarda de su hacienda y de sus bienes a la misma guerra. Hecho esto, con lo que Marcio inspiró a los Volscos mucho aliento y confianza, se retiró con la mayor seguridad.

XXVIII.— Cuando estuvieron ya reunidas todas las fuerzas de los Volscos, como se hallase ser muchas, determinaron dejar una parte en las ciudades para su guarnición y con la otra marchar contra los Romanos; y en esta ocasión Marcio dio a escoger a Tulo entre los dos mandos. Pero Tulo contestó que conocía bien que Marcio no le cedía en valor, y que en fortuna le había visto ser muy favorecido en todos los hechos de armas; así, que tuviera el mando de las que habían de salir a campaña, quedándose él mismo a defender las ciudades y a facilitar a los del ejército cuanto fuera menester. Cobrando con esto Marcio nuevo ánimo, volvió en primer lugar contra la ciudad de Circeyos, colonia que era de los Romanos; mas como ésta se le entregase espontáneamente, ningún daño le hizo. Desde ella pasó a talar el país de los Latinos, esperando con esto que los Romanos vendrían a empeñar acción en defensa de los Latinos, por ser sus aliados, y porque muchas veces los habían llamado. Mas la muchedumbre había decaído de ánimo, y quedándoles a los cónsules muy poco tiempo de mando, en el que no querían exponerse, por estas causas desatendieron a los Latinos; entonces Marcio marchó contra las ciudades mismas, y sojuzgando por la fuerza a los Tolerinos, Lavicos y Pedanos, y aun a los Bolanos, que le hicieron resistencia, se apoderó, al recoger la presa, de sus personas, y distribuyó sus bienes. A los que voluntariamente se le entregaron, los protegió con esmero para que, sin quererlo él, no recibiesen daño alguno, aunque estuviera lejos con el ejército y distante del país.

XXIX.— En seguida, tomando por asalto a Bolas, ciudad que no distaba de Roma más de cien estadios, se hizo dueño de gran riqueza y pasó a cuchillo casi a todos cuantos podían por la edad llevar armas. De los Volscos, aun aquellos a quienes no había tocado quedarse en las ciudades no tenían paciencia, sino que se pasaban con sus armas a Marcio, diciendo que a él sólo le reconocían por general y por caudillo. Era por toda la Italia muy sonado su nombre y grande la opinión de su valor, pues que con la mudanza de una sola persona tan extraordinario cambio se había hecho en todos los negocios.

En los de los Romanos, ningún concierto había, desalentados como estaban para salir a campaña y no ocupándose diariamente más que en sus altercados y en expresiones de discordia de unos a otros, hasta que les llegó la nueva de estar sitiada por los enemigos la ciudad de Lavinio, donde los Romanos tenían los templos de los Dioses patrios y que era la cuna y principio de su linaje, por haber sido la primera de que Eneas había tomado posesión. Entonces, ya una admirable y común mudanza de modo de pensar se apoderó de la plebe, y otra extraña también enteramente y fuera de razón trastornó a los patricios. Porque la plebe se decidió a abolir la condena de Marcio, y a restituirle a la ciudad, y el Senado, reunido a deliberar sobre aquella determinación, recedió de ella y la contradijo, o porque en todo se hubiese propuesto repugnar a los deseos de la plebe, o porque no quisiese que. Marcio debiera el favor de ésta su restitución, o porque ya se hubiese irritado con éste porque a todos hacía daño sin haber sido de todos ofendido, habiéndose declarado enemigo de la patria, en la que la parte principal y de más poder sabía que había tenido que padecer y había sido agraviada juntamente con él. Participada esta resolución a la muchedumbre, la plebe no tenía arbitrio para decretar alguna cosa con sus sufragios y establecerla como ley sin que precediera la autoridad del Senado.

XXX.— Llegó a entenderlo Marcio, e irritado de nuevo levantó el sitio y lleno de enojo marchó contra la ciudad, poniendo sus reales en el sitio llamado las Fosas Clelias, distante de aquellos solamente cuarenta estadios. Viéronle; hízoseles temible, y causando en todos gran turbación calmó por entonces las disensiones, pues nadie, ni magistrados ni Senado, se atrevió ya a contradecir a la muchedumbre acerca de restituir a Marcio, sino que viendo correr por la ciudad a las mujeres, en los templos las plegarias y el llanto y los ruegos de los ancianos, y en todos la falta de osadía y de consejos saludables, convinieron en que la plebe había pensado sabiamente acerca de que se reconciliaran con Marcio, y el Senado había cometido grande error empezando a manifestar enojo y enemiga cuando convenía poner fin a estas pasiones. Determinaron, pues, de común acuerdo enviar a Marcio mensajeros que le ofrecieran la vuelta a la patria y le pidieran pusiese término a la guerra. Los que envió el Senado eran de los amigos de Marcio, y esperaban encontrar a su llegada la más benigna acogida en un amigo y compañero suyo; mas nada de esto hubo, sino que, llevados por medio del campamento de los enemigos, le hallaron sentado entre una gran comitiva con intolerable severidad. Teniendo, pues, a su lado a los principales de los Volscos, les dio orden de que dijesen qué era lo que tenían que pedir. Hablaron palabras moderadas y humanas, convenientes a su presente situación, y concluido que hubieron, les respondió ásperamente y con enfado por lo tocante a sí y a lo que se le había hecho sufrir; y después, como general, por lo tocante a los Volscos, les puso por condición la restitución de las ciudades y de todo el territorio que habían ocupado por la guerra y que habían de declarar a los Volscos una igualdad absoluta de derechos, como la disfrutaban los Latinos: pues no podía haber otra reconciliación segura que la que se fundase en igualdad y justicia; concedióles para deliberar un plazo de treinta días, con lo que, despedidos los embajadores, al punto se retiró de aquella comarca.

XXXI.— Éste fue el primer motivo de queja que hicieron valer contra él aquellos de entre los Volscos que ya antes miraban mal y con envidia su grande autoridad, de cuyo número era Tulo, no porque en su persona hubiese sido en ninguna manera ofendido, sino por lo que es la miseria de nuestra condición; Tulo no podía sufrir ver del todo oscurecida su gloria y que ningún caso hacían ya de él los Volscos, en cuya opinión sólo Marcio lo era todo, debiendo contentarse los demás con la parte de poder y mando de que éste quisiera hacerlos participantes. De aquí tomaron origen los primeros cargos que sordamente circulaban, e incomodados murmuraban entre sí, dando a aquella retirada el nombre de traición; porque si no lo era de muros o de armas, lo era, sin embargo, de la ocasión y oportunidad, con la que estas cosas suelen o ganarse o perderse, concediendo un plazo de treinta días, más que sobrado para que pudieran sobrevenir las mayores mudanzas. Y no porque Marcio pasase ocioso ese tiempo; por el contrario, durante él hizo marchas con que desbarató y disipó a los aliados de los enemigos y les tomó siete ciudades grandes y populosas. Mas los Romanos no se atrevieron a auxiliarlos; sino que sus ánimos estaban poseídos del desaliento, y en cuanto a los peligros de la guerra se parecían a los cuerpos soñolientos y paralizados. Pasado que fue el plazo, como se presentase otra vez Marcio con todas sus fuerzas, enviáronle segunda legación, rogándole que depusiese el enojo, y, retirando a los Volscos del territorio romano, hiciera y propusiera lo que juzgase convendría más a ambos pueblos: en el concepto de que por miedo nada cederían los Romanos: mas si entendía que en alguna cosa pudiera tenerse condescendencia con los Volscos, todo se les otorgaría, deponiendo las armas. A esto contestó Marcio que nada les respondía corno general de los Volscos, pero como ciudadano que todavía era de Roma les aconsejaba y exhortaba que, moderando aquellos orgullosos pensamientos, volviesen de allí a tres días, trayendo decretado lo que se les había propuesto, pues si fuese otra la respuesta no tenían que contar con la inviolabilidad para tornar con palabras vanas a su campo.

XXXII.— Vueltos los embajadores, y oído por el Senado lo que traían, como en una grande tormenta y borrasca de la república, echó éste por fin el áncora sagrada; ordenó a cuantos sacerdotes había de los Dioses, o ministros y custodios de los misterios, o que poseían de tiempo antiguo la adivinación patria de los sueños, que se encaminasen a Marcio, cada uno con los ornamentos de que por ley debía usar en sus ceremonias y que le hablasen y que exhortasen a que, dando de mano a la guerra, bajo esta condición tratara después de los Volscos con sus conciudadanos. Recibiólos, sí, en el campamento, pero en nada condescendió y nada hizo o dijo en que mostrase mayor dulzura, sino que insistió en que con las condiciones propuestas admitiesen la paz o se decidieran a la guerra. Con este regreso de los sacerdotes resolvieron, por lo pronto, defender con gran fuerza los muros de la ciudad y lanzarse del mismo modo sobre los enemigos, poniendo principalmente su esperanza en el tiempo y en los caprichos de la fortuna; mas desengañáronse luego de que ningún salvamento les quedaba, por más que hiciesen; la turbación, el desaliento y las ideas más desconsoladas se apoderaron ya de la ciudad, hasta que tuvo lugar un suceso muy parecido a aquellos de que frecuentemente habla Homero, aunque no satisfaga a la mayor parte: porque diciéndose éste y exclamando en las grandes y extraordinarias ocasiones

La garza Palas púsole en las mientes

y también:

Cambióle un inmortal el pensamiento;
el que en un solo acalorado pecho del pueblo
puso la gloriosa suerte;

y en otra parte:

O por sí lo pensó, o es que algún numen
le sugirió la provechosa idea;

le vituperan como que con cosas imposibles y con increíbles patrañas trata de quitar al juicio de cada uno el mérito de la determinación propia; cuando Homero no hace semejante cosa, sino que los sucesos ordinarios y comunes que se gobiernan con razón los pone a cuenta de lo que está en nuestro poder; así que dice muchas veces:

Yo lo determiné con grande aliento;

y asimismo:

Apenas dijo, congojóse Aquiles
y revolvió tan inquietante pena
una vez y otra en su alentado pecho

y en otra parte:

Mas mover no logró a Belerefonte,
guerrero cauto que con grande acierto
los más prudentes medios discurría;

y en las ocasiones imprevistas y arriesgadas que piden cierto ímpetu y entusiasmo no pinta al numen como que nos arrebata, sino como que mueve y dirige nuestra determinación; ni como que produce por sí los conatos y esfuerzos sino ciertas apariencias ocasionales de ellos; con las cuales no hace la acción involuntaria, sino que da un principio a lo voluntario con infundir aliento y esperanza; pues tina de dos: o hemos de desechar enteramente el auxilio divino de todas las acciones que llamamos y son nuestras, o si no ¿de qué otro modo auxiliarán los dioses a los hombres y cooperarán con ellos? No ciertamente amoldando nuestro cuerpo, ni aplicando ellos mismos nuestras manos y nuestros pies, sino despertando con ciertos principios, con ciertas apariencias e inspiraciones la parte activa y electiva de nuestra alma, o, al contrario, desviándola o conteniéndola.

XXXIII.— En Roma, a la sazón, las mujeres hacían sus plegarias, unas en unos templos, y otras en otros; pero las más y las de mayor lustre ante el ara de Júpiter Capitolino. Entre éstas había una hermana del gran Poblícola, que tan señalados servicios hizo a Roma en guerra y en paz, llamada Valeria. Poblícola había muerto antes, como lo referimos al escribir sus hechos, y Valeria tuvo en la ciudad grande honra y reputación, porque en su conducta no desdecía de su linaje. Sintiendo, pues, repentinamente un afecto de los que he dicho, acertando no sin inspiración divina en lo que era conveniente, levantóse de pronto, y haciendo levantar a todas las demás, se encaminó a casa de Volumnia, madre de Marcio. Entra, hállala sentada con la nuera y teniendo a los hijos de Marcio en su regazo: hácese cercar de las demás matronas y «nosotras —dice— ¡oh Volumnia!, y tú ¡oh Vergilia!, venimos unas mujeres en busca de otras mujeres, no por decreto del Senado ni por mandamiento del cónsul, sino que habiendo Júpiter, a lo que parece, oído compasivo nuestros ruegos, nos infundió este impulso de venir acá en vuestra busca a proponeros para nosotras y para los demás ciudadanos el remedio y la salud, y para vosotras, si os dejáis mover, una gloria más brillante todavía que la que alcanzaron las hijas de los Sabinos con haber traído de la guerra a la amistad y la paz a sus padres y a sus esposos. Ea, venid con nosotras donde está Marcio; emplead vuestros ruegos y dad a la patria el verdadero y justo testimonio de que, con haber sido tan maltratada, ningún daño os ha hecho, ni ninguna determinación ha tomado contra vosotras en su enojo, sino que os entrega en sus manos, aun cuando no haya de recabar ninguna condición equitativa». Dicho esto por Valeria, aplaudieron las demás matronas, y contestó Volumnia: «En los comunes males ¡oh matronas! nos toca a nosotras la parte que a todos, y en particular tenemos la desgracia de haber perdido la gloria y la virtud de Marcio, considerando su persona defendida bajo las armas de los enemigos, pero no salva. Mas con todo, nuestro mayor desconsuelo es que las cosas de la patria hayan venido a tan triste estado que haya tenido que poner en nosotras su esperanza; pues no sé si mi hijo hará algún caso de nosotras, o si no lo hará tampoco de la patria, que él anteponía a la madre, a la mujer y a los hijos. Con todo, valeos de nosotras y conducidnos a su presencia, a lo menos, cuando no sea otra cosa, para poder morir intercediendo por la patria».

XXXIV.— Dicho esto, haciendo levantarse a Vergilia con los hijos y las damas matronas, se encamina hacia el campamento de los Volscos, siendo aquel un lastimoso espectáculo, que a los mismos enemigos les causó confusión e impuso silencio. Hallábase casualmente Marcio sentado en el tribunal, con los demás caudillos, y luego que vio venir a aquellas mujeres se quedó suspenso; mas habiendo conocido a su esposa, que venía la primera, determinó en su ánimo mantenerse obstinado e inexorable en su anterior propósito; pero vencido al fin de sus afectos y trastornado con semejante vista, no pudo aguantar que le cogieran sentado, sino que bajando más que de paso, y saliendo a recibirlas, primero y por largo tiempo saludó a la madre y después a la mujer y a los hijos, no conteniéndose en el llanto ni en las caricias, sino más bien dejándose como de un torrente arrastrar de sus afectos.

XXXV.— Cuando ya se hubo desahogado cumplidamente, como advirtiese que su madre iba a dirigirle la palabra, llamando la atención de los Volscos más principales, prestó oídos a Volumnia, que habló de esta manera: «Puedes echar de ver ¡oh hijo!, aun cuando nosotras no lo digamos, coligiéndolo del vestido y de los semblantes, a qué punto de retiro y soledad nos ha traído tu destierro; reflexiona después cómo somos entre todas las mujeres las más desventuradas, puesto que nuestra mala suerte ha hecho que el encuentro, para otras más delicioso, sea para nosotras el más terrible; para mí viendo a un hijo, y para ésta viendo a un marido que amenaza con destrucción a los muros de la patria; y que lo que es para los demás un consuelo en todos sus infortunios y desgracias, que es el orar a los Dioses, sea para nosotras objeto de mucha duda; porque no nos es posible pedir a un mismo tiempo que la patria venza y que tú quedes salvo, sino que nuestros votos se han de parecer a lo que por maldición pudiera desearnos nuestro mayor enemigo; forzoso es que o de la patria o de ti vengan a quedar privados tu mujer y tus hijos. Por lo que a mí toca, la desventura que haya de traer esta guerra no me cogerá viva; pues si no pudiere persuadirte a que, restableciendo la amistad y la concordia, seas antes el bienhechor de ambos pueblos que la ruina de uno de ellos, ten entendido y está preparado a que no podrás acercarte a combatir la patria sin que primero pases por encima del cadáver de la que te dio el ser; puesto que no debo aguardar aquel día en el que vea que, o triunfan de mi hijo los ciudadanos, o él triunfa de la patria. Y si yo te propusiera que salvaras a ésta con ruina de los Volscos, la prueba sería para ti, oh hijo mío, ardua y difícil, porque el destruir a tus conciudadanos no es honroso, y el, hacer traición a los que de ti se han confiado es injusticia; más ahora la paz que te pedimos es saludable a todos, y más honesta y gloriosa todavía para los Volscos, pues apareciendo superiores, se entenderá que son los que conceden tan grandes bienes, no entrando ellos menos por eso a participar de la paz y de la amistad, de las cuales serás tú el principal autor si se consiguen; y si no se consiguieron, a ti solo te echarán la culpa unos y otros. Y, en fin, siendo la guerra incierta, esto hay de cierto desde luego: que si vences, te está preparado el ser la abominación de tu patria, y si eres vencido, has de tener la opinión de que por sus resentimientos has hecho venir sobre tus amigos y bienhechores las mayores calamidades».

XXXVI.— Escuchó Marcio este razonamiento de Volumnia sin responder cosa alguna; y como aun después de haber concluido se mantuviese en silencio por bastante rato: «¿Por qué callas, hijo? —continuó diciendo— ¿Será cosa honesta concederlo todo al enojo y a la venganza y no lo será hacer merced a una madre que tan racionalmente pide? ¿O le está bien al hombre grande conservar la memoria de los malos que ha sufrido, y el honrar y reverenciar los beneficios que los hijos reciben de las madres no será propio de un hombre grande y esforzado? Y en verdad que el mostrar reconocimiento, a nadie le estaría mejor que a ti, que tan ásperamente te declaras contra la ingratitud, pues de la patria bien costosa satisfacción tienes tomada: mas a tu madre no hay cosa en que la hayas atendido, cuando nada debía ser tan sagrado como el que yo alcanzara de ti sin premio las cosas tan honestas y justas que te pido; mas, pues que no acierto a moverte, ¿por qué no acudo a la última esperanza?». Y diciendo estas palabras se arroja a sus pies, juntamente con la mujer y los hijos. Entonces Marcio exclama: «¡En qué punto me habéis contenido, oh madre!». Y alzándola del suelo y apretándole fuertemente la mano: «Venciste —le dice—, alcanzando una victoria tan feliz para la patria como desventajosa para mí, que me retiro vencido de ti sola». Dicho esto, habló aparte por breve tiempo con la madre y la mujer, y a su ruego las volvió a mandar a Roma. Pasada la noche, se retiró con los Volscos, que no todos pensaban de él o le miraban de una misma manera; pues unos estaban mal con él mismo y con esta acción, y otros ni con lo uno ni con lo otro, teniendo más dispuesto su ánimo a la concordia y a la paz. Algunos había que, a pesar de estar disgustados con lo ocurrido, no culpaban con todo a Marcio, sino que le creían excusable, por cuanto había sido combatido de afectos tan poderosos. Mas nadie le contradijo, sino que todos le siguieron, más arrastrados de su virtud que de su autoridad.

XXXVII.— El pueblo romano, cuanto fue el miedo y el peligro mientras le amenazó la guerra, otro tanto sintió de regocijo cuando la vio disipada. Apenas los que estaban en la muralla vieron retirarse a los Volscos, abrieron todos los templos, llevando coronas como en una victoria, y disponiendo sacrificios. Señalábase principalmente la alegría de la ciudad en los honores y obsequios de las mujeres, del Senado y de la muchedumbre, que reconocían y profesaban haber sido éstas la causa cierta de su salud. Decretó, pues, el Senado que lo que en ellas mismas propusieran en reconocimiento y gloria suya, aquello ejecutaran las autoridades: mas ninguna otra cosa pidieron, sino que se construyera un templo a la Fortuna Femenil, haciendo ellas el gasto, y no poniendo la ciudad más que lo relativo a las víctimas y culto que convinieran a los Dioses. El Senado, aunque aplaudió su celo, labró el templo y la efigie a expensas del público; pero no por eso dejaron aquellas de recoger dinero, e hicieron otra segunda estatua, de la que refieren los Romanos que, colocada en el templo, articuló éstas o semejantes palabras: «Con piadosa determinación me dedicasteis vosotras las mujeres».

XXXVIII.— Corre la fábula de que por dos veces se oyó esta voz, queriéndonos hacer creer cosas tan monstruosas y difíciles; pues aunque no es imposible parezca a la vista que las estatuas sudan y derraman lágrimas, supuesto que las maderas y las piedras a veces contraen cierta suciedad que despide humor, y además descubren colores y reciben tinturas del mismo ambiente, con las que puede muy bien indicársenos algún prodigio, y aunque es también posible que las estatuas hagan cierto ruido semejante al rechinamiento o al suspiro, proviniendo aquel de una fuerte rotura o despegamiento interior de las partes; con todo, es enteramente incomprensible que en una cosa sin vida se forme voz articulada y una habla tan cierta, tan determinada y tan distinta: cuando ni al alma ni al mismo Dios es dado articular y hablar sin un cuerpo orgánico y dotado de las partes apropiadas al efecto. Así, cuando la historia nos estrecha con muchos y fidedignos testigos, es que se ha ejecutado en la parte imaginativa del alma una cosa semejante a la sensación, y que se tiene por tal, al modo que en el sueño nos parece oír lo que no oímos y ver lo que no vemos; sino que a los supersticiosamente piadosos y religiosos para con los dioses, y que no se atreven a desechar o repugnar nada de tales historias, lo maravilloso mismo les es de gran peso para creer, y la idea que tienen del poder divino, muy superior al nuestro. Porque en nada se mide con la condición humana ni en la naturaleza, ni en la inteligencia, ni en la fuerza, ni debe tenerse por extraño que haga lo que a nosotros nos es negado hacer, o que dé cima a empresas que nosotros no podemos realizar; sino que aventajándonos en todo, en las obras es en lo que menos se nos ha de semejar y en lo que menos hemos de poder serle comparados. Mas, como decía Heráclito, en las cosas divinas la desconfianza es la que más nos estorba el conocerlas.

XXXIX.— En cuanto a Marcio, no bien hubo dado a Ancio la vuelta, cuando Tulo, que por miedo le aborrecía y no le podía sufrir, se propuso quitarle prontamente del medio, porque si ahora escapaba, no volvería otra vez a dar asidero. Concitó y sublevó contra él a otros muchos y le intimó que diera cuentas a los Volscos, deponiendo el mando. Mas aquel, temiendo quedarse de particular bajo la autoridad de Tulo, que siempre conservaba gran poder entre sus conciudadanos, respondió que entregaría el mando a los Volscos si se lo ordenasen, y las cuentas las presentaría a cuantos de éstos quisieran pedirlas. Congregóse, pues, el pueblo, y los agitadores, que se tenían prevenidos, andaban acalorando a la muchedumbre; mas como luego que Marcio se puso en pie hubiesen por respeto cedido los alborotadores, dándole lugar para hablar con tranquilidad, y se viese bien a las claras que los principales entre los Anciates, contentos con la paz, iban a oírle con benignidad y a juzgarle en justicia, Tulo comprendió que iba a ser vencido si aquel se defendía. Porque era hombre que sobresalía en el don de la palabra, y sus anteriores servicios pesaban más que la querella presente, siendo esta misma la mayor prueba de cuánto era lo que se le debía; porque no hubiera llegado el caso de tenerse por agraviados en que no hubiese tomado a Roma teniéndola en la mano, si no se debiera al mismo Marcio el haber estado tan cerca de tomarla. No juzgaron, por tanto, conveniente el detenerse y contar con la muchedumbre, sino que, alzando gritería los más determinados de los conspiradores, diciendo que no había para que escuchar o atender a un traidor que los tiranizaba y que se obstinaba en no dejar el mando, se arrojaron en gran número sobre él y le acabaron, sin que ninguno de los presentes le socorriese. Mas que esto se ejecutó contra el voto de la mayor parte, lo manifestaron bien pronto, concurriendo de las ciudades a recoger el cuerpo y darle sepultura, adornando con armas y despojos su sepulcro por prez de su valor y de la dignidad de general. Sabida por los Romanos su muerte, ninguna demostración hicieron ni de honor ni de enojo con él; solamente a petición de las matronas les concedieron que le hicieran duelo por diez meses, como era costumbre hiciese duelo cada uno en la muerte del padre, del hijo o del hermano: éste era el término del luto más largo, señalado y prescrito por Numa Pompilio, como en la relación de su vida lo manifestamos. Entre los Volscos muy luego el estado de sus cosas hizo ver la falta que Marcio les hacía: porque primero indisponiéndose por el mando con los Ecuos, sus aliados y amigos, llegó a haber entre ellos heridas y muertes; vencidos después en batalla por los Romanos, en la que murió Tulo, y perdieron lo más florido de sus tropas, tuvieron que someterse con condiciones vergonzosas, prestándose a hacer lo que se les ordenase.

COMPARACIÓN DE ALCIBÍADES Y CORIOLANO

I.— Referidos de estos dos varones aquellos hechos que nos han parecido dignos de expresarse y recordarse, en los militares nada se descubre que pueda inclinar la balanza ni a uno ni a otro lado, porque ambos en esta parte dieron con mucha igualdad en sus mandos repetidas pruebas de valor y denuedo, de industria e inteligencia en las artes de la guerra; a no ser que alguno quiera, a causa de que Alcibíades, en tierra y en mar, salió vencedor y triunfante en muchas batallas, declararle por más consumado capitán. Por lo demás, el haber manifiestamente mejorado las cosas domésticas mientras estuvieron presentes y mandaron, y el haber éstas decaído, más conocidamente todavía, cuando se pasaron a otra parte, fue cosa que se verificó en entrambos. En cuanto a gobierno, en el de Alcibíades los hombres de juicio reprendían la poca formalidad y no estar exento de adulación y bajeza en sus obsequios a la muchedumbre; y el de Marcio, enteramente desabrido, orgulloso y exclusivo, incurrió en el odio del pueblo romano. Así, ni uno ni otro manejo es para ser alabado; pero el de quien se abate a adular al pueblo es menos vituperable que el de aquellos que, por no parecer demagogos, insultan a la muchedumbre; porque el lisonjear a la plebe por mandar es cosa indecente; pero el dominar haciéndose temible, vejando y oprimiendo, sobre indecente es además injusto.

II.— Pues que Marcio era sencillo y franco en su conducta, y Alcibíades solapado y falso en tratar los negocios públicos, nadie hay que lo ignore; pero en éste lo que sobre todo se acusa es la malignidad y dolo con que engañó, como Tucídides refiere, a los embajadores de Esparta y desvaneció la paz; mas aunque este paso precipitó otra vez en la guerra a la ciudad, hízola más poderosa y más temible con la alianza de los de Mantinea y los de Argos, que el mismo Alcibíades negoció. Y que también Marcio suscitó con dolo la guerra entre los Romanos y Volscos, calumniando a los que concurrían a los espectáculos, nos lo dejó escrito Dionisio, y por la causa vino a ser su acción más censurable, pues no por emulación y por contienda y disputa de mando, como aquel, sino por sólo ceder a la ira, con la que, según sentencia de Dión, nadie se hizo jamás amable, alborotó mucha parte de la Italia, y por sólo el encono contra su patria arruinó muchas ciudades, contra las que no podía haber queja alguna. También Alcibíades fue, por puro encono, causa de muchos males a sus conciudadanos, pero en el momento que los vio arrepentidos, ya los perdonó: y arrojado por segunda vez de la patria, no cedió a los generales que tomaban una errada determinación, ni se mostró indolente al ver su mal acuerdo y su peligro, sino que, así como Arístides es celebrado por lo que hizo con Temístocles, esto mismo fue lo que ejecutó, avistándose con los que entonces tenían el mando, sin embargo de que no eran sus amigos, e informándolos e instruyéndolos de lo que convenía: mientras que Marcio hacía daño, en primer lugar, a la ciudad toda, no habiendo sido agraviado de toda ella, sino antes habiendo sido injuriada y ofendida con él la parte más principal y poderosa, y además de esto, con no haberse ablandado y cedido a repetidas embajadas que conjuraban su ira y su enfurecimiento, manifestó bien a las claras que no era su ánimo recobrar la patria y procurar su vuelta, sino que para destruirla y arrasarla le movió una guerra cruel o irreconciliable. Cualquiera dirá haberse diferenciado en que Alcibíades, perseguido y acechado por los Esparcíatas, de miedo y odio se pasó a los Atenienses; y en Marcio no estuvo bien el dejar a los Volscos que en todo le tuvieron consideración porque le nombraron su general, y gozó entre ellos de gran confianza y gran poder, no como el primero, que, abusando más bien que usando de él los Lacedemonios. entretenido en la ciudad, y maltratado de nuevo en el ejército, por último tuvo que arrojarse en manos de Tisafernes; a no ser que se diga que andaba contemplando a Atenas para que no fuese del todo destruida, por el deseo que siempre le quedaba de volver.

III.— En cuanto al dinero, de Alcibíades se cuenta haberle tomado muchas veces de los que querían regalarle y haberlo malgastado en lujo y en disoluciones; cuando dándoselo a Marcio con honor los generales, no pudieron convencerle, y por esto mismo se hizo más odioso a la muchedumbre en los altercados que sobre las usuras ocurrieron con la plebe, como que no por utilidad propia, sino por enemiga y desprecio, era contrario a los pobres. Antípatro, en una carta que escribió sobre la muerte del filósofo Aristóteles, dice, entre otras cosas: «Tuvo este varón hasta el don de llevarse tras sí las gentes»; y en Marcio el faltarle esta gracia hizo sus acciones y sus virtudes poco aceptas a los mismos que eran de él beneficiados, no pudiendo aguantar su altanería y aquel amor propio que, en sentir de Platón, es inseparable del aislamiento. Mas, por el contrario, en Alcibíades, que sabía sacar partido de cuantos se le acercaban, nada extraño era que sus felices hechos alcanzasen una brillante gloria acompañada de benevolencia y honor, cuando no pocas veces algunos de sus yerros encontraron gracia y aplauso. De aquí es que éste, con haber causado no pocos daños ni en ligeras cosas a la ciudad, sin embargo muchas veces fue nombrado caudillo y general, y aquel, con pedir una magistratura muy correspondiente a sus sobresalientes hechos y virtudes, se vio desairado; así, al uno, ni aun cuando recibían daño podían aborrecerle sus conciudadanos; y al otro, aun cuando le admiraban, no podían amarle.

IV.— Marcio, pues, en nada fue útil a su ciudad revestido de mando, sino más bien a los enemigos contra su propia patria, mientras que Alcibíades, ya yendo al mando de otros, ya mandando él, prestó grandes servicios a los Atenienses, y lo que es hallándose presente, dominó como quiso a sus enemigos, no prevaleciendo las calumnias sino en su ausencia. Pero Marcio presente fue condenado por los Romanos, y presente le acabaron los Volscos: verdad es que fue injusta y abominablemente; mas él mismo les dio armas con que defenderse, por cuanto no habiendo admitido la paz propuesta públicamente, cedió a particulares ruegos de unas mujeres, no deponiendo la enemistad, sino malogrando y destruyendo la sazón oportuna de la guerra que quedó pendiente, pues hubiera sido razón que se hubiese puesto de acuerdo con los que de él se fiaron, si de la justicia que les era debida hubiese hecho alguna cuenta. Mas si en la suya no entraron para nada los Volscos, y sólo con el deseo de saciar su cólera acaloró primero la guerra y después la entibió, no estuvo bien que por la madre perdonase a la patria, sino con ésta también a la madre, puesto que ésta y la esposa eran una parte de la ciudad que sitiaba. Rechazar inhumanamente los ruegos y súplicas de los embajadores y las preces de los sacerdotes, y luego conceder a la madre la retirada, no fue honrar a su madre, sino afrentar a la patria, rescatada por el duelo y el ademán de una sola mujer, como si no fuera por sí misma digna de que se le salvase: gracia que, debió ser mal vista, y que fue en verdad cruel y sin agradecimiento, no habiéndose hecho recomendable ni a los unos ni a los otros, pues que se retiró sin tener condescendencia con los combatidos y sin la aprobación, de los que con él combatían; de todo lo cual fue causa lo intratable y demasiado arrogante y soberbio de su condición; pues siendo ya esto por sí mismo muy incómodo a la muchedumbre, si se junta con la ambición, se hace enteramente desabrido e intolerable; porque los tales no tiran a congraciarse con la muchedumbre, haciendo que no aspiran a los honores, y después se ponen desesperados cuando no los alcanzan. También tuvieron esta partida de no ser obsequiosos y amigos de adular a la muchedumbre Metelo, Arístides y Epaminondas; pero porque de veras no se les daba nada de aquellas cosas que la plebe es árbitra de darlas o de quitarlas, desterrados muchas veces, desatendidos y condenados, no se enojaron con sus conciudadanos poco reconocidos, y después, cuando los vieron mudados, se mostraron contentos y se reconciliaron con los que los fueron a buscar; porque el que menos tiene de condescendiente con la muchedumbre menos demostrarse ofendido de ella, que el incomodarse, a más de no alcanzar los honores, nace precisamente de haberlos apetecido con más ansia.

V.— Alcibíades, pues, no negaba que le era muy satisfactorio verse honrado y que sentía ser desatendido; procuraba, por tanto, ser afable y halagüeño con cuantos se le presentaban; en cambio, a Marcio no le permitió su orgullo hacer obsequios a los que podían honrarle y adelantarle, y al mismo tiempo la ambición le hizo irritarse y enfadarse cuando le desatendieron. Y esto es lo único que puede mirarse como culpable en tan esclarecido varón, habiendo sido todos los demás hechos suyos sumamente brillantes: y en cuanto a la templanza y desprendimiento del dinero, era digno de que se le comparara con los más excelentes y más íntegros de los Griegos, y no con Alcibíades, sumamente osado en estos puntos, y que hacía muy poca cuenta de la virtud.

TIMOLEÓN Y PAULO EMILIO

Cuando me dediqué en un principio a escribir por este método las vidas, tuve en consideración a otros; pero en la prosecución y continuación he mirado también a mí mismo, procurando con la Historia, como con un espejo, adornar y asemejar mi vida a las virtudes de aquellos varones: pues lo pasado se parece más que a ninguna otra cosa a la coexistencia en un tiempo y en un lugar; cuando recibiendo y tomando de la historia de cada uno de ellos separadamente, como si vinieran de una peregrinación, vamos considerando «cuáles y cuán grandes eran»; haciendo examen para nuestro provecho de las más principales y señaladas de sus acciones. «Y a fe mía, ¿dónde encontrar motivo de mis dulces alegrías?». ¿Qué medio más poderoso que éste podemos elegir para la reforma de las costumbres? Porque con sentar Demócrito que lo que debíamos desear era que la suerte nos proporcionara imágenes bellas, y que más bien nos vinieran de lo que nos rodea las convenientes y provechosas, que no las malas y siniestras, introdujo en la filosofía un axioma falso, capaz de conducir a interminables supersticiones: cuando nosotros, con ocuparnos en la Historia y acostumbrarnos a esta clase de escritura, teniendo siempre presentes en nuestros ánimos los monumentos que nos dejaron los varones más virtuosos y aprobados, nos proveemos de medios con que deshacer y borrar lo malo y vicioso que de la necesaria comunicación de los hombres puede pegársenos, convirtiendo nuestra mente tranquila y sosegada a los ejemplos más virtuosos. Continuando, pues, en este propósito, te ponemos ahora en la mano la vida de Timoleón de Corinto y de Emilio Paulo, varones que no sólo se parecieron en sus inclinaciones, sino también en haberles sido próspera la Fortuna, dando motivo a que se dude si tuvo más parte en sus triunfos la buena suerte que la prudencia.

TIMOLEÓN

I.— La situación de los Siracusanos antes de que Timoleón fuese enviado a Sicilia era ésta: Dión había conseguido arrojar de Sicilia a Dionisio el Tirano, pero, muerto él mismo con una alevosía, entró la división entre los que con Dión habían libertado a los Siracusanos; y la ciudad, pasando sin intermisión del dominio de uno al de otro tirano, estuvo en muy poco que no se despoblase. En lo restante de la Sicilia, una parte había mudado de forma y quedado sin pueblos a causa de las guerras, y el mayor número de las ciudades estaban en poder de soldados mercenarios y aventureros, abandonándolas fácilmente los que en ellas mandaban. Al año décimo, reuniendo Dionisio algunos extranjeros y lanzando al tirano Niseo, que estaba entonces apoderado de Siracusa, volvió a ponerse al frente de los negocios, y si extraño había sido que con muy pocas fuerzas se le hubiese hecho perder la mayor de las dominaciones que entonces existían, más extraño fue todavía que de desterrado y abatido hubiese vuelto a hacerse dueño de los que le desecharon. De los Siracusanos, pues, los que se mantuvieron en la ciudad quedaron esclavizados a un tirano que, no siendo de suyo nada benigno, tenía además exulcerado entonces su ánimo con las desgracias; y los principales y más distinguidos, acogiéndose a Hícetes, sobresaliente en autoridad entre los Leontinos, se pusieron enteramente en sus manos y le eligieron caudillo para la guerra, no porque fuese mejor que los que abiertamente se decían tiranos, sino que no tenían otro recurso, y prefirieron dar su confianza a un siracusano de origen, que reunía una fuerza proporcionada contra el tirano.

II.— Como en aquella misma sazón viniesen contra Sicilia con una fuerte armada los Cartagineses, ensoberbecidos con su buena suerte, temerosos los Sicilianos resolvieron enviar embajadores a la Grecia e implorar el auxilio de los de Corinto, no solamente por el deudo de un mismo origen y porque muchas veces habían sido ellos favorecidos en iguales casos, sino por saber que, generalmente, aquella ciudad había sido siempre tan amiga de la libertad como enemiga de los tiranos, y que la mayor parte de sus peligrosas guerras las había sostenido, no por deseo y ambición de mando, sino por la libertad de los Griegos. Hícetes cuya mirada en el mando era la tiranía y no la libertad de los Siracusanos, ya entonces tenía relaciones secretas con los Cartagineses, aunque en público hablaba en favor de los Siracusanos, y había enviado también embajadores al Peloponeso, no porque quisiera que viniese auxilio de aquella parte, sino con la esperanza de que si los de Corinto no se movían a dar este socorro, como era natural, por las disensiones y contiendas de los Griegos, podría más fácilmente hacer dueños de los negocios a los Cartagineses y tenerlos por aliados y auxiliares contra los Siracusanos o contra el tirano, aunque estas cosas se descubrieron un poco más adelante.

III.— Al arribo de los embajadores, los Corintios, acostumbrados siempre a ser rogados de sus colonias, y especialmente de la de los Siracusanos, como afortunadamente no hubiese entonces entre los Griegos nadie que los incomodase, hallándose en plena paz y sosiego, decretaron socorrerlos con todo empeño. Meditaban sobre el general que enviarían, y escribiendo y proponiendo los magistrados a aquellos que más se esforzaban por sobresalir en la ciudad, levantóse uno entre ellos e indicó a Timoleón, hijo de Timodemo, no porque todavía manejase los negocios públicos o pudiera concebirse en él tal esperanza y tal deseo, sino que fue una casual ocurrencia inspirada quizá por algún dios; ¡tal fue la buena suerte que para la elección siguió al punto a esta propuesta, y tanta la gracia que brilló después en sus acciones, dando grande realce a su virtud!

Él era ilustre en la ciudad por sus padres Timodemo y Demaxista; amante de la patria y muy dulce de condición; solamente enemigo irreconciliable de los tiranos y de los malos. Para las cosas de la guerra, recibió de la naturaleza una tan bien templada disposición, que, siendo joven, manifestó mucho juicio, y declinando ya la edad no fue menor su valor en las ocasiones. Tuvo un hermano mayor llamado Timófanes, que en vez de serle parecido era temerario y se había dejado alucinar del deseo de la tiranía por malos amigos y por soldados extranjeros, que tenía siempre consigo, siendo, por otra parte, según parecía, intrépido y despreciador de los peligros en la milicia, que era por lo que habiendo ganado entre los ciudadanos fama de hombre activo y buen militar, se había hecho nombrar para el mando. Aun en esto le servía de mucho Timoleón, ocultando siempre sus yerros o haciéndolos parecer menores, y dando brillantez e incremento a las buenas calidades que recibió de la naturaleza.

IV.— En la batalla que los Corintios tuvieron con los Argivos y Cleoneos, a Timoleón le cupo pelear con la infantería, y a su hermano, que mandaba la caballería, le sobrevino un repentino peligro: derribóle el caballo, cayendo herido a la parte de los enemigos; de sus camaradas, unos se dispersaron al punto sobrecogidos de miedo, y otros, aunque no abandonaron el puesto, peleando pocos contra muchos, con dificultad se defendían. Timoleón, pues, luego que entendió lo sucedido, corrió en su auxilio, y oponiendo el escudo del rendido Timófanes, acosado con los dardos y con los golpes que de cerca se dirigían contra su cuerpo y contra las armas, ahuyentó, no sin gran trabajo, a los enemigos y salvó al hermano. A poco, los de Corinto, temerosos no les sucediese lo que antes de parte de sus aliados, que fue perder la ciudad, decretaron mantener cuatrocientos extranjeros, y nombraron caudillo de ellos a Timófanes; mas éste, olvidado de toda honestidad y justicia, inmediatamente empezó a trabajar por reducir la ciudad a su dominación, y quitando del medio sin forma ninguna de juicio a muchos de los ciudadanos más principales, se erigió abiertamente en tirano. Sentíalo extraordinariamente Timoleón, y mirando como su mayor desgracia la perversidad del hermano, procuró hablarle y exhortarle a que, desistiendo de la locura e infelicidad de semejante proyecto, viera el modo de enmendar el yerro cometido contra sus conciudadanos. Oyóle aquel con indignación y desprecio, y él, entonces, tomando consigo de los de la familia a Esquilo, que era hermano de la mujer de Timófanes, y de los amigos a un agorero, llamado Sátiro, según Teopompo, y Ortágoras, según Éforo y Timeo, después de haber pasado algunos días, subió de nuevo a ver al hermano, y rodeándole los tres, le rogaban, y con razones le persuadían, a que se arrepintiera de su propósito; mas como Timófanes al principio les respondiese con mofa, y después se irritase y enfadase con ellos, Timoleón se retiró a un lado, y cubriéndose con su ropa, lloraba su desgracia; pero los otros, desenvainando las espadas, dieron muy pronto cuenta de él.

V.— Divulgóse el hecho, y los Corintios de más juicio celebraban en Timoleón su aversión a lo malo y su grandeza de alma, por cuanto, siendo hombre bueno y recto, antepuso la patria a su casa, y lo honesto y lo justo a lo útil, salvando al hermano mientras se distinguió en defensa de la patria, y concurriendo a su muerte cuando trató de oprimirla y esclavizarla; pero los que no pueden vivir en la democracia, acostumbrados a estar pendientes del semblante de los poderosos, al paso que fingían haberse alegrado con la muerte del tirano, desacreditaban a Timoleón como autor de un hecho impío y atroz, con lo que le hicieron caer en desaliento. Supo luego que la madre también se había indignado y había prorrumpido contra él en execraciones terribles y espantosas, y como yendo a aplacarla no hubiese aquella consentido ni siquiera verle, y antes hubiese mandado cerrarle la puerta, contristado entonces hasta lo sumo, y saliendo de juicio, resolvió quitarse la vida con rehusar tomar alimento; pero no perdiéndole de vista los amigos y agotando con él todo ruego y todo medio de contenerle, determinó vivir retirado huyendo del bullicio, y enteramente se apartó del gobierno, tanto, que en los primeros tiempos ni siquiera venía a la ciudad, sino que pasaba una vida infeliz e inquieta en las más desiertas soledades.

VI.— De esta manera los juicios, si no dominan a las acciones, tomando seguridad y fuerza de la razón y de la filosofía, fluctúan y son fácilmente trastornados por cualesquiera alabanzas o reprensiones, destituidos del fundamento del discurso propio; no basta en verdad que la acción sea honesta y justa, sino que es menester que el dictamen según el cual se emprende sea firme e incontrastable, para que obremos con meditada resolución; y no suceda que, así como los glotones se abalanzan con repentino apetito a los manjares que tienen a la vista, fastidiándolos luego que se han hartado, de la misma manera nosotros, ejecutadas las acciones, nos desalentamos por debilidad, marchitada ya entonces la opinión y apariencia de la virtud. Porque el arrepentimiento hace indecoroso lo más honestamente ejecutado, mientras que la determinación apoyada en la ciencia y el raciocinio nunca se muda, aunque los efectos no correspondan. Por eso Foción el Ateniense, que se había opuesto a los proyectos de Leóstenes, cuando apareció que éste había salido con ellos y vio a los Atenienses que hacían sacrificios y estaban muy hinchados con la victoria, dijo que bien quisiera que por él se hicieran aquellas demostraciones, pero que no mudaba de consejo: siendo aún más decisivo lo ocurrido con Arístides Locrio, uno de los amigos de Platón, el cual, habiéndole pedido Dionisio el mayor a una de sus hijas por mujer, respondió: «Más quisiera ver muerta a mi hija que casada con un tirano»; y después, habiendo hecho Dionisio al cabo de poco tiempo dar muerte a sus hijos, y preguntándole por insulto si estaba todavía en el mismo propósito en cuanto a la concesión de la hija, le contestó que, aunque sentía mucho lo sucedido, no se arrepentía de su anterior respuesta: mas estos rasgos quizás son de una virtud más elevada y más perfecta.

VII.— Timoleón, de resultas de lo sucedido con el hermano, bien fuese de pesar por su muerte, o bien de rubor a causa de la madre, quedó tan quebrantado y decaído de ánimo, que en unos veinte años no tomó parte en negocio ninguno público o de alguna consecuencia; mas llegado el caso de ser propuesto y de recibirlo bien el pueblo e interponer su autoridad, Teleclides, que entonces sobresalía en la ciudad, en poder y nombradía, se levantó en la junta y exhortó a Timoleón a mostrarse varón recto y generoso en sus acciones; «porque si te conduces bien —dijo—, juzgaremos que fue a un tirano a quien concurriste a dar la muerte; pero si te conduces mal, a tu hermano». Ocupábase Timoleón en disponer el embarque y reunir tropas, cuando llegaron a los Corintios cartas de Hícetes que daban indicios de su mudanza y su traición; pues apenas envió los embajadores, trató abiertamente con los Cartagineses, conviniendo con ellos en que arrojaran a Dionisio de Siracusa y él quedara de tirano; y temiendo no fuera que si llegasen antes las tropas y el general de Corinto descompusieran sus planes, dirigió a los de Corinto una carta, en que les decía no haber necesidad de que se incomodaran e hicieran gastos navegando a Sicilia y corrieran peligros, puesto que los Cartagineses se oponían y harían resistencia a sus fuerzas con gran número de naves, y él, por su tardanza, se había visto en la precisión de hacer con aquellos alianza contra el tirano. Leída esta carta, si antes había habido entre los Corintios algunos que mirasen con frialdad la expedición, entonces el enojo contra Hícetes los acaloró a todos, de manera que con el mayor empeño habilitaron a Timoleón y le ayudaron, con todo lo necesario, a realizar el embarque.

VIII.— Prontas ya las naves, y provistos los soldados de cuanto necesitaban, parecíales a las sacerdotisas de Proserpina haber visto entre sueños que las Diosas se disponían para una romería, y haberles oído decir que se proponían acompañar a Timoleón a Sicilia, por lo cual, aparejando los Corintios una nave sagrada, la llamaron la de las dos Diosas. Timoleón pasó a Delfos, donde hizo sacrificio al dios, y cuando bajaba al lugar de los oráculos ocurrió un prodigio: porque, desprendiéndose y volándose de entre las ofrendas que allí estaban suspendidas una venda, en que había bordadas coronas y victorias, vino a caer sobre la cabeza de Timoleón, como dando a entender que era enviado a la expedición coronado por la mano del dios. Teniendo, pues, siete naves corintias, dos de Corcira, y dando los Leucadios la décima nave, hízose con ellas a la vela; y hallándose a la noche en alta mar llevado de favorable viento, pareció que de repente se rasgó el cielo, enviando sobre la nave una gran columna de fuego resplandeciente, y que alzada en alto una antorcha semejante a las de los misterios, y siguiendo el mismo curso, vino a fijarse en el punto de Italia hacia el que dirigían el rumbo los timoneros. Los adivinos declararon que aquella visión concordaba con los sueños de las sacerdotisas, y que el fuego del cielo significaba que las Diosas protegían la expedición, por cuanto la Sicilia estaba consagrada a Proserpina, teniéndose por cierto que allí se había ejecutado el rapto y que aquella isla se le había dado en dote al tiempo de sus bodas.

IX.— Lo que es de parte de los Dioses inspiraron estas cosas grande confianza a la expedición; por lo que, navegando presurosamente, aportaron a Italia: mas las noticias que vinieron de Sicilia pusieron a Timoleón en graves dudas y causaron desaliento en los soldados. Hícetes, habiendo vencido en batalla a Dionisio y tomando la mayor parte de los puestos de los Siracusanos, tenía sitiado y circunvalado a aquel, habiéndole obligado a refugiarse en el alcázar y en lo que llamaban la Isla, y había ordenado a los Cartagineses que estuvieran a la mira de que Timoleón no aportara a Sicilia, puesto que, retirados éstos, podrían con sumo reposo repartirse entre sí la Isla. Los Cartagineses, pues, enviaron a Regio veinte galeras, en las que iban embajadores de Hícetes a Timoleón con propuestas acomodadas a lo sucedido: pues que venían a ser arterías y apariencias muy bien disimuladas con dañados intentos, prestándose a admitir al mismo Timoleón, si quería pasar cerca de Hícetes, y tener parte con él en todos los consejos y en todos los negocios; mas con la condición de que las naves y los soldados los había de despachar a Corinto, como que de una parte faltaba muy poco para que la guerra estuviese acabada, y de la otra se hallaban los Cartagineses en ánimo de impedir el desembarco y pelear contra los que hiciesen resistencia. Los Corintios, pues, cuando llegados a Regio se hallaron con semejante embajada, y vieron que los Fenicios estaban surtos por aquellas inmediaciones, se indignaron de ser escarnecidos, y en todos se suscitó enojo contra Hícetes y miedo que los infelices Siracusanos, conociendo bien que se los reducía a ser galardón y premio, para Hícetes, de su traición, y para los Cartagineses, de su tiranía.

Parecióles, sin embargo, no ser factible vencer a las naves de los bárbaros ancladas allí cerca, que eran en doble número y a las tropas de Hícetes, con las que contaban haber hecho en unión la guerra.

X.— No obstante todo esto, presentándose Timoleón a los embajadores y a los caudillos de los Cartagineses, les contestó sosegadamente que se prestaría a lo que tenían acordado —¿ni que hubiera adelantado con oponerse?—; pero que quería que se trataran estas cosas por demandas y respuestas, ante una ciudad griega amiga de unos y otros, como era Regio, y después se retiraría, lo cual le convenía a él mucho para su seguridad, y a ellos les daría mayor firmeza en lo que proponían acerca de los Siracusanos, teniendo a todo un pueblo por testigo del convenio. Ésta fue una añagaza que les preparó para el desembarco, y en ella le auxiliaban todos los generales de los Reginos, quienes temían que los Corintios dominaran en la Sicilia y tener por vecinos a los bárbaros. Congregáronse, por tanto, en junta pública, y cerraron las puertas, como para impedir que los ciudadanos se distrajesen a otros negocios; y como para ganar a la muchedumbre emplearon discursos muy largos, tratando uno después de otro el mismo asunto, no con más objeto que el de dar tiempo a que anclasen las naves de los Corintios, y detener en la junta, sin causarles sospechas, a los Cartagineses; y más, que hallándose presente Timoleón les dio idea de que se levantaría y hablaría en ella. Mas como en esto llegase uno que le anunció estar ya ancladas todas las demás galeras, y que sola la suya quedaba esperándole, penetrando por entre la muchedumbre, y haciéndole espaldas los Reginos que estaban cerca de la tribuna, se encaminó al mar, y desembarcando con gran presteza, tomaron la vía de Tauromenio de Sicilia, recibiéndolos, y aun teniéndolos llamados de antemano con la mejor voluntad, Andrómaco, a quien estaba encomendada la ciudad, y que tenía en ella el mayor poder. Era éste padre de Timeo el Historiador; y con haber alcanzado en aquella sazón mayor autoridad que cuantos dominaban en la Sicilia, a sus ciudadanos los gobernaba en ley y justicia, y a los tiranos era notorio que los miraba con aversión y desagrado; así es que entonces ofreció su ciudad como refugio a Timoleón, y a sus ciudadanos los persuadió a que hicieran causa común con los de Corinto y juntos dieran la libertad a la Sicilia.

XI.— Los Cartagineses que quedaron en Regio, visto que se había retirado Timoleón y disuelto la junta, estaban muy sentidos de que con otra estratagema se hubiesen burlado las suyas; con lo que dieron ocasión a que los Reginos los insultaran un poco, diciéndoles: «¿Cómo siendo Fenicios os incomodáis de lo que se hace con engaño?». Enviaron, pues, a Tauromenio un embajador en una de sus galeras, el cual, habiendo hablado largamente con Andrómaco, extendiéndose acalorada y groseramente sobre que era preciso despidiese sin la menor detención a los Corintios, por último, mostrándole la mano primero por la palma, y después por el otro lado, le amenazó que siendo su ciudad de esta manera la volvería de la otra. Andrómaco, echándose a reír, nada absolutamente le respondió, sino que, extendiendo como él la mano, primero por la palma y luego por la otra parte, le intimó que se fuera cuanto antes, si no quería que siendo su nave de esta manera la pusiese de la otra. Mas Hícetes, luego que supo el desembarco de Timoleón, cobró miedo y llamó cerca de sí muchas de las galeras de los Cartagineses, con lo que sucedió que los Siracusanos desconfiaron completamente de su salvación, viendo a los Cartagineses apoderados del puerto, a Hícetes dueño de la ciudad, a Dionisio defendido en el alcázar, y que Timoleón apenas tocaba a la Sicilia por medio de un hilo delgado, que era el pueblezuelo de los Tauromenios, con muy débil esperanza y muy escasas fuerzas, pues fuera de mil soldados y los víveres precisos para ellos, nada más tenía. Ni las ciudades se confiaban tampoco, estando agobiadas de males, e irritadas contra todos los generales de ejército, principalmente por la infidelidad de Calipo y Fárax, de los cuales el uno era Ateniense, y el otro, Lacedemonio; y diciendo ambos que venían a trabajar en su libertad y a destruir a los monarcas, hicieron ver a la Sicilia que eran oro los trabajos que habían padecido en la tiranía, y que debían ser tenidos por más dichosos los que habían muerto en la esclavitud que los que alcanzaron la independencia.

XII.— Desconfiando, pues, de que el Corintio fuese mejor que ellos, sino que les vendría también con los mismos sofismas y los mismos atractivos, lisonjeándolos con buenas esperanzas y con proposiciones llenas de humanidad, para inclinarlos a la mudanza de nuevo dueño, empezaron a sospechar y a estorbar el fruto de las exhortaciones de los Corintios; a excepción únicamente de los Adranitas que, habitando una ciudad, aunque pequeña, consagrada a Adrano, cierto dios muy venerado en toda la Sicilia, discordaron entre sí, implorando unos a Hícetes y los Cartagineses, y llamando otros a Timoleón. Sucedió, pues, por pura casualidad, que, acelerándose éste y aquellos, en un mismo punto de tiempo concurrieron al llamamiento unos y otros, trayendo Hícetes cinco mil hombres y no teniendo Timoleón entre todos más que unos mil y doscientos, con los cuales salió de Tauromenio para Adrano, que distaba unos trescientos y cuarenta estadios. Y en el primer día, habiendo andado poca parte del camino, hizo alto; mas al siguiente, marchando sin reposo y venciendo pasos escabrosos y difíciles, cuando comenzaba a declinar el día, oyó que Hícetes acababa de llegar a la ciudad y se había acampado en las inmediaciones. Los jefes y capitanes de los Cuerpos empezaban a acampar también a los que llegaron primero, pareciéndoles que pelearían con más ardor después de haber tomado alimento y haber descansado; mas sobreviniendo Timoleón, les hizo presente no ejecutasen semejante cosa, sino que marcharan prontamente y cayeran sobre los enemigos, que andarían desordenados, como era regular sucediese, estando descansando de una marcha y descuidados en las tiendas y en los ranchos; dicho esto, embrazó el escudo y guió el primero como a una victoria cierta. Siguiéronle denodadamente los demás, hallándose de los enemigos a menos de treinta estadios, los que anduvieron muy luego, y dieron sobre éstos, que se desordenaron y huyeron a la primera noticia que tuvieron de su venida; así es que sólo mataron unos trescientos, y fueron más que doblados los que cautivaron, tomándoles también el campamento. Los Adranitas, abriendo las puertas de la ciudad, se unieron con Timoleón, refiriéndole con asombro y susto que, no bien se había empezado el combate, cuando por sí mismas se habían abierto las puertas sagradas del templo, y habían advertido que la lanza del dios se blandió por la punta y su semblante estaba bañado de copioso sudor.

XIII.— Tales prodigios, a lo que parece, no significaron solamente esta victoria, sino también los posteriores sucesos de que aquel combate fue un feliz preludio. Porque las ciudades, enviando embajadores, inmediatamente se unieron a Timoleón, y Mamerco, tirano de Catana, hombre guerrero y sobrado de medios, le ofreció su alianza. Mas lo mayor de todo fue que el mismo Dionisio, perdida ya toda esperanza, y estando a punto de tener que rendirse, mirando con desprecio a Hícetes, que se había dejado vencer cobardemente, y admirando a Timoleón, envió a tratar con éste y con los Corintios, poniéndose en sus manos y entregándoles el alcázar. No despreciando Timoleón tan inesperada dicha, mandó inmediatamente al alcázar a los ciudadanos corintios Euclides y Telémaco, y además trescientos soldados, no todos juntos ni de modo que se conociera, cosa imposible por estar el puerto en poder de los enemigos, sino disimuladamente divididos en paquetes. Tomaron, pues, los soldados el alcázar y los palacios, con todas las provisiones y efectos de guerra, porque había no pocos caballos, toda especie de máquinas y gran copia de dardos; de armas había unas setenta mil depositadas de largo tiempo, y tenía consigo Dionisio unos dos mil soldados, que puso con todo lo demás a disposición de Timoleón. El mismo Dionisio, tomando su caudal y no muchos de sus amigos, hizo la travesía sin ser notado de Hícetes, y llevado al campamento de Timoleón, entonces por primera vez se le vio reducido y humillado a la condición de particular; y se dispuso fuese llevado a Corinto en una sola nave con poca parte de su hacienda; habiendo sido nacido y criado en la tiranía más afamada y poderosa de todas, la que conservó diez años, habiendo pasado los doce restantes, después de la expedición de Dión, en continuas guerras y combates; pero a lo que hizo en la tiranía excedió en mucho lo que padeció arrojado de ella; porque vio las muertes de sus hijos ya crecidos y los estupros de sus hijas doncellas; y a la que era su hermana y mujer a un tiempo sufrir todavía viva en su cuerpo los más torpes insultos de sus enemigos, y que después le dieron violentamente muerte juntamente con sus hijos y la arrojaron al mar. Mas de estas cosas hemos dado razón más circunstanciada en la vida de Dión.

XIV.— Llegado Dionisio a Corinto, no había Griego ninguno que no deseara verle y hablarle, con la diferencia de que unos, alegrándose de sus desgracias, por odio se llegaban a él contentos, como para conculcar al que había derribado la fortuna, y otros, aplacados ya con la mudanza y compadeciéndole en la fragilidad manifiesta de las cosas humanas, veían el gran poder de otras causas ocultas y divinas, pues aquella edad no ostentó prodigio ninguno de la naturaleza o del arte igual a aquella obra de sola la fortuna que mostraba al que poco antes era tirano de la Sicilia, reducido a habitar en Corinto en casa de una bodegonera, o sentado en el mostrador de un perfumador bebiendo la zupia de los taberneros, o alternando con mujerzuelas que hacían tráfico de su belleza, o enseñando a las cantoras sus cantinelas, moviendo con ellas disputas sobre la armonía del canto. Unos creían que Dionisio tenía esta conducta porque, además de ser de aquellos que fácilmente se exaltan, era por naturaleza muelle y disoluto; mas otros juzgaban que para que no se hiciera atención en él y no inspirar miedo a los Corintios ni dar sospechas de que llevaba mal la mudanza de vida y el no tener parte en los negocios, de intento se esforzaba a mostrarse fuera de su naturaleza extravagante y medio simple en el modo de consumir su ocio.

XV.— Refiérese también de él algunos dichos de los que se puede inferir que no dejaba de acomodarse con dignidad a las cosas presentes. Como, por ejemplo: habiendo pasado a Léucade, ciudad fundada por los Corintios, igualmente que la de Siracusa, dijo le sucedía lo mismo que a aquellos jóvenes que han caído en faltas; porque al modo que éstos se acogen gustosos a los hermanos y de vergüenza huyen de casa de los padres, de la misma manera, avergonzándose él de residir en la metrópoli, habitaba allí contento con los Leucadios. Otro ejemplo: reconviniéndole en Corinto un forastero con groserías sobre sus conferencias con los filósofos en las que parecía complacerse cuando reinaba, y preguntándole últimamente de qué le había servido la sabiduría de Platón: «¿Te parece, le dijo, que no nos sirvió Platón de nada cuando ves cómo llevamos esta mudanza de fortuna?». Al músico Aristóxeno y algunos otros que le preguntaron cuál era y de dónde provenía la querella que había tenido con Platón, les respondió que, estando la tiranía rodeada siempre de grandísimos males ninguno era comparable con el de no atreverse a hablarle claro los que se venden por amigos, y que éstos eran los que le habían privado del aprecio de Platón. Queriendo dárselas uno de gracioso y zaherir a Dionisio, sacudió la capa al tiempo de entrar a verle, como para notarle de tirano; y él, volviéndole la burla, le dijo sería mejor lo hiciese al tiempo de salir de su casa, para no llevarse nada de lo que había en ella. Dejándose caer Filipo el de Macedonia en un convite ciertas expresiones irónicas acerca de las poesías y tragedias que Dionisio el mayor dejó escritas, haciendo como que dudaba en qué tiempo pudo tener vagar para estas tareas, le salió oportunamente al encuentro Dionisio, diciéndole: «En aquel que tu, yo y los demás que pasamos por felices gastamos en francachelas». Platón no alcanzo a ver a Dionisio en Corinto, porque ya había muerto, pero Diógenes de Sinope, la primera vez que se acercó a él: «Indignamente vives, le dijo, oh Dionisio»; y respondióle éste: «Te agradezco, oh Diógenes, que te compadezcas de mi infortunio»; «¿Cómo, replicó Diógenes, piensas que me compadezco, cuando más bien me irrito de que siendo un tan vil esclavo, digno de morir de viejo, como tu padre, en la tiranía, veo que estás aquí divirtiéndote y solazándote con nosotros?». De manera que cuando comparo con estas respuestas las exclamaciones que Filisto emplea compadeciendo a las hijas de es por haber descendido de los grandes bienes de la tiranía a un pasar estrecho y miserable, gradúo a éstas por lamentaciones de una mujerzuela que echara menos los alabastros, la púrpura y el oro. Creernos que estas cosas no entran mal en esta clase de escritos y que no son inútiles para lectores que no estén de prisa ni escasos de tiempo.

XVI.— Pues si la desdicha de Dionisio debió parecer extraña, no fue menos de admirar la dicha de Timoleón, porque a los cincuenta días de haber desembarcado en Sicilia tomó el alcázar de los Siracusanos y despachó a Dionisio al Peloponeso. Alentados con estos sucesos los Corintios, envíanle dos mil infantes y doscientos caballos, los cuales, llegados a Turios, considerando arriesgada aquella travesía, por tener los Cartagineses obstruido el mar con muchas naves, precisados a detenerse allí esperando oportunidad, sacaron al fin partido de aquel ocio para una acción provechosa. Porque de los Turios, los que habían peleado contra los Brecianos, tomando esta ciudad y teniéndola como patria, la guardaron con leal y fiel custodia.

Hícetes, que, como se ha visto, tenía sitiado el alcázar de Siracusa, impedía que a los Corintios les llegasen los víveres por mar; y respecto de Timoleón, habiendo sobornado a dos extranjeros para que a traición le diesen muerte, los envió a Adrano, donde, además de que aquel no solía usar guardia alguna para su persona, confiado en el dios, se entretenía todavía con menos cuidado y recelo en medio de los Adranitas. Supieron por casualidad los sobornados que iba a hacer un sacrificio, y dirigiéndose al templo con puñales encubiertos debajo de la ropa se metieron entre los que estaban junto al ara, y poco a poco se le fueron acercando más. No faltaba ya otra cosa sino que se diera la voz para la acometida, cuando uno de los circunstantes hiere con el puñal en la cabeza a uno de los dos, que cayó muerto; y entonces, ni se detuvo el que dio el golpe ni el que había ido con el herido, sino que aquel, de la misma manera como estaba con el puñal en la mano, dio a huir y se subió a una piedra muy alta; y este otro, asiéndose al ara, pedía a Timoleón que le indultase bajo la condición de descubrirlo todo. Concediósele, y reveló contra sí y contra el muerto que habían sido enviados para asesinarle. En esto, ya otros traían al de la piedra, que venía gritando no haber cometido delito alguno, sino que con justicia había dado muerte a aquel hombre para vengar la de su padre, a quien antes la había dado aquel en Leoncio. Hubo entre los presentes algunos que lo atestiguaron, maravillándose al mismo tiempo de la destreza con que la Fortuna mueve unas cosas por medio de otras, y reuniéndolas y combinándolas todas, desde lejos se sirve de las que parece estar más distantes y no tener nada de común entre sí, haciendo que el fin de las unas sea el principio de las otras. Los Corintios premiaron a este hombre con diez minas, porque parece prestó una indignación justa al Genio que velaba sobre Timoleón; y aquella ira que tanto tiempo hacía abrigaba en su pecho no la gastó antes, sino que con el motivo de su particular encono la reservó íntegra para salud de aquel por disposición de la fortuna. Sirvióles este favor presente de la suerte para formar esperanzas sobre lo futuro, viendo que debían respetar y conservar a Timoleón como a un hombre sagrado, venido para ser por voluntad de los Dioses el vengador de la Sicilia.

XVII.— Hícetes, cuando vio que había errado el golpe, y que eran muchos los que se pasaban a Timoleón, se reprendió a sí mismo de que, siendo tantas las fuerzas de los Cartagineses, parecía que se había avergonzado de usar de ellas, y sólo como a escondidas y a hurtadillas se había valido de su auxilio. Envió, pues, a llamar a Magón su general, con todo el cuerpo de sus tropas, el cual, por lo pronto, impuso miedo presentándose y tomando el puerto con ciento cincuenta naves, y conduciendo sesenta mil infantes que hizo acampar dentro de la ciudad de Siracusa: de manera que todos creían ser ya venida sobre la Sicilia aquella barbarie tan decantada y esperada de antemano, por cuanto nunca antes habían logrado los Cartagineses, a pesar de haber peleado mil veces en Sicilia, tomar a Siracusa, mientras entonces, admitiéndolos Hícetes, y entregándosela, había venido aquella ciudad a ser un campamento de los bárbaros. En tanto, los Corintios que ocupaban el alcázar no se sostenían sino con gran dificultad y trabajo, no recibiendo todavía víveres suficientes, antes escaseándoles por estar bien guardados los puertos, y teniendo que estar en continuos combates y peleas, ya defendiendo las murallas y ya teniendo repartida su atención en las máquinas y en todos los medios e instrumentos de un sitio.

XVIII.— Con todo, Timoleón no se olvidaba de socorrerlos, enviándoles de Catana víveres en barquillos de pescadores y en pequeños transportes, que principalmente en los momentos de tormenta se escabullían entre las galeras de los bárbaros, mientras a éstas las tenían separadas el oleaje y la borrasca. Echándolo de ver Magón e Hícetes, determinaron tomar a Catana, de donde los sitiados se surtían de lo necesario, y reuniendo la parte más aguerrida de sus fuerzas, dieron la vela desde Siracusa. Mas el corintio Neón, que éste era el nombre del que mandaba a los sitiados, observando desde el alcázar que los que habían quedado de los enemigos estaban con poca vigilancia y cuidado, cargó de improviso sobre ellos en ocasión de hallarse desunidos, y dando muerte a unos, y obligando a otros a retirarse, tomó y ocupó el punto llamado Acradina, parte la más fuerte de la ciudad de Siracusa, la cual parece en alguna manera compuesta y formada de muchas poblaciones. Provisto, pues, de víveres y de dinero, no abandonó aquel sitio ni se acogió de nuevo al alcázar, sino que, fortificando la circunferencia de la Acradina, y juntándola por medio de obras avanzadas con aquella ciudadela, la tuvo en custodia. Alcanzó en esto un soldado de a caballo de los de Siracusa a Magón e Hícetes, que ya estaban cerca de Catana, y les refirió la pérdida de la Acradina. Aturdiéronse con semejantes nuevas y se retiraron precipitadamente, sin tomar la ciudad a que se encaminaban, y sin conservar la que poseían.

XIX.— Todavía estos sucesos dan a la prudencia y a la virtud algún asidero para contender con la fortuna; mas los que después sobrevinieron parece que enteramente fueron obra de la buena dicha. Los soldados corintios detenidos en Turios, temiendo por una parte a las galeras de los Cartagineses que les estaban en acecho bajo el mando de Anón, y viendo por otra que el mar estaba agitado del viento hacía muchos días, tomaron la determinación de hacer a pie su marcha por el país de los Brecianos; y ora usando de persuasión y ora de fuerza con aquellos bárbaros, arribaron a Regio, cuando todavía el mar permanecía alborotado. En tanto, al jefe de la escuadra cartaginesa, que no aguardaba a los Corintios, creyéndolos en la inacción, le vino la ocurrencia de que era preciso que discurriese algún engaño a la manera de los generales sabios y astutos: mandó, pues, con esta idea a sus marineros ponerse coronas; y adornando las galeras con escudos griegos y fenicios, marcha la vuelta de Siracusa; y moviendo grande alboroto, pasa con algazara y risa por delante de la ciudadela, gritando que venía de haber vencido y cautivado a los Corintios, a los que había sorprendido en el mar, a fin de infundir con esto desaliento a los sitiados. Mas cuando él usaba de estas imposturas y embelecos, los Corintios, que por los Brecianos habían bajado hasta Regio, como no los observase nadie, y el viento calmado contra toda esperanza les proporcionase una travesía tranquila y apacible, embarcándose sin detención en los transportes y barcas de pesca que tuvieron a mano bogaron y se dirigieron a la Sicilia, tan seguramente y con tal serenidad, que llevaban los caballos del diestro nadando junto a las embarcaciones.

XX.— Hecha la travesía, y reunidos con Timoleón, tomó éste inmediatamente a Mesina; y ordenado su ejército partió para Siracusa, más confiado en su buena suerte y favorables sucesos que en sus fuerzas: porque las que tenía consigo no pasaban de cuatro mil hombres. Noticiado a Magón su arribo, no dejó de concebir inquietud y temor, y además entró en sospechas con el motivo siguiente. En las charcas inmediatas a la ciudad, donde se recoge mucha agua potable de fuentes y mucha también de los lagos y ríos que corren al mar, se cría abundancia de anguilas, y los que lo intenten pueden siempre hacer copiosa pesca; así, los asalariados de uno y otro ejército, estando en ocio y tregua, se dedicaban a este ejercicio. Eran todos Griegos, y no teniendo entre sí motivo particular de enemiga, aunque en los combates peleaban denodadamente, en el tiempo de tregua se reunían v conferenciaban unos con otros; y entonces, entreteniéndose en la común ocupación de la pesca, trababan conversación, ponderando la apacibilidad del mar y la belleza de aquellos contornos. En una de estas ocasiones dijo uno de los que militaban con los Corintios: «¿Es posible que una ciudad como ésta, tan grande y tan abastada de bienes, habéis de querer barbarizarla vosotros siendo Griegos y establecer cerca de nosotros a esos malvados e inhumanos Cartagineses, respecto de los cuales habíamos de desear que mediaran muchas Sicilias entre ellos y la Grecia? ¿O acaso imagináis que habiendo movido su ejército desde las columnas de Heracles y el mar Atlántico, no han de haber venido aquí sino a exponerse para el establecimiento de Hícetes? El cual, si pensara como buen general, no desecharía a los de su metrópoli, ni atraería sobre la patria a los que no pueden menos de ser sus enemigos; sino que alcanzaría cuanto honor y poder le estuviese bien, haciéndose recomendable a los Corintios y a Timoleón». Difundieron los soldados estas especies en el campamento, y con ellas hicieron concebir sospechas a Magón de que se trataba de venderle, cabalmente cuando hacía tiempo que buscaba pretextos para retirarse; así fue que por más que Hícetes le rogó se detuviese, y le hizo ver cuán superiores eran a los enemigos, reputando allá dentro de sí que era más lo que en virtud y fortuna le aventajaba Timoleón, que lo que él le excedía en fuerzas, levó repentinamente anclas y navegó al África, dejando que se le fuese de entre las manos la Sicilia de un modo vergonzoso y contrario a toda humana prudencia.

XXI.— Presentóse al día siguiente Timoleón en orden de batalla, y habiendo los Siracusanos entendido la fuga, al ver el puerto desamparado, les causó risa la cobardía de Magón, y discurriendo por la ciudad hacían pregonar premios para el que dijese dónde se les había ido la escuadra cartaginesa.

Con todo, Hícetes todavía se obstinaba en pelear, y no abandonaba la presa de la ciudad, sino que se rehacía en los puntos que conservaba, que eran fuertes y difíciles de tomar; entonces, Timoleón dividió sus fuerzas y acometió en persona por donde corre el Anapo, que era la parte de mayor resistencia; a otros, a quienes mandaba Isias de Corinto, les ordenó hiciesen una salida de la Acradina, y a la tercera división la dirigieron contra el punto llamado Epípolas Dinarco y Demáreto, que habían venido con los últimos socorros de Corinto. Hecha, pues, esta acometida a un tiempo por todas partes, y volviendo la espalda en precipitada fuga las tropas de Hícetes, el que se tomara la ciudad con el alcázar, quedando todo prontamente sujeto con la fuga de los enemigos, justo es que se atribuya al valor de los combatientes y a la pericia del general: pero el que no muriera, ni aun siquiera fuese herido, ninguno de los Corintios, obra fue precisamente de la fortuna de Timoleón, como si ésta contendiera con su virtud, para que los que lo entendiesen admiraran más su dicha que sus loables prendas; pues la fama no solamente corrió al punto por toda la Sicilia y por toda la Italia, sino que en breves días se difundió el eco de este admirable triunfo por la Grecia; de manera que cuando en Corinto se dudaba si la armada había aportado, a un tiempo recibieron la noticia del arribo y de la victoria; ¡tan prósperamente corrieron los sucesos y tanto se complació la Fortuna en añadirla presteza a la brillantez de aquellas hazañas!

XXII.— Apoderado de la ciudadela, no le sucedió lo que a Dion, ni guardó respeto a aquel sitio por su belleza y por lo costoso de sus edificios, sino que, evitando la sospecha con que primero se calumnió a aquel, y después se le perdió, hizo echar pregón de que aquel de los Siracusanos que quisiera se presentara con su piqueta y tomara parte en la destrucción de aquellos baluartes de la tiranía. Como todos hubiesen concurrido, tomando como principio seguro de la libertad el pregón aquel y aquel día, no sólo destruyeron y derribaron el alcázar, sino también las casas y monumentos de los tiranos. En seguida hizo limpiar e igualar el suelo, y edificó allí los tribunales, congraciándose así más con los ciudadanos, y sobreponiendo la democracia el despotismo.

Advirtió, luego de tomada la ciudad, que carecía de ciudadanos, habiendo perecido unos en las guerras y tumultos, y habiendo huido otros de las sucesivas tiranías; así la plaza pública de Siracusa había criado, por la falta de concurrencia, tanta y tan espesa maleza, que se apacentaban en ella los caballos, teniendo la hierba por cama los palafreneros. Las demás ciudades, a excepción de muy pocas, se habían hecho refugio de ciervos y jabalíes, y en las inmediaciones, al piemismo de las murallas, cazaban muchas veces los aficionados a este ejercicio; y los que habitaban en los fuertes y presidios ninguno acudía a los llamamientos ni bajaba a la ciudad, sino que todos miraban con horror y odio la plaza, el gobierno y tribuna, de donde les habían brotado los más de los tiranos. Determinaron, pues, Timoleón y los de Siracusa escribir a los Corintios para que de la Grecia enviaran habitantes a aquella ciudad, puesto que su país no temía ser perturbado, y a ellos, de parte del África, les amenazaba una cruda guerra, habiendo entendido que los Cartagineses habían puesto en una cruz el cadáver de Magón, que se había dado muerte a sí mismo, en odio de su mal gobierno, y que venían con grandes fuerzas para pasar a Sicilia en aquel verano.

XXIII.— Llevadas estas cartas de parte de Timoleón, y llegando también embajadores de los Siracusanos, que les rogaban atendieran a aquella colonia y se hicieran por segunda vez sus fundadores, no se valieron los Corintios de esta ocasión para saciar su codicia, ni se apropiaron aquella ciudad, sino que. en primer lugar, se dirigieron a los juegos sagrados de la Grecia y a las grandes concurrencias, anunciando por pregón que los Corintios, que en Siracusa habían destruido la tiranía y habían lanzado de allí al tirano, llamaron a los Siracusanos y a los demás de Sicilia que quisieran habitar en aquella ciudad, para que, como libres e independientes, se repartieran por suertes el país con igualdad y con justicia; enviaron después mensajeros al Asia y las islas donde sabían haberse establecido muchos de los desterrados, invitándolos a todos a pasar a Corinto, donde tomarían a su cargo enviarlos con escolta, con buques y generales a sus propias expensas a Siracusa. Con semejantes pregones se ganó Corinto la más justa y apreciable alabanza y la envidia de otros pueblos por haber libertado de tiranos, haber salvado de los bárbaros y haber entregado a sus propios ciudadanos aquella región. No considerándose en bastante número los que concurrieron a Corinto, hicieron diligencias para que se les agregaran más colonos del mismo Corinto y del resto de la Grecia, y cuando hubo como unos diez mil, se embarcaron para Siracusa. También de la Italia y de Sicilia se habían reunido ya muchos a Timoleón, llegando, según refiere Atanis, a sesenta mil, a los cuales les repartió el terreno y les vendió las casas en mil talentos, haciendo a los antiguos Siracusanos la gracia de que pudieran comprar las suyas y, proporcionando al mismo tiempo abundancia de fondos al pueblo, tan gastado con los demás males y con la guerra, que fue preciso vender las estatuas, votándose sobre cada una y entablándose un juicio, como cuando a los empleados se les piden cuentas; en tales términos, que se refiere haber conservado los Siracusanos, cuando daban sentencia contra las otras estatuas, la del tirano Gelón el mayor, guardándole este honor y respeto por la victoria que en Hímera ganó a los Cartagineses.

XXIV.— Enriquecida y repoblada la ciudad de esta manera por acudir a ella ciudadanos de todas partes, quiso Timoleón poner en libertad a las demás ciudades y acabar enteramente con las tiranías de la Sicilia; marchando, pues, con las tropas a sus capitales, redujo a Hícetes a la necesidad de separarse de los Cartagineses y de convenir por un tratado en destruir las ciudades y vivir como particular en Leoncio: a Léptines, que tenía tiranizada a Apolonia y otros muchos pueblos, y que cuando se vio en peligro de ser hecho prisionero si entraba en lid, se le rindió a discreción, lo trató con indulgencia y lo hizo conducir a Corinto, teniendo por cosa gloriosa para la metrópoli el que los Griegos vieran a los tiranos de la Sicilia vivir en el destierro y la humillación. Queriendo, por otra porte, que los estipendiarios vivieran de la milicia y no estuvieran ociosos, aunque él se restituyó a Siracusa para atender al establecimiento del gobierno, ayudándose para lo más principal y delicado de estas tareas de Céfalo y Dionisio, legisladores que habían venido de Corinto, envió contra las posesiones de los Cartagineses a Dinarco y Demáreto; los cuales, sacando muchas ciudades del poder de los bárbaros, no sólo consiguieron vivir en la abundancia, sino que con el botín recogieron fondos para la guerra.

XXV.— Dirígese en tanto la armada de los Cartagineses al Lilibeo, conduciendo sesenta mil hombres de tropa, doscientas galeras y mil barcos, que traían a bordo máquinas y carros con víveres abundantes y todas las demás provisiones, no ya para hacer parcialmente la guerra, sino para arrojar a los Griegos de toda la Sicilia, siendo aquella fuerza suficiente para sojuzgar a los Sicilianos, aun cuando no estuvieran debilitados y gastados con sus mutuas contiendas; y cuando entendieron que su territorio había sido devastado, encendiéronse en ira contra los Corintios, siendo sus caudillos Asdrúbal y Amílcar. Llegada esta nueva velozmente a Siracusa, de tal manera se acobardaron los Siracusanos a la vista de tan desmedidas fuerzas, que de tan grande número de ciudadanos apenas tres mil tuvieron ánimo para tomar las armas y juntarse con Timoleón. Los estipendiarios eran cuatro mil, y aun de éstos unos mil desertaron de miedo en la marcha, dándose a entender que Timoleón no estaba en su acuerdo, sino que deliraba por la edad, yendo con cinco mil infantes y mil caballos contra setenta mil enemigos y desviando sus fuerzas de Siracusa el camino de ocho días, con lo que ni los que huyesen tendrían salvamento ni los que muriesen sepulcro. Mas Timoleón reputó a ganancia el que éstos hubiesen manifestado su cobardía antes de la ocasión, y alentando a los otros los condujo a marchas forzadas al río Crimeso, adonde oyó haberse dirigido también los Cartagineses.

XXVI.— Iba subiendo a un collado, vencido el cual habían de descubrirse el ejército y todas las fuerzas de los enemigos, cuando llegaron a ellos unas acémilas cargadas de apios; a los soldados les ocurrió que era mala señal, porque tenemos la costumbre de coronar por piedad con apio los monumentos de los muertos, y de aquí nació el proverbio que dice, respecto del que se halla peligrosamente enfermo, que aquel está ya pidiendo apio. Queriendo, pues, apartarlos de semejante superstición y disipar su desconfianza, parando la marcha, les habló Timoleón en los términos que el caso pedía, y les dijo: «Que antes de la victoria la corona por sí misma se les venía a la mano, porque los Corintios coronan con apio a los que vencen en los Juegos Ístmicos, teniendo a esta planta por una insignia sagrada y propia de su país». Pues ya entonces era de apio la corona de los Juegos ístmicos, como lo es ahora de los Nemeos, y no mucho antes había sido de pino. Hablando, pues, Timoleón a los soldados en la forma que hemos dicho, y tomando unas hojas de apio, se coronó el primero: después de él lo hicieron los jefes, y luego la tropa. Divisaron entonces los adivinos dos águilas que por allí pasaban, de las cuales la una llevaba un dragón despedazado entre las garras, y la otra en su vuelo daba grandes y descompasados chillidos; mostráronlas, pues, a los soldados, y todos se movieron a hacer votos y plegarias a los Dioses.

XXVII.— Era entonces la estación del verano, a fines del mes Targelión, cuando ya el tiempo tocaba en el solsticio; y formando el río una densa niebla, al principio cubría con su oscuridad la ribera y nada podía verse enemigos; solamente llegaba al collado un eco indeterminado y confuso, causado a lo lejos por un ejército tan numeroso. Mas luego que los Corintios acabaron de allanar el collado, y que dejando los escudos empezaron a tomar aliento, levantándose ya el Sol y alzando del suelo los vapores, espesado y condensado el aire en la parte superior, cubrió las alturas, quedando libres los terrenos bajos; descubrióse entonces el Crimeso, y se vio que le estaban pasando los enemigos, primero con los carros ordenados en batalla de un modo terrible, y en pos de ellos con diez mil infantes cuyos escudos eran blancos. Conjeturóse que éstos eran Cartagineses por la brillantez de sus arreos y por el apiñamiento y orden de su marcha. Agolpábanse luego todas las demás naciones y emprendían el paso en desorden y confusión; lo que advertido por Timoleón conoció al punto que el río le proporcionaba tomar de la muchedumbre de los enemigos aquellos con quienes quisiera pelear. Ordenó, pues, que sus soldados que miraran la falange de los enemigos dividida por la corriente, habiendo pasado unos y estando otros por pasar, y mandó a Demáreto que con la caballería acometiese a los Cartagineses y desordenara su formación antes de verificarse. Bajó entonces al llano y encomendó a otros Sicilianos el mando de las dos alas, poniendo en cada una de ellas unos cuantos extranjeros; en el centro, tomando él mismo a los Siracusanos y lo más escogido de los estipendiarios, se paró por un breve instante para notar las operaciones de la caballería; mas viendo que los carros que discurrían delante de las filas no la dejaban venir a las manos con los Cartagineses, sino que muchas veces para no desordenarse la precisaban a hacer rodeos y dar en esta forma frecuentes acometidas, embrazando el escudo y gritando a los infantes que le siguiesen con denuedo, pareció que su voz fue mucho más fuerte y penetrante que de ordinario, bien fuese porque en aquel conflicto y con aquel calor se acrecentase efectivamente la voz, o porque algún Genio, según entonces lo creyeron muchos, le ayudase a gritar y gritase con él. Contestando aquellos inmediatamente al grito, y pidiéndole que los guiase y no se detuviese, hizo señal a la caballería para que acometiese por fuera de la línea de los carros y cargara por el ala a los enemigos; y él, cerrando la vanguardia, que se cubrió con los escudos, y dando orden de tocar a los trompetas, marchó para los Cartagineses.

XXVIII.— Sostuvieron éstos con valor el primer encuentro, y con tener defendido el cuerpo con corazas de hierro y morriones de bronce, y oponer unos anchos escudos pudieron esquivar los golpes de lanza. Mas cuando la pelea vino a las espadas, obra ya no menos de la destreza que la pujanza, repentinamente empezaron a desprenderse de los montes terribles truenos y encendidos relámpagos, y descendiendo al lugar de la contienda la nube desde los collados y alturas, trayendo consigo lluvia, viento y granizo, a los Griegos les daba por la espalda, mas a los bárbaros heríalos en la cara y deslumbrábales la vista, siendo continua la lluvia borrascosa y las llamaradas que partían de las nubes; cosas que de mil maneras afligían, especialmente a los bisoños. Incomodaba también no menos que los truenos el ruido de las armas, heridas de la espesa lluvia y los granizos, por cuanto impedía que se oyesen las órdenes de los caudillos. Además, yendo los Cartagineses nada ligeros en cuanto al armamento, sino de sobra defendidos, como hemos dicho, estorbábales el barro, y los senos de las túnicas llenos de agua les impedían manejarse con presteza en el combate, cuando los Griegos estaban muy listos para ofenderlos; y si caían, les era absolutamente imposible levantarse del lodo, a causa de las armas. El Crimeso también, desbordado ya con los que pasaban, se había aumentado con las lluvias; y la llanura inmediata, teniendo muchas desigualdades y hoyos, estaba llena de arroyuelos que corrían fuera de cauce, con los que, detenidos los Cartagineses, con dificultad podían salvarse. Por último, continuando la tormenta, y habiendo los Griegos deshecho la primera línea, que era de unos cuatrocientos hombres, todo el ejército se entregó a la huída. Muchos, alcanzados todavía en la llanura, allí perecieron; a otra gran parte, tropezando con los que todavía se hallaban pasando el río, los arrebató y destruyó su corriente; y a los más, que se encaminaban a las alturas los persiguieron y deshicieron las tropas ligeras. Dícese que de diez mil muertos, tres mil eran Cartagineses: grande luto para aquella ciudad, porque ningunos otros les hacían ventaja, ni en origen, ni en riquezas, ni en reputación y no había memoria de que en una sola acción hubieran muerto jamás tantos Cartagineses, pues que echando comúnmente mano de Africanos, de Españoles y Númidas, la pérdida en sus derrotas era siempre ajena.

XXIX.— Advirtieron también los Griegos en los despojos la distinción de los vencidos, deteniéndose poco los que los despojaban en el bronce y el hierro: ¡tan abundante andaba la plata, y en tanta copia era el oro! Pues pasando el río cogieron el campamento con todas las brigadas. Muchos de los cautivos fueron ocultados por los soldados; pero aun presentaron en total hasta cinco mil, y también se cogieron doscientos carros. Mas lo que hacía una hermosa y magnífica vista era la tienda de Timoleón, alrededor de la cual estaban amontonados despojos de toda especie, entre ellos mil corazas primorosas por la materia y por la obra, y diez mil escudos. Siendo pocos para despojar a muchos, y hallándose con ricas presas, apenas al tercero día después de la batalla pudo erigirse el trofeo. Con la noticia de la victoria envió Timoleón a Corinto las más hermosas armaduras de las del botín, queriendo que su patria excitase en todos los hombres una gloriosa emulación al ver en sola aquella ciudad de la Grecia los más magníficos templos, no adornados con despojos griegos, ni enriquecidos con indecorosos monumentos de ofrendas que hubieran sido fruto de la muerte de los de un mismo origen y una misma familia, sino con presas hechas a los bárbaros, cuyas inscripciones acreditaban a un tiempo el valor y la justicia de los vencedores, diciendo que los Corintios y Timoleón, su general, haciendo libres de los Cartagineses a los Griegos que habitaban en la Sicilia, habían hecho a los Dioses aquella ofrenda.

XXX.— Dejando en seguida en el ejército a los estipendiarios para correr y molestar la provincia de los Cartagineses, se encamino a Siracusa, y a aquellos mil estipendiarios que le abandonaron antes de la batalla les mandó por pregón salir de Sicilia, obligándolos a estar fuera de Siracusa antes de ponerse el sol. Navegaron, pues, a Italia, donde perecieron a mano de los Brecianos contra la fe de los tratados, imponiéndoles así algún Genio la justa pena de su traición. Mamerco, tirano de Catana, e Hícetes, fuese por envidia de las victorias de Timoleón, o por temerle como hombre de quien nada debían esperar, y que ningún trato quería tener con los tiranos, hicieron alianza con los Cartagineses y les enviaron a decir mandaran fuerzas y un general, si no querían ser absolutamente arrojados de la Sicilia. Vino, pues, Giscón trayendo sesenta galeras y soldados Griegos estipendiarios, siendo así que nunca antes los Cartagineses habían echado mano de los Griegos; mas entonces tenían de ellos la más alta opinión, juzgándolos por los más invencibles y valientes de todos los hombres. Reunidos de común acuerdo en la Mesenia, dieron muerte a cuatrocientos de los estipendiarios de Timoleón que habían sido enviados en su auxilio; y en la provincia de los Cartagineses, habiéndose armado asechanzas cerca del pueblo llamado Ietas a los estipendiarios mandados por Éutimo Leucadio, todos perecieron: con lo que la dicha de Timoleón adquirió aún mayor nombradía: porque habían sido de los que con Filomelo de Focea y con Onomarco habían tomado a Delfos, haciéndose participantes de su sacrilegio. Aborrecidos, por tanto, y abominados de todos, andando errantes por el Peloponeso, fueron acogidos por Timoleón a falta de otros soldados; venidos con él a Sicilia, en todas las batallas en que a su lado se hallaron, hubieron la victoria; mas luego que tuvieron fin aquellos grandes y reñidos combates, enviados a dar auxilio a diferentes puntos, murieron o cayeron en cautiverio, no todos a la vez, sino por partes: atestiguando este modo de su castigo que en él intervenía la buena suerte de Timoleón, para que del castigo de los malos ningún daño resultase a los buenos. De esta manera vino a suceder que no menos resplandeció la benevolencia de los Dioses para con Timoleón en las cosas que pareció serle adversas, que en aquellas en que salió triunfante.

XXXI.— Los más de los Siracusanos estaban incomodadísimos de verse a cada momento denostados por los tiranos. Especialmente Mamerco, muy ufano con que componía poemas y tragedias, y engreído con haber vencido a los estipendiarios, al hacer a los Dioses la consagración de los escudos, había puesto por inscripción un dístico elegíaco muy afrentoso, de este tenor:

Estas rodelas que relumbran tanto
con púrpura, marfil, electro y oro,
con escudos de a palmo las tomamos.

Después de estos sucesos, habiendo Timoleón pasado con sus fuerzas a la Calabria, invadió Hícetes a Siracusa, donde tomó un rico botín, haciendo grandes daños y ofensas, y en seguida se encaminó también a la Calabria, no haciendo cuenta de Timoleón, que tenía poca gente. Dejóle éste adelantarse, y luego se puso en su persecución con la caballería y las tropas ligeras. Entendiólo Hícetes, y habiendo pasado el río Damiria, se paró al otro lado en actitud de defenderse, contribuyendo a darle osadía la dificultad del paso y lo escarpado del terreno por la una y otra orilla. Detuvo la batalla una disputa y contienda extraña entre los capitanes de Timoleón, porque ninguno quería ser el último en acometer a los enemigos, sino que cada uno aspiraba a ser el primero; así el paso se hizo en desorden, empujándose y atropellándose unos a otros. Quiso Timoleón que echaran suertes, para lo que tomó un anillo de cada uno, echólos todos en una punta de su manto, y habiéndolos revuelto, se halló que el primero tenía grabado por sello un trofeo, y luego que los jóvenes lo observaron, alzando con aquel gozo grande gritería, ya no esperaron otra suerte, sino que pasando precipitadamente el río por el orden en que estaban cayeron con ímpetu sobre los enemigos, los cuales no sostuvieron el choque, sino que dieron a huir, abandonando todos las armas, y en el alcance murieron como unos mil de ellos.

XXXII.— Marchando de allí a poco con su ejército Timoleón al territorio de los Leontinos, tomó vivo a Hícetes, a su hijo Eupólemo y al general de la caballería, Éutimo, que fueron aprehendidos por sus propios soldados y conducidos a su presencia; Hícetes y su hijo sufrieron la muerte, que tenían merecida, como tiranos y traidores. Éutimo, sin embargo de ser hombre de valor para los combates y distinguido por su arrojo, no alcanzó compasión, por una expresión injuriosa contra los Corintios, de la que era acusado; porque se refería que cuando los Corintios movieron contra ellos, arengando a los Leontinos, les había dicho que nada había que debiera causar miedo o espanto en que:

Hubieran las mujeres de Corinto salido o no salido de sus casas.

Así es que los más sufrimos peor las malas palabras que las malas obras, porque es más difícil de llevar el desprecio que la pérdida; y el vengarse con obras se permite como necesario a los enemigos; pero los dichos injuriosos parece que nacen de sobrado rencor y sobrada malicia.

XXXIII.— Vuelto Timoleón, los Siracusanos, formados en junta pública para este juicio, condenaron a muerte a la mujer e hijas de Hícetes; de todos los hechos de Timoleón es éste el que menos favor le hace; pues parece que si lo hubiese querido impedir, no se habría impuesto tal pena a aquellas mujeres. Mas se cree que no se mezcló en ello, abandonándolas al encono de los ciudadanos, que tomaban en ellas venganza por Dión, el que expulsó a Dionisio; fue, en efecto, Hícetes el que arrojó vivos al mar a la mujer de Dión, Áreta; a su hermana, Aristómaca, y a su hijo, todavía pequeño; de lo que hemos hablado en la vida de Dión.

XXXIV.— Marchando después de esto con su ejército a Catana contra Mamerco, que le aguardó en orden de batalla junto al arroyo Ábolo, le venció y derrotó con muerte de unos dos mil, de los cuales eran no pequeña parte los Fenicios, enviados como auxilio por Giscón. De resulta de esto, le pidieron los Cartagineses la paz, y se vino en ella con las condiciones de quedar a Siracusa todo el terreno dentro del río Lico; que serían libres, todos los que quisiesen, de ir a establecerse a Siracusa, entregándoseles sus bienes y familias, y que se apartarían de la alianza con los tiranos. Mamerco, desalentado ya en sus esperanzas, navegaba a Italia para concitar a los de Luca contra Timoleón y los Siracusanos. Mas habiendo cambiado de rumbo con sus naves los que iban con él, y dirigídose a Sicilia, donde hicieron a Timoleón entrega de Catana, se vió en la precisión de acogerse a Mesana, buscando el amparo de Hipón, tirano de aquella ciudad. Vino contra ellos Timoleón y les puso sitio por tierra y por mar, e Hipón, al querer huir en un buque, fue apresado y puesto en manos de los Mesenios, los cuales convocaron a los muchachos de las escuelas para que vieran como el más agradable espectáculo el castigo de un tirano; le condujeron al teatro, y allí le azotaron hasta quitarle la vida. Mamerco se entregó a Timoleón para ser juzgado por los Siracusanos, bajo la condición de que Timoleón no le acusase. Conducido a Siracusa, se presento al pueblo, e intentó pronunciar un discurso que tenía compuesto de antemano; pero siendo interrumpido y observando que de la junta no podía esperar nada favorable, arrojando la capa en medio del teatro, dio a correr, y con aquel ímpetu fue a estrellarse de cabeza en uno de los asientos para quitarse la vida; mas no consiguió que fuese aquella su muerte, sino que se le alcanzó todavía con vida y se le hizo sufrir la pena de los salteadores.

XXXV.— Desarraigó, pues, Timoleón las tiranías y dio fin a las guerras del modo que se ha referido. En cuanto a la isla toda, que la encontró irritada con sus males y mirada con tedio de sus habitantes, de tal manera la aplacó e hizo apetecible, que vinieron otros habitantes a un punto del que antes se habían retirado sus propios ciudadanos; porque entonces se repoblaron Agrigento y Gela, ciudades grandes que hicieron los Cartagineses abandonar con motivo de la guerra ática; viniendo a habitar la una Megelo y Feristo desde Elea, y la otra Gorgo, desde Ceo, trayendo consigo a los antiguos ciudadanos. Así, procurando no solamente seguridad y reposo después de tales agitaciones a los que en ellas se establecían, sino proporcionándoles todavía otras muchas cosas, y dándoles aliento, fue de sus ciudadanos mirado y venerado como fundador. Los mismos eran los sentimientos de todos los demás hacia él, y ni en la terminación de una guerra, ni en la formación de una ley, ni en el establecimiento de una colonia, ni en el arreglo de un gobierno, parecía haberse acertado si él no intervenía, y si como perfeccionador de la obra no contribuía a exornarla, añadiéndole cierta gracia sobresaliente y como divina.

XXXVI.— Muchos Griegos había habido antes de él que se habían hecho ilustres y que habían ejecutado grandes cosas, de cuyo número son Timoteo, Agesilao, Pelópidas y aquel a quien más se propuso imitar Timoleón, Epaminondas; mas las hazañas de éstos presentan lo brillante confundido con cierta violencia y esfuerzo, tanto, que en algunas tuvo lugar la reprensión y el arrepentimiento, mientras que cuando en todos los hechos de Timoleón, si ponemos fuera de cuenta el estrecho en que se vio respecto del hermano, ninguno hay al que no le convenga, como dice Timeo, aquella exclamación de Sófocles:

¿Qué Afrodita o Amores, sacros Dioses,
han puesto aquí su poderosa mano?

Porque así como la poesía de Antímaco y los cuadros de Dionisio, ambos Colofonios, en que hay fuerza y valentía, tienen el aire de cosas hechas con esfuerzo, y muy trabajadas, y en las pinturas de Nicómaco y en los versos de Homero al vigor y gracia se agrega el parecer que están hechos con gran soltura y facilidad, de la misma manera, comparados los generalatos de Epaminondas y Agesilao, servidos con dificultad y grande esfuerzo con el generalato de Timoleón, en el que hubo tanta facilidad como esplendor, no le parecerá éste, al que bien le advierta, obra de la Fortuna, sino de una virtud afortunada. Con todo, él atribuyó siempre a la Fortuna sus buenos sucesos, y tanto escribiendo a sus amigos de Corinto como arengando a los Siracusanos dijo muchas veces daba gracias a Dios porque, teniendo determinado salvara la Sicilia, había sobrepuesto su nombre de él en este decreto. Edificó asimismo al lado de su casa un templo al Acaso, en que hizo sacrificio, y la casa misma la consagró al sagrado Genio. Era ésta la que los Siracusanos le habían regalado por premio de su acertado mando, juntamente con un terreno de lo más agradable y delicioso, en el que se recreaba la mayor parte del tiempo, habiendo hecho venir de Corinto a su mujer y sus hijos; pues ya no volvió allá, ni se mezcló en las turbaciones de la Grecia, ni tampoco quiso incurrir en la envidia por gobernar, en que suelen estrellarse los más de los generales por la insaciable ansia de honores y mando, sino que pasó allí su vida, gozando de los bienes que él mismo había proporcionado, de los cuales era el mayor ver tantas ciudades y tantos millares de hombres que por él eran dichosos.

XXXVII.— Mas como a la cogujada no puede faltarle moño, según Simónides, ni tampoco al gobierno popular calumniador, tomaron por su cuenta a Timoleón estos dos alborotadores Lafistio y Deméneto. Pedía Lafistio que diese fianzas en cierta causa, y él no permitió a los ciudadanos que se alborotaran y se lo impidieran, diciendo que había llevado con gusto tantos trabajos y peligros para poner a los Siracusanos en estado de que el que quisiera pudiera usar de las leyes. Deméneto le acusaba en la junta pública de muchos capítulos por cosas de su mando; mas nada le contestó, y solamente dijo que estaba muy reconocido a los Dioses por ver a los Siracusanos en posesión de la libertad que tanto les había deseado.

Obró, pues, sin contradicción más grandes e ilustres hazañas que ninguno de los Griegos antes de él; no hubo quien le aventajase en aquellas acciones a cuya práctica suelen los sofistas excitar en sus panegíricos a los Griegos: de los males que en lo antiguo afligieron a la Grecia, debió a su fortuna el que le hubiese sacado puro y sin mancha: a los bárbaros y a los tiranos les hizo experimentar su valor y su pericia, como a los Griegos, y a todos sus amigos su justicia y su mansedumbre: erigió a sus ciudadanos muchos trofeos de otros tantos combates, que no les costaron lágrimas ni lloros; y en ocho años aún no cabales entregó la Sicilia a sus habitantes, libre de sus envejecidos y como nativos males. Entonces, ya siendo anciano, empezó a decaer de la vista, que del todo perdió de allí a poco, no porque hubiese dado causa a ello embriagado con su fortuna, sino, a lo que parece, por una enfermedad de familia que con la edad concurrió a este accidente; pues se dice que no pocos de los que eran sus deudos por linaje perdieron del mismo modo la vista, acortándoseles por la vejez. Atanis refiere que fue en el campamento, durante la guerra contra Hipón y Mamerco en Milas, donde empezó a acortársele la vista, no dudándose ya de que iba a perderla: mas que con todo no por eso alzó el sitio, sino que continuó la guerra hasta apoderarse de los tiranos; y que luego que volvió a Siracusa, depuso inmediatamente el mando, pidiendo la relevación a los ciudadanos, en vista de que ya los negocios habían sido llevados al más feliz término.

XXXVIII.— El que hubiese llevado sin pesadumbre este infortunio no será quizá de grande admiración; mas lo que sí debe causarla es el honor y veneración que estando ya ciego le manifestaron los Siracusanos, haciéndole frecuentes visitas y llevando a su casa y a su propiedad a los viajantes forasteros para que viesen a su bienhechor, contándoles con reconocimiento el que hubiese preferido quedarse con ellos a pasar sus días sin hacer caso de la gloriosa vuelta a la Grecia, que sus admirables sucesos le habían preparado. Hicieron y determinaron en su honor muchas y muy señaladas demostraciones, entre las que no cede a ninguna la de haber decretado que el pueblo siracusano, siempre que se le ofreciere guerra contra extranjeros, hubiera de valerse de general corintio. También era cosa digna de verse lo que, cuando concurría a las juntas públicas, se hacía en su honor: porque las cosas pequeñas las determinaban por sí: mas para los negocios de importancia le llamaban: venía, pues, en carroza, y por la plaza se dirigía al teatro, e introducido su carruaje, en el que iba sentado, el pueblo le saludaba, nombrándole todos a una voz. Correspondíalos, y dando algún tiempo a los obsequios y a las alabanzas, inquiría luego qué era de lo que se trataba, y manifestaba su dictamen. Sancionado que era, sus ministros sacaban otra vez la carroza del teatro, y los ciudadanos, despidiéndole con voces de júbilo y alegría, despachaban después por sí lo que restaba de los negocios públicos.

XXXIX.— Envejeciendo, pues, en medio de tanto honor y benevolencia como padre común de todos, con muy pequeña ocasión, que agravó su edad, vino por fin a fallecer. Diéronse algunos días a los Siracusanos para disponer su entierro y a los circunvecinos y forasteros para concurrir a él. Dispusiéronse coros brillantes, y jóvenes señalados de antemano por un decreto llevaron el féretro, ricamente adornado, pasándolo por los alcázares tiránicos de los Dionisios, entonces asolados. Acompañáronle millares de millares de hombres y mujeres, que hacían una perspectiva muy decorosa, como en una solemnidad, llevando todos coronas y vestidos de fiesta; mas los gritos y lágrimas, mezclados con los elogios del muerto, lo que demostraban era, no un oficio de honor ni unas exequias ordenadas de antemano, sino un dolor justo y el reconocimiento que inspira un amor verdadero. últimamente, puesto el féretro en la pira, Demetrio, que era de los heraldos el que tenía más voz, publicó este pregón que llevaba escrito: «El pueblo de los Siracusanos ofrece doscientas minas para el entierro de Timoleón, hijo de Timodemo, natural de Corinto, y decreta honrarle perpetuamente con combates músicos, ecuestres y gimnásticos, porque, habiendo deshecho a los tiranos, vencido a los bárbaros y repoblado muchas ciudades desiertas, dio leyes a los Sicilianos». Púsose su monumento en la plaza, y cercándole más adelante con pórticos y edificando palestras, formaron para los jóvenes un gimnasio, que llamaron Timoleoncio: y ellos, disfrutando del gobierno y leyes que les estableció, por largo tiempo vivieron prósperos y felices.

PAULO EMILIO

I.— Convienen los más de los historiadores en que en Roma la casa de los Emilios era de las patricias y de las más antiguas; pero en cuanto a que el primero de ellos, que dejó a la familia este apellido, hubiese sido Mamerco, hijo del sabio Pitágoras, dándosele el nombre de Emilio por su elegancia y gracia en el decir, esto sólo lo refieren algunos de los que atribuyen a Pitágoras la educación del rey Numa. Los individuos de esta casa que alcanzaron gran renombre, y fueron muchos, debieron su gloria y prosperidad a la virtud, por la que siempre trabajaron; y aun la desventura de Lucio Paulo en la jornada de Canas acreditó su prudencia y su valor, pues cuando vio que no podía reducir a su colega a que no diese la batalla, aunque contra su voluntad, entró a participar con él del combate: mas no participó de la fuga, sino que, abandonado el peligro aquel que le provocó, él, firme y peleando con los enemigos, acabó su vida.

La hija de éste, Emilia, casó con Escipión el mayor, y su hijo Paulo Emilio, cuya vida escribimos, habiendo nacido en un época brillante por la gloria y la virtud de los hombres más ilustres y excelentes, sobresalió, sin embargo, con todo de no emular los ejercicios de los jóvenes entonces más acreditados, ni seguir desde el principio la misma senda: porque no ejercitó la elocuencia en las causas, y se dejó enteramente de las salutaciones, de los halagos y de los cumplimientos a que se dedicaban los más distinguidos de ellos para ganar popularidad, haciéndose serviciales y obsequiosos, no obstante que no le faltaba para todo esto habilidad, sino que prefirió como más apreciable la gloria que acompaña al valor, a la justicia y a la lealtad, virtudes en que muy pronto se aventajó a todos los de su tiempo.

II.— El cargo primero que pidió, de los más distinguidos en la república, fue el de edil, para el que fue preferido a doce concurrentes, que todos se dice haber sido después cónsules. Criado para el sacerdocio de los llamados Augures, a los cuales tienen los Romanos por inspectores y celadores de la adivinación por las aves y los prodigios, de tal modo observó las costumbres patrias y emuló la piedad de los antiguos en las cosas de la religión, que este sacerdocio, que hasta entonces no había parecido más que un honor, apetecido precisamente por cierta gloria y opinión, compareció entonces como una de las artes más perfectas, viniendo a coincidir con el sentir de aquellos filósofos que habían definido la piedad ciencia del culto de los Dioses; porque todo lo hizo con ensayo y con esmero, no ocupándose en otra cosa cuando de éstas se trataba, ni omitiendo o innovando nada, sino conferenciando siempre e instruyendo a sus colegas hasta en las cosas más pequeñas, de manera que si alguno podía tener por leve y muy disculpable el faltar en estos objetos religiosos, él hacía ver que era peligrosa para la ciudad la remisión y negligencia en ellos. Porque ninguno empieza de pronto a trastornar el gobierno con un gran crimen, sino que abren camino para destruir la guarda de las cosas mayores los que descuidan del celo y esmero en las pequeñas. Por el mismo término se ostentó maestro y celador de las costumbres militares, no con hacerse popular en el mando, ni aspirando, como muchos entonces, a los segundos grados con hacerse obsequioso y blando a los súbditos, sino con observar las costumbres de la milicia como un sacerdote las ceremonias más tremendas, y haciéndose temible a los desobedientes y transgresores: así es como hizo prosperar a la patria, teniendo casi por secundario el vencer a los enemigos respecto del instruir a sus ciudadanos.

III.— Tenían que sostener entonces los Romanos la guerra suscitada con Antíoco el Grande, y mientras marchaban contra él los generales más acreditados, se movió otra nueva guerra en el Occidente por los grandes alborotos ocurridos en España. Envióse a ella a Emilio, con el cargo de pretor, el cual no se mostró con solas seis fasces, que era el número concedido a los pretores, sino que tomó otras tantas; de manera que su mando en la dignidad se hizo consular. Venció, pues, dos veces en batalla campal a los bárbaros, exterminando hasta treinta mil; esta victoria parece que fue puramente obra del general, por haber sabido elegir los puestos y haberla hecho fácil a los soldados con el paso de cierto río. Tomó en consecuencia posesión de doscientas cincuenta ciudades que voluntariamente le abrieron las puertas, y, dejando en paz y concordia la provincia, se restituyó a Roma; no habiéndose hecho más rico con este mando ni en un maravedí. Porque, generalmente, era poco cuidadoso de su hacienda y nada escaso en el gasto con proporción a lo que tenía, que no era mucho, pues debiéndose pagar después de su muerte la dote de su mujer, apenas hubo lo preciso.

IV.— Casóse con Papiria, hija de Masón, varón consular, y después de haber vivido en su compañía largo tiempo, disolvió aquel matrimonio, no obstante haber tenido de ella una ilustre sucesión, pues que dio a luz al célebre Escipión y a Fabio Máximo. Causa escrita de este repudio no ha llegado a nuestra edad, pero quizá fue uno de aquellos que hicieron cierta una especie que corre acerca del divorcio. Había un Romano repudiado a su mujer, y le hacían cargo sus amigos, preguntándole: «¿No es honesta? ¿No es hermosa? ¿No es fecunda?». Y él, mostrando el zapato, al que los Romanos llaman calceo, les dijo: «¿No me viene bien? ¿No está nuevo? Pues no habría entre vosotros ninguno que acertase en qué parte del pie me aprieta». Y en verdad que por grandes y conocidos yerros se separaron algunos de sus mujeres; pero los tropiezos, aunque pequeños, continuos, de genio y diferencia de costumbres, éstos se ocultan a los de afuera, y engendran, sin embargo, con el tiempo, en los que viven juntos, desazones insufribles. Separado por este término Emilio de Papiria, casáse con otra, y habiendo tenido en ella dos hijos varones, a éstos los mantuvo a su lado, y a los otros los introdujo en las primeras casas y en los linajes más ilustres; al mayor, en la de Fabio Máximo, que fue cinco veces cónsul, y al menor le adoptó el hijo de Escipión Africano, de quien era primo, prestándole su nombre de Escipión. De las hijas de Emilio, con la una casó el hijo de Catón, y con la otra Elio Tuberón, varón de singular probidad, que de todos los Romanos fue el que manifestó mayor decoro en la pobreza. Porque eran diez y seis de un origen, Elios todos; y entre tantos no tenían sino una casita sumamente pequeña y un campo que proveía a todos, no manteniendo más que un solo hogar, con muchos hijos y muchas mujeres. Entre éstas se contaba la hija de Emilio, que fue dos veces cónsul, y triunfó otras dos, sin que se avergonzase de la pobreza de su marido, sino que más bien veneraba su virtud, por la que era pobre. Ahora los hermanos y demás de un origen, si al repartir lo que era común no lo separan con regiones enteras, con ríos y con elevadas cercas, y si no ponen en medio entre unos y otros un dilatado terreno, no cesan de altercar. Estas cosas las conserva la Historia para que los que quieran sacar provecho las consideren y examinen.

V.— Emilio, designado cónsul, marchó con ejército contra los Ligures del pie de los Alpes, a los algunos llaman Ligustinos, gente belicosa y soberbia, que con el ejercicio habían aprendido de los Romanos a hacer la guerra a causa de la vecindad, porque ocupan la última extremidad de la Italia enlazada con los Alpes, y aun aquella parte de estos montes que baña el Mar Tirreno y está opuesta al África, mezclados con los Galos y con los Españoles de las costas. Habíanse dado también entonces al mar con barcos de piratas, con los que estorbaban y despojaban al comercio, extendiendo su navegación hasta las columnas de Hércules. Cuando se dirigió contra ellos Emilio reuniéronse hasta cuarenta mil en número para hacerle frente. No tenía éste más que ocho mil, y con ser ellos cinco veces doblados, trabó combate. Desbaratólos, y cerrándolos dentro de los muros les hizo proposiciones humanas y admisibles, por cuanto no entraba en las miras de los Romanos acabar con la gente de los Ligures, que era como un vallado y antemural puesto para contener los movimientos de los Galos, que amenazaban siempre caer sobre la Italia. Fiándose, pues, de Emilio, pusieron a su disposición las naves y las ciudades; y él, no ofendiendo en nada a éstas, se las volvió con sólo arruinar las murallas; mas por lo que hace a las naves, se apoderó de todas y no les dejó ni aun una lancha que fuera de más de tres remos. Los cautivos, aprisionados por tierra y por mar, los restituyó salvos, habiendo hallado entre ellos muchos forasteros y romanos. Y éstos son los hechos señalados que tuvo este consulado.

Después se presentó muchas veces queriendo volver a ser elegido, y aun se mostró candidato; pero viéndose desairado y desatendido, se mantuvo en el retiro, ocupado solamente en lo relativo a su sacerdocio y atendiendo a la educación de sus hijos, dándoles la del país, que podía mirarse como patria, del modo que él la había recibido; pero poniendo más empeño en la educación griega: porque no solamente puso, al lado de aquellos jóvenes, gramáticos, sofistas y oradores, sino también escultores, pintores, adiestradores de caballos y de perros y maestros de cazar; y el padre, si no había cosa pública que se lo impidiese, presenciaba siempre sus estudios y sus ejercicios, mostrándose entre los Romanos el más amante de sus hijos.

VI.— Era aquella, en punto a los negocios públicos, la época en que, haciendo la guerra a Perseo, rey de los Macedonios, habían sido acusados los generales de que, por impericia y cobardía, se habían conducido mal y vergonzosamente, siendo más que el daño hecho a los enemigos el que ellos habían recibido. Y es que habiendo poco antes echado más allá del Tauro a Antígono llamado el Grande, haciéndole abandonar todo lo demás del Asia, y encerrándole en la Siria, de manera que se dio por muy contento con obtener la paz a costa de quince mil talentos; y habiendo de allí a poco deshecho a Filipo, libertado a los Griegos del poder de los Macedonios, y vencido a Aníbal, con el que ningún rey era comparable en arrojo ni en poder, no podían llevar en paciencia el combatir sin sacar ventajas, como con un rival de Roma, con Perseo, que hacía ya mucho tiempo que les hacía la guerra con las reliquias de las derrotas de su padre. Olvidábanse para esto de que, habiendo visto Filipo mucho más quebrantado el poder de los Macedonios, lo había hecho más fuerte y belicoso; de lo cual habré de dar razón brevemente, tomando la narración de más arriba.

VII.— Antígono, que entre todos los sucesores y generales de Alejandro fue el que alcanzó mayor poder, adquirió para sí y para su familia el título de rey, y tuvo por hijo a Demetrio, de quien lo fue Antígono, por sobrenombre Gonatas, y de éste otro Demetrio, que habiendo reinado no largo tiempo, falleció, dejando un hijo, todavía niño, llamado Filipo. Temerosos de la anarquía, los próceres macedonios dieron la autoridad a Antígono, primo del difunto, y uniendo con él en matrimonio a la madre de Filipo, primero le llamaron tutor y general, y después, habiéndole hallado benigno y celoso del bien común, le dieron el título de rey, apellidándole por sobrenombre Dosón, como muy prometedor y poco cumplidor de sus promesas. Reinó después de éste Filipo, recomendándose como el que más de los reyes, a pesar de ser todavía mancebo; y ya se le atribuía la gloria de que restableciera a la Macedonia en su antigua dignidad, y que sería él sólo quien contuviese el poder romano que amenazaba a todos; mas, vencido en un gran batalla cerca de Escotusa por Tito Flaminino, entonces bajó la cabeza e hizo entrega de todo cuanto tenía a los Romanos, dándose por muy contento con que no se le exigiera más. Hallóse luego mal con este estado, y creyendo que el reinar por merced de los Romanos más era propio de un esclavo atento sólo al vientre, que no de un hombre adornado de prudencia y de pundonor, volvió su consideración a la guerra, y empezó a disponerla encubiertamente y con gran destreza. Porque desatendiendo y dejando debilitarse y yermarse las ciudades de carretera, y las inmediatas al mar, como si las tuviese en poco precio, fue congregando muchas fuerzas; y llenando las aldeas, las fortalezas y las ciudades mediterráneas de armas, de provisiones y de hombres robustos, preparaba así la guerra y la tenía como encerrada y encubierta: de armas en buen estado había treinta mil; de trigo entrojado en casa, ochocientas mil fanegas, y un acopio de provisiones bastante a mantener diez mil estipendiarios por diez años para defender el país. Mas no llegó el caso de que éste promoviera y adelantara la guerra, por haberse dejado morir de pesar y abatimiento, a causa de que descubrió que había hecho morir injustamente a su otro hijo Demetrio, por una calumnia del que valía menos.

El que le sobrevivió, llamado Perseo, heredó con el reino el odio a los Romanos, aunque no era capaz de hacerles frente por su bajeza de alma y la perversidad de sus costumbres; en las que, no obstante que entraban diferentes pasiones y malos afectos, dominaba, sin embargo, la avaricia, y aun se decía que ni siquiera era legítimo, sino que la mujer de Filipo lo recogió recién nacido, habiéndolo dado a luz una costurera de Argos, llamada Gnatenia, y ocultamente se lo dio a aquel por hijo. Y ésta se cree haber sido la principal causa por la que de miedo hizo dar muerte a Demetrio, no fuese que, teniendo la casa heredero legítimo, viniese al cabo a descubrirse su bastardía.

VIII.— Mas con todo de ser desidioso y de bajo espíritu, arrastrado del ímpetu de los mismos negocios, se decidió a la guerra, y contendió largo tiempo, habiendo derrotado a generales de los Romanos que habían sido cónsules, y grandes y poderosos ejércitos, y aun de algunos alcanzó victoria. Porque a Publio Licinio, cuando iba a invadir la Macedonia, lo rechazó con su caballería, con muerte de dos mil y quinientos hombres escogidos, haciendo a otros tantos prisioneros, y hallándose la escuadra romana anclada cerca de Oreo, marchó inesperadamente contra ella y tomó veinte galeras con sus cargamentos, echando a pique las demás, que contenían provisiones. Apoderóse también de cuatro naves de cinco órdenes de remos, y ganó segunda batalla, en que humilló a Hostilio, también consular, obligándole a retirarse por Elimia; provocándole a batalla cuando marchaba sin querer ser sentido por la Tesalia, logró ahuyentarle. Miró después como una distracción de la guerra el marchar contra los Dárdanos, haciendo que desdeñaba a los Romanos y los dejaba descansar, y destrozó a diez mil de aquellos bárbaros, tomando grandes despojos. Acometió también a los Galos establecidos cerca del Istro, conocidos con el nombre de Bastarnas, nación poderosa en caballería y ejercitada en la guerra. Excitó asimismo a los Ilirios, por medio de su rey Gentio, a que le auxiliaran en la guerra, y hay fama de que, ganados por él estos bárbaros con la soldada, cayeron sobre la Italia por la parte del Adriático.

IX.— Sabidos estos sucesos de los Romanos, parecióles sería bueno dejarse en la designación de generales del favor y la condescendencia, y llamar al mando a un hombre de juicio que supiera conducirse en los negocios arduos. Éste era Paulo Emilio, adelantado sí en edad, pues tenía unos sesenta años, pero fuerte todavía y robusto, y de gran influjo por sus clientes, sus hijos jóvenes y el gran número de amigos y parientes poderosos en la república, los cuales todos le inclinaban a que se prestase a los votos del pueblo que le llamaba al consulado. Al principio recibió mal a la muchedumbre, y desdeñó su celo y su ansia de honrarle, como quien no necesitaba de tal mando; mas, presentándosele todos los días a sus puertas rogándole que concurriese a la plaza y aclamándole, se dejó por fin convencer; y mostrándose entre los que pedían el consulado, pareció no que iba a recibir el mando, sino que llevaba ya la victoria y el triunfo de la guerra, y que daba facultad a los ciudadanos para celebrar los comicios: ¡tanta fue la esperanza y seguridad que inspiró a todos! Nombráronle, pues, segunda vez cónsul, no dejando que se echaran suertes sobre el mando de las provincias, como era de costumbre, sino decretándole desde luego el mando de la guerra macedónica. Cuéntase que retirándose a su casa con brillante acompañamiento, luego que fue proclamado cónsul por todo el pueblo, encontró muy llorosa a su hija Tercia, todavía muy pequeña, y que saludándola le preguntó qué era lo que le afligía; y ella, llorando y echándosele al cuello, le respondió: «¿Pues no sabes, padre, que se me ha muerto Perseo?» diciéndolo por un perrillo que había criado y tenía este nombre, y que el padre le dijo: «En buen hora, hija, y admito el agüero». Refiere este suceso Cicerón el orador en sus libros De la Adivinación.

X.— Era costumbre que los elegidos cónsules, para mostrar su agradecimiento, saludaran al pueblo con semblante risueño desde la tribuna; mas Emilio, congregando en junta a los ciudadanos, les dijo que él había pedido el primer consulado apeteciendo el mando, y el segundo porque ellos buscaban un general; por tanto, que ninguna gratitud les debía, y que si pensaban que otro conduciría mejor las cosas de la guerra, se desistía del mando; mas si confiaban en él, que en nada se mezclaran ni anduvieran alborotando, sino que con silencio se ayudaran a preparar lo necesario para la expedición, pues si querían mandar al que los mandaba, se harían más ridículos de lo que eran en las cosas de la guerra. Con este discurso causó gran vergüenza a los ciudadanos, inspirándoles al mismo tiempo gran confianza en el éxito; estando todos muy contentos con no haber hecho caso de los aduladores y haber elegido un general de tanta franqueza y prudencia. ¡Hasta este punto se sacrificaba el pueblo romano por la virtud y la honestidad cuando se trataba de dominar y ser el primero de todos!

XI.— El que Emilio Paulo, marchando a aquella campaña, hubiera llegado al ejército con mucha prontitud y seguridad, haciendo su navegación felizmente y sin tropiezo, téngolo desde luego por cosa prodigiosa, y por lo que hace a la guerra misma y los sucesos de ella, parte atribuyo a lo pronto de su decisión, parte a su buen consejo, y parte también a la diligencia de sus amigos; mas al ver que todo se hizo en virtud de intrepidez en los peligros y de gran firmeza en las determinaciones, obra tan señalada y gloriosa como ésta no considero que deba atribuirse, como respecto de otros generales, a la buena, dicha de este insigne varón; a no ser que se quiera llamar buena dicha de Emilio la avaricia de Perseo, la cual, temiendo por el dinero, echó por tierra y aniquiló las grandes y brillantes esperanzas que en aquella guerra tenían fundadas los Macedonios. Porque a su ruego acudieron a él los Bastarnas, diez mil de a caballo y diez mil de relevo, todos a sueldo, hombres que no entendían de labrar la tierra, ni de navegar, ni de vivir pastoreando ganado, sino que estaban dados a una sola obra y a un solo arte, que era el de hacer siempre la guerra y vencer a sus contendores. Luego, pues, que llegaron a acamparse cerca de Médica, mezclados con los soldados del rey aquellos hombres altos en su estatura, ágiles en los ejercicios del cuerpo, altivos y vanagloriosos en sus amenazas contra los enemigos, infundieron a los Macedonios la opinión y confianza de que los Romanos no los aguardarían, sino que se asustarían al ver sus semblantes y movimientos extraños y espantosos. Después que Perseo había dispuesto así los ánimos, y llenándolos de tamañas esperanzas, cuando le pidieron mil áureos por cada uno de los capitanes, irresoluto y fuera de tino con la demanda de tanto dinero, por codicia desechó y abandonó el socorro que se le ofrecía, como si fuera mayordomo y no enemigo de los Romanos, y como si hubiera de dar una cuenta exacta de los gastos de la guerra a aquellos con quienes combatía, cuando éstos le mostraban lo que había de hacer, con tener, como tenían, sobre todo el demás repuesto, cien mil hombres reunidos y prontos para lo que fuera menester; mas él, teniendo que contrarrestar tales fuerzas y tal guerra, en la que era inmenso lo que había de expenderse, andaba midiendo y escaseando el dinero, temiendo tocarlo como si fuese ajeno; y esto lo hacía, no uno que venía de los Lidios o de los Fenicios, sino uno que remedaba por el linaje la virtud de Alejandro y de Filipo, los cuales, con pensar que los sucesos se habían de comprar con el dinero, y no el dinero con los sucesos, alcanzaron cuanto se propusieron; pues se decía que no era Filipo quien tomaba las ciudades de los Griegos, sino el oro de Filipo; y Alejandro, al emprender la expedición de la India, viendo que los Macedonios arrastraban con trabajo el gran botín que tomaron a los Persas, lo primero que hizo fue poner fuego a sus carros, y después persuadió a los demás que hicieran otro tanto, para marchar ágiles a la guerra, como desembarazados de un estorbo. Mas Perseo, anteponiendo el oro a sí mismo, a sus hijos y al reino, no quiso salvarse a costa de un poco de dinero, sino ir cautivo al igual que otros muchos, como un rico esclavo, a hacer ver a los Romanos cuánta era la riqueza que avaro y escaso les había reservado.

XII.— Pero no solamente despidió a los Galos con embustes, sino que habiendo solevantado a Gentio, el rey de Iliria, ofreciéndole trescientos talentos para que le auxiliara en la guerra, llegó sí a contarles el dinero a los que vinieron de su parte, y se lo presentó para que lo sellaran; mas luego, como Gentio, en la inteligencia de tener seguro lo que había pedido, hubiese ejecutado una acción impía y execrable, que fue prender y poner en cadenas a los embajadores que le enviaron los Romanos, entonces, echando ya cuenta Perseo con que no era necesario el alargar dinero para que Gentio hiciese la guerra, pues había dado pruebas bien seguras de enemistad y por sí mismo se había empeñado en ella con semejante injusticia, privó a aquel infeliz de los trescientos talentos, y miró con indiferencia que en pocos días hubiera sido con la mujer y los hijos arrojado del reino, como de un nido, por el pretor Lucio Anicio, que había sido enviado con tropas contra él. ¡Éste era el contrario con quien marchaba Emilio! Así, aunque a él le despreciaba, sus preparativos y sus fuerzas no dejaron de sorprenderle; porque los de a caballo eran cuatro mil y pocos menos de cuarenta mil los infantes que formaban la falange. Retiróse con este aparato a las orillas del mar, por las faldas del Olimpo, a sitios que no tenían entrada, y que además habían sido defendidos por él con fosos y con vallados de madera; por lo que estaba sin sobresalto, creyendo que con el tiempo y los excesivos gastos arruinaría a Emilio. Éste en su ánimo no estaba ocioso, sino que revolvía en él toda especie de ideas y tentativas; y como viese que los soldados con la anterior disciplina llevaban mal la inacción y se propasaban a indicar cosas impracticables, los reprendió sobre ello y les intimó que no se metieran ni pensaran en otra cosa que en ver cómo cada uno se prepararía a sí mismo y sus armas para el tiempo del combate, cómo usaría de la espada al modo romano, que la oportunidad el general la indicaría: mandando también que las guardias de noche las hicieran sin lanza, para estar más atentos y defenderse mejor del sueño, ante el temor de no poder rechazar los ataques del enemigo.

XIII.— Por lo que los soldados andaban mas alborotados era por la falta de agua, pues la poca y mala que tenían manaba a la orilla del mismo mar. Reparó entonces Emilio que el monte Olimpo, tan elevado, estaba poblado de árboles; y conjeturando por el verdor de ellos que no podía menos de contener raudales que corrieran a la parte baja, les hizo abrir respiraderos y pozos en la misma falda. Llenáronse éstos al punto de agua clara, que corría por su peso e ímpetu del terreno que la estrechaba y como exprimía al sitio vacío.

Con todo, no falta quien sostenga que hay fuentes de agua ya formada y escondida en los lugares de donde aquellas manan, y que su salida no es ni descubrimiento ni rotura, sino formación y reunión en aquel punto de materia que se liquida, y que esto sucede porque con la aglomeración y el frío se liquida el vapor húmedo, cuando comprimido a la parte más baja fluye y se hace corriente; pues tampoco los pechos de las mujeres se han de considerar como odres que estén llenos de leche ya formada, sino que, transformando dentro de sí la comida, elaboran y cuelan la leche; de esta misma manera los lugares fríos y abundantes en fuentes no contienen agua oculta, ni son reservatorios que arrojen de sí los grandes raudales de los caudalosos ríos, como de un principio pronto y permanente, sino que comprimiendo el viento y el aire, con el apretarlo y espesarlo lo vuelven en agua; y las excavaciones que se hacen en aquellos terrenos conducen y contribuyen mucho para esta especie de compresión, liquidando y haciendo fluidos los vapores, como los pechos de las mujeres para la lactancia; por el contrario, aquellos terrenos que están muy apretados no son a propósito para la formación del agua, porque no tienen el movimiento que la elabora. Mas los que tales cosas profieren, como que se complacen en acertijos, pues dicen también que los animales no tienen sangre dentro del cuerpo, sino que se forma, al ser heridos, de un cierto aire, o con la mudanza de las carnes, que es la que obra su salida y su licuación. Pero a éstos los refutan los ríos que se dirigen a lo más profundo de los lugares subterráneos y de las minas, no formándose poco a poco, como había de suceder si tomaran su origen de un repentino movimiento de la tierra, sino siendo ya en sí abundantes y caudalosos; así vemos también que, desgajándose una piedra, corre un gran caudal de agua y después se para. Mas baste de estas cosas.

XIV.— Estuvo Emilio en reposo por algunos días, y se dice que, hallándose al frente uno de otro ejércitos tan poderosos, jamás se vio una inquietud semejante; mas empezó luego a hacer tentativas y esfuerzos por todas partes, y como llegase a entender que un solo punto se había quedado sin fortificar por la parte de Perrebia, hacia el templo de Apolo y la Roca, trató este negocio en consejo, dándole mayor esperanza el no estar defendido aquel sitio que temor su aspereza y fragosidad, que era por las que lo habían dejado sin custodiar. Entre los que se hallaban presentes, Escipión, llamado Nasica, yerno de Escipión Africano, y que más adelante tuvo mucha autoridad en el Senado, fue el primero que se ofreció a tomar el mando para encaminarse al punto designado, y después de él se presentó con grande ardimiento Fabio Máximo, el hijo mayor de Emilio, que todavía era muy mozo. Contento, pues, Emilio, les dio no tantas fuerzas como refiere Polibio, sino las que el mismo Nasica dice haber llevado consigo en carta escrita a un rey sobre estos sucesos. Los italianos, que no eran de la tropa de línea, subían a tres mil, y el ala izquierda, a cinco mil; y tomando con éstos Nasica ciento y veinte caballos y doscientos hombres de los Tracios y Cretenses, que mezclados estaban a las órdenes de Hárpalo, marchó por el camino que conducía al mar, y se acampó cerca de Heraclea, como si hubiese de embarcarse en las naves y cercar el ejército de los enemigos. Mas luego que los soldados comieron el rancho y sobrevinieron las tinieblas, descubriendo a los capitanes el verdadero, intento, caminó de noche en dirección opuesta al mar, y haciendo alto, dio descanso a la tropa bajo el templo de Apolo. Por esta parte, la altura del Olimpo pasa de diez estadios, como lo acredita una inscripción del que la midió, que dice así:

Desde el templo de Apolo hasta la cumbre
es del excelso Olimpo la medida
—perpendicularmente fue tomada-
de estadios una década, y sobre ella
un peletro, al que pies le faltan cuatro.
Fue el medidor Xenágoras de Eumelo:
Salve ¡oh rey, y feliz suceso tengas!

Es opinión de los geómetras que ni la altura de los montes ni la profundidad del mar pasan de diez estadios; pero Xenágoras parece que hizo esta medición, no a la ligera, sino por reglas y con los instrumentos convenientes.

XV.— Pasó allí Nasica la noche, y cuando Perseo, que veía a Emilio al frente en suma quietud, estaba distante de pensar en lo que sucedía, le llegó un tránsfuga cretense, que vino corriendo a noticiarle la marcha de los Romanos. Sobresaltóse con esta nueva, y aunque no movió el ejército, poniendo a las órdenes de Milón diez mil extranjeros estipendiarios y dos mil Macedonios, le envió a que sin dilación ocupase los pasos. Polibio dice que los Romanos sorprendieron a estas tropas estando todavía dormidas; pero Nasica refiere que en las alturas hubo un reñido encuentro, y que él mismo dio la muerte a un Tracio que le vino a las manos, hiriéndole en el pecho con la lanza, con lo que el enemigo cedió; y como Milón hubiese dado a huir vergonzosamente en túnica y sin armas, siguió el alcance con seguridad y condujo a lo llano sus soldados. Con estos sucesos levantó Perseo a toda prisa el campo, y hubo de retirarse sobrecogido ya de miedo y muy decaído de sus esperanzas. Érale, sin embargo, indispensable, o aguardar delante de Pidna y aventurar una batalla, o recibir al enemigo con un ejército dispersado por las ciudades, pues una vez descendido a lo llano no podía ser arrojado sino con gran mortandad y carnicería, mientras allí sus fuerzas eran grandes y el ardor de los soldados no podía menos de anunciarse peleando por la defensa de sus hijos y sus mujeres, a presencia del rey, y tomando éste parte en los peligros, que fue con lo que dieron ánimo a Perseo sus amigos. Formó, pues, su ejército y se apercibió a la pelea, reconociendo los sitios y distribuyendo los mandos, como para salir de sorpresa al encuentro de los Romanos en su misma marcha. El sitio tenía una llanura acomodada a la formación de la falange, que necesitaba de terreno igual, y había collados seguidos que favorecían las acometidas y retiradas de los cazadores y tropas ligeras. Corrían en medio los ríos Esón y Leuco, que, aunque no muy caudalosos entonces por ser el fin del verano, parecía, sin embargo, que oponían a los Romanos algún obstáculo.

XVI.— Reunióse en esto Emilio con Nasica, y descendió en orden contra los enemigos; mas luego que vio su formación y su número, suspendió, maravillado, la marcha, como para hacer entre sí algunas consideraciones. Ardían por venir a las manos los caudillos jóvenes, y cercándole le rogaba que no se detuviese; sobre todo Nasica, que había adquirido confianza por lo bien que le había salido su expedición del Olimpo. Sonriósele Emilio, y le dijo: «Muy bien si yo tuviera tu edad; pero las muchas victorias, que me han hecho conocer los errores de los vencidos, me impiden el que en la marcha trabe batalla contra una falange ordenada y descansada». En seguida dio orden para que las primeras tropas que estaban a la vista de los enemigos, quedando en escuadras, presentaran el aire de una formación, y que los de la retaguardia, mudando de posición, pusieran el valladar para acamparse: de esta manera, yéndose quedando por orden los que estaban delante para los últimos, no se advirtió que había deshecho la formación y que todos se habían colocado sin desorden en los reales. Al hacerse de noche, y cuando después del rancho se iban a dormir y descansar, la luna, que estaba en su lleno y bien descubierta, empezó de pronto a ennegrecerse, y desfalleciendo su luz, habiendo cambiado diferentes colores, desapareció. Los Romanos, como es de ceremonia, la imploraban para que les volviese su luz, con el ruido de los metales, y alzando al cielo muchas luces con tizones y hachas; mas los Macedonios a nada se movieron, sino que el terror y espanto se apoderó del campo, y entre muchos corrió secretamente la voz de que aquel prodigio significaba la destrucción de su rey. No era Emilio hombre enteramente nuevo y peregrino en las anomalías que los eclipses producen, los cuales a tiempos determinados hacen entrar la luna en la sombra de la tierra y la ocultan, hasta que pasando de la sombra vuelve otra vez a resplandecer con el sol. Mas con todo, siendo muy dado a las cosas religiosas, e inclinado a los sacrificios y a la adivinación, apenas vio a la luna enteramente libre, le sacrificó once toros; no bien se hizo de día, ofreció nuevo sacrificio de la misma especie a Hércules, no parando hasta veinte, y al primero y al vigésimo se observaron prodigios que dijo adjudicaban la victoria a los que se defendiesen. Hizo, pues, voto al mismo dios de otros cien bueyes y de juegos sagrados, mandando a los caudillos ordenar el ejército para la batalla; mas aguardó con todo a la inclinación y desvío del resplandor, para que el sol, desde el oriente, no los deslumbrara en la pelea dándoles de cara, por lo que estuvo dando tiempo, sentado en su tienda, la que tenía abierta por la parte de la llanura y del campo de los enemigos.

XVII.— Hacia la entrada de la tarde, dicen algunos que, con designio de preparar Emilio que fuese de los enemigos la acometida, dio orden de que los Romanos soltaran por aquella parte un caballo sin freno, y que, yendo en su persecución, éste fue el principio de la pelea; mas otros sostienen que al retirarse con forraje los bagajes de los Romanos los acometieron los Tracios, mandados por Alejandro; que en defensa de aquellos salieron corriendo setecientos Ligures, y que acudiendo muchos al socorro de unos y otros, así fue como de ambas partes se trabó la pelea. Emilio, conjeturando, como un buen piloto, por el repentino ímpetu y movimiento de los ejércitos, lo arriesgado de aquella lucha, salió de la tienda y recorrió las filas de la infantería, infundiéndoles aliento; Nasica, que se había dirigido a las tropas ligeras, reparó en que faltaba muy poco para que estuviese ya trabado el combate con todas las fuerzas enemigas. Venían los primeros los Tracios, cuyo aspecto se dice ser muy fiero, hombres de procerosa estatura, con escudos blancos y relucientes, y botas de armadura, vestidos de túnicas negras, llevando pendientes del hombro derecho espadas largas de grave peso. Seguían a los Tracios los estipendiarios, con armas muy diversas, y con ellos venían mezclados los de la Peonia. El tercer orden era de las tropas escogidas de los Macedonios, los más sobresalientes en robustez y edad, deslumbrando con armas de oro y con ropas de púrpura. Colocados éstos en formación, sobrevinieron del campamento las falanges con bronceados escudos, llamadas calcáspidas, llenando el campo del resplandor del hierro y de la brillantez del metal, y haciendo resonar por los montes la vocería y confusión de los que mutuamente se animaban; habiéndose hecho con tal arrojo y prontitud esta embestida, que los primeros cadáveres cayeron a dos estadios del campamento de los Romanos.

XVIII.— Trabada la pelea, se presentó Emilio, y llegó a tiempo en que ya los primeros Macedonios, enristradas las lanzas, herían en los escudos de los Romanos, que no podían ofenderlos en lo vivo con sus espadas. Mas cuando después, desprendiendo del hombro los demás Macedonios las adargas, y recibiendo también a una sola señal con las lanzas en ristre a los legionarios Romanos, vio la fortaleza de la formación y la presteza del ataque, no dejó de sorprenderse y concebir temor, por no haber visto nunca un espectáculo tan terrible; así es que hacía mención frecuente de aquella sensación y de aquel espectáculo. Ostentóse entonces a sus combatientes con rostro sereno y placentero, recorriendo a caballo las filas sin yelmo y sin coraza. Mas el rey de los Macedonios, lleno de miedo, según dice Polibio, luego que se comenzó la batalla, huyó a caballo a la ciudad, pretextando que iba a sacrificar a Herades, que no recibe sacrificios tímidos de los cobardes ni acepta votos injustos: pues no es justo en ninguna manera que el que no tira al blanco lleve el premio, ni que venza el que no resiste, ni que salga bien el que nada hace, ni, finalmente, que tenga buena suerte el hombre malo. Por el contrario, a los ritos de Emilio se prestó grato el dios, pues peleando rogaba la victoria y buen éxito de la guerra, y combatiendo llamaba al dios en su auxilio. Con todo, un escritor llamado Posidonio, que se dice haber coincidido en aquellos tiempos y en aquellos sucesos, el cual compuso la historia de Perseo en muchos libros, dice que no se retiró por miedo ni a causa del sacrificio, sino que en el principio de la batalla le sucedió ya que un caballo lo dio una coz en un muslo, y en la batalla misma, no obstante que se hallaba muy incomodado, y que lo contenían los amigos, hizo que del bagaje le trajeran un caballo; que montando en él se colocó en la falange sin coraza, y que tirándose de una y otra parte muchas armas arrojadizas, le alcanzó un dardo todo de hierro, el cual no le dio de punta, sino que el golpe se corrió por el costado izquierdo; mas con todo, con el ímpetu de la marcha se le abrió la túnica y se vio la carne enrojecida con una gran contusión que por mucho tiempo conservó la señal del golpe; así es como Posidonio hace la apología de Perseo.

XIX.— No pudiendo los Romanos romper la falange cuando llegaron a embestirla, Salio, comandante de los Pelignos, echó mano de la insignia de sus soldados y la arrojó contra los enemigos, por lo que, corriendo los Pelignos hacia aquel sitio, pues no es lícito ni aprobado entre los Italianos el abandonar la insignia, se vieron hechos y sucesos terribles en aquel encuentro de una y otra parte. Porque los unos procuraban con sus espadas apartar las lanzas, defenderse de ellas con los escudos o retirarlas cogiéndolas con la mano, y los otros asegurando el golpe con entrambas y apartando con las mismas armas a los que los acometían, como no bastasen ni el escudo ni la coraza para contener la violencia de la lanza, derribaban de cabeza los cuerpos de los Pelignos y Marrucinos, que, desatentados, corrían encolerizados como fieras a los golpes contrarios y a una muerte cierta. Mientras así eran molestados los de la vanguardia, no se contuvieron en su lugar los que formaban en pos de ellos, sin que esto fuese una fuga, sino una retirada al monte llamado Olocro: de manera que Emilio rasgó, según dice Posidonio, sus vestiduras al ver que éstos cedían y que los demás Romanos evitaban la falange, en la que no podían hacer mella, pues con la espesura de las lanzas, como con un vallado, se les presentaba por todas partes invencible. Mas como advirtiese, por ser luego el terreno desigual y no poder la fila mantener firme la reunión de los escudos, que la falange de los Macedonios empezaba a tener muchas interrupciones y muchos claros, como es preciso que suceda en los ejércitos grandes y en los encuentros diferentes de los que pelean, deteniéndose en unas partes y adelantándose en otras, recorrió repentinamente y dividió sus escuadrones, dándoles orden de que metiéndose por los claros y vacíos de los enemigos, y trabándose con ellos, no lidiaran una sola batalla contra todos, sino muchas e interpoladas por partes. Luego que Emilio enteró de esto a los jefes, y los jefes a los soldados, dividiéndose éstos y metiéndose dentro de la formación, acometieron a unos por los costados que no tenían defensa, y cayeron con ímpetu sobre otros, pues ya rota la falange, su fuerza y su acción, unida enteramente, se había desvanecido; y, como en estos combates singulares y contra pocos los Macedonios hiriesen con sus cortos alfanjes en unos escudos firmes y muy anchos, y resistiesen mal con sus endebles adargas a las espadas de aquellos que por su pesadez y la firmeza de los golpes pasaban por entre toda la armadura hasta la carne, se entregaron a la fuga.

XX.— Grande era la contienda contra éstos; y en ella Marco, el hijo de Catón, yerno de Emilio, que había dado pruebas del mayor valor, perdió la espada. Como era propio de un joven instruido en muchas ciencias, y que a su gran padre era deudor de hechos correspondientes a una gran virtud, teniendo por la mayor afrenta que vivo él quedara una prenda suya en poder de los enemigos, corre la línea y donde ve algún amigo o deudo le refiere lo que le ha sucedido y le pide auxilio. Reúnensele muchos de los más esforzados, y rompiendo con ímpetu por entre los demás, bajo la guía del mismo Marco, se arrojan sobre los contrarios. Retirándolos con muchas heridas, y dejando el sitio desierto y despejado, se dedican a buscar la espada. Aunque con gran dificultad, halláronla por fin escondida bajo montones de armas y de cadáveres, con lo que alegres y triunfantes cargan con mayor denuedo sobre aquellos enemigos que aún resistían. Finalmente, los tres mil escogidos, manteniendo su puesto y peleando siempre, todos fueron deshechos; hízose en los demás que huían terrible carnicería, tanto, que el valle y la falda de los montes quedaron llenos de cadáveres, y los Romanos, al pasar al día siguiente de la batalla el río Leuco, vieron sus aguas teñidas todavía en sangre. Dícese que murieron más de veinticinco mil; de los Romanos perecieron, según dice Posidonio, ciento, y según Nasica, ochenta.

XXI.— Tuvo esta gran batalla una terminación muy pronta, porque habiéndose comenzado a la novena hora, antes de la décima habían ya alcanzado la victoria. Lo que restaba del día lo emplearon en seguir el alcance, persiguiéndolos hasta ciento y veinte estadios; de manera que ya se retiraron entrada la noche. Saliéronlos a recibir los criados con antorchas, y con gran regocijo y algazara los condujeron a las tiendas, que estaban iluminadas y adornadas con coronas de hiedra y laurel; mas el general recibió una terrible pesadumbre, porque militando en su ejército dos de sus hijos, no parecía por ninguna parte el más joven de ellos, que era al que más amaba, y al que veía sobresalir por su natural inclinación a la virtud entre sus hermanos. Siendo de un ánimo arrojado y pundonoroso, y todavía de edad muy tierna, tenía por cierta su pérdida, creyendo que por la inexperiencia se habría metido entre los enemigos en lo recio de la pelea. Con esta incertidumbre daba extremadas muestras de dolor; lo que, sentido por todo, el ejército, se pusieron en movimiento, dejando los ranchos, y empezaron a marchar con luces, unos a la tienda de Emilio, y otros a buscarle delante del campamento entre los primeros cadáveres, fue sumo el disgusto del ejército y el ruido que se promovió por aquella llanura, llamando todos a Escipión, porque a todos les pareció desde el principio a propósito para el mando y el gobierno, y moderado en sus costumbres tanto como el que más de sus deudos. Era ya muy tarde, y casi se había perdido toda esperanza, cuando se le vio retirarse del alcance con dos o tres de sus amigos, lleno todavía de sangre de los contrarios, porque como cachorro de generosa raza se había ido muy adelante, entusiasmado desmedidamente con el gozo de la victoria. Este el aquel Escipión que más adelante destruyó a Cartago y Numancia, y fue con mucha ventaja el primero por su virtud y el de mayor poder entre los Romanos de su edad. Dilatóle a Emilio la Fortuna para otro tiempo el acíbar de este triunfo, dándole entonces llenamente el sabroso placer de la victoria.

XXII.— Perseo marchó huyendo de Pidna a Pela, habiéndose salvado de la batalla casi todos los de a caballo; mas como los alcanzase la infantería, empezólos a denostar por cobardes y traidores, derribándolos de los caballos y dándoles de golpes; por lo que, temeroso de aquel alboroto, sacó el caballo del camino, y quitándose la ropa de púrpura para no ser conocido, la puso en la grupa, y la diadema la tomó en sus manos; y habiendo hablado a sus amigos sin parar de andar, echó pie a tierra y tomó el caballo del diestro. De aquellos, uno empezó a fingir que se aseguraba el zapato que se le había desatado; otro, que daba de beber al caballo; otro, que tenía sed, y yéndole dejando de esta manera, a toda prisa lo abandonaron, no tanto por temor de los enemigos, como de su crueldad. Agitado con tantos males, procuraba echar a todos, apartándola de sí, la culpa de aquella derrota. Entró, ya llegada la noche, en Pela; y como al recibirle Eucto y Euleo, que eran los encargados del tesoro, le hicieran algunas reconvenciones sobre lo sucedido, y le hablaran y aconsejaran tan franca como inoportunamente, montó en cólera y dio por sí mismo muerte a ambos con su espada; con lo que nadie quedó a su lado, fuera de Evandro de Creta, Arquedamo de Etolia y Neón de Beocia. De los soldados siguiéronle los Cretenses, no tanto por afición como por golosina de sus riquezas, al modo que las abejas a los panales. Porque era mucho lo que llevaba y lo que presentó a la codicia de los Cretenses para robarlo, en vasos, fuentes y demás vajilla de plata y oro, hasta la suma de cincuenta talentos. Pasó primero a Anfípolis, y de allí después a Galepso, y como se le hubiese desvanecido un poco el miedo recayó nuevamente en el más antiguo de sus vicios, que era la avaricia; quejóse, pues, con sus amigos, de que neciamente había abandonado a los Cretenses algunas de las brillantes alhajas de Alejandro el Grande, exhortando a los que las tenían, no sin ruegos y lágrimas, a que las cambiaran por dinero. Los que le conocían bien no dudaron que aquello era cretizar con los Cretenses; mas ellos cayeron en el lazo, y entregándolas, se quedaron sin nada, porque no les dio el dinero; y aun tomó prestados de los amigos treinta talentos, los mismos que de allí a poco habían de ocupar los enemigos y con aquellos navegó a Samotracia, donde, fugitivo, se acogió al templo de los Dioscuros.

XXIII.— Habían tenido siempre fama los Macedonios de ser amantes de sus reyes, pero entonces, abatidos todos como cuando de pronto falta el apoyo, se entregaron a Emilio, al que en dos días hicieron dueño de toda la Macedonia; este hecho parece conciliar mayor crédito a los que atribuyen todos estos sucesos a un especial favor de la Fortuna. Pero aún es más maravilloso lo que acaeció en el sacrificio: pues sacrificando Emilio en Anfípolis, en el acto mismo cayó un rayo en el ara, el que abrasó las víctimas y perfeccionó la ceremonia. Con todo, aun sube de punto sobre este prodigio y sobre la dicha de Emilio la rapidez de la fama, pues al día cuarto de haber alcanzado de Perseo esta victoria de Pidna, estando en Roma el pueblo viendo unas carreras de caballos, repentinamente corrió la voz en los primeros asientos del teatro de que Emilio, habiendo vencido a Perseo en una gran batalla, había subyugado toda la Macedonia, y de allí se difundió luego la misma voz por toda la concurrencia; con lo que en aquel día, fue grande el gozo que con algazara y regocijo se apoderó de la ciudad. Mas como luego se viese que aquel rumor vago no tenía apoyo u origen seguro, por entonces se desvaneció y disipó; pero tenida a pocos días la noticia positiva, se pasmaron todos de aquel anticipado anuncio, que pareciendo falso dijo la verdad.

XXIV.— Dícese que de la batalla de los Italianos junto al río Sagra se tuvo noticia en el mismo día en el Peloponeso, así como en Platea de la de Mícale contra los Medos; y cuando los Romanos vencieron a los Tarquinos y a los del Lacio sus auxiliadores, de allí a muy poco llegaron dos mensajeros, varones de gran belleza y estatura, que trajeron el aviso, y se conjeturó que eran los Dioscuros. El primero que tropezó con ellos en la plaza, cuando junto a la fuente estaban dando de beber a sus caballos cubiertos de sudor, se quedó pasmado con el anuncio de esta victoria: ellos después se dice que le cogieron con la mano la barba sonriéndosele blandamente, y como al punto la barba negra se volviese roja, este suceso concilió crédito a la noticia, y a aquel hombre el apellido de Enobarbo, que viene a ser el de la barba bronceada. También ha ganado crédito a todas estas relaciones lo sucedido en nuestros días, porque cuando Antonio se rebeló contra Domiciano se esperaba enconada guerra de parte de la Germanía; y siendo grande la turbación en Roma, de repente y por sí mismo difundió el pueblo la fama de una victoria, corriendo por toda Roma la voz de que el mismo Antonio había sido muerto, y de que, derrotado su ejército, ni señal había quedado de él. Esta noticia adquirió tal certeza y seguridad, que muchos de los principales ofrecieron sacrificios. Inquirióse luego sobre el primero que lo refirió, y como no aparecía nadie, sino que el rumor corriendo de unos en otros se desvaneció, viniendo a lo último a parar en nada arrojado en una muchedumbre confusa como en un piélago inmenso, sin que se le diese origen ninguno cierto, aquella fama se borró del todo en la ciudad. Mas cuando ya Domiciano había marchado con su ejército a la guerra, le encontró en el camino la noticia, y cartas en que se le daba cuenta de la victoria, y se halló que el día de la fama fue el mismo que el del suceso, habiendo de distancia de un punto a otro más de veinte mil estadios: cosa que de los de nuestra edad no ignora nadie.

XXV.— Gneo Octavio, colega de Emilio en el mando, que aportó a Samotracia, respetó para con Perseo el asilo en honor de los Dioses, pero le cerró la salida y la fuga por el mar: con todo, pudo a escondidas ganar a un tal Oroandes de Creta, que tenía un barquichuelo, para que le admitiese en él con sus riquezas; mas éste, usando de las artes cretenses, tomó de noche todo su caudal, y diciéndole que a la siguiente fuese al puerto Demetrio con los hijos y la familia precisa, se hizo a la vela al mismo anochecer. Pasó en esta ocasión Perseo por angustias bien miserables, habiendo tenido que salvar la muralla por una estrecha tronera él, sus hijos y su mujer, no estando todavía hecho a riesgos y trabajos: así, lanzó un lamentable suspiro, cuando andando perdido en la playa se llegó a él uno y le dijo haber visto que Oroandes había salido apresuradamente al mar. Porque clareaba ya el alba, y destituido de toda esperanza se retiró corriendo hacia la muralla, no sin ser de los Romanos observado; mas con todo logró adelantarse a ellos con su mujer. Los hijos, tomándolos por la mano, los había entregado a Ion, y éste, que antes había sido el favorito de Perseo, se convirtió entonces en traidor; lo que principalmente contribuyó a que aquel desgraciado, como fiera que ha perdido sus cachorros, se viera en la precisión de dejarse prender y entregar su persona a los que ya se habían apoderado de sus hijos. Tenía su principal confianza en Nasica, y por éste preguntaba; mas como no pareciese, lamentando su suerte, y sujetándose a la necesidad, se puso como cautivo en manos de Gneo, manifestando bien a las claras que era en él un vicio más ruin que el de la avaricia el de la cobardía y apego a la vida, por el cual se privó del único bien que la Fortuna no puede arrebatara los caídos, que es la compasión. Porque habiendo rogado que le llevaran a la presencia de Emilio, éste, como debía hacerse con un hombre de tanta autoridad sobre quien había venido una ruina tan terrible y desgraciada, levantándose de su asiento salió a recibirle con sus amigos, derramando lágrimas, y él, poniendo el rostro en el suelo, que era un vergonzoso espectáculo, y abrazándole las rodillas, prorrumpió en exclamaciones y ruegos indecentes, que Emilio no pudo escuchar con paciencia, sino que, mirándole con rostro enojado y severo: «Miserable —le dijo— ¿Por qué libras a la Fortuna de uno de sus mayores cargos, haciendo cosas por las que se ve que si eres desgraciado lo tienes merecido, y que no es de ahora sino de siempre haber sido indigno de ser dichoso? ¿Por qué echas a perder mi victoria y apocas mi triunfo, haciendo ver que no eras un enemigo noble y digno de los Romanos? La virtud alcanza para los desgraciados gran parte de reverencia aun entre los enemigos, pero la cobardía, aun cuando sea afortunada, es para los Romanos la cosa más despreciable».

XXVI.— Con todo, levantándole y dándole la diestra, lo encomendó a Tuberón, y reuniendo después fuera de la tienda a sus hijos y yernos, y a los más jóvenes de los que tenían mando, estuvo largo rato pensativo entre sí con gran silencio, tanto, que todos estaban admirados; mas comenzando luego a disertar sobre la fortuna de los sucesos humanos: ¿Habrá hombre —exclamó— que en la presente prosperidad crea que le es dado engreírse y envanecerse de que ha sojuzgado una nación, una ciudad o un reino? La Fortuna, poniéndonos a la vista esta mudanza como un ejemplo en el que todo conquistador contemple la común flaqueza, nos amonesta que nada debemos considerar como estable y seguro; porque ¿cuál será el tiempo en que pueda el hombre vivir confiado, cuando el dominar a los otros obliga a estar más temeroso de la Fortuna, y la idea de que la suerte revuelve y acarrea por veces iguales desastres, ahora a unos y luego a otros, debe infundir recelos al que se huelga como más favorecido? ¿Acaso viendo que la herencia de Alejandro, cuyo poder y dominación llegó al grado más alto que se ha conocido, en menos de una hora la habéis humillado bajo vuestros pies, y que unos reyes, que poco ha imperaban a tantas legiones de infantería y a tantos escuadrones de caballería, reciben ahora la comida y bebida diaria de manos de los enemigos, podéis pensar que vuestras cosas han de tener una consistencia que pueda prevalecer contra el tiempo? ¿No será más razón que, dando de mano a ese orgullo y a esa vanidad de la victoria, reprimáis vuestros ánimos, estando siempre atentos a lo futuro, para ver qué fin prepara el hado a cada uno de vosotros en contrapeso de tamaña felicidad?”. Pronunciadas estas y otras semejantes razones, se dice que despidió Emilio a aquellos jóvenes, y que los dejó muy corregidos de su vanagloria y altanería, conteniéndolos como un freno con aquella alocución.

XXVII.— Dio después de esto descanso al ejército, y tomó para sí por tarea y por honroso y humano recreo el visitar la Grecia; porque recorriendo y tomando bajo su amparo los pueblos, confirmó su gobierno y les hizo donativos, a unos de granos y a otros de aceite; pues se cuenta haber sido tan grande el repuesto que se encontró, que antes faltó a quién darlo y quién lo pidiese, que agotarse lo que se tenía prevenido. Habiendo visto en Delfos un gran pedestal construido de piedras blancas, sobre el que había de colocarse una estatua de oro de Perseo, mandó que en vez de aquella se pusiese la suya, pues era razón que los vencidos cediesen su puesto a los vencedores. Y en Olimpia se refiere que profirió aquel dicho tan celebrado: Que Fidias había esculpido el Zeus de Homero. Al llegar de Roma diez mensajeros, restituyó a los Macedonios su tierra y sus ciudades libres e independientes, mas con el tributo a favor de Roma de cien talentos, menos de la mitad de aquello con que contribuían a los reyes; ordenó espectáculos y juegos de todas especies y sacrificios a los Dioses, y dio cenas y banquetes, gastando con profusión de la despensa real; pero en el orden y aparato, en las salutaciones y demás cumplidos, en la distribución del lugar y honor que a cada uno le era debido, manifestó un conocimiento tan diligente y cuidadoso, que se maravillaron los Griegos de que para tales desahogos no le faltase atención, sino que, con ejecutar tan grandes hazañas, aun las cosas pequeñas las pusiese tan en su punto. Estaba también muy complacido por advertir que entre tanta prevención y tanto brillo él era el más dulce recreo y espectáculo para los que con él asistían. A los que mostraban maravillarse de su desvelo respondía que a un mismo ingenio pertenecía disponer bien un ejército y un banquete: aquel para hacerle el más terrible a los enemigos, y éste el mas grato a los convidados. Ni era menos celebrada de todos su liberalidad y grandeza de ánimo; pues con haber encontrado amontonado mucho oro y mucha plata en los tesoros del rey, ni siquiera quiso verlo, sino que lo puso a disposición de los cuestores para el erario. Solamente a aquellos de sus hijos que eran dados a las letras les permitió escoger entre los libros del rey, y al distribuirlos premios del valor dio a Elio Tuberón, su yerno, una copa de peso de cinco libras. Este es aquel Tuberón de quien dijimos vivía con once parientes suyos en una misma casa, manteniéndose todos con el producto de un campo muy pequeño. Dícese que esta fue la primera plata que entró en la casa de los Elios, ganada con la virtud y el valor, y que fuera de esta alhaja, nunca ni ellos ni sus mujeres usaron cosa de oro o plata.

XXVIII.— Habiendo ordenado convenientemente todos sus negocios, se despidió de los Griegos, y exhortando a los Macedonios a que tuvieran en memoria la libertad recibida de los Romanos, y a que la conservasen con las buenas leyes y la concordia, se retiró a Epiro, por haber recibido un decreto del Senado, en el que se le prescribía que de aquellas ciudades tomara con qué socorrer a los soldados que bajo sus órdenes habían peleado en la batalla contra Perseo. Propúsose que se cayera sobre todos repentinamente y cuando nadie lo esperase, para lo que hizo comparecer a diez hombres de los principales de dicha ciudad, y les dio orden de que cuanta plata y oro hubiese en las casas y en los templos la recogiesen para el día señalado; dio a cada diputación, como si fuera para aquel objeto, una escolta de soldados y un caudillo, el cual había de aparentar que buscaba y recogía el dinero. Llegado el día, a una y en un mismo momento se entregaron todos a la persecución y saqueo de los enemigos; de manera que en sola una hora hicieron cautivos a ciento cincuenta mil hombres y arrasaron setenta ciudades, y no vino a recibir cada soldado en donativo arriba de once dracmas, con haber sido tal la destrucción y ruina: horrorizando a todos el fin de esta guerra, viendo que tan poca era la utilidad y ganancia que a cada uno había resultado del destrozo de toda una nación.

XXIX.— Emilio se vio en la precisión de ordenarlo muy contra su naturaleza, que era benigna y apacible; y una vez ejecutado bajó a Orico, de donde, hecha la travesía para la Italia con sus tropas, subió luego por el río Tíber en una galera real de diez y seis remos, adornada con armas de las cogidas a los enemigos y con ropajes de grana y de púrpura; de modo que los Romanos, que por las orillas concurrían como a un espectáculo triunfal, gozaron anticipadamente de su pompa, llegando bien adelante, por cuanto la corriente apenas daba paso a la embarcación. Repararon entonces los soldados en el inmenso botín, y como, no les había tocado lo que deseaban, incomodáronse dentro de sí mismos por esta causa, quedando muy irritados contra Emilio; pero en público se quejaron de que los había tratado dura y despóticamente, y con este pretexto no hicieron gran empeño para que se le decretara el triunfo. Llególo a entender Sergio Galba, enemigo de Emilio, que había sido tribuno bajo sus órdenes, y se presentó a sostener decidida y manifiestamente que no debía concedérsele. Levantándole, pues, entre la turba militar muchas calumnias, y atizando el encono con que ya le miraban, pidió a los tribunos de la plebe otro día, porque aquel no podía bastar para la acusación, no quedando ya sino cuatro horas. Mas los tribunos le prescribieron que dijese lo que tuviera que decir, y él, empezando de muy lejos y haciendo un discurso lleno de toda especie de dicterios, consumió todo el tiempo; y como, por haberse hecho de noche, los tribunos disolviesen la junta, los soldados se unieron a Galba, tomando con éste bríos, y animándose unos a otros se volvieron a presentar muy de mañana en el Capitolio: porque allí habían de tener los tribunos la nueva junta.

XXX.— Hízose la votación luego que fue de día, y la primera tribu votó contra el triunfo. Difundióse la noticia por la ciudad, y llegó a conocimiento del pueblo y del Senado. La plebe veía con disgusto el que se afrentase a Emilio, sobre lo que prorrumpía en inútiles quejas; pero los principales del Senado, diciendo a gritos que era insufrible lo que pasaba, se incitaban unos a otros para hacer frente al desacato y temeridad de los soldados, que si no se le opusiese resistencia se propasaría a todo desorden y violencia, saliéndose con privar a Emilio de los honores de la victoria. Penetraron, pues, por entre la muchedumbre, y, subiendo en gran número, intimaron a los tribunos que suspendiesen la votación hasta que manifestasen al pueblo cuáles eran sus deseos. Contuviéronse todos, e impuesto silencio, se levantó Marco Servilio, varón consular, que en desafío había muerto a veintitrés enemigos, y «ahora conozco —dijo— cuán grande general es Paulo Emilio, viendo que con un ejército, en que no se advierte sino indisciplina y maldad, ha podido ejecutar tan grandes y tan singulares hazañas, y me maravillo de que el pueblo, que tanto se honra con los triunfos alcanzados de los Ilirios y de los Ligures, no quiera hacer demostración por haberse tomado vivo con las armas romanas al rey de los Macedonios y haber sido traída en cautiverio la gloria de Alejandro y de Filipo. Porque ¿no será cosa extraña que se diga que a la primera voz, todavía incierta, de esta victoria, esparcida por la ciudad, sacrificasteis a los Dioses, haciendo votos por ver cuanto antes cumplido aquel rumor, y que cuando el general viene con la certeza de la victoria privéis a los Dioses de su debido honor y a vosotros mismos del regocijo que es propio, como si temieseis que se manifestase la grandeza de tan admirable suceso, como si tuvieseis miramiento con el rey cautivo? Y en caso, menos malo sería que el triunfo se negase por compasión a éste, que no por envidia al general. Pero la malignidad ha tomado tanto ascendiente entre vosotros, que un hombre jamás herido y de cuerpo garboso y adamado, como criado a la sombra, se atreve en materia de mando militar y de triunfo a llevar la voz ante vosotros mismos, amaestrados con tantas heridas a discernir entre la virtud y la inutilidad de los generales». Y al decir esto, desabrochándose la ropilla, mostró en el pecho una multitud increíble de cicatrices; pasó después a descubrir ciertas partes del cuerpo, que no parece decente desnudar ante el pueblo, y volviéndose a Galba: «Tú, sin duda, le dijo, te burlas de estas señales, mas yo las ostento con vanidad a mis conciudadanos, pues por ellos, no bajando del caballo ni de día ni de noche, las he recibido; pero vamos, llévalos a votar, que yo bajaré y los seguiré a todos, y con esto conoceré quiénes son los malos y desagradecidos y los que en la guerra quieren más alborotar que obedecer a guardar disciplina».

XXXI.— Dícese que de tal modo quebrantó y sorprendió a la gente de guerra este discurso, que después, por las otras tribus, le fue a Emilio decretado el triunfo. Ordenóse luego, según la memoria que ha quedado, de esta manera: el pueblo, habiéndose levantado tablados en los teatros para las carreras de los caballos, que se llaman circos, y en las inmediaciones de la plaza, y en todos los parajes por donde había de pasar la pompa, la vio desde ellos, yendo toda la gente vestida muy de limpio; los templos todos estaban abiertos y llenos de coronas y perfumes; muchos alguaciles y maceros, apartando a los que indiscretamente corrían y se ponían en medio, dejaban libre y desembarazada la carrera. La ceremonia toda se repartió en tres días, de los cuales en el primero, que apenas alcanzó para el botín de las estatuas, de las pinturas y de los colosos, tirado todo por doscientas yuntas, esto mismo fue lo que hubo que ver. Al día siguiente pasaron en muchos carros las armas más hermosas y acabadas de los Macedonios, brillantes con el bronce o el acero recién acicalado. La colocación, dispuesta con artificio y orden, parecía fortuita y como hecha por sí misma; los yelmos sobre los escudos; las corazas junto a las canilleras; las adargas cretenses, las rodelas de Tracia, las aljabas mezcladas con los frenos de los caballos, a su lado espadas desnudas, y junto a éstas, las lanzas macedonias, habiéndose dejado huecos proporcionados entre todas estas armas, con lo que en la marcha, dando unas con otras, formaban un eco áspero y desapacible, que aun con provenir de armas vencidas hacía que su vista inspirase miedo. En pos de estos carros de armas marchaban tres mil hombres, conduciendo la moneda de plata en setecientas y cincuenta esportillas de a tres talentos, y a cada uno de éstos le acompañaban otros cuatro. Seguían luego otros, que conducían salvillas, vasos, jarros y tazas de plata, muy bien colocadas todas estas piezas para que pudieran verse, y primorosas en sí, y por lo grandes y dobles que aparecían.

XXXII.— En el día tercero, muy de mañana, abrieron la pompa trompeteros, que tocaban, no una marcha compasada y propia del caso, sino aquella con que se incitan los Romanos a sí mismos en medio de la batalla; y en seguida eran conducidos ciento veinte bueyes cebones, a los que se les habían dorado los cuernos, y que habían sido adornados con cintas y coronas. Los jóvenes que los llevaban, ceñidos con fajas muy vistosas, los guiaban al sacrificio, y con ellos otros más mocitos con jarros de plata y oro para las libaciones. Venían luego los que conducían la moneda de oro, repartida en esportillas de a tres talentos, como la de plata, y éstas eran al todo setenta y siete. Tras éstos seguían los que conducían el ánfora sagrada, que Emilio había hecho guarnecer con pedrería de hasta diez talentos, y los que iban enseñando las antigónidas, las seléucidas, las tericleas y demás piezas de la vajilla que usaba Perseo en sus banquetes. En pos iba el carro de Perseo y sus armas, y la diadema puesta sobre las armas. Después, con algún intervalo, eran conducidos como esclavos las hijos del rey, y con ellos una turba de camareros, de maestros y de ayos, bañados en lágrimas, y que tendían las manos a los espectadores, adiestrando a los niños a pedir y suplicar. Eran éstos dos varones y una hembra, poco atentos a la magnitud de sus desgracias a causa de la edad, y por lo mismo esta simplicidad suya en semejante mudanza los hacía más dignos de compasión; de manera que estuvo en muy poco el que Perseo se les pasase sin ser visto, tan fija tenían los Romanos la vista por compasión sobre aquellos inocentes. A muchos les sucedió caérseles las lágrimas, y entre todos no hubo ninguno para quien en aquel espectáculo no estuviese mezclado el pesar con el gozo hasta que los niños hubieron pasado.

XXXIII.— No venía muy distante de los hijos y de su servidumbre el mismo Perseo, envuelto en una mezquina capa, calzado al estilo de su patria y como embobado y entontecido con el exceso de sus males; seguíanle inmediatamente muchos amigos y deudos, anegados sus rostros en llanto, y manifestando a los espectadores con mirar incesantemente a Perseo, y llorar, que era la suerte de aquel por la que se dolían, teniendo en muy poco la propia desventura.

Habíase dirigido antes a Emilio, pidiéndole que no le llevasen en la pompa y que le excusara el triunfo; mas éste, escarneciéndole, a lo que parece, por su cobardía y apego a la vida; «pues esto —respondió— en su mano ha estado, y lo está todavía sí quiere», dando a entender que, pues, por cobardía no había tenido valor para sufrir la muerte antes que la afrenta, seducido con lisonjeras esperanzas, esto era lo que había hecho que fuera contado entre sus despojos.

Venían en pos inmediatamente cuatrocientas coronas de oro, que las ciudades habían enviado con embajadas a Emilio por prez de la victoria. Finalmente, venía él mismo, conducido en un carro magníficamente adornado; varón que, aun sin tanta autoridad, se atraía las miradas de todos. Vestía un ropaje de diversos colores, bordado de oro, y con la diestra alargaba un ramo de laurel. Iguales ramos llevaba el ejército que iba en pos del carro del general, formado por compañías y batallones, cantando ya canciones patrióticas, serias y jocosas, y ya himnos de victoria y alabanzas de los sucesos, encaminadas principalmente a Emilio, mirado y acatado de todos, y sin dar envidia a ninguno de los hombres de bien, sino que debe de haber algún mal Genio que tenga por oficio apocar las grandes y sobresalientes felicidades y aguar la vida de los hombres, para que ninguno la tenga exenta y pura de males, sino que parezca que aquel sale bien librado, según la sentencia de Homero, en cuyos sucesos alternativamente use de sus mudanzas la Fortuna.

XXXIV.— Así es que, teniendo Emilio cuatro hijos, dos trasladados a otras familias, como ya dijimos, a saber, Escipión y Fabio, y dos en la edad de la puericia, que los mantenía en casa, nacidos de la segunda mujer, de éstos el uno falleció cinco días antes de triunfar el padre, en la edad de catorce años, y el otro murió de doce, tres días después de la misma ceremonia; de manera que no hubo Romano a quien no alcanzase aquella pesadumbre: y antes todos se horrorizaron de tal crueldad de la Fortuna, que no tuvo reparo en derramar tanto luto sobre una casa abastada de respeto, de júbilo y de fiestas, mezclando los lamentos y las lágrimas con los himnos de victoria y los triunfos.

XXXV.— Por lo que hace a Emilio, teniendo bien considerado que los hombres han menester valerse de la fortaleza y osadía, no sólo contra las armas y las lanzas, sino también contra todos los casos de la Fortuna, se preparó y dispuso de tal manera para esta mezcla de sucesos, que, compensándose lo adverso con lo próspero y lo doméstico con lo público, en nada se apocó la grandeza o se oscureció el esplendor de su victoria. Por tanto, luego que dio sepultura al primero de sus hijos, celebró el triunfo como hemos dicho; y muerto el segundo, después de aquella solemnidad, congregó a los Romanos en junta pública y les dirigió un razonamiento propio, no de un hombre que necesitaba consuelo, sino de quien se proponía consolar a sus conciudadanos afligidos con sus propios infortunios. «Nunca temí nada —les dijo— en las cosas humanas; mas en las superiores, recelando siempre de la Fortuna como de la cosa más inestable y varia, al ver que más principalmente en esta guerra, como un viento favorable, había precedido a mis negocios, no dejé de esperar alguna mudanza y contrariedad. Porque atravesando desde Brindis al Mar Jonio, en un día aporté a Corcira, y estando allí al séptimo en Delfos sacrificando a Apolo, en otros cinco me reuní con el ejército; y hecha la ceremonia de su purificación, según costumbre, dando principio a las operaciones de guerra, en otros quince días le di el complemento más glorioso. Desconfiado, pues, de la Fortuna por el curso tan próspero de los sucesos, pues que fue grande la seguridad y ninguno el peligro de parte de los enemigos, entonces más particularmente empecé a temer para el regreso por mar la mudanza de algún Genio, habiendo vencido con feliz suerte tan numeroso ejército y trayendo despojos y reyes cautivos. vosotros, y encontrando la ciudad rebosando júbilo, en aplausos y en fiestas, todavía no dejé de sospechar de la Fortuna, sabiendo que no lisonjea en las cosas grandes a los hombres con nada que sea cierto y sin desquite; nunca mi alma depuso este miedo, agitada siempre y en observación de lo futuro, hasta que me hirió en mi casa con tamaña desventura, teniendo que celebrar unos en pos de otros, en los días más festivos y solemnes, los funerales de los dos más amables hijos que había reservado para que fuesen mis herederos. Considérome, pues, ahora, fuera de todo grave peligro, y aun conjeturo y pienso que para mí mismo ha de permanecer ya la Fortuna inocente y segura, pues parece que se ha valido para mi castigo de males tan grandes como han sido mis prosperidades: no siendo menos evidente el ejemplo que da de la humana miseria en el triunfador que en el conducido triunfo, y aun con la diferencia de que Perseo, vencido, conserva sus hijos, y el vencedor Emilio ha perdido los suyos».

XXXVI.— Este fue el magnífico y noble razonamiento que con sencilla y verdadera prudencia se dice haber dirigido Emilio al pueblo en aquella sazón. En cuanto a Perseo, aunque aquel tuvo ánimo de manifestar compasión por la mudanza de su suerte y prestarle auxilios, nada más se sabe sino que fue trasladado de la que los Romanos llaman cárcel a un lugar más decente, en el que, se le trató con más humanidad; pero custodiado siempre en él, según la opinión del mayor número de escritores, se quitó a sí mismo la vida, negándose a tomar alimento. Más con todo, hay algunos que señalan otra causa particular y extraña de su muerte; pues dicen que estando incomodados e irritados con él los soldados encargados de custodiarle, como no pudiesen ofenderle ni molestarle en otra cosa, le despertaban del sueño, estando siempre atentos a que no se durmiese y a desvelarle por todos medios, hasta tanto que con esta especie de mortificación acabó sus días. Murieron también dos de sus hijos, y del tercero llamado Alejandro, se dice que fue primoroso y de grande ingenio en el cincelar y tornear; y que habiendo aprendido las letras y la lengua romana, fue amanuense de los primeros magistrados, por haberse visto que era muy diestro y elegante en este ejercicio.

XXXVII.— Entre estos brillantes sucesos de la guerra macedónica, lo que concilió a Emilio mayor aprecio entre todos fue haber puesto en el erario tal cantidad de dinero, que no hubo necesidad de que contribuyera el pueblo hasta los tiempos de Hircio y Pansa, que fueron cónsules hacia la primera guerra de Antonio y César; pero lo más particular y admirable en Emilio fue que con ser muy venerado y honrado del pueblo, se mantuvo siempre, sin embargo, en el partido aristocrático, no diciendo ni haciendo nunca nada por complacer a la muchedumbre, sino uniéndose siempre en las cosas de gobierno con los más distinguidos y principales de la república, que fue con lo que más adelante reconvino Apio a Escipión Africano. Porque siendo ambos entonces de los más principales de la ciudad, pidieron a un tiempo la dignidad censoria: aquel, teniendo de su parte al Senado y a los más principales, manejo que en los Apios era hereditario, y éste, aunque grande de por sí, favorecido siempre con el celo y amor de la muchedumbre. Pues como al entrar en la plaza Escipión le viese Apio llevar a su lado a hombres ruines y de condición servil, libertos y propios para concitar la muchedumbre y violentarlo todo con atropellamiento y gritería, alzando la voz: «¡Oh Paulo Emilio —le dijo—, gime debajo de tierra al ver que Emilio el pregonero y Licinio Filonico promueven a la censura a tu hijo!». Así Escipión, favoreciendo al pueblo, se ganó su benevolencia; y Emilio, con ser del partido aristocrático, no fue por esto menos amado de la muchedumbre que el que pudiera parecer más demagogo y más dedicado a lisonjear al pueblo. Vióse esto en que le tuviesen por digno de otros cargos, y del de la misma censura, que es el más sagrado de todos y el de mayor autoridad para otras cosas y para el examen del modo de vivir de cada uno. Porque tienen los censores facultad para excluir del Senado al que vive desarregladamente, para nombrar al de mayor probidad y para castigar a los jóvenes privando de la dignidad ecuestre al que es disipador. Tócales también el investigar la hacienda de cada uno y celebrar el lustro; y en su tiempo se halló ser el censo de Roma trescientos treinta y siete mil cuatrocientos cincuenta y dos hombres, dio asimismo el primer lugar en el Senado a Marco Emilio Lépido, que ya cuatro veces había obtenido esta preferencia; expelió de él a tres senadores de los de menos nombre, y tanto él mismo como su colega Marcio Filipo se condujeron con mucha moderación en el examen de los escritos en el orden ecuestre.

XXXVIII.— Llevados a cabo muchos y grandes negocios, fue acometido de una enfermedad peligrosa al principio, pero después sin riesgo, aunque trabajosa y de desesperada curación. Persuadiéronle los médicos que pasase a Elea de Italia [Velia], donde permaneció largo tiempo en países litorales, en que gozaba de la mayor quietud; pero los Romanos deseaban verle, y en los teatros se habían dejado oír muchas voces que indicaban este deseo; por lo que, como fuese preciso un solemne sacrificio y se sintiese con alivio, regresó a Roma. Celebró, pues, el indicado sacrificio con los demás sacerdotes, concurriendo mucho pueblo, y manifestándose muy contento, y al día siguiente sacrificó él mismo a los Dioses otra vez por su salud. Cumplida esta segunda ceremonia, volvió a su casa y se acostó; y sin advertir o conocerse novedad, cayó en un accidente que le privó de todo sentido, y murió al tercero día, sin que en vida hubiese podido echar de menos nada de cuanto los hombres creen que conduce para la felicidad. Hasta la solemnidad de su enterramiento fue de gran aparato y digna de verse, correspondiendo a la virtud de tal varón sus magníficos y concurridos funerales. No se echaban de ver en éstos el oro ni el marfil, ni los exquisitos y preciosos adornos de tal pompa, sino la benevolencia, el respeto y el amor, no solamente de parte de los ciudadanos, mas aun de los enemigos; pues cuantos se hallaron presentes de los Españoles, los Ligures y los Macedonios, si eran jóvenes y robustos, echaban mano al féretro y le conducían sobre sus hombros; y los más ancianos iban en rededor de él, aclamando a Emilio por bienhechor y salvador de su respectiva patria. Porque no solamente los trató a todos blanda y humanamente mientras los gobernó, sino que por toda la vida les hizo cuanto bien pudo y cuidó de ellos como si fueran sus familiares y deudos. Su hacienda dicen que apenas ascendió a trescientos setenta mil denarios, de la que dejó por herederos a sus hijos; pero Escipión el menor dejó que toda la llevase su hermano, habiendo él pasado por adopción a una casa muy rica, como lo era la de Africano. Tal se dice haber sido las costumbres y la vida de Paulo Emilio.

COMPARACIÓN DE TIMOLEÓN Y EMILIO

I.— Habiendo sido tales, según la Historia, estos dos varones, es claro que el cotejo no ha de encontrar muchas diferencias y desigualdades: las guerras en que mandaron ambos fueron contra los más ilustres enemigos; la del uno contra los Macedonios, y la del otro contra los Cartagineses; sus victorias fueron asimismo sumamente celebradas, habiendo tomado el uno la Macedonia y extinguido la sucesión de Antígono en el séptimo rey, y arrancado el otro todas las tiranías de la Sicilia y dado a esta isla libertad e independencia: como no quiera alguno alegar en favor de Emilio que vino a las manos con Perseo cuando estaba en su mayor poder y acababa de vencer a los Romanos, siendo así que Timoleón acometió a Dionisio cuando ya estaba desalentado y quebrantado del todo, y a la inversa, en favor de Timoleón, que venció a muchos tiranos y las poderosas fuerzas de los Cartagineses, con el ejército que a suerte pudo recoger; no como Emilio, con hombres ejercitados en la guerra y prontos a obedecer, sino con soldados mercenarios sin disciplina y acostumbrados a no oír otra voz que la de su voluntad: así es que se da la gloria a uno y otro general de haber conseguido iguales triunfos con medios desiguales.

II.— Fueron uno y otro íntegros y justos en el manejo de los negocios; pero Emilio parece como que naturalmente se formó de esta manera en virtud de las leyes patrias, mientras que Timoleón lo debió todo a sí mismo; la prueba de esto es que los Romanos en aquel tiempo todos sabían igualmente la táctica, estaban acostumbrados a obedecer y respetaban las leyes y la opinión de sus ciudadanos, y de los Griegos no hubo capitán o caudillo alguno en la misma época que no hubiese dado mala idea de sí en la Sicilia, fuera de Dión: y aun de éste muchos llegaron a sospechar que aspiraba a la monarquía y que traía en la imaginación un cierto reinado a la Espartana. Timeo refiere que los Siracusanos despidieron ignominiosa y afrentosamente a Filipo, por abominar de su codicia e insaciabilidad durante el mando; y muchos han escrito de las injusticias y tropelías que Fárax el Esparcíata y Calipo el Ateniense pusieron por obra, aspirando a dominar en Sicilia; ¿y qué hombres eran éstos, o cuáles sus hazañas, para tales esperanzas, cuando el uno había adulado a Dionisio ya en decadencia, y Calipo era uno de los extranjeros asalariados por Dión? Mas Timoleón, enviado por general a los Siracusanos que le habían pedido y suplicado, y que no buscaba mando, sino que le era debido el que admitió de los que voluntariamente lo pusieron en sus manos, con la destrucción de déspotas injustos puso término y fin a su generalato y autoridad. Lo que en Emilio hay de más admirable es que, a pesar de haber destruido un reino tan poderoso, no hizo mayor su hacienda ni una dracma y ni siquiera vio y tocó unos caudales de los que dio e hizo presentes a otros. No digo con todo que Timoleón merezca nota por haber admitido una casa y tierras, porque el admitir en tales ocasiones no es indecoroso; pero es mejor el no recibir nada, y el colmo de la virtud cuando se puede manifestar que de nada se necesita. Además, como en el cuerpo que puede aguantar el frío y el calor se reconoce su mejor constitución en estar bien dispuesto para ambas mudanzas, de la misma manera se manifiesta en el alma el vigor y fortaleza, cuando ni la prosperidad la conmueve y saca de quicio con el orgullo, ni las desgracias la abaten; en esto aparece más perfecto Emilio, porque en la adversa fortuna y en la gran pesadumbre que le ocasionaron los hijos, no se le vio con mayor abatimiento o menor dignidad que en medio de sus prosperidades. No así Timoleón, que, habiéndose portado dignamente cuando lo del hermano, ya después su razón no se sostuvo contra la pesadumbre, sino que, abatido con el arrepentimiento y la pena, en veinte años no pudo vencerse a ver la tribuna o la plaza pública, y si es bien que se huya y se tema lo que es indecoroso, el ceder fácilmente a toda especie de ilota podrá muy bien ser de un varón recto y sencillo, mas no de un ánimo grande y elevado.

PELÓPIDAS Y MARCELO

I.— Catón el mayor, como algunos celebrasen desmedidamente a un hombre de arrojado y atrevido en las cosas de la guerra, les advirtió que había gran diferencia entre tener en mucho la virtud y tener en poco el vivir; perfectísimamente a mi entender. Militaba con Antígono un varón muy resuelto, pero endeble y flaco de cuerpo; preguntóle, pues, el rey la causa de estar descolorido, y le confesó que padecía una enfermedad oculta. El rey, manifestándole su aprecio, dio orden a los médicos para que no omitiesen nada en su asistencia y remedio; pero curado por esta diligencia aquel valiente, ya no era arrojado ni pronto en los combates, tanto, que Antígono se lo echó en cara, admirándose de semejante mudanza; él no le negó la causa, diciéndole: «Tú ¡oh rey! eres quien me has hecho menos determinado librándome de aquellos males por los que menospreciaba la vida». A este mismo propósito dijo un Sibarita, hablando de los Esparcíatas, que no hacían mucho en morir en la guerra para salir de tanto trabajo y de tan mal trato como se daban. Mas si entre los Sibaritas, ennoblecidos con el regalo y el deleite, de los que por celo y amor de la virtud no temían la muerte podía decirse con razón que aborrecían la vida, para los Lacedemonios era acto de virtud el vivir y el morir con ánimo alegre, según aquel epicedio:

Porque, según se dice, mueren éstos
no reputando un bien la vida o muerte;
sino el que la virtud presida a entrambas:

pues ni el evitar la muerte es reprensible, cuando no se quiere vivir afrentosamente, ni el exponerse a ella es laudable, si se hace por tener en poco el vivir. Así, Homero, a los varones osados y belicosos, los hace siempre salir bien armados y defendidos a los combates, y los legisladores de los Griegos castigan al que pierde el escudo y no al que, arroja la espada y la lanza; enseñando con esto que primero es no recibir daño que causarlo a los enemigos, y que esto es lo que cada uno debe tener presente; pero en especial el que manda en una ciudad o en un ejército.

II.— Porque si, como discurría Ifícrates, las tropas ligeras dicen semejanza con las manos, la caballería con los pies, el grueso del ejército con el pecho y el torso todo, y el general con la cabeza, arriesgándose éste temerariamente no parecería que se olvidaba de sí mismo solamente, sino de todos, que tienen en él librada su salud, y al contrario. Así, Calicrátidas, aunque hombre grande en todo lo demás, no tuvo razón en la respuesta que dio al Agorero; rogábale éste que se guardara de la muerte que le denunciaban las víctimas, y él le contestó que no pendía Esparta de uno solo: pues, peleando, navegando y siendo mandado, Calicrátidas no era más que uno; pero de general, tomando sobre sí la suerte de todos, ya no era uno sólo aquel con quien tan grandes intereses iban a perderse. Mejor lo hizo Antígono el mayor cuando, al trabarse el combate naval cerca de Andro, diciéndole uno que eran muchas más las naves de los enemigos, «pues qué —le replicó—, ¿no te haces cargo que yo valgo por muchas?». ¡Grande ornamento del mando quien con destreza y virtud hace lo que se ha propuesto, y cuya atención primera es salvar al que ha de salvarlo todo! Por tanto, juiciosamente, Timoteo, como Cares mostrase un día a los Atenienses algunas cicatrices en su cuerpo y el escudo pasado de una lanzada, «pues yo —les dijo— estoy muy avergonzado de que cuando tenía sitiada a Samo me hubiese caído muy cerca un dardo, porque me conduje más juvenilmente de lo que correspondía a un general que tenía bajo su mando tantas tropas». Porque cuando va un grande interés en que se arriesgue el general, entonces está muy bien que trabaje y lo ponga todo en el tablero sin ningún miramiento, enviando noramala a los que le vengan con el refrán de que el buen general debe morirse de vejez, o a lo menos morir viejo; pero cuando es de poca importancia lo que se ha de sacar del vencimiento, y todo se pierde si el general cae, entonces nadie debe pretender de éste una hazaña peligrosa, que sería más bien de un soldado raso.

Me ha parecido oportuno empezar por estas advertencias cuando voy a escribir las vidas de Pelópidas y Marcelo, varones eminentes, pero que perecieron por inconsideración; pues con ser ambos muy denodados en el pelear, ornamento uno y otro de su patria por sus brillantes mandos, y opuestos a los más terribles contendores, siendo éste, según se dice, el primero que quebrantó a Aníbal, y habiendo aquel vencido en batalla campal a los Lacedemonios que dominaban en tierra y en mar, expusieron su vida con temerario arrojo por no haber tenido de sí mismos la debida cuenta, precisamente en el momento en que más necesidad había de su conservación y de su mando, que es por lo que, llevados de esta semejanza, hemos puesto en cotejo las vidas de ambos.

PELÓPIDAS

III.— La familia de Pelópidas, hijo de Hipoclo, era, como la de Epaminondas, de las más ilustres de Tebas. Crióse con las mayores conveniencias, y, entrando todavía joven en la administración de una casa opulenta, se dedicó desde luego a dar socorros a los necesitados que contemplaba dignos, para ser verdaderamente dueño y no esclavo de las riquezas, pues la mayor parte de los hombres, como dice Aristóteles, o no usan de las riquezas, por avaricia, o abusan por desarreglo, y así como éstos se ve que son esclavos del regalo y los deleites, aquellos lo son de la vigilancia y el cuidado. Los socorridos, pues, se valieron con reconocimiento de la liberalidad y humanidad que en Pelópidas encontraban; sólo de Epaminondas no pudo recabar que disfrutase de su riqueza, sino que, a la inversa, él participó de la escasez de éste en lo pobre del vestido, en la frugalidad de la mesa y en la tolerancia de los trabajos, complaciéndose en su propia sencillez al frente del ejército, a la manera del Capaneo de Eurípides, que,

con tener muchos bienes,
no hacía alarde de su opulencia,

sino que se hubiera avergonzado de dar indicios de que para su persona hacía más gasto que el menos favorecido de la Fortuna entre los Tebanos. Pues con serle ya a Epaminondas familiar y hereditaria la pobreza, hízola todavía más tolerable y ligera, entregándose a la filosofía y eligiendo desde luego el estado de célibe; Pelópidas, aunque había hecho una boda brillante y tenía hijos, no por eso dejó de distraerse del cuidado de su hacienda, con lo que, y con ocupar todo el tiempo en la causa pública, disminuyó su patrimonio; como los amigos se lo reprendiesen, diciéndole que hacía mal en mirar con abandono una cosa tan precisa como el tener caudal, «sí, a fe mía —les respondió—, para aquel infeliz de Nicodemo», mostrándoles a uno que era cojo y ciego.

IV.— Eran formados de un mismo modo para toda especie de virtud, sino que Pelópidas era más dado a los ejercicios de la palestra, y Epaminondas a los de la doctrina: así, en los ratos de ocio, aquel se empleaba en la lucha y en la caza, y éste en oír a los sabios y formarse para serlo. Mas entre tantos títulos para la gloria como concurrieron en ambos, ninguno reputan los hombres de juicio por tan admirable como el que en medio de tantos combates, de tantas expediciones y de tantos negocios de república, su amistad desde el principio hasta el fin se hubiese conservado siempre sin desazón y sin quiebra. Porque si se fija la vista en el gobierno de Aristides y Temístocles, de Cimón y Pericles, de Nicias y Alcibíades, que siempre adolecía de enemistades, discordias y celos de unos con otros, y se atiende después al amor y respeto con que miró Pelópidas a Epaminondas, con razón y justicia se tendrá a éstos por verdaderos colegas en el gobierno y en la milicia, en comparación de aquellos que toda la vida contendieron más entre sí que con los enemigos. La causa cierta de esta unión fue la virtud, por la cual no buscaban con sus hechos aplausos o riquezas, cosas a las que por naturaleza es inherente una porfiada y rencillosa envidia, sino que, amándose recíprocamente desde el principio con un amor sagrado, dirigían de común acuerdo sus conatos y sus triunfos al placer de ver a su patria elevada por ambos a la mayor grandeza y esplendor. Aunque algunos opinan que esta amistad tan íntima tuvo principio en la expedición de Mantinea, en la que militaron con los Lacedemonios, que todavía les eran amigos y aliados, con motivo de haber la ciudad de Tebas enviándoles socorros. Porque colocados juntos entre la infantería y peleando contra los Árcades, cuando vio el ala derecha de los Lacedemonios que les estaba opuesta, y se desbandó la mayor parte, formando ellos galápago hicieron frente a cuantos los embistieron. Al cabo de poco, Pelópidas, que había recibido cara a cara siete heridas, vino a caer entre multitud de cadáveres de amigos y enemigos, y entonces Epaminondas, no obstante tenerle por muerto, para proteger su persona y sus armas siguió la pelea y el riesgo, solo contra muchos, teniendo por mejor morir en la demanda que abandonar a Pelópidas caído: hasta que, hallándose ya él mismo en el peor estado, herido de una lanzada en el pecho y de una estocada en un brazo, vino en su auxilio de la otra ala Agesípolis, rey de los Espartanos, y contra toda esperanza los recobró a entrambos.

V.— De allí a algún tiempo, aunque los Espartanos todavía afectaban ser amigos y aliados de los Tebanos, en realidad miraban ya con ceño su altivez y su poder, y, sobre todo, no estaban bien con el partido de Ismenias y Androclides, al que pertenecía Pelópidas, por parecerles demasiado liberal y democrático. En esta situación, Arquias, Leóntidas y Filipo, oligarquistas y ricos, que aspiraban a mandar, persuadieron al Espartano Fébidas que, cayendo repentinamente con su ejército, se apoderara de la ciudad de Cadmea, y, arrojando de la ciudad a los que se opusieran, arreglara un gobierno de pocos, al modo del de los Lacedemonios, y dependiente de él. Entró aquel en el plan, y sorprendiendo a los Tebanos, bien ajenos de tal intento, mientras celebraban las Tesmoforias, se hizo dueño de la ciudadela. En cuanto a Ismenias, hiciéronle preso, y llevado a Esparta, a poco tiempo le quitaron la vida: Pelópidas, Ferenico y Androclides huyeron y fueron proscritos; mas Epaminondas permaneció tranquilo y olvidado en el país, teniéndolo por poco inquieto a causa de su filosofía y por de ningún poder a causa de su pobreza.

VI.— Los Lacedemonios privaron, es verdad, a Fébidas del mando y le multaron en cien mil dracmas; pero no por eso dejaron de conservar en su poder la ciudadela: determinación de cuya inconsecuencia se admiraron todos los Griegos, pues que castigaban al autor y confirmaban lo mal hecho. En tanto, a los Tebanos, que habían perdido su propio gobierno, quedando esclavizados a Arquias y Leóntidas, ni siquiera les era dado esperar algún término de una tiranía que había sido introducida por la fuerza militar de los Espartanos y no podía desatarse si no había quien arrancase a éstos su superioridad e imperio por mar y por tierra; y sin embargo, sabedor Leóntidas de que los desterrados se hallaban en Atenas amados de la muchedumbre y honrados de los hombres virtuosos y rectos, trató de armarles escondidas asechanzas, para lo cual se valió de unos hombres desconocidos, que con engaños dieron muerte a Androclides, librándose de sus, manos los demás. Enviáronse también cartas por los Lacedemonios a los Atenienses, en que les ordenaban que no recibiesen ni auxiliasen en sus intentos a los desterrados, sino que los hiciesen salir como pregonados por enemigos públicos de toda la federación. Mas los Atenienses, en quienes parece ingénito el ser humanos, correspondiendo a los de Tebas, que fueron la principal causa de que volviesen a su patria, y que dieron un decreto para que, si algún Ateniense llevase armas contra los tiranos por la Beocia, ningún natural de ella hiciese demostración de que lo veía o lo entendía, ni en lo más mínimo ofendieron a los Tebanos.

VII.— Pelópidas, aunque todavía muy joven, fue de uno en uno alentando a los desterrados, y aun en común les manifestó en un discurso que no era justo ni puesto en razón dejar a la patria en esclavitud y con guarnición extranjera, y no pensar ellos en otra cosa que en vivir y conservarse pendientes de los decretos de los Atenienses, y haciendo obsequios a los que eran diestros en el decir y manejaban a la muchedumbre según sus arbitrios; sino que debían arriesgarse a las mayores empresas, proponiéndose, por ejemplo, la virtud y resolución de Trasibulo: para que así como éste, partiendo de Tebas, destruyó en Atenas a los tiranos, de la misma manera ellos, volviendo desde Atenas, restituyesen a Tebas la libertad. Persuadiólos con estas razones, e inmediatamente enviaron a Tebas, con la conveniente reserva, quien manifestara a los amigos que allí habían quedado lo que tenían resuelto. Convinieron éstos en ello, y Carón, sin embargo de ser muy principal, se prestó a ofrecer su casa, y Fílidas vio modo de hacerse secretario de Arquias y Filipo, que eran Polemarcos. Epaminondas ya muy de antemano tenía inflamados a los jóvenes, porque en los gimnasios los hacía que asiesen de los Lacedemonios y luchasen con ellos; y luego, viéndolos muy ufanos de que los vencían y quedaban encima, les hacía cargo de que era una vergüenza que por cobardía estuvieran sujetos a aquellos a quienes tanto aventajaban en esfuerzo.

VIII.— Señalóse día para la empresa, y convinieron los desterrados en que Ferenico, tomando bajo sus órdenes a la mayor parte, aguardaría en la aldea de Triasio, y unos cuantos de los más jóvenes tomarían sobre sí el peligro de adelantarse a la ciudad, bajo el concierto de que, si éstos diesen en manos de los enemigos, los restantes se encargarían de que ni sus hijos ni sus padres careciesen de lo necesario. Suscribióse el primero para este hecho Pelópidas, y en pos de él Melón, Damoclides y Teopompo, todos de las principales casas, y para lo demás unidos en fiel amistad entre sí, pero, en cuanto a gloria y valor, competidores acérrimos. Eran entre todos unos doce, y saludando a los que se quedaban, lo primero que hicieron fue enviar un mensajero a Carón, siguiendo después ellos con ropaje corto y llevando perros y bastón de caza, para que aun cuando alguno los encontrase en el camino no cayera en sospecha, y antes se creyera que ocupados en bien diferente cosa discurrían por el campo cazando. Cuando el mensajero enviado a Carón se avistó con él, le dijo que ya estaban en camino; éste, sin embargo de ver tan cerca el trance, en nada mudó de propósito sino que, como hombre de probidad, ofreció del mismo modo su casa. Uno llamado Hiposténidas, que no era de mal proceder, y, antes bien, amaba a la patria y estaba en buena correspondencia con los desterrados, mas a quien faltaba aquella resolución que la oportunidad y la proyectada hazaña requerían, como que desmayó al ver el tamaño de la contienda en que se habían metido, sin que cupiese en su imaginación cómo podían agitar en sus ánimos el pensamiento de trastornar en cierta manera el imperio de los Lacedemonios, y destruir el poder que allí tenían, fiados únicamente en esperanzas inciertas y propias de hombres desterrados; por tanto, retirándose a su casa sin decir palabra, envió uno de sus amigos a Melón y Pelópidas, advirtiéndoles que lo dilataran por entonces, esperando mejor ocasión, y que otra vez se volvieran a Atenas. Llamábase Clidón éste de quien se valió, el cual se dirigió con toda diligencia a su casa, y sacando el caballo andaba buscando el freno. No sabía qué hacerse la mujer, porque no lo tenía en casa, mas al fin dijo que lo había dado a uno de sus conocidos, por lo que primero empezaron a altercar, y después pasaron a las malas palabras, tanto, que la mujer llegó a echarle maldiciones sobre el viaje a él y a los que le enviaban, viniendo a parar en que Clidón perdió gran parte del día con esta riña, y, agorando mal además con motivo de lo sucedido, dejó enteramente el viaje y se puso a hacer otra cosa. ¡En tan poco estuvo el que las más grandes y excelentes hazañas se hubiesen desgraciado en su principio, malográndose la oportunidad!

IX.— Pelópidas y los que con él venían se disfrazaron luego con ropas de labradores, y, separados unos de otros, entraron unos por una parte y otros por otra en la ciudad, siendo aún de día. Nevaba además con ventisca, habiendo empezado a empeorase el tiempo, con lo que fue más oculta su venida, habiéndose retirado casi todos a su casa por el frío. Los que estaban encargados de atender a lo que se tenía tratado cuidaron de buscar a los recién llegados y conducirlos a casa de Carón. Con los desterrados eran éstos al todo cuarenta y ocho.

Vamos ahora a lo que pasaba con los tiranos. Fílidas el secretario concurría, como hemos dicho, a la ejecución de todo, estando de acuerdo con los desterrados; y para aquel día había dispuesto de antemano para Arquias y los suyos una reunión con merienda y concurso de mujeres, preparándolos así a que, relajados con los placeres y bien bebidos, fueran más fácil presa de los que contra ellos venían. Cuando ya no les faltaba mucho para estar beodos, les vino una denuncia contra los desterrados, no falsa en verdad, pero dudosa y sin gran certeza, de que estaban ocultos en la ciudad. Procuró Fílidas desvanecer el aviso; mas con todo envió Arquias a uno de los ministros a casa de Carón con orden de que compareciera allí al punto. Era entrada la noche, y Pelópidas y demás confederados estaban adentro disponiéndose, puestas ya las armaduras y tomadas las espadas. Llamóse de repente a la puerta, y corriendo uno de los de casa le enteró el ministro que Carón era llamado de parte de los Polemarcos, lo que anunció a los de adentro con sobresalto. Todos concibieron que el negocio estaba descubierto y que iban a perecer sin haber hecho nada digno de los hombres virtuosos. Con todo, tuvieron por conveniente que Carón obedeciese y quitara toda sospecha a los magistrados; y él, aunque era de suyo varonil y firme en los riesgos, entonces se quedó confuso y apesadumbrado, no se levantase contra él alguna sospecha de traición y perecieran a un tiempo tantos y tan ilustres ciudadanos. Mas teniendo al fin que partir, tomó en la habitación de las mujeres a su hijo, que todavía era muy jovencito, y en la belleza y robustez sobresalía entre los de su edad, y le entregó a Pelópidas, para que si llegasen a entender de él algún engaño o traición le trataran como a enemigo sin conmiseración alguna. A muchos de ellos se les cayeron las lágrimas con semejante escena y semejante resolución, y todos se mostraron ofendidos de que se creyera que podía haber entre ellos alguno tan tímido o tan perturbado con aquellos acontecimientos que concibiera la menor sospecha o produjese la más leve queja, rogándole que no pusiera entre ellos al hijo, y antes lo reservase de lo que podía ocurrir para que en él creciera el vengador de la ciudad y de sus amigos, salvándose y sustrayéndose al rigor de los tiranos. Mas Carón no condescendió en que su hijo se libertase, diciendo que no podía haber para él vida o salud más gloriosa que morir libre de afrenta con su padre y con tales amigos. Haciendo, pues, plegarias a los Dioses, y abrazando y confortando a todos, marchó con el cuidado de componer el semblante y el tono de la voz, de manera que no apareciese indicio de lo que pensaba ejecutar.

X.— Llegado que hubo a la puerta, le salieron al encuentro Arquias y Fílidas, diciéndole: «Hemos oído ¡oh Carón! que han venido algunos que están ocultos en la ciudad y que son auxiliados por algunos de los ciudadanos». Turbóse Carón al principio, mas como preguntase quiénes eran los que habían venido y quiénes los que los tenían ocultos, y viese que Arquias no respondía cosa cierta, comprendiendo que la denuncia no había sido hecha por ninguno de los que estaban en el secreto: «Mirad, les dijo, no sea que algún rumor vano os cause sobresalto: con todo, yo inquiriré, porque en esta materia nada debe despreciarse». Fílidas, que también se hallaba presente, le decía que tenía razón; y con esto se llevó a Arquias, y procuró que se desmandara más en la bebida, haciéndosela más regocijada con las esperanzas que le daba de que vendrían las mujeres. Luego que Carón volvió a casa y que los halló prevenidos, no como hombres que esperasen una victoria o su propia salud, sino como resueltos a morir gloriosamente y con gran mortandad de sus enemigos, lo que había de cierto en el negocio no lo descubrió sino a Pelópidas; a los demás les ocultó la verdad, diciendo que Arquias le había hablado de otros asuntos.

Mas apenas se había disipado esta tempestad, la Fortuna sustituyó inmediatamente otra, porque vino uno de Atenas de parte de Arquias el hierofantes a Arquias su tocayo, que era también su huésped y su amigo, trayéndole una carta en la que ya no se daba noticia vana o fraguada, sino que se referían exactamente todas las cosas concertadas, según después se supo. Llegóse, pues, a Arquias, que ya estaba beodo, el portador de la carta, y al entregársela le dijo: «El que me la dio me encargó mucho que se leyera al punto, porque trata de un negocio sumamente urgente»; a lo que sonriéndose contestó Arquias: «Pues los negocios urgentes, para mañana». Y tomando la carta la puso debajo de la almohada, y continuó con Fílidas la conversación que traían. La respuesta aquella, puesta en forma de proverbio, dura todavía como tal entre los Griegos.

XI.— Pareciéndoles, pues, que se estaba en la ocasión oportuna de la empresa, se decidieron a ella, repartiéndose de este modo: Pelópidas y Damoclidas, contra Leóntidas e Hípates, que vivían cerca uno de otro, y Carón y Melón contra Arquias y Filipo, ajustándose por disfraz ropas mujeriles sobre las corazas, y poniéndose frondosas coronas de abeto y pino que les oscurecían el rostro. Paráronse a la puerta del banquete, e hicieron ruido y bulla, con lo que se pudo creer serían las mujerzuelas que rato había se aguardaban. Mas como luego hubiesen recorrido con la vista cuidadosamente todo el banquete, haciéndose cargo con atención de cada uno de los convidados, y hubiesen echado mano a las espadas, arrojándose por entre las mesas sobre Arquias y Filipo, se vio entonces a las claras quiénes eran. A algunos de los concurrentes pudo contenerlos Fílidas, diciéndoles que se estuviesen quedos: los demás se levantaron para defender a los Polemarcos; pero en el estado de embriaguez en que se hallaban fue fácil acabar con ellos.

Más arduo fue el desempeño para Pelópidas y los que le siguieron, porque también se las hubieron de haber con Leóntidas, hombre cuerdo y muy denodado. Hallaron, además, cerrada la puerta, porque ya se había recogido; y habiendo llamado largo rato, nadie les respondía. Sintiólos ya tarde un esclavo, que salió de adentro, y descorrió el cerrojo, y en el momento mismo de moverse y ceder las puertas, se arrojaron de tropel, y pasando por encima del esclavo corrieron al dormitorio. Leóntidas, por el ruido y el modo de correr, conjeturó lo que era, y levantándose tomó la espada; mas no le ocurrió apagar las luces, con lo que en las tinieblas se habrían batido unos con otros; así, estando todo iluminado, fue de ellos visto. Adelántase hacia la puerta del dormitorio, y a Cefisodoro, que fue a entrar el primero, lo deja en el sitio. Caído éste, traba pelea con el segundo, que era Pelópidas, siendo ésta embarazosa por la angostura de la puerta y por el cadáver de Cefisodoro, que también estorbaba; vence al fin Pelópidas, y habiendo dado cuenta de Leóntidas, marcha corriendo con los suyos en busca de Hípates. Trataron de introducirse del mismo modo en su casa; pero lo sintió, y dio al punto a correr hacia las casas vecinas: siguiéronle sin detención, y, alcanzándole, también le dieron muerte.

XII.— Hechas estas cosas, y reunidos con Melón y sus asociados, enviaron al Ática a llamar a aquellos desterrados que allí quedaron; y en la ciudad excitaban a la libertad a los habitantes, armando a los que encontraban, para lo que quitaban de los pórticos las armas traídas en triunfo y se metían por los obradores de los lanceros y espaderos que allí había. Vinieron asimismo con armas en su auxilio Epaminondas y Górgidas, que habían ya reunido no pocos jóvenes, y de los ancianos los de mayor reputación. Ya toda la ciudad estaba conmovida y era grande el alboroto; se veían luces en todas las casas, y se corría de unas a otras; sin embargo, todavía la muchedumbre no hacía pie, sino que estaban aturdidos con los sucesos, y, no sabiendo nada de positivo, aguardaban el día. De aquí nació la censura contra los Lacedemonios, que tenían allí el mando, por no haberse adelantado a combatirlos, siendo así que la guarnición era de mil quinientos y que muchos se les pasaban; pero contenidos con el miedo que causaban el ruido, las luces y la muchedumbre que rodaba por todas partes, se estuvieron quedos, contentándose con guardar el alcázar. Al rayar el día sobrevinieron los desterrados en estado también de pelea, y el pueblo concurrió en inmenso número a la junta pública. Introdujeron en ésta Epaminondas y Górgidas a Pelópidas y los suyos, rodeados de los sacerdotes, que les presentaban coronas y exhortaban a los ciudadanos a venir en auxilio de la patria y de los Dioses. La junta toda, a este espectáculo, se puso al punto en pie con algazara y regocijo, recibiéndolos como a sus tutelares y libertadores.

XIII.— Fue desde luego Pelópidas elegido Beotarca juntamente con Melón y Carón, y lo primero que hizo fue circunvalar la ciudadela y empezar a combatirla por todas partes, dándose prisa a arrojar de ella a los Lacedemonios y dejar libre la Cadmea, antes que de Esparta pudieran venir tropas. En lo que se adelantó tan a punto, dejándolos salir en virtud de capitulación, que al llegar a Mégara los alcanzó ya Cleómbroto, que venía sobre Tebas con grandes fuerzas. Los Espartanos, de tres que eran los prefectos que había en Tebas, a Herípidas y Orsipo les hicieron causa y los condenaron a muerte; y al tercero, que era Lisanóridas, como lo multasen en una crecida suma, él mismo se desterró del Peloponeso.

Tan brillante empresa, que en el valor de los que la ejecutaron y en el buen suceso con que la coronó la Fortuna se dio la mano con la de Trasibulo, fue de hermana de ésta calificada entre los Griegos, pues no es fácil designar otros que, sojuzgando con sola la osadía y arrojo los pocos a los muchos y los desvalidos a los poderosos, hubiesen sido causa para su respectiva patria de mayores bienes: aunque a ésta le concilió mayor gloria el extraordinario cambio que produjo en los negocios de la Grecia: por cuanto la guerra que acabó con la grandeza de Esparta, y a los Lacedemonios los privó de su superioridad y dominio por mar y tierra, puede decirse que tuvo principio en aquella noche, en que Pelópidas, no con tomar una fortaleza, una plaza o una ciudadela, sino sólo con ser uno de los doce que volvieron, desató y cortó, si nos es permitido usar de esta metáfora, los lazos de la dominación lacedemonia, tenidos por indisolubles e indestructibles.

XIV.— Vinieron con esta ocasión los Lacedemonios con grandes fuerzas contra la Beocia, e intimidados los Atenienses desahuciaron de todo auxilio a los Tebanos; y a los que beotizaban —esto es, se mostraban sus partidarios—, delatándolos al tribunal, a unos los condenaron a muerte, a otros los desterraron y a otros les impusieron crecidas multas, pareciendo que las cosas de los Tebanos iban malamente, no habiendo nadie que les diese socorro. Pues como esto así pasase, Pelópidas y Górgidas, que con él era a la sazón Beotarca, armaron una celada, y para indisponer de nuevo a los Atenienses con los Lacedemonios recurrieron a este artificio: El Espartano Esfodrias, hombre apreciable y de reputación en las cosas de la guerra, pero casquivano y henchido de ambición y de necias esperanzas, había quedado con algunas fuerzas en Tespias para recibir y proteger a los que se habían rebelado a los Tebanos. Hizo, pues, Pelópidas que con reserva se dirigiese a él un mercader amigo suyo, al que proveyó de dineros y consejos, aunque con éstos fue con los que principalmente lo persuadió, para que le hiciese entender que debía emprender cosas grandes y tomar el Pireo, cayendo de improviso sobre los Atenienses, que estaban descuidados en su guardia: pues nada podía ser más grato a los Lacedemonios que ocupar a Atenas; y más que los Tebanos, que estaban mal con ellos, y los tenían por traidores, de ningún modo los auxiliarían. Por fin, Esfodrias se dejó vencer, y tomando sus tropas se metió de noche por el Ática, llegando hasta Eleusis. Allí los soldados empezaron a recelar, y hubo de descubrirse; con lo que, y con llegar a prever que suscitaba a los Espartanos una guerra peligrosa y difícil, se retiró otra vez a Tespias.

XV.— Con este motivo, los Atenienses volvieron con nuevo ardor a su alianza con los Tebanos, saliendo al mar y recorriendo los pueblos de la Grecia con el fin de amparar a los que daban muestras de defección. Con esto, los Tebanos, habiéndolas a solas con los Lacedemonios y riñendo combates, no grandes en sí, pero que eran causa de gran atención y ejercicio, iban elevando sus ánimos y endureciendo sus cuerpos, adquiriendo juntamente experiencia y aliento con la continuación de aquellas lides. Por esto es fama que el Espartano Antálcidas dijo a Agesilao en ocasión de retirarse herido: «¡Mira qué premio te dan los Tebanos por haberlos enseñado a lidiar y pelear contra su voluntad!». Y su maestro en verdad no era Agesilao, sino los que oportunamente y con mucha cuenta lanzaban a los Tebanos como unos cachorros contra los enemigos para acostumbrarlos y hacerles gustar y tener placer con victorias no muy arriesgadas; de lo que Pelópidas se llevó la principal gloria: pues desde la vez primera que lo eligieron general, todos los años le conferían el mando supremo, y, o bien como caudillo de la cohorte sagrada, o bien como Beotarca, presidió siempre a los negocios hasta su muerte.

Así, en Platea y en Tespias sufrieron por él los Lacedemonios sus derrotas y sus retiradas, en una de las que falleció Fébidas, aquel que se apoderó de la ciudadela cadmea; y en Tanagra, habiendo hecho huir a muchos, dio muerte al prefecto Pantedes: combates que, si bien a los vencedores les inspiraban aliento y osadía, todavía no alcanzaban a deprimir el ánimo de los vencidos. Porque no hubo una batalla campal ni un combate ordenado y de cierto aparato, sino que con hacer correrías, retiradas y alcances a tiempo, en esta casta de lides fue en las que salieron vencedores.

XVI.— El combate de Tegiras fue ya como un ensayo de la batalla de Leuctra, y contribuyó mucho para la gloria de Pelópidas, no dejando en cuanto a la victoria duda entre él y los demás jefes, ni pretexto alguno a los enemigos en cuanto al vencimiento. Hacía tiempo que estaba en observación de la ciudad de los Orcomenios, que había abrazado el partido de los Espartanos y admitido dos batallones de éstos por seguridad; y no aguardaba más que la ocasión. Habiendo, pues, oído que aquella guarnición hacía una expedición a la Lócride, con la esperanza de tomar a Orcómeno desmantelada, marchó allá, llevando consigo la cohorte sagrada y algunos caballos. Cuando ya estaba para llegar a la ciudad, se halló con que había llegado de Esparta el relevo de la guarnición, y hubo de retroceder con su tropa nuevamente por Tegiras, que era por donde únicamente había camino, rodeando la falda del monte, pues todo el demás terreno que mediaba lo hacía intransitable el río Melas, que inmediatamente, y en su mismo origen, se reparte en balsas y lagos navegables.

Poco más abajo de estos lagos hay un templo de Apolo Tegireo, y un oráculo de poco acá abandonado, pero que estuvo en gran crédito hasta la guerra de los Medos, siendo Equécrates el que daba las respuestas. La fábula dice que allí fue donde el dios nació, y lo que es el monte que está allí cerca se llama Delo, y junto a él terminan las divisiones del río Melas. A la espalda del templo nacen dos fuentes de aguas admirables por su abundancia, su dulzura y su frialdad, de las cuales a la una la llaman Palma y a la otra Olivo hasta el día de hoy, deduciéndose que la Diosa tuvo su parto, no entre dos árboles, sino entre dos arroyos. También está cerca el Ptoo, donde dicen que se asustó por haberse aparecido de repente el macho de cabrío; y lo que hace a la serpiente Pitón y a Ticio, también los lugares concurren a atestiguar el nacimiento del dios, sino que dejamos ya aparte todos los demás indicios, por cuanto las relaciones del país no colocan a este dios entre los héroes que de mortales por mudanza hubiesen pasado a ser inmortales, como Heracles y Baco, que con esta especie de cambio perdieron por su virtud lo mortal y pasivo, sino que es uno de los sempiternos y no nacidos; si es que hemos de formar algún juicio sobre estas cosas por lo que han referido los más sensatos y más antiguos.

XVII.— Al llegar, pues, los Tebanos a Tegiras, volviendo de la Orcomenia, al mismo tiempo sobrevinieron los Lacedemonios por la parte opuesta, por haber partido de la Lócride. Apenas les dieron vista los que empezaban a pasar las gargantas, cuando corriendo uno hacia Pelópidas le dijo: «Hemos dado en los enemigos»; y replicando él: «¿Pues por qué no éstos en nosotros?», mandó a la caballería que pasara de la retaguardia como para adelantarse a embestir, y formó muy apiñados a los infantes, que eran pocos, con la esperanza de cortar mejor por donde acometiesen a los enemigos, que le excedían en número. Eran los Lacedemonios dos de sus moras o batallones; Éforo dice que cada mora era de quinientos hombres, Calístenes de setecientos, y otros, de novecientos, entre ellos Polibio. Los comandantes de los Esparcíatas, Gorgoleón y Teopompo, marcharon audazmente contra los Tebanos; y trabada principalmente la refriega entre los caudillos, con gran cólera y violencia de una y otra parte, muy luego murieron los comandantes de los Lacedemonios, batiéndose con Pelópidas; y heridos y muertos después los que estaban junto a ellos, cayó gran miedo sobre la tropa; y Pelópidas la partió en dos trozos, como si quisiese que los Tebanos fuesen adelante y pasasen por allí; mas cuando estuvieron en medio, los incitó contra los enemigos, que se estaban parados, y los acosó con gran mortandad, de manera que luego dieron todos a huir en desorden. No se les persiguió, con todo, por largo tiempo, a causa de que los Tebanos temían a los Orcomenios, que estaban cerca, y también al relevo de los Lacedemonios. Mas lo cierto fue que vencieron de poder a poder, y que por fuerza se abrieron paso por en medio de toda la tropa vencida. Erigieron, pues, un trofeo, y despojando a los muertos se retiraron a casa muy ufanos; pues, a lo que parece, en tantas guerras sostenidas entre Griegos y con los bárbaros, nunca antes los Lacedemonios, siendo más en número, fueron vencidos por los que eran menos, ni aun cuando en batalla se habían batido con iguales fuerzas. Así, hasta entonces fue intolerable su altanería, y con su gloria acobardaban a sus contrarios, de modo que ellos mismos no se creían capaces de competir con los Espartanos con iguales fuerzas, y rehusaban venir con ellos a las manos. Pero esta batalla fue la primera que enseñó a los demás Griegos que no era el Eurotas, ni el sitio entre Babica y Cnación, el que producía hombres valientes y guerreros; sino que si los jóvenes se avergüenzan de lo indecoroso, tienen resolución para lo bueno, y huyen más de la reprensión que de los riesgos, éstos dondequiera se hacen temibles a sus enemigos.

XVIII.— La cohorte sagrada se dice haber sido Górgidas el primero que la formó de trescientos hombres escogidos, a los que la ciudad les daba cuartel y ración en la ciudadela, por lo que se llamaba asimismo la cohorte cívica; pues, a lo que parece, los de aquel tiempo daban también el nombre de ciudades a los alcázares. Algunos son de opinión que este cuerpo se compuso de amadores y de amados, conservándose en memoria cierto chiste de Pámenes: porque decía que el Néstor de Homero no se había acreditado de táctico cuando ordenó que los Griegos formasen por tribus y por curias,

A su curia se agregue cada curia,
y con su tribu se una cada tribu.

pues lo que se debía mandar era que el amante tomase formación junto al amado; porque en los riesgos, los de la misma curia o tribu no hacen mucha cuenta unos de otros mientras que la unión establecida por las relaciones de amor es indisoluble e indivisible; pues, temiendo la afrenta, los amantes por los amados, y éstos por aquellos, así perseveran en los peligros los unos por los otros. No debe tenerse esto por extraño, cuando se teme más la afrenta que puede venir de los amantes no presentes que la de cualesquiera otros testigos, como se vio en aquel que estando caído, y para recibir el último golpe de su contrario, le rogó que le pasara la espada por el pecho, para que si su amado le veía muerto no tuviera motivo de avergonzarse, creyéndole herido por la espada. Refiérese asimismo que siendo Yolao amado de Heracles participó también de sus trabajos y le asistió en ellos, y dice Aristóteles que en su tiempo todavía hacían sobre el sepulcro de Yolao sus mutuas promesas los amados y amadores. Era razón, pues, que la cohorte se llamara sagrada, cuando Platón llama al amante amigo divino. Dícese, además, que esta cohorte permaneció invicta hasta la batalla de Queronea, después de la cual, reconociendo Filipo los cadáveres, se paró en el sitio donde habían caído los trescientos que frente a frente se habían opuesto en paraje estrecho a las armas enemigas; y hallólos amontonados entre sí, lo que le causó extrañeza, y cuando supo que aquella era la cohorte de los amadores y los amados, se echó a llorar, y exclamó: «Vayan noramala los que hayan podido pensar que entre semejantes hombres haya podido haber nada reprensible».

XIX.— Por fin, a esta intimidad de los amantes no dio origen entre los Tebanos, como lo dicen los poetas, el desgraciado suceso de Layo, sino los legisladores, quienes, queriendo mitigar y suavizar desde la juventud lo que había en su carácter altivo e indócil, en toda ocupación y juego quisieron que interviniese la flauta, conciliando a la música honor y consideración; y en las palestras procuraron mantener este amor tan provechoso, para templar con él las costumbres de los jóvenes. Por lo mismo, como que concedieron con razón el derecho de ciudad a aquella diosa que se finge nacida de Ares y Afrodita, para que lo pendenciero y belicoso se uniese con lo que participa más especialmente de la persuasión y de las gracias y resultase un gobierno que fuese el más solícito y más arreglado, arreglándolo todo la armonía. Esta cohorte sagrada Górgidas la repartió en la primera fila y la distribuyó por toda la falange entre la infantería, con lo que oscureció la virtud de aquellos varones, y no empleó su fuerza para que obrase en común, pues que estaba como disuelta y confundida con los que eran inferiores; mas Pelópidas, luego que restableció la virtud de aquellos en Tegiras, habiéndolos visto combatir denodadamente a su lado, ya no la dividió o diseminó, sino que, empleando el cuerpo reunido, lo puso delante en los más arriesgados combates. Pues así como los caballos corren con mayor velocidad en los carruajes que solos, no porque en mayor número rompan más fácilmente el aire, sino porque enardece su aliento la reunión y la competencia de unos con otros, creía que de la misma manera los hombres valerosos, tomando entre sí emulación para las acciones brillantes, se hacían más útiles y más ardientes para lo que tenían que hacer en común.

XX.— Ajustaron paces los Lacedemonios después de estos sucesos con todos los Griegos, y activaron la guerra contra solos los Tebanos, invadiendo el rey Cleómbroto la Beocia con diez mil infantes y mil caballos. Ya el riesgo de éstos era mucho mayor que antes: oíanse ya las amenazas de los contrarios y las noticias de estar decretada la dispersión de la raza; el miedo era cual nunca lo había tenido la Beocia: de modo que al salir Pelópidas de su casa y despedirle la mujer, le rogó ésta con encarecimiento y con lágrimas que procurara salvarse; a lo que contestó: «Eso, mujer mía, que está muy bien encargarlo a los particulares, a los que mandan debe encargárseles que salven a los demás». Marchó, pues, al ejército, en el que, como hubiese diversidad de opiniones entre los Beotarcas, fue el primero en adherirse al dictamen de Epaminondas, que había votado se marchara a dar batalla a los enemigos; y sin embargo de que no se hallaba nombrado Beotarca, aunque sí comandante de la cohorte sagrada, los atrajo a su parecer: consideración debida a un hombre que tantas prendas había dado para la libertad. Después de resuelto el dar batalla, y que en las inmediaciones de Leuctra se pusieron los reales en oposición a los de los Lacedemonios, tuvo Pelópidas entre sueños una visión, que le puso en grande sobresalto. Es de tener presente que en el territorio de Leuctra existe el sepulcro de las hijas de Escedaso, a las que llaman las Léuctridas, por razón del sitio: por cuanto habiendo sido violentadas por unos forasteros espartanos, se les dio allí sepultura. De resulta de esta terrible e injusta acción, el padre, como no hubiese alcanzado en Lacedemonia condigno castigo, hizo contra los Espartanos las más horribles imprecaciones, y luego se dio a sí mismo la muerte sobre el sepulcro de las doncellas. Tuvieron los Espartanos frecuentemente oráculos y respuestas sobre que se precavieran y guardaran del castigo léuctrico; pero muchos no lo entendían, y se quedaban confusos acerca del sitio, por cuanto hay también una aldea de la Laconia a la parte del mar llamada Leuctro; y en las cercanías de Megalópolis de Arcadia hay también otro sitio del mismo nombre: bien que el suceso de arriba era más antiguo que estas Leuctras.

XXI.— Durmiendo, pues, Pelópidas en el campamento, le pareció estar viendo a aquellas jóvenes llorar sobre sus sepulcros y hacer imprecaciones contra los Espartanos, y que Escedaso le prevenía que sacrificase allí en honor de sus hijas una virgen rubia, si quería alcanzar victoria de sus enemigos. Por más que el mandato le pareció duro e injusto, se levantó y fue a proponerlo a los agoreros y a los caudillos. Unos decían que no era cosa de despreciarlo o de no creerlo, recordando los ejemplos de Meneceo, hijo de Creón; de Macaria, hija de Heracles; más adelante el de Ferecides el sabio, a quien los Lacedemonios dieron muerte, y cuya piel, según cierto vaticinio, estaba confiada a la custodia de sus reyes; el de Leónidas, que, cumpliendo con el oráculo, se ofreció en cierta manera en sacrificio por la salud de la Grecia; y también el de los que fueron inmolados por Temístocles a Baco Omesta o el terrible, antes de darse el combate naval de Salamina; de todos los cuales dan testimonio las mismas víctimas. Por el otro extremo, habiendo pedido la Diosa a Agesilao, al modo que a Agamenón cuando hacía la guerra en los mismos lugares que éste y contra los mismos enemigos, que le ofreciese en víctima su hija, visión que tuvo en Áulide entre sueños; como por ternura no hubiese hecho semejante ofrenda, tuvo que disolver el ejército, retirándose sin gloria ni utilidad. Otros, al contrario, sostenían que a la naturaleza excelente y superior a nosotros no podía serle agradable tan bárbaro e injusto sacrificio, pues que no estamos sujetos al imperio de aquellos Titanes o aquellos Gigantes, sino al del padre de todos los Dioses y los hombres; y el creer que hay Genios maléficos que se complacen en la carnicería y la sangre de los hombres debe probablemente tenerse por absurdo, mas, aunque los haya, debemos no hacer caso de ellos, como que nada pueden; pues que la impotencia y la perversidad de ánimo van naturalmente unidas a los irracionales y malignos deseos.

XXII.— Estando los principales en esta conferencia, y Pelópidas sumamente dudoso, de pronto una yegua nuevecita se escapó de la manada corriendo por entre las armas, y llegando donde aquellos estaban se paró. A todos dio que observar el color de la crin resplandeciente como el fuego, su ufanía y la suavidad y apacibilidad de su relincho; pero el agorero Teócrito, habiendo reflexionado un poco, dirigió la voz a Pelópidas, y exclamó: «La víctima ¡oh bienhadado! se te ha venido a la mano: no esperemos ya otra virgen; sírvete de aquella que Dios te ha presentado». Echaron entonces mano a la yegua, la llevaron a la sepultura de las doncellas, donde haciendo plegarias y poniéndole coronas la degollaron alegres, e hicieron correr por el ejército la voz del ensueño de Pelópidas y del sacrificio.

XXIII.— En la batalla, Epaminondas marchó oblicuamente con la infantería, y fue dilatando su ala izquierda, para llevar lo más lejos posible de los demás Griegos la derecha de los Espartanos, y para rechazar con ímpetu y a viva fuerza a Cleómbroto, que la mandaba. Los enemigos advirtieron lo que pasaba y empezaron a hacer mudanza en su formación, extendiendo y encorvando la derecha, como para envolver y encerrar a Epaminondas con su muchedumbre. En esto, Pelópidas, acelerando el paso y haciendo una conversión con sus trescientos, se adelanta corriendo antes que Cleómbroto desplegue su ala, o que la vuelva a su estado cerrando la formación, y cae sobre los Lacedemonios cuando no estaban a pie firme, sino en cierta confusión y desorden. Es el caso que, siendo los Espartanos los más aventajados artífices y maestros en las cosas de la guerra, en nada ponían más cuidado ni se ejercitaban más que en no separarse ni confundir o desordenar la formación, y antes hacer todos de tribunos y cabos, para poder, donde los cogiese la pelea y el riesgo, cargar y combatir con mayor unión; pero entonces la dirección de Epaminondas con la falange contra aquellos solos, pasando de largo por los demás, y el haber sobrevenido Pelópidas con increíble rapidez y ardimiento, de tal manera desconcertó sus planes y toda su ciencia, que hubo de parte de los Espartanos una fuga y una matanza cuales nunca se habían visto. Así sucedió que igual parte de gloria que a Epaminondas, Beotarca y general de todas las tropas, cupo por victoria y triunfo tan señalados al que no era Beotarca ni mandaba sino a muy pocos.

XXIV.— Invadieron ambos Beotarcas el Peloponeso, y atrayendo a su partido la mayor parte de los pueblos, separaron de los Lacedemonios a Elis, Argos, toda la Arcadia y aun la mayor parte de la Laconia. Sucedió esto en el mismo trópico del invierno, al acabarse ya el último mes, del que faltaban muy pocos días, y era preciso que otros magistrados tomaran el mando al entrar el primer mes, o sufrir pena de muerte los que no lo depusiesen. Los otros Beotarcas, por temor de esta ley, y por guardarse de la mala estación, solían apresurarse a volver en ella el ejército a casa; mas entonces Pelópidas fue el primero que, adhiriéndose al voto de Epaminondas y acalorando a los ciudadanos, guió para Esparta, pasó el Eurotas, les tomó muchas ciudades y taló el país hasta el mar, acaudillando setenta mil soldados Griegos, de los que no eran los Tebanos ni una duodécima parte; sólo que la gloria de tales varones, aun prescindiendo de la opinión y resolución común, hacía que siguiesen tranquilamente los aliados cuando éstos los mandaban; porque la primera y más poderosa ley de todas da el mando, sobre el que tiene necesidad de salud, al que puede salvarlo: a la manera que los navegantes mientras hay serenidad, o caminan por la costa, tratan con desdén y aun con altanería a los pilotos; pero luego que aparece la tormenta y el peligro, a éstos vuelven los ojos y en ellos ponen toda su confianza. Así es que los Argivos, los Eleatas y los Árcades, que en los congresos contendían y altercaban con los Tebanos por el mando, en los combates y en los apuros espontáneamente se sometían sujetándose al mando de sus generales. En aquella expedición redujeron a un solo imperio toda la Arcadia; y ocupando la provincia de Mesena, de la que estaban en posesión los Espartanos, llamaron y restituyeron a ella a los antiguos Mesenios, volviendo a poblar a Itoma. Al retirarse a casa por Cencrea, vencieron a los Atenienses, que trataron de oponérseles en las gargantas e impedirles el paso.

XXV.— Con tales hechos todos estaban tan complacidos de su virtud como admirados de su buena suerte; pero la envidia, inseparable de las ciudades capitales, y que crece en proporción de la gloria de los hombres grandes, no les tenía dispuesto el mejor ni el más conveniente recibimiento; en efecto: ambos a su vuelta tuvieron que defenderse en causa capital, porque, previniendo la ley que en el primer mes, al que dan el nombre de Bucacio, entregasen a otros la Beotarquía, la habían retenido por otros cuatro meses íntegros, que fue en los que no dejaron de la mano las empresas de Mesena, de la Arcadia y la Laconia. El primero llamado a juicio fue Pelópidas, y por lo mismo fue también el que estuvo más expuesto; aunque al cabo ambos fueron absueltos. En la injusta prueba de esta acusación, Epaminondas mostró mucha serenidad, sabiendo que en las cosas políticas la paciencia es una gran parte de la fortaleza y de la magnanimidad; mas Pelópidas, que de suyo era menos sufrido, y además se veía incitado por los amigos a que por aquella persecución se vengase de sus contrarios, no omitió aprovechar la siguiente ocasión. Meneclidas el orador había sido uno de los que con Pelópidas y Melón se habían reunido en casa de Carón; mas porque no habían hecho los Tebanos tanto caso de él, a causa de que, si bien no podía negársele su habilidad en el decir, era por otra parte desarreglado y de mala conducta, empleaba su talento en suscitar toda especie de acusaciones y calumnias a los más distinguidos, no dándose por vencido aun después de la mencionada causa. Y a Epaminondas logró excluirlo de la Beotarquía, y por largo tiempo lo tuvo fuera de los negocios; a Pelópidas no pudo desconceptuarlo con el pueblo; mas a falta de esto procuró indisponerle con Carón; y es que como todos los envidiosos hallan consuelo, ya que ellos no puedan ganarse más aprecio, en hacer que se rebaje el de los otros, ponía gran conato en ensalzar ante el pueblo las hazañas de Carón y en celebrar sus expediciones y sus victorias. Con esta mira trató de que la expedición de Platea, en la que los Tebanos antes de la jornada de Leuctra alcanzaron alguna ventaja yendo Carón de caudillo, se fijara un público monumento por este término. Andrócides de Cícico había recibido de la ciudad el encargo de pintar en un cuadro otra distinta batalla, y estaba en Tebas mismo trabajando en él; mas como luego hubiese ocurrido aquella rebelión, y sobrevenido la guerra cuando ya estaba muy cerca de concluirse, los Tebanos se quedaron con el cuadro. Pues éste era el que Meneclidas trataba de que se consagrase a la memoria de Carón, haciendo poner en él su nombre para marchitar la gloria de Pelópidas y Epaminondas. Era empeño muy necio con batallas y triunfos tan señalados querer poner en contienda un oscuro encuentro y dar valor a una victoria en la que, fuera de la muerte de un Geradas, de poco nombre entre los Espartanos, y las de otros cuarenta, no hay memoria de que se hubiese hecho cosa que mereciese atención. Pelópidas salió al encuentro de este proyecto de decreto, y lo notó de injusto, apoyándose en que entre los Tebanos no estaba recibido que el honor se atribuyera privadamente a un hombre solo, sino que el nombre y el honor de la victoria quedase íntegro para la patria. Y lo que es a Carón le elogió constante y profusamente en su discurso, pero haciendo ver el desarreglo y la malignidad de Meneclidas, preguntó si creían que no había hecho nada en servicio de la ciudad. Con lo que consiguió que a Meneclidas se le multase en una suma muy crecida; y como no pudiese pagarla, últimamente intentó alterar o trastornar el gobierno. Esto también pertenece al examen de estas vidas que escribimos.

XXVI.— Hacía a la sazón la guerra Alejandro, tirano de Feras, a las claras a muchos de los Tésalos; pero en la intención y con asechanzas a todos; por lo que las ciudades enviaron mensajeros a Tebas, pidiendo un general y tropas; como Pelópidas viese a Epaminondas ocupado en proseguir las empresas del Peloponeso, se escogió a sí mismo, y como que se repartió para el auxilio de los Tésalos; no sufriendo, por una parte, tener ociosos sus conocimientos y sus fuerzas, y no creyendo, por otra, que donde estaba Epaminondas hiciese falta otro general. Apenas se encaminó a Tesalia con algunas fuerzas, tomó inmediatamente a Larisa, y como Alejandro viniese a él con ruegos, trató de transformarle, y de tirano convertirle en un monarca benigno y justo para los Tésalos. Mas él era insufrible y feroz, y además se le atribuía mucha crueldad, mucha insolencia y avaricia; por lo que, como Pelópidas se irritase e incomodase con él, se retiró a toda prisa con los de su guardia, Pelópidas, habiendo proporcionado a los Tésalos gran seguridad de parte del tirano y gran unión y concordia entre sí mismos, partió para la Macedonia, por cuanto haciendo la guerra Tolomeo a Alejandro, que reinaba sobre los Macedonios, ambos le llamaban para que entre ellos fuese un árbitro y un juez, y un aliado auxiliar del que pareciese había sufrido injusticia. Llegado allá, compuso sus diferencias, y restituyendo a los desterrados, recibió en rehenes a Filipo, hermano del rey, y a otros treinta jóvenes de los más principales, los que condujo a Tebas, haciendo ver a los Griegos a qué grado de consideración habían subido las cosas de los Tebanos por la opinión de su poder y por la confianza en su justicia. Éste es el mismo Filipo que después hizo la guerra a los Griegos contra su libertad, el cual todavía joven entonces pasó en Tebas su vida en casa de Pámenes. Ya desde aquella época parece que se hizo imitador de Epaminondas, llegando quizá a alcanzar su actividad en las cosas de la guerra y en las campañas, que era la parte menos principal de las virtudes de este héroe; pero de su tolerancia, de su justicia, su magnanimidad y su mansedumbre, en las que era verdaderamente grande, no pudo Filipo participar nada, ni por naturaleza ni por imitación.

XXVII.— Como de allí a poco volviesen los Tésalos a quejarse de que Alejandro de Feras vejaba a las ciudades, fue Pelópidas enviado por mensajero juntamente con Ismenias, y se presentó sin llevar tropas de Tebas, y sin ir apercibido para la guerra, siéndole preciso valerse de los mismos Tésalos para lo que pudiera ofrecerse. Turbáronse también otra vez a este mismo tiempo las cosas de Macedonia, porque Tolomeo dio muerte al rey, apoderándose de la autoridad, y los amigos de éste llamaron a Pelópidas, el cual quería intervenir en aquellos negocios; mas no teniendo tropas propias, tomó allí mismo algunos estipendiarios, y con éstos marchó sin detenerse contra Tolomeo. Luego que estuvieron cerca uno de otro, Tolomeo corrompió con algunas sumas a estos estipendiarios, logrando que se le pasasen; pero, al mismo tiempo, temiendo la gloria y el nombre de Pelópidas, le salió al encuentro como superior, le dio la diestra y le hizo ruegos, conviniendo en que conservaría la autoridad real a los hermanos del muerto y en que con los Tebanos tendría a unos mismos por amigos y por enemigos, entregando en rehenes para el cumplimiento a su hijo Filóxeno y cincuenta de sus amigos. Envió a éstos Pelópidas a Tebas, y conservando el resentimiento por la traición de los estipendiarios, como supiese que la mayor parte de sus riquezas, sus hijos y sus mujeres los tenían en Farsalo, de manera que con apoderarse de éstos tomaría bastante satisfacción de su ultraje, reunió algunos Tésalos y marchó con ellos a Farsalo; mas, a poco de haber llegado, se presentó Alejandro el tirano con sus tropas. Pensó Pelópidas que venía a darle excusas, y no tuvo inconveniente en dirigirse a él, pues, aunque era cruel y asesino, por respeto a Tebas y a su misma autoridad y gloria, no temía que nada malo pudiera sucederle. Mas éste, viendo que iba sólo y sin armas, al punto le echó mano y se apoderó de Farsalo. Infundió esto sumo terror y susto a los que le obedecían, como que después de semejante injusticia y arrojo ya a nadie perdonaría, sino que, según las ocurrencias, se portaría en los negocios y con los hombres como quien por desesperación había echado enteramente el pecho al agua.

XXVIII.— Irritáronse los Tebanos con estas nuevas, y al punto decretaron la formación de un ejército; pero, por cierto enfado con Epaminondas, nombraron otros generales. El tirano, en tanto, hizo conducir a Feras a Pelópidas, permitiendo al principio que le hablaran los que quisieran, creyendo que los trabajos le harían apacible y humillarían su ánimo; pero como Pelópidas exhortase a los Tésalos que lamentaban su suerte a que no desconfiasen, pues entonces era más cierto que el tirano tendría su merecido, y a éste mismo lo enviase a decir era cosa muy extraña que continuamente estuviese dando tormentos y la muerte a miserables ciudadanos que en nada le ofendían, y que a él le dejase, cuando debía conocer que había de ser el primero a castigarle, si tenía medio de huir, maravillado de semejante entereza e impavidez: «¿Por qué —exclamó— se empeña Pelópidas en apresurar su muerte?». Y habiéndolo éste entendido, respondió: «Para que tú perezcas más pronto y más en la ira de los Dioses». Con este motivo prohibió que nadie de los de fuera de casa pudiera hablarle. Teba, hija de Jasón y mujer de Alejandro, sabedora por los que custodiaban a Pelópidas de su firmeza y de la elevación de sus sentimientos, deseó conocerle y trabar con él conversación. Fue, pues, a verle, y, como mujer, no advirtió al primer aspecto la entereza que conservaba en medio de su triste estado; antes, considerando por el desaseo de su cabello y barba, por su gastada ropa y por el modo con que se le trataba, que se le hacía pasar por lo que no correspondía a la autoridad de su persona, se echó a llorar. A Pelópidas, que no sabía quien fuese aquella mujer, le causó admiración; mas luego que lo supo, la saludó por su nombre de familia, por ser amigo íntimo de Jasón; y como aquella le dijese: «¡Cuánto compadezco a tu mujer!». «Yo también a ti —le respondió—, porque estando sin prisiones aguantas a Alejandro». Por este término se insinuó en el ánimo de Teba, que no podía efectivamente sufrir la crueldad y las maldades del tirano, el cual había llegado en ellas hasta el extremo de haber hecho sufrir la última afrenta al más mocito de los hermanos de la misma Teba. Así es que frecuentemente visitaba a Pelópidas, y franqueándose con él sobre lo que padecía, su ánimo se llenó de ira, de encono y de despecho contra Alejandro.

XXIX.— Los generales tebanos, habiendo invadido la Tesalia, por impericia y algún casual descalabro, se retiraron sin haber contribuido en nada al objeto de la expedición; y la ciudad, después de haber multado a cada uno de ellos en mil dracmas, confió a Epaminondas el mando del ejército. Al punto, pues, hubo grandes alteraciones entre los Tésalos, alentados con la fama del general, y las cosas del tirano se pusieron en estado de no ser necesario gran poder para echarlas por tierra: ¡tal fue el miedo que sobrecogió a sus generales y sus amigos! ¡tal el ansia que nació en sus súbditos de abandonarle! y ¡tal el gozo por lo que esperaban!, pareciéndoles estar ya en el momento de ver al tirano expiar sus crímenes. Pero Epaminondas, prefiriendo a su propia gloria el salvar a Pelópidas, y temiendo no fuera que, si las cosas se revolvían, Alejandro en un acceso de desesperación se convirtiese a la manera de las fieras, contra aquel, iba conllevando la guerra y como tomando rodeos; así, con las disposiciones y la vigilancia hizo también que el tirano se preparara y estuviese en inquietud, mas de manera que no se debilitara su confianza y engreimiento, ni se inflamara su cólera y aspereza. Porque sabía llegar a tanto su crueldad y su desprecio de lo honesto y de lo justo, que a unos hombres los hacía enterrar vivos y a otros los cubría con pieles de jabalíes y osos, y azuzaba contra ellos perros de caza para que los despedazasen; o les lanzaba dardos, entreteniéndose con esta diversión. En las ciudades de Melibea y Escotusa, amigas y protegidas por tratados, cercándolas en el acto de celebrar sus juntas públicas, dio muerte a todos los habitantes, y la lanza con que traspasó a su tío Polifrón la consagró y coronó y le hizo sacrificios como a un dios, llamándole Ticón. Habiendo visto en cierta ocasión a un actor representar Las Troyanas, de Eurípides, se salió a toda prisa del teatro, y envió a decir al representante que estuviese con tranquilidad y nada malo sospechase de aquel hecho; pues no se había retirado por hacerle desprecio, sino por no sufrir ante los ciudadanos la vergüenza de que, no habiendo mostrado compasión por ninguno de tantos como había hecho matar, le vieran llorar por los infortunios de Hécuba y Andrómaca. Mas con todo, sobrecogido con la gloria y el nombre de Epaminondas y con todo el aparato de su expedición,

Dobló este gallo como esclavo el ala,

y envió bien pronto quien con aquel le pusiese en buen lugar. Epaminondas no condescendió con que por parte de los Tebanos se hiciese paz y amistad con un hombre semejante; pactó sólo treguas de treinta días, y, recobrando a Pelópidas e Ismenias, hizo su retirada.

XXX.— Noticiosos los Tebanos de que los Lacedemonios y los Atenienses habían enviado embajadores al gran Rey para negociar una alianza, mandaron también por su parte a Pelópidas, con muy buen consejo, a causa de su gran nombradía. Ya desde el principio, al pasar por las provincias del rey, fue muy considerado e hizo gran ruido, porque no cundió tibiamente o como rumor vago por el Asia la fama de los encuentros sostenidos contra los Lacedemonios, sino que, apenas se divulgó la voz de la batalla de Leuctra, aumentada e impelida cada día con algún nuevo triunfo, se extendió hasta los países más remotos. Así, cuando llegó al palacio, apenas le vieron los Sátrapas, los de la guardia y los generales, comenzaron con admiración a decirse: «Éste es el que derribó el imperio de la tierra y del mar, de que estaban apoderados los Lacedemonios, y el que contuvo entre el Taigeto y el Eurotas aquella Esparta que poco antes había hecho la guerra al gran rey y a los Persas, llevándola hasta Suza y Ecbátana por medio de Agesilao». A Artajerjes le habían sido de gran placer estos sucesos; así mostró admirar a Pelópidas aun más allá de su fama, y quiso hacer ostentación de que le honraba y obsequiaba sobre cuantos habían merecido su estimación. Túvole todavía en más luego que vio su figura y que oyó sus razonamientos, más enérgicos que los de los Atenienses, y más sencillos que los de los Lacedemonios, y, como sucede ordinariamente a los reyes, no disimuló su aprecio hacia tan singular varón, ni se ocultó a los otros embajadores que le trataba con mayor distinción. Entre todos los Griegos, parece haber sido el Lacedemonio Antálcidas quien de él había recibido más señalado honor, cual fue el haberle enviado, bañada en esencias, la corona que mientras bebía ornaba su cabeza. A Pelópidas no le hizo un regalo igual; pero le envió presentes ricos y del mayor valor, y condescendió con sus proposiciones: «que fuesen independientes todos los Griegos y se repoblase Mesena; y que los Tebanos fuesen tenidos por amigos hereditarios del rey». Recibida esta respuesta, y de los dones sólo los que pudieran ser una muestra de aprecio y benevolencia, se restituyó a su patria, con lo que todavía quedaron más desacreditados los otros embajadores. Así, los Atenienses, puesto en juicio Timágoras, le condenaron a muerte; si fue por el exceso de los dones, justísimamente; pues no sólo admitió oro y plata, sino un lecho de grandísimo precio y esclavos que lo preparasen, como si los Griegos no supiesen este ministerio; y, además de esto, ochenta vacas con sus vaqueros, porque necesitaba tomar la leche para cierta enfermedad. Finalmente, fue conducido en silla de manos hasta el mar, siendo el rey quien pagó a los mozos el jornal. Mas no parece haber sido este soborno lo que principalmente irritó a los Atenienses, ya que a Epícrates el Cosario, que no negaba haber recibido regalos del rey, y que se atrevió a presentar un proyecto de decreto para que cada año, en lugar de los nueve arcontes, se nombrasen nueve embajadores cerca del rey, tomados entre los plebeyos y pobres, a fin de que volvieran ricos, el pueblo se lo tomó a risa; por tanto, su principal encono fue porque todo se hizo en consideración a los Tebanos, sin reflexionar que la gloria de Pelópidas era de más influjo que los discursos y las palabrerías para con un hombre que siempre se ponía de parte de los que en las armas eran superiores.

XXXI.— Concilió esta embajada no pequeña consideración a Pelópidas en su vuelta, tanto por la repoblación de Mesena como por la independencia de todas las ciudades griegas. En tanto, Alejandro de Feras había descubierto otra vez su carácter, destruyendo, no pocas ciudades de la Tesalia y poniendo guarniciones en la Ftiótide, en la Acaya y por toda la Magnesia; noticiosas las demás ciudades del regreso de Pelópidas, enviaron al punto embajadores a Tebas, pidiendo tropas, y a éste por caudillo. Decretóse así sin tardanza, y hechos prontamente todos los preparativos, cuando el general estaba para partir, hubo un eclipse de sol, y en medio del día quedó la ciudad en tinieblas. Pelópidas, viéndolos a todos consternados con este accidente, creyó que no convenía violentarlos en su terror y desaliento, ni tampoco aventurar en la empresa las vidas de siete mil ciudadanos; así, ofreciéndose por sí solo a los Tésalos, y tomando únicamente consigo trescientos extranjeros de a caballo que voluntariamente le siguieron, partió, contra la opinión de los agoreros y el deseo de los demás ciudadanos, a quienes parecía que aquella señal del cielo no se hacía sino por un varón ilustre. Él, por otra parte, estaba muy acalorado contra Alejandro por las ofensas que le había hecho, y esperaba también encontrar su misma casa indispuesta y enconada contra él por las conversaciones que había tenido con Teba. Mas lo que sobre todo le atraía era lo brillante de la acción: pues cuando los Lacedemonios habían enviado a Dionisio, el tirano de Sicilia, generales y gobernadores, y cuando los Atenienses recibían sueldo del mismo Alejandro y le habían puesto una estatua de bronce como a bienhechor, entonces mismo se afanaba él y aspiraba al honor de hacer ver a los Griegos que solos los de Tebas hacían la guerra a los tiranos y quebrantaban en la Grecia los poderíos violentos e injustos.

XXXII.— Luego que llegó a Farsalo, reunió sus tropas y marchó sin dilación contra Alejandro, el cual, viendo pocos Tebanos al lado de Pelópidas, y que él tenía más que doble infantería de Tésalos, le salió al encuentro junto al templo de Tetis; y como alguno le dijese a Pelópidas que el tirano venía con mucha gente: «Mejor —respondió—; con eso serán más los que venzamos». Extiéndense hacia el medio de las llamadas Cinocéfalas varios collados de bastante inclinación y altura, y unos y otros se dirigieron a ocuparlos con la infantería; al propio tiempo, Pelópidas mandó a los suyos de a caballo, que eran muchos y excelentes, que se batiesen con la caballería enemiga. Vencieron éstos y bajaron a la llanura en persecución de los fugitivos; mas se vio que Alejandro había tomado las alturas y que, acometiendo a la infantería tesaliana, que se había rezagado y se encaminaba a los puntos más fuertes y elevados, dio muerte a los primeros, y los demás, siendo ofendidos, nada hacían por su parte. Advertido, pues, esto por Pelópidas, llamó a los de a caballo y les dio orden de que corriesen contra lo más apiñado de los enemigos; él mismo, embrazando el escudo, marchó de carrera a unirse con los que peleaban en los collados, y penetrando por la retaguardia hasta los primeros, infundió en todos tal valor y aliento, que aun a los mismos enemigos les pareció ser aquellos otros hombres en el cuerpo y en el espíritu; y si bien éstos rechazaron dos o tres choques, al ver que todavía volvían con ímpetu y que la caballería dejaba el alcance, cedieron por fin y se retiraron. Pelópidas, desde la eminencia, viendo toda la hueste de enemigos, no puesta en fuga, pero sí ya en gran confusión y desorden, se detuvo un poco a mirar, en busca del mismo Alejandro; y cuando observó que estaba en el ala derecha animando y ordenando a sus estipendiarios, no hizo uso de la razón para refrenar la ira, sino que, inflamado con su vista, y abandonando a la cólera su persona y el mando, se adelantó a todos los demás, clamando y llamando a gritos al tirano, el cual estuvo bien distante de sostener el ímpetu y de, aguantar, sino que, dando a correr hacia los estipendiarios, se escondió. Y los primeros de éstos que hicieron oposición fueron rechazados por Pelópidas, y aun algunos heridos y muertos; pero los demás, hiriéndole de lejos con las lanzas, acabaron con él, mientras que los Tésalos venían a carrera desde los collados en su auxilio. Cuando ya había muerto, acudieron también los de a caballo y pusieron en huída todo el ejército, persiguiéndole gran trecho, y llenaron aquella llanura de cadáveres, tanto, que fueron más de tres mil a los que dieron muerte.

XXXIII.— Que los Tebanos presentes a la muerte de Pelópidas cayesen en el mayor desconsuelo, llamándole padre, salvador y maestro de los mayores y más apreciables bienes, nada tiene de extraño; pero el que los Tésalos pasasen con sus decretos la raya de cuanto honor puede dispensarse a la humana virtud, esto fue lo que principalmente manifestó en sus demostraciones el aprecio y gratitud con que le miraban. Porque se dice que al saber su muerte cuantos concurrieron a aquella batalla, ni se quitaron la coraza, ni desensillaron los caballos, ni se curaron las heridas, sino que corriendo como se hallaban adonde estaba el cadáver, como si hubiera de sentirlo, pusieron alrededor de su cuerpo, en montón, los despojos de los enemigos, cortaron las crines a los caballos y se cortaron también el cabello, y muchos, yendo después a las tiendas, ni encendieron fuego ni se sentaron a comer, sino que el silencio y la pesadumbre se difundió por todo el campamento, como si no hubieran alcanzado la mayor y más completa victoria sino que más bien hubiesen sido vencidos y esclavizados por el tirano. De las ciudades, luego que corrió la nueva, vinieron las autoridades, y con ellas los mancebos, los muchachos y los sacerdotes, para recibir el cuerpo, trayendo para adornarle trofeos, coronas y armaduras de oro. Llegado el momento de haberse de conducir el cadáver, adelantándose los Tésalos de más provecta edad, pidieron a los Tebanos que les permitieran darle sepultura; y uno de ellos habló de esta manera: «Os pedimos ¡oh aliados nuestros! una gracia que nos ha de servir de honor y de consuelo; pues no hacen la corte los Tésalos a Pelópidas, todavía vivo, ni en tiempo que pueda sentirlo le retribuyen los correspondientes honores, sino que con sernos permitido tocar su cadáver, hacerle las debidas exequias y sepultar su cuerpo, parecerá que debe creérsenos si decimos que esta calamidad es mayor para nosotros que para los Tebanos, pues que vosotros sólo habéis perdido un excelente general, cuando nosotros, además de esta pérdida, hemos sido privados de la libertad. ¿Y cómo ya nos atreveremos a pediros otro general, no restituyéndoos a Pelópidas?». Condescendieron, pues, los Tebanos con sus ruegos.

XXXIV.— Ciertamente que no habrá habido exequias más magníficas que éstas, a juicio de los que no colocando lo magnífico en el marfil, en el oro y en la púrpura, se distinguen de Filisto, que cantó y engrandeció el enterramiento de Dionisio, haciéndolo el desenlace teatral de su tiranía, como si fuera el de una gran tragedia. También Alejandro el Grande, muerto Hefestión, no sólo esquiló las crines de los caballos y de las acémilas, sino que quitó las almenas de los muros, para dar a entender que las ciudades lloraban, habiendo tomado aquel aspecto lúgubre y humilde en lugar de su antigua belleza. Mas todos éstos no son sino preceptos de tiranos, impuestos por necesidad, para envidia de aquellos en favor de quienes se expiden, y en más odio de los que para ellos emplean la fuerza; lejos de ser expresiones de gratitud y honor, no lo son sino de un fausto bárbaro y de ostentación y molicie de hombres que gastan su caudal en cosas vanas, indignas de imitarse. Por el contrario, el que un hombre popular, muerto en tierra extraña, sin hallarse presentes su mujer, sus hijos o sus deudos, sin que nadie lo exija y menos lo mande, sea honrado en sus exequias por tantas ciudades y pueblos reunidos, que llevan y coronan su féretro, esto debe con justa razón parecer el complemento de la felicidad; porque no es la más triste, como Esopo dijo, la muerte del hombre dichoso, sino antes la más bienaventurada, por haber puesto ya en lugar seguro sus buenas acciones y haberse quitado del alcance de las mudanzas de Fortuna. Por tanto, mejor lo entendió aquel Lacedemonio que a Diágoras, triunfador en Olimpia, que alcanzó a ver a sus hijos coronados en los juegos, y nietos de hijos e hijas, le saludó diciéndole: «Muérete ¡oh Diágoras!, pues que no has de subir a otro Olimpo». Pues todas las victorias olímpicas y píticas juntas no creo que hubiese quien las comparase con uno de los combates de Pelópidas, el cual, habiendo reñido muchas lides, vencedor en todas, y habiendo pasado la mayor parte de su vida en el honor y la gloria, últimamente en su décimatercia beotarquia, después de haber alcanzado el prez del valor sobre muerte de un tirano, dio su vida por la libertad de la Tesalia.

XXXV.— Si su muerte causó mucho pesar a los aliados, todavía les fue de mayor provecho, porque los Tebanos, luego que tuvieron noticia del fallecimiento de Pelópidas, no poniendo dilación ninguna en el castigo, dispusieron inmediatamente una expedición de siete mil infantes y ochocientos caballos, bajo el mando de Malcites y Diogitón, los cuales, llegando a tiempo en que Alejandro todavía estaba escaso y debilitado de fuerzas, le obligaron a que restituyese a los Tésalos las ciudades que les había tomado; a que dejase en paz a los de Magnesia, de la Ftiótide y de la Acaya, retirando las guarniciones, y a que pactase con ellos en un tratado que, adondequiera que los Tebanos le condujesen o mandasen, allá los seguiría; siendo esto con lo que los Tebanos se dieron por satisfechos. Ahora referiremos cuál fue la venganza que los Dioses tomaron de Alejandro, a causa de Pelópidas. Ya éste había antes enseñado a Teba, como arriba dijimos, a no mirar con miedo la brillantez y aparato exterior de la tiranía, que interiormente se sostenía sólo con algunas armas y algunos tránsfugas; además, recelosa siempre de su infidelidad e indignada de su fiereza, trató y convino con sus hermanos, que eran tres, Tisífono, Pitolao y Licofrón, El deshacerse de él de esta manera. Todo el resto de la casa estaba al cuidado de aquellos guardias a quienes tocaba custodiarle por la noche; pero del dormitorio en que solía acostarse, que estaba en alto, era único centinela, puesto delante de él, un perro atado, temible a todos menos a ellos dos y al esclavo que le daba de comer. Al tiempo concertado para el hecho, Teba, desde antes de la noche, tenía ocultos a los hermanos en una habitación vecina: entró sola, como lo tenía de costumbre, al cuarto de Alejandro, que ya estaba dormido; salió de allí a poco, y mandó al esclavo que se llevara afuera el perro, porque aquel quería reposar con el mayor sosiego; inmediatamente, para precaver que la escalera hiciese ruido al subir los hermanos, tendió lana por toda ella; trajo luego a los hermanos armados, y, dejándolos a la puerta, entró al dormitorio y sacó la espada que Alejandro tenía colgada sobre el lecho, siendo ésta la seña que se tenían dada para entender que éste dormía y que era el momento de sorprenderle. Como entonces se acobardasen aquellos jóvenes y se detuviesen, empezó a motejarlos y amenazarlos con que despertaría a Alejandro y le descubriría el designio; entonces, entre avergonzados y medrosos, los introdujo y los colocó alrededor del lecho, llevando luz. Sujetóle el uno por los pies, y el otro le tomó la cabeza por los cabellos, y el tercero le pasó con la espada; muriendo, atendida la celeridad del hecho, quizá más pronto de lo que fuera razón; y sólo en haber sido el primer tirano muerto por su mujer, y en la afrenta que sufrió su cadáver, siendo arrojado al suelo y hollado por los de Feras, puede decirse que tuvo el fin debido a sus maldades.

MARCELO

I.— Es opinión que Marco Claudio, el que fue en Roma cinco veces cónsul, era hijo de otro Marco, y que entre los de su casa empezaron a llamarle Marcelo, lo que se interpreta Marcial, según nos dejó escrito Posidonio. Era realmente guerrero en el ejercicio y los conocimientos; en su cuerpo, robusto; en las manos, ágil, y en su índole, muy inclinado a la guerra; y si bien en los combates se mostraba intrépido y fiero, en todo lo demás era prudente y humano, y aficionado a la literatura y escritos de los Griegos, hasta apreciar y admirar a los que en aquella sobresalían; aunque por sus ocupaciones no le fue dado aprender y ejercitarse en ella según sus deseos. Porque si Dios a algunos hombres, como dice Homero,

De juventud hasta la edad cansada
les concedió acabar sangrientas lides

esto se verificó también con los principales Romanos de aquella edad, los cuales, de jóvenes, hicieron la guerra a los Cartagineses en Sicilia, en la edad varonil a los Galos por defender la Italia, y en la vejez otra vez a Aníbal y los Cartagineses, no pudiendo tener, como otros, reposo en sus últimos años, sino siendo llamados continuamente a los ejércitos y a los mandos, según su generosa índole y su virtud.

II.— En todo género de lid era Marcelo diestro y ejercitado; pero en los duelos y desafíos parece que aún se excedía a sí mismo; así, no hubo desafío que no aceptase, y en ninguno dejó de dar muerte a sus contrarios. En Sicilia salvó a su hermano Otacilio, que estaba para perecer, protegiéndolo con su escudo y dando muerte a los que le habían acosado: acción por la que, siendo todavía mozo, obtuvo de los generales coronas y premios. Como hubiese adelantado en la pública estimación, el pueblo le nombró edil, una de las más brillantes dignidades, y los sacerdotes, Agorero, que es una especie de sacerdocio, al que la ley concedió la investigación y conservación de la adivinación por las aves. Siendo edil, se vio en la necesidad de seguir una causa muy repugnante. Tenía un hijo de su mismo nombre, dotado de singular belleza y a mismo tiempo muy estimado de los ciudadanos por su modestia e instrucción, y Capitolino, colega de Marcelo hombre vicioso y disoluto, le requirió de amores. El joven, al principio, guardó dentro de su pecho aquel mal intento; mas como aquel hubiese repetido y él lo hubiese revelado a su padre, indignado Marcelo acusó a su colega ante el Senado. Puso el denunciado por obra toda especie de subterfugios y enredos, pidiendo la intercesión de los tribunos, y, como se excusasen de prestarla, se defendía con la negativa. No podía producirse testigo ninguno de la seducción, por lo que se resolvió hacer comparecer al joven en el Senado; y traído que fue, con ver su rubor y sus lágrimas, y que en su aspecto con la vergüenza resplandecía una ardiente ira, no necesitaron de más conjeturas para condenar a Capitolino y multarlo en una crecida suma, con la que Marcelo hizo labrar un lebrillo de plata, que consagró a los Dioses.

III.— Sucedió que, fenecida la primera Guerra Púnica al año vigésimosegundo, amenazaron a Roma principios de nuevas disensiones con los Galos: porque los Insubres, habitantes de la parte de Italia que está al pie de los Alpes, pueblo también galo—, ya de gran poder por sí mismos, allegaban otras fuerzas, convocando a los que de los Galos sirven a soldada, los cuales se llaman Gesatas: habiendo sido cosa prodigiosa y de gran dicha para Roma que esta guerra céltica no hubiese concurrido con la africana, sino que los Galos, como si entraran de sustitutos, no se hubieran movido mientras duraba aquella contienda y después tratasen de acometer a los vencedores y de provocarlos cuando ya estaban ociosos. No dejó, con todo, el país mismo de ser gran parte para que viniese temor en los Romanos, conmovidos con la idea de una guerra de la misma región, ya por la vecindad, y ya también por el antiguo renombre de los Galos; los cuales se ve haber sido muy formidables a los Romanos, que por ellos fueron desposeídos de su ciudad, pues que de resulta de este suceso establecieron por ley que los sacerdotes fuesen exentos de la milicia, a no que sobreviniera otra guerra con los Galos. Daban también indicio de este miedo mismos preparativos —porque se pusieron sobre las armas tantos millares de hombres cuantos nunca se vieron a la vez ni antes ni después— y las novedades que se hicieron en orden a los sacrificios: pues siendo así que nada admitían de los bárbaros ni de los extranjeros, sino que siguiendo principalmente las opiniones de los Griegos eran píos y humanos en las cosas de la religión, al estar ya próxima la guerra se vieron en la necesidad de obedecer a unos oráculos de las Sibilas, y según ellos, a enterrar vivos, en la plaza que llaman de los Bueyes, a dos Griegos, varón y hembra, y del mismo modo a dos Galos: por los cuales Griegos y Galos hacen aún hoy en el mes de noviembre ciertas arcanas e invisibles ceremonias.

IV.— Los primeros combates alternaron entre victorias y descalabros, sin que condujesen a un término seguro; mientras los cónsules Flaminio y Furio hacían la guerra con poderosos ejércitos a los Insubres, se vio que el río que atraviesa la campiña Picena corría teñido en sangre, y se dijo asimismo que hacia Arímino habían aparecido tres lunas. Además, los sacerdotes, que tienen a su cargo observar las aves, anunciaron que los agüeros de éstas al tiempo de los comicios consulares habían sido contrarios a los cónsules: por todo lo cual al punto se enviaron cartas al ejército citando y llamando a éstos para que, restituidos a Roma, abdicaran cuanto antes y nada se apresuraran a hacer como cónsules contra los enemigos. Recibió las cartas Flaminio, y no quiso abrirlas sin haber antes entrado en acción con los bárbaros, a los que puso en fuga y les corrió la tierra. Regresó luego a Roma con muchos despojos, pero el pueblo no salió a recibirle; y por no haber cumplido así que fue llamado ni haberse mostrado obediente a las cartas, estuvo en muy poco que no perdiese la votación del triunfo; por tanto, no bien acabada la solemnidad de éste, le redujo a la clase de particular, precisándole, a renunciar al consulado juntamente con su colega: ¡tanta era la piedad de los romanos en referirlo todo a los Dioses! Así es que aun presentando en cambio los más prósperos acontecimientos, no aprobaban el desdén de los agüeros recibidos, creyendo que para la salud de la patria conducía más el que los magistrados reverencias en las cosas de la religión que el que vencieran a los enemigos.

V.— Por este término, hallándose cónsul Tiberio Sempronio, varón que por su valor y probidad era de los Romanos tenido en el mayor aprecio, declaró por sus sucesores a Escipión Nasica y Gayo Marcio; y cuando ya estaban éstos en sus respectivas provincias, registrando los apuntes sobre ritos religiosos, halló por casualidad que se le había pasado una de las prevenciones trasmitidas por los mayores, que era ésta: cuando el general para tomar los agüeros fuera de la población ocupaba casa o tienda arrendada, y después por algún motivo tenía que volver a la ciudad sin haber obtenido señales ciertas, era preciso que dejara aquella mansión arrendada y tomara otra para empezar en ella la ceremonia desde el principio. Esto era justamente lo que Tiberio había ignorado, y tomó dos veces los agüeros en un mismo punto para declarar cónsules a los que dejamos dicho. Advirtió por fin su error, y lo hizo presente al Senado, el cual no miró con desprecio esta falta, aunque pequeña, sino que escribió a los cónsules, y éstos, dejando las provincias, se apresuraron a volver a Roma e hicieron dimisión de su dignidad: aunque esto sucedió más adelante. Mas por aquellos mismos tiempos, a dos sacerdotes de los más distinguidos se les privó del sacerdocio: a Cornelio Cetego, por no haber distribuido por el orden prescrito las entrañas de las víctimas, y a Quinto Suplicio, porque en el acto de estar sacrificando se le cayó de la cabeza el bonete que llevan los llamados Flámines. También estando el dictador Minucio nombrando por maestre de la caballería a Gayo Flaminio, porque en el acto se oyó el rechinamiento de un ratón, retiraron sus votos a entrambos y nombraron otros. Mas aunque tanta exactitud ponían en estas cosas que parecen pequeñas, no por eso tenía parte superstición ninguna en no alterar ni omitir nada de las prácticas heredadas.

VI.— Hecha la abdicación por Flaminio y su colega, fue designado cónsul Marcelo por los que llaman interreyes, y luego que entró en posesión de su cargo, le dieron por colega a Gneo Cornelio. Dícese que como los Galos diesen muchos pasos hacia la reconciliación, y también el Senado se inclinase a la paz, Marcelo irritó al pueblo para que apeteciese la guerra; y aun sin embargo de que llegó a hacerse la paz, los Galos mismos parece que obligaron a la guerra, pasando los Alpes y alborotando a los Insubres; porque siendo unos treinta mil, se unieron a éstos, que les excedían mucho en número, y llenos de altanería marcharon sin detención contra Acerra, ciudad fundada a las orillas del Po; de allí salía el rey de los Gesatas, Virdómaro, con unos diez mil hombres, y talaba todo el país por donde discurre este río. Luego que esto llegó a los oídos de Marcelo, dejando a su colega por la parte de Acerra con toda la infantería, toda la tropa de línea y el tercio de la tropa de línea y el tercio de la de a caballo, y tomando consigo lo restante de la caballería y de las tropas más ligeras, hasta unos seiscientos hombres, movió sus reales y aceleró la marcha, sin aflojar ni de día ni de noche, hasta que alcanzó a los diez mil Gesatas hacia el pueblo llamado Clastidio, caserío otro tiempo de los Galos, que hacía poco habían entrado en la obediencia de los Romanos. No le fue dado rehacerse y dar algún reposo a su tropa, porque pronto tuvieron los bárbaros antecedentes de su venida, y la miraron con desprecio, por ser muy poca la infantería y no dar los Celtas a su caballería importancia ninguna: pues sobre ser tenidos por diestrísimos y sobresalientes en este modo de combatir, con mucho excedían también en el número a Marcelo. Por tanto, para llevársele de calle, marcharon sin dilación contra él con gran ímpetu y terribles amenazas, precediéndoles el rey. Marcelo, para que no se le adelantaran y envolvieran viéndole con tan pocos llevó con prontitud a bastante distancia sus escuadrones de caballería, y adelgazando su ala la extendió mucho, hasta que se puso cerca de los enemigos. En el acto mismo de lanzarse contra estos, sucedió que su caballo, inquietado con los relinchos de la caballería contraria, volvió grupa para llevar hacia atrás a Marcelo. Él entonces, temiendo que este accidente diese motivo a alguna superstición de los Romanos, hizo uso del freno y volvió repentinamente el caballo frente a los enemigos, adorando al Sol; como que no por acaso sino de intento y con aquel mismo objeto había hecho a su caballo dar vuelta, porque girando en torno es como los Romanos acostumbran a adorar a los Dioses, y al tiempo de embestir a los enemigos se dice haber hecho voto a Júpiter Feretrio de consagrarle las más hermosas armas de los enemigos.

VII.— En esto le echó de ver el rey de los Gesatas, y conjeturando por las insignias que aquel era el general, picó a su caballo y se adelantó mucho a los demás, provocándole a grandes voces y, blandiendo su lanza; era superior a los demás Galos y sobresalía entre ellos por su talla y por toda su armadura, en que brillaban el oro, la plata y la variedad de los colores, con lo que venía a ser como rayo de luz entre nubes. Llevaba Marcelo su vista por toda la hueste enemiga, y como al descubrir aquellas armas le pareciesen las más hermosas de todas y se le ofreciese que con ellas había de cumplir su voto, arremetiendo contra su dueño le atravesó con la lanza la coraza y con el encuentro del caballo le hizo perder la silla y caer al suelo todavía con vida; pero repitiéndole segundo y tercer golpe acabó luego con él. Apeóse en seguida, y luego que tomó en la mano las armas del caído, alzando los ojos al cielo, exclamó: «¡Oh Júpiter Feretrio, tú que registras los designios y las grandes hazañas de los generales en las guerras y en las batallas, tú eres testigo de que con mi propia mano he traspasado y dado muerte a este enemigo, siendo general, a otro general, y siendo cónsul, a un rey; conságrote, pues, estos primeros y excelentísimos despojos; tú concédeme para lo que resta una ventura igual a estos principios!». En esto acometió la caballería, peleando, no con la caballería separada, sino también con la infantería que allí se agolpó, y alcanzó un especial, glorioso e incomparable triunfo, pues no hay memoria de que tan pocos de a caballo hubiesen vencido jamás a tanta caballería e infantería juntas. Dióse muerte a un gran número, y cogiendo muchas armas y despojos, volvió a unirse con su colega, que combatía desventajosamente con los Celtas, junto a la ciudad mayor y más populosa de los Galos. Llámase Milán, y los Celtas la reconocen por metrópoli; por lo cual, peleando con particular denuedo en su defensa, habían conseguido sitiar al sitiador Cornelio. Volviendo en esta sazón Marcelo, los Gesatas, luego que entendieron la derrota y muerte de su rey, se retiraron; Milán fue tomada, y los Celtas espontáneamente entregaron las demás ciudades y se sometieron con todas sus cosas a los Romanos, que les concedieron la paz con equitativas condiciones.

VIII.— Decretado por el Senado el triunfo solamente a Marcelo, apareció éste en la pompa, si se atiende a la brillantez, riqueza y copia de los despojos, y al número de los cautivos, magnífico y admirable como los que más; pero el espectáculo más agradable y nuevo era ver que él mismo conducía al templo de Júpiter la armadura del bárbaro, para lo cual había hecho cortar el tronco de una frondosa encina, y disponiéndolo como trofeo puso ligadas y pendientes de él todas las piezas, acomodándolas con cierto orden y gracia; y al marchar el acompañamiento púsose al hombro el tronco, subió a la carroza, y como estatua de sí mismo, adornada con el más vistoso de los trofeos, así atravesó la ciudad. Seguía el ejército con lucientes armas, entonando odas e himnos triunfales en loor del dios y del general. De esta manera continuó la pompa, y, llegada al templo de Júpiter Feretrio, subió a él e hizo la consagración, siendo el tercero y el último hasta nuestra edad, porque Rómulo fue el primero que trajo iguales despojos, de Acrón, rey de los Ceninenses; el segundo Cornelio Coso, de Tolumio, Etrusco, y después de estos Marcelo, de Virdómaro, rey de los Galos, y después de Marcelo, nadie.

Dase al dios a quien se hizo la ofrenda el nombre de Júpiter Feretrio, según unos, por habérsele llevado el trofeo en un féretro, como derivado de la lengua griega, muy mezclada entonces con la latina; según otros, ésta es denominación propia de Júpiter Fulminante, porque al herir o lisiar los Latinos le llaman ferire. Otros, finalmente, dicen que se tomó el nombre del mismo golpe o acto de herir en la guerra, porque en las batallas, cuando persiguen a los enemigos, repitiendo la palabra «hiere», se excitan unos a otros. Al botín comúnmente le llaman despojos; pero a los de esta clase les dicen con especial denominación opimos; y se refiere que en los comentarios de Numa Pompilio se hace mención de opimos primeros, segundos y terceros; mandando que los primeros que se tomaban se consagrasen a Júpiter Feretrio; los segundos, a Marte, y los terceros, a Quirino; y que por prez del valor recibían el primero trescientos ases, doscientos el segundo, ciento el tercero; acerca de las cuales cosas prevalece además la opinión de que entre aquellos sólo son honoríficos los que se toman los primeros en batalla campal, dando muerte el un general al otro; mas baste ya de este punto.

Los Romanos tuvieron en tanto esta victoria y el modo con que se terminó esta guerra, que de los rescates enviaron en ofrenda a Apolo Pitio una salvilla de oro, y de los despojos, además de partir largamente con las ciudades confederadas, regalaron asimismo considerable porción a Hierón, tirano de Siracusa, que era también amigo y aliado.

IX.— Cuando Aníbal invadió la Italia había sido Marcelo enviado a Sicilia con una armada. Sucedió luego la calamidad de Canas, muriendo muchos millares de Romanos en aquella batalla y retirándose a Canusio aquellos pocos que habían podido salvarse. Como se temiese que Aníbal acudiría, al punto a tomar a Roma con la facilidad con que había deshecho lo más robusto de sus tropas, Marcelo fue el primero que desde las naves envió a Roma para su guarnición mil y setecientos hombres. Comunicósele luego una orden del Senado, y, pasando en su virtud a Canusio, recogió las que allí se habían refugiado y los sacó fuera de muros, para no dejar a discreción el país. De los Romanos, los varones propios para el mando y de opinión en las cosas de la guerra, los más habían muerto en las acciones, y en Fabio Máximo, que era el que gozaba de mayor autoridad por su justificación y su prudencia, culpaban el detenimiento en las determinaciones, para no arriesgarse a descalabros, notándole de inactivo e irresoluto. Juzgando, pues, que si bien éste era cual les convenía para consultar a su seguridad, no era el general que también necesitaban para ofender a su vez, volvieron los ojos a Marcelo, y contraponiendo y como mezclando su osadía y arrojo con la moderación y previsión de aquel, los fueron nombrando, ora cónsules a ambos y ora cónsul al uno y procónsul al otro. Refiere Posidonio a este propósito que a Fabio le llamaban escudo, y a Marcelo, espada, y el mismo Aníbal solía decir que a Fabio le temía como a ayo, y a Marcelo, como a antagonista; porque de aquel era contenido para que no hiciese daño, y de éste lo recibía.

X.— En primer lugar, como en el ejército por las mismas victorias de Aníbal se hubiese introducido mucha insubordinación e indisciplina, a los soldados separados de los reales que corrían el país los destrozaba, debilitando por este medio sus fuerzas. Después, yendo en auxilio de Nápoles y de Nola, a los Napolitanos los alentó y confirmó, porque de suyo eran amigos seguros de Roma, y entrando en Nola, los encontró en sedición, porque el Senado no podía reducir ni gobernar al pueblo que anibalizaba o se mostraba del partido de Aníbal, y es que había en aquella ciudad un hombre de los principales en linaje, y muy ilustre por su valor, llamado Bandio, el cual, en Canas, había peleado con extraordinario valor, habiendo dado muerte a muchos Cartagineses, a la postre se le había encontrado entre los cadáveres traspasado su cuerpo de muchos dardos, de lo que admirado Aníbal, no sólo le dejó ir libre sin rescate, sino que le dio dádivas, y le hizo su amigo y huésped. Correspondiendo, pues, Bandio, agradecido a este favor, era uno de los que anibalizaban con más ardor, y, como tenía influjo, incitaba al pueblo a la deserción. No tenía Marcelo por justo deshacerse de un hombre a quien la fortuna había distinguido tanto y que había tenido parte con los Romanos en sus más memorables batallas, y como además fuese por su carácter dulce y humano en el trato, e inclinado a excitar en los hombres sentimientos de honor, habiéndole en una ocasión saludado Bandio, le preguntó quién era, no porque no le conociese mucho tiempo había, sino para buscar algún principio y motivo de entrar en conversación. Cuando le respondió «soy Lucio Bandio», mostrando alegrarse y maravillarse: «¡Cómo! —le respondió—. ¿Tú eres aquel Bandio de quien tanto se ha hablado en Roma, con motivo de la batalla de Canas, diciéndose haber sido tú el único que no abandonó al cónsul Paulo Emilio, sino que aún esperaste y recibiste en tu propio cuerpo los dardos que contra aquel se lanzaban?». Contestándole Bandio y mostrando además algunas de sus heridas, «pues teniendo —continuó Marcelo— tales señales de amistad hacia nosotros, ¿por qué no te has presentado al instante? ¿O crees que nos sabemos recompensar la virtud de unos amigos que vemos acatados de nuestros contrarios?». Además de halagarle y atraerle de esta manera, le regaló un caballo hecho a la guerra y quinientas dracmas.

XI.— Desde entonces Bandio fue para Marcelo el compañero y auxiliar de mayor confianza y el más temible denunciador y acusador de los que eran de contrario partido; había muchos, y tenían meditado, cuando los Romanos saliesen contra los enemigos, robarles el bagaje. Por tanto, Marcelo, formando sus tropas dentro de la ciudad, colocó junto a las puertas todo el carruaje, e intimó a los Nolanos que no se aproximasen a las murallas; notábanse éstas desiertas de defensores, y esto indujo a Aníbal a marchar con poco orden, pareciéndole que los de la ciudad estaban tumultuados. Entonces Marcelo, dando orden de abrir la puerta que tenía próxima, hizo una salida, llevando a sus órdenes lo más brillante de la caballería, y dio de frente sobre los enemigos; a poco salieron por otra puerta los de infantería con ímpetu y algazara, y después de éstos, mientras Aníbal dividía sus fuerzas, se abrió la tercera puerta, y por ella salieron los restantes, y por todas partes hostigaron a unos hombres sobrecogidos con lo inesperado del caso, y que se defendían mal de los que ya tenían entre manos, por los que últimamente habían sobrevenido. Y ésta fue la primera ocasión en que las tropas de Aníbal cedieron a los Romanos, acosadas de éstos con gran mortandad y muchas heridas hasta su campamento, pues se dice que perecieron sobre cinco mil, no habiendo muerto de los Romanos más de quinientos. Livio no confirma el que hubiese sido tan grande la derrota ni tanta la mortandad de los enemigos; pero sí conviene en que de resultas de esta acción adquirió Marcelo gran renombre, y a los Romanos se les infundió mucho aliento, como que no peleaban contra un enemigo invicto o irresistible, sino contra uno que ya, decían, estaba sujeto a descalabros.

XII.— Por esta causa, habiendo muerto uno de los cónsules, llamó el pueblo para que le sucediese a Marcelo, que se hallaba ausente, dilatando la elección contra la voluntad de los demás magistrados hasta que regresó del ejército. Fue, pues, nombrado cónsul por todos los votos; pero al celebrarse los comicios hubo truenos, y los sacerdotes no tuvieron por faustos los agüeros, sino que no se atrevieron a disolver la Junta por temor del pueblo; mas él mismo hizo dimisión de su dignidad.

Con todo, no por esto rehusó el mando del ejército, sino que con el nombramiento de procónsul volvió otra vez al campamento de Nola, donde causó graves daños a los que habían tomado el partido del Cartaginés. Sobrevino éste repentinamente contra él, y como le provocase a batalla campal, no tuvo entonces por conveniente el empeñarla, con lo que aquel destinó a merodear la mayor parte de su ejército; cuando menos pensaba en batalla, se la presentó Marcelo, que había dado a su infantería lanzas largas, como las que usaban en los combates navales, y la había enseñado a herir de lejos a los Cartagineses, que no eran tiradores, y sólo usaban de dardos cortos con que herían a la mano. Así, en aquella ocasión volvieron la espalda a los Romanos cuantos concurrieron, y se entregaron a una no disimulada fuga, con pérdida de unos cinco mil hombres muertos, y cuatro elefantes muertos asimismo, y otros dos que se cogieron vivos. Pero lo más singular de todo fue que al tercer día, después de la batalla, se le pasaron de los Iberos y Númidas de a caballo más de trescientos, cosa nunca antes sucedida a Aníbal, que con tener un ejército compuesto de varias y diversas gentes, por mucho tiempo lo había conservado en una misma voluntad; éstos, después, permanecieron siempre fieles a Marcelo y a los generales que le sucedieron.

XIII.— Nombrado Marcelo cónsul por tercera vez, se embarcó para la Sicilia a causa de que los prósperos sucesos de Aníbal habían vuelto a despertar en los Cartagineses el deseo de recobrar aquella isla, con la oportunidad también de andar alborotados los de Siracusa, después de la muerte de Jerónimo, su tirano; los Romanos, por los mismos motivos, habían también enviado antes algunas fuerzas al mando de Apio. Al encargarse de ellas Marcelo, se le presentaron muchos Romanos, que se hallaban en la aflicción siguiente: de los que en Canas pelearon contra Aníbal, unos huyeron y otros fueron cautivados, en tal número, que pareció no haber quedado a los Romanos quien pudiera defender las murallas, y con todo conservaron tal entereza y magnitud, que, restituyéndoles Aníbal los cautivos por muy corto rescate, no los quisieron recibir, sino que antes los desecharon, no haciendo caso de que a unos les dieran muerte y a otros los vendieran fuera de Italia, y a los que volvieron de su fuga, que fueron muchos, los hicieron marchar a la Sicilia, bajo la condición de no volver a Italia mientras se pelease contra Aníbal. Éstos, pues, se presentaron en gran número a Marcelo, y echándose por tierra le pedían con gritería y lágrimas que los admitiese en el ejército, prometiéndole que harían ver con obras haber sufrido aquella derrota, más por desgracia que no por cobardía. Compadecido Marcelo, escribió al Senado pidiéndole el permiso para completar con ellos las bajas del ejército. Disputóse sobre ella en el Senado, y su dictamen fue que los Romanos, para las cosas de la república, ninguna necesidad tenían de hombres cobardes; con todo, que si Marcelo quería servirse de ellos, a ninguno se habían de dar las coronas y premios que los generales conceden al valor. Esta resolución fue muy sensible a Marcelo, y cuando después de la guerra de Sicilia volvió a Roma, se quejó al Senado de que en recompensa de sus grandes servicios no le hubiesen permitido mejorar la mala suerte de tantos ciudadanos.

XIV.— En Sicilia lo primero que entonces le ocurrió fue haber sido calumniado por Hipócrates, gobernador de los Siracusanos, que, a fin de congraciarse con los Cartagineses, y también para negociar en su favor la tiranía de aquel pueblo, había hecho perecer a muchos Romanos cerca de Leontinos. Tomó, pues, Marcelo esta ciudad a viva fuerza, y lo que es a los Leontinos en nada los ofendió, pero a todos los tránsfugas que pudo haber a la mano los hizo azotar y quitarles la vida. En consecuencia de esto, la primera noticia que Hipócrates hizo llegar a Siracusa fue que Marcelo hacía degollar sin compasión a todos los Leontinos, y cuando por esta causa estaban en la mayor agitación vino sobre la ciudad y se apoderó de ella. Marcelo, con esta ocasión, se puso en marcha con todo su ejército con dirección a Siracusa, y sentando sus reales en los alrededores envió mensajeros que pusieran en claro lo ocurrido con los Leontinos; mas no habiendo adelantado nada ni logrado desengañar a los Siracusanos, porque el partido de Hipócrates era el que dominaba, acometió a la ciudad por tierra y por mar a un tiempo, mandando Apio el ejército y él mismo en persona sesenta galeras de cinco órdenes, llenas de toda especie de armas, manuales y arrojadizas. Había formado un gran puente sobre ocho barcas ligadas unas con otras, y llevando sobre él una máquina se dirigía contra los muros, muy confiado en la muchedumbre y excelencia de tales preparativos y en la gloria que tenía adquirida; de todo lo cual hacían muy poca cuenta Arquímedes y sus inventos. No se había dedicado a ellos Arquímedes ex profeso, sino que le entretenían, y eran como juegos de la geometría a que era dado. En el principio fue el tirano Hierón quien estimuló hacía ellos su ambición, persuadiéndole que convirtiese alguna parte de aquella ciencia de las cosas intelectuales a las sensibles, y que, aplicando sus conocimientos a los usos de la vida, hiciese que le entrasen por los ojos a la muchedumbre. Fueron, es cierto, Eudoxo y Arquitas los que empezaron a poner en movimiento el arte tan apreciado y tan aplaudido de la maquinaria, exornando con cierta elegancia la geometría, y confirmando, por medio de ejemplos sensibles y mecánicos, ciertos problemas que no admitían la demostración lógica y conveniente; como por ejemplo: el problema no sujeto a demostración de las dos medias proporcionales, principio y elemento necesario para gran número de figuras, que llevaron uno y otro a una material inspección por medio de líneas intermedias colocadas entro líneas curvas y segmentos. Mas después que Platón se indispuso e indignó contra ellos, porque degradaban y echaban a perder lo más excelente de la geometría con trasladarla de lo incorpóreo e intelectual a lo sensible y emplearla en los cuerpos que son objeto de oficios toscos y manuales, decayó la mecánica separada de la geometría y desdeñada de los filósofos, viniendo a ser, por lo tanto, una de las artes militares. Arquímedes, pues, pariente y amigo de Hierón, le escribió que, con una potencia dada, se puede mover un peso igualmente dado; y jugando, como suele decirse, con la fuerza de la. demostración, le aseguró que si le dieran otra Tierra movería ésta después de pasar a aquella. Maravillado Hierón, y pidiéndole que verificara con obras este problema e hiciese ostensible cómo se movía alguna gran mole con una potencia pequeña, compró para ello un gran transporte de tres velas del arsenal del rey, que fue sacado a tierra con mucho trabajo y a fuerza de un gran número de brazos; cargóle de gente y del peso que solía echársele, y sentado lejos de él, sin esfuerzo alguno y con sólo mover con la mano el cabo de una máquina de gran fuerza atractiva lo llevó así derecho y sin detención, como si corriese por el mar. Pasmóse el rey, y convencido del poder del arte, encargó a Arquímedes que le construyese toda especie de máquinas de sitio, bien fuese para defenderse o bien para atacar; de las cuales él no hizo uso, habiendo pasado la mayor parte de su vida exento de guerra y en la mayor comodidad; pero entonces tuvieron los Siracusanos prontos para aquel menester las máquinas y al artífice.

XV.— Al acometer, pues, los Romanos por dos partes, fue grande el sobresalto de los Siracusanos y su inmovilidad a causa del miedo, creyendo que nada había que oponer a tal ímpetu y a tantas fuerzas; pero poniendo en juego Arquímedes sus máquinas ocurrió a un mismo tiempo el ejército y la armada de aquellos. Al ejército, con armas arrojadizas de todo género y con piedras de una mole inmensa, despedidas con increíble violencia y celeridad, las cuales no habiendo nada que resistiese a su paso, obligaban a muchos a la fuga y rompían la formación. En cuanto a las naves, a unas las asían por medio de grandes maderos con punta, que repentinamente aparecieron en el aire saliendo desde la muralla, y, alzándose en alto con unos contrapesos, las hacían luego sumirse en el mar, y a otras, levantándolas rectas por la proa con garfios de hierro semejantes al pico de las grullas, las hacían caer en el agua por la popa, o atrayéndolas y arrastrándolas con máquinas que calaban adentro las estrellaban en las rocas y escollos que abundaban bajo la muralla, con gran ruina de la tripulación. A veces hubo nave que suspendida en alto dentro del mismo mar, y arrojada en él y vuelta a levantar, fue un espectáculo terrible hasta que estrellados o expelidos los marineros, vino a caer vacía sobre los muros, o se deslizó por soltarse el garfio que la asía. Llamábase sambuca la máquina que Marcelo traía sobre el puente, por la semejanza de su forma con aquel instrumento músico; mas cuando todavía estaba bien lejos de la muralla, se lanzó contra ella una piedra de peso de diez talentos, y luego segunda y tercera, de las cuales algunas, cayendo sobre la misma máquina con gran estruendo y conmoción, destruyeron el piso, rompieron su enlace y la desquiciaron del puente; con lo que, confundido y dudoso Marcelo, se retiró a toda prisa con las naves y dio orden para que también se retirasen las tropas.

Tuvieron consejo, y les pareció probar si podrían aproximarse a los muros por la noche, porque siendo de gran fuerza las máquinas de que usaba Arquímedes, no podían menos de hacer largos sus tiros, y puestos ellos allí serían del todo vanos, por no tener la proyección bastante espacio. Mas, a lo que parece, aquel se había prevenido de antemano con instrumentos que tenían movimientos proporcionados a toda distancia, con dardos cortos y no largas lanzas, teniendo además prontos escorpiones que por muchas y espesas troneras pudiesen herir de cerca sin ser vistos de los enemigos.

XVI.— Acercáronse, pues, pensando no ser vistos, pero al punto dieron otra vez con los dardos, y eran heridos con piedras que les caían sobre la cabeza perpendicularmente; y como del muro también tirasen por todas partes contra ellos, hubieron de retroceder; y aun cuando estaban a distancia, llovían los dardos y los alcanzaban en la retirada, causándoles gran pérdida y un continuo choque de las naves unas con otras, sin que en nada pudiesen ofender a los enemigos, porque Arquímedes había puesto la mayor parte de sus máquinas al abrigo de la muralla. Parecía, por tanto, que los Romanos repetían la guerra a los Dioses, según repentinamente habían venido sobre ellos millares de plagas.

XVII.— Marcelo pudo retirarse, y, motejando a sus técnicos y fabricantes de máquinas: «¿No cesaremos —les decía— de guerrear contra ese geómetra Briareo, que usando nuestras naves como copas las ha arrojado al mar y todavía se aventaja a los fabulosos centimanos, lanzando contra nosotros tal copia de dardos?». Y en realidad todos los Siracusanos venían a ser como el cuerpo de las máquinas de Arquímedes, y una sola alma la que todo lo agitaba y ponía en movimiento, no empleándose para nada las demás armas, y haciendo la ciudad uso de solos aquellos para ofender y defenderse. Finalmente, echando de ver Marcelo que los Romanos habían cobrado tal horror, que, lo mismo era ponerse mano sobre la muralla en una cuerda o en un madero, empezaban a gritar que Arquímedes ponía en juego una máquina contra ellos, y volvían en fuga la espalda, tuvo que cesar en toda invasión y ataque, remitiendo a sólo el tiempo el término feliz del asedio.

En cuanto a Arquímedes, fue tanto su juicio, tan grande su ingenio y tal su riqueza en teoremas, que sobre aquellos objetos que le habían dado el nombre y gloria de una inteligencia sobrehumana no permitió dejar nada escrito; y es que tenía por innoble y ministerial toda ocupación en la mecánica y todo arte aplicado a nuestros usos, y ponía únicamente su deseo de sobresalir en aquellas cosas que llevan consigo lo bello y excelente, sin mezcla de nada servil, diversas y separadas de las demás, pero que hacen que se entable contienda entre la demostración y la materia; de parte de la una, por lo grande y lo bello, y de parte de la otra, por la exactitud y por el maravilloso poder; pues en toda la geometría no se encontrarán cuestiones más difíciles y enredosas, explicadas con elementos más sencillos ni más comprensibles; lo cual unos creen que debe atribuirse a la sublimidad de su ingenio, y otros, a un excesivo trabajo, siendo así que cada cosa parece después de hecha que no debió costar trabajo ni dificultad. Porque si se tratara de inventarlas, no sería dado a cualquiera acertar por sí solo con la demostración, y en aprendiéndolas, al punto nace en cada uno la opinión de que las habría hallado: ¡tanto es lo que facilitan y abrevian el camino para la demostración! Así, no hay cómo no dar crédito a lo que se refiere de que, halagado y entretenido de continuo por una sirena doméstica y familiar, se olvidaba del alimento y no cuidaba de su persona; y que llevado por fuerza a ungirse y bañarse, formaba figuras geométricas en el mismo hogar, y después de ungido tiraba líneas con el dedo, estando verdaderamente fuera de sí, y como poseído de las musas, por el sumo placer que en estas ocupaciones hallaba. Habiendo, pues, sido autor de muchos y muy excelentes inventos, dícese haber encargado a sus amigos y parientes que después de su muerte colocasen sobre su sepulcro un cilindro con una esfera circunscrita en él, poniendo por inscripción la razón del exceso entre el sólido continente y el contenido.

XVIII.— Siendo, pues, Arquímedes tal cual hemos manifestado, se conservó invencible a sí mismo, e hizo invencible a la ciudad en cuanto estuvo de su parte. Marcelo, durante el sitio, tomó a Mégara, una de las ciudades más antiguas de los Sicilianos, y se apoderó, cerca de Acilas, del campamento de Hipócrates, con muerte de más de ocho mil hombres, sorprendiéndolos en el acto de poner el valladar. Corrió además la mayor parte de la Sicilia, separando las ciudades del partido de los Cartagineses, y venció en batalla a todos cuantos se atrevieron a hacerle frente.

Sucedió en el progreso del sitio haber hecho cautivo a un Espartano llamado Damasipo, que salió por mar de Siracusa; y como los Siracusanos deseasen recobrarle por rescate, y con este motivo se hubiesen tenido diferentes conferencias, puso en una de estas ocasiones la vista en una torre que estaba mal conservada y defendida, en la que podría introducir soldados ocultamente, siendo además el muro de fácil subida por aquella parte. Habíase hecho cargo con exactitud de la altura de éste en sus frecuentes idas y venidas a conferenciar por la parte de la torre, y tenía ya prevenidas las escalas; viendo, pues, que los Siracusanos, con motivo de celebrar una fiesta de Diana, estaban entregados al vino y a la diversión, no solamente tomó la torre sin ser sentido, sino que antes de hacerse de día había coronado de gente armada toda la muralla y quebrantado los Hexápilos. Cuando los Siracusanos llegaron a entenderlo, todo fue confusión y desorden, y como Marcelo mandase hacer señal con todas las trompetas a un tiempo, dieron a huir sobrecogidos de miedo, creyendo que nada les quedaba por tomar a los enemigos. Faltaba, sin embargo, la parte más bella, de más resistencia y extensión (que se llama la Acradina), porque su muralla separa la ciudad de afuera, de la cual a una parte dan el nombre de ciudad nueva, y a otra el de Tica.

XIX.— Tomadas también éstas, al mismo amanecer marchó Marcelo por los Hexápilos, dándole el parabién todos los caudillos que estaban a sus órdenes; mas de él mismo se dice que al ver y registrar desde lo alto la grandeza y hermosura de semejante ciudad, derramó muchas lágrimas, compadeciéndose de lo que iba a suceder, por ofrecerse a su imaginación qué cambio iba a tener de allí a poco en su forma y aspecto, saqueada por el ejército. En efecto, ninguno de los jefes se atrevía a oponerse a los soldados, que habían pedido se les concediese el saqueo, y aun muchos clamaban por que se le diese fuego y se la asolase. En nada de todo esto convino Marcelo, y sólo por fuerza y con repugnancia condescendió en que se aprovecharan de los bienes y de los esclavos, sin que ni siquiera tocaran a las personas libres, mandando expresamente que no se diese muerte, ni se hiciese violencia, ni se esclavizase a ninguno de los Siracusanos. Pues con todo de dar órdenes tan moderadas, concibiólo que iba a padecer aquella ciudad; y en medio de tan grande satisfacción, se echó de ver lo que padecía su alma al considerar que dentro de breves momentos iba a desaparecer la brillante prosperidad de aquel pueblo, diciéndose que no se recogió menos riqueza en aquel saqueo que la que se allegó después en el de Cartago; porque habiéndose tomado por traición de allí a poco tiempo las demás partes de la ciudad, todo lo saquearon, a excepción de la riqueza de los palacios del tirano, la cual fue adjudicada al erario público. Mas lo que principalmente afligió a Marcelo fue lo que ocurrió con Arquímedes: hallábase éste casualmente entregado al examen de cierta figura matemática, y, fijos en ella su ánimo y su vista, no sintió la invasión de los Romanos ni la toma de la ciudad. Presentósele repentinamente un soldado, dándole orden de que le siguiese a casa de Marcelo; pero él no quiso antes de resolver el problema y llevarlo hasta la demostración; con lo que, irritado el soldado, desenvainó la espada y le dio muerte. Otros dicen que ya el Romano se le presentó con la espada desnuda en actitud de matarle, y que al verle le rogó y suplicó que se esperara un poco, para no dejar imperfecto y oscuro lo que estaba investigando; de lo que el soldado no hizo caso y le pasó con la espada. Todavía hay cerca de esto otra relación, diciéndose que Arquímedes llevaba a Marcelo algunos instrumentos matemáticos, como cuadrantes, esferas y ángulos, con los que manifestaba a la vista la magnitud del Sol, y que dando con él los soldados, como creyesen que dentro llevaba oro, le mataron. Como quiera, lo que no puede dudarse es que Marcelo lo sintió mucho, que al soldado que le mató de su propia mano le mandó retirarse de su presencia como abominable, y que habiendo hecho buscar a sus deudos los trató con el mayor aprecio y distinción.

XX.— Para los de afuera tenían, sí, opinión los Romanos de ser terribles en la guerra y cuando se venía a las puñadas; pero no habían dado nunca ejemplos de indulgencia, de humanidad y de las demás virtudes políticas; y entonces por la primera vez hizo Marcelo ver a los Griegos que eran más justos los Romanos. Porque se portó de modo con los que tuvieron que entender con él, e hizo tanto bien a las ciudades, que si con los de Ena, los Megarenses o los Siracusanos intervino algún hecho de inmoderación, más deberá echarse la culpa a los que lo padecieron que a los que se vieron en la precisión de ejecutarlo. Haremos mención, entre muchos, de uno sollo de sus actos de bondad. Hay en Sicilia una ciudad llamada Engío, aunque pequeña, muy antigua y celebrada por la aparición de las Diosas a las que dicen las Madres, habiendo tradición de que el templo fue obra de los Cretenses; en él enseñan ciertas lanzas y ciertos yelmos de bronce, con inscripciones unos de Meríones y otros de Odiseo, consagrado todo en honor de las Diosas. Era esta ciudad de las más decididas de los Cartagineses, y Nicias, uno de los ciudadanos más principales, intentaba traerla al partido de los Romanos, hablándoles con la mayor claridad en las juntas y tratando con aspereza a los que le contradecían; pero estos, que temían su opinión y su influjo, concibieron el designio de echarle mano y entregarle a los Cartagineses. Llególo a entender Nicias, y se resguardó, andando con cautela; pero sin reserva hizo correr opiniones poco piadosas acerca de las Madres, y ejecutó cosas que daban a entender que no creía y se burlaba de la aparición, con lo que se pusieron muy contentos sus enemigos, pareciéndoles que esto era dar armas contra sí mismo para lo que tenían meditado. Cuando iban a ponerlo por obra, había junta pública de los ciudadanos; en ella Nicias empezó a hablar y persuadir al pueblo, y en medio de esto, repentinamente se tiró al suelo, estando un poco desmayado; sucedió a esto, como es natural, un gran silencio y admiración, y entonces, levantando y moviendo la cabeza, con voz trémula y profunda empezó a articular, aumentando por grados el eco. Cuando vio que todo el pueblo estaba poseído de un mudo terror, arrojando el manto y rasgando la túnica dio a correr medio desnudo hacia la salida de la plaza, gritando que las Madres lo arrebataban. Nadie osaba acercársele y menos detenerle, por un temor supersticioso, sino que antes se apartaban, y así pudo encaminarse a todo correr hacia las puertas, sin omitir ninguno de los gritos y contorsiones que son propios de los endemoniados y poseídos. La mujer, que estaba en el secreto, y entraba a la parte en esta maquinación, tomando por la mano a sus hijos, empezó por postrarse delante del templo de las Diosas, y después, haciendo como que iba en busca de su marido perdido y desesperado, se marchó del pueblo sin que nadie se lo estorbase, y con toda seguridad, dirigiéndose ambos, salvos por este medio, a Siracusa a presentarse a Marcelo. Éste, que había recibido muchas ofensas y agravios de los Engíos, marchó allá e hizo encadenarlos a todos para tomar venganza; mas entonces Nicias acudió a él, y empleando los ruegos y las lágrimas, asiéndole de las manos y las rodillas, le pidió por sus ciudadanos, empezando por sus enemigos; apiadado Marcelo, los dejó libres a todos, sin haber causado a la ciudad la menor vejación, y a Nicias le hizo concesión de mucho terreno y le dio grandes presentes. Este hecho, es Posidonio el filósofo quien nos lo dejó escrito.

XXI.— Por llamamiento de los Romanos volvió Marcelo a la guerra prolongada y doméstica, trayendo la mayor y más rica parte de las ofrendas votivas de los Siracusanos, para que sirviesen de recreo a su vista en el triunfo y a la ciudad de ornato; porque antes no había ni se conocía en ella objeto exquisito y primoroso, ni se veía nada que pudiera decirse gracioso, pulido y delicado, estando llena de armas de los bárbaros y de despojos sangrientos, que no hacían una vista alegre y exenta de temor y miedo propia de espectadores criados con regalo, sino que, como Epaminondas llamaba orquesta de Ares al territorio de la Beocia, y Jenofonte a Éfeso arsenal de la guerra, de la misma manera parece que cualquiera daría a Roma, según el lenguaje de Píndaro, la denominación

de campo consagrado al belicoso Marte.

Por esta causa Marcelo, que adornó la ciudad con objetos vistosos y agradables, en que se descubría la gracia y elegancia griega, se ganó la benevolencia del pueblo; pero Fabio Máximo, la de los ancianos, porque no recogió esta clase de objetos, ni los trasladó de Tarento cuando la tomó, sino que los otros bienes y las otras riquezas los extrajo; pero se dejó las estatuas, pronunciando aquella sentencia tan conocida: «Dejemos a los Tarentinos sus Dioses irritados». Reprendían, pues, a Marcelo, lo primero porque había concitado odio y envidia a la ciudad, llevando en triunfo no sólo hombres, sino Dioses, cautivos, y lo segundo, porque al pueblo, acostumbrado a pelear y labrar, distante del regalo y la holgazanería, y que era a semejanza del Heracles de Eurípides.

Nada artero en el mal, para el bien recto

le llenó de ocio y de parlanchinería sobre las artes y los artistas, haciéndose placero y consumiendo en esto la mayor parte del día. Con todo, él hacía gala, aun entre los Griegos, de haber enseñado a los Romanos a apreciar y tener en admiración las preciosidades y primores de la Grecia, que antes no conocían.

XXII.— Oponíanse los enemigos de Marcelo a que se le decretase el triunfo, porque todavía se había quedado algo que hacer en Sicilia, y porque concitaba envidia el tercer triunfo; mas convínose con ellos en que el triunfo grande y perfecto lo tendría fuera, yendo la tropa al monte Albano, y en la ciudad tendría el menor, al que llaman aclamación los Griegos y ovación los Romanos. En éste el que triunfa no va en carroza de cuatro caballos, ni se le corona de laurel, ni se le tañen trompas, sino que marcha a pie con calzado llano, acompañado de flautistas en gran número y coronado de mirto, como para mostrarse pacífico y benigno, más bien que formidable: lo que para mí es la señal más cierta de que en lo antiguo no tanto se distinguían entre sí ambos triunfos por la grandeza de las acciones como por su calidad; porque los que en batalla vencían de poder a poder a los enemigos, gozaban a lo que parece de aquel triunfo marcial, y, digámoslo así, imponedor de miedo, coronando profusamente con laurel las armas y los soldados, como se acostumbraba en las lustraciones de los ejércitos, y a los generales que, sin necesidad de guerra, con las conferencias y la persuasión terminaban felizmente las contiendas, les concedía la ley esta otra aclamación y pompa pacífica y conciliadora. Porque la flauta es instrumento de paz, y el mirto es el árbol de Venus, la más abominadora de la violencia y de la guerra entre todos los Dioses. La ovación no se llama así, como muchos opinan, de la voz griega que significa feliz canto o aclamación, pues que también el acompañamiento del otro triunfo da voces de aplauso y entona canciones; el nombre viene de haberlo aplicado los Griegos a sus usos, creyendo que en ello había algún particular culto a Baco, al que llamamos también Evio y Triambo. Mas aún no es de aquí de donde en verdad se deriva, sino de que en el triunfo grande los generales sacrificaban bueyes según el rito patrio, y en éste sacrificaban una res lanar a la que los Romanos llaman oveja, y de aquí a este triunfo se le dijo ovación. Será bueno asimismo examinar cómo el legislador de los Lacedemonios ordenó los sacrificios a la inversa del legislador romano; porque en Esparta el general que con estratagemas y la persuasión logra su intento sacrifica un buey, y el que ha tenido que venir a las manos sacrifica un gallo; y es que con todo de serlos mayores guerreros, creen que al hombre le está mejor alcanzar lo que se propone por medio del juicio y la prudencia que no por la fuerza y el valor; quédese, pues, esto todavía indeciso.

XXIII.— Había sido Marcelo creado cuarta vez cónsul, y sus enemigos ganaron a los Siracusanos para que se presentaran a acusarle y desacreditarle ante el Senado, por haberlos tratado con dureza contra el tenor de los pactos. Hallábase casualmente Marcelo ocupado en la solemnidad de un sacrificio en el Capitolio, y habiendo acudido los Siracusanos, cuando todavía estaba congregado el Senado, a pedir que se les admitiera a alegar y entablar el juicio, el colega los hizo salir, indignándose con ellos por tal intento, no hallándose Marcelo presente. Mas éste, habiéndolo entendido, vino al punto, y lo primero que hizo, sentándose en la silla curul, fue despachar lo que como cónsul le correspondía, y después que lo hubo terminado, bajó de su asiento, y en pie se puso como un particular en el sitio destinado a los que van a ser juzgados, dando lugar a que los Siracusanos entablaran su petición. Sobrecogiéronse éstos sobremanera con la autoridad y confianza de tan ilustre varón; y al que en las armas habían mirado como inexorable, todavía en la toga le tuvieron por más terrible y más grave. Pero, en fin, animados por los contrarios de Marcelo, dieron principio a la acusación, pronunciando un discurso en que, con la declamación propia del acto, iban mezclados los lamentos. Reducíase, en suma, a que, no obstante ser amigos y aliados de los Romanos, habían sufrido agravios de que otros generales se abstienen aun contra los enemigos. A esto respondió Marcelo, que, a pesar de las muchas ofensas y daños que habían hecho a los Romanos, no habían padecido, con haber sido tomada la ciudad a viva fuerza, más que aquello que es imposible evitar en tales casos, y que se habían visto en tal conflicto por culpa propia, y no haber querido escuchar sus amonestaciones; porque no habían sido violentados a pelear en defensa de sus tiranos, sino que ellos eran los que habían acalorado a éstos para el combate. Concluídos los discursos, salieron los Siracusanos, como es de costumbre, de la curia, y con ellos salió Marcelo, teniéndose el senado bajo la presidencia de su colega. Detúvose a la puerta del tribunal, sin alterar su natural porte, ni por miedo al juicio, ni por indignación contra los Siracusanos, esperando con mansedumbre y con modestia a que se pronunciase la sentencia. Luego que dados los votos se anunció que había vencido, los Siracusanos se arrojaron a sus pies, pidiéndole con lágrimas que aplacase su ira contra ellos y se compadeciera de la ciudad, que tenía presentes y agradecía sus beneficios; templado, pues, Marcelo se reconcilió con aquellos mismos, y a los demás Siracusanos les hizo siempre todo el bien que pudo; el Senado confirmó la libertad, las leyes y aquella parte de bienes que Marcelo les había concedido; en recompensas de lo cual, recibió también de los Siracusanos honores muy singulares, y, entre otros, el de haber hecho una ley para que, si Marcelo o alguno de sus descendientes aportase a Sicilia, los Siracusanos tomasen coronas y con ellas sacrificasen a los Dioses.

XXIV.— De allí partió con Aníbal, y siendo así que después de la batalla de Canas casi todos los generales y cónsules no tuvieron otro modo de contrarrestarlos que el de huir el cuerpo, no atreviéndose ninguno a esperarle y pelear en formación, él tomó el medio enteramente opuesto, creyendo que si con el tiempo se quebrantaba a Aníbal más pronto quedaba con él quebrantada la Italia, y juzgando que Fabio, con atenerse siempre a la seguridad, no curaba con el remedio conveniente la dolencia de la patria, pareciéndose, en el esperar a que debilitado el contrario apagase la guerra, a aquellos médicos irresolutos y tímidos en la curación de las enfermedades, que aguardan a ver si se debilita la fuerza del mal. Tomó en primer lugar las principales ciudades de los Samnitas que se habían rebelado y, en consecuencia de ello, gran cantidad de trigo que allí había, mucha riqueza, y los soldados de Aníbal que las guarnecían, que eran unos tres mil. A poco, como Aníbal hubiese dado muerte en la Apulia al procónsul Gneo Fulvio, con once tribunos más, y hubiese destrozado la mayor parte del ejército, envió Marcelo cartas a Roma, exhortando a los ciudadanos a que no desmayaran, porque se ponía en marcha para desvanecer el gozo de Aníbal. Acerca de lo cual dice Livio que, leídas estas cartas, no se disipó la pesadumbre, sino que se acrecentó con el miedo, por ser tanto mayor que la pérdida ya sucedida el temor de lo que recelaban, cuando Marcelo se aventajaba a Fulvio. Aquel, al punto, como lo había escrito, marchó a Lucania en persecución de Aníbal, y alcanzándole en las cercanías de la ciudad de Numistrón, donde había tomado posición en unos collados bastantes fuertes, él puso su campo en la llanura. Al día siguiente se anticipó a poner en orden su ejército, y bajando Aníbal se trabó una batalla que no tuvo éxito cierto o que fuese de importancia; con todo de que, habiendo empezado a las nueve de la mañana, con dificultad cesaron después de haber oscurecido. Al amanecer estuvo otra vez pronto con su ejército, formando entre los cadáveres, desde donde provocaba a Aníbal a la batalla; mas como éste se retirase, despojando los cadáveres de los contrarios y dando sepultura a los de los amigos, se puso de nuevo a perseguirle, y habiéndose librado de las muchas asechanzas que aquel le iba armando sin dar en ninguna, superior siempre en las escaramuzas de la retirada, se atrajo una grande admiración.

Llegábase el tiempo de los comicios consulares, y el Senado tuvo por más conveniente hacer venir de Sicilia al otro cónsul que mover de su puesto a Marcelo en la lucha continua con Aníbal. Luego que llegó, le dio orden para que publicase por dictador a Quinto Fulvio: porque el que ejerce esta dignidad no es elegido ni por el pueblo ni por el Senado, sino que, presentándose ante la muchedumbre uno de los cónsules o de los pretores, nombra dictador a aquel que le parece, y por este dicho nombramiento se llama dictador el designado, porque al hablar o pronunciar le llaman los Romanos dicere; aunque a otros les parece que el dictador se llama así porque sin necesidad de votos o de autorización de otros para nada, él, por sí mismo, dicta lo que cree conveniente; porque también los Romanos a las determinaciones de los arcontes, que llaman los griegos ordenanzas, les dan el nombre de edictos.

XXV.— Cuando vino de Sicilia el colega de Marcelo, quería que se proclamase a otro dictador; como fuese muy ajeno de su carácter el ser violento en su opinión, se hizo de noche a la vela para Sicilia; y de este modo el pueblo nombró dictador a Quinto Fulvio: con todo, el Senado escribió a Marcelo para que lo designase él mismo; y mostrándose obediente, lo ejecutó así, suscribiendo a los deseos del pueblo; y él fue otra vez designado para continuar en el mando con la dignidad de procónsul.

Convino con Fabio Máximo en que éste se dirigiría contra Tarento, y que él, viniendo a las manos y distrayendo a Aníbal, le estorbaría que pudiera ir en socorro de los Tarentinos; en consecuencia de lo cual le acometió cerca de Canusio, y aunque éste mudaba de posiciones y andaba retirándose, se le aparecía por todas partes. Finalmente, estando paya fijar los reales, lo provocó con escaramuzas, y cuando iban a trabar la batalla, sobrevino la noche y los separo. Mas al día siguiente se halló ya Aníbal con que tenía su ejército sobre las armas; de manera que llegó a incomodarse, y reuniendo a los Cartagineses les rogó que en reñir aquella batalla excedieran a cuanto habían hecho en las anteriores: «Porque ya veis —les dijo— que no nos es dado reposar después de tantas victorias, ni tener holganza siendo los vencedores, si no espantamos a este hombre»; y con esto se comenzó la batalla. Parece que en ella, queriendo Marcelo usar de una estratagema que se vio ser intempestiva, cometió un yerro; en efecto, viendo maltratada su ala derecha, dio orden para que avanzara una de las legiones, y como este movimiento hubiese inducido turbación en los que peleaban, puso con esto la victoria en manos de los enemigos; habiendo muerto de los Romanos dos mil y setecientos hombres. Retiróse Marcelo a su campamento, y, reuniendo el ejército, le dijo que lo que era armas y cuerpos de Romanos, veía muchos; pero Romano, no veía ninguno. Pidiéronle perdón, y les respondió que no podía darlo a los vencidos, y sólo lo concedería si venciesen, pues al día siguiente habían de volver a la batalla, para que sus ciudadanos oyesen antes su victoria que su fuga; y dicho esto, mandó que a las escuadras vencidas se les repartiese cebada en vez de trigo; con lo que, sin embargo de que muchos se hallaban grave y peligrosamente heridos, se dice que ninguno sintió tanto en aquella ocasión sus males como estas palabras de Marcelo.

XXVI.— Al amanecer ya se vio expuesta, según la costumbre, la túnica de púrpura, que era el signo de que se iba a dar batalla, y, pidiendo las escuadras vencidas formar las primeras, les fue concedido: sacaron luego los tribunos las demás tropas, y anunciado que le fue a Aníbal: «¡Por Júpiter!» —exclamó— «¿Qué partido puede tomar nadie con un hombre que no sabe llevar ni la mala ni la buena suerte? Porque sólo él no da reposo cuando vence, ni le toma cuando es vencido; sino que siempre, a lo que se ve, tendremos que estar en pelea con un general que, para ser denodado y resuelto, ora salga bien, ora salga mal, halla siempre motivo en tenerse por afrentado». Trabáronse con esto las haces, y como de hombres a hombres se pelease de una y otra parte con igualdad, dio orden Aníbal para que, colocando en la primera fila los elefantes, los opusieran a la infantería romana. Produjo al punto esta medida gran turbación y desordenen los que iban los primeros, y entonces, tomando la insignia uno de los tribunos, llamado Fabio, se puso delante e hiriendo con el hierro de la lanza al primero de los elefantes le hizo retroceder. Pegó éste con el que tenía a la espalda y le ahuyentó con todos los demás que le seguían. Apenas lo observó Marcelo, dio orden a la caballería para que con violencia cargara a los que estaban ya en desorden y acabara de desconcertar y poner en huída a los enemigos. Acometieron aquellos con denuedo, y siguieron acuchillando a los Cartagineses hasta su mismo campamento; también los elefantes, tanto los que morían como los heridos, causaron gran daño, porque se dice que los muertos fueron más de ocho mil. De los Romanos murieron unos tres mil; pero heridos lo fueron casi todos; y esto dio a Aníbal la facilidad de levantar cómodamente el campo y retirarse lejos de Marcelo; porque no estaba en estado de perseguirle por los muchos heridos, sino que con reposo se encaminó a la Campania y pasó el verano en Sinuesa, para que se repusieran los soldados.

XXVII.— Aníbal, luego que respiró de Marcelo, considerando su ejército como libre de toda atadura, corrió toda la Italia, poniéndola en combustión; de resultas de lo cual era en Roma desacreditado Marcelo. Sus enemigos, pues, excitaron para que le acusase a Publicio Bíbulo, uno de los tribunos de la plebe, hombre violento y que poseía el arte de la palabra: el cual, congregando muchas veces al pueblo, consiguió persuadirle que diera el mando a otro general, porque Marcelo —dijo—, habiéndose ejercitado un poco en la guerra, se ha retirado ya como de la palestra a los baños calientes, para cuidar de su persona. Llególo a entender Marcelo, y dejando encargado el ejército a los legados, marchó a Roma a vindicarse de aquellas calumnias, encontrándose con que ya se le había formado causa sobre ellas. Señalóse día, y reunido el pueblo en el Circo Flaminio, se levantó Bíbulo a hacer su acusación; defendióse Marcelo, diciendo por sí mismo pocas y muy sencillas razones; pero de los primeros y más señalados ciudadanos tomaron varios con intrepidez y energía su causa, advirtiendo a los demás que no se mostrasen menos rectos jueces que el mismo enemigo, condenando por cobardía a Marcelo, cuando era el único general de quien aquel huía, teniendo tan resuelto no pelear con éste como pelear con los demás. Oídos estos discursos, quedó el acusador tan frustrado en sus esperanzas, que, no solamente fue Marcelo absuelto de los cargos, sino que se le nombró por quinta vez cónsul.

XXVIII.— Encargado del mando, lo primero que hizo fue apaciguar en la Etruria un gran movimiento que para la rebelión se había suscitado, visitando por sí mismo las ciudades. Quiso después dedicar un templo que con los despojos de la Sicilia había construido a la Gloria y a la Virtud; y como en la empresa le detuviesen los sacerdotes a causa de no tener por conforme que un solo templo contuviera dos divinidades, comenzó de nueva a edificar otro, no tanto por no llevar bien aquella oposición como por tenerla a mal agüero. Porque concurrieron a sobresaltarle diferentes prodigios, como haber sido tocados del rayo algunos templos, y haber roído los ratones el oro del templo de Júpiter. Díjose también que, un buey había articulado voz humana, y que había nacido un niño con cabeza de elefante, por lo que los agoreros, dificultando sobre las libaciones y los conjuros, le detuvieron en Roma, a pesar de su inquietud y ardimiento: pues no hubo jamás hombre inflamado de más vehemente deseo que el que tenía Marcelo de terminar la guerra con Aníbal. En esto soñaba por la noche; de esto conversaba con sus amigos y colegas; y su única voz para con los Dioses era que le diesen cautivar a Aníbal; y si hubiera sido posible que los dos ejércitos hubieran estado encerrados dentro de un mismo muro o de un mismo campamento, me parece que su mayor placer habría sido luchar con él; de manera que a no hallarle tan colmado de gloria y haber dado tantas pruebas de ser un general juicioso y prudente, podría acaso decirse que en este negocio había sido arrebatado de un ardor más juvenil que el que a su edad convenía: porque era ya de más de sesenta años cuando obtuvo el quinto consulado.

XXIX.— Hechos que fueron todos los sacrificios y purificaciones que los agoreros decretaron, partió con su colega a la guerra; y puesto entre las ciudades de Bancia y Venusia, provocó por bastante tiempo a Aníbal, el cual no bajó a presentar batalla; pero habiendo entendido que aquellos habían enviado tropas a los Locros Epicefirios, armándoles una celada al pie de la montaña de Petelia, les mató dos mil y quinientos hombres. Enardeció más esto a Marcelo para la batalla, y así acercó todavía mucho más sus fuerzas. En medio de los dos campos había un collado, que ofrecía bastante defensa, aunque poblado de muchos arbustos; el cual, además, tenía cañadas y concavidades a una y otra falda, abundando también en fuentes que despedían raudales de agua. Maravilláronse, pues, los Romanos de Aníbal que, habiendo sido el primero en tomar posiciones, no había ocupado aquel lugar, sino que lo había dejado a los enemigos; y es que, no obstante haberle parecido a propósito para acampar, lo juzgó más propio para poner celadas; y, prefiriendo el destinarlo a este objeto, sembró de tiradores y lanceros la espesura y las cañadas, persuadido de que la disposición del terreno atraería a los Romanos: esperanza que no le salió vana, porque al momento se movió en el ejército romano la conversación de que era preciso ocupar aquel puesto; y echándola de generales anunciaban que serían muy superiores a los enemigos fijando allí su campo o fortificando aquella altura. Túvose por conveniente que Marcelo se adelantase con algunos caballos a hacer un reconocimiento, mas antes, teniendo consigo un agorero, quiso sacrificar: y muerta la primera víctima, le mostró el agorero el hígado, que carecía de asidero; sacrificada luego la segunda, apareció un asidero de extraordinaria magnitud, y todo se manifestó sumamente fausto, con lo que se creyó desvanecido el primer susto: con todo, los agoreros insistían en que todavía aquello inducía mayor miedo y terror, porque la mezcla de lo próspero con lo adverso debía hacer sospechar mudanzas. Mas, como decía Píndaro:

Al hado estatuido no le atajan
ni fuego ardiente ni acerado muro.

Marchó, pues, llevando consigo a su colega Crispino, y a su hijo, que era tribuno, con unos doscientos y veinte de a caballo, entre los cuales no había ningún Romano, sino que los más eran Etruscos, y como cuarenta Fregelanos, que siempre se habían mostrado obedientes y fieles a Marcelo. Como el collado era, según se ha dicho, poblado de espesura y sombrío, un hombre sentado en la eminencia estaba en observación de los enemigos, registrando, sin ser visto, el ejército de los Romanos, y, dando aviso de lo que pasaba a los lanceros, dejaron éstos que Marcelo, que se adelantaba en su reconocimiento, llegase cerca, y levantándose de pronto le cercaron a un tiempo por todas partes y empezaron a tirar dardos, a herir y a perseguir a los fugitivos, trabando pelea con los que hacían frente, que eran solos los cuarenta Fregelanos; los Etruscos, en efecto, fueron ahuyentados desde el principio, y éstos, dando la cara, se defendieron, protegiendo a los cónsules, hasta que Crispino, herido con dos dardos, dio a huir con su caballo y Marcelo fue traspasado por un costado con un hierro ancho, al que los Romanos llaman lanza. Entonces los pocos Fregelanos que estaban presentes le abandonaron viéndole ya en tierra, y arrebatando al hijo, que también se hallaba herido, se retiraron al campamento. Los muertos fueron poco más de cuarenta, quedando cautivo de los lictores cinco, y de los de a caballo diez y ocho. Murió también Crispino de sus heridas, habiendo sobrevivido muy pocos días; y entonces por la primera vez sufrieron los Romanos un descalabro nunca antes visto, que fue morir los dos cónsules en un mismo combate.

XXX.— De todos los demás hizo Aníbal muy poca cuenta; pero al oír que Marcelo había muerto, marchó inmediatamente al sitio, y parándose ante el cadáver, estuvo mucho tiempo considerando la robustez y belleza de su persona, sin proferir expresión alguna de vanagloria, ni manifestar regocijo en su semblante, como otro quizá lo hubiera hecho al ver muerto tan grave y poderoso enemigo; sino que, admirado de lo extraño del caso, le quitó, sí, el anillo: pero adornando y componiendo el cuerpo con el conveniente decoro, lo hizo quemar, y recogiendo las cenizas en una urna de plata, que ciñó con corona de oro, las envió al hijo. Algunos Númidas asaltaron a los que las conducían y se arrojaron a quitarles la urna, y como los otros trataran de recobrarla, en la lucha y contienda arrojaron por el suelo las cenizas. Súpolo Aníbal, y prorrumpió ante los que con él estaban en la expresión de que es imposible hacer nada contra la voluntad divina, y, aunque castigó a los Númidas, ya no volvió a pensar en recoger y enviar los huesos, como dando por supuesto que por alguna particular disposición de Dios había sucedido por un modo extraño la muerte de Marcelo y el que quedase insepulto. Así es como lo refieren Cornelio Nepote y Valerio Máximo; pero Livio y César Augusto afirman que la urna fue llevada a poder del hijo, y que se le dio honrosa sepultura.

Sin contar las dedicaciones de Roma, consagró Marcelo un gimnasio en Catana de Sicilia y estatuas y cuadros de los de Siracusa, que colocó, en Samotracia, en el templo de los Dioses que llaman Cabirios, y en el templo de Atenea junto a Lindo. En éste, según dice Posidonio, se había puesto a su estatua esta inscripción:

El astro claro de la patria Roma,
descendiente de ilustres genitores,
Marcelo Claudio es, huésped, el que miras.
La dignidad de Cónsul siete veces
regentó en la ciudad del fiero Marte,
siendo de sus contrarios grande estrago.

Por lo que se echa de ver, el que hizo la inscripción añadió a los cinco consulados los dos proconsulados que obtuvo también Marcelo.

Su linaje permaneció siempre ilustre, hasta Marcelo, el sobrino de César, que era hijo de Octavia, hermana de éste, tenido de Gayo Marcelo. Ejerciendo la dignidad de edil de los Romanos murió recién casado, habiendo gozado muy poco tiempo de la compañía de la hija de César. En su honor y memoria su madre Octavia le dedicó una biblioteca y César un teatro, que se llamó de Marcelo.

COMPARACIÓN DE PELÓPIDAS Y MARCELO

I.— Lo que se deja dicho es cuanto nos ha parecido digno de referirse acerca de Marcelo y de Pelópidas; mas entre las cosas que les fueron comunes por naturaleza y por hábito, siendo por ellas justamente contrapuestos, pues ambos fueron valientes, sufridos, fogosos y de grandes alientos, parece que sólo se encuentra diferencia en que Marcelo hizo derramar sangre en muchas de las ciudades que subyugó, mientras que Epaminondas y Pelópidas a nadie dieron muerte después de vencedores, ni esclavizaron las ciudades; y aun de los Tebanos se dice que no habrían tratado así a los Orcomenios, si éstos hubiesen estado presentes. Entre las hazañas de Marcelo, las más admirables y señaladas tuvieron lugar contra los Galos, y fueron haber ahuyentado tan inmensa muchedumbre de infantería y caballería con los pocos caballos que mandaba, lo que no se dirá fácilmente de ningún otro general, y haber dado muerte por su mano al caudillo de los enemigos; y en igual caso Pelópidas no salió con su intento, sino que fue cautivado por el tirano, recibiendo daño en vez de causarlo.

Con todo, a aquellas proezas pueden muy bien oponerse las batallas de Leuctra y Tegiras, sumamente ilustres y celebradas. Por lo que hace a victoria conseguida por medios ocultos e insidiosos, no tenemos de Marcelo ninguna que sea comparable con la alcanzada por Pelópidas, cuando después de su vuelta del destierro dio en Tebas muerte a los tiranos; hazaña que sobresalió mucho entre cuantas se han ejecutado en tinieblas y con asechanzas. Aníbal, enemigo terrible, fatigaba a los Romanos, al modo que a los Tebanos los Lacedemonios, y es cosa bien cierta que Pelópidas los venció y puso en fuga en Tegiras y en Leuctra; pero Marcelo ni una sola vez venció a Aníbal, según dice Polibio; sino que éste parece haberse conservado invencible hasta Escipión. Sin embargo, nosotros damos más crédito a Livio, César y Nepote, y de los Griegos al rey Juba, que refieren haber Marcelo derrotado y puesto en fuga algunas veces a las tropas de Aníbal, bien que estos descalabros no tuvieron nunca gran consecuencia, pareciendo que era una falsa caída la que experimentó el africano en estos encuentros. Fue ciertamente admirable, más de lo que alcanza a imaginarse, aquel que después de tantas derrotas de ejércitos, de tantas muertes de generales, y de haber estado vacilante todo el poder de Roma, infundió ánimo en los soldados para hacer frente. Y éste, que al antiguo miedo y terror sustituyó en el ejército el valor y la emulación, hasta no ceder fácilmente sin la victoria, y antes disputarla y sostenerse con aliento y con brío, no fue otro que Marcelo; porque acostumbrados antes a fuerza de desgracias a darse por bien librados si con la fuga escapaban de Aníbal, los enseñó a tenerse por afrentados si sobrevivían al vencimiento, a avergonzarse si un punto se movían de su puesto, y a apesadumbrarse si no salían vencedores.

II.— Pelópidas no fue vencido en ninguna batalla en que tuvo el mando, y Marcelo venció muchas mandando a los Romanos; por tanto, parece que con lo invicto del uno podrán ponerse a la par lo difícil de ser vencido del otro y el gran número de sus triunfos. Marcelo tomó a Siracusa, y Pelópidas no pudo apoderarse de la capital de los Lacedemonios; pero con todo, tengo por de más mérito que el tomar a Sicilia el haberse acercado a Esparta y haber sido el primer hombre que en guerra pasó el Eurotas; a no ser que alguno oponga que esto se debe más atribuir a Epaminondas que a Pelópidas, igualmente que la jornada de Leuctra, mientras que Marcelo en sus grandes hechos no tuvo que partir su gloria con nadie. Porque él sólo tomó a Siracusa, y sin concurrencia de otro alguno derrotó a los Galos; y contra Aníbal, cuando nadie se sostenía, y antes todos se retiraban, él sólo hizo frente, y mudando el aspecto de la guerra fue el primero que estableció el valor.

III.— Ni de uno ni de otro de estos ilustres varones puedo alabar la muerte; antes me aflijo y disgusto con lo extraño de su fallecimiento, causándome sorpresa el que Aníbal en tantas batallas, que apenas pueden contarse, ni una vez fuese herido, así como admiro a Crisantas, que, según se dice en la Ciropedía, teniendo ya levantada la espada, y estando para descargar el golpe sobre el enemigo, como oyese en aquel momento que la trompeta tocaba a retirada, dejándole ileso se retiró con el mayor reposo y mansedumbre. Con todo, a Pelópidas le disculpa el que en el acto mismo de la batalla y con el calor de ella le arrebató la ira a que convenientemente se vengase; porque lo más laudable es que el general quede salvo después de la victoria, y si no pudiese evitar la muerte, que con virtud salga de la vida, según expresión de Eurípides; pues entonces el morir, que ordinariamente consiste en padecer, se convierte en una acción gloriosa. Además de la ira concurría también el fin de la victoria, que era a los ojos de Pelópidas la muerte del tirano, para no graduar enteramente de temerario su arrojo; pues es difícil encontrar para aquel acto de valor otro designio más brillante ni más decoroso. Mas Marcelo, sin que pudiera proponerse una gran ventaja, y sin que el ardor de la pelea le arrebatase y sacase de tino, imprudentemente se arrojó al peligro, corriendo a una muerte no propia de un general, sino de un batidor o de un centinela, y poniendo a los pies de los Iberos y Númidas, que hacían la vanguardia de los Cartagineses, sus cinco consulados, sus tres triunfos y los despojos y trofeos que de reyes había alcanzado. Así es que ellos mismos miraron con pena tal suceso, y el que un varón tan señalado en virtud entre los Romanos, tan grande en poder y en gloria tan esclarecido, se malograra de aquel modo entre los exploradores Fregelanos. No quisiera que estas cosas se tomaran por acusación de tan excelentes varones, sino más bien por un enfado y desahogo con ellos mismos y con su valor, al que sacrificaron sus otras virtudes, no teniendo la debida cuenta con sus vidas y sus personas, como si sólo murieran para sí, y no más bien para su patria, sus amigos y sus aliados. Después de muertos, del entierro de Pelópidas cuidaron aquellos por quienes murió, y del de Marcelo, los enemigos que le dieron muerte; y aunque lo primero es apetecible y glorioso, excede todavía, a la gratitud que paga beneficios, la enemistad que rinde homenaje a la misma virtud que la ofende; porque en esto no sobresale más que el honor, y en aquello lo que se descubre es el provecho y utilidad que se reportó de la virtud.

VOLUMEN IV

ARISTIDES Y MARCO CATÓN

ARISTIDES

I.— Aristides, hijo de Lisímaco, era de la tribu Antióquide y de la curia Alopecense. Acerca de su patrimonio corren diferentes opiniones, diciendo algunos que pasó su vida en continua pobreza, y que a su muerte dejó dos hijas, que estuvieron mucho tiempo sin casar por la estrechez de su fortuna. Mas contra esta opinión, sostenida por muchos, tomó partido Demetrio Falereo en su Sócrates, refiriendo que en Falera conoció cierto territorio que se decía de Aristides, en el que había sido sepultado. Hay además algunos indicios de que su casa era acomodada, de los cuales es uno el haber obtenido por suerte la dignidad de Epónimo, que no se sorteaba sino entre los que eran de las familias que poseían el mayor censo, a los que llamaban quinienteños. Otro indicio es el ostracismo, porque no le sufría ninguno de los pobres, sino los que eran de casas grandes, sujetos a la envidia por la vanidad del linaje. Tercero y último, haber dejado en el templo de Baco, por ofrenda de la victoria obtenida con un coro, unos trípodes que todavía se muestran hoy, conservando esta inscripción: «La tribu Antióquide venció; conducía el coro Aristides, y Arquéstrato fue el que ensayó el coro». Pero éste, que parece el más fuerte, es sumamente débil; porque también Epaminondas, que nadie ignora haberse criado y haber vivido en suma pobreza, y Platón el filósofo, dieron unos coros que merecieron aprecio: el uno de flautistas, y el otro, de jóvenes llamados cíclicos, suministrando a éste para el gasto Dión de Siracusa, y a Epaminondas, Pelópidas; no estando los hombres de bien reñidos en implacable e irreconciliable guerra con las dádivas de los amigos, sino que teniendo por indecorosas y bajas las que se reciben por avaricia, no desechan aquellas que no se toman por lucro, sino para cosas de honor y lucimiento. Panecio manifiesta que, en cuanto al trípode, se dejó engañar Demetrio de la semejanza de los nombres. Desde la guerra pérsica hasta el fin de la del Peloponeso sólo se halla, en efecto, haber vencido con coro dos Aristides, de los cuales ninguno era este hijo de Lisímaco, sino que el padre de uno fue Jenófilo y el otro fue mucho más moderno; como lo convencen el modo de la escritura, que es de tiempo posterior a Euclides, y el hablarse de Arquéstrato, de quien en el tiempo de la guerra pérsica ninguno dice que fuese maestro de coros, cuando en el tiempo de la del Peloponeso son muchos los que lo atestiguan; mas esto de Panecio necesita de mayor examen. Por lo que hace al ostracismo, incurría en él todo el que parecía sobresalir entre los demás por su fama, por su linaje o por su facundia en el decir; así es que Damón, maestro de Pericles, sufrió el ostracismo por parecer que era aventajado en prudencia, e Idomeneo dice que Aristides fue Arconte no por suerte, sino por elección de los Atenienses; y si fue llamado al mando después de la batalla de Platea, como el mismo Demetrio dice, es muy probable que en tanta gloria, y después de tales hazañas, se le contemplase por su virtud digno de aquella autoridad, que otros alcanzaban por sus riquezas. De otra parte, es bien sabido que Demetrio, no sólo en cuanto a Aristides, sino también en cuanto a Sócrates, tomó el empeño de eximirle de la pobreza como de un gran mal; porque dice que éste no sólo tenía una casa, sino setenta minas puestas a logro en casa de Critón.

II.— Aristides trabó amistad con Clístenes, el que restableció el gobierno después de la expulsión de los tiranos; mirando especialmente con emulación y asombro, entre todos los dados a la política, a Licurgo, legislador de los Lacedemonios, se inclinó al gobierno aristocrático, pero tuvo por rival para con el pueblo a Temístocles, hijo de Neocles. Algunos refieren que, siendo ambos muchachos, y educados juntos desde el principio, siempre disintieron el uno del otro, tanto en las cosas de algún cuidado como en las de recreo y diversión, y que al punto se manifestaron sus caracteres por esta especie de contrariedad; siendo el del uno blando, manejable y versátil, prestándose a todo con facilidad y prontitud, y el del otro, firme en un propósito, inflexible en cuanto a lo justo y enemigo de la mentira, de las chanzas y del engaño, aun en las cosas de juego. Aristón de Ceo dice que la enemistad de ambos dimanó de ciertos amores, hasta llegar al último punto: porque enamorados de Estesilao, natural de Ceo, sumamente gracioso en la forma y figura de su cuerpo, llevaron tan mal la competencia, que aun después de marchita la hermosura de aquel joven no cesaron en su oposición; sino que como si se hubieran ensayado en aquel objeto, con el mismo afecto pasaron al gobierno, acalorados y encontrados el uno con el otro. Y Temístocles, dándose a cultivar amistades, alcanzó un influjo y poder de ningún modo despreciable; así es que a uno que le propuso que el modo de gobernar bien a los Atenienses sería el que se mostrase igual e imparcial a todos: «No querría —le respondió— sentarme en una silla en la que no alcanzaran más de mí los amigos que los extraños»; mas Aristides, manteniéndose solo, siguió en el gobierno otro camino particular: lo primero, porque ni quería tener condescendencias injustas con sus amigos ni tampoco disgustarlos, no haciéndoles favores; lo segundo, porque veía que el poder de los amigos alentaba a muchos para ser injustos, y él entendía que el buen ciudadano no debía poner su confianza sino en hacer y decir cosas justas y honestas.

III.— Promovía Temístocles muchas cosas arriesgadas, y en todo lo relativo a gobierno le contradecía y estorbaba; por lo que se vio Aristides precisado a oponerse a muchos de los intentos de aquel; unas veces para defenderse, y otras para contener su poder, acrecentado por el favor del pueblo: teniendo por menos malo privar a la ciudad de alguna cosa beneficiosa que no el que aquel se envalentonase saliéndose con todo. De modo que en una ocasión, habiendo Temístocles propuesto una cosa conveniente, la resistió, sin embargo, y repugnó, aunque no pudo estorbarla, y al retirarse de la junta pública prorrumpió en la expresión de que no podría salvarse la república de Atenas si a Temístocles y a él no los arrojaban en una sima. En otra ocasión propuso al pueblo un proyecto de decreto, y aunque fue muy contradicho y disputado, conoció que iba a prevalecer; y cuando ya se estaba para recoger los votos de orden del Arconte, convencido, desengañado por la discusión, de lo que convenía, retiró su proposición. Muchas veces hizo sus propuestas por medio de otros, a fin de evitar que su contraposición con Temístocles sirviese de impedimento para lo que era de bien público. Mas lo que sobre todo pareció maravilloso fue su igualdad en las mudanzas a que expone el mando, no engriéndose con los honores y manteniéndose siempre tranquilo y sosegado en las adversidades, por estar en la inteligencia de que exigía el bien de la patria que en servirla se mostrase desinteresado, no sólo con respecto a la riqueza, sino con respecto también a la gloria. De aquí provino, sin duda, que representándose en el teatro estos yambos de Esquilo, relativos a Anfiarao,

Quiere no parecer, sino ser justo:
En su alma el saber echadas tiene hondas raíces,
y copioso fruto de excelentes y útiles consejos,

todos se volvieron a mirar a Aristides, como que de él era propia aquella virtud.

IV.— No sólo contra la benevolencia y el agrado, sino también contra la ira y enemistad, era bastante poderoso a resistir por sostener lo justo. Dícese, pues, que persiguiendo una ocasión a un enemigo en el tribunal, como no quisiesen los jueces, después de la acusación, oír al tratado como reo, sino que pidiesen el pasar a votar contra él, se puso Aristides a su lado a pedir también que se le diese audiencia y fuese tratado conforme a las leyes. Juzgaba otra vez a dos particulares, y diciendo el uno que su contrario había hecho muchas cosas en defensa de Aristides, le contestó: «No, amigo; tú di si te ha hecho a ti alguna ofensa, porque no soy yo, sino tú, el que ha de ser juzgado».

Eligiéronle procurador de las rentas públicas, y no sólo descubrió que habían sustraído caudales los Arcontes de su tiempo, sino también los que le habían precedido, y más especialmente Temístocles.

Que era largo de manos, aunque sabio.

Por esta causa suscitó éste a muchos contra Aristides, y persiguiéndole al dar sus cuentas hizo que se le formase causa y condenase por ocultación, según dice Idomeneo: pero como por ello se hubiesen disgustado los primeros y más autorizados de la ciudad, no sólo salió libre de todo cargo y multa, sino que volvieron a elegirle para la misma magistratura. Hizo como que estaba arrepentido de su primer método, manifestándose más benigno; con lo que tuvo gratos a los usurpadores de los caudales públicos, porque no se lo echaba en cara ni llevaba las cosas con rigor; de manera que, enriquecidos con sus rapiñas, colmaban de alabanzas a Aristides e intercedían ansiosos con el pueblo para que todavía le eligieran otra vez; mas cuando ya iban a votarle, increpó a los Atenienses, diciéndoles: «¡Conque cuando me conduje bien y fielmente me maltratasteis, y cuando he dejado abandonados crecidos caudales en manos rapaces me tenéis por el mejor ciudadano! Pues más me avergüenzo del honor que ahora me hacéis que de la injusticia pasada; y me indigno contra vosotros, para quienes parece más glorioso el favorecer a los malos que defender los intereses de la república». Dicho esto, descubrió las malversaciones, con lo que hizo callar a sus panegiristas y encomiadores, y recibió de los hombres de bien una verdadera y justa alabanza.

V.— Cuando Datis, enviado por Darío en apariencia a tomar venganza de los Atenienses por haber incendiado a Sardis, pero en realidad a subyugar a los Griegos, se apoderó de Maratón y arrasó la comarca, entre los generales nombrados por los Atenienses para aquella guerra tenía el mayor crédito Milcíades, pero en gloria e influjo era Aristides el segundo; y habiéndose adherido entonces, en cuanto a la batalla, al dictamen de Milcíades, no fue quien menos lo hizo prevalecer. Alternaban los generales en el mando por días, y cuando le llegó su turno lo pasó a Milcíades, enseñando así a sus colegas que el obedecer y sujetarse a los más entendidos, no sólo es un desdoro, sino más bien laudable y provechoso. Calmando por este término la emulación, y haciendo entender a todos cuánto convenía gobernarse por la inteligencia y disposiciones de uno solo, dio mayor aliento a Milcíades, asegurándolo en sus proyectos con no tener que alternar en la autoridad: porque no haciendo ya cuenta con mandar cada uno en su día, le quedó a aquel indivisa.

En la batalla, habiendo sido el centro de los Atenienses el más combatido, por haber cargado los bárbaros con el mayor encarnizamiento contra las tribus Leóntide y Antióquide, pelearon valerosamente Temístocles y Aristides, que formaban muy cerca el uno del otro, por ser de la Leóntide aquel y de la Antióquide éste. Como después de haber puesto en retirada a los bárbaros y haberse embarcado éstos observasen los Atenienses que no hacían rumbo hacia las islas, sino que el viento y el mar los impelían hacia afuera, con dirección al Ática, temiendo no se hallase la ciudad falta de defensores, se encaminaron solícitos hacia ella con las nueve tribus, y concluyeron su marcha en el mismo día. Quedó en Maratón Aristides con su tribu para custodia de los cautivos y de los despojos, y no frustró la opinión que de él se tenía, sino que habiendo copia de oro y plata, de ropas de todos géneros y de toda suerte de efectos en número increíble en las tiendas y en los buques apresados, ni él mismo tocó a nada, ni permitió que tocase ninguno otro, a no ser que algunos ocultamente tomasen alguna cosa; de cuyo número fue Calias el daduco portaantorcha; porque, a lo que parece, a éste fue a presentársele uno de los bárbaros, creyendo, por la cabellera y por el turbante, que era un rey, y saludándole y tomándole la diestra le manifestó que había mucho oro enterrado en cierto hoyo; y Calias, hombre el más cruel y el más injusto, fue, cogió el oro, y al bárbaro, para que no lo revelara a otros, le quitó la vida. De aquí dicen que viene el que los cómicos llamen a los de su parentela ricos de hoyo, con alusión al lugar en que Calias encontró aquel oro. Dióse inmediatamente después a Aristides la dignidad de Epónimo, aunque Demetrio Falereo es de opinión que la obtuvo poco antes de su muerte, después de la batalla de Platea. Con todo, en los fastos después de Jantípides, en cuyo año fue vencido Mardonio en Platea, en muchos años no se encuentra ninguno denominado Aristides, y después de Fanipo, en cuyo tiempo se alcanzó la victoria de Maratón, en seguida está escrito el nombre del Arconte Aristides.

VI.— Entre todas sus virtudes, la que más se dio a conocer al pueblo fue la justicia, porque su utilidad es más continua y comprende a todos: así, un hombre pobre y plebeyo alcanzó el más excelente y divino renombre, llamándole todos el justo; renombre a que no aspiró nunca ninguno de los reyes ni de los tiranos, queriendo más algunos de ellos apellidarse sitiadores, fulminadores, vencedores y aun algunos águilas y gavilanes: prefiriendo, a lo que parece, la gloria que dan la fuerza y el poder a la que proviene de la virtud. Y si lo admirable y divino, en cuya posesión y goce tanto manifiestan complacerse, se distingue principalmente por estas tres calidades, indestructibilidad, poder y virtud, de ellas ésta es la más respetable y divina; porque lo indestructible conviene también al vacío y a los elementos, y poder lo tienen grande los terremotos, los rayos, los remolinos de viento y las inundaciones de los torrentes; de lo justo y del derecho nada hay, en cambio, que participe sino siguiendo los dictámenes de la razón y de la prudencia. Por tanto, siendo asimismo tres los afectos que en los más de los hombres excita lo divino, a saber: deseo, miedo y respeto, aspiran, como que en ello consiste su felicidad, por lo indestructible y eterno; temen y se sobresaltan con la dominación y el poder; pero aman, acatan y veneran a la justicia. Y con ser esto así, ansían por la inmortalidad, que nuestra caduca naturaleza no admite, y por el poder, que en la mayor parte depende de la fortuna; poniendo en el último lugar a la virtud, de todos estos bienes que reputamos divinos el único que está en nuestro albedrío; en lo que van muy engañados, no reflexionando que a la vida pasada en el poder y la fortuna la justicia la hace digna de los dioses, y la injusticia, propia de las fieras.

VII.— Aunque a Aristides al principio le fue muy lisonjero aquel sobrenombre, últimamente vino a conciliarle envidia, principalmente por el cuidado que puso Temístocles en sembrar el rumor entre la muchedumbre de que Aristides, haciendo inútiles los tribunales con meterse a juzgarlo y decidirlo todo, aspiraba sordamente a prepararse sin armas una monarquía. Además de esto, engreído el pueblo con la victoria, y creído de que de todo era por sí capaz, no podía aguantar a los que tenían un nombre y una fama que oscurecían a los demás. Concurriendo, pues, a la ciudad de todas partes, destierran a Aristides por medio del ostracismo, apellidando miedo de la tiranía lo que era envidia de su gloria. Porque el ostracismo no era pena de alguna mala acción, sino que por cierta delicadeza se le llamaba humillación y castigo del orgullo, y de un poder inaguantable, cuando en realidad no era más que un suave consuelo de la envidia, que no usaba medios insufribles, sino que se libraba, con una mudanza de país por diez años, de una incómoda molestia; cuando más tarde algunos empezaron a sujetar a esta especie de destierro a hombres bajos y conocidamente malos, de los cuales el último fue Hipérbolo, hubieron de abandonarla. Dícese que para sujetar a Hipérbolo al ostracismo sucedió lo siguiente: desacordaban entre si Alcibíades y Nicias, que eran los de mayor influjo en la ciudad, y cuando el pueblo iba a echar la concha, sabiendo los unos de los otros a quién iban a escribir en ella, se confabularon por fin ambos partidos, y, de común convenio, trataron de desterrar a Hipérbolo. Reflexionó luego el pueblo, y creyendo desacreditado y afrentado aquel medio político, lo dejó y abolió para siempre. Explicaremos en pocas palabras lo que era aquel medio: tomaba cada uno de los ciudadanos una concha, y escribiendo en ella el nombre del que quería saliese desterrado, la llevaba a cierto lugar de la plaza cerrado con verjas. Contaban luego los Arcontes primero el número de todas las conchas que allí había, porque si no llegaban a seis mil los votantes, no había ostracismo. Después iban separando los nombres, y aquel cuyo nombre había sido escrito en más conchas era publicado como desterrado por diez años, dejándosele disponer de sus cosas. Estaban en esta operación de escribir las conchas, cuando se dice que un hombre del campo, que no sabía escribir, dio la concha a Aristides, a quien casualmente tenía a mano, y le encargó que escribiese Aristides; y como éste se sorprendiese y le preguntase si le había hecho algún agravio: «Ninguno —respondió—, ni siquiera lo conozco, sino que ya estoy fastidiado de oír continuamente que le llaman el justo»; y que Aristides, oído esto, nada le contestó, y escribiendo su nombre en la concha, se la volvió. Desterrado de la ciudad, levantando las manos al cielo, hizo una plegaria enteramente contraria a la de Aquiles, pidiendo a los Dioses que no llegara tiempo en que los Atenienses tuvieran que acordarse de Aristides.

VIII.— Al cabo de tres años, cuando Jerjes por la Tesalia y la Beocia se encaminaba contra el Ática, abolieron la ley, y permitieron a todos los desterrados la vuelta; por temor, principalmente, de que Aristides, uniéndose con los enemigos, sedujese y atrajese a muchos de los ciudadanos al partido del bárbaro; en lo que manifestaron no conocer bien a este insigne varón, que antes de aquella providencia estaba ya trabajando en acalorar a los Griegos para defender su libertad, y después de ella, siendo Temístocles el que tenía el mando absoluto, nada dejó por hacer, de obra o de consejo, para que con la salvación de todos alcanzara su enemigo la mayor gloria. Porque teniendo Euribíades resuelto abandonar a Salamina, como las galeras de los bárbaros, dando por la noche la vela y, navegando en círculo, hubiesen tomado el paso y las islas, sin que nadie tuviese conocimiento de este bloqueo, Aristides vino apresuradamente de Egina, pasando por entre las naves enemigas, presentóse asimismo por la noche en la cámara de Temístocles, le llamó afuera a él solo, y le habló de esta manera: «Nosotros ¡oh Temístocles!, si es que tenemos juicio, nos olvidaremos de nuestra vana y juvenil discordia y entablaremos otra contienda más saludable y digna de loor, disputando entre los dos sobre salvar a la Grecia: tú, como caudillo y general, y yo, como soldado y consejero: puesto que sé que tú solo has tomado la mejor resolución, ordenando que se trabe combate cuanto antes en este estrecho; y cuando nuestros aliados te se oponían, parece que los enemigos se han puesto de tu parte. Porque el mar al frente y todo alrededor está ya ocupado por naves enemigas, de manera que aun los que rehusaban se ven en la necesidad de mostrar valor y entrar en combate, por haberse cortado todo camino a la retirada». Respondióle a esto Temístocles: «No permitiré ¡oh Aristides! que en esta ocasión me excedas en virtud, sino que, contendiendo con tu glorioso propósito, procuraré aventajarme en las obras»; y dicho esto, le descubrió el engaño y estratagema de que se había valido con el bárbaro, exhortándolo a que persuadiera a Euribíades y le hiciera ver que no había arbitrio para salvarse sin combatir, porque a él le creería mejor. Así es que en la conferencia de los generales, diciendo Cleócrito de Corinto a Temístocles que ni Aristides aprobaba su dictamen, pues que hallándose presente callaba, replicó Aristides: «No callaría yo de ninguna manera si Temístocles no propusiese lo mejor; mas ahora guardo silencio, no porque le tenga consideración, sino porque soy de su parecer».

IX.— Esto fue lo que pasó entre los caudillos de la armada de los Griegos; mas Aristides, sabedor de que Psitalea, que es una isla pequeña junto al estrecho de Salamina, había sido ocupada por gran número de enemigos, tomó consigo en unas lanchas a los ciudadanos más decididos y animosos, aportó a la isleta, y trabando combate con los bárbaros les dio muerte a todos, a excepción de unos cuantos de los más distinguidos entre ellos, a quienes hizo cautivos. Entre éstos había tres hijos de una hermana del rey, llamada Sandauca, los cuales remitió al instante a Temístocles, y se dice que de mandato del agorero Eufrántides fueron sacrificados, según cierto oráculo, a Baco Omesta. En seguida, distribuyendo Aristides soldados de infantería por toda la isla los tuvo en celada contra los que aportasen a ella; mal de modo que en nada ofendiesen a los amigos ni dejasen ir salvos a los enemigos: pues parece que el principal concurso de las naves y lo más recio de la batalla vino a ser hacia aquel punto por lo que levantó trofeo en Psitalea. Después de la batalla, queriendo Temístocles probar a Aristides, le dijo que, si bien era muy grande la obra que habían hecho, todavía les faltaba lo mejor, que era tomar el Asia en la Europa, navegando velozmente al Helesponto y cortando el puente; mas como le replicase Aristides que debía abandonarse aquel pensamiento y ver cómo harían que el Medo saliese cuanto antes de la Grecia, no fuese que encerrado por falta de salida la necesidad le obligase a defenderse con tan inmensas fuerzas, Temístocles despachó al eunuco Arnaces, que era uno de los cautivos, para que dijese al rey en secreto que él había disuadido a los Griegos del intento de ir a cortar los puentes, con el objeto de que el rey se pusiese en salvo.

X.— Cobró Jerjes miedo con esta noticia, y así, a toda priesa se encaminó al Helesponto. Quedó en Grecia Mardonio, que tenía consigo lo más aguerrido del ejército, en número unos trescientos mil hombres, fuerza con que se hacía temible, poniendo principalmente su esperanza en la infantería, y con la que amenazaba a los Griegos, a quienes escribió en estos términos: «Vencisteis con marítimos leños a unos hombres de tierra adentro, poco diestros en manejar el remo; pero ahora la tierra de los Tésalos es llana y los campos de los Beocios muy a propósito para combatir con caballería e infantería». A los Atenienses les escribió aparte a nombre del rey, prometiéndoles que levantaría de nuevo su ciudad, los colmaría de bienes y les daría el dominio sobre los demás Griegos, con tal que se apartasen de la guerra. Entendiéronlo los Lacedemonios, y concibiendo temor enviaron a Atenas mensajeros con la propuesta de que mandaran a Esparta sus mujeres y sus hijos, y que para sus ancianos tomasen de los mismos Lacedemonios el sustento necesario: pero era extrema la miseria de los Atenienses, habiendo perdido sus campiñas y su ciudad. Oídos los mensajeros, les dieron, siendo Aristides quien propuso el decreto, una admirable respuesta; diciéndoles que a los enemigos les perdonaban el que creyesen que todo se compraba con el dinero y las riquezas, pues que no conocían cosas de más precio, pero no podían llevar con paciencia que los Lacedemonios sólo pusiesen la vista en la pobreza y miseria que afligía a los Atenienses, olvidándose de la virtud y del honor, para proponerles que por el precio del alimento combatieran en defensa de la Grecia. Así lo escribió Aristides; y convocando a unos y a otros embajadores a la junta pública, a los de los Lacedemonios les encargó dijesen además que no había bastante oro, ni sobre la tierra ni debajo de ella, que igualara en valor, para los Atenienses, a la libertad de los Griegos; y vuelto a los de Mardonio, señalando al Sol: «Mientras este astro —les dijo— ande su carrera, harán los Atenienses la guerra a los Persas, por sus campos asolados y por sus templos profanados y entregados a las llamas». Propuso también que los sacerdotes hicieran imprecaciones contra el que mandara embajadas a los Medos o se apartara de la alianza de los Griegos.

En esto invadió Mardonio segunda vez el Ática, por lo que ellos se retiraron como antes con sus naves a Salamina; pero pasando Aristides con legación a Lacedemonia, les echó en cara su tardanza y su indiferencia, con la que de nuevo abandonaban a Atenas a la ira del bárbaro; mas les rogó que los auxiliasen en favor de lo que aun quedaba salvo en la Grecia. Oído que fue esto por los Éforos, de día afectaron entretenerse y divertirse, como es propio de las fiestas, porque celebraban la de Jacinto; pero por la noche juntaron un ejército de cinco mil Espartanos, cada uno de los cuales llevaba consigo siete hilotas, y lo hicieron marchar, sin que de ello se enterasen los Atenienses. Volvió Aristides a reconvenirlos al día siguiente; y como ellos con risa le contestasen que debía de estar lelo o dormido, pues ya el ejército estaría en el templo de Orestes marchando contra los forasteros, nombre que daban a los Persas: «No es tiempo éste de chanzas —les repuso Aristides—, queriendo vosotros más bien engañar a los amigos que a los enemigos». Así lo escribió Idomeneo; pero en el proyecto de decreto de Aristides no está escrito por embajador él mismo, sino Cimón, Jantipo y Mirónides.

XI.— Elegido general con mando independiente para aquella batalla, tomó a sus órdenes ocho mil infantes de Atenas, y marchó para Platea, donde se le reunió Pausanias, general de todas las tropas griegas, que tenía consigo a los Espartanos, concurriendo muchedumbre de todos los demás Griegos. El ejército de los bárbaros, que estaba formado junto al río Asopo, no tenía término; y en derredor del bagaje y provisiones se había corrido un muro cuadrado, cuyos lados tenían cada uno la longitud de diez estadios. A Pausanias, pues, y en común a todos los Griegos, les profetizo y predijo la victoria Tisámeno de Elis, si se estaban a la defensiva y no eran los primeros en acometer. Mas Aristides envió a consultar a Delfos, y el dios dio por respuesta que los Atenienses prevalecerían sobre los contrarios, si hacían votos a Zeus, a Hera Citeronia, a Pan y a las Ninfas Esfragítides; si sacrificaban a los héroes Andrócrates, Leucón, Pisandro, Damócrates, Hipsión, Acteón y Polido, y si trababan la contienda en su propia tierra, y en la región de Deméter Eleusinia y de Perséfona. Venido que fue este oráculo, dio mucho en qué pensar a Aristides; porque, en primer lugar los héroes a quienes mandaba sacrificar eran los patriarcas de las familias de los Plateenses, y la cueva de las Ninfas Esfragítides está en una de las cumbres del Citerón, vuelta al poniente de verano; y en ella había antes, según dicen, un oráculo, del que eran poseídos muchos de aquellos naturales, a los que llamaban Ninfoleptas; y de otra parte, la región de Deméter Eleusinia; y el concederse la victoria a los Atenienses, si peleaban en su propia tierra, parecía que era revocar y trasladar la guerra al Ática. En esto parecióle a Arimnesto, general de los Plateenses, que entre sueños era preguntado de Zeus Salvador qué era lo que pensaban hacer los Griegos, y que él le respondió: “Mañana, señor, llevaremos el ejército a Eleusis, y combatiremos allí a los bárbaros, conforme a un oráculo de la Pitia”; a lo que el dios le había replicado que estaban engañados del todo, porque allí en la región plataica se verificaba el oráculo, y que si lo investigasen se convencerían. Esta visión convenció por completo a Arimnesto; y levantándose al punto, hizo llamar a los ciudadanos de más edad y de mayor experiencia, y conferenciando sus dudas con ellos encontró que cerca de los Hisios, al pie del Citerón, hay un templo muy antiguo que se llama de Deméter Eleusinia y de Perséfona. Llamando, pues, a Aristides, le llevó a un sitio sumamente a propósito para que formasen en él los batallones que no eran fuertes en caballería, a causa de que las faldas del Citerón hacían inaccesibles para los caballos las cañadas contiguas al templo. Allí estaba también el templete de Andrócrates, cercado de una selva de espesos y copados árboles: y para que nada le faltase al oráculo en cuanto a la esperanza de la victoria, pareció a los Plateenses, a propuesta de Arimnesto, quitar los términos que separaban el campo de Platea del de Ática y donar aquella región a los Atenienses, para que, según el oráculo, pelearan en su propia tierra en defensa de la Grecia. Llegó a tener tanta fama esta gloriosa decisión de los Plateenses, que Alejandro, dominando ya el Asia, muchos años después, levantó los muros de Platea e hizo pregonar en los juegos olímpicos que de este modo recompensaba el rey a los Plateenses su fortaleza y su magnanimidad, por haber dado en la guerra médica a los Griegos aquel territorio, mostrándose sumamente alentados y valerosos.

XII.— Disputaban los Tegeatas con los Atenienses sobre el lugar que tendrían en el ejército, pretendiendo que, pues los Lacedemonios tenían el ala derecha, se les diera el ala izquierda, y haciendo para esto grandes elogios de sus antepasados. Ofendíanse mucho de semejante contienda los Atenienses; pero salióles al encuentro Aristides, y dijo: «No es propio de esta ocasión el que alterquemos con los Tegeatas sobre linaje y sobre proezas; mas a vosotros ¡oh Lacedemonios!, y a todos los demás Griegos, os hacemos presente que el lugar no quita ni da valor: cualquiera que sea el que nos diereis procuraremos, conservándole y honrándole, no hacernos indignos de la gloria adquirida en las guerras anteriores: porque no hemos venido a indisponernos con los aliados, sino a pelear con los enemigos; ni a ensalzar a nuestros padres, sino a acreditarnos con la Grecia de hombres esforzados: así este combate hará ver en cuánto debe de ser tenido de los Griegos cada uno, ciudad, general o soldado». Oído esto por los del consejo y por los generales, aprobaron el discurso de los Atenienses, y les dieron a mandar la otra ala del ejército.

XIII.— Como estuviese en gran conflicto la Grecia, y sobre todo se hallasen en malísimo estado las cosas de los Atenienses, algunas de las familias más principales y más ricas, que por causa de la guerra habían caído en pobreza, y juntamente con los bienes habían perdido todo su esplendor e influjo, viéndose reducidos a este extremo de abatimiento mientras otros brillaban y mandaban, se reunieron clandestinamente en una casa de Platea y se conjuraron o para disolver la república, o, si no salían con su intento, para estragar los negocios de ella, poniéndolos en manos de los bárbaros. Mientras esto se ejecutaba en el campamento, siendo ya muchos los pervertidos, llegó a entenderlo Aristides, y haciéndose cargo de lo arriesgado de la ocasión determinó, ni abandonar del todo y dejar correr semejante acontecimiento, ni descubrirlo tampoco enteramente, ya por no conocer realmente cuántos serían los inculcados, y ya también porque creyó que en aquel caso valía más hacer callar la justicia que la conveniencia pública. Arresta, pues, a solo ocho, entre tantos; de ellos, dos, contra quienes había formado la causa, y que eran los motores principales, Esquines Lampreo y Agesias Acarneo, lograron fugarse del campamento; a los otros, con esto, los dejó libres, dando lugar a que respirasen y se arrepintiesen, en inteligencia de que no habían sido descubiertos, diciendo solamente que la guerra sería el mejor tribunal donde desvaneciesen las sospechas y cargos, esmerándose en mirar por la patria.

XIV.— Después de esto, Mardonio ensayó el hacer cargar con fuerza considerable de caballería, que era en lo que principalmente se aventajaba a los Griegos, las tropas de éstos, acampadas al pie del Citerón, en posiciones fuertes y pedregosas, a excepción de las de Mégara. Éstas, que consistían en unos tres mil hombres, habían puesto sus reales en terreno más llano: así es que padecieron mucho por la caballería, que cala sobre ellas y las acometía por todas partes. Enviaron, pues, a toda priesa un aviso a Pausanias, pidiéndole auxilio, pues, por si no podían sostenerse contra la muchedumbre de los bárbaros. Pausanias, además de recibir este aviso, veía que el campo de los Megarenses se cubría de saetas y dardos, y que éstos se habían recogido a un punto muy estrecho; mas como no tuviese arbitrios para defenderlos contra los caballos con la infantería, pesadamente armada, de los Espartanos, excitó, entre los demás generales y caudillos de los Griegos que le rodeaban, una contienda y emulación de virtud y gloria, proponiéndoles si habría algunos que voluntariamente se ofreciesen a auxiliar y socorrer a los de Mégara. Excusáronse los demás; pero Aristides tomó este negocio a cargo de los Atenienses, y envió con este designio a Olimpiodoro, el más arrojado de los tribunos, que llevó consigo trescientos hombres escogidos, y mezclados con ellos algunos tiradores. Previniéronse éstos sin dilación, y marcharon a carrera; mas como lo advirtiese Masistio, general de la caballería de los bárbaros, varón muy denodado y de maravillosa estatura y belleza. volviendo su caballo, se dirigió contra ellos. Sostuviéronse y trabaron combate, el que se hizo muy porfiado, teniéndolo por prueba de lo que podría esperarse en adelante. En esto, herido de un dardo, el caballo derribó a Masistio, el cual, caído, apenas podía moverse por el peso de las armas; pero al mismo tiempo había gran dificultad para que fuese ofendido de los Atenienses, que lo tenían cercado y procuraban herirlo, por cuanto no sólo llevaba defendidos el pecho y la cabeza, sino todo el resto del cuerpo, con piezas de oro y plata. Con todo, hirióle uno con la punta del dardo en la parte del casco por donde se descubría un ojo, oultándole la vida, y los demás Persas, abandonando el cadáver, dieron a huir. Echóse de ver la grandeza de esta victoria, no en la muchedumbre de los muertos, porque eran en corto número, sino en el llanto de los bárbaros: porque por la falta de Masistio se cortaron el cabello a sí mismos y a los caballos y acémilas, y llenaron todo el contorno de suspiros y sollozos en señal de que habían perdido un hombre, el primero en valor y poder, después de Mardonio.

XV.— Después de este encuentro de la caballería estuvieron unos y otros sin combatir largo tiempo, porque los agoreros, por la inspección de las, víctimas, ofrecían la victoria a los que se defendiesen, tanto a los Persas corro a los Griegos, y la derrota a los que acometieran. Mas como viese Mardonio que tenía provisiones para pocos días y que los Griegos continuamente se aumentaban, porque sin cesar se les incorporaban algunos, no pudo contenerse, y resolvió no aguantar más, sino pasar al otro día al amanecer el Asopo y caer sobre los Griegos, cuando ellos menos pensaban, para lo que dio en aquella tarde las órdenes a los jefes; pero exactamente a la medianoche llegó un hombre a caballo al campo de los Griegos, y al llegar a las guardias dijo que le llamaran a Aristides el Ateniense. Presentóse inmediatamente éste, a quien dijo: «Soy Alejandro, rey de los Macedonios, y por medio de grandes peligros vengo, movido del amor que os tengo, a preveniros, no sea que lo repentino del acometimiento os haga combatir con desventaja. Mardonio os presentará mañana batalla, no porque tenga ninguna esperanza ni esté confiado, sino por el apuro en que se halla; pues antes los agoreros con sacrificios le apartan de combatir, y el ejército está poseído de asombro y desaliento; pero se van en la precisión, o de tentar fortuna, o de sufrir la mayor escasez si permaneciese tranquilo». Dicho esto, rogaba Alejandro a Aristides que, si bien convenía que ello supiese y lo tuviese presente, no lo comunicase con ningún otro. Mas aquel expuso que no podía ser ocultarlo a Pausanias, que tenía el mando, y que lo callaría a los demás antes de la batalla; pero que si la Grecia venciese, nadie debería ignorar el celo y la virtud de Alejandro. Tenida esta entrevista, el rey de los Macedonios se volvió otra vez por su camino, y Aristides, pasando a la tienda de Pausanias, le dio cuenta de lo que había pasado; con lo que fueron llamados los demás generales, y se les dio la orden de que tuvieran a punto el ejército, como para recibir batalla.

XVI.— En esto, según refiere Heródoto, hizo Pausanias a Aristides la proposición de que los Atenienses tomaran el ala derecha formando contra los Persas, pues era mejor que pelearan contra ellos los que ya estaban aguerridos y habían adquirido osadía con anteriores triunfos; y que a él se le diera el ala izquierda, contra la que habían de combatir aquellos Griegos que se habían hecho partidarios de los Medos. Tenían los demás caudillos de los Atenienses por inconsiderado e injusto a Pausanias, por cuanto, dejando quieto el resto del ejército, a solos ellos los traía arriba y abajo como hilotas, exponiéndolos a los mayores peligros; pero Aristides les hizo presente que iban errados del todo, pues que antes habían altercado con los Tegeatas por tener el ala izquierda, y estaban ufanos con haberlo conseguido, y ahora, cuando los Lacedemonios se desistían voluntariamente del ala derecha, y en algún modo les entregaban el mando, no tenían en precio esta gloria ni se hacían cargo de lo que ganaban en no tener que pelear con sus compatriotas y deudos, sino con los bárbaros, sus naturales enemigos. En consecuencia de esto, hicieron ya los Atenienses de muy buena voluntad con los Espartanos el cambio propuesto; siendo muchas las conversaciones que entre sí tenían de que los enemigos ni traían mejores armas ni ánimos más esforzados que los de Maratón, sino los mismos arcos, los mismos vestidos ricos y los mismos adornos de oro en cuerpos muelles y en almas cobardes, cuando nosotros tenemos también las mismas armas y los mismos cuerpos, pero mayor aliento con nuestras victorias; y de que la contienda no era sólo por su país y por su ciudad, como entonces sucedió, sino por los trofeos de Maratón y de Salamina, para que se viese que habían sido, no de Alcibíades y de la fortuna, sino de los Atenienses. Estaban, pues, muy solícitos en la mudanza de puestos; pero habiéndolo entendido los Tebanos por relación de algunos tránsfugas, lo participaron a Mardonio, y éste, al punto, bien fuese por temor a los Atenienses, o bien porque desease contender con los Lacedemonios, trasladó los Persas a su ala derecha, dando orden de que los Griegos que estaban con él quedaran formados contra los Atenienses. Túvose noticia de esta mudanza, y Pausanias fue otra vez a tomar el ala derecha y Mardonio tomó inmediatamente la izquierda, quedando colocado contra los Lacedemonios. En esto el día se pasó sin hacer nada; y formando los Griegos consejo, determinaron ir a acampar a bastante distancia, ocupando terreno provisto de agua, porque los arroyos que había en las cercanías habían sido enturbiados y ensuciados por la numerosa caballería de los bárbaros.

XVII.— Entrada la noche conducían los jefes sus respectivas tropas al sitio designado para acamparse; pero mostraban poca disposición en seguir y en permanecer unidas, sino que en la forma en que habían levantado los primeros reales se dirigían hacia la ciudad de Platea desbandados ya, y en notable confusión y desorden: resultando haberse quedado solos los Lacedemonios contra su voluntad; y fue que Amonfáreto, hombre activo y arrojado, que hacía tiempo provocaba a la batalla y llevaba a mal tanta dilación y solicitud, entonces, apellidando de fuga y de deserción aquella mudanza, se obstinó en no querer dejar el puesto, diciendo que allí, con los de su hueste, había de esperar y hacer frente a Mardonio. Fuese a él Pausanias, haciéndole presente que aquello se hacía por el consejo y resolución de los Griegos; y él, entonces, levantando con ambas manos una gran piedra, la arrojó a los pies de Pausanias, diciéndole que el voto que él daba sobre la batalla era aquel, sin hacer ningún caso de las disposiciones y resoluciones tímidas de los demás. Quedó confuso Pausanias con semejante suceso, y envió a decir a los Atenienses, que ya estaban en camino, que le aguardasen para marchar juntos, llevando consigo la demás tropa hacia Platea, a ver si con eso movía a Amonfáreto.

Vino en esto el día, y Mardonio, a quien no se ocultaba que los Griegos habían abandonado el campo, teniendo a punto su ejército se dirigió contra los Lacedemonios con gran rumor y algazara de los bárbaros, que sin que interviniese batalla contaban con destrozar a los Griegos, alcanzándolos en su fuga; y en verdad que estuvo en muy poco el que así no sucediese. Porque observando Pausanias lo que pasaba, es cierto que hizo alto y mandó que cada uno ocupara su puesto de batalla; pero o por el enfado con Amonfáreto, o por la prontitud con que le sorprendieron los enemigos, se le olvidó dar la señal a los otros Griegos; por lo cual ni se reunieron pronto ni muchos a la vez, sino con tardanza y en partidas, cuando ya el riesgo estaba encima. Hizo sacrificio, y como no se anunciase fausto, mandó a los Lacedemonios que, poniendo a los pies los escudos, se estuvieran quedos atendiendo a él, sin hacer oposición a ninguno de los enemigos. Volvió a sacrificar, y cayó sobre ellos la caballería, de manera que ya los alcanzó algún dardo, y fue herido alguno de los Espartanos. En esto sucedió que Calícrates, que se decía ser el hombre de más hermosa y gallarda persona de cuantos Griegos había en aquel ejército, fue asimismo herido de muerte, y al caer exclamó que no sentía el morir, pues que había salido de su casa con la resolución de perecer, si era necesario, por la salud de la Grecia, sino el morir sin haberse valido de sus manos. Era, pues, terrible la situación de aquellos hombres, y admirable su paciencia, pues que, no haciendo resistencia a los enemigos que les acometían esperaban que los Dioses y el general les señalasen la hora, sufriendo en tanto el ser heridos y muertos en sus filas; y aun algunos aseguran que estando Pausanias sacrificando y haciendo plegarias a poca distancia de la formación, llegaron de repente algunos Lidios con el objeto de arrebatar las ofrendas, y, no teniendo armas Pausanias y los que le asistían, los había rechazado con varas y con látigos, y que aun ahora, en imitación de aquella acometida, se repiten cada año los golpes y azotes que se dan a los jóvenes sobre el ara, y la pompa y procesión de los Lidios.

XVIII.— Disgustado Pausanias de aquel estado, viendo que el agorero continuamente reprobaba las víctimas, volvióse hacia el templo de Hera; cayéndosele las lágrimas y levantando las manos, pedía a Hera Citeronia y a los demás Dioses que presidían a aquella comarca que, si no estaba destinada a los Griegos la victoria, se les diera a lo menos el sufrir haciendo algo, y mostrando con obras a los enemigos que contendían con hombres de valor y adiestrados en la guerra. Hecha esta invocación por Pausanias, en el mismo momento se mostró fausto el sacrificio, y los agoreros anunciaron la victoria. Dióse a todos la señal de rechazar a los enemigos, y de repente todo el ejército tomó el aspecto de una fiera que estremeciéndose se prepara a hacer uso de su fuerza. Convenciéronse entonces los bárbaros de que las habían con unos hombres que pelearían hasta la muerte, por lo que, embrazando las adargas, empezaron a lanzar dardos contra los Lacedemonios; éstos, manteniendo unidos sus escudos, acometieron también, y llegando cerca retiraban las adargas, e, hiriendo con las lanzas a los Persas en el rostro y en el pecho, dieron muerte a muchos de ellos que no se estuvieron quedos o se mostraron cobardes; pues también ellos, agarrando las lanzas con las manos desnudas, les rompieron muchas; y recurriendo a las armas cortas, no sin diligencia, hicieron uso de las hachetas y de los puñales, y, uniendo y entrelazando asimismo sus adargas, resistieron largo tiempo. Habíanse estado hasta entonces inmobles los Atenienses, aguardando a ver qué determinarían los Lacedemonios; mas advertidos por el ruido de los que combatían, y llegándoles también aviso de parte de Pausanias, se apresuraron a ir en su socorro; llevados de la vocería avanzaban por la llanura, cuando vinieron contra ellos los Griegos del partido enemigo. Aristides, no bien los hubo visto, cuando, adelantándose gran trecho, les empezó a gritar, invocando los Dioses de la Grecia, que se retiraran del combate y no impidieran ni retardaran a los que peleaban por la defensa de su propia tierra; mas cuando vio que no le atendían y que se disponían a la batalla, hubo de desistir del comenzado auxilio y entrar en lid con éstos, que eran cincuenta mil en número; pero la mayor parte cedió luego, y se retiró, por haberse también retirado los bárbaros. Dícese que lo más encarnizado del combate fue contra los Tebanos, que eran los primeros y de mayor poder de los que entonces hicieron causa común con los Medos: aunque la muchedumbre no había abrazado aquel partido por su voluntad, sino arrastrado por unos pocos.

XIX.— Viniendo así a ser dos los combates, los Lacedemonios fueron los primeros que rechazaron a los Persas, habiendo un Espartano llamado Arimnesto dado muerte a Mardonio de una pedrada que le disparó en la cabeza, como se lo había predicho un oráculo de Anfiarao. Porque había enviado a este oráculo a un Lidio y al oráculo de Trofonio a uno de Caria; y la respuesta que a éste dio el profeta fue en lengua cárica; al Lidio, habiéndose dormido en el templo de Anfiarao, se le figuró que se había presentado un ministro del dios y le había mandado que saliera; y como no quisiese, le había tirado a la cabeza una gran piedra, pareciéndole que del golpe había muerto; esto es lo que se dice haber pasado. Puestos ya en fuga los Persas, los persiguieron hasta hacerlos encerrar dentro de sus muros de madera. De allí a poco rechazaron igualmente los Atenienses a los Tebanos, dando muerte en la misma batalla a unos trescientos de los más distinguidos y principales; y no bien se había verificado esto, cuando les vino orden de que fueran a sitiar el ejército de los bárbaros, encerrado dentro de sus muros. Por esta razón, dejando que los Griegos se fueran libres, marcharon a dar el socorro donde se les pedía, y poniéndose al lado de los Lacedemonios, ignorantes e inexpertos en el modo de conducir un sitio, tomaron el campamento con mucha mortandad de los enemigos; pues se dice que de los trescientos mil sólo huyeron con Artabazo unos cuarenta mil. De los Griegos, que combatieron por la salud de esta región, murieron al todo unos mil trescientos y sesenta; de éstos eran Atenienses unos cincuenta y dos, todos de la tribu Ayántide, según escribe Clidemo, por haber sido la que más denodadamente peleó; y por esta causa los Ayántidas hicieron por esta victoria a las Ninfas Esfragítides el sacrificio prescrito por la Pitia, costeándolo de los fondos públicos; Lacedemonios, noventa y uno, y Tegeatas, once. Es, pues, muy reparable que Heródoto diga haber sido éstos solos los que vinieron a las manos con los enemigos y ninguno otro de los demás Griegos: porque el número de muertos y los monumentos del tiempo atestiguan que la victoria fue de todos, y si solas tres ciudades hubieran combatido, sin tener parte las demás, no podría el ara llevar esta inscripción:

Por obra de Ares, por merced de Nico,
los griegos a los persas rechazaron
y al Olimpio erigieron altar común
para la Grecia libre.

Dióse esta batalla el 14 del mes Boedromión, según la cuenta de los Atenienses, y según la de los Beocios el 24 del mes Pánemo: día en que aun hoy se junta en Platea el concilio griego y en que los Plateenses sacrifican por esta victoria a Zeus Libertador; no siendo de extrañar que haya esta diferencia en la cuenta de los días, cuando aun ahora, después de tanto como se ha adelantado en la astronomía, no convienen los diferentes pueblos en los principios y fines de los meses.

XX.— Después de estos sucesos no convenían los Atenienses en conceder el prez del valor a los Lacedemonios, ni les permitían levantar trofeo, habiendo estado en muy poco el que de pronto se arruinase toda aquella dicha de los Griegos, estando como estaban sobre las armas, a no haber sido que Aristides, exhortando y persuadiendo a sus colegas, y especialmente a Leócrates y Mirónides, alcanzó y obtuvo de ellos que se dejara la decisión a los otros Griegos. Deliberando, pues, éstos, propuso Teogitón de Mégara que el prez había de darse a otra ciudad si no querían que se encendiese una guerra civil, y como a esta propuesta se hubiese puesto en pie Cleócrito de Corinto, por lo pronto hizo creer que iba a pedir aquel premio para los Corintios, porque después de Esparta y Atenas era Corinto una de las ciudades de más fama: pero hizo a favor de los de Platea una admirable propuesta, que agradó a todos, porque aconsejó que para quitar toda contienda se diera el prez a los Plateenses, por cuya preferencia nadie había de incomodarse; así fue que al pronto otorgó Aristides por los Atenienses, y en seguida Pausanias por los Lacedemonios. Reconciliados de este modo, separaron del botín ochenta talentos para los de Platea, con los cuales reedificaron el templo de Atenea, labraron su estatua y adornaron el templo con pinturas que aún el día de hoy se conservan frescas. Levantaron trofeos separadamente: de una parte, los Lacedemonios, y de otra, los Atenienses; pero en cuanto a sacrificios, habiendo consultado a Apolo Pitio, les dio por respuesta que construyesen el ara de Zeus Libertador, y que se abstuviesen de sacrificar hasta que, apagado el fuego de todo el país, como contaminado por los bárbaros, lo encendiesen puro en el altar común de Delfos. Los magistrados, pues, de los Griegos, enviaron de pueblo en pueblo a que en todas las casas se apagase el fuego, y en Platea, habiendo ofrecido Éuquidas que iría en toda diligencia a tomar y traerles el fuego del dios, marchó para Delfos. Lavóse allí el cuerpo, hízose aspersiones, coronóse de laurel, y, tomando del ara el fuego, se volvió corriendo a Platea, y llegó antes de ponerse el sol, habiendo andado aquel día mil estadios. Saludó a sus conciudadanos, e inmediatamente cayó en el suelo, y expiró de allí a poco. Recogieron los de Platea su cadáver, y lo sepultaron en el templo de Ártemis Euclea, poniéndole por inscripción estos versos:

A Delfos llegó Éuquidas corriendo
y volvió a su ciudad el mismo día;

y el sobrenombre de Euclea se lo dan muchos a Ártemis; pero algunos dicen que Euclea fue hija de Heracles y Mirtos, hija de Menecio y hermana de Patroclo, que habiendo muerto doncella es tenida en veneración por los Beocios y los Locros, porque su ara y su estatua se ven colocadas en todas las plazas, y le hacen sacrificios las novias y los novios.

XXI.— Celebróse junta pública y común de todos los Griegos, y escribió Aristides un proyecto de decreto para que cada año concurrieran a Platea legados y prohombres de la Grecia, se celebraran juegos quinquenales en memoria de la libertad, y se hiciera entre los Griegos una contribución para la guerra contra los bárbaros, de diez mil hombres de infantería, mil de caballería y cien naves, quedando exentos los de Platea, consagrados al dios para hacer sacrificios por la salud de la Grecia. Sancionado este decreto, tomaron a su cargo los Plateenses el hacer exequias cada año por los Griegos que murieron y descansan allí, lo que hasta el día de hoy ejecutan de esta manera: el día 16 del mes Memacterión, que para los Beocios es Alalcomenio, forman una procesión, a la que desde el amanecer precede un trompeta, que toca un aire marcial, yendo en pos carros llenos de ramos de mirto y de coronas, y un toro blanco; llévanse después en ánforas libaciones de vino y leche, y jóvenes libres conducen cántaros de aceite y ungüento; porque a ningún esclavo se le permite poner mano en aquel ministerio, a causa de que los varones en cuyo honor se hace la ceremonia murieron por la libertad. Viene, por fin, el Arconte de los Plateenses, y con no serle lícito en ningún otro tiempo tocar el hierro ni usar de vestidura que no sea blanca, entonces se viste túnica de púrpura, y tomando del aparador una ánfora, va hacia los sepulcros, por medio de la ciudad, con espada desenvainada. Llegado al sitio, toma agua de la fuente, hace aspersión sobre las pirámides a columnas, y las ungen con ungüento; mata después el toro sobre la hoguera, e invocando a Zeus y a Hermes infernal, convida a los excelentes varones que murieron por la Grecia a gustar de aquel banquete y de aquella sangre; echando luego vino en una taza, y vaciándolo, pronuncia estas palabras: «Sea en honor de los varones que murieron por la libertad de los Griegos» ceremonias con que todavía cumplen el día de hoy los Plateenses.

XXII.— Restituidos a la ciudad los Atenienses, observó Aristides que mostraban deseos de restablecer la perfecta democracia, y como, por una parte, considerase a aquel pueblo muy digno de consideración, y por otra, no juzgase fácil el oponérsele, siendo poderoso en armas y hallándose ensoberbecido con sus victorias, escribió decreto para que el gobierno fuese común e igual a todos, y los Arcontes se eligiesen de entre todos los Atenienses.

Anunció Temístocles al pueblo que había concebido un proyecto que no podía revelarse, pero sumamente útil y saludable a la ciudad; acordaron, por tanto, que a nadie se dijese, sino a sólo Aristides, y él solo lo aprobase. Reveló, pues, a éste que tenía pensado poner fuego a la armada de los Griegos, porque con esto serían los Atenienses los más poderosos y árbitros de la suerte de los demás; entonces Aristides, presentándose al pueblo, le dio parte de que el proyecto que Temístocles tenía meditado no podía ser ni más útil ni más injusto; oído lo cual resolvieron los Atenienses que Temístocles abandonara su pensamiento: ¡Tan amante era entonces aquel pueblo de la justicia! ¡Y tanta era la confianza y seguridad que le inspiraba un hombre solo!

XXIII.— Nombrósele general para la guerra, juntamente con Cimón, y notando que Pausanias y los demás caudillos de los Espartanos eran orgullosos e inaguantables con los aliados, tratándolos él con blandura y humanidad, y haciendo que Cimón se les mostrara también afable y popular en el mando, no advirtieron los Lacedemonios que iba a arrebatarles la superioridad y el imperio, no a fuerza de armas, de caballos o de naves, sino con la benevolencia y la dulzura, pues que con ser los Atenienses bienquistos a los demás Griegos por la justificación de Aristides y la bondad de Cimón, todavía les hacían desear más su mando la codicia y el mal modo de Pausanias, el cual siempre trataba con desabrimiento y aspereza a los caudillos de los aliados; a los soldados los castigaba con azotes, les echaba encima un ancla de hierro, obligándolos a permanecer en esta disposición todo el día. Nadie debía ir a aprovecharse de ramaje o a tomar agua de la fuente antes que los Espartanos, porque tenía lictores apostados, que a latigazos hacían retirar a los que se acercaban; y queriendo en cierta ocasión Aristides hacerle alguna amonestación y advertencia, arrugando Pausanias el semblante, le respondió que no estaba de vagar, y no le dio oídos.

Por tanto, yendo los jefes de armada y los generales de los Griegos, y especialmente los de Quío, de Samo y de Lesbo, en busca de Aristides, le propusieron que tomara el mando y se pusiera al frente de los aliados, que deseaban hacía tiempo salir de las manos de los Espartanos y estar bajo el mando de los Atenienses; y como les respondiese que bien veía la necesidad y justicia que contenía su propuesta, pero que para mayor seguridad se hacía precisa alguna obra que después de ejecutada no dejase a la muchedumbre lugar al arrepentimiento, Ulíades de Samo y Antágoras de Quío, convenidos entre sí con juramento, acometieron cerca de Bizancio a la galera de Pausanias, que les precedía, cogiéndola en medio. Luego que éste lo vio, se puso en pie, y con gran cólera los amenazó de que en breve les haría ver que no se habían insolentado contra su nave, sino contra su propia patria; mas ellos le dieron por contestación que se fuera en paz y agradeciera a la buena suerte que con ellos había tenido en Platea, pues sólo por este miramiento no tornaba de él la conveniente satisfacción; por último, se pasaron a los Atenienses. Mas en esto lo que hay de más admirable es la prudencia que manifestó Esparta; porque luego que advirtió que la grandeza del poder había corrompido a sus generales, se desistieron voluntariamente del mando y de dar generales para la guerra, queriendo más tener ciudadanos modestos y observadores de las costumbres patrias que conservar la superioridad sobre toda la Grecia.

XXIV.— Aun en el tiempo en que los Lacedemonios tenían el mando, pagaban los Griegos cierto tributo para la guerra; mas queriendo entonces que la exacción se hiciese por ciudades, con igualdad, pidieron a los Atenienses que Aristides fuese el encargado de examinar la extensión del territorio y las rentas de cada uno, y determinase lo que, según su dignidad y posibilidad, le correspondiera pagar. Dueño, pues, de tan considerable autoridad, y teniendo en cierta manera él solo en su mano los intereses de la Grecia, si pobre salió a ejercer este cargo, volvió más pobre todavía, habiendo hecho la determinación de las riquezas, no sólo con pureza y justicia, sino a la satisfacción y gusto de todos. Por tanto, así como los antiguos celebraban la vida del reinado de Cronos, de la misma manera los Griegos tenían en memoria y loor el repartimiento de Aristides, y más cuando, al cabo de poco tiempo, se les duplicó y triplicó el tributo; porque el que les impuso Aristides sólo ascendía a la suma de cuatrocientos y sesenta talentos, y a ella añadió Pericles muy cerca de un tercio; pues dice Tucídides que al principio de la guerra del Peloponeso percibían los Atenienses, de los aliados, seiscientos talentos. Muerto Pericles, los demagogos fueron extendiendo poco a poco esta cantidad hasta la suma de mil y trescientos talentos, no tanto porque la duración y los varios sucesos de la guerra ocasionaban crecidos gastos, como porque metieron al pueblo en hacer distribuciones en dinero, en dar para los espectáculos y en acumular estatuas y edificar templos.

Siendo, pues, grande y admirable la fama de Aristides por el repartimiento de los tributos, se cuenta de Temístocles que se burlaba de ella, diciendo que semejante alabanza, más que de un hombre, era propia de un talego de guardar dinero; vengándose de este modo, aunque por diferente término, de cierta picante respuesta de Aristides, porque diciendo en una ocasión Temístocles que la dote mayor de un general era el prevenir y antever los designios de los enemigos, le contestó: «Bien es necesario esto ¡oh Temístocles!; pero lo más esencial y más loable en el que manda es poner ley a las manos».

XXV.— Sujetó Aristides con juramento a los demás Griegos, y él mismo juró por los Atenienses, apagando hierros candentes en el mar en seguida de las imprecaciones; mas al fin, obligando el estado de los negocios, según parece, a mandar con mayor rigor, propuso a los Atenienses que cargaran sobre él el perjurio y consultaran en las cosas públicas a la utilidad. Y Teofrasto, hablando con generalidad, dice que este hombre, que como particular y para con sus conciudadanos era estrechísimamente justo, en los negocios públicos se acomodó muchas veces a la situación de la patria, que le precisó a más de una injusticia; porque tratándose, a propuesta de los de Samo, de traer a Atenas las riquezas de Delo, contra lo estipulado en los tratados, se dice haber expresado Aristides que ello no era justo, pero que convenía. Mas, por fin, con haber alcanzado que Atenas imperase sobre tantos pueblos, no por eso dejó de ser pobre y de honrarse tanto con la gloria de su pobreza como con la de sus trofeos; y la prueba es ésta: Calias el daduco era pariente suyo; seguíanle sus enemigos causa capital, y después que hablaron lo que era propio sobre los objetos de la acusación, saliéndose fuera de ella, dirigieron la palabra a los jueces para tratar de Aristides, diciéndoles: «Ya conocéis a este hijo de Lisímaco y cuán grande opinión goza entre los Griegos; pues ¿cómo pensáis que lo pasará en su casa, cuando veis que con aquella túnica se presenta en el tribunal? Porque ¿no es indispensable que el que en público tiene que tiritar de frío, en su casa esté miserable y falto aun de las cosas más precisas? Pues Calias, el más rico de los Atenienses, con ser su primo, no hace caso ninguno de un hombre como éste, abandonándole en la miseria, con mujer e hijos, sin embargo de que no ha dejado de valerse de él y que más de una vez ha disfrutado de su influjo». Vio Calias que esta especie había hecho grande impresión sobre los jueces y los había indispuesto contra él, por lo que pidió se le llamase a Aristides para que testificara ante los jueces que, habiéndole ofrecido dinero repetidas veces y rogándole lo aceptara, nunca había condescendido, respondiendo que más ufano debía de estar él con su pobreza que Callas con todos sus haberes; porque cada día se estaba viendo a muchos usar, unos bien y otros mal, de las riquezas, cuando no era fácil encontrar quien llevara la pobreza con ánimo alegre; y que de la pobreza se avergonzaban los que no estaban bien con ser pobres. Convino Aristides en que Calias decía bien, y no salió de allí ninguno que no quisiera más ser pobre como Aristides que rico como Callas. Así nos lo dejó escrito Esquines, el discípulo de Sócrates. Platón, teniendo por grandes y dignos de nombradía a muchos Atenienses, dice que sólo éste es digno de memoria, porque Temístocles, Cimón y Pericles llenaron la ciudad de pórticos, de riquezas y de muchas superfluidades, y sólo Aristides la inclinó con su gobierno a la virtud.

Aun con el mismo Temístocles dio grandes muestras de su equidad y moderación, porque con haberle tenido por enemigo en todo el tiempo de su gobierno, hasta ser desterrado por él, cuando Temístocles le dio ocasión de desquitarse, puesto en juicio ante el pueblo, nada hizo en su daño, sino que persiguiéndolo y acusándolo Alcmeón, Cimón y otros muchos, sólo Aristides no hizo ni dijo cosa que le fuese contraria, ni se holgó de ver en la desgracia a su enemigo, así como antes no le había envidiado su dicha.

XXVI.— En cuanto al lugar donde murió Aristides unos dicen que fue en el Ponto, adonde había ido a desempeñar negocios de la república; otros dicen que en Atenas, de vejez, honrado y admirado de sus conciudadanos; y Crátero de Macedonia hizo de esta manera la relación de su fallecimiento. «Porque después del destierro de Temístocles —dice—, estando el pueblo lleno de orgullo, se levantó un tropel de calumniadores que, persiguiendo a los hombres de más probidad y poder, los expusieron a la envidia y encono de la muchedumbre, a la que habían engreído, como se deja dicho, los buenos sucesos y la extensión de su imperio; y que entre éstos hicieron condenar a Aristides por soborno, acusándole Dioranto, de la tribu Anfítrope, de haber recibido presentes de los Jonios cuando tuvo el encargo de repartir las contribuciones; y como no tuviese con qué pagar la multa, que era de cincuenta minas, se retiró por mar a la Jonia, y allí murió». Mas de ninguna de estas cosas produce prueba alguna Crátero, ni el tanto de la acusación, ni el decreto, siendo así que suele ser muy puntual en dar razón de estas cosas, citando a los que antes de él las refirieron. De todos los demás, para decirlo de una vez, que pusieron su atención en describir los malos tratamientos del pueblo para con sus generales, refieren, sí, y ponderan el destierro de Temístocles, la prisión de Milcíades, la multa de Pericles, la muerte de Paques en el tribunal, dándosela él mismo en la tribuna, cuando vio que se daba sentencia contra él, y otras muchas cosas a este tenor; pero respecto a Aristides, aunque no omiten su destierro por el ostracismo, ninguna memoria hacen de esta otra condenación.

XXVII.— Lo cierto es que se muestra en Falera su sepulcro, labrado de orden de la ciudad, porque ni siquiera dejó con qué enterrarse. Dícese que las hijas salieron del Pritaneo para ser entregadas a sus maridos, habiéndose costeado de los fondos públicos los gastos de la boda, y dándose por decreto en dote a cada una tres mil dracmas. A su hijo Lisímaco dio asimismo el pueblo cien minas de plata y otras tantas yugadas de tierra plantada de árboles, y además otras cuatro dracmas al día, habiendo sido Alcibíades quien presentó el proyecto. Aun más todavía: como Lisímaco hubiese dejado a una hija llamada Polícrita, le señaló a ésta el pueblo, según dice Calístenes, la misma ración que a los vencedores de Olimpia; y Demetrio Falereo, Jerónimo Rodio, Aristodemo el músico y Aristóteles, si es que el libro De la nobleza se ha de colocar entre los genuinos de este filósofo, refieren que con Mirto, nieta de Aristides, se casó el sabio Sócrates, pues, aunque tenía otra mujer, recogió en su casa a ésta, por verla viuda y falta de todo medio de subsistir, mas estas especies las contradijo convenientemente Panecio en sus libros acerca de Sócrates. Demetrio Falereo, en su Sócrates, dice que se acuerda de un nieto de Aristides, sumamente pobre, llamado Lisímaco, que, sentado junto al Yaqueo, se mantenía de decir la buenaventura con cierta tabla adivinatoria, y que formando él mismo el proyecto de decreto, obtuvo que el pueblo señalara a la madre de éste y a una hermana de ella tres óbolos por día; y añade el propio Demetrio que, siendo nomoteta, mandó que se extendiera a una dracma el donativo de estas mujeres.

Ni es extraño que así cuidara este pueblo de personas que estaban dentro de la ciudad, cuando habiendo sabido que en Lemno se hallaba una nieta de Aristogitón, y que no se había casado por su pobreza, la hizo traer a Atenas, y casándola con uno de los más ilustres, le dio en dote una porción de terreno a la parte del río: y aun en nuestros días se hace admirar este mismo pueblo por su humanidad y beneficencia con repetidos ejemplares dignos de imitación.

MARCO CATÓN

I.— Dícese que Marco Catón fue por su linaje oriundo de Túsculo, y que residió y vivió, antes de tener parte en el gobierno, en campos propios de su familia en la región sabina. No obstante tenerse la idea de que sus progenitores fueron desconocidos, el mismo Catón alaba a su padre como hombre de valor y ejercitado en la milicia, y refiere de su bisabuelo que muchas veces alcanzó el prez del valor, y que, habiendo perdido en diferentes batallas cinco caballos ejercitados en la guerra, fue del pueblo honrado por su valor y fortaleza. Acostumbraban los Romanos a dar la denominación de hombres nuevos a los que no tenían fama por su linaje, sino que eran ellos mismos los que empezaban a darse a conocer; y como llamaban también nuevo a Catón, decía él que bien era nuevo para el mando y para al gloria; pero que por las obras y virtudes de sus antepasados era bien antiguo. Al principio no tuvo por tercer nombre el de Catón, sino el de Prisco; pero luego por aquella dote en que sobresalía obtuvo el apellido de Catón, porque llaman Catón los Romanos al hombre precavido. Era en su figura rubio y de ojos azules, como lo dio a entender, no mostrándosele muy aficionado, el que hizo este epigrama:

A ese rubio, mordaz, de ojos azules,
a Porcio, aun muerto, estoy que en el infierno
no le ha de recibir la hija de Ceres.

La constitución de su cuerpo con el ejercicio, con la parsimonia y con acostumbrarse en el ejército desde el principio a portarse como soldado, se hizo muy robusta, habiendo adquirido a un tiempo fuerza y buena salud. Cultivó también la facultad de decir, como otro segundo cuerpo, y como un instrumento no solamente útil, sino necesario, para quien no quería vivir oscuro y en inacción; ejercitó la, pues, en las alquerías y pueblos inmediatos, prestándose a defender en los juicios a los que se lo rogaban: al principio se echó de ver que era un defensor fogoso; pero luego se acreditó además de orador vehemente, descubriendo en él los que se valían de sus talentos una gravedad y juicio que eran propios para los grandes negocios y para el mando político. Porque no sólo se conservó puro en cuanto a recibir salario por sus dictámenes y defensas, sino que aun desdeñaba la gloria que de esta clase de contiendas podría resultarle. Deseando, pues, señalarse principalmente en los combates contra los enemigos y en acciones de guerra, siendo todavía joven tuvo ya su cuerpo cubierto de heridas, recibidas de frente; diciendo él mismo que a los diez y siete años hizo su primera campaña, al tiempo que Aníbal victorioso puso en combustión toda la Italia. En las batallas mostróse de mano pronta para acuchillar, de pies firmes e inmobles y de semblante fiero, y aun acostumbraba a usar de amenazas y de gritos penetrantes contra los enemigos, creyendo él mismo y enseñando a los demás que estas cosas suelen contribuir más que el mismo acero para atemorizar a los contrarios. En las marchas caminaba a pie, llevando sus armas; sólo le seguía un sirviente, que llevaba lo que habían de comer; con el cual no se incomodó nunca, ni le riñó por el modo de disponerle la comida o la cena, sino que a veces echaba también mano y le ayudaba en estos ministerios después de fenecidos los de la milicia. En el ejército no bebía sino agua, o a lo más, cuando tenía una sed muy ardiente, pedía vinagre, y si se sentía desfallecido tomaba un poco de vino.

II.— Estaba a corta distancia de sus posesiones la casa de campo en que residía Marcio Curio, el que había triunfado tres veces. Iba frecuentemente a ella, y viendo lo reducido del terreno y la sencillez de toda su casa, no pudo menos de meditar sobre la conducta de un varón tan singular, que, con ser el más excelente entre los Romanos, con haber sojuzgado los pueblos más belicosos y haber arrojado a Pirro de Italia, él mismo labraba aquel campo y vivía en aquella casita después de tres triunfos. Allí mismo le hallaron sentado al fuego, cociendo unos rábanos, los embajadores de los Samnites, y le ofrecieron cantidad de oro; mas él los despidió, diciendo que estaba de sobra el oro para quien se contentaba con aquella comida, y que para él era más apreciable que tener oro el vencer a los que lo tenían. Catón, al retirarse de allí, reflexionaba sobre estas cosas, y volviendo la consideración a su propia casa, sus campos, sus esclavos y su gasto, se aplicó más al trabajo y cercenó superfluidades.

Tomó Fabio Máximo la ciudad de los Tarentinos, y en aquella empresa se halló Catón, militando bajo sus órdenes, cuando todavía era muy joven. Cúpole por huésped un pitagórico llamado Nearco y procuró instruirse en sus dogmas; y como escuchase de su boca las mismas máximas de que también hacía uso Platón, llamando al deleite el mayor cebo para el mal, al cuerpo el primer tormento del alma, y remedio y purificación a aquellas reflexiones en virtud de las cuales el alma se separa y aparta cuanto le es posible de los afectos del cuerpo, todavía se apasionó más de la sencillez y de la templanza. Por lo demás, se dice haber aprendido tarde las letras griegas, y que habiendo tomado en las manos los libros griegos cuando ya estaba muy entrado en edad, Tucídides le fue de alguna utilidad para la elocuencia, para la que sobre todo le aprovechó Demóstenes. Sus escritos los exornó oportunamente con máximas e historias griegas, y en sus apotegmas y sus sentencias se encuentran muchas cosas traducidas del griego a la letra.

III.— Vivía a la sazón un hombre de entre los más linajudos en Roma y muy poderoso, gran conocedor de la virtud nativa, y muy dispuesto a alimentarla y a inflamarla a la gloria, llamado Valerio Flaco. Tenía campos linderos a los de Catón; y enterado de la actividad y orden doméstico de éste por medio de sus esclavos, los cuales le referían que de madrugada iba a la plaza, se surtía de lo que había menester, y vuelto al campo, si era invierno, poniéndose una especie de anguarina, y horro de ropa, si era verano, trabajaba con sus esclavos, sentándose a comer con ellos del mismo pan, y bebiendo del mismo vino; admirado en gran manera así de esto como de oírles hablar de su moderación, de su modestia y de algunos dichos sentenciosos suyos, dio orden para que le convidaran a cenar a su casa. Desde entonces le trató familiarmente; y observando que era de carácter suave y urbano, que a manera de planta sólo pedía otro cultivo y otro aire más libre y abierto, lo inclinó y persuadió a que, trasladándose a Roma, tomara parte en el gobierno. Trasladado a aquella capital, en breve con la defensa de las causas se adquirió admiradores y amigos; y como Valerio le proporcionase además grande opinión y poder, alcanzó que primero le nombrasen tribuno, y después, cuestor. Logró ya entonces ser más señalado y conocido, y aspiró con el mismo Valerio a las primeras magistraturas, habiendo sido con éste cónsul, y después, censor.

Procuró también arrimarse a Fabio Máximo por su grande fama y su grande autoridad; pero más principalmente porque se proponía la conducta y método de vida de éste como el mejor modelo y ejemplar; y aun por lo mismo no pudo menos de ponerse en oposición con Escipión el mayor, que, no obstante ser joven todavía, hacía contrarresto a Fabio, y como que se le mostraba envidioso. Hubo también otro motivo, y fue que yendo de cuestor con Escipión a la guerra de África, como advirtiese que éste usaba de su acostumbrada profusión y permitía que en el ejército se gastara sin medida, le habló francamente, diciéndole que lo de menos era el gasto, y el mal principalmente estaba en que estragase la antigua frugalidad del soldado, acostumbrándole para en adelante al regalo y a los deleites; y como Escipión le contestase que no necesitaba un cuestor tan severo, cuando ponía toda la atención en desempeñar cumplidamente su deber con respecto a la guerra, porque de lo que había de dar cuenta a la ciudad era de sus acciones y no del dinero, se retiró de Sicilia. Hablaba frecuentemente en el Senado con Fabio de la inmensa cantidad de dinero que gastaba Escipión, y desacreditaba en los circos y en los teatros su porte fastuoso, como si hubiera ido a celebrar fiestas y no a mandar un ejército; tanto, que obligó a que se enviaran cerca de éste tribunos de la plebe para que le hicieran venir a Roma, si estas acusaciones eran ciertas. Mas Escipión, habiendo hecho ver que la victoria estaba en los preparativos de la guerra, y convencido a los tribunos de que si usaba de humanidad y condescendencia, en los gastos esto en nada perjudicaba a la diligencia y a las demás grandes prendas militares, partió de Sicilia para la guerra.

IV.— Aunque era grande el poder que Catón se había con su elocuencia granjeado, tanto, que generalmente se le apellidaba Demóstenes Romano, era todavía mayor la fama y celebridad que le daba su particular método de vida. Porque su destreza en el decir fue desde luego para los jóvenes un ejemplar común y de gran solicitud; pero el conservar la frugalidad antigua, contentarse con cenas sencillas, comidas fiambres, vestidos lisos y una casa como las del común de ciudadanos, y hacerse admirar más por no necesitar de superfluidades que por poseerlas, era ya muy raro en un tiempo en que la autoridad no se conservaba pura por su misma grandeza, sino que, con tener superioridad sobre muchos negocios y muchos hombres, había dado entrada a diversas costumbres, y se veían ejemplos de portes y medios de vivir muy diferentes. Con razón, pues, miraban todos a Catón como un prodigio al ver que los demás, debilitados por los placeres, no eran para aguantar ningún trabajo, y que éste en ambas cosas se conservaba invicto, no sólo de joven y cuando aspiraba a los honores, sino anciano ya y canoso después del consulado y triunfo, como un atleta constantemente vencedor que se mantiene siempre igual en la lucha hasta la muerte. Porque se dice que nunca llevó vestido que valiese más de cien dracmas; que de general y de cónsul bebió siempre del mismo vino que de sus trabajadores; que las provisiones para la comida las tomó siempre de la plaza sin gastar más de treinta cuartos, y esto por causa de la república, a fin de robustecer el cuerpo para la guerra. Habiéndole tocado de botín un paño babilonio, al punto lo vendió; jamás, tuvo casa ninguna de campo revocada de cal, ni compró nunca esclavo que le costase arriba de mil y quinientas dracmas, como que no los buscaba delicados o de hermosa presencia, sino trabajadores y robustos, propios para ser gañanes y vaqueros; y aun de éstos, cuando ya eran viejos, opinaba que era preciso deshacerse para no mantener gente inútil. En una palabra: era de dictamen que no debía tenerse nada superfluo; y que aun en un cuarto es caro aquello que no se necesita. Y en cuanto a los campos, quería poseerlos de labor y pasto, no vergeles o jardines.

V.— Atribuían algunos a mezquindad esta tan rigurosa economía; pero otros veían en ella el esmero y la rígida templanza de un hombre que se estrechaba y reprimía a sí mismo para corregir y moderar a los demás. Solamente aquello de valerse de los esclavos como de acémilas y deshacerse luego de ellos y venderlos a la vejez, para mí no puede ser sino de un hombre cruel, que no se cree enlazado a otro hombre sino con el vínculo de la utilidad. Pues en verdad que la humanidad y la dulzura tienen todavía más latitud que la justicia, pues de la ley y de la justicia sólo podemos usar con los otros hombres, pero la beneficencia y la gratitud se emplean aun con los animales irracionales, dimanando de la bondad como de una fuente copiosa, porque es propio del hombre de probidad no dejar sin alimento al caballo desfallecido ya por los años y el mantener y cuidar los perros, no sólo de cachorritos, sino aun cuando se han hecho viejos. El pueblo de Atenas, cuando se construyó el Hecatómpedo, a cuantas acémilas llegó a entender haber concurrido constantemente a los trabajos de la obra, a todas las echó a pacer libres y sueltas; y aun se refiere de una de ellas que por sí misma se bajaba al lugar de la obra, y agregándose a las yuntas que subían los carros al alcázar las ayudaba yendo delante, como si las animara y alentara, por lo que se decretó que hasta que muriese se proveyera de los fondos públicos para su manutención. Los sepulcros de las yeguas con que Cimón venció tres veces en Olimpia están inmediatos a los monumentos que a éste se erigieron. Muchos cuidaron de sepultar a los perros que se les habían hecho como comensales y amigos, y entre ellos Jantipo el mayor, al perro que nadando junto a su galera le siguió a Salamina, cuando el pueblo abandonó la ciudad, lo hizo sepultar en un promontorio, que todavía se llama la sepultura del perro. En efecto, no hemos de usar de cosas que tienen vida y alma como de los zapatos o de los muebles, echándolos a un rincón cuando ya están rotos y gastados, sino que es razón que en cuanto a aquellas nos mostremos cuidadosos y benignos, aunque no sea más que por excitar a la humanidad. Por tanto, yo ni siquiera a un buey de labor lo vendería por viejo, mucho menos a un hombre anciano, desterrándolo como de su patria de una tierra y de una mansión a que estaba ya habituado, en cambio de una friolera que podrían dar por él, pues que siendo inútil al que lo vendía lo sería también al comprador. En cambio, Catón parece hacía gala de estas cosas y él mismo dice haberse dejado en España el caballo que siendo cónsul le sirvió en la guerra, por no poner en cuenta a la república el gasto de su flete. Cada uno, pues, juzgará dentro de si, según su modo de ver, si cosas llevadas tan al extremo se han de atribuir a magnanimidad o a sórdida codicia.

VI.— Por lo demás, su moderación fue verdaderamente maravillosa, pues siendo general, no tomó para sí y sus asistentes más que tres medimnas de trigo al mes, y de cebada al día para las bestias todavía menos de tres medias. Cúpole en suerte la provincia de Cerdeña, y habiendo sido costumbre de los pretores que le precedieron tomar del público los muebles, las camas y las ropas, gravando a los habitantes con precisarles a mantener numerosa servidumbre y grande acompañamiento de amigos para los banquetes, hizo advertir en esto una increíble diferencia, no permitiendo jamás que de los fondos públicos se hiciera gasto alguno. Hizo la visita de las ciudades a pie, seguido tan sólo de un ministro público, que llevaba su ropa y el vaso que le servía en las sagradas libaciones. Sin embargo, a este desprendimiento y ahorro usado con los que estaban bajo su mando acompañaba una suma circunspección y gravedad, siendo inexorable en lo justo y recto y severo en hacer cumplir las órdenes que daba; de manera que nunca el mando de los Romanos les fue a aquellos naturales ni más temible ni más grato.

VII.— Por este mismo término parece que era también el lenguaje de este hombre singular, porque era gracioso y vehemente, dulce y penetrante, adornado y grave, sentencioso y polémico; al modo que Platón pinta a Sócrates, al parecer hombre vulgar, satírico y acre para los que por primera vez le trataban, pero por dentro lleno de solicitud y pensamientos útiles, que arrancaban lágrimas a los oyentes y convertían su corazón: de manera que no sé en qué pudieron fundarse los que dijeron que el estilo de Catón era parecido al de Lisias; pero de esto juzgarán los que se hallen más en estado de conocer la lengua romana; por lo que a mí hace, me contentaré con referir algunas de sus máximas; estando como estoy en la opinión de que más se ven en ellas, que no en el rostro, las costumbres de cada uno.

VIII.— Propúsose en una ocasión retraer al pueblo romano al intento a que le veía decidido de que se hiciera distribución y repartimiento de trigo, y para ello empezó su discurso de esta manera: «Ardua cosa es ¡oh ciudadanos! quererse hacer entender del vientre, que no tiene oídos». Censuraba otra vez el lujo, y dijo que era muy difícil se salvase una ciudad en la que se vendía más caro un pescado que un buey. Comparaba los Romanos a las ovejas, porque decía que a éstas una a una se las lleva muy mal, y juntas siguen fácilmente unas tras otras a los conductores. «Y de la misma manera vosotros —añadió—, de hombres de quienes cada uno en particular no se valdría para tomar consejo, sois seducidos y atraídos cuando os veis juntos y congregados en uno». Hablando del poder e influjo que las mujeres tenían, «los demás hombres —dijo— mandan a las mujeres; pero nosotros a todos los hombres, y las mujeres a nosotros»; lo que viene a ser uno de los apotegmas que se cuentan de Temístocles, porque éste, como recabase de él muchas cosas su hijo por medio de la madre, «mira, mujer —le dijo—, los Atenienses mandan a los Griegos; yo, a los Atenienses; tú, a mí, y a ti, el hijo; por tanto, vete a la mano en tu autoridad, por la que aquel, con no tener el mayor juicio, manda sobre todos los Griegos». Decía que el pueblo romano no sólo ponía precio a la púrpura, sino también a las ocupaciones; porque así como los tintoreros tiñen más ropas de aquel color que ven estar más en moda, del mismo modo los jóvenes a aquello se aplican y dedican más que ven en mayor estimación y alabanza. Exhortábalos a que si se habían hecho grandes con la virtud y la moderación, no empezaran a usar de peores medios, y a que si se habían engrandecido con la destemplanza y la maldad, se convirtieran a lo mejor, pues ya con aquellas se habían hecho bastante grandes. De los que solicitaban repetidas veces las magistraturas decía que, como si no supieran el camino, buscaban el ir siempre con lictores para no perderse. Reprendía a los ciudadanos de que eligiesen muchas veces los mismos magistrados; «porque dais a entender —decía— que no tenéis en mucho la autoridad, o que creéis ser pocos los que son dignos de ella». Pareciéndole que uno de sus enemigos llevaba una vida torpe e ignominiosa, la madre de éste —dijo— no hace la debida plegaria a los Dioses, si les pide que le sobreviva”. Mostrando a uno que había vendido ciertos campos hereditarios, situados en la playa, decía, fingiendo admirarle, que le juzgaba «de más poder que el mar, pues lo que el mar no hacía más que tocar suavemente, él se lo había sorbido». Cuando el rey Éumenes estuvo de paso en Roma, el Senado le hizo un magnifico recibimiento, y fue grande la concurrencia y obsequio de los principales; pero en Catón se echaba bien de ver que no hacía ningún caso de él, y antes se apartaba; y como hubiese quien le dijera que era hombre bueno y apasionado de los Romanos: «En buena hora —dijo—; pero este animal llamado rey es carnívoro por naturaleza, y ninguno de los reyes más celebrados puede ser comparado con Epaminondas, con Pericles, con Temístocles, con Manio Curio o con Amílcar, por sobrenombre Barca». Decía ser de sus enemigos tachado porque se levantaba de noche para ocuparse en los negocios públicos, abandonando los suyos propios; pero que más quería que obrando bien le faltase el agradecimiento, que evitar el castigo si en algo faltase; y que fácilmente perdonaba todos los yerros, a excepción de los suyos.

IX.— Habiendo elegido los Romanos para la Bitinia tres embajadores, de los cuales el uno padecía de gota, al otro se le había hecho en la cabeza la operación del trépano, y el tercero era tenido por no muy avisado, sonrióse Catón, y dijo que los Romanos mandaban una embajada que no tenía ni pies ni cabeza ni corazón. Hablóle Escipión por medio de Polibio de los desterrados de la Acaya; y como en el Senado se gastase mucho tiempo concediéndoles unos la vuelta y resistiéndola otros, se levantó Catón, y «como si no tuviéramos otra cosa que hacer —les dijo—, nos estamos aquí sentados todo el día, ocupados en examinar si unos cuantos Griegos ya ancianos han de ser llevados a enterrar por nuestros sepultureros o por los de Acaya». Concedióseles la vuelta; y dejando Polibio pasar unos cuantos días, intentó presentarse otra vez en el Senado, con el objeto de que los desterrados recobraran los honores que antes tenían en la Acaya, para lo que procuraba tantear el modo de pensar de Catón; y éste, echándose a reír, dijo que Polibio no era como Ulises, pues quería entrar otra vez en la cueva del Cíclope, por haberse dejado allí olvidados el gorro y el ceñidor.

Decía que los necios eran de más provecho a los prudentes que éstos a aquellos; porque los prudentes procuraban evitar las faltas de los necios, mientras que con los aciertos de aquellos nunca éstos se corregían. De los jóvenes decía que le gustaban los que se ponían colorados, no los que se ponían pálidos, y que de los militares no quería a los que en la marcha movían las manos y en la pelea los pies, ni a los que roncaban más alto de lo que gritaban contra los enemigos. Para afrentar a un hombre gordo decía: «¿Cómo puede ser de provecho a la república un cuerpo en el que desde la garganta a la cintura todo es vientre?». Descartándose de un voluptuoso que quería ganar su amistad, «no puede ser-decía-que yo viva con un hombre más sensible de paladar que de corazón». Decía que el alma del amante vivía en un cuerpo ajeno: y que en toda su vida, de tres cosas solamente había tenido que arrepentirse: primera, de haber confiado un secreto a su mujer; segunda, de haberse embarcado para un viaje que pudiera haber hecho por tierra, y tercera, de haber pasado un día sin hacer nada. A un viejo maligno, «hombre —le dijo—, cuando la vejez trae consigo tantas cosas desagradables, no le añadas la afrenta de la perversidad». A un tribuno a quien se atribuía un envenenamiento, y que había propuesto una ley perjudicial, empeñado en hacerla pasar: «Joven —le dijo—, no sé qué sería peor: si beber lo que preparas o sancionar lo que escribes». Denostándole un hombre notado de mala conducta: «No puede sostenerse —le dijo— una contienda como ésta entre nosotros dos, porque tú oyes los oprobios con serenidad, y los dices sin reparo, mientras cuanto a mí se me resiste el decirlos, ¡y no estoy acostumbrado a aguantarlos!». Por este término venían a ser sus apotegmas.

X.— Designado cónsul con Valerio Flaco, su amigo y deudo, le tocó por suerte la provincia que llaman los Romanos España Citerior. Mientras allí vencía a unos pueblos con las armas y atraía a otros con la persuasión vino contra él un ejército de bárbaros tan numeroso: que corrió peligro de ser vergonzosamente atropellado; por lo cual imploró el auxilio de los Celtíberos, que estaban cercanos. Pidiéronle éstos por precio de su alianza doscientos talentos, y teniendo todos los demás por cosa intolerable que los Romanos se reconocieran obligados a pagar a los bárbaros aquel precio de su auxilio, les replicó Catón que nada había en ello de malo, pues si vencían, serían los enemigos quienes lo pagasen, y si eran vencidos, no existirían ni los que lo habían de pagar ni los que lo habían de pedir. Salió por fin vencedor en batalla campal, y todo le sucedió prósperamente: diciendo Polibio que a su orden todas las ciudades de la parte de acá del río Betis en un mismo día demolieron sus murallas, no obstante ser en gran número y estar pobladas de hombres guerreros. El mismo Catón dice haber sido más las ciudades que tomó que los días que estuvo en España; y no es una exageración suya si es cierto que llegaron a trescientas.

Fue mucho lo que los soldados ganaron en aquella expedición, y, sin embargo, repartió además a cada uno una libra de plata, diciendo que era mejor volviesen muchos con plata que pocos con oro; pero de tanto como se cogió dice no haber tomado para sí más que lo necesario para comer y beber. «No es esto que yo acuse —decía— a los que procuran aprovecharse de estas cosas, sino que quiero más contender en virtud con los buenos que en riqueza como los más ricos, o en codicia con los más acaudalados». Ni solamente él mismo se conservó puro, sin haber tomado nada, sino que hizo se conservaran también puros los que tenla consigo en aquella expedición, que no eran más que cinco esclavos. Uno de éstos, llamado Paccio, compró de entre los cautivos tres mozuelos, y habiéndolo llegado a entender Catón, mandó que lo ahogasen antes que se pusiese delante, y vendiendo los tres mozuelos, hizo poner el precio en el erario.

XI.— Permanecía todavía en España cuando Escipión el mayor, que era su rival y quería poner término a sus glorias, se propuso pasar a encargarse de las cosas de España, e hizo que se le nombrara sucesor de Catón. Apresuróse a llegar pronto, para que tuviera cuanto antes fin el mando de éste; el cual, tomando para salir a recibirle a cinco cohortes de infantería y quinientos caballos, derrotó a los Lacetanos, y entregado de seiscientos tránsfugas que había entre ellos, los pasó a cuchillo. Llevólo Escipión a mal, y contestó Catón con ironía que así era como Roma sería mayor, si los hombres grandes e ilustres no daban lugar a que los oscuros entraran a la parte con ellos en lo sumo de la virtud, y si los plebeyos, como él, se empeñaban en competir en virtud con los que les aventajaban en gloria y en linaje. Con todo, habiendo decretado el Senado que nada se mudara o alterara de lo dispuesto por Catón, se le pasó en blanco a Escipión su mando en la inacción y el ocio, más bien con mengua de su gloria que de la de aquel. Después de haber triunfado, no hizo lo que suelen la mayor parte de los hombres que, no aspirando a la virtud, sino a la gloria, luego que han subido a los supremos honores y que han conseguido los consulados y los triunfos, se proponen pasar el resto de su vida en el placer y el descanso, dando de mano a los negocios públicos; ni como éstos relajó o aflojó en nada su virtud, sino que, al modo de los que empiezan a tomar parte en el gobierno, sedientos de honor y de fama, como si de nuevo comenzara estuvo pronto a que los amigos y los ciudadanos se valieran de él, sin excusarse de las defensas de las causas ni de la milicia.

XII.— Acompañó de legado en la administración de la provincia a Tiberio Sempronio, procónsul de la Tracia y del Danubio, y fue a Grecia de tribuno de legión con Manio Acilio contra Antíoco el Grande, que inspiró miedo a los Romanos, después de Aníbal, más que otro alguno; porque habiendo ocupado desde luego casi toda el Asia en la extensión en que la había dominado Seleuco Nicátor, y sujetado a muchas naciones bárbaras, había resuelto acometer a los Romanos, como los únicos que podían ser sus dignos enemigos. Buscó para la guerra un motivo plausible, que fue el de libertar a los Griegos, sin embargo de que no lo habían menester, porque hacía poco habían sido hechos libres e independientes del poder de Filipo y de los Macedonios por beneficio de los Romanos; con este objeto marchó allá con un ejército, con lo que se conmovió al punto la Grecia y quedó como en suspensión, excitada a grandes esperanzas por los demagogos. Envió, pues, Manio mensajeros a las diferentes ciudades, y a la mayor parte de los perturbadores los aquietó y sosegó Tito Flaminino sin la menor disensión, como lo decimos en su vida; Catón apaciguó también a los de Corinto, de Patras y de Egio; pero donde se detuvo por más tiempo fue en Atenas. Dícese que corre un discurso que en griego hizo a aquel pueblo, manifestándole su veneración a la virtud de los antiguos Atenienses, y el placer que había tenido en haber visto aquella ciudad, célebre por su hermosura y su grandeza; mas esto no es cierto, pues habló a los Atenienses por medio de intérprete, no obstante que podía haberlo hecho por sí; sólo que quiso acomodarse a las costumbres patrias, y zaherir a los necios admiradores de las cosas griegas. Así es que a Postumio Albino, que escribió en griego una historia y pidió se le disculpase, lo satirizó diciendo que se le concedería la disculpa si para emprender aquella obra hubiera sido obligado por un decreto de los Anfictiones, Se conserva en memoria que los Atenienses se maravillaron de su prontitud y de la concisión de su lenguaje; porque lo que él decía brevemente no lo traducía el intérprete sino con pesadez, y empleando muchas palabras; y que, en fin, les había parecido que a los Griegos les salían las voces de los labios y a los Romanos del corazón.

XIII.— Cerró Antíoco las gargantas de las Termópilas con su ejército, y a las naturales defensas del sitio añadió fosos y trincheras, pensando que así tenía cercada a su arbitrio la guerra; y en verdad que los Romanos desconfiaron de poder romper por el frente; pero, resolviendo Catón en su ánimo aquellos atrincheramientos y aquel cerco, marchó por la noche a hacer un reconocimiento, llevando consigo una parte del ejército. Llegado a la cumbre, como el guía, que era un esclavo, desconociese el camino, se vio perdido en aquellas asperezas y derrumbaderos, causando esto en los soldados gran miedo y desaliento. Advirtiendo, pues, el peligro, mandó a todos los demás que no se movieran y aguardaran allí, y tomando consigo a Lucio Manlio, hombre hecho a caminar por las montañas, discurrió con gran fatiga y riesgo en una noche oscura y ya adelantada por entre acebuches y peñascos, dando rodeos y sin saber dónde ponía el pie, hasta que, llegando a un camino abierto, que se dirigía hacia abajo, y les pareció iría al campamento de los enemigos, pusieron señales en unas eminencias muy altas, que descollaban sobre el Calídromo. Retrocedieron desde aquel punto, reuniéronse con las tropas, y encaminándose a las señales, puestos otra vez en el camino, comenzaron a marchar con seguridad; pero a poco que anduvieron les faltó la senda, encontrándose con un barranco, por lo que les sobrevino otra vez la incertidumbre y el miedo, no sabiendo ni advirtiendo que ya se habían puesto muy cerca de los enemigos. Clareaba el día cuando les pareció que oían cierto murmullo, y de repente vieron un campamento griego y la guardia puesta al pie de la roca. Haciendo, pues, allí alto Catón con sus tropas, dio orden de que se le presentasen solos los Firmanios, que eran los que siempre se le habían mostrado más fieles y dispuestos. Cómo acudiesen éstos al punto y le cercasen en tropel, «deseo —les dijo— que se coja vivo a uno de los enemigos y se sepa de él qué guardia es aquella, cuál su número y cuál el orden, formación y disposición en que nos aguardan. Este rebato debe ser obra de prontitud y arrojo, que es en el que confiados los leones se lanzan sin armas sobre los otros tímidos animales». Dicho esto, partieron de allí con celeridad los Firmanios del modo que se hallaban, y corriendo por aquellos montes se dirigieron contra la guardia; cogiéndola desprevenida, todos se sobresaltaron y dispersaron; no obstante, pudieron coger a uno armado como estaba y lo pusieron en manos de Catón. Supo por éste que la principal fuerza estaba apostada en la garganta con el rey y que los que le guardaban las avenidas eran unos seiscientos Etolios escogidos; y mirando con desprecio así el corto número como la nimia confianza, marchó contra ellos al toque de trompetas y con grande gritería, siendo el primero a desenvainar la espada; pero los enemigos, luego que los vieron descender de las alturas, dando a huir hacia el cuerpo del ejército, lo pusieron todo en gran confusión.

XIV.— Al mismo tiempo trató Manio de forzar las trincheras por el pie de la montaña, acometiendo por las gargantas con todas sus fuerzas; herido Antíoco en la boca, de una pedrada, que le quitó los dientes, volvió para atrás su caballo movido del dolor, con lo que ninguna parte de su ejército hizo ya frente a los Romanos, sino que, a pesar de tener que huir por sitios intransitables y peligrosos, porque las caldas habían de ser a lagos profundos o piedras peladas, impelidos hacia estos lugares desde los desfiladeros, y atropellándose unos a otros, ellos mismos se destruyeron por el miedo de las heridas y del hierro de los enemigos. Catón parece que nunca había sido muy contenido y parco en sus propias alabanzas, y, antes por el contrario, no había evitado la opinión de jactancioso, teniendo el serlo por consecuencia de los grandes hechos; pero en esta ocasión todavía ponderó más sus hazañas, pues dice que los que le vieron entonces perseguir y herir a los enemigos convinieron con él en que no quedaba Catón en tanta duda respecto del pueblo, como éste respecto de Catón y que el mismo cónsul Manio, en el calor todavía de la victoria, le echó los brazos, y teniéndole largo rato abrazado, prorrumpió en fuerza del gozo en la expresión de que ni él mismo ni todo el pueblo pagaría cumplidamente a Catón aquellos beneficios. Despachósele inmediatamente después de la batalla a ser él mismo el mensajero de aquellos sucesos, e hizo su navegación con mucha felicidad hasta Brindis, de donde en un día pasó a Tarento, y caminando cuatro desde el mar estuvo al quinto día en Roma, logrando ser el primero que anunció la victoria; con la cual la ciudad se llenó de regocijo y de fiestas, y de orgullo el pueblo, como que ya nada le impediría hacerse dueño de toda la tierra y el mar.

XV.— De las acciones de guerra de Catón, éstas fueron las más celebradas, y en cuanto a las cosas de gobierno, la parte relativa a la acusación y corrección de los malos parece haber sido la que la mereció mayor atención; porque persiguió por sí a muchos, a otros les ayudó en este público ejercicio y a algunos les dio el trabajo hecho para él, como a Petilio contra Escipión; en cuanto a éste, que logró poner bajo sus pies los cargos por ser de una ilustre familia y de un ánimo verdaderamente grande, hubo de retirarse, viendo que no podía conducirle al suplicio; pero a Lucio, su hermano, poniéndose al lado de los que le acusaban, lo envolvió en la condenación de una gran multa para el erario; y como no tuviese con qué pagar, y por ello estuviera para ser puesto en prisión, con gran dificultad se desenredó por la intercesión de los tribunos.

Dícese también que a un joven que había conseguido se notase de infamia al enemigo de su padre, viéndolo ir por la plaza después de la sentencia, le salió al encuentro Catón, y alargándole la mano le dijo que de aquel modo se debía hacer ofrenda a los manes de los padres, no con corderos o cabritos, sino con las lágrimas y las condenaciones de los enemigos.

Mas tampoco él salió siempre de los negocios libre y exento, sino que al menor asidero que daba a sus enemigos era también puesto en juicio, y corría su riesgo; dícese que tuvo que defenderse en pocas menos de cincuenta causas, la última de ellas cuando ya tenía ochenta y seis años; en la cual dijo aquella célebre sentencia: «Que es cosa muy dura haber vivido con unos hombres y tener que defenderse ante otros». Sin embargo, no fue aquella con la que puso término a esta especie de contiendas, pues, pasados otros cuatro años, acusó a Sergio Galba cuando ya era de noventa, faltando poco para que le sucediese lo que a Néstor, que con su vida y sus hechos alcanzó tres generaciones; pues que habiendo tenido, como hemos dicho, diferentes choques en asuntos de gobierno con Escipión el mayor, llegó hasta los tiempos de Escipión el joven, que era hijo de aquel por adopción, y natural de Paulo, el que subyugó a Perseo y los Macedonios.

XVI.— A los diez años después del consulado se presentó Catón a pedir la censura. Viene a ser esta dignidad el colmo de todos los honores y como el complemento del gobierno, teniendo además de otras facultades la del examen de la vida y costumbres; porque no hay acto alguno de importancia, ni el casamiento, ni la procreación de los hijos, ni el método ordinario de la vida, ni los banquetes, que se crea debe que dar libre de examen y corrección para que cada uno se haya en ellos según su deseo o su capricho. Así es que teniendo por cierto que en estos hechos más que en los públicos y en los relativos al gobierno se da a conocer la índole y carácter de los hombres, para que hubiera quien observara, celara e impidiera el que nadie se abandonase a los deleites y alterase el modo de vivir recibido y acostumbrado, elegían uno de los llamados patricios y otro de los plebeyos. El nombre de éstos era el de censores, y tenían facultad para privar de la dignidad ecuestre y para excluir del Senado al que vivía relajada y disolutamente. Tocaba también a éstos tomar conocimiento e inspeccionar el valor de las haciendas, y discernir las familias y ocupaciones por medio de la descripción o censo, y aún tenía otras muchas facultades esta magistratura. Por esta causa, luego que Catón se presentó a pedirla le salieron al encuentro, oponiéndose casi todos los más principales y distinguidos de los senadores; los nobles, porque se consumían de envidia, creyendo que su clase se vilipendiaba con que hombres oscuros en su origen se elevaran por fuerza a la primera dignidad y poder, y, por otra parte, aquellos a quienes remordía la conciencia por su mala conducta y por el olvido de las costumbres patrias temían mucho la austeridad de aquel, por saber que sería inexorable y duro en el ejercicio de la autoridad; con este objeto, pues, preparados y convenidos entre sí, presentaron siete como contrarios y rivales de Catón en la petición, lisonjeando a la muchedumbre con halagüeñas esperanzas, en la creencia de que ésta querría ser mandada blandamente y a su placer. Mas Catón, por el contrario, no dio muestra de ninguna indulgencia, sino que al revés, amenazando a los malos desde la tribuna y gritando que la ciudad necesitaba una gran limpia, pedía que, si querían acertar, de los médicos no escogieran al más blando, sino al más determinado, y que éste era él mismo, y de los patricios sólo Valerio Flaco, porque sólo con éste creía poder extirpar el regalo y la molicie, cortando y quemando como la cabeza de la hidra, cuando veía que cada uno de los otros precisamente había de mandar mal, puesto que tenían a los que mandarían bien. Y el pueblo romano era entonces tan grande y tan digno de grandes magistrados, que no temió la severidad y aspereza de Catón, sino que más bien, descartándose de aquellos hombres suaves y dispuestos a complacerle en todo, lo eligió con Valerio Flaco, como si hubiese oído, no a uno que pedía la dignidad, sino a quien ya la tenía y estaba mandando.

XVII.— Incorporó, pues, Catón en el Senado a su colega y amigo Lucio Valerio Flaco, y removió de él a muchos, entre ellos a Lucio Quincio, que había sido cónsul siete años antes, y, lo que era de mucha consideración, después del honor consular, hermano de Tito Flaminino, el que venció a Filipo. La causa que tuvo para esta remoción fue la siguiente: había puesto su amor Lucio en un mocito desde que éste era niño, y teniéndole desde entonces siempre consigo, le dio en sus diferentes mandos tanta privanza y autoridad cuanta no alcanzó nunca ninguno de sus mayores amigos y deudos. Hallábase en una provincia de procónsul, y estando en un festín sentado a su lado, como era de costumbre, este mocito, entre otros halagos que prodigó a Lucio, fácil de ser seducido con ellos en el exceso del vino, le dijo ser tal el extremo con que le amaba, que habiendo en su casa el espectáculo de un duelo de gladiadores, a que nunca antes asistiera, había preferido correr a su compañía, a pesar de que deseaba ver a un hombre caer muerto de heridas; replicóle Lucio, correspondiendo a sus caricias: «Pues por eso no te me angusties, que yo lo remediaré»; y dando orden de que trajesen al mismo banquete a uno de los que estaban condenados a pena capital, y de que entrase uno de los esclavos armado con una hacha, volvió a preguntar al joven si quería ver cómo le daban el golpe; respondió éste que sí; y entonces mandó que le cortasen la cabeza. Son muchos los que refieren este caso, y Cicerón introduce al mismo Catón contándole en su diálogo de la Vejez. Mas Livio dice que el degollado fue un tránsfuga de los Galos, y que no fue muerto por un esclavo, sino por mano del mismo Lucio; lo que así se hallaba escrito en el discurso de Catón. Expelido Lucio del Senado, lo llevó muy a mal el hermano, y apelando al pueblo, se mandó que Catón diera la causa en que se había fundado; díjola, y refiriendo lo ocurrido en el banquete, Lucio intentó negarlo; pero proponiendo Catón que jurase, desistió de aquel propósito, y con esto hubo de declararse que en lo hecho no había llevado sino lo merecido. Mas de allí a poco se celebraron espectáculos de teatro, y habiéndose pasado del sitio de los consulares, yéndose a sentar en otro puesto muy lejos de allí, se movió a grande compasión el pueblo, y con sus voces le obligó a que volviese al otro lugar, enmendando y corrigiendo por este medio lo antes sucedido. Removió también del Senado a Manilio, varón que todos consideraban acreedor al consulado, con motivo de que besó de día a su mujer a vista de una hija, porque decía que a él nunca le abrazaba su mujer sino cuando había gran tormenta de truenos, y por lo mismo solía usar del chiste de que era feliz cuando Júpiter tronaba.

XVIII.— Concilió también a Catón alguna envidia el hermano de Escipión, Lucio, varón condecorado con el triunfo, y a quien aquel privó de la dignidad ecuestre, pues pareció haberlo hecho con la mira de incomodar a Escipión Africano. Mas lo que le indispuso con los más fue su empeño en cortar el lujo: porque si bien el oponérsele de frente era imposible, estando la mayor parte viciada y corrompida, tomó para ello un rodeo, haciendo dar a los vestidos, a los carruajes, a los objetos de tocador, a las vajillas y aparato de mesa, cada una de las cuales cosas pasaba en sí de mil y quinientas dracmas, un valor décuplo, para que, siendo mayores las tasaciones y los precios, fuesen mayores las contribuciones. Impuso, pues, un tres al millar, para que gravados los lujosos con el aumento se moderaran, viendo que los frugales y parcos, a iguales bienes, contribuían menos al erario. Odiábanle, pues, los que por el lujo aguantaban mayores impuestos, y, por el contrario, también los que renunciaban a él por no pagarlos. Porque para muchos es como quitarles la riqueza el no dejar que lo luzcan con ella; y como se luce es con lo superfluo y no necesario. Así dicen que de lo que más se admiraba Aristón el filósofo era de que fuesen tenidos por más felices los que poseían cosas superfluas que los que abundaban en las necesarias y útiles; y Escopas el Tésalo, como le pidiese uno de sus amigos una cosa que al mismo que la pedía no era de gran utilidad, e hiciese presente a éste que no le pedía nada que fuese o de necesidad o de provecho, «pues con estas cosas —le replicó— soy yo dichoso, y rico con las inútiles y superfluas». Así el aprecio y admiración de la riqueza, sin tener apoyo en ningún afecto o necesidad de la naturaleza, se introduce por una opinión enteramente externa y vulgar.

XIX.— Hacía Catón tan poca cuenta de los que por estas cosas le zaherían, que todavía procuraba apretar más: cortando los acueductos que los particulares habían formado para llevar el agua del público a sus casas y jardines, recogiendo y reduciendo los voladizos de los edificios sobre la calle pública, minorando los precios de los destajos o asientos de las obras, y haciendo subir hasta lo sumo en las subastas los rendimientos de los tributos. Con todo, Tito y los de su partido, haciéndole oposición, lograron que en el Senado se rescindieran, como hechos con desventaja, los asientos y contratas para la construcción de los edificios sagrados y públicos, y excitaron a los más ardientes de los tribunos de la plebe para que le denunciaran al pueblo e hicieran se le multase en dos talentos. Contrariaron también con gran esfuerzo la construcción de la basílica que con los caudales públicos edificó Catón en la plaza, debajo del consejo o curia, y a la que puso el nombre de la Basílica Porcia; mas el pueblo parece que se mostró muy contento del modo con que ejerció la censura; pues que habiéndole consagrado una estatua en el templo de la Salud, no anotó en la inscripción que Catón mandó ejércitos ni que triunfó, sino, según la inscripción debe traducirse, que hecho censor restituyó a su antigua gravedad, con útiles reglamentos y sabias máximas e instituciones, el gobierno de los Romanos, ya decadente y muy inclinado a la corrupción. Y él antes se había burlado de los que se complacían en semejantes distinciones, diciendo ocultárseles que, mientras ellos estaban engreídos con las obras de los escultores y los pintores, los ciudadanos, lo que era para él de más honra, llevaban su imagen en los corazones. Maravillándose algunos de que, habiéndose puesto estatuas a muchos hombres sin opinión, él no tuviese ninguna, les respondió: «Más quiero que se pregunte por qué no se me pone que por qué se me ha puesto;» y, en fin, ni siquiera le era grato que se le alabara de conservarse un virtuoso ciudadano si no habla de redundar en bien de la república. Mas su mayor alabanza resulta de las siguientes observaciones: los que en alguna cosa faltaban, si por ella eran reprendidos, solían responder que se les culpaba sin razón, porque al cabo no eran Catones; a los que querían imitar algunos de sus hechos, y no mostraban arte e inteligencia, se les llamaba Catones a zurdas; el Senado, en los tiempos peligrosos y difíciles, ponía en él los ojos, como en la tormenta se ponen en el piloto, suspendiéndose muchas veces por no hallarse presente los negocios de importancia; y todos a una voz convienen en que por su costumbre, por su elocuencia y por sus años gozó en la república de una grandísima autoridad.

XX.— Fue también buen padre, buen marido, y en aumentar su hacienda más que medianamente solícito; echándose bien de ver que no atendía a ella de paso como a cosa pequeña y de poca monta; paréceme, pues, oportuno hablar asimismo de su buen porte en el desempeño de estos oficios. Casóse con una mujer más noble que rica, haciéndose cargo de que por lo uno y por lo otro suelen tener vanidad y orgullo, pero de que las ilustres, por el temor de la vergüenza, son para las cosas honestas más obedientes a sus maridos. De los que castigan a las mujeres o los hijos, decía que ponían manos en las cosas más santas y sagradas; que para él merecía más alabanzas un buen marido que un buen senador, y que nada admiraba tanto en el antiguo Sócrates como el que, habiéndole cabido en suerte una mujer inaguantable y unos hijos necios, vivió, sin embargo, sosegado y tranquilo. Habiéndole nacido un hijo, nada había para él de mayor importancia, como no fuese algún negocio público, que el hallarse presente cuando la mujer lavaba y fajaba al niño. Ésta lo criaba con su propia leche, y aun muchas veces, poniéndose al pecho los niños de sus esclavos, preparaba así para su propio hijo la benevolencia y amor que produce el ser hermanos de leche. Cuando ya empezó a tener alguna comprensión, él mismo tomó a su cuidado el enseñarle las primeras letras, sin embargo de que tenía un esclavo llamado Quilón, bien educado y ejercitado en esta enseñanza, que daba lección a muchos niños; porque no quería que a su hijo, como escribe él mismo, le reprendiese o le tirase de las orejas un esclavo, si era tardo en aprender, ni tampoco tener que agradecer a un esclavo semejante enseñanza. Así, él mismo le enseñaba las letras, le daba a conocer las leyes y le ejercitaba en la gimnástica, adiestrándole, no sólo a tirar con el arco, a manejar las armas y a gobernar un caballo, sino también a herir con el puño, a tolerar el calor y el frío y a vencer nadando las corrientes y los remolinos de los ríos. Dice, además, que le escribió la Historia de su propia mano, y con letras abultadas, a fin de que el hijo tuviera dentro de casa medios de aprovecharse para el uso de la vida, de los hechos de la antigüedad y de los de su patria; que con no menor cuidado precavió que se dijeran cosas torpes ante aquel niño, que ante las vírgenes sagradas dichas Vestales, y que nunca se bañó con él; bien que, según parece, esto era costumbre entre los Romanos, porque tampoco los suegros se bañaban con los yernos, evitando el presentarse desnudos los unos entre los otros. Mas después, aprendiendo de los Griegos el no reparar en ponerse desnudos, comunicaron a éstos mismos a su vez el desorden de bañarse aun con sus mujeres. Ocupado Catón en la recomendable obra de formar y ensayar a su hijo para la virtud, aunque nada quedaba que desear, ni por la índole de éste ni por su esmero en corresponder a aquel cuidado, como el cuerpo no fuese bastante fuerte para tolerar el trabajo, tuvo el padre que rebajar la demasiada austeridad y el rigor en el método de vida. Mas no por esta delicadeza dejó de ser hombre esforzado en los hechos de armas, y en la batalla contra Perseo, mandando el ejército Paulo Emilio, peleó denodadamente. Sucedióle en ella que, habiendo dado un golpe, se le escapó la espada, ayudando también a ello el sudor de la mano, y acongojado con tal acontecimiento corrió a buscar a algunos de sus amigos, e, incorporado con ellos, volvió a cargar a los contrarios; y registrando el sitio con gran trabajo y esfuerzo, halló por fin la espada entre un cúmulo de armas y entre montones de cadáveres de amigos y de enemigos, sobre lo que el general Paulo hizo de él un grande elogio; y todavía corre una carta de Catón a su hijo, en la que alaba extraordinariamente su gran delicadeza y cuidado en recobrar la espada. Más adelante se casó este joven con Tercia, hija de Paula y hermana de Escipión, habiéndose enlazado con tan ilustre gente no menos por sí que por su padre, en lo que se ve haberse logrado cumplidamente el esmero de Catón en la educación de su hijo.

XXI.— Poseía muchos esclavos de los cautivos, comprándolos, por lo regular, todavía pequeños, en estado de admitir, como los cachorrillos y demás animales jóvenes, crianza y educación. De estos ninguno entró jamás en casa ajena, como no fuera por enviarlos Catón o su mujer; y si alguno les preguntaba ¿qué hace Catón?, no daban otra respuesta si no es que no lo sabían; era su deseo, o que hiciesen algo o que durmiesen: gustando más Catón de los que dormían mucho, a causa de que los tenía por de mejor condición que los muy despiertos, y porque para todo son más útiles los bien dormidos que los que están faltos de sueño. Conociendo que los esclavos la mayor parte de las maldades las cometen por el incentivo de la lascivia, tenía dispuesto que por cierto dinero se ayuntasen con las esclavas, sin mezclarse nunca ninguno de ellos con otra mujer. Al principio, cuando todavía estaba escaso de bienes y servía en la milicia, no se incomodaba nunca por las cosas de comer, y antes decía que era una vergüenza altercar por el vientre con los esclavos; pero más adelante, estando ya en otra opulencia, cuando daba de comer a los amigos y colegas, castigaba inmediatamente después del convite con una correa a los que se habían descuidado en preparar o servir la comida. Buscaba medios para que siempre los esclavos tuvieran quimeras y rencillas entre sí, por sospechar y temer mucho de su concordia. Cuando algunos ejecutaban acción que se tuviese por digna de muerte, si por tal la juzgaban todos los demás esclavos, determinaba que muriese. Aplicado luego a más crecida ganancia, miraba la agricultura más bien como entretenimiento que como granjería; y poniendo su solicitud en negocios seguros y ciertos, procuró adquirir estanques, aguas termales, lugares a propósito para bataneros y terreno de buena labor, que diese de suyo pastos y arbolados, de lo que le resultaba mucha utilidad, sin que ni de Zeus, como él decía, pudiera venirle daño. Dióse también al logro, y justamente al más desacreditado de todos, que es el marítimo, en esta forma. Trató de que muchos logreros formasen compañía, y habiéndose reunido cincuenta con otros tantos barcos, él tomó una parte por medio de Quintión, su liberto, que cooperaba y navegaba con los demás; así el peligro no era por él todo, sino por una parte pequeña, y la ganancia era grande. Solía asimismo dar dinero a los esclavos que te pedían, y éstos compraban mozuelos, a los que ejercitaban y amaestraban a expensas de Catón, volviéndolos a vender al cabo de un año. Quedábase el mismo Catón con muchos de ellos, haciendo la cuenta por el precio mayor que cualquiera otro había ofrecido en la subasta. Para inclinar al hijo a estas granjerías le decía que no era de hombre, sino de una pobre viuda, el dejar que la hacienda tuviese menoscabo. Otra cosa hay todavía más dura del mismo Catón, y es haber llegado a decir que era hombre admirable y divino en cuanto a la fama aquel que dejaba en sus gavetas más dinero puesto por él que el que recibió.

XXII.— Estaba ya muy adelantado en la edad Catón cuando de Atenas vinieron a Roma de embajadores Carnéades el Académico y Diógenes el Estoico a reclamar cierta condenación del pueblo de Atenas, impuesta sin su audiencia, siendo demandantes los de Oropo y jueces que la pronunciaron los de Sicíone y regulada en la suma de quinientos talentos. Al punto, pues, pasaron a visitar a estos personajes los jóvenes más aficionados a la literatura, y dieron en frecuentar sus casas oyéndolos y admirándolos. Principalmente, la gracia de Carnéades, a la que no le faltaba poder ni la fama que a este poder es consiguiente, logró atraerse los más ilustres y más benignos oyentes, siendo como un viento impetuoso que llenó la ciudad de la gloria de su nombre, corrió, en efecto, la voz de que un varón griego, admirable hasta el asombro, agitándolo y conmoviéndolo todo, había inspirado a los jóvenes un ardor extraordinario, que, apartándolos de todas las demás ocupaciones y placeres, los había entusiasmado por la filosofía Estos sucesos fueron agradables a los demás Romanos que veían con gusto que los jóvenes se aplicasen a la instrucción griega y comunicasen con tan admirables varones; pero Catón, a quien desde el principio había sido poco grato el que fuese cundiendo en la ciudad la admiración de la elocuencia, por temor de que los jóvenes, convirtiendo a ella su afición, prefiriesen la gloria de hablar bien a la de las obras y hechos militares, cuando llegó a tan alto punto en la ciudad la fama de aquellos filósofos y se enteró de sus primeros discursos que a solicitud e instancia suya tradujo ante el Senado Gayo Acilio, varón muy respetable, tomó ya la resolución de hacer que con decoro fueran todos los filósofos despedidos de la ciudad. Presentándose, pues, al Senado, reconvino a los cónsules sobre que estaba detenida, sin hacer nada, una embajada compuesta de hombres a quienes era muy fácil persuadir lo que quisiesen: por tanto, que sin dilación se tomara conocimiento y determinara acerca de la embajada, para que éstos, volviendo a sus escuelas, instruyesen a los hijos de los griegos, y los jóvenes romanos sólo oyesen como antes a las leyes y a los magistrados.

XXIII.— No lo hizo esto, como algunos han creído, porque estuviese mal individualmente con Carnéades, sino por ser opuesto en general a la filosofía, y por desdeñar con orgullo y soberbia toda instrucción y enseñanza griega; así es que aun de Sócrates se atreve a decir que aquel hombre hablador y violento intentó del modo que le era posible tiranizar a su patria, alterando las costumbres y llamando e impeliendo a los ciudadanos a opiniones contrarias a las leyes. Satirizando la ocupación y enseñanza de Isócrates, decía que los discípulos envejecían en su escuela para ir a usar de su arte y perorar causas en el infierno delante de Minos. Para indisponer al hijo con las cosas de los Griegos empleó una voz más entera que lo que su vejez permitía, y, como profetizando y vaticinando, dijo que los Romanos arruinarían la república cuando por todas partes se introdujesen las letras griegas; pero el tiempo acreditó de vana esta difamación, pues que luego creció la prosperidad de la república, y admitió benignamente las ciencias y toda especie de enseñanza griega.

No se limitaba su displicencia a los Griegos dados a la filosofía, sino que también a los médicos los miraba con ceño, y habiendo oído un dicho, según parece, de Hipócrates, que, siendo llamado por el gran rey con la oferta de muchos talentos, había respondido que por nada en el mundo asistiría a los bárbaros enemigos de los Griegos, decía que éste era un juramento común de todos los médicos, y encargaba al hijo que se guardara de ellos, porque él tenía escrito para sí y para todos los que en su casa asistían a los enfermos este precepto: que nunca había de guardar ninguno dieta, y se los habían de dar a comer legumbres y carnes tiernas, de ánade, de pichón o liebre; por cuanto este alimento era ligero y provechoso a los delicados, con sólo el inconveniente de que en los que usaban de él producía vigilias, y que con esta medicina y este método gozaba de salud él mismo y mantenía sanos a todos los de su familia.

XXIV.— Mas parece que en esta parte recibió de los Dioses algún castigo, pues que perdió a la mujer y al hijo. En su persona era de una complexión sumamente fuerte y robusta, con lo que pudo aguantar mucho; de manera que aun siendo ya bastante anciano usaba frecuentemente de las mujeres, y contrajo un matrimonio muy desigual en cuanto a la edad, con esta ocasión: perdido que hubo la mujer, proporcionó al hijo para su matrimonio la hija de Paulo y hermana de Escipión, y él, permaneciendo viudo, se enredó con una mozuela que iba a escondidas a verle; pero en una casa pequeña, en que había señora, no pudo dejar de traslucirse aquel trato; y pareciendo que un día había atravesado la mozuela con mucho desenfado, el hijo no le dijo nada; pero habiéndola mirado de mal ojo, y vuéltole la espalda, luego llegó a noticia del padre. Enterado, pues, de que la cosa se miraba mal por los jóvenes, sin echarles nada en cara, ni darles ninguna reprensión, salió de casa, bajó con los amigos como lo tenía de costumbre hacia la plaza, y saludando en voz alta a uno llamado Salonio, amanuense que había sido suyo, y uno de los que le acompañaban, le preguntó si había colocado ya a su hija con algún novio. Respondióle éste que ni siquiera pensaría en ello sin darle parte; a lo que le replicó: «Pues yo te he encontrado un pretendiente muy proporcionado, como no haya inconveniente por la edad, pues por lo demás no hay otra tacha sino que es muy viejo». Rogándole Salonio que lo tomara a su cuidado y diera la doncella a quien se había propuesto, por cuanto siendo su cliente necesitaba de que la protegiese, ya entonces Catón no se detuvo más, y le dijo abiertamente que era para sí para quien la pedía. Quedóse al principio sorprendido Salonio con semejante propuesta, como era natural, creyendo a Catón muy lejos de casarse, y más lejos todavía a sí mismo de una familia consular y de la petición de un triunfador; mas viéndole todavía solícito, recibió la demanda con alegría, y acabando de bajar a la plaza, hicieron al punto los esponsales. Celebróse el casamiento, y el hijo de Catón, presentándose con algunos de los deudos, preguntó al padre si era porque le hubiese ofendido o disgustado en algo el haber pensado darle una madrastra; mas Catón: «Ten mejores ideas, hijo —le contestó con esforzada voz—, porque tu conducta para conmigo no puede mejorarse, ni tengo la menor queja: solamente me he propuesto dejar para mi consuelo muchos hijos, y para el de la patria muchos ciudadanos que se parezcan a ti». Dícese que esta máxima sentenciosa fue proferida antes por Pisístrato, tirano de Atenas, el cual, teniendo ya hijos crecidos, casó de segundas nupcias con Timonasa de Argos, de la que hubo en hijos a Iofonte y a Tésalo. De este matrimonio nació a Catón un hijo, que del nombre de la madre recibió el de Salonio. El hijo mayor murió siendo pretor, y de él hace mención muchas veces Catón en sus libros como de un hombre que se había hecho muy recomendable. Dícese que llevó esta pérdida con moderación y con filosofía, sin que por ella aflojase en las cosas de gobierno; pues no abandonó a causa de la vejez los negocios públicos, teniendo el desempeñarlos por una carga, como antes lo habían hecho Lucio Luculo y Metelo Pío, o como después Escipión el Africano, que, incomodado de la envidia que excitó su gloria, abandonó la república, y con extraña mudanza el último tercio de su vida lo pasó en la inacción sino que, al modo que hubo quien persuadió a Dionisio que la tiranía era el mejor sepulcro, de la misma manera, mirando él el gobierno como el mejor modo de envejecer, aun tuvo por reposo y por diversión en los ratos de vagar el componer libros y entender en las labores del campo.

XXV.— Escribió, pues, libros de diferentes materias y de historia. A la agricultura dio su atención, siendo todavía joven para su uso; porque dice que sólo empleó dos medios de granjería, el cultivo de la tierra y el ahorrar; y entonces la observación de lo que sucedía en su campo le suministró a un tiempo diversión y conocimientos. Así, ordenó un libro de agricultura, en el que trató hasta del modo de preparar las pastas y de conservar las manzanas: aspirando en todo a ser nimio y no parecido a otro. Sus comidas en el campo eran más abundantes, porque solía congregar a sus conocidos de los campos vecinos y comarcanos, holgándose con ellos, y procurando hacerse afable y congraciarse, no sólo con los de su edad, sino también con los jóvenes, para lo que tenía los medios de hallarse con muy varios conocimientos y haber presenciado muchos negocios y casos dignos de referirse. Reputaba además la mesa por muy propia para ganar amigos, y en ella cuidaba de introducir, tanto el elogio de los buenos y honrados ciudadanos, como el olvido de los vituperables y malos, no dando nunca Catón margen en sus convites ni para la reprensión ni para la alabanza de éstos.

XXVI.— Su último acto Político se cree haber sido la destrucción de Cartago, dando fin a la obra Escipión el menor, pero habiéndose movido la guerra por dictamen y consejo de Catón con este motivo. Fue enviado Catón cerca de los Cartagineses y de Masinisa el Númida, que tenían guerra entre sí, a investigar las causas de su desavenencia; porque éste era desde el principio amigo del pueblo romano, y aquellos, después de la victoria que de ellos alcanzó Escipión, y de haber sido castigados con la pérdida del imperio del mar y con un grande tributo en dinero, se habían obligado a serlo con solemnes tratados. Como encontrase, pues, aquella ciudad no maltratada y empobrecida como se figuraban los Romanos, sino brillante en juventud, abastecida de grandes riquezas, llena de toda especie de armas y municiones de guerra, y que acerca de estas cosas no pensaba con abatimiento, parecióle que no era sazón aquella de que los Romanos se cuidaran de arreglar los negocios y la recíproca correspondencia de los Númidas y Masinisa, sino más bien de pensar en que si no tomaban una ciudad antigua enemiga, a la que tenían grandemente irritada, y que se había aumentado de un modo increíble, volverían pronto a verse en los mismos peligros. Regresando, pues, sin tardanza, hizo entender al Senado que las anteriores derrotas y descalabros de los Cartagineses no habrían disminuido tanto su poder como su inadvertencia; y era de temer que no los hubiesen hecho más débiles, sino antes más inteligentes en las cosas de la guerra, pudiéndose mirar los combates con los Númidas como preludios de los que meditaban contra los Romanos; y, por fin, que la paz y los tratados eran un nombre que encubría sus disposiciones de guerra, mientras esperaban la oportunidad.

XXVII.— Después de esto, dícese que Catón arrojó de intento en el Senado higos de África, desplegando la toga, y como se maravillasen de la hermosura y tamaño de ellos, dijo que la tierra que los producía no distaba de Roma más que tres días de navegación. Refiérese todavía otra cosa más fuerte, y es que siempre que daba dictamen en el Senado sobre cualquier negocio que fuese, concluía diciendo: «Este es mi parecer, y que no debe existir Cartago». Por el contrario, Publio Escipión, llamado Nasica, continuamente decía y votaba que debía existir Cartago; y es que, a mi entender, viendo a la plebe que por el engreimiento vivía descuidada, y por la prosperidad y altanería era menos obediente al Senado, y a la ciudad toda se la llevaba tras sí adondequiera que se inclinase, le parecía que el miedo a Cartago era como un freno que moderaba el arrojo de la muchedumbre: estando en la inteligencia de que el poder de los Cartagineses no era tan grande que hubiera de subyugar a los Romanos, ni tan pequeño que hubieran de ser mirados con desprecio. Mas a Catón esto mismo le parecía peligroso, a saber: el que el pueblo indócil, y precipitado por un gran poder, estuviera como amenazado de una ciudad siempre grande, y ahora atenta e irritada por lo que había sufrido, y el que no se quitara enteramente el miedo de una dominación extranjera para respirar y poder pensar en el remedio de los males interiores. De este modo se dice que Catón fue el autor de la tercera y última guerra contra los Cartagineses. Mas al principio de las hostilidades falleció, profetizando acerca del varón que había de dar fin a aquella guerra, el cual era entonces joven, tribuno, y bajo el mando de otro, pero daba ya insignes muestras de prudencia y valor en los combates; cuando estas nuevas se trajeron a Roma, oyéndolas Catón, se refiere que dijo:

De prudencia éste solo está asistido,
sombras son los demás que lleva el viento;

profecía que en, breve confirmó Escipión con sus obras.

La descendencia que dejó Catón fue un hijo del segundo matrimonio, al que hemos dicho habérsele dado el nombre de Salonio, por razón de la madre, y un nieto del otro hijo difunto. Salonio murió siendo pretor; Marco, que nació de él, llegó a ser cónsul, y del mismo fue nieto Catón el Filósofo, varón en virtud y en gloria el más ilustre de su tiempo.

COMPARACIÓN DE ARISTIDES Y CATÓN

I.— Hemos escrito de ambos lo que nos ha parecido digno de memoria; y la vida de éste, puesta al frente de la de aquel, no ofrece una diferencia tan marcada que no quede oscurecida con muchas y muy grandes semejanzas. Mas si por fin hemos de examinar por partes, como un poema o una pintura, a uno y a otro, el haber llegado al gobierno y a la gloria sin anterior apoyo, por sola la virtud y las propias fuerzas, esto es común a entrambos. Parece con todo que Aristides se hizo ilustre cuando todavía Atenas no era muy poderosa, y compitiendo con generales y hombres públicos que en bienes de fortuna gozaban sólo de cierta medianía y eran entre sí iguales; porque el mayor censo era entonces de quinientas medimnas; el segundo, que era el de los que mantenían caballo, de trescientas, y el tercero y último, de los que tenían yunta, de doscientas. Mas Catón, saliendo de una pequeña aldea, y de una vida que parecía de labrador, como a un piélago inmerso, se lanzó al gobierno de Roma, cuando ya ésta no era regida por unos magistrados como los Curios, los Fabricios y los Atilios, ni admitía a los cónsules y oradores desde el arado y la azada, sino cuando acostumbrada a poner los ojos en linajes esclarecidos, en la riqueza, los repartimientos y los obsequios, por el engreimiento y el poder, se mostraba insolente con los que aspiraban a mandar. Así que no era lo mismo tener por rival a Temístocles, no ilustre en linaje, y medianamente acomodado, pues se dice que su hacienda sería de cinco o tres talentos cuando se le dio el primer mando, que contender por los primeros puestos con los Escipiones Africanos, los Sergios Galbas y los Quincios Flamininos, sin tener otra ayuda que una voz franca y libre para sostener lo justo.

II.— Además, Aristides en Maratón y en Platea no era sino el décimo general, y Catón fue elegido segundo cónsul, siendo muchos los competidores; y segundo censor, logrando ser preferido a siete rivales los más poderosos e ilustres. Aristides no fue nunca el primero en aquellas victorias, sino que en Maratón llevó la primacía Milcíades, y en Platea dice Heródoto que fue Pausanias quien más se distinguió y sobresalió. Aun el segundo lugar se lo disputaron a Aristides los Sófanes, los Aminias, los Calímacos y los Cinegiros, que se señalaron por su valor en aquellos combates. Mas Catón, no sólo siendo cónsul tuvo la primacía por la mano y por el consejo en la guerra de España, sino que no siendo más que tribuno en Termópilas, bajo el mando de otro cónsul, tuvo el prez de la victoria, abriendo a los Romanos ancha entrada contra Antíoco, y poniéndole a éste la guerra a la espalda, cuando no miraba sino adelante; porque aquella victoria, que fue la más brillante hazaña de Catón, lanzó al Asia de la Grecia y se la dio allanada después a Escipión. En la guerra, pues, ambos fueron invictos, pero en el gobierno Aristides fue suplantado, siendo enviado a destierro y vencido por el partido de Temístocles, mientras Catón, teniendo por rivales puede decirse que a todos cuantos gozaban en Roma del mayor poder y autoridad, luchando como atleta hasta la vejez, se sostuvo siempre firme e inmoble; y habiéndosele puesto e intentado él mismo diferentes causas públicas, en muchas de éstas venció, y de todas aquellas salió libre, siendo su escudo su tenor de vida, y su arma para obrar la elocuencia, a la que debe atribuirse, más que a la fortuna o al buen genio de este esclarecido varón, el no haber tenido que sufrir con injusticia; pues también dijo Antípatro, escribiendo de Aristóteles después de su muerte, haberle sido aquella de gran auxilio, porque entre otras brillantes dotes tuvo la de la persuasión.

III.— Es cosa en que todos convienen que no hay para el hombre virtud más perfecta que la social o política, pues de ésta es entre muchos reconocida como parte muy principal la económica; porque la ciudad, que no es más que la reunión y la cabeza de muchas casas, se fortalece para las cosas públicas con que prosperen los ciudadanos. Por tanto, Licurgo, echando fuera de casa en Esparta la plata y el oro, y dándoles una moneda de hierro echado a perder al fuego, no quiso apartar a sus conciudadanos de la economía, sino que con quitarles los regalos, lo superfluo y lo abotagado y enfermizo, pensó con más prudencia que otro legislador alguno en que todos abundasen en las cosas necesarias y útiles, temiendo más para la comunión de gobierno al miserable, al vagabundo y al pobre, que al rico y opulento. Parece, pues, que Catón no fue peor gobernador de su casa que de la ciudad, porque aumentó sus bienes y se constituyó para los demás maestro de economía y de agricultura, habiendo recogido muchas y muy importantes cosas sobre estos objetos. Mas Aristides, con su pobreza, desacreditó en cierta manera a la justicia, poniéndole la tacha de perdedora de las casas y productora de mendigos, provechosa a todos menos al que la posee, siendo así que Hesíodo usó de muchas razones para exhortarnos a la justicia y a la economía juntamente, y Homero cantó con acierto:

No encontraba placer en el trabajo,
ni de casa y hacienda en el cuidado,
que a los amados hijos tanto importa;
sino que mi deleite eran las naves de remos guarnecidas,
los combates, y los lucientes arcos y saetas:

como para dar a entender que de unos mismos era el descuidar la hacienda y el vivir anchamente de la injusticia. Pues no así como dicen los médicos que el aceite es muy saludable a los cuerpos por fuera y muy dañosa por dentro, de la misma manera el justo es útil a los otros e inútil a sí y a los suyos. Paréceme, por tanto, que la virtud política de Aristides fue defectuosa y manca en esta parte, pues que en la opinión más común descuidó de dejar con qué dotar las hijas y con qué hacer los gastos de su entierro. De aquí es que la familia de Catón dio a Roma hasta la generación cuarta pretores y cónsules, habiendo servido las primeras magistraturas sus nietos y los hijos de éstos; cuando la gran pobreza y miseria de la descendencia de Aristides, que tuvo tan preferente lugar entre los griegos, a unos los obligó a escribirse entre los embelecadores y a otros a alargar la mano para recibir del público una limosna, sin que a ninguno le fuese dado pensar en algún hecho ilustre o en cosa que fuese digna de aquel varón esclarecido.

IV.— Mas esto todavía pide ilustración, porque la pobreza no es afrentosa por sí, sino cuando proviene de flojedad, de disipación, de vanidad y de abandono; pero en el varón prudente, laborioso, justo, esforzado y entregado a los negocios de la república, unida a todas las virtudes, es señal de magnanimidad y de una elevada prudencia, porque no puede ejecutar cosas grandes el que tiene su atención en las pequeñas, ni auxiliar a muchos que piden el que mucho desea. Así, para haberse bien en el gobierno, es ya un admirable principio no la riqueza, sino el desprendimiento, el cual, no apeteciendo para sí nada superfluo, ningún tiempo roba a los negocios públicos, porque el que absolutamente de nada necesita es sólo Dios; y en la virtud humana, aquel que más estrecha sus necesidades es el más perfecto y el que más se acerca a la dignidad. Pues así como el cuerpo que está bien complexionado no necesita ni de excesiva ropa ni de excesivo alimento, de la misma manera una vida y una casa bien arregladas con las cosas comunes se dan por contentas; y en éstas, lo regular es que el gasto y la hacienda guarden proporción. Porque el que allega mucho y gasta poco ya no es desprendido, pues, o se afana por recoger lo que no apetece, y en este caso es necio, o por recoger lo que apetece y de lo que no se atreve a hacer uso por avaricia, y en este caso es infeliz. Por tanto, yo preguntaría al mismo Catón: si la riqueza es para gozarse, ¿por qué se jacta de que poseyendo mucho se daba por contento con una medianía? Y si es laudable y glorioso, como lo es ciertamente, comer el pan que común. mente se vende, beber el mismo vino que los trabajadores y los esclavos, y no necesitar ni de púrpura ni de casas blanqueadas, nada dejaron por hacer de lo que debían ni Aristides, ni Epaminondas, ni Manio Curio ni Gayo Fabricio, con no afanarse por la posesión de unas cosas cuyo uso reprobaban, porque a quien tenía por sabroso alimento los rábanos, y los cocía por sí mismo mientras la mujer amasaba la harina, no le era necesario mover disputas sobre un cuarto ni escribir con qué granjería podría uno hacerse más presto rico: así que es muy laudable el contentarse con lo que se tiene a la mano y ser desprendido, porque aparta el ánimo a un mismo tiempo del deseo y del cuidado de las cosas superfluas; y por esta razón respondió muy bien Aristides en la causa de Calias, que de la pobreza debían avergonzarse los que se veían en ella contra su voluntad, y al revés, gloriarse, como él, los que voluntariamente la llevaban; y, ciertamente, sería cosa ridícula atribuir a desidia la pobreza de Aristides, cuando te hubiera sido fácil, sin hacer nada que pudiera notarse, y con sólo despojar a un bárbaro u ocupar un pabellón, pasar al estado de rico. Mas baste lo dicho en esta materia.

V.— Por lo que hace a mandos militares, los de Catón, aunque en cosas grandes, no decidieron de grandes intereses; pero con respecto a los de Aristides, las más brillantes y gloriosas hazañas de los Griegos son Maratón, Salamina y Platea; ni es razón se pongan en paralelo Antíoco con Jerjes, o los derribados muros de algunas ciudades de España con tantos millares de hombres deshechos por tierra y por mar; en los cuales sucesos, por lo que hace a trabajo y diligencia, nada le faltó a Aristides, si le faltaron la fama y las coronas, en las que, como en los bienes y en la riqueza, cedió fácilmente a los que la solicitaban con más ansia, por ser superior a todas estas cosas. No reprendo en Catón sus continuas jactancias y el que se diese por el primero de todos, sin embargo de que él mismo dice en uno de sus libros ser muy impropio que el hombre se alabe o se culpe a sí mismo; con todo, para la virtud me parece más perfecto que el que frecuentemente se alaba a sí mismo el que sabe pasarse sin la alabanza propia y sin la ajena. Porque el no ser ambicioso es un excelente preparativo para la afabilidad social, así como, por el contrario, la ambición es áspera y muy propia para engendrar envidia, de la que el uno estuvo absolutamente exento, y el otro participó demasiado de ella. Así, Aristides, cooperando con Temístocles en las cosas más importantes, y haciéndose en cierta manera su ayudante de campo, puso en pie a Atenas; y Catón, por sus rencillas con Escipión, estuvo en muy poco que no desgraciase la expedición de éste contra Cartagineses, que destruyó a Aníbal, hasta entonces invicto; y, por fin, excitando siempre sospechas y calumnias a éste, le apartó de los negocios de la república, y al hermano le atrajo una condenación infamante por el delito de peculado.

VI.— Catón hizo, es verdad, continuos elogios de la templanza; pero Aristides la conservó pura y sin mancilla, y aquel matrimonio de Catón, tan desigual en la calidad y en los años, no pudo menos de ceder en su descrédito, porque siendo ya tan anciano, y teniendo un hijo en la flor de la edad recién casado, pasar a segundas nupcias con una mocita, hija de un servidor y asalariado público, no fue cosa que pudiese parecer bien; pues, ora lo hiciese por deleite, ora por enojo para mortificar al hijo, a causa de lo sucedido con la amiga, siempre hay fealdad en el hecho y en el motivo. Y la respuesta que con ironía dio al hijo no era sencilla y verdadera, porque si quería tener hijos virtuosos que se le pareciesen, debía contraer un matrimonio decente, concertándolo con tiempo; y no que mientras estuvo oculto su trato con una mozuela soltera y pública se dio por contento, y cuando ya se echó de ver, hizo su suegro a un hombre a quien podía mandar y no con quien pudiera tener deudo honrosamente.

FILOPEMEN Y TITO QUINCIO FLAMINIO

FILOPEMEN

I.— Cleandro era en Mantinea de la primera familia y uno de los de más poder entre sus conciudadanos; pero por cierto infortunio tuvo que abandonar su patria y se refugió en Megalópolis, confiado en Craugis, padre de Filopemen, varón por todos respetos apreciable y que le miraba con particular inclinación. Así es que durante la vida de éste nada le faltó, y a su muerte, pagándole agradecido el hospedaje, se encargó de educar a su hijo huérfano, a la manera que dice Homero haber sido educado Aquiles por Fénix, haciendo que su índole y sus costumbres tomaran desde el principio cierta forma y elevación regia y generosa. Luego que llegó a la adolescencia, le tomaron bajo su enseñanza los megalopolitanos, Ecdemo y Megalófanes, que en la Academia habían estado en familiaridad con Arcesilao y habían trasladado la filosofía sobre todos los de su tiempo al gobierno y a los negocios públicos. Estos mismos libertaron a su patria de la tiranía, tratando secretamente con los que dieron muerte a Aristodemo; con Arato expelieron a Nicocles, tirano de Sicíone, y a ruego de los de Cirene, cuyo gobierno adolecía de vicios y defectos, pasando allá por mar les dieron buenas leyes y organizaron perfectamente su república. Pues éstos, entre sus demás hechos laudables, dieron crianza e instrucción a Filopemen, cultivando su ánimo con la filosofía para bien común de la Grecia, la cual parece haberle ya dado a luz tarde y en su última vejez, infundiéndole las virtudes de todos los generales antiguos, por lo que le apreció sobremanera y le elevó al mayor poder y gloria. Por tanto, uno de los Romanos, haciendo su elogio, le llamó el último de los Griegos, como que después de él ya la Grecia no produjo ninguno otro hombre grande y digno de tal patria.

II.— Era de presencia no feo, como han juzgado algunos, porque todavía vemos un retrato suyo que se conserva en Delfos. Y el desconocimiento de la huéspeda de Mégara dicen haber dimanado de su naturalidad y sencillez: porque sabiendo que había de llegar a su casa el general de los Aqueos, se azoró para disponer la comida, no hallándose accidentalmente en casa el marido. Entró en esto Filopemen con un manto nada sobresaliente, y creyendo que fuese algún correo o algún criado, le pidió que echara también mano a los preparativos; quitóse inmediatamente el manto y se puso a partir leña; llegó en esto el huésped, y diciendo: «¿Qué es esto, Filopemen?», le respondió en lenguaje dórico: «¿Qué ha de ser? Pagar yo la pena de mi mala figura». Burlándosele Tito por la extraña construcción de su cuerpo, le dijo: «¡Oh Filopemen! Tienes buenas manos y buenas piernas, pero no tienes vientre»; porque era delgado de cuerpo. Pero, en realidad, aquel dicterio más que a su cuerpo se dirigió a la especie de su poder: pues teniendo infantería y caballería, en la hacienda solía estar escaso. Y éstas son las particularidades que de Filopemen se refieren en las escuelas.

III.— En la parte moral, su deseo de gloria no estaba del todo exento de obstinación ni libre de ira; en su deseo de mostrarse principalmente émulo de Epaminondas, imitaba muy bien su actividad, su constancia y su desprendimiento de las riquezas, pero no pudiendo mantenerse entre las disensiones políticas dentro de los límites de la mansedumbre, de la circunspección y de la humanidad, por la ira y la propensión a las disputas, parecía que era más propio para las virtudes militares que para las civiles; así es que desde niño se mostró aficionado a la guerra y tomaba con gusto las lecciones que a esto se encaminaban, como el manejar las armas y montar a caballo. Tenía también buena disposición para la lucha, y algunos de sus amigos y maestros le inclinaban a que se hiciese atleta; pero les preguntó si de esta enseñanza resultaría algún inconveniente para la profesión militar, y como le respondiesen lo que había en realidad, a saber: que debía de haber gran diferencia en el cuidado del cuerpo y en el género de vida entre el atleta y el soldado, y que principalmente la dicta y el ejercicio en el uno, por el mucho sueño, por la continua hartura, por el movimiento y el reposo a tiempos determinados para aumentar y conservar las carnes, no podían sin riesgo admitir mudanza, mientras el otro debía estar habituado a toda variación y desigualdad, y en especial a sufrir fácilmente el hambre y fácilmente la falta de sueño, enterado de ello Filopemen, no sólo se apartó de aquel género de ocupación y lo tuvo por ridículo, sino que después, siendo general, hizo desaparecer, en cuanto estuvo de su parte, toda la enseñanza atlética con la afrenta y los dicterios, como que hacía inútiles para los combates necesarios los cuerpos más útiles y a propósito.

IV.— Suelto ya de los maestros y curadores, en las excursiones cívicas que solían hacer a la Laconia, con el fin de merodear y recoger botín, se acostumbró a marchar siempre el primero en la invasión y el ultimo en la vuelta. Cuando no tenía ocupación ejercitaba el cuerpo con la caza o con la labranza, para formarle ágil y robusto, porque tenía una excelente posesión a veinte estadios de la ciudad. Todos los días iba a ella después de la comida o de la cena, y acostándose sobre el primer mullido que se presentaba, como cualquiera de los trabajadores, allí dormía; a la mañana se levantaba temprano, y tomando parte en el trabajo de los que cultivaban o las viñas o los campos, se volvía luego a la ciudad, y con los amigos y los magistrados conversaba sobre los negocios públicos. Lo que de las expediciones le tocaba lo empleaba en la compra de caballos, en la adquisición de armas y en la redención de cautivos, y procuraba aumentar su patrimonio con la agricultura, la más inocente de todas las granjerías. Ni esto lo hacía como fortuitamente y sin intención, sino con el convencimiento de que es preciso tenga hacienda propia el que se ha de abstener de la ajena. Oía no todos los discursos y leía no todos los libros de los filósofos, sino aquellos de que le parecía había de sacar provecho para la virtud, y en las poesías de Homero daba preferencia a las que juzgaba propias para despertar e inflamar la imaginación hacia los hechos de valor. De todas las demás leyendas se aplicaba con mayor esmero a los libros de táctica de Evángelo, y procuraba instruirse en la historia de Alejandro, persuadido de que lo que se aprende debe aprovechar para los negocios, a no que se gaste en ello el tiempo por ociosidad y para inútiles habladurías. Porque también en los teoremas de táctica, dejando a un lado las demostraciones de la pizarra, procuraba tomar conocimiento y como ensayarse en los mismos lugares examinando por sí mismo en los viajes y comunicando a los que le acompañaban las observaciones que hacía sobre el declive de los terrenos, las cortaduras de los llanos y todo cuanto con los torrentes, las acequias y las gargantas ocasiona dificultades y obliga a diferentes posiciones en el ejército, ya teniendo que dividirle y ya volviéndole a reunir. Porque, a lo que se ve, su afición a las cosas de la milicia le llevó mucho más allá de los términos de la necesidad, y miró la guerra como un ejercicio sumamente variado de virtud, despreciando enteramente a los que no entendían de ella como que no servían para nada.

V.— Tenía treinta años cuando Cleómenes, rey de los Lacedemonios, cayendo repentinamente de noche sobre Megalópolis, y atropellando las guardias, se introdujo en la ciudad y ocupó la plaza. Acudió pronto a su defensa Filopemen, y no pudo rechazar a los enemigos, aunque peleó con extraordinario valor y arrojo; pero en alguna manera dio puerta franca a los ciudadanos, combatiendo con los que le perseguían y trayendo a sí a Cleómenes, en términos que con gran dificultad pudo retirarse el último, perdiendo el caballo y saliendo herido de la refriega. Enviólos después a llamar Cleómenes de Mesena adonde se habían retirado, ofreciendo retribuirles la ciudad y sus términos: proposición que los ciudadanos admitían con gran contento, apresurándose a volver; pero Filopemen se opuso, y los detuvo con sus persuasiones, haciéndoles ver que no les restituía la ciudad Cleómenes, sino que lo que quería era hacerse también dueño de los ciudadanos, por ser éste el modo de tener más segura la población, pues no había venido a, estarse allí de asiento guardando las casas y los muros vacíos; por tanto, que tendría que abandonarlos si permaneciesen despiertos. Con este discurso retrajo a los ciudadanos de su propósito; pero a Cleómenes le dio pretexto para destrozar y arruinar mucha parte de la ciudad y para retirarse con muy ricos despojos.

VI.— Cuando el rey Antígono, en auxilio de los Aqueos, partió contra Cleómenes, y habiendo tomado las alturas y gargantas inmediatas a Selasia ordenó sus tropas con ánimo de tomar la ofensiva y acometer, estaba formado Filopemen con sus ciudadanos entre la caballería, teniendo en su defensa a los Ilirios, gente aguerrida y en bastante número, que protegían los extremos. de la batalla. Habíaseles dado la orden de que permanecieran sin moverse hasta que desde la otra ala hiciera el rey que se levantara un paño de púrpura puesto sobre una lanza. Intentaron los jefes arrollar con los Ilirios a los Lacedemonios, y los Aqueos guardaban tranquilos su formación como les estaba mandado; pero enterado Euclidas, hermano de Cleómenes, de la desunión que esta operación produjo en las fuerzas enemigas, envió sin dilación a los más decididos de sus tropas ligeras, con orden de que cargasen por la espalda a los Ilirios y los contuvieran por este medio mientras estaban abandonados de la caballería. Hecho así, las tropas ligeras acometieron y desordenaron a los Ilirios, y viendo Filopemen que nada era tan fácil como caer sobre ellas, y que antes la ocasión les estaba brindando, lo primero que hizo fue proponerlo a los jefes del ejército real; pero como éstos no le diesen oídos, y antes le despreciasen, teniéndole por loco y por persona poco conocida y acreditada para semejante maniobra, la tomó de su cuenta, acometiendo y llevándose tras sí a sus conciudadanos. Causó desde luego desorden y después la fuga con gran mortandad en las tropas ligeras; pero queriendo dar aún más impulso a las tropas del rey y venir cuanto antes a las manos con los enemigos, que ya empezaban a desordenarse, se apeó del caballo, y entrando en el combate en un terreno áspero y cortado con arroyos y barrancos, a pie, con la coraza y armadura pesada de caballería, no sin grandísima dificultad y trabajo, tuvo la fatalidad de que un dardo con su cuerda le atravesase lateralmente entrambos muslos, pasándolos de parte a parte y causándole una herida gravísima, aunque no mortal. Quedó al principio inmóvil, como si le hubieran trabado con lazos, y sin saber qué partido tomar, porque la cuerda del dardo hacía peligrosa la extracción de éste, habiendo de salir por todo lo largo de la herida; así los que estaban con él rehusaron intentarlo; pero estándose entonces en lo más recio de la batalla, lleno de ambición y de ira, forcejeó con los pies para no faltar de ella y con la alternativa de subir y bajar los muslos rompió el dardo por medio, y así pudieron sacarse con separación entrambos pedazos. Libre ya y expedito, desenvainó la espada y corrió por medio de las filas en busca de los enemigos, infundiendo aliento y emulación a los demás combatientes. Venció por fin Antígono, y queriendo probar a los Macedonios, les preguntó por qué se había movido la caballería sin su orden; y como para excusarse respondiesen que habían venido a las manos con los enemigos precisados por un mozuelo megalopolitano, que acometió primero, les dijo sonriéndose: «Pues ese mozuelo ha tomado una disposición propia de un gran general».

VII.— Adquirió Filopemen la fama que le era debida, y Antígono le hizo grandes instancias para que entrase a su servicio, ofreciéndole un mando y grandes intereses; pero él se excusó, principalmente por tener conocida su índole muy poco inclinada a obedecer. Mas no queriendo permanecer ocioso y desocupado, se embarcó para Creta con objeto de seguir allí la milicia, y habiéndose ejercitado en ella por largo tiempo al lado de varones amaestrados e instruidos en todos los ramos de la guerra y además moderados y sobrios en su método de vida, volvió con tan grande reputación a la liga de los Aqueos, que inmediatamente le nombraron general de la caballería. Halló que los soldados cuando se ofrecía alguna expedición se servían de jacos despreciables, los primeros que se les presentaban, y que ordinariamente se excusaban de la milicia con poner otro en su lugar, siendo muy grande su falta de disciplina y valor. Tolerábanselo siempre los magistrados por el mucho poder de los de caballería entre los Aqueos, y principalmente porque eran los árbitros del premio y del castigo. Mas él no condescendió ni lo aguantó, sino que recorriendo las ciudades, excitando de uno en uno la ambición en todos los jóvenes, castigando a los que era preciso e instituyendo ejercicios, alardes y combates de unos con otros cuando había de haber muchos espectadores, en poco tiempo les inspiró a todos un aliento y valor admirable, y, lo que para la milicia es todavía más importante, los hizo tan ágiles y prontos y los adiestró de manera a maniobrar juntos y volver y revolver cada uno su caballo, que por la prontitud en las evoluciones, la formación toda, no parecía sino un cuerpo solo que se movía por impulso espontáneo. Sobrevínoles la batalla del río Lariso contra los Etolos y los Eleos, y el general de caballería de los Eleos, Damofanto, saliéndose de la formación, se dirigió contra Filopemen; admitió éste la provocación, y marchando a él se anticipó a herirle, derribándole con un bote de lanza del caballo. Apenas vino al suelo huyeron los enemigos, y se acrecentó la gloria de Filopemen, por verse claro que ni en pujanza era inferior a ninguno de los jóvenes ni en prudencia a ninguno de los ancianos, sino que era tan a propósito para combatir como para mandar.

VIII.— La liga de los Aqueos empezó a gozar de alguna consideración y poder a esfuerzos de Arato, que le dio consistencia, reuniendo las ciudades antes divididas y estableciendo en ellas un gobierno propiamente griego y humano. Después, al modo que en el fondo del agua empiezan a posarse algunos cuerpos pequeños, y en corto número al principio y luego cayendo otros sobre los primeros y trabándose con ellos forman entre sí una materia compacta y firme, de la misma manera a la Grecia, débil todavía y fácil de ser disuelta, por estar descuidadas las ciudades, los Aqueos la empezaron a afirmar, tomando por su cuenta auxiliar a unas de las ciudades comarcanas, libertar a otras de la tiranía que sufrían y enlazarlas a todas entre sí por medio de un gobierno uniforme. Por este medio se propusieron constituir un solo cuerpo y un solo Estado del Peloponeso; pero en vida de Arato todavía en las más de las cosas tenían que ceder a las armas de los Macedonios, haciendo la corte a Tolomeo y después a Antígono y a Filipo, que se mezclaban en todos los negocios de los Griegos, Mas después que Filopemen llegó a tener el primer lugar, considerándose con bastante poder para hacer frente aun a los más poderosos, se dispensaron de la necesidad de tener tutores extranjeros. Porque Arato, tenido por poco aficionado a las contiendas bélicas, los más de los negocios procuraba transigirlos con las conferencias, con la blandura y con sus relaciones con los reyes, según que en su Vida lo dejamos escrito; pero Filopemen, que era belicoso, fuerte en las armas y feliz y virtuoso desde el principio en cuantas batallas se le ofrecieron, juntamente con el poder aumentó la confianza de los Aqueos, acostumbrados a vencer con él y a tener la más dichosa suerte en los combates.

IX.— Lo primero que hizo fue cambiar la formación y armamento de los Aqueos, que no eran como le parecía convenir; porque usaban de unas rodelas fáciles de manejar por su delgadez, pero demasiado angostas para resguardar el cuerpo, y de unas azconas mucho más cortas que las lanzas; por lo que, si bien de lejos eran ágiles y diestros en herir por la misma ligereza de las armas, en el encuentro con los enemigos eran inferiores a éstos. No estaba entre ellos recibida la formación y disposición de las tropas en espiral, sino que, formando una batalla que no tenía defensa ni protección con los escudos, como la de los Macedonios, fácilmente se desordenaban y dispersaban. Para poner, pues, orden en estas cosas, les persuadió que en lugar de la rodela y la azcona tomaran el escudo y la lanza, y que, defendidos con yelmos, con corazas y con canilleras, se ejercitaran en un modo de pelear seguro y firme, dejando el de algarada y correría. Habiendo convencido, para que así se armasen, a los que eran de edad proporcionada, primero los alentó e hizo confiar, pareciéndoles que se habían hecho invencibles, y después sacó de su lujo y ostentación un ventajoso partido, ya que no era posible extirpar enteramente la necia vanidad en los hombres viciados de antiguo, que gustaban de vestidos costosos, de colgaduras de diversos colores y de los festejos de las mesas y banquetes. Empezó, pues, por apartar su inclinación al lujo de las cosas vanas y superfluas, convirtiéndolas a las útiles y laudables; con lo que alcanzó de ellos que, cortando los gastos que diariamente hacían en otras galas y preseas, se complaciesen en presentarse adornados y elegantes con los arreos militares. Veíanse, pues, los talleres llenos de cálices y copas rotas, de corazones dorados y de escudos y frenos plateados, así como los estadios de potros que se estaban domando y de jóvenes que se adiestraban en las armas, y en las manos de las mujeres yelmos y penachos dados de colores, mantillas de caballos y sobrerropas bellamente guarnecidas: espectáculo que acrecentaba el valor e inspirando nuevo aliento los hacía intrépidos y osados para arrojarse a los peligros. Porque el lujo en otros objetos infunde vanidad y en los que le usan engendra delicadeza, como si aquella sensación halagase y recrease el ánimo; pero el lujo de estas otras cosas más bien lo fortalece y eleva. Por eso Homero nos pintó a Aquiles inflamado y enardecido con sólo habérsele puesto ante los ojos unas armas nuevas para querer hacer prueba de ellas. Al propio tiempo que adornaba así a los jóvenes los ejercitaba y adiestraba, haciéndoles ejecutar las evoluciones con gusto y con emulación, porque les había agradado sobremanera aquella formación, pareciéndoles haber tomado con ella un apiñamiento al abrigo de las heridas. Las armas, además, con el ejercicio, se les hablan hecho manejables y ligeras, poniéndoselas y llevándolas con placer por su brillantez y hermosura, y ansiando por verse en los combates para probarlas con los enemigos.

X.— Hacían entonces la guerra los Aqueos a Macánidas, tirano de los Lacedemonios, que con grande y poderoso ejército se proponía sujetar a todos los del Peloponeso. Luego que se anunció haberse encaminado a Mantinea, salió contra él Filopemen con sus tropas. Acamparon muy cerca de la ciudad, teniendo uno y otro muchos auxiliares, y trayendo cada uno consigo casi todas las fuerzas de sus respectivos pueblos. Cuando ya se trabó la batalla, habiendo Macánidas rechazado con sus auxiliares a la vanguardia de los Aqueos, compuesta de los tiradores y de los de Tarento, en lugar de caer inmediatamente sobre la hueste y romper su formación se entregó a la persecución de los vencidos, y se fue más allá del cuerpo del ejército de los Aqueos, que guardaba su puesto. Filopemen, sucedida semejante derrota en el principio, por la que todo parecía enteramente perdido, disimulaba y hacía como que no lo advertía y que nada de malo había en ello, mas al reflexionar el grande error que con la persecución habían cometido los enemigos, desamparando el cuerpo de su ejército y dejándole el campo libre, no fue en su busca, ni se les opuso en su marcha contra los que huían, sino que dio lugar a que se alejaran, y cuando ya vio que la separación era grande, cargó repentinamente a la infantería de los Lacedemonios, porque su batalla había quedado sin defensa. Acometióla, pues, por el flanco a tiempo que ni tenían general ni estaban aparejados para combatir, porque, en vista de que Macánidas seguía el alcance, se creían ya vencedores, y que todo lo habían sojuzgado. Rechazólos, pues, a su vez, con gran mortandad, porque se dice haber perecido más de cuatro mil, y en seguida marchó contra Macánidas, que volvía ya del alcance con sus auxiliares. Había en medio una fosa ancha y profunda, y hacían esfuerzos de una parte y otra, el uno por pasar y huir, y el otro por estorbárselo, presentando el aspecto no de unos generales que peleaban, sino de unas fieras, que por la necesidad hacían uso de toda su fortaleza, acosadas del fiero cazador Filopemen. En esto el caballo del tirano, que era poderoso y de bríos, y además se sentía aguijado con ambas espuelas, se arrojó a pasar, y dando de pechos en la acequia, pugnaba con las manos por echarse fuera; entonces Simias y Polieno, que siempre en los combates estaban al lado de Filopemen, y lo protegían con sus escudos, los dos corrieron a un tiempo, presentando de frente las lanzas; pero se les adelantó Filopemen, dirigiéndose contra Macánidas; y como viese que el caballo de éste, levantando la cabeza, le cubría el cuerpo, volvió el suyo un poco, y embrazando la lanza lo hirió con tal violencia, que lo sacó de la silla y lo derribó al suelo. En esta actitud le pusieron los Aqueos una estatua en Delfos, admirados en gran manera de este hecho y de toda aquella jornada.

XI.— Dícese que habiendo ocurrido la celebridad de los Juegos Nemeos cuando por segunda vez se hallaba de general Filopemen, haciendo muy poco tiempo que había alcanzado la victoria de Mantinea, como no tuviese entonces que atender más que a la solemnidad de la fiesta, hizo por primera vez alarde de su ejército ante los Griegos, presentándolo muy adornado y haciéndolo evolucionar como de costumbre al son de la música militar con aire de agilidad, y que después, habiendo contienda de tañedores de cítara, pasó al teatro, llevando a los jóvenes con mantos militares y con ropillas de púrpura y ostentando éstos gallardos cuerpos y edades entre sí iguales, al mismo tiempo que mostraban grande veneración a su general y un tardimiento juvenil por sus muchos y gloriosos combates. No bien habían entrado, cuando el citarista Pílades, que por caso cantaba Los Persas, de Timoteo, empezó de esta manera:

De libertad, honor y prez glorioso
éste para la Grecia ha conseguido.

Concurriendo con la belleza de la voz la sublimidad de la poesía, todos volvieron inmediatamente la vista a Filopemen, levantándose con el gozo mucha gritería, por concebir los Griegos en sus ánimos grandes esperanzas de su antigua gloria y considerarse ya con la confianza muy cerca de la elevación de sus mayores.

XII.— En las batallas y combates, así como los potros echan menos a los que suelen montarlos, y si llevan a otro se espantan y lo extrañan, de la misma manera el ejército de los Aqueos bajo otros generales decaía de ánimo, volviendo siempre los ojos a Filopemen; y con sólo verlo, al punto se rehacía y recobraba confiado su anterior brío y actividad, pudiendo observarse que aun los mismos enemigos a éste sólo, entre todos los generales, miraban con malos ojos, asustados con su gloria y con su nombre, lo que se ve claro en lo mismo que ejecutaron. Porque Filipo, rey de los Macedonios, conceptuando que si lograba deshacerse de Filopemen, de nuevo se le someterían los Aqueos, envió reservadamente a Argos quien le diese muerte; pero descubiertas sus asechanzas, incurrió en odio y en descrédito entre los Griegos.

Los Beocios sitiaban a Mégara, esperando tomarla muy en breve; pero habiéndose esparcido repentinamente la voz, que no era cierta, de que Filopemen, que venía en socorro de los sitiados, se hallaba cerca, dejando las escalas que ya tenían arrimadas al muro dieron a huir precipitadamente.

Apoderóse por sorpresa de Mesena Nabis, que tiranizó a los Lacedemonios después de Macánidas, justamente a tiempo en que Filopemen no tenía más carácter que el de particular, sin mando alguno; y como no pudiese mover, para que auxiliase a los Mesenios, a Lisipo, general entonces de los Aqueos, quien respondió que la ciudad estaba enteramente perdida, hallándose ya los enemigos dentro, él mismo tomó a su cargo aquella demanda y marchó con solos sus conciudadanos, que no esperaban ni ley ni investidura alguna, sino que voluntariamente se fueron en pos de él, atraídos por naturaleza al mando del más sobresaliente. Todavía estaba a alguna distancia cuando Nabis entendió su venida, y con todo no le aguardó, sino que, con estar acampado dentro de la ciudad, se retiró por otra parte e inmediatamente recogió sus tropas, teniéndose por muy bien librado si se le daba lugar para huir: huyó, y Mesena quedó libre.

XIII.— Estas son las hazañas gloriosas de Filopemen; porque su vuelta a Creta, llamado de los Gortinios, para tenerle por general en la guerra que se les hacía, no carece de reprensión, a causa de que molestando con guerra Nabis a su patria, o huyó el cuerpo a ella, o prefirió intempestivamente el honor de aprovechar a otros. Y justamente fue tan cruda la guerra que en aquella ocasión se hizo a los Megalopolitanos, que tenían que estarse resguardados de las murallas y sembrar las calles, porque los enemigos les talaban los términos y casi estaban acampados en las mismas puertas; y como él, entre tanto, hubiese pasado a ultramar a acaudillar a los Cretenses, dio con esto ocasión a sus enemigos para que le acusasen de que se había ido huyendo de la guerra doméstica; mas otros decían que habiendo elegido los Aqueos otros jefes, Filopemen, que había quedado en la clase de particular, había hecho entrega de su reposo a los Gortinios, que le habían pedido para general. Porque no sabía estar ocioso, queriendo, como si fuera otra cualquiera arte o profesión, traer siempre entre manos y en continuo ejercicio su habilidad y disposición para las cosas de la guerra; lo que se echa de ver en lo que dijo, en cierta ocasión, del rey Tolomeo; porque como algunos le celebrasen a éste, a causa de que ejercitaba sus tropas continuamente y él mismo trabajaba sin cesar oprimiendo su cuerpo bajo las armas, «y ¿quién —respondió— alabaría a un rey que en una edad como la suya no diese estas muestras, sino que gastase el tiempo en deliberar?». Incomodados, pues, los Megalopolitanos con él por este motivo, y teniéndolo a traición, intentaron proscribirle, pero se opusieron los Aqueos, enviando a Aristeno de general a Megalópolis; el cual, no obstante disentir de Filopemen en las cosas de gobierno, no permitió que se llevara a cabo aquella condenación. Desde entonces, malquisto Filopemen con sus ciudadanos, separó de su obediencia a muchas de las aldeas del contorno, diciéndoles respondiesen que no les eran tributarias ni habían pertenecido a su ciudad desde el principio, y cuando hubieron dado esta respuesta, abiertamente defendió su causa e indispuso a la ciudad con los Aqueos; pero esto fue más adelante. En Creta hizo la guerra con los Gortinios, no como un hombre del Peloponeso y de la Arcadia, franca y generosamente, sino revistiéndose de las costumbres de Creta, y usando contra ellos mismos de sus correrías y asechanzas les hizo ver que eran unos niños que empleaban arterías despreciables y vanas en lugar de la verdadera disciplina.

XIV.— Admirado y celebrado por las proezas que allá hizo, regresó otra vez al Peloponeso, y halló que Filipo había ya sido vencido por Tito Flaminino, y que a Nabis lo perseguían con guerra los Aqueos y los Romanos; nombrado inmediatamente general contra él, como probase la suerte de un combate naval, le sucedió lo que a Epaminondas, que fue perder de su valor y gloria, habiendo peleado muy desventajosamente en el mar; aunque de Epaminondas dicen algunos que no pareciéndole bien que sus ciudadanos gustasen de las utilidades que la navegación produce, no fuese que insensiblemente, de infantes inmobles, según la expresión de Platón, se los hallase trocados en marineros y hombres perdidos, dispuso muy de intento que del Asia y de las islas se volviesen sin haber hecho cosa alguna. Mas Filopemen, muy persuadido de que la ciencia que tenía en las cosas de la tierra le había de servir también para las del mar, muy luego se desengañó de lo mucho que el ejercicio conduce para el logro de las empresas y cuán grande es para todo el poder de la costumbre; porque no sólo llevó lo peor en el combate naval por su impericia, sino que escogió una nave, antigua, sí, y célebre por cuarenta años, pero que no bastaba a sufrir la carga que le impuso, e hizo con esto que corrieran gran riesgo los ciudadanos. Observando después que en consecuencia de este suceso le miraban con desdén los enemigos, por parecerles que había desertado del mar, y habiendo éstos puesto sitio con altanería a Gitio, navegó al punto contra ellos, cuando no lo esperaban, descuidados con la victoria; y desembarcando de noche los soldados, les ordenó que tomasen fuego, y aplicándolo a las tiendas les abrasó el campamento, haciendo perecer a muchos. De allí a pocos días repentinamente les sobrecogió Nabis en la marcha, atemorizando a sus Aqueos, que tenían por imposible salvarse en un sitio muy áspero y muy conocido de los enemigos; mas él, parándose un poco y dando una ojeada al terreno, hizo ver que la táctica es lo sumo del arte de la guerra; en efecto, moviendo un poco su batalla y dándole la formación que el lugar exigía, fácil y sosegadamente se hizo dueño del paso, y cargando a los enemigos los desordenó completamente. Mas como advirtiese que no huían hacia la ciudad, sino que se habían dispersado acá y allá por el país, que sobre ser montuoso y cubierto de maleza era inaccesible a la caballería por las muchas acequias y torrentes, impidió que se siguiera el alcance, y se acampó todavía con luz; pero conjeturando que los enemigos se valdrían de las tinieblas para recogerse a la ciudad de uno en uno y de dos en dos, colocó en celada en los barrancos y collados a muchos soldados aqueos, armados de puñales, con el cual medio perecieron la mayor parte de los de Nabis; porque no haciendo la retirada en unión, sino como casualmente habían huido, perecían en las inmediaciones de la ciudad, cayendo a la manera de las aves en manos de los enemigos.

XV.— Fue por estos sucesos sumamente celebrado y honrado por los Griegos en sus teatros, lo que sin culpa de nadie ofendió la ambición de Tito Flaminino, quien, como cónsul de los Romanos, quería se le aplaudiese más que a un particular de la Arcadia, y en punto a beneficios creía que le excedía en mucho, por cuanto con sólo un pregón había dado la libertad a toda la Grecia, que antes servía a Filipo y los Macedonios. De allí a poco hace Tito paces con Nabis y muere éste de resultas de asechanzas que le pusieron los Etolos; y como con este motivo se excitasen sediciones en Esparta, aprovechando Filopemen esta oportunidad, marcha allá con tropas, y ganando por fuerza a unos y con la persuasión a otros, atrae aquella ciudad a la liga de los Aqueos, empresa que le hizo todavía mucho más recomendable a éstos, adquiriéndoles la gloria y el poder de una ciudad tan ilustre; y en verdad que no era poco haber venido Lacedemonia a ser una parte de la Acaya. Concilióse también los ánimos de los principales entre los Lacedemonios, por esperar que habían de tener en él un defensor de su libertad. Por tanto, habiendo reducido a dinero la casa y bienes de Nabis, que importaron ciento y veinte talentos, decretaron hacerle presente de esta suma, enviándole al efecto una embajada; pero entonces resplandeció la integridad de este hombre, que no sólo parecía justo, sino que lo era; porque ya desde luego ninguno de los Espartanos se atrevió a hacer a un varón como aquel la propuesta del regalo, sino que, temerosos y encogidos, se valieron de un huésped del mismo Filopemen, llamado Timolao, y después éste, habiendo pasado a Megalópolis y sido convidado a comer por Filopemen, como de su gravedad en el trato, de la sencillez de su método de vida y de sus costumbres observadas de cerca hubiese comprendido que en ninguna manera era hombre accesible a las riquezas o a quien se ganase con ellas, tampoco habló palabra del presente, y aparentando otro motivo de su viaje se retiró a casa, sucediéndole otro tanto la segunda vez que fue mandado. Con dificultad pudo resolverse a la tercera; pero, al fin, en ella le manifestó los deseos de la ciudad. Oyóle Filopemen apaciblemente, y pasando a Lacedemonia les dio el consejo de que no sobornasen a sus amigos y a los hombres de bien, pues que podían de balde sacar partido de su virtud, sino que más bien comprasen y corrompiesen a los malos, que en las juntas sacaban de quicio a la ciudad, para que, tapándoles la boca con lo que recibiesen, los dejasen en paz, pues que valía más sofocar la osada claridad de los enemigos que la de los amigos: ¡hasta este punto llegaba su integridad en cuanto a intereses!

XVI.— Advertido al cabo de algún tiempo el general de los Aqueos, Diófanes, de que los Lacedemonios intentaban novedades, pensaba en castigarlos, y ellos, disponiéndose a la guerra, traían revuelto el Peloponeso; mas en tanto, Filopemen trataba de reprimir y apaciguar el enojo de Diófanes, mostrándole que la ocasión en que cl rey Antíoco y los Romanos amenazaban a los Griegos con tan grandes fuerzas ponía al general en la necesidad de fijar allí su atención, no tocando los negocios de casa y haciendo como que no se veían ni se oían los errores de los propios. No le dio oídos Diófanes, sino que con Tito Flaminino entró por la Laconia, y como se encaminasen hacia la capital, irritado Filopemen se determinó a un arrojo, no muy seguro ni del todo conforme con las reglas de justicia, pero grande y propio de un ánimo elevado, cual fue el de pasar a Lacedemonia; y al general de los Aqueos y al cónsul de los Romanos, con no ser más que un particular, les dio con las puertas en los ojos; calmó los alborotos de la ciudad y volvió a incorporar a los Lacedemonios en la liga como estaban antes. Más adelante, siendo general Filopemen, tuvo motivos de disgusto con los Lacedemonios, y a los desterrados los restituyó a la ciudad, dando muerte a ochenta Espartanos, según dice Polibio; pero según Aristócrates, a trescientos cincuenta. Derribó las murallas; y haciendo suertes del territorio, lo repartió a los Megalopolitanos. A todos cuantos habían de los tiranos recibido el derecho de ciudad los trasplantó, llevándolos a la Acaya, a excepción de tres mil; a éstos, que se obstinaron en no querer salir de la Lacedemonia, los hizo vender, y después, para mayor mortificación, edificó con este dinero un pórtico en Megalópolis. Indignado hasta lo sumo con los Lacedemonios, y cebándose más en los que habían sido tratados tan indignamente, consumó por fin el hecho en política más duro y más injusto, que fue el de arrancar y destruir la institución de Licurgo, obligando a los niños y a los jóvenes a cambiar su educación patria por la delos Aqueos, por cuanto nunca abatirían su orgullo, manteniéndose en las leyes de aquel legislador. Y entonces, domados con tan grandes trabajos, puestos como cera en las manos de Filopemen, se hicieron dóciles y sumisos; pero más adelante, habiendo implorado el favor de los Romanos, salieron del gobierno de los Aqueos y recobraron y restablecieron el suyo propio en cuanto fue posible después de tales calamidades y trabajos.

XVII.— Cuando sobrevino la guerra de los Romanos contra Antíoco en la Grecia, Filopemen no ejercía ningún cargo, y como viese que Antíoco se entretenía con Calcis, muy fuera de sazón, con bodas y con amores de doncellas, y que los Sirios vagaban y se divertían por las ciudades sin jefes y en el mayor desorden, se lamentaba de no tener mando, y envidiaba a los Romanos la victoria: «Porque si yo fuera general —decía—, con todos éstos acabaría en las tabernas». Vencieron después los Romanos a Antíoco, e internándose ya más en los negocios de los Griegos, iban cercando con sus tropas a los Aqueos, ayudados de los demagogos que estaban de su parte, y su gran poder prosperaba con el favor de su genio tutelar, estando próximos a la cumbre adonde había de elevarlos la fortuna. Entonces Filopemen, fortificándose como buen piloto contra las olas, en algunas cosas se veía precisado a ceder y contemporizar; pero en las más se oponía, y a los que en el decir y hacer tenían más influjo, procuraba atraerlos al partido de la libertad. Aristeno Megalopolitano, que era el de mayor poder entre los Aqueos, no cesaba de obsequiar a los Romanos, persuadido de que aquellos no debían oponérsele ni desagradarlos en las juntas; y se dice que Filopemen lo oía en silencio, pero lo llevaba muy a mal, y que, por fin, no pudiéndose ya contener en su enojo, le dijo a Aristeno: «Hombre ¡a qué afanarte tanto por ver cumplido el hado de la Grecia!». Manio, cónsul de los Romanos, que venció a Antíoco, solicitaba de los Aqueos que permitieran la vuelta a los desterrados de los Lacedemonios, y también Tito Flaminino instaba a Manio sobre este punto; pero se opuso Filopemen, no por odio contra los desterrados, sino porque quería que aquello se hiciese por él mismo y por los Aqueos, y no por Tito, ni en obsequio de los Romanos; nombrado general al año siguiente, él mismo los restituyó a su patria: ¡tanto era su espíritu para tenerse firme y contender con los poderosos!

XVIII.— Hallándose ya en los setenta años de su edad, y nombrado octava vez general de los Aqueos, concibió la esperanza de que no sólo pasaría aquella magistratura en paz, sino que el estado de los negocios le permitiría vivir sosegado lo que le restaba de vida; porque así como las enfermedades son más remisas según van faltando las fuerzas del cuerpo, de la misma manera, yendo de vencida el poder en las ciudades griegas, se extinguía y apagaba en ellas el ardor de contender; parece, no obstante, que alguna furia, como atleta aventajado en el correr, lo llevó precipitadamente al término de la vida. Porque se dice que en una conversación, celebrando los que se hallaban presentes a uno de que era hombre sobresaliente para el mando de un ejército, contestó Filopemen: «¿Cómo ha de merecer ese elogio un hombre que vivo se dejó cautivar por los enemigos?». Pues de allí a pocos días Dinócrates de Mesena, que particularmente estaba mal con Filopemen, y además se hacía insufrible a todos por su perversidad y sus vicios, separó a Mesena de la Liga Aquea, y se dirigió contra una aldea llamada Colónide con intento de tomarla. Hizo la casualidad que Filopemen se hallase a la sazón en Argos con calentura; pero recibida la noticia, al punto marchó a Megalópolis, andando en un día más de cuatrocientos estadios; partió al punto de allí en auxilio de la aldea, llevando consigo a los de a caballo, que, aunque eran los más principales y muy jóvenes, gustosos entraron en la expedición por celo y por amor a Filopemen. Encaminándose a Mesena, y encontrándose junto al collado de Evandro con Dinócrates, que también iba en busca de ellos, a éste lograron rechazarlo; pero como sobreviniesen de pronto unos quinientos que habían quedado en custodia del país de Mesena, y tomasen los vencidos las alturas luego que los vieron, temiendo Filopemen ser envuelto, y mirando también por sus tropas, dispuso su retirada por lugares ásperos, poniéndose a retaguardia, haciendo muchas veces cara a los enemigos y atrayéndolos hacia sí; ellos, sin embargo, no se atrevían a embestirle, sino que sólo correspondían con gritería y carreras desde lejos. Separábase frecuentemente por causa de aquellos jóvenes, acompañándoles de uno en uno, y con esto no advirtió que había llegado a quedarse solo entre gran número de enemigos; nadie se atrevía, en verdad, a venir a las manos con él; pero de lejos le impelían y arrastraban a sitios pedregosos y cercados de precipicios, de manera que con dificultad gobernaba y aguijaba el caballo. La vejez, por la vida ejercitada que había tenido, le era ligera y en nada le estorbaba para salvarse; pero entonces, falto de fuerzas por la debilidad del cuerpo, y fatigado con tanto caminar, se había puesto pesado y torpe, y un tropiezo del caballo lo derribó al suelo. La caída fue terrible, y habiendo recibido el golpe en la cabeza quedó por largo rato sin sentido; tanto, que los enemigos, teniéndole por muerto, intentaron volver el cuerpo y despojarle; mas como levantando la cabeza se hubiese puesto a mirarlos, acudiendo en gran número le echaron las manos a la espalda, y, atándolo, se lo llevaron, usando de mil improperios e insultos con un hombre que ni por sueño podía haber temido semejante cosa de Dinócrates.

XIX.— En la ciudad, llegada la noticia, se pusieron muy ufanos, y corrieron en tropel a las puertas; pero cuando vieron que traían a Filopemen de un modo tampoco correspondiente a su gloria y sus anteriores hazañas y trofeos, los más se compadecieron y consternaron, hasta el punto de llorar y de despreciar el poder humano, teniéndole por incierto y por nada. Así, al punto corrió entre los más la voz favorable de que era preciso tener presentes sus antiguos beneficios y la libertad que les había dado, redimiéndoles del tirano Nabis; pero unos cuantos, queriendo congraciarse con Dinócrates, proponían que se le diese tormento y se le quitase la vida, como enemigo poderoso y difícil de aplacar, y mucho más temible para Dinócrates si lograba salvarse después que éste le había maltratado y hecho prisionero. Mas lo que por entonces hicieron fue llevarlo al que llamaban Tesoro, un edificio subterráneo al que no penetraban de afuera ni el aire ni la luz, y que no tenía puertas, sino que lo cerraban con una gran piedra que ponían a la entrada; encerrándolo, pues, en él, y arrimando la piedra, colocaron alrededor centinelas armados.

Los soldados aqueos, luego que se rehicieron un poco de la fuga, echaron de menos a Filopemen sospechándole muerto, y estuvieron mucho tiempo llamándolo y tratando entre sí sobre cuán vergonzosa e injustamente se salvarían, habiendo abandonado a los enemigos un general que tanto había expuesto su vida por ellos; fueron, pues, más adelante con gran diligencia, y ya tuvieron noticia de cómo había sido cautivado, la que anunciaron a las ciudades de los Aqueos. Fue ésta para todos de grandísima pesadumbre y determinaron reclamar de los Mesenios a su general, enviando al intento una embajada, y entre tanto se preparaban para la guerra.

XX.— Esto fue lo que hicieron los Aqueos; mas Dinócrates, temiendo en gran manera que en el tiempo mismo hallase su salvamento Filopemen, y deseando prevenir las disposiciones de los Aqueos, luego que fue de noche y que la muchedumbre de los Mesenios se retiró, abriendo el calabozo hizo entrar en él al ministro público, y ordenó que llevando un veneno se le propinara, sin apartarse de allí hasta que lo hubiese bebido. Estaba echado sobre su manto sin dormir, entregado al pesar y sobresalto; cuando vio luz y cerca de sí aquel hombre que tenía en la mano la taza de veneno, incorporándose con mucho trabajo, a causa de su debilidad, se sentó, y tomando la taza le preguntó si tenía alguna noticia de sus soldados, y especialmente de Licortas. Respondióle el ministro que los más habían logrado salvarse; dio con la cabeza señal de aprobación, y mirándole benignamente, «buena noticia me da, —le dijo—, pues que no todo lo hicimos desgraciadamente»; y sin decir ni articular más palabra, bebió y volvió otra vez a acostarse. El veneno no encontró obstáculo para producir su efecto, pues estando tan débil lo acabó muy pronto.

XXI.— Luego que la noticia de su muerte se difundió entre los Aqueos, las ciudades todas cayeron en la aflicción y desconsuelo, y, concurriendo a Megalópolis toda la juventud con los principales, no quisieron poner dilación ninguna en el castigo, sino que, eligiendo por general a Licortas, se entraron por la Mesena, talando y molestando el país, hasta que, llamados a mejor acuerdo, dieron entrada a los Aqueos. Dinócrates se apresuró por sí mismo a quitarse la vida; de los demás, cuantos dieron consejo de deshacerse de Filopemen, también se dieron por sí mismos la muerte; a los que aconsejaron que se le atormentase los hizo atormentar Licortas.

Quemaron luego el cuerpo de Filopemen, y, recogiendo en una urna los despojos, dispusieron su conducción, no en desorden y sin concierto, sino reuniendo con las exequias una pompa triunfal, porque a un mismo tiempo se les veía ceñir coronas y derramar lágrimas; y juntamente con los enemigos cautivos y aherrojados se veía la urna tan cubierta de cintas y coronas, que apenas podía descubrirse. Llevábala Polibio, hijo del general de los Aqueos, y a su lado los principales de éstos. Los soldados, armados y con los caballos vistosamente enjaezados, seguían la pompa, ni tan tristes como en tan lamentable caso, ni tan alegres como en una victoria. De las ciudades y pueblos del tránsito salían al encuentro como para recibirle cuando volvía del ejército; acercábanse a la urna y concurrían a llevarla a Megalópolis. Cuando ya pudieron incorporárseles los ancianos con las mujeres y los niños, el llanto del ejército discurrió por toda la ciudad, afligida y desconsolada con tal pérdida, previendo que decaía al mismo tiempo de la gloria de tener el primer lugar entre los Aqueos. Diósele, pues, honrosa sepultura como correspondía, y en las inmediaciones de su sepulcro fueron apedreados los cautivos de los Mesenios.

Siendo muchas sus estatuas y muchos los honores que las ciudades le decretaron, hubo un Romano que en los infortunios que la Grecia experimentó en Corinto propuso que se destruyeran todas para perseguirle después de muerto, en manifestación de que en vida había sido contrario y enemigo de los Romanos. Se trató este asunto y se hicieron discursos en él, respondiendo Polibio al calumniador, y ni Mumio ni los legados consintieron en que se quitasen los monumentos de tan insigne varón, sin embargo de la contradicción que en él habían experimentado Tito y Manio; y es que aquellos supieron preferir, según parece, la virtud a la conveniencia y lo honesto a lo útil, juzgando recta y racionalmente que a los bienhechores se les debe el premio y el agradecimiento por los que recibieron el beneficio, pero que a los hombres virtuosos les debe ser tributado honor por todos los buenos. Y esto baste de Filopemen.

TITO QUINCIO FLAMINIO

I.— Cuál haya sido el semblante de Tito Quincio Flaminino, que comparamos a Filopemen, pueden verlo los que gusten en un busto suyo de bronce, que, con una inscripción en caracteres griegos, se conserva en Roma, junto al Apolo grande traído de Cartago, enfrente del circo; en cuanto a sus costumbres, dícese que fue de genio pronto para la ira y para los favores, aunque no del mismo modo, pues siendo ligero y no rencoroso en el castigar, los beneficios los llevaba hasta el extremo, mirando constantemente con amor e inclinación a aquellos a quienes había favorecido como si hubieran sido sus bienhechores, teniéndolos por la mejor posesión; así los conservó siempre en su amistad y se interesó por ellos. Siendo por carácter muy amante de honores y codicioso de gloria, aspiraba a hacer por sí acciones generosas e ilustres, y se complacía más en hacer bien a los que a él acudían que en ganarse la voluntad de los poderosos, considerando a aquellos como objeto de su virtud, y a éstos como rivales de su gloria.

Educado en la crianza propia de las costumbres militares, por haber tenido en aquella época Roma muchas y porfiadas guerras y ser éste el arte que aprendían los jóvenes ante todas cosas, primero fue tribuno en la guerra contra Aníbal a las órdenes de Marcelo, entonces cónsul. Muerto Marcelo en una celada, fue Tito nombrado prefecto de la región tarentina, y luego del mismo Tarento, después de recobrado, donde se acreditó en gran manera, no menos por su justicia que por sus disposiciones militares, por lo cual, habiéndose enviado colonias a dos ciudades, a Narnia y Cosa, fue para su establecimiento nombrado presidente y fundador.

II.— Dióle esto grande confianza, saltando por encima del tribunado de la plebe, de la pretura y de la edilidad, magistraturas intermedias y propias de los jóvenes, para aspirar, desde luego, al consulado, en lo que tenía muy de su parte a los de las colonias; pero habiéndole hecho oposición los tribunos de la plebe Fulvio y Manlio, por decir ser cosa muy dura que un joven se arrojara contra las leyes a la magistratura más elevada, sin estar todavía iniciado en los primeros ritos y misterios del gobierno, el Senado dejó la decisión al pueblo, y éste le designó cónsul con Sexto Elio, a pesar de que aún no había cumplido treinta años.

Cúpole por suerte la guerra contra Filipo y los Macedonios, siendo grande la dicha de los Romanos en que éste fuese así destinado a entender en negocios, y con personas que, en vez de necesitar un general que todo lo hiciese por fuerza y con armas, debían más bien ser conducidas con la persuasión y con la afabilidad de trato. Porque Filipo en su reino de Macedonia tenía el fundamento suficiente para la guerra; pero la fuerza principal para dilatarla, el auxilio, refugio e instrumento de su ejército, consistía sobre todo en el poder de los Griegos, y, sin que éstos se separasen de Filipo, la guerra contra él no era obra de una sola campaña. Hasta allí la Grecia había tenido poco contacto con los Romanos, y empezando entonces a tomar éstos parte en los negocios, si el general no hubiese sido de buena índole, valiéndose más de las palabras que de las armas, tratando con afabilidad y dulzura a cuantos se le acercaban, y manifestando mucha entereza en las cosas de justicia, no hubiera sido tan fácil que en lugar del gobierno a que estaban acostumbrados admitiesen el imperio extranjero; lo que se manifestará todavía mejor por la serie de sus hechos.

III.— Enterado Tito de que los generales que le habían precedido, Sulpicio y Publio, pasando tarde a la Macedonia y tomando la guerra con flojedad, habían gastado sus fuerzas en combates de puestos y en contender con Filipo en escaramuzas sobre el paso y sobre las provisiones, se propuso no imitar a aquellos que perdían un año en casa en los honores y negocios políticos y a lo último pensaban en la guerra, ejecutando él lo mismo de ganar a su mando un año para los honores y los negocios, haciendo de cónsul en el uno y de general en el otro, sino dedicar con empeño a la guerra todo el tiempo en que ejerciese su autoridad, no haciendo cuenta de los honores y prerrogativas que en la ciudad le corresponderían. Pidió, pues, al Senado que le diera a su hermano Lucio para que a sus órdenes mandase la armada; y tomando de las tropas que con Escipión habían vencido a Asdrúbal en España, y en África al mismo Aníbal, lo más florido y arriscado para su principal apoyo, viniendo a ser unos tres mil hombres, dio veía al Epiro con la mayor confianza.

Como Publio, teniendo establecido su campo en contraposición del Filipo, que hacía mucho tiempo guardaba los desfiladeros y gargantas del río Apso, no pudiese adelantar un paso por lo inexpugnable del terreno, luego que lo observó se encargó del mando, y despidiendo a Publio se dedicó a reconocer toda la comarca. Son aquellos lugares no menos fuertes que los del valle de Tempe; pero no presentan aquella belleza de árboles, aquella frescura de los bosques ni aquellos prados y sitios amenos. Los montes grandes y elevados de una y otra parte van a parar a un barranco dilatado y profundo, por el que discurre el Apso, que en su aspecto y rapidez se parece al Peneo; pero cubriendo toda la falda, sólo deja un camino cortado muy pendiente y estrecho junto a la misma corriente; paso muy dificultoso para un ejército, y, si hay quien lo defienda, inaccesible.

IV.— Había quien proponía a Tito que fuese a dar la vuelta por la Dasarétide, junto al Lico, tornando así un camino transitable y fácil; pero temió no fuera que internándose por lugares ásperos y de escasas cosechas, y acosándole Filipo sin presentarle batalla, le faltasen los víveres, y reducido otra vez a la inacción, como su predecesor, tuviera que retroceder hacia el mar, por lo que determinó marchar con todo su ejército por las alturas y abrirse paso a viva fuerza. Ocupaba Filipo las montañas con su infantería; llovían por todas partes sobre los Romanos dardos y flechas tirados oblicuamente, tenían heridos, se trababan reñidos combates y había muertos de unos y otros; pero de ninguna manera aparecía cuál sería el término de aquella guerra. En este estado se presentaron unos pastores de los de aquellos contornos, manifestando que había cierto rodeo ignorado de los enemigos, y ofreciendo que por él conducirían el ejército, y al tercer día le darían puesto sobre las eminencias, de lo que daban por fiador, haciéndose todo con su conocimiento, a Cárope el de Macatas, muy principal entre los Epirotas y apasionado de los Romanos, a los que, sin embargo, no auxiliaba sino con reserva, por miedo de Filipo. Creyólos Tito, y destacó a un tribuno con cuatro mil infantes y trescientos caballos, yendo de guía los pastores, a los que llevaban atados. Reposaban por el día, procurando ocultarse entre rocas y matorrales, y hacían su camino de noche, a la luz de la luna, que estaba en su lleno. Enviado que hubo Pito este destacamento, no emprendió nada en aquellos días, sino lo preciso para que no cesaran los enemigos en sus escaramuzas de lejos; pero en el que debían aparecer ya sobre las eminencias los de la marcha, al amanecer puso en movimiento sus tropas de todas armas, y, haciendo tres divisiones, por sí mismo dirigió su hueste por el camino recto hacia la garganta por donde discurre el río, acosado de los Macedonios, y teniendo que lidiar con cuanto se le oponía en aquellos malos pasos. Los otros procuraban combatir de uno y otro lado, trepando denodadamente por los desfiladeros, a tiempo que ya se dejó ver el sol y a lo lejos un humo no muy espeso, sino a manera de neblina de los montes, yéndose mostrando poco a poco; el cual no fue advertido de los enemigos porque les caía a la espalda, como lo estaban las eminencias ocupadas. Los Romanos, en tanto, estaban inciertos con aflicción y trabajo, aunque tenían la esperanza en lo que deseaban; mas cuando el humo tomó ya más cuerpo, oscureciendo el aire y difundiéndose por arriba, y entre él apareció que las lumbradas eran amigas, los unos acometieron vigorosamente con algazara, arrojando a los enemigos hacia los derrumbaderos, y los de la espalda correspondieron también con gritería desde las alturas.

V.— Por tanto, todos se entregaron a una precipitada fuga; mas no murieron sino como dos mil o menos, porque los malos pasos impidieron que se les persiguiese. Tomaron los Romanos mucha riqueza, tiendas y esclavos, y, haciéndose dueños de todas las gargantas, discurrían por el Epiro con tanto sosiego y continencia, que con tener a mucha distancia las embarcaciones y el mar, y no distribuírseles las raciones mensuales por faltar los acopios, no tuvieron inconveniente en abstenerse de saquear un país que les ofrecía grandes recursos. Porque habida noticia de que Filipo atravesaba la Tesalia a manera de fugitivo, en términos de hacer a los hombres retirarse a las montañas, de incendiar las ciudades y de entregar al saqueo y al pillaje lo que no podía llevarse, como si hiciera ya cesión del país a los Romanos, Tito tomó a punto de honra el encargar a los soldados que marcharan por él con el mismo cuidado que si fuera terreno propio, del cual se les abandonaba la posesión. Y bien pronto pudieron conocer cuán útil les había sido este modo de portarse, porque las ciudades se pasaban a su partido apenas tocaron en la Tesalia, y los Griegos que están dentro de las Termópilas suspiraban por Tito, y le deseaban con vehemencia. Los Aqueos, separándose de la alianza de Filipo, determinaron hacerle la guerra con los Romanos; y los Opuncios, no obstante que siendo los Etolos decididos auxiliares de los Romanos deseaban tomar y conservar su ciudad, no les dieron oídos, sino que llamando ellos mismos a Tito se pusieron en su mano y se le entregaron a discreción Refiérese de Pirro que la primera vez que desde una atalaya pudo ver un ejército romano puesto en orden, exclamó que no le parecía bárbara la formación de aquellos bárbaros; pues los que tuvieron ocasión de conocer a Tito casi hubieron de prorrumpir en las mismas palabras: porque como los Macedonios les hubiesen informado de que se encaminaba a su país el general de un ejército bárbaro que todo lo trastornaba y esclavizaba con las armas, cuando después se hallaban con un hombre joven, afable en su semblante, griego en la voz y en el idioma y ambicioso del verdadero honor, es increíble cómo se tranquilizaban, y la benevolencia y amor que le conciliaban por las ciudades, que no tenían entonces un general interesado en su libertad. Pero luego que por haberse mostrado Filipo dispuesto a negociar pasó a tratar con él, ofreciéndole paz y amistad con la condición de dejar independientes a los Griegos y retirar las guarniciones, y éste no quiso convenir en ello, conocieron ya todos, aun los que más obsequiaban a Filipo, que los Romanos no venían a hacer la guerra a los Griegos sino por amor de los Griegos a los Macedonios.

VI.— Pasábansele, pues, todos los pueblos sin oposición, y habiendo entrado en la Beocia sin aparato de guerra, se le presentaron los primeros ciudadanos de Tebas, siendo en su ánimo del partido del rey de Macedonia a causa de Braquilas, pero agasajándole y honrándole como si tuviesen igual amistad con ambos. Recibiólos Tito con la mayor afabilidad, y dándoles la mano continuó pausadamente su camino, haciéndoles preguntas, tomando noticias, conversando con ellos y deteniéndolos de Intento hasta que los soldados se repusiesen de la marcha. De este modo llegó a la capital y entró en ella juntamente con los Tebanos, que, aunque no eran gustosos de ello, no se atrevieron a estorbárselo, por ser bastante el número de tropas que le seguían. Entró, pues, Tito en la ciudad, sin que ésta fuese de su partido, y procuró atraerla a él ayudado del rey Átalo, que también exhortaba a los Tebanos; mas esforzándose Átalo para mostrarse a Tito orador más vehemente de lo que su vejez permitía, o le dio un vértigo o se le atravesó una flema, a lo que parece, pues de repente cayó sin sentido, y conducido en sus naves al Asia, al cabo de pocos días murió, y los Tebanos abrazaron efectivamente la causa de Roma.

VII.— Envió Filipo embajadores a Roma, y también envió Tito quien negociase que el Senado le prorrogara el tiempo si había de continuarse la guerra, o le concediera que él fuese quien ajustara la paz, pues estando poseído de un ardiente deseo de gloria, temía que se lo arrebatara de las manos del nuevo general que se nombrase para la guerra. Proporcionáronle sus amigos que Filipo no saliera con su propósito y que se le conservara el mando; luego que recibió el decreto, alentado con grandes esperanzas, se encaminó al punto hacia la Tesalia para continuar la guerra contra Filipo, teniendo a sus órdenes sobre veintiséis mil hombres, para cuyo número habían dado los Etolos seis mil infantes y cuatrocientos caballos. El ejército de Filipo, en el número, venía a ser casi igual. Partieron en busca unos de otros, y habiendo llegado cerca de Escotusa, donde pensaban dar la batalla, no concibieron los generales aquel temor regular por verse tan cerca, sino que, al revés, fue mayor en unos y en otros el ardor y la confianza: en los Romanos, por esperar vencer a los Macedonios, cuyo nombre por Alejandro iba acompañado de la idea del valor y del poder, y en los Macedonios, porque aventajándose los Romanos a los Persas, de quedar superiores a aquellos, se seguiría que Filipo sobrepujase en gloria al mismo Alejandro. Por tanto, Tito exhortaba a sus soldados a que se mostrasen esforzados y valientes, teniendo que lidiar en el más brillante teatro, que era la Grecia, contra los contendores de más fama. Filipo, bien fuese por su mala suerte, o bien por un apresuramiento intempestivo, como estuviese cerca un cementerio algo elevado, subiéndose a él, empezó a tratar y disponer lo que suele preceder a una batalla; pero sobrecogido de un gran desaliento, de resulta de la observación de las aves, no se determinó por aquel día.

VIII.— Al siguiente, al amanecer después de una noche húmeda y lluviosa, degenerando las nubes en niebla, ocupó toda la llanura una oscuridad profunda, y descendiendo de las alturas un aire espeso por entre los ejércitos, desde el punto de rayar el día ocultaba las posiciones. Los enviados de una y otra parte, en guerrillas y en descubierta, encontrándose repentinamente, trababan pelea en las llamadas Cinoscéfalas, que siendo las cumbres agudas de unos collados espesos y paralelos, de la semejanza de su figura tomaron aquel nombre. Alternaban, como era natural, en aquellos lugares ásperos, las vicisitudes de perseguir y ser perseguidos, y unos y otros enviaban refuerzos desde los ejércitos a los que peleaban, y se retiraban, hasta que, despejado ya el aire, viendo lo que pasaba, acometieron con todas sus fuerzas. Cargaba Filipo con su ala derecha, arrojando sobre los Romanos desde lugares elevados lo más fuerte de sus tropas, de manera que aun los más esforzados de aquellos no podían sostener lo pesado de su apiñamiento y la violencia de la acometida. El ala izquierda, por el estorbo de los collados, tenía claros y desuniones, y Tito, no curando de los que iban de vencida, se dirigió con ímpetu por esta otra parte contra los Macedonios, que no podían traer a formación y estrechar las filas, en lo que consistía la principal fuerza de su falange, a causa de la desigualdad y aspereza del terreno, y que para los combates singulares tenían armas muy pesadas y difíciles de manejar: porque la falange en su fortaleza se parece a un animal invencible mientras es un solo cuerpo y conserva su apiñamiento en un solo orden, pero desunida pierde cada uno de los que pelean de su fuerza, ya por la clase de la armadura, y ya porque no tanto viene su pujanza de él mismo como de la reunión de todos. Desbaratados éstos, unos se dieron a perseguir a los que huían, y otros, corriendo a la otra parte, herían y acosaban por los costados a los Macedonios mientras combatían de frente; de manera que muy en breve también los vencedores se desordenaron y dieron a huir arrojando las armas. Murieron por lo menos ocho mil, y unos cinco mil quedaron cautivos; y si Filipo pudo salvarse con seguridad, la culpa fue de los Etolos, que, mientras los Romanos seguían todavía el alcance, se entregaron al pillaje y saqueo del campamento, en términos que cuando aquellos volvieron ya nada encontraron.

IX.— Indispusiéronse por esto, y empezaron a decirse denuestos unos a otros; pero lo que a Tito más le incomodaba era que los Etolos se atribuían la victoria, apresurándose a hacer correr esta voz entre los Griegos: tanto, que los poetas y los particulares, celebrando esta jornada, les escribieron y cantaron a ellos los primeros; siendo el cantar más común este epigrama:

Treinta mil de Tesalia ¡oh peregrino!
sin gloria y sin sepulcro aquí yacemos,
de los Etolos en sangrienta guerra domados,
y también de los Latinos
que Tito trajo de la hermosa Italia,
Huyó ¡mísera Ematia!
en veloz curso de Filipo el espíritu arrogante,
más que los ciervos tímido y ligero.

Hizo este epigrama Alceo en injuria y afrenta de Filipo, y para ello exageró falsamente el número de los muertos; pero cantándose por todas partes y por todos, más mortificación causaba a Tito que a Filipo, el cual, zahiriendo a su vez a Alceo, añadió lo siguiente:

Lábrase en este monte ¡oh peregrino!
de infeliz leño sin corteza y rama excelsa
cruz al detestable Alceo.

A Tito, pues, que aspiraba a adquirir gloria entre los Griegos, causaban estas cosas tal disgusto, que todo lo que restaba lo ejecutó por sí solo sin hacer cuenta de los Etolos. Irritábanse éstos; y como Tito admitiese las proposiciones y embajada de Filipo acerca de la paz, recorrían aquellos las ciudades exclamando que se vendía la paz a Filipo, cuando se podía cortar la guerra de raíz y destruir aquel poder que fue el primero en esclavizar la Grecia. Mientras los Etolos se afanaban por difundir estas voces y conmover a los aliados, presentóse el mismo Filipo a negociar, y desvaneció toda sospecha entregando a Tito y a los Romanos cuanto le pertenecía. De este modo terminó Tito aquella guerra; y del reino de Macedonia hizo donación al mismo Filipo; pero le intimó que había de retirarse de la Tracia, le multó en mil talentos, le quitó todas las naves, a excepción de diez, y tomando en rehenes a Demetrio, uno de sus hijos, le envió a Roma, aprovechando excelentemente la ocasión y consultando con no menor prudencia a lo venidero. Justamente entonces el africano Aníbal, grande enemigo de los Romanos, y que andaba desterrado, se había acogido ya al rey Antíoco, y le excitaba a que echase el resto a su fortuna, cuando el poder se le iba viniendo a las manos por los ilustres hechos que tenía ejecutados y que le habían granjeado el sobrenombre de grande: animábale, por tanto, a que extendiera sus miras al mando universal, y le excitaba sobre todo contra los Romanos. Si Tito, pues, no hubiera con admirable prudencia admitido las proposiciones, sino que con la guerra de Filipo se hubiera juntado en la Grecia la de Antíoco, y por causas que les eran comunes se hubieran coligado contra Roma los dos mayores y más poderosos reyes de aquella era, se habría visto de nuevo en combates y peligros en nada inferiores a los de Aníbal; pero ahora, interponiendo Tito oportunamente la paz entre ambas guerras, y cortando la presente antes de que tuviese principio la que amenazaba, a aquella le quitó la última esperanza y a ésta la primera.

X.— Envió el Senado con esta ocasión a Tito diez legados, y éstos eran de sentir que se diera libertad a los demás Griegos; pero quedando con guarniciones Corinto, la Cálcide y la Demetríade para mayor seguridad en la guerra con Antíoco, entonces los Etolos, hábiles en la calumnia, sublevaban con mayor calor las ciudades, requiriendo por una parte a Tito para que le quitara a la Grecia los grillos —porque éste era el nombre que solía dar Filipo a estas ciudades—, y preguntando por otra a los Griegos si, llevando ahora una cadena más pesada, aunque más bellamente forjada que la de antes, se hallaban contentos y celebraban a Tito como a su bienhechor porque habiendo desatado a la Grecia por los pies la había ligado por el cuello. Desazonábase Tito con estos manejos, sintiéndolos vivamente; y por fin, a fuerza de ruegos, en la junta consiguió de ésta que también se quitaran las guarniciones de las mencionadas ciudades, para que así el reconocimiento de los Griegos hacia él fuese completo.

Celebrábanse los Juegos Ístmicos, y había gran concurso en el estadio para ver los combates, como era natural, cuando la Grecia reposaba de una guerra hecha por largo tiempo, con la esperanza de la libertad, y se reunía en medio de una paz segura. Hízose con la trompeta la señal de silencio, y presentándose en medio el pregonero, anunció que el Senado de los Romanos y el cónsul Tito Quincio, su general, después de haber vencido al rey Filipo y a los Macedonios, declaraban libres de tener guarniciones, exentos de todo tributo, y no sujetos a otras leyes que las propias de cada pueblo, a los Corintios, Locros, Focenses, Eubeos, Aqueos, Ftiotas, Magnesios, Tésalos y Perrebos. Al principio no lo entendieron todos ni lo oyeron bien, por lo que se excitó en el estadio un movimiento extraño y una grande inquietud, admirándose unos, preguntando otros, y pidiendo que se repitiese. Hízose, pues, silencio de nuevo, y después que, habiendo esforzado el pregonero la voz, todos oyeron y comprendieron el pregón, fue grande la gritería que con el gozo se movió, difundiéndose hasta el mar; pusiéronse en pie todos los del teatro, y ya nadie dio la menor atención a los combatientes, sino que todos corrieron a arrojarse a los pies y tomar la diestra del que saludaban como salvador y libertador de la Grecia. Vióse entonces lo que muchas veces se ha dicho por hipérbole acerca de la gran fuerza de la voz humana: porque unos cuervos que por casualidad volaban por allí cayeron al estadio. La causa fue, sin duda, haberse cortado el aire, porque cuando suben muchos gritos altos y reunidos, dividido el aire por ellos, no sostiene a las aves que vuelan, sino que hay cierto hueco, como sucede a los que dan un paso en vago: a no ser que sea que reciban golpe como si les alcanzara un tiro, y con él caigan y mueran. También puede acontecer que se formen torbellinos en el aire, a manera de los remolinos del mar, que toman ímpetu vertiginoso de la magnitud del mismo piélago.

XI.— Por lo que hace a Tito, si luego que se concluyó la celebración no hubiera evitado con previsión el concurso y atropellamiento de la muchedumbre, no se alcanza cómo habría salido de él, siendo tantos los que por todas partes le rodeaban. Cuando ya se fatigaron de vitorearle delante de su pabellón, siendo ya de noche, saludando y abrazando a los amigos o a los ciudadanos que encontraban, se los llevaban a comer y beber en recíprocos convites. Allí, principalmente regocijados, se movía entre ellos, como era natural, la conversación de la Grecia, diciéndose que de tantas guerras como había sostenido por su libertad, nunca defendiéndola otros, había alcanzado un premio tan cierto, tan dulce y tan glorioso como aquel con que ahora le lisonjeaba la fortuna, casi sin sangre y sin lágrimas de su parte. Eran raras entre los hombres la fortaleza y la prudencia; pero el más raro de esta clase de bienes era la justicia: porque los Agesilaos, los Lisandros, los Nicias y los Alcibíades, cuando tenían mando, sabían muy bien disponer la guerra y vencer a sus contrarios por tierra y por mar, pero no entraba en sus ideas el usar de la victoria para fines rectos y en beneficio de los que tenían a sus órdenes, sino que si sacamos de esta cuenta la jornada de Maratón, el combate naval de Salamina, Platea, las Termópilas y las hazañas de Cimón junto al Eurimedonte y en Chipre, todas las demás batallas las dio la Grecia contra sí misma y para su esclavitud, y todos los trofeos que erigió fueron para ella padrones de aflicción y oprobio, siendo causa de esto, por lo común, la maldad y las disensiones de sus generales, mientras que hombres de otras naciones, que sólo parecían conservar un calor remiso y débiles vestigios del común origen, y de quienes sería mucho esperar que de palabra y con el consejo prestasen algún auxilio a la Grecia, habían sido los que a costa de grandes peligros y trabajos, arrojando de ella a los que duramente la dominaban y tiranizaban, le habían restituido la libertad.

XII.— Corrían estas pláticas por la Grecia, y juntamente otras que guardaban consonancia con los pregones: porque al mismo tiempo envió Tito a Léntulo al Asia para restituir la libertad a los Bargilienses, y a Estertinio a la Tracia, con el fin de retirar de las ciudades e islas de aquella parte las guarniciones puestas por Filipo. Publio Vilio marchaba por mar a tratar con Antíoco de la libertad de los Griegos que pertenecían a su reino, y el mismo Tito, pasando a la Cálcide, y después embarcándose para Magnesia, quitó las guarniciones y restituyó a cada pueblo su gobierno. Nombrado en Argos presidente de los Juegos Nemeos, tomó acertadas disposiciones para la reunión, y allí otra vez confirmó a los Griegos la libertad con nuevo pregón. Visitando en seguida las ciudades, les dio buenas ordenanzas y recta justicia, y la concordia y paz de unos con otros, sosegando las sediciones, restituyendo los desterrados y teniendo en unir y reconciliar a los Griegos no menor placer que en haber vencido a los Macedonios: de manera que ya la libertad les parecía el menor de sus beneficios. Refiérese que el filósofo Jenócrates, cuando Licurgo el orador le libertó de la prisión adonde le llevaban los publicanos, e introdujo además contra éstos la acción de injurias, encontrándose con los hijos de Licurgo, les dijo: «¡A fe mía que he pagado bien a vuestro padre!, porque todos celebran lo que conmigo ha ejecutado». Pues a Tito y a los Romanos la gratitud por los grandes bienes dispensados a la Grecia, no sólo les proporcionó elogios, sino confianza y poder entre todos los hombres: porque no contentándose con admitir sus generales, los enviaban a buscar y los llamaban para entregárseles. Así él mismo estaba sumamente satisfecho con haber procurado la libertad de la Grecia, y habiendo consagrado en Delfos unos paveses de plata y su propio escudo, puso esta inscripción:

¡Salve! Dioscuros, prole del gran Zeus,
al Placer dados de ágiles caballos:
¡Salve! hijos de Tíndaro,
que reyes fuisteis de Esparta,
esta sublime ofrenda el Enéada Tito
en vuestras aras ledo consagra,
por haber labrado la libertad de la oprimida Grecia.

Dedicó también a Apolo una corona de oro con estos versos:

Descanse esta corona, ínclito Febo,
sobre tu rubia y crespa cabellera.
De la raza de Eneas el caudillo te la ofrece, Flechero,
y da tú en premio gloria y honores al divino Tito.

Ocurrió dos veces este mismo suceso en la ciudad de Corinto; Porque hallándose en ella Tito, y después igualmente Nerón en nuestra edad, a la sazón de celebrarse los Juegos Ístmicos, declararon a los Griegos libres e independientes: aquel, por medio de pregonero, como dejamos dicho, y Nerón, por sí mismo, hablando en la plaza al concurso desde la tribuna, lo que, como se ve, fue mucho más adelante.

XIII.— Emprendió después Tito la más debida y justa guerra contra Nabis, el más insolente e injusto de los tiranos de Lacedemonia; pero al fin frustró en cuanto a ella las esperanzas de la Grecia, pues pudiendo acabar con aquel, desistió del intento, entrando en tratados y abandonando a Esparta en su ignominiosa servidumbre; de lo que pudo ser causa, o el temor de que dilatándose la guerra viniera de Roma otro general que le usurpara su gloria, o cierta emulación y secreta envidia por los honores de Filopemen, pues siendo un varón sobresaliente entre los Griegos, que en otras guerras y en aquella misma había dado maravillosas muestras de valor e inteligencia, como lo celebrasen los Aqueos al par de Tito y aplaudiesen en los teatros, mortificaba a éste el que a un hombre árcade, caudillo de guerras insignificantes, hechas dentro de su propio país, le igualaran en los honores con un cónsul de los Romanos, libertador de la Grecia. Aun se defendió Tito de este cargo, diciendo que suspendió la guerra luego que advirtió que no se podía acabar con el tirano sin causar gravísimos males a los demás Espartanos.

Fueron grandes los honores que también los Aqueos decretaron a Tito; y aunque parecía que ninguno podía medirse con sus beneficios, hubo uno que llenó enteramente sus deseos, y fue el siguiente. De los infelices vencidos en la guerra de Aníbal, muchos habían sido vendidos, y se hallaban en esclavitud en diferentes partes. En la Grecia venía a haber unos mil doscientos, muy dignos siempre de compasión por su estado, pero mucho más entonces, que unos se encontraban con sus hijos, otros con sus hermanos o deudos, esclavos con libres y cautivos con vencedores. No se atrevía Tito a sacarlos del poder de sus dueños, sin embargo de que le afligía mucho su suerte; pero los Aqueos los rescataron a razón de cinco minas por cada uno, y formándolos en un cuerpo, hicieron entrega de ellos a Tito cuando ya estaba para hacerse a la vela; con lo que emprendió su navegación sumamente contento, viendo que sus gloriosas hazañas habían tenido gloriosas recompensas dignas de un varón ilustre y amante de sus conciudadanos; lo que fue también lo más brillante y esclarecido de su triunfo, porque aquellos rescatados. siendo costumbre de los esclavos, cuando se les da libertad, cortarse el cabello y ponerse gorros, practicaron esto mismo, y en esta forma seguían en su triunfo a Tito.

XIV.— Hacíanle también vistoso los despojos llevados en la pompa; yelmos griegos, rodelas y lanzas macedónicas; la cantidad de dinero no era tampoco pequeña, habiendo dejado escrito Tuditano que de oro en barras se llevaron en triunfo tres mil setecientas y treinta libras, de plata treinta y tres mil doscientas y sesenta, filipos, que era una moneda de oro, trece mil quinientos y catorce, y además de todo esto los mil talentos que debía pagar Filipo; pero de éstos más adelante le indultaron los Romanos a persuasión de Tito, recibiéndole por aliado, y al hijo le dejaron también libre de su fiaduría.

XV.— Cuando Antíoco, pasando a la Grecia con grande armada y numeroso ejército, inquietó y trajo a su partido diferentes ciudades, tuvo en su auxilio a los Etolos, que hacía tiempo se mostraban contrarios y enemigos del pueblo romano; y éstos le sugirieron para la guerra el pretexto de que venía a dar libertad a los Griegos, que ninguna necesidad tenían para esto de su poder, pues que eran libres; sino que a falta de una causa decente, los enseñaron a valerse del más recomendable de todos los nombres. Temieron en gran manera los Romanos esta sublevación y la opinión del poder de Antíoco, y aunque enviaron por general de esta guerra a Manio Acilio, nombraron a Tito su legado militar, en consideración a las relaciones que tenía con los Griegos, así es que a muchos con su sola presencia al punto los aseguró en su fidelidad; y a otros que ya empezaban a flaquear, usando en tiempo con ellos, como de una medicina, de su benevolencia y afabilidad, los contuvo y les impidió que del todo errasen. Muy pocos fueron los que le faltaron a causa de estar de antemano preocupados y seducidos por los Etolos, y aunque justamente enojado e irritado contra éstos, con todo, después de la batalla los protegió. Porque vencido Antíoco en las Termópilas, al punto huyó y se retiró con su armada al Asia; entonces el cónsul Manio, yendo contra los Etolos, a unos les puso sitio, y en cuanto a otros, dio al rey Filipo la comisión de que los redujese. Habiendo maltratado y vejado el Macedonio de una parte a los Dólopes y Magnetes, y de otra a los Atamanes y Aperantes, y el mismo cónsul talado a Heraclea, y puesto cerco a Naupacto, que estaba por los Etolos, movido Tito a compasión de los Griegos, partió desde el Peloponeso en busca del cónsul. Hízole cargo ante todas cosas de que, habiendo sido él el vencedor, dejaba que Filipo cogiese el premio de la guerra, y de que malgastando el tiempo por encono ante una sola ciudad, subyugasen en tanto los Macedonios reinos y naciones enteras. Después, como los sitiados llegasen a verle, empezaron a llamarle desde la muralla, tendiendo a él las manos y suplicándole; y por lo pronto nada dijo, sino que volvió el rostro y se retiró llorando; mas luego trató con Manio, y aplacando su enojo, obtuvo que se concedieran treguas a los Etolos y el tiempo necesario para que, enviando embajadores a Roma, pudieran alcanzar condiciones más tolerables.

XVI.— Los ruegos y súplicas en que más tuvo que contender y trabajar con Manio fueron los de los Calcidenses, que le tenían muy irritado con motivo del matrimonio que entre ellos contrajo Antíoco, movida ya la guerra: matrimonio desigual y fuera de tiempo por haberse enamorado un viejo de una mocita, la cual era hija de Cleoptólemo, y se tenía por la más hermosa de las doncellas de aquella era. Este hizo que los Calcidenses abrazasen con ardor el partido del rey, y que para la guerra fuese aquella ciudad su principal apoyo, y también cuando después de la batalla se abandonó a una precipitada fuga, en Calcis fue donde tocó, y tomando la mujer, el caudal y los amigos se embarcó para el Asia Tito, cuando Manio marchó irritado contra los Calcidenses, se fue en pos de él, y lo ablandó y dulcificó, y, por último, le persuadió y sosegó completamente a fuerza de súplicas con él mismo y con los demás jefes de los Romanos. Por lo tanto, salvos los Calcidenses por su intercesión, consagraron a Tito los más bellos y grandiosos monumentos que pudieron, de los cuales todavía se leen hoy las inscripciones siguientes: «El pueblo a Tito y a Heracles este Gimnasio»; y en otra parte, en la misma forma: «El pueblo a Tito y a Apolo el Delfinio». También en esta edad se elige y consagra un sacerdote de Tito; a quien ofrecen sacrificio, y hechas las libaciones cantan un pean o himno de victoria en verso; del cual, dejando lo demás por ser demasiado difuso, transcribimos lo que cantan al fin del himno:

Objeto es de este culto
la fe de los Romanos,
aquella fe sincera
que guardarles juramos.
Cantad, festivas ninfas,
a Zeus el soberano,
y en pos de Roma y Tito
la fe de los Romanos.
¡Io peán, oh Tito,
oh Tito nuestro amparo!

XVII.— A todos los Griegos les mereció las mayores honras, y sobre todo lo que hace verdaderos los honores, que es una admirable benevolencia por la suavidad de su carácter: pues si con algunos, por razón de los negocios o por amor propio, tuvo algún encuentro, como con Filopemen y después con Diófanes, que también fue general de los Aqueos, su enojo no era profundo ni se extendía a obras, sino que se quedaba en palabras, con las que manifestaba su sentir, y aun esto de una manera urbana: así, con nadie fue áspero, aunque para algunos fuese pronto y pareciese ligero por su índole: por lo demás, tenía cualidades que lo hacían amable a todos, y en el decir no le faltaba soltura y gracia. Porque a los Aqueos, que trataban de adquirir para sí la isla de Zacinto, para retraerlos les dijo que se exponían al riesgo de las tortugas, queriendo alargar la cabeza más allá del Peloponeso. Filipo, la primera vez que se reunieron para hablar de tratados y de paz, le dijo que el mismo Tito había traído muchos consigo, cuando él había venido solo, replicando aquel al punto: «Eso es —le dijo—, porque tú mismo te has reducido a soledad, habiendo dado muerte a tus amigos y parientes». Dinócrates de Mesena, habiéndose alegrado entre los brindis estando en Roma, se puso a danzar con un traje de mujer, y como al día siguiente se presentase a Tito pidiéndole le auxiliara en el proyecto que tenía de separar a Mesena de la liga de los Aqueos: «Veremos —le dijo—; pero me maravillo de que trayendo tales negocios entre manos, puedas cantar y bailar en un festín». A los Aqueos, con ocasión de referirles los embajadores de Antíoco la muchedumbre de las tropas de éste, y de contarles sus diversas dominaciones, les dijo que, cenando él mismo una vez en casa de un huésped, se quejó a éste del gran número de platos, mostrando maravillarse de que hubiese habido mercado tan abundante para proveerse de aquel modo, y que el huésped le había respondido que todos se reducían a carne de puerco, diferenciándose sólo en el género de guiso y en las salsas: «pues del mismo modo añadió —no os maravilléis vosotros ¡oh Aqueos! de las grandes fuerzas de Antíoco al oír lanceros, azconeros, pezetairos: porque todos éstos no son más que Sirios, y sólo en las armadurillas se distinguen».

XVIII.— Después de todos estos sucesos de Grecia y de la guerra de Antíoco, se le nombró censor, que es la mayor perfección del gobierno, y tuvo por colega al hijo de aquel Marcelo que fue cinco veces cónsul. Removieron del Senado a cuatro que no eran de los de más nombre, y admitieron por ciudadanos a todos los que se habían inscrito en el censo, con tal que fuesen hijos de padres libres, precisados a ello por el tribuno de la plebe Terencio Culeón, que por enemistad con los inclinados a la aristocracia persuadió al pueblo a que así lo mandase.

De los varones principales de su tiempo estaban entre si mal avenidos Escipión Africano y Marco Catón, y de éstos escribió a aquel el primero en la lista del Senado, teniéndole por sobresaliente y aventajado en todo. Su enemistad con Catón tuvo origen en este desagradable suceso: era hermano de Tito Lucio Flaminino, de muy diversa índole que aquel: sobre todo en punto a deleites era abominable, sin respeto ninguno a la opinión pública y a la decencia. Tenía éste consigo un mozuelo a quien amaba, y que le siguió al ejército en sus expediciones y también a la provincia mientras mandó en ella. Éste, adulando a Lucio en un banquete, le dijo ser tanto el exceso con que le amaba, que había dejado de ver el duelo de unos gladiadores, sin embargo de que nunca había visto matar a un hombre, anteponiendo el gusto de acompañarle al de aquel espectáculo. Complació en esto mucho a Lucio, el cual le contestó que nada había perdido, «porque yo satisfaré —le añadió— ese tu deseo»; y haciendo que le trajesen de la cárcel a uno de los sentenciados, llamó a uno de sus esclavos, y le mandó que allí mismo en el banquete le cortase a aquel la cabeza. Valerio de Ancio dice que Lucio ejecutó lo que se deja dicho, no en obsequio de un mozuelo, sino de una amiga; mas Livio refiere haber escrito Catón en su discurso que, habiendo llegado a sus puertas un Galo tránsfuga con sus hijos y su mujer, admitiéndole Lucio al banquete, le había dado muerte con su propia mano en obsequio del mozuelo amado. No sería extraño que Catón se hubiera explicado así para dar a la acusación mayor odiosidad, pero que el que sufrió aquella bárbara ejecución no fue tránsfuga, sino preso y ya sentenciado; además de otros muchos lo dijo Cicerón el Orador en su libro De la vejez, poniendo las palabras en boca del mismo Catón.

XIX.— Fue éste al cabo de poco nombrado censor, y haciendo el recuento del Senado removió de él a Lucio, sin embargo de ser de los consulares, en la cual afrenta se tuvo el hermano por comprendido. Por tanto, presentándose ambos al pueblo, abatidos y llorosos, pareció a los ciudadanos que pretendían una cosa justa en pedir que Catón diera la causa que había tenido para haber constituido en semejante afrenta a una casa ilustre. No se detuvo Catón, sino que compareció al momento con su colega, y preguntó a Tito si tenía noticia de lo del banquete. Como éste lo negase, hizo Catón la explicación, y provocó a Lucio a que jurase si podía decir que no era verdad algo de lo que había expuesto. Redújose entonces al silencio, y el pueblo se convenció de haber sido justa la nota que se le impuso, y acompañó a Catón con grandes demostraciones desde la tribuna. Pero Tito, llevando siempre en su ánimo el infortunio del hermano, se reunió con todos los que de antiguo eran enemigos de Catón, y como tuviese el mayor ascendiente sobre el Senado, revocó y anuló todos los arriendos, asientos y ventas que éste había hecho de los ramos de rentas públicas; y le suscitó una infinidad de causas graves, no sé si conduciéndose honesta y políticamente en mostrar por una persona propia, pero indigna, y que justamente había sido castigada, tan irreconciliable enemistad contra un varón justo y un excelente ciudadano. Mas en este tiempo tuvo el pueblo romano un espectáculo en el teatro, para el que el Senado se colocó en lugar distinguido según costumbre; y como se viese a Lucio sentado en los últimos asientos, humilde y abatido, movió a compasión, tanto, que no pudiendo sufrir la muchedumbre verle en tal estado, empezó a gritar diciéndole que pasase al otro sitio, hasta que así lo ejecutó, haciéndole lugar los consulares.

XX.— Estúvole muy bien a Tito aquel carácter ambicioso y activo, mientras tuvo competente materia para ejercitarlo, ocupado en las guerras que hemos referido; porque aun después del consulado volvió a ser tribuno legionario sin que nadie le precisase. Mas retirado del mando, siendo ya bastante anciano, en la vida exenta de negocios dio harto que notar con su inquieta ansia de gloria, en la que no podía contenerse, y llevado de cuyo ímpetu parece haber ejecutado lo relativo a Aníbal, con que incurrió en el odio de muchos. Aníbal, huyendo de Cartago, su patria, se había unido con Antíoco; pero cuando éste, después de la batalla de Frigia, se halló muy contento con haber hecho la paz, tuvo Aníbal que huir de nuevo, andando errante por diferentes países, hasta que por fin se fijó en Bitinia, haciendo la corte a Prusias, sin que ninguno de los Romanos lo ignorase, y antes disimulando todos por su falta de poder y su vejez, mirándole como arrinconado de la fortuna. Enviado Tito de embajador a Prusias de parte del Senado para otros negocios, viendo allí detenido a Aníbal, se incomodó de que todavía viviese, y por más que Prusias le rogó y pidió por un hombre miserable que era su amigo, nada pudo alcanzar. Había un oráculo antiguo, según parece, acerca de la muerte de Aníbal, concebido en estos términos:

De Aníbal los despojos
serán cubiertos de libisa tierra.

pensaba, pues, Aníbal en el África, y en que allí sería su sepulcro, porque allí acabaría sus días; pero hay en Bitinia un sitio elevado a la orilla del mar, y junto a él una aldea no muy grande que se llama Libisa. Hacía la casualidad que allí era donde residía Aníbal, pero como desconfiase siempre de Prusias por su debilidad, y temiese a los Romanos, había abierto desde su casa siete salidas subterráneas, en tal disposición, que partiendo de su cuarto la mina hasta un cierto punto, luego las salidas iban de allí muy lejos sin que se supiese adónde. Habiendo entendido, pues, la solicitud de Tito, se propuso huir por las minas; pero tropezando con los guardias del rey, determinó quitarse la vida. Algunos dicen que rodeándose el manto al cuello, y mandando a un esclavo que apretando con la rodilla en la cintura tirase con fuerza, haciéndolo éste así, le detuvo el aliento y le ahogó; pero otros son de sentir que, imitando a Temístoces y a Midas, bebió sangre de toro. Livio refiere que, llevando consigo un veneno, lo deslió, y que al tomar la taza prorrumpió en estas palabras: «Soseguemos el nimio cuidado de los Romanos, que han tenido por pesado e insufrible el esperar la muerte de un viejo desgraciado». Y a fe que no podrá hacer Tito le sea por nadie envidiada una victoria tan poco digna de serlo, y en la que tanto degeneró de sus mayores, que a Pirro, que les hacía la guerra y los había vencido, le dieron aviso de que iba a ser envenenado.

XXI.— De este modo se dice haber muerto Aníbal; mas dada la noticia al Senado, no pocos se declararon contra Tito, graduándole de excesivamente cuidadoso y cruel en haber hecho morir a Aníbal —que podía mirarse como un ave sin alas y sin plumas a causa de su vejez, a la que de compasión se deja vivir—, cuando nadie le impelía a ello, y por sólo el deseo de gloria para tomar nombre de aquella muerte; lo que todavía causaba más maravilla, contraponiendo la mansedumbre y magnanimidad. de Escipión Africano, el cual, habiendo derrotado a Aníbal cuando todavía pasaba por invicto y por temible, no hizo que lo desterraran, ni lo reclamó de sus ciudadanos, sino que antes de la batalla conferenció con él, dándole la mano, y después de ella entró en tratados, sin haber intentado nada contra él mismo, ni haber insultado a su fortuna. Dícese que otra vez se habían encontrado en Éfeso, y que al principio, estándose paseando, Aníbal tomó el lugar de mayor dignidad, y Escipión lo sufrió y continuó en el paseo con la mayor naturalidad, y que luego, haciéndose conversación de los grandes capitanes, y pronunciando Aníbal que el mayor capitán había sido Alejandro, después Pirro y el tercero él mismo, sonriéndose tranquilamente, Escipión le replicó: «¿Y si yo te venciese?». A lo que Aníbal le había contestado: «Entonces ¡oh Escipión! no me pondré yo el tercero, sino que a ti te declararé el primero entre todos». Ensalzaban muchos estas particularidades de Escipión, y de aquí tomaban motivo para difamar a Tito, como que había dado gran lanzada a hombre muerto. Mas había algunos que alababan lo hecho, mirando a Aníbal, mientras viviese, como un fuego que convenía apagar: porque ni aun cuando estaba en vigor eran su cuerpo o sus manos lo que a los Romanos se hacía temible, sino su talento y su habilidad, juntamente con su odio ingénito y su desafecto, de las cuales cosas nada disminuye la vejez, sino que el carácter queda con las costumbres, y sólo es la fortuna la que no permanece la misma; y aunque decaiga, siempre excita a nuevas empresas con la esperanza a los que son movidos del odio a hacer la guerra. En lo cual los sucesos estuvieron después de parte de Tito: ya en Aristonico, el hijo del guitarrero, que a causa de la gloria de Éumenes llenó el Asia toda de sediciones y de guerras; y ya en Mitridates, que después de Sila y Fimbria y de grandes pérdidas de ejércitos y caudillos, volvió a levantarse terrible por tierra y por mar contra Luculo. Ni podía reputarse a Aníbal más decaído que Gayo Mario, pues a aquel todavía le quedaban un rey por amigo, algunos medios, familia, y el ocuparse en naves, en caballos y en la disciplina de los soldados; cuando haciendo los Romanos burla de la fortuna de Mario, cautivo y mendigo en el África, al cabo de bien poco proscritos y azotados por él tenían que venerarle. Así, nada hay grande ni pequeño en las cosas presentes respecto de lo futuro; sino que uno mismo es el fin de las mudanzas y el de la existencia. Por esto dicen algunos que no ejecutó Tito aquel hecho por sí mismo, y que fue enviado embajador con Lucio Escipión, sin que su embajada tuviese otro objeto que la muerte de Aníbal. Y pues que más adelante no tenemos noticia que hubiese otro suceso relativo a Tito, ni civil ni militar, habiéndole cabido una muerte pacífica y sosegada, tiempo es ya de que pasemos a la comparación.

COMPARACIÓN DE FILOPEMEN Y TITO QUINCIO FLAMINIO

I.— En la grandeza de los beneficios hechos a los Griegos no es posible comparar con Tito a Filopemen, ni a otros muchos todavía más excelentes que Filopemen; porque con ser éstos Griegos, fueron contra Griegos sus guerras; y las de Tito, que no lo era, en favor de los Griegos; y cuando, desconfiando Filopemen de poder defender a sus ciudadanos combatidos, se encaminó a Creta, entonces venciendo Tito en medio de la Grecia a Filipo dio la libertad a todas las naciones y a todas las ciudades. Si alguno se pusiera a hacer el examen de las batallas de uno y otro, a más Griegos dio muerte Filopemen, siendo general de los Aqueos, que a Macedonios Tito auxiliando a los Griegos. En cuanto a los errores, nacieron de ambición los del uno, de obstinación los del otro; para el enojo y la ira el uno era pronto, el otro inexorable: así, Tito a Filipo le conservó la dignidad del reino, y al cabo se compadeció de los Etolos; pero Filopemen privó por enojo a su misma patria de los tributos de sus aldeas. El uno jamás faltaba a quienes había hecho bien; y el otro por enfado estaba siempre pronto a borrar el reconocimiento; porque habiendo sido al principio bienhechor de los Lacedemonios, después les derribó las murallas, les taló los campos, y por fin los mudó y trastornó el gobierno; y aun parece que por enojo y obstinación expuso y perdió la vida, entrándose en la Mesena fuera de tiempo y con menos reflexión de lo que convenía, no siendo como Tito, que en el mando calculaba mucho y consultaba sobre todo a la seguridad.

II.— Por la muchedumbre de guerra y trofeos, la ciencia militar de Filopemen fue mucho más acreditada porque aquel terminó la guerra contra Filipo en dos combates; pero éste, habiendo salido vencedor en mil batallas, ningún asidero dejó a la fortuna para que contendiese con su pericia. Por otra parte, aquel tuvo a su disposición el poder romano cuando estaba en su mayor auge; y éste adquirió gloria con las débiles fuerzas de la Grecia cuando estaban en su declinación: así, los triunfos del uno fueron peculiares e individuales suyos; mientras que los del otro deben decirse propiamente públicos: por cuanto aquel mandaba valientes, y éste los formó con su mando. Además, los combates de Filopemen fueron con Griegos; lo que si fue una mala suerte fue una irrefragable prueba de virtud; porque entre aquellos que en todo lo demás son iguales, el que se aventaja es a la virtud a quien debe el vencimiento: así, peleando con los más aguerridos de los Griegos, los Cretenses y Lacedemonios, de los más astutos triunfó con estratagemas, y de los más fuertes con valor. Fuera de esto, Tito venció con lo que ya existía, empleando las armas y la táctica que encontró, y Filopemen introduciendo un nuevo orden en estas cosas en cambio del que había: de manera que el uno inventó los medios de la victoria, y al otro le sirvieron los que existían. En cuanto a hechos propios y personales de guerra, de Filopemen hubo muchos y muy señalados; de Tito ninguno: así es que uno de los Etolos, Arquedemo, le motejó de que, mientras él corría con la espada desenvainada contra los Macedonios que se le oponían, Tito se estaba parado con las manos levantadas al cielo haciendo plegarias.

III.— Tito, teniendo autoridad, o siendo mandado de embajador, todo lo hizo bien y prósperamente, y Filopemen, siendo particular, no fue menos útil o menos activo para los Aqueos que cuando fue su general; porque siéndolo, arrojó a Nabis de la Mesena, y restituyó a los Mesenios la libertad, y de particular cerró al general Diófanes y a Tito las puertas de Esparta cuando iban contra ella, y salvó a los Lacedemonios. Era tan nacido para ser caudillo, que no sólo imperaba según leyes, sino que sabía mandar a las leyes mismas para hacer lo que convenía: así no necesitaba recibir el mando de los que podían conferirlo, sino que se valía de ellos cuando la ocasión lo exigía, creyendo que más bien era su caudillo el que pensaba en sus ventajas y provecho, que no el que era por ellos elegido. Y si deben ser tenidas por ilustres y generosas la equidad y humanidad de Tito para con los Griegos, más generosas fueron todavía el valor y amor de la independencia manifestados por Filopemen contra los Romanos; porque más fácil es hacer favor a los que lo piden que resistir con tesón a los poderosos.

Examinadas, pues, todas las cosas, ya que no sea muy clara la preferencia, si dijéremos que al Griego debe adjudicarse la corona de la pericia militar, y al Romano la de la justicia y la probidad, parecerá que hemos acertado con lo que los distingue.

PIRRO Y GAYO MARIO

PIRRO

I.— Refiérese que después del diluvio fue Faetón el primero que reinó sobre los Tesprotos y Molosos, siendo uno de los que con Pelasgo vinieron al Epiro; pero otros afirman que Deucalión y Pirra, edificando el templo de Dodona, habitaron allí entre los Molosos. Más adelante, Neoptólemo, el hijo de Aquiles, trasladándose a aquella parte con su pueblo, se apoderó del país, y dejó una sucesión de reyes que de él provienen, llamados los Pírridas, porque de niño se le dio el sobrenombre de Pirro: y a uno de los hijos legítimos que tuvo de Lanasa, la de Cleodeo, que fue hijo de Hilo, le puso también este nombre; desde entonces se tributaron en el Epiro honores divinos a Aquiles, apellidándole Áspeto, con una voz propia de la lengua del país. Los reyes intermedios, después de los primeros, cayeron en la barbarie, y ninguna memoria quedó de su poder y sus hechos hasta Tarripas que se dice haber sido el primero que, civilizando las ciudades con las costumbres y letras griegas, y con leyes benéficas, adquirió cierto renombre. De Tarripas fue hijo Alcetas, de Alcetas Aribas, y de Aribas y Tróade Eácidas. Casó éste con Ftía, hija de Menón el Tésalo, varón que se ganó gran reputación con motivo de la Guerra Lamiaca y tuvo, según refiere Leóstenes, la mayor autoridad entre los aliados. De Ftía tuvo dos hijas, Deidamía y Troya, y un hijo, que fue Pirro.

II.— Subleváronse los Molosos y arrojaron del trono a Eácidas, llamando a él a los hijos de Neoptólemo. Muchos de los amigos de Eácidas perecieron en la insurrección; pero Androclides y Ángelo, ocultando a Pirro, todavía muy niño, a quien con ansia buscaban los enemigos, pudieron evadirse, llevando por fuerza en su compañía a algunos esclavos y a las mujeres que servían a aquel de amas. La fuga, por esta causa, era dificultosa y tardía, y como fuesen alcanzados, entregaron el niño a Androcleón, Hipias y Neandro, jóvenes de confianza y valor, encargándoles que huyeran a toda priesa hasta entrar en Mégara de Macedonia. Ellos, en tanto, ora con ruegos y ora peleando, lograron contener a los que los perseguían hasta bien entrada la tarde, y después que a tanta costa los hubieron rechazado fueron a juntarse con los que llevaban a Pirro. Cuando puesto el Sol se creían en el término de su esperanza, decayeron repentinamente de ella: arribaron al río que pasa por junto a la ciudad, hallándolo amenazador y soberbio, y que de ninguna manera daba paso a los que lo intentaban, por cuanto llevaba gran caudal de aguas, y éstas muy turbias, con motivo de haber llovido mucho; las tinieblas, además, lo hacían más temible. Desconfiaron, pues, de poder ellos solos salvar al niño y a las mujeres que le criaban; mas habiendo sentido que al otro lado había algunas gentes del país, les pedían auxilio para pasar mostrándoles a Pirro, y clamando y suplicando. Los otros nada oían por la rapidez y ruido del río; perdíase el tiempo mientras los unos gritaban y los otros no en tendían, hasta que parándose uno a meditar le ocurrió separar la corteza interior de una encina y escribir en ella con el clavo de una hebilla letras que refiriesen el apuro en que se hallaban y la suerte de aquel niño. Rodéala después a una piedra, para que con ésta se diese impulso al tiro, y así la puso al otro lado: aunque otros dicen que la tiró rodeada al cuento de una lanza. Luego que leyeron lo escrito y se enteraron de la urgencia, cortaron algunos troncos, y, juntándolos entre sí, pasaron a la otra orilla, e hizo la casualidad que el primero que pasó, llamado Aquiles, fue el que tomó el niño; los demás pasaron asimismo a los que se les presentaron.

III.— Habiéndose salvado y evitado la persecución de esta manera, se dirigieron a Iliria a casa del rey Glaucias, y hallándolo en ella sentado con su mujer, pusieron el niño en el suelo en medio de ellos. Empezó el rey a concebir temor de Casandro, que era enemigo de Eácidas, y así estuvo largo rato en silencio consultando entre sí: en esto Pirro, yéndose a él a gatas por impulso propio, le cogió el manto con las manos, y levantándose, arrimado a las rodillas del mismo Glaucias, primero se echó a reír y después puso un semblante triste, como de quien ruega y se halla en aflicción, prorrumpiendo en lloro. Algunos dicen que no se echó a los pies de Glaucias, sino que se arrimó al ara de los Dioses y que se puso en pie asido de ella con las manos, lo que Glaucias había tenido a gran prodigio. Hizo, pues, entrega de Pirro a su mujer, encargándole le criara con sus hijos; y reclamándole de allí a poco los enemigos, no le entregó, aunque Casandro le ofrecía doscientos talentos, sino que cuando ya tuvo doce años le acompañó al Epiro con tropas y le hizo reconocer por rey.

Resplandecía en el semblante de Pirro la dignidad regia, sobresaliendo más, sin embargo, lo temible que lo majestuoso. No tenía el número de dientes que los demás, sino que arriba tenía un solo hueso seguido, en el que, como con líneas delgadas, estaban aquellos designados. Dícese que tenía virtud para curar a los que padecían del bazo, sacrificando un gallo blanco y oprimiendo en tanto suavemente con el pie derecho el bazo del doliente, que debía estar tendido boca arriba; y ninguno era tan pobre ni tan desvalido que no participara de esta gracia si se presentaba a pedirla. Tomaba en premio un gallo después del sacrificio, y lo estimaba en mucho. Dícese asimismo que el dedo grueso del pie tenía igualmente una virtud divina, de manera que, quemado el cuerpo después de su muerte, el dedo se encontró ileso e intacto del fuego. Mas de esto hablaremos después.

IV.— A la edad de diez y siete años, creyéndose bastante asegurado en el reino, se le ofreció un viaje, con motivo de haber de casarse uno de los hijos de Glaucias, con quienes se había criado; y sublevándose otra vez los Molosos, desterraron a sus amigos, se apoderaron de sus bienes y se pusieron en manos de Neoptólemo. Pirro, despojado así del reino y falto absolutamente de todo, se acogió a Demetrio, hijo de Antígono, casado con su hermana Deidamía, la cual, siendo todavía muy joven, estuvo destinada para mujer de Alejandro, hijo de Roxana; pero como éste hubiese caído en infortunio, hallándose ya en edad se casó con ella Demetrio. En la gran batalla de Ipso, en que combatieron todos los reyes del país, tuvo también parte Pirro en auxilio de Demetrio, siendo todavía muy mozo, y habiendo rechazado a los que se le opusieron se distinguió gloriosamente entre los combatientes. Vencido Demetrio, no le abandonó, sino que le mantuvo fieles las ciudades que tenía en Grecia; y como ajustasen tratados con Tolomeo, él mismo se dio en rehenes, partiendo con esta calidad para Egipto. Dióle allí a Tolomeo en la caza y en los ejercicios de la palestra brillantes muestras de robustez y sufrimiento, y observando que Berenice era la que tenía más poder, y la que en virtud y prudencia se aventajaba a las demás mujeres de éste, se dedicó a obsequiarla con particularidad. Sabía con oportunidad, y cuando el caso lo pedía, ceder a la voluntad de los poderosos, así como desdeñaba a los inferiores; y siendo, por otra parte, arreglado y moderado en su conducta, entre muchos jóvenes de los principales fue escogido para casarse con Antígona, una de las hijas de Berenice, tenida de Filipo antes de enlazarse con Tolomeo.

V.— Gozando de mayor reputación todavía después de este matrimonio y viviendo al lado de su mujer Antígona, a quien amaba, negoció que se le enviara al Epiro, con tropas y caudales, a recuperar el reino. Fue su llegada a gusto de muchos, por lo mal visto que estaba Neoptólemo a causa de su injusto y tiránico gobierno; mas con todo, por miedo de que Neoptólemo se ligara con alguno de los otros reyes, ajustó con él paz y amistad, conviniendo en reinar juntos.

Andando el tiempo, había quien ocultamente trataba de indisponerlos, suscitando sospechas de uno a otro; pero la causa que más principalmente movió a Pirro se dice haber dimanado de lo siguiente. Tenían por costumbre los reyes, sacrificando a Zeus marcial en Pasarón, que era un territorio de la Molótide, prometer a los Epirotas, bajo juramento, que reinarían según las leyes, y éstos, a su vez, que, según esas mismas, guardarían el reino. Concurrieron al acto los dos reyes, asistido cada uno de sus amigos, dando y recibiendo recíprocamente muchos presentes. Gelón, pues, uno de los partidarios más celosos de Neoptólemo, saludando a Pirro con la mayor fineza le hizo el regalo de dos yuntas de bueyes de labor. Mírtilo, uno de los coperos de Pirro, que se hallaba presente, los pidió a éste, que no vino en dárselos a él, sino a otro; y habiéndolo sentido vivamente, no se le ocultó a Gelón esta circunstancia. Convidóle a comer, y aun, según algunos refieren, siendo un joven de buena figura, abusó de él entre los brindis, y moviéndole conversación del suceso, le exhortó a que abrazase el partido de Neoptólemo y quitase la vida a Pirro con un veneno. Mírtilo afectó prestarse a la tentación, aplaudiendo y mostrándose persuadido; pero dio de ello parte a Pirro, y de orden de éste presentó al jefe de los coperos, Alexícrates, ante el mismo Gelón, como que había de auxiliarles en el hecho; y es que Pirro quería que fuesen muchos los que pudieran servir al convencimiento de aquella maldad. Engañado Gelón de esta manera, fue todavía más engañado Neoptólemo; el cual, dando por supuesto que la asechanza iba adelante, no pudo contenerse con el placer, y lo divulgó entre los amigos. Además, comiendo una vez en casa de su hermana Cadmea, se le fue sobra, ello la lengua, creyendo que nadie lo escuchaba, porque ninguno otro estaba cerca sino Fenáreta, mujer de Samón, mayoral de los rebaños y vacadas de Neoptólemo; y ésta, que se hallaba echada en la cama, detrás de un tabique intermedio, les pareció que dormía. Enterase de todo, sin que pudieran conocerlo, y a la mañana se fue a dar con Antígona, mujer de Pirro, a quien refirió todo lo que Neoptólemo había dicho a la hermana. Sabedor de ello Pirro, por entonces nada hizo; pero en un sacrificio, habiendo convidado al banquete a Neoptólemo, le quitó la vida; asegurado ya de que los principales de los Epirotas estaban de su parte, y aun le excitaban a que se deshiciese de Neoptólemo y no se contentara con tener una pequeña parte del reino, sino que hiciera uso de su índole, emprendiendo cosas grandes, y que, pues había ya aquella sospecha, se adelantara a Neoptólemo, quitándolo de en medio.

VI.— Teniendo siempre en memoria a Berenice y Tolomeo, a un niño que tuvo de Antígona le impuso este nombre, y habiendo edificado una ciudad en la península del Epiro, la llamó Berenícida.

Después de esto, trayendo y revolviendo en su ánimo muchas y grandes ideas, y aun teniendo concebidas de antemano esperanzas sobre los pueblos inmediatos, encontró, para ingerirse en los negocios de Macedonia, el pretexto de haber Antípatro, hijo mayor de Casandro, dado muerte a su madre Tesalonica y hecho huir a su hermano Alejandro, el cual envió a suplicar a Demetrio que le socorriese, llamando también en su auxilio a Pirro. Deteníase Demetrio por otras atenciones, y presentándose Pirro le pidió por premio de su alianza la Estinfea y la parte litoral de la Macedonia y de los pueblos agregados a Ambracia, Acarnania y Anfiloquia. Cedióselo todo aquel joven, y él lo ocupó, poniendo guarniciones y adquiriendo para Alejandro todo lo demás de que pudo desposeer a Antípatro.

VII.— El rey Lisímaco, aunque no le faltaba en qué entender, deseaba ardientemente venir en auxilio de éste, y estando cierto de que Pirro en nada desagradaría ni negaría nada a Tolomeo, le remitió una carta supuesta, a nombre de éste, en que le prevenía se retirase de la expedición por trescientos talentos que recibiría de Antípatro. Abrió Pirro la carta, y al punto conoció el engaño, porque la cortesía no era la acostumbrada: el padre al hijo, salud; sino el rey Tolomeo al rey Pirro, salud. No dejó, pues, de reconvenir a Lisímaco; sin embargo, convino en la paz, y se habían reunido, como si sacrificando víctimas fueran a confirmar los tratados con juramento. Habíanse traído un macho de cabrío, un toro y un carnero, y como éste se muriese por sí, a todos los demás les causó risa aquel suceso; pero el agorero Teodoro prohibió a Pirro que jurase, diciendo que aquel prodigio anunciaba la muerte de uno de los tres reyes; así, Pirro se apartó de la paz por esta causa. Cuando ya los negocios de Alejandro tomaban consistencia, acudió Demetrio, y como se presentaba a asistir al que no lo había menester, desde luego dio que recelar: pero a bien pocos días de haberse reunido, por mutua desconfianza se armaron asechanzas uno a otro. Espió la oportunidad Demetrio y, adelantándose al joven, le quitó la vida, declarándose rey de Macedonia. Tenía ya antes de aquella época quejas contra Pirro, y había hecho incursiones en la Tesalia, a lo que se agregaba la natural enfermedad de los poderosos, que es la ambición desmedida, por la cual había venido a ser entre ellos la vecindad muy recelosa y desconfiada, especialmente después de la muerte de Deidamía; mas cuando ya ambos poseyeron la Macedonia y vinieron a coincidir en un mismo punto de codicia, teniendo la discordia, más visibles causas, acometió Demetrio a los Etolos; los venció, y dejando allí a Pantauco, con bastantes fuerzas, marchó él mismo contra Pirro, y Pirro contra él apenas lo llegó a entender. Hubo equivocación en el camino y se desviaron el uno del otro; Demetrio, penetrando en el Epiro, lo asoló, y Pirro, por su parte, cayendo sobre Pantauco, se dispuso a presentarle batalla. Trabada ésta, era terrible el combate entre los soldados, y mucho más entre los jefes; porque Pantauco, que en valor, en firmeza de brazo y en robustez de cuerpo era sin disputa el primero entre los caudillos de Demetrio, sobrándole además el arrojo y altivez, provocaba a Pirro a singular combate, y éste, que en fortaleza y reputación no cedía a ninguno de los reyes, y aspiraba a acreditar que la gloria de Aquiles no tanto le era propia por linaje como por virtud, corría por medio de los enemigos en busca de Pantauco. Combatiéronse primero con las lanzas; pero viniendo después a las manos, hicieron uso, con maña y con fuerza, de las espadas, y recibiendo Pirro una herida, y dando dos, una en un muslo y otra en el cuello, rechazó y derribó a Pantauco, aunque no le acabó de matar, porque sus amigos le retiraron. Alentados los Epirotas con la victoria de su rey, y admirados de su valor, rompieron y desbarataron la falange de los Macedonios; siguiéronles el alcance en la fuga y dieron muerte a muchos tomando vivos a cinco mil.

VIII.— Este combate no produjo en los Macedonios tanto odio y encono contra Pirro por lo que en él sufrieron, como gloria y admiración de su virtud, dando ocasión de hablar de ella a los que vieron sus hazañas y a los que le trataron después de la batalla. Porque les parecía que su aspecto, su prontitud y sus movimientos eran los mismos que los de Alejandro, que veían en éste sombras e imitaciones de aquel ímpetu y aquella violencia en los combates, y que si los demás reyes remedaban a Alejandro en la púrpura, en las guardias, en llevar torcido el cuello y en hablar alto, sólo Pirro lo representaba en las armas y en el esfuerzo. De su pericia y habilidad en la táctica y en la estrategia pueden verse pruebas en los comentarios que sobre estos objetos nos dejó escritos. Dícese, además, que preguntado Antígono quién era el mejor capitán, había respondido: «Pirro, en siendo más viejo»; bien que no habló sino de los de su edad. Pero Aníbal, hablando en general de todos los capitanes, en pericia y destreza puso el primero a Pirro, el segundo a Escipión y el tercero a sí mismo, como dijimos en la Vida de Escipión. Finalmente, Pirro en esto fue en lo que se ocupó siempre, y a esto dedicó su atención como a la doctrina más propia de los reyes, no dando ningún precio a las demás artes y habilidades. Así, se refiere que preguntado en un festín cuál era mejor flautista, si Pitón o Cefisias, contestó: «Polispercón es el mejor capitán»; como si esto sólo fuera lo que le estaba bien inquirir y saber a un rey. Era, sin embargo, para los que le trataban, afable y nada fácil a irritarse, así como activo y vehemente para la gratitud y reconocimiento. De aquí es que habiendo muerto Eropo, se mostró muy pesaroso, diciendo que éste había sucumbido a la mortalidad; pero él quedaba con el disgusto y se reprendía a sí mismo de que pensándolo y difiriéndolo siempre no había pagado sus servicios; porque los réditos pueden pagarse a los herederos de los que dieron prestado; pero el retorno de los favores, si no se hace a los que pueden sentirlo y apreciarlo, se torna en aflicción de hombre recto y justo. Proponíanle en Ambracia algunos que desterrase a un hombre desvergonzado y maldiciente contra él; pero les respondió: «Nada de eso; mejor es que se quede aquí, porque vale más que me difame entre nosotros que somos pocos, que no que yendo por ese mundo me desacredite con todos los hombres». Reprendiendo a unos jóvenes que en un festín le habían insultado, les preguntó si era cierto que habían proferido aquellas injurias, y como uno de ellos respondiese: «esas mismas ¡oh rey!, y aun habríamos proferido más si hubiéramos tenido más vino», echándose a reír, los dejó ir libres.

IX.— Casóse, por miras de adelantar sus negocios y su poder, con muchas mujeres después de la muerte de Antígona: con la hija de Autoleonte, rey de la Peonia; con Bircena, hija de Bardiles, rey de los llirios, y con Lanasa, hija de Agátocles, rey de Siracusa, que le llevó en dote la ciudad de Corcira, tomada por Agátocles. De Antígona tuvo en hijo a Tolomeo; de Lanasa, a Alejandro, y a Héleno, el más joven entre los hermanos, de Bircena. A todos los formó excelentes en las armas y sumamente fogosos, excitados a esto por él apenas nacidos. Así, se dice que, preguntado por uno de ellos, todavía muchacho, que a quién dejaría el reino, le respondió: «a aquel de vosotros que tenga más afilada la espada»; lo que en nada se diferencia de aquella maldición trágica dirigida a unos hermanos:

Partáis la hacienda con el hierro agudo;

¡tan antisociales y feroces son los designios de la ambición!

X.— Restituido Pirro a su reino, celebró la anterior batalla con grande regocijo, volviendo lleno de gloria y de engreimiento, y como los Epirotas le dieran el nombre de águila, «por vosotros —les dijo— soy águila; ¿y cómo no lo seré, elevado en alto como con alas por vuestras armas?». De allí a poco tiempo, sabiendo que Demetrio se hallaba peligrosamente enfermo, invadió repentinamente la Macedonia como para hacer correrías y talar el país, y estuvo en poco el que se apoderase de todo y ocupase sin contradicción el reino, llegando hasta Edesa sin que nadie le resistiese, y antes reuniéndosele muchos y peleando a sus órdenes. Dio el peligro a Demetrio un aliento superior a sus fuerzas, y congregando sus amigos y generales gran copia de gente en poco tiempo, se fueron resuelta y denodadamente contra Pirro. Este, que había venido para recoger botín, más que para otra cosa, no los aguardó, sino que se puso en retirada, en la que perdió parte de sus tropas, persiguiéndole los Macedonios. Y aunque no por haberle tan fácil y prontamente arrojado de su país se descuidó ya Demetrio, con todo, teniendo resuelto emprender grandes cosas y recuperar el imperio paterno con cien mil hombres y quinientas naves, no creyó conveniente enredarse con Pirro, ni dejar a los Macedonios un vecino activo y peligroso, por lo que, no pudiendo detenerse a hacerle la guerra, determinó ajustar paz con él para marchar contra los otros reyes.

Hechos los tratados y descubierta la idea de Demetrio por los mismos preparativos, temerosos los reyes, enviaron embajadores y cartas a Pirro, diciéndole extrañaban mucho que, abandonando la oportunidad que tenía en la mano, esperase la de Demetrio para hacerle la guerra, y que pudiendo arrojarle de la Macedonia, mientras causaba sustos y los recibía, aguardara a tener que contender con él, desembarazado ya y con mayor poder, en defensa de los templos y sepulcros de los Molosos; y esto cuando poco antes le había arrebatado a Corcira, juntamente con la mujer: porque Lanasa, disgustada con Pirro porque mostraba más aficción a las mujeres bárbaras, se había retirado a Corcira, y aspirando a otro matrimonio regio había llamado a Demetrio, sabedora de que era más inclinado que los otros reyes a enlazarse con muchas mujeres, y él, acudiendo al llamamiento, se había enlazado con Lanasa y había dejado guarnición en la ciudad.

XI.— Al mismo tiempo que los reyes escribían así a Pirro, trataban por sí de molestar a Demetrio, ocupado todavía en sus preparativos: para ello, Tolomeo, embarcándose con grandes fuerzas, hizo que se le rebelaran las ciudades griegas, y Lisímaco, entrando por la Tracia, talaba la Macedonia superior. Con esto, puesto también Pirro en movimiento, marchó contra Berea con esperanza, como sucedió, de que Demetrio, yendo a oponerse a Lisímaco, dejaría desamparada la región inferior. Parecióle aquella noche que había sido llamado entre sueños por Alejandro el Grande, y que, habiendo acudido, le había visto enfermo en cama; pero le había hablado con amor y aprecio, prometiendo auxiliarle eficazmente y que habiéndose atrevido a preguntarle: «¿Y cómo ¡oh rey! podrás auxiliarme estando enfermo?», le había contestado: «con mi nombre», y cabalgando sobre el caballo Niseo había marchado delante de él. Alentóse mucho con esta visión, y sin perder momento ni detenerse en el camino tomó a Berea, y acuartelando allí la mayor parte del ejército sujetó lo restante de la región por medio de sus generales. Demetrio, luego que tuvo de ello noticia y observó que en el campamento de los Macedonios se movía una sedición de mal carácter, temió ir más adelante, no fuese que éstos, teniendo cerca a un rey, que era macedonio y gozaba de reputación, se pasasen a él; por lo cual, mudando de dirección, marchó contra Pirro, que era forastero, y a quien aborrecían los Macedonios. Mas después que se acampó allí cerca, pasando a los reales muchos de Berea, celebraban a Pirro como varón invencible y muy aventajado en las armas, y como muy benigno y humano para con los cautivos. Había también algunos, enviados insidiosamente por Pirro, que, fingiéndose Macedonios, esparcían voces de que aquel era el tiempo de abandonar a Demetrio, hombre intratable, y pasarse a Pirro, que era popular y muy amante del soldado. Alborotóse con esto la mayor parte del ejército y hacían diligencias por ver a Pirro. Justamente cuando esto sucedió tenía quitado el casco; pero dando en lo que aquello era, se lo puso y fue conocido en el penacho sobresaliente y en la cimera, que eran unas astas de macho cabrío, con lo que hubo Macedonios que corrieron a él pidiéndole la contraseña, y algunos se coronaron con ramas de encina porque así habían visto coronados a los que se hallaban con Pirro; y aun hubo quienes se atrevieron a proponer al mismo Demetrio que lo mejor que podría hacer sería ceder y abandonar el puesto. Advirtiendo que con esta proposición conformaba el movimiento del ejército, entró en temor y se marchó ocultamente, disfrazándose con un vil sombrero y una mala capa. Entonces Pirro, dirigiéndose al campamento, lo tomó sin oposición, y fue aclamado rey de los Macedonios.

XII.— Presentósele en esto Lisímaco, y como le expusiese que había sido obra de ambos la ruina de Demetrio y manifestase deseos de que dividiesen el reino, Pirro que no tenía todavía gran confianza en la lealtad delos Macedonios, sino que más bien estaba receloso de ellos, admitió la proposición de Lisímaco, y se repartieron entre sí todo el territorio y las ciudades.

Llenó esto en aquellos momentos los deseos, y puso término entre ellos a la guerra; pero al cabo de bien poco conocieron que lo que habían creído fin de la enemistad no era sino principio de quejas y de discordia; porque aquellos a cuya ambición ni el mar ni los montes ni los desiertos son suficiente término, y a cuya codicia no ponen coto los límites que separan la Europa del Asia, no puede concebirse cómo estarán en quietud rozándose y tocándose continuamente, sino que es preciso que se hagan siempre la guerra, siéndoles ingénito el armarse asechanzas y tenerse envidia. Así es que de estos dos nombres, guerra y paz, hacen uso como de la moneda, para lo que les es útil, no para lo justo, y debe considerarse que son mejores cuando abierta y francamente hacen la guerra que no cuando al abstenerse y hacer pausas en la violencia le dan los nombres de justicia y amistad. Vióse esto bien claro en Pirro, quien, para oponerse de nuevo al aumento de Demetrio y reprimir su poder, que como de una grave enfermedad iba convaleciendo, dio auxilio a los Griegos, pasando para ello a Atenas. Subió, pues, al alcázar, hizo sacrificio a la Diosa, y bajando en el mismo día les dijo estar muy satisfecho del amor y benevolencia del pueblo; pero que si tenían juicio no volverían nunca a permitir a ningún rey el entrar en la ciudad, ni le abrirían las puertas. Asentó luego paces con Demetrio y como de allí a poco tiempo pasase éste al Asia, incitado de nuevo por Lisímaco, le sublevó la Tesalia e hizo la guerra a las guarniciones griegas, ya porque le iba mejor con los Macedonios cuando los tenía ejercitados en la milicia que cuando estaban ociosos, y ya, sobre todo, porque no era su genio de estarse nunca quieto. Por último, vencido Demetrio en la Siria, como Lisímaco quedase libre de miedo y de otras atenciones, al punto marchó contra Pirro. Hallábase éste acuartelado en Edesa, y echándose sobre las provisiones que le llevaban, con interceptárselas le puso ya en grande apuro; después, por escrito y de palabra, empezó a sobornarle a los principales de los Macedonios, echándoles en cara que hubiesen escogido por señor a un extranjero, descendiente de los que siempre habían servido a los Macedonios, y arrojaran de esta región a los amigos y deudos de Alejandro. Como fuesen ya muchos los seducidos, entró en temor Pirro, y se retiró con las tropas del Epiro y de los aliados, perdiendo la Macedonia del mismo modo que la había adquirido. No tienen, pues, los reyes que quejarse de los pueblos si se mudan y buscan su conveniencia, porque en esto no hacen más que imitarlos, siendo ellos mismos sus maestros de deslealtad y traición y quienes les enseñan que el que más gana es el que menos consideración tiene a la justicia.

XIII.— Retirado entonces Pirro al Epiro, y abandonando ya la Macedonia, ofrecíale la fortuna el poder de gozar de lo presente sin inquietudes y vivir en paz gobernando su propio reino; pero para él no causar daño a otros ni recibirlo de ellos a su vez era un tormento, y en cuanto al reposo le sucedía como a Aquiles,

Que en él su corazón se consumía
allí encerrado; y todo su deseo
eran las huestes y la cruda guerra,

Aspirando, pues, a ella, tuvo para entrar en nuevas empresas la ocasión siguiente: hacían los Romanos la guerra a los Tarentinos, y éstos, no pudiendo ni hacer frente a ella ni ponerle término, por el acaloramiento y malignidad de sus demagogos, acordaron nombrar por su general y hacer tomar parte en esta guerra a Pirro, el menos distraído entonces entre los reyes y el más aguerrido de todos los capitanes. De los ancianos y los hombres de juicio algunos se opusieron a esta resolución; pero tuvieron que ceder a la gritería y alboroto de la muchedumbre; otros, en vista de esto, desertaron de las juntas. Había un hombre moderado llamado Metón, y éste, llegado el día en que había de confirmarse el decreto, cuando ya el pueblo estaba congregado, tomando una corona marchita y un farol, como si estuviese beodo, se dirigió, acompañado de una tañedora de flauta, a la junta del pueblo. Allí, como sucede en tales juntas populares, no habiendo orden alguno, los unos, al verle, empezaron a dar gritos, los otros se reían y nadie le oponía estorbo, y antes bien algunos decían que la mujer tocase, y que él, pasando adelante, cantase lo que parecía iba a ejecutar; impuesto, pues, silencio: «Tarentinos —les dijo—, hacéis muy bien en divertiros y en regalaros mientras os es permitido, sin poner obstáculos a quien de ello guste; por tanto, si tenéis juicio, gozaréis ahora de vuestra libertad, como que otros negocios, otra vida y otro régimen os esperan luego que Pirro llegue a la ciudad». Logró con estas cosas persuadir a la mayor parte de los Tarentinos, y por toda la junta corrió el murmullo de que decía muy bien; pero los que temían a los Romanos y el ser entregados a ellos si se hacía la paz afrentaban al pueblo, porque se dejaba burlar y escarnecer tan vergonzosamente, con lo que hicieron salir de allí a Metón. Confirmado de esta manera el decreto, enviaron embajadores al Epiro, que llevaron presentes a Pirro, no sólo de su parte, sino de los demás de Italia, y manifestaron que lo que necesitaban era un general experto y acreditado. Tenían, además, grandes fuerzas del país de los Lucanos, Mesapios, Samnitas y Tarentinos, hasta veinte mil caballos, y de infantes en todo trescientos mil y cincuenta mil hombres; cosas que no sólo inflamaron a Pirro, sino que a los mismos Epirotas les inspiraron deseos y empeño por ser de la expedición.

XIV.— Vivía en aquella época un tésalo llamado Cineas, hombre de bastante prudencia y juicio, que había sido discípulo de Demóstenes el orador, y que sólo entre los oradores de su tiempo representaba como en imagen a los que le oían la fuerza y vehemencia de éste. Estaba en compañía de Pirro, y enviado por él a las ciudades, confirmaba el dicho de Eurípides de que

Todo lo vence la elocuencia
e iguala en fuerza al enemigo acero.

Así solía decir Pirro que más ciudades había adquirido por los discursos de Cineas que por sus armas, y siempre le honraba y se valía de él con preferencia entre los demás. Cineas, pues, como viese a Pirro acalorado con la idea de marchar a la Italia, en ocasión de hallarle desocupado, le movió esta conversación: «Dícese ¡oh Pirro! que los Romanos son guerreros e imperan a muchas naciones belicosas; por tanto, si Dios nos concediese sujetarlos, ¿qué fruto sacaríamos de esta victoria?». Y que Pirro le respondió: «Preguntas ¡oh Cineas! una cosa bien manifiesta, porque, vencidos los Romanos, ya no nos quedaba allí ciudad ninguna, ni bárbara ni griega, que pueda oponérsenos, sino que inmediatamente seremos dueños de toda Italia, cuya extensión, fuerza y poder menos pueden ocultársete a ti que a ningún otro». Detúvose un poco Cineas y luego continuó: «Bien, y, tomada la Italia ¡oh rey!, ¿qué haremos?». Y Pirro, que todavía no echaba de ver adónde iba a parar, «Allí cércale dijo —nos alarga las manos la Sicilia, isla rica, muy poblada y fácil de tomar, porque todo en ella es sedición, anarquía de las ciudades e imprudencia de los demagogos desde que faltó Agátocles». «Tiene bastante probabilidad lo que propones, contestó Cineas—; ¿pero será ya el término de nuestra expedición tomar la Sicilia?». «Dios nos dé vencer y triunfar dijo Pirro—, que tendremos mucho adelantado para mayores empresas; porque ¿quién podría no pensar después en el África y en Cartago, que no ofrecería dificultad, pues que Agátocles, siendo un fugitivo de Siracusa y habiéndose dirigido a ella ocultamente con muy pocas naves, estuvo casi en nada el que la tomase? Y dueños de todo lo referido, ¿podría haber alguna duda en que nadie opondrá resistencia, de los enemigos que ahora nos insultan?». «Ninguna —replicó Cineas—; sino que es muy claro que con facilidad se recobrará la Macedonia y se dará la ley a Grecia con semejantes fuerzas; pero después que todo nos esté, sujeto, ¿qué haremos?». Entonces Pirro, echándose a reír, «Descansaremos largamente —le dijo—, y pasando, la vida en continuos festines y en mutuos coloquios, nos holgaremos». Después que Cineas trajo a Pirro a este punto de la conversación, «¿Pues quién nos estorba —le dijo—, si queremos, el que desde ahora gocemos de esos festines y coloquios, supuesto que tenemos sin afán esas mismas cosas a que habremos de llegar entre sangre y entre muchos y grandes trabajos y peligros, haciendo y padeciendo innumerables males?». Pero Cineas con este discurso más bien mortificó que corrigió a Pirro, pues aunque entró en cuenta del gran sosiego que gozaba, no fue dueño de renunciar a la esperanza de los proyectos y empresas a que estaba decidido.

XV.— Empezó, pues, por enviar en auxilio de los Tarentinos a Cineas, que llevó consigo tres mil soldados; después, traídos de Tarento muchos transportes para caballos, naves armadas y toda especie de buques, embarcó veinte elefantes, tres mil caballos, veinte mil infantes, dos mil arqueros y quinientos honderos. Cuando todo estuvo a punto se hizo a la vela, y hallándose ya en medio del Mar Jonio, fue arrebatada violentamente la escuadra por un recio bóreas que a deshora se levantó, y lo que es él mismo pudo, aunque no sin dificultad y trabajo, ser llevado a la orilla y arrimado a tierra por la industria y cuidado de los pilotos y marineros; pero la escuadra se separó y dispersó; unas naves desviadas de la Italia corrieron por los Mares Líbico y Siciliano, y a otras que no pudieron doblar el promontorio Yapigio las sorprendió la noche, y arrojándolas la marejada a playas inaccesibles y desconocidas, las destruyó todas a excepción de la del rey. Esta, mientras fue sólo combatida de costado por el oleaje, pudo sostenerse y resistir por su porte y firmeza a los embates del mar; pero cuando ya empezó a soplar y rodearla el viento de tierra, dándole por la proa, corrió gran riesgo de abrirse y despedazarse: así, el más terrible de los males que se tenían presentes era el entregarse de nuevo a un mar irritado y a un viento que por puntos variaba, y con todo, levando áncoras Pirro, se lanzó mar adentro, siendo grande la porfía y empeño de sus amigos y sus guardias en estar a su lado. Mas la noche y las olas, con fuerte bramido y violento torbellino, estorbaban que pudieran socorrerse: de manera que con dificultad al día siguiente, aplacado ya el viento, pudo saltar en tierra, quebrantado y sin poderse valer de su cuerpo: pero contrastando por la energía y fuerza de su alma con tamaño contratiempo. Entonces los Mesapios, a cuya tierra aportó, se apresuraron con la mejor voluntad a darle los auxilios que podían, procurando recoger las pocas naves que se habían salvado, en las que existían sólo unos cuantos hombres de los de a caballo, menos de dos mil de infantería y dos elefantes.

XVI.— Recogido este poco, marchó Pirro a Tarento, y yendo a encontrarle Cineas, luego que supo su llegada, con los soldados que a su venida trajo entró así en la ciudad, en la que nada hizo por fuerza ni contra la voluntad de los Tarentinos, hasta que se salvaron del mar las otras naves y llegó la mayor parte de las restantes tropas. Entonces, como viese que la muchedumbre ni estaba en disposición de salvarse ni de salvar a otros sin una gran violencia, coligiéndose ser su ánimo que el mismo Pirro se pusiese delante, mientras ellos permanecían quietos en casa entretenidos en sus baños y convites, cerró los gimnasios y los paseos, que era donde hablaban de negocios y donde hacían la guerra de palabra, apartándolos además de los banquetes y regocijos intempestivos. Llamábalos a las armas, siendo duro e inflexible en los alistamientos de los que habían de servir, tanto, que muchos se salieron de la ciudad, no sabiendo sufrir el ser mandados y llamando esclavitud al no vivir a placer.

Cuando se le anunció que el cónsul de los Romanos, Levino, movía contra él con grandes fuerzas, talando al paso la Lucania, todavía los aliados no habían parecido, con todo, creyendo envilecerse con la detención y con desentenderse de que tenía tan cerca los enemigos, salió con sus tropas, aunque enviando un mensajero a los Romanos proponiéndoles que, si gustaban, podrían, antes de disputar con las armas, obtener resarcimiento de perjuicios de los Italianos, siendo él el juez y mediador. Respondióle Levino que ni los Romanos le nombraban por árbitro ni le temían como enemigo, y adelantándose todavía más puso su campo en el terreno que mediaba entre las ciudades de Pandosia y Heraclea. Noticioso de que los Romanos se habían acercado más y que tenían su campo al otro lado del río Siris, dirigiéndose a caballo hacia éste, precisamente para observar, como viese su disposición, sus guardias, el orden del campamento y todo el arreglo del ejército, quedándose sorprendido, dirigió la palabra a aquel de sus amigos que tenía más próximo, diciéndole: «Este campo de bárbaros ¡oh Megacles! no es bárbaro: veremos los hechos»; y pensando ya en lo que podría suceder, determinó aguardar a los aliados. Por si los Romanos trataban de adelantarse y pasar, colocó junto al río una guardia que los detuviese; mas éstos, por lo mismo que él determinó esperar, quisieron adelantarse e intentaron el paso, la infantería por un vado y los de caballería haciendo el tránsito por diferentes puntos; de modo que los Griegos tuvieron que retirarse. Pirro, sobresaltado con la noticia, dio orden a los jefes de la infantería para que al punto la formasen y se mantuviesen sobre las armas, y él mismo se adelantó con los de a caballo, que eran unos tres mil, esperando sorprender en el paso a los Romanos dispersos y desordenados. Cuando vio muchos escudos sobre el río y a la caballería que avanzaba en orden, se rehizo y acometió él primero, haciéndose notar por la brillantez y sobresaliente ornato de las armas y mostrando en sus hechos un valor que no desdecía de su fama; el que se echó más de ver en que, no obstante aventurar su cuerpo en el combate y defenderse vigorosamente de los que le acometían, no le faltó la presencia de ánimo ni dejó de estar en todo, sino que, como si se conservara sereno fuera de acción, así dirigía la guerra, recorriéndolo todo y dando socorro a los que parecía que aflojaban. En esto, un macedonio llamado Leonato, observando que un Italiano se dirigía contra Pirro, enderezando a él el caballo y siguiendo siempre sus pasos y movimientos: «¿Ves —le dijo— ¡oh rey! aquel bárbaro que viene en un caballo negro con pezuñas blancas? Pues paréceme a mí que trae algún grande y dañoso designio, porque puso en ti la vista y contra ti se dirige lleno de arrojo y de cólera, sin hacer cuenta de los demás; así, guárdate de él». Al que contestó Pirro: «Es imposible —¡oh Leonato! que el hombre evite su hado; pero yo te aseguro que ni éste ni ningún otro Italiano se podrá alegrar de habérselas conmigo». Cuando estaban en este razonamiento, echando el Italiano mano a la lanza y revolviendo el caballo, acometió a Pirro, y a un mismo tiempo hiere él con la lanza el caballo del rey, y acudiendo Leonato le hiere el suyo; cayeron muertos ambos caballos, y sacando libre sus amigos a Pirro dieron muerte al Italiano, aunque no dejó de defenderse. Era de origen ferentano, jefe de escuadrón, y se llamaba Oplaco.

XVII.— Con esto aprendió Pirro a guardarse con más cuidado, y viendo que cedía la caballería, mandó venir la hueste y la puso en orden, y dando entonces su manto y sus armas a Megacles, uno de sus amigos, disfrazándose en cierta manera con las de éste, acometió a los Romanos. Recibieron éstos el choque y acometieron también, habiéndose mantenido la batalla indecisa por mucho tiempo, pues se dice que alternativamente se retiraron y se persiguieron hasta siete veces; y el cambio de las armas, que sirvió oportunamente para salvarse el rey, estuvo en muy poco que no echase a perder sus ventajas y le arrebatase la victoria. Porque cargando muchos sobre Megacles, el principal que le derribó y acabó con él, llamado Dexio, quitándole el casco y el manto, corrió hacia Levino mostrando aquellas prendas y gritando que había, muerto a Pirro. Causóse, pues, en ambos ejércitos, con este motivo, en el de los Romanos regocijo, con grande algazara, y en el de los Griegos desaliento, y asombro, hasta que enterado Pirro de lo que pasaba, corrió las filas con la cara descubierta, alargando la mano a los que peleaban y dándose a conocer con la voz. Finalmente, acosando, sobre todo, a los Romanos los elefantes, porque los caballos, antes de acercarse a ellos, no podían tolerar su aspecto y derribaban a los jinetes, hizo Pirro avanzar a la caballería tésala, y acabó de derrotarlos con gran mortandad. Dionisio refiere que de los Romanos murieron muy pocos, menos de quince mil hombres, y Jerónimo que sólo siete mil; y del ejército de Pirro, Dionisio que trece mil, y Jerónimo que no llegaron a cuatro mil. Eran éstos que allí perdió los más aventajados entre sus amigos y caudillos y de quienes Pirro hacía más cuenta y se fiaba más. Tomó también el campamento de los Romanos, habiéndolo éstos abandonado, atrajo a muchas de las ciudades que le eran aliadas, taló gran parte del territorio y se adelantó hasta no distar de Roma más que trescientos estadios. Reuniéronsele después de la batalla muchos de los Lucanos y Samnitas, y aunque los reprendió por su tardanza se echó bien de ver que estaba contento y ufano de que con solo el auxilio de los Tarentinos venció un poderoso ejército de los Romanos.

XVIII.— No destituyeron los Romanos a Levino del mando, sin embargo de que es fama haber dicho Gayo Fabricio que no habían sido los Epirotas los que habían vencido a los Romanos, sino Pirro a Levino, dando a entender que el vencido no había sido el ejército, sino el general. Completaron pues, las legiones y alistaron con prontitud nuevos soldados, y hablando de la guerra con fiada y decididamente, dejaron a Pirro sorprendido. De terminó por tanto, enviar quien tantease si se hallaban con disposiciones de paz: haciendo la cuenta de que el tomar a Roma y enseñorearse de ella del todo no era negocio hacedero, y menos para la fuerza con que se hallaba, y que la paz y los tratados, después de la victoria, contribuían en gran manera para su opinión y fama. Fue el embajador Cineas quien procuró acercarse a los más principales, llevando regalos de parte del rey para todos ellos y para sus mujeres. Mas nadie los recibió, sino que todos y todas respondieron que, hechos los tratados con la autoridad pública, de los bienes de cada uno podría disponer el rey a su voluntad, dándose en ello por servidos. Con el Senado usó Cineas de un lenguaje muy conciliador y humano, y, sin embargo, no se mostraron contentos ni dieron señales de admitir las pro posiciones, por más que les dijo que Pirro devolvería sin rescate los que habían sido hechos cautivos en la guerra y les ayudaría a sujetar la Italia, sin pedir por todo esto otra cosa que paz y amistad para sí y seguridad para los Tarentinos. Había manifiestos indicios de que los más cedían y se inclinaban a la paz por haber sufrido ya una gran derrota y temer otra de fuerzas mucho mayores, después de incorporados con Pirro los Italianos. A esto Apio Claudio, varón muy distinguido, pero que por la vejez y la privación de la vista se había retirado del gobierno, como corriese la voz de las proposiciones hechas por el rey y prevaleciese la opinión de que el Senado iba a admitir la paz, no pudo sufrirlo en paciencia, sino que mandando a sus esclavos que tomándole en brazos le pusiesen en la litera, de este modo se hizo llevar al Senado, pasando por la plaza. Cuando estuvo a la puerta, recibiéronle y cercáronle sus hijos y sus yernos y le entraron adentro, quedando el Senado en silencio por veneración y respeto a persona de tanta autoridad.

XIX.— Habiendo ocupado su lugar, «Antes —dijo— me era molesto ¡Oh Romanos! el infortunio de haber perdido la vista; pero ahora me es sensible, como soy ciego, no ser también sordo, para no oír vuestros vergonzosos decretos y resoluciones, con que echáis por tierra la gloria de Roma. Porque ¿dónde está ahora aquella expresión vuestra, celebrada siempre en la mazmorra de todos los hombres, de que si hubiera venido a Italia el mismo Alejandro el Grande, y hubiera entrado en lid con vosotros, todavía jóvenes, o con vuestros padres, que estaban en lo fuerte de la edad, no se le apellidaría ahora invicto, sino que con la fuga o con la muerte habría dado a Roma mayor fama? Estáis dando pruebas de que aquello no fue más que una vana jactancia y fanfarronada, temiendo a los Caonios y Molosos presa siempre de los Macedonios y temblando de Pirro, que nunca ha hecho otra cosa que seguir y obsequiar a uno de los satélites de Alejandro, y en vez de auxiliar allá a los Griegos, por huir de aquellos enemigos, anda errante por la Italia, prometiéndonos el mando de ella con unas fuerzas que no bastaron en sus manos para conservar una pequeña parte de la Macedonia. Ni creáis que lo alejaréis haciéndole vuestro aliado, sino que antes provocaréis a los que os mirarán con desprecio, como fácil conquista de cualquiera, si permitís que Pirro se vaya sin pagar la pena de los insultos que os ha hecho, y antes lleve premio de que se queden riendo de vosotros los Tarentinos y Samnitas». Dicho esto por Apio, decídense todos por la guerra y despiden a Cineas, intimándole que salga Pirro de la Italia, y entonces, si lo apetece, podrá tratarse de amistad y alianza, pero que mientras se mantenga con las armas en la mano, le harán los Romanos la guerra a todo trance, aun cuando venciere a diez mil Levinos en campaña. Dícese que Cineas, mientras estaba en la negociación, dando pasos y haciendo solicitudes, se dio a observar el método de vida y a conocer el vigor del gobierno, entrando en conferencias con los principales, de todo lo cual dio cuenta a Pirro, añadiéndole que el Senado le había parecido un consejo de muchos reyes, y en cuanto a la muchedumbre, temía que iban a pelear con otra Hidra Lernea, porque el número de soldados reunidos al cónsul era ya doble que antes y éste podía multiplicarse muchas veces con los que todavía quedaban en Roma capaces de llevar las armas.

XX.— Después, de esto, enviáronse legados a Pirro a tratar de los cautivos, siendo uno de aquellos Gayo Fabricio, de quien Cineas había hecho larga mención, como de un hombre justo y gran guerrero, pero sumamente pobre. Tratóle Pirro con la mayor consideración, y procuró atraerle a que tomase una cantidad de oro, la que no se le daba por ninguna condescendencia menos honesta, sino con el nombre de prenda de alianza y hospitalidad. Rehusola Fabricio, y Pirro por entonces se desentendió; más al día siguiente, queriendo dar un susto a Fabricio, que no había visto nunca un elefante, dio orden de que cuando estuvieran los dos en conversación hicieran que de repente se apareciera por la espalda el mayor de ellos, corriendo la cortina. Hízose así, y dada la señal, se corrió la cortina; el elefante, levantando la trompa, la llevó encima de la cabeza de Fabricio, dando una especie de alarido agudo y terrible. Volvióse éste con sosiego, y sonriéndose dijo a Pirro: «Ni ayer me movió tu oro, ni hoy tu elefante». Hablóse en el banquete de diferentes asuntos, y con especialidad de Grecia y de los filósofos, y Cineas sacó la conversación de Epicuro, refiriendo lo que dicen los de su escuela acerca de los Dioses, del gobierno y del fin supremo; poniendo éste en el placer, huyendo de los empleos como de un menoscabo y alteración de la bienaventuranza y colocando a los Dioses lejos de todo amor y odio y de providencia alguna por nosotros, en una vida descansada y llena de delicias. Todavía no había concluido, cuando exclamó Fabricio: «¡Por Hércules, éstas sean las opiniones de Pirro y de los Samnitas, mientras mantienen guerra con nosotros!». Maravillado cada vez más Pirro de la prudencia y de la probidad de Fabricio, fue también mayor su deseo de hacer por su medio amistad con Roma en lugar de continuar la guerra. exhortábale, pues, en sus particulares conferencias, a que se hiciera el tratado y después le siguiese y viviese en su compañía, en la que tendría el primer lugar entre sus amigos y generales, a lo que se dice haberle contestado sosegadamente: «Pues eso ¡oh rey! a ti no puede estarte bien, porque los mismos que ahora te veneran y te sirven, si llegaran a conocerme, querrían más ser por mí que por ti gobernados». ¡Tal era el carácter de Fabricio! Pues Pirro oyó esta respuesta no como tirano con enojo, sino que dio idea a sus amigos de la elevación de ánimo de Fabricio, y a él solo le confió los cautivos para que, si el Senado no decretaba la paz, después de haber saludado a sus deudos y celebrado las fiestas saturnales, volviesen al cautiverio; y volvieron efectivamente después de la celebridad, habiendo establecido el Senado la pena de muerte contra el que se quedase.

XXI.— Fue conferido después el mando a Fabricio, y vino en su busca un hombre al campamento, trayéndole una carta escrita por el médico del rey, en la que le ofrecía quitar de en medio a Pirro con hierbas, si por el mérito de hacer cesar la guerra sin peligro alguno se le prometía un agradecimiento correspondiente. No pudo Fabricio sufrir semejante maldad, y, haciendo entrar en los mismos sentimientos a su colega, escribió sin dilación una carta a Pirro, previniéndole que se guardara de aquel riesgo. Estaba la carta concebida en estos términos: «Gayo Fabricio y Quinto Emilio, cónsules de los Romanos, al rey Pirro, felicidad. Parece que no eres muy diestro en juzgar de los amigos y de los enemigos. Leída la carta adjunta que se nos ha remitido, verás que haces la guerra a hombres rectos y justos, y que te fías de inicuos y malvados. Dámoste este aviso, no por hacerte favor, sino para que cualquiera mal suceso tuyo no nos ocasione una calumnia y parezca que tratamos de dar fin a la guerra con malas artes, ya que no podemos con el valor». Cuando Pirro se halló con esta carta y se enteró de las asechanzas, castigó al médico, y en agradecimiento envió a Fabricio los cautivos sin rescate, haciendo de nuevo pasar a Cineas a negociar la paz. Mas los Romanos, desdeñándose de recibir de gracia los cautivos, bien fuese la remesa favor de un enemigo o recompensa de no haber sido injustos, enviaron asimismo a Pirro otros tantos Tarentinos y Samnitas; pero acerca de la amistad y paz no permitieron que se entrase en conferencia sin que antes retirase de la Italia sus armas y su ejército, tornándose al Epiro en las mismas naves en que vino. Fue, pues, preciso disponerse a otra batalla, para lo que, poniendo en movimiento su ejército, y alcanzando a los Romanos junto a la ciudad de Ásculo, fue de éstos impelido a lugares inaccesibles a la caballería y a un sitio muy pendiente y poblado de matorrales, que quitaba toda facilidad para que los elefantes se unieran con la hueste; y habiendo tenido muchos muertos y heridos, sólo la noche puso fin al combate. Pensó entonces de qué modo al día siguiente haría la guerra en lugar llano, en el que los elefantes pudieran oponerse a los enemigos, y como para ello ocupase, con una gran guardia, los malos pasos, y colocase entre los elefantes multitud de azconeros y saeteros, acometió con gran ímpetu y fuerza, llevando su hueste muy espesa y apiñada. Los Romanos, no siendo dueños, como antes, de los desfiladeros y puestos ventajosos, acometieron también de frente en la llanura; y procurando rechazar a los pesadamente armados antes que sobreviniesen los elefantes, tuvieron con las espadas un terrible combate contra las lanzas, no curando de sí en ninguna manera, ni atendiendo a otra cosa que a herir y trastornar, sin tener en nada lo que padecían. Al cabo de mucho tiempo dícese que la retirada tuvo principio en el punto donde se hallaba Pirro, que acosó extraordinariamente a los que tenía al frente; mas el principal daño provino del ímpetu y fuerza de los elefantes, no pudiendo los Romanos usar de su valor en la batalla; por lo cual, como si una ola o terremoto los estrechase, creyeron que debían ceder y no esperar a morir con las manos ociosas, padeciendo, sin poder ser de ningún provecho, los males más terribles. Y, sin embargo de no haber sido larga la retirada al campamento, dice Jerónimo que murieron seis mil de los Romanos, y de la parte de Pirro se refirió en sus comentarios haber muerto tres mil quinientos y cinco; pero Dionisio ni dice que hubiese habido dos batallas junto a Ásculo, ni que ciertamente hubiesen sido vencidos los Romanos, sino que, habiendo peleado una sola vez, apenas cesaron de la contienda después de puesto el Sol, siendo Pirro herido en un brazo con un golpe de lanza y habiendo los Samnitas saqueado su bagaje; y que del ejército de Pirro y del de los Romanos murieron sobre quince mil hombres de una y otra parte. Ambos se retiraron, y se cuenta haber dicho Pirro a uno que le daba el parabién: «Si vencemos a los Romanos en otra batalla como ésta, perecemos sin recurso». Porque había perdido gran parte de la tropa que trajo y de los amigos y caudillos todos, a excepción de muy pocos, no siéndole posible reemplazarlos con otros, y a los aliados que allí tenía los notaba muy tibios, mientras que los Romanos completaban con facilidad y prontitud su ejército, como si en casa tuvieran una fuente perenne, y nunca con las derrotas perdían la confianza, sino que más bien la cólera les daba nuevo vigor y empeño para la guerra.

XXII.— Constituido en este conflicto, se entregó otra vez a vanas esperanzas por negocios que llamaban a dos distintas partes la atención: porque a un mismo tiempo llegaron mensajeros de Sicilia, poniendo en sus manos a Agrigento, Siracusa y Leoncio, y rogándole que expeliese a los Cartagineses y dejara la isla libre de tiranos, y de la Grecia le trajeron la noticia de que Tolomeo Cerauno había muerto en ocasión de librar batalla a los Galos con su ejército; así que llegaría entonces muy a tiempo, cuando los Macedonios habían quedado sin rey. Quejóse amargamente de la fortuna por haber acumulado en un mismo momento las ocasiones y motivos de grandes hazañas, y reconociendo que reunidos ambos objetos era preciso renunciar a uno, estuvo fluctuando en la incertidumbre largo tiempo; pero después, pareciéndole que los negocios de Sicilia eran los de mayor entidad, por estar cerca de África, decidido por ellos envió inmediatamente a Cineas, como lo tenía de costumbre, para que previniese a las ciudades, y por lo que a él tocaba, como los Tarentinos se mostrasen disgustados, les puso guarnición. Pedíanle éstos que, o les cumpliera aquello para que era venido, combatiendo con los Romanos, o se desistiera de su territorio, dejándoles la ciudad como la había encontrado; mas la respuesta fue desabrida, y mandándoles que se estuviesen quietos y esperaran que les llegara su momento favorable, en tanto se hizo a la vela. Apenas tocó en la Sicilia, cuando previno su gusto lo que había esperado, entregándosele las ciudades de muy buena voluntad. Y por entonces ninguna oposición experimentó de las que exigen contienda y violencia, sino que, recorriendo la isla con treinta mil infantes, dos mil y quinientos caballos y doscientas naves, expelió a los Cartagineses y trastornó su dominación. Siendo el distrito de Érix el más fuerte de todos y el que contenía más combatientes, determinó encerrarlos dentro de los muros; y poniendo el ejército a punto, armado de todas armas, emprendió su marcha, ofreciendo a Heracles celebrar juegos y sacrificios de victoria ante los Griegos que habitaban la Sicilia si le hacía mostrarse guerrero digno de su linaje y de los medios que tenía. Dada la señal con la trompeta, después que con los dardos hubo retirado a los bárbaros, hizo arrimar las escalas, y fue el primero en subir al muro. Eran muchos los que le oponían resistencia; pero a unos los apartó y derribó de la muralla a entrambas partes, y de muchos, valiéndose de la espada, hizo un montón de muertos. No recibió, sin embargo, lesión alguna, y antes con su vista infundió terror a los enemigos, acreditando que Homero había hablado en razón y con experiencia cuando dijo: «Que de todas las virtudes sola la fortaleza tenía muchas veces ímpetus furiosos y en cierta manera sobrenaturales». Tomada la ciudad, sacrificó al dios magníficamente, y dio espectáculos de toda especie de combates.

XXIII.— Los bárbaros de Mesena, a los que se daba el nombre de Mamertinos, vejaban en gran manera a los Griegos, y aun a algunos los habían sujetado a pagarles tributos, por ser ellos muchos y gente belicosa, apellidados por tanto los marciales en lengua latina; cogió, pues, a los recaudadores y les dio muerte, y venciéndolos a ellos en batalla, asoló muchas de sus fortalezas.

A los cartagineses, que se mostraban inclinados a la paz, estando dispuestos a contribuir con dinero y despachar la escuadra, si se ajustaba la alianza, les respondió, codiciando todavía más, que no había amistad y alianza para ellos si no dejaban toda la Sicilia y ponían el Mar Líbico por término respecto de los Griegos; engreído por ello con la prosperidad y curso favorable de sus negocios, y llevando adelante las esperanzas con que se embarcó desde el principio, puesto principalmente en el África su deseo. Hallábase con bastante número de naves, faltándole las tripulaciones; mas después que se proveyó de remeros, ya no trataba blanda y suavemente a las ciudades, sino con despotismo y con dureza, imponiendo castigos; cuando al principio no había sido así, sino más dispuesto todavía que todos los demás a la afabilidad y a hacer favores, a mostrar confianza y a no ser molesto a nadie; pero entonces, habiéndose convertido de popular en tirano, con la aspereza de la ingratitud y de la desconfianza oscureció su gloria. Y aun esto, como necesario, lo aguantaban, aunque de mala gana; pero sucedió después que, habiendo sino Tenón y Sóstrato, generales de Siracusa, los primeros que le excitaron a pasar a Sicilia, los que cuando estuvo allí le entregaron la ciudad, y de quienes se valió para la mayor parte de las cosas, los tuvo después por sospechosos, no queriendo ni llevarlos consigo ni dejarlos; por lo cual Sóstrato, entrando en recelos y temores, se ausentó; pero a Tenón, achacándole igual intento, le quitó la vida. Con esto, no ya poco a poco o por grados se le mudaron los ánimos, sino que, concibiendo contra él las ciudades un violento odio, unas se pasaron a los Cartagineses, y otras llamaron a los Mamertinos. Cuando por todas partes no veía más que defecciones, novedades y una terrible sedición contra su persona, recibió cartas de los Samnitas y Tarentinos, en que manifestaban que apenas podían sostener la guerra dentro de las ciudades, arrojados ya de todo el país, y le pedían que fuese en su socorro. Éste fue un pretexto decente para que no se dijese que su partida era una fuga o un abandono de sus anteriores proyectos; mas lo cierto fue que no pudiendo sujetar la Sicilia como nave en borrasca, buscando cómo salir del paso, dio consigo de nuevo en la Italia. Dícese que retirado ya del puerto, volviéndose a mirar la isla, dijo a los que tenía cerca de sí: «¡Qué palestra dejamos ¡oh amigos, a los Cartagineses y Romanos!»; lo que al cabo de poco tiempo se cumplió, como lo había conjeturado.

XXIV.— Conmovidos contra él los bárbaros cuando ya estaba en la mar, peleando en la travesía con los Cartagineses, perdió muchas de las naves, y con las restantes huyó a la Italia. Los Mamertinos le antecedieron en el paso con diez mil hombres a lo menos, y aunque temieron presentársele en batalla, colocados en sitios ásperos, y sorprendiéndole desde ellos, desordenaron todo el ejército, le mataron dos elefantes y murieron muchos de la retaguardia. Pasando él allá, desde la vanguardia les hizo oposición, y peleó con aquellos hombres aguerridos y corajudos. Como hubiese recibido una cuchillada en la cabeza y hubiese quedado un poco separado del combate, cobraron con esto más arrojo los enemigos: y uno de ellos, de grande estatura y brillantes armas, adelantándose a carrera a los demás, en alta voz comenzó a provocarle diciendo que viniera a él si aun estaba vivo. Irritóse Pirro, y revolviendo con sus asistentes lleno de ira, bañado en sangre, con un semblante, que imponía miedo, penetró por entre los que halló al paso, y se adelantó a herir con la espada al bárbaro, en la cabeza, dándole tal cuchillada, que ya por la fuerza del brazo, y ya por el temple del acero, descendió bien abajo, viéndose caer en un momento a uno y otro lado las partes del cuerpo dividido en dos. Esto detuvo a los bárbaros para que volvieran a acercársele, asombrados de Pirro, a quien miraron como un ser superior.

Pudo con esto continuar sin tropiezo el camino que le quedaba, y llegó a Tarento con diez mil infantes y tres mil caballos. incorporó a éstos los más alentados de los Tarentinos, y movió inmediatamente contra los Romanos, acampados en la tierra de Samnio.

XXV.— Hallábanse en mal estado los negocios de los Samnitas, quienes habían decaído mucho de ánimo por las frecuentes derrotas que les habían causado los Romanos, a lo que se agregaba cierto encono que tenían a Pirro por su viaje a Sicilia; así es que no fueron muchos los que a él acudieron. Hizo de todos dos divisiones: enviando unos a la Lucania a oponerse al otro cónsul para que no diese socorro, y conduciendo él mismo a los otros contra Manio Curio, acuartelado en Benevento, donde con la mayor confianza aguardaba el auxilio de la Lucania: concurriendo, además, para estarse sosegado, el que los agüeros y las víctimas le retraían de pelear. Apresurándose, por tanto, Pirro a caer sobre éstos antes que los otros viniesen, tomó consigo a los soldados de más aliento y de los elefantes los más hechos a la guerra, y de noche se dirigió contra el campamento. Habiendo tenido que anclar un camino largo y embarazado con arbustos, no aguantaron las antorchas, y anduvieron perdidos y dispersos los soldados; con la cual detención faltó ya la noche, y desde el amanecer percibieron los enemigos su venida desde las atalayas; de manera que desde aquel punto se pusieron en inquietud y movimiento. Hizo sacrificio Manio, y como también el tiempo se presentase oportuno, salió con sus tropas, acometió a los primeros, y, haciéndolos retirar, inspiró ya miedo a todos, habiendo muerto muchos y aun habiéndose cogido algunos elefantes. La misma victoria condujo a Manio a tener que pelear en la llanura, y trabada allí de poder a poder la batalla, por una parte desbarató a los enemigos, pero por otra fue acosado de los elefantes, y como le llevasen en retirada hasta cerca del campamento, llamó a los de la guardia, que en gran número estaban sobre las armas y se hallaban descansados. Acudiendo éstos e hiriendo desde, puestos ventajosos a los elefantes, los obligaron a retirarse y a huir por entre los propios, causando con ello gran turbación y desorden; lo cual no solamente dio a los Romanos aquella victoria, sino la seguridad del mando. Porque habiendo adquirido de resultas de aquel valor y de aquellos combates osadía, poder y la fama de invencibles, de la Italia se apoderaron inmediatamente, y de la Sicilia de allí a poco.

XXVI.— De este modo se le desvanecieron a Pirro las esperanzas que acerca de la Italia y la Sicilia había concebido, perdiendo seis años en estas expediciones, en las que, si en los intereses salió menoscabado, el valor lo conservó invencible en medio de las derrotas. Así tuvo la reputación de ser el primero entre los reyes de su tiempo, en la pericia militar, en la pujanza de brazo, en la osadía; sino que lo que adquiría con sus hazañas lo perdía por nuevas esperanzas, y no sabía salvar lo presente, según convenía, por la codicia de lo ausente y lo venidero. Por tanto, Antígono solía compararle aun jugador que juega y gana mucho, pero que no sabe sacar partido de sus ganancias.

Volviendo, pues, al Epiro con ocho mil infantes y quinientos caballos, y hallándose falto de medios, solicitaba una guerra en que ocupase su ejército, y como se le uniesen algunos Galos, hizo incursión en la Macedonia, en donde reinaba Antígono, hijo de Demetrio, precisamente con el objeto de saquear y hacer botín. Avínole el tomar varias ciudades y que se le pasasen dos mil soldados, con lo que ya extendió sus esperanzas y se encaminó contra Antígono. Sobrecogióle en unos desfiladeros, y puso en desorden todo su ejército. Los Galos, que se hallaban a la retaguardia de Antígono, muchos en número, se sostuvieron vigorosamente; trabada con este motivo una reñida batalla, perecieron en ella la mayor parte de éstos, y cogidos los que conducían los elefantes, se rindieron y entregaron todas aquellas bestias. Fortalecido Pirro con estos sucesos, contando más con su fortuna que con lo que le podía dictar la razón, acometió a la falange de los Macedonios, turbada y acobardada con el vencimiento: así es que no pelearon contra él ni le hicieron resistencia: extendió, pues, su derecha, y llamando por sus nombres a todos los generales y jefes, logró que la infantería abandonase a Antígono. Retiróse éste por la parte del mar, y al paso recobró algunas de las ciudades litorales: y Pirro, teniendo por el mayor para su gloria entre estos prósperos acontecimientos el de haber vencido a los Galos, consagró lo más brillante y precioso de los despojos en el templo de Atena Itónide con la siguiente inscripción en versos elegíacos:

A Itónide Atenea en don consagra
estos escudos el Moloso Pirro,
a los feroces Galos arrancados
cuando triunfó de Antígono y su hueste,
¿Qué hay que maravillar, si ahora y antes
los Eácidas fueron invencibles?

Después de la batalla, inmediatamente recobró las ciudades; y habiendo vencido a los Egeos, los trató mal en diferentes maneras, y además les dejó guarnición de los Galos que militaban en su ejército. Son estos Galos gente de insaciable codicia, y se dieron a abrir los sepulcros de los reyes que allí estaban enterrados, robaron la riqueza en ellos depositada y los huesos los tiraron con insulto. Pareció que Pirro había tomado este mal hecho con tibieza y desprecio, bien fuese que no atendió a él por sus ocupaciones, o bien que hubo de disimular por no atreverse a castigar a los bárbaros, cosa que reprendieron mucho en él los Macedonios.

Cuando todavía su imperio no estaba seguro ni había tomado firme consistencia, ya su ánimo se había inflamado con otras esperanzas. A Antígono le llamaban hombre sin vergüenza, porque, debiendo ya tomar la capa, aún usaba la púrpura. Vino a él en este tiempo Cleónimo de Esparta, y, llamándole contra la Lacedemonia, se presentó muy contento. Era Cleónimo de linaje real; pero, mostrándose hombre violento y despótico, no inspiró amor ni confianza; y así fue Areo el que reinó, siendo aquella nota en él muy antigua y pública entre sus ciudadanos. Estando en edad se casó con Quilónide, hija de Leotíquidas, mujer hermosa, y también de regio origen; pero ésta andaba perdida por Acrótato, hijo de Areo, mozo de brillante figura, lo que para Cleónimo, que la amaba, hizo aquel matrimonio desabrido a un tiempo y afrentoso, por cuanto no había esparciata alguno a quien se ocultase que era despreciado de su mujer. Reuniéronse de este modo los disgustos de casa con los de la república; por ira y por despique atrajo contra Esparta a Pirro, que tenía a sus órdenes veinticinco mil infantes, dos mil caballos y veintitrés elefantes, de manera que al punto se echó de ver en la superioridad de sus fuerzas que no iba a ganar a Esparta para Cleónimo, sino a adquirir para sí el Peloponeso, a pesar de que en las palabras aparentó otra cosa, aun con los mismos Lacedemonios que fueron a él de embajadores a Megalópolis. Porque les dijo ser su venida a libertar las ciudades sujetas a Antígono y también a enviar a Esparta sus hijos de corta edad, si no había inconveniente, a fin de que, educados en las costumbres lacónicas, tuvieran aquello de ventaja sobre los demás reyes. Engañándolos de este modo, y usando también de simulación con cuantos trató en el camino, apenas puso el pie en la Laconia empezó a saquearlos y despojarlos. Reconviniéndole los embajadores con que para entrar así en su país no les había declarado la guerra, «Bien sabemos —les respondió— que tampoco vosotros los Lacedemonios avisáis a los otros de lo que intentáis hacer»; y uno de los que allí se hallaban, llamado Mandroclidas, usando del dialecto lacónico, le repuso: «Si eres un dios, no nos liarás mal, porque no te hemos ofendido; si hombre, no faltará otro que valga más que tú».

XXVII.— Bajó luego a Esparta, y Cleónimo quería que la invadiera sin detención; pero Pirro, temeroso, según se dice, de que los soldados saqueasen la ciudad si entraban de noche, le contuvo diciendo que ya se haría al día siguiente; porque los habitantes eran pocos, y los cogerían desprevenidos a causa de la prontitud. Hacía además la casualidad que Arco no se hallase allí, sino en Creta, auxiliando a los Gortinios, que tenían guerra, y esto fue lo que principalmente salvó a la ciudad, mirada con desprecio por su soledad y flaqueza; pues Pirro, persuadido de que no tendría que combatir con nadie, se acampó, cuando los amigos e hilotas de Cleónimo tenían la casa prevenida y dispuesta para que Pirro fuese festejado en ella. Mas, venida la noche, como los Lacedemonios empezasen a deliberar sobre mandar las mujeres a Creta, éstas se opusieron a ello, y aun Arquidamia se presentó ante el Senado con una espada en la mano, haciendo cargo a los hombres de que creyesen que ellas desearían vivir después de perdida Esparta. Resolvieron después abrir una zanja paralela al campamento de los enemigos y poner carros a uno y otro extremo enterrando las ruedas hasta los cubos, para que, teniendo un asiento firme, sirvieran de estorbo a los elefantes. Cuando en esto entendían, llegaron adonde estaban las doncellas y casadas, las unas con los mantos arremangados sobre las túnicas, y las otras con las túnicas solas, a ayudar en la obra a los ancianos. A los que habían de pelear les decían que descansasen, y, tomando la plantilla, hicieron por sí solas la tercera parte de la zanja, la cual tenía de ancho seis codos, de profundidad cuatro, y de longitud ocho pletros o yugadas, según dice Filarco, y menos según Jerónimo. Movieron al mismo punto de amanecer los enemigos, y ellas, alargando a los jóvenes las armas y encargándoles la zanja, los exhortaban a defenderla y guardarla, porque, si era dulce el vencer ante los ojos de la patria, también era glorioso el morir en los brazos de las madres y de las esposas, pereciendo de un modo digno de Esparta. Quilónide, retirada en su casa, se había echado un lazo al cuello, para no venir al poder de Cleónimo si Esparta se tomaba.

XXVIII.— Era Pirro atraído de frente con su infantería a los espesos escudos de los Espartanos que le estaban contrapuestos, y a la zanja que no podía pasarse, ni permitía hacer pie firme por el lodo. Mas su hijo Tolomeo, que tenía a sus órdenes dos mil Galos y las tropas escogidas de los Caonios, haciendo una evolución sobre la zanja procuraba pasar por encima de los carros; pero éstos, por estar profundos y muy espesos, no solamente le hacían difícil a él el paso, sino también a los Lacedemonios la defensa. En esto, como consiguiesen los Galos levantar las ruedas y amontonar los carros en el río, advirtiendo el joven Acrótato el peligro, y corriendo a la ciudad con trescientos hombres, envolvió a Tolomeo sin ser de él visto, por ciertas desigualdades del terreno, hasta que acometió a los últimos y los precisó a que volviesen a pelear con él, impeliéndose unos a otros y cayendo en la zanja y entre los carros; de manera que con trabajo y no sin gran mortandad pudieron retirarse. Los ancianos y gran número de las mujeres fueron espectadores de las proezas de Acrótato; así, cuando después volvía por medio de la ciudad a tomar su formación, bañado en sangre, pero ufano y engreído en la victoria, todavía les pareció más alto y más bello a las Espartanas, que miraban con celos el amor de Quilónide; algunos de los ancianos le seguían gritando: «¡Bravo, Acrótato!, sigue en tus amores con Quilónide, sólo con que des excelentes hijos a Esparta». Siendo muy reñida la batalla que se sostenía por la parte donde se hallaba Pirro, otros muchos había que peleaban denodadamente; pero Filio, resistiendo mucho tiempo y dando la muerte a muchos de los que le combatían, cuando por el gran número de sus heridas conoció que iba a fallecer, cediendo su puesto a uno de los que tenía cerca, cayó entre sus filas para que no se apoderaran de su cadáver los enemigos.

XXIX.— Sólo con la noche cesó la batalla, y recogido a dormir Pirro, tuvo esta visión: parecióle que arrojaba rayos sobre Esparta abrasándola toda y que él estaba muy contento. Despertóse con la misma alegría, y dando orden a los jefes para que tuviesen a punto el ejército, refería a los amigos su ensueño, contando con que iba a tomar por armas la ciudad. Convenían todos los demás en ello, y sólo a Lisímaco no le pareció bien aquella visión; antes, le dijo que recelaba no fuese que así como los lugares tocados del rayo se tienen por inaccesibles, de la misma manera le significase aquel prodigio que no le sería dado entrar en la ciudad. Mas respondióle que aquello era habladuría de mentidero sin certeza ni seguridad alguna, debiendo repetir los que tenían las armas en la mano:

El agüero mejor, pelear por Pirro;

con lo que se levantó, y al rayar el día movió el ejército. Defendíanse los Lacedemonios con un ardor y fortaleza superior a su número, a presencia de las mujeres, que alargaban dardos, comestibles y bebidas a los que lo pedían y cuidaban de retirar los heridos. Intentaron los Macedonios cegar la zanja, trayendo para ello mucha fagina, con la que cubrieron las armas y los cadáveres que allí habían caído, y acudiendo al punto los Lacedemonios, se vio al otro lado de la zanja y los carros a Pirro, a caballo, que con el mayor ímpetu se dirigía a tomar la ciudad. Levantóse en esto gran gritería de los que se hallaban en aquel punto, con carreras y lamentos de las mujeres, y cuando ya Pirro iba adelante, abriéndose paso por entre los que tenía al frente, herido con una saeta cretense su caballo, cayó de pechos, y con las ansias de la muerte derribó a Pirro en un sitio resbaladizo y pendiente. Como con este suceso se turbasen sus amigos, acudieron corriendo los Espartanos, y tirándoles dardos los hicieron huir a todos. A este tiempo hizo Pirro que por todas partes cesase el combate, pensando que los Lacedemonios decaerían de bríos, hallándose casi todos heridos y habiendo muerto muchos. Pero el buen Genio de esta ciudad, bien fuese que se hubiera propuesto poner a prueba la fortaleza de aquellos varones, o bien que hubiese querido hacer en aquel apuro demostración de la grandeza de su poder, cuando estaban en el peor estado las esperanzas de los Lacedemonios hizo que de Corinto llegase en su auxilio con tropas extranjeras Aminias, natural de Focea, uno de los generales de Antígono, y aun no bien se había hecho el recibimiento de éstos, cuando arribó de Creta el rey Areo, trayendo consigo dos mil hombres. Con esto las mujeres se retiraron a sus casas, sin volver a mezclarse en las cosas de la guerra, y los hombres, haciendo que dejaran las armas los que por necesidad las habían tomado en aquel conflicto, se previnieron y ordenaron para la batalla.

XXX.— Inspiróle todavía a Pirro mayor codicia y empeño de tomar la ciudad esta venida de auxiliares; mas cuando vio que nada adelantaba, habiendo salido mal parado, desistió y se entregó a talar el país, haciendo ánimo de invernar allí; pero no podía evitar su hado Había en Argos división entre Aristeas y Aristipo, y teniéndose por cierto que Antígono estaría de parte de éste, adelantase Aristeas y llamó a Pirro a Argos; éste, que sin cesar pasaba de unas esperanzas a otras, que de una prosperidad tomaba ocasión para otras varias, y que sí caía quería reparar la caída con nuevas empresas y ni por victorias ni por derrotas hacía pausa en mortificarse y ser mortificado, al punto levantó el campo y marchó a Argos. Púsole Arco asechanzas en diversos puntos, y tomando los peores pasos del camino, derrotó a los Galos y a los Molosos que cubrían la retaguardia. Habíasele anunciado a Pirro por el agorero, con motivo de haberse encontrado las víctimas sin alguno de los extremos, que le amenazaba la pérdida de alguno de sus deudos; pero habiéndosele con la priesa y el rebato borrado de la memoria la predicción, dio orden a su hijo Tolomeo de que con sus amigos fuese en auxilio de los que combatían, y él, en tanto, condujo el ejército, procurando sacarlo apriesa de las gargantas. Trabada con Tolomeo una recia contienda, y peleando contra los suyos las tropas más escogidas de los Lacedemonios, acaudilladas por Evalco, un cretense de Áptera llamado Oriso, gran acuchillador y muy ligero de pies, corrió de costado, y cuando Tolomeo peleaba con el mayor valor le hirió y quitó la vida. Muerto Tolomeo y desordenada su gente, los Lacedemonios la persiguieron y vencieron, pero sin percibirlo se pasaron a la tierra llana y quedaron desamparados de su infantería; entonces Pirro, que acababa de oír la muerte del hijo y tenía el dolor reciente, cargó contra ellos con la caballería de los Molosos, y acometiendo el primero llenó de mortandad el campo, y si siempre se había mostrado invicto y terrible en las armas, entonces en osadía y violencia dejó muy atrás los demás combates. Arremetió después contra Evalco con su caballo, y haciéndose éste a un lado, estuvo en muy poco el que no cortase a Pirro con la espada la mano de las riendas; pero dando el golpe en las riendas mismas, las cortó. Pirro, al mismo tiempo que él daba este golpe, le pasó con la lanza, mas vino al suelo, del caballo, y quedando a pie dio muerte a todos los escogidos que peleaban al lado de Evalco, habiendo tenido Esparta esta gran pérdida en una guerra que tocaba a su fin, precisamente por el demasiado ardor de sus generales.

XXXI.— Pirro, como si hubiera así cumplido con las exequias del hijo, y peleado un brillante combate fúnebre, dejando desahogado gran parte del dolor en la ira contra los enemigos, continuó su marcha a Argos, y enterado de que Antígono se había ya establecido sobre las montañas que dominaban la llanura, puso su campo junto a Nauplia. Al día siguiente, envió un heraldo a Antígono, llamándole peste y provocándolo a que bajando a la llanura disputaran allí el reino; mas éste le respondió que él no sólo era general de las armas, sino también de la sazón y oportunidad, y que si Pirro tenía priesa de dejar de vivir, le estaban abiertas muchas puertas para la muerte. A uno y a otro pasaron embajadores de Argos, pidiéndoles que se reconciliaran. y dejaran que su ciudad no fuera de ninguno, sino amiga de ambos: y lo que es Antígono vino en ello, entregando su hijo en rehenes a los Argivos; pero Pirro, aunque prometía reconciliarse, como no diese prenda de ello, se hacía por lo tanto más sospechoso.

Tuvo éste además una señal terrible: porque habiéndose sacrificado unos bueyes, se vio que las cabezas, después de separadas de los cuerpos, sacaron la lengua y se relamieron en su propia sangre, y además, en la ciudad de Argos, la profetisa de Apolo Licio dio a correr, gritando haber visto la ciudad llena de mortandad y de cadáveres, y que un águila que volaba al combate después se había desvanecido.

XXXII.— Aproximóse Pirro a las murallas, en medio de las mayores tinieblas, y estando abierta por diligencia de Aristeas la puerta que llaman Diámperes, logró no ser sentido hasta incorporársele los Galos que tenía en su ejército y haber entrado en la plaza; pero como los elefantes no cupiesen por la puerta, y fuese preciso quitarles las torres y volvérselas a poner en la oscuridad y con ruido, esto ocasionó detenciones y que los Argivos llegasen a percibirlo, por lo que se retiraron a la fortaleza, dicha Escudo, y a otros lugares defendidos, enviando a llamar a Antígono. Dedicóse éste por sí a armar asechanzas en las cercanías, y envió con poderoso socorro a sus generales y a su hijo. Sobrevino también Areo, trayendo mil Cretenses y las tropas más ligeras de los Espartanos, y acometiendo todos a un tiempo a los Galos los pusieron en confusión y desorden. Entró a este tiempo Pirro con algazara y gritería por el Cilarabis, y luego que los Galos correspondieron a sus voces, conjeturó que aquella especie de grito no era fausto y confiado, sino de quien se halla en consternación; marchó, pues, con más celeridad, penetrando por entre su caballería, que no sin dificultad y con gran peligro andaba por las alcantarillas, de que está llena aquella ciudad. Era suma la inseguridad de los que ejecutaban y de los que mandaban en un combate nocturno, y había extravíos y dispersiones en los pasos estrechos, sin que la pericia militar sirviera de nada por las tinieblas, por los gritos confusos y la estrechez del sitio; por tanto, casi nada hacían, esperando unos y otros la mañana. Apenas empezó a aclarar, sorprendió ya a Pirro ver que el Escudo estaba lleno de armas enemigas, y se asustó, sobre todo, cuando, notando en la plaza diferentes monumentos, descubrió entre ellos un lobo y un toro de bronce en actitud de combatir uno con otro; porque esto le trajo a la memoria un oráculo antiguo por el que se le había dicho que moriría cuando viese un lobo que peleaba con un toro. Dicen los Argivos que esta ofrenda es para ellos recuerdo de un suceso antiguo, porque a Dánao, cuando puso primero el pie en aquella región, junto a Piranios de la Tireátide, se le ofreció el espectáculo un lobo que peleaba con un toro. Supuso, allá dentro sí, que el lobo lo representaba a él —por cuanto siendo extranjero acecha a los naturales, como a él le pasaba—, con esta idea se paró a mirar la lucha; venció el lobo, habiendo hecho voto a Apolo Licio, acometió a la ciudad y quedó victorioso, siendo por una sedición arrojado Gelanor, que era el que entonces reinaba. Y esto es lo que se refiere acerca de aquel momento.

XXXIII.— Con este encuentro, y viendo que nada adelantaba en lo que había sido objeto de su esperanza, pensó Pirro en retirarse; pero, temiendo la estrechez de las puertas, envió en busca de su hijo Héleno, que había quedado a la parte afuera con fuerzas considerables, dándole orden de que aportillara el muro y amparara a los que saliesen, si eran perseguidos de los enemigos. Mas por la misma priesa y turbación del mensajero, que no acertó a expresar bien su encargo, y por extravío que además se padeció perdió aquel joven los elefantes que todavía le restaban y los mejores de sus soldados, y se entró por las puertas para dar auxilio a su padre. Retirábase ya Pirro, y mientras la plaza le dio terreno para retirarse y pelear, rechazó a los que le acosaban; pero, impelido de la plaza a un callejón que conducía a la puerta, se encontró allí con sus auxiliares, que venían de la parte opuesta, y por más que les gritaba que retrocediesen, no le oían, y aun a los que estaban prontos a ejecutarlo los atropellaban en sentido contrario los que de frente continuaban entrando por la puerta. Agregábase que el mayor de los elefantes, atravesado y rugiendo en ésta, era un nuevo estorbo para los que querían salir, y otro de los que habían entrado, al que se había dado el nombre de Nicón, procurando recoger a su conductor, a quien las heridas recibidas habían hecho caer, volvía también atrás, contrapuesto a los que buscaban salida, con su atropellamiento mezcló y confundió a amigos y enemigos, chocando unos con otros. Después, cuando hallándole muerto le alzó con la trompa y le aseguró con los colmillos, al volver trastornó de nuevo y destrozó como furioso a cuantos encontró el paso. Apretados y estrechados de esta manera entre sí, ninguno podía valerse ni aun a sí mismo, sino que, como si se hubieran pegado en un solo cuerpo, así toda aquella muchedumbre sufría infinidad de impresiones y mudanzas por ambos extremos; pocos eran, pues, los combates que podía haber con los enemigos, bien estuvieran al frente o bien a la espalda, y los propios, de unos a otros se causaban mucho daño, porque si alguno desenvainaba la espada o inclinaba la lanza, no había modo de retirarla o envainarla otra vez, sino que ofendía a quien se presentaba, y heridos unos de otros recibían la muerte.

XXXIV.— Pirro, en vista de semejante borrasca y tempestad, quitándose la corona con que estaba adornado su yelmo, la entregó a uno de sus amigos, y, fiado de su caballo, arremetió a los enemigos que le perseguían; habiendo sido lastimado en el pecho, de una lanzada, aunque la herida no fue grave ni de cuidado, revolvió contra el autor de ella, que era Argivo, no de los principales, sino hijo de una mujer anciana y pobre. Era ésta espectadora del combate, como las demás mujeres, desde un tejado, y cuando advirtió que su hijo las había con Pirro, conmovida con el peligro, tomando una teja con entrambas manos la dejó caer sobre Pirro. Dióle en la cabeza, sobre el yelmo; pero habiéndole roto las vértebras por junto a la base del cuello, eclipsóle la luz de los ojos, y las manos abandonaron las riendas. Lleváronle al monumento de Licimnio, y allí se cayó al suelo, no siendo conocido de los más; pero un tal Zópiro, de los que militaban con Antígono, y otros dos o tres, corriendo donde estaba, le reconocieron y le introdujeron en un portal, a tiempo que empezaba a volver en sí del golpe. Al desenvainar Zópiro una espada ilírica para cortarle la cabeza, se volvió a mirarlo Pirro con tanta indignación, que Zópiro le tuvo miedo; y ya temblándole las manos, ya volviendo al intento, lleno de turbación y sobresalto, no al recto, sino por la boca y la barba, tarda y difícilmente se la cortó por último.

A este tiempo ya el suceso era notorio a los más, y, acudiendo Alcioneo pidió la cabeza, como para reconocerla; y tomándola en la mano, aguijó con el caballo adonde el padre estaba sentado con sus amigos, y se la arrojó delante. Miróla, conocióla Antígono, apartó de sí al hijo con el cetro llamándole cruel y bárbaro, y llevándose el manto a los ojos se echó a llorar, acordándose de su abuelo Antígono y de Demetrio su padre, ejemplos para él domésticos de las mudanzas de la fortuna. A la cabeza y al cuerpo los hizo adornar convenientemente y los quemó en la pira. Después, habiendo Alcineo descubierto a Héleno abatido y envuelto en una ropa pobre, le trató humanamente y le condujo ante el padre, quien, en vista de esto, le dijo: «Mejor lo has hecho ahora, hijo mío, que antes; pero aun ahora no del todo a mi gusto, no habiéndole quitado ese vestido que más que a él nos afrenta a nosotros que tenemos el nombre de vencedores». Mirando, pues, a Héleno con la mayor consideración, le hizo acompañar al Epiro, y a los amigos de Pirro los trató también con afabilidad, hecho dueño de su campo y de todo su ejército.

GAYO MARIO

I.— No podemos decir cuál fue el tercer nombre de Gayo Mario, al modo que no se sabe tampoco el de Quinto Sertorio, que mandó en España, ni el de Lucio Mumio, que tomó a Corinto, porque el de Acaico fue sobrenombre que le vino de sus hechos, como el de Africano a Escipión y el de Macedonio a Metelo. Por esta razón principalmente parece que reprende Posidonio a los que creen que el tercer nombre era el propio de cada, uno de los Romanos, como Camilo, Marcelo y Catón, porque quedarían sin nombre —decía— los que sólo llevasen dos. Mas no advierte que con este modo de discurrir deja sin nombre a las mujeres, pues a ninguna se le pone el primero de los nombres, que es el que Posidonio tiene por nombre propio para los Romanos. De los otros, uno era común por el linaje, como los Pompeyos, los Manlios, los Cornelios, al modo que si uno de nosotros dijera los Heraclidas y los Pelópidas, y otro era sobrenombre de un adjetivo que indicaba la índole, los hechos, la figura del cuerpo o sus defectos, como Macrino, Torcuato y Sila, a la manera que entre nosotros Mnemón, Gripo y Calinico. En esta materia, pues, la anomalía de la costumbre da ocasión a muchas disputas.

II.— Del semblante de Mario hemos visto un retrato en piedra, que se conserva en Ravena de la Galia, y dice muy bien con la aspereza y desabrimiento de carácter que se le atribuye. Porque siendo por índole valeroso y guerrero, y habiéndose instruido más en la ciencia militar que en la política, en sus mandos se abandonó siempre a una iracundia que no podía contener. Dícese que ni siquiera aprendió las letras griegas, ni usó nunca de la lengua griega en cosas de algún cuidado, teniendo por ridículo aprender unas letras cuyos maestros eran esclavos de los demás, y que después del segundo triunfo, habiendo dado espectáculos a la griega con motivo de la dedicación de un templo, no hizo más que entrar y sentarse en el teatro, saliéndose al punto. Al modo, pues, que Platón solía muchas veces decir al filósofo Jenócrates, que parece era también de costumbres ásperas, «¡oh Jenócrates! sacrifica a las Gracias» si alguno de la misma manera hubiera persuadido a Mario que sacrificase a las Musas griegas y a las Gracias, no hubiera éste coronado tan feamente sus decorosos mandos y gobiernos, pasando por una iracundia y ambición indecente, y por una avaricia insaciable a una vejez cruel y feroz; lo que bien pronto aparecerá de sus hechos.

III.— Nacido de padres enteramente oscuros, pobres y jornaleros, de los cuales el padre tenía su mismo nombre, y la madre se llamaba Fulcinia, tardó en venir a la ciudad y en gustar de las ocupaciones de ella, habiendo tenido su residencia por todo el tiempo anterior en Cerneto, aldea de la región arpina, donde su tenor de vida fue grosero, comparado con el civil y culto de la ciudad, pero moderado y sobrio, y muy conforme con aquel en que antiguamente se criaban los Romanos. Habiendo hecho sus primeras armas contra los Celtíberos, cuando Escipión Africano sitió a Numancia no se le ocultó a este general que en valor se aventajaba a los demás jóvenes y que se prestaba sin dificultad a la mudanza que tuvo que introducir en la disciplina, a causa de haber encontrado el ejército estragado y perdido por el lujo y los placeres. Dícese que peleando con un enemigo le quitó la vida a presencia del general, por lo que, además de otros honores que éste le dispensó, moviéndose en cierta ocasión plática entre cena acerca de los generales, como preguntase uno de los presentes, bien fuera porque realmente dudase, o porque hiciera por gusto aquella pregunta a Escipión, cuál sería el general y primer caudillo que después de él tendría el pueblo romano, hallándose Mario sentado a su lado, le pasó suavemente la mano por la espalda y respondió: «Quizás éste». ¡Tal era la disposición que desde pequeño presentaba el uno para llegar a ser grande, y tal también la del otro para del principio conjeturar el fin!

IV.— Dícese que Mario, inflamado en sus esperanzas con esta expresión como con un fausto agüero, aspiró a tomar parte en el gobierno, y que le cupo en suerte el tribunado de la plebe, siendo su solicitador Cecilio Metelo, de cuya casa era cliente desde el principio, por sí y por su padre. En su tribunado escribió sobre el modo de votar una ley, que parece quitaba a los poderosos su grande influjo en los juicios, a la cual se opuso el cónsul Cota, logrando persuadir al Senado que contradijese la ley y que se hiciese comparecer a Mario a dar razón de su propuesta. Escribíase este decreto, y, entrando Mario, no se portó como un hombre nuevo a quien ninguno de algún lustre había precedido, sino que, tomando de sí mismo el mostrarse tal cual le acreditaron después sus hechos, amenazó a Cota con que lo llevaría ala cárcel si no abrogaba su resolución. Volviéndose éste entonces a Metelo, le preguntó cuál era su dictamen, y, levantándose Metelo, apoyado al cónsul; pero Mario, llamando al lictor, que estaba fuera, le dio orden, de que llevara a la cárcel al mismo Metelo. Imploraba éste el auxilio de los demás tribunos, y como ninguno se le presentase, cedió el Senado, y desistió de su decreto. Saliendo entonces ufano Mario adonde estaba la muchedumbre, hizo sancionar la ley, ganando opinión de ser intrépido contra el miedo, imperturbable por rubor y fuerte para oponerse al Senado en obsequio de la plebe. Mas de allí a poco hizo que se cambiara esta opinión con motivo de otro acto de gobierno, porque, habiéndose propuesto ley para hacer una distribución de trigo, se opuso obstinadamente a los ciudadanos, y saliendo con su intento, adquirió igual concepto entre ambos partidos de que nunca por obsequio cedería en lo que no fuera conveniente ni a los unos ni a los otros.

V.— Después del tribunado se presentó a pedir la Edilidad mayor, porque hay dos órdenes de ediles: el uno, que toma el nombre de las sillas, con pies corvos, en que estos magistrados se sientan para despachar, y el otro, inferior, que se llama plebeyo. Nómbranse primero los de mayor dignidad, y después se pasa a votar los otros. Todo daba a entender que Mario quedaría para este segundo; pero él, presentándose sin dilación en medio, pidió el otro; mas acreditándose por lo mismo de osado y orgulloso, fue desatendido, y con haber sufrido dos desaires en un mismo día, cosa nunca sucedida a otro alguno, no por eso bajó nada de su arrogancia; antes, de allí a poco volvió a pedir la Pretura, y casi nada faltó para que llevara también repulsa; mas fue, por fin, elegido el último, y se le formó causa de cohecho. Dio el principal motivo para sospechar un esclavo de Casio Sabacón, por habérsele visto dentro de los canceles mezclado con los que iban a votar y ser Sabacón uno de los mayores amigos de Mario. Preguntado aquel por los jueces sobre este particular, respondió que, teniendo mucha sed, a cansa del calor, pidió agua fría, y como aquel su esclavo tuviese un vaso de ella, había entrado a alargárselo, marchándose inmediatamente después que bebía. Ello es que Sabacón fue, por los censores que entraron en ejercicio después de este suceso, removido del Senado, pareciendo a todos que no dejaba de merecerlo, bien fuese por el falso testimonio, o bien por su mala conducta. Fue citado también como testigo contra Mario Gayo Herenio, y contestó no ser conforme a las costumbres patrias que atestiguase contra un cliente, sino que antes las leyes eximían de esta obligación a los patronos —que es el nombre que dan los Romanos a los defensores y abogados—, y que de la casa de los Herenios habían sido clientes de antiguo los progenitores de Mario, y aun Mario mismo. Admitían los jueces la excusa, pero el mismo Mario hizo oposición a Herenio, diciendo que luego que entró en las magistraturas se libertó de la calidad de cliente, lo que no era enteramente cierto, pues no toda magistratura exime a los clientes y a su posteridad de la obligación de alimentar al patrono, sino solamente aquella a la que la ley concede silla curul. En los primeros días del juicio, la suerte no se presentaba favorable a Mario, ni estaban de su parte los jueces; pero en el último salió, no sin maravilla, absuelto, por haberse empatado los votos.

VI.— Nada hizo en la Pretura digno de particular alabanza; pero habiéndole cabido en suerte después de ella la España ulterior, se dice que limpió de salteadores la provincia, áspera todavía y feroz en sus costumbres, por no haber dejado los Españoles de tener el robar por una hazaña. Constituido en el gobierno, no le asistían ni la riqueza ni la elocuencia, que eran los medios con que los principales manejaban en aquella época al pueblo; sin embargo, dando los ciudadanos cierto valor a la entereza de su carácter, a su tolerancia del trabajo y a su porte, en todo popular, logró ir adelantando en honores y poder, tanto, que hizo un matrimonio ventajoso con Julia, de la familia ilustre de los Césares, de la cual era sobrino César, el que más adelante vino a ser el mayor de los Romanos, proponiéndose en alguna manera por modelo a éste su deudo, como en su vida lo hemos escrito. Conceden todos ti Mario la templanza y la paciencia, habiendo dado de ésta un grande ejemplo con el motivo de cierta operación de cirugía. Tenía entrambas piernas muy varicosas, causándole esta especie de hinchazón una deformidad que le disgustaba, por lo que resolvió ponerse en manos del cirujano. Presentóle, pues, la una pierna, y sin que se la ligasen sufrió los violentos dolores de las incisiones sin moverse y sin lanzar un suspiro, en silencio y con inalterable rostro; pero pasando a la otra el cirujano, ya no quiso alargarla, diciendo: «No veo que la curación de este defecto sea digna de un dolor semejante».

VII.— Cuando el cónsul Cecilio Metelo fue enviado de general al África para la guerra contra Yugurta, nombró por legado a Mario, el cual, aprovechando aquella ocasión de hechos señalados e ilustres, dejó a un lado el cuidar de los aumentos de Metelo y el ponerlo todo a su cuenta, como solían hacerlo los demás. No teniendo, pues, en tanto el haber sido nombrado legado por Metelo como el que la fortuna le ofreciese tan favorable oportunidad y le introdujese en tan magnífico teatro, se esforzó a dar pruebas de toda virtud; y llevando consigo la guerra mil incomodidades, ni rehusó ningún trabajo, por grande que fuese, ni desdeñó tampoco los pequeños. Con esto, con aventajarse a sus iguales en el consejo y la previsión de lo que convenía, y con igualarse a los soldados en la sobriedad y el sufrimiento, se ganó enteramente su amor y benevolencia; porque, en general, parece que le da consuelo al que tiene que trabajar que haya quien voluntariamente trabaje con él, pues con esto parece como que a él también se le quita la necesidad. Era, además, espectáculo muy agradable al soldado romano un general que no se desdeñaba de comer públicamente, el mismo pan, de tomar el mismo sueño sobre cualquiera mullido y de echar mano a la obra cuando había que abrir fosos o que establecer los reales, pues no tanto admiran a los que distribuyen los honores y los bienes como a los que toman parte en los peligros y en la fatiga, y en más que a los que les consienten el ocio tienen a los que quieren acompañarlos en los trabajos. Conduciéndose, pues, Mario en todo de esta manera, y haciéndose popular por este término con los soldados, en breve llenó el África y en breve a la misma Roma de su fama y de su nombre, por medio de los que desde el ejército escribían a los suyos que no se le vería término y fin a aquella guerra mientras no eligiesen cónsul a Mario.

VIII.— Claro es que por lo mismo había de estar incomodado con él Metelo; pero lo que más le indispuso fue lo ocurrido con Turpilio. Era éste huésped de Metelo, ya de tiempo de su padre, y entonces tenía en aquella guerra la dirección de los trabajos. Habíasele encargado la guardia de Baga, ciudad populosa; y él, confiado en no causar ninguna vejación a los habitantes, sino más bien tratarlos benigna y humanamente, no atendía a precaverse de caer en manos de los enemigos. Mas éstos dieron entrada a Yugurta, aunque a Turpilio en nada le ofendieron, y antes se interesaron para que se le dejara ir salvo. Formósele, pues, causa de traición, y siendo Mario uno de los del consejo de guerra, no sólo se mostró por sí inexorable, sino que acaloró a la mayor parte, de tal manera, que Metelo se vio precisado muy contra su voluntad a tener que condenarle a muerte. Descubrióse a poco la falsedad de la acusación, y todos los demás daban muestras de pesar a Metelo, que estaba inconsolable; pero Mario se mantenía alegre y se jactaba de ser autor de lo ejecutado, sin avergonzarse de decir entre sus amigos que él era quien había hecho que a Metelo le persiguiese la vengadora sombra de su huésped. Con este motivo era todavía más manifiesta la enemistad, y aun se refiere que en cierta ocasión le dijo Metelo, como reconviniéndole: «¡Cómo! ¿y piensas tú, hombre singular, marchar ahora a Roma a pedir el Consulado? ¿Pues no te estaría muy bien el ser cónsul con este hijo mío?». Es de notar que tenía consigo Metelo un hijo todavía en la infancia.

En tanto Mario instaba para que se le diera licencia; pero se le dilató con varios pretextos, y por fin se le concedió cuando no faltaban más que doce días para la designación de los cónsules. Mario anduvo el largo camino que había del campamento a Utica sobre el mar en dos días y una noche, y antes de embarcarse hizo un sacrificio. Dícese haberle anunciado el agorero que los Dioses le pronosticaban hechos y sucesos muy superiores a toda esperanza, con lo que partió sumamente engreído. Hizo en cuatro días la travesía con viento en popa, y apareciéndose de súbito ante el pueblo, que le recibió con deseo, presentado por uno de los tribunos en la junta, hizo diferentes recriminaciones a Metelo y se mostró pretendiente del Consulado, con promesa de que muerto o vivo había de tener en su poder a Yugurta.

IX.— Habiendo sido nombrado con grande aceptación, se dedicó al punto a reclutar ejército, admitiendo en él, con desprecio de las leyes y costumbres, una multitud indigente y esclava; siendo así que los generales antiguos no les daban a éstos entrada, sino que, mirando como un honor el ejercicio de las armas, sólo las ponían en manos beneméritas, teniendo como por fianza la hacienda de cada uno. Con todo no fue esto lo que más desacreditó a Mario, sino sus expresiones arrogantes, que ofendían a los principales por el ajamiento e injuria que contenían: gritando continuamente aquel que su Consulado era un despojo tomado a la molicie de los nobles y de los ricos, y que él se recomendaba al pueblo con sus heridas propias, no con memorias de muertos ni con imágenes ajenas. Muchas veces nombrando a los generales que habían peleado desgraciadamente en el África, como Bestia y Albino, varones ilustres en linaje, pero pocos guerreros, y por su impericia se perdieron, solía preguntar a los que se hallaban presentes, si no creían que los antepasados de éstos habrían querido más dejar descendientes que fuesen a él semejantes, puesto que ellos mismos no se habían hecho célebres por su noble origen sino por su virtud y sus hazañas. Y esto no lo decía precisamente por vanidad y jactancia, ni sólo porque quisiese indisponerse con los poderosos, sino porque el pueblo, complaciéndose en la mortificación del Senado, solía medir la grandeza de ánimo por la arrogancia de las expresiones, y así él era quien le impelía a humillar a los ciudadanos más sobresalientes para complacer a la muchedumbre.

X.— Luego que pasó al África, no pudiendo Metelo soportar la envidia, e incomodado sobremanera de que teniendo ya concluida la guerra, sin restar otra cosa que la materialidad de apoderarse de la persona de Yugurta, viniese Mario a recoger la corona y el triunfo, debiendo estos adelantamientos a sola su ingratitud, no aguardó a que llegara donde él estaba, sino que partió del ejército y fue Rutilio quien hizo la entrega de él a Mario, hallándose de legado de Metelo. Pero persiguió también a Mario un mal hado en la conclusión de este negocio: porque le arrebató Sila la gloria del vencimiento, como él la había arrebatado a Metelo. El modo como esto sucedió lo referiré muy por encima, por cuanto la narración circunstanciada de estos sucesos pertenece más a la Vida de Sila. Boco, rey de los Númidas superiores, era yerno de Yugurta, y mientras duró la guerra, no pareció tomar gran parte en ella, recelando de su perfidia y temiendo que aumentase su poder; mas después que reducido a la fuga y andando errante había puesto en Boco su última esperanza, y marchaba en su busca, recibiéndose éste en tal situación de desvalido más por vergüenza que por afecto, cuando le tuvo a su disposición, a las claras y en público intercedía por él con Mario, escribiéndole que de ningún modo lo entregaría; pero en secreto meditaba hacerle traición, enviando a llamar a Lucio Sila, cuestor de Mario, que había hecho favores a Boco durante aquella expedición. Luego que Sila pasó a verse con él, ya hubo alguna mudanza y arrepentimiento en aquel bárbaro, de manera que estuvo bastantes días sin resolverse entre si entregaría a Yugurta o retendría a Sila. Prevaleció por fin la primera traición, y puso a Yugurta vivo en manos de Sila, siendo ésta la primera semilla de aquella disensión cruel e irreconciliable, que estuvo en muy poco perdiese a Roma. Porque muchos, por aversión a Mario, daban por cierto que aquello había sido obra de Sila; y este mismo, habiendo labrado un sello, puso en él un grabado en que estaba la imagen de Boco en actitud de entregarle a Yugurta, sello que usaba siempre, irritando con esto a Mario, hombre ambicioso, obstinado y enemigo de repartir su gloria con nadie; a lo que contribuían también en gran manera los enemigos de éste, atribuyendo a Metelo el buen principio y progreso de aquella guerra, y su conclusión a Sila, con la mira de hacer que el pueblo dejara de admirar y apreciar a Mario sobre todos.

XI.— Mas bien presto disipó esta envidia, estos odios y estas acriminaciones contra Mario el peligro que de la parte del Poniente amenazó a la Italia, reconociéndose por todos la necesidad de un gran general, y examinando cuidadosamente la ciudad quién sería el piloto de quien se valiese en semejante tormenta; así es que, no hallándose con fuerzas ninguna de las familias nobles o ricas para tal empresa, procediendo a los comicios consulares, eligieron a Mario, que se hallaba ausente. Pues apenas recibida la noticia de la prisión de Yugurta, se difundieron las voces de los Teutones y Cimbros, increíbles al principio en cuanto al número y valor de las tropas que venían, pues se halló que en verdad eran muchas menos de lo que se decía. Con todo, eran trescientos mil hombres armados los que estaban en marcha, y además venía en su seguimiento infinidad de mujeres y niños en busca de una región que alimentase tanta gente y de ciudades en que pudieran establecerse, al modo que antes de ellos sabían haber ocupado los Celtas un país excelente en Italia expeliendo a los Tirrenos; pues, por lo demás, su ninguna comunicación con otros pueblos, y la distancia del país de donde venían, eran causa de que se ignorase qué gentes eran ni de dónde habían partido para caer como una nube sobre la Galia y la Italia. Conjeturábase, sin embargo, que eran naciones germánicas de las que habitan a la parte del Océano Boreal, por la grande estatura de sus cuerpos, por tener los ojos azules, y también porque los de Germania a los ladrones los llaman Cimbros. Hay también quien diga que la gente céltica, por la grande extensión del país y su gran muchedumbre, llega desde el mar exterior y los climas septentrionales hasta el Oriente, yendo a tocar por la laguna Meotis en la Escitia Póntica, y que de allí provenía esta mezcla de naciones, las cuales no abandonaban sus asientos de una vez, ni a la continua, sino que yendo siempre hacia adelante cada año en la primavera, iban así llevando la guerra por todo el continente; y que aunque tienen diferentes denominaciones, según los países, al ejército en general le dan la de Celtoescitas. Otros refieren que la gente cimeria, conocida en lo antiguo por los Griegos, no fue más que una parte mínima, que estrechada de los Escitas, o por sedición entre sí, o por destierro de éstos, se vio precisada a pasar al Asia desde la laguna Meotis, acaudillándola Ligdamis, pero que el grueso de ellos y lo más belicoso se hallaba establecido en los últimos términos, a la parte del mar exterior. Dícese que éstos ocupaban un país sombrío, frondoso y poco alumbrado del sol, por la muchedumbre y espesura de sus bosques, que se extienden hasta dentro de la Selva Hercinia; habiéndole caído en suerte estar bajo un cielo que parece deja poco lugar para la habitación, situados cerca del zenit en la parte donde toma elevación el polo por la inclinación de los paralelos, y donde, iguales los días en lo cortos, y en lo largos con las noches, dividen el año; que fue lo que dio ocasión a Homero para su fábula del infierno. Pues de allí se dice habían partido estos bárbaros para la Italia, dichos al principio Cimerios, y Cimbros después, por alteración, no a causa de su género de vida; aunque esto más es una conjetura que cosa que pueda tenerse por asegurada y cierta. En cuanto a su número, aun hay algunos que afirman haber sido mayor que el que se deja dicho. En el ánimo y osadía eran terribles, pareciéndose al fuego en la presteza y violencia para los hechos de armas; no había quien pudiera resistir a su ímpetu, sino que, indefectiblemente, fueron presa suya todos aquellos a cuyo país llegaron; y de los generales y ejércitos romanos, cuantos se les presentaron por la parte de la Galia transalpina, todos fueron ignominiosamente desbaratados; así, con haber peleado desgraciadamente, estos mismos los atrajeron contra Roma, pues, vencedores de cuanto encontraron, y enriquecidos con opimos despojos, habían resuelto no hacer parada en ninguna parte antes de destruir a Roma y asolar la Italia.

XII.— Oídas semejantes nuevas, como el grito común de los Romanos llamase al mando a Mario, fue nombrado segunda vez cónsul, contra la ley que no permitía elegir ausentes, y contra la que tampoco consentía que fuese alguno reelegido sin que se guardase el espacio de tiempo prefijado; no dando el pueblo oídos a los que se oponían, por cuanto juzgaba que ni era aquella la vez primera en que la ley callaba ante la utilidad pública, ni de menor valor la causa que a ello entonces obligaba, que la que hubo para nombrar cónsul a Escipión contra las mismas leyes, en ocasión en que no temían perder su propia ciudad, sino que trataban de destruir la de Cartago; así, pues, se determinó. Llegó Mario de África con su ejército en las mismas calendas de enero, que es el día en que los Romanos comienzan su año, y en él tomó posesión de Consulado, y celebró su triunfo, dando a los Romanos el increíble espectáculo de conducir cautivo a Yugurta, pues nadie esperaba que vivo él pudiera su ejército ser vencido: ¡de tal manera sabía doblarse a todas las mudanzas de fortuna, y tan diestro era en mezclar la astucia con la fortaleza! Mas llevado en la pompa perdió, según dicen, el sentido, y puesto en la cárcel después del triunfo, mientras unos le despojaban por fuerza de la túnica y otros procuraban quitarle las arracadas de oro, juntamente con ellas le arrancaron el lóbulo de la oreja. Luego que le dejaron desnudo lo arrojaron a un calabozo, donde, desesperado e inquieto: «¡Por Júpiter —exclamó—, que está muy frío vuestro baño!». Allí mismo, luchando por seis días con el hambre, y suspirando hasta la última hora por alargar la vida, pagó la pena que merecían sus impiedades. Cuéntase que se trajeron a este triunfo y fueron llevadas en él tres mil siete libras de oro, de plata no acuñada cinco mil setecientas setenta y cinco, y en dinero diez y siete mil y veintiocho dracmas. Reunió Mario el Senado después del triunfo en el Capitolio, entrando en él, o por olvido, o por hacer orgullosa ostentación de su fortuna, con las ropas triunfales; pero percibiendo al punto que el Senado no lo llevaba a bien, se levantó, y quitándose la púrpura volvió a ocupar su puesto.

XIII.— En la marcha hacía de camino trabajar a la tropa, ejercitándola en toda especie de correrías y en jornadas largas, y precisando a los soldados a llevar y preparar por sí mismos lo que diariamente había de servirles: de donde dicen proviene el que desde entonces a los aficionados al trabajo, y a los que con presteza ejecutan lo que se les manda, se les llame mulos marianos, aunque otros dan a esta expresión diferente origen. Porque queriendo Escipión, cuando sitiaba a Numancia, pasar revista, no sólo de armas y caballos, sino también de acémilas y carros, para ver en qué estado tenía cada uno estas cosas, se dice que Mario presentó un caballo perfectamente cuidado y mantenido por él mismo, y además un mulo, sobresaliendo entre todos en gordura, en mansedumbre y en fuerza; por lo que no solamente se mostró contento Escipión con esta especie de cuidado de Mario, sino que hacía frecuentemente mención de ella, y de aquí nació el que los que querían por vejamen alabar a alguno de puntual, de sufrido y de trabajador, le llamaban mulo de Mario.

XIV.— Púsose en esta ocasión la fortuna de parte de Mario; pues los bárbaros, como si quisieran tomar carrera para la irrupción que meditaban, pasaron primero a España, dándole tiempo para ejercitar el cuerpo del soldado, para infundir en su ánimo aliento y confianza, y lo que es más importante todavía, para hacer que conociese bien el carácter de su general. Porque su dureza en el mando y su inflexibilidad en los castigos parecían calidades justas y saludables a los que tenían ya el hábito de no delinquir ni faltar; y su vehemencia en la ira, lo penetrante de la voz y lo adusto del semblante, acostumbrados así poco a poco, no tanto les era a ellos terrible como creían había de serlo a los enemigos. Sobre todo era muy del gusto de los soldados su rectitud en los juicios, de la que refiere este ejemplo. Gayo Lucio, sobrino suyo, que tenía empleo de comandante en el ejército, era hombre en todo lo demás no reprensible, pero en el amor de los jóvenes no podía irse a la mano. Amaba a un joven que militaba bajo sus órdenes, llamado Trebonio; y aunque muchas veces lo había solicitado, nunca había sido bien oído; mas, en fin, una noche envió por medio de un esclavo a llamar a Trebonio; vino éste, porque no era lícito no acudir al llamamiento; pero como habiendo entrado en su tienda quisiese hacerle violencia, desenvainando la espada le quitó la vida. Acaeció esto a tiempo que Mario estaba ausente; pero a su vuelta puso inmediatamente en juicio a Trebonio, y como fuesen muchos los que le acusaban, sin que ninguno tomase su defensa, compareciendo él mismo refirió resueltamente el suceso, y tuvo testigos de que muchas veces se resistió a Lucio y que, con hacerle grandes ofertas, jamás condescendió por nada a sus deseos.

Maravillado Mario y complacido al mismo tiempo, mandó que le trajesen la corona con que por costumbre patria se recompensaban los ilustres hechos, y, tomándola en la mano, él mismo coronó a Trebonio por haber dado un excelente ejemplo en tiempo en que tanta necesidad había de ellos. Llegó la noticia a Roma, y no fue la que menos contribuyó para que se le confiriera el tercer Consulado, a lo que se agregaba que, acercándose la primavera, miraban como próxima la llegada de los bárbaros, y no querían que ningún otro general hiciese aquella guerra. Mas no llegaron tan pronto como se creía, y también se le pasó a Mario el tiempo de este Consulado.

Acercábanse las elecciones, y como hubiese muerto el colega, dejando Mario encargado del ejército a Manio Aquilio, partió para Roma. Eran muchos y muy principales los que pedían el Consulado; Lucio Saturnino, que era, de los tribunos el que más influía sobre la muchedumbre, obsequiado por Mario, hablaba al pueblo y le movía a que le nombrase cónsul. Hacia Mario el desdeñoso, rehusando aquella magistratura y diciendo que no le convenía, sobre lo que Saturnino le acusaba de traidor a la patria por rehusar el mando en medio de tan gran peligro. Estaba bien claro que hacía este papel por servir a Mario; pero los más, en vista de su pericia y de su fortuna, le decretaron el cuarto Consulado, dándole por colega a Lutacio Cátulo, varón muy respetado de los primeros personajes y no desafecto a la muchedumbre.

XV.— Instruido Mario de que los enemigos se hallaban cerca, pasó apresuradamente los Alpes, y fortificando su campamento sobre el río Ródano, condujo a él abundantes provisiones, para no ser nunca precisado a pelear mientras no le pareciese poderlo ejecutar con ventaja, por falta de las cosas precisas. La conducción por mar de lo que el ejército había menester, que antes era larga y costosa, la hizo fácil y breve. Porque tomando las bocas del Ródano con el oleaje del mar gran copia de tierra y mucha arena mezclada con cieno, la navegación era trabajosa y tardía para los abastecedores. Empleando, pues, en aquel punto el ejército, mientras no tenía otra ocupación, abrió un dilatado canal, y haciendo pasar a él gran parte del río, lo condujo por una ribera cómoda con bastante caudal para sostener buques grandes y con una entrada al mar fácil y no expuesta a cegarse; este canal todavía conserva el nombre que de él tomó. Hicieron los bárbaros dos divisiones de sus tropas, tocándoles a los Cimbros marchar contra Catulo por las alturas de los Alpes Nórdicos para vencer aquel paso, y a los Teutones y Ambrones el dirigirse contra Mario, por la Liguria y la costa del mar. Fueles preciso a los Cimbros prepararse y detenerse más; pero los Teutones y Ambrones, partiendo aceleradamente y atravesando el país que mediaba, se presentaron inmensos en número, feroces en los semblantes y en la gritería y alboroto no parecidos a ningunos otros. Ocuparon gran parte de la llanura, y, acampándose, provocaron a Mario a la batalla.

XVI.— No hacía Mario cuenta de estas baladronadas, sino que contenía a los soldados dentro de los reales, castigando ásperamente a los atrevidos y llamando traidores a la patria a los que se presentaban con ánimo de pelear por no poder contener la ira; porque la contienda con aquellas gentes no era para alcanzar triunfos o para erigir trofeos, sino para apartar lejos semejante tormenta y tempestad, salvando de este modo la Italia. Así se explicaba en confianza con los otros jefes y caudillos; pero a los soldados, manteniéndose en el valladar, les hacía por trozos que miraran a los enemigos, acostumbrándolos a ver aquellos semblantes, a oír aquella voz enteramente extraña y fiera y a enterarse de sus arreos y su táctica, para que con el tiempo la vista de aquellos objetos espantosos se los hiciera llevaderos; porque creía que la novedad acrecienta un terror falso a las cosas propias de suyo para inspirar miedo, y que la costumbre quita la admiración y asombro aun de aquellos objetos naturalmente terribles. Y aquí, no sólo la vista iba quitando continuamente algo del asombro, sino que con las amenazas y la insufrible altanería de los bárbaros la ira les encendía y abrasaba los ánimos, por cuanto los enemigos, no contentos con atropellar y asolar cuanto había alrededor, acometían a veces el campamento con grande arrojo y desvergüenza, tanto, que se dio a Mario cuenta de estas voces y quejas de los soldados: «¿Por qué cobardía nuestra nos castiga Mario prohibiéndonos con llaves y porteros como a unas mujeres el venir a las manos con los enemigos? Ea, pues, echándola de hombres libres, preguntémosle si es que espera otros que vengan a pelear por la Italia, y de nosotros piensa valerse siempre como de unos criados cuando haya que abrir canales, que quitar barro y que mudar el curso de algún río, pues parece que para estas cosas nos ejercita con continuas fatigas, y que éstas son las obras consulares de que piensa hacer a su vuelta ostentación ante los ciudadanos. ¿Teme, por ventura, los desgraciados casos de Carbón y Cepión, que fueron vencidos de los enemigos por ser ellos muy inferiores a Mario en virtud y en gloria, y por mandar un ejército que estaba muy distante de valer lo que éste? Y, en fin, hay más honor en sufrir algún descalabro, haciendo algo, que ser tranquilos espectadores de la ruina de nuestros aliados».

XVII.— Cuando Mario oyó estas cosas, sirviéronle de placer y trató de sosegar a los soldados diciéndoles que de ningún modo desconfiaba de ellos, sino que, guiado de ciertos oráculos, aguardaba el tiempo y lugar oportunos para la victoria. Porque llevaba en su compañía en litera con cierto respeto a una mujer de Siria llamada Marta, que se decía era profetisa, y de su orden hacía ciertos sacrificios. Habíala antes amenazado el Senado porque se mezclaba en estas cosas y en querer predecir lo futuro; pero después, como acogiéndose a las mujeres hubiese dado algunas pruebas, y más particularmente a la de Mario, porque puesta a sus pies había casualmente adivinado entre los gladiadores quién sería el que venciese, la mandó ésta adonde estaba Mario, que la miró con admiración, y por lo común la hacía llevar en litera. Adornábase para los sacrificios con doble púrpura, y usaba de una lanza toda en rededor ceñida de cintas y coronas. Tenía esta farsa en incertidumbre a la mayor parte de las gentes, no sabiendo si el dar así en espectáculo a aquella mujer nacía de que Mario lo creyese de veras, o de que lo fingía y aparentaba. En cuanto al maravilloso prodigio de los buitres, refiérelo Alejandro Mindio, y es que antes del vencimiento se aparecían siempre dos en derredor de la hueste, y la seguían sin desampararla, siendo conocidos por sus collares de bronce: pues los soldados lograron cogerlos, y puestos los collares, los soltaron. Desde entonces, reconociendo a los soldados, les hacían agasajos, y en viéndolos éstos en las marchas se regocijaban, esperando algún buen suceso. Mostráronse por aquel tiempo diferentes señales, las que tenían en general un carácter común; pero de Ameria y Tuderto se refirió que se veían de noche en el cielo espadas y escudos de fuego, que al principio se notaban separados, mas después chocaban unos con otros en la forma y con los movimientos que lo ejecutan los hombres que pelean, y, por fin, cediendo unos y siguiendo los otros, todos venían a caer hacia Occidente. Por el propio tiempo también de Pesinunte vino Bataces, sacerdote de la gran madre, anunciando que la Diosa le había hablado desde su tabernáculo diciendo que iban los Romanos a disfrutar de la victoria y triunfo más señalados. Diole asenso el Senado, y decretó edificar a la Diosa un templo en señal de victoria, y cuando Bataces estaba para comparecer ante el pueblo con el designio de anunciarlo, se lo estorbó el tribuno de la plebe Aulo Pompeyo, llamándole impostor y echándole a empellones de la tribuna, lo que sólo sirvió para conciliar mayor crédito a su narración; porque no bien se puso Aulo en camino para su casa, disuelta la junta, cuando se le encendió una tan fuerte calentura, que se hizo cosa muy notoria y pública entre todos haber muerto de ella dentro del séptimo día.

XVIII.— Intentaron los Teutones, viendo el sosiego de Mario, poner cerco al campamento; pero siendo recibidos con dardos que les disparaban desde el valladar, y perdiendo alguna gente, determinaron ir adelante, dando por supuesto que podían pasar sin recelo los Alpes. Tomando el bagaje, se pusieron al otro lado del campo de los Romanos, y entonces se vio principalmente su gran número por la tardanza y dilación del tránsito; se dice, en efecto, que gastaron seis días en pasar por el valladar de Mario andando sin parar. Iban siempre muy cerca, preguntando por mofa a los Romanos si mandaban algo para sus mujeres, porque pronto estarían a la vista de ellas. Cuando ya hubieron pasado los bárbaros y estaban a alguna distancia, levantó él también su campo, y los seguía de cerca, acampando siempre a su inmediación en puestos fuertes y ocupando los sitios más ventajosos para pernoctar con descanso. Marchando de esta manera, llegaron al lugar que se llama las Aguas Sextias, desde donde con poco que anduviesen se hallarían en los Alpes. Por lo mismo, se preparaba Mario a dar allí la batalla, escogiendo para su campamento una posición fuerte, pero que escaseaba de agua; queriendo, según decía, aguijonear con esto a los soldados; así es que, quejándose ellos mucho y haciéndole presente que tenían sed, les dijo, señalándoles con la mano un río que corría al lado del valladar de los bárbaros, que allí tenían bebida que se compraba a precio de sangre. «Pues ¿por qué —le respondieron— no nos guías ahora mismo contra ellos, mientras tenemos la sangre fresca?». Y él, con voz blanda, les contestó: «Antes tenemos que fortificar el campamento».

XIX.— Obedecieron, aunque de mala gana, los soldados; pero la muchedumbre de los vivanderos y asistentes, no teniendo que beber para sí ni para las acémilas, bajaron en gran número al río, llevando unos azuelas, otros segures y algunos espadas y lanzas, juntamente con los cántaros, pensando que no podrían tomar agua en paz. Resistiéronlos al principio pocos de los enemigos, a causa de que la mayor parte estaban comiendo después del baño, y otros se bañaban, porque nacen allí copiosos raudales de agua caliente, y los Romanos sorprendieron a bastante número de los bárbaros, que, reunidos, celebraban con placer y admiración las delicias de aquel sitio. Acudían muchos a los gritos; pues, por una parte, le era repugnante a Mario contener a los soldados que temían por sus domésticos, y por otra, la gente más belicosa de los enemigos, por quienes antes habían sido vencidos los Romanos con Manlio y Cepión —llamábanse éstos Ambrones, y ellos solos pasaban del número de treinta mil—, excitados también con el alboroto, corrían a las armas, si pesados en los cuerpos por la hartura, ligeros en el ánimo y acalorados con el vino. Ni su correr era desordenado como el de unos furiosos, o su gritería desconcertada, sino que, manejando las armas con cierto compás, y llevando una marcha igual, todos a un tiempo repetían muchas veces el nombre con que eran conocidos, gritando los Ambrones; o para llamarse por este medio unos a otros, o para infundir terror con aquella voz a sus enemigos. De los Italianos, los primeros que bajaron contra ellos fueron los Lígures, los cuales, luego que oyeron y percibieron aquel grito, exclamaron que aquel era su nombre patrio, pues a causa de su origen se llamaban Ambrones a sí mismos los Lígures. Resonaba, pues, alternado un mismo grito antes de venir a las manos, y los caudillos de una y otra parte lo repetían con esfuerzo, yendo a porfía en quién había de levantar más la voz; con lo que aquella gritería avivó y acaloró más la ira. A los Ambrones los desunió el río, porque no se dieron priesa a pasar y formarse; y cayendo los Lígures sobre los primeros con grande ímpetu, ya estaba trabada la batalla. Como acudiesen los Romanos en auxilio de los Lígures, corriendo de la parte superior contra los bárbaros, fueron éstos forzados a ceder, y muchos impelidos hacia el río se herían en el desorden unos a otros, llenando su corriente de sangre y cadáveres. A los que lograron volver a pasar, como no se atreviesen a hacer frente, les dieron muerte los Romanos en la fuga, que continuaron hasta su propio campamento y su bagaje. Allí las mujeres, saliéndoles al encuentro con espadas y segures, y dando espantosos y animados gritos, herían indistintamente a los fugitivos y a sus perseguidores, como traidores a los primeros, y a los otros como enemigos, metiéndose entre los que peleaban, asiendo con la mano desnuda los escudos de los Romanos, cogiéndoles las espadas y sufriendo sus heridas y golpes, sin soltarlos escudos, hasta caer muertas. Así esta batalla del río, según las relaciones, más se verificó por casualidad que no por disposición del general.

XX.— Después que los Romanos hubieron dado muerte de esta manera a un número crecido de los Ambrones, sobreviniendo la noche se retiraron; pero a esta retirada no se siguieron los cantos de victoria que a tan señalados triunfos acompañan, ni convites en las tiendas, ni regocijos en los banquetes, ni tampoco lo que es más dulce a los soldados después de haber peleado con suerte próspera, un sueño sosegado y plácido, sino que aquella noche la pasaron en la mayor inquietud y sobresalto, porque tenían el campamento sin valladar y sin fortificación alguna, quedando de los bárbaros muchos millares de hombres todavía intactos, y de los Ambrones cuantos se habían salvado se habían reunido con éstos; así, por la noche se sentía un bullicio en nada parecido a los lamentos o a los sollozos, sino que más bien un aullido feroz y un crujir de dientes, mezclado con amenazas y lloros, enviado por tan inmensas gentes, resonaba por todos los montes de alrededor y por las concavidades del río. Apoderóse, pues, de todo el contorno un eco espantoso; de los Romanos el miedo, y aun del mismo Mario cierta inquietud y asombro, por temer todo el desorden y la confusión de una batalla nocturna. Con todo, ni acometieron en aquella noche ni en el día siguiente, sino que pasaron el tiempo en ordenarse y prevenirse. En tanto, Mario, como hubiese sobre el campo de los bárbaros algunos valles angostos y algunos barrancos poblados de encinas, mandó allá a Claudio Marcelo con tres mil infantes, dándole orden de que se pusiese en celada y sobrecogiese a los enemigos por la espalda. A los demás, después de haber tomado el alimento y sueño conveniente, los formó al mismo amanecer, colocándolos delante del campamento y enviando la caballería a recorrer el terreno. Luego que los Teutones los vieron, no tuvieron paciencia para aguardar a que, bajando los Romanos, pudieran pelear en terreno igual, sino que, armados apriesa en el furor de la ira, se arrojaron al collado. Mario, enviando sus ayudas de campo por una y otra ala, les prevenía que se mantuvieran firmes e inmóviles, y que cuando ya estuvieran al alcance les arrojaran dardos y después usaran de las espadas, impeliendo con los escudos a los que viniesen de frente, porque siendo para ellos el terreno poco seguro, ni sus golpes tendrían fuerza, ni podrían protegerse con sus broqueles, puesto que la desigualdad del suelo les quitaría toda firmeza y consistencia. Cuando así exhortaba, él era el primero en obrar, porque ninguno tenía un cuerpo más ejercitado, y a todos hacía gran ventaja en el valor.

XXI.— Cuando ya los Romanos se decidieron a hacerles frente, y, cargando sobre ellos, los rechazaron en el acto de subir, desordenados algún tanto, se dirigían a lo llano, y los primeros empezaban a tomar formación en él; pero a este tiempo sobrevino gritería y desorden en los últimos, porque Marcelo estuvo atento a aprovechar la oportunidad, y luego que el rumor se sintió en las alturas, inflamando a los que tenía a sus órdenes, cargó por la espalda, causando en los últimos gran destrozo; éstos, impeliendo a los que tenían delante, en breve llenaron de turbación todo el ejército; ni sufrieron tampoco por mucho tiempo el ser heridos por dos partes, sino que dieron a huir en completo desorden. Siguiéronles los Romanos el alcance, y a doscientos mil de ellos o los cautivaron o les dieron muerte, y apoderándose de tiendas, de carros y de otros despojos, cuanto no fue saqueado decretaron quedase en beneficio de Mario, y con haberle cedido un presente tan rico, no se creyó que se había dado una cosa correspondiente a su mérito en aquel mando, por lo extraordinario del peligro. Algunos hay que no convienen en la cesión del botín ni en la muchedumbre de los que perecieron. De los de Marsella se cuenta que con los huesos cercaron sus viñas, y que la tierra, con los cadáveres que allí cayeron y con las copiosas lluvias del invierno, se abonó en tales términos, penetrando hasta muy adentro la podredumbre, que rindió una pingüe cosecha, haciendo cierto el dicho de Arquíloco de que con tal abono se fertilizan los campos. No sin causa, a las grandes batallas se siguen, en opinión de algunos, abundantes lluvias, ya sea porque algún Genio tome por su cuenta lavar y purificar la tierra con agua limpia del cielo, o ya porque la mortandad y la podredumbre levanten vapores húmedos y pesados que alteren el aire, fácil a recibir grandes mutaciones de pequeños principios.

XXII.— Después de la batalla eligió Mario, entre las armas y despojos de los bárbaros de cada especie, lo más elegante y que pudiera presentar más brillante aspecto en el triunfo, y amontonando todo lo demás sobre una hoguera se preparó a hacer un magnífico sacrificio. Estaba todo el ejército coronado y puesto sobre las armas; el cónsul, ceñido como es de costumbre, se adornó de púrpura, tomó una antorcha encendida, y levantándola con entrambas manos al cielo iba a aplicarla a la hoguera. Mas a este tiempo se vio repentinamente que unos amigos venían a caballo corriendo hacia él, lo que produjo en todos gran silencio y expectación. Cuando ya estuvieron a su lado, echaron pie a tierra, y tomando a Mario la diestra le anunciaron con parabienes el quinto Consulado, entregándole cartas en esta razón. Acrecentóse con esto el regocijo de los cánticos de victoria, y, aclamando el ejército lleno de gozo con cierto ruido compasado de las armas, volvieron los jefes a poner sobre la frente de Mario una corona de laurel, y éste encendió la hoguera y perfeccionó el sacrificio.

XXIII.— Mas, o la fortuna, o el genio del mal, o la naturaleza misma de las cosas, que no consiente que, aun en las mayores prosperidades, haya un gozo puro y sin mezcla, sino que parece complacerse en traer agitada la vida de los hombres con la continua alternativa de bienes y de males, afligió a pocos días a Mario con malas nuevas de su colega Cátulo, las que, como nube que sobrecoge en medio de la serenidad y bonanza, hacían correr a Roma nuevos peligros y tormentas. Contrapuesto Cátulo a los Cimbros, desconfió de poder guardar las alturas de los Alpes, porque tendría que debilitarse, habiendo de desmembrar su tropa en muchas divisiones. Bajando, pues, sin detenerse hacia la Italia, y poniendo ante sí al río Átesis, lo fortificó con fuertes trincheras por una y otra orilla, echando puente en medio para dar auxilio a los de la otra parte, si los bárbaros, venciendo las gargantas, los obligaban a encerrarse en sus fortificaciones Pero a éstos los animaba tal altanería y arrojo contra sus enemigos, que por sólo dar muestras de su pujanza y atrevimiento, más bien que porque condujese a nada, cuando nevaba se presentaban desnudos, y por los hielos y los balagueros profundos de nieve trepaban a las cumbres, desde donde, poniendo el cuerpo sobre unos escudos llanos, se deslizaban por entre peñascos que tenían inmensos vacíos y profundidades. Como luego que acamparon cerca y examinaron el paso del río se propusiesen cegarle, y, desgarrando los collados de alrededor, como otros gigantes arrastrasen al río árboles arrancados de cuajo, grandes peñascales y montes de tierra, con los que cortaban la corriente, y contra los pies derechos en que se sostenía la obra arrojasen pesadas moles, que se amontonaban también en el río, y con el golpe conmovían el puente, poseídos del miedo los más de los soldados, abandonaron el principal campamento y se retiraron. Mostróse tal Cátulo en esta ocasión cual conviene que sea el perfecto y consumado general, que debe anteponer a su gloria propia la de sus ciudadanos; pues luego que vio que con la persuasión no podía contener a los soldados, y que éstos, sobrecogidos, se apresuraban a marchar, mandó levantar el águila y se dirigió corriendo a ponerse al frente de los que estaban en marcha para ser el primero que guiase, queriendo que la vergüenza recayese sobre él y no sobre la patria, y que pareciese no que huían los soldados, sino que se retiraban siguiendo a su caudillo. Los bárbaros entonces, acometiendo a la fortaleza del otro lado del río, la tomaron, y a los Romanos que la defendían, hombres esforzados que se hicieron admirar por el valor digno de la patria con que pelearon, los dejaron ir libres bajo palabra de honor, jurando por el toro de bronce, el cual, tomado después en batalla, dicen haber sido llevado a casa de Cátulo como primicia de la victoria. Hallándose con esto el país destituido de toda defensa, los bárbaros lo talaban en partidas.

XXIV.— Fue a este tiempo Mario llamado a la ciudad, y, pasando a ella, todos creían que triunfaría: lo que el Senado decretó con la mejor voluntad; pero él no lo tuvo a bien, o por no querer privar a sus soldados y cooperadores de aquel honor, o por dar aliento en las cosas presentes, cediendo a la fortuna de Roma la gloria de su primer vencimiento, para que ésta apareciera mis brillante en el segundo. Por tanto, con haber hecho presente lo que el caso pedía, marchó en busca de Cátulo, inspiróle confianza, e hizo venir de la Galia sus propios soldados. Llegados que fueron, pasó el Po, y se propuso arrojar a los bárbaros que se hallaban dentro de la Italia, pero éstos hacían por diferir la batalla, con ocasión de esperar a los Teutones, admirándose de su tardanza, o porque realmente ignorasen su derrota, o porque aparentasen que no la creían; así es que a los que se la anunciaron los trataron cruelmente y enviaron mensajeros a Mario a pedirle tierra y ciudades suficientes para sí y para sus hermanos. Preguntóles Mario por los hermanos, y habiendo nombrado a los Teutones, todos los demás se echaron a reír; pero Mario les dijo por mofa: «Dejaos ahora de vuestros hermanos, que ellos ya tienen tierra, y la tendrán para siempre, habiéndosela dado nosotros». Los embajadores entonces, conociendo la ironía, se le burlaron también, diciéndole que ya llevaría su merecido, de los Cimbros inmediatamente y de los Teutones cuando viniesen. «Pues están presentes —contestó Mario— y no sería razón partieseis de aquí sin haber saludado a vuestros hermanos»; y al decir esto mandó que trajesen atados a los reyes de los Teutones, porque en la fuga habían sido tomados cautivos en los Alpes por los Sécuanos.

XXV.— Apenas se dio cuenta a los Cimbros del mensaje, cuando al punto marcharon contra Mario, que sosegadamente atendía a la defensa de su campo. Para esta batalla dicen que fue para la que Mario hizo aquella novedad de los astiles de las picas; porque antes la parte de la madera que entraba en el hierro estaba asegurada con dos puntas asimismo de hierro, y entonces Mario, dejando la una como estaba, en lugar de la otra puso una estaquilla de madera fácil de romperse, proporcionando así que al dar el astil en el escudo del enemigo no quedase recto, sino que rompiéndose la estaquilla se doblase, y la pica permaneciese clavada, por el mismo hecho de haberse encorvado la punta. Boyórix, pues, rey de los Cimbros, marchó a caballo con poca comitiva al campamento y provocó a Mario a que, señalando día y lugar, se presentara a combatir por el territorio, y éste le respondió que, sin embargo de que no solían los Romanos tomar para la batalla consejo de sus enemigos, en gracia de los Cimbros, en cuanto a día, señalaba el tercero después de aquel, y en cuanto a lugar, la comarca y llanura de Vercelas, donde podría obrar la caballería romana y desplegar cómodamente la muchedumbre de ellos; y guardando fielmente el tiempo convenido, formaron al frente unos de otros. Tenía Cátulo veinte mil y trescientos hombres, y siendo los de Mario treinta y dos mil, cogieron en medio a los de Cátulo, distribuidos en dos alas, según lo refiere Sila, que se encontró en aquella batalla. Dice que Mario, esperando cargar al ejército enemigo, principalmente por los extremos y por las alas, para que la victoria fuese propia de sus soldados, no teniendo parte Cátulo en el combate, ni viniendo a las manos con los enemigos por cuanto los de en medio formarían seno, como ordinariamente sucede en los frentes muy extendidos, distribuyó con esta mira de aquella manera las fuerzas. También se refiere que por el mismo estilo se defendió Cátulo sobre este punto, culpando mucho la mala intención de Mario contra él. La infantería de los Cimbros marchaba desde el campamento con gran reposo, siendo su fondo igual al frente, ya que cada uno de los lados de la batalla ocupaba treinta estadios. Los de caballería, que eran unos quince mil hombres, se presentaron brillantes, con cascos que representaban las bocas y rostros de las más terribles fieras, y encima, a fin de parecer mayores, penachos y plumajes, y con corazas de hierro y con escudos blancos que relumbraban. Sus armas arrojadizas eran dardos de dos puntas, y para de cerca usaban de espadas largas y pesadas.

XXVI.— No acometieron entonces de frente a los Romanos, sino que marcharon, inclinándose sobre la derecha de éstos, para envolverlos entre ellos mismos y la parte de su infantería, colocada a la izquierda; y aunque los generales romanos conocieron el intento, no tuvieron tiempo para contener a los soldados, pues habiendo gritado uno que los enemigos huían, todos se arrojaron a perseguirlos. En tanto, la infantería de los bárbaros acometía también, como si un piélago inmenso se moviese. Mario entonces, lavándose las manos y alzándolas al cielo, hizo plegarias a los Dioses con el voto de una hecatombe: oró también Cátulo, levantando igualmente las manos y ofreciendo consagrar la Fortuna de aquel día. Dícese que sacrificando Mario, como se le pusiesen delante las víctimas, exclamó con una gran voz, diciendo: «Mía es la victoria»; y Sila, además, refiere que al dar la acometida, como por venganza divina, le sucedió a Mario lo contrario de lo que había ideado, porque habiéndose levantado, como era natural, infinito polvo, que encubrió los ejércitos, como éste hubiese dispuesto de su propia fuerza en el momento que se decidió a perseguir a los enemigos, no dio con ellos en la oscuridad, sino que se fue lejos de sus huestes, andando largo tiempo por la llanura; y en tanto los enemigos dieron casualmente con Cátulo, siendo lo más recio del combate contra éste y contra sus soldados, entre los que estaba formado el mismo Sila; quien añade que pelearon en favor de los Romanos el calor y el sol, que daba en los ojos a los Cimbros. Porque siendo fuertes para sufrir la intemperie, criados, según hemos dicho, en lugares tenebrosos y fríos, se sofocaban con el calor, y cubiertos de sudor, fuera de aliento, se ponían los escudos delante del rostro, mayormente dándose esta batalla después del solsticio de verano, cuya fiesta se celebraba en Roma tres días antes de empezar el mes que ahora dicen agosto y entonces sextilis. También el polvo contribuyó a aumentar en los Romanos el arrojo, por cuanto, ocultándoles los enemigos, no veían su excesivo número, sino que corriendo cada uno contra los que tropezaban, así lidiaban con ellos sin haber concebido antes temor con su vista. Y estaban tan metidos en fatiga y tan hechos a ella, que nadie vio a ninguno de los Romanos ni sudar ni con sobrealiento, con haberse sostenido este combate en medio del mayor ardor del verano, y a costa de un continuo correr, como dicen haberlo escrito el mismo Cátulo celebrando a sus soldados.

XXVII.— Pereció allí la mayor y más esforzada parte de los enemigos, porque, para no desordenarse en la formación, los primeros de línea estaban enlazados unos a otros con largas cadenas prendidas a los ceñidores. Los que perseguidos se retiraban hacia su campo, todavía encontraban peor suerte; porque las mujeres, puestas de negro sobre los carros, daban la muerte a los que así huían; unas a sus maridos, otras a sus hermanos, otras a sus padres; y de sus hijos, a los niños pequeños, ahogándolos con sus propias manos, los arrojaban debajo de las ruedas y de los pies de las bestias, y después se quitaban ellas la vida. Cuéntase de una que, habiéndose ahorcado del timón de un carro, tenía a sus hijos colgados de sus pies con cordeles a uno y otro lado. Los hombres, a falta de árboles, se ahorcaban de las astas de los bueyes, y otros, poniendo atado el cuello a las patas de éstos, después los picaban con aguijones para que, echando a andar, los arrastrasen y pisasen. Y con todo de quitarse tan espantosamente la vida, aún cautivaron los Romanos a sesenta mil, habiendo sido otros tantos, según se dice, los que murieron. El bagaje lo saquearon los soldados de Mario; pero los despojos, las insignias y las trompetas se dice que fueron llevados al campamento de Cátulo, que era el más fuerte argumento de que éste se valía para probar que había sido suya la victoria. Como la contienda pasase hasta los soldados, fueron tomados por árbitros los embajadores de Parma que se hallaban presentes, y los de Cátulo los llevaban por entre los enemigos muertos, haciéndoles ver que hablan sido traspasados con sus picas, que eran conocidas por las letras con que en el astil tenían grabado el nombre de Cátulo. Sin embargo, la primera victoria y el primer lugar en el mando dicen bien a las claras que todo fue obra de Mario. Así, los más le apellidaban tercer fundador de Roma, por no haber sido este peligro, vencido ahora, inferior en nada al de los Galos; y sacrificando en sus casas con sus mujeres y sus hijos, ofrecían las primicias del banquete y de la libación a los Dioses y Mario a un mismo tiempo, juzgando que a él sólo debían decretarse uno y otro triunfo. Mas no triunfó de esta manera, sino juntamente con Cátulo, queriendo mostrarse moderado en tanta prosperidad, aunque pudo también ser miedo a los soldados que se hallaban formados, con ánimo, si Cátulo era privado de este honor, de no permitir que aquel tampoco triunfase.

XXVIII.— Pasó, pues, el quinto Consulado, y aspiró al sexto como nadie antes de él; en todo cedía a la muchedumbre, queriendo parecer blando y popular, no sólo fuera de la gravedad y del decoro propio de aquella magistratura, sino muy fuera también de su carácter, poco acomodado para ello. Era, pues, según se dice, muy irresoluto, por su misma ambición en las cosas de gobierno, cuando se manifestaban agitaciones populares, y aquella imperturbabilidad y firmeza en las batallas le abandonaban en las juntas públicas, saliendo fuera de sí con cualquiera alabanza o reprensión. Con todo, se refiere que habiendo peleado en la guerra con el mayor valor unos mil Camerinos, les concedió el derecho de ciudadanos, y como esto pareciese contra la ley, y aun algunos se lo objetasen, respondió que con el ruido de las armas no había podido oír la ley. Mas lo que parece le acobardaba e intimidaba sobre todo era la gritería en las juntas. Ello es que en las armas llegó a gran poder y dignidad porque le habían menester; pero en las cosas de gobierno, no teniendo cualidades para sobresalir, se acogió a la gracia y al favor de la muchedumbre, haciendo poca cuenta de ser bueno, como fuese grande. Estaba, por tanto, mal con todos los principales; pero temía más especialmente a Metelo, con quien había sido ingrato, porque, naturalmente, era hombre que tenía declarada guerra a los que contra lo recto y bueno condescendían con la muchedumbre y gobernaban a su placer: así, espiaba el modo de echarle de la ciudad. Para esto procuró hacer suyos a Glaucias y Saturnino, hombres audacísimos, que tenían a su disposición toda la gente pobre y revoltosa, y de ellos se valía para publicar leyes. Acrecentó también el influjo de la gente de guerra, haciendo que intervinieran en las juntas públicas y formando con ella partido contra Metelo, y aun, según refiere Rutilio, hombre, en lo demás, de probidad y de verdad, pero particularmente desafecto a Mario, para alcanzar este sexto Consulado derramó mucho dinero en las curias, comprándolas a precio de él, a fin de que fuera excluido Metelo y de que se le diera a Valerio Flaco, más bien por dependiente que por colega en el Consulado. Y antes de él a ninguno otro, fuera de Valerio Corvino, decretó el pueblo otros tantos Consulados; pero respecto de aquel, desde el primero hasta el último se pasaron cuarenta y cinco años; y a Mario, después del primero, por los otros cinco le llevó corriendo su extraordinaria fortuna.

XXIX.— Por último, principalmente, era ya mal visto a causa de las malas condescendencias que tenía con Saturnino, de las cuales fue una la muerte de Nonio, a quien la dio Saturnino, porque era su competidor en el tribunado de la plebe. Después de creado tribuno introdujo la ley de división de terrenos, en la que pasó como uno de los artículos que el Senado había de presentarse a jurar que guardaría lo decretado por el pueblo y a nada haría contradicción. Fingió Mario en el Senado oponerse a esta parte de la ley, diciendo que no juraría ni creía que jurase quien estuviese en su juicio, porque no siendo la ley perjudicial era un especie de insulto que al Senado se le hiciese prestarse por fuerza y no por persuasión y propia voluntad. Habló de este modo, no porque pensase así, sino por armar a Metelo un lazo del que no pudiese escapar; pues que él por sí, teniendo por virtud y por gracia el contradecirse y el mentir, ningún caso haría de lo que hubiese asegurado en el Senado, pero sabiendo bien que Metelo, hombre entero, tenía a la verdad por el mejor principio de una gran virtud, según expresión de Píndaro, quería antecogerlo con que se negase a jurar en el Senado, para que cayera después con el pueblo en una irreconciliable enemistad, como efectivamente sucedió: porque diciendo Metelo que no juraría, con esto se disolvió el Senado. Mas después de pocos días, llamando Saturnino a la tribuna a los senadores y obligándolos a pronunciar el juramento, pareció Mario, y hecho silencio, fijándose los ojos de todos en él, envió muy noramala todo cuanto varonil y rectamente había dicho en el Senado, y en vez de ello expresó que no tenía el cuello bastante ancho para ser el primero que se pronunciase en negocio de tanta gravedad; así que juraría y obedecería a la ley, si acaso era ley; añadiendo esta sabia precaución para dar algún color a tamaña desvergüenza. Y el pueblo, celebrando mucho que jurase, palmoteó e hizo aclamaciones, pero en los principales causó la mayor indignación y odio esta inconsecuencia de Mario. Juraron todos después en seguida por temor del pueblo, hasta llegar a Metelo; pero éste, a pesar de que sus amigos le persuadían y rogaban que jurase y no se atrajese las insufribles penas que Saturnino había propuesto contra los que no juraran, no se apartó de su propósito, ni juró, sino que se mantuvo en su severidad de costumbres; y resuelto a sufrir toda clase de males por no ceder a nada que fuese injusto, se retiró de la plaza pública, diciendo a los que le acompañaban que el hacer una cosa injusta era malo, el hacer lo justo cuando no hay peligro, cosa muy común, pero que lo propio de un hombre recto y bueno era el hacer lo justo a pesar de todo peligro. En seguida propuso Saturnino que decretasen los cónsules vedar a Metelo el uso del fuego, del agua y del domicilio, y parecía que lo más despreciable de la muchedumbre estaba dispuesto a quitarle la vida; pero mostrándose afligidos los principales ciudadanos y pasando a hablarle, no dio lugar a que por su causa hubiese una sedición, sino que salió de la ciudad haciendo este juiciosísimo raciocinio: «O las cosas mejorarán y se arrepentirá el pueblo, en el cual caso volveré llamado, o permanecerán del mismo modo, y entonces lo mejor es estar fuera». Mas de cuánto aprecio y honor gozó Metelo después de su destierro y cómo pasó su vida en Rodas dado a la filosofía, lo diremos más oportunamente cuando tratemos de él.

XXX.— Precisado Mario con estos servicios a disimular en Saturnino que se propasara a toda clase de abusos, no echó de ver que no era un mal pequeño el que causaba, sino tal y tan grande que, por medio de armas y de muertes, iba a parar en la tiranía y en el trastorno del gobierno. Y con humillar a los principales y agasajar a la muchedumbre, tuvo finalmente que abatirse a un hecho sumamente bajo y vergonzoso, porque habiendo ido a su casa de noche los varones principales a hablarle contra Saturnino, recibió a éste por otra puerta sin noticia de aquellos, y tomando por pretexto para con unos y con otros una descomposición de vientre, ya estaba en una parte, ya en otra, con lo que sólo consiguió indisponerlos e irritarlos más entre sí. Y aun todavía pasó más adelante, porque, inquietados y sublevados el Senado y los caballeros, introdujo armas en la plaza, y habiéndolos perseguido hasta el Capitolio los sitió por sed, cortando los acueductos. Diéronse, pues, por vencidos, y le enviaron a llamar, entregándosele bajo la que se llama fe pública; y, aunque se desvió por salvarlos, esto no sirvió de nada, porque al bajar a la plaza fueron asesinados. Este suceso le indispuso ya con los poderosos y con el pueblo, por lo que vacando la censura no se atrevió a pediría, a pesar de su gran autoridad, sino que por miedo de la repulsa dio lugar a que otros menos caracterizados que él fuesen elegidos; bien que pretextaba que no quería ganarse por enemigos a muchos, teniendo que examinar severamente su vida y sus costumbres.

XXXI.— Hízose decreto para restituir a Metelo del destierro, y él de palabra y de obra lo impugno con vehemencia; pero en vano, teniendo por último que ceder. Sancionóle, pues, el pueblo con muy decidida voluntad, y, haciéndosele insufrible el presenciar la vuelta de Metelo, se embarcó para la Capadocia y la Galacia, aparentando que era para cumplir a la Madre de los Dioses el voto que le habla hecho, pero teniendo en realidad otra causa para aquel viaje, ignorada de los demás, y era que, no habiendo recibido de la naturaleza las dotes de la paz y del gobierno, y debiendo su ensalzamiento a la guerra, como creyese que poco a poco se iban marchitando en el ocio y el reposo su gloria y su poder, se propuso buscar nuevos motivos de desazones y contiendas, porque esperaba que si inquietaba a los reyes, y provocaba y excitaba a la guerra a Mitridates, el más poderoso y de más fama, al punto se le nombraría general contra él, y tendría ocasión de adornar la ciudad con nuevos triunfos y de llenar su casa con los despojos del Ponto y con las riquezas de su rey. Por esta razón, aunque Mitridates le trató con los mayores miramientos y el mayor respeto, no por eso se ablandó ni se mostró apacible, sino que le dijo: «O hazte ¡oh rey! más poderoso que los Romanos, o ejecuta en silencio lo que te se mande», dejándole asombrado, no el nombre romano, de que había oído hablar muchas veces, sino aquel descaro de que entonces por la primera vez tenía idea.

XXXII.— Vuelto a Roma, edificó una casa junto al foro, o, como él decía, por no incomodar a sus clientes teniendo que ir lejos, o por creer que esta era la causa de ser menos obsequiado con visitas que otros; lo que no era así, sino que no igualándolos ni en el trato ni en las relaciones y usos políticos, como de instrumento de guerra, no se hacía caso de él en la paz. Y lo que es respecto de otros aun llevaba menos mal que se le desatendiese, pero le mortificaba sobremanera la preferencia de Sila, que había sido fomentado contra él por envidia de los principales, y para quien las diferencias con el mismo Mario habían sido principio de fortuna. Sucedió luego que Boco el Númida, recibido por aliado de los Romanos, colocó en el Capitolio unas victorias portadoras de triunfos, y entre ellas, en efigie de oro, a Yugurta, entregado a Sila por el mismo Boco; y esto sacó a Mario fuera de sí de ira y de soberbia, por cuanto parecía que Sila se atribuía aquel hecho; así se proponía destruir por la fuerza aquellos votos, y, por el contrario, Sila defenderlos; pero esta contienda, que faltaba muy poco para que saliese al público, la cortó la guerra social que repentinamente tuvo sobre sí la ciudad. Porque las naciones más belicosas y de mayor población de la Italia se sublevaron contra Roma, y estuvo en muy poco el que la hiciesen decaer del imperio, no sólo fuertes en armas y en varones, sino asistidas de caudillos que en el valor y en la pericia eran admirables y competían con los de ésta.

XXXIII.— Esta guerra, varia en los efectos y más varia que ninguna otra en los sucesos, cuanto acrecentó en gloria y en poder a Sila, otro tanto menguó a Mario; porque fue tenido por tardo en el acometer, y nimiamente cuidadoso en todo; de manera que, bien fuese porque la vejez hubiese apagado en él la antigua actividad y ardor, pues pasaba ya entonces de sesenta y cinco años, o bien porque, como él decía, padeciendo de los nervios y faltándole la agilidad del cuerpo, por pundonor se había empeñado en aquella guerra a más de lo que podía. Con todo, salió vencedor en una gran batalla con muerte de seis mil enemigos, y nunca dio lugar a éstos para que sacaran la menor ventaja; y, sin embargo, de que le cercaron en sus trincheras y le insultaron y provocaron, no pudieron irritarle; refiérese también que habiéndole dicho Publio Silón, que era entre ellos el de mayor autoridad y poder, «si eres gran general ¡oh Mario! baja y pelea», le respondió: «Pues tú, si eres gran general, ven y precísame a pelear aunque no quiera». En otra ocasión, habiendo dado los enemigos oportunidad para venir a las manos, como los Romanos hubiesen mostrado temor, luego que unos y otros se retiraron, convocó a junta a los soldados, y «no sé —les dijo— si tendré por más cobardes a los enemigos o a vosotros; porque ni aquellos han podido ver vuestra espalda ni nosotros su colodrillo». Por fin, dejó el mando del ejército, imposibilitado a continuar por su debilidad.

XXXIV.— Estando ya entonces muy al cabo esta guerra de Italia, había muchos que, excitados por los demás, solicitaban la guerra de Mitridates, y para ella, fu era de toda esperanza, presentó a Mario el tribuno de la plebe, Sulpicio, hombre sumamente atrevido, nombrándole general contra Mitridates, con la calidad de procónsul. Mas el pueblo se dividió, tomando unos el partido de Mario, y otros proponiendo a Sila, y diciendo que Mario se fuera a Bayas a tomar baños termales y curarse de sus dolencias, teniendo el cuerpo debilitado, como él decía, con la vejez y con el reuma. Porque tenía Mario allí, cerca de los de Mesina, una magnífica casa con más comodidades y regalos mujeriles de lo que correspondía a un varón que tales guerras y expediciones había acabado. Dícese que esta casa la compró Cornelia en sesenta y cinco mil denarios, y que de allí a muy poco tiempo la volvió a comprar Lucio Luculo en quinientos mil y doscientos: ¡tanta fue la celebridad con que se precipitó el lujo y tanto el aumento que tuvieron el regalo y la molicie! Mario, queriendo con tanta ansia como impropiedad disimular la vejez y los achaques, bajaba todos los días al campo, y ejercitándose con los jóvenes hacía ostentación de un cuerpo ágil para las armas y expedito para montar, aunque, en realidad, con los años, su cuerpo por la mole se había hecho poco manejable, hallándose sobrecargado de gordura y carne. Algunos había a quienes satisfacía con esto, y bajando asimismo al campo veían con gusto sus ejercicios y ocupaciones; pero los que mejor lo examinaban miraban con desdeñosa compasión su avaricia y su soberbia; pues habiendo llegado a ser de pobre muy rico, y de pequeño muy grande, no discernía el término de la felicidad, y ni estaba contento con ser admirado, ni gozaba tranquilo de su dicha presente, sino que, como si todo le faltase, sacando de los triunfos y de la gloria una vejez tan adelantada, iba a arrastrarla a Capadocia y al Ponto Euxino, para combatir con Arquelao y Neoptólemo, sátrapas de Mitridates. Las excusas que sobre esto daba Mario eran del todo ridículas, porque decía ser su ánimo que su hijo a su presencia se ejercitase en la milicia.

XXXV.— Manifestaron estas cosas la oculta enfermedad de que largo tiempo había adolecía Roma, habiendo encontrado Mario el instrumento más a propósito para la ruina común en la osadía de Sulpicio; el cual, admirando y emulando por los demás las malas artes de Saturnino, aun ponía la tacha de irresolución y tardanza a sus disposiciones. Mas el por nada se acobardaba, teniendo para todo a sus órdenes seiscientos hombres de caballería, como si fueran sus guardias, a los que llamaba el contrasenado. Marchó, pues, con armas contra los cónsules a tiempo de hallarse en junta pública, y, habiendo podido el uno huir de la plaza, alcanzó a un hijo suyo y le quitó la vida. Sila, huyendo por delante de casa de Mario, contra todo lo que podía esperarse, se entró en ella sin que lo advirtiesen los que le perseguían, que se pasaron de largo; y se dice que habiéndole dado el mismo Mario salida segura por otra puerta, se marchó al ejército; pero el mismo Sila, en sus Comentarios, no dice que se acogió a casa de Mario, sino que fue llevado a ella para deliberar sobre los objetos que Sulpicio le precisaba a decretar contra su voluntad, teniéndole rodeado de gentes con armas desnudas y arrastrándole a casa de Mario, hasta que pasando de allí a la plaza, como ellos lo deseaban, alzó el entredicho. En este estado, árbitro ya Sulpicio de todo, confirió a Mario el mando, y éste, preparándose a salir, envió a dos tribunos a hacerse cargo del ejército de Sila. Mas inflamando Sila a sus soldados, que eran treinta mil infantes y unos cinco mil de caballería, guió para la ciudad. Mario, en tanto, daba en Roma muerte a muchos de los amigos de Sila, y publicaba libertad para los esclavos que se alistasen; pero se dijo que sólo se presentaron tres. Hizo alguna resistencia a Sila a su llegada; pero como en breve fuese vencido, huyó. Los que estaban a su lado, apenas salió de la ciudad, se dispersaron siendo de noche, y él se acogió a una de sus quintas llamada Salonia, desde donde envió a su hijo a los campos de Mucio, su yerno, que no estaba lejos, a proveerse de lo necesario, y bajando a Ostia, como un amigo suyo llamado Numerio le hubiese aparejado un barco, sin esperar al hijo se embarcó, llevando consigo a Granio su entenado. El joven, luego que llegó a los campos de Mucio, tomó y previno algunas cosas; pero, cogiéndole el día, no pudo ocultarse del todo a los enemigos, pues que se dirigía a aquel sitio gente de a caballo corriendo, sin duda por sospecha. Habiéndolos visto con tiempo el granjero, ocultó a Mario en un carro cargado de habas, y unciendo los bueyes se fue hacia los de a caballo, conduciendo a Roma su carro. Llevado de este modo Mario a la casa de su mujer, se hizo de las cosas que necesitaba, y por la noche se encaminó al mar, montó en un barco que pasaba al África e hizo en él esta travesía.

XXXVI.— El viejo Mario, luego que dio la vela, tuvo viento favorable, con el que se puso más allá de la Italia; pero temiendo a un tal Geminio, persona poderosa en Tarracina, que era su enemigo, previno a los marineros se apartasen de aquel puerto. Ellos bien querían complacerle; pero, habiéndose levantado viento del mar, que causaba gran marejada, como pareciese que el barco no podía resistir a sus embates, y Mario se hallase sumamente indispuesto con el mareo, tuvieron que acercarse a tierra, y se acercaron, no sin dificultad, a la playa de Circeo. Como se arreciase la tempestad y les faltasen los víveres, hubieron de saltar en tierra, y se echaron a andar sin mira cierta, experimentando lo que sucede en los grandes apuros, que es huir de lo presente como más intolerable, y tener la esperanza en lo que no se ve, pues que les era enemiga la tierra, enemigo el mar, terrible el tropezar con hombres, y terrible también el no tropezar, estando desprovistos de todo. Por fin, ya tarde, se encontraron con unos vaqueros, que, aunque no tenían nada que darles, reconociendo a Mario, le advirtieron de que era preciso se retirase a toda priesa, porque poco antes se habían aparecido allí muchos hombres de a caballo corriendo en su busca. Constituido con esto en la mayor consternación, tanto más que los que le acompañaban estaban ya desfallecidos de hambre, por entonces se desvió del camino, y, emboscándose en una selva espesa, allí pasó la noche con el mayor trabajo. Al día siguiente, estrechado de la necesidad, y queriendo dar algún movimiento a su cuerpo antes que del todo se entorpeciese, empezó a discurrir por la ribera, alentando a los que le seguían y pidiéndoles que no destruyesen con desmayar antes de tiempo su última esperanza, para la que se guardaba confiado en un antiguo agüero. Porque siendo todavía muy muchacho, y jugando por el campo, recibió en su manto el nido de un águila arrojado por el viento, en el cual había siete polluelos. Viéndolo sus padres, y teniéndolo a maravilla, consultaron a los agoreros, y éstos respondieron que vendría a ser el más ilustre entre los hombres, y no podría menos de ejercer siete veces el principal mando y magistratura. Unos dicen que efectivamente le sucedió esto a Mario; pero otros sostienen que los que se lo oyeron en aquella fuga, y le dieron crédito, escribieron una narración del todo fabulosa, porque el águila no pone más de dos huevos; por tanto, que también se engañó Museo al decir de esta ave:

Pone tres, saca dos, y el uno cría.

Mas todos convienen que en la fuga y en todos sus grandes conflictos se le oyó decir muchas veces a Mario que había de llegar al séptimo Consulado.

XXXVII.— Estando ya como a unos veinte estadios de Minturnas, ciudad de Italia, ven una partida de caballería que se dirigía hacia ellos y casualmente dos barcos que pasaban. Dan, pues, a correr hacia el mar, según a cada uno le ayudaban sus pies y sus fuerzas, y haciendo cuanto pueden se acercan a las naves, de las cuales toma una Granio y pasa a la isla que estaba enfrente, llamada Enaria. A Mario, pesado de cuerpo y difícil de manejar, le llevaban dos esclavos, no sin gran dificultad y trabajo, y así llegaron hasta el mar, y le pusieron en la otra nave, a tiempo que ya los soldados estaban encima e intimaban desde tierra a los marineros que atracasen o les entregasen a Mario, yendo adonde bien visto les fuese. Rogábales Mario con lágrimas, y los dueños de la nave, como sucede en tal estrecho, tenían mil varios pensamientos sobre lo que harían: por fin respondieron que no entregarían a Mario. Enfurecidos aquellos se marcharon y ellos, mudando otra vez de parecer, se encaminaron a tierra; y junto a la embocadura del río Liris, donde forma una ensenada pantanosa, echaron áncoras, proponiéndole que bajase a tierra a tomar alimento y reparar las fuerzas, que tenía decaídas, hasta que hubiese viento; que le había a la hora acostumbrada, calmándose el mar, y soplando de la laguna una brisa suave, la que era suficiente. Persuadido Mario, se prestó a ejecutarlo, y sacándole los marineros a tierra, reclinado sobre la hierba, estaba bien distante de lo que le iba a suceder; vueltos aquellos a la nave, levantaron áncoras y huyeron, creyendo que ni era cosa honesta el entregar a Mario, ni segura el salvarle. Falto así de todo auxilio humano, permaneció largo tiempo inmóvil, tendido en la ribera; mas al fin, recobrándose con suma dificultad, empezó, en medio de su aflicción, a dar algunos pasos sin camino, y pasando por pantanos profundos y por zanjas llenas de agua y cieno, arribó a la cabaña de un anciano encargado de la laguna. Arrojóse a sus pies, y le rogó que se hiciese el protector y salvador de un hombre que, si evitaba la calamidad presente, podría recompensarle más allá de sus esperanzas. El anciano, o porque ya le conociese, o porque a su vista concibiese idea de que era un hombre extraordinario, le dijo que para tomar reposo podría bastar su chocilla; pero que si andaba errante por huir de algunos, él le ocultaría en lugar en que pudiese estar con la mayor tranquilidad. Rogóle Mario que así lo hiciese, y, llevándole a la laguna, mandóle que se tendiese en una profundidad próxima al río, y le echó encima muchas cañas y ramaje de las demás plantas, todo ligero y puesto de manera que no pudiera ofenderle.

XXXVIII.— No se había pasado largo rato cuando siente ruido y alboroto que venía de la choza; y era que Geminio había enviado mucha gente en su persecución, de la cual algunos habían llegado allí por casualidad, y atemorizaban y reñían al anciano, haciéndole cargo de haber amparado y haber ocultado a un enemigo de los Romanos. Levantándose, pues, Mario y desnudándose, se metió en la laguna, que no tenía más que agua sucia y cenagosa; así no pudo ocultarse a los que le buscaban, sino que le sacaron desnudo y cubierto de cieno como estaba, y llevándole a Minturnas, le entregaron a los magistrados; se había pregonado, en efecto, por toda la ciudad un edicto acerca de Mario, en que se prevenía que públicamente se le persiguiese y matase. Creyeron con todo los magistrados que debían tomarse algún tiempo para deliberar, y depositaron a Mario en casa de una mujer llamada Fania, que parecía no estar bien con él por causa anterior. Estaba casada Fania con Tinio, y, separada de él, pedía su dote, que era cuantiosa; acusábala éste de adulterio, y fue juez en esta causa Mario en su sexto Consulado. Celebrando el juicio, se halló que Fania era de mala conducta; pero que el marido se casó con ella sabiéndolo y habían vivido mucho tiempo juntos; por lo que Mario miró mal a ambos, y al marido le mandó que volviese la dote, y a ella para afrenta la condenó en la multa de cuatro ases. Pues con todo, Fania no se portó como mujer a quien se hubiese hecho una injusticia, sino que luego que vio a Mario, muy distante de hacerle el menor mal, no miró sino a su situación, y le dio ánimo. Celebróla Mario, y díjole que estaba confiado, porque había visto una buena señal, que era la siguiente: Cuando le llevaban a casa de Fania, al estar junto a ella, abiertas las puertas, salió de adentro un borrico corriendo para ir a beber de una fuente que estaba inmediata, miró a Mario blanda y suavemente, paróse un poco delante de él, dio un gran rebuzno y retozó a su lado con cierto engreimiento. Reuniendo estos hechos, decía Mario que el prodigio indicaba haberle de venir la salud más bien del mar que de la tierra, pues que el borrico, no haciendo cuenta de la comida que tenía en el pesebre, la había dejado y se había ido a buscar el agua. Dicho esto, se fue a recoger solo, dando orden de que le cerraran la puerta del cuarto.

XXXIX.— Reunidos a deliberar los magistrados y prohombres minturneses, resolvieron que sin más detención se le diera muerte: de los ciudadanos, ninguno quiso encargarse de la ejecución; pero un soldado de a caballo, Galo o Cimbro, pues se ha dicho uno y otro, tomando una espada marchó en su busca. La parte del cuarto en que dormía Mario no tenía muy clara luz, sino que más bien estaba casi del todo oscura, y se dice haberle parecido al soldado que los ojos de Mario arrojaban mucha lumbre y que de la oscuridad había salido una gran voz que decía: «¿Y tú, hombre, te atreves a dar muerte a Gayo Mario?»; por lo que había salido huyendo, y, arrojando la espada, se marchó de la casa, sin que se le oyese otra cosa sino: «Yo no puedo matar a Mario». Cayó sobre todos grande admiración, y a poco compasión y arrepentimiento del parecer que habían adoptado, reprendiéndose a sí mismos de una determinación injusta e ingrata al mismo tiempo con un hombre que había salvado la Italia y a quien no ayudar era cosa abominable. «Huya, pues, adonde le convenga para cumplir en otra parte su hado, y roguemos nosotros a los Dioses no nos castiguen de echar de nuestra ciudad a Mario, pobre y desnudo». Discurriendo de este modo, encamínanse en tropel adonde estaba, rodeándole todos y tomando por su cuenta conducirle hasta el mar; pero mientras uno le regala una cosa y otro otra, afanándose todos por él, se da ocasión a haber de perderse tiempo; porque el bosque llamado Marica, al que tienen en veneración, guardándole con cuidado, sin extraer jamás de él nada que se hubiese introducido, era un estorbo para el camino del mar, siendo preciso hacer un rodeo; hasta que un anciano exclamó que no había camino ninguno inaccesible o intransitable cuando se pensaba en salvar a Mario, y siendo el primero a tomar alguna cosa de las que habían de llevarse a la nave, marchó por el bosque.

XL.— Además de haberle socorrido con tanta largueza, un tal Beleo le proveyó de barco, y escribiendo en una tabla la serie de estos sucesos, la colocó en el templo; desde donde montando Mario en la nave, dio vela con próspero viento. Casualmente aportó a la isla Enaria, donde encontró a Granio y los demás amigos, y con ellos navegó para el África. Faltóles la aguada y les fue preciso tocar en la Sicilia, cerca de Ericina, y hallándose por casualidad guarneciendo aquellos puntos un cuestor romano, estuvo en muy poco el que diese muerte a Mario al saltar en tierra; la dio, sin embargo, a unos diez y seis de los que salieron a tomar agua. Zarpando de allí Mario a toda priesa, y atravesando el mar, llegó a la isla Meninge, donde primero tuvo noticia de que el hijo se había salvado con Cetego y se había dirigido a Hiempsal, rey de los Númidas, en demanda de socorro. Respirando con estas nuevas se alentó para pasar de la isla a Cartago. Mandaba a la sazón las armas en el África Sextilio, varón romano, que no había recibido de Mario ni injuria ni beneficio, pero de quien éste esperaba algún favor por pura compasión. Mas apenas había bajado a tierra con unos cuantos, le salió al encuentro un lictor y, parándosele delante, le dijo de este modo: «Te intima ¡oh Mario! el pretor Sextilio que no pongas el pie en el África, y que de lo contrario sostendrá los decretos del Senado, tratándote como enemigo de los Romanos». Al oírlo, Mario se quedó de aflicción y congoja sin palabras, y estuvo largo rato inmóvil, mirando con indignación al lictor. Preguntóle éste qué decía y qué contestaba al general. Entonces, dando un profundo suspiro: «Dile —le respondió— que has visto a Mario fugitivo sentado sobre las rutas de Cartago»; poniendo con razón en paralelo la suerte de esta ciudad y la mudanza de su fortuna para que sirviera de ejemplo.

En tanto, Hiempsal, rey de los Númidas, estando en sus resoluciones a dos haces, trató con consideración al joven Mario; pero cuando quería marchar le detenía siempre con algún pretexto; y desde luego podía discurrirse que no había un buen fin para esta detención. Con todo, por uno de aquellos sucesos que no son raros pudo salvarse; porque siendo este mozo de muy recomendable figura, una de las amigas del rey sentía mucho verle padecer sin motivo, y esta compasión era un principio y pretexto de amor. Mario, en los primeros momentos, la desairó; pero cuando ya vio que su suerte no tenía otra salida, y que aquella mujer obraba más de veras que lo que correspondía a un mal deseo pasajero, condescendió con su buena voluntad, y facilitándole ella la evasión, y huyendo con sus amigos, se encaminó al punto donde su padre se hallaba. Luego que recíprocamente se saludaron, caminando por la orilla del mar, se ofrecieron a su vista unos escorpiones que entre sí peleaban, lo que a Mario pareció mala señal; subiendo, pues, en un barco de pescador, hicieron viaje a Cercina, isla que no dista mucho del continente; fue tan poco lo que se adelantaron, que cuando daban la vela vieron venir soldados de a caballo de los del rey corriendo al mismo sitio donde se embarcaron, por lo que le pareció a Mario haberse librado de un peligro que en nada era inferior a los otros.

XLI.— Decíase en Roma que Sila hacía la guerra en la Beocia a los generales de Mitridates; mas en Tanto, desavenidos los cónsules, corrían a las armas, y librándose batalla, Octavio, que quedó vencedor, desterró Cina, que quería ejercer un imperio tiránico, nombrando cónsul en su lugar a Cornelio Merula; pero Cina, reuniendo tropas del resto de Italia, se declaraba en guerra contra ellos. Llegando Mario a entender estas cosas, parecíale que debía embarcarse cuanto antes, y tomando algunos hombres de a caballo de los moros de África, y algunos otros de los que se habían pasado de la Italia, que entre unos y otros no excedían de mil, se hizo con ellos al mar. Arribó a Telamón de Etruria, y saltando en tierra, ofreció por público pregón la libertad a los esclavos; y como de los labradores y pastores libres de la comarca acudiesen muchos al puerto atraídos de su fama, ganando a los que vio más esforzados, en pocos días unió una considerable fuerza de tierra y tripuló cuarenta galeras. Como supiese que Octavio era hombre recto, que no quería mandar sino de un modo justo, y que, por el contrario, Cina, además de ser sospechoso a Sila, se había declarado contra el gobierno existente, determinó unirse a éste con todas sus fuerzas; envióle, pues, a decir que, reconociéndole por cónsul, haría cuanto le ordenase. Admitió el partido Cina y le nombró procónsul, remitiéndole las fasces y todas las demás insignias del mando: pero respondió que el adorno no se avenía a su presente fortuna: así es que desde el día de su destierro en la edad ya de más de setenta años no traía sino ropas desaliñadas, con el cabello crecido, andando siempre muy despacio para excitar compasión; pero con este aparato miserable iba siempre mezclado el ceño natural de su terrible semblante, y la clase de su abatimiento descubría bien que su soberbia no se había humillado sino más bien irritado con las mudanzas de su suerte.

XLII.— Después que saludó a Cina, se presentó a los soldados, puso al punto manos a la obra y causó una gran mudanza en el estado de las cosas: porque, en primer lugar, interceptando con las naves los víveres y robando a los comerciantes, se hizo dueño de la provisión; luego, recorriendo las ciudades de la costa, las hizo rebelarse; finalmente, tomando por traición a Ostia, saqueó las casas y dio muerte a gran número de los habitantes, y además, echando un puente sobre el río, enteramente cortó a los enemigos la posibilidad de proveerse por mar. Moviendo después con el ejército, marchó contra Roma, y tomó el monte llamado Janículo: contribuyendo mucho Octavio al mal éxito de los negocios, no tanto por impericia como por su nimia escrupulosidad acerca de lo justo, la que con daño público le impedía valerse de los recursos provechosos; así es que proponiéndole muchos que llamara a la libertad a los esclavos, respondió que no concedería a los esclavos la ciudad quien expelía de ella a Mario para sostener las leyes. Vino a esta sazón a Roma Metelo, hijo del otro Metelo que mandó en África y que fue desterrado por Mario, y como fuese tenido por mejor general que Octavio, abandonando a éste los soldados, corrieron a aquel pidiéndole que tomase el mando y salvase la patria, porque combatirían denodadamente, y sin duda vencerían con un general experto y activo; pero recibiéndolos mal Metelo, y mandándoles que volviesen al cónsul, se pasaron a los enemigos, y al cabo se marchó el mismo Metelo, dando por perdida la ciudad. En el ánimo de Octavio influyeron unos Caldeos y algunos agoreros y sibilistas para que permaneciese en Roma, porque todo saldría bien. Era Octavio, por lo demás, acaso el hombre de mejor modo de pensar entre los Romanos, y el que más conservaba fuera de adulación la majestad consular conforme a las costumbres y leyes patrias, como si éstas fueran otras tantas fórmulas inalterables; pero sujeto a esta miseria, por la que más tiempo gastaba con embaidores y adivinos que con los que le pudieran dirigir en el gobierno y en la guerra. Éste, pues, antes que entrase Mario, fue arrancado de la tribuna y muerto por un piquete que le precedió, y se dice que a su muerte se le halló en el seno una tableta caldea; siendo cosa extraña que de estos dos hombres ilustres, a Mario le diese poder el no despreciar los agüeros y a Octavio le perdiese.

XLIII.— Hallándose las cosas en esta situación, juntóse el Senado, y envió mensajeros a Cina y Mario, pidiéndoles que entrasen en la ciudad y tuviesen consideración con los ciudadanos. Cina, como cónsul, los oyó sentado en la silla curul y les dio muy humana respuesta; Mario estaba separado de la silla sin responder palabra, mas se echaba claramente de ver en el ceño de su semblante y en la fiereza de su mirada que iba bien presto a llenar la ciudad de carnicería y de muertes. Cuando ya se resolvieron a marchar, Cina entraba acompañado de su guardia; pero Mario, quedándose a la puerta, decía como por ironía, lleno de coraje, que él era un desterrado arrojado de la patria conforme a una ley, y que si ahora hallándose presente hubiera quien hiciese proposición, con otro decreto se desataría el que le desterraba; como si él fuese hombre a quien hicieran fuerza las leyes, y como si entrase en una ciudad libre. Convocaba, pues, al pueblo a la plaza, y antes que tres o cuatro curias hubiesen dado sus sufragios, dejando aquella simulación y aquellas buenas palabras de desterrado, comenzó a marchar acompañado de una guardia, compuesta de los que había escogido entre los esclavos que se le presentaron, a los que daba el nombre de Bardieos, Estos, a su orden, unas veces comunicada en voz y otras por señas, daban muerte a muchos, llegando la cosa a punto que a Ancario, varón consular y jefe de la milicia, porque habiéndose encontrado con Mario, y saludádole, éste no le volvió el saludo, le quitaron la vida a su vista, pasándole con las espadas, y ya desde entonces, cuando saludando algunos a Mario no los nombraba éste, o no les correspondía, aquello era señal de acabar con ellos en la misma calle; de manera que aun sus mismos amigos estaban en la mayor agonía y susto cuando se acercaban a saludarle. Siendo ya muchos los que habían perecido, Cina se mostraba cansado y fastidiado con tanta muerte; pero Mario, renovándose en él cada día la ira y la sed de sangre, no dejaba vivir a ninguno de cuantos se le hacían sospechosos: así, todas las calles y toda la ciudad estaban llenas de perseguidores y de cazadores de todos los que huían o se ocultaban, y era tenida por crimen la fe de la hospitalidad y de la amistad, sin que ya ofreciese seguridad alguna, porque eran muy pocos los que no hicieron traición a los que a ellos se habían acogido. Por tanto, deben ser tenidos en mucho y mirados con admiración los criados de Cornuto, que, ocultando a su amo en casa, suspendieron por el cuello a uno de tantos muertos, y poniéndole un anillo en el dedo lo mostraron a los de la guardia de Mario, y después, envolviéndole como si fuera aquel, le dieron sepultura. Nadie llegó a entenderlo, y habiéndose salvado Cornuto por este medio, por los mismos criados fue secretamente llevado a la Galia.

XLIV.— Cúpole también la suerte de un amigo honrado a Marco Antonio el orador, y, sin embargo, fue desgraciado, porque siendo aquel un hombre pobre y plebeyo, que hospedaba en su casa al primero de los Romanos, quiso portarse como el caso lo exigía, y envió a un esclavo para traer vino a casa de uno de los taberneros que vivían cerca. El esclavo lo tomó con cuidado y dijo que le diera de lo mejor, con lo que le preguntó el tabernero qué novedad había para no tomarlo de lo nuevo y común, como acostumbraba, sino de lo mejor y de más precio: y respondiéndole aquel con sencillez, como a un hombre conocido y familiar, que su amo tenía a comer a Marco Antonio, al que ocultaba en su casa, el tabernero, que era hombre cruel y malvado, no bien había salido el esclavo cuando marchó a casa de Mario, que ya estaba comiendo, e introducido adonde se hallaba le ofreció poner en sus manos a Antonio; oído lo cual por Mario se dice que lo celebró mucho, dando palmadas de gozo, y que estuvo en muy poco el que por sí mismo no se trasladase a la casa; retenido por los amigos, envió a Anio con algunos soldados, dándole orden de que sin dilación le trajese la cabeza de Antonio. Llegados a la casa, Anio se quedó a la puerta, y los soldados, tomando la escalera, subieron al cuarto, y a la vista de Antonio ninguno quería ejecutar el mal hecho, sino que unos a otros se incitaban y movían a él; y debía de ser tal el encanto y gracia de las palabras de este hombre insigne, que habiendo empezado a hablarles, rogándoles no le matasen, ninguno se atrevió a acercarse a él ni aun a mirarle, sino que, bajando los ojos, se echaron a llorar. Vista la tardanza, subió Anio, y hallando que Antonio estaba perorando y los soldados asombrados y compadecidos, reprendiendo a éstos se aproximó él mismo y le cortó la cabeza. Lutacio Cátulo, colega de Mario, que triunfó con él de los Cimbros, cuando supo que éste a los que intercedieron y rogaron por él no les respondió otra cosa sino «es preciso que muera», se cerró en su cuarto y, encendiendo mucho carbón, murió sofocado. Arrojados los cadáveres sin cabeza y pisados por las calles, ya no era compasión la que excitaban, sino susto y terror en todos con semejante vista; pero lo que sobre todo indignó al pueblo fue la brutalidad de los llamados Bardieos. Porque después de dar muerte en sus casas a los amos se burlaban de los hijos y violentaban a las mujeres, sin que hubiera quien los contuviese en los robos y matanzas, hasta que, viniendo a mejor acuerdo Cina y Sertorio, los sorprendieron durmiendo en el campamento y a todos los pasaron por las armas.

XLV.— En esto, como en una alteración de vientos, llegaron por todas partes noticias de que Sila, habiendo dado fin a la guerra de Mitridates y recobrado las provincias, se había embarcado con muchas fuerzas; esto produjo ya una breve intermisión y corta pausa de tan indecibles males, por creer que la guerra venía sobre ellos. Fue, pues, nombrado Mario séptima vez cónsul, y tomando posesión en las mismas calendas de enero, en que principia el año, hizo precipitar a un tal Sexto Licinio, lo que pareció a todos presagio de nuevos males. Pero Mario, desalentado ya con los trabajos y agotadas en cierta manera con tantos cuidados las fuerzas de su espíritu, al que acobardaba la experiencia de los infortunios pasados, no pudo sufrir la idea de una nueva guerra y nuevos combates y temores, porque reflexionaba que la contienda no había de ser con Octavio o con Merula, que sólo mandaron a una gente colecticia y a una muchedumbre sediciosa, sino que el que ahora le amenazaba era aquel mismo Sila que ya antes lo había arrojado de la patria y en aquel momento acababa de con finar en el Ponto Euxino a Mitridates. Quebrantado con estos pensamientos y teniendo fija la vista en su larga peregrinación, en sus destierros y en tantos peligros como había corrido por mar y por tierra, le fatigaban crueles dudas, terrores nocturnos y sueños inquietos, pareciéndole oír siempre una voz que le decía:

Terrible del león es la guarida
aun para quien la ve cuando está ausente

No pudiendo, sobre todo, llevar la falta de sueño, se entregó a francachelas y embriagueces muy fuera de sazón y de su edad, procurando por medios extraños conciliar el sueño como refugio de los cuidados. Finalmente, habiendo llegado noticias recientes del mar y sobrevenídole con ellas nuevos cuidados, parte de miedo de lo futuro y parte por el peso y cúmulo de los cuidados presentes, con muy ligero motivo que se agregase, contrajo una pleuresía, según refiere el filósofo Posidonio, quien dice que él mismo entró a verle cuando ya estaba enfermo y que le habló sobre los objetos de su embajada. Pero el historiador Gayo Pisón refiere que, paseándose Mario con sus amigos después de comer, movió la conversación de sus sucesos, tomándola de lejos, y después de haber referido las muchas mudanzas de su suerte, había concluido con que no era hombre de juicio en volver otra vez a ponerse en manos de la fortuna, y que en seguida, saludando a los que allí se hallaban, se había puesto en cama, y, manteniéndose en ella siete días seguidos, había muerto. Algunos dicen que en la enfermedad se manifestó del todo su ambición, por el delirio extraño que tuvo. Figurábasele que se hallaba de general en la guerra de Mitridates, y tomaba todas las posturas y movimientos del cuerpo que son de costumbre en los combates, dando los mismos gritos y las mismas exhortaciones a los soldados; ¡tan fuerte y fijo era en él el amor a este ejercicio por la emulación y por el deseo de mandar! Por esta causa, con haber vivido setenta años y haber sido el primero de todos que fue siete veces nombrado cónsul, poseyendo casa y hacienda bastante para muchos reyes, aún se lamentaba de su fortuna, como que moría antes de sazón sin haber satisfecho sus deseos.

XLVI.— Platón, estando ya próximo a morir, se mostró agradecido a su buen genio y a la fortuna de haberle hecho hombre y, además, griego y no bárbaro, ni animal por naturaleza privado de razón, y, finalmente, de haber concurrido su nacimiento con el tiempo de Sócrates. Dícese igualmente que Antípatro de Tarso, estando asimismo para morir, hizo la enumeración de los buenos sucesos que le habían cabido en suerte, y no dejó de poner en la cuenta el haber tenido una navegación feliz desde su patria a Atenas, como hombre que reconocía a su buena fortuna todos los presentes que le habían hecho y que hasta el fin los conservaba en la memoria, que es el más seguro tesoro para el hombre. Al contrario, a los desmemoriados y necios se les desvanecen los sucesos con el tiempo, por lo que no guardando ni conservando nada, vacíos siempre de bienes y llenos de esperanza, tienen la vista en lo futuro, no haciendo caso de lo presente; y aquello puede arrebatárselo la fortuna, cuando esto es inadmisible, y con todo desechan esto en que nada puede la fortuna, soñando con lo que es incierto y estándoles muy bien lo que luego les sucede; porque antes que puedan dar asiento y solidez a los bienes externos con el buen uso de la razón y de la doctrina se dan a acumularlos y amontonarlos, sin poder llenar los insaciables senos de la ambición. Falleció pues, Mario a los diez y siete días de su séptimo Consulado; por lo pronto, fue grande el gozo y la esperanza que ocupó a Roma por haberse librado de una dura tiranía: pero al cabo de muy pocos días conocieron que no habían hecho más que cambiar un dueño viejo por otro joven en la flor de la edad: ¡tanta fue la crueldad y aspereza de que dio pruebas su hijo Mario haciendo asesinar a muchos de los mejores y más distinguidos ciudadanos! Túvosele por valiente y arriesgado, por lo que al principio se le llamó hijo de Marte, pero bien pronto, vituperado por sus obras, se le dio en lugar de aquel el nombre de hijo de Venus. Al fin, encerrado por Sila en Preneste, y haciendo en vano mil diligencias por alargar la vida, cuando vio que no le quedaba remedio, perdida la ciudad, se dio a sí mismo la muerte.

VOLUMEN V

LISANDRO Y SILA

LISANDRO

I.— El tesoro de los Acantios tiene en Delfos esta inscripción: Brásidas y los Acantios, vencedores de los Atenienses. Por esta causa piensan muchos que la estatua de piedra que hay dentro del templo, junto a la puerta, es de Brásidas, siendo así que es un retrato de Lisandro, con gran cabellera a la antigua, y con una barba muy crecida, pues no por haberse cortado el cabello los Argivos, por luto, después de una gran derrota, lo dejaron crecer los Esparciatas, tomando la contraria ensoberbecidos con la victoria, que es la opinión de algunos; ni tampoco adoptaron esta costumbre de usar cabello largo, a resulta de haberles parecido despreciables y feos los Baquíadas, que de Corinto se acogieron a Lacedemonia, por tener el cabello cortado, sino que ésta fue también institución de Licurgo, de quien se refiere haber dicho que el cabello a los hermosos les daba más gracia y a los feos los hacía más terribles.

II.— El padre de Lisandro, Aristócrito, se dice que, aunque no era de casa real, pertenecía al linaje de los Heraclidas. Crióse Lisandro en la pobreza, y desde luego se mostró dócil, como el que más, a las instituciones de Esparta, valiente y domador de todos los placeres, a excepción solamente de aquel que resulta al hombre de vencer y de ser honrado por sus grandes hechos: porque no es en Esparta reprensible el que los jóvenes se dejen dominar de este placer, sino que quieren que desde el principio se sientan inflamados del deseo de gloria, entristeciéndose con las reprensiones y engriéndose con las alabanzas; y al que lo ven impasible e inalterable en cuanto a estos sentimientos, teniéndole por indiferente a la virtud y por desidioso lo desprecian. Así, lo que había en él de ambición y de emulación le quedó de la educación patria, sin que en ello pueda atribuirse gran parte a la naturaleza. Fue, sí, por carácter más obsequiador que los poderosos, y más acomodado a sufrir el ceño de la autoridad, cuando lo exigía el caso, de lo que convenía a un Espartano; lo que, sin embargo, dicen algunos ser una parte muy principal de la política. Aristóteles, cuando dice que los grandes ingenios son melancólicos, como el de Sócrates, el de Platón y el de Heracles, refiere que Lisandro no cayó en este afecto desde luego, sino cuando ya era anciano. Lo propio y peculiar de su índole fue el que supo llevar con gran espíritu la pobreza, no siendo nunca dominado ni corrompido por los intereses; así es que, con haber llenado su patria de riqueza y de la codicia de ella, no siendo ya admirada como antes de que no la tuviera en admiración, y haber introducido gran copia de oro y plata después de la guerra de Atenas, ni reservó para sí ni una sola dracma. Enviándole Dionisio el Tirano, para sus hijas, unas túnicas de mucho precio, de las que se usaban en Sicilia, no las quiso recibir, temiendo —decía— que con ellas habían de parecer más feas. Con todo, de allí a poco, habiendo sido enviado por embajador de su ciudad cerca del mismo tirano, remitiéndole éste dos estolas para que escogiese y llevase a su hija la que más le agradara, respondió ser mejor que ella misma eligiese, y se marchó, llevándoselas ambas.

III.— Iba alargándose la guerra del Peloponeso, y después de las derrotas de los Atenienses en Sicilia se preveía al principio que decaerían del imperio del mar y al cabo de bien poco que perderían del todo su poder; pero, encargado Alcibíades de los negocios, revocado que fue su destierro, causando en todo una gran mudanza, los puse en estado de poder hacer frente en los combates navales Concibiendo, pues, miedo otra vez los Lacedemonios, e inflamados, sin embargo, del deseo de la guerra, necesitando un general hábil y poderosos preparativos, confirieron a Lisandro el mando de la armada naval. Trasladado a Éfeso, y hallando que la ciudad le era afecta y sumamente adicta a la causa de los Lacedemonios, pero que se vela mortificada y en peligro de tornarse bárbara contrayendo las costumbres de los Persas, por las continuas mezclas de unos con otros, por la proximidad de la Lidia y porque los generales del Rey, por lo común, residían en ella, fijó él allí sus reales, dispuso que las naves de carga acudiesen de todas partes a aquel punto y llenó sus puertos de mercaderías, de negociaciones su plaza y de riquezas sus casas y talleres; de manera que desde aquel tiempo tuvo ya por Lisandro la esperanza de la magnificencia y poder de que ahora disfruta.

IV.— Noticioso de que Ciro, hijo del Rey, venía a Sardis, subió a tratar con él y a acusar a Tisafernes de que, aparentando dar auxilio a los Lacedemonios y querer expeler del mar a los Atenienses, parecía, sin embargo, que, ganado por Alcibíades, había perdido su actividad, y que, proveyendo a los gastos de la escuadra con escasez, se proponía destruirla. Tenía deseo el mismo Ciro de encontrar en falta a Tisafernes y de que se le hablara mal de él, porque le conceptuaba malo y porque había entre los dos particulares motivos de disgusto. Mirado Lisandro con aprecio por este motivo y por toda su conducta, principalmente, se atrajo con su obsequioso trato el afecto de aquel joven, al que confirmó en las ideas de guerra: y cuando ya estaba para retirarse, dándole Ciro un banquete, le encargó que de ningún modo desechara su disposición a complacerle, sino que dijese y pidiese cuanto quisiera, porque en nada sería desatendido. Entonces Lisandro le salió al encuentro, diciendo: «Pues que tal es ¡oh Ciro! tu buena voluntad, te pido y te exhorto a que añadas un óbolo al estipendio de los marineros, de manera que perciban cuatro óbolos en lugar de tres». Complacido Ciro con esta honrosa petición, le entregó diez mil daricos, con los que, aventajando en el óbolo a los marineros y mejorando su condición, en poco tiempo dejó vacías las naves de los enemigos, porque el mayor número se iba al que daba más, y los que quedaban se volvían desidiosos e insubordinados, no dando sino disgustos a sus generales. Mas aun con haber dejado tan solos a los enemigos y haberles hecho tantos males, huía receloso de un combate naval, temiendo a Alcibíades, que, sobre ser hombre activo y tener mayores fuerzas, en cuantas batallas se había encontrado hasta entonces, por mar y por tierra, en todas había salido vencedor.

V.— Sucedió a poco que, haciendo Alcibíades viaje a Focea desde Samo, y dejando con el mando de la armada a Antíoco, éste, como para insultar a Lisandro, se dirigió orgulloso con dos galeras al puerto de Éfeso, pasando con arrogancia y con algazara y burla por delante de la escuadra; de lo que, irritado Lisandro, al pronto no despachó sino unas cuantas galeras en su persecución; pero viendo que los Atenienses le daban auxilio de su parte, envió luego otras, y al fin vino a trabarse un combate naval, en el que venció Lisandro; tomó quince galeras y erigió un trofeo. El pueblo de la capital de Atenas, disgustado con este suceso, quitó el mando a Alcibíades, y como también los soldados que había en Samo le denostasen e insultasen, se retiró del campamento al Quersoneso. No fue esta batalla en sí misma de grande entidad; pero la fortuna le dio nombradía por causa de Alcibíades, Lisandro, de su parte, hizo concurrir a Éfeso, de las otras ciudades, a aquellos sujetos que observó sobresalían en valor y prudencia; con lo que echó disimuladamente las primeras semillas del decenvirato y demás mudanzas de gobierno que introdujo más adelante. Procuró, pues, excitarlos e inflamarlos a que formaran ligas y cofradías entre sí, y a que se aplicaran a los negocios, para que, en el mismo momento de, ser excluidos los Atenienses, quitaran el gobierno democrático y mandaran ellos en su respectiva patria. Cumplió a su tiempo a cada uno de éstos con obras la palabra que les había dado, elevando a los que había hecho sus amigos y huéspedes a los mayores honores, comisiones y mandos, sin reparar en ser él también injusto y en cometer errores por servir a la codicia de ellos; de donde provino que todos le tenían consideración, le obsequiaban y deseaban, con la esperanza de que podrían aspirar a las mayores cosas si él quedaba vencedor; por lo al principio vieron con disgusto que iba Calicrátidas a sucederle en el mando de las naves, y aun después, cuando ya éste había dado pruebas de ser el hombre más recto y justo, no estaban contentos con su modo de gobernar, que tenía mucho de la verdad y sencillez dórica, sino que, admirando su virtud a la manera que la belleza de una estatua heroica, echaban de menos la actividad de aquel y buscaban su condescendencia con los amigos y la utilidad que les provenía; así es que cuando partió se desconsolaron y llegaron hasta derramar lágrimas.

VI.— Contribuía él también, por su parte, a indisponerlos todavía más con Calicrátidas; lo que restaba aun del dinero que Ciro le había dado para la escuadra, lo volvió a remitir a Sardis, diciendo que el mismo Calicrátidas lo pidiese, o viera de dónde había de sacar con qué mantener a los soldados. Finalmente, al estar para partir, tomó testigos de que entregaba la armada dueña del mar: mas queriendo aquel reprender su vana y presuntuosa ambición, «Pues ¿por qué —le dijo—, dejando a la izquierda a Samo, y navegando a Mileto, no me haces allí la entrega de la armada? Puesto que, si somos dueños del mar, en él no tenemos por qué temer a los enemigos que se hallen en Samo»; pero respondiéndole Lisandro que ya no tenía mando, sino que él era quien estaba encargado de la escuadra, tomó la vuelta del Peloponeso, dejando a Calicrátidas en el mayor apuro. Porque ni a su venida había traído fondos de Esparta, ni le sufría su corazón recogerlos por fuerza de las ciudades que estaban infelices. No le quedaba, pues, otro recurso que ir, como Lisandro, a tocar las puertas de los generales del Rey, y mendigarlos de ellos, para lo que era el menos a propósito del mundo, porque, como hombre libre y de elevados pensamientos, creía que cualquiera derrota de los Griegos era para toda la Grecia más honrosa que el adular y presentarse ante las puertas de unos bárbaros que, fuera de poseer mucho oro, nada bueno tenían. Precisado, sin embargo, de la estrechez, subió a la Lidia, marchó en derechura a la casa de Ciro, y mandó decir que Calicrátidas, el comandante de la escuadra, estaba allí y quería hablarle; pero como uno de los que servían a la puerta le diese la respuesta de que Ciro no estaba entonces de vagar, porque bebía, «Pues nada malo hay en eso —le contestó—, porque yo me esperaré aquí hasta que haya bebido». Parecióles a aquellos bárbaros que era un hombre muy inurbano, y como observase que se reían de él, se marchó. Volvió segunda vez a la puerta, y no siendo admitido incomodado de ello, marchó a Éfeso, echando mil imprecaciones contra los primeros que fueron corrompidos con el lujo de los bárbaros y que los enseñaron a ser insolentes a causa de su riqueza, y jurando, ante los que se hallaban presentes, que apenas se viese en Esparta haría todo cuanto le fuese posible para que se conciliaran entre sí los Griegos, y, haciéndose de este modo temible a los bárbaros, se dejaran de implorar la fuerza de éstos unos contra otros.

VII.— Mas Calicrátidas, que pensaba de un modo digno de Esparta, y que competía en justicia, en magnanimidad y valor con los más elevados varones de la Grecia, vencido al cabo de poco tiempo en el combate naval de Arginusa, perdió en él la vida, con lo que los negocios tomaron mal aspecto; los aliados enviaron embajadores a Esparta, pidiendo por comandante de la armada a Lisandro, a causa de que, mandando él, concurrirían con mejor voluntad a lo que fuese menester, y también Ciro les escribió con el propio objeto.

Mas como hubiese una ley que no permitía que uno mismo mandase dos veces la armada, deseando los Lacedemonios dar guste, a los aliados, crearon general, en apariencia, a un tal Araco; pero mandando a Lisandro de enviado en el nombre, en la realidad le hicieron el árbitro de todo; lo que se ejecutó así, muy según el deseo de los que gobernaban y tenían el principal influjo en las ciudades, porque esperaban que todavía habían de adelantar por él en poder después de disuelto el gobierno popular. Pero para los que gustaban ¿más de un modo de gobernar sencillo y generoso, comparado Lisandro con Calicrátidas, parecía astuto y solapado, usando en la guerra de diversas clases de engaños y celebrando lo justo cuando iba unido con lo provechoso; mas si no, empleando lo útil como si fuera honesto; porque no creía que la verdad fuese por naturaleza preferible a la mentira, sino que por el provecho discernía el aprecio que había de darse a una u otra; y a los que le decían no ser digno de los descendientes de Heracles el hacer con engaños la guerra, los mandaba a pasear, diciendo que donde no alcanzaba la piel de león se había de coser un poco de la de zorra.

VIII.— Que era éste su carácter se confirma con lo que se dice haber hecho en Mileto; porque habiendo prometido a sus amigos y huéspedes que los ayudaría a desatar la democracia y desterrar a los contrarios, como aquellos hubiesen mudado de propósito y reconciliándose con sus enemigos, fingió públicamente que se holgaba mucho de ello y tomaba parte en la reconciliación; pero en secreto los reprendía y vituperaba, excitándoles a sobreponerse a la muchedumbre. Cuando ya tuvo noticia de la insurrección, partió inmediatamente a auxiliarla, y entrando en la ciudad, a los primeros con quienes tropezó de los insurgentes los maltrató de palabra y se les mostró irritado, como si hubiera de tomar venganza de ellos; y a los otros les inspiraba confianza dándoles a entender que nada desagradable temieran mientras él estuviese allí; haciendo uso de estas ficciones y de estos diferentes papeles, con la mira de que no huyesen los demócratas y de mayor poder, sino que permaneciesen en la ciudad, para quitarles la vida, como efectivamente sucedió, porque perecieron todos cuantos se confiaron. También nos ha conservado Androclidas una expresión de Lisandro, que demuestra su ligereza en materias de juramentos; porque, según dice, era su opinión que a los niños se les había de engañar con dados, y a los hombres, con juramentos; tomando malamente por modelo un general a un tirano, esto es, Lisandro a Polícrates de Samo; fuera de que no era muy espartano, sobre ser muy inicuo, el haberse mal así con los Dioses como con los enemigos, porque el que abusa, para engañar, del juramento, reconoce que teme a su enemigo y que insulta a Dios.

IX.— Llamó Ciro a Sardis a Lisandro, y dándole diferentes cosas le prometió otras, diciendo con ardor juvenil en su obsequio que, aun cuando nada diera su padre, pondría en mano de Lisandro cuanto a él le pertenecía, y, a falta de todo, se desharía del trono en que daba audiencia, que era todo de oro y plata. Finalmente, que, subiendo a la Media, trataría con el padre de que aquel recogiese los tributos de las ciudades, para lo que le hacía entrega de su autoridad. Despidiéronse, y rogándole que no combatiera con los Atenienses antes que él volviese, porque volvería trayendo muchas naves de la Fenicia y la Cilicia, subió a donde estaba el padre. Lisandro, no pudiendo combatir con fuerzas desiguales, ni tampoco estarse sin hacer nada con tan gran número de naves, dando la vela, atrajo a algunas de las islas, y a Egina y Salamina, penetrando en ellas, las taló. Subiendo después al Ática, pasó a saludar a Agis, bajando para esto desde Decelea, e hizo ante el ejército de tierra, que allí se hallaba, ostentación de sus fuerzas navales, como que podía por mar aún más de lo que quería: y con todo, como los Atenienses fuesen en su persecución, huyó, por medio de las islas, apresuradamente, al Asia, donde, hallando desamparado el Helesponto, acometió él misino desde el mar, con las naves, a Lámpsaco; y Tórax, acudiendo también con las tropas de tierra al mismo punto, combatió las murallas, con lo que tomó la ciudad a viva fuerza, permitiendo a los soldados que la saqueasen.

Hacía vela a la sazón la armada de los Atenienses, fuerte de ciento y ochenta galeras, a Eleunte del Quersoneso: pero, al saber la pérdida de Lámpsaco, tomaron al punto rumbo para Sesto, y provistos allí de víveres, se dirigieron a Egospótamos, enfrente de los enemigos, que todavía estaban surtos en Lámpsaco. Eran generales de los Atenienses varios otros, y Filocles, aquel que antes había persuadido al pueblo que se hiciera ley para que se cortara el dedo pulgar de la mano derecha ir los que se cautivasen en la guerra, a fin de que no pudieran llevar la lanza, pero sí manejar el remo.

X.— Nada hicieron por entonces ni unos ni otros, esperando que al día siguiente se combatirían las escuadras; pero muy distinto era el pensamiento de Lisandro, el cual, sin embargo, dio orden a los marineros y pilotos, como si al otro día al amanecer se hubiera de pelear, de que montasen las galeras y esperasen en formación y con silencio la disposición que se les comunicase; de la misma manera mandó que el ejército de tierra, desplegado en el litoral, aguardara igualmente sin moverse. Al salir el sol, los Atenienses se presentaron de frente, provocándolos con todas sus naves; y él, con tener las suyas en orden y bien tripuladas desde la noche, no se hizo al mar; y antes, por sus edecanes, envió avisos a las naves principales para que permanecieran en su puesto, sin inquietarse ni salir contra los enemigos. Hubiéronse de retirar, ya al oscurecer, los Atenienses; y él, sin embargo, no permitió a los soldados desembarcarse sin haber despachado antes de exploradoras dos o tres galeras, y haber vuelto éstas con la noticia de que habían visto saltar en tierra a los enemigos. Ejecutóse enteramente lo mismo el día siguiente, y el tercero y el cuarto, de manera que los Atenienses concibieron la mayor confianza, y empezaron a mirar con desprecio a los enemigos, pensando que los temían y les habían cobrado miedo. En tanto, Alcibíades, que se hallaba todavía en el Quersoneso, detenido en una de sus plazas, marchando a caballo al ejército de los Atenienses, increpó a los generales, primeramente de haber anclado en una costa mal segura y abierta, y en segundo lugar, de que hacían mal en ir lejos a tomar las provisiones de Sesto, cuando les convenía no apartarse mucho de esta ciudad y su puerto, manteniéndose a distancia de unos enemigos que estaban a las órdenes de un hombre solo, obedeciéndole en todo por miedo a la menor señal. Estas lecciones les daba, mas ellos no le prestaron oídos, y aun Tideo lo despidió con enfado, diciéndole que no era Alcibíades sino otros los que mandaban.

XI.— Separóse, pues, de ellos Alcibíades, no sin alguna sospecha de que eran traidores a su patria. Hicieron los Atenienses al quinto día su navegación y retirada, según costumbre, con gran desdén y desprecio; Lisandro, al enviar las naves exploradoras, encargó a los capitanes que, inmediatamente después de haber visto desembarcarse a los Atenienses, se apresuraran a volver, y, al estar en medio de la travesía, levantasen en alto, por la proa, un escudo de bronce, en señal de que debían hacerse a la vela. En tanto, convocaba a los pilotos y capitanes y los exhortaba a que cada uno tuviese a bordo y en orden a todos los individuos de la marinería y tripulación, y a la primera señal moviesen aceleradamente contra los enemigos. Luego que de las naves se levantó en alto el escudo, y se dio de la capitana la señal con la trompeta, salieron al mar las naves, y el ejército de tierra marchó por la costa hacia el promontorio; y siendo la distancia que había entre ambos continentes de quince estadios, con la diligencia y ardor de los remeros en breves instantes fue vencida. Conón fue el primero de los generales atenienses que divisó en el mar la escuadra, e inmediatamente esforzó la voz para que se embarcaran; y sintiendo ya el mal que les había sobrevenido, convocaba a unos, rogaba a otros, y a otros los obligaba a tripular las naves; pero toda su diligencia era vana, estando la gente dispersa: pues luego que saltaron en tierra, unos habían marchado a tomar víveres, otros andaban vagando y otros dormían en las tiendas, muy distantes todos de aquel apuro y menester, por impericia de sus generales. Cuando los enemigos estaban encima, con grande gritería y alboroto, Conón se hizo a la vela con ocho naves, y se retiró a Chipre, al amparo de Evágoras; los del Peloponeso, cargando sobre los demás, de ellas tomaron unas enteramente vacías, y desbarataron otras que ya estaban tripuladas. De la gente, unos murieron cerca de las naves, cuando, desarmados, corrían a defenderlas, y otros recibieron la muerte mientras huían por tierra, desembarcándose al efecto los enemigos. Tomó Lisandro cautivos a tres mil hombres, incluso los generales y la armada entera, a excepción de la galera Páralo y las que Conón llevó consigo. Amarradas, pues, las naves y saqueado el campamento, navegó al son de las trompetas y entonando canciones triunfales la vuelta de Lámpsaco; habiendo ejecutado con el menor trabajo la mayor hazaña, y abreviado en una hora sola un tiempo muy dilatado, por haber terminado en ella de un modo increíble la guerra más encarnizada y de más varios casos de fortuna entre cuantas la habían precedido; la cual, después de una indecible alternativa de sucesos y de la pérdida de más generales que los que fallecieron en todas las demás guerras de la Grecia, fue de este modo fenecida por el tino y habilidad de un hombre solo; así es que esta hazaña fue calificada de divina.

XII.— Tubo algunos que dijeron haber visto, al punto mismo de salir contra los enemigos la nave de Lisandro, brillar de una y otra parte, sobre el timón de ella, la constelación de los Dioscuros, con grandes resplandores; otros afirmaban que la caída de la piedra fue señal de este acontecimiento: porque, como es opinión común, cayó del cielo, hacia Egospótamos, una piedra de gran tamaño, la que muestran todavía en el día de hoy, siendo tenida en veneración por los del Quersoneso. Refiérese haber predicho Anaxágoras que, verificándose algún desnivel o alguna conmoción de los cuerpos que están sujetos en el cielo, habría rompimiento y caída de uno que se desprendiese, y que no está cada una de las estrellas en el lugar en que apareció; porque siendo por su naturaleza pedregosas y pesadas, resplandecen por reflejo y refracción del aire, y son arrebatadas por el poder y fuerza de la esfera donde están sujetas, como lo quedaron en el principio, para no caerse acá, cuando lo frío y pesado se separó de los demás seres. Pero hay otra opinión, más probable de los que afirman que las estrellas que caen no son corrimiento o destrucción del fuego etéreo que se apaga en el aire al mismo encenderse, ni tampoco incendio y resplandor del aire, que, inflamándose, asciende por su gran copia a la región superior, sino desprendimiento y caída de los cuerpos celestes, como por ceder y perder su fuerza el movimiento de rotación, a causa de estremecimientos, los que no los llevan a puntos habitados de la tierra, sino que muchos van a caer al gran mar, por lo que después no aparecen. Mas con el dicho de Anaxágoras conforma la relación de Daímaco, quien en su tratado de La piedad expresa que antes de caer la piedra, por setenta y cinco días continuos se observó en el cielo un cuerpo encendido de gran magnitud, a manera de nube de fuego, no quieto, sino movido en diferentes giros y direcciones, el cual, siendo llevado de una parte a otra, con la agitación y el mismo movimiento se partió en pedazos también encendidos, que centelleaban como las estrellas que caen. Luego que cayó en aquel punto, y que los naturales se recobraron del miedo y sobresalto, acudieron a él, y no encontraron del fuego ni una señal siquiera, sino una piedra tendida en el suelo, grande sí, pero que no representaba sino una exigua parte de aquella circunferencia que apareció inflamada. Es bien claro que necesita Daímaco lectores demasiado indulgentes; pero si su relación es cierta, convence con bastante fuerza a los que sostienen haber sido aquella una piedra que, arrancada de algún promontorio por los vientos y los huracanes, se mantuvo y fue llevada en el aire como los torbellinos, hasta que se desplomó y cayó en el momento que cedió y aflojó la fuerza que la tenía elevada; a no ser que realmente fuese luego lo que se vio por muchos días, y que de su extinción y destrucción resultasen vientos y agitaciones fuertes que hiciesen caer la piedra. Pero esto es más bien para tratarlo en otra especie de escritos.

XIII.— Lisandro, después que en consejo fueron condenados a muerte los tres mil Atenienses que habían tomado cautivos, hizo llamar al general Filocles y le preguntó qué sentencia pronunciaba contra sí mismo, que tales consejos había dado a sus conciudadanos contra los Griegos. Alas éste, sin mostrar abatimiento ninguno en aquel trance, le contestó que era en vano acusar por cosas de que ninguno era juez competente, y que, como vencedor, mandara ejecutar lo que vencido habría tenido que sufrir. Lavóse después, y vistiéndose un rico manto, se puso al frente de sus conciudadanos para ser llevado a la matanza, según escribe Teofrasto.

Recorrió luego Lisandro las ciudades, y a cuantos Atenienses encontraba les intimaba que marchasen a Atenas, porque no tendría indulgencia con ninguno, sino que haría dar la muerte a cuantos hallase fuera de la ciudad; lo que ejecutaba enviándolos a todos a la capital, porque era su ánimo que en ella hubiese una grande hambre y carestía, para que no le diesen mucho que hacer con el cerco, sufriéndole en la abundancia.

Disolvió, pues, las democracias y demás gobiernos, y en cada ciudad dejó un gobernador lacedemonio y diez magistrados, tomados de las cofradías que a su orden se habían establecido, lo que ejecutó, igualmente que en las ciudades enemigas, en las aliadas; libre con esto de cuidados, volvió al mar, habiendo adquirido para sí, en cierta manera, la comandancia de toda la Grecia. Porque no tomaba los magistrados ni de la clase de los nobles ni de la de los ricos, sino que todo lo hacía en obsequio de sus amigos y sus huéspedes, constituyéndolos árbitros de las recompensas y de los castigos; con lo que, y prestarse él mismo a los asesinatos que aquellos ejecutaban, y a desterrar a los contrarios de sus enemigos, no dio la más favorable idea del mando de los Lacedemonios. Así, debe entenderse que hablaba en broma el cómico Teopompo, cuando comparó a los Lacedemonios con las taberneras, por cuanto, habiendo dado a los Griegos a probar la excelente bebida de la libertad, luego les había echado vinagre; pues que, desde luego, fue muy desabrida y amarga su bebida, no permitiendo Lisandro que los pueblos fuesen independientes en sus negocios, poniendo las ciudades en manos de unos cuantos, y éstos los más atrevidos e insolentes.

XIV.— Habiendo gastado bien corto tiempo en estas cosas y despachado a Lacedemonia quien anunciase que venía con doscientas naves, en la costa del Ática se juntó con los reyes Agis y Pausanias, con el propósito de tomar sin dilación la ciudad; mas como los Atenienses se defendiesen, volvió a las naves, pasó otra vez al Asia, y en todas las ciudades, sin distinción, anuló los gobiernos que tenían y estableció los decenviros, con muerte, en cada una, de muchos y con fuga de otros tantos. En la isla de Samo expulsó a todos los naturales, dio las ciudades a los que antes habían sido desterrados, y, posesionándose de Sesto, ocupada por los Atenienses, no permitió que la habitasen los Sestios, sino que dio la ciudad y el territorio a los pilotos y a los cómitres de su armada, para que se los repartiesen, aunque esto lo reprobaron los Lacedemonios y restituyeron otra vez los Sestios a su tierra. Las disposiciones que con gusto vieron todos los Griegos fueron la de haber recobrado los Eginetas su ciudad al cabo de mucho tiempo, y la de haber sido restituidos por él los Melios y Escioneos, expeliendo a los Atenienses y obligándolos a reintegrar a aquellos en sus ciudades. Noticioso ya entonces de que la capital se hallaba en mal estado, apretada del hambre, navegó al Pireo y estrechó a la ciudad, obligándola a admitir la paz con las condiciones que le prescribió. Algunos Lacedemonios dicen que Lisandro escribió a los Éforos en estos términos: «Se ha tomado Atenas». Y que los Éforos respondieron: «Basta con haberse tomado». Pero esta relación ha sido así compuesta por decoro, pues la verdadera resolución de los Éforos fue en esta forma: «Los magistrados de los Lacedemonios han decretado que, derribando el Pireo y el murallón y saliendo de todas las demás ciudades, conservéis vuestro territorio, y bajo las siguientes condiciones tendréis paz; acerca del número de naves haréis lo que allí se determine». Este decreto le admitieron los Atenienses a persuasión de Terámenes, hijo de Hagnón; y aun se dice que como Cleomedes, uno de los demagogos jóvenes, le replicase por qué se atrevía a obrar y proponer lo contrario que Temístocles, entregando a los Lacedemonios unas murallas que aquel, contra la voluntad de éstos, había levantado, le respondió: «Nada de eso ¡oh joven!; yo no obro en oposición con Temístocles, pues si él, para la salud de los ciudadanos, levantó estas murallas, por la misma salud la derribamos nosotros; y si los muros hiciesen felices a las ciudades, Esparta sería la más desdichada de todas, pues no está murada».

XV.— Lisandro, en el momento en que se hizo dueño de todas las naves, a excepción de doce, y de las murallas de los Atenienses, lo que se verificó el 16 del mes Muniquión, el mismo día en que se ganó en Salamina la batalla naval contra los bárbaros, resolvió mudar también el gobierno; y como los Atenienses lo rehusasen y llevasen a mal, envió a decir al pueblo que estaban en el descubierto de haber quebrantado los tratados, porque subsistían los muros después de pasados los días en que debieron derribarse; por tanto, que estaban en el caso de deliberar de nuevo acerca de ellos, pues que habían faltado a lo convenido. Algunos dicen que ante los aliados manifestó el dictamen de reducirlos a la esclavitud, y que Erianto de Tebas había sido de parecer de que la ciudad fuese demolida y el territorio quedase para pasto del ganado. Mas, tenida nueva junta, y cantando mientras bebían, uno de Focea, aquella entrada del coro de la Electra, de Eurípides, que empieza:

Hija de Agamenón, a tu rústica choza, Electra, vengo.

se conmovieron todos, y tuvieron por cosa muy dura y abominable el destruir y arrasar una ciudad tan afamada que tan ilustres hijos había producido. Lisandro, pues, condescendiendo a todo con los Atenienses, mandó traer de la ciudad muchas tañedoras de flauta, y, reuniéndolas todas en su campo, a son de flauta arrasó los muros e incendió las naves, coronando al mismo tiempo sus cabezas, y aplaudiendo con himnos los aliados, como si en aquel día empezara su libertad. En seguida, sin perder tiempo, mudó asimismo el gobierno, estableciendo treinta prefectos en la ciudad y diez en el Pireo, Puso también guarnición en la ciudadela, nombrando por gobernador a Calibio de Esparta. Sucedió con éste que, habiendo levantado la vara para herir a Autólico, el atleta, a propósito del cual escribió Jenofonte su Banquete, cogiéndole éste de las piernas le levantó en alto y derribó en tierra; de lo que no sólo no se incomodó Lisandro, sino que reprendió a Calibio, diciéndole que debía saber mandaba a hombres libres; pero con todo, los treinta tiranos quitaron de allí a poco la vida a Autólico, precisamente por hacer obsequio a Calibio.

XVI.— Hechas estas cosas, se embarcó Lisandro para la Tracia, y todo lo que le había quedado de los fondos públicos, con cuantos dones y coronas había recibido, siendo muchos los que, como era natural, hacían presentes a un varón de tanto poder y dueño, en cierta manera, de la Grecia, lo remitió a Lacedemonia por medio de Gilipo, el que mandó en Sicilia. Éste, según se dice, cortando por abajo las costuras de los sacos y sacando de cada uno mucho dinero, los volvió a coser después, ignorante de que en cada uno había una factura que expresaba la cantidad. Llegado, pues, a Esparta, ocultó lo que había sustraído debajo del tejado de su casa y entregó los sacos, a los Éforos, mostrándoles los sellos; pero abiertos los sacos y contado el dinero se notó la diferencia entre la cantidad que resultaba y la de la factura; y hallándose los Éforos con este motivo en grande confusión, un esclavo de Gilipo les dijo enigmáticamente que debajo del Cerámico se recogían muchas lechuzas, pues, según parece, la marca de la moneda entre los Atenienses era, por lo común, una lechuza.

XVII.— Gilipo, convencido de una maldad tan fea e ignominiosa, después de las grandes y brillantes hazañas que antes había ejecutado, voluntariamente se expatrió de Lacedemonia, y los más prudentes de los Espartanos, temiendo por esto mismo con más vehemencia el poder del dinero, pues veían los efectos que producía en ciudades tan principales, increpaban a Lisandro y hacían denuncia a los Éforos para que echaran fuera todo oro y plata, como atractivos de corrupción. Propusiéronlo los Éforos al pueblo, y Esquiráfidas, según Teopompo, o Flógidas, según Éforo, fue de dictamen de que no debía admitirse dinero ni moneda alguna de oro o plata en la ciudad, sino usarse sólo de la moneda patria. Era ésta de hierro, apagado antes en vinagre, para que no pudiera otra vez forjarse, sino que por aquella inmersión quedase dura y nada maleable, a lo que se agregaba ser más pesada y de difícil conducción, de manera que en gran número y volumen se tenía en poco valor. Y aun corre peligro que en lo antiguo en todas partes fuese lo mismo, usando unos por moneda de tarjas de hierro y otros de bronce; de donde ha quedado que a ciertas de estas tarjas, que corren en gran cantidad, se les llame óbolos, y dracma a la cantidad de seis óbolos, porque ésta era lo que abarcaba la mano. Hicieron, sin embargo, oposición a aquella propuesta los amigos de Lisandro, formando empeño de que el dinero quedase en la ciudad, y lograron se decretase que para el público se introdujese aquella moneda; pero si se hallaba que en particular la poseyese alguno, la pena fuese la de muerte, como si Licurgo temiese al dinero y no a la codicia de tenerlo; la que no tanto la corta el no poseerle los particulares como la excita el que la república lo emplee, dándole el uso, precio y estimación; no siendo posible que lo que veían apreciado en público lo despreciasen como inútil en particular, y que creyesen no servir de nada para los negocios domésticos una cosa tan estimada y apetecida en común; fuera de que con más facilidad pasan a los particulares las inclinaciones y costumbres manifestadas por los gobiernos, que no los yerros y afectos de los particulares estragan y corrompen las costumbres públicas. Porque el que las partes se estraguen juntamente con el todo cuando éste se inclina a lo peor es muy natural y consiguiente, y los yerros de los miembros hallan respecto del todo mucha defensa y auxilio en los bien morigerados. Además, aquellos, a las casas de los particulares, para que en ellas no penetrase el dinero, les pusieron por guarda el miedo y la ley; pero no conservaron los ánimos insensibles e inflexibles al atractivo del dinero, sino que antes encendieron en todos el deseo de enriquecerse como de una cosa grande y honorífica. Mas de éste y otros institutos de los Lacedemonios hemos tratado en otro escrito.

XVIII.— De los despojos consagró Lisandro en Delfos su retrato y el de cada uno de los capítulos de las naves, y puso de oro las estrellas de los Dioscuros, las que ya no existían antes de la batalla de Leuctras. En el tesoro de Brásidas y de los Acantios había además una galera de dos codos, hecha de oro y marfil, la que le había enviado Ciro de regalo, en parabién de la victoria. Anaxándrides de Delfos refiere que existió allí un depósito de Lisandro en dinero de un talento, cincuenta y dos minas y además once estateras, diciendo cosas que están en oposición con lo que generalmente se halla recibido por todos acerca de su pobreza. Llegando entonces el poder de Lisandro al punto a que no había llegado antes ninguno de los Griegos, parece que su arrogancia y orgullo sobrepujó todavía a su poder, porque, según escribe Duris, las ciudades de la Grecia le erigieron altares como a un Dios y le ofrecieron sacrificios. Fue asimismo el primero en cuyo honor se cantaron peanes, conservándose todavía en memoria uno que empezaba así:

Io peán, de Esparta la extendida,
al ínclito caudillo celebremos,
que es ornamento de la excelsa Grecia.

Los Samios decretaron que las fiestas llamadas entre ellos Hereas en adelante se llamasen Lisandrias. Tuvo siempre consigo a uno de los ciudadanos, llamado Quérilo, para que exornase con la poesía sus hazañas. A Antíloco, que hizo en su loor ciertos versos, le regaló un sombrero lleno de dinero; de Antímaco Colofonio y Nicerato Heracleota, que con sus poemas entablaron un combate, al que llamaron Juego Lisandrio, dio a Nicerato la corona, de lo que, sentido Antímaco, quemó su poema. Platón, que entonces era todavía joven y que tenía en mucho a Antímaco por su habilidad en la poesía, como viese que éste llevaba a mal el haber sido vencido, trató de alentarle y consolarle, diciendo que la ignorancia a quien dañaba era a los ignorantes, como la ceguera a los que no ven. Llegó a tanto, que Aristónoo el Citarista que había vencido seis veces en los Juegos Píticos, dijo a Lisandro, por adulación, que si venciese otra vez haría pregonar que pertenecía a Lisandro. Y éste replicó: «¿Como esclavo?».

XIX.— Mas la ambición de Lisandro sólo era incómoda a los grandes y a sus iguales; pero el orgullo y crudeza que acompañaban a su ambición, fomentados por el tropel de aduladores, hacían que ni en el premio ni en el castigo hubiese para él regla alguna, sino que los premios de la amistad y hospitalidad eran una autoridad ilimitada y una tiranía insufrible, y para el encono sólo había un modo de satisfacerlo, o sea la muerte del que era de otro partido, pues ni huir se concedía. Así es que, más adelante, temiendo no huyesen los Milesios que servían las magistraturas, y queriendo atraer a los que se habían ocultado, juró que no los ofendería, y como con esta confianza viniesen y se presentasen, los entregó a los oligarcas para que los degollasen, no bajando su número de ochocientos entre todos. En las demás ciudades eran igualmente innumerables los muertos de los demócratas, quitándoles la vida, no sólo por causa particular que con él tuviesen, sino complaciendo y sirviendo con estos asesinatos a las enemistades y deseos de los amigos que tenía en todas partes. Por tanto, con razón fue aplaudido el lacedemonio Etéocles, que dijo que la Grecia no podría sufrir dos Lisandros, aunque esto mismo refiere Teofrasto haber dicho Arquéstrato de Alcibíades. Sin embargo, en éste lo que principalmente se llevaba mal era la falta de decoro y el lujo con un cierto engreimiento; pero en Lisandro la dureza de carácter hacía temible e insoportable su poder.

Esto no obstante, los Lacedemonios de todos los demás atentados suyos se desentendieron, y sólo cuando Farnabazo, ofendido por él, les taló y asoló el campo y envió a Esparta quien le acusase, se indignaron los Éforos, quitando la vida a Tórax, uno de sus amigos y colegas, porque averiguaron que en particular poseía dinero, y enviando al mismo Lisandro la correa, con orden de que se presentase. Lo de la correa es en esta forma: cuando los Éforos mandan a alguno de comandante de la armada o de general, cortan dos trozos de madera redondos, y enteramente iguales en el diámetro y en el grueso, de manera que los cortes se correspondan perfectamente entre sí. De éstos guardan el uno, entregando el otro al nombrado, a estos trozos los llaman correas. Cuando quieren, pues, comunicar una cosa secreta e importante, forman una como tira de papel, larga y estrecha como un listón, y la acomodan al trozo o correa que guardan, sin que sobre ni falte, sino que ocupan exactamente con el papel todo el hueco; hecho esto, escriben en el papel lo que quieren, estando arrollado en la correa. Luego que han escrito, quitan el papel, y sin el trozo de madera lo envían al general. Recibido por éste, nada puede sacar de unas letras que no tienen unión, sino que están cada una por su parte; pero tomando su correa, extiende en ella la cortadura de papel, de modo que, formándose en orden el círculo, y correspondiendo unas letras con otras, las segundas con las primeras, se presente todo lo escrito seguido a la vista. Llámase la tira correa, igualmente que el trozo de madera, al modo que lo medido suele llevar el nombre de la medida.

XX.— Habiendo recibido Lisandro a correa en el Helesponto, entró en algún cuidado; y como la acusación que más le hacía temer fuese la de Farnabazo, procuró avistarse y tratar con él para transigir aquella diferencia. Pasando, pues, a verle, le rogó escribiese otra carta a los magistrados, en que dijese que no se hallaba ofendido ni tenía queja de Lisandro; pero no sabía que un Cretense las había con otro, según dice el proverbio; porque habiéndole prometido Farnabazo que le complacería, a su vista escribió una carta como Lisandro deseaba, pero reservadamente tenía escrita otra muy diversa, y después, al cerrarlas y sellarlas, cambió los papeles, que en nada se diferenciaban a la vista, y le entregó la que reservadamente había escrito. Llegado Lisandro a Lacedemonia, y yendo a presentarse, según costumbre, al palacio del gobierno, entregó a los Éforos la carta de Farnabazo, en la inteligencia de que en ella se hallaba desvanecido el cargo que más cuidado le daba, por cuanto tenía Farnabazo gran partido con los Lacedemonios, a causa de haber sido entre los generales del rey el que mejor se había portado en la guerra; pero cuando, habiendo leído la carta los Éforos, se la mostraron, y entendió que

No solamente Ulises es doloso,

aumentóse su confusión, y se retiró sin hacer nada; pero volviendo al cabo de pocos días a presentarse a los magistrados, les comunicó que tenía que pasar al templo de Anión y ofrecerle los sacrificios de que le había hecho voto antes de sus combates. Algunos son de opinión que, efectivamente, sitiando la ciudad de Afitis en la Tracia, se le había aparecido Amón, entre sueños, y que por lo mismo, levantando el sitio, había dado orden a los Afitios de que sacrificasen a Anión, como si el mismo dios se lo hubiera encargado, y que él mismo, pasando al África, había procurado aplacarle; pero los más entienden que esto del dios fue un pretexto, y que lo que hubo, en verdad, fue haber temido a los Éforos y no poder aguantar el yugo de Esparta ni sufrir el ser mandado; por lo que recurrió a este viaje y peregrinación, como caballo que desde el prado y los pastos libres vuelve luego al pesebre y a los trabajos cotidianos. La otra causa que asigna Éforo a esta peregrinación la referiremos más adelante.

XXI.— Con dificultad y trabajo recabó de los Éforos que le dejasen partir, y se hizo a la vela. Los reyes, estando él ausente, reflexionaron que, mientras por medio de las cofradías dominase en las ciudades, sería el único árbitro y señor de la Grecia, por lo que pensaron en el modo de reintegrar a los demócratas en los negocios, excluyendo a sus amigos. Moviéronse, pues, alteraciones en este sentido, siendo los Atenienses los primeros que desde Fila marcharon contra los treinta tiranos y los vencieron; pero volviendo a la sazón Lisandro persuadió a los Lacedemonios que fuesen en auxilio de los oligarcas y contuviesen con el castigo a los pueblos; así determinaron salir a la guerra uno de los dos. Salió Pausanias, aparentemente, en defensa de los tiranos contra el pueblo; pero, lo primero que hicieron fue enviar a los treinta cien talentos, para la guerra, y nombrar a Lisandro por general. Viéronlo los reyes con envidia, y temiendo no fuera que de nuevo tomase Atenas. Consiguiólo en realidad, con ánimo de terminar la guerra, para que Lisandro no tuviera ocasión de hacerse de nuevo el dueño de Atenas por medio de sus amigos, con facilidad, y hecha la paz con los Atenienses, sosegó sus alteraciones y quito todo asidero a la ambición de Lisandro; pero como al cabo de poco se sublevasen otra vez los Atenienses, se culpó a Pausanias de que, quitado el freno de la oligarquía, el pueblo se había hecho atrevido e insolente, adquiriendo Lisandro opinión de hombre que no gobernaba a voluntad de otros ni por ostentación, sino derechamente, según el provecho y utilidad de Esparta lo exigía.

XXII.— En el decir era resuelto y sabía dejar parados a los que le contradecían; así, a los de Argos, que disputaban sobre el amojonamiento de su territorio y parecían tener razones más justas que los Lacedemonios, enseñándoles la espada: «El que manda con ésta —les respondió— es el que alega mejor derecho sobre los mojones de su término». En cierta ocasión, uno de Mégara le habló con mucho desenfado, y él le contestó: «¡Oh huésped! Tus palabras han menester ciudad». Los Beocios no eran seguros en ninguno de los dos partidos, y les preguntó cómo pasaría por sus términos, si con las lanzas derechas o inclinadas. Rebeláronse los Corintios, y al acercarse a sus murallas vio que los Lacedemonios se detenían en acometer, y al mismo tiempo advirtió que una liebre pasaba el foso; díjoles, pues: «¿No os avergonzáis de temer a unos enemigos en cuyos muros, por su flojedad, hacen cama las liebres?».

Murió el rey Agis, dejando a su hermano Agesilao, y a Leotíquidas, que pasaba por hijo suyo; y Lisandro, que había sido amador de Agesilao, le incitó a que se apoderara del reino, por ser Heraclida legítimo, pues de Leotíquidas había la sospecha de que era hijo de Alcibíades, con quien en secreto había tenido trato Timea, mujer de Agis, mientras aquel residió en Esparta en calidad de desterrado; y Agis, según se decía, había echado la cuenta de que no podía haber concebido de él, por lo que no hacía caso de Leotíquidas, y era público que nunca lo había reconocido. Con todo, cuando le trajeron enfermo a Herea, condescendiendo con las súplicas del mismo joven y las de sus amigos, declaró delante de muchos a Leotíquidas por su hijo; y rogando a los que se hallaban presentes que así lo manifestaran a los Lacedemonios, falleció. Depusieron, pues, éstos en favor de Leotíquidas, y además a Agesilao, varón de excelentes calidades que tenía el patrocinio de Lisandro, le perjudicaba el que Diopites, sujeto de grande opinión en la interpretación de oráculos, acomodaba el siguiente vaticinio a la cojera de Agesilao:

Por más ¡oh Esparta! que andes orgullosa
y sana de tus pies, yo te prevengo
que de un reinado cojo te precavas;
pues te vendrán inesperados males,
y de devastadora y larga guerra
serás con fuertes olas combatida.

Eran muchos los que opinaban por el vaticinio y se declaraban por Leotíquidas; pero Lisandro dijo que Diopites no lo había entendido bien, pues el dios no se oponía a que un cojo mandara en Esparta, sino que manifestaba que entonces estaría cojo el reino cuando los bastardos y mal nacidos reinasen sobre los Heraclidas con la cual interpretación y su gran poder ganó la causa. y fue declarado rey Agesilao.

XXIII.— Inclinóle, desde luego, Lisandro a formar una expedición contra el Asia, lisonjeándole con la esperanza de acabar con los Persas y engrandecerse. Con este objeto escribió a sus amigos de Asia, proponiéndoles, que pidiesen a los Lacedemonios nombraran a Agesilao por general para la guerra contra los bárbaros. Vinieron éstos en ello, y enviaron embajadores a Lacedemonia con aquella súplica; en lo que no hizo Lisandro a Agesilao menor beneficio que en alcanzarle el reino; pero los genios ambiciosos, aunque por otra parte no son malos para el mando, por la envidia que tienen a los que compiten con ellos en gloria suelen ser de mucho estorbo para las grandes empresas, porque vienen a hacerse rivales cuando convenía que fuesen cooperadores. Agesilao, pues, llevó consigo a Lisandro entre los treinta consejeros, con ánimo de valerse principalmente de su amistad; pero sucedió que, llegados al Asia, eran muy pocos los que se dirigían a tratar con aquel, no teniéndole conocido, mientras que a Lisandro, por el anterior trato, los amigos le obsequiaban, y los sospechosos, de miedo, le buscaban también y le hacían agasajos; de manera que así como en las tragedias acontece con los actores, que el que hace el papel de un nuncio o de un esclavo es aplaudido y ensalzado, y no se hace caso, ni siquiera se presta atención, al que lleva la diadema y el cetro, del mismo modo aquí todo el obsequio y la autoridad era del consejero, no quedándole al rey más que el nombre, desnudo de todo poder. Era preciso, por tanto, hacer alguna rebaja en tan incómoda ambición, y reducir a Lisandro al segundo lugar, ya que no le fuese dado a Agesilao el desechar y apartar de sí del todo a un hombre de tanta opinión, y su bienhechor y su amigo. Así, lo primero que hizo fue no darle ocasión ninguna para intervenir en los negocios ni encargarle comisiones relativas a la milicia, y después, si observaba que Lisandro tomaba interés y formaba empeño por algunos, éstos eran los que menos alcanzaban, y cuales quiera otros salían mejor librados que ellos, debilitando así y entibiando poco a poco su poder, tanto, que el mismo Lisandro, viéndose desairado en todo, y que su mediación había venido a ser perjudicial a sus amigos, se retiró de hacer por ellos, y les rogaba que se dejasen de obsequiarle y se dirigieran al rey y a los que al presente podían hacer bien a sus protegidos. A estos ruegos, muchos se abstuvieron de importunarle en sus negocios; pero no se retiraron de obsequiarle, sino que continuaron acompañándole en los paseos y en los gimnasios; con lo que Agesilao, a causa de este honor, se mostraba más incomodado que antes, en términos que encargando a otros muchos del ejército diferentes comisiones y el gobierno de las ciudades, a Lisandro le nombró distribuidor de la carne; y luego, como para que más se corriese, decía a los Jonios: «Id ahora a mi distribuidor de carne y hacedle la corte». Parecióle, pues, preciso a Lisandro entrar ya en explicaciones con él, y el diálogo de ambos fue muy breve y muy lacónico: «¿Te parece puesto en razón ¡oh Agesilao! Humillar a tus amigos? —Sí, si quieren hacerse mayores que yo, así como es muy justo que los que contribuyen a aumentar mi poder participen de él. Acaso en esto es más ¡oh Agesilao! lo que tú dices que lo que yo he hecho, pero te ruego, aunque no sea más que por los que de afuera nos observan, que me pongas en el ejército en aquel lugar en que creas que he de incomodarte menos y te he de ser más útil».

XXIV.— Enviósele, de resultas, de embajador al Helesponto; y aunque partió indignado contra Agesilao, no por eso descuidó el cumplir con su deber. Al persa Espitridates, que estaba mal con Farnabazo, y que sobre ser varón de generosa índole tenía un ejército a sus órdenes, le persuadió a la defección y le hizo pasarse a Agesilao, el cual para nada se valió ya de él en aquella guerra; y como el tiempo se pasase en esta inacción, regresó a Esparta humillado y lleno de encono contra Agesilao. Estaba, por otra parte, más disgustado todavía que antes con todo aquel orden de gobierno, por lo cual, resolvió el poner por obra, sin más dilación, lo que largo tiempo antes traía en el ánimo y tenía meditado para una mudanza y un trastorno, que era en el modo siguiente: el linaje de los Heraclidas, que, unidos con los Dorios, se habían trasladado al Peloponeso, era muy ilustre y florecía sobremanera en Esparta; pero no todo él era admitido a participar de la sucesión al trono, sino solamente los de dos casas, los Euripóntidas y losAgíadas, y los demás ninguna ventaja disfrutaban por su origen en el gobierno, sino que los honores que se alcanzan por virtud eran indistintamente para todos los que los mereciesen. Lisandro, pues, que era uno de aquellos, después que por sus hazañas se elevó a una gloria ilustre y se adquirió muchos amigos y gran poder, veía con displicencia que la república le debiese susaumentos y que reinasen sobre ella otros que en nada eran mejores que él, y había pensado trasladar el mando de solas estas dos casas, dándolo en común a todos los Heraclidas y según algunos, no a éstos, sino a todos los Espartanos, para que no fuera el premio de los Heraclidas, sino de los que se asemejasen a Heracles en la virtud, que fue la que a éste le granjeó los honores divinos, con la esperanza de que, adjudicándose de este modo la corona, ningún Espartano le sería preferido en la elección.

XXV.— El preparativo que excogitó al principio, y que trató de poner por obra, fue persuadir a sus conciudadanos, disponiendo al efecto un discurso trabajado con esmero por Cleón de Halicarnaso; pero, reflexionando después sobre lo extraordinario y grande de la novedad que intentaba, para la que eran necesarios superiores auxilios, usando de máquinas, como en las tragedias, impuso e introdujo vaticinios y oráculos, desconfiando del efecto de la habilidad de Cleón, si al mismo tiempo no atraía a los ciudadanos a su propósito, pasmándolos y sobrecogiendo su ánimo con la superstición y el temor de los dioses. Éforo dice que, habiendo intentado sobornar a la Pitia, y después ganar, por medio de Ferecles, a las Dodónidas, como hubiese salido mal en una y otra tentativa, partió al templo de Amón y quiso también corromper con grandes dádivas a aquellos ciudadanos, los cuales, ofendidos de ello, enviaron a Esparta algunos que le acusasen, y que, como fuese absuelto, dijeron los Africanos al tiempo de retirarse a su país: «Mejor juzgaremos nosotros ¡oh Espartanos! cuando vengáis a habitar entre nosotros en el África»; porque se suponía haber un oráculo antiguo sobre que habían de trasladar su residencia al África los Lacedemonios.

Mas de todo este enredo y esta trama, que no deja de ser curiosa, ni tuvo un vulgar principio, sino que, como un teorema matemático, procedió de un punto a otro por medio de lemas difíciles y laboriosos, hasta llegar a su complemento, daremos una puntual razón, siguiendo las huellas de un historiador y filósofo.

XXVI.— Había en el Ponto una mozuela que decía haber sido fecundada por Apolo, lo que muchos, como es natural, se resistían a creer; otros pasaban por ello; y habiendo dado a luz un varón, fueron muchas y muy conocidas las personas que se encargaron de su crianza y educación. Púsosele por nombre Sileno, por causa particular que parece había para ello. De aquí tomó Lisandro el principio, y por sí fue preparando y agregando lo demás, ayudándole en esta farsa no pocos ni despreciables actores, los cuales trataron de hacer creíble y sin sospecha lo que se decía del origen del niño, y además divulgaron y esparcieron por Esparta que en letras misteriosas guardaban los sacerdotes ciertos oráculos muy antiguos a que les estaba vedado llegar y que no podían sin sacrilegio ser tocados si no venía al cabo de largo tiempo uno que fuera hijo de Apolo, y que, dando a los que los custodiaban señales ciertas de su nacimiento, trajera consigo las tablas en que los oráculos estaban escritos. Sobre estos preparativos debía presentarse Sileno y pedir los oráculos en calidad de hijo de Apolo, y los sacerdotes, que estaban en el misterio, examinar cada cosa y asegurarse del nacimiento; últimamente, persuadidos ya de ello, habían de mostrarlo, como a hijo de Apolo, las letras, y él, delante de muchos, había de leer otros varios vaticinios, y también aquel por el que todo se fraguaba, relativo al rey; a saber: que era mejor y mas conveniente para los Espartanos elegir sus reyes entre los hombres de probidad. Cuando ya Sileno era mocito y el enredo iba a ponerse en ejecución, se le desgració a Lisandro su farsa, por cobardía de uno de los personajes de ella, temblando y apartándose del intento en el punto mismo de haber de llevarle a cabo. Mas en vida de Lisandro nada de esto se supo a la parte de afuera, sino sólo después de su muerte.

XXVII.— Murió antes que Agesilao volviese del Asia, habiéndose metido en la guerra con los Beocios o habiendo metido, por mejor decir, a toda la Grecia, pues se dice de una y otra manera; y el motivo, unos se lo achacan a él mismo, otros a los Tebanos, y otros dicen haber sido común y dimanado de ambas partes. Atribúyese a los Tebanos la interrupción de los sacrificios en Áulide, y el que, sobornados Androclidas y Anfiteo con el oro del rey para suscitar a los Lacedemonios una guerra de toda al Grecia, acometieron a los de Focea y talaron sus términos. De Lisandro se dice haberse irritado contra los Tebanos porque ellos solos habían reclamado la décima de la guerra, cuando los demás aliados guardaban silencio, porque habían mostrado disgusto a causa de las riquezas que Lisandro había enviada a Esparta, y más principalmente por haber sido los que dieron a los Atenienses pie para libertarse de los treinta tiranos que les puso Lisandro, y cuyo poder y terror aumentaron los Lacedemonios, estableciendo que los fugitivos de Atenas podrían ser reclamados y traídos de cualquier parte y que quedarían fuera de los tratados los que se opusieran a ello. Pues contra esto dieron los Tebanos los decretos que correspondía, muy parecidos a las hazañas de Heracles y Baco: «que todas las casas y todos los pueblos de la Beocia estarían abiertos a cualquier Ateniense que en ellos buscara asilo: que el que no auxiliara a un Ateniense fugitivo a quien querían llevárselo pagara de multa un talento; y que si alguno conducía a Atenas por la Beocia armas contra los tiranos, ningún Tebano lo viera ni lo oyera». Y no se contentaron con tomar estas disposiciones, tan propias de unos Griegos y tan llenas de humanidad, sin que correspondieran las obras a las palabras, sino que Trasibulo y los que le siguieron para tomar a Fila salieron de Tebas, proporcionándoles los Tebanos armas, dinero, el no ser descubiertos y el dar principio a su obra. Estas son las causas que inflamaron a Lisandro contra los Tebanos.

XXVIII.— Siendo ya inaguantable en su cólera por la melancolía, exaltada por la vejez, acaloró a los Éforos, persuadiéndoles que enviaran guarnición contra ellos, y encargándose del mando, marchó con las tropas. Más adelante enviaron también a Pausanias con un ejército, y éste, rodeado el Citerón, se dirigía a invadir la Beocia pero Lisandro se le adelantó por la Fócide con la mucha gente que tenía a sus órdenes, y tomando a Orcomene, que voluntariamente se le entregó, pasó por Lebadea y la taló. Envió de allí a Pausanias una carta, previniéndole que de Platea pasase a Haliarto, pues él, al rayar el día, estaría ya sobre las murallas de los Haliartios. Esta carta vino a poder de los Tebanos por haber tropezado con unos exploradores el que la llevaba. Los Tebanos, habiendo acudido en su socorro los Atenienses, encomendaron a éstos su ciudad, y ellos, marchando al primer sueño, se anticiparon un poco a Lisandro en llegar a Haliarto, entrando alguna parte de la gente en la ciudad. Determinó aquel, por lo pronto, acampando su ejército en un collado, esperar allí a Pausanias; pero ya muy entrado el día, como no le fuese dado permanecer, tomó las armas y, exhortando a los aliados, marchó en derechura por el camino con su tropa formada hacia las murallas. De los Tebanos, los que habían quedado fuera, dejando a la ciudad a la izquierda, se dirigieron contra la retaguardia de los enemigos junto a la fuente llamada Cisusa, en la que, según la fábula, lavaron sus nodrizas a Baco recién nacido, pues su agua, brillante con un cierto color de vino, es sumamente transparente y muy dulce de beber. Nacen, no lejos de ella, estoraques de Creta, lo que los Haliartios tienen por señal de haber residido allí Radamanto, cuyo sepulcro muestran, llamándole Alea. Hállase también cerca el sepulcro de Alcmena, porque dicen que fue allí enterrada, habiendo casado con Radamanto después de la muerte de Anfitrión. Los Tebanos de la ciudad, que se hallaban formados con los Haliartios, hasta allí se habían estado quietos; pero cuando vieron que Lisandro, entre los primeros, avanzaba contra las murallas, abrieron de repente las puertas y, saliendo con ímpetu, le dieron muerte, juntamente con el agorero y con algunos pocos de los demás; porque la mayor parte huyeron precipitadamente a incorporarse con la hueste; mas como los Tebanos no se detuviesen sino que fuesen en su seguimiento, todos se entregaron a la fuga por aquellas alturas, pereciendo unos mil de ellos. Perecieron también unos trescientos Tebanos que persiguieron a los enemigos por las mayores asperezas y derrumbaderos. Estaban éstos notados de partidarios de los Lacedemonios, y para lavarse ante sus conciudadanos de esta mancha habían tenido en la persecución poca cuenta con sus personas, y esto fue lo que los condujo a su perdición.

XXIX.— Fue anunciada a Pausanias esta derrota cuando estaba en camino desde Platea para Tespias, y formando su tropa se dirigió a Haliarto. Acudió también Trasibulo desde Tebas con los Atenienses, y queriendo Pausanias recobrar por capitulación los muertos, llevándolo a mal los más ancianos de los Espartanos, altercaron entre sí, y yendo después en busca del rey le expusieron que Lisandro no debía ser recobrado por capitulación, sino con las armas, y que, combatiendo cuerpo a cuerpo y venciendo, así era como se le había de dar sepultura; y si fuesen vencidos, sería muy glorioso yacer allí con su general. Así le hablaron los ancianos; pero viendo Pausanias que era obra mayor sobrepujar a los Tebanos cuando acababan de triunfar, y que habiendo perecido Lisandro muy cerca de las murallas no había otro medio para rescatarle que capitular o vencer, envió un heraldo, y, hecho el tratado, retiró sus tropas. Los que traían a Lisandro, luego que estuvieron en los términos de la Beocia, le dieron tierra en el país de los Panopeos, que era amigo y aliado, donde ahora está su sepulcro, junto al camino que va a Queronea desde Delfos. Estando allí acampado el ejército, se dice que, refiriendo un Focense el combate a otro que no se halló presente, expresó haberles acometido los enemigos cuando Lisandro acababa de pasar el Hoplites, y que, como se maravillase un Espartano, amigo de Lisandro, y preguntase cuál era el que llamaba Hoplites, pues no conocía el nombre, el otro había respondido: «Allí donde los enemigos dieron muerte a los primeros de los nuestros, porque al arroyo que corre junto a la ciudad le llaman Hoplites»; lo que, oído por el Espartano, se echó a llorar, y exclamó: «¡Cuán inevitable es al hombre su hado!»; pues, según parece, se había entregado a Lisandro un oráculo que decía así:

Te prevengo que evites, diligente,
el resonante Hoplites y el doloso
terrígena dragón que a traición hiere.

Mas algunos dicen que el Hoplites no corre junto a Haliarto, sino que cerca de Coronea hay un torrente, que, incorporado con el río Filaro, pasa junto a aquella ciudad, y que éste, llamándose antes Hoplia, ahora es nombrado Isomanto. El Haliartio que dio muerte a Lisandro, llamado Neocoro, llevaba por insignia en el escudo un dragón, y a esto se infiere que aludía el oráculo. Dícese asimismo que a los Tebanos, en tiempo de la guerra del Peloponeso, les vino un oráculo de Apolo Ismenio, que, juntamente con la batalla de Delio, predecía también ésta de Haliarto, que fue treinta años después de aquella; el oráculo era éste:

Del lobo con el límite ten cuenta
cuando en acecho vayas;
y te guarda del Orcálide,
monte, que no es nunca
de la astuta vulpeja abandonado.

Llamó límite al lugar de Delio, por estar en el confín entre la Beocia y el Ática, y Orcálide al collado que ahora se llama Alópeco o de la Zorra, sito en el territorio de Haliarto, por la parte del Helicón.

XXX.— Muerto de esta manera Lisandro, sintieron tanto, por lo pronto, los Espartanos su falta, que intentaron contra el rey causa de muerte; y como éste no se atreviese a sostenerla, huyó a Tegea, y allí vivió pobre en el bosque de Atena; por cuanto, descubierta con la muerte la pobreza de Lisandro, ésta hizo más patente su virtud; pues que entre tantos caudales, tanto poder, tanto séquito de las ciudades y tanto obsequio de los reyes, en punto a riqueza en nada adelantó su casa, según relación de Teopompo, a quien más fácilmente dará cualquiera crédito cuando alaba que no cuando vitupera, pues no es más sabroso reprender que celebrar. Éforo dice que más adelante, habiéndose promovido en Esparta cierta disputa relativa a los aliados, y siendo necesario acudir a los documentos que reservó en su poder Lisandro, pasó a su casa Agesilao, y que, habiendo encontrado el cuaderno en que estaba escrito el discurso sobre la forma de la república, y en razón de que debía hacerse común la autoridad real, sacándola de manos de los Euripóntidas y los Agíadas, y elegirse el rey entre los ciudadanos de mayor probidad, era la intención de Agesilao mostrar el discurso a los ciudadanos, y hacerles ver qué hombre era Lisandro y cuán errados habían andado acerca de él; pero que Lacrátidas, varón prudente y el primero entonces de los Éforos, se había opuesto a Agesilao, diciéndole que no convenía desenterrar a Lisandro, sino más bien enterrar con él el discurso. ¡Tanto era el arte y habilidad con que estaba dispuesto! Diéronle después de muerto diferentes honores, y a los que estaban desposados con sus hijas y se apartaron después de su fallecimiento por ver que era pobre, los castigaron con una multa, pues que le obsequiaron mientras le tuvieron por rico, y cuando vieron por su misma pobreza que había sido justo y recto le abandonaron; y es que, a lo que parece, en Esparta había establecidas penas contra los que no se casaban, contra los que se casaban tarde y contra los que se malcasaban, y en ésta incurrían, principalmente, los que buscaban más bien a los ricos que a los honrados y parientes, que es lo que hemos tenido que referir de Lisandro.

SILA

I.— Lucio Cornelio Sila era de linaje patricio, que es, como si dijéramos, de linaje noble. De sus ascendientes se dice haber sido cónsul Rufino y haber sido en él más pública la afrenta que este honor: porque habiéndose averiguado que poseía en dinero acuñado más de diez libras, que era lo que la ley permitía, fue por esta causa expulsado del Senado. Los que después le siguieron vivieron en la oscuridad; el mismo Sila se crió con un patrimonio bien escaso, pues siendo mancebo habitó casa alquilada en precio muy moderado, como después se le echó en cara cuando se le vio más floreciente de lo que parecía justo; porque se refiere que, jactándose él y haciendo ostentación de sus haberes después de la expedición de África, le dijo uno de los conciudadanos honrados y austeros: «¿Cómo puedes ser hombre de bien tú, que, no habiéndote dejado nada tu padre, tienes ahora tanta hacienda?». Pues no era esto de hombre que permaneciese en una conducta y en unas costumbres rectas y puras, sino de quien hubiese declinado y hubiese sido corrompido por la pasión del lujo y del regalo. Ponían, por tanto, en igual grado de menos valer al que disipaba su caudal y al que no se mantenía en la pobreza paterna. A lo último, cuando, apoderado ya de la república, quitaba a muchos la vida, un hombre de condición libertina, que se creía ocultaba a uno de los proscriptos, y que, por tanto, había de ser precipitado, insultó a Sila, diciéndole que por largo tiempo habían habitado en la misma casa en cuartos arrendados, llevando él mismo el de arriba en dos mil sestercios, y Sila el de abajo en tres mil; de manera que la diferencia de fortunas entre uno y otro era la que correspondía a mil sestercios, que venían a hacer doscientas cincuenta dracmas áticas. Estas son las noticias que nos han quedado de su primera fortuna.

II.— Cuál fuese lo demás de su figura aparece de sus estatuas; pero aquel mirar fiero y desapacible de sus ojos azules se hacía todavía más terrible al que lo miraba, por el color de su semblante, haciéndose notar a trechos lo rubicundo y colorado mezclado con su blancura; y aun se dice que de aquí tomó el nombre, viniendo a ser un mote que designaba su color; así, un decidor de mentidero de los de Atenas le zahirió con estos versos:

Si una mora amasares con la harina,
tendrás de Sila entonces el retrato.

De estas mismas señas no sería extraño colegir su genio, que se dice haber sido el de un hombre jovial y chancero: pues desde mozo, y cuando todavía no gozaba de reputación, gustaba de acompañarse y pasar el tiempo con histriones y gente baladí. Después, dueño ya de todo, solía reunir cada día a los más insolentes de la escena y el teatro, beber con ellos y contender en bufonadas y chistes, haciendo cosas muy impropias de su vejez y que desdecían mucho de su autoridad, y abandonando en tanto negocios que exigían prontitud y diligencia: pues mientras Sila estaba en la mesa, no había que irle con negocios serios, sino que, con ser en las demás horas activo y solícito, era extraña la mudanza que en él se notaba cuando se entregaba a los festines y a beber, siendo en esta sazón muy benigno para cómicos y danzantes y muy afable y manejable para todos cuantos se le acercaban. De esta misma relajación pudo venirle el achaque de ser muy dado a amores y disoluto en cuanto a placeres, exceso en el que no se contuvo aun siendo viejo. Aun le vino algún fruto de esta pasión, porque, habiéndose aficionado de una mujer pública, pero rica, llamada Nicópolis, como ésta se hubiese enamorado realmente de él por el continuo trato y por su figura, a su fallecimiento le dejó por heredera. Heredó asimismo a su madrastra, que le amó como si fuera su hijo, y de aquí le vino ya el ser un hombre medianamente acomodado.

III.— Nombrado cuestor, se embarcó para el África con Mario, cuando éste, cónsul por vez primera, partió a hacer la guerra a Yugurta. Llegado al ejército, dio ventajosa idea de sí en muchas cosas, y aprovechando la ocasión trabó amistad con Boco, rey de los Númidas, porque habiendo dado acogida y tratado con distinción a unos embajadores suyos en ocasión de huir de una cuadrilla de salteadores que al modo numídico los acometieron, se los envió, haciéndoles regalos y dándoles escolta que los llevase con seguridad. Era Yugurta suegro de Boco, y hacía tiempo que éste le temía y lo tenía en odio; y como entonces hubiese sido vencido y se hubiese acogido a él, armándole asechanzas, envió a llamar a Sila, queriendo más que la prisión y entrega de Yugurta se hiciera por medio de éste, que no directamente por su mano. Comunicándolo, pues, con Mario y tomando unos cuantos soldados, se arrojó Sila a un grave peligro, por cuanto, confiado en un bárbaro infiel a los suyos, para apoderarse de otro hizo entrega de sí mismo. Hecho Boco dueño de ambos, y puesto en la necesidad de faltar a la fe con el uno o el otro, estuvo muy indeciso en el partido que tomaría; pero al fin se determinó por la primera traición, y puso a Yugurta en manos de Sila. El que triunfó por este hecho fue Mario; pero la gloria del vencimiento, que la envidia contra Mario le atribuía a Sila, tácitamente ofendía sobremanera el ánimo de aquel, porque el mismo Sila, vanaglorioso por carácter, y que entonces por la primera vez, saliendo de la oscuridad y siendo tenido en algo, empezaba a tomar el gusto a los honores, llegó a tal punto de ambición, que hizo grabar esta hazaña en un anillo, del que usó ya siempre en adelante. En él estaba Boco retratado en actitud de entregar, y Sila en la de recibir, a Yugurta.

IV.— Había esto incomodado a Mario; pero no teniendo todavía a Sila por hombre que pudiera ser envidiado, siguió valiéndose de él en sus mandos militares: en el consulado segundo para legado y en el tercero para tribuno, y por su medio hizo cosas de gran importancia, porque siendo legado dio muerte a Cepilo, general de los Tectosagos, y de tribuno persuadió a la grande y poderosa nación de los Marsos que se hiciese amiga y aliada de los Romanos. Percibiendo ya entonces que Mario le miraba mal y no le daba fácilmente ocasiones de acreditarse, sino que más bien se oponía a sus aumentos, se arrimó al colega de Mario, Cátulo, hombre recto, pero de poca disposición para las cosas de la guerra; bajo el cual, encargado de los más graves y arduos negocios, adelantó a un tiempo en poder y en opinión, pues la mayor parte de las cosas en la guerra tenida contra los bárbaros en los Alpes se hacían por su medio; y habiendo faltado los víveres, encargado de la provisión, proporcionó tal abundancia que, estando sobrados los soldados de Cátulo, tuvieron para dar a los de Mario; lo que dicen fue causa para que éste se indispusiera cruelmente contra él. Esta enemistad, que nació de tan pequeña ocasión y tan débiles principios, subió después por los grados de la sangre civil y de insufribles convulsiones hasta la tiranía y el trastorno de toda la república, haciendo ver con cuánta sabiduría y conocimiento de los negocios políticos amonestaba el poeta Eurípides que se huyera de la ambición como del genio más maléfico y perjudicial para los que de él se dejan dominar.

V.— Entendiendo ya entonces Sila que la gloria de sus hazañas militares podía servirle para entrar en las ocupaciones políticas, pasó desde el ejército a hacer obsequios y rendimientos al pueblo, y presentándose a pedir la pretura civil fue desatendido, de lo que atribuyó la causa a la muchedumbre: porque alegaba que, aprobando ésta su amistad con Baco, de la que tenía noticia, y creyendo que si en lugar de pretor se le hacía edil daría magníficos juegos y combates de fieras africanas, nombró otros pretores, precisándole a servir el cargo de edil. Mas por sus mismos hechos se convence a Sila de que huye de reconocer la verdadera causa de su repulsa; pues que al ario inmediato alcanzó ya la pretura, ora adulando al pueblo y ora ganándole con dinero. Por eso, como sirviendo la pretura dijese a César con enfado que usaría contra él de su propia autoridad: «Muy bien haces —le repuso éste— en llamarla tuya propia, pues que la tienes por haberla comprado».

Después de la pretura fue enviado a la Capadocia, según las órdenes públicas, para restituir a Ariobarzanes; mas el verdadero objeto era contener a Mitridates, nimiamente inquieto, que iba recobrando una autoridad y un poder en nada inferior al que tenía. No llevó consigo muchas fuerzas; pero, auxiliándole los aliados, de la mejor voluntad, con dar muerte a muchos de los de Capadocia y a mayor número de los de Armenia, que hacían causa con éstos, lanzó del trono a Gordio, y dio a reconocer por rey a Ariobarzanes. Mientras se detenía a orillas del Éufrates, fue a hablarle Orobazo el Parto, embajador del rey Arsaces, sin que antes hubiera habido comunicación entre las dos naciones; y esto mismo se cuenta por uno de los mayores favores de la fortuna de Sila, haber sido el primero de los Romanos a quien se presentaron los Partos en demanda de amistad y alianza; y aun se dice que, habiendo hecho poner tres sillas curules, una para Ariobarzanes, otra para Orobazo y la tercera para sí, dio audiencia sentado en medio de ambos; con cuya ocasión el rey de los Partos dio después muerte a Orobazo, y de los Romanos, unos aplaudieron a Sila por haber usado de magnificencia y aparato con los bárbaros, y otros le notaron de engreído y vanaglorioso. Dícese asimismo que uno de los Caldeos, que fue de la comitiva de Orobazo, habiendo reparado en el semblante de Sila y estado atento a los movimientos de su ánimo y de su cuerpo, examinando por las reglas que él tenía cuál debía ser su índole y carácter, había exclamado que necesariamente aquel hombre debía de ser muy grande, y aun se maravillaba cómo podía aguantar el no ser ya el primero de todos.

A su vuelta intentó contra él Censorino causa de soborno, por haber recibido de un reino amigo y aliado mucho más de lo que la ley permitía; pero aquel no se presentó al juicio, sino que dejó desierta la acusación.

VI.— Su indisposición con Mario tomó nuevas fuerzas de la ocasión que dio para ello Boco con haberse propuesto hacer un obsequio al pueblo romano y juntamente manifestar su gratitud a Sila; pues con este objeto consagró en el Capitolio ciertas imágenes con diferentes trofeos, y entre ellas un Yugurta de oro en actitud de ser entregado por él a Sila. Irritóse con esto sobremanera Mario, y concibió el designio de acabar con la ofrenda; de parte de Sila había muchos dispuestos a oponérsele, y faltaba muy poco para que la ciudad entera ardiese, cuando por entonces la guerra social, que mucho tiempo antes humeaba, vino a levantar llama y contuvo la sedición. En esta guerra larga, sumamente varia, y que trajo a los Romanos muchos males y gravísimos peligros, Mario, no habiendo podido ejecutar ningún hecho señalado, dio una clara prueba de que la virtud guerrera pide robustez y fuerzas corporales; cuando Sila, ejecutando muchos hechos insignes y dignos de memoria, se acreditó de gran general entre los propios, de más grande todavía entre los aliados, y de muy afortunado entre los enemigos. Y no se condujo en esta parte como Timoteo, hijo de Conón, que, como sus enemigos atribuyesen a la fortuna todos sus triunfos, y le hubiesen pintado en sus cuadros durmiendo, mientras la fortuna cogía las ciudades con una red, disgustado e irritado contra los que así le trataban, por cuanto le privaban de la gloria debida a sus hazañas, dijo al pueblo, en ocasión de venir de una expedición dirigida con acierto: «Pues en esta expedición ¡oh Atenienses! no ha tenido ninguna parte la fortuna». Y después de haber usado de este lenguaje arrogante, parece que un mal genio se propuso burlarse de él, pues nada de provecho pudo hacer ya en adelante, sino que, desgraciado en sus empresas, y despojado del favor del pueblo, por fin salió desterrado de la ciudad. Mas Sila no sólo sacó constantemente partido de aquella felicidad suya y de la confianza en ella, sino que en alguna manera aumentó y como divinizó sus hechos y sus sucesos con atribuirlos a la fortuna: bien fuera por ostentación, o bien por ser éste su modo de pensar acerca de las cosas divinas, puesto que él mismo escribe en sus Comentarios que aun las empresas acometidas, al parecer temeraria e inoportunamente, solían salirle mejor que las más detenidamente meditadas; y con decir de sí mismo que le parecía haber sido más bien formado por la naturaleza para las cosas de fortuna que para las de la guerra, se ve claro que más valor daba a la fortuna que a la virtud. En general, parece que todo él se tenía por obra de la fortuna, cuando le atribuye hasta la concordia en que vivió con Metelo, varón igual a él en honores, y su suegro; pues cuando creía que siendo un hombre de tanta autoridad le daría mucho en que entender, le halló sumamente apacible en la comunión de mando. Mas a Luculo, en sus Comentarios que le dedicó, le exhorta a que nada tenga por tan cierto y seguro como lo que por la noche le prescriba su genio. Enviado con ejército a la guerra social, refiere que se abrió una gran sima cerca de Laverna, de la cual salió mucho fuego y una llama muy resplandeciente, que subió hasta el cielo, y que acerca de ello habían dicho los agoreros que un insigne varón, de bella y excelente figura, haría cesar aquellas grandes agitaciones, y éste da por supuesto no ser otro que él: pues en cuanto a figura, la suya tenía por peculiar el tener el cabello de color de oro, y en cuanto a valor, no se avergonzaba de atribuírselo, después de haber ejecutado tantas y tan ilustres hazañas. Esto en punto a su felicidad, tenida por divina; en sus costumbres, por lo demás, podía ser reputado por inconsecuente y como diverso de sí mismo: arrebataba muchas cosas y regalaba muchas más; honraba con exceso, deshonraba y afrentaba de la misma manera; agasajaba a los que había menester y dejábase obsequiar de los que le pedían; de manera que podía quedar en duda qué era lo que por naturaleza sobresalía en él: si la soberbia o la bajeza. De su inconsecuencia en los castigos, alborotando, el mundo por cualquiera leve motivo, y pasando blandamente por las mayores maldades, aplacándose benignamente en cosas que parecían insufribles y propasándose a muertes y publicaciones de bienes por faltas ligeras y sin importancia, la razón que puede darse es que, siendo por índole iracundo y pronto a castigar, sabía ceder de aquella dureza cuando consideraba que le convenía. En esta misma guerra social, habiendo hecho sus soldados perecer a palos y a pedradas a un oficial general que servía de legado, llamado Albino, dejó pasar sin castigo tan atroz delito, y aun en tono de quien aprueba les dijo que con eso se portarían más denodadamente en la guerra, para desvanecer aquella falta con su valor. Si de esto se le reprendía, no se le daba nada; y antes, cuando ya había concebido la idea de acabar con Mario, y cuando se veía que la guerra social iba prontamente a terminarse, para ser nombrado general contra Mitridates, aduló y lisonjeó al ejército que mandaba, y, trasladándose a Roma, fue nombrado cónsul con Quinto Pompeyo, a la edad de cincuenta años. Entonces contrajo un enlace ilustre, casando con Cecilia, hija de Metelo, pontífice máximo, sobre lo que el vulgo le compuso muchos cantares, y los principales tuvieron mucho que hablar, no juzgando digno de tal mujer al que juzgaban digno de ser cónsul, como observa Tito Livio. Ni estuvo casado con esta sola, sino que siendo joven casó con Ilia, de quien tuvo una hija; después de ésta, con Elia, y en terceras nupcias con Clelia, a la que repudió por estéril, tratándola con honor y el mayor miramiento y haciéndole presentes; mas como de allí a pocos días se hubiese enlazado con Metela, se formó concepto de que no era cierto el defecto imputado a Clelia. Tuvo siempre a Metela en grande estimación, tanto que, desando el pueblo romano la restitución de los que por causa de Mario habían sido desterrados, como Sila lo negase, interpuso la mediación y el nombre de Metela. Cuando tomó la ciudad de Atenas, trató con dureza a los Atenienses, porque, a lo que se dice, insultaron con burla y sarcasmos a Metela desde la muralla pero de esto se hablará más adelante.

VII.— Creyendo entonces que el consulado no podía servirle de mucho para lo que preveía venidero, dirigió todos sus conatos a la guerra contra Mitridates; pero le hacía oposición Mario, por ansia loca de gloria y codicia de honores, enfermedades que no envejecen, y, aunque pesado de cuerpo e inhábil por la vejez para las empresas militares, como lo había mostrado la experiencia en las que acababan de preceder, aspiraba, sin embarga, a guerras lejanas y ultramarinas; y mientras Sila marchaba al ejército para ciertas cosas que tenía pendientes, estándose él en casa meditaba y fraguaba aquella destructora sedición, más funesta para Roma que cuantas guerras la afligieron, como los dioses se lo habían anunciado con prodigios. Porque por sí mismo se prendió fuego en las varas en que se llevan las insignias, y hubo gran dificultad para apagarlo; tres cuervos, juntando sus polluelos, se los comieron, y los restos los volvieron al nido; los ratones royeron el oro que había en el templo, y habiendo cogido los custodios de él una hembra con ratonera, parió ésta en la ratonera misma cinco ratoncillos, de los que se comió tres; y lo que es más extraño todavía: hallándose la atmósfera despejada y sin nubes, se oyó el sonido de una trompeta, que lo dio tan aguda y doloroso, que por lo penetrante los aturdió y asombró a todos. Los inteligentes de la Etruria dieron la explicación de que aquel prodigio anunciaba la mudanza y venida de una nueva generación, porque las generaciones habían de ser ocho, diferentes todas entre sí en el método de vida y en las costumbres, teniendo cada una prefinido por Dios el término de su duración dentro del período del año grande; y cuando una concluye y ha de entrar otra, se manifiestan señales extraordinarias en la tierra o en el cielo, en términos que los que se han dado a examinar estas cosas y las conocen, al punto advierten que vienen otros hombres, diferentes en sus usos y en su tenor de vida, de quienes los Dioses tienen mayor o menor cuidado que de los que les precedían. En todo hay gran novedad cuando se verifica este cambio en las generaciones, y también la ciencia adivinatoria, o aumenta en estimación, acertando en sus pronósticos, porque el Genio envía señales claras y seguras, o decae en la otra generación, dejada a sí misma, y no pudiendo emplear sino medios oscuros y sombríos para conjeturar lo futuro. Tales eran las fábulas que divulgaban los Etruscos, que se tienen por más inteligentes y más sabios en estos negocios que los otros pueblos. En el acto mismo en que, congregado el Senado, gastaba su tiempo con los agoreros en el templo de Belona, se vio volar en él, a vista de todos, un pájaro, que llevaba en el pico una cigarra, y dejando caer allí una parte de ella marchó llevándose la otra; y los explicadores de prodigios vieron en esto una sedición y discordia entre los propietarios y la plebe ciudadana y placera, porque ésta es gritadora como las cigarras, y los terratenientes dados a la agricultura.

VIII.— Mario echa entonces mano de Sulpicio, tribu no de la plebe, que no tenía segundo en las más insignes maldades; de manera que no había que preguntar si era más perverso que alguno otro, sino qué cosa era aquella para la que sobresaldría en perversidad; su crueldad, su osadía y su codicia, no había infamia ni atrocidad por la que se detuviesen, pues era hombre que descaradamente vendía la ciudadanía de Roma a los libertos y a los forasteros. percibiendo el precio en una mesa que tenía puesta en la plaza. Mantenía a su costa tres mil hombres armados, y le seguía una muchedumbre de jóvenes del orden ecuestre, dispuestos para todo, a los que llamaba Antisenado. Hizo establecer por ley que ninguno del orden senatorio pudiera deber arriba de dos mil dracmas, y él dejó deudas a su muerte por tres millones. Dióle, pues, suelta Mario para con el pueblo, y confundiéndolo todo con la fuerza y el hierro, propuso otras varias leyes perjudiciales, y con ellas la de que se diera a Mario el mando para la Guerra Mitridática. Como los cónsules hubiesen publicado ferias con este motivo, hizo marchar a la muchedumbre contra ellos, hallándose en junta en el templo de los Dioscuros, y dio muerte, además de otros muchos, al hijo del cónsul Pompeyo, en la plaza; y el mismo Pompeyo tuvo que libertarse con la huída. Sila se entró perseguido en la casa de Mario, y se vio en la precisión de salir y abrogar las ferias; por esta causa, haciendo Sulpicio revocar el consulado de Pompeyo, no se lo quitó a Sila, y sólo trasladó a Mario el mando de las tropas destinadas contra Mitridates, enviando al punto a Nola tribunos que se encargaran del ejército y se lo trajeran a Mario.

IX.— Anticipóseles Sila, huyó al ejército y sus soldados mataron a los tribunos, luego que fueron informados de lo sucedido Mario y los suyos; a su vez daban en Roma muerte a los amigos de Sila, y se apoderaban de sus bienes, siendo además continuas las traslaciones y fugas de unos a la ciudad desde el ejército, y de otros que desde la ciudad se dirigían a aquel. El Senado no era dueño de sí mismo, sino que se prestaba a las órdenes de Mario y de Sulpicio; y noticioso de que Sila avanzaba sobre la ciudad, envió dos pretores, Bruto y Servilio, con la orden de que se retirase. Como éstos hubiesen hablado a Sila con arrogancia, los soldados quisieron acabar con ellos; mas sólo les rompieron las fasces y los despojaron de la púrpura, despachándolos con ignominia. Con su desmedida tristeza, y con vérseles despojados de las insignias pretorias, anunciaban bastante que la sedición, lejos de estar apaciguada, no podía reprimirse. Mario, pues, hacía preparativos, y Sila venía desde Nola trayendo seis legiones completas; y aunque al ejército lo veía muy resuelto a marchar sin detención contra Roma, él estaba indeciso en su ánimo y temía el peligro. Mas como haciendo él sacrificio examinase las señales el agorero Postumio, tendiendo las manos hacia Sila, le pedía que le aprisionase y custodiase hasta la batalla, y si todo no se terminaba pronto y favorablemente tomara de él la última venganza a que se ofrecía. Dícese que a Sila se le apareció entra sueños la Diosa, cuyo culto aprendieron los Romanos de los de Capadocia, llámese la Luna, o Minerva, o Belona; parecióle, pues, a Sila que colocada ésta a su cabecera le puso en la mano un rayo, y nombrándole a cada uno de sus enemigos, le decía que tirase, y que, tirando él, estos caían y se desvanecían. Alentado con esta aparición, y dando al otro día parte de ella a su colega, se dirigió a Roma. Alcanzóle, ya en Pictas, un mensaje, por el que se le rogaba suspendiese en aquel punto la marcha, pues el Senado decretaría a su favor cuanto fuese justo; mas aunque dio palabra a los embajadores de que asentaría el campo, llegando hasta comunicar la orden para el acantonamiento de las tropas, como acostumbraban hacerlo los generales, con lo que aquellos se retiraron confiados, apenas hubieron marchado envió a Lucio Basilo y Cayo Mumio, y tomó por medio de ellos la puerta y lienzo de muralla que está sobre el monte Esquilino, y en seguida se aproximó él mismo con la mayor prontitud. Acometieron los de Basilo a la ciudad, y se hacían dueños de ella; pero el pueblo en gran número, aunque desarmado, empezó a tirarles tejas y piedras, y los contuvo de ir adelante, obligándolos a recogerse a la muralla. En esto, ya Sila había llegada, y enterado de lo que pasaba gritó que se acercasen a las casas, y tomando un hacha encendida corrió él el primero, y dio orden a los arqueros para que usasen de los portafuegos, dirigiéndolos contra los tejados, sin hacerse cargo de nada; sino que, dejándose llevar de la cólera de que se hallaba poseído, y abandonando a ella la dirección de las operaciones, no vio en Roma más que enemigos, y sin consideración ni compasión alguna de amigos, de parientes y deudos, lo entregó todo al fuego, que no hace distinción entre los culpados y los que no lo son. Mientras esto pasaba, Mario corrió al templo de la Tierra, y publicó la libertad a todos los esclavos; pero no pudiendo sostenerse con la entrada de los enemigos salió de la ciudad.

X.— Congregó Sila el Senado, e hizo decretar la pena de muerte contra Mario y algunos otros, entre ellos el tribuno de la plebe Sulpicio, y éste fue, efectivamente, muerto por traición de un esclavo, a quien Sila, desde luego, dio libertad, pero después le hizo despeñar. La cabeza de Mario la puso a precio, con notable ingratitud y falta de política respecto de un hombre que poco antes le había dejado ir libre y seguro, habiéndose él mismo puesto en sus manos; a fe que si Mario no hubiera dado entonces puerta franca a Sila, sino que le hubiera dejado a discreción de Sulpicio, habría podido quedar dueño de todo, y, sin embargo, usó de indulgencia con él, cuando por el contrario, al cabo de pocos días, hallándose Mario en el mismo caso, no obtuvo igual consideración: conducta con la que Sila afligió al Senado, aunque éste no lo manifestó; pero el disgusto y venganza del pueblo pudo verse muy bien en sus obras, porque, desatendiendo en cierta manera con ultraje a Nonio, su sobrino, y a Servio, que con su protección pedían las magistraturas, las confirieron a otros, por cuanto con preferirlos le daban disgusto. Mas Sila aparentaba que se complacía con esto mismo, como que a él le debía el pueblo el gozar de la libertad de hacer lo que le pareciese, y poniéndose él mismo de parte del odio de la muchedumbre, hizo que del partido contrario fuese nombrado cónsul Lucio Cina, que, con imprecaciones y juramentos, se comprometió a abrazar sus intereses. Subió, pues, éste al Capitolio, y teniendo una piedra en la mano juró y se echó la maldición de que si no guardaba concordia con él fuese arrojado de la ciudad como aquella piedra era arrojada de la mano, y la tiró al suelo a presencia de muchos; mas, a pesar de todo, no bien se hubo posesionado de la dignidad, cuando al punto trató de trastornar el orden establecido, y dispuso que se formara causa a Sila, presentando, para que le acusase, a Virginio, uno de los tribunos; pero aquel, desentendiéndose del acusador y del tribunal, marchó contra Mitridates.

XI.— Refiérese que, por aquellos mismos días en que Sila movía de la Italia sus tropas, le aconteció a Mitridates, que residía entonces en el Ponto, entre otros muchos prodigios, el de que una Victoria, portadora de una corona que los de Pérgamo habían suspendido desde arriba, en ciertos instrumentos, sobre su cabeza, cuando iba ya a tocarla, se rompió, y la corona, cayendo sobre el pavimento del teatro, había corrido por el suelo hecha pedazos; lo que había causado terror en el pueblo y gran desaliento en Mitridates, sin embargo de que sus negocios progresaban y prosperaban en aquella sazón aun más allá de sus esperanzas. Porque él mismo, habiendo tomado el Asia de los Romanos, y de los reyes la Bitinia y la Capadocia, se había establecido en Pérgamo, repartiendo hacienda, provincias y reinos a sus amigos; y de sus hijos, el uno conservaba su antigua dominación en el Ponto y el Bósforo, hasta las tierras no habitadas de la laguna Meotis, sin ninguna contradicción, y Ariarates discurría con numeroso ejército por la Tracia y la Macedonia. Sus generales ocupaban otros diferentes puntos con tropas que mandaban, y Arquelao, el principal de ellos, hecho dueño con sus naves de todo el mar, había sojuzgado las Cícladas y todas las demás islas que dentro de Málea están situadas, ocupando también la Eubea, y marchando desde Atenas, había sublevado los pueblos de la Grecia, hasta la Tesalia, tocando un poco en Queronea, porque allí le salió al encuentro el legado de Sencio, general de la Macedonia, Bretio Surra, varón eminente en valor y en prudencia. Haciendo, pues, éste frente por la Beocia a Arquelao, que lo corría todo a manera de torrente, y dándole tres batallas, lo arrojó de Queronea y lo retiró otra vez hasta el mar. Mas, previniéndole Lucio Luculo que diera lugar a. Sila, que se acercaba, y le dejara la guerra que se le había decretado, abandonando al punto la Beocia, fue a unirse con Sencio, sin embargo de que todo le salía más felizmente de lo que podía esperar, y de que la Grecia, por sus excelentes prendas, estaba muy bien dispuesta a una mudanza; estos fueron los hechos más brillantes y sobresalientes de Bretio.

XII.— Sila recobró muy pronto las demás ciudades, enviando a ellas heraldos y atrayéndolas; pero a Atenas, obligada a estar de parte del rey por el tirano Aristión, tuvo que marchar con grandes fuerzas, y, rodeando el Pireo, le puso cerco, asestando contra ella toda especie de máquinas y empleando diferentes medios de combatir. Y si hubiera aguantado un poco de tiempo, se le habría venido a la mano tomar sin riesgo la ciudad de arriba, apurada ya del hambre hasta el último punto, por falta de los más precisos alimentos; pero, teniendo puesta la vista en Roma, y temiendo las novedades allí intentadas, apresuró la guerra, a costa de grandes peligros, de muchos combates y de inapreciables gastos, pues, sobre todos los demás preparativos, el aparato sólo de las máquinas constaba de diez mil pares de mulas, prontas todos los días para este servicio. Faltóle la madera, quebrantándose muchas de las piezas por su propio peso, y siendo frecuentemente incendiadas otras por los enemigos, y acudió por fin a los bosques sagrados, despojando la Academia, que todos los alrededores de Atenas era el más poblado de árboles, y el Liceo.

Hacíanle también falta para la guerra grandes caudales, y escudriñó los tesoros sagrados de la Grecia, como el de Epidauro y el de Olimpia, enviando a pedir las alhajas más ricas y preciosas entre todas las ofrendas. Escribió también a Delfos, a los Anfictiones, diciéndoles que era lo mejor le trajesen las riquezas del Dios, porque, o las guardaría con más seguridad, o si usaba de ellas, daría otras que no valiesen menos; envió para este efecto, de entre sus amigos, a Cafis de Focea, con orden de que lo recibiera todo por peso. Trasladóse Cafis a Delfos, y rehuía el tocar las cosas sagradas, manifestando ante los Anfictiones la mayor aflicción por la precisión en que se veía; y como algunos hubiesen dicho que habían oído resonar la cítara del santuario, o porque lo creyese o porque fuese su ánimo mover a Sila a la superstición, se lo envió a decir. Mas éste, tomándolo a burla respondió que se admiraba no supiese Cafis que el cantar era de los que están alegres y no de los enfadados, por lo que le mandó que tuviese ánimo y tomase las alhajas como que el Dios las daba contento. De las demás cosas traídas, pudieron no tener noticia muchos de los Griegos; pero como la tinaja de plata, que era lo que quedaba de las alhajas del rey, no pudiese acomodarse en una acémila, fue preciso hacerla pedazos, lo que excitó en los Anfictiones la memoria ya de Tito Flaminino y Manio Acilio, ya de Emilio Paulo, de los cuales aquel arrojó a Antíoco de la Grecia, y éstos vencieron en batalla a los reyes de Macedonia; y con todo, no sólo no tocaron a los templos de los Griegos, sino que les hicieron grandes dones y les prestaron el mayor honor y veneración. Y es que aquellos mandaban, conforme a las leyes, a hombres sobrios y que sabían prestar en silencio sus manos a los jefes; y como éstos fuesen regios en los ánimos, pero muy moderados en toda su conducta, no hacían otros gastos sino los precisos que les estaban asignados, teniendo por mayor afrenta adular a sus soldados que temer a los enemigos. Mas los generales de esta era, habiendo adquirido la autoridad más por la fuerza y la violencia que por la virtud, y teniendo necesidad de las armas más bien unos contra otros que contra los enemigos, se veían precisados a hacerse populares en el mismo mando de las armas y a tener que gastar en regalos para los soldados, comprando sus trabajos militares y haciendo venal puede decirse que la patria toda, y a sí mismos esclavos de los más ruines, a trueque de mandar a los mejores. Esto fue lo que arrojó de la ciudad a Mario y lo que después volvió a traerle contra Sila, y esto fue lo que, respectivamente, hizo a Cina matador de Octavio, y a Fimbria matador de Flaco. Pues a ninguno fue inferior Sila en estas malas artes, disipando el dinero para corromper y atraer a los que estaban bajo el imperio de otros y para contentar a los que él mandaba; con lo cual, habiendo de sobornar a los unos para que fuesen traidores y dar cebo a los otros para sus vicios, tenía necesidad de grandes caudales, y sobre todo para aquel sitio.

XIII.— Era, en efecto, grande e irreducible el ansia que tenía de tomar a Atenas, bien fuese por una cierta emulación con una ciudad cuya gloria parecía hacer sombra, o bien por encono e irritación, a causa de las burlas y denuestos con que para irritarle los insultaba cada día, a él mismo y a Metela, desde las murallas, el tirano Aristión, cuya alma era un compuesto de lascivia y crueldad, a las que había reunido todos los vicios y pasiones de Mitridates; éste era el que estaba reduciendo a los mayores extremos, como a una enfermedad mortal, a una ciudad que había podido salvarse hasta entonces de mil guerras y de muchas tiranías y sediciones. Porque el poco grano que había en la ciudad se vendía a mil dracmas la fanega, manteniéndose los hombres con la parietaria que se criaba en la ciudadela y comiéndose los despojos de los zapatos y vasijas, mientras él pasaba el tiempo en banquetes y comilonas, danzando y haciendo escarnio de los enemigos; ni siquiera cuidó de la lámpara sagrada de la Diosa, que se había apagado por falta de aceite. A la sacerdotisa, que le había pedido una hemina de trigo, le envió pimienta, y a los senadores y sacerdotes, que le rogaban se compadeciese de la ciudad y pidiera la paz a Sila, los dispersó a flechazos. Al fin, ya en el último apuro, envió a tratar de paz a das o tres de sus camaradas, a los cuales, como nada dijesen en orden a salvar la ciudad, sino que se vanagloriasen de Teseo, de Eumolpo y de sus hazañas contra los Medos, los despidió Sila, diciéndoles: «Retiráos de aquí, hombres dichosos, conservando esas grandes palabras, pues yo no he sido enviado a Atenas a aprender, sino a sujetar a unos rebeldes».

XIV.— Refiérese que, en este estado de cosas, hubo quien oyó en el Ceramico la conversación que entre sí tenían unos ancianos, en la que censuraban al tirano de haber descuidado la guarda de la muralla por la parte del Heptacalco, que era únicamente por donde los enemigos tenían un paso y entrada sumamente fácil, y que de esta conversación se dio conocimiento a Sila; éste no la despreció, sino que, pasando a la noche al sitio, y hallando que era accesible y fácil de ocupar, lo puso al punto por obra. Dice el mismo Sila, en sus Comentarios, que el primero que subió a la muralla, llamado Marco Ateyo, como se le opusiese un enemigo, le dio un golpe en el casco, y con la gran fuerza que para él hizo se le rompió la espada, la que no salió del lugar de la herida, sino que se quedó fija en él. Tomóse, pues, la ciudad por aquel punto que los ancianos atenienses habían designado, y el mismo Sila, derribando hasta el suelo el lienzo de muralla entre las Puertas Piraica y Sagrada, entró a la medianoche, causando terror y espanto con el sonido de los clarines y de una infinidad de trompetas y con la gritería y algazara de los soldados, a los que dio entera libertad para el robo y la matanza: así, corriendo por las calles, con las espadas desenvainadas, es indecible cuánto fue el número de los muertos, aunque por la sangre que corrió se puede todavía computar a lo que debió ascender. Pues sin que entren en cuenta los que murieron por todo el resto de la ciudad, la matanza de sólo la plaza inundó cuanto terreno cae dentro de la Puerta Dípila; y aun hay muchos que dicen que llegó hasta la parte de afuera. Y con ser tantos los que así perecieron no fueron menos los que se quitaron la vida de lástima y aflicción por su patria, que daban por deshecha y arruinada del todo, obligando a los mejores ciudadanos a desconfiar y temer por las salud de ella el que de Sila nada humano ni clemente se prometían. Con todo, parte por los ruegos y súplicas de Midias y Califonte, unos de los desterrados, y parte también por la intercesión de todos los senadores, que eran de la expedición y le pidieron conservara la ciudad, como además se hallase satisfecho en su venganza, dijo, después de haber hecho un elogio de las antiguos Atenienses, que hacía a los pocos el obsequio de los muchos, a los muertos el de los vivos. Escribe en sus Comentarios haber tomado a Atenas el día 1º de marzo, que viene a corresponder al principio también del mes Antesterión, en el que casualmente se hacen muchas ceremonias y fiestas de conmemoración por la excesiva lluvia que causó tamaña ruina y estrago como fue el del diluvio, que vino a suceder en tales días. Tomado lo que propiamente se llama la ciudad, como el tirano se hubiese retirado a la ciudadela, le puso cerco, encargando de él a Curión. Resistió aquel por bastante tiempo, pero al cabo se entregó estrechado de la sed; en lo que intervino una señal y prodigio de la divinidad, porque en el mismo día y en la misma hora en que Curión le recibió, habiendo la mayor serenidad, repentinamente se amontonaron muchas nubes, y la gran lluvia que cayó inundó la ciudadela. Tomó igualmente Sila el Pireo de allí a breves días, y abrasó la mayor parte de sus obras, y entre ellas la armería de Filón, que era una de las más admirables.

XV.— En esto, Taxiles, general de Mitridates, bajando de la Tracia y la Macedonia con cien mil infantes, diez mil caballos y noventa carros falcados, llamaba para que se le reuniese a Arquelao, que todavía se mantenía en la marina, en la parte de Muniquia, por no querer ni retirarse del mar, ni combatir con los Romanos, sino sólo entretener la guerra e interceptar a éstos los víveres. Conociólo todavía mejor que él Sila, y así marchó precipitadamente hacia la Beocia, abandonando unos terrenos quebrados, y que aun en tiempo de paz no podían proveer a su subsistencia. Eran muchos los que creían que había errado su calculo, por cuanto, dejando el Ática, que era país áspero y poco a propósito para la caballería, había bajado a los valles y a las dilatadas llanuras de la Beocia, no obstante ver que la fuerza principal de los bárbaros consistía en los carros y en la caballería; pero por huir, como hemos dicho, del hambre y la carestía, se vio precisado a preferir el peligro de una batalla. Dábale, además, cuidado Hortensio, buen caudillo y animoso guerrero, que trayendo de la Tesalia refuerzos al mismo Sila, era espiado y aguardado de los bárbaros en los desfiladeros. Estos fueron los motivos que tuvo Sila para marchar a la Beocia, y en cuanto a Hortensio, Cafis, que seguía nuestra causa, le condujo, engañando a los bárbaros, por caminos excusados a aquella misma Títora, que no era entonces una ciudad grande como lo es hoy, sino sólo un castillo clavado en una roca tajada, a la que ya en otro tiempo se acogieron y en la que se salvaron aquellos Focenses que huyeron de Jerjes en su venida. Allí se acampó Hortensio, y por el día se ocultó a los enemigos; mas a la noche bajó por los terrenos más fragosos a Patrónide, donde con su tropa se unió a Sila, que le salió al encuentro.

XVI.— Luego que estuvieron reunidos, tomaron una grande altura, que está en medio de los deliciosos campos de Elatea, con agua abundante en su falda: llámase Filobeoto, y Sila celebra sobremanera sus calidades y su posición. Acampáronse, y a los ojos de los enemigos parecieron muy pocos, pues de caballería no eran más de mil quinientos, y la infantería aun no llegaba a quince mil hombres; por lo cual, precisando los demás generales a Arquelao a que formase sus tropas, llenaron toda la llanura de caballos, de carros, de escudos y de rodelas, no bastando el aire para sostener la gritería y alboroto de tantas especies de gentes como allí se hallaban reunidas y ordenadas. No era tampoco pequeña parte para el espanto y el terror la riqueza y brillantez con que se presentaban, porque el resplandor de las armas, guarnecidas graciosamente con plata y oro, y los colores de las túnicas de la Media y la Escitia, adornadas con el bronce y el hierro, que brillaban a lo lejos, al moverse y sacudirse semejaban al fuego, y hacían una vista tan terrible, que los Romanos se estaban retirados dentro del valladar, y no halló Sila modo alguno ni palabras que bastasen a desvanecer su asombro; viéndose precisado, por cuanto no quería tampoco violentar a los que así resistían, a haber de estarse quieto y aguantar con el mayor desabrimiento la mofa y el escarnio de los bárbaros, que al cabo fue lo que más le aprovechó. Porque, despreciándole los enemigos, se entregaron al mayor desorden, y como, por otra parte, no eran ya muy obedientes a sus generales, por ser tantos los que mandaban, eran muy pocos los que permanecían en el campamento; y antes, habiéndose cebado la mayor parte en el saqueo y la rapiña, solían andar dispersos y separados de aquel jornadas enteras; de manera que se dice haber asolado la ciudad de los Panopeos, saqueado la de los Lebadeos y despojado su oráculo sin orden de ninguno de sus generales. Sentía Sila y se afligía extremadamente de que ante sus ojos fuesen destruidas las ciudades, y tomaba el partido de no dejar en reposo a los soldados, sino que, sacándolos del campamento, los hizo trabajar en mudar el curso del Cefiso y en abrir fosos, no permitiendo descansar a ninguno, y castigando irremisiblemente a los que aflojaban, para lo que estaba él mismo de sobrestante; todo con la mira de que, aburridos con las obras, abrazaran el peligro por huir del trabajo, como sucedió. Porque al cabo de los tres días de aquella fatiga, al pasar Sila, le pidieron a voces que los llevara contra los enemigos; a lo que les contestó que aquel clamor no le significaba que quisiesen pelear, sino que deseaban huir del trabajo; pero que si se sentían con ánimo de, combatir tomasen las armas y viniesen a aquel sitio, señalándoles la que antes había sido ciudadela de los Parapotamios, y entonces, destruida la ciudad, había venido a quedar en ser un collado pedregoso y escarpado, que no estaba separado del monte Hedilio sino el espacio que con sus aguas ocupa el Aso; el cual, confundiéndose en la misma falda con el Cefiso, y haciéndole de más rápida corriente, contribuye a que la cumbre sea más a propósito para establecer con seguridad un campamento. Así es que, viendo Sila que de los enemigos los de bronceados escudos se dirigían a él, quiso anticipárseles ocupando aquel puesto; lo ocupó, en efecto, mostrándose con grande ánimo los soldados. Como arrojado de allí Arquelao, moviese contra Queronea, los Queronenses que militaban con Sila, le suplicaron que no abandonase su patria, por lo que envió en su defensa al tribuno Gabinio con una legión, dejando ir con ellos a los Queronenses, que, aunque quisieron, no pudieron llegar antes que aquel; de manera que el que iba a salvarlos aun se mostró más activo y pronto que los mismos que habían menester su auxilio Juba dice que el enviado no fue Gabinio, sino Ericio; como quiera, en esto consistió el que nuestra ciudad saliese de aquel peligro.

XVII.— De Lebadea y del oráculo de Trofonio les llegaban a los Romanos felices anuncios y faustos vaticinios, acerca de los cuales hacen los del país diferentes relaciones; mas lo que escribe el mismo Sila en el libro décimo de sus Comentarios es que, después de haber ganado ya la batalla de Queronea, vino a buscarle Quinto Titio, varón de no pequeño crédito entre los que traficaban en la Grecia, y le participó que Trofonio le profetizaba allí mismo otra segunda batalla y victoria dentro de breve tiempo. Después de éste, otro de los que militaban en su ejército, llamado Salvenio, le anunció de parte del Dios cuál era el término que habían de tener las cosas de Italia. Ambos hablaron por visiones que habían tenido, porque, según sus relaciones, habían visto de una misma manera la hermosura y grandeza de Zeus Olimpio.

Luego que Sila pasó el Aso, se dirigió al Hedilio, acampándose al frente de Arquelao, que había puesto su campo fortificado en medio del Aconcio y el Hedilio, en los que llaman los Asios. El lugar en que puso las tiendas todavía de su nombre se llama Arquelao en el día de hoy. Habiendo tomado Sila un día de reposo, al siguiente dejó allí a Murena, que mandaba una legión y dos cohortes, para que cargara sobre los enemigos cuando ya estuvieran en desorden: y él hizo a orilla del Cefiso un sacrificio, después del cual marchó la vuelta de Queronea, para tomar la tropa que allí había y reconocer el monte llamado Turio, en cuya ocupación se le habían adelantado los enemigos. Es éste una eminencia muy pendiente y redonda, a la que damos el nombre de Ortópago; al pie pasa el río Molo, y se halla el Templo de Apolo Turio, tomando el Dios esta denominación de Turo, madre de Querón, que se dice haber sido el fundador de Queronea. Otros dicen que fue allí donde apareció la vaca que para guía fue dada a Cadmo por Apolo, y que de ella tomó aquel nombre el sitio, pues los Fenicios llaman Tor al buey. Estando Sila en marcha para Queronea, salió a recibirle con su tropa ya armada el tribuno que tenía puesto de gobernador en aquella ciudad, trayéndole una corona de laurel. Luego que saludó con la mayor afabilidad a los soldados, se dispuso para el combate, y en este acto se le presentaron dos ciudadanos de Queronea, Homoloico y Anaxidamo, ofreciéndole destrozar a los que ocupaban el Turio, sólo con que les diese unos cuantos soldados, porque había un atajo, ignorado de los bárbaros, que por el Museo conducía al Turio, desde el llamado Petraco, hasta estar encima del puesto que éstos tenían; y cayendo sobre ellos por aquel camino, con facilidad serían destruidos, o se los desalojaría hacia la llanura. Asegurólo Gabinio del valor y lealtad de los que hacían la oferta, y dándoles Sila la orden de que la pusiesen en ejecución formó su ejército, distribuyendo la caballería en una y otra ala; tomó él mismo para sí el mando de la derecha y dio a Murena el de la izquierda. Los legados Galba y Hortensio, que mandaban las cohortes de retaguardia, marcharon a ponerse en observación sobre las alturas, para el caso de que se tratara de envolverlos, por cuanto se había advertido que los enemigos ponían mucha caballería y tropa ligera en las alas, extendiéndolas demasiado y haciéndolas delgadas y flexibles para cercar a los Romanos.

XVIII.— Habían los Queronenses recibido de Sila por caudillo a Ericio, y marchando por el Turio sin ser sentidos, cuando después se mostraron fue grande la turbación y fuga de los bárbaros, y mayor todavía la matanza de unos con otros, porque no aguardaron en su puesto, sino que, corriendo por los precipicios, caían sobre sus propias lanzas, y con la priesa se despeñaban unos a otros, persiguiéndolos desde arriba los enemigos e hiriéndolos por la espalda; de manera que perecieron unos tres mil en el Turio, y de los que huyeron, a unos les cortó la retirada y los destrozó Murena, que ya había tomado posición, y otros, arrojados hacia el campamento amigo, como cayesen repentinamente y sin orden sobre la hueste ya formada, introdujeron en la mayor parte el terror y la confusión; no fue tampoco pequeño el mal que causaron con haber retardado las órdenes de los generales. Porque Sila sobrevino prontamente cuando así estaban desordenados, y pasando con ligereza el espacio que los separaba, quitó a los carros falcados toda su actividad y fuerza, por cuanto ésta la toman principalmente de lo largo de la carrera, que es la que les da ímpetu y pujanza; siendo, por el contrario, los golpes de cerca ineficaces y flojos, como los de los dardos, si el arco no ha podido tenderse; que fue lo que entonces sucedió a los bárbaros, porque, apoderados los Romanos de los primeros carros, que no habían podido obrar ni chocar sino débil y remisamente, luego con risa y gritería pedían otros, como se acostumbra hacer en el circo en las carreras de caballos. En este estado vinieron a las manos una y otra infantería, presentando los bárbaros sus lanzas largas y procurando con la unión de los escudos conservar el orden de la formación; pero los Romanos, arrojando las picas y echando mano a las espadas, retiraron las lanzas de aquellos tan pronto como con gran rabia se arrojaron sobre ellos, porque vieron que estaban formados en primera fila quince mil esclavos, que los generales del rey habían proclamado libres de los tomados a los enemigos, y les habían dado lugar entre los primeros infantes; así se dice haber exclamado un centurión de los Romanos que sólo en las Saturnales había visto a los esclavos usar de libertad. A éstos, pues, como con dificultad los hiciesen huir los infantes romanos, por el apiñamiento y espesor de la formación, y también porque ellos mostraron más denuedo del que podía esperarse, los desordenaron por fin y obligaron a volver la espalda las piedras y dardos que con abundancia les tiraron los Romanos que se habían colocado a la espalda.

XIX.— Extendía Arquelao su ala derecha en disposición de envolver a los Romanos, y Hortensio acudió a carrera con sus cohortes a acometerle por el flanco; pero como aquel enviase sin dilación a su encuentro dos mil caballos que tenía a mano, oprimido de la muchedumbre se retiró hacia las alturas, separada algún tanto de la falange y cercado de los enemigos. Súpolo Sila, y marchó al punto en su auxilio desde el ala derecha, que aún no había entrado en acción. Arquelao, que por el polvo levantado con aquel movimiento conjeturó lo que era, dejó en paz a Hortensio y se dirigió al sitio de donde partió Sila en su ala derecha para derrotarla, hallándola falta de caudillo. Al mismo tiempo, Taxiles cargó a Murena con sus calcáspidas, de manera que, formándose gritería en dos partes, y repitiendo el eco las montañas, lo entendió Sila y quedó muy confuso, sin saber adónde acudir. Resolvió volver a su puesto, mandando en socorro de Murena a Hortensio, con cuatro cohortes, y dando orden a la quinta de que le siguiese, marchó al ala derecha, que por sí misma se había sostenido dignamente contra Arquelao, al que rechazó enteramente con su llegada. Victoriosos, pues, persiguieron a los enemigos hacia el río y el monte Aconcio, adonde corrían en completa dispersión. Mas no por esto se descuidó Sila de Murena, que quedaba en riesgo, sino que partió a dar socorro a aquellas tropas; pero viéndolas también vencedoras, volvió a tomar parte en la persecución. Murieron muchos de los bárbaros en aquella llanura; pero fueron muchos más los que perecieron sorprendidos en las inmediaciones del campamento adonde querían refugiarse, en términos que, de tantos millares, sólo diez mil llegaron a Calcis. Sila dice que de los suyos sólo faltaron catorce, y de éstos aun aparecieron dos a la caída de la tarde. Así, en los trofeos inscribió a Marte, la Victoria y Venus, como que había dado fin glorioso a aquella guerra, no menos por su buena dicha que por la pericia y el valor; y este trofeo, por la victoria de la llanura, le colocó en el punto en donde primero cedió Arquelao junto al río Molo. El otro, por la sorpresa de los bárbaros, existe en la cima del Turo, y su inscripción en caracteres griegos da el prez de la victoria a Homoloico y Anaxidamo. Las fiestas por estas victorias las celebró en Tebas, erigiendo un altar junto a la fuente Edipodea; los jueces eran Griegos escogidos de las demás ciudades, habiéndose mostrado irreconciliable con los Tebanos, a quienes tomó la mitad de sus términos, consagrándola a Apolo Pitio y Zeus Olímpico; y del dinero de las rentas de ellos mandó se diera también a los Dioses el que les había tomado de sus templos.

XX.— Sabiendo, a poco de ejecutadas estas cosas, que Flaco, elegido cónsul de la facción contraria, atravesaba con tropas el Mar Jonio, según se decía, contra Mitridates, pero en realidad contra él mismo, se encaminó hacia Tesalia, como para salir a recibirlo; pero habiendo llegado a Melitea, le vinieron avisos de muchas partes de que estaban talando el país que dejaba a la espalda tropas del rey, en no menor número que antes. Porque Dorilao, que había llegado a Calcis con grande aparato de naves, en las que traía ochenta mil hombres del ejército de Mitridates, ejercitados y muy en orden, sin detenerse había pasado a la Beocia, y apoderado del país procuraba atraer a Sila a una batalla, desatendiendo los consejos de Arquelao, que trataba de contenerle, y aun reconviniendo en cierta manera a éste sobre la anterior batalla, como que sin traición no podían haber sido deshechas tan considerables fuerzas. Mas Sila, que tuvo que retroceder a toda priesa, hizo conocer a Dorilao que Arquelao era hombre prudente y tenía experiencia de lo que era el valor romano, pues con sólo haber tenido con Sila unos ligeros encuentros cerca de Tilfosio, fue ya el primero en no tener por conveniente que la contienda se decidiera en una batalla, sino que la guerra se alargase y se fatigase a Sila a fuerza de tiempo y de gastos. Mas, sin embargo de esto, dio cierta confianza a Arquelao el país de Orcómeno, en que estaban acampados, por ser muy ventajoso, en caso de venir a las manos, para los que prevalecían en caballería; porque entre las llanuras de la Beocia es la más bella y la más espaciosa la que empieza en la ciudad de Orcómeno, porque ella sola se dilata anchamente y está despejada de arboledas hasta las lagunas en que se pierde el río Melas, el cual, naciendo debajo de Orcómeno, caudaloso y navegable desde su fuente, en lo que es único entre todos los ríos de la Grecia, tiene además la particularidad de que crece como el Nilo en el solsticio del verano, y lleva plantas semejantes a las de aquel sitio que no dan fruto ni llegan a la misma altura. No va tampoco muy lejos, sino que la mayor parte se pierde muy pronto en lagos ciegos y pantanosos, y después la otra parte, que es bien escasa, se mezcla con el Cefiso en aquel punto donde la laguna produce la caña de flautas.

XXI.— Estando acampados muy cerca unos de otros, Arquelao se mantenía en quietud; pero Sila se dedicó a abrir fosos de uno y otro lado, con el objeto de cortar a los enemigos, si le era posible, los lugares seguros y a propósito para la caballería y estrecharlos hacia las lagunas. No lo sufrieron éstos, sino que, saliendo con ardor y en tropel, luego que los generales se lo permitieron, no sólo se dispersaron los que con Sila se hallaban en los trabajos, sino que también se conmovieron y dieron a huir parte de los que estaban sobre las armas. Entonces Sila, apeándose del caballo y tomando una insignia, corrió por entre los que huían contra los enemigos, diciendo a voces: «A mí me es glorioso ¡oh Romanos! morir en este sitio; vosotros, a los que os pregunten dónde abandonasteis a vuestro general, acordaos de responderles que en Orcómeno». Esta voz los contuvo, y como dos cohortes de las del ala derecha se adelantasen a apoyarle, con ellas rechazó a los enemigos. Retrocedió luego con ellas un poco, y dándoles de comer se puso otra vez al trabajo de abrir foso delante del real de los enemigos. Volvieron éstos también a acometer en más orden que antes, y Diógenes, hijo de la mujer de Arquelao, peleando en el ala derecha, pereció con gloria. Los arqueros, como, oprimidos de los Romanos, no tuviesen retirada, tomando muchos dardos en la mano e hiriendo con ellos como con unas espadas, procuraban defenderse; al fin, encerrados en su campo, a causa de las muertes y heridas, pasaron congojosamente la noche. Al día siguiente otra vez sacó Sila los soldados a la obra del foso, y como los enemigos saliesen en gran número como para batalla, arrojándose sobre ellos los rechazó, y no quedando ninguno que hiciese frente, tomó a viva fuerza el campamento. Los muertos llenaron de sangre las lagunas, de cadáveres todo el terreno pantanoso, tanto, que aun ahora se encuentran arcos del uso de los bárbaros, morriones, fragmentos de corazas de hierro y espadas sumergidas entre el cieno, sin embargo de haberse pasado doscientos años, poco más o menos, desde aquella batalla. Así es como se refiere lo ocurrido en las jornadas de Queronea y Orcómeno.

XXII.— Como en Roma Cina y Carbón maltratasen con la mayor injusticia y violencia a los más principales ciudadanos, muchos, huyendo de la tiranía, se acogían como a un puerto al ejército de Sila; así, por cierto tiempo, hubo cerca de él una especie de Senado, y Metela, habiendo podido con dificultad ocultarse a sí misma y a sus hijos, llegó, trayéndole la noticia de que su casa y sus haciendas habían sido quemadas por sus enemigos y pidiéndole diera auxilio a los que quedaban en Roma. Cuando se hallaba perplejo, por no poder resolverse ni a abandonar la patria, molestada y oprimida, ni a partir, dejando inacabada una obra tan importante como era la guerra mitridática, se le presentó un comerciante de Delo, llamado Arquelao, enviado secretamente de parte del otro Arquelao, general del rey, a hacerle ciertas proposiciones y darle esperanzas. Oyóle Sila con tanto placer, que se determinó a ir por sí mismo a conferenciar con Arquelao, y conferenciaron, en efecto, orilla del mar, cerca de Delo, donde está el templo de Apolo. Comenzó Arquelao la plática, procurando atraer a Sila a que, abandonado el Asia y el Ponto, partiese a la guerra que tenía que sostener en Roma, recibiendo para ella de parte del rey intereses, galeras y tropas en la cantidad que quisiese; a lo que contestó Sila proponiéndole a su vez que no hiciera cuenta del rey, sino que reinase él mismo en su lugar, haciéndose aliado de los Romanos y entregando cierto número de naves. Repelió Arquelao con horror una traición semejante, y entonces le dijo: «Pues si tú ¡oh Arquelao! siendo capadocio y esclavo, o si quieres, amigo de un rey bárbaro, no sufres la infamia por bienes de tan gran tamaño, a mí que soy Romano y Sila, ¿cómo te atreves a hablarme de traiciones, como si no fueras aquel mismo Arquelao que, huyendo en Queronea con muy poca gente, restos de ciento veinte mil hombres, te hubiste de esconder por dos días en las lagunas de Orcómeno, dejando intransitable la Beocia por la multitud de los cadáveres?». A esto, mudando ya de lenguaje Arquelao, y echándose a sus pies, le rogó que pusiera fin a la guerra, haciendo paz con Mitridates. Admitió Sila la propuesta, y se hizo un tratado, por el que se convino en que Mitridates cedería el Asia y la Patagonia, se pondría por rey de Bitinia a Nicomedes, y de Capadocia, a Ariobarzanes, y se entregarían a los Romanos dos mil talentos y setenta naves con espolones de bronce y todo su aparejo, con solo que Sila afianzase al rey y le diese por seguros todos sus demás dominios y le declarase aliado del pueblo romano.

XXIII.— Hechos estos convenios, torciendo de camino, marchó por la Tesalia y la Macedonia al Helesponto, teniendo a Arquelao, con grande estimación, en su compañía; y habiendo caído éste enfermo de peligro en Larisa, detuvo el viaje e hizo se le asistiera como a uno de los generales y caudillos que militaban a sus órdenes. Esto dio ocasión a que se pusiera tacha en la jornada de Queronea, como que no se había obrado con limpieza, y también el que, habiendo remitido Sila al rey todos sus amigos que habían quedado cautivos, sólo a Aristión el tirano le dio muerte con hierbas, por estar enemistado con Arquelao. Sobre todo hizo sospechar el terreno de diez mil yugadas que se dio en la Eubea al capadocio, y el haberle declarado Sila amigo y socio de los Romanos; y sin embargo de todo esto, hace Sila la apología en sus Comentarios. Viniéronle a esta sazón embajadores de Mitridates diciendo que a todo lo demás estaba pronto, pero que, en cuanto a la Patagonia, no venía en que se le despojase de ella, y en cuanto a las naves, de ningún modo se conformaba; de lo que indignado Sila: «¿Qué es lo que decís? —les preguntó— ¿Mitridates se opone a lo de la Patagonia y del todo se niega en cuanto a las naves, cuando yo creía que me haría adoraciones si le dejaba aquella diestra con la que a tantos Romanos ha dado muerte? Bien pronto será otro su lenguaje en pasando yo al Asia. ¡Está muy bien que ahora, descansando en Pérgamo, dirija una guerra que hasta el día no ha presenciado!». Intimidados los embajadores, guardaron silencio; pero Arquelao hizo ruegos a Sila y sosegó su enojo, tomándole la diestra y derramando lágrimas. Persuadióle, finalmente, a que le enviase a él mismo a Mitridates, porque, o haría la paz con las condiciones que quería, o, si no lo alcanzaba, se daría a sí mismo la muerte. Mandándole, pues, bajo estos supuestos, invadió la Media, y habiéndolo talado todo, regresó a la Macedonia, y en Filipos recibió a Arquelao, que le participó estar todo negociado a satisfacción, pero que Mitridates deseaba con ansia venir a tratar con él; siendo de ello la principal causa Fimbria, que, habiendo dado muerte a Flaco, cónsul del otro partido, y vencido a los generales del rey, marchaba ya contra él. Este temor era el que principalmente obligaba a Mitridates a preferir el hacerse amigo de Sila.

XXIV.— Juntáronse en Dárdano ciudad de la Tróade, teniendo consigo Mitridates doscientas naves armadas, cuarenta mil infantes, seis mil caballos y gran número de carros falcados, y Sila cuatro cohortes y doscientos caballos. Vínose hacia él Mitridates, alargándole la mano; pero Sila le preguntó si daba por terminada la guerra bajo las condiciones convenidas con Arquelao; como el rey callase, «pues de los que tienen que pedir —continuó Sila— es el hablar los primeros; los vencedores, con callar, hacen bastante». Comenzó entonces Mitridates a hacer su apología, echando la culpa de la guerra ya a algún mal genio, y ya a los misinos Romanos; mas interrumpióle Sila, diciendo que ya antes había oído a otros, y ahora había conocido por sí mismo cuán diestro era Mitridates en la retórica, pues que no le habían faltado palabras que tenían algún color en hechos tan depravados e injustos. Reprendióle, pues, y reconvínole por tantos males como había causado, y volvióle a preguntar si pasaba por lo convenido con Arquelao, y como dijese que sí, entonces le saludó y le echó los brazos para abrazarles, presentándole a los reyes Ariobarzanes y Nicomedes, y reconciliándolos con él. Dióle Mitridates las setenta naves y quinientos arqueros, e hizo vela para el Ponto. Había observado Sila que se habían disgustado sus soldados con aquellas paces, pareciéndoles cosa terrible que un rey que había sido el mayor enemigo de los Romanos, teniendo dispuesta la matanza en un día de setenta mil de ellos de los que se hallaban en el Asia, se marchara con su riqueza y sus despojos de este mismo país que había estado saqueando y poniendo a contribuciones por cuatro años seguidos; pero se excusó con ellos diciéndoles que no le habría sido posible hacer a un tiempo la guerra a Fimbria y Mitridates si se hubieran coligado contra él.

XXV.— Partió de allí contra Fimbria, que estaba acampado junto a Tiatira, y estableciendo muy cerca de él sus reales se puso a abrir un foso en derredor de ellos. Los soldados de Fimbria salieron de sus campamentos sin más que las túnicas, y yéndose a saludar a los de aquel se pusieron a ayudarles en su obra con el mayor calor, vista la cual mudanza por Fimbria, como considerase a Sila inflexible, se dio a sí mismo la muerte en su campo. Sila entonces multó al Asia en general en cien mil talentos; y luego en particular vino a arruinar las casas con la insolencia y las vejaciones de los alojados; porque mandó que el huésped diera al soldado raso cuatro tetracdracmas al día, y además de comer a él y a cuantos amigos convidase; que el Tribuno percibiría al día cincuenta dracmas y una ropa para casa y otra para salir a la calle.

XXVI.— Habiendo dado a la vela de Éfeso con todas las naves, entró al tercer día en el Pireo; inicióse en los misterios, y se apropió para sí la biblioteca de Apelicón de Teyo, en la que se hallaban la mayor parte de los libros de Aristóteles y Teofrasto, poco conocidos entonces de los más de los literatos. Dícese que, traída a Roma, Tiranión el Gramático corrigió muchos lugares, y que habiendo alcanzado de él Andronico de Rodas algunas copias, las publicó, siendo éste también quien formó las tablas que ahora corren. Los más antiguos de los Peripatéticos, aunque generalmente elegantes e instruidos, parecen que no tuvieron la suerte de dar con muchas de las obras de Aristóteles y de Teofrasto, ni de poder examinarlas con la debida diligencia, por culpa del heredero Neleo Escepsio, a quien las dejó Teofrasto y de quien pasaron a hombres oscuros e ignorantes.

Mientras Sila se detenía en Atenas, le cargó en los pies un dolor sordo con pesadez, del que dice Estrabón que es el tartamudeo de la gota. Embarcóse para Edepso, donde usó de aguas termales, entreteniéndose juntamente y pasando el tiempo con los artífices de Baco. Paseándose orilla del mar, le presentaron unos pescadores ciertos peces muy hermosos, y holgándose mucho con el presente, como hubiese sabido que eran de Halas, preguntó: «Pues ¡qué! ¿todavía hay alguno de Halas vivo?». Y es que cuando vencedor en la batalla de Orcómeno persiguió a los enemigos, al paso asoló tres ciudades de la Beocia, Antedón, Larimna y Halas. Quedáronse cortados de miedo los pescadores; pero sonriéndose les dijo que fuesen en paz, pues no eran ruines ni despreciables los intercesores que habían traído; y alentados con esto los Halenses, es fama que volvieron a la ciudad.

XXVII.— Sila, bajando al mar por la Tesalia y la Macedonia, se disponía a marchar con mil y doscientas naves desde Dirraquio a Brindis; pero está allí cerca Apolonia, y a la inmediación de ésta Ninfeo, lugar sagrado, donde de un montecillo cubierto de hierba y de unos prados nacen diversas fuentes que de continuo manan fuego. Estando él allí durmiendo, se dice que cogieron un sátiro, cual los escultores y los pintores los representan, y que, traído ante Sila, se le preguntó por medio de diversos intérpretes quién era, y como nada articulase con sentido, ni despidiese más que una voz áspera, mezclada del relincho del caballo y del balido del macho cabrío, asustado Sila le hizo soltar, conjurando el mal agüero.

Estándose ya entendido en el embarque de los soldados, manifestó temor Sila de que luego que aportasen a la Italia se dispersarían acá y allá por las ciudades, y ellos juraron que se mantendrían unidos, y que voluntariamente ningún daño causarían en Italia. Después, considerando que habría menester cuantiosos fondos, le presentaron y ofrecieron todo lo que cada uno tenía ahorrado; mas Sila no admitió aquellas primicias, sino que, aplaudiéndolos y confirmándolos en su adhesión a él, partió alentadamente, según él mismo dice, contra quince generales contrarios, que mandaban quinientas y cincuenta cohortes, por significarle el Dios con la mayor claridad la ventura que le aguardaba. Porque sacrificando en Tarento inmediatamente después de su arribo, se vio que la extremidad del hígado presentaba la figura de una corona de laurel con dos cintas que de ella pendían, y poco después del desembarco en la Campania, junto al monte Tifata, se vieron por el día dos machos grandes de cabrío acometerse, y hacer y padecer todo lo que acontece a los hombres cuando pelean. Fue sólo una apariencia; la que, levantada un poco de la tierra, se esparció por el aire en diversas partes, parecidas a unas imágenes muy débiles, y luego se desvaneció enteramente. Después, al cabo de poco tiempo, congregando en aquel mismo lugar Mario el joven y el cónsul Norbano considerables fuerzas, Sila, sin formar su tropa ni distribuirla convenientemente, y sin más que el vigor y el ímpetu de su misma audacia dieron a los soldados, desbarató a los enemigos y encerró a Norbano en la ciudad de Capua, habiéndole muerto siete mil hombres. Esto dice él mismo haber sido causa de que no se disolviese su ejército, diseminándose por las ciudades, sino en que se mantuviese unido, mirando con desprecio a los enemigos, sin embargo de que eran en mucho mayor número. Añade que en Silvio, por divina inspiración, se le presentó un esclavo de Poncio anunciándole, de parte de Belona, la superioridad en la guerra y la victoria, y que, si no se daba priesa, ardería el Capitolio, lo que así sucedió el mismo día que había predicho, que fue un día antes de las Nonas Quintiles, que ahora llamamos Julias. Además de esto, hallándose Marco Luculo, uno de los generales del partido de Sila, en las cercanías de Fidencia, con solas once cohortes, al frente de cincuenta que tenían los enemigos, él bien confiaba en el valor de sus soldados; pero se detenía porque la mayor parte estaban desarmados. Hallándose, pues, perplejo y pensativo, trajo el viento de la llanura vecina, en que había unos prados, muchas flores, y las arrojó y esparció sobre los escudos y cascos de los soldados, pareciéndoles a los enemigos que se habían puesto coronas; y ellos, cobrando con esto nuevo ardor, se arrojaron al combate, del que salieron vencedores, dando muerte a diez y ocho mil hombres y tomando el campamento. Este Luculo era hermano del otro Luculo que más adelante derrotó y exterminó a Mitridates y a Tigranes.

XXVIII.— Sila, viéndose todavía estrechado por todas partes de sus enemigos con muchos ejércitos y numerosas tropas, hizo por atraer a la paz, parte por la fuerza y parte por engaño, al otro cónsul Escipión. Habiéndole dado éste entrada, tenían conferencias y frecuentes juntas, buscando siempre Sila algún motivo de dilación y algún pretexto; y, en tanto, ganó a los soldados de Escipión por medio de los suyos, ejercitados en toda falsedad y lagotería, como su general. Porque entrando dentro del campamento de los enemigos, y mezclándose en medio de ellos, al punto se atrajeron a unos con dinero, a otros con promesas y a otros con lisonjas y halagos. Finalmente, presentándose Sila allí cerca con veinte cohortes, saludándole se pasaron a él, y quedándose Escipión solo en su tienda, hubo de conformarse; mientras Sila, habiendo cazado con sus veinte cohortes, como tantas aves mansas, las cuarenta de los enemigos, las condujo todas a su campamento; así se cuenta haber dicho Carbón que peleaba en Sila con un león y una raposa alojados en su alma, pero que la que más le incomodaba era la raposa.

A este tiempo, Mario, que tenía en Signio ochenta y cinco cohortes, provocaba a Sila a una batalla, y éste admitía gustoso el combatir en aquel mismo día, porque había tenido entre sueños esta visión: Parecióle que el viejo Mario, ya difunto tiempo antes, exhortaba a Mario, su hijo, a que se guardara del día que entraba, porque le traería un grande infortunio. Por tanto, Sila estaba pronto para la batalla y envió a llamar a Dolabela, que estaba acampado a alguna distancia; pero como los enemigos le tomasen los caminos y le cerrasen el paso, los soldados de Sila llegaron a cansarse de combatir y andar, y cayendo al mismo tiempo, mientras así trabajaban, una gran lluvia, esto acabó de estropearlos. Dirigiéndose, pues, los tribunos a Sila, le pedían que dilatase la batalla, mostrándole a los soldados, quebrantados de la fatiga y tendidos por el suelo, reclinados sobre los escudos. Hubo de condescender, muy contra su voluntad, y dada la señal de hacer alto, cuando empezaban a formar el valladar y abrir el foso, delante del campamento se presentó con arrogancia Mario, yendo el primero en su caballo, en la creencia de que los desbarataría hallándolos desordenados. Entonces su genio dio cumplida a Sila su palabra que le anunció en sueños, porque su cólera pasó a los soldados, y, suspendiendo las obras, dejadas las picas clavadas en el foso, desenvainaron las espadas, y, con grande algazara, se trabaron con los enemigos; éstos no aguantaron mucho tiempo, sino que dieron a huir, y se hizo en ellos una horrible carnicería. Mario huyó a Preneste, pero ya encontró cerradas las puertas, y echándole de arriba una cuerda, se la ciñó al cuerpo, y así lo subieron a la muralla. Algunos dicen, y de este número es Fenestela, que Mario ni siquiera tuvo la menor noticia de la batalla, sino que, habiéndose recostado en tierra bajo una sombra, a causa de sus muchas vigilias y fatigas, al tiempo de hacerse la señal del combate le cogió el sueño, y apenas despertó cuando todos habían dado a huir. Dícese que Sila no perdió en esta batalla más que veintitrés hombres, habiendo muerto a cuarenta mil de los enemigos y apresado vivos ochenta mil.

Con igual felicidad le salió todo lo demás por medio de sus generales Pompeyo, Craso, Metelo y Servilio, pues sin vacilar poco o nada destrozaron fuerzas muy considerables de los enemigos, de manera que Carbón, que había sido el principal apoyo de la facción contraria, abandonando de noche su ejército se embarcó para el África.

XXIX.— En el último combate, como atleta que entra de refresco contra el que está cansado, estuvo en muy poco que el samnita Telesino no lo derribase y destruyese a las mismas puertas de Roma, porque, allegando mucha gente en unión con Lamponio el Lucanio, marchó con celeridad sobre Preneste, con el intento de sacar del cerco a Mario; pero habiéndose enterado de que tenía a Sila por el frente y a Pompeyo por la espalda, dirigiéndose ambos a toda priesa contra él, encerrado de una y otra parte, como buen guerrero ejercitado en muchos combates, levanta su campo por la noche y marcha con todas sus fuerzas contra Roma. Faltó muy poco para que la sorprendiese sin ninguna guardia, y estando a diez estadios de la Puerta Colina, allí se fijó, amenazando a la ciudad, lleno de presunción y de esperanzas, por haber burlado a tantos y tan acreditados generales. En la madrugada, habiendo salido contra él a caballo lo más escogido de la juventud, dio muerte a muchos, y entre ellos a Apio Claudio, varón insigne en linaje y en virtud. Siendo grande, como se deja conocer, la confusión de la ciudad, y muchos los lamentos y las carreras, el primero que se alcanzó a ver fue Balbo, enviado por Sila a todo escape con setecientos caballos; y no dando más tiempo que el preciso para que se les quitase el sudor volvió a ensillar a toda priesa y se fue en busca de los enemigos. En esto ya se descubrió Sila, y dando al punto orden a los principales para que se diese un rancho, formó en batalla. Rogáronle con instancia Dolabela y Torcuato que se detuviese y no aventurase el resto, teniendo la gente tan fatigada, pues los que ahora se le oponían no eran Carbón y Mario, sino los Saimnitas y Lucanos, pueblos enemigos encarnizados de Roma y muy belicosos; pero, apartándolos de sí, mandó que las trompetas dieran la señal de embestir, cuando vendrían ya a ser las diez del día. Trabóse un combate como el que nunca otro, y la derecha, mandada por Craso, alcanzó al punto la victoria; mas como la izquierda sufriese y llevase lo peor, fue Sila en su socorro en un caballo blanco que tenía, muy alentado y ligero. Conociéndole por él dos de los enemigos, tendieron sus lanzas para arrojárselas. El mismo Sila no lo advirtió, pero su asistente dio con el látigo al caballo, y éste se adelantó lo preciso para que, alcanzando las puntas a dar en la cola, cayesen y se clavasen en tierra. Dícese que, teniendo Sila un idolito de Apolo, tomado de Delfos, lo traía siempre consigo en el seno de las batallas, y que en aquel trance lo besó, diciendo: «¡Oh Apolo Pitio! Tú que de tantos combates sacaste triunfante y glorioso a Cornelio Sila, el feliz, ¿lo habrás traído ahora aquí a las puertas de la patria para arrojarle a que perezca vergonzosamente con sus conciudadanos?». Hecha esta plegaria, se dice que exhortó a unos, amenazó a otros y a otros los cogió del brazo; mas que, finalmente, mezclado con los que huían, se refugió al campamento, habiendo perdido a muchos de sus amigos y deudos. No pocos, también, de los que habían salido de la ciudad a ver la acción perecieron y fueron pisoteados, de modo que daban por perdida la patria, y estuvo en muy poco que no hiciesen alzar el cerco de Mario; porque los que de la revuelta fueron allá a parar excitaban a Lucrecio Ofela, encargado de estrechar el sitio, a que levantara sin dilación el campo, teniendo por muerto a Sila y a Roma por presa de los enemigos.

XXX.— Siendo ya muy alta noche, vinieron al campo de Sila, de parte de Craso, a pedir raciones para él y para sus soldados; porque luego que venció a los enemigos, persiguiéndolos hasta Antemna, puso allí cerca su campo. Sila, con esta noticia, y con la de que habían perecido la mayor parte de los enemigos, pasó, al amanecer, a la misma Antemna, y, presentándosele tres mil de éstos en legación, les ofreció darles inmunidad si volvían a él después de haber causado algún daño a los otros enemigos En esta confianza, acometieron a los restantes y murieron muchos a mano unos de otros; mas a aquellos mismos, y a los que pudo haber de los otros, en todo hasta unos seis mil, los encerró en el Hipódromo, y convocó el Senado para el templo de Belona. Al mismo tiempo de tomar él la palabra para hablar al Senado, los que tenían la orden dieron muerte a los seis mil. Levantóse una horrorosa gritería, como era natural siendo asesinados tantos en un recinto estrecho, y como los senadores se asustasen, del mismo modo que estaba hablando, no alterándose ni mudándosele el semblante les mandó que atendiesen a lo que decía, sin meterse en las cosas de afuera, porque aquello no era más que un castigo hecho de su orden a algunos perversos.

Esto hizo conocer, aun al menos despierto de los Romanos, que habían mudado de forma de tiranía, pero no la habían sacudido, pues al cabo, Mario, habiendo mostrado dureza desde el principio, con el poder la aumentó, pero no mudó de carácter, y Sila, que había empezado a usar suave y políticamente de su fortuna, ganando concepto de un general popular y benigno, y que era además divertido desde joven, y blando a la compasión, pues lloraba con mucha facilidad, se pudo sospechar que recibió aquella tan extraña mudanza de la misma grandeza de su poder, que no le dejó permanecer en sus antiguas costumbres, sino que las convirtió en feroces, soberbias e inhumanas. Mas si esto fue variación y mudanza causada en su índole por la fortuna, o más bien manifestación que hizo el poder de la perversidad que antes abrigaba en su corazón, sería de otra investigación el definirlo.

XXXI.— Dado ya Sila desenfrenadamente a la carnicería, en términos de llenar la ciudad de asesinatos que no tenían número ni fin, siendo muchos sacrificados a enemistades particulares que en nada le tocaban, sólo por condescendencia y complacencia hacia los que le hacían la corte, uno de los jóvenes, Gayo Metelo, tuvo resolución para preguntarle en el Senado cuál sería el término de los males y hasta dónde hacía ánimo de llegar, para poder esperar que cesarían tantas desgracias. «Porque te pedimos —continuó— no libres de la pena a aquellos con quienes te has propuesto acabar, sino de la incertidumbre a los que piensas queden salvos». Respondiendo Sila que aún no sabía a quiénes dejaría, repuso Metelo: «Pues decláranos a quiénes has de castigar»; a lo que contestó Sila que así lo haría. Algunos son de opinión que no fue Metelo, sino un tal Aufidio, de aquellos que por adulación frecuentaban la casa de Sila, el que dijo esto último. Sila, pues, proscribió al punto ochenta, sin comunicarlo a ninguno de los que ejercían magistraturas, y como muchos se horrorizasen de ello, dejó pasar sólo un día, proscribió doscientos veinte, y al tercer día un número no menor; y hablando en público sobre esto mismo, dijo que había proscripto a aquellos que le habían venido a la memoria, y que para los olvidados habría otra proscripción. Impuso, además, al que recibiese y salvase a uno de los proscriptos, como pena de su humanidad, la de muerte, sin hacer excepción ni de hermano, ni de hijo, ni de padres, y señaló, al que los matase, el premio de dos talentos por tal asesinato, aunque el esclavo matase a su señor y al padre el hijo; pero lo que pareció más injusto que todo lo demás fue haber condenado a la infamia a los hijos y nietos de los proscriptos y haber confiscado sus bienes. Proscribíase no sólo en Roma, sino en todas las ciudades de Italia, no estando inmunes y puros de esta sangrienta matanza ni los templos de los Dioses, ni los hogares de la hospitalidad, ni la casa paterna, sino que los maridos eran asesinados en los brazos de sus mujeres y los hijos en los de sus madres. Y los entregados a la muerte por encono y enemistades eran un número muy pequeño respecto de los proscriptos por sus riquezas; así, los mismos ejecutores solían decir de los que perecían, como cosa corriente: a éste le perdió su magnífica casa; a aquel, su huerta; al otro, las aguas termales. Quinto Aurelio, hombre retirado de negocios, y a quien de aquellos males no cabía más parte que la que por compasión pudiera tomar en los de algunos que sufrían, yendo a la plaza, leyó la tabla de los proscriptos, y hallando su nombre: «¡Miserable de mí! —exclamó— lo que me persigue es mi campo del Monte Albano»; y a pocos pasos que había andado fue muerto por uno que iba en su seguimiento.

XXXII.— En esto, Mario, estando ya por caer prisionero, se dio a sí mismo muerte; y Sila, pasando a Preneste, al principio los juzgaba y castigaba de uno en uno; pero después, no estando de tanto vagar, los reunió en un punto a todos, que eran doce mil, y mandó que los pasaran a cuchillo, no perdonando a otro que a su huésped; pero éste le respondió, con grandeza de alma, que por amor a la vida no sobreviviría a la ruina de la patria, y mezclándose voluntariamente con sus conciudadanos pereció con ellos. Lo que pareció cosa nueva y terrible fue el hecho de Lucio Catilina, porque éste, habiendo dado muerte a su hermano cuando todavía los negocios públicos estaban indecisos, pidió después a Sila que lo proscribiese como si estuviese vivo, y lo proscribió. Para mostrarse luego agradecido a este favor, dio muerte a un Marco Mario, de la facción contraria, y llevando la cabeza a presentársela a Sila, que despachaba en la plaza, marchó desde allí al purificatorio de Apolo, que estaba cerca, y se lavó las manos.

XXXIII.— Aun fuera de tantas muertes, ofendía, por todo lo demás, con su conducta, porque se nombró dictador a sí mismo, reproduciendo esta magistratura al cabo de ciento veinte años; se decretó igualmente a sí mismo la inmunidad por todo lo hecho, y para en adelante el derecho de muerte, de confiscación, de enviar colonias, de talar ciudades y de dar y quitar reinos a quien quisiera.

En las subastas de las casas confiscadas se condujo con tal insolencia y despotismo, aun despachando en el tribunal, que más todavía que los despojos incomodaban las donaciones que de los bienes hacía, dando a mujeres bien parecidas, a tocadores de lira, a histriones y a lo más inmundo de la gente de condición libertina los campos de los pueblos enteros, las rentas de las ciudades y aun a algunos el matrimonio violento de mujeres casadas. Así, queriendo enlazar con Pompeyo Magno, le hizo dejar la mujer que tenía, y le unió con Emilia, hija de Escauro y de su propia mujer Metela, separándola de Manio Glabrión estando en cinta; pero esta joven murió de parto, casada ya con Pompeyo.

Aspiraba al consulado Lucrecio Ofela, el que tuvo sitiado a Mario, y se presentó a pedirlo, a lo cual, desde luego, se opuso Sila; pero como aquel bajase a la plaza asistido y protegido de muchos, envió un centurión de los que tenía cerca de sí y mandó le quitara la vida, sentado en el tribunal y poniéndose desde arriba a ser espectador de aquel asesinato. Prendieron los ciudadanos al centurión y lo llevaron a presentar ante el tribunal; mas Sila les impuso silencio, diciendo que había sido de su orden, y mandó que a aquel le dejaran libre.

XXXIV.— Su triunfo fue ostentoso, por la riqueza y novedad de los regios despojos; pero lo que dio más magnificencia y realce a aquel espectáculo fueron los desterrados, porque los más ilustres y autorizados de los ciudadanos precedían con coronas, apellidando a Sila salvador y padre, pues por él habían vuelto a la patria y habían recobrado sus hijos y sus mujeres. Cuando todo se hubo concluido, haciendo en junta pública la apología de sus sucesos, no enumeró con menor cuidado los que creía deber a la fortuna que los que eran obra de su valor, y al concluir mandó que se le diera el sobrenombre de afortunado, porque esto es lo que principalmente quiere significar la voz latina felix. Cuando escribía a los Griegos o despachaba sus negocios, se daba a sí mismo el título de Epafrodito; y entre nosotros está su nombre escrito así en los trofeos: Lucio Cornelio Sila Epafrodito. Aun más: habiendo dado a luz Metela dos gemelos, varón y hembra, a aquel le puso el nombre de Fausto y a ésta el de Fausta; por los Romanos llaman fausto a lo dichoso y plausible: y era tanto mayor la confianza que ponía en su feliz suerte y en sus propias acciones, que con haber hecho morir a tantos y haber causado en la ciudad tanto trastorno y mudanza, abdicó la dictadura y dejó al pueblo árbitro y dueño de los comicios consulares, y no se puso al frente, sino que anduvo por la plaza como un particular, exponiendo su persona a los atropellamientos e insultos, sin embargo de que apenas podía dudarse iba a ser elegido contra su opinión Marco Lépido, hombre resuelto y belicoso, no por afición a él, sino por miramientos del pueblo hacia Pompeyo, que lo solicitaba e intercedía en su favor. Por esta razón, viendo Sila que Pompeyo se retiraba a la plaza muy contento con esta victoria, llamándole aparte le dijo: «¡Bella elección has hecho, oh joven! Has ido a nombrar a Lépido antes que a Cátulo, al hombre más necio antes que al más virtuoso de todos. Mira por ti, no te duermas, después de haber hecho más poderoso que tú a tu antagonista»; en lo que parece que adivinó Sila, porque bien pronto, insolentándose Lépido contra Pompeyo, le hizo la guerra.

XXXV.— Consagró Sila a Hércules el diezmo de toda su hacienda, y daba al pueblo banquetes sumamente costosos, siendo tan excesivas las prevenciones, que todos los días se arrojaba al río gran cantidad de manjares, y se bebía vino de cuarenta años, y más añejo todavía. En medio de uno de estos convites, que prolongó por varios días, murió de enfermedad Metela, y como los pontífices no permitiesen a Sila que entrase a verla, ni que la casa se contaminase con el funeral, le envió por escrito el desistimiento de su matrimonio; y en vida todavía mandó que la trasladaran a otra casa, en lo que guardó escrupulosamente, por superstición, lo prevenido en la ley; pero en cuanto a los gastos del entierro no se contuvo dentro de los términos de lo que él mismo había establecido, no perdonando gasto alguno. Traspasó también lo que había prescrito en otra ley acerca de la profusión de los banquetes, procurando templar el llanto con festines y francachelas de mucho regalo y festejo. Hubo de allí a pocos meses espectáculos de gladiadores, y cuando no estaban todavía distribuidos los asientos, sino que hombres y mujeres se hallaban mezclados y confundidos en el teatro, casualmente le cupo estar sentada junto a Sila a una mujer al parecer decente y de casa principal. Era, efectivamente, hija de Mesala, hermana de Hortensio el orador, de nombre Valeria, y hacía poco que se había separado de su marido. Al pasar por detrás de Sila alargó hacia él la mano, y arrancando un hilacho de la toga se dirigió a su puesto. Volviéndose Sila a mirarla con aire de extrañeza, «Nada hay de malo —le dijo¡oh general! sino que quiero yo también tener alguna partecita en tu dicha». Oyólo Sila con gusto, y aún se echó de ver claramente que le había hecho impresión, porque al punto se informó reservadamente de su nombre y averiguó su linaje y conducta. Siguiéronse después ojeadas de uno a otro, frecuente volver de cabeza, recíprocas sonrisas, y, por fin, palabra y conciertos matrimoniales, de parte de ella quizá no vituperables; pero para Sila, aunque se enlazó con una mujer púdica e ilustre, el origen de este enlace no fue modesto ni decente, dando lugar a que se dijese que se había dejado enredar, como un mozuelo, de una mirada y un cierto gracejo, de que suelen originarse las pasiones más desordenadas y vergonzosas.

XXXVI.— A pesar de tener a ésta en casa, hacía mala vida con cómicas, con guitarristas y con hombres de la escena, bebiendo con ellos desde antes del anochecer, recostados en lechos; porque éstos eran entonces los que gozaban de todo su favor: Roscio, el cómico; Sórix, jefe de los histriones, y el disoluto Metrobio, cuyos amores conservó siempre sin negarlo, aun después que éste estuvo fuera de edad. De aquí fue el fomentar, sin advertirlo, una enfermedad que empezó de ligera causa, habiendo ignorado por largo tiempo que tenía dañadas las entrañas; enfermedad que, habiendo viciado la carne, la convirtió toda en piojos; de manera que con ser muchos los que de día y de noche se le quitaban, nada eran los quitados para los que de nuevo sobrevenían; sino que las ropas, el baño, lo que se empleaba para limpiarle, y hasta la comida misma, todo se llenaba de aquella podredumbre y corrupción: ¡tanto era lo que cundía! Así, muchas veces al día se metía en el agua, lavando el cuerpo y limpiándolo, pero de nada servía, porque en prontitud ganaba la mudanza, y la muchedumbre vencía toda diligencia. Dícese que entre los más antiguos murió de piojos Acasto, hijo de Pelias, y más modernamente Alemán el poeta, Ferecides el teólogo y Calístenes de Olinto, estando en la cárcel, y además Mucio el jurisconsulto; y si se ha de hacer mención de personas en sí ruines, pero que de algún modo se hicieron conocidas, refiérese igualmente que el fugitivo que empezó en Sicilia la guerra servil, llamado Euno, traído a Roma después de cautivo, murió también de piojos.

XXXVII.— Sila no sólo previó su muerte, sino que en cierta manera escribió acerca de ella; porque acabó de escribir el libro vigésimosegundo de sus Comentarios dos días antes de morir, y dice haberle predicho los Caldeos que después de haber tenido una vida ilustre y señalada fallecería en el colmo de sus felicidades. Dice asimismo que un hijo suyo, muerto pocos días antes de Metela, se le apareció entre sueños, presentándose con una vestidura pobre, y le rogó se dejara ya de cuidados, y que, yendo con él adonde estaba su madre Metela, viviese con ésta en quietud y sin afanes. Mas no por esto se abstuvo de intervenir en los negocios públicos; porque diez días antes de su fallecimiento reconcilió a los de Putéolos, que andaban revueltos e inquietos entre sí, y les dio ley según la que se gobernasen, y un día antes, habiendo entendido que el empleado Granio, deudor a los caudales públicos, no pagaba, sino que aguardaba a que él muriese, lo mandó llamar a su cuarto, allí, en su presencia, hizo que los ministros lo estrangulasen; y rompiéndosele con las voces y el acaloramiento la apostema, arrojó cantidad de sangre. Faltáronle con esto las fuerzas, y, pasando con gran fatiga la noche, murió. dejando de Metela dos hijos pequeños, y Valeria, después de su muerte, dio a luz una niña, a la que pusieron el nombre de Postumia: porque así llaman los Romanos a los hijos que nacen después de la muerte de sus padres.

XXXVIII.— Uniéronse y confabuláronse muchos con Lépido para privar su cadáver del funeral establecido, pero Pompeyo, aunque resentido con Sila, porque de los amigos a él solo le olvidó en el testamento, apartando a unos con su presencia y sus ruegos, y con amenazas a otros, de aquel intento, acompañó el cuerpo hasta Roma y concilió a las exequias seguridad y respeto. Dícese haber traído a ellas las mujeres tal cantidad de aromas, que, sin contar los que se llevaban en doscientos y diez canastos, se modelaron un retrato del mismo Sila bastante grande y otro de un lictor, en un incienso y cinamomo muy preciosos. Fue el día desde la mañana muy nubloso, y, temiéndose que llovería, no se puse en marcha el entierro hasta las nueve; pero soplando un viento bastante fuerte en la hoguera y levantando mucha llama, apresuró el que el cuerpo se consumiese; y cuando ya la pira se apocaba y el fuego iba a apagarse, cayó una copiosa lluvia, que duró hasta la noche: de manera que parece haber querido la fortuna permanecer con su cuerpo hasta darle tierra. Su sepulcro está en el Campo Marcio, y la inscripción se dice haberla dejado él mismo: viniendo a reducirse a que nadie le había ganado ni en hacer bien a sus amigos ni mal a sus enemigos.

COMPARACIÓN DE LISANDRO Y SILA

I.— Pues que hemos referido la vida de éste, pasemos al juicio comparativo. El haberse debido a sí mi sus adelantamientos, desde el principio hasta llegar a la mayor grandeza, fue común a ambos; de Lisandro fue propio haber recibido cuantos mandos tuvo de la espontánea voluntad de sus ciudadanos, estando bien constituida la república, sin haberlos violentado en nada ni haber tenido poder fuera de ley.

Pero en las revueltas suele al más perverso
caber más parte del injusto mando;

como en Roma entonces, que, viciado el pueblo y estragado el gobierno, se levantaban poderosos por diferentes medios y caminos, y nada tenía de extraño que Sila dominase, cuando los Glaucias y los Saturninos arrojaban de la ciudad a los Metelos, cuando los hijos de los cónsules eran asesinados en las juntas públicas, cuando se apoderaban de las armas los que al precio del oro y de la plata compraban los soldados y cuando con el hierro y el fuego se dictaban las leyes, acabando con los que contradecían. No me quejo, pues, de que hubiese quien en tal estado procurase arrebatar el supremo poder; pero tampoco pongo por señal de haber sido el mejor el haberse hecho, el primero, cuando tan oprimida se hallaba la ciudad. El que en Esparta, que entonces florecía en prudencia y buen gobierno, fue elevado a los mayores mandos y empleado en los más arduos negocios, probablemente era entre los mejores el mejor, y entre los primeros el primero. Por tanto, el uno, restituyendo muchas veces la autoridad a sus ciudadanos, muchas veces la volvió a tomar, porque siempre el honor debido a la virtud conservó la preferencia, mientras que el otro, nombrado una vez general de ejército por diez años continuos, haciéndose a sí mismo ahora cónsul, ahora procónsul, ahora dictador, y siendo siempre tirano, mantuvo sin intermisión el mando de las armas.

II.— Intentó Lisandro, como dejamos dicho, hacer mudanza en el gobierno, pero con otra blandura y más legítimamente que Sila, pues era por medio de la persuasión, no de las armas, ni trastornándolo todo de golpe, como aquel, sino mejorando la institución misma de los reyes, y a la verdad que en el orden natural parecía lo más justo que el mejor de los mejores mandase en una ciudad de la Grecia que debía su opinión a la virtud y no al origen. Porque así como el cazador no busca lo que procede de un perro, sino el perro y el aficionado a caballos el caballo, y no lo que procede de un caballo, pues ¿no procede también de caballo el mulo?, de la misma manera el político cometería un yerro si en lugar de inquirir qué tal es el que ha de mandar inquiriese de quién procede. Así, estos mismos Esparciatas quitaron el mando a algunos reyes, porque no eran de ánimo regio, sino inútiles y para nada. La maldad, aun con nobleza, es digna de desprecio, y si a la virtud se tributan honores, no es por su nobleza, sino por sí misma.

Aun las injusticias, en el uno fueron por sus amigos y en el otro se extendieron hasta éstos mismos, pues se tiene por cierto que los más de los yerros de Lisandro fueron debidos a sus partidarios, y si se ejecutaron muertes fue en favor del poder y tiranía de aquellos; pero Sila, por envidia, privó a Pompeyo del mando del ejército; quitó a Dolabela el de la armada, que le había dado él mismo, y a Lucrecio Ofela, que por muchos y grandes servicios aspiraba al consulado, lo hizo degollar ante sus ojos, llenando de horror y espanto a todos con la muerte de aquellos a quienes, al parecer, más amaba.

III.— Mas la afición a los deleites y a las riquezas es la que principalmente hace ver que la índole del uno era propia para el gobierno y la del otro para la tiranía; porque no aparece que el uno manifestase la menor intemperancia ni el más juvenil descuido en tan grande autoridad y poder, sino que evitó, más que cualquiera otro, que pudiera aplicársele aquello del proverbio:

Leones en casa, zorras en lo raso.

¡Tan arreglada, tan contenida y propiamente lacónica fue en todas partes su conducta y su tenor de vida! El otro, en cambio, ni de joven puso freno a sus apetitos por su pobreza, ni de viejo por la edad, y mientras daba a sus ciudadanos excelentes leyes sobre el matrimonio y la continencia, él andaba derramado en amores y en liviandades, como dice Salustio. Así es que dejó la ciudad tan pobre y escasa de numerario, que a las ciudades amigas y aliadas se les vendía por dinero la libertad y la independencia; y esto en medio de que todos los días confiscaba y publicaba las casas más ricas y acaudaladas; y es que no había medida ninguna en lo que prodigaba y derramaba a sus aduladores. ¿Ni qué cuenta y razón podía haber para sus profusiones y condescendencias entre el vino y los banquetes, cuando en público, y a presencia del pueblo, vendiendo una grande hacienda, y ofreciendo muy poco por ella uno de sus amigos, mandó que se cerrara la subasta, y porque otro dio más y el pregonero publicó el aumento se puso de mal humor, diciendo: «Es una crueldad y una tiranía, amados ciudadanos, que yo no haya de poder adjudicar mis despojos, que son míos, a quien me dé la gana»? Mas Lisandro, hasta los presentes que se le hicieron los remitió con todo lo demás a sus ciudadanos; y no es esto alabar su hecho, porque quizá causó éste más daño a Esparta con la riqueza que en ella introdujo que aquel a Roma con la que le robó, sino que lo traigo para prueba de su desprendimiento. Una cosa hubo propia y peculiar de cada uno de los dos respecto de su ciudad, y fue que Sila, con ser él mismo desarreglado y pródigo, hizo moderados a sus ciudadanos; y Lisandro llenó su ciudad de aquellas pasiones y afectos de que él estuvo más distante. Erraron, pues, ambos; el uno, siendo peor que sus leyes, y el otro, haciendo peores que él a sus ciudadanos; porque enseñó a Esparta a tener en precio y apetecer aquello que él habla aprendido a no echar de menos. Esto es por lo que hace al orden político.

IV.— En los combates y batallas, en los hechos de armas, en el número de los trofeos y en la grandeza de los peligros, Sila no admite comparación. Es cierto que el otro alcanzó dos victorias en dos batallas navales, y que puede agregarse a ellas el sitio de Atenas, en sí bien poca cosa, pero al que dio nombre la fama; sin embargo, los sucesos de la Beocia y de Haliarto, que acaso serían una desgracia, más parece que deben atribuirse a precipitación de quien no pudo aguardar a que llegaran de Platea las grandes fuerzas del rey, sino que, llevado de la cólera y la ambición, se arrojó temerariamente a los muros, a que unos cualesquiera hombres tenidos en nada, haciendo una salida, le dieran muerte. Pues no pereció de una sola herida mortal, como Cleónibroto en Leuctras resistiendo a los enemigos que le oprimían, ni como Ciro y Epaminondas persiguiendo a los que ya cedían y asegurando la victoria, sino que éstos murieron como a reyes y generales correspondía, y Lisandro tuvo la muerte de un escudero o de un correo, con la nota de haberse sacrificado sin gloria; confirmando la opinión de los antiguos Esparciatas, que con razón aborrecían los combates murales, en los que no sólo de la mano de un hombre cualquiera, sino de la de un muchacho o de una mujer acontece morir herido el más esforzado, como se cuenta de Aquiles haber sido muerto por Paris en las puertas de Troya. Mas las victorias de Sila en batallas campales, los millares de enemigos con quienes acabó, ni siquiera es fácil numerarlos: dos veces tomó a la misma Roma; y el Pireo de Atenas no lo conquistó por hambre como Lisandro, sino arrojando de la tierra al mar a Arquelao, en fuerza de repetidos y obstinados combates. También entran por mucho en estas cosas los contrarios; pues tengo por juego y burlería el haber combatido en el mar con Antíoco, pedagogo de Alcibíades, y haber engañado al orador de los Atenienses Filocles,

Hombre oscuro, sin más que larga lengua;

a los cuales se desdeñaría Mitridates de que se les comparara con su palafrenero y Mario con cualquiera de sus lictores; pero de los grandes que contendieron con Sila, cónsules, pretores, demagogos, para pasar en silencio a los demás, ¿quién, entre los Romanos, más temible que Mario? ¿quién, entre los reyes, más poderosos que Mitridates? Y entre las gentes de Italia ¿quiénes más aguerridos y mejores soldados que Lamponio y Telesino? Pues de todos éstos, al primero le obligó a huir, al segundo lo sojuzgó y a éstos últimos les dio muerte.

V.— Pero lo más admirable entre todo lo que se ha dicho, a lo que yo entiendo, es que Lisandro obtuvo todos sucesos cooperando con él sus conciudadanos; Sila, estando desterrado y perseguido por la facción contraria de sus enemigos, al mismo tiempo que su mujer andaba prófuga, que su casa había sido asolada y asesinados sus amigos, hizo frente en la Beocia a innumerables millares de hombres, y exponiendo su persona por la patria erigió un trofeo; y con Mitridates, que le daba auxilio y tropas contra sus enemigos, en nada cedió ni usó de blandura o de humanidad alguna, sino que ni siquiera le volvió la palabra ni le alargó la mano, antes de saber de él que se desistía del Asia, le entregaba las naves y admitía los reyes de Bitinia y Capadocia; hazaña la más gloriosa entre todas las de Sila, y conducida con la mayor prudencia, pues que antepuso el interés público al particular, y como los perros de casta, no soltó el bocado y la presa hasta que el rival se dio por vencido, y entonces volvió el ánimo a vengar sus particulares ofensas.

También sirve para el juicio y comparación de sus costumbres su conducta con Atenas; pues Sila, habiendo tomado una ciudad que le había hecho la guerra en defensa del poder y mando de Mitridates, le dejó la libertad y la independencia, y Lisandro no sólo no tuvo compasión alguna de ella, en consideración al gran poder y dignidad de que había decaído, sino que, destruyendo la democracia, la entregó a los tiranos más crueles e injustos.

Veamos, por fin, si no nos acercaremos a la verdad todo lo posible manifestando que Sila alcanzó más trofeos; pero Lisandro tuvo menos defectos, y atribuyendo al uno la palma de la templanza y la moderación y al otro la del valor y la pericia militar.

CIMÓN Y LUCULO

I.— Peripoltas el adivino, acompañando desde la Tesalia a la Beocia al rey Ofeltas, y a los pueblos a quien éste mandaba, dejó una descendencia que fue por largo tiempo tenida en estimación, y lo principal de ella se estableció en Queronea, que fue la primera ciudad que ocuparon, lanzando de ella a los bárbaros. Los más de este linaje, valientes y belicosos por naturaleza, perecieron en los encuentros con los Medos y en los combates con los Galos, por arriesgar demasiado sus personas. De éstos quedó un mocito, huérfano de padres, llamado Damón, y de apellido Peripoltas, muy aventajado en belleza de cuerpo y disposición de ánimo sobre todos los jóvenes de su edad, aunque, por otra parte, indócil y duro de condición. Prendóse de él, cuando acababa de salir de la puericia, un romano, jefe de una cohorte que invernaba en Queronea, y como no hubiese podido atraerle con persuasiones ni con dádivas, se tenía por cierto que no se abstendría de la violencia, mayormente hallándose abatida la ciudad y reducida a pequeñez y pobreza. Temiendo esto Damón, e incomodado ya con las solicitudes, trató de armarle una celada, para lo que se concertó con algunos de los de su edad, aunque no en grande número, para que no se descubriese; de modo que eran al todo diez y seis. Tiznáronse los rostros con hollín, y habiendo bebido largamente, al mismo amanecer acometieron al Romano, que estaba haciendo un sacrificio junto a la plaza; dieron muerte a él y a cuantos con él se hallaban, y se salieron de la ciudad. Movióse grande alboroto, y congregándose el Senado de los Queronenses, los condenó a muerte, lo que era una excusa de la ciudad para con los Romanos. Juntáronse por la tarde a cenar los magistrados, como es de costumbre, y, arrojándose Damón y sus camaradas sobre el consistorio, les dieron también muerte, y luego volvieron a marcharse huyendo de la ciudad. Quiso la casualidad que por aquellos días viniese Lucio Luculo a ciertos negocios, trayendo tropas consigo; y deteniendo la marcha, hizo averiguación de estos hechos, que estaban recientes, y halló que de nada había tenido la culpa la ciudad, y antes ella misma había sido ofendida; por lo que, recogiendo la tropa, marchó con ella. Damón, en tanto, infestaba la comarca con latrocinios y correrías, amenazando a la ciudad, y los ciudadanos procuraban con mensajes y decretos ambiguos atraerle a la población. Vuelto a ella, le hicieron prefecto del Gimnasio; y luego, estándose ungiendo, acabaron con él en la estufa. Después de mucho tiempo se aparecían en aquel sitio diferentes fantasmas, y se oían gemidos, como nos lo refieren nuestros padres, y se tapió la puerta de la estufa; mas aun ahora les parece a los vecinos que discurren por allí visiones y voces que causan miedo. A los de su linaje, que todavía se conservan algunos, especialmente junto a Estiris de la Fócide, en dialecto eólico les llaman asbolómenos, por haberse tiznado Damón con hollín cuando salió a su mal hecho.

II.— Eran vecinos los Orcomenios, y como estuviesen enemistados con los Queronenses, ganaron por precio a un calumniador romano, para que, como si fuera contra uno solo, intentara contra la ciudad causa capital sobre las muertes que Damón había ejecutado. Conocíase de la causa ante el pretor de la Macedonia, porque todavía los Romanos no enviaban entonces pretores a la Grecia; los defensores de la ciudad imploraban el testimonio de Luculo. Escribióle, pues, el pretor, y aquel declaró la verdad, siendo de esta manera absuelta la ciudad de una causa por la que se la había puesto en el mayor riesgo.

Los ciudadanos que entonces se salvaron pusieron en la plaza una estatua de piedra de Luculo al lado de la de Baco; y nosotros, aunque posteriores en algunas edades, creemos que el agradecimiento debe extenderse también a los que ahora vivimos; y entendiendo al mismo tiempo que al retrato, que sólo imita el cuerpo y el semblante, es preferible el que representa las costumbres y el tenor de vida en esta escritura de las Vidas comparadas, tomamos a nuestro cargo referir los hechos de este ilustre varón, ateniéndonos a la verdad. Porque basta demos pruebas de que conservamos una memoria agradecida por un testimonio verdadero, ni a él le agradaría recibir en premio una narración mentirosa y amañada; pues así como deseamos que los pintores que hacen con gracia y belleza los retratos, si hay en el rostro alguna imperfección, ni la dejen del todo, ni la saquen exacta, porque esto lo haría feo, y aquello desemejante a la vista, de la misma manera, siendo difícil, o, por mejor decir, imposible, escribir una Vida del todo irreprensible y pura, en los hechos laudables se ha de dar exacta la verdad, como quien dice la semejanza; pero los defectos y como fatalidades que acompañan a las acciones, y proceden o de algún afecto o de inevitable precisión, teniéndolos más bien por remisiones de alguna virtud que por efectos de maldad, no los hemos de grabar en la historia con empeño, y con detención, sino como dando a entender nos compadecemos de la humana naturaleza, que no da nada absolutamente hermoso, ni costumbres decididas siempre y en todo por la virtud.

III.— Parécenos, cuando bien lo examinamos, que Luculo puede ser comparado a Cimón, porque ambos fueron guerreros e insignes contra los bárbaros, suaves en su gobierno, y que dieron respectivamente a su patria alguna respiración de las convulsiones civiles: uno y otro erigieron trofeos y alcanzaron señaladas victorias; pues ninguno entre los Griegos llevó a países tan lejanos la guerra antes de Cimón, ni entre los Romanos antes de Luculo, si ponemos fuera de esta cuenta a Heracles y Baco, y lo que como cierto y digno de fe haya podido llegar desde aquellos tiempos a nuestra memoria, de Perseo contra los Etíopes o Medos y los Armenios, o de las hazañas de Jasón. También pueden reputarse parecidos en haber dejado incompletas sus acciones guerreras, pues uno y otro debilitaron y quebrantaron a su antagonista, mas no acabaron con él. Sobre todo, lo que más los asemeja y acerca uno a otro es aquella festividad y magnificencia para los convites y agasajos y la jovialidad y esplendidez en todo su porte. Acaso omitiremos algunos otros puntos de semejanza, pero no será difícil recogerlos de la misma narración.

CIMÓN

IV.— El padre de Cimón fue Milcíades, y la madre, Hegesípila, tracia de origen e hija del rey Óloro, como se dice en los poemas de Arquelao y Melantio, compuestos en alabanza del mismo Cimón. Así, Tucídides el historiador, que por linaje era deudo de Cimón, tuvo por padre a otro Óloro, que representaba a su ascendiente en el nombre y poseyó en la Tracia unas minas de oro, diciéndose que murió en Escaptehila, territorio de la Tracia, donde fue asesinado. Su sepulcro, habiéndose traído sus restos al Ática, se muestra entre los de los Cimones, al lado del de Elpinice, hermana de Cimón; mas Tucídides, por razón de su curia, fue Halimusio, y los de la familia de Milcíades eran Lacíadas.

Milcíades, como debiese al Erario la multa de cincuenta talentos, para el pago fue puesto en la cárcel, y en ella murió. Quedó Cimón todavía muy niño con su hermana, mocita también y por casar, y al principio no tuvo en la ciudad el mejor concepto, sino que era notado de disipado y bebedor, siendo en su carácter parecido a su abuelo del propio nombre, al que, por ser demasiado bondadoso, se le dio el apellido de Coálemo. Estesímbroto Tasio, que poco más o menos fue contemporáneo de Cimón, dice que no aprendió ni la música ni ninguna otra de las artes liberales comunes entre los Griegos, ni participó tampoco de la elocuencia y sal ática; de manera que, atendida su franqueza y sencillez, parece que su alma tenía más un temple peloponés, siendo

Inculto, franco, y en lo grande, grande,

como el Heracles de Eurípides, porque esto es lo que puede añadirse a lo que Estesímbroto nos dejó escrito.

De joven todavía, fue infamado de tener trato con su hermana; de Elpinice, por otra parte, no se dice que fuese muy contenida, sino que anduvo extraviada con el pintor Polignoto, y que, por lo mismo, cuando éste pintó las «Troyanas» en el pórtico que antes se llamaba el Plesianiaccio, y ahora el Pécilo, delineó el rostro de Laódica por la imagen de Elpinice. Polignoto no era un menestral ni pintó el pórtico para ganar la vida, sino gratuitamente y para adquirir nombre en la ciudad, como lo refieren los historiadores de aquel tiempo, y lo dice el poeta Melantio con estas palabras:

De los Dioses los templos, generoso,
ornó a su costa, y la Cecropia plaza,
de los héroes pintando los retratos.

Algunos dicen que no fue a escondidas, sino a vista del público, el trato de Elpinice con Cimón, como casada con él, a causa de no encontrar, por su pobreza, un esposo proporcionado, y que después, cuando Callas, uno de los ricos de Atenas, se mostró enamorado y tomó de su cuenta el pagar al erario la condena del padre, convino ella misma, y Cimón también la entregó por mujer a Callas. Cimón parece que también estuvo de sobra sujeto a la pasión amorosa, pues el poeta Melantio, chanceándose con él en sus elegías, hace mención de Asteria, natural de Salamina, y de una tal Mnestra, como que las visitaba y obsequiaba. Además, es cosa averiguada que de Isódica, hija de Euriptólemo, el hijo de Megacles, aunque unida con él en legítimos lazos, estuvo apasionadamente enamorado, y que sintió amargamente su muerte, si pueden servir de argumento las elegías que se le dirigieron para consuelo en su llanto; de las cuales dice el filósofo Panecio haber sido autor Arquelao el físico, conjeturándolo muy bien por el tiempo.

V.— En todo lo demás, las costumbres de Cimón eran generosas y dignas de aprecio, porque ni en el valor era inferior a Milcíades, ni el seso y prudencia a Temístocles, siendo notoriamente más justo que entrambos; y no cediendo a éstos en nada en las virtudes militares, es indecible cuánto los aventajaba en las políticas ya desde joven, y cuando todavía no se había ejercitado en la guerra. Porque cuando en la irrupción de los Medos persuadió Temístocles al pueblo que abandonando la ciudad y desamparando el país combatieran en las naves delante de Salamina y pelearan en el mar, como los demás se asombrasen de tan atrevida resolución, Cimón fue el primero a quien se vio subir alegre por el Cerámico al alcázar juntamente con sus amigos, llevando en la mano un freno de caballo para ofrecerlo a Minerva; dando a entender que la patria entonces no necesitaba de fuertes caballos, sino de buenos marineros. Habiendo, pues, consagrado el freno, tomó uno de los escudos suspendidos en el templo, y habiendo hecho oración a la Diosa bajó al mar, inspirando a no pocos aliento y confianza. Tampoco era despreciable su figura, como dice el poeta Ion, sino que era de buena talla, teniendo poblada la cabeza de espesa y ensortijada cabellera. Habiéndose mostrado en el combate denodado y valiente, al punto se ganó la opinión y amor de sus conciudadanos, reuniéndose muchos alrededor de él y exhortándole a pensar y ejecutar cosas dignas de Maratón. Cuando ya aspiró al gobierno, el pueblo lo admitió con placer, y, estando hastiado de Temístocles, lo adelantó a los primeros honores y magistraturas de la ciudad, viéndole afable y amado de todos por su mansedumbre y sencillez. Contribuyó también a sus adelantamientos Aristides, hijo de Lisímaco, ya por ver la apacibilidad de sus costumbres y ya también por hacerle rival de la sagacidad e intrepidez de Temístocles.

VI.— Cuando después de haberse retirado los Medos de la Grecia se le nombró general de la armada, a tiempo que los Atenienses no tenían todavía el imperio, sino que seguían aún la voz de Pausanias y de los Lacedemonios, lo primero de que cuidó en sus expediciones fue de hacer observar a sus ciudadanos una admirable disciplina y de que en el denuedo se aventajaran a los demás. Después, cuando Pausanias concertó aquella traición con los bárbaros, escribiendo cartas al rey y a los aliados, empezó a tratarlos con aspereza y altanería, mortificándolos en muchas ocasiones con su modo insolente de mandar y con su necio orgullo. Cimón hablaba con dulzura a los que hablan sido ofendidos, mostrábaseles afable, y sin que se echara de ver, iba ganando el imperio de la Grecia, no con las armas, sino con su genio y sus palabras. Así es que los más de los aliados se arrimaron a él y a Aristides, no pudiendo sufrir la aspereza y soberbia de Pausanias. Estos, no sólo los admitieron benignamente, sino que escribieron a los Éforos para que retiraran a Pausanias, por cuanto afrentaba a Esparta e inquietaba toda la Grecia. Dícese que, habiendo dado Pausanias orden, con torpe propósito de que le trajesen a una doncella de Bizancio, hija de padres nobles, llamada Cleonice, los padres, por el miedo y la necesidad, la dejaron ir; y como ella hubiese pedido que se quitase la luz de delante del dormitorio, entre las tinieblas y el silencio, al encaminarse al lecho, tropezó sin querer con la lamparilla, y la volcó, y que él entonces, hallándose ya dormido, asustado con el estrépito, y echando mano a la espada, como si se viese acometido por un enemigo, hirió y derribó al suelo a la doncella. Murió ésta de la herida, y no dejaba reposar a Pausanias, sino que su sombra se le aparecía de noche entre sueños, pronunciando con furor estos versos heroicos:

Ven a pagar la pena: que a los hombres
no les trae la lujuria más que males;

con lo que, como se hubiesen irritado también los aliados juntamente con Cimón, le pusieron cerco. Huyóse, sin embargo, de Bizancio, y, espantado de aquel espectro, se dirigió, según se dice, al oráculo mortuorio de Heraclea, y evocando el alma de Cleonice, le pidió que se aplacara en su enojo. Compareció ella al conjuro, y le dijo que se libertaría pronto de sus males luego que estuviese en Esparta; significándole, a lo que parece, por este medio la muerte que había de tener; así se halla escrito por diferentes historiadores.

VII.— Cimón, hechos ya del partido de Atenas los aliados, marchó por mar de general a la Tracia, por tener noticia de que algunos Persas distinguidos y del linaje del rey, ocupando a Eiona, ciudad situada a las orillas del río Estrimón, causaban vejaciones a los Griegos por allí establecidos. Ante todo, pues, venció en batalla a estos Persas y los encerró dentro de la ciudad; y después, sublevando a los Tracios del Estrimón, de donde les iban los víveres, y guardando con gran diligencia todo el país, redujo a los sitiados a tal penuria, que Butes, general del rey, traído a la última desesperación, dio fuego a la ciudad y se abrasó en ella con sus amigos y sus riquezas. De este modo la tomó, sin haber sacado otra ventaja alguna, por haberse quemado casi cuanto aquel traía con los bárbaros; pero el territorio, que era muy fértil y muy delicioso, lo distribuyó a los Atenienses, para establecer una colonia. Permitióle el pueblo que pusiera Hermes de piedra, en el primero de los cuales grabó esta inscripción:

Harto eran de esforzados corazones
los que del Estrimón en la corriente
y en Eiona a los hijos de los Medos
con hambre y cruda guerra molestaron,
siendo en sufrir trabajos los primeros.

En el segundo:

Los Atenienses este premio
dieron a sus caudillos: justa recompensa
de sus servicios y sus altos hechos.
De la posteridad el que tal viere,
en pro común se afanará celoso,
sin esquivar las peligrosas lides.

Y en el tercero:

De esta insigne ciudad llevó Mnesteo
con los Atridas a los frigios campos
a un divino varón, loado de Homero
por su destreza en ordenar las huestes
de los Argivos de bronceadas armas.
¿Qué mucho, pues, que de marcial pericia,
de denuedo y valor el justo lauro
se dé a los hijos de la culta Atenas?

VIII.— Aunque en estas inscripciones no se descubre el nombre de Cimón, pareció, sin embargo, excesivo el honor que se le tributó a los de aquella edad, porque ni Temístocles ni Milcíades alcanzaron otro tanto, y aun a éste, habiendo solicitado una corona de olivo, Sócares Decelense, levantándose en medio de la junta, le dio una respuesta no muy justa, pero agradable al pueblo, diciendo: «Cuando tú ¡oh Milcíades! peleando solo contra los bárbaros, los vencieres, entonces aspira a ser coronado tú sólo». ¿Por qué, pues, tuvieron en tanto esta hazaña de Cimón? ¿No sería acaso porque con los otros dos caudillos sólo trataron de rechazar a los enemigos, para no ser de ellos sojuzgados, y bajo el mando de éste aun pudieron ofenderlos, y haciéndoles la guerra en su propio país adquirieron posesiones en él, estableciendo colonias en Eiona y en Anfípopis? Estableciéronse también en Esciro, tomándola Cimón con este motivo; habitaban aquella isla los Dólopes, malos labradores y dados a la piratería desde antiguo, en términos que ni siquiera usaban de hospitalidad con los navegantes que se dirigían a sus puertos; y, por último, habiendo robado a unos mercaderes tésalos que navegaban a Ctesio, los habían puesto en prisión. Pudieron éstos huir de ella, y movieron pleito a la ciudad ante los Anfictiones. La muchedumbre se rehusaba a reintegrarlos del caudal robado, diciendo que lo devolvieran los que lo habían tomado y se lo habían repartido; mas con todo, intimidados, escribieron a Cimón, exhortándole a que viniera con sus naves a ocupar la ciudad, porque ellos se la entregarían. Así fue como Cimón tomó la isla, de la que arrojó a los Dólopes, y dejó libre el mar Egeo. Sabedor de que el antiguo Teseo, hijo de Egeo, huyendo de Atenas había sido muerto allí alevosamente por el rey Licomedes, hizo diligencias para descubrir su sepulcro, porque tenían los Atenienses un oráculo que mandaba se trajeran a la ciudad los restos de Teseo y lo veneraran debidamente como a un héroe; pero ignoraban dónde yacía, porque los Escirenses ni lo manifestaban ni permitían que se averiguase. Encontrando, pues, entonces el hoyo, en fuerza de la más exquisita diligencia, puso Cimón los huesos en su nave, y adornándolos con esmero los condujo a la ciudad, al cabo de unos ochocientos años, con lo que todavía se le aficionó más el pueblo. En memoria de este suceso se celebró una contienda de trágicos que se hizo célebre, porque habiendo presentado Sófocles, que aún era joven, su primer ensayo, como el arconte Apsefión, a causa de haberse movido disputa y altercado entre los espectadores, no hubiese sorteado los jueces del combate, cuando Cimón se presentó con sus colegas en el teatro para hacer al Dios las libaciones prescritas por la ley, no los dejó salir, sino que, tomándoles juramento, los precisó a sentarse y a juzgar, siendo diez en número, uno por cada tribu; así, esta contienda se hizo mucho más importante por la misma dignidad de los jueces. Quedó vencedor Sófocles, y se dice que Esquilo lo sintió tanto y lo llevó con tan poco sufrimiento, que ya no fue mucho el tiempo que vivió en Atenas, habiéndose trasladado por aquel disgusto a Sicilia, donde murió, y fue enterrado en las inmediaciones de Gela.

IX.— Escribe Ion que, siendo él todavía mocito, comió con Cimón, en ocasión de haberse venido a Atenas desde Quio con Laomedonte, y que, rogado aquel que cantase, como no lo hubiese ejecutado sin gracia, los presentes lo alabaron de más urbano que Temístocles, por haber éste respondido en igual caso que no había aprendido a cantar y tañer y lo que él sabía era hacer una ciudad grande y rica. De aquí, como era natural, recayó la conversación sobre las hazañas de Cimón, y, como se hiciese memoria de las más señaladas, dijo que se les había pasado referir la más bien entendida de sus estratagemas; porque habiendo tomado los aliados muchos cautivos de los bárbaros en Sesto y en Bizancio, encargaron al mismo Cimón el repartimiento; y él había puesto a un lado los cautivos, y a otro los presos y adornos que tenían, de lo que los aliados se habían quejado, teniendo por desigual aquella división. Díjoles entonces que de las dos partes eligieran la que gustasen, porque los Atenienses con la que dejaran se darían por contentos. Aconsejándoles, pues, Herófito de Samos que eligieran antes los arreos de los Persas que los Persas mismos, tomaron los adornos de éstos, dejándoles a los Atenienses los cautivos; y por entonces se rieron de Cimón como de un mal repartidor, por cuanto los aliados cargaron con cadenas, collares y manillas de oro, y con vestidos y ropas ricas de púrpura, no quedándoles a los Atenienses más que los cuerpos malamente cubiertos para destinarlos al trabajo; pero al cabo de poco bajaron de la Frigia y la Lidia los amigos y deudos de los cautivos, y redimían a cada uno de éstos por mucho dinero; de manera que Cimón proveyó de víveres las naves para cuatro meses, y aun les quedó de los rescates mucho dinero que llevar a Atenas.

X.— Rico ya Cimón, los viáticos de la guerra, que se los hizo pagar muy bien de los enemigos, los gastaba mejor con sus conciudadanos, porque quitó las cercas de sus posesiones para que los forasteros y los ciudadanos necesitados pudieran tomar libremente de los frutos lo que gustasen. En su casa había mesa, frugal, sí, pero que podía bastar para muchos cada día; y de los pobres podía entrar a ella el que quisiese, encontrando comida sin tener que ganarla con su trabajo, para atender solamente a los negocios públicos. Mas Aristóteles dice que la mesa no era franca para todos los Atenienses, sino sólo para el que quisiera de sus compatriotas los Lacíadas. Acompañabanle algunos jóvenes bien vestidos, cada uno de los cuales, si se llegaba a Cimón algún Ateniense anciano con pobres ropas, cambiaba con él las suyas; hecho que se tenía por muy fino y delicado. Ellos mismos llevaban igualmente dinero en abundancia, y acercándose en la plaza a los pobres menos mal portados, les introducían secretamente alguna moneda en la mano. A estos rasgos parece que alude Cratino el cómico en Los Arquílocos cuando dice:

Yo, Metrobio, el gramático,
pedía con instancia a los Dioses
me otorgaran pasar unido con Cimón mis días,
senectud asegurando regalona
con este hombre divino,
el más bondoso y más obsequiador entre los Griegos;
pero dejóme y se ausentó primero.

Gorgias Leontino dice, además, que Cimón adquirió riqueza para usar de ella, y que usaba de ella para ser honrado. Critias, que fue uno de los treinta tiranos, pide a los Dioses en sus elegías

Bienes, los de la estirpe
de Escopas de Tesalia; mano franca
la de Cimón, y triunfos y victorias
los del lacedemonio Agesilao.

Y en verdad que el espartano Licas no es tan celebrado entre los Griegos sino porque en la concurrencia a los juegos gímnicos daba de comer a los forasteros; pero el uso que de su opulencia hacía Cimón excedía a la antigua hospitalidad y humanidad de los Atenienses: porque aquellos con quienes justamente se muestra ufana esta ciudad dieron a los Griegos las semillas de los alimentos, y les enseñaron el uso del agua de las fuentes y el modo de encender el fuego para el servicio de los hombres, y éste, erigiendo su casa en un pritaneo común para los ciudadanos, y poniendo francas las primicias de los frutos ya sazonados, y todo cuanto bueno llevan las estaciones en el país, para que los forasteros lo tomaran y disfrutaran, reprodujo en cierta manera aquella fabulosa comunión de bienes del tiempo de Crono.

Los que califican estos hechos de lisonja y adulación a la muchedumbre encuentran el desengaño en todo el tenor del gobierno de Cimón, que siempre se inclinó a la aristocracia, como que con Aristides repugnó e hizo frente a Temístocles, que daba a la muchedumbre más alientos de lo que convenía; y después se opuso a Efialtes, que para ganarse el pueblo quería debilitar el Senado del Areópago. En un tiempo en que se veía que todos los demás, a excepción de Aristides y Efialtes, estaban implicados en corrupciones y sobornos, él se conservó puro e intacto, hasta el fin de la tacha de recibir regalos, haciéndolo y diciéndolo todo gratuitamente y con limpieza. Dícese que vino a Atenas, con grandes caudales, un bárbaro llamado Resaces, que se había rebelado al rey, el cual, mortificado de calumniadores, acudió a Cimón y le presentó en el recibimiento dos picheles, lleno uno de daricos de plata y el otro de oro, y que Cimón al verlo se echó a reír, y le preguntó qué era lo que prefería: que Cimón fuese su asalariado, o su amigo; y como respondiese que amigo: «Pues bien — le repuso—; vete y llévate contigo esta riqueza, porque me servirá, si la hubiese menester, siendo tu amigo».

XI.— Pagaban los aliados sus contribuciones, pero no daban los hombres y las naves que les correspondían, sino que, dejados ya de expediciones y de milicia, no teniendo que hacer la guerra, aspiraban sólo a cultivar sus campos y vivir en reposo, habiéndose hecho la paz con los bárbaros y no siendo de éstos molestados, que era por lo que ni tripulaban las naves ni daban hombres de guerra. Los demás generales de los Atenienses los estrechaban a cumplir con estas cargas, y usando de multas y castigos con los que estaban en descubierto hacían áspero y aborrecible su imperio. Más Cimón seguía en este punto un camino enteramente opuesto, no haciendo violencia a ninguno de los Griegos, sino que de los que a ello se acomodaban tomaba el dinero y las naves vacías y los dejaba que se acostumbrasen al reposo y a estarse quietos en casa, haciéndose labradores y negociantes pacíficos con el regalo y la inexperiencia, de belicosos que antes eran. De este modo, a los Atenienses, que todos a su vez servían en las naves y se ocupaban en las cosas de guerra, con los sueldos y a costa de los aliados, los hizo en breve tiempo señores de los que contribuían; porque, como estaban siempre navegando, manejando las armas, mantenidos y ejercitados en las continuas expediciones, se acostumbraron aquellos a temerlos y a obsequiarlos, haciéndose insensiblemente sus tributarios y sus esclavos, en lugar de compañeros.

XII.— Por de contado, nadie abatió ni mortificó más el orgullo del gran Rey que Cimón; porque no se contentó con verle fuera de la Grecia, sino que, siguiéndole paso a paso, sin dejar respirar ni pararse a los bárbaros, ya talaba y asolaba un país, ya en otra parte sublevaba a los naturales y los traía al partido de los Griegos; de manera que desde la Jonia a la Panfilia dejó el Asia enteramente libre de armas persianas. Noticioso de que los generales del Rey, con un grande ejército y muchas naves, se proponían sorprenderle hacía la Panfilia, y queriendo que éstos por miedo no navegaran en adelante en el mar dentro de las islas Quelidonias, ni siquiera se acercasen a él, dio la vela desde Cnido y Triopio con doscientas naves. Teníanlas desde Temístocles muy bien aparejadas para la celeridad y para tomar prontamente la vuelta; pero Cimón las hizo entonces más llanas, y dio ensanche a la cubierta, para que con mayor número de hombres armados se presentaran más terribles a los enemigos. Navegando, pues, a la ciudad de Faselis, cuyos habitantes eran Griegos, pero ni admitían sus tropas ni había forma de apartarlos del partido del rey, taló su territorio, y empezó a combatir los muros. Iban en su compañía los de Quío; y siendo amigos antiguos de los Faselitas, por una parte procuraban templar a Cimón, y por otra arrojaban a las murallas ciertas esquelas clavadas en los astiles, para advertir de todo a los Faselitas. Por fin lograron se hiciera la paz con ellos, bajo las condiciones de dar diez talentos y de unirse con Cimón para la guerra contra los bárbaros. Éforo dice que era Titraustes el que mandaba la armada del Rey, y Ferendates el ejército; mas Calístenes es de opinión que Ariomandes, hijo de Gobrias, tenía el mando de todas las fuerzas, y que con las naves marchó hacía el Eurimedonte, no estando dispuesto a pelear todavía con los Griegos, porque esperaba otras ochenta naves fenicias, que habían salido de Chipre. Quiso Cimón anticiparse a su llegada, para lo que movió con sus naves, dispuesto a obligar por fuerza a los enemigos, si voluntariamente no querían combatir. Al principio éstos, para no ser precisados, se entraron río adentro, pero, siguiéndolos los Atenienses, hubieron de hacer frente, según Fanodemo, con seiscientas naves, y según Éforo, con trescientas cincuenta. Mas por mar nada hicieron digno de tan considerables fuerzas, sino que al punto se echaron a tierra; los primeros pudieron escapar huyendo al ejército que estaba cerca, pero los demás fueron detenidos y muertos, y disuelta la armada. Ahora, la prueba de que las naves de los bárbaros habían sido en excesivo número es que, con haber huido muchas, como es natural, y haber sido otras muchas destruidas, todavía apresaron doscientas los Atenienses.

XIII.— Bajaba el ejército hacía el mar, y le pareció a Cimón obra muy ardua contenerle en su marcha y hacer que los Griegos acometieran a unos hombres que venían de refresco y eran en gran número; con todo, viendo a éstos muy alentados y resueltos con el ardor y engreimiento que da la victoria a arrojarse en unión sobre los bárbaros, a la infantería, que todavía estaba caliente del combate naval, la hizo que cargase con ímpetu y algazara; y resistiendo y defendiéndose por su parte los Persas, no sin bizarría, se trabó una muy reñida batalla. De los Atenienses cayeron los hombres de mayor valor y de mayor opinión, pero al fin hicieron huir a los bárbaros, con gran matanza de ellos, y después tomaron prisioneros a otros, y les ocuparon las tiendas llenas de toda especie de preciosidades. Cimón, que como diestro atleta en un día había salido vencedor en dos combates, no obstante haber excedido con la batalla campal al triunfo de Salamina y con la naval al de Platea, aún a añadió otro trofeo a estas victorias; pues sabiendo que las ochenta galeras fenicias, que no tuvieron parte en el combate, habían aportado a Hidro, se dirigió allá sin detención; y como sus comandantes no tuviesen noticia positiva de las principales fuerzas, sino que estuviesen en la duda y en la incertidumbre, siendo por lo mismo mayor su sorpresa, perdieron todas las naves, y la mayor parte de los soldados perecieron.

De tal modo abatieron estos sucesos el ánimo del rey, que ajustó aquella paz tan afamada de no acercarse jamás al mar de Grecia a la distancia de una carrera de caballo y de no navegar dentro de las islas Cianeas y Quelidonias con nave grande y de proa bronceada, aunque Calístenes sostiene que el bárbaro no hizo tal tratado; mas en las obras guardó lo que se ha dicho, de miedo de aquella derrota, teniéndose a tanta distancia de la Grecia, que Pericles, con cincuenta galeras, y Efialtes con solas treinta, navegaron por aquella parte de las Quelidonias, sin que de los bárbaros se les ofreciera a la vista ni siquiera un barco. Pero Crátero, en su colección de decretos, insertó el tratado como hecho realmente, y aun se dice que los Atenienses erigieron con este motivo el ara de la paz, y que a Calias, que había sido el embajador, le colmaron de distinciones. Vendidos los despojos que entonces se tomaron, tuvo el pueblo fondos para otras muchas cosas, y edificó el muro de la ciudadela que mira al mediodía, habiéndose hecho rico con estas expediciones. Añádase que las largas murallas llamadas piernas, aunque se acabaron después, se empezaron entonces, y que el cimiento, como se hubiese dado con un terreno pantanoso y muelle, fue afirmado con toda seguridad por Cimón, que hizo desecar los pantanos con mucha arcilla y piedras muy pesadas, dando y aprontando para ello el caudal necesario. Fue el primero en hermosear la ciudad con aquellos lugares de recreo y entretenimiento, por los que hubo tanta pasión después, porque plantó de plátanos la plaza, y a la Academia, que antes carecía de agua y era un lugar enteramente seco, le dio riego, convirtiéndola en un bosque, y la adornó con corredores espaciosos y desembarazados, y con paseos en que se gozaba de sombra.

XIV.— Como algunos Persas no quisiesen abandonar el Quersoneso, y aun llamasen de más arriba a los Tracios, con desprecio de Cimón, partió éste de Atenas con poquísimas naves, en busca de ellos, y con solas cuatro naves les tomó trece. Lanzando, pues, a los Persas y derrotando a los Tracios, puso bajo la obediencia de Atenas todo el Quersoneso. Después, venciendo por mar a los Tasios, que se habían rebelado a los Atenienses, les tomó treinta y tres naves, se apoderó, por sitio, de su ciudad, adquirió para Atenas las minas de oro que estaban al otro lado y ocupó todo el terreno sobre que dominaban los Tasios. De allí, pudiendo pasar a la Macedonia y ganar mucha parte de ella, como pareciese que lo había dejado por no querer, se le atribuyó que por el rey Alejandro había sido sobornado con presentes, sobre lo que tuvo que defenderse, persiguiéndole con encarnizamiento sus enemigos En su apología, ante los jueces, dijo que no había tenido hospedaje como otros entre los Jonios o los Tésalos, que son ricos, para recibir honores y agasajos, sino entre los Lacedemonios, cuya moderación y sobriedad había procurado imitar y aplaudir, no teniendo en nada la riqueza y si preciándose de haber enriquecido su ciudad con la opulencia de los enemigos. Haciendo Estesímbroto mención de este juicio, refiere que Elpinice, rogada por Cimón, fue a llamar a la puerta de Pericles, porque éste era el más violento de los acusadores, y que él, echándose a reír: «Vieja estás —le dijo—, vieja estás, Elpinice, para manejar tan arduos negocios»; mas que con todo, en la vista de la causa se mostró muy benigno con Cimón, no habiéndose levantado durante la acusación más que una sola vez, como para cumplir.

XV.— Salió, pues, absuelto de esta causa, y en las cosas de gobierno, mientras estuvo presente, dominó y contuvo al pueblo, que acosaba a los principales ciudadanos y procuraba atraer a sí toda la autoridad y el poder; pero cuando volvió a marchar a la armada, alborotándose los más y trastornando el orden existente de gobierno y las instituciones patrias en que antes habían vivido, poniéndose al frente Efialtes, quitaron al Senado del Areópago el conocimiento de todos los juicios, a excepción de muy pocos, y erigiéndose en árbitros de los tribunales introdujeron una democracia absoluta, teniendo ya entonces Pericles bastante influjo y habiéndose puesto de parte de los muchos. Por esta causa, como Cimón, a su vuelta, se hubiese indignado porque habían oscurecido la majestad del Consejo y hubiese intentado volver a llevar a él los juicios y restablecer la aristocracia de Clístenes, se juntaron muchos a gritar y a irritar al pueblo, recordándole lo de la hermana y acusándole de laconismo, acerca de lo cual son bien conocidos aquellos versos de Éupolis contra Cimón:

No era hombre malo; un poco dado al vino,
descuidado, y que a veces en Esparta
noche solía hacer, aquí dejando
sola y sin compañía a su Elpinice.

Pues si falto de atención y tomado del vino conquistó tantas ciudades y alcanzó tantas victorias, es claro que, a haber estado cuerdo y atento, ninguno de los Griegos, ni antes ni después de él, hubiera igualado sus hechos.

XVI.— Fue, en efecto, desde el principio partidario de Lacedemonia, y de dos hijos gemelos que tuvo de Clitoria, según dice Estesímbroto, al uno le puso por nombre Lacedemonio, y al otro, Eleo, por lo que Pericles muchas veces les dio en cara con su origen materno; pero Diodoro Periegetes dice que así éstos como Tésalo, hijo tercero de Cimón, fueron tenidos en Isódica, hija de Euriptólemo y sobrina de Megacles. Contribuyeron mucho a sus adelantamientos los Lacedemonios, que ya entonces estaban en contradicción con Pericles y querían que fuese este joven el que tuviese el mayor poder y autoridad en Atenas. Esto lo vieron al principio con gusto los Atenienses, no sacando poco partido de la benevolencia de los Lacedemonios hacía él; porque en el principio de su incremento, y cuando empezaban a tomar parte en los asuntos de los otros pueblos, aliados de unos y otros, no les venían mal los honores y los obsequios hechos a Cimón, puesto que entre los Griegos todo se manejaba a su arbitrio, siendo afable con los aliados y muy acepto a los Lacedemonios. Mas después, cuando ya se hicieron los más poderosos, vieron con malos ojos que Cimón permaneciese todavía no ligeramente apasionado de los Lacedemonios, porque él mismo también, celebrando para todo a los Lacedemonios ante los Atenienses, especialmente cuando tenía que reprender a éstos o que excitarlos a alguna cosa, había tomado la costumbre, según refiere Estesimbroto, de decirles: «¡Qué poco son así los Lacedemonios!». Con lo que se granjeó cierta envidia y displicencia de parte de sus conciudadanos.

Pero de todas, la calumnia más poderosa contra él tuvo este origen: en el año cuarto del reinado de Arquidamo, hijo de Zeuxidamo, en Esparta, por un terremoto mayor que todos aquellos de que antes había memoria, en todo el territorio de los Lacedemonios se abrieron muchas simas, y estremecido el Taígeto, algunas de sus cumbres se aplanaron. La ciudad misma tembló toda, y fuera de cinco casas, todas las demás las derribó el terremoto. En el pórtico, en ocasión de estar lleno, ejercitándose en él a un tiempo los mozos y los muchachos, se dice que poco antes del temblor se apareció una liebre, y que los muchachos, ungidos como estaban, por una muchachada se pusieron a correr tras ella y perseguirla, y en tanto cayó el gimnasio sobre los mozos que se habían quedado, muriendo allí todos; y a su sepulcro aún se le da el día de hoy el nombre de Sismacia, tomado del terremoto. Previó al punto Arquidamo por lo presente lo que iba a suceder, y viendo que los ciudadanos se dedicaban a recoger en sus casas lo más precioso cada uno, mandó que la trompeta hiciera señal de que venían enemigos, para que a toda priesa acudieran armados a su presencia; esto solo fue lo que entonces salvó a Esparta, porque de todos los campos sobrevinieron corriendo los Hilotas para acabar con los que se hubieran salvado de los Espartanos; pero hallándolos en orden de batalla se retiraron a sus poblaciones, siendo, sin embargo, bien claro que iban a hacerles la guerra, por haber atraído a no pocos de los circunvecinos y venir ya también sobre Esparta los Mesenios. Envían, pues, los Lacedemonios a Atenas de embajador, para pedir auxilio, a Periclidas, de quien dice en una comedia suya Aristófanes que «sentado ante los altares, todo pálido, con una ropa de púrpura, pedía por compasión un ejército». Oponíase Efialtes, y con el mayor empeño rogaba que se negase el socorro y no se restableciera una ciudad rival de Atenas, sino que se la dejase en el suelo, para ser pisado su orgullo; pero dice Critias que Cimón, anteponiendo el bien de los Lacedemonios al incremento de su patria, convenció al pueblo y salió a auxiliarlos con mucha infantería. Ion nos da cuenta de la principal razón con que movió a los Atenienses, que fue exhortarlos a que no dejaran coja la Grecia ni dieran lugar a que su ciudad quedara sin pareja.

XVII.— Auxiliado que hubo a los Lacedemonios, volvía con su ejército por Corinto, y Lacarto le reconvino por haber entrado con sus tropas sin anuencia de aquellos ciudadanos, diciendo que aun los que llaman en puerta ajena no entran sin que el dueño les mande pasar adelante: a lo que Cimón le replicó: «Pues vosotros ¡oh Lacarto! no llamáis a las puertas de los Cleoneos y Megarenses, sino que, quebrantándolas, os introducís con las armas, creyendo que todo debe estar abierto a los que más pueden». ¡Con esta arrogancia habló en tan oportuna ocasión! y pasó con su ejército.

Volvieron los Lacedemonios a llamar en su socorro a los Atenienses contra los Mesenios e Hilotas, que se hallaban en Itome, y cuando ya los tuvieron a su disposición, temiendo su denuedo y aire marcial, los despidieron a ellos solos de todos los aliados, bajo el pretexto de que intentaban novedades. Retiráronse con grande enojo, y además de exasperarse muy a las claras contra los que laconizaban, condenaron a Cimón, valiéndose de un leve pretexto, al ostracismo por diez años: porque éste era el tiempo prefinido a todos los que sufrían esta pena.

En esto, hallándose los Lacedemonios acampados en Tanagra, de vuelta de libertar a los de Delfos de los Focenses, les salieron los Atenienses al encuentro para darles batalla; y Cimón fue a colocarse con sus armas entre los de su tribu Enide, dispuesto a batirse contra los Lacedemonios en compañía de sus conciudadanos; pero el Consejo de los Quinientos, sabedor de ello y temiéndole, intimó a los generales a instigación de sus enemigos, que le imputaban ser su ánimo desordenar el ejército e introducir los Lacedemonios en la ciudad, que de ningún modo lo admitiesen. Retiróse, pues, rogando encarecidamente a Eutipo Anaflistio, y a los demás amigos que estaban más tildados de laconizar o ser adictos a los Lacedemonios, que pelearan esforzadamente, a fin de lavar con las obras, ante sus ciudadanos, aquella infundada nota. Estos, pues, tomando la armadura de Cimón, y colocándola en su puesto, se juntaron todos en uno, los ciento que eran, y corrieron a la muerte con el mayor arrojo, obligando a los Atenienses a que sintiesen su pérdida y a que se arrepintiesen de sus injustas sospechas. De aquí es que tampoco les duró mucho el enojo contra Cimón, ya porque trajeron a la memoria, como era debido, sus importantes servicios, y ya también porque así lo exigieron las circunstancias; porque vencidos en Tanagra en una reñida batalla, y esperando tener sobre sí para el verano un ejército de los del Peloponeso, llamaron de su destierro a Cimón, y tornó a su llamamiento, habiendo sido Pericles quien escribió el decreto: ¡tan subordinadas eran entonces al orden político las rencillas, tan templados los enojos y tan prontos a ceder a la común debilidad, y hasta tal punto la ambición, que sobresale entre todas las demás pasiones, sabía acomodarse a las necesidades de la patria!

XVIII.— Luego que volvió Cimón, al punto puso fin a la guerra y reconcilió las ciudades; pero como hecha la paz viese que los Atenienses no podían permanecer en reposo, sino que deseaban estar en acción y aumentar su poder por medio de expediciones, para que no incomodaran a los demás Griegos, ni dirigiéndose con muchas naves hacía las islas y el Peloponeso diesen ocasión a guerras civiles u origen a quejas de parte de los aliados contra la ciudad, tripuló doscientos trirremes, con muestras de marchar otra vez contra el Egipto y Chipre; llevando en esto la idea, por una parte, de que los Atenienses no se descuidaran nunca de la guerra contra los bárbaros, y por otra, de que granjearan justamente riquezas, trasladando a la Grecia la opulencia de sus naturales enemigos. Cuando todo estaba dispuesto y las tropas ya embarcadas, tuvo Cimón un sueño. Parecióle que una perra muy furiosa le ladraba, y que del ladrido salía una mezcla de voz humana que le decía:

Ve, que has de ser amigo mío
y de estos mis tiernos cachorrillos.

Siendo tan difícil y oscura esta visión, Astífilo Posidionata, que era adivino y muy conocido de Cimón, dijo que aquello significaba su muerte, explicándolo de esta manera: el perro es el enemigo de aquel a quien ladra, y de un enemigo nunca se hace uno mejor amigo que a la muerte; y la mezcla de la voz designa un enemigo medo, porque el ejército de los Medos se compone de Griegos y bárbaros. Después de este ensueño, estando él mismo sacrificando a Baco, dividió el sacerdote la víctima, y la sangre ya cuajada la fueron llevando poco a poco unas hormigas, y poniéndola pegada en el dedo grande del pie de Cimón, sin que esto se advirtiese por algún tiempo; pero, cabalmente al mismo echarlo de ver, vino el sacerdote mostrándole el hígado sin cabeza. Con todo, no pudiendo desentenderse de la expedición, siguió adelante, y enviando sesenta naves al Egipto navegó con todas las demás. Venció la armada del rey, compuesta de naves de la Cilicia y la Fenicia, ganó todas las ciudades de Chipre, amagando a las de Egipto, siendo su ánimo nada menos que de destruir todo el imperio del rey, mayormente después de haber entendido que era grande el poder y autoridad de Temístocles entre los bárbaros, y que había ofrecido al rey, al mover guerra a los Griegos, que él iría de general. Pero se dice que Temístocles, como desconfiase de poder salir bien en las cosas de los Griegos, y más todavía, de superar la dicha y esfuerzo y destreza de Cimón, se quitó a si mismo la vida. Preparados así por Cimón los principios de grandes combates, y manteniéndose con su escuadra a la inmediación de Chipre, envió mensajeros al templo de Amón, a inquirir del Dios cierto oráculo oscuro; pues nadie sabe determinadamente a qué fueron enviados. Ni tampoco el dios les dio oráculo alguno, sino que, al tiempo mismo de acercarse, mandó que regresaran los de la consulta, porque él tenía ya consigo a Cimón. Oyendo esto los mensajeros, bajaron al mar, y cuando llegaron al campo de los Griegos, que ya estaba en el Egipto, supieron que Cimón había muerto, y, computando los días que pasaron cerca del oráculo, reconocieron habérseles dado a entender la muerte del caudillo con decírseles que ya estaba con los dioses.

XIX.— Murió teniendo sitiado a Cicio, de enfermedad, según los más, aunque algunos dicen que fue de una herida que recibió combatiendo con los bárbaros. Al morir, encargó a sus subalternos que al punto volvieran a la patria, ocultando su fallecimiento; así sucedió que, no habiéndolo sabido ni los enemigos ni los aliados, hicieron con seguridad su regreso, acaudillados, como dice Fanodemo, por Cimón, que hacía treinta días estaba muerto.

Después que él falleció, ya nada de entidad se hizo contra los bárbaros por ninguno de los capitanes griegos, sino que, armados unos contra otros, por las instigaciones de los demagogos y de los fomentadores de discordias, sin que nadie se pusiera de por medio para contener sus manos, se despedazaron con guerras intestinas, dando respiración al rey en sus negocios y causando una indecible ruina en el poder de los Griegos. Ya más tarde, Agesilao, llevando sus armas al Asia, dio algún paso en la guerra contra los generales del rey, pero sin haber hecho nada grande o de importancia. Llamado otra vez, por disensiones y disturbios de los Griegos, que de nuevo sobrevinieron, se retiró, dejando a los exactores persas de los tributos en medio de las ciudades confederadas y amigas; cuando no se había visto que ni un mal correo ni un caballo se acercara a aquel mar ni a cuatrocientos estadios durante el mando de Cimón.

Haber sido sus despojos traídos al Ática lo atestiguan los sepulcros que aún hoy se llaman Cimóneos. También los Cicienses honran un sepulcro de Cimón, por haberles encargado el Dios en cierta hambre y esterilidad, según el orador Nausícrates, que no se olvidaran de Cimón, sino que le dieran culto y lo veneraran como un ser supremo. Tal fue el general griego.

LUCULO

I.— El abuelo de Luculo había obtenido la dignidad consular, y era tío suyo, por parte de madre, Metelo, el llamado Numídico; pero su padre había sido, condenado en causa de soborno, y su madre, Cecilia, estaba notada de vivir con poco recato. La primera obra por donde Luculo se dio a conocer, antes de pedir magistratura ninguna y antes de tomar parte en el gobierno, fue la de hacer juzgar al acusador de su padre, Servilio el augur, que había malversado los caudales públicos, acción que a todos los Romanos les mereció elogios, teniendo siempre en la boca aquel juicio como una muestra de virtud. En general, el hecho de acusar, aun sin particular motivo, no era entre ellos mal mirado, sino que se complacían en ver a los jóvenes perseguir a los malos como a las fieras los cachorros de buena casta. Excitó tanto la curiosidad aquella causa, que en fuerza del concurso hubo caídas y algunos heridos; pero Servilio fue absuelto.

Habíase ejercitado Luculo en hablar corrientemente ambas lenguas, griega y latina; así es que Sila, al escribir sus propios hechos, le dirigió la palabra, como a persona que sabía disponer y ordenar la Historia con mayor perfección; porque su pronto y buen decir no se limitaba al uso preciso, a la manera de quien el foro agita

Cual atún las ondas

y después, fuera de la plaza,

En seco muere con trabada lengua;

sino que siendo todavía joven había adquirido ya, atraído de su belleza, aquella educación esmerada que se llama liberal. De anciano, enteramente dedicó su ánimo, fatigado de tantas contiendas, al ejercicio y recreo de la filosofía, entregado a la investigación de la verdad, por haber dado de mano en oportuno tiempo a la ambición, a causa de su desavenencia con Pompeyo. Acerca de su afición a las letras se refiere, además de lo dicho, que siendo todavía mozo, con ocasión de cierta disputa que tuvo con el jurisconsulto Hortensio y el historiador Sisena, la que vino a hacerse un poco seria, se comprometió a escribir la Guerra Mársica, en verso o en prosa, en griego o en latín, según lo declarase la suerte, y parece que ésta determinó que fuera en prosa griega, pues que dura aún hoy su historia de la Guerra Mársica escrita en esta lengua.

Son muchas las pruebas que hay del amor que tenía a su hermano Marco; pero los Romanos conservan, sobre todo, la memoria de la primera; y es que, con ser él de más edad entre los dos, no quiso tomar parte solo en el gobierno, sino que esperó a que éste se hallara ya en sazón, y entonces ganó de tal manera la afición del pueblo, que juntos fueron nombrados ediles, sin embargo de que él se hallaba ausente.

II.— Era todavía joven al tiempo de la Guerra Mársica, y dio ya en ella muchos ejemplos de valor y de prudencia; pero las calidades que Sila apreciaba más en él eran su entereza y afabilidad; así, le empleó desde el principio en los negocios que pedían grande diligencia, de los cuales fue uno el cuidado de la moneda. Por tanto, él fue quien en la Guerra Mitridática acuñó la mayor parte, la cual de su nombre se llamó Luculeya, y por mucho tiempo se empleó en los continuos cambios de los soldados para proveerse de lo necesario. Después de esto, vencedor Sila por tierra en Atenas, como los enemigos le tuviesen cortado por el mar, en el que dominaban, y le interceptasen los víveres, llamó a Luculo del Egipto y la Libia, mandándole venir de allí con sus naves. Era esto en el rigor del invierno, y con tres barcas griegas y otras tantas galeras rodias de dos bancos se arrojó al gran mar por entre las naves enemigas que, por lo mismo que dominaban, discurrían libremente por todas partes; abordó, sin embargo, a Creta, la agregó a la república, y hallando a los de Cirene en estado de insurrección, con motivo de sus continuas tiranías y guerras, los sosegó y arregló su gobierno, trayéndoles a la memoria aquella sentencia de Platón, que fue una especie de profecía. Porque, rogándole, según es fama, que les dictase leyes y diese a su pueblo una forma de prudente y justo gobierno, les respondió que era muy difícil dar leyes a los Cireneos mientras estuviesen en tanta prosperidad, pues nada hay más indomable que un hombre engreído con su dicha, ni, a la inversa, nada más dócil que el abatido por la fortuna, que fue lo que entonces hizo a los Cireneos sumisos a su legislador Luculo.

De allí, volviendo a hacerse a la vela para Egipto, perdió la mayor parte de sus barcos, tomándoselos los piratas; mas él se salvó, y fue magníficamente recibido en Alejandría, porque le salió al encuentro toda la armada, adornada primorosamente, como se ejecuta cuando navega el rey; y Tolomeo, que era aún muy mozo, sobre manifestarle en todo el mayor aprecio, le dio habitación y cumplido hospedaje en su palacio, lo que nunca antes se había hecho con otro general extranjero que allí hubiese arribado. En cuanto a la comida y demás gastos, no se le dio lo que a los demás, sino el cuádruplo; de lo que él, sin embargo, no consumió más que lo preciso, ni recibió los presentes que se le enviaron, apreciados en ochenta talentos. Dícese que ni subió a Menfis ni vio ninguno de los prodigios tan admirables y celebrados del Egipto, diciendo que éstos eran espectáculos para gente desocupada y divertida y no para él, que había dejado a su emperador al raso, acampado en las mismas fortificaciones de los enemigos.

III.— Retiróse Tolomeo de la alianza, temeroso de tener que hacer la guerra; no obstante esto, le dio naves que le acompañasen hasta Chipre, y, saludándole y obsequiándole en él mismo puerto, le regaló una esmeralda engastada en oro, de las más raras y preciosas; y aunque al principio se negó a admitirla, haciéndole ver el Rey que estaba grabado en ella su retrato, temió rehusarla, no se creyera que se retiraba enteramente enemistado y se le persiguiese en el mar. En la misma navegación fue reuniendo gran número de naves de las ciudades litorales, a excepción de las de aquellos que estaban dados a la piratería; dirigióse a Chipre, y como allí se le asegurase que, hechos al mar los enemigos, le estaban esperando en los promontorios, retiró todas las lanchas y escribió a las ciudades, hablándoles de invernaderos y de víveres, como si allí hubiera de pasar la estación; mas, luego que tuvo viento, levantando áncoras, se hizo de repente a la vela, y navegando de día con los lienzos recogidos, y tendidos de noche, aportó salvo a Rodas. Proporcionándoles naves los Rodíos, persuadíó a los de Co y Gnido que, abandonando el partido del Rey, se le reuniesen para militar contra los de Samos. De Quío arrojó por sí mismo a las tropas del Rey y dio libertad a los Colofonios, apoderándose de Epígono, su tirano. Ocurrió por aquel mismo tiempo el que Mitridates abandonase a Pérgamo, reducido a arrinconarse en Pítane; y como allí le tuviese encerrado y sitiado Fimbria, puso toda su atención y consideración en el mar, juntando y enviando a llamar las diferentes escuadras que por todas partes tenía, desconfiado enteramente de poder combatir y venir a las manos con Fimbria, hombre de suyo arrojado y que se hallaba vencedor. Previólo éste, y hallándose sin armada envió mensajeros a Luculo, rogándole que viniera con su escuadra y le ayudara a acabar con el más enemigo de los reyes, no fuera que de entre las manos se le escapase a Roma Mitridates, último premio de tantos combates y trabajos, ya que él mismo se había venido a ellas y metido en el garlito; pues si se le cogiese, nadie tendría más parte en esta gloria que el que hubiera impedido su fuga y le hubiera echado mano al quererse escapar, y el vencimiento se atribuiría a entrambos, al uno por haberle lanzado de la tierra y al otro por haberle vedado el paso del mar, sin lo cual los tan celebrados triunfos conseguidos por Sila en Orcómeno y en Queronea no les merecerían a los Romanos consideración ninguna. Y en verdad que estas reflexiones eran muy puestas en razón, no habiendo nadie a quien se oculte que si entonces Luculo, que no se hallaba lejos, se hubiera prestado a los ruegos de Fimbria, y acudiendo con sus naves hubiera cerrado el puerto con su escuadra, habría tenido término aquella guerra y todos se habrían puesto fuera del alcance de infinitos males; pero, bien sea que antepusiese a todo bien privado y común el mantenerse fiel a Sila, o bien que no quisiese dar oídos a un hombre abominable como Fimbria, manchado por disputa de mando con la sangre de un general y amigo suyo, o bien, finalmente, que por disposición superior se hubiera reservado para sí a Mitridates, manteniendo en vida a este antagonista, lo cierto es que no condescendió. Así le proporcionó a Mitridates el poder evadirse por mar y burlarse de todo el poder de Fimbria, y él entonces lo primero que hizo fue batir y destrozar las naves del rey, que se habían aparecido en Lecto, promontorio de la Tróade; y después, viendo que Neoptólemo navegaba con mayor aparato por la parte de Ténedo, se adelantó allá él solo, montando una galera rodia de cinco órdenes, de la que era capitán Damágoras, hombre muy adicto a los Romanos y muy ejercitado en los combates navales. Movió Neoptólemo con grande ímpetu, y como diese orden al timonero de que dirigiera para un fuerte choque, temiendo Damágoras el peso de la nave real y la punta de su bronceado espolón, no se atrevió a oponérsele de proa, sino que, dando prontamente la vuelta, maniobró para que el choque fuese por la popa, con lo que el golpe que por aquella parte recibió fue sin daño alguno, por haber recaído en la parte de la nave metida en el agua. Llegaron en esto los suyos, y, dando orden Luculo para que su nave se volviese de frente, después de haber ejecutado hazañas dignas de memoria, obligó a huir a los enemigos y se puso en persecución de Neoptólemo.

IV.— Uniéndose desde allí con Sila en el Quersoneso, cuando ya éste se proponía regresar, le proporcionó un viaje seguro y transportes para el ejército. Como después de hechos los tratados y de retirado Mitridates al Ponto Euxino hubiese Sila impuesto al Asia veinte mil talentos. parece que fue para las ciudades un alivio de la severidad y aspereza de Sila el que en un encargo tan duro y desagradable se les mostrase Luculo no solamente íntegro y justo sino también afable y benigno. A los de Mitilena, que se habían pasado al otro partido, tenía determinado guardarles cierta consideración y que fuera suave el castigo por lo que habían hecho en favor de Mario; pero hallándolos irreducibles, marchó contra ellos, y venciéndolos en batalla los encerró dentro de sus murallas. Habíales puesto sitio; pero de día, y muy a su vista, navegó para Elea, y volviendo después sin ser visto ni advertido, se puso cerca de la ciudad en asechanza, y como los Mitileneos valiesen sin orden y sumamente confiados a apoderarsé de un campamento que suponían abandonado, cayendo sobre ellos hizo prisioneros a la mayor parte, y de los que se defendieron mató unos quinientos, habiendo sido seis mil los cautivos e inmenso el botín que les tomó.

Así, detenido en el Asia por una disposición al parecer divina para desempeñar estos encargos, ninguna parte tuvo en los muchos y diversos males con que Sila y Mario afligieron entonces a los habitantes de toda la Italia; sin embargo, no mereció a Sila menor aprecio que los demás de sus amigos, antes le dedicó por afecto, como hemos dicho, la obra de sus Comentarios, y al morir le nombró tutor de su hijo, no haciendo cuenta de Pompeyo, lo cual parece haber sido el primer motivo de desavenencia y de celos entre estos dos jóvenes, inflamados igualmente del deseo de gloria.

V.— Poco después de la muerte de Sila fue nombrado cónsul con Marco Cota en la Olimpíada ciento setenta y seis, y habiendo muchos que trataban de remover la Guerra Mitridática, dijo Marco que no estaba dormida, sino sondormida solamente; por lo cual, como en el sorteo de las provincias le hubiese cabido a Luculo la Galia Cisalpina, lo sintió vivamente, porque no podía ofrecer ocasión para grandes empresas. Mortificábale, sobre todo, que Pompeyo iba ganando en España una aventajada opinión, y podía tenerse por cierto que, si daba glorioso término a la guerra española, al punto se le nombraría general contra Mitridates. De aquí es que, pidiendo éste caudales, y escribiendo que si no se le facilitaban abandonaría a la España y a Sertorio, pasando a la Italia con todas sus fuerzas, Luculo contribuyó con el mayor empeño a que se le enviasen, para quitar aquel motivo de que volviese durante su consulado, no dudando de que en la ciudad todo estaría a su devoción si en ella se presentase con un ejército tan poderoso. Además de que Cetego, árbitro entonces del gobierno, no por otra causa, sino porque en cuanto hacía y decía no llevaba otra mira que la de complacer, estaba particularmente enemistado con Luculo, por cuanto éste había desacreditado su conducta, cubierta de amores inhonestos, de liviandad y de toda especie de desórdenes. A éste, pues, le hacía guerra abierta; a Lucio Quincio, otro de los demagogos declarado contra las providencias de Sila, que estaba dispuesto a turbar todo el orden establecido, ora mitigándole en particular y ora advirtiéndole en público, logró apartarle de aquel propósito, y sosegó su ambición manejando política y saludablemente el principio de un gravísimo mal.

VI.— Vino en esto la noticia de haber muerto Octavio, que gobernaba en la Cilicia, y siendo muchos los que aspiraban a aquella provincia, y que, por tanto, hacían la corte a Cetego, como que era el que había de tener el mayor influjo para conferirla, Luculo, por la Cilicia misma, no hubiera hecho gran diligencia; pero echando cuenta con que si la alcanzaba, hallándose cerca la Capadocia, ninguno otro sería enviado a la guerra contra Mitridates, no dejó piedra por mover para que no le fuese arrebatada por otro la provincia, y aun compelido de esta necesidad pasó contra todo su genio por una cosa nada decente ni laudable, aunque sí muy útil para su objeto. Había entonces una tal Precia de nombre, de las más celebradas en la ciudad por su belleza y cierta gracia, sin que en lo demás se diferenciase de las otras que ejercían su infame profesión. Solía valerse de los que la frecuentaban y tenían trato con ella para los negocios y solicitudes de sus amigos, con lo que, añadiendo a las demás dotes la de parecer buena y diligente amiga, alcanzó bastante influjo. Sobre todo, cuando logró atraer y tener por su amante a Cetego, que era el de más nombre y el que todo lo podía en la ciudad, entonces puede decirse que se pasó a ella todo el poder; porque nada se hacía en la república sin que Cetego lo dispusiese y sin que Precia lo obtuviera de Cetego. Ganándola, pues, Luculo con dádivas y agasajos —además de que para una mujer vana y orgullosa era ya grande premio el que la vieran interesada por Luculo—, tuvo ya éste a Cetego por su panegirista y por su agente para alcanzar la Cilicia. Una vez conseguida, ya no hubo menester para nada ni a Precia ni a Cetego, sino que todos a una pusieron en su mano la Guerra Mitridática, pensando que no había otro que pudiera administrarla mejor, por hallarse todavía Pompeyo enredado en la guerra con Sertorio, y no estar ya Metelo para tamaña empresa, a causa de su edad, que eran los dos únicos que podía tener Luculo por dignos rivales para aquel mando. Con todo, su colega Cota obtuvo, a fuerza de instancias, del Senado que se le enviara con una escuadra a defender la Propóntide y proteger la Bitinia.

VII.— Luculo, teniendo consigo una legión ya formada, partió con ella al Asia, donde se hizo cargo de las demás tropas que allí existían, las cuales todas estaban corrompidas con el regalo y la codicia; y además, las llamadas Fimbrianas, por la costumbre de la anarquía y el desorden, habían perdido enteramente la disciplina: porque estos mismos soldados eran los que con Fimbria habían dado muerte a Flaco, cónsul y general, y los que después habían puesto a Fimbria en manos de Sila: hombres insubordinados y violentos, aunque, por otra parte, buenos militares, sufridos y ejercitados en la guerra. Con todo, Luculo, en muy breve tiempo, supo contener la insolencia de éstos y traer a los otros al orden, pues, según parece, hasta entonces no habían servido bajo el mando de un verdadero general, sino que se les había lisonjeado y dejado hacer su gusto para mantenerlos en la milicia. Por lo que hace a los enemigos, su estado era el siguiente. Mitridates, a la manera de los sofistas, al principio ostentoso y hueco, se había presentado contra los Romanos con unas tropas endebles en sí, aunque brillantes y de gran pompa a la vista; pero, después de vencido y escarnecido con este escarmiento, cuando hubo de volver a la lid, ya ordenó y dispuso su ejército de manera que pudiera obrar y le fuese útil; porque, removiendo de él la muchedumbre indisciplinada de gentes, aquellas amenazas de los bárbaros hechas en diferentes lenguas, y el aparato de armas doradas y guarnecidas con piedras, más propias para ser despojo del enemigo que para fortalecer al que las lleva, adoptó la espada romana, entretejió escudos espesos y fuertes, cuidó más de que los caballos estuvieran ejercitados que de presentarlos galanos, y de este modo formó en falange romana ciento veinte mil infantes y diez y seis mil caballos, sin contar los cuatro de cada carro falcado, siendo éstos en número de ciento; con lo cual, y con hacer que las naves no estuvieran adornadas de pabellones de oro y de baños y cámaras deliciosas para mujeres, sino pertrechadas más bien de armas, de dardos y de toda especie de municiones, vino sobre la Bitinia, recibiéndole otra vez con gozo las ciudades; y no sólo éstas, sino el Asia toda, que había vuelto a experimentar los males pasados, por haberla tratado de un modo intolerable los exactores y alcabaleros romanos, a los cuales Luculo echó de allí más adelante como arpías que devoraban los mantenimientos, contentándose por entonces con procurar hacerlos más moderados a fuerza de amonestaciones, al mismo tiempo que sosegaba las inquietudes de los pueblos, pues, para decirlo así, no había uno que no anduviese agitado y revuelto.

VIII.— El tiempo que Luculo dedicaba a estos objetos túvole Cota por ocasión favorable para pelear con Mitridates, a lo que se preparó; y como por muchos se le anunciase que Luculo estaba ya de marcha con su ejército en la Frigia, pareciéndole que nada le faltaba para tener el triunfo entre las manos, a fin de que Luculo no participase de él, se apresuró a dar la batalla. Mas, derrotado a un mismo tiempo por tierra y por mar, habiendo perdido sesenta naves con todas sus tripulaciones y cuatro mil infantes, encerrado y sitiado en Calcedonia, tuvo que poner ya en Luculo su esperanza. Había quien incitaba a Luculo a que, sin hacer cuenta de Cota, fuera mucho más adelante, para tomar el reino de Mitridates mientras estaba indefenso; éste era, sobre todo, el lenguaje de los soldados, los cuales se indignaban, de que Cota no sólo se hubiera perdido a sí mismo por su mal consejo, sino que, además, les fuese a ellos un estorbo para vencer sin riesgo; pero arengándolos Luculo les dijo que más quería salvar del poder de los enemigos a un Romano que tomar todo cuanto pudieran tener aquellos. Asegurábale Arquelao, general, en la Beocia, de Mitridates, pero que después se había pasado a los Romanos y militaba con ellos, que con dejarse ver Luculo en el Ponto sería inmediatamente dueño de todo; mas respondióle que no había de ser él más tímido que los cazadores, para que, teniendo las fieras a la vista, se hubiera de ir a perseguir sus madrigueras; y en seguida se dirigió contra Mitridates con treinta mil infantes y dos mil quinientos caballos. Puesto ya a vista de los enemigos, admirado de su número, determinó evitar la batalla y ganar tiempo; pero, presentándosele Mario, general que había sido por Sertorio enviado desde España con tropas en auxilio de Mitridates, y provocándole, se mantuvo en orden como para dar batalla; y cuando apenas faltaba nada para trabarse el combate, de repente, sin mutación ninguna visible, se rasgó el aire y se vio un cuerpo grande, inflamado, caer entre ambos ejércitos, siendo en su figura semejante a una tinaja y en su color a la plata candente; lo que puso miedo a unos y a otros, y los separó. Dícese que este suceso ocurrió en la Frigia, en el sitio llamado Otrias. Luculo, reflexionando que no podía haber prevenciones ni riquezas que bastasen a mantener por largo tiempo tantos millares de hombres como Mitridates tenía reunidos, mandó que le trajesen a uno de los cautivos, y lo primero que supo de él fue cuántos camaradas eran en su tienda, y después cuántos víveres había dejado en ella; luego que les respondió, hizo que se retirara, y del mismo modo mandó comparecer al segundo y tercero, etc. Multiplicando luego la cantidad de provisiones por el número de los que las consumían, halló que a los enemigos no les quedaban víveres más que para tres o cuatro días, por lo cual resolvió con más justa razón ir dando tiempo, y acopló en su campamento cuantos víveres pudo recoger, para acechar, estando él sobrado, el momento de escasez en los enemigos.

IX.— En esto, Mitridates armó lazos a los de Cícico, maltratados ya de la batalla de Calcedonia, en la que habían perdido trece mil hombres y diez naves; mas queriendo que no lo entendiese Luculo, movió después de la cena, una noche oscura y lluviosa, y se apresuró a poner su campamento, al rayar el día, enfrente de la ciudad, junto al monte de Adrastea. Habiéndolo llegado a saber Luculo, fue en su seguimiento, y teniéndose por contento con no dar desapercibido en manos de los enemigos, fijó sus reales en un territorio llamado Tracia, y en sitio perfectamente puesto respecto de los caminos y pueblos por donde y de donde necesariamente había de surtirse de víveres Mitridates. Por tanto, comprendiendo ya en su ánimo lo que había de suceder, no usó de reserva con sus soldados, sino que, acabado de establecer el campamento, y fenecidas las obras, los reunió sin dilación, y, arengándoles, les anunció con grande regocijo que en breves días, sin necesidad de derramar sangre, les daría la victoria.

Mitridates, poniendo por tierra en derredor de Cícico diez campamentos y cerrando por la mar con naves el estrecho que separa la ciudad del continente, sitiaba por una y otra parte a los habitantes, alentados y resueltos, por todo lo demás, a sufrir los mayores trabajos por amor de los Romanos, y solamente inquietos por no saber dónde paraba Luculo, y eso que le tenían al frente y bien a la vista; pero los de Mitridates los engañaron, porque, mostrándoles a los Romanos, que tenían ocupadas las alturas, «¿Veis aquellos? —les dijeron—. Pues es el ejército de los Armenios y los Medos, enviado por Tigranes a Mitridates para darle auxilio». Sobrecogiéronse entonces al ver sobre sí tan formidable aparato de guerra, perdiendo hasta la esperanza de que, aun cuando sobreviniese Luculo, le quedara lugar por donde socorrerlos. Con todo, Arquelao les envió a Demonacte, y éste fue el primero que les anunció hallarse a la vista de Luculo. No queriendo darle crédito, por parecerles que aquella noticia la había inventado para no dejarlos sin algún consuelo, llegó oportunamente un joven que, estando cautivo, había podido fugarse. Preguntáronle donde estaba Luculo, y él se echó a reír, creyendo que se burlaban; mas cuando vio que iba de veras, les mostró con el dedo el campamento de los Romanos, con lo que nuevamente cobraron ánimo. Al mismo tiempo, estando la laguna Dascilítide llena de lanchas bastante capaces, hizo Luculo traer una a la orilla, y tirándola después con un carro hasta el mar, colocó en ella cuantos soldados cupieron, y haciendo éstos la travesía de noche, entraron en la ciudad sin que se enterasen los enemigos.

X.— Hasta con prodigios fueron los de Cícico alentados por los dioses, como complaciéndose de su valor, habiendo ocurrido, entre otros, el de que, venida la fiesta de Prosérpina, les faltaba para el sacrificio la vaca negra, y formando una de harina, la pusieron sobre el ara; pero la vaca sagrada, que se había criado destinada para la Diosa, y que con los demás ganados de los de Cícico estaba pastando a la parte de afuera, en aquel mismo día, separándose de la manada, se fue corriendo sola a la ciudad y se presentó por sí misma al sacrificio. Aparecióse asimismo la Diosa entre sueños a Aristágoras, escriba público, y «yo también vengo —le dijo—, trayendo al flautista Áfrico contra el trompetero Póntico; di, pues, a los ciudadanos que tengan ánimo». Maravilláronse los Cicicenos del aviso, y al amanecer se mostró ya el mar alterado, levantándose un viento incierto. A su primer soplo, las máquinas del Rey, obras admirables del tesalio Nicónidas, arrimadas a los muros, con la agitación y el ruido anunciaron lo que iba a suceder; y luego, dominando un austro de una fuerza increíble, en un momento destrozó todas las demás máquinas, y con el sacudimiento hizo también pedazos una torre que había de madera. En Ilio se refiere haber sido Atena vista por muchos entre sueños, cubierta de sudor y rasgado el peplo, diciendo que entonces mismo venía de ayudar a los Cicicenos, y los Ilienses mostraban una columna que contenía los decretos e inscripciones relativas a este asunto.

XI.— A Mitridates, mientras que, fascinado por sus generales, no echó de ver el hambre que afligía a su ejército, le mortificaba el que los Cicicenos fuesen esquivando los efectos del sitio; pero después, repentinamente, decayó de su ambición y de su orgullo cuando se enteró de las privaciones de sus soldados, que llevaban hasta el extremo de comer carne humana; porque Luculo no hacía la guerra galanamente y por ostentación, sino como dice el proverbio, encaminándola al vientre, y poniendo el mayor esmero en que por ninguna vía pudiera llegarles víveres. Hallábase éste ocupado en sitiar una fortaleza, y como se apresurase Mitridates a aprovechar la ocasión, y enviase a la Bitinia casi todos los de caballería con los trenes, y de la infantería los inutilizados, llegándolo a entender Luculo, regresó en aquella misma noche al campamento; y a la mañana, sin embargo de hacer muy mal día, llevando consigo diez cohortes y la caballería, se puso en su persecución, mojándose y con gran incomodidad, tanto, que muchos de los soldados, cediendo al frío, se le quedaron por el camino; pero con los otros alcanzó a los enemigos en las inmediaciones del río Ríndaco, y causó en ellos tal destrozo, que las mujeres que habían acudido de Apolonia saquearon el bagaje y despojaron a los muertos. Siendo éstos muchos, como se deja conocer, tomó seis mil caballos e innumerable muchedumbre de acémilas, cautivando todavía quince mil hombres, y a todos éstos los presentó delante del campamento de los enemigos. No puedo menos de maravillarme de que diga Salustio que entonces vieron los Romanos camellos por la primera vez, no considerando que ya antes los habían de haber visto los que con Escipión vencieron a Antíoco y los que recientemente habían combatido con Arquelao junto a Orcómeno y Queronea.

Teniendo además Mitridates determinado huir con precipitación, procuraba poner a Luculo estorbos y dilaciones a la espalda, para lo que despachó a Aristonico, prefecto de la escuadra, al mar de Grecia; pero en el mismo momento de hacerse a la vela se apoderó de él Luculo y de diez mil áureos que llevaba consigo, con el objeto de sobornar alguna parte del ejército romano. En tanto, Mitridates huyó hacia el mar y los generales conducían el ejército; mas sorprendiólos también Luculo junto al río Granico, y cautivó la mayor parte, habiendo dado muerte a unos veinte mil. Dícese, pues, que de tantos millares de hombres como habían venido, así de los de guerra como de las demás clases, fueron muy cerca de trescientos mil los que perecieron.

XII.— Luculo lo primero que hizo fue dirigirse a Cícico, donde gozó el placer y buen recibimiento que era consiguiente; y después, para reforzar su armada, recorrió el Helesponto. Llegado a la Tróade, se albergó en el templó de Afrodita, y aquella noche, después de recogido, le pareció tener presente a la diosa y que le decía:

Iracundo león, ¿tú estás dormido
cuando tan cerca tienes a los ciervos?

Levantándose, pues, y convocando a sus amigos todavía de noche, les refirió su sueño. Al propio tiempo llegaron unos de Ilión, dándole aviso de haberse dejado ver trece galeras de cinco órdenes de las del Rey hacía el puerto de los Griegos, que se encaminaban a Lemno. Hízose sin dilación al mar y las tomó, dando muerte a Isidoro, su comandante, y en seguida fue en persecución de los demás jefes. Hallábanse sus naves ancladas, y, remolcándolas hacía tierra, peleaban desde cubierta, causando gran daño a las de Luculo, porque el lugar no permitía envolver a las de los enemigos ni tampoco combatirlas de cerca con naves a flote, mientras que éstas estaban pegadas a tierra y bien aseguradas. Con todo, por la única parte de la isla por donde había paso, aunque difícil, destacó algunas tropas escogidas, las cuales, cayendo por la espalda sobre los enemigos, a unos les dieron muerte y a otros les precisaron a cortar los cables para huir de la tierra; pero, chocando unas naves con otras, vinieron a meterse entre las de Luculo; así, fueron muchos los que perecieron y con los cautivos fue traído uno de los generales llamado Mario. Era tuerto, y se había dado desde luego la orden a los que navegaban al mando de Luculo de que no quitaran la vida a ningún tuerto, a fin de que recibieran una muerte llena de ignominia y afrenta.

XIII.— Desembarazado de este incidente, se apresuró a ir en persecución del Mismo Mitridates, porque esperaba encontrarlo en la Bitinia, detenido por Voconio, a quien él había enviado hacia Nicomedia con algunas naves para molestarle en su fuga; pero Voconio se había retrasado en Samotracia, con motivo de iniciarse y celebrar los misterios, y a Mitridates, que navegaba con su armada y se daba priesa por llegar al Ponto antes que volviese Luculo, le sobrecogió una terrible tormenta, con la que unas naves se le desaparecieron y otras se le fueron a pique. Toda la costa se vio por muchos días cubierta de despojos navales, arrojados a la orilla por las olas; y como el transporte en que él mismo navegaba no pudiese ser traído a tierra por los pilotos, a causa de la gran borrasca y de estar las olas tan enfurecidas, ni tampoco aguantar en el mar, por ser muy pesado y hacer agua, trasladóse a un buque de los de corso, y poniendo su persona a merced de los piratas, por un modo increíble y extraño llegó salvo a Heraclea de Ponto. No le salió, pues, mal a Luculo la jactancia de que usó ante el Senado, porque habiendo decretado éste que con tres mil talentos se dispusiese la armada para aquella guerra, se opuso a ello, mandando cartas en que se gloriaba de que sin tantos gastos y preparativos arrojaría del mar a Mitridates con solas las naves de los aliados; lo que así cumplió con el auxilio de los Dioses, porque se dice haber sido para los del Ponto aquella tormenta castigo de Ártemis Priapina, por haber saqueado su templo y robado su imagen.

XIV.— Aconsejaban muchos a Luculo que dilatase la guerra; pero, no dándoles oídos, marchó por la Bitinia y la Galacia hacia la tierra del rey, tan desprovisto al principio de víveres, que le seguían treinta mil Gálatas, llevando cada uno una fanega de trigo al hombro; mas yendo adelante y apoderándose de todo terreno, llegó a ser tal la abundancia, que en el campamento se compraba un buey por un dracma y un esclavo por cuatro; y no teniendo todo el demás botín en ningún precio, unos lo abandonaban y otros lo destruían, pues no podía haber permutas cuando todos estaban sobrados. Mas como ninguna otra cosa hiciesen que correr y devastar el país hasta Temiscira y las regiones del Termodonte, culpaban a Luculo de que se le iban entregando las ciudades y de que, como no tomaba ninguna a viva fuerza, los privaba de poder utilizarse con el saqueo, «porque ahora —decían—, haciéndonos pasar de largo junto a Amiso, ciudad opulenta y rica, que no era grande obra el tomarla si alguno le pusiera sitio, nos conduce a los desiertos de los Tibarenos y los Caldeos, a hacer la guerra a Mitridates». Pero en estas cosas no hacía alto Luculo ni le merecían atención, porque no creía que los soldados se propasasen al extremo de locura que después se vio, y sólo daba razón de su conducta a los que le acusaban de morosidad por detenerse tanto tiempo en ciudades y lugares de ninguna consideración, dejando que entretanto se acrecentara el poder de Mitridates. «Justamente —les decía— es esto lo que yo quiero, y de intento me detengo en este país, dando lugar a que aquel se engrandezca de nuevo y reúna una fuerza respetable, para que así aguarde y no huya a nuestra llegada. ¿Acaso no veis cómo ha dejado en pos de sí, sin vestigio ninguno, unos vastísimos desiertos? Pues ya cerca de aquí está el Cáucaso y otros muchos montes espesísimos, capaces de contener y ocultar millares de reyes que hagan la guerra de montaña. De los Cabirios son bien pocas las jornadas que hay hasta la Armenia, y en ésta tiene su residencia Tigranes, rey de reyes, con tan poderosas fuerzas, que con ellas repele a los Partos del Asia, traslada ciudades griegas a la Media y se deshace de los reyes que vienen de Seleuco, llevándose robadas sus hijas y sus mujeres. Pues con éste tiene deudo Mitridates, como que es su yerno; por tanto, no es de creer que si le suplica lo abandone, sino que nos moverá la guerra; y si nos empeñamos en perseguir a Mitridates, corre peligro que traigamos sobre nosotros a Tigranes, que ya hace tiempo anda buscando motivos, y aprovechará este que se le presenta de verse en la precisión de auxiliar a uno que es rey y su pariente. ¿Pues por qué hemos de ser nosotros los que lo preparemos y los que enseñemos a Mitridates, que no lo advierte, quiénes son aquellos con quienes ha de venir a combatirnos? ¿Por qué cuando él no piensa en ello le hemos de precisar a echarse en brazos de Tigranes? ¿No es mejor que le demos tiempo para que se robustezca y refuerce con los suyos, viniéndonos a hacer la guerra con los Colcos, Tibarenos y Capadocios, a quienes hemos vencido muchas veces, que no con los Medos y los Armenios?».

XV.— Discurriendo de esta manera Luculo, se detuvo a la vista de Amiso, poniéndole remisamente sitio; y después de pasado el invierno, dejando a Murena para continuar aquel, marchó contra Mitridates, que se había situado en los Cabirios, y pensaba ser ya superior a los Romanos, por haber reunido bastantes fuerzas, consistentes en cuarenta mil infantes y cuatro mil caballos, que era en los que principalmente tenía su confianza; pasando, pues, el río Lico, provocaba a los Romanos a descender a la llanura. Trabóse un combate de caballería, en el que éstos dieron a huir, habiendo quedado prisionero, a causa de hallarse herido, Pomponio, varón muy principal, que fue llevado ante Mitridates muy mal parado de sus heridas; y como le preguntase el rey si dejándole ir salvo sería su amigo, «Sí —le respondió— como hagas la paz con los Romanos; pero si no, enemigo», de lo que, admirado Mitridates, ningún daño le hizo.

Llegó Luculo a temer del terreno llano, por ser los enemigos superiores en caballería, y repugnando marchar por las alturas, a causa de que el camino era largo, montuoso y sumamente áspero, hizo la casualidad que fuesen cogidos prisioneros unos Griegos al tiempo de ir a refugiarse en una cueva; y el más anciano de ellos, llamado Artemidoro, prometió a Luculo conducirle donde pusiera su campo en lugar seguro, guarnecido con una fortaleza situada precisamente encima de los Cabirios. Dióle crédito Luculo, y a la noche se puso en marcha, después de encendidos los fuegos: pasó los desfiladeros sin riesgo y ocupó el puesto, apareciéndose a la mañana siguiente sobre la cabeza de los enemigos, y colocado su ejército en un sitio que si quería pelear le daba facilidad para ello y si no quería le ponía a cubierto de ser violentado.

Ninguno de los dos estaba por entonces en ánimo de venir a las manos; pero se dice que, yendo los del rey en persecución de un ciervo, les salieron al encuentro para cortarlos algunos Romanos, y que con esto trabaron pelea, acudiendo continuamente muchos de una y otra parte. Vencieron por fin los del rey, y viendo los Romanos desde las trincheras la fuga de los suyos, llenos de pesar, corrieron a dar parte a Luculo, rogándole que los condujese y que los formase para batalla. Mas él, queriendo hacerles ver de cuánta importancia es en medio de los combates y de los peligros la vista y la presencia de un general prudente, dándoles orden de que esperaran sin moverse, bajó a la llanura, y puesto ante los primeros que huían, les mandó detenerse y volver con él. Obedeciéronle, y deteniéndose asimismo e incorporándoseles los demás, con muy poco trabajo rechazaron a los enemigos, persiguiéndolos hasta su campamento. A la vuelta impuso Luculo a los fugitivos el afrentoso castigo establecido por ley, haciéndoles cavar con las túnicas desceñidas un foso de doce pies, a vista y presencia de todos sus camaradas.

XVI.— Había en el ejército de Mitridates un hombre de grande autoridad, llamado Oltaco, perteneciente a la nación bárbara de los Dándaros, una de las que habitan junto a la laguna Meotis. Era este Oltaco excelente para todo lo que en la guerra pide valor y determinación, prudente y avisado en los negocios arduos y además afable y complaciente en su trato. Como tuviese, pues, competencia y emulación de privanza con otro de su misma gente, ofreció a Mitridates un servicio señalado, cual era el de dar muerte a Luculo. Aplaudióle el Rey, y como de intento le diese algunos motivos de fingido enojo y desabrimiento, partió para el campo de los Romanos, donde fue de Luculo benignamente recibido, porque había de él grande noticia en el ejército, y haciéndose lugar casi desde su llegada en el ánimo de aquel con su diligencia y esmero, continuamente lo tenía a su mesa y se valía de su consejo. Cuando le pareció al Dándaro que ya era llegada la ocasión, mandó a sus asistentes que le sacaran el caballo fuera del campamento, y él, siendo la hora del mediodía, en que los soldados descansaban y hacían siesta, se dirigió a la tienda del general, bien persuadido de que nadie estorbaría el paso a un hombre de confianza que aparentaba tener que comunicarle un asunto de grande entidad y urgencia. La entrada fue sin tropiezo, y el lance hubiera sido cual podía desearle si el sueño, que a tantos generales ha perdido, no hubiera salvado a Luculo; porque casualmente estaba durmiendo, y Menedemo, uno de los que hacían la guardia, que se hallaba en la misma puerta, anunció a Oltaco que llegaba a mal tiempo, pues hacía muy poco que Luculo, después de tantas vigilias y trabajos, se había entregado al descanso; y como no se retirase a su orden, sino que dijese serle forzoso entrar, porque quería hablar de un negocio grave y urgente, enfadado Menedemo, y replicando que nada había más urgente que salvar a Luculo, le echó de allí a empujones. Entró con esto en miedo, y saliendo del campamento montó en su caballo y se volvió al ejército de Mitridates, sin poner por obra su designio. ¡Tan grande es el poder de la oportunidad para sanar y para dañar, no menos en los negocios que en los medicamentos!

XVII.— Fue después de esto enviado Sornacio, con diez cohortes, a hacer acopio de víveres, y viéndose perseguido por Menandro, uno de los legados del rey, le hizo frente, y trabando combate, ahuyentó a los enemigos, causándoles grandísimo daño. Mandóse de allí a poco con el mismo objeto a Adriano, llevando a su disposición bastantes fuerzas, para que pudiera hacer abundante provisión; y Mitridates, que no dejó de enterarse, envió a Menémaco y a Mirón, comandantes de considerable número de infantes y caballos; y a excepción de dos, todos, según se dice, fueron muertos por los Romanos, pérdida que procuró ocultar Mitridates, dando a entender que no había sido de tanta entidad, sino ligera y debida a la impericia de sus generales; pero Adriano pasó vanaglorioso por delante del campamento con muchos carros cargados de bastimentos y de despojos, lo que en aquel produjo desaliento y en los soldados temor y confusión. Determinóse, por tanto, no aguardar allí más tiempo, y los de la familia del rey se adelantaron a querer enviar cómodamente sus efectos y equipajes, impidiéndoselo a los demás; pero, inquietos éstos, los atropellaron en la misma salida y saquearon los equipajes, dándoles a ellos muerte. Allí el general Dorilao, que no tenía sobre sí otra cosa de algún precio que la púrpura, pereció por quitársela, y el sacrificador Hermeo fue pisoteado en el recinto de la puerta. El mismo Mitridates, no habiéndole quedado ni sirviente ni palafrenero alguno, tuvo que salir del campamento mezclado con la muchedumbre, sin tener ni uno siquiera de sus caballos; y sólo habiéndole visto al cabo de tiempo, cuando así era arrebatado por el torrente de aquel tropel, uno de sus eunucos, llamado Tolomeo, que tenía caballo, echó pie a tierra y se lo cedió. Porque ya los Romanos le alcanzaban, siguiéndole de cerca, y por la priesa no habrían dejado de cautivarle, yendo ya casi a echarle mano; pero la codicia y el ansía propia de los soldados quitó a los Romanos una presa, tras la que andaban largo tiempo había, sufriendo por ella mucho combates y peligros, y a Luculo le privó del verdadero premio de su victoria, pues cuando ya tenían a la vista y estaban para llegar al caballo que le conducía, presentándoseles una de las acémilas que iban cargadas de oro, o porque el Rey de intento la pusiese delante a los que le perseguían, o porque la casualidad lo hiciese, detenidos a saquear y robar el oro, altercando unos con otros, con este incidente se atrasaron. Ni fue éste sólo el daño que en aquella ocasión se originó a Luculo de la avaricia de los soldados, sino que, habiendo sido apresado el secretario íntimo del rey, Calístrato, les dio orden de que se lo llevasen; y los que le llevaban, habiendo entendido que tenía en el ceñidor quinientos áureos, le quitaron la vida; y aun tuvo, sin embargo, que condescender con que saquearan el campamento.

XVIII.— Tomó los Cabirios y otras muchas fortalezas, habiendo descubierto grandes tesoros y los calabozos donde estaban presos muchos Griegos y muchas personas de la familia real, a los que, teniéndose por muertos, la magnanimidad de Luculo no les dio sólo salud, sino resurrección en cierta manera y un segundo nacimiento. Fue al mismo tiempo cautivada Nisa, hermana de Mitridates, habiendo estado su salvación en su cautiverio; pues las otras hermanas y las mujeres, que parecían estar más distantes del peligro y con seguridad en Farnacia, perecieron lastimosamente, por haber enviado Mitridates contra ellas desde su fuga al eunuco Báquides. Entre otras muchas se hallaban dos hermanas del rey, Roxana y Estatira, solteras en la edad de cuarenta años, y dos de sus mujeres, jonias de origen, Berecine de Quío y Mónima de Mileto. Era grande la fama de ésta entre los Griegos, porque, solicitándola el rey y enviándole de regalo quince mil áureos, no se dejó vencer hasta que se hicieron los contratos matrimoniales y remitiéndole éste la diadema la declaró reina. Había, sin embargo, pasado su vida en grande amargura, y se lamentaba de su belleza, porque en lugar de marido le había ganado un déspota, y en lugar de matrimonio y casa, la fortaleza de un bárbaro; y llevada lejos de la Grecia, los bienes esperados no eran más que un sueño y de aquellos verdaderos estaba careciendo. Llegado, pues, Báquides, como les intimase la orden de morir del modo que a cada una le pareciese más fácil y menos doloroso, quitándo se la diadema de la cabeza, se la ató al cuello y se colgó de ella; pero habiéndosele roto inmediatamente, «¡Maldito arrapiezo —dijo—, que ni siquiera para esto me has valido!»; y después de haberla escupido y arrojádola al suelo alargó el cuello a Báquides. Berenice tomó en la mano una taza de veneno, y pidiéndole su madre, que se hallaba presente, la partiese con ella, se la alargó y bebieron ambas. La fuerza del veneno fue bastante para el cuerpo más flaco, pero no acabó con Berenice, que para su constitución no había bebido bastante, y como luchase largo rato con las ansias de la muerte, tomó Báquides por su cuenta el ahogarla. De las hermanas solteras se dice que la una bebió el veneno después de haber proferido mil imprecaciones y dicterios, y que la otra no pronunció ni una palabra injuriosa ni nada que desdijese de su origen, sino que más bien elogió a su hermano, porque en medio de sus peligros propios no las había olvidado, y antes había cuidado de que muriesen libres y sin sufrir afrentas. Todas estas cosas fueron de sumo disgusto a Luculo, que era de humana y benigna condición.

XIX.— Continuando en la persecución, llegó hasta Talauros; pero llevándole cuatro días de ventaja Mitridates, que se retiraba a la Armenia, acogiéndose a Tigranes, hubo de retroceder, y habiendo vencido a los Caldeos y Tibarenos, tomó la Armenia menor, sometió otras fortalezas y ciudades, y enviando a Apio, en legación, a Tigranes, para reclamar a Mitridates, se encaminó a Amiso, que todavía permanecía cercada. Era la causa de esta dilación el general Calímaco, que, con sus conocimientos en la maquinaria y con todas las habilidades y estratagemas que admite un sitio, daba mucho en que entender a los Romanos, de lo que más adelante tuvo su merecido. Por entonces, burlado a su vez por Luculo, que en la hora en que los soldados solicitan retirarse y descansar dio repentinamente el asalto y tomó alguna parte, aunque no grande, de la muralla, salió de la ciudad, poniéndole fuego, bien fuese con la mira de que no sacasen de ella utilidad alguna los Romanos, o bien con la de facilitar más su fuga, pues lo cierto es que nadie hizo alto en los que por el mar se retiraban. Cuando ya la llama se veía discurrir en globos por el muro, y los soldados se aparejaban al saqueo, Luculo, lamentándose de la ruina de la ciudad, clamaba desde afuera por auxilio contra el incendio y exhortaba a que lo apagasen; pero de nadie era escuchado, porque todos estaban entregados a buscar en qué cebar la codicia y agitaban las armas con grande vocerío; tanto, que, violentado de este modo, hubo de condescender con su deseo, por si así libertaría a la ciudad del incendio; mas ellos hicieron todo lo contrario: pues mientras todo lo registran con hachas, llevando fuego por todas partes, quemaron las más de las casas; de manera que, entrando Luculo a la mañana siguiente, se echó a llorar, hablando así a sus amigos: «Muchas veces consideré la felicidad de Sila; pero hoy es cuando principalmente admiro su buena dicha; pues queriendo salvar a Atenas, fue bastante poderoso para conseguirlo; y yo, cuando deseaba aquí imitarle, algún mal Genio me ha hecho incurrir en la mala opinión de Mumio». Esforzóse, sin embargo, en reparar la ciudad de aquella calamidad; por un feliz acaso, una lluvia que sobrevino al tiempo mismo de ser tomada apagó el incendio: y él, sin salir de allí, reedificó el mayor número de casas arruinadas, dio acogida a los Amisenos que habían huído y establecimiento a los demás Griegos que quisieron acudir, señalándoles un término de ciento veinte estadios. Era esta ciudad colonia de los Atenienses, fundada en aquellos felices tiempos en que floreció su poder, teniendo el dominio del mar; y aun por esto, muchos, huyendo de la tiranía de Aristón, trasladándose allá por mar, fijaron en ella su residencia, sucediéndoles que, por evitar los males propios, tuvieron que sufrir los ajenos. De éstos, pues, a los que quedaron salvos los visitó Luculo decentemente, y dando a cada uno doscientos denarios los restituyó a su casa. Fue también cautivado en aquella ocasión Tiranión el gramático; pidióle Murena, y habiéndole sido entregado, le dio libertad, usando iliberalmente de aquel don: pues no entraba en la idea ni en la voluntad de Luculo que un hombre codiciado por su saber fuese hecho esclavo, primero, y después, libre porque, realmente, aquel no fue acto de darle la libertad, sino de quitársela. Bien que no es ésta la única vez en que Murena se mostró muy distante, de la delicadeza y pundonor de su general.

XX.— Dirigióse entonces Luculo a las ciudades de Asia, para hacer, mientras se hallaba desocupado de los negocios militares, que participasen de la justicia y de las leyes; beneficios de los que los increíbles e inexplicables infortunios pasados habían privado por largo tiempo a la provincia, saqueada y esclavizada por los alcabaleros y logreros, que reducían a los naturales al extremo de vender en particular a los hijos de buena figura y a las hijas doncellas, y en común, las ofrendas, las pinturas y las estatuas sagradas, y ellos, al fin, venían a sufrir la suerte de ser entregados por esclavos a los acreedores. Y lo que a esto precedía, los pies de amigo, los encierros, los potros, las estancias a la inclemencia, en el verano al sol y en el invierno al frío, entre el barro y el hielo, era todavía más duro e insoportable; de manera que la esclavitud, en su comparación, era paz y alivio de miserias. Observando, pues, Luculo estos males en las ciudades, en breve tiempo libertó de ellos a los que los experimentaban; en primer lugar, mando que ninguna usura pasase del uno por ciento, en segundo, dio por acabadas las que habían llegado a exceder el capital, y en tercero, que fue lo más importante, dispuso que el prestamista disfrutase la cuarta parte de las rentas del deudor, y a aquel que incorporaba las usuras con el capital lo privó de todo; de manera que en el breve tiempo de cuatro años se extinguieron todos los créditos y las posesiones quedaron libres a sus dueños. Eran éstas deudas públicas, y provenían de los veinte mil talentos en que Sila multó al Asia; el duplo, pues de esta cantidad fue el que se pagó a los acreedores, que con las usuras la habían ya hecho subir a la suma de ciento veinte mil talentos. Estos, pues, como si les hubiese hecho el mayor agravio, clamaban en Roma contra Luculo, y con dinero concitaron contra él a muchos de los demagogos, siendo gente de gran poder, y que tenían a su devoción a muchos de los que mandaban; pero, con todo, Luculo no solamente se ganó el amor de los pueblos a quienes hizo beneficios, sino que era deseado de las demás provincias, que tenían por felices a aquellas a quienes había cabido la suerte de tal gobernador.

XXI.— Apio Clodio, el enviado en legación a Tigranes, que era hermano de la mujer con quien entonces estaba casado Luculo, al principio fue conducido por los guías del rey por la tierra alta, siguiendo un camino de muchos días, que hacía grandes y no necesarios rodeos, hasta que, mostrándole uno de sus libertos, giró de nación, otro camino derecho, se apartó de aquel primero, largo y torcido, despidiendo a los conductores regios; con lo que en breves días se puso al otro lado del Eufrates, y llegó a Antioquía la de Dafne. Mandósele que esperara a Tigranes, porque se hallaba ausente, ocupado en subyugar algunas ciudades de la Fenicia, y él en tanto ganó a algunos de los grandes, que de mala gana obedecían a un armenio, siendo uno de ellos Zarbieno, rey de Gordiena; y a muchas ciudades de las sojuzgadas, que reservadamente le enviaron mensajeros, les ofreció el auxilio de Luculo, encargándoles que por entonces disimulasen y se estuviesen quedas. Porque a los Griegos no era tolerable, sino más bien duro y molesto, el imperio de los Armenios, y, sobre todo, el del rey, cuyo orgullo y altanería no tenía límites, pareciéndole que todo cuanto bueno apetecen y admiran los hombres, o dimanaba de él, o por consideración suya lo disfrutaban; pues habiendo empezado por esperanzas muy pequeñas y de ninguna importancia, había sujetado muchas gentes había humillado más que otro alguno el poder de los Persas y había llenado de griegos la Mesopotamia, sacando desterrados a muchos, ora de la Cilicia y ora de la Capadocia. Movió también de sus asientos a los Árabes Escenitas, trasplantándolos y estableciéndolos cerca de su residencia, para hacer por medio de ellos el comercio. Los reyes que le servían eran muchos, y a cuatro los tenía siempre cerca de sí como pajes o escuderos, los cuales, cuando iba a caballo, corrían a su lado a pie con solas las túnicas, y cuando se sentaba a dar audiencia se colocaban junto a su trono, teniendo plegadas una con otra las manos, postura que, entre todas, parece ser la más característica de la servidumbre, como de hombres que abdican la libertad y se muestran más dispuestos a obedecer que a obrar. Mas a Apio nada le impuso ni le causó admiración aquella ostentación teatral, sino que, apenas fue admitido a la audiencia le dijo sin rodeos que el objeto de su misión era reclamar a Mitridates, debido a los triunfos de Luculo, o intimar a Tigranes la guerra; de manera que, por más que éste afectó serenidad y sonrisa en el semblante para oír el mensaje, todos echaron de ver que le había inmutado el desenfado de aquel joven, quizá porque no había escuchado otra palabra libre en veinticinco años, pues otros tantos llevaba de reinar o más bien de tiranizar y oprimir. Respondióle, pues, que no entregaba a Mitridates, y se defendería de los Romanos, autores de aquella guerra. Ofendido de Luculo porque en la carta le llamó rey solamente, y no rey de reyes, en la respuesta no le dio tampoco el título de Emperador. Envió, sin embargo, a Apio presentes de gran valor, y como no los recibiese, le envió todavía otros mayores, de los cuales Apio, por que no pareciese que por enemistad los desdeñaba, tomó solamente una taza, volviéndole los demás, y a toda prisa partió en busca del general.

XXII.— Tigranes, al principio, ni siquiera se dignó de ver a Mitridates, ni de admitirle a su audiencia, con ser un deudo suyo, despojado de tan poderoso reino, si no que le trató con ignominia y desprecio, teniéndole como en custodia en un país pantanoso y malsano; entonces, por el contrario, le envió a llamar con aprecio y benevolencia; y teniendo ambos conferencias secretas en el palacio, de los celos y sospechas que mutuamente se habían dado el uno al otro se descargaron sobre sus amigos, atribuyéndoles a éstos la culpa. Era uno de ellos Metrodoro Escepsio, varón elocuente, de grande instrucción, y que había llegado a tal grado de amistad que comúnmente se le daba el nombre de padre del rey, y habiendo sido, a lo que parece, enviado de embajador por Mitridates para rogar a Tigranes le auxiliase contra los Romanos, preguntóle éste: «Y tú, Metrodoro, ¿qué es lo que en este punto me aconsejas?». Y entonces él, bien fuera porque solo se atuviese al bien de Tigranes, o bien porque no desease que Mitridates saliese a salvo le respondió que como embajador se lo rogaba y como su consejero se lo disuadía. Refirióselo Tigranes a Mitridates en el concepto de que no le vendría mal a Metrodoro; pero él al punto le dio muerte, tomando de ello gran pesar Tigranes, sin embargo de que no tuvo toda la culpa de esta desgracia de Metrodoro, pues realmente no hizo más que dar nuevo calor a la displicencia y encono con que ya le miraba Mitridates; lo que más claramente se descubrió cuando, ocupados sus papeles reservados, se halló en ellos la orden de hacer perecer a Metrodoro. Dio Tigranes honorífica sepultura a su cadáver, no escusando gasto alguno para con un muerto a quien vivo había traicionado. Murió también en la corte de Tigranes el orador Anfícrates, de quien si hacemos memoria es sólo por consideración a Atenas. Dícese, pues, de él, que huyó a Seleucia, cerca del Tigris, donde, habiéndosele rogado que hiciese uso de su arte, los desdeñó con altanería, respondiendo que un delfín no cabe en un plato: que habiendo pasado de allí al palacio de Cleopatra, hija de Mitridates y mujer de Tigranes, se le levantó inmediatamente una calumnia; y como por ella se le prohibiese el trato con los Griegos, de hambre se quitó la vida, y, finalmente, que Cleopatra le sepultó con magnificencia, estando enterrado en Safa, que es como se llama una de aquellas aldeas.

XXIII.— Luculo, si procuró dar a las ciudades del Asia las mayores pruebas de benevolencia y hacerlas gozar de las delicias de la paz, no por eso se olvidó de las cosas de placer y regocijo, sino que, deteniéndose en Éfeso, cuidó de ganarse su afecto con pompas y festejos de victoria, y con luchas y combates de gladiadores, y ellas, en justa compensación, celebraron juegos que llamaron luculeyos, y le correspondieron con un amor verdadero, más satisfactorio que aquella honra. Mas luego que, llegado Apio, se enteró de que había que entrar en guerra con Tigranes, marchó otra vez al Ponto con su ejército, y puso sitio a Sinope, o, por mejor decir, a los Cilicios, súbditos del rey, que entonces la ocupaban, los cuales, dando muerte a muchos Sinopenses y poniendo fuego a la ciudad, huyeron en aquella noche. Entró Luculo luego que lo supo, y a unos ocho mil que habían quedado los pasó a filo de la espada, adjudicando las casas a los demás que no eran de ellos, y tomando la ciudad bajo su especial amparo, a causa principalmente de una visión que tuvo, y fue en esta forma: Parecióle entre sueños que se le ponía uno al lado y le gritaba: «Adelanta, Luculo, un poco, porque viene Autólico, que tiene que tratar contigo». Levantándose, pues, no supo a qué referir aquella aparición, ni qué significaba; pero, tomando la ciudad en aquel mismo día, cuando perseguía a los Cilicios que se embarcaban vio en la ribera una estatua tendida en el suelo, que los Cilicios, con las priesas, no pudieron llevarse. Era una de las obras más primorosas de Esténidas, y no faltó quien declarase que aquella estatua era de Autólico, fundador de Sinope. Dícese de este Autólico que fue hijo de Delmaco, y con Héracles partió de la Tesalia a hacer la guerra a las Amazonas, que navegando de allí después con Demoleonte y Flogio perdió su nave, por haberse estrellado en el promontorio del Quersoneso, llamado Pedalio, y que, habiendo llegado salvo a Sinope con sus armas y sus amigos, arrebató a los Siros la ciudad, pues la poseyeron, según se dice, los Siros descendientes de Siro, hijo de Apolo y de Sinope Asópide; oída la cual relación, no pudo menos Luculo de traer a la memoria la advertencia de Sila, quien previene en sus Comentarios que nada tenía por tan digno de fe y tan seguro como lo que se le significaba en los sueños.

Al oír allí que Mitridates y Tigranes tocaban ya casi con su ejército en la Licaonia y la Cilicia, para ser los primeros en invadir el Asia, tuvo por muy extraña la conducta de aquel armenio, que si pensaba en hacer frente a los Romanos no se valió para la guerra de Mitridates, todavía floreciente, ni juntó sus fuerzas con las de éste en los días de su prosperidad; y ahora, cuando había dejado que fuese arruinado y deshecho, sobre tibias y flacas esperanzas comenzaba la guerra, uniéndose con los que no podían volver en sí.

XXIV.— En esto, Macares, hijo de Mitridates, rey del Bósforo, le envió una corona de valor de mil áureos pidiéndole le tuviese por amigo y aliado de los Romanos, y entonces, dando ya por fenecida la primera guerra, dejó a Sornacio para custodia de la región del Ponto con seis mil soldados, y él, conduciendo doce mil infantes y unos tres mil caballos, corrió a la segunda guerra, pareciendo que con un arrojo extraño, y en el que no entraba para nada la cuenta de su salud, se precipitaba entre naciones belicosas entre muchos millares de caballos, y a un país de interminable extensión, circundado de ríos profundos y de montañas cubiertas siempre de nieve; tanto, que los soldados, que ya no observaban la mejor disciplina, le seguían con disgusto y violencia; y en Roma los tribunos de la plebe clamaban y se quejaban altamente de que Luculo pasaba de una guerra a otra, sin conveniencia de la república, no deponiendo nunca las armas por no quedar sin mande, y haciéndose rico y opulento con los peligros públicos; mas éstos, con el tiempo, al cabo se salieron con su propósito. Luculo, en tanto, caminó a marchas forzadas al Eufrates, y encontrándole salido de madre y turbio con la lluvia tuvo sumo disgusto por la detención que había de causarle en reunir barcos y construir lanchas, pero habiendo empezado por la tarde a ceder la inundación y bajado mucho por la noche, al amanecer ya el río se mostró muy recogido. Los del país, advirtiendo en medio del álveo unas isletas y que la corriente se detenía plácidamente en ellas, veneraban a Luculo, porque aquello no había sucedido antes sino muy pocas veces, y porque el río se le mostraba benigno y apacible, ofreciéndole un paso descansado y fácil. Aprovechando, pues, la ocasión, pasó el ejército y tuvo, en el acto de pasar, una señal muy fausta. Críanse vacas sagradas de Ártemis Pérsica, que es la Diosa de mayor veneración para los bárbaros del otro lado del Eufrates. No hacen uso de estas vacas sino para los sacrificios; por lo demás, yerran libres por los pastos llevando impresa la señal de la Diosa, que es una antorcha; y cuando las han menester no es cosa fácil ni de pequeño trabajo el echarles mano. Una de éstas, encaminándose, mientras el ejército pasaba, a una peña consagrada, según se cree, a la Diosa, se paró en ella, y bajando la cabeza, como si la obligasen por medio de una cuerda, se ofreció así a Luculo para que la sacrificase, y hecho, sacrificó también un toro al Eufrates, en reconocimiento del feliz tránsito. Descansó aquel día; pero al otro y demás siguientes continuó su marcha por Sofene, sin causar perjuicio a los habitantes, que, saliéndole al encuentro, hacían muy buena acogida al ejército, y aun queriendo los soldados ocupar un fuerte en que, a su entender, había grandes riquezas: «Aquel —les dijo— es el fuerte que nos hemos de apoderar (mostrándoles el monte Tauro a lo lejos), que este otro reservado queda a los vencedores». Y apresurando aun más la marcha, pasó el Tigris y entró en la Armenia.

XXV.— Tigranes, al primero que le anunció la venida de Luculo, en lugar de mostrársele contento, le cortó la cabeza, con lo que ninguno otro volvió a hablarle palabra, sino que permaneció en la mayor ignorancia, quemándose ya en el fuego enemigo, y no escuchando sino el lenguaje de la lisonja, que le decía que aún se mostraría Luculo insigne general si aguardaba en Éfeso a Tigranes y no daba a huir inmediatamente del Asia, al ver tantos millares de hombres. Así, al modo que no es para cualquier cuerpo el aguantar la inmoderada bebida, en la propia forma no es de cualquier juicio el no perder la prudencia y el tino en la excesiva prosperidad. Con todo, el primero de sus amigos que se atrevió a decirle la verdad fue Mitrobarzanes, el cual no alcanzó tampoco el más envidiable premio de su sinceridad; en efecto: se le mandó al punto contra Luculo con tres mil caballos y mucha infantería, y llevando la orden de traer vivo al general y de deshacerse a puntillazos de todos los demás. El ejército de Luculo, parte se hallaba ya acampado y parte estaba todavía en marcha; al anunciarle, pues, sus avanzadas la venida del bárbaro, temió no los sorprendiese cuando se hallaban separados y fuera de orden. Quedóse, por tanto, disponiendo el campamento, y envió al legado Sextilio con mil y seiscientos caballos y con pocos más entre infantería y tropas ligeras, dándole orden de llegar hasta cerca de los enemigos y hacer allí alto, hasta saber que ya estaba acampada toda la tropa que con él quedaba. Sextilio bien quería atenerse a la orden; pero no pudo menos de venir a las manos, obligado por Mitrobarzanes, que le cargó con el mayor arrojo. Trabado el combate, Mitrobarzanes murió peleando, y dando a huir los demás, perecieron asimismo todos, a excepción de muy pocos. Tigranes, a consecuencia de este suceso, abandonó a Tigranocerta, ciudad populosa fundada por él mismo, y se retiró al monte Tauro, para reunir allí grandes fuerzas de todas partes. Mas Luculo, no queriendo dar tiempo a estas disposiciones, envió a Murena para dispersar y cortar a los que trataban de unirse con los Tigranes, y a Sextilio para contener una gran muchedumbre de Árabes que se encaminaba también al campo del rey; y a un mismo tiempo Sextilio, dando sobre los Árabes cuando iban a acamparse, acabó con la mayor parte de ellos, y Murena, yendo en el alcance de Tigranes, al pasar un barranco estrecho con un ejército tan numeroso, le sorprendió en la mejor coyuntura. Tigranes, pues, huyó, abandonando todo aquel aparato; muchos de los Armenios murieron, y otros, en mayor número quedaron cautivos.

XXVI.— Sucediéndole tan felizmente las cosas, movió Luculo para Tigranocerta, y acampándose en derredor le puso sitio. Hallábanse en aquella ciudad muchos Griegos de los trasplantados de la Cilicia, muchos bárbaros que habían tenido la misma suerte, Adiabenos, Asirios, Gordianos y Capadocios, a los que, arruinando sus patrias y arrancándolos de ellas, los habían obligado a fijar allí su residencia. Estaba la ciudad llena de caudales y de ofrendas, no habiendo particular ni poderoso que no se afanara por agasajar al rey para el incremento y adorno de ella. Por esta misma causa, Luculo estrechaba con vigor el sitio, teniendo por cierto que Tigranes no podría desentenderse, sino que con el enojo acudiría a dar la batalla, contra lo que tenía meditado, y ciertamente no se engañó. Retraíale, sin embargo, con empeño Mitridates, enviándole mensajeros y cartas para que no trabara batalla, bastándole el interceptar los víveres con su numerosa caballería, y rogábale también encarecidamente Taxiles, enviado con tropas de parte del mismo Mitridates, que se guardase y evitase como cosa invencible las armas romanas. Al principio los escuché benignamente; pero después que con todo su poder se le reunieron los Armenios y Gordianos, que con todas sus fuerzas se presentaron asimismo sus respectivos reyes, trayendo a los Medos y Adiabenos, que vinieron muchos Árabes de la parte del mar de Babilonia, muchos Albaneses del Caspio e Íberos incorporados con los Albaneses, y que concurrieron no pocos de los que, sin ser de nadie regidos, apacientan sus ganados en las orillas del Araxes, atraídos con halagos y con presentes, entonces ya en los banquetes del rey y en sus consejos todo era esperanzas, osadía y aquellas amenazas propias de los bárbaros; Taxiles estuvo muy a pique de perecer por haber hecho alguna oposición a la resolución de pelear, y aun se llegó a sospechar que Mitridates, por envidia, se oponía a aquella brillante victoria. Así es que Tigranes no le aguardó, para que no participase de la gloria; y poniéndose en marcha con todo su ejército, se lamentaba, según se dice, con sus amigos de que aquel combate hubiera de ser con sólo Luculo y no con todos los generales romanos que se hallaban allí juntos. Y en verdad que aquella confianza no era loca ni vana, al ver tantas naciones y reyes como le seguían, tan numerosa infantería y tantos miles de caballos: porque arqueros y honderos llevaba veinte mil; soldados de a caballo, cincuenta y cinco mil, y de éstos, diez y siete mil con cotas y otras piezas de armadura de hierro, según lo escribió Luculo al Senado; infantes, ya de los formados en cohortes y ya de los que componían la batalla, ciento cincuenta mil; camineros, pontoneros, acequieros, leñadores y sirvientes para todos los demás ministerios, treinta y cinco mil; los cuales, formando a espalda de los que peleaban, no dejaban de contribuir a la visualidad y a la fuerza.

XXVII.— Cuando, pasado el Tauro, llegaron a descubrirse sus inmensas fuerzas, y él divisó el ejército de los Romanos acampado ante Tigranocerta, el tropel de bárbaros que había dentro de la ciudad recibió su aparecimiento con grande alboroto y gritería, y mostraba con amenazas a los Romanos, desde la muralla, las tropas armenias. Púsose Luculo a deliberar sobre el partido que debía tomarse: unos le aconsejaban que marchara contra Tigranes, abandonando el sitio; otros, que no dejara a la espalda tantos enemigos ni levantara el cerco; más él, diciéndoles que, separados, ni uno ni otro consejo daban en lo conveniente, y juntos sí, dividió sus fuerzas, dejando a Murena con seis mil hombres para continuar el asedio y él, tomando el resto, que eran veinticuatro cohortes, con menos de diez mil infantes, toda la caballería y unos mil entre honderos y arqueros, marchó en busca de los enemigos; y poniendo sus reales junto al río en una gran llanura se mostró a Tigranes objeto muy pequeño, siendo para sus aduladores materia de entretenimiento; porque unos lo ridiculizaban, otras echaban suertes sobre los despojos, y cada uno de aquellos reyes y generales, presentándose a Tigranes, le rogaba que aquel negocio lo dejara a él solo, contentándose con ser espectador. Quiso también éste hacer de gracioso y burlón, pronunciando aquel dicho, ya tan vulgar: «Para embajadores, son muchos; para soldados, muy pocos»; así estuvieron burlándose y divirtiéndose por entonces. Al amanecer sacó Luculo su ejército armado; el de los enemigos se hallaba al oriente del río. Daba allí éste un rodeo hacía poniente, y era por aquella parte por donde podía pasarse mejor; así, conduciendo apresuradamente sus tropas en dirección opuesta, se le figuró a Tigranes que huía, y llamando a Taxiles, le dijo riendo a carcajadas: «¿No ves cómo huye esa invicta infantería romana?». Y entonces Taxiles: «¡Ojalá hiciera vuestro buen Genio, oh Rey, ese milagro! Pero no se visten los hombres de limpio para las marchas, ni usan de escudos acicalados, ni de morriones desnudos coma ahora, quitando sus fundas a las armas, sino que aquella brillantez es de soldados que buscan pelea, dirigiéndose de hecho contra los enemigos». Decía esto Taxiles, cuando ya la primera águila, que era la de Luculo, había dado la vuelta, y las cohortes ocupaban sus puestos para pasar el río; entonces Tigranes, como quien se recobra con pena de una profunda embriaguez, exclamó por dos o tres veces: «¿Es posible que vengan contra nosotros?». De manera que aquella muchedumbre se formó con grande atropellamiento en batalla, tomando el Rey para sí el centro y dando de las alas la izquierda al Adiabeno y la derecha al Medo, en la que a vanguardia se hallaba la mayor parte de los coraceros. Cuando Luculo se disponía a pasar el río, algunos de los otros caudillos le advirtieron que debía guardarse de aquel día, por ser uno de los nefastos, a los que llaman negros; por cuanto en él había perecido el ejército de Cipión en lid con los Cimbros; pero él les dio aquella tan celebrada respuesta: «Pues yo haré este día afortunado para los Romanos». Era el que precedía a las nonas de octubre.

XXVIII.— Dicho esto, y mandando tener buen ánimo, pasó el río, marchando el primero contra los enemigos, vestido con una brillante cota de hierro con escamas, y una sobrevesta con rapacejos. Ostentaba ya desde allí la espada desenvainada, como que tenía que apresurarse a venir a las manos con hombres hechos a pelear de lejos, y le era preciso acortar el espacio propio para armas arrojadizas con la celeridad de la acometida; y viendo a la caballería de coraceros, con que se hacía tanto ruido, defendida por un collado cuya cima era suave y llana, y cuya subida, que sería de cuatro estadios, no era difícil ni tenía cortaduras, dio orden a los soldados de caballería tracios y gálatas que tenía en sus filas de que, acometiéndoles en oblicuo, desviaran con las espadas los cuentos de las lanzas; porque en ellos estaba el todo de la fortaleza de aquellas gentes, no pudiendo nada fuera de esto, ni contra los enemigos ni para sí, a causa de la pesadez e inflexibilidad de su armadura, con la que parecían aprisionados. Tomó en seguida dos cohortes, y se dirigió al collado, siguiéndole alentadamente la tropa, al ver que él marchaba el primero a pie, armado y decidido a batirse. Luego que estuvo arriba, puesto en el sitio más eminente, «Vencimos —exclamó en voz alta—; vencimos, camaradas»; y al punto cayó sobre los coraceros, mandando que no hiciesen uso de las picas, sino que hirieran con las espadas a los enemigos en las piernas y en los muslos, que es lo único que los armados no tienen defendido. Mas estuvo de sobra esta prevención, porque no aguardaron la llegada de los Romanos, sino que al punto, levantando espantosos alaridos, dieron a huir con la más vergonzosa cobardía, y ellos y sus caballos, con sus pesadas armaduras, cayeron sobre su misma infantería, antes de que ésta hubiese entrado en acción; de modo que, sin una herida, y sin haberse derramado una gota de sangre, quedaron vencidos tantos millares de miles de hombres, y si fue grande la matanza en los que huían, aún fue mayor en los que querían y no podían huir, impedidos entre sí por lo espeso y profundo de la formación. Tigranes, dando a correr desde el principio, escapó con algunos pocos, y viendo que a su hijo le cabía la misma suerte, quitándose la diadema de la cabeza, se la entregó con lágrimas, mandándole que por otra vía se salvara como pudiese. No se atrevió aquel joven a ceñirse con ella las sienes, sino que la dio a guardar a uno de los mancebos de quien más se fiaba, y como después éste, por desgracia, cayese cautivo, entre los demás que lo fueron lo fue también la diadema de Tigranes. Dícese que de los infantes murieron más de cien mil hombres, y de los de a caballo se salvaron muy pocos; los Romanos tuvieron cien heridos y cinco muertos. Antíoco el filósofo, haciendo mención de esta batalla en su obra Acerca de los Dioses, dice que el Sol no vio otra semejante; Estrabón, otro filósofo, dice en sus Memorias históricas que los mismos Romanos estaban avergonzados y se reían de sí mismos por haber tomado las armas contra semejantes esclavos; y Livio refiere que nunca los Romanos habían sido tan inferiores en número a los enemigos, porque apenas los vencedores eran la vigésima parte, sino menos todavía, de los vencidos. De los generales romanos los más inteligentes, y que en más acciones se habían hallado, lo que principalmente celebraban en Luculo era haber vencido a los reyes más poderosos y afamados con dos medios encontrados enteramente, cuales son la prontitud y la dilación: porque a Mitridates, que se hallaba pujante, lo destruyó con el tiempo y la tardanza y a Tigranes lo quebrantó con el aceleramiento, siendo muy pocos los generales que como él hayan tenido una precaución activa y un arrojo seguro.

XXIX.— Por esto mismo Mitridates no se halló en la batalla: pues pensando que Luculo hacía la guerra con su acostumbrado sosiego y detención, caminaba muy despacio a unirse con Tigranes; al encontrarse en el camino con algunos Armenios que marchaban precipitadamente, dando indicios de miedo, conjeturó, desde luego, lo sucedido; pero después, tropezando ya con muchos desnudos y heridos, enterado de la derrota, se dirigió a buscar a Tigranes. Hallóle abandonado de todos y abatido; y lejos de añadirle aflicción, echó pie a tierra, y llorando las comunes desgracias le cedió la escolta que le acompañaba, dándole ánimo para lo futuro; así, más adelante volvieron a juntar nuevas fuerzas.

En Tigranocerta, los Griegos se sublevaron contra los bárbaros y trataban de abrir las puertas a Luculo, que, aprovechando tan oportuna ocasión, tomó la ciudad. Apoderóse de los tesoros del rey que en ella había; pero entregó al saqueo de los soldados la ciudad misma, en la que sin la demás riqueza se encontraron ocho mil talentos en moneda acuñada; y, sobre todo esto, aún distribuyó del botín ochocientas dracmas a cada soldado. Habiéndosele dado cuenta de haberse cogido muchos histriones y profesores de las artes de Baco, que Tigranes recogía por todas partes, con el objeto de abrir un teatro que había construido, se valió de ellos para los combates y juegos con que celebró su victoria. A los Griegos los remitió a su respectiva patria, socorriéndolos con algún viático, y otro tanto ejecutó con los bárbaros, a quienes se había obligado a emigrar; de lo que resultó que, deshecha una ciudad, se repoblaron muchas, volviendo a recibir sus antiguos habitantes: beneficio por el que veneraron a Luculo como a su favorecedor y bienhechor.

Sucedían también prósperamente todas las demás cosas a este insigne varón, que apetecía más las alabanzas dadas a la justicia y la humanidad que no las que se tributaban a sus triunfos militares: porque en éstos tiene no pequeña parte el ejército, y la mayor es de la fortuna, mientras que los otros hechos son pruebas de un ánimo benigno y bien educado; por este medio iba Luculo conquistando a los bárbaros sin armas. Porque los reyes de los Árabes vinieron a buscarle, haciéndole entrega de sus cosas; la nación de los Sofenos se hizo de su partido, y la de los Gordianos llegó hasta el punto de querer abandonar sus ciudades y seguirle con sus mujeres, con este, motivo: Zarbieno, rey de los Gordianos, trató secretamente con Luculo por medio de Apio, según que ya dijimos, de hacer alianza con los Romanos, no pudiendo sufrir la tiranía de Tigranes; pero habiendo sido denunciado, perdió la vida, y juntamente sus hijos y su mujer, antes que aquellos penetrasen en la Armenia. No los echó, pues, Luculo en olvido, sino que, pasando al país de los Gordianos, celebró las exequias de Zarbieno, y adornando la pira con aparato regio en ropas y en oro, con otras preseas de los despojos de Tigranes, él mismo le prendió fuego e infundió en ella las libaciones con los deudos y familiares del difunto, llamándole amigo suyo y aliado de los Romanos. Dispuso también que a toda costa se le levantara un suntuoso y magnífico monumento, habiéndose encontrado muchas preciosidades y oro y plata en los palacios de Zarbieno, en los que había, además, trescientas mil fanegas de trigo, de lo que se aprovecharon los soldados; Luculo tuvo la gloria de que, sin tomar ni un dracma del erario público, con la misma guerra sostenía los gastos de ella.

XXX.— Allí también recibió embajada del rey de los Partos, pidiéndole amistad y alianza, cosa muy grata a Luculo, quien a su vez envió otra embajada al Parto; pero los mensajeros le descubrieron que éste quería estar a dos haces, y que secretamente pedía a Tigranes la Mesopotamia por precio de sus socorros. Luego que lo entendió Luculo, resolvió dejar por entonces a un lado a Tigranes y Mitridates como rivales ya humillados, y probar sus fuerzas con la de los Partos, marchando contra ellos: teniendo a gran gloria con el ímpetu de una sola guerra postrar uno tras otro, como un atleta, a tres reyes, y salir invicto y triunfante de los tres más poderosos caudillos que había debajo del Sol. Envió, pues, cartas al Ponto, a Sornacio y a los demás jefes, mandándole traer aquellas tropas para mover de la Gordiena; pero aquellos jefes, que ya antes había hecho alguna experiencia de la indocilidad e inobediencia de los soldados, entonces recibieron pruebas de su absoluta insubordinación, pues no pudieron encontrar medio alguno, ni de blandura ni de violencia, para hacerles marchar, y antes les gritaron y protestaron que ni allí querían permanecer, sino irse a casa, dejando aquel punto abandonado. Traídas a Luculo estas noticias, hasta los soldados que allí tenía se le corrompieron; los cuales se habían vuelto con la riqueza perezosos y delicados para la guerra, clamando por el descanso; pues luego que el desenfado de los otros llegó a sus oídos, decían que aquellos eran hombres, y que era preciso imitarlos, habiendo ya ellos ejecutado bastantes hazañas, por las que merecieron que los dejase salvos y descansados.

XXXI.— Sabedor Luculo de estas proposiciones y de otras todavía más insolentes, tuvo que abandonar la expedición contra los Partos, y marchó otra vez contra Tigranes en lo más fuerte del estío; cuando llegó a pasar el monte Tauro, se desanimó al ver los campos todavía verdes. ¡Tanto es lo que allí se atrasan las estaciones por la frialdad de la atmósfera! Con todo, pasó adelante. y habiendo desbaratado a dos o tres jefes armenios que osaron oponérsele, impunemente corría y asolaba el país, logró apoderarse de las subsistencias que estaban recogidas para Tigranes, e hizo experimentar a los enemigos la carestía y escasez que él había temido. Provocábalos a batalla, abriéndoles fosos delante de sus mismas trincheras y talándoles a su vista el país; y como ni aun así pudiese moverlos, por lo intimidados que habían quedado, levantó su campo y marchó contra Artáxata, corte de Tigranes, donde se hallaban sus hijos pequeños y sus mujeres legítimas, juzgando que Tigranes, sin una batalla, no abandonaría tan interesantes objetos. Dícese que el cartaginés Aníbal, vencido que fue Antíoco por los Romanos, se acogió a Artaxa, rey de Armenia, para quien fue un adiestrador y maestro muy útil en otros diferentes ramos, y que habiendo observado un sitio ameno y delicioso, aunque hasta entonces desdeñado e inculto, concibió la idea de una ciudad, y llevando a él a Artaxa se lo manifestó, exhortándole a su fundación; accedió el rey a ello gustoso, y, rogándole que dirigiese la obra, había resultado una magnífica y hermosa ciudad, la que tomó del rey su dominación, y fue declarada metrópoli de Armenia. Como Luculo, pues, se dirigiese contra ella, no pudo sufrirlo Tigranes, sino que, haciendo marchar su ejército, al cuarto día fijó su campo frente al de los Romanos, dejando en medio el río Arsania, que precisamente tenían que pasar los Romanos para ir contra Artáxata. Hizo Luculo sacrificio a los Dioses; y como si ya tuviera la victoria en la mano, pasó sus tropas en doce cohortes, que formó a vanguardia, y las otras doce a retaguardia, para evitar el ser cortado por los enemigos; porque era mucha la caballería y la gente escogida que tenía al frente, y aun delante de éstos se hallaban colocados los arqueros de a caballo de los Mardos y los lanceros y saeteros de Iberia, en quienes tenía Tigranes la mayor confianza como en los más belicosos; más ellos, sin embargo, nada hicieron digno de atención; pues habiendo tenido una ligera escaramuza con la caballería romana, no aguardaron a la infantería que los cargaba, y huyendo por uno y otro lado, atrajeron a la caballería en su persecución. Al mismo tiempo que éstos desaparecieron, se presentó la caballería de Tigranes, y Luculo, al ver su brillantez y su muchedumbre, concibió algún temor por lo que hizo volver a la suya del seguimiento y se opuso el primero a la gente de los Sátrapas, que, como la mejor, formaba contra él, y con sólo el miedo que le impuso la rechazó antes de venir a las manos. Siendo tres los reyes que se hallaron en aquella acción, el que hizo una fuga más vergonzosa fue Mitridates, rey del Ponto, que ni siquiera pudo sufrir la vocería de los Romanos. La persecución fue muy dilatada y de toda la noche, de manera que los Romanos se cansaron de matar, de cautivar y de recoger botín. Livio dice que en la primera batalla pereció más gente, pero que en ésta murieron o quedaron cautivos los más ilustres y principales de los enemigos.

XXXII.— Engreído y alentado Luculo con estos sucesos, pensó pasar adelante y acabar con Tigranes; pero en el equinoccio de otoño, cuando menos lo esperaba le sobrecogieron copiosas lluvias y nieves, a las que siguieron rigurosas escarchas y hielos, poniéndose los ríos en estado de no poder beber en ellos los caballos, por el exceso del frío, y de no poder pasarlos, porque, rompiéndose el hielo, con lo agudo de la rotura les cortaba los nervios. La región, por lo más, era sombría, de pasos estrechos y selvosa, lo que hacía que se mojasen sin cesar, llenándose de nieve en las marchas y pasando muy mal la noche en lugares húmedos. No eran muchos los días que llevaban de seguir a Luculo después de la batalla, cuando ya se le resistieron, primero, con ruegos y enviando el mensaje con los tribunos, y después, ya con mayor tumulto y alborotando por las noches en las tiendas, que parece es la señal de un ejército sublevado. Hizo cuanto pudo Luculo para mitigarlos, tratando de inspirar en sus ánimos aliento y confianza, siquiera hasta que, tomando la Cartago de Armenia, destruyesen la obra del mayor enemigo de los Romanos, queriendo significar a Anibal. Cuando vio que no pudo convencerlos, se resignó a retroceder, y repasando el Tauro por otras cumbres bajó a la región llamada Migdonia, muy fértil y cálida, y se dirigió a una de sus ciudades, grande y populosa, que los bárbaros dicen Nísibis, y los Griegos, Antioquía Migdónica. Tenía el gobierno de ésta en el titulo un hermano de Tigranes, llamado Guras; pero en la habilidad y dirección de la maquinaria Calímaco, el mismo que tanto dio que hacer a Luculo en el cerco de Amiso. Circunvalándola, pues, con su ejército, y empleando todos los medios de sitio; en poco tiempo se apoderó de ella a viva fuerza; a Guras, que él mismo se rindió, le trató con humanidad; pero a Calímaco, aunque le ofreció revelarle depósitos secretos de grandes sumas de dinero, no le dio oídos, sino que mandó se le echasen prisiones para que pagara la pena del incendio con que abrasó la ciudad de los Amisenos, frustrando su beneficencia y el deseo que tenía de dar a los Griegos pruebas de su aprecio.

XXXIII.— Hasta aquí, parece que la fortuna había militado con Luculo en sus banderas; pero ya desde este punto, como aquel a quien le falta el viento, encontrando oposición en todo cuanto intentaba, aunque mostró siempre el valor y magnanimidad de un gran general, sus hechos no encontraron ni aprecio ni gloria, y aun estuvo en muy poco el que no perdiese la antes adquirida, por más que trabajaba y se afanaba en vano; de lo que no fue él mismo pequeña causa, por no ser condescendiente con la soldadesca, y por creer que todo lo que se hace en obsequio de los súbditos es ya un principio de desprecio y una relajación de la disciplina, aunque lo principal era no tener un carácter blando, ni aun para los poderosos e iguales, sino que a todos los miraba con ceño, no creyendo que nadie valía tanto como él. Pues todos convienen en que, entre otras muchas calidades buenas, tenía ésta mala; porque él era de gallarda estatura, de buena presencia y elegante en el decir, así en la plaza pública como en el ejército. Dice, pues, Salustio que los soldados estuvieron descontentos con él desde muy luego, en el principio mismo de la guerra contra Cícico, y después en la de Amiso, por haber tenido que pasar acampados dos inviernos seguidos. Mortificáronlos asimismo los otros inviernos, porque o los pasaron en tierra enemiga o en campamento también y al raso, aunque entre aliados; pues ni una sola vez entró Luculo con su ejército en una ciudad griega o amiga. Estando ellos de suyo tan indispuestos, les dieron también calor desde Roma los tribunos y otros demagogos, que, llevados de envidia, acusaban a Luculo de que, por ambición y avaricia, prolongaba la guerra, y de que, sobre reunir él sólo en su persona la Cilicia, el Asia, la Bitinta, la Paflagonia, la Galacia, el Ponto y la Armenia hasta el Fasis, ahora había talado y asolado el reino de Tigranes, como si, en lugar de someter a los reyes, hubiera sido enviado a despojarlos; que fue lo que dicen le imputó el tribuno Lucio Quinto, a cuya persuasión se decretó que se dieran a Luculo sucesores de su provincia, determinándose, además, licenciar, a muchos de los que militaban en su ejército.

XXXIV.— A este mal estado de los negocios de Luculo se agregó otra cosa que los acabó de echar a perder: y fueron las instigaciones de Publio Clodio, hombre violento y resumen de toda alevosía y temeridad. Era hermano de la mujer de Luculo, y corrían rumores de mal trato entre ambos, siendo ella muy disoluta. Militaba entonces con Luculo, sin ocupar el puesto a que se presumía acreedor, porque codiciaba tener el primer lugar; y por su conducta era precedido de muchos. Sedujo, pues, al ejército de Fimbria, y lo excitó contra Luculo, moviendo pláticas muy acomodadas al gusto de unos hombres a quienes no faltaba ni la voluntad ni la costumbre de sublevarse, porque éstos mismos eran los que antes había concitado Fimbria para que, asesinando al cónsul Flaco, se eligiera general. Así, oyeron con gran placer a Clodio, a quien llamaron amante del soldado, porque supo fingir que se compadecía de su suerte: «A causa —les decía— de no verse ningún término de tantas guerras y tantos trabajos sino que, peleando con todas las naciones y rodando por toda la tierra, en esto era en lo que habían de gastar su vida; sin servirles de otra cosa estas expediciones que de escoltar los carros y camellos de Luculo, cargados de preciosas alhajas de oro y pedrería. No así los soldados de Pompeyo, que, restituidos ya a la clase de pacíficos ciudadanos, gozaban de descanso con sus mujeres y sus hijos en una tierra y en unas ciudades felices; no después de haber arrojado a Mitridates y a Tigranes a unos desiertos inhabitables, o de haber destruido las opulentas cortes del Asia, sino después de haber hecho la guerra en la España a unos desterrados, y en la Italia a unos fugitivos. ¿Por qué no habían de descansar ya de las fatigas de la milicia? O, a lo menos, ¿por qué no reservar lo que les restaba de fuerza y de aliento para otro general para quien el mejor adorno era la riqueza de sus soldados?». Seducido con tales especies el ejército de Luculo, no quiso seguirle contra Tigranes ni contra Mitridates, que inmediatamente regresó al Ponto y recobró su Imperio. Tomando por pretexto el invierno, se detuvieron en la Gordiena, dando tiempo de que llegara Pompeyo o alguno otro de los generales sucesores de Luculo, que ya se esperaban.

XXXV.— Cuando llegó la noticia de que Mitridates, habiendo vencido a Fabio, marchaba contra Sornacio y Triario, entonces siguieron a Luculo. Triario, ansioso de arrebatar la victoria, que le parecía segura, antes de que llegara Luculo, que ya estaba cerca, fue completamente derrotado en batalla campal; pues se dice que murieron más de siete mil Romanos, y entre ellos ciento cincuenta centuriones y veinticuatro tribunos, habiéndoles Mitridates tomado el campamento. Llegó Luculo pocos días después, y sustrajo a Triario de la ira de los soldados, que le andaban buscando; y como Mitridates rehusase venir a batalla por esperar a Tigranes, que estaba ya en marcha con grandes fuerzas, resolvió, antes que se verificara su reunión, salir al encuentro a Tigranes y pelear con él; pero, sublevados los Fimbrianos cuando ya estaban en camino, abandonaron éstos sus puestos bajo el pretexto de que ya estaban libres del juramento de la milicia, por no corresponder el mando a Luculo después de conferidas a otros sus provincias. Entonces nada hubo que éste no tuviese que sufrir muy fuera de lo que a su dignidad correspondía, bajándose a ir hablándoles de uno en uno y de tienda en tienda, presentándoseles abatido y lloroso, y aun alargándoles a algunos la mano; mas ellos desdeñaban estas demostraciones, y tirándole los bolsillos vacíos, le decían que peleara él solo con los enemigos, pues que él solo había de hacerse rico; con todo, a súplicas de los otros soldados, condescendieron los Fimbrianos en permanecer por aquel estío, mas en el concepto de que, si en este tiempo no se presentaba alguno a pelear con ellos, se marcharían. Por tales condiciones le fue preciso pasar a Luculo, para no abandonar a los bárbaros el país si le dejaban desamparado. Retúvolos, pues, aunque sin emplearlos en acciones ni conducirlos a batalla; dándose por contento con que se quedasen y teniendo que sufrir ver asolada por Tigranes la Capadocia, y que impunemente insultara otra vez aquel mismo Mitridates, de quien él había escrito al Senado que quedaba del todo destruido; por lo que habían ya llegado los enviados del mismo Senado para arreglar las cosas del Ponto como enteramente aseguradas; y lo que encontraron fue que ni de sí mismo era dueño, mofado y escarnecido por los soldados. Llegaron éstos a tal extremo de insolencia, que al expirar el estío tomaron las armas, y, desenvainando las espadas, provocaban a unos enemigos que por ninguna parte se presentaban, hallándose muy escarmentados. Moviendo, pues, grande algazara y batiéndose con sus sombras, se salieron del campamento, protestando que habían cumplido el tiempo por el que a Luculo habían ofrecido quedarse.

A los otros los enviaba a llamar Pompeyo, porque ya había sido nombrado general para la guerra de Mitridates y Tigranes, por afición del pueblo hacía él y por adulación y lisonja de los demagogos; mientras que el Senado y los buenos ciudadanos veían la injusticia que se hacía a Luculo dándole sucesor, no de la guerra, sino del triunfo, y obligándosele a dejar y ceder a otro, no el mando, sino el prez de la victoria.

XXXVI.— Pues aún parecía esta situación más injusta a los que allí presenciaban los sucesos; porque no era Luculo dueño del premio y del castigo, como es preciso en la guerra, ni permitía Pompeyo que ninguno pasase a verle, o que se obedeciese a lo que disponía y determinaba con los diez enviados, sino que lo daba por nulo, publicando edictos y haciéndose temible por sus mayores fuerzas. Creyeron, sin embargo, conveniente sus amigos el que tuviesen una conferencia; y habiéndose juntado en una aldea de la Galacia, se hablaron con agrado el uno al otro, y se dieron el parabién de sus respectivas victorias, Era Luculo de más edad; pero era mayor la dignidad de Pompeyo, por haber tenido más mandos y por sus dos triunfos. Las fasces que a uno y a otro precedían estaban enramadas con laurel por sus victorias; pero habiendo sido muy larga la marcha de Pompeyo por lugares faltos de agua y de humedad, al ver los lictores de Luculo que el laurel de aquellas fasces estaba seco, alargaron con muy buena voluntad a los otros del suyo, que estaba fresco y con verdor. Tomaron esto a buen agüero los amigos de Pompeyo, porque, en realidad, los prósperos sucesos de aquel contribuyeron a dar realce a la expedición de éste; pero de resulta de la conferencia, en lugar de quedar más amigos, se retiraron más indispuestos entre sí, y Pompeyo, sobre anular todas las disposiciones tomadas por Luculo se llevó consigo los demás soldados, no dejándole para que le acompañaran en el triunfo sino solos mil seis cientos, y aun éstos se quedaban con él de mala gana. ¡Tan mal amañado o tan desgraciado era Luculo en lo que es lo primero y más importante en un general! De manera que si le hubiera acompañado esta dote con las demás que tanto en él resplandecían, con su valor, su actividad, su previsión y su justicia, el mando de los Romanos en el Asia no habría tenido por límite el Eufrates, sino los últimos términos de la tierra y el mar de Hircania; habiendo sido ya todas las demás naciones sojuzgadas con Tigranes, y no siendo las fuerzas de los Partos tan poderosas contra Luculo como se mostraron después contra Craso, por cuanto no tenían igual unión; y antes, por las guerras intestinas y de los pueblos inmediatos, ni siquiera podían sostenerse con vigor contra los insultos de los Armenios. Mas ahora creo que el bien que por sí hizo a la patria, por otros se convirtió contra ésta en mayor daño, a causa de que los trofeos erigidos en la Armenia a la vista de los Partos, Tigranocerta, Nísibis, la inmensa riqueza conducida de ellas a Roma y la misma diadema de Tigranes, traída en cautiverio, impelieron a Craso contra el Asia, en el concepto de que aquellos bárbaros sólo eran presa y despojos seguros y ninguna otra cosa; pero bien pronto, puesto al tiro de las saetas de los Partos, dio a todos el desengaño de que Luculo, no por impericia o flojedad de los enemigos, sino por inteligencia y valor propios, alcanzó de ellos ventajas. Mas de esto se hablará después.

XXXVII.— Restituido Luculo a Roma, lo primero que se le anunció fue que su hermano Marco se hallaba acusado por Cayo Memio sobre el manejo que tuvo en la cuestura, prestándose a las órdenes de Sila. Como hubiese sido absuelto, se convirtió Memio contra el mismo Luculo, haciendo creer al pueblo que se había reservado cantidades y había de intento prolongado la guerra; le excitó a que le negara el triunfo. Tuvo, por tanto, que sufrir una grande contradicción, y sólo mezclándose los principales y de mayor autoridad entre las tribus pudieron conseguir del pueblo, a fuerza de ruegos y de mucha diligencia, que le permitiese triunfar. No fue su triunfo tan brillante y ostentoso como el de otros, por lo dilatado de la pompa y por el gran número de los objetos que se conduelan, sino que con las armas de los enemigos, que eran de muy diversas especies, y con las máquinas ocupadas a los reyes, adornó el Circo Flaminio, espectáculo que no dejaba de llamar la atención. En la pompa iban unos cuantos de los soldados de caballería armados; de los carros falcados, diez; de los amigos y generales de los reyes, sesenta; naves de gran porte, con espolones de bronce, se habían traído ciento y diez; una estatua colosa de Mitridates, de seis pies, hecha de oro, y un escudo guarnecido de piedras; veinte bandejas con vajilla de plata, y treinta y dos con vasos, armas y monedas de oro. Todas estas cosas eran llevadas por hombres; ocho acémilas conducían otros tantos lechos de oro; cincuenta y seis llevaban la plata en barras y otras ciento y siete poco menos de dos cuentos y setecientas mil dracmas en dinero. En unas tablas estaban anotadas las sumas entregadas por él a Pompeyo, o puestas en el tesoro para la guerra de los piratas; y separadamente constaba que cada soldado había recibido novecientas y cincuenta dracmas. Últimamente hubo banquete público y abundante para la ciudad y para los pueblos del contorno.

XXXVIII.— Habiendo repudiado a Clodia, que era disoluta y de malas costumbres, se casó con Servilia, hermana de Catón: matrimonio también harto desgraciado; faltábale solamente una de las tachas del de Clodia, que era la infamia de que estaban notados los dos hermanos: en lo demás, por respeto a Catón, tuvo que sufrir a una mujer desenvuelta y perdida, hasta que por fin no pudo más.

Había fundado en él el Senado grandes esperanzas, pareciéndole que le serviría de escudo contra la tiranía de Pompeyo, y de salvaguardia de la aristocracia, en virtud de haber empezado con tanta gloria y poder; pero él se retiró y dio de mano al gobierno de la república, o porque ya ésta adolecía de vicios y no era fácil de manejar, o, como dicen algunos, porque teniendo grande reputación se acogió a una vida descansada y cómoda después de tantos combates y trabajos, que no tuvieron el fin más dichoso. Así, algunos aplauden esta conducta, no sujeta a los reveses de Mario, que después de sus victorias de los Cimbros y de tantos y tan gloriosos triunfos no se dio por contento con tan envidiables honores, sino que por desmedida ambición de gloria y de mando, siendo ya anciano, entró a rivalizar con hombres jóvenes y se precipitó en hechos horribles y en trabajos más horribles todavía; y a Cicerón le habría estado mucho mejor haber envejecido en el retiro de los negocios, después de sofocada la conjuración de Catilina, y a Escipión entregarse al reposo después que al triunfo de Cartago añadió el de Numancia, porque también la carrera política tiene su retiro, no necesitando menos de vigor y de cierta robustez los combates políticos que los atléticos. Con todo, Craso y Pompeyo desacreditaban a Luculo por haberse entregado al lujo y a los placeres, como si estas cosas desdijesen más de aquella edad que el meterse en negocios y hacer la guerra.

XXXIX.— Sucede con la vida de Luculo lo que con la comedia antigua, donde lo primero que se lee es de gobierno y de milicia, y a la postre, de beber, de comer, y casi de francachelas, de banquetes prolongados por la noche y de todo género de frivolidad, porque yo cuento entre las frivolidades los edificios suntuosos, los grandes preparativos de paseos y baños, y todavía más las pinturas y estatuas y el demasiado lujo en las obras de las artes, de las que hizo colecciones a precio de cuantiosas sumas, consumiendo profusamente en estos objetos la inmensa riqueza que adquirió en la guerra; que aun hoy, cuando el lujo ha llegado a tanto exceso, los huertos luculianos se cuentan entre los más magníficos de los emperadores. Así es que, habiendo visto Tuberón el Estoico sus grandes obras en la costa cerca de Nápoles, los collados suspendidos en el aire por medio de dilatadas minas, las cascadas en el mar, las canales con pescados de que rodeó su casa de campo y las otras diferentes habitaciones que allí dispuso, no pudo menos de llamarle Jerjes con toga. Tenía en Túsculo diferentes habitaciones y miradores de hermosas vistas, y, además, ciertos claustros abiertos y dispuestos para paseos; viólos Pompeyo, y censuró el que, habiendo dispuesto aquella quinta con tanta comodidad para el verano, la hubiera hecho inhabitable para el invierno, a lo que, sonriéndose, le contestó: «Pues qué, ¿me haces de menos talento que las grullas y las cigüeñas, para no haber proporcionado las viviendas a las estaciones?». Quería un edil dar brillantes juegos, y habiéndole pedido para uno de los coros ciertos mantos de púrpura, dijo que miraría si los había en casa, y se los daría; al día siguiente le preguntó cuántos había menester, y respondiéndole el edil que habría bastantes con ciento, le dijo que tomara otros tantos más; que fue lo que dio ocasión a Horacio para exclamar: «No puede decirse que hay riquezas donde las cosas abandonadas y de que no tiene noticias el dueño no son más que las que están a la vista».

XL.— En las cenas cotidianas de Luculo se hacía grande aparato de su adquirida riqueza, no sólo en paños de púrpura, en vajilla, pedrería, en coros y representaciones, sino en la muchedumbre de manjares y en la diferencia de guisos, con lo que excitaba la admiración de las gentes de menos valer. Por tanto, fue celebrado aquel dicho de Pompeyo hallándose enfermo. Prescribióle el médico que comiera un tordo, y diciéndole los de su familia que, siendo entonces el tiempo del estío, no podría encontrarse sino engordado en casa de Luculo, no permitió que fuera allá a buscarlo, sino que dijo al médico: «¿Conque si Luculo no fuera un glotón no podría vivir Pompeyo?». Y le pidió le mandase cosa más fácil de encontrar. Catón era su amigo y su deudo; con todo, estaba tan mal con esta conducta suya y con su lujo, que, habiendo hablado en el Senado un joven larga e inoportunamente sobre la moderación y la templanza, se levantó Catón, e interrumpiéndole le dijo: «¿No te cansarás de enriquecerte como Craso, de vivir como Luculo y de hablar como Catón?». Algunos convienen en que esto se dijo, mas no refieren que Catón lo hubiese dicho.

XLI.— Que Luculo no sólo se complacía en este tenor de vida que había adoptado, sino que hacía gala de él, se deduce de ciertos rasgos que todavía se recuerdan. Dícese que vinieron a Roma unos Griegos, y les dio de comer bastantes días. Sucedióles lo que era natural en gente de educación, a saber: que tuvieron cierto empacho, y se excusaron del convite, para que por ellos no se hicieran cada día semejantes gastos; lo que, entendido por Luculo, les dijo con sonrisa: «Algún gasto bien se hace por vosotros; pero el principal se hace por Luculo». Cenaba un día solo, y no se le puso sino una mesa, y, una cena moderada; incomodóse de ello, e hizo llamar al criado por quien corrían estas cosas; y como éste le respondiese que no habiendo ningún convidado creyó no querría una cena más abundante: «¡Pues cómo! —le dijo—. ¿No sabías que hoy Luculo tenía a cenar a Luculo?». Hablábase mucho de esto en Roma, como era regular, y viéndole un día desocupado en la plaza se le llegaron Cicerón y Pompeyo; aquel era uno de sus mayores y más íntimos amigos, y aunque con Pompeyo había tenido alguna desazón con motivo del mando del ejército, solían, sin embargo, hablarse y tratarse con afabilidad. Saludándole, pues, Cicerón, le preguntó si podrían tener un rato de conversación; y contestándole que si, con instancia para ello, «Pues nosotros —le dijo— queremos cenar hoy en tu compañía, nada más que con lo que tengas dispuesto». Procuró Luculo excusarse, rogándoles que fuese en otro día; pero le dijeron que no venían en ello, ni le permitirían hablar a ninguno de sus criados, para que no diera la orden de que se hiciera mayor prevención, y sólo, a su ruego, condescendieron con que dijese en su presencia a uno de aquellos: «Hoy se ha de cenar en Apolo», que era el nombre de uno de los más ricos salones de la casa, en lo que no echaron de ver que los chasqueaba, porque, según parece, cada cenador tenía arreglado su particular gasto en manjares, en música y en todas las demás prevenciones, y así, con sólo oír los criados dónde quería cenar, sabían ya qué era lo que habían de prevenir y con qué orden y aparato se había de disponer la cena, y en Apolo la tasa del gasto eran cincuenta mil dracmas. Concluida la cena, se quedó pasmado Pompeyo de que en tan breve tiempo se hubiera podido disponer un banquete tan costoso. Ciertamente que, gastando así en estas cosas, Luculo trataba su riqueza con el desprecio debido a una riqueza cautiva y bárbara.

XLII.— Otro objeto había digno verdaderamente de diligencia y de ser celebrado, en el que hacía también Luculo considerables gastos, que era el acopio de libros; porque había reunido muchos y muy preciosos, y el uso era todavía más digno de alabanza que la adquisición, por cuanto la biblioteca estaba abierta a todos, y a los paseos y liceos inmediatos eran, por consiguiente, admitidos los Griegos como a un recurso de las musas, donde se juntaban y conferenciaban, recreándose de las demás ocupaciones. Muchas veces se entretenía allí él mismo, paseando y conversando con los literatos; y a los que tenían negocios públicos los auxiliaba en lo que le habían menester; en una palabra: su casa era un domicilio y un pritaneo griego para todos los que venían a Roma. Estaba familiarizado con toda filosofía, y a toda se mostraba tan benigno como era inteligente; pero fue particularmente adicto desde el principio a la Academia, no a la que se llamaba nueva, sin embargo de que florecía entonces con los discursos de Carnéades, por medio de Filón, sino a la antigua, que tenía por maestro y caudillo en aquella era a Antíoco Ascalonita, varón elocuente y de gran elegancia en el decir; y habiendo procurado Luculo hacerle su amigo y comensal, sostenía la oposición contra los alumnos de Filón, siendo Cicerón uno de ellos, el cual escribió un tratado bellísimo en defensa de su secta, y en él, para la mejor comprensión, hizo que Luculo tomara una parte en la disputa, y él al contrario; y aun el mismo libro se intitula Luculo.

Eran entre sí, como ya se ha dicho, íntimos amigos, y seguían el mismo partido en las cosas de la República, pues Luculo no se había separado enteramente del gobierno, y sólo había abandonado desde luego a Craso y a Catón la contienda y disputa sobre quién sería el mayor y tendría más poder como llena de riesgos y contradicciones; por cuanto los que recelaban de la grande autoridad de Pompeyo habían tomado a éstos por defensores del Senado, a causa de no haber querido Luculo tomar el primer lugar. Bajaba, sin embargo, a la plaza pública por servir a los amigos, y al Senado, si era necesario contrarrestar en algo la ambición y poder de Pompeyo; así invalidó las disposiciones tomadas por éste después de haber vencido a los dos reyes; y como hubiese propuesto un repartimiento a los soldados, impidió que se diese, ayudado de Catón; de manera que Pompeyo tuvo que acudir a la amistad, o por mejor decir, a la conjuración de Craso y César; y llenando la ciudad de armas y de soldados, hizo que pasaran por fuerza sus decretos, expeliendo de la plaza a Catón y Luculo.

Como los buenos ciudadanos se hubiesen indignado de este proceder, sacaron los pompeyanos a plaza a un tal Veccio, suponiendo que le habían sorprendido estando en acecho contra Pompeyo. Cuando aquel fue interrogado sobre este hecho, en el Senado, acusó a otros; pero ante el pueblo nombró a Luculo, diciendo ser quien le había pagado para asesinar a Pompeyo; nadie, sin embargo, le dio crédito, siendo a todos bien manifiesto que aquellos le habían sobornado para levantar semejante calumnia, lo que todavía se descubrió más a las claras cuando, al cabo de muy pocos días, fue Veccio arrojado a la calle, muerto, desde la cárcel, diciéndose que él se había dado muerte; pues viéndose en el cadáver señales del lazo y de heridas, se entendió haberle muerto los mismos que le sedujeron.

XLIII.— Con esto todavía se apartó más Luculo de los negocios; y cuando después Cicerón salió desterrado y Catón fue enviado a Chipre, entonces les dio enteramente de mano. Dícese, además, que antes de morir se le perturbó la razón, desfalleciendo poco a poco; pero Cornelio Nepote refiere que no la perdió Luculo por la vejez o por enfermedad, sino que fue alterada por una bebida que le propinó Calístenes, uno de sus libertos; y que el habérsela propinado fue para que Luculo le amase más, creyendo que la bebida tenía esta virtud; y por fin, que con ella se le ofendió y alteró la razón en términos de haber sido preciso que, viviendo él, se encargase el hermano de la administración de su hacienda. Con todo, apenas murió, como si hubiera fallecido en lo más floreciente de su mando y de su gobierno, sintió el pueblo su muerte, concurriendo a sus exequias; y llevado el cadáver a la plaza por los jóvenes más principales, quería por fuerza sepultarle en campo Marcio, donde había sepultado a Sila; pero como nadie estaba prevenido para esto, ni era fácil que se tomaran las convenientes disposiciones, alcanzó el hermano, a fuerza de razones y de ruegos, que permitiese se hiciera el entierro en el lugar preparado al intento, cerca de Túsculo. No vivió él mismo después largo tiempo, sino que, así como había seguido de cerca al hermano en edad y en gloria, le siguió también en el tiempo del fallecimiento, habiendo sido muy amante de su hermano.

COMPARACIÓN DE CIMÓN Y LUCULO

I.— En lo que más debe ser tenido por feliz Luculo es en el tiempo de su fallecimiento, porque se verificó antes del trastorno de la República, que con las guerras civiles preparaba el hado; anticipóse a morir y terminar la vida cuando la patria, si bien estaba ya enferma, era todavía libre; y esto mismo es en lo que más conviene y se conforma con Cimón, que también murió cuando las cosas de los Griegos no habían decaído aún, sino que estaban en su auge; bien que éste acabó sus días en el ejército y con el mando, sin abandonar los negocios ni aflojar en ellos, y sin tomar, por último, premio de las armas, de las expediciones y de los trofeos, los banquetes y las francachelas, que es en lo que Platón reprende a los de los misterios de Orfeo, atribuyéndoles haber dicho que el premio en la otra vida de los que se conducen bien en ésta es una embriaguez eterna. Pues si bien el ocio, el reposo y el tiempo pasado en los coloquios, que dan placer y enseñan, son entretenimiento muy propio y conveniente de un hombre anciano que quiere descansar de los afanes de la guerra y del gobierno, referir las acciones laudables al placer como al último fin, y pasar el resto de los días, después de las guerras y de los mandos, en los festejos de Venus, en divertirse y regalarse, esto no es digno ni de la Academia, tan justamente celebrada, ni de un imitador de Jenócrates, sino de uno que se inclina a la escuela de Epicuro. Cosa, por cierto, bien extraña, pues que, por términos contrarios, la juventud de Cimón parece haber sido reprensible y suelta, y la de Luculo aplicada y sobria. De mudanzas, la más laudable es la que se hizo en mejor, porque también es índole más apreciable aquella en que envejece y decae lo malo y lo bueno florece y persevera.

Con haberse hecho ricos ambos de un mismo modo, no del mismo modo usaron de la riqueza, pues no es razón comparar con la muralla austral de la ciudadela, concluida con los caudales que trajo Cimón, aquellas viviendas de Nápoles y aquellos miradores deliciosos que edificó Luculo con los despojos de los bárbaros; ni debe ponerse en cotejo con la mesa de Cimón la de Luculo; con la que era republicana y modesta, la que era regalada y propia de un sátrapa; pues la una con poco gasto mantenía diariamente a muchos, y la otra consumía grandes caudales con unos pocos dados a la glotonería; a no ser que el tiempo fuese la causa de esta diferencia, pues no sabemos, a haber caído Cimón después de sus hazañas y de sus expediciones en una vejez distante de la guerra y de los negocios de república, si habría llevado todavía una vida más muelle y más entregada a los placeres, porque era aficionado a beber, amigo de reuniones y censurado, como hemos dicho, en punto a mujeres; y los triunfos y felices sucesos, así en lo político como en la guerra, procurando otros placeres, no dejan lugar a los malos deseos, ni siquiera dejan que nazca la idea en los que son por carácter emprendedores y ambiciosos; por tanto, si Luculo hubiera continuado hasta la muerte combatiendo y mandando ejércitos, me parece que ni el más severo y rígido censor había de haber encontrado que reprender en él. Esto por lo que toca al tenor de vida de ambos.

II.— En las acciones de guerra es indudable que uno y otro se acreditaron por mar y por tierra de excelentes caudillos; mas así como entre los atletas, los que en un solo día y en una sola contienda alcanzan todas las coronas, por una loable costumbre llevan el nombre de vencedores inesperados, de la misma manera Cimón, habiendo coronado a la Grecia en un solo día por un combate de tierra y otro de mar, es justo que tenga cierto lugar preferente entre los generales. A Luculo fue la patria quien le dio el mando; Cimón, a la patria; aquel, teniendo ésta el mando para con los aliados, dominó a los enemigos, y Cimón, habiéndose encargado del mando cuando su patria seguía el imperio ajeno, hizo que a un tiempo se sobrepusiera a los aliados y a los enemigos, obligando a los Persas, con haberlos vencido, a separarse del mar, y persuadiendo a los Lacedemonios que voluntariamente se desistieran del imperio de él.

Y si la obra mayor de un general es ganarse las voluntades con la benevolencia, Luculo fue despreciado de sus propias tropas, y Cimón venerado y aplaudido de los aliados; aquel se vio abandonado de los suyos, y a éste se le unieron los extraños; el uno salió mandando, y volvió solo y desamparado, y el otro regresó dando órdenes a aquellos mismos con quienes al ser enviado obedecía lo que se le mandaba; habiendo alcanzado a un mismo tiempo para su ciudad las tres cosas más difíciles con los enemigos, la paz, sobre los aliados, el imperio, y de los Lacedemonios, el reconocimiento voluntario de superioridad.

Tomando por su cuenta uno y otro acabar con Estados de gran poder y trastornar toda el Asia, no pudieron venir al cabo de sus empresas; pero el uno sólo tuvo contra sí la fortuna, habiendo muerto en el ejército cuando todo le sucedía prósperamente, y al otro nadie podría eximirle enteramente de culpa, bien ignorase las disensiones y quejas del ejército, o bien no acertase a cortarlas antes de que llegasen a una abierta rebelión, ¿o quizá alcanzó también algo de esto a Cimón?: porque los ciudadanos le suscitaron causas, y por fin le desterraron por medio del ostracismo, para no oír en diez años su voz, según expresión de Platón; y es que los de carácter aristocrático conforman poco con la muchedumbre, y no saben el modo de agradarle, sino que, más bien, usando de rigor para corregir, son molestos a los perturbadores, al modo que las ligaduras de los cirujanos, sin embargo de que con ellas ponen en su natural estado las articulaciones; así, acaso será necesario disculpar en este punto a entrambos.

III.— Luculo llevó la guerra mucho más lejos: fue el primero que llegó más allá del Tauro con un ejército: pasó el Tigris; tomó e incendió las cortes de los reyes, Tigranocerta, los Cabirios, Sinope y Nísibis, extendiendo la dominación romana por el Norte hasta el Fasis, por el Oriente hasta la Media y por el Austro hasta el mar Rojo, por medio de los reyes de la Arabia. Desbarató y deshizo el poder de ambos monarcas, no habiéndole faltado más que la materialidad de coger las personas, a causa de que, a manera de fieras, huyeron a refugiarse en desiertos y bosques inaccesibles y de nadie antes pisados. Porque los Persas, como no habían recibido de Cimón considerable daño, muy luego volvieron contra los Griegos y destrozaron sus fuerzas en el Egipto; pero después de Luculo nada dieron ya que hacer Tigranes y Mitridates, pues que éste, enflaquecido y acoquinado con los primeros combates, ni una sola vez se atrevió a sacar ante Pompeyo sus tropas del campamento, sino que bajó en huída al Dósforo, y allí falleció; y Tigranes, él por si mismo, se presentó a Pompeyo, postrándose desnudo ante él, y quitándose la diadema de la cabeza la puso a sus pies, adulando a Pompeyo con una prenda que, más bien que a él, pertenecía al triunfo de Luculo; así, se dio por muy contento cuando recobró los símbolos del reino, reconociendo que ya antes los tenía perdidos; por tanto, es mejor general como mejor atleta el que deja más cansado y debilitado a su contrario. Además de esto, Cimón encontró ya quebrantadas las fuerzas de los Persas y abatido su orgullo con las grandes derrotas que les habían causado y con las incesantes huidas a que los habían obligado Temístocles, Pausanias y Leotíquidas; acometiólos en este estado, y hallándolos ya decaídos y vencidos en los ánimos, le fue muy fácil triunfar de los cuerpos; en cambio, Luculo postró a Tigranes cuando, vencedor en muchos combates, estaba todavía en la plenitud de su poder. En el número no sería tampoco razón comparar los que por Cimón fueron vencidos con los que se reunieron contra Luculo; de manera que al que todo quisiera confrontarlo le había de ser muy difícil el determinarse, pues aun la naturaleza superior parece haberse mostrado aficionada a entrambos, anunciando al uno aquello que le convenía ejecutar, y al otro, aquello de que debía guardarse, habiendo tenido uno y otro en su favor el voto de los Dioses, como dotados de una índole generosa y casi divina.

NICIAS Y MARCO CRASO

I.— Pues nos parece que no vamos fuera de razón en comparar con Nicias a Craso y las derrotas causadas por los Partos con las sucedidas en la Sicilia, juzgamos oportuno rogar y amonestar a los que lean estas vidas no sospechen que en la narración de los hechos relativos a ellas, en la que Tucídides, excediéndose a sí mismo en la vehemencia, en la energía y en la elegancia, se hizo verdaderamente inimitable, hemos de incurrir en el mismo defecto que Timeo, el cual, lisonjeándose de superar a Tucídides en la facundia y de hacer ver que Filisto era rudo y vulgar, se mete con su historia por medio de los combates de tierra y de mar y por las arengas, en cuya descripción aquellos sobresalieron, no siquiera

A pie corriendo cabe el lidio carro,

como dice Pindaro, sino mostrándose del todo molesto, pueril y, según expresión de Dífilo, torpe y obeso, engordado en la grasa siciliana, y por lo más, arrimándose al modo de decir de Jenarco. Como cuando dice que debieron tener los Atenienses a mal agüero el que el general tomaba su nombre de la victoria, repugnara aquella expedición; igualmente que en la mutilación de las estatuas de Hermes les significaron los Dioses que les vendrían muchos males en aquella guerra de parte de Hermócrates, hijo de Hermón, y también que era natural, por una parte, que Heracles diera auxilio a los Siracusanos, por respeto a Cora, que le entregó el Cerbero, y que, por otra, mirara con odio a los Atenienses, por haber salvado a los Egesteos, descendientes de los Troyanos, cuando él, ofendido por Laomedonte, asoló su ciudad. Mas quizá era propio de la elocuencia de este escritor, como el decir tales sandeces, querer mejorar la dicción de Filisto e insultar a Platón y a Aristóteles. En cuanto a mí, la contienda y emulación con otros acerca del estilo en general me parece insulsa y repugnante; pero si es en cosas que no pueden imitarse, téngola por la última necedad. Por tanto, los hechos de Nicias, referidos por Tucídides y Filisto, ya que no es posible pasarlos del todo en silencio, especialmente los que dan a conocer la conducta y disposición de este hombre ilustre, escondidas entre sus muchas y grandes adversidades, los tocaré ligeramente y en sólo lo preciso; pero los que, por lo común, no son conocidos, a causa de haber sido separadamente notados por diferentes autores, o bien por haberse de tomar de presentallas y decretos antiguos, éstos los recogeré con esmero, no para tejer una historia inútil, sino tal que presente bien la índole y las costumbres.

NICIAS

II.— De Nicias, lo primero que se ofrece decir es lo que escribió Aristóteles; a saber: que eran tres los que sobresalían entre los ciudadanos y tenían benevolencia y amor patrio para con el pueblo: Nicias, hijo de Nicérato; Tucidides, hijo de Milesio, y Terámenes, hijo de Hagnin, en menor grado éste que los otros, pues que en cuanto a linaje le motejaron de extranjero oriundo de Ceo, y en cuanto a gobierno, por no haberse mantenido firme en un partido, sino andar continuamente variando, fue llamado Coturno. De éstos, era Tucidides el de más edad, y puesto al frente de los mejores y más principales ciudadanos contradijo en muchas cosas a Pericles, que afectaba popularidad. El más joven era Nicias; pero aun en vida de Pericles fue ya tenido en aprecio, hasta llegar a ser general con él y tener por sí solo mando muchas veces. Muerto Pericles, al punto fue llamado a ocupar el primer lugar, principalmente por los ricos y los nobles, que lo contraponían a la insolencia y osadía de Cleón; y aun tuvo el favor del pueblo, que también contribuyó a su adelantamiento; si bien Cleón alcanzó grande autoridad con guiarlo como a viejo y otorgarle salario, aun de los mismos a quienes favorecía, al ver su codicia, su orgullo y su temeridad, los más se ponían de parte de Nicias: por cuanto, aunque tenía gravedad, no era ésta severa y enfadosa, sino mezclada con cierta modestia, que atraía a los más, por lo mismo que mostraba timidez; y es que, siendo por naturaleza irresoluto y desconfiado, en la guerra su buena suerte ocultó su miedo, habiendo salido siempre vencedor en sus expediciones; mas, para el gobierno, su pusilanimidad y su temor a los calumniadores llegaban a parecer populares, y le ganaban el afecto de la plebe, que recela de los que hacen poca cuenta de ella y adelanta a los que la temen, pues en general, para la muchedumbre, el mayor honor de parte de los más poderosos es el que no la desprecien.

III.— Mientras Pericles manejó la ciudad, estando dotado de una virtud verdadera y de una poderosa elocuencia, no tuvo necesidad de otros amaños ni de ningún otro prestigio; pero Nicias, que no tenía aquellas prendas, abundando en bienes de fortuna, con ellos ganaba popularidad; faltándole disposición para rivalizar con la flexibilidad y las lisonjas de Cleón, logró atraerse con los coros, con los espectáculos y con otros medios de esta especie, el favor del pueblo, aventajándose en magnificencia y gusto a todos los de su tiempo, y aun a cuantos le habían precedido. Subsisten todavía, de las ofrendas que hizo, el Paladion del alcázar, habiendo perdido el dorado, y el templete que se conserva en el templo de Baco entre los trípodes ofrecidos en iguales ocasiones: porque conduciendo coros venció muchas veces, y en ninguna fue vencido. Dícese que en uno de estos coros compareció representando en el adorno a Baco un esclavo suyo, de hermosa disposición y figura, todavía imberbe y que, habiéndose agradado los Atenienses de su presencia, y aplaudido y palmoteado por largo rato, levantándose Nicias había expresado que tenía a sacrilegio que estuviese en la esclavitud un cuerpo celebrado por su semejanza con el dios, y había dado la libertad a aquel mozo. También se conservan en la memoria, como brillantes y dignos de tan alto objeto, los festejos que hizo en Delo; era lo regular de los coros enviados por las ciudades a cantar las alabanzas de Apolo, durante la navegación, fuesen como a cada uno le cogía, y que, acudiendo mucha gente a la llegada de la nave, se les hiciera cantar sin ningún orden, saltando en tierra en confusión y tomando las coronas y los trajes de la misma manera; mas él, cuando condujo la teoría, aportó a Renea con el coro, con las víctimas y todas las prevenciones, y llevando desde Atenas un puente, construido con las dimensiones convenientes, y adornado magnificamente con dorados, con colores, con coronas y alfombras, por la noche lo echó sobre el espacio que media entre Renea y Delo, que no es grande. Al día siguiente, al amanecer, condujo la procesión que se hacía al dios, y el coro, adornado primorosamente y cantando, y los pasó por el puente. Después del sacrificio, del combate y del festín, presentó al dios, en ofrenda, una palma de bronce, y habiendo comprado un terreno en diez mil dracmas se lo consagró, con destino a que de sus rentas tomaran los de Delo lo necesario para sacrificar y dar un banquete, rogando a los dioses por la prosperidad de Nicias. Porque así lo hizo escribir en la columna que dejó en Delo como monumento de esta dádiva, y la palma, quebrantada de los vientos, vino a caer sobre la estatua grande de los de Naxo y la hizo pedazos.

IV.— En estas cosas suele haber mucho de ostentación y vanagloria, como es bien sabido; pero atendiendo el carácter y las costumbres de Nicias para todo lo demás, podía, no sin violencia, colegirse que aquel esmero y toda aquella pompa era consecuencia de su religiosidad, porque le hacían demasiada impresión las cosas superiores y era dado a la superstición, según nos lo dejó escrito Tucídides. Así, se dice, en un cierto diálogo de Pasifonte, que todos los días ofrecía sacrificios a los dioses, y que, teniendo en casa un agorero, fingía consultarle sobre las cosas públicas, cuando regularmente no era sino, sobre las suyas propias, especialmente sobre sus minas de plata, porque poseía minas de este metal en Laurio, que le daban grandes utilidades, aunque el trabajo de ellas no carecía de peligro. Mantenía allí gran número de esclavos, y en esto consistía la mayor parte de su hacienda, por lo cual tenía siempre alrededor de sí muchos que le pedían y a quienes socorría, pues no era menos dadivoso con los que podían hacer mal que con los que eran dignos de sus liberalidades; en una palabra: con él era una renta para los malos su miedo y para los buenos su beneficencia. Dan de esto testimonio los poetas cómicos. Teleclides escribía así contra un calumniador:

Ni una mina partida por el medio le dio Carleles
por que le tapase que entre los hijos que su madre tuvo
él fue el primero que salió del saco.
Nicias de Nicerato diole cuatro;
mas aunque de este don yo sé la causa, no la diré,
que Nicias es mi amigo, y obra a mi juicio con notable acuerdo.

Y aquel a quien zahiere Éupolis en su comedia intitulada Maricas, sacando a la escena a uno de los holgazanes y mendigos, se explica así:

—¿Cuánto ha que viste a Nicias?
—Nunca le había visto; mas ahora
ha poco que le vi estar en la plaza.
—Notad que éste confiesa claramente
que en la plaza con Nicias se ha encontrado;
y si de traición no, ¿qué tratarían?
¿No escucháis, camaradas,
cómo Nicias fue en el delito mismo sorprendido?
—Andad, menguados; no es para vosotros
en mal caso coger a hombre tan bueno.

Y el Cleón de Aristófanes, en tono de amenaza dice:

El cuello apretaré a los oradores,
y a Nicias causaré miedo y espanto.

También Frínico da idea de lo tímido y espantadizo que era, en los siguientes versos:

Era buen ciudadano, lo sé cierto,
y no al modo de Nicias lo verían
andar siempre con aire asustadizo.

V.— Viviendo siempre con este temor de los calumniadores, no cenaba con ninguno de los ciudadanos, ni trataba con ellos, ni asistía a sus ordinarias creaciones; en una palabra: no gustaba de semejantes pasatiempos, sino que, cuando era arconte, permanecía en el consistorio hasta la noche, y del Senado salía el último, habiendo entrado el primero; y cuando no tenía negocio público alguno, no se dejaba ver ni admitía a nadie, quieto siempre y encerrado en casa. Sus amigos recibían a los que concurrían a hablarle, y les pedían que le disculparan, porque estaba ocupado en negocios públicos de grande urgencia e importancia. El que principalmente representaba esta farsa, y se desvivía para conciliarle autoridad y opinión, era Hierón, que se había criado en su casa, y a quien el mismo Nicias había ejercitado en las letras y en la música. Dábase por hijo de Dionisio, a quien apellidaron Calco, y de quien se conservan todavía algunas poesías, y que, enviado de comandante de una colonia mandada a Italia, fundó la ciudad de Turios. Este, pues, trataba con los agoreros, de parte de Nicias, en la interpretación de los prodigios y los arcanos, y hacía correr en el pueblo la voz de que Nicias llevaba, por sólo el bien de la república, una vida infeliz y trabajosa, pues ni en el baño ni en la mesa dejaban de ocurrirle asuntos graves, teniendo abandonados sus intereses por cuidar los de su pueblo; tanto, que nunca se acostaba sino cuando los demás habían dormido el primer sueño. De donde provenía estar también su salud quebrantada, y no tener gusto ni humor para conversar con sus amigos, habiendo llegado a perderlos por los negocios públicos, justamente con su hacienda; cuando los demás, ganando amigos y enriqueciéndose con las magistraturas, lo pasan muy bien y se divierten en el gobierno. Y en realidad de verdad, tal venía a ser la vida de Nicias, por lo que él mismo se aplicó aquel epifonema de Agamenón:

La majestad preside a nuestra vida;
mas de la multitud somos esclavos.

VI.— Observando que el pueblo se valía a veces de la prudencia y experiencia de los insignes oradores y sobresalientes políticos, pero que siempre se recelaba y resguardaba de su habilidad, oponiéndose a su esplendor y su gloria, como se veía bien claro en la condenación de Pericles, en el destierro de Damón, en la desconfianza que manifestó la muchedumbre para con Anfitón Ramnusio, y sobre todo en lo ocurrido con Paques, el que tomó a Lesbo, que al dar las cuentas de su expedición, sacando en el mismo tribunal la espada, allí se quitó la vida, procuraba huir de las expediciones arduas y difíciles, y cuando iba de general consultaba mucho a la seguridad, con lo que lograba vencer, como era natural; mas, con todo, no atribuía estos sucesos ni a su inteligencia, ni a su poder, ni a su valor, sino a la fortuna, y se acogía a los dioses, sustrayéndose a la envidia que sigue a la gloria. Convienen con esto los mismos hechos: pues que habiendo sufrido la república en aquel tiempo muchos y grandes descalabros, en ninguno absolutamente tuvo parte; cuando en la Tracia fue vencida por los de Calcis, iban de generales Calíadas y Jenofonte; la derrota de Etolia se verificó siendo arconte Demóstenes; en Delio perdieron mil hombres mandando Hipócrates, y de la peste, la culpa se echó principalmente a Pericles, por haber encerrado en el recinto de la ciudad, a causa de la guerra, a todos los habitantes de la comarca, habiéndose aquella originado de la mudanza de aires y de género de vida. Nicias, pues, se conservó inculpable en todas estas desgracias, y, yendo de general, tomó a Citera, isla muy bien situada para hacer la guerra a la Laconia, y que estaba habitada de Lacedemonios. Recobró también y atrajo a muchos pueblos de Tracia que se habían rebelado. Habiendo encerrado dentro de los muros a los de Mégara, al punto se apoderó de la isla Minoa, y de allí a poco, partiendo de aquel punto, sujetó a Nisea. Bajó de allí a Corinto, y en batalla campal venció su numeroso ejército y a Licofrón, su general. Sucedióle en esta ocasión haberse dejado los cadáveres de dos de sus deudos, por no haberlos echado de menos al tiempo de recoger los muertos. Luego que lo advirtió, hizo alto con el ejército, y envió un heraldo a los enemigos, para tratar de recobrarlos. Según cierta ley y costumbre con ella conforme, los que recogían los muertos, en virtud de convenio, se entendía que renunciaban a la victoria, y no les era permitido levantar trofeo, porque vencen los que quedan dueños, y no quedan dueños los que ruegan, como que no está en su poder tomar lo que piden. Pues, con todo, más quiso hacer el sacrificio del vencimiento y de su gloria que dejar insepultos a dos ciudadanos. Taló, pues, todo el país litoral de la Laconia, y venciendo a los Lacedemonios que se le opusieron tomó a Tirea, guarnecida por los Eginetas, y a los que apresó los trajo cautivos a Atenas.

VII.— Como Demóstenes hubiese fortificado a Pilo, al punto acudieron por tierra y por mar los Lacedemonios y, trabada batalla, hubieron de dejar de los suyos en la isla Esfacteria hasta cuatrocientos hombres. Parecíales a los Atenienses cosa importante, como lo era, en realidad, apoderarse de ellos; pero el cerco se presentaba difícil y trabajoso en un país que carecía de agua, y para el que el acopio de provisiones, aun en verano, tenía que hacerse con un rodeo muy largo, hallándose por lo mismo en el invierno enteramente falto de todo; teníalos esto disgustados, y estaban pesarosos de haber despedido la legación que los Lacedemonios les habían enviado para tratar de paz. Habíanla despedido a instigación de Cleón, principalmente con la mira de mortificar a Nicias, porque era su enemigo; y viendo que se había puesto de parte de los Lacedemonios, esto bastó para que inclinase al pueblo a votar contra el tratado. Yendo, pues, largo el sitio, y recibiéndose noticias de que el ejército padecía de una escasez suma, se mostraban muy enconados contra Cleón, el cual se volvía contra Nicias, echándole la culpa y acusándole de que por sus temores y su flojedad dejaba allí aquellos hombres, cuya rendición no habría costado tanto tiempo a haber él tenido el mando. Ofrecióseles al punto a los Atenienses decirle: «¿Pues por qué no te embarcas y marchas contra ellos?». Levantóse también Nicias, y abdicó en él el mando sobre Pilo, proponiéndole que tomase la fuerza que quisiese y no anduviera echando baladronadas sobre seguro, en lugar de hacer cosa que fuera de importancia. Él, al principio, calló, turbado con tan inesperada salida; pero como insistiesen todavía los Atenienses y Nicias esforzase la voz, se acaloró, y picado de pundonor tomó a su cargo la expedición, y al dar la vela puso el término de veinte días, diciendo que, dentro de ellos, o había de acabar allí con los Lacedemonios, o los había de traer vivos a Atenas, de lo que los Atenienses se rieron mucho, bien lejos de creerlo, porque ya estaban acostumbrados a tomar a diversión y risa sus jactancias y sus sandeces. Pues se cuenta que, celebrándose un día junta pública, el pueblo, sentado, estuvo esperando largo rato, y ya, bien tarde, se presentó en la plaza con corona sobre las sienes, y pidió que la junta se dilatase hasta el día siguiente: «Porque hoy —dijo— estoy ocupado, teniendo a cenar unos forasteros, después que he hecho a los dioses sacrificio», y que los Atenienses se levantaron y disolvieron la junta.

VIII.— Favorecióle entonces la fortuna, y habiéndose manejado bien en la expidición al lado de Demóstenes, dentro del término que prefijó, a cuantos Espartanos no murieron en el combate los trajo esclavos, habiéndosele rendido a discreción. Volvióse esto en gran descrédito de Nicias, pareciendo una cosa más torpe y fea todavía que arrojar el escudo el abandonar por miedo, espontáneamente, el mando, y, despojándose a sí mismo de la autoridad, proporcionar al enemigo la ocasión de tan brillante triunfo. Motejóle de nuevo con este motivo Aristófanes, en su comedia titulada Las aves, diciendo:

Pues no, no es tiempo de dormirnos éste,
ni de dar largas, imitando a Nicias.

Y en la de Los labradores dice asimismo:

—Quiero labrar mis campos.
—¿Quién te estorba?
—Vosotros, y mil dracmas os prometo
si exento me dejáis de todo mando.
—Las aceptamos; pues dos mil tendremos
con las que ya de Nicias recibimos.

Y en verdad que hizo notable daño a la ciudad dejando que adquiriera Cleón tanto crédito y poder, con el que, tomando nuevo arrojo y una osadía inaguantable, entre otros males que acarreó a la república, de los que no le cupo a Nicias poca parte, le hizo el de destruir el decoro de la tribuna, siendo el primero que en las arengas gritó descompasadamente, se dejó abierto el manto, se golpeó los muslos e introdujo el dar carreras estando hablando; con lo que engendró en los que después de él manejaron los negocios un absoluto olvido y desprecio de toda dignidad: causa principalísima del trastorno y confusión que de allí a poco sobrevino a la república.

IX.— Empezaba ya entonces a mostrarse en Atenas Alcibíades, otro orador no tan descompuesto, pero de quien podía decirse lo que de la tierra de Egipto; pues como ésta, por su gran fertilidad, produce

Muchas útiles plantas, y, a su lado,
otras muchas nocivas y funestas,

de la misma manera la índole de Alcibíades, propensa igualmente al bien que al mal, dio ocasión a grandes innovaciones. Por tanto, aunque Nicias llegó a verse desembarazado de Cleón, no tuvo tiempo de tranquilizar y afianzar del todo la república, sino que, habiendo conseguido llevarla por el buen camino, la apartó de él la violencia y fogosidad de Alcibíades, impeliéndole otra vez a la guerra, lo que sucedió de esta manera: Los que principalmente se oponían a la paz de la Grecia eran Cleón y Brásidas: aquel, porque en la guerra no se descubría tanto su maldad, y éste, porque en ella resplandecía más su virtud; como que al uno le daba ocasión para grandes injusticias y al otro para gloriosos triunfos. Mas, como ambos hubiesen muerto en la misma batalla, que fue la de Anfípolis, hallando Nicias a los Espartanos deseosos muy de antemano de la paz, y a los Atenienses con poca confianza de sacar partido de la guerra, y a unos y a otros fatigados y en disposiciones de deponer con el mayor gusto las armas, trabajó por ver cómo conciliar amistad entre las ciudades, y aliviar y dar reposo a los demás Griegos de los males que sufrían, haciendo para en adelante seguro y estable el sabroso nombre de felicidad. Y lo que es a los ancianos, a los ricos, y a las gentes del campo, desde luego los encontró con disposiciones pacíficas; en cuanto a los demás, hablando a cada uno en particular, y procurando convencerlos, logró también retraerlos de la guerra; y cuando así lo hubo ejecutado, dando ya esperanzas a los Espartanos, los excitó y movió a que se presentaran a pedir la paz. Fiáronse de él, ya por su conocida probidad, ya también porque a los cautivos y a los rendidos de Pilo, cuidándolos y visitándolos con humanidad, les hacía más llevadera su desgracia. Habían ya antes ajustado treguas por un año, durante las cuales, reuniéndose unos con otros, y gustando otra vez de sosiego y descanso, y del trato con los propios y con los extranjeros, se les había encendido un vivo deseo de aquella vida exenta de inquietudes y de riesgos; así, oían con gusto a los coros cuando cantaban:

Quédate ¡oh lanza! a ser despojo inútil
donde enreden su tela las arañas.

Érales también sabroso traer a la memoria aquel gracioso dicho de que a los que en la paz toman el sueño no los despiertan las trompetas, sino los gallos. Abominando, pues, y maldiciendo a los que suponían tener el hado dispuesto de aquella guerra se prolongara por tres veces nueve años, trataron y conferenciaron entre sí e hicieron la paz. Formóse entonces generalmente la idea de que aquella reconciliación era estable, y todos tenían siempre a Nicias en los labios, diciendo que era un hombre amado de los dioses, a quien su buen Genio había concedido, por su piedad, que del mayor y más apreciable bien entre todos hubiera tomado el nombre; porque, realmente, así creían obra suya la paz, como de Pericles la guerra; pareciéndoles que éste, por muy pequeños motivos, había arrojado a los Griegos en grandes calamidades, y que aquel les había hecho olvidar los mutuos agravios, volviéndolos amigos. Por tanto, esta paz, hasta el día de hoy, se llama nicia.

X.— Convínose por los tratados en que se restituirían recíprocamente las tierras, las ciudades y los cautivos que tuviesen, sorteándose sobre quiénes habían de ser los primeros a restituir; y Nicias sobornó con su dinero la suerte, para que fuesen los primeros los Lacedemonios: así lo refiere Teofrasto. Viendo que los Corintios y Beocios oponían dificultades y que con diferentes achaques y quejas procuraban otra vez encender la guerra, persuadió Nicias a los Atenienses y Lacedemonios a que a la paz añadieran la alianza, como un refuerzo y nuevo vínculo, con el que se hiciera más temibles a los disidentes y se estrecharan más entre sí. Verificado esto, Alcibíades, que no tenía genio de estarse quieto, y que se hallaba resentido de los Lacedemonios, porque, no haciendo cuenta de él y mirándole con desdén, se manifestaban adictos a Nicias, se propuso desde luego minar la paz, y aunque por entonces nada pudo adelantar, como de allí a poco no se mostrasen ya los Lacedemonios tan complacientes con los Atenienses, y antes pareciese que empezaban a hacerles agravios en haber formado alianza con los Beocios y no haber entregado en pie las ciudades de Panacto y Anfípolis, aferrándose en estas causas procuraba acalorar al pueblo, haciéndoselas presentes a toda hora. Finalmente, habiendo hecho venir una legación de Argos para entablar alianza con los Atenienses, trabajaba para que lo consiguiese. Vinieron en esto embajadores de los Lacedemonios con plenos poderes, y como, presentándose al Senado, hubiesen dado idea de admitir toda condición justa y moderada, temeroso Alcibíades de que con sus proposiciones ganaran también al pueblo, desconcertó sus planes con una perfidia, ofreciéndoles, bajo juramento, que hallarían en él auxilio para cuanto quisiesen, con tal que no dijeran ni convinieran en que venían con plenos poderes, porque así saldrían mejor con su intento. Habiéndole dado crédito y unídose a él, fueron a Nicias, que los hizo comparecer ante el pueblo, y les preguntó si habían venido con plenos poderes para todo; y como dijesen que no, mudado repentinamente contra todo lo que podían esperar, llamó la atención del Senado sobre lo que acababan de decir, y excitó al pueblo a que no diera oídos ni crédito a unos hombres que tan abiertamente mentían y que ahora decían una cosa y luego la contraria. Quedaron tan pasmados como se deja conocer, y no teniendo el mismo Nicias nada que decir, de sorprendido y disgustado, al punto se decidió el pueblo a llamar y hacer venir a los de Argos, para concluir la alianza pero se puso de parte de Nicias un terremoto que en esto sobrevino, siendo causa de que se disolviese la junta. Congregada otra vez al día siguiente, ora con discursos y ora con ruegos, lo único que pudo alcanzar, y aun esto con dificultad, fue contener la negociación de los Argivos, y que a él se le enviase en legación a los Lacedemonios, con esperanza que dio de que todo se arreglaría a satisfacción. Pasando, pues, a Esparta, en todo lo demás le honraron como correspondía a un hombre de probidad y su apasionado; pero no habiendo podido concluir nada, suplantado por los del partido de los Beocios, hubo de volverse, no sólo desairado y con descrédito, sino también temeroso de lo que determinarían los Atenienses, disgustados y enfadados de que a su persuasión hubiesen tenido que restituir unos cautivos de tanta calidad: porque los traídos de Pilo eran de las primeras casas de Esparta, y tenían amigos y parientes entre los de mayor poder. No tomaron, sin embargo, en medio de su enojo, resolución ninguna violenta contra él, sino que nombraron general a Alcibíades, hicieron alianza al mismo tiempo que con los Argivos con los de Mantinea y los de Elea, que se habían rebelado a los Lacedemonios, y enviaron piratas a Pilo para molestar la Laconia: con lo que volvieron a ponerse en guerra.

XI.— Estaban Nicias y Alcibíades en lo más fuerte de su discordia, cuando hubo de tratarse de desterrar por el ostracismo, según costumbre recibida de que a cierto tiempo hiciera el pueblo mudar de país por diez años a uno de los que le fuesen sospechosos o que le causaran envidia por su gran crédito o por su riqueza. Estaban ambos en grande agitación y peligro, como que no podía dejar de ser el que el uno o el otro sufriera el destierro. Porque en Alcibíades vituperaban su abandonada conducta y temían de su arrojo, y en Nicias, además de mirarle con envidia por su riqueza, culpaban aquel aire poco afable y popular, o más bien intratable y oligárquico, que le hacía parecer de otra especie; y como repugnaba muchas veces a los deseos del pueblo, contradiciendo su modo de pensar, y violentándole en cierta manera hacía lo que creía conveniente, había venido a hacérseles odioso. En una palabra: la contienda era de los jóvenes y amigos de la guerra con los ancianos y amantes de la paz, queriendo los unos que la concha cayera sobre éste, y los otros sobre aquel.

Mas si por dos sobre un honor se alterca
no es nuevo que recaiga en un perverso;

así en esta ocasión, dividido el pueblo entre los dos, motivo a que se presentaran en la palestra los hombres más desvergonzados y corrompidos; de cuyo número era Hipérbolo Peritedes, hombre a quien no fue el poder el que le dio atrevimiento, sino que de ser atrevido pasó a tener poder, y de haber adquirido fama en la ciudad, a ser su afrenta y su infamia. Éste, pues, considerándose entonces muy distante del castigo de las conchas, cuando lo que verdaderamente le correspondía era un potro, esperaba que, cayendo cualquiera de aquellos dos, él iba a ser el rival del que quedase; así se veía bien a las claras que se alegraba de su división, y abiertamente acaloraba al pueblo contra ambos. Enterados Nicias y Alcibíades de esta maldad, se pusieron secretamente de acuerdo, y juntando en uno los dos partidos, lograron que el ostracismo no recayese sobre ninguno de los dos, sino sobre Hipérbolo. Al principio fue este cambio materia de diversión y risa para el pueblo; pero después ya lo sintieron, pareciéndoles que aquel recurso se había deshonrado, empleándose en un hombre indigno, pues tenían al ostracismo por una pena que honraba, y creían que, si bien era castigo para Tucídides, Aristides y otros semejantes, para Hipérbolo era una honra y motivo de jactancia el que fuese tratado, por su maldad, como lo habían sido los varones más excelentes; según que ya lo dijo Platón el cómico, hablando de él en estos versos:

Por sus maldades mereció esta pena;
mas, por su calidad, de ella era indigno:
porque no se inventó seguramente
para tan ruin canalla el ostracismo.

Así es que, después de Hipérbolo, ya nadie sufrió esta forma de destierro, sino que él fue el último, habiendo sido el primero Hiparco Colargueo, pariente del tirano. Mas ¡cuán cierto es que la fortuna está muy fuera del alcance del juicio humano, y que respecto de ella nada sirven nuestros raciocinios! Pues si Nicias, habiendo hecho caer sobre Alcibíades el peligro de las conchas, hubiera salido vencedor, arrojando a éste de la ciudad, habría quedado en ella con toda tranquilidad, y en caso de haber sido vencido, él habría tenido que salir antes de los últimos infortunios que le oprimieron, conservando la opinión del mejor general. No se me oculta haber dicho Teofrasto que cuando salió desterrado Hipérbolo era Féax, y no Nicias, el que entraba en disputa con Alcibíades, pero los más lo refieren de aquella manera.

XII.- Vinieron en esto legados de los Segestanos y Leontinos, con la pretensión de que los Atenienses enviaran una expedición contra la Sicilia; mas, sin embargo de que Nicias lo contradecía, aun antes de que sobre este objeto se celebrase junta pública, fue ya arrollado por las sugestiones, y, sobre todo, por la ambición de Alcibíades, el cual, con esperanzas, había ganado a la muchedumbre y con sus discursos la había alucinado, hasta tal punto, que los jóvenes en las palestras y los ancianos sentados en sus talleres o en sus reuniones diseñaban el plan de la Sicilia, describían el mar que la rodea y los puertos y sitios por donde más se avecina al África. Porque no se contentaban con ganar la Sicilia en aquella guerra, sino que la miraban como escala para entrar desde allí en lid con los Cartagineses, y dominar en el África y en todo aquel mar, hasta las columnas de Heracles. Viéndolos, pues, con semejantes proyectos, hizo esfuerzos Nicias por disuadirlos, pero halló muy pocos hombres de poder e influjo que se pusieran a su lado; porque la gente acomodada, por no dar idea de que huían de servir y de contribuir para el armamento de las galeras, nada hicieron o dijeron. Con todo, no desistió o se dio por vencido, sino que, aun después de acordada la guerra y de haber sido nombrado general juntamente con Alcibíades y Lámaco, todavía en otra junta habló y procuró hacer revocar el decreto, poniéndoles a la vista los inconvenientes; y aun excitó sospechas contra Alcibíades, indicando que con miras de ambición y de utilidad particular trataba de envolver a la república en una guerra difícil y ultramarina; pero estuvo tan lejos de adelantar nada, que antes, teniéndole con esto por más a propósito, a causa de su inteligencia y de su nimia previsión, que contrastarían muy bien con la osadía de Alcibíades y la prontitud de Lámaco, dieron a su elección mayor firmeza: porque, levantándose Demóstrato, que era el orador que más inflamaba a los Atenienses para aquella expedición, dijo que él haría callar a Nicias; y escribiendo un decreto por el que se daban a los generales plenas facultades para resolver y ejecutar acá y allá cuanto les pareciera, hizo que el pueblo lo sancionase.

XIII.— Dícese que por parte de los augures se propusieron también muchas cosas que contradecían aquella jornada; pero teniendo Alcibíades otros agoreros, presentó, de ciertos oráculos antiguos, uno en que se decía que les vendría a los Atenienses grande esplendor de parte de la Sicilia, y, además, le vinieron ciertos adivinos de Zeus Amón, trayéndole un oráculo, por el que se prometía que los Atenienses se apoderarían de todos los Siracusanos; pero los que les eran contrarios los ocultaban, por temor de que se tomasen a mal agüero. Lo que no era mucho, cuando no los contenían las señales más visibles y manifiestas, como la mutilación de los Hermes, que a todos en una noche les fueron cortadas las partes prominentes, a excepción de uno solo, llamado de Andócides, ofrenda de la tribu Egeide, y que estaba junto a la casa en que Andácides habitaba entonces; y como la atrocidad ejecutada en el ara de los Docedióses, la cual consistió en que un hombre se subió repentinamente sobre ella, y, abriendo las piernas, con una piedra se cortó las partes genitales. En Delfos había una estatua de oro de la Diosa Palas, colocada sobre una palma de bronce, ofrenda de Atenas, de los despojos tomados a los Medos: a éste, pues, la picotearon por varios días unos cuervos que vinieron volando, y el fruto de la palma, que era de oro, lo arrancaron a picotazos y lo echaron al suelo; pero los Atenienses decían que esto era invención de los de Delfos, ganados por los Siracusanos Prescribióseles en aquella misma sazón, por un oráculo, que trajeran de Clazómenas la Sacerdotisa de Atenea; y, enviándola a buscar, se halló que su nombre era Hesiquia, y en esto parece que el buen Genio de Atenas aconsejaba a aquellos ciudadanos que por entonces se estuviesen quietos. Bien fuera por temor de estos prodigios, o bien porque lo alcanzara por su ciencia, el astrólogo Metón, a quien se había dado entonces cierto mando, fingió dar fuego a su casa, como que estaba loco: aunque otros dicen que no fingió tal locura, sino que, habiendo incendiado su casa por la noche, se presentó en la plaza muy afligido, y pidió a los ciudadanos que, en atención a tan grande desventura, eximieran de la expedición a su hijo, que estaba nombrado prefecto de un trirreme para pasar a Sicilia. A Sócrates el Sabio le anunció su Genio, por los medios que tenía por costumbre, que aquella expedición se equipaba en ruina de la ciudad, lo que refirió a sus amigos y conocidos, habiendo corrido entre muchos esta especie. Para no pocos eran también motivo de inquietud los días en que salió la armada, porque celebraban las mujeres las fiestas de Adonis; y por todas partes se veían tendidos por las calles sus simulacros, y junto a ellos exequias y llantos de mujeres, por lo cual, los que dan importancia a estas cosas se mostraban disgustados y temían no fuera que aquel aparato y aquella fuerza que se ostentaban entonces, tan brillantes y florecientes, se marchitasen bien en breve.

XIV.— El que Nicias se opusiese a la expedición proyectada, sin dejarse seducir de lisonjeras esperanzas, y que no mudase de dictamen, deslumbrado con la brillantez de tan ilustre mando, no puede menos de merecerle la alabanza de hombre recto y prudente; pero después, cuando, habiéndolo intentado, no pudo apartar al pueblo de la guerra, ni lograr que lo exonerase de su encargo, sino que más bien éste como que le cogió de la mano y por fuerza le puso al frente de aquellas tropas, entonces ya no era tiempo de detenciones e irresoluciones, indisponiendo a sus colegas y malogrando el objeto con volver como un niño los ojos atrás desde la nave y quejarse continuamente de que sus discursos no hubiesen sido atendidos; sino que lo que convenía era apresurarse y cargar prontamente sobre los enemigos, a probar la suerte de los combates. Mas él lo que hizo fue contradecir al dictamen de Lámaco, que quería se marchara directamente a Siracusa. y que en sus inmediaciones se diera una batalla, y también al de Alcibíades, que tenía por lo mejor hacer que las ciudades abandonaran el partido de los Siracusanos, y, logrado esto, encaminarse contra ellos; con lo que, y con dar la orden de que, recorriendo con las naves la isla, se hiciera ostentación de las tropas y del número de galeras, y se volviesen después a Atenas, dejando una pequeña guarnición a los Egestanos, desconcertó desde un principio los proyectos de entrambos generales y les infundió grande desaliento. Llamaron, de allí a poco los Atenienses a Alcibíades, para ser juzgado, y entonces, aunque se le nombró segundo general, en el poder quedó de primero, y siempre continuó, o estándose quieto, o teniendo en movimiento las naves, o juntando consejos, dando lugar a que en su ejército se debilitase la esperanza, y los enemigos sacudiesen el asombro y terror que les causó la primera vista de tan poderosas fuerzas. Cuando se hallaba allí todavía Alcibíades, bien se dirigieron con sesenta naves contra Siracusa; pero contuvieron el mayor número de ellas, formándolas fuera, a la vista del puerto, y sólo con diez penetraron adentro, con el objeto de hacer un reconocimiento; y mientras, por medio de un heraldo, llamaban para que volviesen a su casa a los Leontinos, cogieron una nave enemiga que conducía unas tablas, en las que los Siracusanos se habían inscrito a sí mismos, cada uno en su tribu; y puestas lejos de la ciudad, en el templo de Zeus Olimpio, entonces las habían enviado a buscar, para hacer el recuento de los que se hallaban en edad de hacer el servicio militar. Cogidas que fueron, las presentaron a los generales, y al ver aquel inmenso número de nombres se sobrecogieron los adivinos, temiendo no fuese aquello lo significado por el oráculo cuando decía: «Los Atenienses se apoderarán de todos los Siracusanos». Aunque otros dicen que este oráculo había tenido ya pleno cumplimiento en otro tiempo, cuando Calipo el Ateniense dando muerte a Dion se apoderó de Siracusa.

XV.— No mucho después del regreso de Alcibíades desde Sicilia, toda la autoridad era ya de Nicias, pues aunque Lámaco era hombre de valor y justificación, y en las batallas peleaba denodadamente, se hallaba tan pobre y miserable, que en cada expedición se veían precisados los Atenienses a admitirle en las cuentas una pequeña cantidad para su vestido y calzado; y así a Nicias, ya por otras causas y ya también por su riqueza y por la gloria que había adquirido, era grande la preferencia que se daba. Cuéntase, por tanto, que, celebrando en una ocasión consejo de guerra, dio orden al poeta Sófocles para que, como el más anciano de los generales, diera el primero su dictamen, y éste le respondió: «Yo bien soy el más viejo, pero tú eres el más anciano». De esta manera, teniendo bajo de sí a Lámaco, sin embargo de ser mejor general que él, y no usando de sus fuerzas sino con una nimia reserva y cuidado, primero con recorrer la Sicilia, lejos siempre de los enemigos, dio a éstos mucho aliento, y después con haber acometido a Hibla, aldea despreciable, y haberse retirado sin tomarla, incurrió en el mayor desprecio. Finalmente, se retiró a Catana, sin haber hecho otra cosa que asolar a Hicara, aldea habitada por bárbaros, donde se dice haber caído cautiva la célebre ramera Lais, todavía mocita, que, vendida con los demás esclavos, fue llevada al Peloponeso.

XVI.— Al fin del verano, como entendiese que los Siracusanos, muy alentados ya, estaban resueltos a acometer los primeros, y la caballería se acercase con insolencia a su campamento, preguntando si habían venido a aumentar los habitantes de Catana o a restituir a sus casas a los Leontinos, determinóse Nicias, no sin repugnancia, a marchar a Siracusa. Queriendo sentar con seguridad y sosiego su campamento, envió cautelosamente, desde Catana, un hombre que avisara a los Siracusanos de que, si querían encontrar desierto el canipo de los Atenienses y tomarle con cuanto contenía, acudieran con todas sus tropas a Catana el día que les prefijó, pues que, no saliendo por lo regular los Atenienses de la ciudad, tenían pensado los amigos de los Siracusanos, cuando vieran que ellos venían, apoderarse de las puertas, y al mismo tiempo poner fuego a la escuadra; siendo muchos los que estaban en ello, no aguardando más que su llegada. Éste fue el golpe de maestro que Nicias dio en Sicilia, porque, sacando con esta estratagema todas las tropas de la ciudad, y dejándola en cierta manera vacía, pudo marchar de Catana, apoderarse de los puestos y establecer el campo en sitio donde los enemigos no le incomodaran con aquello en que les era inferior, y desde donde esperaba hacerles libremente la guerra con lo que le daba ventajas. Después, cuando al volver los Siracusanos de Catana se formaron delante de la ciudad, los acometió súbitamente Nicias con sus fuerzas, y los venció; mas no se hizo gran matanza en los enemigos, porque la caballería impidió que se les siguiera el alcance. Rompió entonces Nicias, y derribó los puentes, lo que hizo decir a Hermócrates, para dar ánimo a los Siracusanos: «¡Ridículo general es este Nicias, que busca medios para no pelear, como si no hubiera sido enviada a pelear su expedición!». Con todo, fue tan grande la sorpresa y el miedo que causó a los Siracusanos, que, en lugar de los quince generales que entonces tenían, eligieron otros tres, asegurándoles el pueblo con juramento que los dejaría obrar con las más plenas facultades. Hallábase cerca el templo de Zeus Olimpio, y los Atenienses pensaban en tomarle, por haber en él muchas y muy ricas ofrendas de oro y plata; pero Nicias, de intento, lo fue dilatando y dejando para otro día, no impidiendo que los Siracusanos introdujesen guarnición, por pensar que, si los soldados saqueaban aquellas preciosidades, ningún provecho había de resultar de ello a la república, y sobre él vendría a recaer la nota de impiedad. Ningún partido sacó de una victoria tan celebrada, y, pasados pocos días, se retiró a Naxo, donde pasó el invierno, haciendo exorbitantes gastos para mantener tan numeroso ejército y ejecutando cosas de muy poca entidad con algunos Sicilianos de los que habían abrazado su partido. Con esto, los Siracusanos cobraron otra vez ánimo, y dirigiéndose a Catana talaron el país e incendiaron el campamento de los Atenienses; y de esto todos ponían la culpa a Nicias, porque en conferenciar, en meditar y en precaverse, se le iba el tiempo, malogrando las ocasiones. Sus hechos nadie los reprendía, pues era, una vez que se determinaba, activo y pronto; pero para decidirse, muy detenido y cobarde.

XVII.— Luego que resolvió mover de nuevo con su ejército para Siracusa, lo dispuso con tanto acierto y fue tal la prontitud y seguridad con que se condujo, que no se tuvo el menor indicio de haberse dirigido a Tapso con la escuadra y haber allí saltado en tierra la tripulación; ni tampoco de que él mismo se había adelantado hasta el punto de Epípolas y lo había tomado; en seguida de lo cual venció a lo más escogido de los auxiliares, cautivando unos trescientos, y rechazó la caballería de los enemigos, que era tenida por invencible. Pero lo que más que todo admiró a los Siracusanos y pareció increíble a los Griegos fue haber corrido en muy poco tiempo un muro alrededor de Siracusa, ciudad de no menor extensión que Atenas, y que, por la desigualdad de su terreno, por su inmediación al mar y por las lagunas de que hay en su contorno, ofrece mayores dificultades para poder ser circunvalada con tan dilatada muralla. Pues, con todo, faltó muy poco para que se acabase enteramente bajo el cuidado de un caudillo que estaba muy distante de gozar de la salud correspondiente a tantas fatigas, padeciendo un violento dolor de riñones, al que debe con razón atribuirse que aquel trabajo no se hubiese concluído. No puedo, pues, admirarme bastante de la diligencia de tal caudillo y del valor de tales soldados, por las victorias que consiguieron, puesto que Eurípides, después de sus derrotas y de su trágico fin, les hizo este epicedio:

Ocho victorias, los que aquí descansan
de los Siracusanos alcanzaron,
mientras plugo a los Dioses de ambos lados
en igualdad perfecta mantenerse.

Y no ocho victorias solas, sino muchas más todavía se hallará haber sido las que consiguieron de los Siracusanos antes que, como es cierto, se hubiese hecho por los Dioses y por la fortuna oposición a los Atenienses, cuando habían llegado a la cumbre del poder.

XVIII.— Haciéndose, pues, violencia, acudía Nicias a cuanto se ofrecía; pero, habiéndose agravado el mal, tuvo que quedarse dentro del muro con algunos asistentes, y en tanto, mandando el ejército, Lámaco hacía frente a los Siracusanos, que construían desde la ciudad otra muralla por delante de la de los Atenienses, para impedir los efectos de su circunvalación. Por lo mismo que los Atenienses estaban victoriosos, solían desordenarse al seguirles el alcance, y habiéndose quedado en una ocasión casi solo Lámaco, aguardó a la caballería de los Siracusanos, que le cargaba. Era el primero de ella Calícrates, buen militar y de mucho aliento, y, como provocase a Lámaco, fuese éste para él y pelearon en singular batalla, en la que fue primero herido Lámaco, y al huir después éste a Callerates, cayó en el suelo, y ambos murieron juntos. Apoderáronse de su cadáver y de sus armas los Siracusanos, y en seguida dieron a correr hacia el muro de los Atenienses, en el que había quedado Nicias, sin tener casi a nadie en su ayuda. Sin embargo, movido de la necesidad y de la presencia del peligro, mandó a los que tenía cerca de sí que a cuantos maderos se hallaban reunidos para las máquinas, y a las máquinas mismas, les pegaran fuego. Sirvió esto para contener a los Siracusanos, y salvó a Nicias con la muralla y los efectos que allí tenían guardados los Atenienses, porque, viendo los Siracusanos a la mitad de la distancia aquel grande incendio, se retiraron. De resulta de estos sucesos, quedó Nicias único general, y se formaron grandes esperanzas; pasábanse a su partido las ciudades, y eran muchos los barcos cargados de provisiones que de todas partes llegaban al campamento, acudiendo todos a aquel cuyos negocios iban tan prósperamente; de manera que aun le habían llegado de parte de los Siracusanos proposiciones de paz, desconfiando de poder sostener la ciudad. Así Gilipo, que de Lacedemonia venía en su auxilio, luego en que el curso de su navegación supo cómo se hallaban cercados y la escasez que padecían, continuó su viaje, en la inteligencia de que la Sicilia estaba tomada, y que no le quedaba más que hacer sino conservar en la alianza a los italianos y sus ciudades, si aun para esto llegaba a tiempo. Porque las voces que corrían eran de que todo estaba ya por los Atenienses, y que tenían un general invencible, por su dicha y su prudencia. El mismo Nicias pasó de repente, con esta prosperidad, a ser confiado, contra lo que llevaba su natural, y teniendo por cierto, ya por su demasiado poder y ventura, y ya más principalmente por los avisos que secretamente le llegaban de Siracusa, que, para ser suya la ciudad, apenas le faltaba más que estar hechas las capitulaciones, ninguna cuenta hizo de la venida de Gilipo, ni puso las convenientes guardias para estar en observación; así, con desatenderle y despreciarle, dio lugar a que, sin tener él la menor sospecha, aportase en una lancha a la Sicilia, donde estableciéndose lejos de Siracusa reclutó mucha gente, sin que los Siracusanos lo supiesen y ni siquiera le esperasen. Por tanto, ya se había convocado para junta pública, con el objeto de tratar de la capitulación con Nicias; y algunos se encaminaban a ella, pareciéndoles que debía hacerse el tratado antes que del todo fuese circunvalada la ciudad, porque era muy poco lo que quedaba por hacer, y aun para esto estaban ya arrimados todos los materiales.

XIX.— Cuando se hallaban en este conflicto, llegó Góngilo de Corinto, con un trirreme, y, corriendo todos a él, como era natural, les dijo que Gilipo estaba para llegar de un momento a otro, y aun venían más fuerzas en su socorro. Todavía dudaban de esta relación de Góngilo, cuando les llegó aviso de Gilipo, previniéndoles que marcharan a unirse con él. Cobraron, pues, ánimo, y, tomando las armas, apenas llegó Gilipo, sin detención marchó en orden de batalla contra los Atenienses. Formó también Nicias contra ellos, y entonces, bajando Gilipo las armas, envió un heraldo a los Atenienses, diciéndoles que les daría permiso para retirarse con seguridad de la Sicilia, a lo cual ni siquiera se dignó de contestar Nicias; pero algunos de los soldados, echándose a reír, le preguntaron si por haberse presentado una capa y un báculo lacónicos había de repente mejorado tanto el estado de los Siracusanos, que pudieran despreciar a los Atenienses, que a trescientos más valientes que Gilipo y con más cabellera, teniéndolos en prisiones, los habían vuelto a los Lacedemonios. Timeo refiere que los mismos Sicilianos miraron con el mayor desprecio a Gilipo; a la postre, por condenar en él su codicia y su avaricia sórdida, y cuando al principio se presentó, porque hacían irrisión de su capa y de su cabellera. Dice, además, que apenas se apareció Gilipo volaron muchos a él, como cuando se aparece la lechuza, dispuestos a hacer la guerra; lo que es más cierto que lo que antes se deja dicho; porque acudieron en gran número, reconociendo en aquella capa y en aquel báculo la señal distintiva y la dignidad de Esparta; y esto fue obra de sólo Gilipo, como lo dice Tucídides, y también Filisto, natural de Siracusa, y testigo ocular de estos sucesos. En la primera batalla quedaron vencedores los Atenienses, habiendo dado muerte a algunos Siracusanos y al corintio Góngilo; pero al día siguiente hizo ver Gilipo cuánto puede la inteligencia y pericia militar, pues con las mismas armas, con los mismos caballos, en el mismo terreno, aunque no de la misma manera, sino variando la formación, venció a los Atenienses, que en fuga se retiraron a su campamento; y habiendo puesto a trabajar a los Siracusanos, con las piedras y materiales que aquellos habían allegado continuaron sus obras comenzadas, con las que cortaron el murallón de los Atenienses; de modo que aun con vencer nada adelantarían. Adelantados con esto extraordinariamente los Siracusanos, tripularon sus galeras, y recorriendo el país con su caballería y la de los aliados atrajeron a muchos. Dirigiéndose también Gilipo a las ciudades, movió alborotos y sediciones en todas ellas, consiguiendo que le obedeciesen y se le incorporasen. Nicias, entonces, volviendo a su primer modo de pensar, y reconociendo la mudanza que los negocios habían tenido, cayó de ánimo y escribió a los Atenienses, pidiendo que le enviaran otro ejército o retiraran aquel de la Sicilia, y en cuanto a sí, rogó que le exoneraran del mando, a causa de su enfermedad.

XX.— Aun antes de esto, habían intentado los Atenienses enviar nuevas fuerzas a Sicilia; pero, por envidia de la prosperidad con que la fortuna había hasta aquel punto lisonjeado a Nicias, lo habían ido dilatando; mas entonces se apresuraron a mandar los socorros. Estaba dispuesto que, pasado el invierno, marchara Demóstenes, con un poderoso ejército; pero, entre tanto, en el rigor de aquella estación dio la vela Eurimedonte, llevando caudales y la designación de los colegas de Nicias en el mando, tomados de los que allí hacían la guerra: eran éstos Eutidemo y Menandro. A este tiempo tentó Nicias repentinamente, por mar y por tierra, la suerte de los combates, y aunque al principio tuvo en el mar algún descalabro, con todo rechazó y echó a pique muchas de las naves enemigas; pero no habiendo podido por sí mismo adelantar por tierra sus socorros, cargó precipitadamente Gilipo y tomó a Plemirio, donde, hallándose los efectos del arsenal y otra infinidad de enseres, de todo se apoderó, dando muerte a no pocos y haciendo a otros cautivos; pero lo más fue haber quitado a Nicias la proporción del acopio de víveres, porque éste era sumamente seguro y pronto por Plemirio, ocupándole los Atenienses; pero, desposeídos de él, además de ser difícil, no podía hacerse sino a fuerza de continuos combates con los enemigos, que tenían surta allí su armada. Aun la victoria contra ésta no pareció haberse conseguido de poder a poder, sino por haberse desordenado cuando seguía el alcance; así, volvieron a presentarse en actitud de pelear, mejor preparados que antes; pero Nicias no quería aventurar otro combate naval, diciendo que sería gran necedad, estando aguardando tan brillantes tropas de refresco como eran las que a toda prisa conducía Demóstenes, querer arriesgarse a una batalla con fuerzas inferiores y mal organizadas. Pero de Menandro y Eutidemo, que acababan de ser elevados al mando, se había apoderado cierta envidia y emulación contra los otros dos generales, proponiéndose ejecutar algún hecho notable antes que llegase Demóstenes y oscurecer, si podían, a Nicias. El pretexto, sin embargo, era el celo por la gloria de la república, la que decían perecería y anublaría del todo si mostrasen temor a los Siracusanos, que los provocaban a batalla, con lo que le obligaron a combatir. Engañados con una estratagema por Aristón, piloto de Corinto, fue destrozada enteramente su ala izquierda, según escribe Tucídides, con pérdida de mucha gente. Afligióse sobremanera Nicias con este infortunio, pues si mandando solo ya había empezado a caer, ahora los colegas lo habían precipitado.

XXI.— Dejóse ver en esto Demóstenes en el puerto, tan brillante, con la pompa de su magnífica escuadra, como formidable a los enemigos, trayendo en setenta y tres galeras cinco mil infantes, y entre tiradores de armas arrojadizas, flecheros y honderos arriba de tres mil. El ornato de las armas, las insignias de las naves y la muchedumbre de cantores y flautistas presentaba un aparato teatral, propio para infundir a aquellos terror. Volvieron, por tanto, los Siracusanos a concebir los mayores recelos, viendo que sus trabajos no tenían término ni alivio, y que se estaban consumiendo y aniquilando en vano. No le duró, de otra parte, a Nicias largo tiempo el placer de la venida de aquellas fuerzas, pues apenas entró en conferencias con Demóstenes le vio resuelto a que al punto se acometiera a los enemigos, y, sin perder momento, se pusiera todo al tablero, para tomar a Siracusa y volverse a casa, de lo que concibió gran temor; maravillado de aquella prontitud y temeridad, le rogaba que nada se hiciera por desesperación y sin maduro consejo. Decíale que la dilación era toda contra los enemigos, que se hallaban gastados en sus bienes y no podían contar con que los auxiliares se mantuvieran a su lado largo tiempo, y que, si de nuevo sentían los apuros de la escasez y la hambre, acudirían a él, como antes, con proposiciones de paz. Porque había no pocos en Siracusa que secretamente daban avisos a Nicias y le inclinaban a permanecer, a causa de que aquellos habitantes padecían mucho con la guerra y no podían aguantar a Gilipo, y a poco que la miseria se aumentase, enteramente habían de desmayar. Como muchas de estas cosas no hacía Nicias más que indicarlas, no teniendo por conveniente decirlas a las claras, dio motivo a los colegas para que le trataran de irresoluto, diciéndole que ya volvía a sus precauciones, a sus dilaciones y nimiedades, con las que dejó perder el primer calor del ejército, no marchando al punto contra los enemigos, sino contemporizando y haciéndose despreciable; y como con esto los otros se adhiriesen al dictamen de Demóstenes, al cabo convino también Nicias, aunque no sin gran violencia. Hecho este acuerdo, tomó consigo Demóstenes, por la noche, las fuerzas terrestres, y marchando contra el punto de Epípolas dio muerte a algunos de los enemigos, sorprendiéndoles sin ser sentido, y a otros, que se defendieron, los desbarató; mas, aunque le tomó por este medio, no se contuvo, sino que discurrió adelante, hasta que dio con los Beocios; éstos fueron los primeros que, animándose unos a otros y corriendo a los Atenienses con las lanzas en ristre, los rechazaron con grande gritería, dando muerte a muchos de ellos. Con esto se introdujo gran confusión y terror en todo el ejército, llenando de él el que huía al que todavía estaba vencedor; y dando la parte que avanzaba y acometía, en la que se retiraba despavorida, trabaron unos con otros, creyendo que los que huían eran perseguidores y tratando a los amigos como enemigos. Porque en aquella desordenada confusión, acompañada de miedo y de la falta de conocimiento, y en la inseguridad de la vista en una noche que ni era absolutamente oscura ni tenía una luz cierta, como era preciso, estando ya para ponerse la Luna, y moviéndose entre su luz muchos cuerpos y armas, sin que pudieran reconocerselos semblantes, con miedo del enemigo, hasta él propio se hacía sospechoso, cayendo los Atenienses en la situación y perplejidad más terrible. Avínoles también el que tenían la Luna por la espalda, con lo que, enviando sus sombras delante de sí, ocultaban el número y brillo de sus armas, mientras que en los contrarios el resplandor de la Luna, que daba en los escudos, hacía que parecieran en mayor número y con ventaja. Finalmente, cayendo sobre ellos por todas partes los enemigos, luego que cedieron, unos fueron muertos por éstos en la fuga, otros perecieron a manos de sus camaradas, y otros se precipitaron por los derrumbaderos. A los que se dispersaron y perdieron el camino, venido el día los acabó la caballería, habiendo sido dos mil los que murieron, y de los que se presentaron en el campamento, muy pocos se salvaron con las armas.

XXII.— Habiendo recibido Nicias este golpe, no inesperado, se quejaba de la precipitación de Demóstenes; y éste, después de haber pretendido excusarse, fue de parecer que debían retirarse cuanto antes, pues que ya no debían de venirle nuevas fuerzas, ni con aquellas podían vencer a los enemigos; y aun cuando los vencieran, siempre había de ser preciso abandonar aquel terreno, contrario y enfermizo en todo tiempo, según se les informaba, para un campamento, y entonces mortífero, como lo estaban viendo; hallábanse, en efecto, a la entrada del otoño, tenían muchos enfermos y todos estaban abatidos. Resistíase Nicias a la propuesta de la retirada y del embarque, no porque no temiese a los Siracusanos, sino porque temía más a los Atenienses, sus juicios y sus calumnias: «Porque aquí —añadió— no espero nada de muy adverso; y aun cuando sucediera, prefiero recibir la muerte de los enemigos que no de mis conciudadanos»; al contrario de como pensó más adelante León Bizantino, que dijo a los suyos: «Más quiero morir de vuestra mano que con vosotros». En cuanto al punto y país adonde trasladarían el campamento, dijo que ya deliberarían con más sosiego. Dicho esto, Demóstenes, como le había salido tan mal su primer dictamen. no insistió más en el que proponía, y los otros colegas, pareciéndoles que Nicias, por esperar y confiar en los de adentro, resistía el embarque con tanto tesón, convinieron al fin en su parecer. Mas como hubiesen recibido los Siracusanos otros refuerzos, y se agravase la enfermedad en los Atenienses, el propio Nicias condescendió en la retirada y dio orden a los soldados de que estuvieran prontos para embarcarse.

XXIII.— Cuando todo estaba a punto, sin que ninguno de los enemigos lo observase, como que tampoco lo esperaban, en aquella misma noche se eclipsó la Luna; cosa de gran terror para Nicias y para todos aquellos que, por ignorancia y superstición, se asustan con tales acontecimientos, porque, en cuanto a oscurecerse el Sol hacia el día trigésimo, ya casi todos saben que aquel oscurecimiento lo causa la Luna; pero en cuanto a ésta, que es lo que se le opone, y como hallándose en su lleno de repente pierde su luz y cambia diferentes colores, esto no era fácil de comprender, sino que lo tenían por cosa muy extraordinaria y por anuncio que hacia la Diosa de grandes calamidades, pues el primero que con más seguridad y confianza había puesto por escrito sus ideas acerca del creciente y menguante de la Luna había sido Anaxágoras, y éste no era antiguo, ni su escrito tenía celebridad, pues no se había divulgado, y sólo corría entre pocos, con reserva y cautela. Porque todavía no eran bien recibidos los físicos y los llamados especuladores de los meteoros, achacándoseles que las cosas divinas las atribuían a causas destituidas de razón, a potencias incomprensibles y a fuerzas que no pueden resistirse; así es que Protágoras fue desterrado, Anaxágoras puesto en prisión, de la que le costó mucho a Pericles sacarle salvo, y Sócrates, que no se metió en ninguna de estas cosas, sin embargo pereció por la filosofía. Ya más adelante, resplandeció la fama de Platón, y tanto con su conducta como con haber subordinado las fuerzas físicas a principios divinos y superiores desvaneció las calumnias que corrían contra estos estudios y les abrió a todos camino para la instrucción. Así, su amigo Dion, aunque en el mismo punto en que estaba para dar la vela desde Zacinto contra Dionisio sobrevino un eclipse de Luna, no por eso se inquietó ni dejó de partir, y, apoderándose de Siracusa, expulsó al tirano. Hizo, además, la casualidad que Nicias no tuviese a su lado un adivino diestro, pues Estílbides, su gran confidente, que procuraba desimpresionarle de la superstición, había muerto poco antes. Y en verdad que aquella señal, como observa Filócoro, para los que querían huir, no era adversa, sino muy favorable, porque las cosas que se hacen por miedo necesitan de reserva y la luz les es contraria; y fuera de esto, así en los eclipses de Sol como en los de Luna, se estaba en observación por tres días, como en sus Comentarios lo expuso Autoclides; y Nicias les persuadió que esperaran otro período de Luna, como si no la hubiera visto al punto clara y limpia de manchas, luego que salió de la oscuridad con que la tierra impedía su luz.

XXIV.— Olvidado casi de todo lo demás, se ocupaba en hacer sacrificios, hasta que vinieron sobre ellos los enemigos, sitiando con sus tropas de tierra la muralla y el campamento y cercando en rededor el puerto con sus naves; y no sólo ellos, sino hasta los muchachos, conducidos en barquichuelos y en lanchas, provocaban e insultaban a los Atenienses. Uno de éstos, hijo de padres distinguidos, llamado Heraclides, que se había adelantado con su barquichuelo, fue cogido por una nave ática, que salió en su persecución; y como temiese por él Pólico, su tío, corrió, para librarle, con diez galeras que mandaba, y los demás, temiendo por Pólico, movieron igualmente. Trabóse una reñida batalla, en la que vencieron los Siracusanos, con muerte de Eurimedonte y otros muchos. No pudieron ya aguantar más los Atenienses, y empezaron a gritar contra los generales, clamando por que dispusieran la retirada por tierra, pues los Siracusanos, luego que hubieron alcanzado la victoria, custodiaron y cerraron la salida del puerto. Rehusaba Nicias venir en semejante resolución, porque le parecía cosa terrible abandonar un grandísimo número de transportes y muy pocas menos de doscientas galeras; embarcó, pues, lo más escogido de la infantería y los más robustos entre los tiradores, y ocupó con ellos ciento diez galeras, porque las restantes estaban desprovistas de remos. La demás tropa la situó a la orilla del mar, abandonando el gran campamento y la muralla que re mataba en el templo de Heracles; de manera que, no habiendo ofrecido los Siracusanos al dios tiempo había los acostumbrados sacrificios, entonces, saltando en tierra, cumplieron con este acto religioso los sacerdotes y los generales.

XXV.— Cuando ya estaban listas las naves, anunciaron los agoreros a los Siracusanos que las víctimas les prometían prosperidad y victoria, si no eran los primeros a empezar el combate, y solamente se defendían, pues Heracles alcanzó todas sus victorias poniéndose en defensa cuando se veía amenazado, y con esto movieron del puerto. En este combate naval, uno de los más empeñados y terribles, y que no causó menores inquietudes y agitaciones en los espectadores que en los combatientes, por la vista de un encuentro que en breve tuvo muchas y muy inesperadas mudanzas, no vino menos daño a los Atenienses de su estado y disposición que de parte de los enemigos. Porque peleaban con naves estrechamente unidas y cargadas, contra otras que, estando vacías y ligeras, con facilidad discurrían por todas partes, siendo además ofendido con piedras, que, dondequiera que cayesen, hacían gran daño, cuando ellos no lanzaban sino dardos y saetas, que con el oleaje no tenían golpe seguro, ni siempre podían herir de punta. Esta fue lección que dio a los Siracusanos Aristión, el piloto de Corinto, el cual, habiendo peleado alentadamente en aquel combate, murió en él cuando ya habían vencido los Siracusanos. Habiendo sido grande la ruina y destrozo de los Atenienses, se les cortó toda esperanza de poder huir por mar, y como viesen también muy difícil el poderse salvar por tierra, ni estorbaron a los enemigos que remolcasen sus naves, no obstante estarlo presenciando, ni pidieron que se les permitiera recoger los muertos: teniendo todavía por más triste y miserable el abandono que se veían precisados a hacer de los enfermos y heridos, y considerándose a sí mismos en un estado aún más lastimoso, porque habían de llegar al mismo fin por entre mayores males.

XXVI.— Intentaban evadirse aquella noche, y Gilipo, viendo a los Siracusanos entregados a sacrificios y banquetes, en celebridad de la victoria y de la fiesta, desconfió de poder moverlos, ni con persuasiones ni con esfuerzo alguno, a que persiguieran a los enemigos, que no dudaba iban a retirarse; pero Hermócrates, por movimiento propio, excogitó contra Nicias un engaño, enviando algunos de sus amigos que le dijesen venir de parte de aquellos mismos que antes acostumbraban hablarle reservadamente, siendo su objeto avisarle que no marchara aquella noche, porque los Siracusanos les tenían armadas celadas y les habían tomado los pasos. Burlado Nicias con este engaño, padeció después, con verdad, de parte de los enemigos, lo que entonces falsamente se le hizo temer: porque, saliendo a la mañana siguiente, al amanecer, ocuparon las gargantas de los caminos, levantaron cercas delante de los vados de los ríos, cortaron los puentes y situaron la caballería en terreno llano y sin tropiezos, para que por ninguna parte pudieran pasar los Atenienses sin tener un combate. Aguardaron éstos en todo aquel día hasta la noche en la que se pusieron en marcha, no sin grande aflicción y suspiros, como si salieran de su patria y no de tierra enemiga, sintiendo la estrechez y miseria en que se veían y el abandono de los amigos y deudos; y, sin embargo, estos males les parecían más ligeros que los que les aguardaban. Pues, con todo de causar lástima el desconsuelo que reinaba en el campamento, ningún espectáculo era más triste y miserable que el ver a Nicias, debilitado por sus males y reducido, en medio de su dignidad, a lo más preciso, sin poder usar de los alivios que por el mal estado de su salud le eran más necesarios, y que a pesar de todo hacía y toleraba en aquella situación lo que no sufrían muchos de los que se hallaban sanos: echándose bien de ver que, no por sí mismo, ni por apego a la vida, aguantaba aquellas penalidades, sino que era el amor a sus conciudadanos el que le hacía no dar por perdida toda esperanza. Así, cuando los demás prorrumpían en lágrimas y sollozos, por el miedo y el dolor, si alguna vez se veía forzado a dar iguales muestras de su aflicción, se advertía que era a causa de comparar la afrenta e ignominia de su ejército con la grandeza y gloria de los triunfos que habían esperado conseguir. Aun sin tenerle a la vista, con sólo recordar sus discursos y las exhortaciones que había hecho para impedir la expedición, se les ofrecía que muy sin causa sufría aquellas calamidades, tanto, que hasta su esperanza en los Dioses llegó a debilitarse en gran manera, al considerar que un hombre tan piadoso, y en las cosas de la religión tan puntual y generoso, no era mejor tratado de la fortuna que los más perversos y ruines del ejército.

XXVII.— Esforzábase Nicias a mostrarse en la voz, en el semblante y en el modo de saludar superior a tanta desgracia, y en los ocho días de marcha, acometido y herido por los enemigos, conservó invencibles las fuerzas que tenía consigo, hasta que quedó cautivo Demóstenes, con su división, junto a la quinta llamada Polizelo, peleando y siendo cercado de los enemigos. Desenvainó entonces Demóstenes su espada, y se hirió a sí mismo, aunque no acabó de quitarse la vida, porque se arrojaron sobre él los enemigos y le echaron mano. Adelantáronse unos cuantos Siracusanos a enterar a Nicias del suceso; y habiendo mandado algunos de los suyos de a caballo, cuando se cercioró de la pérdida de aquellos, manifestó deseos de tratar con Gilipo para que dejaran partir a los Atenienses de la Sicilia, recibiendo rehenes sobre que serían indemnizados los Siracusanos de todos los gastos que hubiesen hecho en aquella guerra; mas ellos no le dieron oídos, sino que, tratándole con vilipendio y haciéndole amenazas e insultos, le lanzaron flechas, no obstante que le veían reducido al último extremo de miseria. Con todo, aún aguantó aquella noche, y al día siguiente continuó su marcha, acosado por los enemigos hasta el río Asinaro. Allí éstos alcanzaron a algunos, y los arrojaron a la corriente; otros habían llegado antes, y, compelidos de la sed, se habían echado de bruces a beber; y fue grande el estrago y crueldad contra los que a un mismo tiempo bebían y recibían la muerte; hasta que Nicias, echándose a los pies de Gilipo, le hizo este ruego: «Hallen compasión ¡oh Gilipo! en vosotros los vencedores, no yo que de nadie la deseo, debiendo bastarme el nombre y la gloria que me dan tamañas desgracias, sino los demás Atenienses, haciéndoos cargo de que son comunes los infortunios de la guerra, y que en ellos se portaron benignamente con vosotros los Atenienses cuando les fue favorable la fortuna». Al proferir Nicias estas palabras, con ellas y con su vista no dejó de conmoverse Gilipo, pues sabía que los Lacedemonios habían sido de él favorecidos en el último tratado, y, además, echaba cuenta de que importaría mucho para su gloria el conducir prisioneros a los dos generales enemigos. Por tanto, tomando de la mano a Nicias, procuró alentarle, y dio orden para que a los demás les hiciesen prisioneros; pero habiéndose tardado algo en hacerla correr, fueron menos que los muertos los que se salvaron; de los cuales los soldados sustrajeron y robaron muchos. Reunido que hubieron todos los prisioneros que se manifestaron, suspendieron de los más altos y hermosos árboles de la orilla del río las armas ocupadas a los enemigos, pusieron coronas sobre sus sienes, y, enjaezando vistosamente sus caballos, y cortando las crines a los de los enemigos, se dirigieron a la ciudad, después de haber terminado la más celebrada contienda que Griegos contra Griegos tuvieron jamás y de haber alcanzado la victoria más completa, con grande poder y tesón, y con las mayores muestras de resolución y de virtud.

XXVIII.— Celebróse una junta de los Siracusanos y los aliados, en la que el orador Euricles propuso, primero, que el día en que habían hecho prisionero a Nicias sería sagrado y dedicado a hacer sacrificios, absteniéndose de todo trabajo; que esta festividad se llamaría Asinaria, del nombre del río; el día fue el 27 del mes Carneo, al que los Atenienses dicen Metagitnión; que los esclavos de los Atenienses serían vendidos y también sus aliados; pero los Atenienses mismos y los de la Sicilia hallados con ellos serían puestos en custodia, destinándolos a los trabajos de las minas a excepción de los generales, y que a éstos se les daría muerte. Habiendo aplaudido los Siracusanos esta propuesta, quiso Herniócrates hacerles entender que más glorioso que el vencer es saber usar con moderación de la victoria, pero se vio sumamente expuesto; y como Gilipo hubiese pedido que se le entregasen los generales de los Atenienses, para conducirlos a Esparta, ensoberbecidos los Siracusanos con la prosperidad, le respondieron desabridamente, pues fuera de la guerra llevaban muy mal su aspereza y su modo de mandar, verdaderamente lacónico; y, según dice Timeo, repugnaban y condenaban su mezquindad y su avaricia: enfermedad heredada, por la que su padre Cleándrides, en causa de soborno, fue desterrado; y él mismo, habiendo sustraído treinta talentos de los que Lisandro envió a Esparta, y escondidolos en el tejado de su casa, como hubiese sido denunciado, tuvo que huir con la mayor vergüenza; pero de esto hemos hablado con más detención en la vida de Lisandro. Timeo no dice que Demóstenes y Nicias hubiesen muerto apedreados, como lo escriben Filisto y Tucídides, sino que, habiéndoles avisado Hermócrates cuando todavía duraba la junta, por medio de uno de la guardia que allí se hallaba, ellos mismos se quitaron la vida, y que los cadáveres se expusieron públicamente a la puerta, para que pudieran verlos cuantos quisiesen. Se me ha informado que todavía se muestra en Siracusa un escudo, fijado en el templo, que se dice haber sido el de Nicias, y cuya cubierta es un tejido de oro y púrpura, primorosamente entremezclados.

XXIX.— De los Atenienses, los más fallecieron en las minas, de enfermedad y de mal alimentados, porque no se les daba por día más que dos cótilas de cebada y una de agua. No pocos fueron vendidos, o porque habían sido de los robados porque, habiéndose ocultado entre los siervos, pasaron por esclavos, y como tales los vendían, imprimiéndoles en la frente un caballo; teniendo que sufrir esta miseria más que la esclavitud. Fueron para éstos de gran socorro su vergüenza y su educación, porque, o alcanzaron luego la libertad, o permanecieron siendo tratados con distinción en casa de sus amos. Debieron otros su salud a Eurípides, porque los Sicilianos, según parece, eran entre los Griegos de afuera los que más gustaban de su poesía, y aprendían de memoria las muestras, y, digámoslo así, los bocados que les traían los que arribaban de todas partes, comunicándoselos unos a otros. Dícese, pues, que de los que por fin pudieron volver salvos a sus casas, muchos visitaron con el mayor reconocimiento a Eurípides, y le manifestaron, unos, que hallándose esclavos, habían conseguido libertad enseñando los fragmentos de sus poesías, que sabían de memoria, y otros, que, dispersos y errantes después de la batalla, habían ganado el alimento cantando sus versos; lo que no es de admirar cuando se refiere que, refugiado a uno de aquellos puertos un barco de la ciudad de Cauno, perseguido de piratas, al principio no lo recibieron, sino que lo hacían salir, y que después, preguntando a los marineros si sabían los coros de Eurípides, y respondiendo ellos que sí, con esto cedieron y les dieron puerto.

XXX.— La noticia de aquella desgracia se dice habérseles hecho increíble a los Atenienses, por la persona y el modo en que fue anunciada: llegó, según parece, un forastero al Pireo, y, entrando en la tienda de un barbero, comenzó a hablar de lo sucedido, como de cosa que ya debía saberse en Atenas. Oído que fue por el barbero, subió corriendo a la ciudad, antes que ningún otro pudiera tener conocimiento, y, dirigiéndose a los Arcontes, al punto les dio en la misma plaza parte de lo que le habían contado. Siguióse la consternación e inquietud que era natural, y, convocando los Arcontes a junta, le hicieron presentarse en ella; y como, preguntado por quién lo sabía, no hubiese podido decir cosa que satisficiese, teniéndole por un forjador de embustes, que trataba de afligir la ciudad, le ataron a una rueda, en la que fue atormentado por largo tiempo, hasta que llegaron personas que refirieron toda aquella tragedia como había pasado. ¡Tanto fue lo que les costó creer que a Nicias le habían sobrevenido los infortunios que tantas veces les había pronosticado!

MARCO CRASO

I.— Marco Craso, cuyo padre había sido censor y merecido los honores del triunfo, se crió, sin embargo, en una casa reducida, con otros dos hermanos. Estaban éstos casados cuando vivían aún los padres, y todos comían a una misma mesa, lo que parece pudo contribuir no poco a que fuese frugal y moderado en el comer y beber. Muerto uno de los dos hermanos, tomó en matrimonio a su mujer, y de ella tuvo hijos, habiendo sido en esta materia tan arreglado como el que más de los Romanos; con todo, cuando ya se hallaba adelantado en edad, fue acusado de haber tratado inhonestamente con Licinia, una de las vírgenes Vestales. Licinia fue absuelta de aquel cargo, habiendo sido su acusador un tal Plotino. Tenía ésta una quinta deliciosa, y deseaba Craso adquirirla por un corto precio, para lo cual la visitaba y obsequiaba con grandísima frecuencia; de aquí tuvo origen la indicada sospecha, que en cierta manera desvaneció con su codicia, habiendo sido también absuelto por los jueces; pero de la intimidad con Licinia no se retiró hasta haberse hecho dueño de la posesión.

II.— Dicen los Romanos que a las muchas virtudes de Craso sólo un vicio hacía sombra, que era la codicia; pero, a lo que parece, no era solo, sino que, siendo muy dominante, hacía que no apareciesen los demás. Las pruebas más evidentes de su codicia son el modo con que se hizo rico y lo excesivo de su caudal; porque, no teniendo al principio sobre trescientos talentos, después, cuando ya fue admitido al gobierno, ofreció a Hércules el diezmo, dio banquetes al pueblo, y a cada uno de los Romanos le acudió de su dinero con trigo para tres meses; y, sin embargo, habiendo hecho para su conocimiento el recuento de su hacienda antes de partir a la expedición contra los Partos, halló que ascendía a la suma de siete mil y cien talentos; y si, aunque sea en oprobio suyo, hemos de decir la verdad, la mayor parte la adquirió del fuego y de la guerra, siendo para él las miserias públicas de grandísimo producto. Porque cuando Sila, después de haber tomado la ciudad, puso en venta las haciendas de los que había proscrito, reputándolas y llamándolas sus despojos, y quiso que la nota de esta rapacidad se extendiese a los más que fuese posible y a los más poderosos, no se vio que Craso rehusase ninguna donación ni ninguna subasta. Además de esto, teniéndose por continuas y connaturales pestes de Roma los incendios y hundimientos por el peso y el apiñamiento de los edificios, compró esclavos arquitectos y maestros de obras, y luego que los tuvo, habiendo llegado a ser hasta quinientos, procuró hacerse con los edificios quemados y los contiguos a ellos, dándoselos los dueños, por el miedo y la incertidumbre de las cosas, en muy poco dinero, por cuyo medio la mayor parte de Roma vino a ser suya. A pesar de poseer tantos artistas, nada edificó para sí, sino la casa de su habitación, porque decía que los amigos de obras se arruinaban a sí mismos sin necesidad de otros enemigos. Eran muchas las minas de plata que tenía, posesiones de gran precio en sí y por las muchas manos que las cultivaban; a pesar de eso, todo era nada en comparación del valor de sus esclavos: ¡tantos y tales eran los que tenía! Lectores, amanuenses, plateros, administradores y mayordomos, y él era como el ayo de los que algo aprendían, cuidando de ellos y enseñándoles, porque llevaba la regla de que al amo era a quien le estaba mejor la vigilancia sobre los esclavos, como órganos animados del gobierno de la casa. Excelente pensamiento, si Craso juzgaba, como lo decía, que las demás cosas debían administrarse por los esclavos, y él gobernar a éstos; porque vemos que la economía en las cosas inanimadas no pasa de lucrosa y en los hombres tiene que participar de la política. En lo que no tuvo razón fue en decir que no debía ser tenido por rico el que no pudiera mantener a sus expensas un ejército: por que la guerra no se mantiene con lo tasado, según Arquídamo, sino que la riqueza, respecto de la guerra y los guerreros, tiene que ser indefinida; muy distante de la sentencia de Mario, el cual, como habiendo distribuido catorce yugadas de tierra a cada soldado le hubiesen informado que todavía codiciaban más, «No quiera Dios —dijo— que ningún Romano tenga por poca la tierra que basta a mantenerlo».

III.— Picábase, sin embargo, Craso de acoger bien a los forasteros, estando abierta su casa a todos ellos; prestaba a los amigos sin interés; pero, vencido el plazo, exigía con tanto rigor el pago, que la primera gracia venía a hacerse más inaguantable que habrían sido las usuras. Para franquear su mesa era bastante generoso y popular, y aunque ésta no era espléndida, el aseo y la amabilidad la hacían más apetecible que hubiera podido hacerla el ser más exquisita y costosa. En cuanto a instrucción, se ejercitó en la elocuencia, especialmente en la parte oratoria, que es de mayor y más extensa utilidad; y habiendo llegado a sobresalir en esta arte entre los más aventajados de Roma, en el trabajo y en el celo excedió aun a los más facundos; porque ninguna causa tuvo por tan pequeña y despreciable que no fuese preparado para hablar en ella, y muchas veces, rehusando Pompeyo y César, y aun el mismo Cicerón, levantarse y tomar la palabra, él concluía la defensa; con lo que se ganó el afecto, como patrono solícito y diligente. Ganóselo también con su humanidad y popularidad para con las gentes, pues nunca Craso, saludado de un ciudadano romano, por miserable y oscuro que fuese, dejó de corresponderle por su nombre. Dícese que fue muy instruido en la historia y aun algo dado a la filosofía, adoptando las opiniones de Aristóteles, en las que tuvo por maestro a Alejandro, varón dulce y apacible, como se ve en el modo en que permaneció al lado de Craso; pues que no es fácil demostrar si era más pobre antes de ir a su compañía o después de estar en ella; y siendo el único entre sus amigos que le acompañaba en los viajes, para el camino se le daba una capa, la que se le recogía a la vuelta. ¡Ésta sí que es paciencia! Y se ve que este infeliz no sólo no tenía por mala, mas ni aun por indiferente la pobreza. Pero de esto hablaremos más adelante.

IV.— Desde que Cina y Mario quedaron vencedores se echó de ver que iban a entrar en la ciudad, no para bien de la patria, sino, al contrario, para destrucción y ruina de los buenos ciudadanos; y, por descontado, cuantos pudieron haber a las manos, todos perecieron, de cuyo número fueron el padre de Craso y su hermano. El mismo Craso, que todavía era muy joven, evitó el primer peligro; pero habiendo entendido que por todas partes lo perseguían y andaban solícitos para cazarle los tiranos, acompañado de dos amigos y de diez criados huyó con extraordinaria celeridad a España, donde en otro tiempo había estado, con su padre, en ocasión de ser éste pretor, y había granjeado amigos; pero, habiendo observado que todos estaban llenos de recelos, temblando de la crueldad de Mario, como si lo tuvieran ya encima, no se atrevió a presentarle a ninguno, y dirigiéndose a unos campos que en la inmediación del mar tenía Vibio Paciano, donde había una gran cueva, allí se ocultó. Envió a Vibio uno de sus esclavos para que le tanteara; y más que ya empezaban a faltarle las provisiones. Alegróse Vibio de saber por la relación de éste que se había salvado, e informado de cuántos eran los que tenía consigo y del sitio, aunque no pasó a verle, llamó al punto al administrador de aquella ciudad y le dio orden de que haciendo todos los días aderezar una comida la llevara y pusiera delante de la piedra, retirándose calladamente, sin meterse a examinar ni inquirir lo que había, y anunciándole que el ser curioso le costaría la vida y el desempeñar fielmente lo que se le mandaba le valdría la libertad. La cueva está no lejos del mar, y las rocas que la circundan envían un aura delgada y apacible a los que se hallan dentro; si se quiere pasar adelante, aparece una elevación maravillosa, y en el fondo tiene diferentes senos de gran capacidad, que se comunican unos con otros. No carece de agua ni de luz, sino que al lado de las rocas mana una fuente de abundante y delicioso caudal, y unas hendiduras naturales de las peñas, por donde entre sí se juntan, reciben de afuera la luz; de manera que el sitio está alumbrado por el día. El que se halla dentro se conserva limpio y enjuto, porque el grande espesor de la piedra no da paso a la humedad y a los vapores, haciéndolos dirigirse hacia la fuente.

V.— Mientras allí se mantenía Craso, el administrador les llevaba todos los días el alimento, sin que los viese ni conociese; mas ellos le veían, sabedores de todo, y esperando que mudaran los tiempos; la comida con que se les asistía no se limitaba a lo preciso, sino que era abundante y regalada. Porque Vibio sabía agasajar a Craso con toda delicadeza; tanto, que hasta considerando sus pocos años, y viendo que era muy joven, quiso obsequiarle con los placeres que pide tal edad, pues ceñirse a lo puramente necesario más es de quien sólo tira a cumplir que de quien sirve con voluntad. Encaminándose, pues, a la ribera con dos esclavas bien parecidas, luego que llegó cerca del sitio, mostrando a éstas la puerta de la cueva, les dio orden de que entrasen en ella sin recelo. Craso y los que con él estaban, al ver que allá se dirigían, empezaron a temer no fuese que se hubiera descubierto o que se hubiera denunciado su retiro; preguntáronles, pues, qué querían y quiénes eran; mas luego que respondieron, como se les había prevenido, que buscaban a su amo que se hallaba allí refugiado, comprendiendo Craso la finura y esmero de Vibio para con él, dio entrada a las esclavas, las cuales permanecieron en su compañía por todo el tiempo restante, dando parte a Vibio de lo que les hacía falta. Dícese que Fenestela alcanzó a ver a una de ellas ya muy anciana y que muchas veces la oyó referir y traer a la memoria estas cosas con sumo placer.

VI.— Pasó allí Craso escondido ocho meses, y dejándose ver desde el punto en que se supo la muerte de Cina, como acudiesen a él muchos de los naturales, reclutando unos dos mil y quinientos recorrió con ellos las ciudades, de las cuales sólo saqueó a Málaga, según opinión de muchos, aunque se dice que él lo negaba y que impugnó a aquellos escritores. Recogió después de esto algunas embarcaciones, y pasando al África se dirigió a Metelo Pío, varón de grande autoridad y que había juntado un ejército respetable; pero, con todo, no permaneció largo tiempo a su lado, sino que, habiéndose indispuesto con él, partió en busca de Sila, que le admitió y trató con la mayor distinción. Regresó Sila a Italia de allí a poco, y queriendo tener en actividad a todos los jóvenes que con él servían les fue dando diferentes encargos, y como enviase a Craso al país de los Marsos a reclutar gente, éste le pidió escolta, porque tenía que pasar entre los enemigos; pero diciéndole Sila con cólera: «¡Y tanto! Pues te doy en escolta a tu padre, tu hermano, tus amigos y tus parientes, de cuyos injustos matadores voy a tomar venganza», corrido e inflamado por semejante expresión partió sin detenerse, atravesó resueltamente por entre los enemigos, reunió considerables fuerzas, y en los combates dio pruebas a Sila de su valor. Desde este tiempo y estos sucesos se dice que comenzó su emulación y contienda de gloria con Pompeyo; porque con ser éste de menor edad, e hijo de un padre infamado en Roma, y aborrecido con el más implacable odio de sus conciudadanos, brilló extraordinariamente y compareció grande en estos reencuentros; tanto, que Sila, cuando entraba Pompeyo, se levantaba, se descubría la cabeza y le saludaba con el dictado de emperador; distinciones de que no solía usar ni con varones más ancianos que él ni con sus colegas. Quemábase e irritábase Craso con estas cosas, sin embargo de que era justamente postergado, porque le faltaba pericia, y quitaban el valor a sus hazañas las ingénitas pestes que le acompañaban siempre, a saber: su ansia de adquirir y su sórdida codicia; así es que, habiendo tomado en la Umbría la ciudad de Tudercia, fue acusado ante Sila de que se había apropiado la mayor parte del botín. Luego, en la batalla de Roma, que fue la más encarnizada y decisiva, Sila fue vencido, habiendo sido rechazado y deshechos no pocos de lo que estaban a su lado; mas Craso, que mandaba el ala derecha, venció a los enemigos, y habiéndolos perseguido hasta entrada la noche envió a pedir a Sila cena para sus soldados y le anunció la victoria; pero en las proscripciones y subastas volvió a desacreditarse comprando grandes rentas a precio muy bajo y pidiendo dádivas. En la Calabria se dice que proscribió a uno, no de orden de Sila, sino por codicia, por lo que, reprobando éste su conducta, no volvió a valerse de él para ningún negocio público. Tenía la partida de ser tan diestro para ganarse la gente con la adulación como sujeto a que con la adulación se lo llevaran de calles. Era otra de sus propiedades, según se dice, el que, siendo el más codicioso de los hombres, aborrecía y censuraba a los que adolecían del mismo vicio.

VII.— Mortificábale la felicidad y buena suerte de Pompeyo en sus empresas, el que hubiese triunfado antes de ser senador y el que los ciudadanos le apellidaran Magno, que quiere decir grande; y como en una ocasión dijese uno: «Ahí viene Pompeyo el Grande», sonriéndose le preguntó: «¿Como cuánto es de grande?». Desconfiando, pues, de poder igualarle por la malicia, recurrió a las artes del gobierno, llegando a conseguir con su celo, sus defensas, sus empréstitos, y con dar pareceres y auxiliar en cuanto le pedían a los que tenían negocios públicos, un poder y una gloria que competían con los que habían granjeado a Pompeyo sus muchas y grandes victorias. Sucedíales una cosa singular: y era que el nombre y la autoridad de Pompeyo en la ciudad eran mayores cuando estaba ausente, a causa de sus prósperos sucesos en la guerra; y presente, quedaba muchas veces inferior a Craso por su entonamiento y por su método de vida, que le hacían huir de la muchedumbre, retirarse de la plaza pública y no tomar bajo su amparo, y aun esto no con gran empeño, sino a pocos de los que a él acudían, a fin de conservar más vigente su autoridad cuando para sí mismo la hubiera menester. Mas Craso, que conocía la importancia de ser útil a los demás, y que no se hacía desear ni escaseaba su trato, sino que siempre estaba pronto para toda suerte de negocios, con hacerse popular y humano triunfaba de aquel ceño y majestad. Por lo que hace a la nobleza de la persona, a la facundia en el decir y a la gracia en el semblante, es fama que uno y otro tenían bastante atractivo. Ni aquella emulación de que hemos hablado producía en Craso enemistad o malquerencia, sino que, sintiendo ver que Pompeyo y César le eran antepuestos en los honores, no por eso acompañaban a este ajamiento de su amor propio ni mal humor ni enemiga; y sin embargo de esto, César, cuando en el Asia fue cautivado y puesto en custodia por los piratas, «¡Con cuánto gozo —exclamó— recibirás, oh, Craso, la noticia de mi cautividad!». Ello es que más adelante contrajeron entre sí cierta amistad, y teniendo en una ocasión César que pasar de pretor a España, como le faltasen fondos y los banqueros le incomodasen, habiendo llegado hasta embargarle las prevenciones de la expedición, Craso no se hizo el desentendido, sino que le sacó del apuro, constituyéndose su fiador por ochocientos y treinta talentos. Finalmente, dividida Roma en tres partidos, el de Pompeyo, el de César y el de Craso —porque en Catón era más la gloria que la autoridad, y más bien era admirado que tenido por poderoso—, la parte juiciosa y sensata de la república cultivaba la amistad de Pompeyo, y la gente inquieta y fácil de mover se iba tras las esperanzas de César. Craso, puesto entre ambos, ya sacaba ventajas de una parte y ya de otra; siguiendo las vicisitudes del gobierno, que se sucedían con frecuencia, ni era amigo seguro ni enemigo irreconciliable, sino que con facilidad cedía en la gracia y en el odio, según la utilidad lo exigía, siendo muchas veces, en poco tiempo, defensor e impugnador de los mismos hombres y de las mismas leyes. Contribuían a darle poder el favor y el miedo, pero éste más todavía; así es que Sicinio, que tanto dio en qué entender a todos los magistrados y hombres públicos de su tiempo, preguntándole uno por qué causa con sólo Craso no se metía, sino que le dejaba en paz, «Éste —le respondió— tiene heno en el cuerno», aludiendo a la costumbre que tenían los Romanos, cuando había un buey bravo, de ponerle un poco de heno en el cuerno para que se guardasen los que le vieran.

VIII.— La sedición de los gladiadores y la devastación de la Italia, a la que muchos dan el nombre de guerra de Espártaco, tuvo entonces origen con el motivo siguiente: un cierto Léntulo Baciato mantenía en Capua gladiadores, de los cuales muchos eran Galos y Tracios; y como para el objeto de combatir, no porque hubiesen hecho nada malo, sino por pura injusticia de su dueño, se les tuviese en un encierro, se confabularon hasta unos doscientos para fugarse; hubo quien los denunciara, mas, con todo, los que llegaron a adivinarlo y pudieron anticiparse, que eran hasta setenta y ocho, tomando en una cocina cuchillos y asadores, lograron escaparse. Casualmente en el camino encontraron unos carros que conduelan a otra ciudad armas de las que son propias de los gladiadores; robáronlas, y ya mejor armados tomaron un sitio naturalmente fuerte y eligieron tres caudillos, de los cuales era el primero Espartaco, natural de un pueblo nómada de Tracia, pero no sólo de gran talento y extraordinarias fuerzas, sino aun en el juicio y en la dulzura muy superior a su suerte, y más propiamente Griego que de semejante nación. Se cuenta que cuando fue la primera vez traído a Roma para ponerle en venta, estando en una ocasión dormido se halló que un dragón se le había enroscado en el rostro, y su mujer, que era de su misma gente, dada a los agüeros e iniciada en los misterios órficos de Baco, manifestó que aquello era señal para él de un poder grande y terrible que había de venir a un término feliz. Hallábase también entonces en su compañía y huyó con él.

IX.— La primera ventaja que alcanzaron fue rechazar a los que contra ellos salieron de Capua; y tomándoles gran copia de armas de guerra, hicieron cambio con extraordinario placer, arrojando las otras armas bárbaras y afrentosas de los gladiadores. Vino después de Roma en su persecución el pretor Clodio con tres mil hombres, y cercándolos en un monte que no tenía sino una sola subida muy agria y difícil, estableció en ella las convenientes defensas. Por todas las demás partes, el sitio no tenía más que rocas cortadas y grandes despeñaderos; pero como en la cima hubiese parrales nacidos espontáneamente, cortaron los que se hallaban cercados los sarmientos más fuertes y robustos, y formando con ellos escalas consistentes y de grande extensión, tanto que suspendidas por arriba de las puntas de las rocas tocaban por el otro extremo en el suelo, bajaron por ellas todos con seguridad, a excepción de uno sólo, que fue preciso se quedara, a causa de las armas. Mas éste las descolgó luego que los otros bajaron, y después también él se puso en salvo. De nada de esto tuvieron ni el menor indicio los Romanos, y al hallarse tan repentinamente envueltos, sobresaltados con este incidente, dieron a huir, y aquellos les tomaron el campamento. Reuniéronseles allí muchos vaqueros y otros pastores de aquella comarca, gentes de expeditas manos y de ligeros pies; así, armaron a unos, y a otros los destinaron a comunicar avisos o a las tropas ligeras. El segundo pretor enviado contra ellos fue Publia Varino, y en primer lugar derrotaron a su legado Turio, que los acometió con dos mil hombres que mandaba. Después, habiendo Espártaco sorprendido, bañándose junto a Salenas, al consultor y colega de aquel, Cosinio, enviado con más fuerzas, estuvo en muy poco que no le echase mano. Huyó al fin, aunque no sin gran dificultad y peligro; pero Espártaco le tomó el bagaje, y persiguiéndole sin reposo, causándole gran pérdida, se hizo dueño también del campamento; cayó, por último, en aquella refriega el mismo Cosinio. Venció igualmente al pretor en persona en diferentes encuentros, y habiéndose apoderado de sus lictores y de su propio caballo, adquirió gran fama y se hizo temible. Con todo, echó, como hombre prudente, sus cuentas, y conociendo serle imposible superar todo el poder de Roma, condujo su ejército a los Alpes, pareciéndole que debían ponerse al otro lado y encaminarse todos a sus casas, unos a la Tracia y otros a la Galia; mas ellos, fuertes con el número y llenos de arrogancia, no le dieron oídos, sino que se entregaron a talar la Italia. En este estado, no fue sólo la humillación y la vergüenza de aquella rebelión la que irritó al Senado, sino que, por temor y por consideración al peligro, como a una de las guerras más arriesgadas y difíciles, hizo salir a aquella a los dos cónsules. De éstos, Gelio cayó repentinamente sobre las gentes de Germania, que por orgullo y soberbia se habían separado de las de Espártaco, y las deshizo y desbarató del todo. Propúsose Léntulo envolver a Espártaco con grandes divisiones; pero él se decidió a hacerle frente, y, dándole batalla, venció a sus legados y se apoderó de todo el bagaje. Retirado a los Alpes, fue en su busca Casio, pretor de la Galia Cispadana, con diez mil hombres que tenía; pero trabada batalla, fue igualmente vencido, perdiendo mucha gente, y salvándose él mismo con gran dificultad.

X.— Cuando el Senado lo supo, mandó con enfado a los cónsules que nada emprendiesen, y se nombró a Craso general para aquella guerra, al cual, por amistad y por su grande opinión, acudieron muchos de los jóvenes más principales para militar bajo sus órdenes. Entendió Craso que debía situarse en la región Picena y esperar a Espartaco, que por allí había de pasar; pero envió para observarlo a su legado Munio con dos legiones, dándole orden de que, puesto a su espalda, siguiera a los enemigos, sin que de ningún modo viniera a las manos con ellos, ni aun hiciera la guerra de avanzadas; pero él apenas pudo concebir alguna esperanza cuando trabó combate y fue vencido, pereciendo muchos y habiéndose otros salvado arrojando las armas en la fuga. Craso recibió a Munio con la mayor aspereza, y armando de nuevo a los soldados les hizo dar fianzas de que conservarían mejor aquellas armas. A quinientos, los primeros en huir y los más cobardes, los repartió en cincuenta décadas, de cada una de ellas hizo quitar la vida a uno, a quien cupo por suerte, restableciendo este castigo antiguo de los soldados, interrumpido tiempo había; el cual, además de ir acompañada de infamia, tiene no sé qué de terrible y de triste, por ejecutarse a la vista de todo el ejército. Después de dado este ejemplo de severidad, guió contra los enemigos; mas, en tanto, Espartaco se encaminaba por la Lucania hacia el mar, y encontrándose en el puerto con unos piratas de Cilicia, intentó pasar a Sicilia e introducir dos mil hombres en aquella isla, con lo que habría vuelto a encender en ella la guerra servil, poco antes apagada, y que con pequeño cebo hubiera tenido bastante. Convinieron con él los de Cilicia y recibieron algunas dádivas: pero al cabo lo engañaron, haciéndose sin él a la vela. Movió otra vez del mar, y sentó sus reales en la península de Regio; acudió al punto Craso, y hecho cargo de la naturaleza del sitio, que estaba indicando lo que había de hacerse, se propuso correr una muralla por el istmo, sacando con esto del ocio a los soldados y quitando la subsistencia al enemigo. La obra era grande y difícil, pero, contra toda esperanza, la acabó y completó en muy poco tiempo, abriendo de mar a mar, por medio del estrecho, un foso que tenía de largo trescientos estadios, y de ancho y profundo, quince pies; sobre el foso construyó un muro de maravillosa altura y espesor. Espartaco, al principio, no hacía caso, y aun se burlaba de estos trabajos; pero llegando a faltarle el botín y queriendo salir, echó de ver que estaba cercado, y como de aquella estrecha península nada pudiese recoger, aguardando a que viniera la noche de nieve y ventisca cegó una pequeña parte del foso con tierra, con leños y con ramaje, y por allí pudo pasar el tercio de su ejército.

XI.— Temió Craso no fuera que Espartaco concibiera el designio de marchar sobre Roma; mas luego se tranquilizó habiendo sabido que muchos le habían abandonado por discordias que con él tuvieron, y formando ejército aparte se habían acampado junto al lago Lucano, cuéntase de éste que por tiempos se muda, teniendo unas veces al agua dulce y otras salada, en términos de no poderse beber. Marchando Craso contra éstos, los retiró de la laguna, pero le impidio que los destrozase y persiguiese el haberse aparecido de pronto Espartaco con disposiciones de retirarse precipitadamente. Tenía escrito al Senado que era preciso hacer venir a Luculo de la Tracia, y a Pompeyo de la España; mas arrepentido entonces, se apresuró a concluir la guerra antes que aquellos llegasen, comprendiendo que la victoria se atribuiría al recién venido que había dado socorros. Resolvió, por tanto, acometer primero a los que se habían separado de Espartaco y que hacían campo aparte, siendo sus caudillos Gayo Canicio y Casto, y para ello envió a unos seis mil hombres con orden de que hicieran lo posible por tomar con el mayor recato cierta altura; pero, aunque ellos procuraron evitar que los sintiesen, enramando los morriones, al cabo fueron vistos de dos mujeres que estaban haciendo sacrificios por la prosperidad de los enemigos, y hubieran corrido gran peligro de no haber sobrevenido con la mayor celeridad Craso, y empeñado una de las más recias batallas, en la que, habiendo sido muertos doce mil y trescientos hombres, se halló que dos solos estaban heridos por la espalda, habiendo perecido los demás en sus mismos puestos, guardándolos y peleando con los Romanos. Retirábase Espartaco, después de la derrota de éstos, hacia los montes Petilinos; Quinto y Escrofa, legado el uno y cuestor el otro de Craso, le perseguían muy de cerca; mas volviendo contra ellos, fue grande la fuga de los Romanos, que con dificultad pudieron salvar, malherido, al cuestor. Este pequeño triunfo fue justamente el que perdió a Espartaco, porque inspiró osadía a sus fugitivos, los cuales ya se desdeñaban de batirse en retirada y no querían obedecer a los jefes, sino que, poniéndoles las armas al pecho cuando ya estaban en camino, los obligaron a volver atrás y a conducirlos por la Lucania contra los Romanos, obrando en esto muy a medida de los deseos de Craso, porque ya había noticias de que se acercaba Pompeyo, y no pocos hacían correr en los comicios la voz de que aquella victoria le estaba reservada, pues lo mismo sería llegar que dar una batalla y poner fin a aquella guerra. Dándose, por tanto, priesa a combatir y a situarse para ello al lado de los enemigos hizo abrir un foso, el que vinieron a asaltar los esclavos para pelear con los trabajadores; y como de una y otra parte acudiesen muchos a la defensa, viéndose Espartaco en tan preciso trance, puso en orden todo su ejército. Habiéndole traído el caballo, lo primero que hizo fue desenvainar la espada, y diciendo: «Si venciere, tendré muchos y hermosos caballos de los enemigos; mas si fuere vencido, no lo habré menester», lo pasó con ella. Dirigióse en seguida contra el mismo Craso por entre muchas armas y heridas; y aunque no penetró hasta él, quitó la vida a dos centuriones que se opusieron a su paso. Finalmente, dando a huir los que consigo tenía, él permaneció inmóvil, y, cercado de muchos, se defendió, hasta que lo hicieron pedazos. Tuvo Craso de su parte a la fortuna: llenó todos los deberes de un buen general y no dejó de poner a riesgo su persona, y, sin embargo, aún sirvió esta victoria para aumentar las glorias de Pompeyo, porque los que de aquel huían dieron en las manos de éste y los deshizo. Así es que, escribiendo al Senado, le dijo que Craso, en batalla campal, había vencido a los fugitivos, pero él había arrancado la raíz de la guerra. A Pompeyo se le decretó un magnífico triunfo por la guerra de Sertorio y de la España; pero Craso, lo que es el triunfo solemne, ni siquiera se atrevió a pedirlo; mas ni aun el menos solemne, a que llaman ovación, parecía propio y digno por una guerra de esclavos. En qué se diferencia éste del otro, y de dónde le venga el nombre, lo tenemos ya declarado en la vida de Marcelo.

XII.— Naturalmente parecía, después de esto, ser llamado al consulado Pompeyo, y aunque Craso tenía alguna esperanza de ser elegido con él, se resolvió, no obstante a pedirle su ayuda. Tomó éste con gusto el encargo, porque deseaba ocasión de dejar obligado con algún favor a Craso; así, trabajó con eficacia, y, por último, llegó a decir en la junta pública que no sería menor su gratitud por el colega que por la dignidad misma. Mas una vez alcanzada ésta no se mantuvieron en los mismos sentimientos de unión y concordia, sino que antes oponiéndose, como quien díce, en todos los negocios el uno al otro, y estando en continua pugna, hicieron infructuoso y casi nulo su consulado, sin otra cosa notable que haber hecho Craso un gran sacrificio a Hércules, dando con ocasión de él un banquete al pueblo en diez mil mesas, y repartiendo trigo para tres meses a los ciudadanos. Estando ya en el último término su magistratura, celebraban junta pública; y un hombre poco visible, aunque del orden ecuestre, oscuro y retirado en su método de vida, llamado Gayo Aurelio, subiendo a la tribuna y llamando la atención, se puso a explicar este sueño que había tenido: «Porque Júpiter —dijo—, se me ha aparecido, y me ha mandado os diga en público que no deis lugar a que los cónsules dejen el mando antes de haberse hecho amigos». Dicho esto, clamó el pueblo que debían reconciliarse, a lo que Pompeyo se estuvo quedo; pero Craso le alargó el primero la mano, diciendo: «No me parece ¡oh ciudadanos! que hago nada que me degrade o que pueda tenerse por indigno de mí si me adelanto a dar este paso de benevolencia y amistad con Pompeyo, a quien vosotros llamasteis grande cuando apenas tenía bozo y a quien decretasteis el triunfo antes de ser admitido en el Senado».

XIII.— Hemos dicho lo que el consulado de Craso ofreció digno de alguna atención, pues la censura todavía fue más oscura e inactiva: porque ni hizo investigación del Senado, ni pasó revista a los caballeros, ni impuso nota a ninguno de los ciudadanos, sin embargo de que tuvo por colega a Lutacio Cátulo, varón el más dulce y apacible entre los Romanos. Ha quedado memoria de que intentando Craso reducir el Egipto a la obediencia del pueblo romano por un medio inicuo y violento, se le opuso Cátulo con el mayor esfuerzo, y que, habiéndose ocasionado entre ambos con este motivo una fuerte discordia, espontáneamente abdicaron aquella dignidad.

En las grandes agitaciones causadas por Catilina, que estuvo en muy poco no trastornasen del todo la república, hubo contra Craso alguna sospecha, y aun uno de los conjurados pronunció en público su nombre, pero nadie le dio crédito. Con todo, Cicerón, en una oración, claramente echó la culpa de aquel atentado a Craso y a César; bien es que este escrito no salió a luz hasta después de la muerte de ambos. El mismo Cicerón, en la oración del consulado, dice que Craso fue a su casa por la noche y le presentó una carta en que se hablaba de Catilina y con la que se confirmaba la sospechada conjuración. Lo cierto es que Craso miró siempre con odio a Cicerón con este motivo; y si manifiestamente no se vengó, fue precisamente por su hijo Publio, que, siendo muy dado a las buenas letras y a la filosofía, estaba siempre al lado de Cicerón: de manera que, cuando se vio su causa, mudó con él de vestidura, e hizo que ejecutaran otro tanto los demás jóvenes, y al cabo recabó del padre que se le hiciera amigo.

XIV.— César, luego que regresó de la provincia, se disponía para pedir el consulado; pero viendo otra vez a Craso y a Pompeyo indispuestos entre sí, ni quería, valiéndose del favor del uno, ganarse por enemigo al otro, ni tampoco esperaba salir con su intento sin el auxilio de uno de los dos. Trató, pues, de reconciliarlos, no dejándolos de la mano y haciéndoles ver que con sus discordias fomentaban a los Cicerones, Cátulos y Catones, de quienes nadie haría cuenta si teniendo ellos a unos mismos por amigos y por enemigos gobernaban la república con una sola fuerza y un solo espíritu. Convenciólos, y logró unirlos, con lo que formando y constituyendo de los tres un poder irresistible, que fue la ruina del Senado y la disolución del pueblo, no tanto hizo mayores a los otros cuanto por medio de ellos mismos consiguió quedarles superior; pues que a virtud de los esfuerzos de ambos fue al punto elegido cónsul con el mayor aplauso. Durante su gobierno, en el que se conducía perfectamente, hicieron que se le decretase el mando de los ejércitos, y poniendo en sus manos la Galia, lo colocaron como en un alcázar, creídos de que todo lo demás se lo repartirían a su gusto entre sí con mantenerle a aquel firme y estable la provincia que le había cabido en suerte. Prestábase a todo esto Pompeyo por su ilimitada ambición; pero en Craso su enfermedad antigua, la avaricia, excitó un nuevo deseo y una nueva emulación con motivo de los trofeos y triunfos de César, en los que no llevaba a bien ser inferior cuando sobresalía en todo lo demás; de manera que no paró ni sosegó hasta causar a la patria las mayores calamidades y precipitarse él mismo en una afrentosa perdición. Habiendo, pues, bajado César de la Galia hasta la ciudad de Luca, acudieron allá muchos desde Roma, y pasando también reservadamente Pompeyo y Craso, acordaron apoderarse de lleno de todos los negocios y hacerse exclusivamente dueños de todo mando, manteniéndose con esta mira César sobre las armas, y repartiéndose Pompeyo y Craso otras provincias y ejércitos. Para esto no había más que un camino, que era otra petición del consulado; y presentándose éstos por candidatos, debía prestarles ayuda César, escribiendo a sus amigos y enviando a muchos de sus soldados para asistir a los comicios.

XV.— Vueltos a Roma Pompeyo y Craso después de este tratado, al punto se levantó contra ellos la sospecha y corrió de boca en boca la voz de que su entrevista no había sido para cosa buena. En el mismo Senado preguntaron Marcelino y Domicio a Pompeyo si pediría el consulado, a lo que respondió que quizá lo pediría y quizá no; y preguntado de nuevo, contestó que lo pediría por causa de ciudadanos hombres de bien, mas no de ciudadanos injustos. Pareciendo nacidas de arrogancia y de soberbia estas respuestas, Craso contestó con más moderación, diciendo que si había de ser para bien de la república pediría el consulado, y si no, se abstendría, por lo cual algunos se resolvieron a presentarse también candidatos, y entre ellos Domicio. Mas como al tiempo de las súplicas se mostrasen ya descubiertamente, todos los demás desistieron de la pretensión; no obstante, Catún sostuvo a Domicio, que era su deudo, y lo alentó a que tuviera esperanza y entrara en contienda por las libertades públicas: porque no era al consulado a lo que aspiraban Pompeyo y Craso, sino a la tiranía; ni aquello era petición de una magistratura, sino rapiña de las provincias y de los ejércitos. Como de este modo se explicase y pensase Catón, casi no le faltó más que llevar a empujones a Domicio hasta la plaza, siendo, por otra parte, muchos los que se pusieron a su lado. Preguntábanse unos a otros, con no pequeña admiración, para qué querrían éstos un segundo consulado, por qué otra vez juntos: y por qué no con otros; «pues tenemos —decían— mucho, hombres que pueden muy bien ser colegas de Craso y de Pompeyo». Cobraron miedo los del partido de éste con tales voces, y no hubo vileza ni violencia a que no se propasasen; armaron asechanzas, sobre todo Domicio, que todavía de noche bajaba a la plaza con otros; dieron muerte al criado que le precedía con el hacha, e hirieron a varios, entre ellos a Catón. Ahuyentando, pues, a éstos y encerrándolos en casa, se hicieron declarar cónsules; y de allí a poco tiempo, rodeado de armas el Senado, echando a Catón de la plaza y dando muerte a algunos que les hicieron oposición, prorrogaron a César su mando por otros cinco años, y para sí mismos se decretaron la Siria y una y otra España; después, echadas suertes, tocó a Craso la Siria, y las Españas a Pompeyo.

XVI.— Había salido la suerte puede decirse que a gusto de todos, porque había muchos que no querían que Pompeyo se alejase a gran distancia de la ciudad, y éste, que amaba con exceso a su mujer, se veía que se detendría cuanto pudiese. A Craso, desde el punto en que cayó la suerte, se le conoció la gran satisfacción que le produjo, y que lo tuvo por la mayor dicha que pudiera sobrevenirle: de manera que apenas podía contenerse aun ante los extraños y la muchedumbre; con sus amigos no hablaba de otra cosa, profiriendo expresiones pueriles y vacías de sentido, contra lo que pedían su edad y su carácter, que nunca había sido hueco y jactancioso; mas entonces, acalorado y fuera de tino, no ponía por término a su ventura la Siria o los Partos, sino que mirando como niñería los sucesos de Luculo con Tigranes y los de Pompeyo con Mitridates, pasaba con sus esperanzas hasta la Bactriana, la India y el Mar Océano. Nada en verdad se decía de Guerra Pártica en el decreto que se sancionó, pero todo el mundo sabía que esto era lo único que ansiaba Craso; César le escribió desde las Galias celebrando su designio y dándole priesa para partir a la guerra. Mas luego se vio que el tribuno de la plebe, Ateyo, iba a oponérsele al tiempo de la salida, teniendo de su parte a muchos que no encontraban bien en que se fuese a hacer la guerra a unos hombres que en nada habían faltado y con quienes intercedían tratados de paz, de miedo de lo cual rogó a Pompeyo que se pusiera a su lado y le acompañara. Era ciertamente grande la autoridad de Pompeyo para con el pueblo, y aunque había muchos que estaban dispuestos a impedir la marcha y levantar alboroto, los contuvo verle al lado de aquel con semblante risueño; de manera que, sin el menor obstáculo, los dejaron pasar. Ateyo, con todo, se les puso delante, y primero le dio en voz, tomando testigos, la orden de que no partiese, y después mandó al ministro que le echara mano y lo detuviera. Impidiéronlo los otros tribunos: así el ministro no llegó a asir a Craso; pero Ateyo corrió a la puerta y puso en ella una escalfeta con lumbre, y cuando llegó Craso, echando aromas y haciendo libaciones, prorrumpió en las imprecaciones más horrendas y espantosas, invocando y llamando por sus nombres a unos dioses terribles también y extraños. Dicen los Romanos que estas imprecaciones detestables, y antiguas tienen tal poder, que no puede evitarlas ninguno de los comprendidos en ellas, y que alcanzan para mal aun al mismo que las emplea, por lo que ni son muchos los que las profieren, ni por ligeros motivos. Así, entonces, reconvenían a Ateyo de que hubiese atraído sobre la república, por cuya causa se había manifestado contrario a Craso, semejantes maldiciones y semejante ira de los dioses.

XVII.— Marchó, pues, Craso, y llegó a Brindis; y sin embargo de que el mar estaba todavía agitado de tormenta, no se detuvo, sino que se hizo a la vela, perdiendo muchos buques. Recogió las fuerzas que le habían quedado, y por tierra siguió su viaje, atravesando la Galacia. Allí vio al rey Deyótaro, que, siendo ya edad avanzada, estaba fundando una ciudad nueva; sobre lo que se chanceó con él, diciéndole: «¿Cómo es esto, oh rey? ¿Después de las doce del día empiezas a edificar?» y el Gálata, sonriéndose: «¡Hola! —le repuso—. Pues tú tampoco ¡oh general! has madrugado mucho para invadir a los Partos». Porque Craso había ya pasado de los sesenta años, y a la vista aun parecía más viejo de lo que era. Al principio, los negocios se le presentaron muy según sus esperanzas, porque pasó con mucha facilidad el Éufrates, condujo sin tropiezo el ejército y entró en muchas ciudades de la Mesopotamia, que voluntariamente se le entregaron. En una de ellas, de que era tirano uno llamado Apolonio, le mataron cien soldados, y marchando contra ella con su ejército la rindió, la entregó al saqueo y vendió los habitantes; los Griegos llamaban a esta ciudad Zenodocia. De resultas de haberla tomado, admitió el que el ejército le saludase emperador, incurriendo en gran vergüenza y apareciendo muy pequeño y de pecho muy angosto, pues que de tan insignificante triunfo se pagaba. Puso de guarnición en las ciudades rendidas hasta siete mil hombres de infantería y mil caballos, y se retiró a la Siria a tomar cuarteles de invierno. Estando allí, llegó el hijo que venía de la Galia de parte de César, mostrándose engalanado con premios y llevándole mil soldados de a caballo escogidos. De los grandes yerros cometidos por Craso en esta expedición, fuera de la expedición misma, parece que éste fue el primero, a saber: el que cuando era menester obrar con celeridad y apoderarse de Babilonia y Seleucia, ciudades mal avenidas siempre con los Partos, hubiese dado tiempo a los enemigos para prepararse. Reprendíanle asimismo de que su detención en la Siria hubiese sido más bien pecuniaria que militar, pues ni investigó el número de las armas ni reunió las tropas para ejercitarlas, y sólo se entretuvo en hacer el cálculo de las rentas, habiendo gastado muchos días en poner en pesos y balanzas la riqueza de la diosa que se veneraba en Hierápolis. Escribía a los pueblos y a las autoridades señalándoles el número de soldados que habían de presentar, y como luego los relevase por dinero, incurrió en descrédito y en desprecio. La primera mala señal que tuvo fue de parte de aquella diosa, la cual piensan unos que fue Afrodita, otros Hera y otros la Naturaleza, que de lo húmedo sacó los principios y semillas de todas las cosas y mostró a los hombres el origen de todos los bienes: pues saliendo del templo, primero tropezó y cayó en la puerta Craso el joven, y después el padre cayó en pos de él.

XVIII.— Cuando ya estaba para mover las tropas de los cuarteles de invierno le llegaron embajadores del rey Arsaces, trayéndole un mensaje muy breve, porque le dijeron que si aquel ejército era enviado por los Romanos la guerra sería perpetua e irreconciliable; pero que si Craso había llevado contra ellos las armas y ocupado sus ciudades sin el permiso de la patria y arrastrado sólo por la codicia, que era lo que les había informado, Arsaces estaba dispuesto a usar de moderación, compadeciéndose de la ancianidad de Craso, y a restituirle los soldados, que más bien se hallaban en custodia que en guarnición. Díjoles Craso con altanería que en Seleucia les daría la respuesta, y el más anciano de los embajadores, llamado Vagises, echándose a reír y mostrando la palma de la mano: «Aquí ¡oh Craso! —le dijo— nacerá pelo antes que tú veas a Seleucia». Retiráronse, pues, cerca de su rey Hirodes, anunciándole ser inevitable la guerra. De las ciudades de Mesopotamia que guarnecían los Romanos pudieron escapar algunos, contra toda esperanza, y trajeron nuevas, propias para inspirar cuidado, habiendo sido testigos oculares del gran número de los enemigos y de los combates que habían sostenido en las ciudades, y, como suele suceder, todo lo pintaban del modo más terrible: que eran hombres de quienes, si perseguían, no había cómo librarse, y si huían, no había cómo alcanzarlos; que sus saetas eran voladoras y más prontas que la vista, y el que las lanzaba, antes de ser observado había penetrado por doquiera, y, finalmente, que de las armas de los coraceros, las ofensivas estaban fabricadas de manera que todo lo pasaban, y las defensivas a todo resistían sin abollarse. Los soldados, al oír esta relación, cayeron de ánimo, pues cuando creían que los Partos serían como los Armenios y Capadocios, a los que Luculo llevó como quiso hasta cansarse, y que lo más difícil de aquella guerra sería lo mucho que habría que andar en persecución de unos hombres que nunca venían a las manos, se encontraban, contra lo que se habían prometido, con que los esperaban grandes combates y peligros; así es que aun algunos de los primeros del ejército creyeron que Craso debía contenerse y deliberar de nuevo sobre el partido que convendría tomar, de cuyo número era el cuestor Casio. Anunciábanle también reservadamente los agoreros que las víctimas le daban siempre funestas y repugnantes señales; mas ni a éstos quiso dar oídos, ni a ninguno que no le hablase de seguir adelante.

XIX.— Vino en esto a confirmarle maravillosamente en su propósito Artabaces, rey de Armenia, porque pasó a su campo con seis mil soldados de a caballo, que dijo constituían su guardia y su defensa, prometiendo otros diez mil armados de corazas y treinta mil infantes que mantendría a su costa. Aconsejaba a Craso que se dirigiera por Armenia a la Partia, pues no sólo tendría su ejército abundantemente, provisto por su cuidado, sino que caminaría con toda seguridad, haciendo la marcha por montes y collados continuos, y por sitios ásperos, inaccesibles a la caballería, que era toda la fuerza de los Partos. Apreció mucho su buena voluntad y sus cuantiosos socorros, mas díjole que le era preciso marchar por la Mesopotamia, donde había dejado muchos y buenos soldados romanos; el Armenio a esto cedió y se retiró. Cuando Craso conducía su ejército cerca de Zeugma, se desgajaron frecuentes y terribles truenos, y se fulminaron muchos rayos enfrente del ejército, y un huracán violento, con nubes y torbellino, hiriendo en el pontón que preparaba, derribó y destrozó la mayor parte. Fue también dos veces tocado del rayo el lugar adonde iba a establecer su campamento. El caballo de uno de los jefes, vistosamente enjaezado, derribó al jinete, y arrojándose al río se sumergió y desapareció. Dícese que levantada para marchar la primera águila, por sí misma se volvió lo de adelante atrás. Quiso también la casualidad que al repartir a los soldados sus raciones después de haber pasado el río, lo primero que se les dio fueron lentejas y sal, cosas que son entre los Romanos de luto y se ponen a los muertos. Habló Craso a las tropas, y en el discurso dejó escapar una expresión que en gran manera disgustó al ejército, porque dijo que rompería el puente para que ninguno pudiese volver, y cuando convenía —luego que conoció el mal efecto que había producido— recogerla y alentar a los tímidos, se desdeñó de hacerlo por orgullo. Finalmente, haciendo la acostumbrada expiación del ejército, y presentándole el agorero las entrañas de la víctima, se le cayeron de las manos, con lo que se mostraron inquietos los que se hallaban presentes; mas él, sonriéndose, «Estas son cosas de la vejez —les dijo—; pero a bien que las armas no se me caerán de la mano».

XX.— Movió de allí por la orilla del río, llevando siete legiones de infantería, cerca de cuatro mil caballos e igual número de tropas ligeras. En esto vinieron a darle parte algunos de los exploradores de que el país estaba desierto de hombres, pero se advertían huellas de gran número de caballos, y que, mudando de dirección, se habían vuelto atrás; con esto se encendieron más las esperanzas en Craso, y los soldados empezaron también a mirar con desprecio a los Partos, como que no eran hombres para venir con ellos a las manos; pero Casio volvió, sin embargo, a representar a Craso que sería bueno recoger las tropas y darles descanso en una ciudad fortificada hasta tener noticias más ciertas de los enemigos; o cuando no, marchar a Seleucia constantemente por la margen del río, pues con esto los transportes, que no se apartarían nunca de la vista del campamento, los surtirían abundantemente de provisiones, y sirviéndoles el río mismo de defensa para no ser cortados, podrían pelear siempre con igual ventaja contra los enemigos.

XXI.— Cuando Craso estaba reflexionando y consultando acerca de estas cosas, sobrevino un príncipe árabe llamado Ariamnes, hombre doloso y astuto, y que entonces fue para ellos el mayor y más consumado mal de cuantos para su perdición amontonó la fortuna. Acordábanse algunos de los que habían servido con Pompeyo de que había disfrutado de su favor y tenía concepto de ser amante de los Romanos. Arrimóse entonces a Craso por dictamen de los generales del rey, para que viera si acompañándolo podría llevarlo lejos del río y de los barrancos, introduciéndolo en una vasta llanura, donde pudiera ser envuelto; porque a todo se determinaban, menos a combatir de frente con los Romanos. Venido, pues, Ariamnes a la presencia de Craso, como elocuente que también era, empezó a celebrar a Pompeyo, que había sido su bienhechor; y dando a Craso el parabién de mandar tales fuerzas culpó su detención en examinar y tomar disposiciones, como si le faltaran armas y manos y no tuviera más bien necesidad de pies ligeros contra unos hombres que lo que buscaban hacía tiempo era robar lo más precioso que pudieran en riquezas y en personas y retirarse a la Escitia o la Hircania; «y si vuestro ánimo —decía— es pelear, lo que conviene es usar de celeridad y prontitud, antes que el rey cobre aliento y reúna en un punto todas sus fuerzas; cuando ahora no tenemos contra nosotros más que a Surenas y Silaces, que han tomado a su cargo el resistirnos, y aquel no se sabe dónde para». Todo esto era falso, porque Hirodes había hecho, desde luego, dos divisiones de sus tropas; y talando él la Armenia, para vengarse de Artabaces, había opuesto a Surenas contra los Romanos, no por desprecio, como han querido decir algunos, pues no podía desdeñarse de tener por antagonista a Craso, varón muy principal entre los Romanos, e irse a pelear con Artabaces, haciendo correrías por el país de los Armenios, sino que lo que se conjetura es que, temeroso del peligro, se propuso estar en celada y esperar el éxito, y que Surenas se adelantara a tentar la batalla y detener a los enemigos. Porque tampoco Surenas era un hombre plebeyo, sino en riqueza, en linaje y en opinión el segundo después del rey; en valor y en pericia el primero entre los Partos de su edad, y, además, en la talla y belleza de cuerpo no había nadie que le igualara. Marchaba siempre solo, llevando su equipaje en mil camellos, y en doscientos carros conducía sus concubinas, acompañándole mil soldados de a caballo armados, y de los no armados mucho mayor número, como que entre dependientes y esclavos suyos podría reunir hasta unos diez mil. Tocábale por derecho de familia ser quien pusiese la diadema al que era nombrado rey de los Partos; y él mismo había vuelto a colocar en el trono a Hirodes, arrojado de él, y le había reconquistado a Seleucia, siendo el primero que escaló el muro y quien rechazó con su propia mano a los que se le opusieron. No tenía entonces todavía treinta años, y con todo, gozaba de una grande opinión de juicio y de prudencia, dotes que no fueron las que contribuyeron menos a la ruina de Craso, más expuesto a engaños que otro alguno, primero por su confianza y orgullo, y después, por el terror y por los mismos infortunios que sobre él cargaron.

XXII.— Luego que Ariamnes le hubo seducido, apartándole del río, le llevó por medio de la llanura, al principio por un camino abierto y cómodo, pero molesto después a causa de los montones de arena y por ser el terreno escueto, falto de agua y tal, que no ofrecía término ninguno donde los sentidos reposasen; de manera que no sólo se fatigaban con la sed y la dificultad de la marcha, sino que lo desconsolado de aquel aspecto causaba aflicción a unos hombres que no veían ni una planta, ni un arroyuelo, ni la falda de un monte, ni hierba que empezase a brotar, sino una vasta planicie que, a manera de la del mar, envolvía al ejército entre arena, con lo que ya empezaron a sospechar del engaño. Presentáronse a este tiempo mensajeros de Artabaces, rey de Armenia, avisando que se veía oprimido de una violenta guerra por haber caído sobre él Hirodes, lo que le imposibilitaba de enviarles auxilios; pero aconsejaba a Craso que retrocediera, pues trasladándose a la Armenia combatirían juntos contra Hirodes; más que, si no se determinaba a esto, caminara con cuidado y procurara acamparse, retirándose de todo terreno a propósito para obrar la caballería y buscando siempre las montañas. Craso nada le contestó por escrito; pero de palabra respondió que por entonces no estaba para pensar en los Armenios, pero que luego volvería a tomar venganza de la traición de Artabaces. Casio, aunque de nuevo se incomodaba con estas cosas, nada proponía o advertía ya a Craso por verle irritado; pero fuera de su vista llenaba de improperios a Arianmes, a quien decía: «¿Qué mal Genio, oh el más malvado de todos los hombres, es el que te ha traído entre nosotros? ¿Con qué hierbas o con qué hechizos pudiste mover a Craso a que arrojara el ejército en una soledad vasta y profunda, haciéndoles andar un camino más propio de un nómada, capitán de bandoleros, que de un general romano?». El bárbaro, que sabía plegarse a todo, con éste usaba de blandura, animándole y exhortándole a que tuviera todavía un poco de paciencia; pero a los soldados con quienes se juntaba como para darles algún alivio los insultaba, diciéndoles, con risa y escarnio: «¿Pues qué, creéis que esto es caminar por la Campania, y echáis menos sus fuertes, sus arroyos, sus deliciosos sombríos, sus baños y sus posadas? ¿No os acordáis de que nuestra marcha es por los linderos de los Árabes y los Asirios?». De esta manera se burlaba de los Romanos aquel bárbaro, el cual, antes que más a las claras se conociera el engaño, se ausentó, no sin noticia de Craso, a quien todavía hizo creer que iba a introducir la confusión y el desorden en el ejército enemigo.

XXIII.— Dícese que Craso no se vistió de púrpura aquel día, como es costumbre entre los generales romanos, sino de una ropa negra, la que mudó luego que se lo advirtieron. Corre asimismo que algunas de las enseñas no pudieron ser movidas sino con gran dificultad por los que las llevaban, como si estuvieran clavadas, de lo que se rió Craso y avivó la marcha, haciendo que los infantes siguieran el paso de la caballería, hasta que vinieron algunos de los enviados en descubierta anunciando que todos los demás habían perecido a manos de los enemigos y ellos solos habían podido huir, no sin trabajo; y que aquellos, en gran número y con más decidido arrojo, venían en disposición de dar batalla. Turbáronse todos; y Craso, que también se sobrecogió enteramente, a toda priesa y sin detenerse puso en orden el ejército; primero, como lo deseaba Casio, que era formando muy clara la infantería para evitar, extendiéndola lo posible por el llano, el ser envueltos, y distribuyendo la caballería en ambos flancos; pero después mudó de propósito, y, apiñando las tropas, formó un cuadro de igual fondo por todas partes, componiéndose cada lado de doce cohortes, agregando a cada cohorte una partida proporcional de caballería, para que no hubiera parte que careciese de este auxilio, sino que por todos lados se presentara igualmente defendido. De las alas dio una a mandar a Casio y la otra a Craso el joven, reservando para sí el centro. Caminando en este orden llegaron a un arroyo llamado Baliso, no muy caudaloso y abundante, cuya vista causó el mayor placer a los soldados, fatigados y abrasados de calor en una marcha tan trabajosa y tan falta de refrigerio. Los más de los jefes eran de opinión que debían allí hacer alto y pasar la noche, informándose en tanto del número, calidad y orden de los enemigos, y al día siguiente, al amanecer, marchar contra ellos; mas Craso, envalentonado con que su hijo y los de caballería que tenía cerca de sí se inclinaban a seguir adelante y trabar combate, dio orden de que los que quisiesen comieran y bebieran, manteniéndose en formación y aun antes que esto pudiera tener cumplidamente efecto volvió a ponerse en marcha, no poco a poco ni con la pausa que conviene cuando se va a dar batalla, sino con un paso seguido y acelerado, hasta que impensadamente se descubrieron los enemigos a la vista, no en gran número ni en disposición de inspirar terror; y es que Surenas había cubierto la muchedumbre de ellos con la vanguardia, y había ocultado el resplandor de las armas, haciendo que los soldados se pusieran sobrerropas y zamarras; mas luego que estuvieron cerca y el general dio la señal, al punto se llenó aquel vasto campo de un gran ruido y de una espantosa vocería. Porque los Partos no se incitan a la pelea con trompas o clarines, sino que sobre unos bastones huecos de pieles ponen piezas sonoras de bronce con las que mueven ruido, y el que causan tiene no sé qué de ronco y terrible, como si fuera una mezcla del rugido de las fieras y del estampido del trueno: sabiendo bien que de todos los sentidos el oído ese que influye más en el terror del ánimo y que sus sensaciones son las que más pronto conmueven y perturban la razón.

XXIV.— Cuando los Romanos estaban aterrados con aquella algazara, quitando repentinamente las sobrerropas que cubrían las armas aparecieron brillantes los enemigos con yelmos y corazas de hierro margiano, de un extraordinario resplandor, y guarnecidos los caballos armados con jaeces de bronce y de acero. Apareció asimismo Surenas, alto y hermoso sobre todos, aunque no correspondía lo femenil de su belleza a la opinión que tenía de valor, por usar, a estilo de los Medos, de afeites para el rostro y llevar arreglado el cabello, mientras que los demás Partos, para hacerse más terribles, dejan que éste crezca a lo Eseita, desordenadamente. Su primera intención era acometer con las lanzas y poner en desorden las primeras filas; pero cuando vieron el fondo de la formación y la firmeza e inmovilidad de los soldados romanos, retrocedieron; y pareciendo que aquello era desbandarse y perder el orden, no se echó de ver que de lo que trataban era de envolver el cuadro. Así, Craso mandó a las tropas ligeras que corriesen en pos de ellos; pero éstas no fue mucho lo que se retiraron, sino que, acosadas y molestadas por las saetas, volvieron a ponerse bajo la protección de la infantería de línea; siendo las primeras que causaron alguna conmoción y miedo en los que ya habían visto el temple y fuerza de unas saetas que destrozaban las armas y que pasaban todas las defensas, por más resistencia que tuviesen. Los Partos, separándose algún tanto, empezaron a tirarles por todas partes sin cuidadosa puntería, porque la unión y apiñamiento de los Romanos no les dejaban errar, aun cuando quisiesen, causando heridas graves y profundas, como que aquellos tiros partían de arcos grandes y fuertes, que por lo vuelto de su curvatura despedían la saeta con terrible fuerza. Era, por tanto, pésima la suerte de los Romanos, pues si permanecían en aquella formación recibían crueles heridas, y si intentaban moverse unidos perdían el poder hacer lo que hacían en su defensa y padecían lo mismo: por cuanto los Partos se retiraban delante de ellos, tirando siempre; lo que después de los Eseitas ejecutan con suma destreza. y en esto obran con la mayor sabiduría, pues que con defender su vida huyendo quitan a la fuga lo que tiene de vergonzosa.

XXV.— Mientras esperaron que agotadas las saetas desistirían de aquel modo de pelear, o vendrían a las manos, tuvieron constancia; pero cuando supieron que había infinidad de camellos cargados de ellas, a los que corrían los que estaban más cerca, y las tomaban para repartir, entonces Craso, no viendo el término de aquel triste estado, llegó a acobardarse, y enviando emisarios a su hijo le dio orden de que viera cómo precisar a los enemigos a entrar en combate antes de ser envuelto, porque una de las partidas enemigas principalmente cargaba sobre éste, y le andaba alrededor, como para ponérsele a la espalda. Tomando, pues, aquel joven mil y trescientos caballos, de los cuales mil eran los de César, quinientos arqueros y ocho cohortes de infantería de las que tenía más a la mano, acometió impetuosamente con estas fuerzas. Los Partos que más se habían adelantado, o porque los hubiesen alcanzado estas tropas como dicen algunos, o porque quisiesen llevar con maña al joven Craso lejos del padre, volvieron grupa y dieron a huir. Entonces, alzando aquel el grito, exclamó: «Los enemigos huyen» y aceleró el paso y con él Censorino y Megabaco, sobresaliente éste en grandeza de ánimo y en fuerzas corporales y adornado aquel con la dignidad senatoria y con el dote de la elocuencia, amigos ambos de Craso, y de su misma edad. Como hubiesen, pues, movido en la forma dicha los de a caballo, resplandeció también en la infantería la decisión y gozo de la esperanza, porque creían haber vencido y que iban en persecución de los enemigos; hasta que a pocos pasos salieron de su engaño, por haber dado la vuelta los que pareció antes que huían, y con ellos mucho mayor número que se les había reunido. Entonces se pararon creyendo que los enemigos les acometerían al ver que eran tan pocos; pero éstos lo que hicieron fue formar al frente de los Romanos a los coraceros, y corriendo con la demás caballería alrededor de ellos, moviendo grande alboroto, revolvieron los montones de arena y levantaron una densa polvareda, de manera que los Romanos no podían verse ni articular palabra; encerrados en estrecho recinto, apiñados unos sobre otros, recibían crudas heridas, y una muerte no suave y pronta, sino entre convulsiones y acerbos dolores, revolcándose con las saetas y encrudeciendo las heridas o despedazándose y destruyéndose a sí mismos, si querían sacar las puntas con anzuelo, que habían dilacerado las venas y los nervios. Recibiendo muchos de esta manera la muerte, aun los que quedaban con vida estaban sin acción para nada; así es que, animándolos Publio para que acometiesen a los coraceros, le mostraron las manos pegadas a los escudos y los pies clavados en tierra, en términos que estaban del todo imposibilitados, tanto para huir como para defenderse. Entonces, dirigiéndose a los de caballería, acometió con vigor y trabó pelea con los enemigos; mas ésta era desigual en el herir y en el protegerse, hiriendo con azconas cortas y débiles en corazas de piel y de hierro, y siendo heridos con lanzas robustas los cuerpos ligeros y desnudos de los Galos. Porque en éstos confiaba principalmente y con ellos obró maravillas, pues agarraban con las manos los astiles de las lanzas, y trabando de los jinetes, los arrojaban de los caballos, dejándolos, por lo pesado de la armadura, sin poder moverse. Muchos, saltando de sus caballos, se metían debajo de los caballos enemigos y los atravesaban por los ijares; tiraban éstos botes en fuerza del dolor, y pisoteando a un tiempo a los jinetes y a sus contrarios, unos y otros morían juntos, cubiertos de tierra y de basura. Lo que principalmente quebrantó a los Galos fue el calor y la sed, a que no estaban acostumbrados, y, además, el haber perdido la mayor parte de los caballos, a causa de que ellos mismos se metían por las lanzas enemigas. Viéronse, por tanto, en la precisión de haber de acogerse a la infantería, teniendo ya a Publio, por sus muchas heridas, en el más deplorable estado; y como advirtiesen cerca un alto montón de arena, corrieron a él, colocaron en medio los caballos, y cubriéndose con los escudos como en una trinchera, creyeron que podrían así defenderse mejor de los bárbaros, mas sucedióles lo contrario. Porque en el terreno llano, los primeros protegen a los que están a la espalda; pero allí, por la desigualdad del sitio, los unos estaban más altos que los otros, y quedando todos al descubierto no podían evitar los tiros, sino que a todos se dirigían del mismo modo, lamentándose de una muerte sin gloria y sin desquite alguno.

Hallábanse con Publio dos Griegos establecidos en aquel país en la ciudad de Carras, llamados Jerónimo y Nicómaco; persuadíanle que se retirara con ellos y huyera a Icnas, ciudad que seguía el partido de los Romanos y estaba de allí a corta distancia; mas respondiéndoles que ninguna muerte por más cruel que fuese podría hacer que Publio abandonara a los que morían por él, les rogó que se salvaran, y alargándoles la diestra los despidió. Entonces, no pudiendo valerse de su propia mano, porque la tenía atravesada con una flecha, mandó a su escudero que lo pasara con la espada, presentándole el costado. Dícese que Censorino murió de la misma manera; pero Megabaco se dio a sí mismo la muerte, y otro tanto ejecutaron los más principales y esforzados A los demás que quedaron, subiendo los Partos al terreno, los pasaron en pelea con las lanzas, no habiendo tomado vivos, según se dice, arriba de quinientos. Cortáronle a Publio la cabeza y marcharon al punto en busca de Craso.

XXVI.— El estado de éste era el siguiente. Luego que dio al hijo la orden de acometer a los Partos, como alguno le anunciase que éstos iban en derrota y que se les perseguía con tesón, y viese que los que contra sí tenía no obraban como antes, porque la mayor parte había marchado con los que huyeron, se alentó algún tanto, y reuniendo sus tropas las situó en puestos ventajosos, esperando allí que el hijo volviese de la persecución. Publio, luego que se vio en peligro, envió quien avisase al padre; pero los primeros mensajeros perecieron. De los últimos, algunos que con dificultad escaparon le trajeron la nueva de que Publio era perdido si no se le daba pronto y grande socorro. Combatieron a un tiempo muchos afectos el corazón de Craso; así, ya no obró en él la razón; e impelido, ora del miedo, ora del deseo del hijo para darle el socorro que pedía, se resolvió por fin a mover el ejército. En esto aparecieron los enemigos, mucho más terribles en su gritería y en sus cantos, aturdiendo otra vez con el ruido de sus tímpanos a los Romanos, que esperaron con esto el principio de otra batalla. Los que traían la cabeza de Publio clavada en la punta de una pica, acercándose más que los otros, la mostraban, preguntando con escarnio por sus padres y su linaje, pues no parecía posible que Craso, hombre el más cobarde y el más perverso, fuera padre de un joven tan valiente y de tan acendrada virtud. Este espectáculo fue el que más, de cuantos males habían pasado, quebrantó y desconcertó los ánimos de los Romanos, concibiendo todos, no ira y deseo de venganza, que era lo que el caso pedía, sino un indecible terror y espanto. Dícese que entonces Craso, en medio de tan vehemente dolor, se mostró muy superior a sí mismo, porque, corriendo las filas, habló de este modo a los soldados: «Este luto ¡oh Romanos!, es privadamente mío; pero la eminente fortuna y gloria de Roma, intacta e ilesa, permanece en vosotros, a quienes veo salvos. Si alguna compasión tenéis de mí por la pérdida de mi valeroso hijo, manifestadla en vuestro enojo contra los enemigos. Arrebatadles de las manos ese gozo; vengáos de su crueldad. No os abata lo sucedido: porque no puede ser que dejen de tener que sufrir y padecer los que acometen grandes presas. Ni Luculo derrotó sin sangre a Tigranes, ni Escipión a Antíoco. Nuestros antepasados perdieron en Sicilia mil naves y en la Italia muchos emperadores y pretores; pero no impidieron las derrotas de éstos que al cabo triunfasen de los vencedores: pues que la brillante prosperidad de Roma no ha llegado a tanta altura por su buena suerte, sino por la constancia y virtud de los que no rehusaron los peligros».

XXVII.— Este fue el lenguaje que les tuvo Craso, y de este modo procuró alentarlos; pero vio que pocos le escuchaban con buen semblante, y habiéndoles mandado dar el grito de guerra se desengañó aún más acerca de su abatimiento: porque aquel fue débil, apocado y desigual, cuando el de los bárbaros fue claro y esforzado. Venidos a la contienda, la caballería de éstos, haciendo un movimiento oblicuo, comenzó a lanzar saetas; y los coraceros, usando de las lanzas, redujeron a los Romanos a un recinto estrecho, a excepción de aquellos que, por huir de la muerte que los tiros causaban, prefirieron arrojarse desesperadamente sobre éstos, haciendo, a la verdad, poco daño, pero encontrando una muerte pronta por medio de heridas grandes y profundas, dadas por hombres que con el empuje de sus robustos astiles pasaban con el hierro a los que se les ponían delante, y aun muchas veces atravesaban a dos de un golpe. Peleando de esta manera sobrevino la noche, y se retiraron, diciendo que de gracia concedían a Craso una noche para llorar a su hijo; a no ser que lo pensara mejor y por sí mismo se fuera a presentar a Arsaces, en lugar de ser llevado. Pusieron allí cerca su campo, alentados de grandes esperanzas; en cambio, para los Romanos la noche fue terrible, no haciendo cuenta de dar sepultura a los muertos ni de prestar auxilios a los heridos y moribundos, sino que cada uno se lamentaba por sí mismo, teniéndose por perdidos, bien esperaran allí el día, o bien se lanzaran por la noche en aquel vasto desierto. Éranles gran motivo de irresolución los heridos, pues si determinaban llevarlos serían un estorbo para la prontitud de la marcha, y si los dejaban, con sus gritos darían indicio de la partida; y aunque conocían que Craso era la causa de todo, sin embargo deseaban verle y oír su voz. Mas él se había retirado solo y yacía en las tinieblas, cubierta la cabeza con su ropa: ejemplo para los más de las mudanzas de fortuna, pero para los hombres prudentes de temeridad y ambición, por las que no estaba contento con no ser el primero y el mayor entre tantos millones de hombres, sino que le parecía que todo le faltaba, porque tenía el último lugar respecto de dos solos. Entonces, el legado Octavio y Casio trataron de consolarle y darle aliento; pero cuando vieron que del todo estaba desanimado, reunieron a los tribunos y centuriones, y habiendo convenido en que no debían quedar allí movieron el ejército sin toque de trompetas y con mucho silencio al principio; pero cuando los imposibilitados de seguir percibieron que se les abandonaba, fue terrible el desorden y la confusión que entre sollozos y lamentos se apoderó del campo. Después, cuando ya estaban en marcha, les sobrevino nueva turbación y terror, creyendo que se acercaban los enemigos; muchas veces retrocedían; otras muchas tomaban el orden de formación; y de los heridos que los seguían, ya poniendo en los bagajes a unos y ya bajando a otros, fue larga la detención que tuvieron, a excepción de trescientos de caballería mandados por Egnacio, que arribaron a Carras como a la medianoche. Habló éste a los centinelas en lengua romana, y como le hubiesen entendido, les encargó dijeran a su comandante Coponio que Craso había tenido una grande batalla con los Partos; y sin decir más, ni descubrir quién era, se apresuró a llegar al puente y salvó aquella tropa; mas fue muy vituperado por haber abandonado a su general. Con todo, aprovechó a Craso aquella ligera expresión suya referida a Coponio, porque, conjeturando éste que lo breve y cortado del anuncio no era de quien traía buenas nuevas, mandó inmediatamente a los soldados tomar las armas, y luego que se informó de que Craso estaba en camino salió a recibirle, y acompañó a su ejército hasta la ciudad.

XXVIII.— Los Partos, aunque por la noche sintieron su partida, no los persiguieron; pero a la mañana, pasando al campamento, acabaron con los que en él habían quedado, que no bajarían de cuatro mil; y a muchos que se habían perdido por aquellas llanuras les dieron alcance partidas de caballería. A cuatro cohortes que el legado Vargunteyo había separado del cuerpo del ejército, y que habían errado el camino, las sorprendieron en un collado, y sin embargo de que se defendieron con valor, no pudieron evitar el ser pasadas a cuchillo, a excepción solamente de veinte hombres; pues maravillados de que éstos con sus espadas trataran de abrirse camino entre ellos, se abstuvieron de herirlos, y les permitieron que sin ofensa se retiraran a Carras. Dióse a Surenas un aviso falso, diciéndosele que Craso había huído con los principales, y que la muchedumbre que se había refugiado a Carras era una mezcla de hombres de quienes no se debía hacer ninguna cuenta. Creyó, pues, haber perdido el blanco principal de su victoria; mas, dudoso todavía, y deseando informarse de lo cierto para sitiar a Craso si allí estaba, o perseguirle en otro caso sin detenerse con los de Carras, envió a esta ciudad uno de los que estaban con él que sabía ambos idiomas, dándole orden de que en lengua romana llamara al mismo Craso o a Casio, manifestando que Surenas venía a tratar con ellos. Díjolo éste como se le había mandado, y luego que se dio parte a Craso aceptó la convocación. Al cabo de poco vinieron asimismo de parte de los bárbaros unos Árabes, que conocían de vista a Craso y Casio por haber estado con ellos en el campamento antes de la batalla; y éstos, viendo a Casio sobre la muralla, le dijeron que Surenas estaba dispuesto a tratar de paz y les concedía ir salvos, con tal que admitieran la amistad del rey y abandonaran la Mesopotamia, porque consideraba que esto era lo que a unos y a otros convenía más que llegar a los últimos extremos. Admitiendo la proposición Casio, y diciéndoles que deseaba se determinara el lugar y tiempo en que Craso y Surenas tendrían su entrevista, prometieron que así lo harían, y marcharon.

XXIX.— Contento Surenas con tenerlos sujetos a un sitio, al día siguiente condujo allá sus tropas, las que, desmandándose en injurias contra los Romanos, llegaron a proponerles que, si querían alcanzar capitulación, les habían de entregar atados a Craso y a Casio. Indignáronse de verse así engañados, y diciendo a Craso que era necesario dar de mano a las vanas y largas esperanzas de los Armenios, se decidieron por la fuga. Era muy importante que ninguno de los Carrenos lo supiese antes de tiempo; pero justamente lo supo Andrómaco, hombre entre todos el más infiel y desleal, a quien Craso confió este secreto, valiéndose de él para que los guiase. Así, nada ignoraron los Partos, porque Andrómaco se lo refirió todo punto por punto. Mas como sus costumbres patrias se opusiesen a que pelearan de noche, ni esto además le fuese fácil, habiendo de partir Craso de noche, para que aquellos no se atrasaran mucho en su persecución, discurrió Andrómaco la traza de tomar ahora un camino y luego otro, hasta que, por último, los condujo a un terreno pantanoso y cortado con frecuentes acequias, que hacían la marcha penosa y tarda para los que aún se dejaban guiar de él: pues hubo algunos que conociendo que Andrómaco no podía hacerles dar aquellos rodeos y vueltas con buen fin, no quisieron seguirle; Casio se volvió otra vez a Carras, y diciéndole sus guías, que eran unos Árabes, ser conveniente esperar a que la Luna pasara del Escorpión, «Pues yo —les respondió— más temo al Sagitario», y se encaminó a Siria con unos quinientos caballos. Otros, que también tuvieron fieles conductores, arribaron a las montañas llamadas Sínacas y se pusieron en seguridad antes del día. Eran éstos cerca de cinco mil, y estaba al frente de ellos Octavio, varón de singular probidad. A Craso le cogió el día engañado todavía de Andrómaco y detenido entre acequias y pantanos. Tenía consigo cuatro cohortes de legionarios, muy pocos caballos y cinco lictores; con los cuales salió al fin con mil trabajos al buen camino cuando ya tenía encima a los enemigos. Faltábanle sólo doce estadios para unirse con las tropas de Octavio, pero tuvo que refugiarse a otro montecillo no tan inaccesible a la caballería ni tan seguro, aunque enlazado con las mismas montañas Sínacas, de las que sólo le dividía una serie de collados, que desde la llanura se extendían hasta aquellas; así, las tropas de Octavio podían muy bien observar el peligro en que se hallaba. Octavio fue el primero que bajó con unos pocos a darle auxilio; después partieron los demás, avergonzados de su detención, y cargando a los enemigos los rechazaron del montecillo. Cogieron luego en medio a Craso, y protegiéndole con sus escudos dijeron con firmeza y resolución que no tendrían los Partos saeta ninguna que penetrase hasta su general, sin que primero murieran todos, peleando por defenderle.

XXX.— Viendo, pues, Surenas que los Partos se batían ya con menos ardor, y que si venía la noche y los Romanos se metían más en el monte le sería imposible darles alcance, armó a Craso otro engaño. Dejó ir libres a algunos cautivos, ante quienes hizo de intento que unos bárbaros se dijeran a otros en el campamento que el rey no quería que la guerra con los Romanos fuese perpetua y daría pruebas de estar pronto a restablecer la amistad con el obsequio de tratar humanamente a Craso. Abstuviéronse, por tanto, los Partos de combatir, y marchando sosegadamente Surenas hacia el collado con los principales de su ejército quitó la cuerda al arco y alargó la diestra, llamando a Craso a conferenciar con él y diciendo en alta voz que el Rey había hecho muestra, muy contra su voluntad, de su valor y su poder; pero que deseando manifestarles también su dulzura y benevolencia los dejaría ir libres y salvos por medio de un tratado. Al decir esto Surenas, los demás le escucharon muy placenteros y se mostraban sumamente contentos; pero Craso, que no había habido nada en que no hubiese sido engañado, y que extrañaba mucho tan repentina mudanza, no se prestó a esta invitación, sino que se paró a reflexionar. Mas como los soldados empezasen a gritar y a decirle que fuese, y después pasasen a insultarle y echarle en cara que a ellos los ponía a pelear con unos hombres con quienes ni aun desarmados quería tener una conferencia, tentó primero el medio del ruego, diciéndoles que aguantaran lo que restaba de día y por la noche podrían libremente marchar por aquellas montañas y aquellas asperezas, mostrándoles el camino y exhortándolos a que no perdieran la esperanza de una salud que tenían tan cerca; pero viendo que todavía se le oponían, y que blandiendo las armas le amenazaban, por miedo hubo de partir, sin decir más que estas palabras: «Vosotros, Octavio, Petronio y todos los caudillos romanos que estáis presentes, sois testigos de la necesidad de esta partida, y sabéis por que cosas tan violentas y afrentosas se me hace pasar; mas con todo, si llegáis a salvaros, decid ante todos los hombres que Craso pereció engañado de los enemigos, no entregado a la muerte por sus ciudadanos».

XXXI.— No pudiendo contenerse Octavio, bajó del collado con Craso, quien despidió a los lictores, que también le seguían. De los bárbaros, los primeros que salieron a recibirle fueron dos Griegos mestizos que le hicieron acatamiento, apeándose de los caballos; y, saludándole en lengua griega, le propusieron que enviara personas que vieran como Surenas y los que traía consigo venían sin armas de ninguna especie; mas Craso les respondió que, si tuviera en algo la vida, no habría venido a ponerse en sus manos. Con todo, envió a dos hermanos, llamados Roscios, a informarse de cuántos eran los que venían y con qué objeto. Surenas, al punto, les echó mano y los detuvo, siguiendo a caballo con los principales de los suyos; y «¿Cómo es esto —gritó—, un general de los Romanos viene a pie y nosotros montados?», mandando que sin dilación le trajesen un caballo. Contestándoles Craso que ni uno ni otro faltaban, concurriendo cada uno, según la costumbre de su patria, dijo entonces Surenas que ya estaba hecho el tratado y la paz entre el rey Hirodes y los Romanos, pero que habían de escribirse las condiciones, llegando para ello hasta el río; «Porque vosotros los Romanos —dijo— no soléis acordaros de los convenios» y le alargó la mano. Mandó entonces Craso que le trajeran un caballo, a lo que repuso: «No es menester, porque el Rey te da éste»; y al mismo tiempo le presentaron un caballo con jaez de oro, en el que, cogiéndole en volandas, le pusieron los palafraneros y empezaron a dar latigazos al caballo para hacerle marchar precipitadamente. Octavio fue el primero que asió del freno, y después de él Petronio, uno de los tribunos, cercándole en seguida los demás y procurando todos contener el caballo y retirar a los que, por uno y otro lado, querían a fuerza llevarse a Craso. Suscitándose con esto confusión y alboroto, vínose, al fin, a los golpes, y desenvainando Octavio su espada atravesó a uno de aquellos palafreneros, haciendo otro tanto con Octavio uno de ellos, que se hallaba a su espalda. Petronio no se encontró con armas; y habiendo recibido un golpe, que no pasó de la coraza, saltó ileso del caballo. A Craso le quitó la vida un Parto llamado Pomaxatres, aunque algunos dicen haber sido otro el que le mató y que éste fue el que, después de caído, le cortó la cabeza y la mano derecha; cosas que pueden muy bien conjeturarse, pero no saberse de ciento, porque de los que se hallaron presentes y pelearon en defensa de Craso, los unos murieron allí y los otros a toda priesa se retiraron al collado. Pasaron allá los Partos, y diciendo que Craso ya había sufrido su castigo, pero respecto de los demás manifestaba Surenas que podían bajar con seguridad, unos bajaron, efectivamente, y se entregaron, y otros se dispersaron por la noche, de los cuales fueron muy pocos los que se salvaron, y a los restantes salieron a cazarlos los Árabes, y, alcanzándolos, les dieron muerte. De todas aquellas tropas, veinte mil hombres se dice que murieron, y que diez mil fueron tomados cautivos.

XXXII.— Surenas envió al rey Hirodes, que se hallaba en la Armenia, la cabeza y la mano de Craso, y haciendo correr en Seleucia la voz, por medio de mensajeros, de que conducía vivo a Craso, dispuso una pompa ridícula, a la que por sarcasmo dio el nombre de triunfo. Porque al más parecido a Craso de los cautivos, que era Gayo Paciano, le hizo vestir como mujer bárbara, y habiendo ensayado el que respondiese cuando le llamaran Craso o general, de este modo le llevaban a caballo, precediéndole trompeteros y lictores montados en camellos. De las varas pendían bolsas, y entre las hachas se veían cabezas de Romanos recién cortadas. Seguían después rameras seleucienses entonando canciones insultantes y ridículas contra la cobardía y afeminación de Craso, y de este espectáculo gozaron todos. Mas reuniendo el Senado de los Seleucienses, les presentó los libros obscenos de Aristides, llamados Milesíacos; esto ya no fue inventado, porque se encontraron realmente en el equipaje de Rustio y dieron ocasión a Surenas para motejar e infamar a los Romanos de que ni en la guerra podían estar sin entretenerse con tales objetos y tal leyenda. Mas el concepto que los Seleucienses formaron fue que Esopo había sido un sabio; viendo que Surenas presentaba por delante el cabo de alforja en que se contenían las obscenidades milesíacas, cuando en pos de sí traía una Síbaris Pártica en tanto número de concubinas como las que conducía en sus carros; siendo su ejército, al parecer, como las víboras y las culebras, porque las partes anteriores, y que primero aparecían, eran feroces y terribles, estando cercadas de lanzas, de arcos y de caballos, y luego la cola remataba en rameras, en crótalos, en cantos y en nocturnas disoluciones con infames mujercillas. No merecía, ciertamente, disculpa Rustio; pero no estaba bien a los Partos vituperar en los Romanos la pasión por los libros milesíacos, cuando muchos de los Arsácidas que reinaban sobre ellos habían sido descendientes de rameras de la Jonia y de Mileto.

XXXIII.— Entretanto que esto pasaba, Hirodes había ya hecho la paz con el rey de Armenia, Artabaces, y había convenido en tomar la hermana de éste para mujer de su hijo Pácoro. Con este motivo eran frecuentes los banquetes y festines de uno a otro, y se entretenían con las representaciones teatrales de la Grecia, porque Hirodes no ignoraba ni la lengua ni las letras griegas y Artabaces componía tragedias y había escrito oraciones e historias, de las cuales algunas todavía se conservan. Cuando la cabeza de Craso fue conducida a las puertas del palacio no se habían levantado las mesas, y un representante de tragedias, llamado Jasón, natural de Tralis, estaba recitando el pasaje de Agave de la tragedia de Eurípides Las Bacantes. En medio de los aplausos que se le daban se presentó Silaces ante el rey, y adorándole arrojó en medio la cabeza de Craso. Grande fue con esto la algazara de los Partos, su alegría y su júbilo; y habiendo hecho los sirvientes tomar asiento a Silaces, de orden del rey, Jasón dio las ropas y ornato de Penteo a uno de los del coro, y tomando él la cabeza de Craso en la mano se puso a hacer el bacante, y recitó con entusiasmo y con canto aquellos versos:

Del monte a nuestro techo
esta dichosa caza traemos ahora mismo
de flecha traspasada.

Esto fue de diversión para todos; pero cantándose en seguida los otros versos, alternados con el coro:

Coro: —¿Quién le tiró primero?
Ágave: —Mío, mío es el premio,

entonces, levantándose Pomaxatres, que también asistía a la cena, echó mano a la cabeza, diciendo que aquello más le tocaba a él que al actor; lo que cayó muy en gracia al rey; y habiéndole remunerado, según la costumbre patria, dio a Jasón un talento. Este término se dice haber tenido la expedición de Craso, acabando verdaderamente como una tragedia.

Hirodes y Surenas experimentaron, al fin, castigos dignos, el uno de su crueldad y el otro de su perjurio; porque a Surenas, de allí a poco, le quitó la viela Hirodes, envidioso de su gloria, y a éste, después de haber perdido a Pácoro, muerto en una batalla, en que fue vencido de los Romanos, en ocasión de hallarse doliente de una enfermedad que declinaba en hidropesía, su otro hijo Fraates, atentando contra su vida, le dio acónito; mas como la enfermedad recibiese bien el veneno, de manera que con él terminó, habiéndose quedado Hirodes enteramente enjuto, tomó aquel el camino más corto, y entrando en su cuarto le ahogó.

COMPARACIÓN DE NICIAS Y CRASO

I.— Viniendo a la comparación, la riqueza de Nicias, puesta en paralelo con la de Craso, tiene una adquisición y un origen menos culpable: pues aunque nadie tenga por irreprensible la que procede del beneficio de las minas, que en gran parte se hace por medio de hombres criminales o de bárbaros, de los cuales algunos están allí aprisionados y otros fallecen en aquellos lugares perniciosos e insalubres, con todo, es más tolerable que la que se granjeó con las confiscaciones de Sila y con los destrozos del fuego, medios de que se valió Craso, como pudiera haberse valido de cultivar el campo o de ejercer el cambio. Por de contado, de los graves cargos que a éste se hacían, aunque él los negaba, de que por dinero defendía causas en el Senado, de que era injusto con los aliados, de que adulaba a mujercillas, y, finalmente, de que era encubridor de gente mala, ninguno, ni aun con falsedad, se hizo jamás a Nicias. Burlábanse, sí, de él, porque malgastaba su dinero, dándolo por miedo a los calumniadores; pero en esto hacía una cosa que quizá no habría estado bien a Pericles y a Aristides, pero que en él era necesaria, por no tener carácter para sostenerse con firmeza; sobre lo que posteriormente habló a las claras al pueblo Licurgo el orador en causa que se le hizo sobre haber ganado con dinero a uno de los calumniadores: pues se refiere haber usado de estas palabras: «Me alegro de que habiendo tenido por tanto tiempo parte en vuestro gobierno se me acuse de haber dado y no de que he recibido». En sus gastos fue más ceñido Nicias, empleando su caudal en ofrendas, en dar espectáculos y en instruir coros, cuando todo lo que Nicias tuvo fue muy pequeña parte de lo que derrochó Craso en dar un banquete a tantos millares de hombres y en abastecerlos después; mas esto no debe parecer extraño, cuando nadie ignora que el vicio es una anomalía y desarreglo en las costumbres, y así se ve que los que allegan por malos medios suelen después invertirlo en buenos usos.

II.— Y por lo que hace a la riqueza de ambos, baste lo dicho. En cuanto a gobierno, nada se advirtió en Nicias que no fuese sencillo, nada injusto, nada violento o arrebatado, sino que más bien fue engañado por Alcibíades; con el pueblo se condujo siempre con el mayor miramiento, mientras a Craso, en sus continuos tránsitos del odio al amor, se le acusa de falta de lealtad y hombría de bien; no negando él mismo que por la fuerza se abrió el camino al consulado, asalariando hombres que se atrevieran a poner las manos en Catón y en Domicio. En la distribución de las provincias fueron heridos muchos de la plebe, y muertos cuatro, y él mismo, lo que se nos olvidó advertir en el discurso de la Vida, expulsó de la plaza, bañado en sangre, al senador Lucio Anallo, que se le opuso, dándole una puñada en el rostro. Mas así como en esta parte es Craso motejado de ser violento y tiránico, en igual grado es digna en Nicias de reprensión su irresolución y atamiento en el gobierno y su condescendencia con los malos. Craso fue de grande y elevado ánimo, no en contraposición con los Cleones o los Hipérbolos, no a fe mía, sino con la gran nombradía de César y con los triunfos de Pompeyo; no cediendo, sin embargo, sino compitiendo con uno y otro en poder, y aun excediendo a Pompeyo en la dignidad de la magistratura censoria; porque en las grandes cosas no se ha de atender a que dan asidero a la envidia, sino a la gloria que acarrean, anublando la envidia. y si sobre todo te hallas bien con la seguridad y el reposo, y temes a Alcibíades en la tribuna, en Pilo a los Lacedemonios y en la Tracia a Perdicas, la ciudad deja un ancho campo a la vacación de todo negocio, en medio del cual te puedes sentar y tejer para tu frente la corona de la imperturbabilidad, como se explican algunos jofistas. Porque el amor de la paz es verdaderamente divino, y el hacer cesar la guerra el mayor servicio que podía hacerle a la Grecia: así, en este punto, no podría con Nicias competir dignamente Craso, aunque hubiera puesto al Mar Caspio y al Océano Indico por término de la dominación romana.

III.— El que manda en una ciudad que tiene ideas de virtud, y es el primero en poder, no debe dar lugar a los malos, ni poner la autoridad en manos no ejercitadas, ni confiarla a quien no merezca confianza, que fue lo que Nicias ejecutó, colocando él mismo al frente del ejército a Cleón, que, fuera de su gritería y desvergüenza en la tribuna, por lo demás en nada era tenido en la ciudad. No alabo en Craso el que en la guerra de Espártaco hubiese consultado más a la prontitud que a la seguridad para dar la batalla, sin embargo de que interesaba su ambición en que no llegara Pompeyo y le arrebatara su gloria, como Mumio quitó a Metelo de las manos a Corinto; pero lo que hemos dicho de Nicias fue del todo extraño e indisculpable. Porque no cedió al enemigo una ambición y un mando rodeados de esperanzas y de facilidad, sino que, viendo el gran peligro de aquella expedición, por ponerse a sí mismo en seguridad, miró con abandono los intereses de la república. No así Temístocles, que, para que en la Guerra Médica no mandase un hombre ruin y sin talentos y perdiese la ciudad, a costa de su dinero le hizo desistir de la empresa; ni Catón, que, previendo que el tribunado de la plebe había de dar mucho en que entender y acarrear peligros, por lo mismo, en servicio de la república, se presentó a pedirlo. Mas Nicias, conservando el generalato mientras se trató de Minoa, de Citera y de los infelices Melios, cuando tuvo recelo de haber de contender con los Lacedemonios, desnudándose de la púrpura, y entregando a la impericia y temeridad de Cleón las naves, el ejército, las armas y un mando que requería una consumada inteligencia, no fue de su gloria de lo que hizo entrega, sino de la seguridad y salud de la patria. Por lo mismo, cuando después tuvo que hacer la guerra a los Siracusanos contra toda su voluntad y sus deseos, pareció que quería privar a la ciudad de la adquisición de Sicilia, no por reflexión de lo que convenía y debía hacerse, sino por desidia y flojedad suya. Lo que en él arguye mucha rectitud es el que nunca dejasen de nombrarle general como el más inteligente y más capaz, a pesar de la oposición y resistencia que oponía, mientras que Craso, que siempre se andaba presentando para aspirar al generalato, no tuvo la dicha de alcanzarle sino para la guerra servil; y eso por necesidad, a causa de estar ausentes Pompeyo Metelo y los dos Luculos: sin embargo de que aquella era la época de su mayor autoridad y poder; y es que, según parece, aun sus más apasionados le reputaban, según el cómico,

Hombre útil y apto para todo,
fuera del ejercicio de las armas;

cosa que no les estuvo bien a los Romanos, a quienes hicieron violencia su avaricia y su ambición. Porque los Atenienses enviaron a la guerra, contra su voluntad, a Nicias; y Craso llevó forzados a los Romanos; viniendo por éste la república a grandes infortunios, y por la república aquel.

IV.— Mas acerca de estos sucesos, si bien Nicias merece alabanzas, no hay razón para reprender a Craso, porque aquel, haciendo uso de su experiencia y acreditándose de general prudente, no se dejó seducir de las esperanzas de sus ciudadanos, sino que conoció la imposibilidad y desconfió de que se tomara la Sicilia, y éste padeció equivocación en tomar sobre sí, como una cosa fácil, la Guerra Pártica; pero sus miras eran grandes. Vencedor César de las naciones de Occidente, de los Galos, de los Germanos y de la Bretaña, él concibió el proyecto de encaminarse al Oriente y al mar de la India y sojuzgar al Asia; en lo que ya había puesto mano Pompeyo y había trabajado Luculo, hombres para todos apreciables y de gran juicio, a pesar de que habían intentado lo mismo que Craso y se habían propuesto los mismos fines. y sin embargo de que, dado el mando a Pompeyo, el Senado lo repugnó, y de que habiendo César derrotado a trescientos mil germanos, fue Catón de dictamen de que aquel fuera entregado a los vencidos para que recayera sobre él la ira del cielo por el quebrantamiento de la paz, el pueblo, no haciendo cuenta de Catón, ofreció sacrificios de victoria por quince días seguidos, y se mostró muy contento. ¿Pues qué habría hecho, y por cuántos días habría sacrificado, si Craso hubiera escrito desde Babilonia que era vencedor, y yendo de allí más adelante hubiera puesto la Media, la Pérside, la Hircania, a Susa y a Bactra en el número de las provincias romanas? Porque si, según Eurípides, «tienen que ser injustos» los que no pueden estarse quietos ni saben gozar de lo presente, no ha de ser para arrasar a Escandia o a Mendes, ni para cazar a los Eginetas que, como las aves, abandonan su territorio y se refugian en otro país, sino que se ha de tener en mucho el ser injustos, y no con ligero motivo se ha de faltar a la justicia como si fuera una cosa pequeña y despreciable; por eso los que celebran la expedición de Alejandro y reprenden la de Craso juzgan desacertadamente mirando sólo al éxito que tuvieron.

V.— En las expediciones mismas hubo de Nicias hazañas y rasgos muy generosos: porque en muchas batallas venció a los enemigos y estuvo en muy poco el que tomase a Siracusa; y si hubo faltas, no fueron suyas, sino que provinieron de su enfermedad y de los enemigos que en Atenas tenía; siendo así que Craso, por el gran número de sus yerros, ni siquiera dio lugar a que pudiera mostrarse en su favor la fortuna; de manera que es preciso admirarse de que fuese tal su torpeza, que ella sola venciera la buena suerte de Roma, y no el poder de los Partos.

En orden a que, no despreciando el uno nada de cuanto pertenece a la adivinación, y mirándolo todo el otro con indiferencia, ambos, sin embargo, hubiesen tenido desgraciado fin, en esto el juicio es aventurado y difícil; bien que merece más disculpa el que peca por sobra de precaución, siguiendo la costumbre y la opinión recibida, que no el que por temeridad se aparta de la ley.

En el modo de acabar sus días hay menos que vituperar en Craso, que no se entregó, no sufrió prisiones ni afrentas, sino que se resignó con los ruegos de los suyos y fue víctima de la traición de los enemigos, mientras que Nicias, con la esperanza de una salud torpe y vergonzosa, sufrió caer en manos de los enemigos, haciendo así más ignominiosa su muerte.

VOLUMEN VI

SERTORIO Y ÉUMENES

I.— No es maravilla quizá que en un tiempo indeterminado, inclinándose ora a una parte y ora a otra la fortuna, los acontecimientos vuelvan a repetirse muchas veces con las mismas circunstancias. Porque si hay una muchedumbre infinita de accidentes, la fortuna tiene un poderoso artífice de la semejanza de los sucesos en lo indefinido de la materia, y si los acontecimientos están contraídos a un número prefijado, es necesario también que muchas veces los mismos efectos sean producidos por las mismas causas. Hay algunos, por tanto, que, complaciéndose en cotejar lo que han leído u oído de esta clase de accidentes, forman una colección de los que parecen hechos de intento y con meditado discurso, como, por ejemplo, que habiendo habido dos Atis, personajes ilustres, el uno Siro y el otro Arcade, ambos fueron muertos por jabalíes. De dos Acteones, el uno fue despedazado por sus perros, y el otro, por sus amadores. De dos Escipiones, por el uno fueron primero vencidos los Cartagineses, y por el otro fueron después arruinados del todo. Troya fue tomada por Heracles, a causa de los caballos de Laomedonte; por Agamenón, mediante el caballo llamado de madera, y tercera vez, por Caridemo, a causa del accidente de haberse caído un caballo en las puertas y no haber podido los Troyanos cerrarlos prontamente. De dos ciudades que tienen nombres de dos plantas de suavísimo olor, Ío y Esmirna, en la una se dice haber nacido el poeta Homero y haber muerto en la otra. Ea, pues, añadamos a estos acasos el que entre los grandes generales, los más guerreros y que más grandes cosas acabaron por la astucia y la sagacidad todos fueron tuertos: Filipo, Antígono, Aníbal y éste de quien ahora escribimos, Sertorio; el cual se hallará haber sido más contenido que Filipo en el trato con mujeres, más fiel que Antígono con sus amigos, más humano que Aníbal con los contrarios, y, no habiendo sido inferior a ninguno en la prudencia, fue muy inferior a todos en la fortuna, la que siempre le fue más adversa que sus más poderosos enemigos, y, sin embargo, desterrado y extranjero, nombrado caudillo de unos bárbaros, fue digno competidor de la pericia de Metelo, de la osadía de Pompeyo, de la fortuna de Sila y de todo el poder de los Romanos. A éste, el que encontramos más semejante entre los Griegos es el Cardiano Éumenes: ambos eran nacidos para mandar ejércitos; ambos eran fecundos en estratagemas; ambos, arrojados de su país, fueron caudillos de gentes extrañas, y a ambos, finalmente, fue en su muerte muy dura y violenta la fortuna, porque perecieron traidoramente a manos de aquellos mismos con quienes habían vencido a los enemigos.

SERTORIO

II.— Nació Quinto Sertorio en la ciudad de Nursia, país de los Sabinos, de oscuro linaje. Criado con esmero por su madre, viuda, habiendo quedado huérfano de padre, parece que fue con extremo amante de aquella, de la cual se dice haber tenido por nombre el de Rea. Ejercitóse en las causas con bastante aplauso, y siendo aún joven llegó, según es fama, a adquirir cierto poder en Roma por su elegancia en el decir; pero su sobresaliente mérito y sus hazañas en la milicia llamaron hacia esta parte su ambición.

III.— En primer lugar, cuando los Cimbros y los Teutones invadieron la Galia, militó con Cepión, y habiendo los Romanos peleado débilmente y entregádose a la fuga, no obstante haber perdido su caballo y hallarse herido, pasó el Ródano a nado, costándole mucho el vencer, embarazado con la coraza y el escudo, la contraria corriente: ¡tan fuerte y robusto era su cuerpo, y tan sufridor del trabajo en fuerza del ejercicio! En segundo lugar, cargando aquellos con numerosísimo ejército y terribles amenazas, de manera que se reputaba por cosa extraordinaria que un Romano se mantuviera en formación y obedeciera al general, fue enviado por Mario en observación de los enemigos. Vistióse el traje de los Galos, y, aprendiendo lo más común del idioma para poder contestar oportunamente, se metió entre los bárbaros; de donde, habiendo visto por sí unas cosas y preguntado otras a los que tenía a mano, regresó al campamento. Concediósele entonces el prez del valor, y habiendo dado durante toda la expedición muchas pruebas de prudencia y de arrojo, adquirió fama y se ganó la confianza del general. Después de esta guerra de los Cimbros y Teutones fue enviado a España de tribuno con el pretor Didio, y se hallaba en cuarteles de invierno en Cazlona, ciudad de los CeltÍberos. Sucedió que, insolentes los soldados con la abundancia, y dados a la embriaguez, incurrieron en el desprecio de los bárbaros, los cuales enviaron a llamar a sus vecinos de Orisia; éstos, yendo de casa en casa, acabaron con ellos; pudo, sin embargo, Sertorio evadirse con unos pocos, y recogiendo a otros que también huían dio la vuelta en rededor a la ciudad, y hallando abierta la puerta por donde los bárbaros habían entrado secretamente, no cayó en el error de éstos, sino que, poniendo guardias y tomando todas las avenidas, dio muerte a todos los que estaban en edad de llevar armas. Ejecutado esto, mandó a todos los soldados que dejaran sus propias armas y vestidos y adornándose con los de los bárbaros le siguieran a otra ciudad, de donde salieron los que en la noche los habían sorprendido. Con la vista de las armas logró que estos otros se engañaran, y hallando abierta la puerta se le vinieron a las manos gran número de habitantes, que creían salir a recibir a sus amigos y conciudadanos, que volvían después de conseguido su intento; así fue que muchos recibieron la muerte en la misma puerta, y otros que se entregaron fueron vendidos como esclavos.

IV.— Hízose con esto Sertorio muy celebrado en España; apenas volvió a Roma, fue nombrado cuestor de la Galia Cispadana, en ocasión de urgencia; amenazando, en efecto, la Guerra Mársica, se le dio el encargo de levantar tropas y de reunir armas, y como hubiese puesto mano a la obra con una diligencia y prontitud muy diferente de la pesadez y delicadeza de los demás jóvenes, adquirió fama de hombre activo y eficaz. Mas no por haber sido promovido a la dignidad de caudillo aflojó en el denuedo militar, sino que, ejecutando brillantes hazañas, y arrojándose sin tener cuenta de su persona a los peligros, quedó privado de un ojo, habiéndoselo sacado en un encuentro. De esta pérdida hizo después vanidad toda la vida, diciendo que los demás no llevaban siempre consigo el testimonio de los premios alcanzados, siéndoles forzoso dejar los collares, las lanzas y las coronas, cuando él tenía siempre consigo las señales de su valor; y los que eran espectadores de su infortunio lo eran al mismo tiempo de su virtud. Tributóle también el pueblo el honor que le era debido: porque al verle entrar en el teatro le recibieron con aplausos y con expresiones de elogio, distinción de que con dificultad gozaban aun los más provectos en edad y más recomendados por sus méritos. Pidió el tribunado de la plebe; pero, oponiéndosele la facción de Sila, quedó desairado; por lo que parece fue desde entonces enemigo de éste. Después, cuando Mario, vencido por Sila, tuvo que huir, y éste se ausentó para hacer la guerra a Mitridates, como uno de los cónsules, Octavio, mantuviese el partido de Sila, y Cina, que aspiraba a cosas nuevas, tratase de suscitar la facción vencida de Mario, arrimóse a éste Sertorio; y más viendo que el mismo Octavio estaba fluctuante y solo no se atrevía a fiarse de los amigos de Mario. Trabóse una acción reñida en la plaza entre ambos cónsules, en la que quedó vencedor Octavio, y Cina y Sertorio, que habían perdido poco menos de diez mil hombres, huyeron; pero como hubiesen podido reunir con sus persuasiones la mayor parte de las tropas esparcidas por la Italia, volvieron muy pronto en estado de poder medir las armas con Octavio.

V.— Habiendo regresado Mario del África, y puéstose a las órdenes de Cina, como correspondía lo hiciese un particular respecto de un cónsul, los demás eran de opinión de que convenía recibirle; pero Sertorio se opuso, bien fuera por creer que Cina le atendería menos luego que tuviese cerca de sí a un militar de más nombre, o bien por la dureza de Mario, no fuera que lo echara todo a perder, abandonándose a una ira que pasaba todos los términos de lo justo cuando quedaba superior. Decía, pues, que era muy poco lo que les quedaba que hacer hallándose ya vencedores, y que si recibían a Mario éste se arrogaría toda la gloria y todo el poder, siendo hombre desabrido y muy poco de fiar para la comunión de mando. Respondiále Cina que discurría con acierto; pero que él estaba entre avergonzado y dudoso para alejar a Mario, a quien él mismo había llamado a tener parte en la empresa; a lo que le repuso Sertorio: «Pues yo, en el concepto de que Mario había venido a Italia por impulso propio, reflexionaba sobre el partido que convendría tomar; pero tú no has debido conferenciar sobre este negocio cuando llega el que tú deseabas que viniese, sino admitirle y valerte de él, pues que la palabra empeñada no debe dejar lugar a reflexiones». Resolvióse, por tanto, Cina a llamar a Mario, y, habiendo repartido las tropas en tres divisiones, las mandaron los tres. Terminóse la guerra; y entregados Cina y Mario a toda crueldad e injusticia, tanto que a los Romanos les parecían ya oro los males de la guerra, se dice que sólo Sertorio no quitó a nadie la vida, por aversión, ni se ensoberbeció con la victoria, sino que antes se mostró irritado de la conducta de Mario; y hablando a solas a Cina e intercediendo con él logró ablandarlo. Finalmente, como a los esclavos que tuvo Mario por camaradas en la guerra, y de quienes se valió después como ministros de tiranía, les hubiese dado éste más soltura y poder de lo que convenía, concediéndoles o mandándoles unas cosas, y propasándose ellos a otras con la mayor injusticia, dando muerte a sus amos, solicitando a sus amas y usando de toda violencia con los hijos, no pudo Sertorio llevarlo en paciencia, y hallándose reunidos en un mismo campamento los hizo asaetar a todos, que no bajaban de cuatro mil.

VI.— Falleció luego Mario; Cina fue muerto de allí a poco, y Mario el joven se arrogó, contra la voluntad de Sertorio y con quebrantamiento de las leyes, el consulado; los Carbones, los Norbanos y los Escipiones hacían tibiamente la guerra a Sila, que llegaba; perdíanse unas cosas por cobardía y desidia de los generales y otras por traición se malograban. En este estado era inútil su presencia para unos negocios enteramente desesperados, por el poco tino de los que tenían en sus manos el poder. Por colmo de desorden, Sila, que tenía su campo al frente del de Escipión y hacía correr la voz de que se gozaría de paz, corrompió el ejército, y aunque Sertorio se lo previno y advirtió a Escipión, no pudo hacérselo entender. Entonces, pues, dando por enteramente perdida la ciudad, partió para España, con la mira de anticiparse a ocupar en ella el mando y la autoridad, y preparar allí un refugio a los amigos desgraciados. Sobrecogiéronle malos temporales en países montañosos, y tuvo que comprar de los bárbaros, a costa de subsidios y remuneraciones, que le dejaran continuar el camino. Incomodábanse los suyos y le decían no ser digno de un procónsul romano pagar tributo a unos bárbaros despreciables; mas él, no poniendo atención en lo que a éstos les parecía una vergüenza, «Lo que compro —les respondió— es la ocasión, que es lo que más suele escasear a los que intentan cosas grandes»; así continuó ganando a los bárbaros con dádivas, y apresurándose ocupó, la España. Halló en ella una juventud floreciente en el número y en la edad; pero como la viese mal dispuesta a sujetarse a toda especie de mando, a causa de la codicia y malos tratamientos de los Pretores que les habían cabido, con la afabilidad se atrajo a los más principales, y con el alivio de los tributos a la muchedumbre; pero con lo que principalmente se hizo estimar fue con librarlos de las molestias de los alojamientos. Obligó, en efecto, a los soldados a armarse barracas en los arrabales de los pueblos, siendo él el primero que se hospedaba en ellas. Sin embargo, no se debió todo a la benevolencia de los bárbaros, sino que, habiendo armado de los Romanos allí domiciliados a los que estaban en edad de tomar las armas, y habiendo construido naves y máquinas de todas especies, de este modo tuvo sujetas a las ciudades, siendo benigno cuando se disfrutaba de paz y apareciendo temible a los enemigos con sus prevenciones de guerra.

VII.— Habiéndole llegado noticia de que Sila dominaba en Roma, y la facción de Mario y Carbón había sido arruinada, al punto receló que el ejército vencedor iba a venir contra él con algunos de los caudillos, y se propuso cerrar el paso de los montes Pirineos por medio de Julio Salinátor, que mandaba seis mil infantes. Fue, en efecto, enviado de allí a poco por Sila Gayo Anio, el cual, viendo que la posición de Julio era inexpugnable, se quedó en la falda, sin saber qué hacerse; pero habiendo muerto a traición a Julio un tal Calpurnio, dicho por sobrenombre Lanario, y abandonando los soldados las cumbres del Pirineo, seguía su marcha Anio con grandes fuerzas, arrollando los obstáculos. Considerábase Sertorio muy desigual, y retirándose con tres mil hombres a Cartagena, allí se embarcó, y atravesando el Mediterráneo aportó al África por la parte de la Mauritania. Sorprendieron los bárbaros a sus soldados, mientras, sin haber puesto centinelas, se proveían de agua, y habiendo perdido bastante gente se dirigía otra vez a España; vióse, no obstante, apartado de ella, por haber tenido la desgracia de dar con unos piratas de Cilicia, y arribó a la isla Pitiusa, donde desembarcó, habiendo desalojado la guarnición que allí tenía Anio. Acudió este bien pronto con gran número de naves y cinco mil hombres de infanteria; Sertorio se preparaba a pelear con él en combate naval, aunque sus buques eran de poca resistencia, y dispuestos más bien para la ligereza que para la fuerza; pero, alborotado el mar con un violento céfiro, perdió la mayor parte de ellos, estrellados en las rocas por su falta de peso, y con sólo unos pocos, arrojado del mar por la tempestad y de la tierra por los enemigos, anduvo fluctuando por espacio de diez días; y luchando contra las olas y contra tan deshecha borrasca se vio en mil apuros para no perecer.

VIII.— Habiendo por fin cedido el viento, aportó a unas islas, entre sí muy próximas, desprovistas de agua, de las que hubo de partir; y pasando por el Estrecho Gaditano, dobló a la derecha y tocó en la parte exterior de España, poco más arriba de la embocadura del Betis, que desagua en el mar Atlántico, dando nombre a la parte que baña de esta región. Diéronle allí noticia unos marineros, con quienes habló de ciertas islas del Atlántico, de las que entonces venían. Éstas son dos, separadas por un breve estrecho, las cuales distan del África diez mil estadios, y se llaman Afortunadas. Las lluvias en ellas son moderadas y raras, pero los vientos, apacibles y provistos de rocío, hacen que aquella tierra, muelle y crasa, no sólo se preste al arado y a las plantaciones, sino que espontáneamente produzca frutos que por su abundancia y buen sabor basten a alimentar sin trabajo y afán a aquel pueblo descansado. Un aire sano, por el que las estaciones casi se confunden, sin que haya sensibles mudanzas, es el que reina en aquellas islas, pues los cierzos y solanos que soplan de la parte de tierra, difundiéndose por la distancia de donde vienen en un vasto espacio van decayendo y pierden su fuerza; y los del mar, el ábrego y el céfiro, siendo portadores de lluvias suaves y escasas, por lo común, con una serenidad humectante es con la que refrigeran y con la que mantienen las plantas, de manera que hasta entre aquellos bárbaros es opinión, que corre muy válida, haber estado allí los Campos Elisios, aquella mansión de los bienaventurados que tanto celebró Homero.

IX.— Engendró esta relación en Sertorio un vivo deseo de habitar aquellas islas y vivir con sosiego, libre de la tiranía y de toda guerra; pero habiéndolo entendido los de la Cilicia, que ninguna codicia tenían de paz y de quietud, sino de riqueza y de despojos, le dejaron con sus deseos, y se dirigieron al África para restituir a Áscalis, hijo de Ifta, al trono de la Mauritania. No pudo tampoco contenerse Sertorio, sino que resolvió ir en auxilio de los que peleaban contra Áscalis, para que sus tropas, concibiendo nuevas esperanzas, y teniendo ocasión de nuevas hazañas, no se le desbandasen por la falta de recursos. Habiendo sido su llegada de gran placer para los Mauritanos, puso mano a la obra, y, vencido Áscalis, le puso sitio Sila, en tanto, envió en socorro de éste a Paciano, con las correspondientes fuerzas; mas habiendo venido Sertorio a batalla con él, le dio muerte, y quedando vencedor agregó a las suyas estas tropas, poniendo después cerco a la ciudad de Tingis, adonde Ascalis se había retirado con sus hermanos, Dicen los Tingitanos que está allí enterrado Anteo, y Sertorio hizo abrir su sepulcro, no queriendo dar crédito a aquellos bárbaros, a causa de su desmedida grandeza; pero visto el cadáver, que tenía de largo, según se cuenta, sesenta codos, se quedó pasmado, y sacrificando víctimas volvió a cerrar la sepultura, habiéndole dado con esto mayor honor y fama. Añaden los Tingitanos a esta fábula que, muerto Anteo, su mujer, Tingis, se ayuntó con Heracles, y habiendo tenido en hijo a Sófax, reinó éste en el país y puso a la ciudad el nombre de la madre, y que de este Sófax fue hijo Diodoro, a quien obedecieron muchas gentes del África, por tener a sus órdenes un ejército griego, compuesto de los que fueron allí trasladados por Heracles de Olbia y de Micenas. Mas todo esto sea dicho en honor de Juba, el mejor historiador entre los reyes, por cuanto se dice que su linaje traía origen de Diodoro y Sófax. Sertorio, aunque logró triunfar de todos, en nada ofendió a los que le suplicaron y se pusieron en sus manos, sino que les restituyó los bienes, las ciudades y el gobierno, recibiendo sólo lo que buenamente había menester, y aun esto por pura dádiva.

X.— Meditaba adónde se dirigiría desde allí, cuando le llamaron los Lusitanos, brindándole, por medio de embajadores, con el mando; pues hallándose faltos de un general de opinión y de experiencia, que pudieran oponer al temor que los Romanos les inspiraban, en éste sólo tenían confianza, por haber sabido de los que le habían tratado cuál era su índole; pues se dice que Sertorio no se dejaba dominar ni del deleite ni del miedo, siendo por naturaleza inalterable en los peligros y moderado en la prosperidad; que trabado el combate, no fue inferior en arrojo a ninguno de los generales de su tiempo, y que, cuando en la guerra se trataba de merodear y hacer presa, de ocupar puestos ventajosos o de meterse por entre los enemigos, necesitándose para ello de dolo y de engaños, era en tales casos de los más sagaces y astutos. En premiar los servicios usaba de largueza y magnificencia, siendo benigno en castigar las faltas; sin embargo, lo ejecutado cruel y sañudamente con los rehenes hacia el fin de sus días parece que descubre que su carácter no era el de la mansedumbre, sino que por reflexión lo sabía comprimir, cediendo a la necesidad. Por lo que hace a mí, nunca creeré que una virtud decidida y bien cimentada en la razón pueda por ningún caso de fortuna degenerar en el vicio opuesto; con todo, no considero imposible que los mejores propósitos, y los caracteres más formados a la virtud, hagan mudanza en sus costumbres por desgracias y calamidades injustamente padecidas; y fue lo que me parece le sucedió a Sertorio, que, cuando se vio abandonado de la fortuna, irritado por los mismos acontecimientos se hizo cruel contra los que le ofendían.

XI.— Como le llamasen, pues, los Lusitanos, abandonó el África, y poniéndose al frente de ellos, constituido su general con absoluto imperio, sujetó a su obediencia aquella parte de la España, uniéndosele los más voluntariamente, a causa, en la mayor parte, de su dulzura y actividad, aunque también usó de artificios para engañarlos y embaucarlos; el más señalado entre todos fue el de la cierva, que dispuso de esta manera. Uno de aquellos naturales, llamado Espano, que vivía en el campo, se encontró con una cierva recién parida que huía de los cazadores; y a ésta la dejó ir; pero a la cervatilla, maravillado de su color, porque era toda blanca, la persiguió y la alcanzó. Hallábase casualmente Sertorio acampado en las inmediaciones, y como recibiese con afabilidad a los que le llevaban algún presente, bien fuese de caza, o de los frutos del campo, recompensando con largueza a los que así le hacían obsequio, se le presentó también éste para regalarle la cervatilla. Admitióla, y al principio no fue grande el placer que manifestó; pero con el tiempo, habiéndose hecho tan mansa y dócil, que acudía cuando la llamaba, y le seguía a doquiera que iba, sin espantarse del tropel y ruido militar, poco a poco la fue divinizando, digámoslo así, haciendo creer que aquella cierva había sido un presente de Diana, y esparciendo la voz de que le revelaba las cosas ocultas, por saber que los bárbaros son naturalmente muy inclinados a la superstición. Para acreditarlo más, se valía de este medio: cuando reservada y secretamente llegaba a entender que los enemigos iban a invadir su territorio, o trataban de separar de su obediencia a una ciudad, fingía que la cierva le había hablado en las horas del sueño, previniéndole que tuviera las tropas a punto. Por otra parte, si se le daba aviso de que alguno de sus generales había alcanzado una victoria, ocultaba al que lo había traído, y presentaba a la cierva coronada como anunciadora de buenas nuevas, excitándolos a mostrarse alegres y a sacrificar a los dioses, porque en breve había de llegar una fausta noticia.

XII.— Después que los hubo hecho tan dóciles, los tenía dispuestos para todo, estando persuadidos de que no eran mandados por el designio de un hombre extranjero, sino por un dios; dando además los hechos mismos testimonio de que su poder se había aumentado fuera de lo que podía pensarse, porque con sólo haber reunido cuatro mil broqueleros y setecientos caballos de los Lusitanos, con dos mil y seiscientos a quienes llamaban Romanos, y con unos setecientos Africanos que se le habían agregado, siguiéndole desde aquella región, hacía la guerra a cuatro generales romanos, que tenían a sus órdenes ciento veinte mil infantes, seis mil hombres de caballería, dos mil entre arqueros y honderos y un grandísimo número de ciudades: cuando él, al principio, no tuvo entre todas más de veinte; y sin embargo de haber empezado con tan escasas y apocadas fuerzas, no sólo sujetó a numerosos pueblos y tomó muchas ciudades, sino que, de los generales contrarios, a Cota lo venció en combate naval cerca del puerto de Melaria, y a Aufidio, prefecto de la Bética, lo derrotó a las orillas del Betis, matándole doscientos Romanos. Venció, asimismo, por medio de su cuestor, a Domicio Calvisio, procónsul que era de la otra España, y dio muerte a Toranio, otro de los generales que Metelo había enviado con fuerzas contra él; aun al mismo Metelo, varón de los primeros y más acreditados de su edad, habiéndose aprovechado de los no pequeños yerros que éste cometió, le puso en tanto aprieto, que fue preciso que Lucio Manlio viniera desde la Galia Narbonense en su socorro, y que de Roma misma fuera enviado Pompeyo Magno con considerables fuerzas. Porque Metelo no sabía qué hacerse con un hombre arrojado, que huía de toda batalla campal, y usaba de todo género de estratagemas por la prontitud y ligereza de la tropa española; cuando él no estaba ejercitado sino en combates reglados y en riguroso orden, y sólo sabía mandar tropas apiñadas, que, combatiendo a pie firme, estaban acostumbradas a rechazar y destrozar a los enemigos que venían con ellas a las manos; pero no a trepar por los montes, siguiendo el alcance de sus incansables fugas a unos hombres veloces como el viento, ni a tolerar como ellos el hambre y un género de vida en la que para nada echaban de menos el fuego ni las tiendas.

XIII.— Además de esto, Metelo, que era ya hombre de bastante edad, después de muchos y peligrosos combates, había empezado a tratarse con más delicadeza y regalo que antes, y se las había con Sertorio, lleno de vigor y robustez, y que tenía muy ejercitadas las fuerzas, la ligereza y la frugalidad. Porque ni aun en el mayor ocio se dio jamás al vino, y se había acostumbrado a tolerar grandes fatigas, largas marchas y frecuentes vigilias, bastándole para todo esto escasos y groseros alimentos. Entreteníase siempre, cuando estaba desocupado, en andar por el campo y en cazar, ensayando el modo de libertarse con la fuga, y cómo envolver al enemigo siguiendo un alcance; y así había adquirido conocimiento de los lugares inaccesibles y de los que daban franco paso. Por tanto, sucediendo, por lo común, que el que quiere evitar batalla padece lo mismo que el que es vencido, para éste el huir era como si él persiguiese; porque cortaba a los que iban a tomar agua, interceptaba los víveres; si el enemigo quería marchar, le impedía el paso; cuando iba a acamparse, no le dejaba sosiego, y cuando quería sitiar se aparecía él y le sitiaba por hambre, tanto, que los soldados llegaron a aburrirse; y como Sertorio provocase a Metelo a un desafío, empezaron a gritar, incitándole a que peleara general contra general, Romano contra Romano; cuando vieron que no lo admitía, le insultaron, pero él se rió de ellos, e hizo muy bien: pues, como dice Teofrasto, un general debe hacer muerte de general y no de un miserable soldado. Viendo, pues, Metelo que los de Lacóbriga estaban muy de parte de Sertorio, y que sería fácil tomarlos por la sed, a causa de que dentro de la ciudad no había más que un solo pozo, y entraba en su proyecto apoderarse de las fuentes y arroyos que había de murallas afuera, marchó con este pueblo, persuadido de que el sitio sería cosa de dos días, faltándoles el agua; así, a sus soldados les dio orden de que sólo tomaran provisiones para cinco días. Mas Sertorio, acudiendo al punto en su auxilio, dispuso que se llenaran de agua dos mil odres, señalando por cada uno una gruesa cantidad de dinero; y habiéndose presentado al efecto muchos Españoles y muchos Mauritanos, escogió a los más robustos y más ligeros, y los envió por la montaña, con orden de que, cuando entregaran los odres en la ciudad, sacaran a la gente inútil, para que con aquel repuesto de agua tuvieran bastante los defensores. Llegó esta disposición a oídos de Metelo, y le fue de mucho desagrado, porque ya los soldados casi habían consumido los víveres, y tuvo que enviar, para que hiciese un nuevo acopio, a Aquilio, que mandaba seis mil hombres. Entiéndelo Sertorio, y adelantándose a tomar el camino, cuando ya Aquilio volvía, hace salir contra él tres mil hombres de un barranco sombrío; y acometiendo él mismo de frente, le derrota, y la muerte a unos y toma a otros cautivos. Metelo, cuando vio que Aquilio volvía sin armas y sin caballo, tuvo que retirarse ignominiosamente, escarnecido de los Españoles.

XIV.— Por estas hazañas miraban a Sertorio con grande amor aquellos bárbaros, y también porque, acostumbrándolos a las armas, a la formación y al orden de la milicia romana, y quitando de sus incursiones el aire furioso y terrible, había reducido sus fuerzas a la forma de un ejército, de grandes cuadrillas de bandoleros que antes parecían. Además de esto, no perdonando gastos les adornaba con oro y plata los cascos, les pintaba con distintos colores los escudos, enseñábalos a usar de mantos y túnicas brillantes, y, fomentando por este medio su vanidad, se ganaba su afición. Mas lo que principalmente les cautivó la voluntad fue la disposición que tomó con los jóvenes; porque reuniendo en Huesca, ciudad grande y populosa, a los hijos de los más principales e ilustres entre aquellas gentes, y poniéndoles maestros de todas las ciencias y profesiones griegas y romanas, en la realidad los tomaba en rehenes, pero en la apariencias los instruía, para que, en llegando a la edad varonil, participasen del gobierno y de la magistratura. Los padres, en tanto, estaban sumamente contentos viendo a sus hijos ir a las escuelas muy engalanados y vestidos de púrpura, y que Sertorio pagaba por ellos los honorarios, los examinaba por sí muchas veces, les distribuía premios y les regalaba aquellos collares que los Romanos llaman bulas. Siendo costumbre entre los Españoles que los que hacían formación aparte con el general perecieran con él si venía a morir, a lo que aquellos bárbaros llamaban consagración, al lado de los demás generales sólo se ponían algunos de sus asistentes y de sus amigos; pero a Sertorio le seguían muchos millares de hombres, resueltos a hacer por él esta especie de consagración. Así, se refiere que, en ocasión de retirarse a una ciudad, teniendo ya a los enemigos cerca, los Españoles, olvidados de sí mismos, salvaron a Sertorio, tomándolo sobre los hombros y pasándolo así de uno a otro, hasta ponerlo encima de los muros, y luego que tuvieron en seguridad a su general cada uno de ellos se entregó a la fuga.

XV.— Ni eran solos los Españoles a quererle por su caudillo, sino que este mismo tenían los soldados venidos de la Italia. Llegó, pues, también a España, con grandes caudales y mucha gente, Perpena Ventón, del mismo partido que Sertorio, con ánimo de hacer de por sí la guerra a Metelo; pero los soldados empezaron a indisponerse, y haciendo frecuente conversación de Sertorio, pensaban ya en abandonar a Perpena, de quien decían que estaba muy hinchado con su linaje y su riqueza: así, cuando ya se supo que Pompeyo pasaba los Pirineos, tomaron los soldados las armas y las insignias de las legiones y gritaron a Perpena para que los condujese al campo de Sertorio, amenazándole que de lo contrario le dejarían por ir en busca de un hombre que podía salvarse y salvarlos; y Perpena tuvo que condescender con sus ruegos, y marchando al frente de ellos juntó con las de Sertorio sus tropas, que consistían en cincuenta y tres cohortes.

XVI.— Abrazaban el partido de Sertorio todos los de la parte acá del Ebro, con lo cual el número era poderoso, porque de todas partes acudían y se le presentaban gentes; pero, mortificado con el desorden y la temeridad de aquella turba, que clamaba por venir a las manos con los enemigos, sin poder sufrir la dilación, trató de calmarla y sosegarla por medio de la reflexión y del discurso. Mas cuando vio que no cedían, sino que insistían tenazmente, no hizo por entonces caso de ellos, y los dejó que fueran a estrellarse con los enemigos, con la esperanza de que, no siendo del todo deshechos, sino hasta cierto punto escarmentados, con esto los tendría en adelante más sujetos y obedientes. Sucedió lo que pensaba, y marchando entonces en su socorro los sostuvo en la fuga, y los restituyó con seguridad al campamento. Queriendo luego curarlos del desaliento, los convocó a todos al cabo de pocos días a junta general, en la que hizo presentar dos caballos, el uno sumamente flaco y viejo, y el otro fuerte y lozano, con una cola muy hermosa y muy poblada de cerdas. Al lado del flaco se puso un hombre robusto y de mucha fuerza, y al lado del lozano otro hombre pequeño y de figura despreciable. A cierta señal, el hombre robusto tiró con entrambas manos de la cola del caballo como para arrancarla, y el otro pequeño, una a una, fue arrancando las cerdas del caballo brioso. Como al cabo de tiempo el uno se hubiese afanado mucho en vano, y hubiese sido ocasión de risa a los espectadores, teniendo que darse por vencido mientras que el otro mostró limpia la cola de cerdas en breve tiempo y sin trabajo, levantándose Sertorio: «Ved ahí —les dijo—, oh camaradas, cómo la paciencia puede más que la fuerza; cómo cosas que no pueden acabarse juntas ceden y se acaban poco a poco; nada resiste a la asiduidad, con la que el tiempo, en su curso, destruye y consume todo poder, siendo un excelente auxiliador de los que saben aprovechar la ocasión que les presenta e irreconciliable enemigo de los que fuera de sazón se precipitan». Inculcando continuamente Sertorio a los bárbaros estas exhortaciones, los alentaba y disponía para esperar la oportunidad.

XVII.— Entre sus acciones de guerra no fue lo que menos admiración excitó lo ejecutado con los llamados Caracitanos. Este es un pueblo situado más allá del río Tajo, que no se compone de casas, como las ciudades o aldeas, sino que, en un monte de bastante extensión y altura, hay muchas cuevas y cavidades de rocas que miran al norte. El país que la circunda produce un barro arcilloso y una tierra muy deleznable por su finura, incapaz de sostener a los que andan por ella, y que con tocarla ligeramente se deshace como la cal o la ceniza. Era, por tanto, imposible tomar por fuerza a estos bárbaros, porque cuando temían ser perseguidos se retiraban con las presas que habían hecho a sus cuevas, y de allí no se movían. En ocasión, pues, en que Sertorio se retiraba de Metelo y había establecido su campo junto a aquel monte, le insultaron y despreciaron, mirándole como vencido; y él, bien fuese de cólera, o bien por no dar idea de que huía, al día siguiente, muy de mañana, movió con sus tropas y fue a reconocer el sitio. Como por ninguna parte tenía subida, anduvo dando vueltas, haciéndoles vanas amenazas; mas en esto advirtió que de aquella tierra se levantaba mucho polvo y que por el viento era llevado a lo alto: porque, como hemos dicho, las cuevas estaban al norte, y el viento que corre de aquella región, al que algunos llaman Cecias, es allí el que más domina y el más impetuoso de todos, soplando de países húmedos y del montes cargados de nieve. Estábase entonces en el rigor del verano, y, fortificado el viento con el deshielo que en la parte septentrional se experimentaba, lo tomaban con mucho gusto aquellos naturales, porque en el día los refrigeraba a ellos y a sus ganados. Habíalo discurrido así Sertorio, y se lo había oído también a los del contorno, por lo cual dio orden a los soldados de que, recogiendo aquella tierra suelta y cenicienta, la fueran acumulando en diferentes puntos delante del monte; y como creyesen los bárbaros que el objeto era formar trincheras contra ellos, lo tomaron a burla. Trabajaron en esto los soldados hasta la noche, hora en que se retiraron; pero por la mañana siguiente empezó desde luego a soplar una aura suave, que levantó lo más delgado de aquella tierra amontonada, esparciéndola a manera de humo, y después, arreciándose el cecias con el sol, y poniéndose ya en movimiento los montones, los soldados que se hallaban presentes los revolvían desde el suelo y ayudaban a que se levantase la tierra. Algunos corrían con los caballos arriba y abajo, y contribuían, también a que la tierra se remontase en el aire, y a que, hecha un polvo todavía más delgado, fuese empujada por aquel hacia las casas de los bárbaros, que recibían el cierzo por la puerta. Estos, como las cuevas no tenían otro respiradero que aquel sobre el que se precipitaba el viento, quedaron muy luego ciegos, y además empezaron a ahogarse, respirando un aire incómodo y cargado de polvo; por lo cual apenas pudieran aguantar dos días, y al tercero se entregaron; aumentando, no tanto el poder como la gloria de Sertorio, por verse que lo que no estaba sujeto a las armas lo alcanzaba con la sabiduría y el ingenio.

XVIII.— Mientras que hizo la guerra a Metelo, parecía que su buena suerte era en gran parte debida a la vejez y torpeza de éste, que no podía contrarrestar a un hombre osado, y caudillo más bien de una tropa de bandoleros que de un ejército ordenado; pero cuando, después de haber pasado Pompeyo los Pirineos, contrapuso al de éste su campo, y dieron uno y otro diferentes pruebas de toda la habilidad y pericia militar, y se vio que sobresalía Sertorio así en acometer como en saber guardarse, entonces enteramente fue declarado, aun en Roma mismo, como el más diestro para dirigir la guerra entre los generales de su edad. y eso que no era vulgar la fama de Pompeyo, sino que estaba entonces en lo más florido de su gloria, de resulta de sus hazañas en el partido de Sila por las que éste le apellidó Magno, que quiere decir grande, y mereció los honores del triunfo antes de salirle la barba. Por esta causa muchas de las ciudades sujetas a Sertorio, abandonaron después este propósito por el suceso de Laurón que salió muy al revés de lo que se esperaba. Teníalos sitiados Sertorio, y fue Pompeyo en su socorro con todas sus fuerzas. Había un collado en la mejor situación, frente a la ciudad, y el uno por tomarle, y por impedirlo el otro, movieron ambos de sus campos. Adelantóse Sertorio, y Pompeyo entonces, acudiendo con su ejército, lo tuvo a gran ventura, porque creyó que iba a coger a Sertorio en medio de la ciudad y de sus tropas; y avisando a los Lauronitas, les dijo que tuvieran buen ánimo y salieran a las murallas a ver sitiado a Sertorio. Mas éste, cuando lo supo, se echó a reír, y «Ya volviendo a aquel la vista, pensaban en mudanzas; pero le enseñaré yo —dijo al discípulo de Sila, porque así llamaba por burla a Pompeyo— que el general debe mirar mucho en derredor, y no precisamente delante de sí»; y en seguida hizo advertir a los sitiados que había dejado seis mil infantes en el primer campamento de donde había salido para tomar el collado, a fin de que, cuando Pompeyo le acometiese, lo tomasen éstos por la espalda. Echólo tarde de ver Pompeyo; así, no se atrevió a combatir, temiendo ser cortado, ni tampoco se resolvió de vergüenza a retirarse y abandonar a los Lauronitas en aquel peligro; mas fuele preciso estar presente y ser testigo de su perdición, pues aquellos bárbaros desmayaron y se entregaron a Sertorio. No tocó éste a las personas: antes, los dejó ir libres; a la ciudad, en cambio, la abrasó, no por cólera o por crueldad, porque entre todos los generales parece que fue éste el que menos se dejó llevar de la ira, sino para afrenta y mengua de los que tanto admiraban a Pompeyo: pues correría la voz entre los bárbaros de que, con estar presente y casi calentarse al fuego de una ciudad aliada, no le dio socorro.

XIX.— Sufrió Sertorio bastantes derrotas, no obstante que en sí mismo y en los que con él peleaban se conservó siempre invicto, sino en las personas de otros generales suyos; pero aún era más admirado por el modo de reparar estos descalabros que sus contrarios por la victoria, como sucedió en la batalla del Júcar [Sucrón] con Pompeyo, y en la del Turia con él mismo y con Metelo. De la del Júcar se dice haberse dado acometiendo Pompeyo, para que Metelo no tuviese parte en la victoria. Sertorio quería también combatir con Pompeyo antes que se le uniese Metelo, y reuniendo a su gente se presentó a la pelea entrada ya la tarde, reflexionando que las tinieblas serían a los enemigos, extranjeros e ignorantes del terreno, un estorbo para huir o para seguir el alcance. Trabada la batalla, hizo la casualidad que no estuviera él al principio opuesto a Pompeyo, sino a Afranio, que mandaba la izquierda, hallándose él colocado en su derecha; pero habiendo entendido que los que contendían con Pompeyo aflojaban y eran vencidos, encargó a la derecha a otros de sus generales, y pasó corriendo a la parte vencida. Reunió y alentó a unos que ya se retiraban, y a otros que se mantenían en formación, y cargando de recio a Pompeyo, que perseguía a los primeros, le puso en desorden, y estuvo en muy poco que no pereciese, habiendo salido herido y salvádose prodigiosamente; y fue que los Africanos que estaban al lado de Sertorio, cuando cogieron el caballo de Pompeyo engalanado con oro y adornado de preciosos arreos, al partirlos altercaron entre sí y le dejaron escapar. Afranio, desde el momento que Sertorio partió en socorro de la otra ala, rechazó a los que tenía al frente, y los llevó hasta el campamento, en el que se precipitó con ellos, y empezó a saquearlo. Era ya de noche, y no sabía que Pompeyo había sido puesto en fuga, ni podía contener a los suyos en el pillaje. Vuelve en esto Sertorio, que por su parte había vencido, y sorprendiendo a los de Afranio, que se aturdieron por hallarse desordenados, hizo en ellos gran matanza. A la mañana temprano armó sus tropas, y bajó de nuevo a dar batalla; pero, noticioso de que Metelo estaba cerca, mudó de propósito, y se retiró al campamento, diciendo: «A fe que al mozuelo éste, si la vieja no hubiera llegado, le habría yo dado una zurra y lo habría enviado a Roma».

XX.— Andaba muy decaído de ánimo, a causa de que no parecía por ninguna parte la cierva, y se sentía falto de este artificio para con aquellos bárbaros, entonces más que nunca necesitados de consuelo. Por casualidad, unos que discurrían por el campo con otro motivo dieron con ella, y conociéndola por el color la recogieron. Habiéndolo entendido Sertorio, les prometió una crecida suma, con tal que a nadie lo dijesen; y ocultando la cierva, pasados unos cuantos días se encaminó al sitio de las juntas públicas con un rostro muy alegre, manifestando a los caudillos de los bárbaros que de parte de Dios se le había anunciado en sueños una señalada ventura, y subiendo después al tribunal se puso a dar audiencia a los que se presentaron. Dieron a este tiempo suelta a la cierva los que estaban encargados de su custodia, y ella, que vio a Sertorio, echando a correr muy alegre hacia la tribuna, fue a poner la cabeza entre las rodillas de aquel, y con la boca le tocaba la diestra, como antes solía ejecutarlo. Correspondió Sertorio con cariño a sus halagos, y aun derramó alguna lágrima, lo que al principio causó admiración a los que se hallaban presentes, pero después acompañaron con aplauso y regocijo hasta su habitación a Sertorio, teniéndole por un hombre extraordinario y amado de los Dioses, y cobrando ánimo concibieron faustas esperanzas.

XXI.— En los campos seguntinos había reducido a los enemigos a la última escasez, y le fue preciso combatir con ellos en ocasión que bajaban a merodear y hacer provisiones. Peleóse denodadamente por una y otra parte, y Memio, el mejor caudillo de los que militaban bajo Pompeyo, murió en lo más recio de la batalla. Vencía, por tanto, Sertorio, y con gran mortandad de los que se le oponían trataba de penetrar hasta Metelo, el cual, sosteniéndose y peleando alentadamente, fuera de lo que permitía su edad, fue herido de un bote de lanza. Los Romanos, que vieron el hecho, o llegaron a oírlo, se cubrieron de vergüenza de que pudiera decirse abandonaban a su general, y al mismo tiempo se encendieron en ira contra los enemigos. Protegiéronle, pues, con los escudos, y combatiendo esforzadamente, no sólo le retiraron, sino que rechazaron a los Españoles. Mudóse con esto la suerte de la victoria, y Sertorio, para proporcionar a los suyos una fuga segura y dar tiempo a que le llegaran nuevas tropas, se retiró a una ciudad montuosa y bien fortificada, cuyos muros empezó a reparar, y a obstruir sus puertas, sin embargo de que en todo pensaba más que en aguantar allí un sitio, sino que así engañó a los enemigos. Porque atendiendo a él solo, y esperando que sin dificultad se apoderarían de la ciudad, no pensaron en perseguir a los bárbaros en su fuga, ni hicieron caso de las fuerzas que de nuevo acudían a Sertorio. Reuníalas en tanto, enviando caudillos a las ciudades que estaban por él, y dándoles orden de que cuando tuvieran bastante número se lo avisaran por un emisario. Cuando ya tuvo estos avisos, salió sin trabajo por medio de los enemigos, fue a unirse con su gente, y presentándose otra vez con respetables fuerzas les interceptaba a aquellos los víveres: los que podían venirles por tierra, armándoles celadas, cortando sus partidas y apareciéndose por todas partes, sin darse ni darles reposo; y los del mar, por medio de barcos corsarios, con los que era dueño de la marina, en términos que, precisados los generales romanos a separarse, Metelo se retiró a la Galia, y Pompeyo hubo de invernar con incomodidad en los Vacceos, por falta de fondos; escribiendo al Senado que no regresaría con el ejército si no se le enviaba dinero: porque ya había gastado todo su caudal peleando por la Italia; en Roma no se hablaba de otra cosa sino de que Sertorio llegaría antes a la Italia que Pompeyo. ¡A este punto trajo la pericia y destreza de Sertorio a los primeros y más hábiles generales de aquel tiempo!

XXII.— Manifestó el mismo Metelo cuánto le imponía este insigne varón, y cuán ventajoso era el concepto que de él tenía, porque hizo publicar por pregón que si algún Romano le quitaba la vida le daría cien talentos de plata y veinte mil yugadas de tierra, y si fuese algún desterrado le concedería la vuelta a Roma; lo que era desesperar de poderlo conseguir en guerra abierta, poniéndolo en almoneda para una traición. Además, habiendo vencido en una ocasión a Sertorio, se envaneció tanto y lo tuvo a tan grande dicha, que se hizo saludar emperador, y las ciudades por donde transitaba le recibían con sacrificios y con aras. Dícese que consintió le ciñeran las sienes con coronas y que se le dieran banquetes suntuosos, en los que brindaba adornado con ropa triunfal. Teníanse dispuestas victorias con tal artificio, que por medio de resortes le presentaban trofeos y coronas de oro, y había, coros de mozos y doncellas que le cantaban himnos de victoria: haciéndose justamente ridículo con semejantes demostraciones, pues que tanto se vanagloriaba y tal contento había concebido de haber quedado vencedor por haberse él retirado espontáneamente respecto de un hombre a quien llamaba el fugitivo de Sila y el último resto de la fuga de Carbón.

De la grandeza de ánimo de Sertorio son manifiestas pruebas, lo primero, el haber dado el nombre de Senado a los que de este Cuerpo habían huido de Roma y se le habían unido, y el elegir entre ellos los Cuestores y Pretores, procediendo en todas estas cosas según las leyes patrias; y lo segundo, el que, valiéndose de las armas, de los bienes y de las ciudades de los Españoles, ni en lo más mínimo partía con ellos el sumo poder, y a los Romanos los establecía por sus generales y magistrados, como queriendo reintegrar a éstos en su libertad y no aumentar a aquellos en perjuicio de los Romanos. Porque era muy amante de la patria y ardía en el deseo de la vuelta; sino que viéndose maltratado se mostraba hombre de valor; mas nunca hizo contra los enemigos cosa que desdijese, y después de la victoria enviaba a decir a Metelo y a Pompeyo que estaba pronto a deponer las armas y a vivir como particular si alcanzaba la restitución; porque más quería ser en Roma el último de los ciudadanos, que no que se le declarara emperador de todos los demás, teniendo que estar desterrado de su patria. Dícese que era gran parte su madre para desear la vuelta, porque había sido criado por ella siendo huérfano, y en todo no tenía otra voluntad que la suya. Así es que, llamado ya por sus amigos al mando en España, cuando supo que su madre había muerto estuvo en muy poco que no perdiese la vida de dolor, porque siete días estuvo tendido en el suelo sin dar señal a los soldados ni dejarse ver de ninguno de sus amigos, y con dificultad los demás caudillos y otras personas de autoridad, rodeándole en su tienda, pudieron precisarle a que saliera y hablara a los soldados, y se encargara de los negocios, que iban prósperamente; por lo cual muchos entienden que él era naturalmente de condición benigna e inclinado al reposo, y que, por accidentes que sobrevinieron, tuvo que recurrir contra su deseo a mandos militares, y no encontrando seguridad sino en las armas, que sus enemigos le forzaron a tomar, le fue preciso hacer de la guerra un resguardo y defensa de su persona.

XXIII.— Mostróse asimismo su grandeza de ánimo en la conducta que tuvo con Mitridates; porque cuando este rey, rehaciéndose como para una segunda lucha del descalabro que sufrió con Sila, quiso de nuevo acometer al Asia, era ya grande la fama que de Sertorio había corrido por todas partes, y los navegantes, como de mercancías extranjeras, habían llenado el Ponto de su nombre y sus hazañas. Tenía resuelto enviarle embajadores, acalorado principalmente con las exageraciones de los lisonjeros, que comparando a Sertorio con Anibal y a Mitridates con Pirro decían que los Romanos, dividiendo su atención a dos partes, no podrían resistir a tanta fuerza y destreza juntas, si el más hábil general llegaba a unirse con el mayor de todos los reyes. Envía, pues, Mítridates embajadores a España con cartas para Sertorio, y con el encargo de decirle que le daría fondos y naves para la guerra, sin solicitar más de él sino que le hiciera segura la posesión de toda aquella parte del Asia que había tenido que ceder a los Romanos conforme a los tratados ajustados con Sila. Convocó Sertorio a Consejo, al que, como siempre, llamó Senado; y siendo los demás de dictamen de que se accediera a la propuesta como muy admisible, pues que no pidiéndosele más que nombres y letras vanas sobre objetos que no estaban en su facultad, iban en cambio a recibir cosas positivas que les hacían gran falta, no vino en ello Sertorio, sino que dijo que no repugnaría el que Mitridates ocupase la Bitinia y la Capadocia, provincias dominadas siempre por el rey y que no pertenecían a los Romanos, pero en cuanto a una provincia que, poseída por éstos con el mejor título, Mitridates se la había quitado y retenido, perdiéndola después, primero, por haberla reconquistado Fimbria con las armas, y luego por haberla cedido aquel a Sila en el tratado, no consentiría que volviese ahora a ser suya; porque mandando él, debía tener aumentos la república y no hacer pérdidas a trueque de que mandase: pues era propio del hombre virtuoso el desear vencer con honra; pero con ignominia, ni siquiera salvar la vida.

XXIV.— Oyó Mitridates esta respuesta con grande admiración, y se dice haber exclamado ante sus amigos: «¿Qué mandará Sertorio sentado en el palacio, si ahora, relegado al mar Atlántico señala límites a mi reino, y porque tengo miras sobre el Asia me amenaza con la guerra? Con todo, hágase el tratado, y convéngase con juramento en que Mitridates tendrá la Capadocia y la Bitinia, enviándole Sertorio un general y soldados, y en que Sertorio percibírá de Mítrídates tres mil talentos y cuarenta naves». En consecuencia, fue enviado de general al Asia, por Sertorio, Marco Mario, uno de los senadores fugitivos que habían acudido a él; y habiendo tomado Mitridates con su auxilio algunas ciudades en el Asia, entrando aquel en ella con las fasces y las hachas, iba él en pos tomando voluntariamente el segundo lugar, y haciendo, como quien dice, el papel de criado. Marco concedió la libertad a algunas ciudades y a otras la exención de tributos, anunciándoles que lo ejecutaba en obsequio de Sertorio, de manera que el Asia, molestada otra vez por los exactores, y agobiada con las extorsiones e insolencias de los alojados, se levantó a nuevas esperanzas y empezó a desear la mudanza de gobierno que ya se entreveía.

XXV.— En España, los Senadores y personas de autoridad que estaban con Sertorio, luego que entraron en alguna confianza de resistir y se les desvaneció el miedo, empezaron a tener celos y necia emulación de su poder. Incitábalos principalmente Perpena, a quien con loca vanidad hacía aspirar al primer mando el lustre de su linaje, y dio principio por sembrar insidiosamente entre sus confidentes estas especies sediciosas: «¿Qué mal Genio es el que se ha apoderado de nosotros para arrojarnos de mal en peor? Nos desdeñábamos de ejecutar, sin salir de nuestras casas, las órdenes de Sila, que lo dominaba todo por mar y por tierra, y por una extraña obcecación, queriendo vivir libres, nos hemos puesto en una voluntaria servidumbre, haciéndonos satélites del destierro de Sertorio; y aunque se nos llama Senado, nombre de que se burlan los que lo oyen, en realidad pasamos por insultos, por mandatos y por trabajos en nada más tolerables que los que sufren los Íberos y Lusitanos». Seducían a los más estos discursos, y aunque no desobedecían abiertamente, por miedo a su poder, bajo mano desgraciaban los negocios y agraviaban a los bárbaros, tratándoles ásperamente de obra y de palabra, como que era de orden de Sertorio; de donde se originaban también rebeliones y alborotos en las ciudades. Los que eran enviados para remediar y sosegar estos desórdenes, volvían, habiendo suscitado mayores inquietudes y aumentado las sediciones que ya existían, tanto que, haciendo salir a Sertorio de su primera benignidad y mansedumbre, se encrudeció con los hijos de los Íberos educados en Huesca, dando muerte a unos y vendiendo a otros en almoneda.

XXVI.— Teniendo ya Perpena muchos conjurados para su proyecto, agregó además a él a Mallo, uno de los caudillos. Amaba éste a un jovencito de tierna edad, y entre las caricias que le prodigaba le descubrió la conspiración, encargándole que no hiciera caso de los demás amadores y sólo se aficionase a él, que dentro de breves días ocuparía un gran puesto. El joven descubre este secreto a Aufidio, otro de sus amadores, a quien él apreciaba más. Quedóse Aufidio suspenso, porque también él entraba en la conjuración contra Sertorio, pero ignoraba que Mallo tuviese en ella parte; turbado después, al ver que aquel mozo le nombraba a Perpena, a Graciano y a otros que él sabía eran de los conjurados, lo primero que hizo fue desvanecerle aquella idea, exhortándole a que despreciara a Mallo, que no tenía más que vanidad y orgullo; y después se fue a Perpena, a quien manifestó el peligro y la necesidad que había de aprovechar cuanto antes la oportunidad, instándole a la ejecución. Convinieron en ello, y, disponiendo que uno se presentase con cartas para Sertorio, le condujeron ante él. En las cartas se anunciaba una victoria conseguida por uno de sus lugartenientes, con gran mortandad de los enemigos; y como Sertorio se hubiese mostrado muy contento y hubiese hecho sacrificios por la buena nueva, Perpena le convidó a un banquete con los amigos que se hallaban presentes, que eran todos del número de los conjurados, y haciéndole grandes instancias le sacó la palabra de que asistiría. Siempre en los banquetes de Sertorio se observaba grande orden y moderación, porque no podía ni ver ni oír cosa indecente, y, estaba acostumbrado a que los demás que a ellos asistían, en sus chistes y entretenimientos, guardaran la mayor moderación y compostura. Entonces, cuando se estaba en medio del festín, para buscar ocasión de reyerta, empezaron a usar de expresiones del todo groseras, y fingiendo estar embriagados se propasaron a otras Insolencias para irritarle. Él entonces, o porque le incomodase aquel desorden o porque llegase a colegir su intento del precipitado modo de hablar y de la poca cuenta que contra la costumbre se hacía de su persona, mudó de postura y se reclinó en el asiento, como que no atendía ni oía lo que pasaba; pero habiendo tomado Perpena una taza llena de vino, y dejándola caer de las manos en el acto de estar bebiendo, se hizo gran ruido, que era la señal dada, y entonces Antonio, que estaba sentado al lado de Sertorio, le hirió con un puñal. Volvióse éste al golpe, y se fue a levantar, pero Antonio se arrojó sobre él y le cogió de ambas manos, con lo que, hiriéndole muchos a un tiempo, murió sin haberse podido defender.

XXVII.— La mayor parte de los Españoles abandonaron al punto aquel partido, y se entregaron a Pompeyo y Metelo, enviándoles al efecto embajadores; y de los que quedaron se puso al frente Perpena, con resolución de tentar alguna empresa. Valióse de las disposiciones que Sertorio tenía tomadas, pero no fue más que para desacreditarse y hacer ver que no era para mandar ni para ser mandado; habiendo, en efecto, acometido a Pompeyo, fue en el momento derrotado por éste; y quedando prisionero, ni siquiera supo llevar el último infortunio, como a un general correspondía, sino que, habiendo quedado dueño de la correspondencia de Sertorio, ofreció a Pompeyo mostrarle cartas originales de varones consulares y de otros personajes de gran poder en Roma, que llamaban a Sertorio a la Italia, con deseo de trastornar el orden existente y mudar el gobierno; pero Pompeyo se condujo en esta ocasión, no como un joven, sino como un hombre de prudencia consumada, libertando a Roma de grandes sustos y calamidades. Porque, recogiendo todas aquellas cartas y escritos de Sertorio, los quemó todos, sin leerlos ni dejar que otro los leyera, y a Perpena le quitó al instante la vida, por temor de que no se esparcieran aquellos nombres entre algunos y se suscitaran sediciones y alborotos. De los que conjuraron con Perpena, unos fueron traídos ante Pompeyo, y perdieron la vida, y otros, habiendo huído al África, fueron asaetados por los Mauritanos. Ninguno escapó, sino Aufidio, el rival en amores de Mallo; el cual, o porque se escondió, o porque no se hizo cuenta de él, mendigo y odiado de todos, llegó a hacerse viejo en un aduar de los bárbaros.

EUMENES

I.— Del padre de Éumenes Cardiano dice Duris haber sido por su pobreza carretero en el Quersoneso, a pesar de lo cual había recibido el hijo una honesta educación, así en las letras como en los ejercicios de la palestra; y que siendo todavía muchacho, Filipo, que iba de viaje y se detuvo algún tiempo, concurrió a ver los entretenimientos de los niños cardianos y las luchas de los mozos, y como entre éstos se distinguiese Éumenes, dando muestras de ser activo y valiente, agradándose de él se lo llevó consigo. Parece, no obstante, estar más en lo cierto los que atribuyen al hospedaje y a la amistad con el padre aquella demostración de Filipo. Después de la muerte de éste, a ninguno de cuantos quedaron al lado de Alejandro aparecía inferior ni en prudencia ni en lealtad, y aunque no tenía otro título que el de jefe de los amanuenses, estaba en igual honor que los más amigos y allegados: tanto, que fue enviado a la India con un ejército de único general, y se le dio el mando de la caballería que antes tenía Perdicas, cuando éste, muerto Hefestión, ocupó su lugar y mando. Por lo mismo, cuando el escudero mayor Neoptólemo dijo, después de la muerte de Alejandro, que él le seguía llevando el escudo y la lanza, y Éumenes llevando el punzón y los tabletas, se le burlaron los Macedonios, por saber que Éumenes, además de otras distinciones, había merecido al Rey la de hacerle su deudo por medio de un enlace. Porque habiendo sido Barsine, hija de Artabazo, la primera a quien amó en el Asia, y de la que tuvo un hijo llamado Heracles, de las hermanas de ésta, a Apama la casó con Tolomeo, y a la otra, Barsine, con Éumenes, cuando hizo aquel reparto de las mujeres persas y las colocó con sus amigos.

II.— Con todo, tuvo altercados en muchas ocasiones con Alejandro, y corrió peligro a causa de Hefestión. En primer lugar, repartió éste a Evio el flautista una casa, de la que para Éumenes habían antes tomado posesión sus criados, e irritándose con este motivo Éumenes contra Alejandro, exclamó, llevando en su compañía a Méntor, que más valía ser flautista o farsante, arrojando las armas de la mano, de resulta de lo cual Alejandro tomó parte en el enfado de Éumenes y reprendió a Hefestión. Mas arrepintióse muy luego, y volvió su enojo contra Éumenes, por parecerle que, más bien que libre con Hefestión, había andado descomedido con él. Envió después a Nearco con una expedición al mar exterior, para lo que pidió caudales a sus amigos, por no haberlos en el erario real. A Éumenes le pidió trescientos talentos; pero como no le diese más que ciento, y aun éstos de mala gana y diciendo que con trabajo los había recogido de sus administradores, no se mostró ofendido ni los recibió; pero reservadamente dio orden a algunos de su familia de que pusieran fuego a la tienda de Éumenes, con el designio de cogerlo en mentira al tiempo de hacer la traslación de su dinero. Ardió la tienda antes de tiempo, con sentimiento de Alejandro, por haberse quemado los escritos de secretaría; pero el oro y plata fundido por el fuego se halló y pasaba de mil talentos. No tomó nada, sin embargo; y antes, escribiendo a todos los sátrapas y generales para que le enviaran copias de los originales que se habían perdido, mandó a Éumenes que los recogiese. En otra ocasión tuvo con Hefestión contienda por cierto presente, en la que dijo y oyó muchos denuestos; no por eso recibió entonces menos, pero habiendo muerto Hefestión de allí a poco el Rey, que lo sintió mucho, se mostraba desabrido y grave con todos aquellos que le parecía haber mirado con envidia a Hefestión mientras vivió y haberse alegrado de su muerte; entre éstos, era de Éumenes de quien tenía mayores sospechas, y muchas veces recordaba aquellas contiendas y reprensiones; mas éste, que era astuto y hábil, trató de salvarse por aquel mismo lado por donde era ofendido: porque se acogió al celo y empeño con que Alejandro quería honrar a Hefestión, proponiendo aquellos honores que más habían de ensalzar al difunto y gastando de su dinero en la construcción del monumento con profusión y largueza.

III.— Muerto Alejandro, como las tropas no quisiesen obedecer a sus validos, Éumenes en su ánimo favorecía a éstos, pero de palabras se mostraba indiferente entre unos y otros, porque, siendo extranjero, no le correspondía mezclarse en las disputas de los Macedonios; mas luego, cuando los demás favoritos salieron de Babilonia, habiéndose él quedado en la ciudad, aplacó a una gran parte de la infantería y la hizo más dócil para la reconciliación. Aviniéronse después entre sí los generales, sosegadas que fueron aquellas primeras discordias, y repartiéndose las satrapías y comandancias, a Éumenes le tocaron la Capadocia y la Paflagonía, por donde confina con el mar Póntico, hasta Trapezunte, que todavía no pertenecía a los Macedonios, reinando Ariarates en aquella región; por tanto, era necesario que Leonato y Antígono acompañasen a Éumenes con poderosas fuerzas, para darlo a reconocer por sátrapa de ella. Como Antígono, que pensaba ya en bandearse por sí, y miraba con desprecio a los demás, no se prestase a ejecutar las órdenes de Perdicas, Leonato bajó con Éumenes a la Frigia, tomando a su cargo aquella expedición; pero habiéndose unido con él Hecateo, tirano de los Cardianos, y rogándole que auxiliase con preferencia a Antípatro y a los que se hallaban sitiados en Lamia, se decidió a esta marcha, llamando a Éumenes, a quien reconcilió con Hecateo; había, efectivamente, entre ellos ciertos recelos, nacidos de disensiones políticas, y Éumenes en muchas ocasiones había acusado abiertamente la tiranía de Hecateo, excitando a Alejandro a que diera la libertad a los Cardianos. Por tanto, repugnando Éumenes aquella expedición contra los Griegos, y confesando que recelaba de Antípatro, no fuera que en obsequio de Hecateo, y aun por satisfacer su odio propio, le quitara la vida, Leonato usó con él de confianza, y nada le ocultó de cuanto meditaba, revelándole que el auxilio aquel a que parecía prestarse no era más que apariencia y pretexto, siendo su designio apoderarse inmediatámente que llegara de la Macedonia; y aun le mostró algunas cartas de Cleopatra, que le llamaba a Pela, al parecer, para casarse con él; pero Éumenes, o por temor de Antípatro o por desconfianza de Leonato, que era arrebatado y se gobernaba por ímpetus precipitados, levantó de noche el campo, llevándose cuanto le pertenecía, que eran trescientos hombres de caballería, doscientos jóvenes de los de su familia, armados, y en oro, reducido a la cuenta de la plata, hasta cinco mil talentos. De este modo huyó en busca de Perdicas, a quien participó los intentos de Leonato, y con quien gozó desde luego de mucho poder, habiéndole éste hecho de su Consejo. De allí a poco volvió a marchar a la Capadocia con bastantes fuerzas, acompañándole el mismo Perdicas, que en persona iba acaudillándolas, y habiendo sido tomado cautivo Ariarates, y rendídose toda la provincia, fue en ella reconocido por sátrapa. Puso, pues, las ciudades en manos de sus amigos, estableció gobernadores en las fortalezas, y nombró los jueces y procuradores que le pareció, sin que Perdicas se mezclara en ninguno de estos negocios; hecho el cual, se restituyó en su compañía, ya por mostrársele agradecido y ya también porque no quería dejar la corte.

IV.— Estaba confiado Perdicas en que podría por sí mismo poner en ejecución sus planes; pero entendiendo que para tener guardadas las espaldas necesitaba de un centinela activo y de fidelidad, despachó de la Cilicia a Éumenes, en apariencia a su satrapía, pero en realidad para tener a raya a la Armenia, que confinaba con sus Estados, y en la que andaba promoviendo sediciones Neoptólemo. A éste, aunque era de genio orgulloso y altanero, procuró atraerlo Éumenes por medio de amistosas conferencias; él en tanto, hallando inquieta e insolente a la falange macedonia, dispuso prepararle como rival una fuerza de caballería; para lo cual concedió a los naturales que podían servir en esta arma exención de pechos y tributos; y entre éstos, a aquellos de quienes vio podría fiarse les repartió caballos, que compró a su costa; alentó sus ánimos con honores y distinciones, y habituó tanto sus cuerpos al trabajo por medio del ejercicio y las evoluciones, que de los Macedonios unos se quedaron asombrados y otros cobraron ánimo, viendo que en tan corto tiempo había reunido bajo sus órdenes una tropa de caballería que no bajaría de seis mil trescientos hombres.

V.— Más adelante, cuando Crátero y Antípatro, después de sojuzgados los Griegos, pasaron al Asia con designio de disipar el poder de Perdicas, y se dijo que primero invadirían la Capadocia, Perdicas, que estaba haciendo la guerra a Tolomeo, nombró a Éumenes general en jefe de todas las tropas de la Armenia y la Capadocia, y al mismo tiempo dirigió cartas en que mandaba que Álcetas y Neoptólemo estuvieran a las órdenes de Éumenes, y que éste se condujera en los negocios como viera que convenía; pero Álcetas, desde luego, se negó a concurrir por su parte, diciendo que los Macedonios que militaban bajo su mando contra Antípatro se avergonzaban de pelear, y a Crátero aun estaban dispuestos a recibirlo con la mejor voluntad. Por lo que hace a Neoptólemo, no se le ocultó a Éumenes que le estaba fraguando una traición; llamóle, pues, y en lugar de obedecer se dispuso a combate. Entonces por primera vez sacó Éumenes fruto de su previsión y sus aprestos, porque, vencida ya su infantería, rechazó con la caballería a Neoptólemo, tomándole todo su bagaje; y cargando con fuerza sobre las tropas enemigas, dispersas con motivo de seguir el alcance, las obligó a rendir las armas y a que, prestado nuevo juramento sirvieran con él.

Neoptólemo, pues, recogiendo de la fuga unos cuantos, se fue a amparar de Crátero y Antípatro, de parte de los cuales se había ya enviado una embajada Éumenes, proponiéndole que se pasara a su partido y recogiera el fruto, no sólo de conservar las satrapías que ya tenía, sino de recibir además de ellos más estados y tropas, haciéndose amigo de Antípatro, de enemigo que antes era, y no convirtiéndose de amigo en contrario de Crátero. Oída la embajada, respondió Éumenes que, siendo antiguo enemigo de Antípatro, no se haría ahora su amigo, y más cuando veía que él no hacía diferencia entre unos y otros; y en cuanto a Crátero, estaba pronto a reconciliarle con Perdicas y a que se avinieran a lo justo, y equitativo; pero que si empezaba a ofenderle, estaría por él agraviado mientras tuviese aliento, y antes perdería su persona y su vida que faltar a su lealtad.

VI.— Recibida por Antípatro esta respuesta, pusiéronse a deliberar sobre sus negocios muy despacio; y llegando a este tiempo Neoptólemo, en consecuencia de su retirada, les dio cuenta de la batalla, requiriéndolos, sobre que le diesen ayuda, con encarecimiento a entrambos, pero sobretodo a Crátero, diciendo que era muy deseado de los Macedonios, y que con sólo ver su sombrero u oír su voz, corriendo se pasarían a él con las armas. Porque, en verdad, era grande la reputación de Crátero, y muchos los que se inclinaban a su favor después de la muerte de Alejandro, trayendo a la memoria que repetidas veces, a causa de ellos, había sufrido de éste notables desvíos, oponiéndosele al verle inclinado a imitar el fausto persa, y defendiendo las costumbres patrias, que por el lujo y el orgullo eran ya miradas con desdén. Entonces, pues, Crátero envió a Antípatro a la Cilicia, y él, tomando la mayor parte de las fuerzas, marchó con Neoptólemo contra Éumenes, creyendo cogerle desprevenido, en momentos en que sus tropas estarían entregadas al desorden y a la embriaguez, por haber acabado de conseguir una victoria. El que Éumenes hubiese previsto su venida y se hubiera apercibido, podría decirse que era más bien efecto de un mando vigilante que no de una pericia suma; pero el haber no solamente evitado que los enemigos entendieran qué era en lo que él flaqueaba, sino haber hecho tomar las armas contra Crátero a los que con él militaban, sin saber contra quién contendían ni dejarles conocer quién era el general contrario: tal ardid parece que exclusivamente fue propio de este general. Hizo, pues, correr la voz que volvía Neoptólemo, y con él Pigris, trayendo soldados de a caballo capadocios y paflagonios. Era su intento marchar de noche, y en la que había de ejecutarlo, cogiéndole el sueño, tuvo una visión extraña. Parecióle ver dos Alejandros que se disponían a hacerse mutuamente la guerra, mandando cada uno un ejército; y que después se aparecieron, Atena para auxiliar al uno, y Deméter, para auxiliar al otro. Trabóse un recio combate, y habiendo sido vencido el favorecido de Atena, Deméter cortó unas espigas y tejió una corona al vencedor. Por aquí infirió que el sueño se dirigía a él, pues que peleaba por el más delicioso país, en el que se veía mucha espiga que apuntaba del cáliz; porque todo estaba sembrado y ofrecía el aspecto propio de la paz, estando de una y otra parte muy vistosos los campos con aquella verde cabellera. Aseguróle todavía más el saber que la seña de los enemigos era Atena y Alejandro; y él dio también por seña Deméter y Alejandro, mandando que todos tomasen espigas y con ellas cubriesen y coronasen las armas. Muchas veces estuvo para descubrir y anunciar a los demás jefes y caudillos quién era aquel con quien iba a pelear, no siendo él solo depositario de un arcano que tanto convenía guardar y encubrir; pero al cabo se atuvo a su primer discurso, y no confió aquel peligro a otro juicio que el suyo.

VII.— No puso, para hacer frente a Crátero, a ninguno de los Macedonios, sino dos cuerpos de caballería extranjera, mandados por Farnabazo, hijo de Artabazo, y por Fénix Tenedio, a quienes dio orden de que, en viendo a los enemigos, los acometieran y vinieran con ellos a las manos con toda presteza, sin darles tiempo alguno y sin admitirles parlamentario: porque temía en gran manera a los Macedonios, no fuese que conociendo a Crátero desertaran y se pasaran a él. Por su parte, formando un escuadrón con los más esforzados, también de caballería, en número de trescientos, y colocándose a la derecha, se dispuso a combatir con Neoptólemo. Luego que, pasada una loma que había en medio, los descubrieron, como cargasen con mucha velocidad y extraordinario ímpetu, sorprendido Crátero, se quejó amargamente con Neoptólemo por haberle engañado acerca de pasársele los Macedonios, y exhortando a los caudillos que le asistían a portarse con valor acometió igualmente contra los enemigos. Habiendo sido sumamente violento este primer choque, y quebrádose las lanzas, con lo que se hubo de venir a las espadas, Crátero no hizo afrenta a la memoria de Alejandro, sino que derribó a gran número de enemigos y rechazó muchas veces a los que se le oponían; pero, herido al fin por un Tracio, que le acometió de costado, cayó del caballo. Estando en tierra, muchos pasaron de largo sin reparar en él, pero Gorgias, uno de los caudillos de Éumenes, le conoció, y apeándose le puso guardia, por verle muy mal parado y casi moribundo.

En esto también Neoptólemo trabó combate por Éumenes; porque, aborreciéndose mutuamente de antiguo y ardiendo en ira, en dos encuentros no se habían visto, pero al tercero se conocieron y se vinieron al punto el uno para el otro, metiendo mano a las espadas y alzando grande vocería. Habiéndose encontrado los caballos con la mayor violencia, al modo de galeras, dejaron caer ambos las riendas y se asieron con las manos, quitándose los yelmos y pugnando por desatar de los hombros las corazas. Mientras así bregaban, huyeron el cuerpo los dos caballos y ellos vinieron a tierra, agarrados como estaban, y empezaron otra lucha, en la cual Éumenes partió a Neoptólemo una pierna al irse a levantar el primero, y se apresuró a ponerse en pie; mas Neoptólemo, apoyándose en la una rodilla, perdida la otra, se defendía valerosamente, hiriendo de abajo para arriba; pero sus golpes no eran mortales, y, herido en el cuello, cayó desfallecido. Éumenes, llevado de la ira y de su antiguo odio, se puso a quitarle las armas y a decirle injurias, y él, que todavía tenía la espada en la mano, sin que aquel lo percibiera, lo hirió por debajo de la coraza por la parte que toca a la ingle; pero la herida más fue para asustar que para ofender a Éumenes, habiendo sido muy leve, por la falta de fuerza. Despojó, pues, el cadáver, y aunque se sintió en mal estado por sus heridas, teniendo pasados los muslos y los brazos, montó, sin embargo, a caballo y dio a correr a la otra ala, creyendo que todavía se sostenían los enemigos; mas, enterado de la muerte de Crátero, pasó al sitio donde yacía, y hallándole con aliento y en su acuerdo, echó pie a tierra, y prorrumpiendo en lágrimas dijo mil imprecaciones contra Neoptólemo y se lamentó tanto de la desgracia de Crátero, como de la precisión en que a él se le había puesto de tener que sufrir y ejecutar tales cosas con un amigo y compañero de su mayor amor y confianza.

VIII.— Ganó esta batalla Éumenes unos diez días después de la primera, resultándole de ella la mayor gloria, al ver que en sus hazañas tenían igual parte la prudencia y el valor; pero atrájole al mismo tiempo igual envidia y odio de parte de los aliados que de parte de los enemigos, por cuanto un advenedizo y un extranjero, con las manos y las armas de los mismos Macedonios, los había privado del primero y más aventajado entre ellos. Si Perdicas, al saber la muerte de Crátero, hubiera podido adelantarse, ningún otro hubiera ocupado el lugar preeminente entre los Macedonios; pero ahora, muerto Perdicas, con motivo de una sedición en el Egipto dos días antes, había llegado al campamento la nueva de esta batalla, e irritados con ella los Macedonios habían decretado la muerte de Éumenes, nombrando como caudillo de la guerra contra él a Antígono, juntamente con Antípatro. En este tiempo, llegando Éumenes a las dehesas donde pacían los caballos de Alejandro, tomó los que había menester, y como cuidase de enviar recibo a los encargados, se cuenta que Antípatro se puso a reír, diciendo ser admirable la previsión de Éumenes, que esperaba, o darles a ellos cuenta de los intereses del rey, o haber de tomarla.

Era el ánimo de Éumenes, siendo superior en caballería, darles batalla en las llanuras de Sardis, mirando además con complacencia poder hacer al mismo tiempo ante Cleopatra alarde de sus fuerzas; pero, a petición de ésta, que temía excitar sospechas en el ánimo de Antípatro, pasó a la Frigia superior, e invernó en Celenas, donde, queriendo competir con él sobre el mando Álcetas, Polemón y Dócimo, «Esto es —les dijo— lo del proverbio: con el fin nadie cuenta». Habiendo prometido a las tropas que dentro de tres días les daría la soldada, puso en venta las quintas y castillos de aquella región, llenos de gentes y ganados. El general de división o comandante de tropa extranjera que había sido comprador de alguno recibía de Éumenes las máquinas y demás instrumentos necesarios, y tomándolo por sitio, los soldados se repartían la presa, en pago de lo que se les debía. Con esto volvió Éumenes a adquirir estimación, y habiendo aparecido en el campamento diferentes bandos que habían hecho arrojar los generales de los enemigos, por los cuales se ofrecían honores y cien talentos al que diera muerte a Éumenes, se indignaron terriblemente los Macedonios e hicieron acuerdo sobre que mil de los principales formaran su guardia, custodiándole siempre, así de día como de noche. Obedecíanle, pues, y tenían placer en recibir de él los mismos honores que de los reyes, porque consideraban a Éumenes con facultad de regalarles sombreros de diversos colores y mantos de púrpura, que era el presente más regio para los Macedonios.

IX.— La prosperidad hincha y ensoberbece aun a los de ánimo más pequeño: tanto, que al verlos en medio de sus faustos sucesos parece que realmente están dotados de grandeza y gravedad; pero el hombre verdaderamente magnánimo y fuerte donde se ve y resplandece principalmente es en la adversidad y en los reveses, como Eumenes; porque vencido de Antígono por una traición en Orcinios de Capadocia, y siendo de éste perseguido, no dio lugar a que el traidor se refugiara entre los enemigos, sino que, echándole mano, le ahorcó; huyendo luego por el camino opuesto de los que le perseguían, lo torció, sin que éstos lo entendiesen, y dando un rodeo, llegado que fue al sitio donde se dio la batalla, acampó en él, recogió los cadáveres y con las puertas de las casas de las aldeas vecinas, que hizo traer, quemó con separación a los caudillos y con separación a las tropas, y habiéndoles hecho sus cementerios se retiró: de manera que, habiendo ido después allá Antígono, no pudo menos de maravillarse de su arrojo y su serenidad.

Cayó después sobre el bagaje de Antígono, y estando en su mano tomar muchas personas libres, muchos esclavos y gran riqueza amontonada de tantas guerras y tan cuantiosos despojos, temió que sus soldados, cargados con tanto botín y tanta presa, se hicieran demasiado pesados para la fuga y muy delicados para sobrellevar las continuas marchas y aguantar la dilación y el tiempo, que era en el que principalmente ponía la esperanza de aquella guerra, pensando en cansar y fatigar a Antígono. Mas conociendo la dificultad de apartar a los Macedonios por medio de una orden directa de una riqueza que podían contar por suya, mandó que tomaran ellos alimento y dieran pienso a los caballos, y en seguida marcharan contra los enemigos. En tanto, envió secretamente quien a Menandro, jefe encargado del bagaje de los enemigos, le advirtiese de su parte, como si se interesara por él, convertido en su amigo y deudo, de que estuviese apercibido y se retirara cuanto antes de aquellas llanuras y lugares bajos, a la falda de los montes vecinos, inaccesible a la caballería y poco propia para las sorpresas. Notó Menandro inmediatamente el peligro, y partió de allí, y Éumenes, entonces, a presencia de todos, envió descubridores, dando ya la orden a los soldados de que se armasen y pusieran los frenos a los caballos como para acometer inmediatamente a los enemigos; pero, trayéndole los descubridores noticias de que Menandro se había puesto en plena seguridad con haberse retirado a lugares ásperos, fingiendo que se enfadaba, marchó de allí con sus tropas. Dícese que, dando parte Menandro a Antígono de esta ocurrencia, como los Macedonios alabasen a Éumenes y se mostrasen más benignos con él, porque siéndole fácil cautivar a sus hijos y afrentar a sus mujeres se había ido a la mano y tenídoles consideración, replicó Antígono: «No lo ha hecho por amor a nosotros, oh simples, sino por temor de que estas riquezas fuesen grillos para su fuga».

X.— Andando, pues, Éumenes fugitivo y errante, persuadió a muchos de sus soldados que se retirasen, bien fuera por compasión que les tuviese, o bien porque no quisiera llevar consigo menos de los que eran menester para pelear y más de los que convenían para no ser descubierto. Refugiándose, pues, en la fortaleza de Nora, situada en el confín de la Licaonia y la Capadocia, con quinientos caballos y doscientos infantes, otra vez despidió de allí a aquellos de sus amigos que se lo habían rogado, por no poder sufrir la aspereza del país y la escasez de víveres, saludándolos a todos y tratándolos con la mayor afabilidad. Sobrevino Antígono, y como le llamase a una conferencia antes de llegar al extremo de ponerle sitio, respondió que Antígono tenía muchos amigos y muchos caudillos que le relevasen, pero que si él faltaba, no les quedaría nadie a los que había tomado bajo su amparo, proponiéndole que le enviara rehenes si tenía por conveniente el que conferenciasen; y como insistiese Antígono en que fuera a hablarle, por ser superior, repuso que él no reconocía como superior a ninguno mientras fuera dueño de su espada. Con todo, habiéndole Antígono enviado a la fortaleza a su sobrino Tolomeo, como el mismo Éumenes había exigido, entonces bajó, y abrazándose se saludaron con amor y cariño, obsequiándose entre sí y tratándose como amigos. Hablaron largamente, y no habiendo Éumenes ni siquiera hecho mención de seguridad y de paz, y antes sí pedido que se le sanearan sus satrapías y se le hiciesen presentes, todos los que allí se hallaban se quedaron pasmados, no acertando a ponderar su resolución y osadía. Al mismo tiempo corrieron muchos de los Macedonios, con el deseo de ver qué hombre era Éumenes; porque después de la muerte de Crátero, de ninguno se hablaba tanto en el ejército. Llegando, pues, Antígono a temer por él no le hiciera alguna violencia, primero hizo publicar que nadie se le acercase, y aun ahuyentó con piedras a los que concurrían; al fin cogió entre sus brazos a Éumenes, y haciendo que sus guardias retirasen a la muchedumbre, con gran trabajo pudo ponerle en seguridad.

XI.— Levantó en seguida trincheras alrededor de Nora, y, dejando la fuerza correspondiente, se retiró. Sitiado Éumenes, guardaba aquel recinto, dentro del cual tenía trigo en abundancia, agua y sal; pero fuera de esto, ningún otro comestible, ni con qué condimentarle. Mas, a pesar de todo, aún hizo alegre la vida a los que le acompañaban, teniéndolos por días a su mesa y sazonando la comida con una conversación y afabilidad llena de gracia. Su semblante era también dulce y en nada parecido al de un guerrero agobiado con las armas, sino alegre y risueño; y, en fin, en todo su cuerpo se mostraba erguido y alentado, pareciendo que con cierto arte guardaban entre sí una admirable simetría todos los miembros. No era elegante en el decir, pero sí gracioso y persuasivo, como se puede colegir de sus cartas. Lo que más mortificaba a los que tenía consigo era la angostura a que estaban reducidos, siéndoles preciso vivir apiñados en casas muy pequeñas, y en un recinto que no tenía más que dos estadios de circunferencia, y tomar el alimento sin ningún ejercicio, manteniendo también ociosos a los caballos. Queriendo, pues, no sólo librarlos del fastidio que en la inacción los consumía, sino tenerlos ejercitados para la fuga, si acaso llegaba el tiempo, a los hombres les señaló para paseo el edificio más capaz de todo aquel terreno, que, sin embargo, no tenía más que catorce codos de largo, encargándoles que fueran por grados aligerando el paso. A los caballos los hizo atar al techo con recias sogas, que, pasando por el arranque del cuello, los tenían en el aire, levantándolos más o menos por medio de una polea; púsolos, pues, de modo que con las patas traseras se apoyaban en el suelo, pero con las delanteras, cuando tocaban en él, era con la puntita del casco. Soliviados en esta disposición, los mozos de cuadra los hostigaban con gritos y latigazos, con lo que, llenos de ardor y de ira, se levantaban y agitaban sobre los pies; y para sentar en firme las manos y pisar el pavimento tenían que poner en contorsión todo el cuerpo, costándoles semejante esfuerzo mucho sudor y no pocos bufidos, y sirviéndoles este ejercicio de gran provecho, así para la agilidad como para la fuerza y lozanía. Echábanles la cebada majada, para que la mascaran más fácilmente y la digirieran mejor.

XII.— Prolongábase demasiado el sitio, y como tuviese noticia Antígono de haber muerto Antípatro en Macedonia, y de estar todo revuelto, a causa de las disensiones de Casandro y Polisperconte, no limitó ya a poco sus esperanzas, sino que en su ánimo se propuso aspirar a la universalidad del mando, bien que contando con tener a Éumenes por amigo y por auxiliador de sus empresas. Para ello, envió a Jerónimo a tratar con Éumenes, remitiendo extendida la fórmula del juramento; pero éste la recogió y dejó al arbitrío de los Macedonios que le cercaban el que declarasen cuál era más justa. Antígono hacía al principio alguna mención de los reyes por cumplimiento, y por lo demás refería a sí mismo todo el juramento; Éumenes, por el contrario, puso en primer lugar a Olimpias con los reyes, y después juró que abrazaría los mismos intereses y tendría a los mismos por amigos y por enemigos, no respecto de Antígono solamente, sino respecto también de Olimpias y de los reyes. Túvose esto por lo más justo, y haciendo los Macedonios que bajo esta fórmula jurase Éumenes levantaron el sitio, y enviaron mensajeros a Antígono para que prestara igual juramento a Éumenes. Luego que éste se vio libre, restituyó los rehenes de los Capadocios que tenía en Nora, recibiendo de los que los recibían caballos, acémilas y tiendas. Reunió al mismo tiempo de sus antiguos soldados a cuantos habiéndose dispersado en la fuga andaban errantes por el país; tanto, que llegó a juntar poco menos de mil hombres de a caballo, con los cuales desapareció y huyó, temiendo con razón de Antígono; porque no sólo dio orden de que volvieran a sitiarle, restableciendo las trincheras, sino que contestó ásperamente a los Macedonios, por haber admitido la corrección del juramento.

XIII.— Mientras así andaba fugitivo Éumenes, le llegaron cartas de los que en Macedonia temían los adelantamientos de Antígono: de Olimpias, que le llamaba para que tomara bajo su amparo y educara al hijo de Alejandro, a quien se armaban asechanzas, y de Polispterconte y el rey Filipo, que, confiriéndole el mando del ejército de Capadocia, le daban orden de hacer la guerra a Antígono y de tomar del tesoro de Quindos quinientos talentos para restablecer su fortuna, y para la guerra cuanto hubiera menester; sobre estos mismos objetos escribieron también a Antígenes y Téutamo, caudillos de los Argiráspidas. Como éstos, leídas las cartas, en la apariencia recibiesen con agrado a Éumenes, pero en realidad se viese que estaban devorados de envidia y emulación, desdeñándose de ser sus segundos, la envidia salió al paso de Éumenes con no recibir la cantidad. designada, como que nada le hacía falta, y a la emulación y ambición de mando de unos hombres que ni valían para mandar ni querían obedecer opuso la superstición. Porque les refirió habérsele aparecido Alejandro entre sueños y haberle mostrado un pabellón magníficamente adornado, en el que había un trono real; y que después le dijo que, cuando se reunieran a despachar en aquel sitio, él estaría en medio de ellos y tomaría parte en todo consejo y en toda empresa que se comenzara bajo sus auspicios. Fácilmente hizo entrar en esta idea a Antígenes y Téutamo, que no querían concurrir a su posada, así como él se desdeñaba de que se le viera llamar en puerta ajena. Armando, pues, un pabellón real y un trono destinado para Alejandro, allí se reunía a tratar los negocios de importancia.

Dirigíanse a las provincias superiores, y Peucestas, que era amigo, se le agregó en el camino con todos los demás Sátrapas. Juntaron en uno todas las tropas, y con el gran número de armas y la brillantez de los preparativos dieron gran fuerza a los Macedonios; pero habiéndose hecho indóciles por sus riquezas, y delicados por el regalo después de la muerte de Alejandro, y teniendo además pervertidos sus ánimos y dispuestos a la tiranía con las insolencias de los bárbaros, entre si no podían ni avenirse ni aguantarse, y, por otra parte, con lisonjear sin tasa a los Macedonios, gastando con ellos en banquetes y sacrificios, en breve tiempo convirtieron el campamento en un mesón de pública destemplanza e infundieron ideas demagógicas a los soldados sobre la elección de generales, como en las democracias. Observando Éumenes que unos a otros se miraban con desprecio, y que a él le temían y trataban de quitarle de en medio si se les presentaba ocasión, fingió hallarse falto de fondos, y tomó a réditos muchos talentos de manos de los que más le aborrecían, para que confiaran de él y se abstuviesen de su mal propósito por el cuidado de no perder su dinero, de manera que la riqueza ajena vino a convertirse en defensa de su persona, y así como otros dan para que los dejen en sosiego, en él sólo se verificó que al recibir debiese su seguridad.

XIV.— Es verdad que los Macedonios, en tiempo de serenidad, se dejaban corromper por los que los agasajaban, que frecuentaban las puertas de éstos y les hacían la guardia como a sus caudillos; pero cuando Antígono vino a acamparse inmediato a ellos con grandes fuerzas, y los negocios les arrancaron la confesión ingenua de que necesitaban un verdadero general, no solamente los soldados se sometieron a Éumenes, sino que cada uno de aquellos que en la paz y el regalo se ostentaban grandes cedió entonces y se prestó a ponerse sin chistar en el lugar que se le señaló; y en el río Pasitigris, como Antígono intentase pasarlo, los demás que habían sido apostados en diferentes puntos ni siquiera le sintieron, y sólo se le opuso Éumenes, el cual, trabando con él batalla, hizo en sus tropas gran destrozo, llenando de cadáveres la corriente, y le tomó cuatro mil cautivos. Mas, habiéndole sobrevenido una enfermedad, entonces fue cuando principalmente se vio que, si los Macedonios acariciaban a los otros por sus brillantes banquetes y fiestas, para mandar y hacer la guerra en él sólo tenían confianza. Porque habiéndoles dado una espléndida comida Peucestas, repartiendo a víctima por cabeza para el sacrificio, esperó por este medio hacerse el primero; pero al cabo de pocos días sucedió lo siguiente: estaban los soldados en marcha contra los enemigos, y fue preciso que a Éumenes, que había enfermado gravemente, se le condujese en litera a cierta distancia del campamento, por la falta de sueño; a poco que habían andado, se les aparecieron repentinamente los enemigos, que, vencidos unos collados, descendían a la llanura, y luego que desde las cumbres resplandeció con el sol el brillo de las armas de oro de una tropa que caminaba en orden, y vieron las torres de los elefantes y las ropas de púrpura, que era el adorno de que usaban cuando se presentaban a batalla, parándose los que iban los primeros en la marcha, empezaron a gritar que se llamara a Éumenes, porque no mandando él no pasaban adelante; y fijando las armas en el suelo, se daban unos a otros la voz de hacer alto, y a los jefes la de que también se detuvieran y sin Éumenes no se peleara ni se aventura la acción con los enemigos. Habiéndolo entendido Éumenos, vínose a ellos con celeridad, dando priesa a los que le conducían, y descorriendo de uno a otro lado las cortinas de la litera les alargaba la mano con el semblante más placentero. Ellos, por su parte, luego que le vieron, le saludaron en lengua macedónica, levantaron en alto los escudos, y haciendo ruido con las azcona provocaron con algazara a los enemigos, manifestando que ya había llegado su general.

XV.— Noticioso Antígono por los cautivos de que Étimenes se hallaba doliente, y que por su mal estado era preciso le llevaran en litera, creyó que no sería de gran trabajo derrotar a los demás durante su enfermedad, y así, se apresuró a darles batalla. Mas cuando al estar cerca de los enemigos, que ya se hallaban prestos, observó su formación y su admirable orden, se quedó parado por un rato. Vióse luego la litera, que era conducida de la una ala a la otra, y entonces, echándose a reír Antígono a carcajadas, como solía, dijo a sus amigos: «Aquella litera, según se ve, es la que nos hace la guerra», y al punto retrocedió con sus fuerzas y se volvió al campamento. Los del otro partido, apenas respiraron un poco, perdieron de nuevo la subordinación, y dándose al regalo, a ejemplo de los jefes, ocuparon para invernar casi toda la región de los Gabenos: de manera que los últimos tenían sus tiendas a cerca de mil estadios de distancia de los primeros. Luego que lo supo Antígono, marchó otra vez contra ellos de sorpresa, por un camino áspero y desprovisto de agua, pero corto, y por el que se atajaba mucha tierra, esperando que si los sobrecogía tan desparramados en sus cuarteles de invierno, ni siquiera les había de ser fácil a los caudillos el reunirlos. Mientras así caminaban por un terreno inhabitado, sobrevinieron huracanes fuertes y crudos hielos, que estorbaron la rapidez de la marcha, molestando y fatigando el ejército: fue, pues, recurso preciso el encender muchas hogueras. De aquí nació el ser descubiertos por los enemigos, porque aquellos bárbaros que apacentaban sus ganados en los montes que miraban hacia el desierto, admirados de ver tantos fuegos, despacharon mensajeros en dromedarios para dar aviso a Peucestas. Luego que recibió esta noticia, con el temor salió fuera de sí, y viendo a los demás en igual disposición determinó huir, llevándose tras sí a los soldados que encontraba al paso; pero Éumenes desvaneció su turbación y su miedo, ofreciéndoles que contendría la celeridad de los enemigos, de manera que llegarían tres días más tarde de lo que se esperaba. Diéronle asenso, y al mismo tiempo que envió órdenes para que todas las tropas se reunieran sin dilación desde sus respectivos cuarteles, montó a caballo con los demás caudillos, y escogiendo en las cumbres un lugar que estuviera bien a la vista de los que caminaban por el desierto, midió en él las distancias, y mandó que de trecho en trecho encendieran fuegos, del mismo modo que si hubiera un campamento. Hízose así, y descubiertas las hogueras por Antígono desde los montes, le sobrevino gran pesar y desaliento, por parecerle que muy de antemano lo habían sabido los enemigos y marchaban en su busca. Para no verse, pues, en la precisión de haber de pelear, cansado y fatigado del camino, contra tropas prevenidas y descansadas, abandonando el atajo hizo la marcha por las aldeas y ciudades, para reponer de esta manera su ejército. Como no encontrase ningún estorbo de los que se encuentran siempre cuando los enemigos se hallan cerca, y los paisanos le dijesen que no se había visto ningún ejército, y sí todo aquel sitio lleno de hogueras, conoció que había sido burlado por Éumenes, y mortificado sobremanera continuó con ánimo de que la contienda se decidiese en formal batalla.

XVI.— Entre tanto, reunida la mayor parte de la tropa del ejército de Éumenes, y celebrando su gran talento, resolvió que él solo tuviera el mando. Disgustados y resentidos de ello los caudillos de los Argiráspidas, Antígenes y Téutamo, empezaron a pensar en los medios de perderle, y, teniendo una junta con los más de los otros sátrapas y caudillos, trataron de cómo y cuándo habían de acabar con Éumenes. Como conviniesen todos en que para la batalla se valdrían de él, y terminada le quitarían del medio, Eudamo, conductor de los elefantes, y Fédimo dieron secretamente parte a Éumenes de lo determinado, no por amistad o inclinación, sino por el cuidado de no perder el dinero que le tenían dado a logro. Mostróseles agradecido Éumenes; retiróse a su tienda; y diciendo a sus amigos que estaba rodeado de una caterva de fieras, ordenó su testamento. Rasgó después y rompió las cartas y escritos que conservaba, no queriendo que después de su muerte se suscitaran pleitos y calumnias contra sus autores. Arregladas estas cosas, estuvo perplejo entre poner la victoria en manos de los enemigos y huir por la Media y Armenia para meterse en la Capadocia; pero cercado por los amigos, a nada se resolvió sino que, impelido por su ánimo por el mismo conflicto a mil diversos pensamientos, por fin ordenó el ejército, exhortando a los Griegos y a los bárbaros, y siendo a su vez alentado por la falange y los Argiráspidas con la voz de que no los esperarían los enemigos. Eran éstos los soldados veteranos del tiempo de Filipo y de Alejandro, atletas nunca vencidos en la guerra, y que habían llegado hasta esta época, teniendo los más de ellos setenta años y no bajando ninguno de sesenta. Por esta causa, al acercarse a los soldados de Antígono les gritaron «¿Contra vuestros padres hacéis armas, malas cabezas?» y cargando con furia, en un momento destrozaron toda su falange, no haciéndoles nadie resistencia y pereciendo casi todos a sus manos: así en esta parte fue Antígono enteramente derrotado; pero con la caballería quedó vencedor; y como Peucestas hubiese peleado floja y cobardemente, tomó todo el bagaje, ya porque en el peligro obró con el mayor cuidado y vigilancia, y ya también por favorecerle el terreno, que era una llanura vasta, no profunda ni dura y firme, sino arenosa y llena de un salitre seco y enjuto, que, pisoteado por tantos caballos y tantos hombres todo el tiempo que duró la acción, levantaba un polvo parecido a la cal viva, que emblanquecía el aire y quitaba la vista; con lo que pudo más fácilmente Antígono, sin ser visto, apoderarse de los equipajes de los enemigos.

XVII.— No bien se hubo terminado la batalla, cuando Téutamo y los de su facción enviaron en reclamación del bagaje, y habiéndoles Antígono ofrecido la restitución de éste, y que en todo los complacería con tal que consiguiese tener en sus manos a Éumenes, tomaron los Argiráspidas una resolución dura y terrible, que fue la de entregar a Éumenes vivo en manos de sus enemigos. Empezaron por presentársele sin causar sospecha, para tenerle así en observación, y, con este objeto, unos se lamentaban de la pérdida de los equipajes, otros le daban ánimo, pues que había quedado vencedor, y otros culpaban a los demás caudillos; pero después, arrojándose sobre él, le quitaron la espada, y con su mismo ceñidor le ataron las manos a la espalda. Como viniese luego Nicanor, enviado por Antígono para hacerse cargo de él, pidió que, pasándole por entre los Macedonios, se le permitiera hablar, no para interponer ruegos o disculpas, sino para advertirles de lo que les convenía. Habiéndose impuesto silencio, subió a un sitio, poco elevado, y tendiendo las manos atadas: «¿Podría ni por sueño —exclamó— ¡oh los más malvados de los Macedonios! levantar contra vosotros Antígono un trofeo como el que levantáis vosotros contra vosotros mismos, entregando cautivo a vuestro general? ¿Puede darse cosa más vergonzosa que el que, siendo vosotros vencedores, os confeséis vencidos a causa del bagaje, como si el vencer pendiera de las riquezas y no de las armas, y aun entreguéis a vuestro general por rescate de unos equipajes? Yo por mí sufro esta violencia invicto, porque he vencido a los enemigos, y mi ruina me viene de mis propios aliados; mas vosotros, por Zeus poderoso y por los dioses que presiden a los juramentos, dadme aquí la muerte en obsequio de ello. Si aquí me quitáis la vida, me reconozco hechura vuestra, y no temáis las quejas de Antígono, porque como quiere a Éumenes es muerto, no vivo. Si no queréis emplear vuestras manos, una de las mías, desatada, bastará para cumplir la obra; y si desconfiáis de poner en mi mano una espada, arrojadme atado a las fieras: que si así lo hacéis, yo os doy por libres de toda venganza, considerándoos como los hombres más piadosos y justos que haya habido jamás para con su general».

XVIII.— Al hablarles así Éumenes, las tropas se mostraban oprimidas de dolor, y prorrumpieron en llanto, pero los Argiráspidas gritaron: «que marcharan con él, y no se diera oído a aquellas chocheces, pues no debía atenderse a las quejas de un miserable Quersonesita, que en mil guerras había dejado desnudos a los Macedonios, sino a que los primeros entre los soldados de Alejandro y de Filipo, después de tantos trabajos, no quedaran privados del premio de su vejez, teniendo que recibir el sustento de otros, y siendo ya tres las noches que sus mujeres eran afrentadas por los enemigos»; y al mismo tiempo se lo llevaron a toda prisa. Antígono, temiendo a la muchedumbre que acudía, porque no había quedado nadie en el campamento, envió diez de los más valientes elefantes y gran número de lanceros, Medos y Partos, para oponerse al tropel. Por su parte, no pudo resolverse a ver a Pumenes, a causa de su antiguo trato y amistad, y habiéndole preguntado, los que se habían encargado de su persona, cómo le guardarían, «Como a un elefante», les respondió, «o como a un león».

Túvole después alguna lástima, y dio orden de que se le quitaran las prisiones pesadas y se le consintiera tener a su lado un joven de su confianza para ungirse, permitiendo además que de sus amigos le visitasen los que quisieran y le proveyesen de lo que hubiera menester. Como hubiese estado muchos días pensando qué haría de él, escuchó los ruegos y las ofertas que en su favor hacían Nearco Cretense y su hijo Demetrio, que aspiraban a salvar a Éumenes, cuando todos los demás se oponían y le instaban para que se deshiciera de él. Refiérese haber preguntado Éumenes a Onomarco, encargado de su custodia, por qué Antígono, teniendo en su mano a un hombre que era su enemigo y su contrario, o no le quitaba la vida cuanto antes, o no le dejaba libre, usando de generosidad; y que, habiéndole Onomarco respondido con desdén que no era entonces cuando había de mostrar arrogancia y desprecio de la muerte, sino en la batalla, le replicó Éumenes: «Por Zeus, que también entonces le tuve; pregunta, si no, a los que han venido conmigo a las manos, porque no he encontrado ninguno que me hiciera ventaja»; a lo que había repuesto Onomarco: «Pues ya que ahora le has encontrado, ¿por qué no aguardar su disposición?».

XIX.— Cuando ya Antígono se resolvió a que se acabara con Éumenes, mandó que se le quitara el alimento; y por dos o tres días se le tuvo sin comer, para que así falleciese; pero habiendo sido preciso levantar repentinamente el campo, introdujeron un hombre que le quitó la vida.

El cadáver lo entregó Antígono a sus amigos, permitiéndoles quemarlo, y que recogieran en una urna de plata sus despojos, para ponerla en manos de su mujer y de sus hijos. Habiendo sido de este modo asesinado Éumenes, la Divinidad por sí no dio castigo alguno a los demás caudillos y soldados que fueron traidores contra él, pero el mismo Antígono, habiendo echado lejos de sí a los Argiráspidas, como impíos y feroces, los entregó a Sibircio, gobernador de Aracosia, con orden de que por todos los medios los atormentara y destruyera, para que ninguno de ellos volviera a poner el pie en la Macedonia ni a ver el mar de Grecia.

COMPARACIÓN DE SERTORIO Y ÉUMENES

I.— Hemos referido lo que en cuanto a Éumenes y Sertorio hemos podido recoger digno de memoria, y viniendo a la comparación, es común a entrambos el que, siendo extranjeros, advenedizos y desterrados, hubiesen llegado a ser y se hubiesen mantenido generales de naciones diversas, de tropas aguerridas y de poderosos ejércitos. Tuvieron de particular: Sertorio, el haber ejercido un mando que le fue conferido por sus aliados, a causa de su grande reputación, y Éumenes, el que, contendiendo muchos con él por el mando, a sus hazañas debió la primacía; al uno le siguieron voluntariamente los que querían ser mandados en justicia, y al otro le obedecieron por su propia conveniencia los que eran incapaces de mandar. Porque el uno, siendo Romano, mandó a los Íberos y Lusitanos, y el otro, siendo del Quersoneso, mandó a los Macedonios; de los cuales aquellos hacía tiempo que servían a los Romanos, y éstos traían entonces sujetos a todos los hombres. Al generalato ascendieron: Sertorio, siendo admirado en el Senado y en el ejército, y Éumenes, siendo despreciado, a causa de no ser más que un escribiente: así, Éumenes no sólo tuvo menos proporciones para el mando, sino que tuvo también mayores obstáculos para sus adelantamientos; porque hubo muchos que abiertamente se le opusieron, y muchos que solapadamente le armaron asechanzas; no como el otro, a quien a las claras nadie, y a lo último sólo unos pocos de sus confederados, ocultamente se le sublevaron. Por tanto, para el uno era el fin de todo peligro el vencer, a los enemigos, y para el otro, el mismo vencer era un peligro de parte de los que le envidiaban.

II.— Los hechos de guerra fueron parecidos y semejantes; pero en diverso modo, siendo Éumenes por carácter belicoso y pendenciero, y Sertorio amante de la paz y del reposo. Porque aquel, habiendo podido vivir en seguridad, disfrutando grandes honores, si hubiera amado el retiro, estuvo en perpetua contienda y peligro con los principales, y a éste, que huía de los negocios, para la seguridad de su persona, le fue preciso estar en guerra con los que no le dejaban vivir en paz; pues Antígono, de buena voluntad, se habría avenido con Éumenes si, absteniéndose de contender por la primacía, se hubiera contentado con el segundo lugar después de él, y a Sertorio ni siquiera quería permitirle Pompeyo el vivir apartado de todo negocio. Por tanto, el uno, voluntariamente, se arrojó a la guerra y al mando, y el otro tomó éste contra su voluntad, porque le hacían la guerra. Era, pues, apasionado de ésta el que tenía en más la ambición que la seguridad, y guerrero solamente el que con la guerra adquiría su salud. La muerte al uno le cogió enteramente desprevenido; y al otro, cuando ya esperaba su fin; por lo que en el uno hubo candidez, pues parece se fió de unos amigos, y en el otro debilidad, porque, habiendo querido huir, dio sin embargo lugar a que le echaran mano. La muerte del uno no afrentó su vida, habiendo sufrido de manos de unos amigos lo que ninguno de los enemigos pudo ejecutar jamás; y el otro, no habiéndose resuelto a huir antes de ser cautivo, y queriendo vivir después de la cautividad, ni evitó ni sufrió la muerte con la grandeza de ánimo que convenía, sino que, con humillarse y suplicar al que parecía que sólo dominaba su cuerpo, lo hizo también dueño de su espíritu.

AGESILAO Y POMPEYO

AGESILAO

I.— Arquidamo, hijo de Zeuxidamo, después de haber reinado con gran crédito en Esparta, de Lámpito, mujer apreciable, dejó un hijo llamado Agis, y otro más joven de Eupolia, la hija de Melesípidas, llamado Agesilao. Como por la ley correspondía el reino a Agis, Agesilao, que había de vivir como particular, se sujetó a la educación recibida en Lacedemonia, que era dura y trabajosa en cuanto al tenor de vida, pero muy propia para enseñar a los jóvenes a ser bien mandados. Por esto se dice que Simónides llamaba a Esparta domadora de hombres, a causa de que con el auxilio de las costumbres hacía dóciles a los ciudadanos y sumisos a las leyes, como potros domados bien desde el principio, de cuyo rigor libertaba la ley a los jóvenes que se educaban para el trono. Así, hasta esto tuvo en su favor Agesilao: entrar a mandar no ignorando cómo se debía obedecer; por lo cual fue entre los reyes el que en su genio se avino y acomodó más con los súbditos, juntando con la gravedad y elevación de ánimo propias de un rey la popularidad y humanidad que le inspiró la educación.

II.— En las llamadas greyes de los jóvenes que se educaban juntos tuvo por amador a Lisandro, prendado principalmente de su carácter modesto; pues aunque muy sensible a los estímulos de la emulación, y el de genio más pronto entre los de su edad, por lo que en todo aspiraba a ser el primero, y se mostraba irreducible e inflexible en la vehemencia de lo que emprendía, era, por otra parte, de aquellos con quienes pueden más la persuasión y la dulzura que el miedo, y de los que por pundonor ejecutan cuanto se les manda, siéndoles de más mortificación las reprensiones que de cansancio los trabajos. El defecto de una de sus piernas lo encubrió en la flor de su edad la belleza de su halagüeño semblante; el llevarlo con facilidad y alegría, usando de chistes y burlas contra sí mismo, lo disimulaba y que lo desvanecía en gran parte; y aun por él sobresalía y brillaba más su emulación, pues que ningún trabajo ni fatiga le acobardaba no obstante su cojera. No tenemos su retrato, porque no lo permitió, y, antes, al morir encargó que no se hiciera ningún vaciado ni ninguna especie de imagen que representara su persona. La memoria que ha quedado es que fue pequeño y de figura poco recomendable; pero su festividad y su alegre buen humor en todo tiempo, sin manifestar enfado ni cólera, ni en la voz ni en el semblante, le hizo hasta la vejez más amable que los de la más gallarda disposición. Refiere, sin embargo, Teofrasto que los Éforos impusieron una multa a Arquidamo por haberse casado con una mujer pequeña: «porque no nos darás reyes —decían—, sino reyezuelos».

III.— Reinando Agis vino Alcibíades de Sicilia a Lacedemonia en calidad de desterrado, y a poco de residir en la ciudad se le culpó de tener trato menos decente con Timea, mujer del rey; el niño que de ella nació no quiso Agis reconocerlo, diciendo que lo había tenido de Alcibíades; de lo que escribe Duris no haber tenido gran pesar Timea, sino que, antes bien, al oído con las criadas le daba al niño el nombre de Alcibíades, y no el de Leotíquidas. De Alcibíades se refiere también haber dicho que, si había tenido aquel trato con Timea, no había sido por hacer afrenta a nadie, sino por la vanidad de que descendientes suyos reinaran sobre los Espartanos. Mas al cabo por esta causa salió Alcibíades de Lacedemonia, temeroso de Agis. El niño causó siempre sospecha a éste y no le miró nunca como legítimo; pero hallándose enfermo se arrojó a sus pies, con lágrimas, alcanzó que le declarara por hijo delante de muchas personas. Sin embargo, después de la muerte de Agis Lisandro, que ya había vencido a los Atenienses en combate naval, y gozaba del mayor poder en Esparta colocó a Agesilao en el trono, por no corresponder a Leotíquidas, que era bastardo; y, además, otros ciudadanos que tenían en mucho la virtud de Agesilao y el haberse criado juntos, participando de la misma educación, estuvieron de su parte también con el mayor empeño. Mas había en Esparta un hombre dado a la adivinación, llamado Diopites, el cual tenía en la memoria muchos oráculos antiguos y pasaba por muy sabio y profundo en las cosas divinas. Dijo, pues, que era cosa impía el que un cojo fuera rey de Lacedemonia; acerca de lo cual en el juicio recitó este oráculo:

Por más ¡oh Esparta! que andes orgullosa
y sana de tus pies, yo te prevengo
que de un reinado cojo te precavas,
pues te vendrán inesperados males,
y de devastadora y larga guerra
serás con fuertes olas combatida.

A lo cual contestó Lisandro, que si los Espartanos daban valor al oráculo, de quien se habían de guardar era de Leotíquidas, porque al dios le era indiferente el que reinara uno a quien le flaqueasen los pies; pero que si reinaba quien no fuese ni legítimo ni Heraclida, esta era estar cojo el reino; a lo que añadió Agesilao, que Posidón había testificado la ilegitimidad de Leotíquidas, haciendo a Agis saltar del lecho conyugal con un terremoto, desde el cual se habían pasado más de diez meses hasta el nacimiento de Leotíquidas.

IV.— Declarado rey de este modo y por estas causas Agesilao, al punto heredó también la hacienda de Agis, excluyendo como bastardo a Leotíquidas; pero viendo que los parientes de aquel por parte de madre, siendo hombres de mucha probidad, se hallaban sumamente pobres, les repartió la mitad de los bienes, granjeándose de esta manera benevolencia y fama, en lugar de envidia y ojeriza con motivo de esta herencia.

Lo que dice Jenofonte, que obedeciendo a la patria llegó a lo sumo del poder, tanto que hacía lo que quería, se ha de entender de esta manera. La mayor autoridad de la república residía entonces en los Éforos y en los Ancianos, de los cuales aquéllos ejercen la suya un año solo y los Ancianos disfrutan este honor por toda la vida, siendo esto así dispuesto a fin de que los reyes no se creyeran con facultad para todo, como en la Vida de Licurgo lo declaramos. Por esta causa solían ya de antiguo los reyes estar con aquellos en una especie de heredada disensión y contienda; pero Agesilao tomó el camino opuesto, y dejándose de altercar y disputar con ellos les tenía consideración, procediendo con su aprobación a toda empresa. Si le llamaban se apresuraba a acudir, y, cuantas veces sucedía que, estando sentado para despachar en el regio trono, pasasen los Éforos, les hacía el honor de levantarse. Cuando había elección de Ancianos para el Senado, a cada uno le enviaba como muestra de parabién una sobrevesta y un buey. Con estos obsequios parecía que honraba y ensalzaba la autoridad de aquellos magistrados, y no se echaba de ver que acrecentaba la suya, dando aumento y grandeza a la prerrogativa real con el amor y condescendencia que así se granjeaba.

V.— En su trato con los demás ciudadanos había menos que culpar en él considerado como enemigo que como amigo: porque injustamente no ofendía a los enemigos, y a los amigos los favorecía aun en cosas injustas. Si los enemigos se distinguían con alguna singular hazaña, se avergonzaba de no tributarles el honor debido, y a los amigos no solamente no los reprendía cuando en algo faltaban, sino que se complacía en ayudarlos y en faltar con ellos, creyendo que no podía haber nada vituperable en los obsequios de la amistad. Siendo el primero a compadecerse de los de otro partido si algo les sucedía, y favoreciéndolos con empeño si acudían a él, se ganaba la opinión y voluntad de todos. Viendo, pues, los Éforos esta conducta suya, y temiendo su poder, le multaron, dando por causa que a los ciudadanos que debían ser del común los hacía suyos. Porque así como los físicos piensan que si de la universalidad de los seres se quitara la contrariedad y contienda se pararían los cuerpos celestes y cesarían la generación y movimiento de todas las cosas por la misma armonía que habría entre todas ellas, de la misma manera le pareció conveniente al legislador lacedemonio mantener en su gobierno un fomento de emulación y rencilla como incentivo de la virtud, queriendo que los buenos estuviesen siempre en choque y disputa entre sí, y teniendo por cierto que la unión y amistad que parece fortuita y sin elección, y es ociosa y no disputada, no merece llamarse concordia. Y esto mismo piensan algunos haberlo también conocido Homero, porque no presentaría a Agamenón alegre y contento por los acalorados dicterios con que se zahieren e insultan Odiseo y Aquileo a no haber creído que para el bien común era muy conveniente aquella emulación de ambos y aquella disensión entre los más aventajados. Bien que no faltará quien no apruebe así generalmente este modo de pensar, porque el exceso en tales contiendas es perjudicial a las ciudades y acarrea grandes peligros.

VI.— A poco de haberse encargado del reino Agesilao, vinieron algunos del Asia, anunciando que el rey de Persia preparaba grandes fuerzas para excluir a los Lacedemonios del mar. Deseaba Lisandro ser enviado otra vez al Asia y dar auxilio a aquellos de sus amigos que había dejado como prefectos y señores de las ciudades, y que por haberse conducido despótica y violentamente, habían sido expulsados o muertos por los ciudadanos. Persuadió, pues, a Agesilao, que se pusiera al frente del ejército y que, pasando a hacer la guerra lejos de la Grecia, se anticipara a los preparativos del bárbaro. Al mismo tiempo dio aviso a sus amigos del Asia para que, enviaran a Lacedemonia a pedir por general a Agesilao. Presentándose éste ante la muchedumbre, tomó a su cargo la guerra si le concedían treinta entre generales y consejeros espartanos, dos mil ciudadanos nuevos escogidos de los hilotas, y de los aliados una fuerza de seis mil hombres. Con el auxilio de Lisandro se decretó todo prontamente, y enviaron al punto a Agesilao, dándole los treinta Espartanos, de los cuales fue desde luego Lisandro el primero, no sólo por su opinión y su influjo, sino también por la amistad de Agesilao, a quien le pareció que en proporcionarle esta expedición le había hecho mayor favor que en haberle sentado en el trono. Reuniéronse las fuerzas en Geresto, y él pasó con sus amigos a Áulide, donde hizo noche, y le pareció que entre sueños le decía una voz: «Bien sabes ¡oh rey de los Lacedemonios! que ninguno ha sido general de toda Grecia sino antes Agamenón, y tú ahora, después de él; en consideración, pues, de que mandas a los mismos que él mandó, que haces a los mismos la guerra y que partes a ella de los mismos lugares, es puesto en razón que hagas a la diosa el sacrificio que él hizo aquí al dar la vela»; e inmediatamente se presentó a la imaginación de Agesilao la muerte de la doncella que el padre degolló a persuasión de los adivinos. Mas no le asombró esta aparición, sino que, levantándose y refiriéndola a los amigos, dijo que honraría a la diosa con aquellos sacrificios que por lo mismo de ser diosa le habían de ser más agradables, y en ninguna manera imitaría la insensibilidad de aquel general; y coronando una cierva, dio orden de que la inmolara su adivino, y no el que solía ejecutarlo, destinado al efecto por los Beocios. Habiéndolo sabido los Beotarcas, encendidos en ira, enviaron heraldos que denunciasen a Agesilao no hiciera sacrificios contra las leyes y costumbres patrias de la Beocia; y habiéndole hecho éstos la intimación, arrojaron del ara las piernas de la víctima. Fue de sumo disgusto a Agesilao este suceso, y se hizo al mar, irritado contra los Tebanos y decaído de sus esperanzas a causa del agüero, pareciéndole que no llevaría a cabo sus empresas, ni su expedición tendría el éxito conveniente.

VII.— Llegados a Éfeso, desde luego fue grande la autoridad, de Lisandro, y su poder se hizo odioso y molesto, acudiendo en tropel las gentes en su busca y siguiéndole y obsequiándole todos; de manera que Agesilao tenía el nombre y el aparato de general por la ley, pero de hecho Lisandro era el árbitro y el que todo lo podía y ejecutaba. Porque de cuantos generales habían sido enviados al Asia ninguno había habido ni más capaz ni más terrible que él, ni hombre ninguno había favorecido más a sus amigos ni había hecho a sus enemigos mayores males. Como aquellos habitantes se acordaban de estas cosas, que eran muy recientes, y, por otra parte, veían que Agesilao era modesto, sencillo y popular en su trato, y que aquel conservaba sin alteración su dureza, su irritabilidad y sus pocas palabras, a él acudían todos y él solo se llevaba las atenciones. En consecuencia de esto, desde el principio se mostraron disgustados los demás Espartanos, teniéndose más por asistentes de Lisandro que por consejeros del rey; y después, el mismo Agesilao, aunque no tenía nada de envidioso ni se incomodaba de que se honrase a otros, como no le faltasen ni ambición ni carácter, temió no fuera que si ocurrían sucesos prósperos se atribuyesen a Lisandro por su fama. Manejóse, pues, de esta manera: primeramente, en las deliberaciones se oponía a su dictamen, y si le veía empeñado en que se hiciese una cosa, dejándole a un lado y desentendiéndose de ella hacía otra muy diferente. En segundo lugar, si acudían con algún negocio los que sabía eran más de la devoción de Lisandro, en nada los atendía. Finalmente, aun en los juicios, si veía que Lisandro se ponía contra algunos, éstos eran los que habían de salir mejor, y, por el contrario, aquellos a quienes manifiestamente favorecía podían tenerse por bien librados si sobre perder el pleito no se les multaba. Con estos hechos, que se veía no ser casuales, sino sostenidos con igualdad y constancia, llegó Lisandro a comprender cuál era la causa y no la ocultó a sus amigos; antes, les dijo que por él sufrían aquellos desaires, y los exhortó a que hicieran la corte al rey y a los que podían más que él.

VIII.— Echábase de ver que con esta conducta y estas expresiones procuraba excitar el odio contra Agesilao; y éste, para humillarle más, le nombró repartidor de la carne; y, según se dice, al anunciar el nombramiento añadió delante de muchos: «¡Que vayan ahora éstos a hacer la corte a mi carnicero!». Mortificado, pues, Lisandro, se presentó y le dijo: «Sabes muy bien ¡oh Agesilao! humillar a tus amigos»; y éste le respondió: «Sí, a los que aspiran a poder más que yo»; y Lisandro entonces: «Quizá es más lo que tú has querido decir que lo que yo he ejecutado; mas señálame puesto y lugar donde sin incomodarte pueda serte útil». De resultas de esto, enviado al Helesponto, trajo a presentar a Agesilao al persa Espitridates, de la provincia de Farnabazo, con ricos despojos y doscientos hombres de a caballo; pero no se le pasó el enojo, sino que, llevándolo siempre en su ánimo, pensó en el modo de quitar el derecho al reino a las dos casas y hacerlo común para todos los Espartanos; y es probable que habrían resultado grandes novedades de esta disensión a no haber muerto antes haciendo la guerra contra la Beocia. De este modo los caracteres ambiciosos, que no saben en la república guardar un justo medio, hacen más daño que provecho: pues si Lisandro era insolente, como lo era en verdad, no guardando modo ni tiempo en su ambición, no dejaba Agesilao de saber que podía haber otra corrección más llevadera que la que usó con un hombre distinguido y acreditado que se olvidaba de su deber, sino que, arrebatados ambos del mismo afecto, el uno, parece haber desconocido la autoridad del general y el otro no haber podido sufrir los yerros de un amigo.

IX.— Sucedió que Tisafernes, temiendo al principio a Agesilao, capituló con él, concediéndole que las ciudades griegas se gobernasen por sus leyes con independencia del rey; pero pareciéndole después que tenía bastantes fuerzas se decidió por la guerra. Agesilao admitió gustoso la provocación, porque confiaba mucho en el ejército, y tenía a menos que los diez mil mandados por Jenofonte hubiesen llegado hasta el mar, venciendo al rey cuantas veces quisieron, y que él, al frente de los Lacedemonios, que daban la ley por mar y por tierra, no presentara a los Griegos ningún hecho digno de conservarse en la memoria. Pagando, pues, a Tisafernes su perjuicio con un justo engaño, dio a entender que se dirigía a la Caria, y, cuando el bárbaro tuvo reunidas allí sus fuerzas, levó anclas e invadió la Frigia. Tomó muchas ciudades y se apoderó de inmensas riquezas, manifestando a sus amigos que quebrantar injustamente la fe de los tratados es insultar a los dioses, pero que en usar de estratagemas que induzcan en error a los enemigos no sólo no hay justicia, sino acrecentamiento de gloria, acompañada de placer y provecho. Era inferior en soldados de a caballo, y al hígado de una víctima se halló faltarle uno de los lóbulos; retiróse, pues, a Éfeso, y juntó prontamente caballería por el medio de proponer a los hombres acomodados que si no querían servir en la milicia dieran cada uno un caballo y un hombre; y como éstos fuesen muchos, en breve tiempo tuvo Agesilao muchos y valientes soldados de a caballo en lugar de inútiles infantes. Porque los que no querían servir pagaban jornal a los que a ello se prestaban, y los que no querían cabalgar, a los que no tenían gusto en ello. También de Agamenón se dice haber obrado muy cuerdamente en recibir una excelente yegua por librar de la milicia a un cobarde y rico. Ocurrió asimismo que los encargados del despacho del botín pusieron de su orden en venta los cautivos, despojándolos del vestido; y como de las ropas hubiese muchos compradores, pero de las personas, viendo sus cuerpos blancos y débiles del todo, a causa de haberse criado siempre a la sombra, hiciesen irrisión, teniéndolos por inútiles y de ningún valor, Agesilao, que se hallaba presente: «Estos son —dijo— contra quienes peleáis y éstas las cosas por que peleáis».

X.— Cuando fue tiempo de volver otra vez a la guerra anunció que se dirigía a la Lidia, no ya con ánimo de engañar a Tisafernes, sino que él mismo se engañó, no queriendo dar crédito a Agesilao, a causa del pasado error; pensó, por tanto, que su marcha sería a la Caria, por ser terreno poco a propósito para la caballería, de la que estaba escaso. Mas cuando Agesilao se encaminó, como lo había dicho al principio, a los campos de Sardes, le fue preciso a Tisafernes correr a aquella parte, y moviendo con la caballería acabó al paso con muchos de los Griegos, que andaban desordenados asolando el país. Reflexionando, pues, Agesilao que no podía llegar tan presto la infantería de los enemigos, cuando a él nada le faltaba de sus fuerzas, se dio priesa a venir a combate, e interpolando con la caballería algunas tropas ligeras les dio orden de que acometieran rápidamente a los contrarios, y él cargó también al punto con la infantería. Pusiéronse en fuga los bárbaros; y yendo en su persecución los Griegos, les tomaron el campamento e hicieron en ellos gran matanza. De resultas de esta batalla no sólo se hallaron en disposición de correr y talar a su arbitrio toda aquella provincia del imperio del rey, sino también de presenciar el castigo de Tisafernes, hombre malo y enemigo implacable de la nación griega; porque el rey envió sin dilación contra él a Titraustes, quien le cortó la cabeza; y con deseo de que Agesilao, haciendo la paz, se retirara a su país, envió quien se lo propusiera, ofreciéndole grandes intereses; pero éste dijo que la paz dependía sólo de la república, que por su parte más se alegraba de que sus soldados se enriquecieran, que enriquecerse él mismo, y que, además, los Griegos tenían por más glorioso que el recibir presentes tomar despojos de los enemigos. Con todo, queriendo manifestar algún reconocimiento a Titraustes por haber castigado a Tisafernes enemigo común de los Griegos, condujo el ejército a la Frigia, recibiendo de aquel en calidad de viático treinta talentos. Estando en marcha le fue entregado un decreto de los que ejercían la autoridad suprema en Esparta, por el que se le daba también el mando de la armada naval: distinción de que sólo gozó Agesilao el cual era, sin disputa, el mayor y más ilustre de cuantos vinieron en su tiempo, como lo dijo también Teopompo, pues que más quería ser apreciado por su valor que por sus dignidades y mandos. Sin embargo, entonces, habiendo hecho jefe de la armada a Pisandro, pareció apartarse de estos principios; porque no obstante haber otros más antiguos y de más capacidad, sin atender al bien común, y dejándose llevar del parentesco y del influjo de su mujer, de la que era hermano Pisandro, puso a éste al frente de la armada.

XI.— Situando Agesilao su campo en la provincia sujeta a Farnabazo, no sólo le mantuvo en la mayor abundancia, sino que recogió imponderable riqueza; y adelantándose hasta la Paflagonia atrajo a su amistad al rey de los Paflagonios, Cotis, deseoso de ella por su virtud y su fidelidad. Espitridates, desde que rebelándose a Farnabazo se pasó al partido de Agesilao, marchaba siempre y se acampaba con él, llevando en su compañía a hijo muy hermoso que tenía, llamado Megabates —del que siendo todavía muy niño se prendó con la mayor pasión Agesilao—, y a una hija doncella, también hermosa, en edad de casarse. Persuadió Agesilao a Cotis que se casase con ella, y recibiendo de él mil caballos y dos mil hombres de tropa ligera se retiró otra vez a la Frigia, donde corría y talaba la provincia de Farnabazo, que nunca le esperaba ni fiaba en sus fortalezas, sino que, conduciendo siempre consigo la mayor parte de sus presas y tesoros, andaba huyendo de una parte a otra, mudando continuamente de campamentos, hasta que puesto en su observación Espitridates, que llevaba consigo al espartano Herípidas, le tomó el campamento y se apoderó de toda su riqueza.

De aquí nació que siendo Herípidas un denunciador rígido de lo que se había tomado, como obligase a los bárbaros a presentarlo, registrándolo e inspeccionándolo él todo, irritó de tal manera a Espitridates, que le obligó a marcharse a Sardis con los Paflagonios, suceso que se dice haber sido a Agesilao sumamente desagradable. Porque además de sentir la Pérdida de un hombre de valor como Espitridates, y de la fuerza que consigo tenía, que no era despreciable, le causaba rubor la nota que le resultaba de avaricia y mezquindad, la que no sólo quería alejar de sí mismo, sino mantener de ella pura a su república. Fuera de estas causas, manifiestas, punzábale también no ligeramente el amor que tenía impreso el joven; sin embargo de que aun estando presente, poniendo en acción su carácter firme, pugnó resueltamente para resistir a todo deseo que desdijese. Así es que en una ocasión, acercándose a él Megabates para saludarle con ósculo, se retiró, y como éste, avergonzado, se contuviese, e hiciese en adelante sus salutaciones desde lejos, pesaroso a su vez y arrepentido Agesilao de haberse hurtado al beso, hizo como que se admiraba de la causa que podía haber habido para que Megabates no presentase ya la boca al saludarle; a lo que: «Tú tienes la culpa —le contestaron sus amigos— no aguardando, sino, antes bien, precaviéndote y temiendo el beso de aquel mozo; pero si tú quieres, él vendrá y te lo dará, bajo la condición de que no has de temerle segunda vez». Detúvose algún tiempo Agesilao, pensando entre sí y guardando silencio; y después dijo: «Paréceme que no hay necesidad ninguna de que le persuadáis, porque más gusto he tenido en sostener por segunda vez esta misma pelea del beso que en que se me convirtiera en oro cuanto tengo a la vista». Así se manejó con Megabates mientras estuvo presente; pero después que marchó, al ver hasta qué punto se inflamó, es difícil asegurar que si hubiese regresado y presentándosele hubiera podido hacer igual resistencia a dejarse besar.

XII.— A este tiempo quiso Farnabazo tener una entrevista con él, y Apolófanes de Cícico, que era huésped de ambos, los reunió. El primero que concurrió con sus amigos al sitio convenido fue Agesilao y en una sombra encima de la hierba, que estaba muy crecida, se tendió a esperar a Farnabazo; llegado el cual, aunque se le pusieron alfombras de diferentes colores y pieles muy suaves, avergonzado de ver así tendido a Agesilao, se reclinó también en el suelo sobre la hierba, sin embargo de que llevaba un vestido rico y sobresaliente por su delgadez y sus colores. Saludáronse mutuamente, y a Farnabazo no le faltaron justas razones para quejarse de que habiendo sido muy útil en diferentes ocasiones a los Lacedemonios durante la guerra con los Atenienses, ahora aquellos mismos le talaban su país; pero Agesilao, a pesar de ver que los Espartanos que le habían acompañado, de vergüenza tenían los ojos bajos, sin saber qué decir, porque realmente consideraban ser Farnabazo tratado con injusticia: «Nosotros ¡oh Farnabazo! —le dijo—, siendo antes amigos del rey, tomábamos amistosamente parte en sus negocios; y ahora, que somos enemigos, nos habemos con él hostilmente. Viendo, pues, que tú quieres ser uno de los bienes y propiedades del rey, con razón le ofendemos en ti; pero desde el día en que quieras más ser amigo y aliado de los Griegos que esclavo de rey, ten entendido que estas tropas, nuestras armas, nuestras naves y todos nosotros seremos defensores y guardas de tus bienes y de tu libertad, sin la cual nada hay para los hombres ni honesto ni apetecible». Manifestóle en consecuencia de esto Farnabazo su modo de pensar diciéndole: «Sí el rey encargase el mando a otro que a mí, estaré con vosotros; pero si a mí me lo confía no omitiré medio ni diligencia alguna para defenderme y ofenderos por su servicio». No pudo menos Agesilao de oírlo con placer; tomóle la diestra, y levantándose: «¡Ojalá, oh Farnabazo, —le dijo—, teniendo tales prendas, fueras más bien mi amigo que mi enemigo!».

XIII.— Al retirarse Farnabazo con sus amigos se detuvo su hijo, y corriendo hacia Agesilao le dijo con sonrisa: «Yo te hago ¡oh Agesilao! mi huésped» y teniendo en la mano un dardo, se lo presentó; tomólo Agesilao, y causándole placer su aspecto y su obsequio, miró si entre los que le rodeaban tendrían alguna cosa con que pudiera remunerar a aquel gracioso y noble joven; y viendo que el caballo de su secretario Ideo tenía preciosos jaeces, se los quitó, e hizo a aquél con ellos un regalo. En adelante le tuvo siempre en memoria; y como pasado algún tiempo fuese privado de su casa y arrojado por los hermanos al Peloponeso, le amparó con el mayor celo, y aun en ciertos amores le prestó su auxilio. Porque se había prendado de un mocito atleta de Atenas, y siendo ya grande, como fuese de mala condición y se temiese que iba a ser expulsado de los Juegos Olímpicos, el persa acudió a Agesilao pidiéndole por aquel joven; y él, queriendo servir a éste, aunque con mucha dificultad y trabajo, salió con su intento; porque en todo lo demás era prolijo y ajustado a ley, pero en los negocios de los amigos creía que el querer parecer excesivamente justo no solía ser más que una excusa. Corre, pues, en prueba de esto una carta suya a Hidrieo, de Caria, en que le decía: «A Nicias, si no ha delinquido, absuélvele; si ha delinquido, absuélvele por mí; y de todas maneras, absuélvele». Esta solía ser en general la conducta de Agesilao en las cosas de sus amigos. Con todo, en ocasiones obraba según lo que el tiempo pedía, sin atender más que a lo que era conveniente, como se vio cuando, habiendo tenido que levantar el campo con precipitación, se dejó enfermo a un joven que amaba, porque, rogándole éste y llamándole al tiempo de marchar volvió la cabeza y le dijo: «Cosa difícil es tener a un tiempo juicio y compasión», según que así nos lo ha transmitido Jerónimo el Filósofo.

XIV.— Pasado ya el segundo año de su expedición, era mucho lo que en la corte del rey se hablaba de Agesilao, y grande la fama de su moderación, de su sobriedad y de su modestia. Porque armaba para si sólo su pabellón en los templos de mayor veneración, a fin de tener a los dioses por espectadores y testigos de aquellas cosas que no solemos hacer en presencia de los hombres; y entre tantos millares de soldados no sería fácil que se viese lecho ninguno más desacomodado o más pobre que el de Agesilao. Con respecto al calor y al frío, se había acostumbrado de manera que parecía formado ex profeso para las estaciones tales cuales por los dioses eran ordenadas; y era para los Griegos que habitaban en el Asia el espectáculo más agradable ver a los gobernadores y generales, que antes eran molestos e insufribles, y que estaban corrompidos por la riqueza y el regalo, temer y lisonjear a un hombre que se presentaba con una pobre túnica, y hacer esfuerzos por mudarse y transformarse a una sola expresión breve y lacónica; de manera que a muchos les venía a la memoria aquel dicho de Timoteo:

Tirano es el dios Ares; mas a Grecia
el oro corruptor no la intimida.

XV.— Conmovida ya el Asia y dispuesta en muchos puntos a la sublevación, arregló aquellas ciudades, y poniendo en su gobierno el correspondiente orden, sin muertes ni destierros, resolvió ir más adelante, y marchar, trasladando la guerra del mar de Grecia, a hacer que el rey combatiese por la seguridad de su propia persona y por las comodidades de Ecbátana y Susa, y sacarle ante todas cosas del ocio y del regalo, para que ya no fuese desde su escaño el árbitro de las guerras de los Griegos, ni corrompiese a los demagogos. Mas cuando iba a poner por obra estos pensamientos vino en su busca el espartano Epicídidas, anunciándole que Esparta tenía sobre sí una formidable guerra de parte de los Griegos, y los Éforos le llamaban para que acudiese a socorrer la propia casa.

¡Oh mengua, y cómo es vuestra ruina, oh Griegos,
sois de bárbaros males inventores!

Porque ¿qué otro nombre podría darse a aquella envidia y a aquella conjuración y reunión de los Griegos unos contra otros, por la cual renunciaron a la fortuna, que a otra parte los llamaba, y trajeron otra vez sobre sí mismos aquellas armas que estaban vueltas contra los bárbaros, y la guerra, que podía mirarse como desterrada de la Grecia? Pues yo no puedo conformarme con Demarato de Corinto, que decía haber carecido del mayor placer de los Griegos que no habían visto a Alejandro sentado en el trono de Darío, sino que más bien creo que deberían los que le vieron haber llorado, reflexionando que dejaron para Alejandro y los Macedonios aquellos triunfos los que en Leuctras, en Coronea, en Corinto y en la Arcadia vencieron y acabaron a los generales griegos. En cuanto a Agesilao, ninguna acción hubo en su vida más ilustre o más grande que esta retirada, ni jamás se dio un ejemplo más glorioso de obediencia y de justicia. Pues si Aníbal, cuando ya estaba en decadencia y casi se veía arrojado de la Italia, con gran dificultad obedeció a los que le llamaban a sostener la guerra en casa, y si Alejandro aun tomó a burla la noticia que se le dio de la batalla de Antípatro contra Agis, diciendo: «Parece ¡oh soldados! que mientras nosotros vencíamos aquí a Darío ha habido en Arcadia una guerra de ratones», ¿cómo podremos dejar de dar el parabién a Esparta por el honor con que le trató Agesilao y por su respeto y sumisión a las leyes?; el cual, apenas recibió la orden, abandonando y arrojando de las manos la singular fortuna y gran poder que de presente tenía y las brillantes esperanzas que veía próximas, al punto se embarcó, a la mitad de su empresa, dejando gran deseo de su persona a los aliados y desmintiendo aquel dicho de Demóstrato de Feacia: de que en común son mejores los Lacedemonios, y en particular los Atenienses; pues habiéndose mostrado rey y general excelente, aún fue mejor y más apacible amigo y compañero para los que en particular le trataron. Como la moneda de Persia tuviese grabado un arquero o sagitario, al levantar su campo dijo que el rey lo expulsaba del Asia con diez mil arqueros; y es que otros tantos se habían llevado a Atenas y a Tebas, y se habían distribuido a los demagogos; con lo que estos pueblos habían declarado la guerra a los Espartanos.

XVI.— Pasado el Helesponto, caminaba por la Tracia, sin hablar de permiso a ninguno de aquellos bárbaros; lo único que hacía era enviar a preguntar a cada uno de qué manera había de atravesar su territorio, si como amigo o como enemigo. Los más le recibieron amistosamente y le acompañaron, cada uno en proporción a sus fuerzas; sólo los llamados Tralenses, de quienes se dice que Jerjes negoció con ellos el paso con dádivas, le pidieron en pago de él cien talentos en plata y cien mujeres. Tomólo él a burla, y diciéndoles que por qué no habían acudido desde luego a cobrarlo, pasó delante, y hallándolos en orden de batalla los acometió y derrotó, con muerte de un gran número. Hizo al rey de los Macedonios la misma pregunta, y habiendo respondido que lo pensaría, «Que lo piense —replicó—; pero nosotros, en tanto, pasaremos». Admirado el rey de tamaña osadía, y llegando a cobrar miedo, le envió a decir que transitara como amigo. Hacían los Tésalos causa común con los enemigos, por lo que les taló el país; y como habiendo enviado hacia Larisa a Jenocles y Escita para tratar de amistad hubiesen sido éstos detenidos y puestos en custodia, todos los demás eran de dictamen de que, haciendo alto, pusiese sitio a Larisa; pero él les dijo que ni la Tesalia toda querría tomar con la pérdida de cualquiera de los dos, y los recobró por capitulación, cosa que no era de admirar en Agesilao, que habiendo sabido haberse dado junto a Corinto una gran batalla (en la que en medio del rebato habían perecido algunas personas principales), y habían muerto muy pocos de los Espartanos, cuando la mortandad de los enemigos había sido muy grande, no por eso mostró alegría y satisfacción, sino que, antes, dando un profundo suspiro, exclamó: «¡Triste de la Grecia, que en daño suyo ha perdido unos varones tan esclarecidos que si vivieran bastarían para vencer en combate a todos los bárbaros juntos!». Como los de Farsalia se pusiesen en persecución de su ejército y le causasen daños, les acometió con quinientos caballos, y habiéndolos puesto en fuga erigió un trofeo al pie del monte Nartacio, dando a esta victoria la mayor importancia, a causa de que, habiendo creado por sí aquella caballería, con ella sola había derrotado a los que más pagados estaban de sobresalir en esta arma.

XVII.— Alcanzóle allí el éforo Dífridas, que le traía la orden de invadir inmediatamente la Beocia; aunque él tenía determinado ejecutar después esto mismo más bien preparado, no creyó que debía apartarse en nada de lo que las autoridades le prescribían, y vuelto hacia sus gentes les dijo estar cerca el día por el que habían venido del Asia y envió a pedir dos cohortes de las tropas que militaban en las inmediaciones de Corinto. Los Lacedemonios que permanecían en la ciudad, para darle pruebas de su aprecio, pregonaron que de los jóvenes se alistaran los que quisiesen ir en auxilio del rey; y habiéndose alistado todos con la mayor prontitud, las autoridades escogieron cincuenta de los más valientes y robustos y se los mandaron. Púsose Agesilao al otro lado de las Termópilas, y pasando por la Fócide, que era amiga, luego que entró en la Beocia y sentó sus reales junto a Queronea, al mismo tiempo ocurrió un eclipse de Sol, presentándose a sus ojos parecido a la Luna, y recibió la noticia de haber muerto Pisandro, vencido en un combate naval junto a Cnido por Farnabazo y por Conón. Apesadumbróse con estos sucesos, como era natural, tanto a causa del cuñado como de la república; mas, con todo, para que a los soldados en la marcha no les sobrecogiese el desaliento y el terror, encargó a los que habían venido de parte del mar que dijesen, por lo contrario, haber vencido en el combate; y presentándose con corona en la cabeza, sacrificó a la buena nueva y partió con sus amigos la carne de las víctimas.

XVIII.— Adelantóse a Queronea, y habiendo descubierto a los enemigos, y sido también de ellos visto, ordenó su batalla, dando a los Orcomenios el ala izquierda, y conduciendo él mismo el ala derecha. Los Tebanos tuvieron asimismo, por su parte, la derecha, y los Argivos la izquierda. Dice Jenofonte que aquella batalla fue más terrible que ninguna otra de aquel tiempo, habiéndose hallado presente en auxilio de Agesilao después de su vuelta del Asia. El primer encuentro no halló resistencia ni costó gran fatiga, porque los Tebanos al punto pusieron en fuga a los Orcomenios, y a los Argivos Agesilao; pero habiendo oído unos y otros que sus izquierdas estaban en derrota y huían, volvieron atrás. Allá la victoria era sin riesgo si Agesilao, prosiguiendo en acuchillar a los que se retiraban, hubiera querido contenerse de ir a dar de frente con los Tebanos; pero arrebatado de cólera y de indignación corrió contra ellos, con deseo de rechazarlos también de poder a poder. Como ellos no los recibieron con menos valor, se trabó una recia batalla de todo el ejército, más empeñada todavía contra el mismo Agesilao, que se hallaba colocado entre sus cincuenta, cuyo, ardor le fue muy oportuno, debiéndoles su salvación. Porque aun peleando y defendiéndole con el mayor denuedo, no pudieron conservarlo ileso, habiendo recibido en el cuerpo, por entre las armas, diferentes heridas de lanza y espada, sino que con gran dificultad le retiraron vivo; entonces, protegiéndole con sus cuerpos, dieron muerte a muchos, y también de ellos perecieron no pocos. Hiciéronse cargo de lo difícil que era rechazar a los Tebanos, y conocieron la necesidad de ejecutar lo que no habían querido en el principio, porque les abrieron claro, partiéndose en dos mitades; y cuando hubieron pasado, lo que ya se verificó en desorden, corrieron en su persecución, hiriéndolos por los flancos; mas no por eso consiguieron ponerlos en fuga, sino que se retiraron al monte Helicón, orgullosos con aquella batalla, a causa de que por su parte salieron invictos.

XIX.— Aunque Agesilao se hallaba muy malparado de sus heridas, no permitió retirarse a su tienda antes de hacerse llevar en litera al sitio de la batalla y de ver conducir a los muertos sobre sus armas. A cuantos enemigos se acogieron al templo de Atenea Itonia dio orden de que se les dejara marchar libres; dicho templo está cercano; delante de él volvió a poner en pie el trofeo que en otro tiempo erigieron los Beocios, mandados por el general Espartón, por haber vencido en aquel mismo sitio a los Atenienses y dado muerte a Tólmides. Al día siguiente, al amanecer, queriendo Agesilao probar si los Tebanos saldrían a batalla, dio orden de que se coronasen sus soldados, que los flautistas tocasen sus instrumentos y que se levantara y adornara un trofeo como si hubieran vencido; pero luego que los enemigos enviaron a pedir el permiso de recoger los muertos, lo concedió; y asegurada de esta manera la victoria, marchó a Delfos, porque iban a celebrarse los juegos píticos. Concurrió, pues, a la fiesta hecha en honor del dios, y le ofreció el diezmo de los despojos traídos del Asia, que ascendió a cien talentos.

Restituido de allí a casa, todavía se ganó más la afición y admiración de sus conciudadanos por su conducta y por su método de vida, porque no volvió nuevo de la tierra extranjera, como sucedía con los más de los generales, ni había mudado sus costumbres con las ajenas, mirando con fastidio y desdén las de la patria, sino que, apreciando y honrando las cosas del país tanto como los que nunca habían pasado el Eurotas, no hizo novedad en el banquete, ni en el baño, ni en el tocado de su mujer, ni en el adorno de las armas, ni en el menaje de casa; y aun dejó intactas las puertas, tan antiguas y viejas, que parecían ser las mismas que puso Aristodemo; diciendo Jenofonte que el canatro de su hija no tenía particularidad ninguna en que se diferenciase de los demás. Llaman canatros a unas figuras, de madera, de grifos y de hircocervos, en las que llevan las niñas en las procesiones. Jenofonte no nos dejó escrito el nombre de la hija de Agesilao, y Dicearco lleva muy a mal que no sepamos quién fue la hija de este rey, ni la madre de Epaminondas; mas nosotros hallamos en las Memorias lacónicas que la mujer de Agesilao se llamaba Cléora, y sus hijas Eupolia y Prólita, y aún se muestra su lanza, conservada hasta el día de hoy en Esparta, la que en nada se diferencia de las demás.

XX.— Como observase que algunos de los ciudadanos tenían vanidad y se daban importancia con criar y adiestrar caballos, persuadió a su hermana Cinisca a que, sentada en carro, contendiera en los Juegos Olímpicos, queriendo con esto hacer patente a los Griegos que semejante victoria no se debía a virtud alguna, sino a sola la riqueza y profusión. Tenía en su compañía, para servirse de su ilustración, al sabio Jenofonte, y le dijo que trajera a sus hijos a que se educaran en Lacedemonia, para que aprendieran la más importante de todas las ciencias, que es la de ser mandados y mandar.

Después de la muerte de Lisandro, halló que este había formado una grande liga contra él, en lo que había trabajado inmediatamente después de su vuelta del Asia, y tuvo el pensamiento de hacer ver cuál había sido la conducta de este ciudadano mientras vivió; y como hubiese leído un discurso escrito en un cuaderno, del que fue autor Cleón de Halicarnaso, pero que había de ser pronunciado ante el pueblo por Lisandro, tomándolo para este efecto de memoria, en el que se proponían novedades y mudanzas en el gobierno, estaba en ánimo de darle publicidad. Mas leyó el discurso uno de los senadores, y, temiendo la habilidad y artificio con que estaba escrito, le aconsejó que no desenterrara a Lisandro, sino que antes enterrara con él el tal discurso; y convencido, desistió de aquel propósito. A los que se le mostraban contrarios, nunca les hizo el menor daño abiertamente, sino que negociando el que se les enviara de generales o de gobernadores demostraba que los empleos se habían habido mal y con falta de integridad, e intercediendo después en su favor y defendiéndolos si eran puestos en juicio, de este modo los hacía sus amigos y los traía a su partido; de modo que llegó a no tener ningún rival. Porque el otro rey, Agesípolis, sobre ser hijo de un desterrado, era en la edad todavía muy joven y de carácter apacible y blando, por lo que tomaba muy poca parte en los negocios públicos, y aun así procuró atraerlo y hacerlo más dócil, por cuanto los reyes comen juntos, asistiendo al mismo banquete mientras permanecen en la ciudad. Sabiendo, pues, que Agesípolis estaba como él sujeto a contraer fácilmente amores, le movía siempre la conversación de algún joven amable, y le inclinaba hacia él, y le acompañaba y auxiliaba, pues tales amores entre los Lacedemonios no tenían nada de torpe, sino que, antes, promovían el pudor, el deseo de gloria y una emulación de virtud, como dijimos en la Vida de Licurgo.

XXI.— Como era tan grande su poder en la república, negoció que a su hermano de madre Teleucias se le diera el mando de la armada; y habiendo dispuesto una expedición contra Corinto, él tomó por tierra la gran muralla, y Teleucias con las naves. Estaban entonces los Argivos apoderados de Corinto y celebraban los Juegos Ístmicos; los sorprendió, pues, y los hizo salir de la ciudad cuando acababan de hacer el sacrificio al dios, dejando abandonadas todas las prevenciones. Entonces, cuantos Corintios acudieron de los que se hallaban desterrados le rogaron que presidiese los juegos; pero a esto se resistió; y siendo ellos mismos los presidentes y distribuidores de los premios, se detuvo únicamente para darles seguridad. Mas después que se retiraron volvieron los Argivos a celebrar los juegos, y algunos vencieron segunda vez; pero otros hubo que, habiendo antes vencido, fueron vencidos después, sobre lo cual los notó Agesilao de excesiva cobardía y timidez, pues que, teniendo la presidencia de estos juegos por tan excelente y gloriosa, no se atrevieron a combatir por ella. Por su parte, creía que en estas cosas no debía ponerse más que mediano esmero, y en Esparta fomentaba los coros y los combates con presenciarlos siempre, con manifestar celo y cuidado acerca de ellos y con no faltar a las reuniones de los jóvenes ni a las de las doncellas; pero, en cuanto a objetos que excitaban la admiración de los demás, hacía como que ni siquiera sabía lo que eran. Así, en una ocasión, Calípides, célebre actor de tragedias, que tenía en toda la Grecia grande nombre y fama, y a quien todos guardaban consideración, primero se presentó a saludarlo, después se mezcló con sobrada confianza entre los demás compañeros de paseo, procurando que fijara en él la vista, creído de que le daría alguna muestra de aprecio, y últimamente le preguntó: «¿Cómo? ¿No me conoces, oh rey?». Y entonces, volviendo a mirarle, dijo: «¿No eres Calípides el remedador?» porque los Lacedemonios dan este nombre a los actores. Llamáronle una vez para que oyera a uno que imitaba el canto del ruiseñor, y se excusó diciendo que muchas veces había oído a los ruiseñores. Al médico Menécrates, por haber acertado casualmente con algunas curas desesperadas, dieron en llamarle Zeus, y él mismo no sólo se daba neciamente este sobrenombre, sino que se atrevió a escribir a Agesilao de este modo: «Menécrates Zeus, al rey Agesilao: Salud»; y él le puso en la contestación: «El rey Agesilao, a Menécrates: Juicio».

XXII.— Habiéndose detenido en el país de Corinto y tomado el templo de Hera, mientras estaba ocupado en ver cómo los soldados conduelan y custodiaban los cautivos le llegaron embajadores de Tebas solicitando su amistad; pero como siempre hubiese estado mal con este pueblo, y aun entonces le pareciese que convenía ajarlo, hizo como que no los veía ni entendía cuando se le presentaron. Mas sobrevínole un accidente desagradable que pudo parecer castigo: porque antes de retirarse los Tebanos le llegaron mensajeros con la nueva de que la armada había sido derrotada por Ifícrates, descalabro de que les quedó sensible memoria por largo tiempo, porque perdieron los varones más excelentes, siendo vencida la infantería de línea por unas tropas ligeras y los Lacedemonios por unos mercenarios. Marchó, pues, sin dilación Agesilao en su socorro; mas cuando se convenció de que no había remedio regresó al templo de Hera, y, dando orden de que se presentaran los Tebanos, se puso a darles audiencia; mas como ellos a su vez le hiciesen el insulto de no volver a hablar de paz, sino sólo de que les dejara pasar a Corinto, encendido en cólera Agesilao: «Si queréis —les dijo— ver lo orgullosos que están nuestros amigos por sus ventajas, mañana podréis gozar de este espectáculo con toda seguridad»; y llevándolos al día siguiente en su compañía, taló los términos de Corinto y llegó hasta las mismas puertas de la ciudad. Como, sobrecogidos de miedo, los Corintios no se atreviesen a emplear medio ninguno de defensa, despidió ya los embajadores. Recogió antes los tristes restos de la brigada y partió para Lacedemonia, tomando la marcha antes del día y haciendo alto cuando era ya de noche, para que aquellos Árcades, que los miraban con envidia y encono, no los insultasen.

De allí a poco, en obsequio de los Aqueos, emprendió con ellos una expedición contra los de Acarnania, y habiéndolos vencido les tomó un rico botín. Rogábanle los Aqueos que, deteniéndose hasta el invierno, estorbara a los enemigos hacer la sementera, y él les contestó que antes lo haría al revés, porque les sería más sensible la guerra habiendo de tener sembrados sus campos hasta el verano; lo que así efectivamente sucedió, porque, formada nueva expedición contra ellos, se reconciliaron con los Aqueos.

XXIII.— Después, como Conón y Farnabazo hubiesen quedado dominando en el mar con la armada de Persia y tuviesen sitiadas, por decirlo así, las costas de la Laconia, al mismo tiempo que los Atenienses levantaban las murallas de su ciudad, dándoles Farnabazo los fondos para ello, parecióles a los Lacedemonios conveniente hacer la paz con los Persas. Comisionaron, pues, a Antálcidas para que pasara a tratar con Teribazo; y el resultado fue abandonar tan vergonzosa como, injustamente a los Griegos habitantes del Asia, por quienes Agesilao había hecho la guerra, dejándolos sujetos al rey. De ahí es que de la vergüenza de este ignominioso acuerdo participó Agesilao a causa de que Antálcidas estaba enemistado con él, y así nada omitió para negociar la paz, en vista de que con la guerra crecía el poder de Agesilao y cada día ganaba crédito y opinión. Con todo, a uno que con ocasión de esta paz se dejó decir que los Lacedemonios medizaban o abrazaban los intereses de los Medos le respondió Agesilao que más bien los Medos laconizaban, y amenazando y denunciando la guerra a los que no querían admitir el Tratado, los obligó a suscribir a lo que el rey había dictado, conduciéndose así principalmente en odio de los Tebanos para que fueran más débiles por el hecho mismo de quedar independiente toda la Beocia; lo que pareció más claro poco después. Porque cuando Fébidas cometió aquel atroz atentado de tomar, vigentes los tratados y en tiempo de paz, la fortaleza cadmea, los Griegos todos se mostraron indignados, y los Espartanos mismos lo llevaron a mal, especialmente los que no eran de la parcialidad de Agesilao, que llagaron a preguntar a Fébidas con enfado qué orden había tenido para tal proceder, manifestando con bastante claridad sobre quién recaían sus sospechas; pero el mismo Agesilao no tuvo reparo en tornar la defensa de Fébidas, diciendo sin rodeo que no había más que examinar sino si la acción era en sí misma útil, porque todo lo que a Lacedemonia fuese provechoso debía hacerse espontáneamente, aunque nadie lo mandara. Y eso que de palabra siempre estaba dando la preferencia a la justicia sobre todas las virtudes, pues decía que la fortaleza de nada servía sin la justicia, y que si todos los hombres fueran justos, de más estaría la fortaleza. A uno que usó de la expresión: «Así lo dispone el gran rey», le replicó: «¿Cómo será más grande que yo, si no es más justo?». Creyendo, con razón, que lo justo debe ser la medida real con que se regule la mayoría y excelencia del poder. La carta que hecha la paz le envió el rey con objeto de hospitalidad y amistad no quiso recibirla, diciendo que le bastaba la amistad pública, sin haber menester para nada la particular mientras aquélla subsistiese. Mas en la obra no acreditó esta opinión, sino que, arrebatado del deseo de gloria y del de satisfacer sus resentimientos, especialmente contra los Tebanos, no sólo sacó a salvo a Fébidas, sino que persuadió a la ciudad que tomara sobre sí aquella injusticia, que conservara bajo su mando el alcázar y que pusiera al frente de los negocios a Arquías y Leóntidas, por cuyo medio Fébidas había entrado en el mencionado alcázar y se había apoderado de él.

XXIV.— Vínose, pues, desde luego, por estos antecedentes, en sospecha de que aquella injusticia, si bien había sido obra de Fébidas, había procedido de consejo de Agesilao, y los hechos posteriores confirmaron este juicio. Porque apenas con el auxilio de los Atenienses se arrojó del alcázar a la guarnición, y quedó la ciudad libre, hizo cargo a los Tebanos te haber dado muerte a Arquías y Leóntidas, que en la realidad eran unos tiranos, aunque tenían el nombre de polemarcas, y les declaró la guerra. Reinaba ya entonces Cleómbroto, por haber muerto Agesípolis, y fue aquel enviado a esta guerra con las correspondientes fuerzas; porque Agesilao hacía cuarenta años que había salido de la pubertad, y como por ley tuviese ya la exención de la milicia, rehusó tomar a su cargo esta expedición; y es que se avergonzaba, habiendo hecho poco antes la guerra a los Fliasios en favor de los desterrados, de ir ahora a causar daños y molestias a los de Tebas por unos tiranos. Hallábase en Tespias de gobernador un Espartano llamado Esfodrias, del partido contrario al de Agesilao, hombre que no carecía de valor ni de ambición, pero en quien podían más que la prudencia las alegres esperanzas. Ansioso, pues, de adquirir nombradía, y persuadido de que Fébidas se había hecho célebre y afamado por la empresa de Tebas, se figuró que sería todavía hazaña más ilustre y gloriosa si conseguía, sin inspiración de nadie, tomar el Pireo y excluir del mar a los Atenienses, acometiéndolos por tierra cuando menos lo esperaban.

Hay quien diga que éste fue pensamiento de los beotarcas, Pelópidas y Melón, los que habían enviado personas que, mostrándose aficionadas a Esparta, habían hinchado con alabanzas a Esfodrias, haciéndole creer que él solo era capaz de semejante designio, y le habían incitado y acalorado a un hecho injusto al igual de aquel, pero que no tuvo tan de su parte a la osadía y la fortuna, porque le cogió y amaneció el día en el campo triasio, cuando esperaba introducirse todavía de noche en el Pireo; y como los soldados hubiesen advertido cierta luz que salía de algunos de los templos de Eleusine, se dice haberse sobresaltado y llenándose de miedo. Faltóle a él también la resolución cuando vio que no podía ocultarse, por lo que, sin haber hecho más que una ligera correría, tuvo que retirarse a Tespias oscura y vergonzosamente. A consecuencia de este intento enviáronse acusadores contra él de Atenas; pero encontraron que los magistrados de Esparta no habían necesitado de esta diligencia, pues que sin ella le tenían ya intentada causa capital; a la que desconfió presentarse, temeroso de sus conciudadanos, los cuales, por huir de la afrentosa inculpación de los Atenienses, se dieron por ofendidos e injuriados para librarse de la sospecha de que trataban de injuriar.

XXV.— Tenía Esfodrias un hijo llamado Cleónimo, joven de bella persona, a quien amaba Arquidamo, hijo del rey Agesilao; entonces le tenía compasión viéndole angustiado por el peligro de su padre, pero no se creía en disposición de favorecerle y auxiliarle abiertamente, porque Esfodrias era del partido contrario a Agesilao. Buscándole, pues, Cleónimo, y rogándole con lágrimas le alcanzara el favor de Agesilao, porque a él era a quien más temían, por tres o cuatro días no hacía Arquidamo más que seguir al padre sin hablarle palabra, detenido por el pudor y el miedo; pero, por último, acercándose la vista de la causa, se resolvió a decir a Agesilao que Cleónimo le había interesado por su padre. Aunque Agesilao había echado de ver que Arquidamo era amador de Cleónimo, no pensó en retraerle, porque desde luego comenzó a tener éste más opinión que ningún otro entre los jóvenes, dando muestras de que sería hombre de probidad; pero tampoco por entonces respondió al hijo de manera que pudiera tener esperanza de éxito favorable y fausto, sino que, diciéndole que miraría lo que pudiera ser útil y conveniente, le despidió. Avergonzado con esto, Arquidamo se abstuvo de buscar la compañía de Cleónimo, sin embargo de que antes solía solicitarla diferentes veces al día, y también se desanimaron los demás que trabajaban por Esfodrias; hasta que Etimocles, amigo de Agesilao, les reveló en una conferencia cuál era el modo de pensar de éste, pues el hecho lo vituperaba como el que más, pero al mismo tiempo reputaba a Esfodrias por buen ciudadano, y se hacía cargo de que la república necesitaba soldados como él; y es que esta conversación la hacía con unos y con otros antes del juicio, queriendo con descender con los ruegos del hijo; tanto, que Cleónimo conoció que Arquidamo le había servido, y los amigos de Esfodrias cobraron ánimo para sostenerle. Por que era Agesilao amante con exceso de sus hijos, y acerca de sus juegos con ellos se dice que solía, cuando eran pequeños, correr por la casa montado como en caballo en una caña, y habiéndole sorprendido uno de sus amigos le rogó que no lo dijese a nadie hasta que hubiera tenido hijos.

XXVI.— Fue, efectivamente, absuelto Esfodrias; y como los Atenienses, luego que lo supieron, les moviesen guerra, clamaban todos contra Agesilao, por parecerles que cediendo a un deseo inconsiderado y pueril había estorbado un juicio justo, y que había hecho a la república objeto y blanco de quejas con semejantes atenta dos cometidos contra los Griegos. En este estado, notó que Cleómbroto no se mostraba pronto a hacer la guerra a los Tebanos, y, dejando entonces a un lado la ley de que se había valido antes para no ir a la otra expedición, invadió en persona la Beocia, haciendo a los Tebanos cuanto daño pudo, y recibiéndolo a su vez; de manera que, retirándose en una de estas ocasiones herido, le dijo Antálcidas: «Bien te pagan los Tebanos su aprendizaje, habiéndoles tú enseñado a pelear, cuando ellos ni sabían ni querían». Y en realidad se dice que en estos encuentros los Tebanos se mostraron sobre manera diestros y esforzados, como ejercitados con las continuas guerras que contra ellos movieron los Lacedemonios. Por lo mismo, previno el antiguo Licurgo en sus tres series de leyes, llamadas Retras, que no se hiciera la guerra muchas veces a unos mismos enemigos, para que no la aprendiesen. Estaban también mal con Agesilao los aliados, porque intentaba la ruina de los Tebanos, no a causa de alguna ofensiva común contra los Griegos, sino por encono y enemiga particular que contra aquellos tenía. Decían, pues, que los gastaba y maltraía sin objeto de su parte, haciendo que los más concurrieran allí todos los años, para estar a las órdenes de los que eran menos; sobre lo que se dice haber recurrido Agesilao a este artificio a fin de hacerles ver que no eran tantos hombres de armas como creían. Mandó que todos los aliados juntos se sentaran de una parte, y los Lacedemonios solos de otra; dispuso después que, a la voz del heraldo, se levantaran primero los alfareros; puestos éstos en pie, llamó en segundo lugar a los latoneros, después a los carpinteros, luego a los albañiles, y así a los de los otros oficios. Levantáronse, pues, casi todos los aliados, y de los Lacedemonios ninguno, porque les estaba prohibido ejercer y aprender ninguna de las artes mecánicas; y por este medio, echándose a reír Agesilao: «¿Veis —les dijo— con cuántos más soldados contribuimos nosotros?».

XXVII.— En Mégara, cuando volvía con el ejército de Tebas, al subir al alcázar y palacio del gobierno, le acometió una fuerte convulsión y dolores vehementes en la pierna sana, que apareció muy hinchada y como llena de sangre, con una terrible inflamación. Un cirujano natural de Siracusa le abrió la vena que está más abajo del tobillo, con lo que se le mitigaron los dolores; pero saliendo en gran copia la sangre, sin poder restañarla, le sobrevinieron desmayos y se puso muy grave; mas al cabo se contuvo la sangre, y llevado a Lacedemonia quedó por largo tiempo muy débil e imposibilitado de mandar el ejército.

Sufrieron en este tiempo frecuentes descalabros los Espartanos, por tierra y por mar; el mayor de todos fue el de Tegiras, donde por la primera vez fueron vencidos y derrotados de poder a poder por los Tebanos. Aun antes de esta derrota había parecido a todos conveniente hacer una paz general; y concurriendo de toda la Grecia embajadores a Lacedemonia para ajustar los tratados, fue uno de éstos Epaminondas, varón insigne por su educación y su sabiduría, pero que no había dado todavía pruebas de su pericia militar. Como viese, pues, que todos los demás se sometían a Agesilao, él sólo manifestó con libertad su dictamen, haciendo una proposición útil, no a los Tebanos, sino a la Grecia, pues les manifestó que con la guerra crecía el poder de Esparta, cuando todos los demás no sentían más que perjuicios, y los inclinó a que fundaran la paz sobre la igualdad y la justicia, porque sólo podría ser duradera quedando todos iguales.

XXVIII.— Observando Agesilao que todos los Griegos le habían oído con gusto y se adherían a él, le preguntó sí creía justo y equitativo que la Beocia quedase independiente, y repreguntándole Epaminondas con gran prontitud y resolución si tenía él por justo quedara independiente la Laconia, levantándose Agesilao con enfado le propuso que dijera terminantemente si dejarían independiente la Beocia. Volvió entonces Epaminondas a replicarle si dejarían independiente a la Laconia, con lo que se irritó Agesilao; de manera que aprovechando la ocasión borró de los tratados el nombre de los Tebanos y les declaró la guerra, diciendo a los demás Griegos que, avenidos ya entre sí, podían retirarse, en el concepto de que por lo que pudiera aguantarse regiría la paz, y lo que pareciese insufrible se quedaría a la decisión de la guerra, pues que era sumamente dificultoso aclarar y concertar todas las desavenencias. Hallábase casualmente por aquel tiempo Cleómbroto con su ejército en la Fócide, y los Éforos le enviaron al punto orden de que marchase con sus tropas contra los Tebanos. Convocaron también a los aliados, y aunque con disgusto, por hacérseles muy molesta la guerra, acudieron, sin embargo, en gran número, porque todavía no se atrevían a contradecir o disgustar a los Lacedemonios. Hubo muchas señales infaustas, como dijimos en la Vida de Epaminondas; y aunque Prótoo el Espartano se opuso a la expedición, no cedió Agesilao, sino que llevó adelante la guerra, con la esperanza de que, habiendo quedado fuera de los tratados de los Tebanos, al mismo tiempo que toda la Grecia gozaba de la independencia, había de ser aquella la oportunidad de vengarse de ellos; pero la oportunidad lo que declaró fue que en decretar aquella expedición tuvo más parte la ira que la reflexión y el juicio, porque en el día 14 del mes Esciroforión se hicieron los tratados en Lacedemonia, y en el 5 del mes Hecatombeón fueron vencidos en Leuctras, no habiendo pasado más que veinte días. Murieron mil de los Lacedemonios y el rey Cleómbroto, y alrededor de él los más alentados de los Espartanos. Dícese que entre éstos murió también Cleónimo, aquel joven gracioso, hijo de Esfodrias, y que, habiendo caído en tierra tres veces delante del rey, otras tantas se volvió a levantar para combatir con los Tebanos.

XXIX.— Habiendo experimentado entonces los Lacedemonios una derrota inesperada, y los Tebanos una dicha y acrecentamiento de gloria cuales nunca hablan experimentado antes los Griegos peleando unos contra otros, no es menos de admirar y aplaudir por su virtud la ciudad vencida que la vencedora. Y si dice Jenofonte que de los hombres excelentes aun las conversaciones y palabras de que usan en medio del solaz y los banquetes tienen algo digno de recuerdo, en lo que ciertamente tiene razón, aún es más digno de saberse y quedar en memoria lo que los hombres formados a la virtud hacen y dicen con decoro cuando les es contraria la fortuna. Porque hacía la casualidad que Esparta solemnizase una de sus festividades, y fuese grande en ella el concurso de forasteros con motivo de celebrarse combates gimnásticos, cuando llegaron de Leuctras los que traían la nueva de aquel infortunio; y los Éforos, aunque desde luego entendieron haber sido terrible el golpe y que habían perdido el imperio y superioridad, ni permitieron que el coro se retirase, ni que se alterase en nada la forma de la fiesta, sino que, enviando por las casas a los interesados los nombres de los muertos, ellos continuaron en el espectáculo, atendiendo al combate de los coros. Al día siguiente, al amanecer, sabiéndose ya de público quiénes se habían salvado y quiénes habían muerto, los padres, tutores y deudos de los que habían fallecido bajaron a la plaza, y unos a otros se daban la mano con semblante alegre, mostrándose contentos y risueños; mas los de aquellos que habían quedado salvos, como en un duelo se mantenían en casa con las mujeres; y si alguno tenía que salir por necesidad, en el gesto, en la voz y en las miradas se mostraba humillado y abatido. Todavía se echaba esto más de ver en las mujeres, observando, a la madre que esperaba a su hijo salvo de la batalla, triste y taciturna; y a las de aquellos que se decía haber perecido, acudir al punto a los templos, y buscarse y hablarse unas a otras con alegría y satisfacción.

XXX.— Sin embargo de todo esto, a muchos, luego que se vieron abandonados de los aliados, y tuvieron por cierto que Epaminondas, vencedor y lleno de orgullo con el triunfo, trataría de invadir el Peloponeso, les vinieron a la imaginación los oráculos y la cojera de Agesilao, propendiendo al desaliento y a la superstición, por creer que aquellas desgracias le habían venido a la ciudad a causa de haber desechado del reino al de pies firmes y haber preferido a un cojo y lisiado, de lo que el oráculo les había avisado se guardasen sobre todo. Mas aun en medio de esto, atendiendo al poder que habla adquirido, a su virtud y a su gloria, todavía acudían a él, no sólo como a rey y general para la guerra, sino como a director y a médico en los demás apuros políticos y en el que entonces se hallaban; porque no se atrevían a usar de las afrentas autorizadas por ley contra los que habían sido cobardes en la batalla, a los que llaman emplones, temiendo, por ser muchos y de gran poder, que pudieran causar un trastorno: pues a los así anotados no sólo se les excluye de toda magistratura, sino que no hay quien no tenga a menos el darles o el tomar de ellos mujer. El que quiere los hiere y golpea cuando los encuentra, y ellos tienen que aguantarlo, presentándose abatidos y cabizbajos. Llevan túnicas rotas y teñidas de cierto color, y afeitándose el bigote de un lado, se dejan crecer el otro. Era por lo mismo cosa terrible desechar a tantos cuando justamente la ciudad necesitaba de no pocos soldados. Nombran, pues, legislador a Agesilao, el cual se presenta a la muchedumbre de los Lacedemonios, y sin añadir, quitar, ni mudar nada, con sólo decir que por aquel día era preciso dejar dormir las leyes, sin perjuicio de que en adelante volvieran a mandar, conservó a un tiempo a la ciudad sus leyes y a aquellos ciudadanos la estimación. Queriendo en seguida borrar de los ánimos aquel temor y amilanamiento, invadió la Arcadia, pero tuvo buen cuidado de no presentar batalla a los enemigos, sino que limitándose a tomar un pueblezuelo que pertenecía a los de Mantinea, y hacer correrías por sus términos, con esto sólo alentó ya con esperanzas a la ciudad y le volvió la alegría, no dándose por perdida del todo.

XXXI.— Presentóse a poco Epaminondas en la Lacedemonia con los aliados, no trayendo menos de cuarenta mil hombres de infantería de línea, seguidos además de tropas ligeras y de otros muchos desarmados, para el pillaje; de manera que en total serían unos setenta mil los que invadieron el país. Habríanse pasado a lo menos seiscientos años desde que los Dorios vinieron a poblar la Laconia, y, después de tanto tiempo, entonces por la primera vez se vieron enemigos en aquella región, pues antes nadie se había atrevido; mas ahora éstos entraron incendiando y talando un terreno nunca antes violado ni tocado hasta el río, y hasta la ciudad misma, sin que nadie los contuviese. Porque, según dice Teopompo, no permitió Agesilao que los Lacedemonios pugnaran contra semejante torrente y tormenta de guerra, sino que, esparciendo la infantería dentro de la ciudad por los principales puestos, aguantaba las amenazas y provocaciones de los Tebanos, que le desafiaban por su nombre y le llamaban a pelear en defensa de su patria, ya que era la causa de todos los males, por haber dado calor a la guerra. No menos que estos insultos atormentaban a Agesilao las sediciones y alborotos de los ancianos, que le daban en cara con tan tristes acontecimientos, y de las mujeres, que no podían estarse quietas, sino que salían fuera de sí con el fuego y algazara de los enemigos. Afligíale además el punto de la honra, porque habiéndose encargado de la república floreciente y poderosa veía conculcada su dignidad y ajada su vanagloria, de la que él mismo había hecho gala muchas veces, diciendo que ninguna lacona había visto jamás el humo enemigo. Cuéntase asimismo de Antálcidas que, contendiendo con él un Ateniense sobre el valor y diciéndole: «Nosotros os hemos perseguido muchas veces desde el Cefiso», le contestó: «Pues nosotros nunca hemos tenido que perseguiros desde el Eurotas». Por este mismo término respondió a un Argivo uno de los más oscuros Espartanos, pues diciéndole aquél: «Muchos de vosotros reposan en la Argólide», le replicó: «Para eso, ninguno de vosotros en la Laconia».

XXXII.— Refieren algunos haber Antálcidas, que era a la sazón Éforo, enviado sus hijos a Citera, temeroso de aquel peligro, en el cual Agesilao, viendo que los enemigos intentaban pasar el río y penetrar en la población, abandonando todo lo demás formó delante del centro de la ciudad y al pie de las alturas. Iba entonces el Eurotas muy caudaloso y fuera de madre por haber nevado, y el pasarlo les era a los Tebanos más difícil todavía por la frialdad de las aguas que por la rapidez de su corriente. Marchando Epaminondas al frente de sur, tropas, se lo mostraban algunos a Agesilao, y éste, mirándole largo rato, poniendo una y otra vez los ojos en él, ninguna otra cosa dijo, según se cuenta, sino lo siguiente: «¡Qué hombre tan resuelto!». Aspiraba Epaminondas a la gloria de trabar batalla dentro de la ciudad y erigir un trofeo; pero no habiendo podido atraer y provocar a Agesilao, levantó el campo y taló el país de nuevo. En Esparta, algunos, ya de antemano sospechosos y de dañada intención, como unos doscientos en número, se sublevaron y tomaron el Isorio, donde está el templo de Ártemis, lugar bien defendido y muy difícil de ser forzado; y como los Lacedemonios quisieran ir desde luego a desalojarlos, temeroso Agesilao de que sobreviniesen otras turbaciones, mandó que todos guardasen sus puestos, y él, envuelto en su manto, con sólo un criado se adelantó hacia ellos, gritándoles que habían entendido mal su orden, pues no les había dicho que fueran a aquel puesto, ni todos juntos, sino allí —señalando distinto sitio—, y otros a otras partes de la ciudad. Ellos, cuando lo oyeron, se alegraron, creyendo que nada se sabía; y, separándose, marcharon a los lugares que les designó. Agesilao, al punto, mandó otros que ocuparan el Isorio, y respecto de los sublevados, habiendo podido haber a las manos unos quince de ellos, por la noche les quitó la vida. Denunciáronle otra conjuración todavía mayor de Espartanos que se reunían y congregaban secretamente en una casa con designio de trastornar el orden; y teniendo por muy expuesto tanto el juzgarlos en medio de aquellas alteraciones como el dejarlos continuar en sus asechanzas, también a éstos les quitó la vida sin formación de causa, con sólo el dictamen de los Éforos, no habiéndose antes de entonces dado muerte a ningún Espartano sin que precediese un juicio. Ocurrió también que muchos de los ascripticios e hilotas que estaban sobre las armas se pasaban desde la ciudad a los enemigos, y como esto fuese también muy propio para causar desaliento, instruyó a sus criados para que por las mañanas, antes del alba, fuesen a los puestos donde dormían y recogiendo las armas de los desertores las enterrasen, a fin de que se ignorara su número.

Dicen algunos que los Tebanos se retiraron de la Laconia a la entrada del invierno, por haber empezado los Árcades a desertar y a escabullirse poco a poco; pero otros dicen que permanecieron tres meses enteros y que asolaron y arrasaron casi todo el país. Teopompo es de otra opinión, diciendo que, resuelta ya por los Beotarcas la partida, pasó a su campo un Espartano llamado Frixo, llevándoles de parte de Agesilao diez talentos por premio de la retirada; de manera que con hacer lo mismo que tenían determinado, aun recibieron un viático de mano de los enemigos.

XXXIII.— No alcanzó cómo pudo ser que esta circunstancia se ocultase a los demás y que sólo llegase a noticia de Teopompo. En lo que todos convienen es en que a Agesilao se debió el que entonces se salvase Esparta, por haber procedido con gran miramiento y seguridad en los negocios, no abandonándose a la ambición y terquedad, que eran sus pasiones ingénitas. Con todo, no pudo hacer que la república convaleciera de su caída, recobrando su poder y su gloria, sino que, a la manera de un cuerpo robusto que hubiera usado constantemente de un régimen de sobra delicado y metódico, un solo descuido y una pequeña falta bastó para corromper el próspero estado de aquella ciudad, y no sin justa causa: por cuanto con un gobierno perfectamente organizado para la paz, para la virtud y la concordia quisieron combinar mandos e imperios violentos, de los que no creyó Licurgo podía necesitar la república para vivir en perpetua felicidad; y esto fue lo que causó su daño.

Desconfiaba ya entonces Agesilao de poderse poner al frente de los ejércitos a causa de su vejez, y su hijo Arquidamo, con el socorro que de Sicilia le envió voluntariamente el tirano, venció a los Árcades en aquella batalla que se llamó la sin lágrimas, porque no murió ninguno de los suyos, habiendo perecido muchos de los enemigos. Hasta entonces habían tenido por cosa tan usual y tan propia suya vencer a los enemigos, que ni sacrificaban a los dioses por la victoria, sino solamente un gallo, de vuelta a la ciudad, ni se mostraban ufanos los que se habían hallado en la batalla, ni daban señales de especial alegría los que oían la noticia, y después de la célebre batalla de Mantinea, escrita por Tucídides al primero que trajo la nueva, el agasajo que le hicieron las autoridades fue mandarle del banquete común una pitanza de carne, y nada más; pero en esta ocasión, cuando después de anunciada la victoria volvió Arquidamo, no hubo quien pudiera contenerse, sino que el padre corrió a él el primero llorando de gozo, siguiéndole los demás magistrados, y la muchedumbre de los ancianos y mujeres bajó hasta el río, tendiendo las manos y dando gracias a los dioses porque Esparta había borrado su afrenta y volvía a lucirle un claro día; pues hasta este momento se dice que los hombres no habían alzado la cabeza para mirar a las mujeres, avergonzados de sus pasadas derrotas.

XXXIV.— Reedificada Mesena por Epaminondas, acudían de todas partes a poblarla sus antiguos ciudadanos, y no se atrevieron los Espartanos a disputarlo con las armas, ni pudieron impedirlo; mas indignábanse con Agesilao, porque poseyendo una provincia no menos poblada, que la Laconia, ni de menor importancia, después de haberla disfrutado largo tiempo la perdían en su reinado. Por lo mismo no admitió la paz propuesta por los Tebanos, no queriendo en las palabras reconocer como dueños de aquel país a los que en realidad lo eran; con lo que no sólo no lo recobró, sino que estuvo en muy poco que perdiese a Esparta, burlado con un ardid de guerra. En efecto: separados otra vez los de Mantinea de los Tebanos, llamaron en su auxilio a los Lacedemonios, y habiendo entendido Epaminondas que Agesilao marchaba allá, y estaba ya en camino, partió por la noche de Tegea sin que los Mantineenses lo rastreasen, encaminándose con su ejército a Lacedemonia; y faltó muy poco para que tomase por sorpresa la ciudad, que se hallaba desierta, trayendo otro camino que el de Agesilao; pero avisado éste por Eutino de Tespias, según dice Calístenes, o por un Cretense, según Jenofonte, envió inmediatamente un soldado de a caballo que lo participara a los que habían quedado en la ciudad y él mismo volvió rápidamente a Esparta. Llegaron a poco los Tebanos y, pasando el Eurotas, acometieron a la ciudad, la que defendió Agesilao con un valor extraordinario, fuera de su edad; porque no le pareció que aquel era tiempo de seguridad y precauciones como el pasado, sino más bien de intrepidez y osadía, en las que antes no había confiado, pero a las que únicamente debió ahora el haber alejado el peligro, sacándole a Epaminondas la ciudad de entre las manos, erigiendo un trofeo y haciendo ver a los jóvenes y a las mujeres unos Lacedemonios que pagaban a la patria los cuidados y desvelos de su educación. Entre los primeros, a un Arquidamo que combatía con el mayor ardimiento y que pronto, por el valor de su ánimo y por la agilidad de su cuerpo, volaba por las calles a los puntos donde se hallaba más empeñada la pelea, oponiendo por todas partes con unos pocos la mayor resistencia a los enemigos; y a un Ísadas, hijo de Fébidas, que no sólo para los ciudadanos, sino aun para los enemigos, fue un espectáculo agradable y digno de admiración, porque era de bella persona y de gran estatura, y en cuanto a edad se hallaba en aquella en que florecen más los mocitos, que es cuando hacen tránsito a contarse entre los hombres. Este, pues, desnudo de toda arma defensiva y de toda ropa, ungido con abundante aceite, salió de su casa, llevando en una mano la lanza y en la otra la espada, y abriéndose paso por entre los que combatían se metió en medio de los enemigos, hiriendo y derribando a cuantos encontraba, sin que de nadie hubiese sido ofendido, o porque hubiese parecido más que hombre a los enemigos. Por esta hazaña se dice que los Éforos primero le coronaron y luego le impusieron una multa de mil dracmas, en castigo de haberse atrevido a salir a batalla sin las armas defensivas.

XXXV.— Al cabo de pocos días tuvieron otra batalla junto a Mantinea, y cuando Epaminondas llevaba ya de vencida a los primeros, y aún acosaba y seguía el alcance, el espartano Antícrates pudo acercársele y le hirió de un bote de lanza, según lo refiere Dioscórides, aunque los Lacedemonios llaman todavía Maqueriones en el día de hoy a los descendientes de Antícrates, dando a entender que lo hirió con el alfanje. Porque fue tanto lo que le admiraron y aplaudieron por el miedo de Epaminondas si viviera, que le decretaron grandes honores y presentes, y a su posteridad le concedieron exención de tributos, la que aun disfruta en nuestros días Calícrates, uno de sus descendientes. Después de esta batalla, y de la muerte de Epaminondas, hicieron paz entre sí todos los Griegos, pero Agesilao excluyó del tratado a los Mesenios, porque no tenían ciudad. Admitiéronlos los demás, y les tomaron el juramento, y entonces se apartaron los Lacedemonios, quedando ellos solos en guerra, por la esperanza de recobrar a Mesena. Pareció, pues, Agesilao a todos con este motivo hombre violento, terco y viciado en la guerra, pues socavaba y destruía por todos los medios posibles la paz general, no obstante verse reducido, por falta de caudales, a molestar a los amigos que tenía en la ciudad, a tomar dinero a logro y a exigir contribuciones, cuando debiera hacer cesar los males de la república, pues que la ocasión le brindaba, y no perder un poder y autoridad que había venido a ser tan grande, y las ciudades amigas, la tierra y el mar, por sólo el empeño de querer recobrar a viva fuerza las posesiones y tributos de Mesena.

XXXVI.— Desacreditóse todavía mucho más poniéndose a servir al egipcio Taco; pues no creían digno de un varón que era tenido por el primero de la Grecia, y que había llenado el mundo con su fama, entregar su persona a un bárbaro rebelde a su rey y vender por dinero su nombre y su gloria, sentando plaza de mercenario y de caudillo de gente colecticia. Pues si siendo ya de más de ochenta años, y teniendo el cuerpo acribillado de heridas, hubiera vuelto a tomar aquel decoroso mando por la libertad de los Griegos, aún no habría sido del todo irreprensible su ambición y el olvido de sus años; porque aun para lo honesto y bueno deben ser propios el tiempo y la edad, y en general lo honesto en la justa medianía se diferencia de lo torpe; pero de nada de esto hizo cuenta Agesilao, ni creyó que había cargo ninguno público que debiera desdeñarse al par de vivir en la ciudad y esperar la muerte estando mano sobre mano. Recogiendo, pues, gente estipendiaria con fondos que Taco puso a su disposición, y embarcándola en transportes dio la vela, llevando consigo, como en años pasados, treinta Espartanos en calidad de consejeros.

Luego que aportó al Egipto, se apresuraron a ir a la nave los primeros generales y oficiales del Rey para ofrecérsele, siendo además grande la curiosidad y expectación de todos los Egipcios por la nombradía y fama de Agesilao; así es que todos corrieron a verle. Mas luego que no advirtieron ninguna riqueza ni aparato, sino un hombre anciano, tendido sobre la hierba en la orilla del mar, pequeño de cuerpo y sin ninguna distinción en su persona, envuelto en una mala y despreciable capa, dióles gana de reír y de burlarse, repitiendo lo que dice la fábula: «El monte estaba de parto, y parió un ratón»; pero todavía se maravillaron mucho de lo extraño de su porte cuando, habiéndole traído y presentado diferentes regalos, recibió la harina, las terneras y gansos, apartando de sí los pasteles, los postres y los ungüentos. Hiciéronle ruegos e instancias para que los recibiese, y entonces dijo a los que los traían que los entregaran a los Hilotas. Lo que dice Teofrasto haber sido muy de su gusto fue el papel de que hacían coronas, por lo ligero de éstas, y que, por lo tanto, lo pidió y alcanzó del rey al disponer su regreso.

XXXVII.— Reunido con Taco, que se hallaba disponiendo los preparativos de guerra, no fue nombrado general de todas las tropas, como lo había esperado, sino sólo de los estipendiarios; y de la armada naval, Cabrias Ateniense, siendo generalísimo de todas las fuerzas el mismo Taco. Esto fue ya lo primero que mortificó a Agesilao, a quien incomodó además el orgullo y vanidad de aquel Egipcio; mas fuele preciso sufrirlo, y con él se embarcó contra los Fenicios, teniendo que obedecerle y aguantarle, muy contra lo que pedían su dignidad y su carácter, hasta que se le presentó ocasión. Porque Nectanabis, que era sobrino de Taco, y que a sus órdenes mandaba parte de las tropas, se le rebeló, y, declarado rey por los Egipcios, envió a rogar a Agesilao que tuviera a bien auxiliarle, e igual súplica hizo a Cabrias, prometiendo a ambos magníficos presentes. Entendiólo Taco, y como les hiciese también ruegos, Cabrias tentó el conservar a Agesilao en la amistad de Taco, persuadiéndole y dándole satisfacciones; pero Agesilao le respondió de esta manera: «A ti ¡oh Cabriasí, que has venido aquí por tu voluntad, te es dado obrar según tu propio dictamen; mas yo he sido enviado como general a los Egipcios por la patria, y no puedo por mí hacer la guerra a aquellos mismos en cuyo auxilio he venido, si de la misma patria no recibo otra orden». Dicho esto envió a Esparta mensajeros que acusasen a Taco e hiciesen el elogio de Nectanabis. También los enviaron éstos para negociar con los Lacedemonios, el uno como aliado y amigo de antemano, y el otro como que les sería más agradecido y más dispuesto a servirlos. Los Lacedemonios, oídas las embajadas, a los Egipcios les respondieron en público que lo dejaban todo al cuidado de Agesilao; pero a éste le contestaron que viera de hacer lo que más útil hubiera de ser a Esparta. Con esta orden tomó consigo a sus estipendiarios y se pasó a Nectanabis, valiéndose del pretexto de la utilidad de la patria para cubrir una acción fea y reparable, pues quitando este velo, el nombre que justamente le convenía era el de traición. Los Lacedemonios, dando a lo que es útil a la patria el primer lugar en lo honesto, ni saben ni aciertan tener por justo sino lo que es en aumento de Esparta.

XXXVIII.— Abandonado Taco de los estipendiarios, huyó; pero de Mendes salió contra Nectanabis otro que fue declarado rey, y allegando cien mil hombres se presentó en la palestra. Mostrábase confiado Nectanabis, diciendo que aunque aparecía grande el número de los enemigos, eran gente colectiva y menestral, despreciable por su indisciplina; pero Agesilao le respondió que no era el número lo que temía, sino aquella misma indisciplina e impericia, que hacia muy difícil el poderlos engañar. Porque los engaños obran por medio de una cosa extraordinaria en el ánimo de los que se preparan a defenderse con conocimiento y esperanza de lo que ha de suceder; pero el que ni espera ni medita nada no da asidero a que se le haga ilusión, así como en la lucha no presenta flanco por donde entrarle el que no se mueve; y a este tiempo envió también el Mendesio quien explorara a Agesilao. Temió, pues, Nectanabis, y previniéndole Agesilao que diera cuanto antes la batalla; y no creyera que podía pelear con el tiempo contra hombres inejercitados en la guerra, que con el gran número podrían envolverle, tenerle cercado y anticipársele en muchas cosas, concibió mayor sospecha y miedo contra él, y se retiró a una ciudad ventajosamente situada y rodeada de murallas en una gran circunferencia. Sintió vivamente Agesilao y llevó muy mal que se desconfiara de él; pero, causándole vergüenza el haberse de pasar segunda vez a otro, y retirarse al fin sin hacer nada, siguió a Nectanabis y se encerró con él dentro de aquel recinto.

XXXIX.— Acercándose los enemigos y formando trincheras para poner el sitio, concibió otra vez miedo el Egipcio, y quería salir a darles batalla, en lo que estaban muy de acuerdo con él los griegos, porque en aquel terreno se carecía de víveres; pero como Agesilao no viniese en ello, y antes mostrase resistencia era todavía más insultado y denostado de los Egipcios, que le llamaban traidor al rey. Sufría con gran paciencia estas calumnias, teniendo puesta su atención en el momento en que podría usar de su inteligencia en el arte de la guerra, lo que era de este modo: Habíanse propuesto los enemigos hacer un foso profundo alrededor de las murallas para dejarlos enteramente encerrados. Pues cuando ya los dos extremos de la zanja estaban cerca, yéndose a buscar el uno al otro para ceñir en círculo a la ciudad esperando que llegara la noche y dando orden de que se armasen a los Griegos, se fue para el Egipcio, y «Esta es —le dijo— ¡oh joven! la ocasión que para no malograrla no he querido anunciar hasta que ha llegado. Los enemigos mismos han provisto a vuestra seguridad con sus manos abriendo este foso, del cual la parte ya hecha es un impedimento para su gran número, y la parte que resta nos da la proporción de pelear con una exacta igualdad contra ellos. Ea, pues: muéstrate ahora varón esforzado y, cargando impetuosamente con nosotros, sálvate a ti mismo y salva al ejército, pues los enemigos que tendremos al frente no nos resistirán, y los otros, a causa del foso, no podrán ofendernos». Maravillóse Nectanabis de la previsión de Agesilao, y puesto en medio de los Griegos acometió y rechazó fácilmente a los que se le opusieron. Cuando una vez tuvo ya Agesilao dócil y obediente a Nectanabis, lo condujo segunda vez a usar, como de una misma treta en la palestra, del mismo ardid con los enemigos. Porque ora huyendo y apareciéndose, y ora haciendo como que los perseguía, atrajo aquella muchedumbre a un sitio en que había una gran profundidad, rodeada de agua por uno y otro lado. Cerrando, pues, el medio, y ocupándolo con el frente de su batalla, arrojó sobre la muchedumbre a los enemigos que quisieron pelear, viendo que no tenían medio de envolverle y cercarle; así murieron muchos, y los que pudieron huir se dividieron y dispersaron.

XL.— Desde entonces empezaron ya los negocios del Egipcio a ir en bonanza y a ofrecer seguridad; por lo que, mostrándose aficionado y reconocido a Agesilao, le rogaba que aguardase todavía y pasase con él el invierno; pero Agesilao se propuso marchar a la guerra en que se veía la patria, sabedor de que ésta se hallaba sin recursos y tenía a su sueldo tropas extranjeras. Despidióle, pues, aquel con el mayor aprecio y agasajo, haciéndole las mayores honras y magníficos presentes y dándole para la guerra doscientos treinta talentos. Más levantóse una recia tempestad, por la que volvió a tierra con sus naves, y arrojado a un punto desierto del África, al que llaman el puerto de Menelao, allí falleció, habiendo vivido ochenta y cuatro años y reinado en Esparta cuarenta y uno, de los cuales por más de treinta fue tenido por el varón mayor y más poderoso de la Grecia, y casi reputado general y rey de toda ella hasta la batalla de Leuctras. Era costumbre de los Espartanos que cuando los particulares morían en tierra extraña quedaran y se enterraran allí sus cadáveres, y que los de los reyes fuesen llevados a Lacedemonia; así, los Espartanos que se hallaron presentes barnizaron con cera el de Agesilao, a falta de miel, y lo condujeron a Esparta. El trono lo ocupó su hijo Arquidamo, y permaneció en su descendencia, hasta Agis, a quien por tratar de restablecer el antiguo gobierno dio muerte Leónidas, siendo este Agis el quinto después de Agesilao.

POMPEYO

I.— Respecto de Pompeyo parece haberle sucedido al pueblo romano lo mismo que respecto de Heracles le sucedió al Prometeo de Esquilo, cuando viéndose desatado por él exclamó:

¡Hijo querido de enemigo padre!

porque contra ninguno de sus generales manifestaron los Romanos un odio más terrible y encarnizado que contra el padre de Pompeyo, Estrabón, durante cuya vida temieron su poder en las armas, pues era gran soldado, pero después de cuya muerte, causada por un rayo, arrojaron del féretro y maltrataron su cadáver cuando lo llevaban a darle sepultura; por otra parte, ningún Romano gozó de un amor más vehemente ni que hubiese tenido más pronto principio que Pompeyo; con ningún otro se mostró este amor más vivo y floreciente mientras le lisonjeó la fortuna, ni permaneció tampoco más firme y constante después de su desgracia. Para el odio de aquel no hubo más que una sola causa, que fue su codicia insaciable de riqueza, y para el amor de éste concurrieron muchas: su templado método de vida, su ejercicio en las armas, su elegancia en el decir, su igualdad de costumbres y su afabilidad en el trato; porque a ninguno se le pedía con menos reparo ni nadie manifestaba más placer en que se le pidiese, yendo los favores libres de toda molestia cuando los otorgaba y acompañados de cierta gravedad cuando los recibía.

II.— Su aspecto fue desde luego muy afable y le conciliaba atención aun antes que hablase; era amable con dignidad, y sin que ésta excluyese el parecer humano, y en la misma flor y brillantez de la juventud resplandeció ya lo grave y regio de sus costumbres. Además, el cabello, un poco levantado, y el movimiento compasado y blando de los ojos daban motivo más bien a que se dijese que había cierta semejanza entre su semblante y los retratos de Alejandro, que no a que se percibiese en realidad; mas por ella empezaron muchos a darle este nombre, lo que él al principio no rehusaba; pero luego se valieron de esto algunos para llamarle por burla Alejandro; hasta tal punto, que, habiendo tomado su defensa Lucio Filipo, varón consular, dijo, como por chiste, que no debía parecer extraño si se mostraba amante de Alejandro siendo Filipo. Dícese de la cortesana Flora que, siendo ya anciana, solía hacer frecuente mención de su trato con Pompeyo, refiriendo que no le era dado, habiéndose entretenido con él, retirarse sin llevar la impresión de sus dientes en los labios. Añadía a esto que Geminio, uno de los más íntimos amigos de Pompeyo, la codició y ella le hizo penar mucho en sus solicitudes, hasta que por fin tuvo que responderle que se resistía a causa de Pompeyo; que Geminio se lo dijo a éste y Pompeyo condescendió con su deseo, y de allí en adelante jamás volvió a tratarla ni verla, sin embargo de que le parecía que le conservaba amor; y finalmente, que ella no llevó este desvío como es propio a las de su profesión, sino que de amor y de pesadumbre estuvo por largo tiempo enferma. Fue tal y tan celebrada, según es fama, la hermosura de Flora, que, queriendo Cecilio Metelo adornar con estatuas y pinturas el templo de los Dioscuros, puso su retrato entre los demás cuadros a causa de su belleza. Mas, volviendo a Pompeyo: con la mujer de su liberto Demetrio, que tuvo con él gran valimiento y dejó un caudal de cuatro mil talentos, se condujo, contra su costumbre, desabrida e inhumanamente, por temor de su hermosura, que pasaba por irresistible y era también muy admirada, no se dijese que era ella la que le dominaba. Mas, sin embargo de vivir con tan excesivo cuidado y precaución en este punto, no pudo librarse de la censura de sus enemigos, sino que aun con mujeres casadas le calumniaron de que por hacerles obsequio solía usar de indulgencia y remisión en algunos negocios de la república. De su sobriedad y parsimonia en la comida se refiere este hecho memorable: estando enfermo de algún cuidado le prescribió el médico por alimento que comiese un tordo; anduviéronle buscando los de su familia y no encontraron que se vendiese en ninguna parte, porque no era tiempo; pero hubo quien dijo que lo habría en casa de Luculo, porque los conservaba todo el año, a lo que él contestó: «¿Conque si Luculo no fuera un glotón no podría vivir Pompeyo?»; y no haciendo cuenta del precepto del médico, tomó por alimento otra cosa más fácil de tenerse a la mano. Pero esto fue más adelante.

III.— Siendo todavía muy jovencito, militando a las órdenes de su padre, que hacía la guerra a Cina, tuvo a un tal Lucio Terencio por amigo y camarada. Sobornado éste con dinero por Cina, se comprometió a dar por sí muerte a Pompeyo y a hacer que otros pegasen fuego a la tienda del general. Denunciada esta maquinación a Pompeyo hallándose a la mesa, no mostró la menor alteración, sino que continuó bebiendo alegremente y haciendo agasajos a Terencio; pero al tiempo de irse a recoger pudo, sin que éste lo sintiera, escabullirse de la tienda, y poniendo guardia al padre se entregó al descanso. Terencio, cuando creyó ser la hora, se levantó y, tomando la espada, se acercó a la cama de Pompeyo, pensando que reposaba en ella, y descargó muchas cuchilladas sobre la ropa. De resultas hubo, en odio del general, grande alboroto en el campamento y conatos de deserción en los soldados, que empezaron a recoger las tiendas y tomar las armas. El general se sobrecogió con aquel tumulto y no se atrevió a salir; pero Pompeyo, puesto en medio de los soldados, les rogaba con lágrimas; y por último, tendiéndose boca abajo delante de la puerta del campamento, les servía de estorbo, lamentándose y diciendo que le pisaran los que quisieran salir, con lo que se iban retirando de vergüenza; y por este medio se logró el arrepentimiento de todos y su sumisión al general, a excepción de unos ochocientos.

IV.— Al punto de haber muerto Estrabón sufrió Pompeyo a nombre suyo a causa de malversación de los caudales públicos; y habiendo Pompeyo cogido in fraganti al liberto Alejandro, que tomaba para sí la mayor parte de ellos, dio la prueba de este hecho ante los jueces. Acusábasele, sin embargo, de tener en su poder ciertos lazos de caza y ciertos libros del botín de Ásculo. y, ciertamente, los había recibido de mano del padre cuando Ásculo fue tomado; pero los perdió después, con motivo de que, al volver Cina a Roma, los de su guardia allanaron la casa de Pompeyo y la robaron. Tuvo durante el juicio diferentes confrontaciones con el acusador, en las que, habiéndose mostrado más expedito y firme de lo que su edad prometía, se granjeó grande opinión y el favor de muchos: tanto, que Antistio, que era el pretor y ponente de la causa, se aficionó de él y ofreció darle su hija en matrimonio, tratando de ello con sus amigos. Admitió Pompeyo la proposición, y aunque los capítulos se hicieron en secreto no se ocultó a los demás el designio, en vista de la solicitud de Antistio. Finalmente, al publicar éste la sentencia de los jueces, que era absolutoria, el pueblo, como si fuese cosa convenida, prorrumpió en la exclamación usada por costumbre con los que se casan, diciendo: ¡Talasio! Dícese haber sido el origen de esta costumbre el siguiente: Cuando en ocasión de haber venido a Roma, al espectáculo de unos juegos, las hijas de los Sabinos, las robaron para mujeres los más esforzados y valientes de los Romanos, algunos pastores, vaqueros y otra gente oscura llevaban también robada a una doncella, ya en edad y sumamente hermosa. Estos, para que alguno de los más principales con quien pudieran encontrar se no se la quitara, iban corriendo y gritando a una voz: «A Talasio». Era este Talasio uno de los jóvenes más conocidos y estimados, por lo que los que oían su nombre aplaudían y gritaban, como regocijándose y celebrando el hecho; y de aquí dicen que provino, por cuanto aquel matrimonio fue muy feliz para Talasio, el que por fiesta se dirija esta exclamación a los que se casan. Esta es la historia más probable de cuantas corren acerca de la exclamación de Talasio. De allí a pocos días casó Pompeyo con Antistia.

V.— Marchó entonces en busca de Cina a su campamento; pero habiendo concebido temor con motivo de cierta calumnia, muy luego se ocultó y se quitó de delante. Como no se supiese de él, corrió en el campamento la hablilla de que Cina había dado muerte a aquel joven. Con esto, los que ya antes le miraban con aversión y odio se armaron contra él; dio a huir, y, habiéndole alcanzado un capitán que le perseguía con la espada desnuda, se echó a sus pies y le presentó su anillo, que era de gran valor; pero contestándole el capitán con gran desdén: «Yo no vengo a sellar ninguna escritura, sino a castigar a un abominable e inicuo tirano», le pasó con la espada. Muerto de esta manera Cina, entró en su lugar y se puso al frente de los negocios Carbón, tirano todavía más furioso que aquel; así es que Sila, que ya se acercaba, era deseado de los más, a causa de los malos presentes, por los que miraban como un bien no pequeño la mudanza de dominador: ¡a tal punto habían traído a Roma sus desgracias, que ya no buscaba sino una esclavitud más llevadera, desconfiando de ser libre!

VI.— Hizo entonces mansión Pompeyo en el campo Piceno de la Italia, por tener allí posesiones y por hallarse muy bien en aquellas ciudades, cuyo afecto y estimación parecía haber heredado de su padre. Mas viendo que los ciudadanos de mayor distinción y autoridad abandonaban sus casas y de todas partes acudían como a un puerto al campo de Sila, no tuvo por digno de sí el presentarse con trazas de fugitivo, sin contribuir con nada y como mendigando auxilio, sino más bien con dignidad y con alguna fuerza, como quien va a hacer favor, para lo que iba echando especies, a fin de atraer a los Picenos. Oíanle éstos con gusto, al mismo tiempo que no hacían caso de los que venían de parte de Carbón; y como un tal Vedio dijese por desprecio que de la escuela se les había aparecido de repente el brillante orador Pompeyo, de tal modo se irritaron, que cayendo repentinamente sobre él le dieron muerte. Con esto, Pompeyo, a los veintitrés años de edad, sin que nadie le hubiese nombrado general, dándose el mando a sí mismo, puso su tribunal en la plaza de la populosa ciudad de Auximo, y dando orden por edicto a los hermanos Ventidios, ciudadanos de los más principales, que favorecían el partido de Carbón, para que saliesen del pueblo, reclutó soldados, nombrando por el orden de la milicia capitanes y tribunos, y recorrió las ciudades de la comarca ejecutando otro tanto. Retirábanse y cedían el puesto cuantos eran de la facción de Carbón, con lo que, y con presentársele gustosos todos los demás, en muy breve tiempo formó tres legiones completas, y surtiéndolas de víveres, de acémilas y de carros y de todo lo demás necesario, marchó en busca de Sila, no precipitadamente ni procurando ocultarse, sino deteniéndose en la marcha, con el fin de molestar a los enemigos, y tratando en todos los puntos de Italia adonde llegaba de apartar a los naturales del partido contrario.

VII.— Marcharon, pues, contra él a un tiempo tres caudillos enemigos, Carina, Clelio y Bruto, no de frente todos, ni juntos, sino formando una especie de círculo con sus divisiones, como para echarle mano; pero él no se intimidó, sino que, llevando reunidas todas sus fuerzas, cargó contra sola la división de Bruto con la caballería, al frente de la cual se puso. Vino también a oponérsele la caballería enemiga de los Galos, y, adelantándose a herir con la lanza al primero y más esforzado de éstos acabó con él. Volvieron caras los demás, y desordenaron la infantería, dando todos a huir; y como de resultas se indispusiesen entre sí los tres caudillos, se retiraron por donde cada uno pudo. Acudieron entonces las ciudades a Pompeyo en el supuesto de que había nacido de miedo la dispersión de los enemigos. Dirigióse también contra él el cónsul Escipión; pero antes de que los dos ejércitos hubiesen empezado a hacer uso de las lanzas, saludaron los soldados de Escipión a los de Pompeyo, se pasaron a su bando, y aquel huyó. Finalmente, habiendo colocado el mismo Carbón grandes partidas de caballería a las orillas del río Arsis, acometiéndolas y rechazándolas vigorosamente fue persiguiéndolas hasta encerrarlas en lugares ásperos, donde no podía obrar la caballería, por lo cual, considerándose sin esperanzas de salvación, se le entregaron con armas y caballos.

VIII.— Todavía no tenía Sila noticia de estos sucesos; pero al primer rumor que le llegó de ellos, temiendo por Pompeyo, rodeado de tantos y tan poderosos generales enemigos, se apresuró a ir en su socorro. Cuando Pompeyo supo que se hallaba cerca, dio orden a los jefes de que pusieran sobre las armas y acicalaran sus tropas, a fin de que se presentasen con gallardía y brillantez ante el emperador, porque esperaba de él grandes honras; pero aún las recibió mejores; pues luego que Sila le vio venir, y a su tropa que le seguía, con un aire imponente, y que no se mostraba alegre y ufano con sus triunfos, se apeó del caballo, y siendo, como era justo, saludado emperador, hizo la misma salutación a Pompeyo, cuando nadie esperaba que a un joven que todavía no estaba inscrito en el Senado le hiciera Sila participante de un nombre por el que hacía la guerra a los Escipiones y a los Marios. Todo lo demás correspondió y guardó conformidad con este primer recibimiento, levantándose cuando llegaba Pompeyo y descubriéndose la cabeza, distinciones que no se le veía fácilmente hacer con otros, sin embargo de que tenía a su lado a muchos de los principales ciudadanos. Mas no por esto se ensoberbeció Pompeyo, sino que, enviado por el mismo Sila a la Galia, de la que era gobernador Metelo, y donde parecía que éste no hacía cosa que correspondiese a las fuerzas con que se hallaba, dijo no ser puesto en razón que a un anciano que tanto le precedía en dignidad se le quitara el mando; pero que si Metelo venía en ello y lo reclamaba, por su parte estaba dispuesto a hacer la guerra y auxiliarle. Prestóse a ello Metelo, y habiéndole escrito que fuese, desde luego que entró en la Galia empezó a ejecutar por sí brillantes hazañas, y fomentó y encendió otra vez en Metelo el carácter guerrero y resuelto que estaba ya apagado por la vejez, al modo que se dice que el metal derretido y liquidado a la lumbre, si se vacía sobre el compacto y frío, pone en él mayor encendimiento y calor que el mismo fuego. Mas así como de un atleta que se distingue entre todos y ha dado fin glorioso a todos sus combates no se refieren las victorias pueriles, ni se les da la menor importancia, de la misma manera, con haber sido brillantes en sí los hechos de Pompeyo en aquella época, habiendo quedado enterrados bajo la muchedumbre y grandeza de los combates y guerras que vinieron después, no nos atrevemos a moverlos, no sea que, deteniéndonos demasiado en los principios, nos falte después tiempo para insignes hazañas y sucesos que más declaran el carácter y costumbres de este esclarecido varón.

IX.— Después que Sila sujetó a toda la Italia, y se le confirió la autoridad de dictador, dio recompensas a los demás jefes y caudillos, haciéndolos ricos, y promoviéndolos a las magistraturas, y agraciándolos larga y generosamente con lo que cada uno codiciaba; pero prendado particularmente de Pompeyo por su valor, y juzgando que podría ser un grande apoyo para sus intentos, procuró con grande empeño introducirle en su familia. Ayudado, pues, con los consejos de su mujer, Metela, hace condescender a Pompeyo en que repudie a Antistia y se case con Emilia, entenada del mismo Sila, como hija de Metela y Escauro, casada ya con otro, y que a la sazón se hallaba en cinta. Era, por tanto, tiránica la disposición de este matrimonio, y más propia de los tiempos de Sila que conforme con la conducta de Pompeyo, a quien se hacia traer a Emilia a su casa en cinta de otro, y arrojar de ella a Antistia ignominiosa y cruelmente; y más cuando por él acababa entonces de quedarse sin padre: porque habían dado muerte a Antistio en el Senado por parecer que promovía los intereses de Sila a causa de Pompeyo; y, además, la madre, cuando llegó a entender semejantes designios, voluntariamente se quitó la vida; de manera que se agregó esta desgracia a la tragedia de tales bodas; y también por complemento la de haber muerto Emilia de sobreparto en casa de Pompeyo.

X.— Llegaron en esto nuevas de que Perpena se había apoderado de la Sicilia, haciendo de aquella isla un punto de apoyo para los que habían quedado de la facción contraria, mientras que Carbón daba también calor por aquella parte con la armada; Domicio había pasado al África, y acudían hacia el mismo punto todos los desterrados de importancia, que con la fuga se habían podido libertar de la proscripción. Fue, pues, contra ellos enviado Pompeyo con grandes fuerzas, y Perpena al punto le abandonó la Sicilia. Halló las ciudades muy quebrantadas, y las trató con suma humanidad, a excepción solamente de la de los Mamertinos de la Mesena: pues como recusasen su tribunal y su jurisdicción, inhibidos, decían, por una ley antigua de Roma: «¿No cesaréis —les respondió— de citarnos leyes, viendo que ceñimos espada?». Parece asimismo que insultó con poca humanidad a los infortunios de Carbón, pues si era preciso, como lo era, quizá, el quitarle la vida, debió ser luego que se le prendió, y entonces la odiosidad recaería sobre el que lo había mandado; pero él hizo que le presentaran aprisionado a un ciudadano romano que había sido tres veces cónsul, y colocándolo delante del tribunal, sentado en su escaño le condenó, con disgusto e incomodidad de cuantos lo presenciaron. Después mandó que, quitándose de allí, le diesen muerte; cuéntase que, después de retirado, cuando vio ya la espada levantada, pidió que le permitieran apartarse un poco y le dieran un breve instante para hacer cierta necesidad corporal. Gayo Opio, amigo de César, refiere que Pompeyo trató con igual inhumanidad a Quinto Valerio: pues teniendo entendido que era hombre instruido como pocos, y muy dado al estudio, luego que se lo presentaron le saludó y se pusieron a pasear juntos; y cuando ya le hubo preguntado y aprendido de él lo que deseaba saber, dio orden a los ministros que se le llevaran de allí y le quitaran de en medio; pero a Opio, cuando habla de los enemigos o de los amigos de César, es necesario oírle con gran desconfianza; y en esta parte, Pompeyo, a los más ilustres entre los enemigos de Sila, que constaba públicamente haber sido presos, no pudo menos de castigarlos; pero de los demás, pudiendo hacer otro tanto, disimuló con muchos que lograron mantenerse ocultos, y aun a algunos les dio puerta franca. Teniendo resuelto escarmentar a la ciudad de los Himerios, que habían estado con los enemigos, pidió el orador Estenis permiso para hablarle, y le dijo que no obraría en justicia si, dejando libre al que era la causa, perdía a los que en nada habían delinquido. Preguntóle Pompeyo quién era el que decía ser causa; y como le respondiese que él mismo, pues a los amigos los había persuadido y a los enemigos los había obligado, prendado Pompeyo de su franqueza y su determinación, le absolvió y dio por libre a él primero, y después a todos los demás. Habiendo oído que los soldados cometían insultos por los caminos, les selló las espadas y castigó al que no conservara el sello.

XI.— Sosegadas y arregladas de este modo las cosas de Sicilia, recibió un decreto del Senado y cartas de Sila en que le mandaba navegar al África y hacer poderosamente la guerra a Domicio, que había allegado mayores fuerzas que aquellas con que poco antes había pasado Mario del África a Italia y, convertido de desterrado en tirano, había puesto en confusión a la república. Haciendo, pues, Pompeyo con la mayor celeridad sus preparativos, dejó por gobernador de la Sicilia a Memio, marido de su hermana, y él zarpó del puerto con ciento veinte naves de guerra y ochocientos transportes, en que conducía las provisiones, las armas arrojadizas, los caudales y las máquinas. Cuando parte de las naves tomaban puerto en Utica, y parte en Cartago, siete mil de los enemigos, abandonando el otro partido, se le pasaron. Las fuerzas que él llevaba eran seis legiones completas. Cuéntase haberle allí sucedido una cosa graciosa: algunos soldados, dando por casualidad con un tesoro, se hicieron con bastante dinero, y como este encuentro se hubiese divulgado, les pareció a todos los demás que el sitio aquel estaba lleno de caudales, que los Cartagineses habían en él depositado en el tiempo de sus infortunios. Por tanto, en muchos días no pudo Pompeyo hacer carrera con los soldados, ocupados en buscar tesoros, y lo que hacía era irse donde estaban y reírse de ver a tantos millares de hombres cavar y revolver todo aquel terreno; hasta que, desesperados, ellos mismos le pidieron que los llevara donde gustase, pues que ya habían pagado la pena merecida de su necedad.

XII.— Preparóse Domicio para el combate, queriendo poner delante de sí un barranco áspero y difícil de pasar; pero como desde la madrugada empezase a caer copiosa lluvia con viento, se detuvo, y, desconfiando de que pudiera ser en aquel día la batalla, la orden para la retirada. Pompeyo, por el contrario, creyó ser aquel el momento oportuno, y, marchando con rapidez, pasó el barranco; con lo que, sorprendidos en desorden los enemigos, no pudieron hacer frente todos en unión, y aun el viento continuaba dándoles con el agua de cara. No dejó, sin embargo, de incomodar también a los Romanos aquella tempestad, porque no les permitía verse bien unos a otros, y el mismo Pompeyo estuvo para perecer por no ser conocido, a causa de que, habiéndole preguntado uno de sus soldados la seña, tardó en responder. Mas rechazaron con gran mortandad a los enemigos, pues se dice que, de veinte mil, sólo tres mil pudieron huir, y a Pompeyo le proclamaron emperador; pero como éste no quisiese admitir aquella distinción mientras se mantuviera enhiesto el campamento de los enemigos, diciéndoles que para que le tuviesen por digno de aquel título, era preciso que antes lo derribaran, al punto se arrojaron sobre el valladar, peleando Pompeyo sin casco, por temor de que le sucediera lo que antes. Tomóse, pues, el campamento, pereciendo allí Domicio. De las ciudades, unas se sometieron inmediatamente y otras fueron tomadas por la fuerza. Tomó también cautivo al rey Hiarbas, que auxiliaba a Domicio, y dio su reino a Hiempsal. Sacando partido de la buena suerte y del denuedo de sus tropas, invadió la Numidia, y haciendo por ella muchos días de marcha sujetó a cuantos se le presentaron; con lo que, volviendo a dar tono y fuerza al terror y miedo con que aquellos bárbaros miraban antes a los Romanos, que ya se había debilitado, dijo que ni las fieras que habitaban el África se habían de quedar sin probar el valor y la fortuna de los Romanos. Dióse, pues, a la caza de leones y elefantes por algunos días, y en solos cuarenta derrotó a los enemigos, sujetó al África y dispuso de reinos, teniendo entonces veinticuatro años.

XIII.— A. su regreso a Utica se encontró con cartas de Sila en que le prevenía que despachara el resto, del ejército y con una sola legión esperara allí al pretor, que iba a sucederle. No dejó de causarle novedad semejante orden, y se desazonó con ella interiormente; el ejército, por su parte, se disgustó muy a las claras, y rogándoles Pompeyo que marchasen, prorrumpieron en expresiones ofensivas contra Sila, y a aquel le dijeron que de ningún modo le abandonarían y permitirían que se confiase de un tirano. Procuró Pompeyo al principio sosegarlos y tranquilizarlos; pero cuando vio que no se aquietaban bajó de la tribuna y quiso retirarse a su tienda desconsolado y lloroso; pero ellos, conteniéndole, le volvieron a colocar en la tribuna, y se perdió gran parte del día pidiéndole los soldados que permaneciera y los mandase, y rogándoles él que obedecieran y no se sublevasen; hasta que, instándole y gritándole todavía, les juró que se daría muerte si continuaban en hacerle violencia, y aun así con dificultad los aquietó. El primer aviso que tuvo Sila fue de haberse sublevado Pompeyo, y dijo a sus amigos: «Está visto que es hado mío, siendo viejo, tener que lidiar lides de mozos», aludiendo a Mario, que, siendo muy joven, le dio mucho en que entender y puso en gravísimos riesgos. Mas cuando supo la verdad, y observó que todos recibían y acompañaban a Pompeyo con demostraciones de amor y benevolencia, corriendo a obsequiarle se propuso excederlos. Salió, pues, a recibirle, y, abrazándole con la mayor fineza, le llamó Magno en voz alta, y dio orden a los que allí se hallaban de que le saludaran de la misma manera; y magno quiere decir grande. Otros son de sentir que esta salutación le fue dada la primera vez por el ejército en el África, y que adquirió mayor fuerza y consistencia confirmada por Sila. Como quiera, él fue el último que al cabo de mucho tiempo, cuando fue enviado de procónsul a España contra Sertorio, empezó a darse en las cartas y en los edictos la denominación de Pompeyo Magno, porque ya no era odiosa, a causa de estar muy admitida en el uso, y más bien son de apreciar y admirar los antiguos Romanos, que condecoraban con estos títulos y sobrenombres no sólo los ilustres hechos de armas, sino también las acciones y virtudes políticas, habiendo sido el mismo pueblo el que dio a dos el nombre de Máximos, que quiere decir muy grande: a Valerio, por su reconciliación con el Senado, que estaba en oposición con él, y a Fabio Rulo, porque, ejerciendo la censura, a algunos ricos que siendo de condición libertina se habían hecho inscribir en el Senado los arrojó ignominiosamente de él.

XIV.— Pidió Pompeyo por estos últimos sucesos el triunfo, y fue Sila el que le hizo oposición, pues la ley no lo concede sino al cónsul o al pretor, y a ningún otro; por lo mismo el primero de los Escipiones, que consiguió en España de los Cartagineses más señaladas victorias, no pidió el triunfo, porque no era ni cónsul ni pretor; decía, pues, que si entraba triunfante en la ciudad Pompeyo, que todavía era imberbe, y por razón de la edad no tenía cabida en el Senado, se harían odiosos: en el mismo Sila la autoridad, y en Pompeyo este honor. De este modo le hablaba Sila para que entendiera que no se lo consentiría, sino que le sería contrario y reprimiría su temeridad si no desistía del intento. Mas no por esto cedió Pompeyo, sino que previno a Sila observase que más son los que saludan al Sol en su oriente que en su ocaso, dándole a entender que su poder florecía entonces y el de Sila iba decreciendo y marchitándose. No lo percibió bien Sila, y observando por los semblantes y el gesto de los que lo habían oído que les había causado admiración, preguntó qué era lo que había dicho, e informado, aturdiéndose de la resolución de Pompeyo, dijo por dos veces seguidas: «que triunfe, que triunfe». Como otros muchos mostrasen también disgusto e incomodidad, queriendo Pompeyo —según se dice— mortificarlos más, intentó ser conducido en la pompa en carro tirado por cuatro elefantes, porque en la presa había traído muchos del África, de los que pertenecían al rey; pero por ser la puerta más estrecha de lo que era menester, abandonó esta idea y hubo de contentarse con caballos. No habían los soldados conseguido todo lo que se habían imaginado, y como por esto tratasen de revolver y alborotar, dijo que nada le importaba y que antes dejaría el triunfo que usar con ellos de adulación y bajeza. Entonces Servilio, varón muy principal y uno de los más se habían opuesto al triunfo de Pompeyo: «Ahora veo —dijo— que Pompeyo es verdaderamente grande y digno del triunfo», Es bien claro que si hubiera querido habría alcanzado fácilmente ser del Senado, sino que, como dicen, quiso sacar lo glorioso de lo extraordinario; porque no habría tenido nada de maravilloso el que antes de la edad hubiera sido senador, y era mucho más brillante haber triunfado antes de serlo; y aun esto mismo contribuyó no poco para aumentar hacia él el amor y benevolencia de la muchedumbre, porque mostraba placer el pueblo de verle después del triunfo contado entre los del orden ecuestre.

XV.— Consumíase Sila viendo hasta qué punto de gloria y de poder subía Pompeyo; pero no atreviéndose por pundonor a estorbarlo, se mantuvo en reposo. Sólo hizo excepción cuando por fuerza y contra su voluntad promovió Pompeyo al Consulado a Lépido, trabajando por él en los comicios y ganándole por su grande influjo el favor del pueblo; porque entonces, viendo Sila que se retiraba de la plaza con grande acompañamiento, «Observo —le dijo— ¡oh joven! que vas muy contento con la victoria; ¿y cómo no con la grande y gloriosa hazaña de haber hecho designar cónsul antes de Cátulo, el mejor de los hombres, a Lépido, el más malo? Pero cuidado no te duermas y dejes de estar solícito sobre los negocios, porque te has preparado un rival más fuerte que tú». Pero donde más principalmente declaró Sila que no estaba bien con Pompeyo fue en el testamento que otorgó: porque haciendo mandas a los demás amigos y nombrándolos tutores de su hijo, ninguna mención hizo de Pompeyo. Llevólo éste, sin embargo, con gran moderación y política; tanto que, habiéndose opuesto Lépido y algunos otros a que el cadáver se sepultara en el Campo Marcio y a que la pompa se hiciera en público, tomó el negocio de su cuenta y concilió al entierro gloria y seguridad al mismo tiempo.

XVI.— No bien había fallecido Sila, cuando se vio cumplida aquella profecía porque queriendo Lépido subrogarse en su autoridad, al punto, sin andar en rodeos ni buscar pretextos, echó mano a las armas, poniendo en movimiento y acción los restos corrompidos de las turbaciones pasadas, que habían escapado de las manos de Sila. Su colega Cátulo, a quien estaba unido lo más justo y lo más sano del Senado y del pueblo, en opinión de prudencia y de justicia era entonces el mayor de los Romanos, pero parecía más propio para el mando político que para el mando militar. Reclamando, pues, los negocios mismos la mano de Pompeyo, no dudó por largo tiempo adónde se aplicaría, sino que se declaró por los hombres de probidad y se le nombró general contra Lépido; éste ya había puesto a sus órdenes gran parte de la Italia y se había apoderado de la Galia Cisalpina por medio del ejército de Bruto. En todos los demás puntos venció fácilmente Pompeyo luego que marchó con sus tropas; pero en Módena de la Galia se detuvo al frente de Bruto largo tiempo, durante el cual, cayendo Lépido sobre Roma, y acampándose a sus puertas, pedía el segundo consulado, infundiendo terror con un gran tropel de gente a los ciudadanos que estaban dentro; mas disipó este miedo una carta de Pompeyo, de la que aparecía que sin batalla había acabado la guerra, porque Bruto, o entregando él mismo su ejército, o habiéndole hecho éste traición, mudó de partido, puso su persona a disposición de Pompeyo, y con escolta que se le dio de caballería se retiró a una aldea, orillas del Po, donde sin mediar más que un día se le quitó la vida, habiendo Pompeyo enviado allá a Geminio. Acerca de esto se hacían grandes cargos a Pompeyo, pues habiendo escrito al Senado, inmediatamente después de la mudanza de Bruto, en términos de significar que éste voluntariamente se le había pasado, envió después otra carta, en la que, verificada ya la muerte de Bruto, le acusaba. Hijo era de éste el otro Bruto que con Casio dio muerte a César, varón del todo semejante al padre en cuanto a saber hacer la guerra y saber morir, como lo decimos en su Vida. Lépido, de resultas, huyó sin detención de la Italia, retirándose a Cerdeña, donde enfermó y murió de pesadumbre, no por el estado de los negocios, según dicen, sino por haber dado con un billete, por el que se enteró de cierta infidelidad de su mujer.

XVII.— Ocupaba la España Sertorio, caudillo en nada parecido a Lépido, e infundía temor a los Romanos, por haber refundido en él, como en última calamidad, las guerras civiles. Había hecho desaparecer a muchos generales de los de menor cuenta, y entonces traía fatigado a Metelo Pío, varón respetable y buen militar, pero tardo ya por la vejez para aprovechar las ocasiones de la guerra, e inferior al estado de los negocios, en los que se le anticipaba siempre la velocidad y presteza de Sertorio, que le acometía inopinadamente y al modo de los salteadores, molestando con celadas y correrías a un atleta hecho a combates reglados y a un general de tropas de línea acostumbradas a lidiar a pie firme. Teniendo, pues, Pompeyo en aquella sazón un ejército a sus órdenes, andaba negociando que se le diera la comisión de ir en auxilio de Metelo; y sin embargo de habérselo mandado Cátulo, no lo disolvió, sino que se mantuvo en armas alrededor de Roma, buscando siempre algún pretexto, hasta que por fin se le dio el apetecido mando a propuesta de Lucio Filipo. Dícese que, preguntando uno entonces en el Senado, con admiración, a Filipo, si realmente era de sentir de que se enviase a Pompeyo por el cónsul, respondió: «Yo por el cónsul, no, sino por los cónsules», dando a entender que ambos cónsules eran inútiles para el caso.

XVIII.— No bien hubo tocado Pompeyo en España, excitó en los naturales, como sucede siempre a la fama de un nuevo general, otras esperanzas, y conmovió y apartó de Sertorio entre aquellas gentes todo lo que no le estaba firmemente unido. Sertorio, en tanto, usaba contra él de un lenguaje arrogante, diciendo con escarnio que para aquel mozuelo no necesitaba más que de la palmeta y los azotes, si no fuera porque tenía miedo a aquella vieja —aludiendo a Metelo—; sin embargo, temía realmente a Pompeyo, y precaviéndose con sumo cuidado hacía ya la guerra con más tiento y seguridad; porque, de otra parte, Metelo —cosa que nadie habría pensado— se había rebajado en su conducta, entregándose con exceso a los placeres, con lo que repentinamente habla habido también en él una grande mudanza con respecto al fausto y al lujo; de manera que esto mismo dio mayor estimación y gloria a Pompeyo, por cuanto todavía hizo más sencillo su método de vida, que nunca había necesitado de grandes prevenciones, siendo por naturaleza sobrio y muy arreglado en sus deseos. En esta guerra, que tomaba mil diferentes formas, ninguna cosa mortificó más a Pompeyo que la toma de Laurón por Sertorio, porque cuando creía que le tenía envuelto, y aun se jactaba de ello, se encontró repentinamente con que él era quien estaba cercado; y como, por tanto, temía el moverse, tuvo que dejar arder la ciudad a su presencia y ante sus mismos ojos. Mas habiendo vencido junto a Valencia, a Herenio y Perpena, generales que habían acudido a unirse con Sertorio y militaban con él, les mató más de diez mil hombres.

XIX.— Engreído con este suceso, y deseoso de que Metelo no tuviese parte en la victoria, se dio priesa a ir en busca del mismo Sertorio. Alcanzóle junto al río Júcar al caer ya la tarde, y allí trabaron la batalla, temerosos de que sobreviniese Metelo, para pelear solo el uno, y el otro para pelear con uno sólo. Fue indeciso y dudoso el término de aquel encuentro, porque venció alternativamente una de las alas de uno y otro; pero en cuanto a los generales, llevó lo mejor Sertorio, porque puso en huída el ala que le estuvo opuesta. A Pompeyo le acometió desmontado un hombre alto de los de caballería, y habiendo venido ambos al suelo a un tiempo, al volver a la lid pararon en las manos de uno y otro los golpes de las espadas, aunque con suerte desigual, porque Pompeyo apenas fue lastimado, pero al otro le cortó la mano. Cargaron entonces muchos sobre él, estando ya en fuga sus tropas, y se salvó maravillosamente por haber abandonado a los enemigos su caballo, adornado magníficamente con jaeces de oro de mucho valor; porque enredados los enemigos en la partición y altercando sobre ella, le dieron lugar para huir. A la mañana siguiente volvieron ambos a la batalla con ánimo de hacer que se declarase la victoria; pero como sobreviniese Metelo, se retiró Sertorio, dispersando su ejército; porque éste era su modo de retirarse, y luego volvía a reunirse la gente; de manera que muchas veces andaba errante Sertorio solo, y muchas veces volvía a presentarse con ciento cincuenta mil hombres, a manera de torrente que repentinamente crece. Pompeyo, cuando después de la batalla salió al encuentro a Metelo y estuvieron ya cerca, dio orden de que se le rindieran a éste las fasces, acatándole como preferente en honor; pero Metelo lo resistió, porque en todo se conducía perfectamente con él, no arrogándose superioridad alguna ni por consular ni por más anciano. Solamente cuando acampaban juntos, la señal se daba a todos por Metelo; pero por lo común acampaban separados, contribuyendo a que tuvieran que estar distantes la calidad del enemigo, que usaba de diferentes artes, y, siendo diestro en aparecerse repentinamente por muchos lados, obligaba a mudar también los géneros de combate; tanto, que, por último, interceptándoles los víveres, saqueando y talando el país y haciéndose dueño del mar, los arrojó de la parte de España que le estaba sujeta, precisándolos a refugiarse en otras provincias por carecer absolutamente de provisiones.

XX.— Había Pompeyo empleado y consumido la mayor parte de su caudal en aquella guerra; pedía, por tanto, fondos al Senado, diciendo que se retiraba a Italia con el ejército si no se le enviaban. Hallábase entonces de cónsul Luculo, y aunque estaba mal con Pompeyo y ambicionaba para sí la Guerra Mitridática, puso empeño en que se mandaran los fondos que reclamaba por temor de que se diera este pretexto a Pompeyo, que deseaba retirarse de la guerra de Sertorio y tenía vuelto el ánimo a la de Mitridates, en que le parecía haber mayor gloria y ser éste enemigo más domeñable. Muere en tanto Sertorio asesinado vilmente por sus amigos, de los cuales Perpena, que había sido el principal autor de esta traición, quiso seguir sus mismos planes valiéndose de las mismas fuerzas y los mismos medios, pero sin igual capacidad para usar de ellos. Acudió, pues, al punto Pompeyo, y sabedor de que Perpena no obraba con la mayor seguridad, le presentó por cebo en la llanura diez cohortes con orden de que se dispersaran; y como aquel diese sobre ellas y las persiguiese, presentóse él con todas sus tropas, y trabando batalla concluyó con todo, quedando muertos en el campo de batalla los más de los caudillos. A Perpena lo llevaron a su presencia, y le mandó quitar la vida, no con ingratitud y olvido de lo ocurrido en Sicilia, como le acusan algunos, sino conduciéndose con la mayor prudencia y tomando un partido que fue la salud de la república, porque habiéndose apoderado Perpena de la correspondencia de Sertorio mostraba cartas de los principales personajes de Roma que, queriendo trastornar el sistema vigente y mudar el gobierno, llamaban a Sertorio a la Italia. Temeroso, pues, Pompeyo con este motivo de que se suscitaran otras guerras mayores que las apaciguadas, quitó de en media a Perpena y quemó las cartas sin haberlas leído.

XXI.— Deteniéndose después de esto todo el tiempo necesario para apaciguar las mayores alteraciones y sosegar y componer las discordias y desavenencias que aún ardían, restituyó el ejército a Italia, llegando por fortuna cuando estaba en su mayor fuerza la guerra civil. Por lo mismo, Craso precipitó, no sin riesgos, la batalla, y le favoreció la suerte, habiendo muerto en la acción doce mil trescientos hombres de los enemigos. Mas con esto mismo la fortuna halló medio de introducir a Pompeyo en la victoria, porque cinco mil que huyeron de la batalla dieron con él, y habiendo acabado con todos escribió al Senado, por un mensajero que anticipó, que Craso había vencido en la batalla campal a los gladiadores, pero que él había arrancado la guerra de raíz; cosa que, por el amor que le tenían, escuchaban y repetían con gusto los Romanos, al mismo tiempo que ni por juego podía haber quien dijese que la gloria de la España y Sertorio eran de otro que de Pompeyo. En medio de todos estos honores y la expectación en que en cuanto a él se estaba, había la sospecha y receló de que no despediría al ejército, sino que por medio de las armas y el mando de uno solo marcharía en derechura al gobierno de Sila; así, no eran menos los que por amor corrían a él y le salían al encuentro en el camino que los que por miedo hacían otro tanto. Disipó luego Pompeyo este temor diciendo que dejaría el mando del ejército después del triunfo; pero a los malcontentos aún les quedó un solo asidero para sus quejas, y fue decir que se inclinaba más a la plebe que al Senado, y que habiendo Sila destruido la dignidad de aquella, él trataba de restablecerla para congraciarse con la muchedumbre; lo que era verdad. Porque no habla cosa que más violentamente amase el pueblo Romano, ni que más desease, que volver a ver restablecida aquella magistratura; así, Pompeyo tuvo a gran dicha el que se le presentase la oportunidad de esta disposición; como que no habría encontrado otro favor con que recompensar el amor de los ciudadanos si otro se le hubiera adelantado en éste.

XXII.— Decretados que le fueron el segundo triunfo y el consulado, no era por esto por lo que parecía extraordinario y digno de admiración, sino que se tomaba por prueba de su superior poderío el que Craso, varón el más rico de cuantos entonces estaban en el gobierno, el más elegante en el decir y el de mayor opinión, que miraba con desdén a Pompeyo y a todos los demás, no se atrevió a pedir el consulado sin valerse de la intercesión de Pompeyo, cosa en que éste tuvo el mayor placer, porque hacía tiempo deseaba hacerle algún servicio u obsequio; así es que se encargó de ello con ardor, y habló al pueblo, manifestándole que no sería menor su gratitud por el colega que por la misma dignidad. Sin embargo, nombrados cónsules, en todo estuvieron discordes y se contradijeron el uno al otro. En el Senado tenía mayor influjo Craso, pero con la plebe era mayor el poder de Pompeyo, porque le restituyó el tribunado, y no hizo alto en que por ley se volviesen entonces los juicios a los del orden ecuestre: pero el espectáculo más grato que dio a los Romanos fue el de sí mismo cuando pidió la licencia del servicio militar. Es costumbre entre los Romanos, en cuanto a los del orden ecuestre que han servido el tiempo establecido por ley, que lleven a la plaza su caballo a presentarlo a los dos ciudadanos que llaman censores, y que haciendo la enumeración de los pretores o emperadores a cuyas órdenes han militado, y dando las cuentas de sus mandos, se les dé el retiro, y allí se distribuye el honor o la ignominia que corresponde a la conducta de cada uno. Ocupaban entonces el tribunal en toda ceremonia los censores Gelio y Léntulo para pasar revista a los caballeros. Vióse desde lejos a Pompeyo que venía a la plaza con el séquito e insignias que correspondían a su dignidad, pero trayendo él mismo del diestro su caballo. Luego que estuvo cerca y a la vista de los censores, dio orden a los lictores de que hicieran paso, y condujo el caballo ante el tribunal. Estaba todo el pueblo admirado y en silencio, y los mismos censores sintieron con su vista un gran placer mezclado de vergüenza. Después, el más anciano le dijo: «Te pregunto ¡oh Pompeyo Magno! si has hecho todas las campañas según la ley». Y Pompeyo en alta voz: «Todas —le respondió—, y todas las he hecho a las órdenes de mí mismo como emperador». Al oír esto el pueblo levantó gran gritería, y ya no fue posible contener por el gozo aquella algazara, sino que levantándose los censores le acompañaron a su casa, complaciendo en esto a los ciudadanos, que seguían y aplaudían.

XXIII.— Cuando ya estaba cerca de expirar el consulado de Pompeyo, y en el mayor aumento su desavenencia con Craso, un tal Gayo Aurelio, que pertenecía al orden ecuestre, pero había llevado una vida ociosa y oscura, en un día de junta pública subió a la tribuna, y arengando al pueblo dijo habérsele aparecido Júpiter entre sueños y encargándole hiciese presente a los cónsules no dejaran el mando sin haberse antes hecho entre sí amigos. Pronunciadas estas palabras, Pompeyo se estuvo quieto en su lugar sin moverse; pero Craso empezó a alargarle la diestra y a saludarle, diciendo al pueblo: «No me parece ¡oh ciudadanos! que hago nada que no me esté bien, o que me humille en ser el primero en ceder a Pompeyo, a quien vosotros creísteis deber llamar Magno antes que le hubiese salido la barba, y a quien antes de pertenecer al Senado decretasteis dos triunfos», y habiéndose en seguida reconciliado, hicieron la entrega de su autoridad. Craso guardó siempre la conducta y método de vida que había tenido desde el principio, pero Pompeyo se fue desentendiendo poco a poco de patrocinar las causas, se retiró de la plaza, rara vez se mostraba en público, y siempre con grande acompañamiento, pues ya no era fácil el verle o hablarle sino entre un gran número de ciudadanos que le hacían la corte, pareciendo que tenía complacencia en mostrarse rodeado de mucha gente, dando con esto importancia y gravedad a su presencia, y creyendo que debía conservar su dignidad pura e intacta del trato y familiaridad con la muchedumbre. Porque la vida togada es resbaladiza al menosprecio para los que se han hecho grandes con las armas y no aciertan a medirse con la igualdad popular, pues que creen debérseles de justicia el que aquí como allá sean los primeros, y a los que allá fueron inferiores no les es aquí tolerable el no preferirlos; por lo mismo, cuando cogen en la plaza pública al que ha brillado en los campamentos y en los triunfos lo deprimen y abaten, pero si éste cede y se retira le conservan libre de envidia el honor y poder que allá tuvo; lo que después confirmaron los mismos negocios.

XXIV.— El poder de los piratas, que comenzó primero en la Cilicia, teniendo un principio extraño y oscuro, adquirió bríos y osadía en la Guerra Mitridática, empleado por el rey en lo que hubo menester. Después, cuando los Romanos, con sus guerras civiles, se vinieron todos a las puertas de Roma, dejando el mar sin guardia ni custodia alguna, poco a poco se extendieron e hicieron progresos; de manera que ya no sólo eran molestos a los navegantes, sino que se atrevieron a las islas y ciudades litorales. Entonces, ya hombres poderosos por su caudal, ilustres en su origen y señalados por su prudencia, se entregaron a la piratería y quisieron sacar ganancia de ella, pareciéndoles ejercicio que llevaba consigo cierta gloria y vanidad. Formáronse en muchas partes apostaderos de piratas, y torres y vigías defendidas con murallas, y las armadas corrían los mares, no sólo bien equipadas con tripulaciones alentadas y valientes, con pilotos hábiles y con naves ligeras y prontas para aquel servicio, sino tales que más que lo terrible de ellas incomodaba lo soberbio y altanero, que se demostraba en los astiles dorados de popa, en las cortinas de púrpura y en las palas plateadas de los remos, como que hacían gala y se gloriaban de sus latrocinios. Sus músicas, sus cantos, sus festines en todas las costas, los robos de personas principales y los rescates de las ciudades entradas por fuerza eran el oprobio del imperio romano. Las naves piratas eran más de mil, y cuatrocientas las ciudades que habían tomado. Habíanse atrevido a saquear de los templos, mirados antes como asilos inviolables, el Clario, el Didimeo, el de Samotracia, el templo de Démeter Ctonia en Hermíona, el de Asclepio en Epidauro, los de Posidón en el Istmo, en Ténaro y en Calauria; los de Apolo en Accio y en Léucade, y de Hera el de Samos, el de Argos y el de Lacinio. Hacían también sacrificios traídos de fuera, como los de Olimpia, y celebraban ciertos misterios indivulgables, de los cuales todavía se conservan hoy el de Mitra, enseñado primero por aquellos. Insultaban de continuo a los Romanos, y bajando a tierra rodaban en los caminos y saqueaban las inmediatas casas de campo. En una ocasión robaron a dos pretores, Sextilio y Belino, con sus togas pretextas, llevándose con ellos a los ministros y lictores. Cautivaron también a una hija de Antonio, varón que había alcanzado los honores del triunfo, en ocasión de ir al campo, y tuvo que rescatarse a costa de mucho dinero. Pero lo de mayor afrenta era que, cautivado alguno, si decía que era Romano y les daba el nombre, hacían como que se sobrecogían, y temblando se daban palmadas en los muslos, y se postraban ante él, diciéndole que perdonase. Creíalos, viéndolos consternados y reducidos a hacerle súplicas; pero luego, unos le ponían los zapatos, otros le en volvían en la toga, para que no dejase de ser conocido, y habiéndole así escarnecido y mofado por largo tiempo, echaban la escala al agua y le decían que bajara y se fuera contento; y al que se resistía le cogían y le sumergían en el mar.

XXV.— Ocupaban con sus fuerzas todo el Mar Mediterráneo, de manera que estaban cortados e interrumpidos enteramente la navegación y el comercio. Esto fue la que obligó a los Romanos, que se veían turbados en sus acopios y temían una gran carestía, a enviar a Pompeyo a limpiar el mar de piratas. Propuso al efecto Gabinio, uno de los más íntimos amigos de Pompeyo, una ley, por la que se le confería a éste, no el mando de la armada, sino una monarquía y un poder sin límites sobre todos los hombres, pues se le autorizaba para mandar en todo el mar dentro de las columnas de Hércules, y en todo el continente a cuatrocientos estadios del mar, la cual medida dejaba de comprender muy pocos países de la tierra sujeta a los Romanos, y abarcaba por otra parte los de grandes naciones y poderosos reinos. Concedíasele además de esto escoger entre los senadores quince en calidad de legados suyos, para mandar en las provincias, tomar del erario y de los publicanos cuanto dinero quisiese y disponer de doscientas naves, siendo árbitro para firmar las listas de la tropa del ejército, de las tripulaciones, de las naves y de la gente de remo. Leído que fue este proyecto, el pueblo lo admitió con el mayor placer; pero a los más principales y poderosos del Senado, si bien les pareció fuera de envidia un poder tan indefinido e indeterminado, tuviéronlo por muy propio para inspirar recelos, por lo que se opusieron a la ley, a excepción de César, que la sostuvo, no por contemplación a Pompeyo, sino para empezar a ganarse y atraerse el pueblo. Los demás hicieron fuerte resistencia a Pompeyo, y como el uno de los cónsules le dijese que si se proponía imitar a Rómulo no evitaría tener el propio fin de aquél, corrió gran peligro de que la muchedumbre le hiciese pedazos. Presentóse Cátulo en la tribuna, y como el pueblo le miraba con respeto, guardó moderación y compostura; pero cuando después de haber hablado largamente en elogio de Pompeyo les aconsejó que miraran por él y no expusieran a continuas guerras y peligros un hombre tan importante, porque «¿A quién acudiréis —les dijo— si éste llega a faltaros?». «A ti» —exclamaron todos a una voz— Cátulo, pues, viendo que nada había adelantado, calló, y presentándose después Roscio nadie quiso oírle; hacíales, sin embargo, señas con los dedos para que no nombrasen uno solo, sino otro con Pompeyo; pero se dice que, irritado con esto el pueblo, fue tal la gritería que se levantó, que un cuervo que volaba por encima de la plaza se sofocó y cayó sobre aquella muchedumbre, de donde puede inferirse que no es por romperse y cortarse el aire con el gran ruido por lo que no pueden sostenerse las aves que caen, sino por ser heridas como con un golpe con la voz, cuando enviada ésta con ímpetu y violencia causa en el aire fuerte movimiento y agitación.

XXVI.— Disolvióse por entonces la junta. Pompeyo, el día en que habla de hacerse la votación, se salió al campo; pero habiendo oído que se había sancionado la ley, entró en la ciudad por la noche, para evitar la envidia que había de producir el gran concurso de los que acudirían a esperarle y recibirle; y saliendo de casa a la mañana temprano, hizo primero un sacrificio, y reuniendo después al pueblo en junta pública trató de recoger mucho más que lo que antes se le había decretado, pues faltó muy poco para que doblara todo el aparato, habiendo alistado quinientas naves y juntado hasta ciento veinte mil hombres de infantería y cinco mil caballos. El Senado eligió veinticuatro de los que habían sido pretores y habían mandado ejércitos para que sirvieran a sus órdenes, a los que se agregaron dos cuestores. Como repentinamente hubiese bajado el precio de los objetos de comercio, dio esto ocasión al pueblo para manifestar gran contento y decir que el nombre de Pompeyo había acabado la guerra. Dividió éste los mares y todo el espacio del Mediterráneo en trece partes, y asignó a cada una igual número de naves con un caudillo, y sorprendiendo a un tiempo con estas fuerzas así repartidas gran número de naves de los piratas les dio caza y se apoderó de ellas, trayéndolas a los puertos. Los que se anticiparon a huir y evadirse se acogieron como a su colmenar a la Cilicia, contra los cuales marchó él mismo con sesenta naves de las mejores; pero no dio la vela contra aquellos sin haber antes limpiado enteramente de piraterías y latrocinios el Mar Tirreno, el Líbico, el de Cerdeña, el de Córcega y Sicilia, no habiendo reposado él mismo en cuarenta días, y habiéndole servido los demás caudillos con diligencia y esmero.

XXXVII.— Como en Roma el cónsul Pisón, por encono y envidia que le tenía, le escasease los auxilios y licenciase las tripulaciones, hizo pasar a Brindis la escuadra y él subió a Roma por la Toscana. Luego que se supo, todos acudieron al camino, como si no hiciera pocos días que se habían despedido de él. Había producido este regocijo la celeridad de la no esperada mudanza, pues al punto fue suma en el mercado la abundancia de víveres; así corrió riesgo Pisón de que se le despojara del consulado, teniendo ya Gabinio escrito el proyecto de ley, sino que le contuvo Pompeyo; el cual, habiéndolo dispuesto todo con la mayor humanidad, provisto de lo que hubo menester, se encaminó a Brindis. Habiendo tenido el tiempo favorable, siguió su navegación, pasando a la vista de muchas ciudades; mas respecto a Atenas no pasó de largo. Saltó, pues, en tierra, y habiendo sacrificado a los dioses y saludado al pueblo, al salir leyó ya estos versos heroicos hechos en su honor, a la parte adentro de la puerta:

Cuanto en parecer hombre más te esfuerzas,
más a los sacros dioses te pareces.

Y a la parte de afuera:

Fuiste esperado, y en honor tenido:
te hemos visto; feliz tu viaje sea.

De los piratas que todavía quedaban y erraban por el mar, trató con benignidad a algunos; y contentándose con apoderarse de sus embarcaciones y sus personas, ningún daño les hizo; con lo que concibieron los demás buenas esperanzas, y huyendo de los otros caudillos se dirigieron a Pompeyo y se le entregaron a discreción con sus hijos y sus mujeres. Perdonólos a todos, y por su medio pudo descubrir y prender a otros, que habían procurado esconderse por reconocerse culpables de las mayores atrocidades.

XXVIII.— El mayor número y los de mayor poder entre ellos habían depositado sus familias, sus caudales y toda la gente que no estaba en estado de servir, en castillos y pueblos fortalecidos hacia el monte Tauro; y ellos, tripulando convenientemente sus naves, cerca de Coracesio de Cilicia se opusieron a Pompeyo, que navegaba en su busca; y como dada la batalla fuesen vencidos, se redujeron a sufrir un sitio. Mas al fin recurrieron a las súplicas y también se entregaron con las ciudades e islas que poseían y en que se hablan hecho fuertes, las cuales eran difíciles de tomar y poco accesibles. Terminóse, pues, la guerra, y fueron enteramente destruidas las piraterías en toda la extensión del mar en el corto tiempo de tres meses, habiéndose tomado además otras muchas ciudades y naves, y entre éstas noventa con espolones de bronce. De ellos mismos cautivó Pompeyo más de veinte mil; y si por una parte no quería quitarles la vida, por otra no creía que podía ser conveniente dejarlos y mirar con indiferencia que volvieran a esparcirse unos hombres reducidos a la necesidad y avezados a la guerra. Reflexionando, pues, que el hombre, por su naturaleza e índole, no nació ni es un animal cruel e insociable, sino que la maldad es la que pervierte su carácter, y con los hábitos y la mudanza de vida y de lugares vuelve a suavizarse, y que las mismas fieras cuando disfrutan de más blandos alimentos deponen su aspereza y ferocidad, resolvió trasladar aquellos hombres del mar a la tierra y hacerlos gustar de una vida más dulce con acostumbrarlos a habitar en poblaciones y labrar los campos. A algunos, pues, los admitieron las ciudades pequeñas y desiertas de la Cilicia, incorporándolos a sí y adquiriendo con este motivo términos más dilatados, y tomando la ciudad de Solos, poco antes destruida por Tigranes, rey de Armenia, estableció a muchos en ella; pero a los más les dio por domicilio a la ciudad de Dime en la Acaya, que se hallaba entonces necesitada de habitantes y poseía un fértil y extenso terreno.

XXIX.— Vituperaban estas disposiciones los que no estaban bien con él; pero lo que hizo en Creta con Metelo, ni a sus mayores amigos satisfizo; este Metelo, pariente de aquel con quien Pompeyo hizo la guerra de España, había sido enviado de general a Creta antes del nombramiento de Pompeyo, pues esta isla, después de la Cilicia, era otro manantial de piratas, y Metelo había logrado apresar y dar muerte a muchos de ellos. Quedaban otros, y cuando los tenía sitiados acudieron con ruegos a Pompeyo, llamándole a la isla, por ser parte del espacio de mar sobre que mandaba, como que caía de todos modos dentro de él. Admitió Pompeyo el llamamiento y escribió a Metelo prohibiéndole continuar la guerra. Escribió asimismo a las ciudades para que no obedeciesen a Metelo, y envió de general a Lucio Octavio, uno de los caudillos que servían a sus órdenes, el cual, entrando a unirse con los sitiados dentro de los muros y peleando con ellos, no sólo odioso y molesto, sino hasta ridículo hacía a Pompeyo, que por envidia y emulación con Metelo prestaba su nombre a gentes impías y sin religión e interponía en favor de ellas su autoridad como un amuleto. Pues ni Aquiles se portó como hombre, sino como un mozuelo atolondrado y arrebatado del deseo de la gloria, cuando por señas previno a los demás y les prohibió tiraran a Héctor

Por que no le robara otro la gloria
de herirlo, y él viniera a ser segundo.

Y aun Pompeyo lo hizo peor, porque se esforzó en conservar a los enemigos de la república por privar del triunfo a un general que llevaba toleradas muchas fatigas y trabajos. Mas no se acobardó Metelo, sino que, venciendo a los piratas, tomó de ellos justa venganza, y a Octavio lo despachó después de haberle reprendido y afeado su hecho en el campamento.

XXX.— Llegada a Roma la noticia de que, terminada la guerra de los piratas, para reposar de ella Pompeyo recorría las ciudades, escribió Manilio, tribuno de la plebe, un proyecto de ley para que, encargándose Pompeyo del territorio y tropas sobre que mandaba Luculo, y añadiéndosele la Bitinia, que obtenía Glabrión, hiciese la guerra a Mitridates y Tigranes, conservando además las fuerzas navales y el mando marítimo, como lo había tenido desde el principio, que era, en suma, confiar a uno solo la autoridad del pueblo romano. Porque las únicas provincias que parecían no estar contenidas en la ley anterior, que eran la Frigia, la Licaonia, la Galacia, la Capadocia, la Cilicia, la Cólquide superior y la Armenia, eran las mismas que se le agregaban ahora, con todas las tropas y fuerzas con que Luculo había vencido y derrotado a los reyes Mitridates y Tigranes. Con todo, de Luculo, a quien se privaba de la gloria de sus ilustres hechos, y a quien más bien se daba sucesor del triunfo que de la guerra, era muy poco lo que se hablaba entre los del partido del Senado, sin embargo de que conocían el agravio y la injusticia que a aquel se irrogaban, sino que llevando mal el gran poder de Pompeyo, que venía a constituirse en tiranía, se excitaban y alentaban entre sí para oponerse a la ley y no abandonar la libertad. Mas venido el momento, todos los demás faltaron al propósito y enmudecieron de miedo; sólo Cátulo clamó contra la ley y contra quien la había propuesto, y viendo que a nadie movía, requirió al Senado, gritando muchas veces desde la tribuna para que, como sus mayores, buscaran un monte y una eminencia adonde para salvarse se refugiara la libertad. Sancionóse a pesar de esto la ley, según se dice, por todas las tribus, y Pompeyo, estando ausente, quedó árbitro y dueño de todo cuanto lo fue Sila, apoderándose de la ciudad con las armas y con la guerra. Dícese de él que cuando recibió las cartas y supo lo decretado, hallándose presentes y regocijándose sus amigos, arrugó las cejas, se dio una palmada en el muslo y, como quien se cansa de mandar, prorrumpió en estas expresiones: «¡Vaya con unos trabajos que no tienen término! ¿Pues no valía más ser un hombre oscuro, para no cesar nunca de hacer la guerra ni de incurrir en tanta envidia, pasando la vida en el campo con su mujer?». Al oír esto, ni sus más íntimos amigos dejaron de torcer el gesto a semejante ironía y simulación, conociendo que subía muy de punto su alegría con el incentivo que daba a la natural ambición y deseo de gloria de que estaba poseído su indisposición y encono con Luculo.

XXXI.— Justamente lo manifestaron bien pronto los hechos, porque, poniendo edictos por todas partes, convocaba a los soldados y llamaba ante sí a los poderosos y a los reyes que estaban en la obediencia del imperio romano, y, recorriendo la provincia no dejó en su lugar nada de lo dispuesto por Luculo, sino que alzó el castigo a muchos, revocó donaciones y, en una palabra, hizo, por espíritu de contradicción, cuanto había que hacer para demostrar a los que miraban con aprecio a Luculo que de nada absolutamente era dueño. Quejósele éste por medio de sus amigos, y habiendo convenido en verse y conferenciar, se vieron, efectivamente, en la Galacia. Como era conveniente a tan grandes generales, que tan grandes victorias habían alcanzado, los lictores de uno y otro se presentaron con las fasces coronadas de laurel; pero Luculo venía de lugares frescos y defendidos por la sombra, y Pompeyo había hecho algunos días de marcha por terrenos áridos y sin árboles. Viendo, pues, los lictores de Luculo que el laurel de las fasces de Pompeyo estaba seco y marchito enteramente, partiendo del suyo, que se mantenía fresco, adornaron y coronaron con él las fasces de éste; lo que se tuvo por señal de que Pompeyo venía a arrogarse las victorias y la gloria de Luculo. Autorizaba a Luculo la dignidad de cónsul y su mayor edad, pero la dignidad de Pompeyo era mayor por sus dos triunfos. Con todo, su primer encuentro lo hicieron con urbanidad y mutuo agasajo, celebrando sus respectivas hazañas y dándose el parabién por sus victorias; pero en sus pláticas, en nada moderado y justo pudieron convenirse, sino que empezaron a motejarse: Pompeyo a Luculo, por su codicia, y éste a aquél, por su ambición; de manera que con dificultad pudieron lograr los amigos que se despidieran en paz. Luculo en la Galacia distribuyó la tierra conquistada e hizo otras donaciones a quienes tuvo por conveniente. Pero Pompeyo, que estaba acampado a muy corta distancia, prohibió que se le prestase obediencia y le quitó todas las tropas, a excepción de mil seiscientos hombres que, por ser orgullosos, reputó le serían inútiles a él mismo y que a aquel no le guardarían subordinación. Censurando y vituperando además abiertamente sus operaciones, decía que Luculo había hecho la guerra a las tragedias y farsas de aquellos reyes, quedándole a él tener que combatir con las verdaderas y ejercitadas fuerzas, ya que Mitridates había al fin recurrido a los escudos, la espada y los caballos. Mas defendíase, por su parte, Luculo diciendo que Pompeyo iba a lidiar con un fantasma y sombra de guerra, siendo su mafia acabar con los cuerpos muertos por otros, a manera de ave de rapiña, e ir dilacerando los despojos de la guerra, pues que de esta manera había inscrito su nombre sobre las guerras de Sertorio, de Lépido y de Espártaco, terminadas ya felizmente: ésta por Craso, aquélla por Cátulo y la primera por Metelo; por tanto, no era de extrañar que se arrogase ahora la gloria de las Guerras Armenias y Pónticas un hombre que había tenido arte para ingerirse en el triunfo de los fugitivos.

XXXII.— Partió por fin Luculo; y Pompeyo, dejando la armada naval en custodia del mar que media entre la Fenicia y el Bósforo, marchó contra Mitridates, que tenía un ejército de treinta mil infantes y dos mil caballos, pero que no se atrevía a entrar en batalla. Y en primer lugar, como hubiese abandonado, por ser falto de agua, un monte alto y de difícil acceso en que se hallaba acampado, lo ocupó Pompeyo, y conjeturando por la naturaleza de las plantas y por el descenso del terreno que el país no podía menos de tener fuentes, dio orden de que por todas partes se abrieran pozos, y al punto se vio el campamento lleno de gran caudal de agua; de manera que se maravillaron de que en tanto tiempo no hubiera dado en ello Mitridates. Acampado después próximo a él, consiguió dejarle sitiado; pero habiéndolo estado cuarenta y cinco días, se escapó sin que aquel lo sintiese con lo más escogido de sus tropas, dando muerte a los inútiles y enfermos. Habiéndole vuelto a alcanzar Pompeyo junto al Éufrates, puso su campo enfrente de él, y temiendo que se adelantase a pasar este río sacó armado su ejército desde la media noche, hora en que se dice haber tenido Mitridates una visión que le predijo lo que iba a sucederle. Porque le parecía que navegando con próspero viento en el Mar Póntico veía ya el Bósforo, y los que con él iban se lisonjeaban como el que se alegra con la certeza y seguridad de salir a salvo; pero que de repente se halló abandonado de todos en un débil barquichuelo juguete de los vientos. En el momento de estar en estas angustias y ensueños le rodearon y despertaron sus amigos, diciéndole que tenían cerca de sí a Pompeyo. Fue, pues, indispensable haber de pelear al lado del campamento, y sacando sus generales las tropas las pusieron en orden. Advirtió Pompeyo que los cogía prevenidos, y, no decidiéndose a entrar en acción entre tinieblas, le pareció que no debían hacer más que rodearlos, para que no huyesen, y a la mañana, pues que sus tropas eran mejores, vendrían a las manos; pero los más ancianos de los tribunos, rogándole e instándole, le hicieron por fin resolverse. Porque tampoco era la noche del todo oscura, sino que la luna, yendo ya bastante baja, daba suficiente luz para que se vieran los cuerpos, que fue lo que principalmente desconcertó a las tropas del rey, porque los Romanos tenían la luna a la espalda, y, estando ya la luz muy cerca del ocaso, las sombras de sus cuerpos iban muy lejos delante de ellos y se extendían hasta los enemigos, que no podían computar la distancia, sino que, como si los tuvieran ya encima, arrojando las lanzas en vano, a nadie alcanzaban. Al ver esto, los Romanos corrieron a ellos con grande gritería, y como no tuvieron valor ni siquiera para esperarlos, sino que se entregaron a la fuga, los acuchillaron y destrozaron, muriendo más de diez mil de ellos, y les tomaron el campamento. Al principio, Mitridates, con ochocientos caballos, se había abierto paso por entre los Romanos, poniéndose en retirada; pero a poco se le desbandaron todos los demás, quedándose con tres solos, entre los que se hallaba la concubina Hipsícrates, que siempre se había mostrado varonil y arrojada; tanto, que por esta causa el rey la llamaba Hipsícrates. Llevaba ésta entonces la sobrevesta y el caballo de un soldado persa, y ni se mostró fatigada de tan larga carrera, ni, con haber atendido al cuidado de la persona del rey y de su caballo, necesitó de reposo hasta que llegaron al fuerte de Sinora, depósito de los caudales y preseas del rey, de donde, tomando éste las ropas más preciosas, las distribuyó a los que de la fuga habían acudido a él. Dio también a cada uno de sus amigos un veneno mortal para que ninguno de ellos se entregase contra su voluntad a los enemigos, y desde allí marchó a la Armenia a unirse con Tigranes; pero, corno éste le desechase, y aun le hiciese pregronar en cien talentos, pasando por encima del nacimiento del Éufrates huyó por la Cólquide.

XXXIII.— Mas Pompeyo se dirigió a la Armenia llamado por Tigranes el joven, que, habiéndose ya rebelado al padre, salió a unirse con aquél junto al río Araxes, el cual, naciendo de los mismos montes que el Éufrates, vuelve luego hacia el Oriente y desagua en el Mar Caspio. Recorrieron, pues, juntos las ciudades y las fueron reduciendo; y Tigranes el mayor, que poco antes había sido arruinado por Luculo, sabedor de que Pompeyo era benigno y dulce de condición, admitió guarnición en su corte, y acompañado de sus amigos y deudos fue a hacerle entrega de su persona. Llegó a caballo hasta el valladar, donde dos lictores de Pompeyo le salieron al encuentro y le previnieron bajase del caballo y continuase a pie, porque jamás se había visto a hombre ninguno a caballo dentro de un campamento de los Romanos. Condescendió en ello Tigranes, y desciñéndose la espada se la entregó. Finalmente, cuando llegó ante el mismo Pompeyo, quitóse la tiara, hizo acción de ponerla a sus pies, e inclinando el cuerpo iba a postrarse con la mayor bajeza ante él, cuando Pompeyo, alargándole la diestra, lo levantó y lo sentó a su lado, colocando al otro a su hijo. De todo lo demás les dijo que debían culpar a Luculo, que era quien les había quitado la Siria, la Fenicia, la Cilicia, la Galacia y la Sofena; que lo que hasta entonces habían conservado lo retendrían pagando seis mil talentos a los Romanos en pena de sus ofensas, y que en la Sofena reinaría el hijo. A Tigranes fueron muy agradables estas disposiciones; y habiendo sido aclamado rey por los Romanos, en muestra de su alegría ofreció dar a cada soldado media mina de plata, diez minas a cada centurión y un talento a cada tribuno; pero el hijo se disgustó, y llamado a la cena respondió que no necesitaba de Pompeyo, que así creía honrarle, porque él encontraría otro entre los Romanos; de resulta de lo cual se le puso en prisión para el triunfo. De allí a poco envió Fraates, rey de los Partos, a reclamar a este joven por ser su yerno, y al mismo tiempo pedía que pusiera Pompeyo al Éufrates por límite de sus provincias, a lo que contestó éste que Tigranes más pertenecía al padre que al suegro, y que en cuanto al límite, se señalaría el que fuese justo.

XXXIV.— Dejando a Afranio de guarnición en la Armenia, le fue preciso marchar contra Mitridates por medio de las naciones que habitan el Cáucaso. De éstas, las más populosas son los Albanos y los Iberes: los Iberes están situados en las faldas de los montes Mósquicos, y los Albanos se inclinan más al oriente y al Mar Caspio. Éstos, al principio, pidiéndoles Pompeyo el paso, se le habían concedido; pero habiendo cogido el invierno al ejército en aquel país y habiendo tenido los Romanos que celebrar la fiesta de los Saturnales, se dispusieron a acometerles en número de cuarenta mil a lo menos cuando fueran a pasar el río Cirno, que, naciendo de los montes Iberios y recibiendo al Araxes, que baja de la Armenia, desagua por doce bocas en el Mar Caspio; pero otros dicen que no sucede esto al Araxes, sino que, corriendo cerca de aquel, entra por sí solo en este mar. Pompeyo pudo oponerse a los enemigos al tiempo del paso, pero los dejó que pasaran con todo sosiego, y cargando con seguridad sobre ellos los rechazó y deshizo. Como después el rey le hiciese súplicas y enviase embajadores, perdonándole aquella injusta agresión hizo alianza con él y marchó contra los Iberes, que no eran inferiores en número, y que, siendo más belicosos que los demás, deseaban con ardor servir a Mitridates y alejar de allí a Pompeyo. Porque los Iberes no estuvieron nunca sujetos ni a los Medos ni a los Persas, y aun se libraron de la dominación de los Macedonios por haber sido precipitado el paso de Alejandro por la Hircania. Mas a pesar de todo esto los derrotó Pompeyo en una gran batalla en la que murieron nueve mil, y más de diez mil quedaron cautivos, entrando después en la Cólquide; allí, junto al Fasis, se le presentó Servilio trayendo las naves con que custodiaba el Ponto.

XXXV.— La persecución de Mitridates, que se había acogido a las naciones inmediatas al Bósforo y a la laguna Meotis, ofreció a Pompeyo muchas dificultades, mayormente habiéndosele anunciado que otra vez se le habían rebelado los Albanos. Regresó, pues, contra ellos encendido en ira y en deseo de venganza, costándole extraordinario trabajo volver a pasar el Cirno por haber hecho los bárbaros empalizadas en gran parte de él; teniendo que andar un camino áspero y falto de agua, y habiendo llenado diez mil odres de ella, continuó su marcha contra los enemigos, a los que alcanzó formados en orden de batalla junto al río Abante en número de sesenta mil hombres de infantería y doce mil de caballería, pero muy mal armados y sin otro vestido los más que pieles de fieras. Acaudillábalos un hermano del rey, llamado Cosis, el cual, trabada ya la batalla, se dirigió contra Pompeyo, y habiéndole herido con un dardo en la parte donde terminaba la coraza, Pompeyo lo traspasó con un bota de lanza. Dícese que en esta batalla pelearon con los bárbaros las Amazonas, habiendo bajado de los montes que circundan el río Termodonte, pues al reconocer y despojar los Romanos a los bárbaros después de la batalla encontraron, sí, rodelas y coturnos amazónicos, aunque no se vio ningún cuerpo de mujer. Habitan las Amazonas las pendientes del Cáucaso por la parte del mar de Hircania, pero no confinan con los Albanos, sino que están en medio los Gelas y los Leges; y en cada año, pasando dos meses en unión con éstos, a orillas del Termodonte, después se retiran a vivir solas.

XXXVI.— Habiéndose puesto Pompeyo en marcha después de la batalla para la Hircania y el Mar Caspio, tuvo que retroceder, por la muchedumbre de ciertas serpientes venenosas y mortíferas, cuando no le faltaban más que tres días de camino. Retiróse, pues, a la Armenia menor, y a los reyes de los Elimeos y los Medos, que le enviaron embajadores, les contestó amistosamente; pero contra el de los Partos, que invadió la Gordiena y empezó a molestar a los súbditos de Tigranes, envió tropas con Afranio, que le rechazó y persiguió hasta la Arbelítide. Trajeron ante él a muchas de las concubinas de Mitridates; pero no tocó a ninguna, sino que todas las hizo entregar a sus padres o deudos; porque en gran parte eran hijas o mujeres de generales o sujetos poderosos. Estratonica, que fue la que gozaba de mayor dignidad y se mantenía en un alcázar magnífico, era hija, a lo que parece, de un cantor anciano, de pobre suerte en todo lo demás; pero de tal manera se apoderó del corazón de Mitridates habiendo cantado en un festín, que se la llevó para reposar con ella; mas el viejo salió de allí de muy mal humor, porque ni siquiera le había dirigido una palabra afable y benigna. Éste, a la mañana, cuando al despertarse vio en su habitación aparadores con vajilla de oro y plata, gran número de sirvientes, eunucos y jóvenes que le presentaban vestidos de los más ricos, y a la puerta un caballo con preciosos aireos, como los de los amigos del rey, creyendo que todo aquello fuese juego y burlería intentó marcharse de la casa; pero deteniéndole los criados y diciéndole que el rey le hacía el presente de la casa de un hombre rico que acababa de morir, y que todo aquello no era más que primicias y bosquejos de mayores bienes y riquezas, creyólo entonces, aunque todavía con dificultad, y tomando la púrpura, y montando a caballo, dio a correr por la ciudad gritando: «Todo esto es mío», y a los que se burlaban decía que no era aquello de extrañar, sino el que, loco de contento, no tirase piedras a cuantos encontrara. De tal sangre y linaje era Estratonica, la cual hizo donación a Pompeyo de aquel terreno y le presentó muchos regalos; pero él, no tomando más que aquellos que creyó podían servir de adorno en los templos, o para dar realce a su triunfo, los demás los dejó a Estratonica para que los disfrutase contenta. De la misma manera, habiéndole presentado el rey de los Iberes un lecho, una mesa y un trono, todos de oro, haciéndole instancias para que los tomase, lo que hizo fue entregarlos a los cuestores para el tesoro público.

XXXVII.— En la fortaleza de Ceno vinieron a las manos de Pompeyo los papeles reservados de Mitridates, y los examinó con gusto, porque le daban a conocer de modo muy decisivo sus costumbres. Eran sus libros de memoria, y en ellos descubrió que había dado muerte con hierbas, además de otros varios, a su hijo Ariarates, y a Alceo de Sardes, porque en una carrera de caballos le sacó ventajas. Contenían también explicaciones de ensueños, unos que él mismo había tenido, y otros que eran de sus mujeres, y cartas poco decentes de Mónima al mismo Mitridates y de éste a aquella. Teófanes refiere haberse encontrado asimismo un discurso de Rutilio, en que le excitaba a acabar con los Romanos que había en el Asia; pero los más conjeturan, con razón, haber sido esta especie una maligna invención de Teófanes, que quizá aborrecía a Rutilio por no serle en nada parecido, o acaso también a causa de Pompeyo, a cuyo padre pinta Rutilio como hombre del todo perverso en sus historias.

XXXVIII.— Pasó de allí Pompeyo a Amiso, y vino a pagar su rencillosa emulación cayendo en lo mismo que había reprendido; pues habiendo censurado amargamente en Luculo el que hirviendo aún la guerra hubiese arreglado las provincias, haciendo también la distribución de los dones y premios que los vencedores acostumbran hacer concluida y terminada aquélla, ejecutó él mismo otro tanto en el Bósforo, cuando todavía Mitridates estaba mandando y conservaba respetables fuerzas, como si todo estuviera acabado, tomando disposiciones en las provincias y distribuyendo presentes con motivo de haber acudido a él generales y otros sujetos de autoridad y doce reyezuelos de los bárbaros; y aun por esto, contestando al rey de los Partos, se desdeñó de darle, como todos los demás, el título de rey de reyes, por no desagradar a estos otros. Vínole allí el deseo y codicia de recobrar la Siria y de pasar por la Arabia hasta el mar Rojo, para llegar victorioso hasta el Océano que circunda la tierra. Porque en África él fue el primero que llevó sus armas vencedoras hasta el mar exterior; en España puso también por término de la dominación romana el Mar Atlántico, y en tercer lugar, persiguiendo días antes a los Albanos, le había faltado muy poco para extenderse hasta el mar de Hircania. Púsose, pues, en marcha para dar la vuelta hasta el Mar Rojo, pues por otro lado veía que era muy difícil cazar con las armas a Mitridates, y que era enemigo más temible huyendo que peleando.

XXXIX.— Diciendo, por tanto, que iba a dejarle en el hambre un enemigo más poderoso que él, estableció guardacostas contra los comerciantes que navegaban por el Bósforo, imponiendo la pena de muerte a los que fuesen aprehendidos. Hecho esto, tomó consigo la mayor parte del ejército y se puso en marcha; y como Triario hubiese tenido contraria la suerte y hubiese perecido en un encuentro con Mitridates, llegando a punto de encontrar todavía los muertos insepultos, les hizo un magnífico entierro con muestras de sentimiento y aprecio, cosa que, omitida, parece fue una de las principales causas del odio de los soldados a Luculo. Sujetó, pues, por medio de Afranio a los Árabes que habitan el monte Amano, y bajando él a la Siria la declaró, por no tener reyes legítimos, provincia y posesión del imperio romano. Sometió a la Judea, tomando cautivo a su rey, Aristóbulo, y en cuanto a las ciudades, levantó unas de los cimientos, y a otras dio libertad e independencia, castigando a los que las tenían tiranizadas; pero su más continua ocupación era administrar justicia, dirimiendo las disputas de las ciudades y los reyes: para lo que adonde a él no le era dado pasar enviaba a sus amigos; como sucedió a los Armenios y Partos, que habiéndose comprometido en él por un terreno sobre que altercaban, les envió tres jueces y amigables componedores; porque si era grande la fama de su poder, no era menor la de su virtud y clemencia, con las que cubría la mayor parte de los yerros de sus amigos y familiares, pues no sabiendo contener o castigar a los desmandados, con mostrar a los que iban a hablarle este carácter bondadoso los hacía llevar sin molestia las extorsiones y vejaciones de aquellos.

XL.— El que más valimiento tenía con él era su liberto Demetrio, mozo que no carecía de talento para lo demás, pero que abusaba demasiado de su fortuna, acerca del cual se refiere lo siguiente: Catón el Filósofo, que todavía era joven, pero gozaba ya de gran reputación y tenía altos pensamientos, subió a Antioquía, no hallándose allí Pompeyo, con el objeto de ver y observar aquella ciudad. Iba a pie, según su costumbre, pero sus amigos le acompañaban a caballo. Vio desde cierta distancia delante de la puerta gran número de hombres vestidos de blanco, y a los lados del camino, a una parte jóvenes y a otra muchachos, con entera separación, de lo que se incomodó, creyendo que aquello se hacía en honor y obsequio suyo, cuando estaba bien distante de apetecerlo. Dijo, pues, a sus amigos que se apearan y caminasen a pie con él; y cuando ya estuvieron cerca, el que dirigía todo aquello, puesto al frente de la comparsa, y llevaba como distintivo una corona y un bastón, les salió al encuentro, preguntándoles dónde habían dejado a Demetrio y cuándo llegaría. A los amigos de Catón les causó risa; pero Catón exclamó: «¡Desgraciada ciudad!». Y sin decir más palabra pasó adelante. El que este Demetrio no ofendiese y chocase más se debía al mismo Pompeyo, que, tratado de él con insolencia, no se mostraba disgustado, pues se dice que en los banquetes de Pompeyo, cuando éste aguardaba y recibía a los convidados, él estaba ya sentado fastuosamente con el gorro calado hasta más abajo de las orejas. Aun antes de volver a Italia era ya dueño de los sitios más deliciosos de sus cercanías y de los más bellos gimnasios, y había adquirido unos soberbios jardines que se llamaban los Jardines de Demetrio, cuando Pompeyo hasta su tercer triunfo habitó una casa nada más que regular y de poco precio. Después, habiendo construido para los Romanos aquel tan magnífico y celebrado teatro, edificó como apéndice de él una casa de mejor aspecto que la otra, aunque nunca tal que pudiera chocar; tanto, que el que la adquirió después de Pompeyo, al entrar a reconocerla, se admiró y preguntó dónde tenía el comedor Pompeyo Magno. Así es como se cuenta.

XLI.— El rey de la Arabia Pétrea, al principio, no había hecho ningún caso de las cosas de los Romanos; pero lleno entonces de miedo, escribió que estaba dispuesto a obedecer y ejecutar cuanto se le mandase; y queriendo Pompeyo confirmarle en este propósito, emprendió para ir a la Pétrea una expedición, que no dejó de ser vituperada, porque la graduaban de repugnancia en perseguir a Mitridates, y creían lo más conveniente volver las armas contra este rival antiguo, que, según se decía, había vuelto a recobrarse y a equipar un ejército, con el que se proponía encaminarse por la Escitia y la Peonia a Italia; pero aquel, que tenía por más fácil derrotar sus fuerzas en la batalla que echarle mano en la fuga, no quería consumirse en balde persiguiéndole, y, por lo tanto, usó de estas distracciones en aquella guerra y anduvo gastando el tiempo. Mas la fortuna le sacó de este apuro, porque cuando ya le faltaba poco tiempo para llegar a la Pétrea, al tiempo que en aquel día iba a sentar los reales y hacía ejercicio a caballo alrededor de su campamento, llegaron correos del Ponto con buenas nuevas, lo que se conoció al punto en que traían los hierros de las lanzas coronados de laurel, y al verlos acudieron corriendo los soldados donde estaba Pompeyo. Quería éste concluir el ejercicio; pero como empezasen a gritar y clamar, se apeó del caballo, y tomando las cartas continuaba andando a pie. No había tribuna, ni había habido tiempo para levantar la que forman los soldados cortando gruesos céspedes y amontonándolos unos sobre otros; mas entonces, con la prisa y el deseo, echaron mano de los aparejos de los bagajes, y así la alzaron. Subió en ella y les anunció la muerte de Mitridates, el que por habérsele rebelado su hijo Farnaces se había quitado a sí mismo la vida, y que Farnaces había sucedido en todos sus bienes y estados, y escribía haberlo así ejecutado en bien suyo y de los Romanos.

XLII.— Con este motivo, el ejército se entregó, como era natural, a los mayores regocijos, y pasó el tiempo en sacrificios y convites, como si en sólo Mitridates hubieran muerto diez enemigos. Pompeyo, habiendo puesto a sus hazañas y expediciones un término que no esperaba le fuese tan fácil, regresó al punto de la Arabia, y pasando con celeridad las provincias intermedias llegó a Amiso, donde recibió muchos presentes de parte de Farnaces y también muchos cadáveres de personas de la casa del rey, entre los cuales, aunque por el semblante no podía distinguirse muy bien el de Mitridates, a causa de que los embalsamadores se habían olvidado de extraerle el cerebro, le conocieron, sin embargo, por las cicatrices los que tuvieron la curiosidad de verle, pues Pompeyo no pudo sufrirlo, sino que, teniéndolo a abominación, mandó lo llevaran a Sinope, habiéndose admirado de la brillantez y magnificencia de las ropas y armas de que usaba. Su tahalí, que había costado cuatrocientos talentos, lo había sustraído Publio y lo vendió a Ariarates, y la tiara, Gayo, que se había criado con Mitridates, la regaló secretamente a Fausto, hijo de Sila, que la había pedido, por ser obra muy primorosa. De esto no tuvo por entonces noticia alguna Pompeyo; pero habiéndolo sabido después Farnaces, castigó a los ocultadores.

Habiendo, pues, ordenado y arreglado los negocios de aquella provincia, dispuso e hizo el viaje de vuelta con mayor aparato. Así es que, habiendo aportado a Mitilena, dio libertad e independencia a la ciudad por consideración a Teófanes y asistió al certamen acostumbrado de los poetas, cuyo único argumento fue entonces sus hazañas. Gustóle mucho aquel teatro, y tomó el diseño de su figura para construir otro semejante en Roma, aunque mayor y más magnífico. Llegado a Rodas oyó a todos los sofistas y regaló a cada uno un talento, y Posidonio escribió la conferencia que tuvo a su presencia contra el retórico Hermágoras sobre la invención oratoria en general. En Atenas se condujo del mismo modo con los filósofos, y habiendo dado a la ciudad cincuenta talentos para sus obras, esperaba aportar a la Italia el más próspero y feliz de los hombres, con ansia por ser visto de los que deseaban su vuelta; pero el Mal Genio, a quien debe de estar encargado mezclar siempre alguna parte de mal con los mayores y más brillantes favores de la fortuna, le estaba preparando tiempo había un regreso que le fuese de sumo dolor, pues Mucia lo había cubierto de ignominia durante su ausencia. Mientras estuvo lejos no hizo gran caso Pompeyo de los rumores que le llegaron; pero cuando se halló cerca de Italia y tuvo más tiempo para pensar en ellos, por lo mismo que se aproximaba a la causa, le envió el repudio, sin manifestar entonces por escrito ni haber dicho después por qué motivo se divorciaba; pero en las cartas de Cicerón se manifiesta cuál fue el que intervino.

XLIII.— Empezaron a correr por Roma diferentes especies acerca de Pompeyo, y era grande la inquietud que había, porque al punto haría entrar el ejército en la ciudad y se consolidaría su monarquía. Craso, recogiendo sus hijos y su caudal, se ausentó, o porque verdaderamente temiese, o por conciliar, lo que parece más cierto, mayor crédito a aquella acusación y suscitar contra él más violenta envidia. Mas Pompeyo, luego que puso el pie en tierra de Italia, congregó en junta a los soldados, y habiéndoles hablado con la mayor afabilidad y agrado de lo que convenía, les dio orden de que se restituyeran cada uno a su patria y se retiraran a sus casas, no olvidándose de concurrir después a su triunfo. Cuando la noticia se difundió por todas partes sucedió una cosa admirable, y fue que, al ver las ciudades desarmado a Pompeyo Magno, y que como de un viaje volvía con unos cuantos amigos y familiares, acudieron a él las gentes en gran número por el amor que le tenían, y acompañándole le llevaron a Roma con mucho mayores fuerzas; de modo que, si hubiera tenido pensamientos de conmover y alterar el gobierno, no tenía que echar de menos al ejército para nada.

XLIV.— Como la ley no permitía entonces que antes del triunfo entrase en la ciudad, representó al Senado sobre que se suspendieran los comicios de elección de cónsules y se le dispensara esta gracia para poder, hallándose presente, dar pasos en favor de Pisón; pero habiéndose Catón opuesto a su demanda, quedó desairado en ella. Pasmado de la libertad de Catón y de su entereza, de la que él sólo usaba a las claras en lo que entendía justo, concibió el deseo de ganar por diferentes medios a tan señalado varón; y teniendo Catón dos sobrinas, propuso casarse él con la una y casar a su hijo con la otra; pero Catón desechó esta tentativa, que, en cierta manera, era un cebo para corromperle y sobornarle por medio de aquel deudo, aunque disgustando en ello a su hermana y a su mujer, que no estaban bien con que se rehusase la afinidad de Pompeyo Magno. Quiso en esto Pompeyo que fuera designado cónsul Afranio, y gastó para ello grandes cantidades con las tribus, de su propio caudal, yendo los que las recibían a los jardines del mismo Pompeyo; aquel soborno hízose público, murmurando todos de Pompeyo, porque aquella misma dignidad con que se habían recompensado sus triunfos, y que tanto le había ilustrado, siendo la primera de la república, la hacía venal para los que no podían aspirar a ella por su virtud. «Pues de esta afrenta teníamos que participar —dijo Catón a las mujeres de su casa— si nos hubiéramos hecho deudos de Pompeyo»: con lo que reconocieron que acerca de lo honesto discurría Catón con más acierto que ellas.

XLV.— A la grandeza de su triunfo, aunque se repartió en dos días, no bastó este tiempo, sino que muchos de los objetos que le decoraban pasaron sin ser vistos, pudiendo ser materia y ornato de otra pompa igual. En carteles que se llevaban delante iban escritas las naciones de quienes se triunfaba, siendo éstas: el Ponto, la Armenia, la Capadocia, la Paflagonia, la Media, la Cólquide, los Iberes, los Albanos, la Siria, la Cilicia, la Mesopotamia, las regiones de Fenicia y Palestina, la Judea, la Arabia, los piratas destruidos doquiera por la tierra y por el mar, y además los fuertes tomados, que no bajaban de mil; las ciudades, que eran muy pocas menos de novecientas; las naves de los piratas, ochocientas, y las ciudades repobladas, que eran treinta y nueve. Había dado sobre todo esto razón por escrito de que las rentas de la república eran antes cincuenta millones de dracmas, y las de los países que había conquistado montaban a ochenta millones y quinientas mil. En moneda acuñada y en alhajas de oro y plata habían entrado en el erario público veinte mil talentos, sin incluir lo que se había dado a los soldados, de los cuales el que menos había recibido mil quinientas dracmas. Los cautivos conducidos en la pompa, además de los jefes y caudillos de los piratas, fueron: el hijo de Tigranes, rey de Armenia, con su mujer y su hija; la mujer del mismo Tigranes, Zósima; el rey de los Judíos, Aristobulo; una hermana de Mitridates, con cinco hijos suyos y algunas mujeres escitas; los rehenes de los Albanos e Iberes y del rey de los Comagenos, y, finalmente, muchos trofeos, tantos en número como habían sido las batallas que había ganado, ya por sí mismo y ya por sus lugartenientes. Lo más grande para su gloria, y de lo que ningún Romano había disfrutado antes que él, fue haber obtenido este triunfo de la tercera parte del mundo; porque otros habían alcanzado antes tercer triunfo; pero él, habiendo conseguido el primero de África, el segundo de la Europa y este tercero del Asia, parecía en cierta manera que en sus tres triunfos había abarcado toda la tierra.

XLVI.— Según los que están empeñados en compararle continuamente y para todo con Alejandro, no llegaba entonces su edad a treinta y cuatro años; pero en realidad rayaba en los cuarenta; ¡y ojalá hubiera terminado allí su vida mientras tuvo la fortuna de Alejandro!, porque desde este punto en adelante, el tiempo, si le ofreció alguna dicha, fue muy sujeta a la envidia, y las desgracias fueron intolerables; porque habiendo adquirido por los más honestos y convenientes medios el gran influjo de que gozaba en la república, con usar mal de él en favor de otros, cuanta autoridad conciliaba a éstos otro tanto perdía de su gloria, y con semejante condescendencia, sin advertirlo, quitaba a su propio poder toda la fuerza y eficacia; y así como las partes y puntos más defendidos de una ciudad, luego que han recibido a los enemigos comunican a éstos su fortaleza, de la misma manera, exaltado en la república César por la autoridad de Pompeyo, con aquello mismo que le sirvió contra los demás derribó y acabó con éste, lo que sucedió de esta manera.

Ya cuando Luculo llegó del Asia, tan mal tratado por Pompeyo como se ha dicho, el Senado le hizo la mejor acogida: y después de la vuelta de éste procuró mover y despertar su ambición para que otra vez tomara parte en el gobierno. Hallábase ya Luculo en cierta indiferencia para todo y muy tibio para volver a los negocios, por haberse entregado a los placeres y a las distracciones propias de los hombres ricos: sin embargo, al punto se animó contra Pompeyo, y, tomando sus cosas muy a pecho, en primer lugar alcanzó la confirmación de las providencias que éste le había revocado, y en el Senado tenía mucho más favor que él con el auxilio de Catón. Desquiciado, pues, y excluido por aquella parte, Pompeyo se vio en la precisión de acogerse a los tribunos de la plebe y de reunirse con los mozuelos, de los cuales Clodio, que era el más insolente y más osado de todos, lo puso a la merced del pueblo; de manera que, trayéndolo y llevándolo a su arbitrio de un modo que no convenía a la dignidad de tan autorizado varón, le hacía apoyar las leyes y decretos que proponía para adular a la plebe y ganarle sus aplausos; y a pesar de que con esto le degradaba, aun le pedía el premio como si le hiciera favor, habiéndole arrancado, por último, como tal el que abandonase a Cicerón, que era su amigo, y de quien en las cosas de la república había recibido importantes servicios; pues hallándose éste en peligro y habiendo acudido a valerse de su auxilio, ni siquiera se le dejó ver, sino que, haciendo cerrar el portón a los que venían en su busca, se marchó por un postigo y los dejó burlados; y Cicerón, temiendo el resultado de la causa, tuvo que huir de Roma.

XLVII.— Entonces César, que volvía del ejército, recurrió a un arbitrio que le granjeó por lo pronto aprecio, autoridad y poder para en adelante, pero que fue de gran ruina para Pompeyo y para la república. Iba a pedir el primer consulado, y como viese que, estando entre sí indispuestos Craso y Pompeyo, si se inclinaba al uno había de tener al otro por enemigo, puso por obra el reconciliarlos y hacerlos amigos; cosa por lo demás loable y muy política, pero intentada por él con mal objeto, y tan sagaz como traidoramente ejecutada; porque el poder de la república, que como en una nave regulaba los movimientos para que no se inclinase a un lado ni a otro luego que vino a un mismo punto y se hizo uno solo, constituyó una fuerza que sin resistencia ni oposición lo trastornó y destruyó todo. Así Catón, a los que eran de opinión de que la discordia ocurrida después entre César y Pompeyo había traído la ruina de la república les decía que se equivocaban echando la culpa a lo último, pues que no era su desunión y enemistad, sino su conformidad y concordia, la que había sido para la república la primera y más cierta causa de sus males. Porque fue César elegido cónsul, y dedicándose al punto a adular al desvalido y al pobre, propuso leyes para enviar colonias y repartir las tierras, prostituyendo la dignidad de su magistratura y convirtiendo el consulado en tribunado de la plebe. Opúsosele su colega Bíbulo, y como Catón se preparase a sostener con viveza su partido, trajo César al tribunal a Pompeyo a vista de todo el pueblo, y, saludándole, le preguntó si abogaría por las leyes, y contestóle que sí. «Pues si alguno —continuó— usase de fuerza contra ellas, ¿te pondrás de parte del pueblo en su auxilio?». «Sin duda —volvió a responder Pompeyo—; y contra los que amenacen con espadas traeré espada y escudo». Nunca Pompeyo había hecho o dicho hasta aquel punto cosa tan arrojada e insolente; tanto, que sus amigos hubieron de tomar su defensa, excusándole con que aquello no había sido más que un pronto; pero en todo cuanto después hizo se vio bien claro que se había entregado a César para cuanto se intentase. Porque al cabo de pocos días, cuando nadie podía esperar tal cosa, se casó con la hija de César, desposada con Cepión, con quien estaba a punto de casarse, y para templar de algún modo el disgusto de Cepión le propuso su propia hija, que antes había sido prometida a Fausto, hijo de Sila, y César se casó con Calpurnia, hija de Pisón.

XLVIII.— Llenó después de esto Pompeyo la ciudad de soldados, y ya todo lo obtenía por la fuerza; porque al cónsul Bíbulo, en ocasión de bajar a la plaza con Luculo y con Catón, saliéndole repentinamente al encuentro, le rompieron las fasces; uno de ellos vació sobre la cabeza del mismo Bíbulo una espuerta de basura, y dos tribunos de la plebe que le acompañaban fueron heridos. Con esto dejaron despejada la plaza de los que habían de hacerles oposición, Y sancionaron la ley del repartimiento de tierras, la cual les sirvió de cebo y golosina con el pueblo para tenerle pronto a todo cuanto malo intentaban, sin fijarse en nada ni pensar en más que en dar sin rebullir su voto a cuanto se proponía. Así fueron también sancionadas las disposiciones de Pompeyo sobre las que había sido la contienda con Luculo; a César se le concedieron la Galia cisalpina y transalpina y los Ilirios por cinco años, con la fuerza de cuatro legiones completas, y fueron designados cónsules para el año siguiente Pisón, suegro de César, y Gabinio, el más desmedido entre los aduladores de Pompeyo. En vista de estas cosas, Bíbulo estuvo ocho meses sin presentarse como cónsul, contentándose con pedir edictos, que no contenían más que invectivas y acusaciones contra ambos, y Catón, como inspirado y profeta, predecía en el Senado los males que habían de venir sobre la república y sobre Pompeyo. Por lo que hace a Luculo, al punto desistió y no se movió a nada, no hallándose ya en edad de llevar los negocios del gobierno, sobre lo que dijo Pompeyo que para un anciano aun era más intempestivo el darse a los deleites que el tomar parte en los negocios. Sin embargo, bien pronto se enmolleció él mismo con el amor de aquella jovencita, y por atender a ella y pasar en su compañía la vida en el campo y en los jardines se descuidó enteramente de lo que pasaba en la plaza pública hasta tal punto, que Clodio, tribuno entonces de la plebe, llegó a despreciarle y a meterse temerariamente en los negocios más arriesgados. Porque después que expelió a Cicerón y que envió a Catón a Chipre bajo el pretexto de mandar las armas, como viese, cuando ya César había marchado a la Galia, que el pueblo en todo le prefería y todo lo disponía y hacía según su voluntad, al punto intentó revocar algunas de las providencias de Pompeyo; arrebató a Tigranes, que se hallaba cautivo, y lo retuvo consigo, y movió causas a algunos de los amigos de Pompeyo, para hacer prueba en ellos del poder de éste. Finalmente, en ocasión de acudir al tribunal Pompeyo con motivo de cierta causa, teniendo él a su disposición una turba de hombres insolentes y desvergonzados se paró en un lugar muy público y les dirigió estas preguntas: «¿Quién es el general corrompido y disoluto? ¿Qué hombre anda en busca de un hombre? ¿Quién es el que se rasca la cabeza con un dedo?». Y ellos como si fuera un coro prevenido para alternar, al sacudir aquel la toga respondían a cada pregunta en voz alta: «Pompeyo».

XLIX.— Mortificaban en gran manera estas cosas a Pompeyo, nada acostumbrado a los insultos y poco ejercitado en esa especie de guerra, y le mortificaban más porque veía que el Senado se complacía en su humillación y, en que pagara la traición de que con Cicerón había usado. Sucedió después que hubo vivas en la plaza, hasta resultar algunos heridos, y se descubrió que un esclavo de Clodio, que se encaminaba a Pompeyo por entre los que le rodeaban, llevaba oculta una espada; y tomando de aquí pretexto, como, por otra parte, temiese la insolencia y los insultos de Clodio, ya no volvió a presentarse en la plaza mientras aquel ejerció su magistratura, sino que se encerró en su casa, discurriendo con sus amigos cómo haría para poner remedio al encono del Senado y de todos los buenos contra él. Con todo, a Culeón, que le propuso se separase de Julia y pasase al partido del Senado, renunciando a la amistad de César, no quiso darle oídos; pero con los que le propusieron la vuelta de Cicerón, hombre el más enemigo de Clodio y más amado del Senado, se mostró más dispuesto a condescender. Presentó, pues, en la plaza al hermano de aquel que era quien hacía la petición con una gran partida de tropa; y habiéndose venido a las manos y habido algunos muertos, por fin logró vencer a Clodio. Habiendo sido Cicerón restituido por una ley, al punto reconcilió al Senado con Pompeyo, y hablando en favor de la ley de abastos volvió a hacer a Pompeyo árbitro y dueño en cierto modo de cuanto por tierra y por mar poseían los Romanos, pues quedaron a sus órdenes los puertos, los mercados el comercio de granos y, en una palabra, todos los intereses de los navegantes; y labradores; sobre lo que decía Clodio, en tono de acusación, que no se había propuesto la ley porque hubiese carestía, sino que se había hecho que hubiese carestía para dar la ley, a fin que volviese y se recobrase como de un desmayo con esta nueva autoridad el poder de Pompeyo que andaba achacoso y decaído. Mas otros dicen haber sido esta comisión de Pompeyo pensamiento del cónsul Espínter, que quiso ponerle el estorbo de un mando más extenso para ser él mismo enviado en auxilio del rey Tolomeo. Con todo, el tribuno de la plebe Canidio hizo proposición de una ley, por la que se encargaba a Pompeyo el que, sin ejército, llevando sólo dos lictores, compusiera las desavenencias del rey con los de Alejandría; Pompeyo no se mostraba disgustado de la ley, pero el Senado la desechó, con la plausible causa de que temía por la persona de Pompeyo. Derramáronse en aquella ocasión papeles por la plaza y en el edificio del Senado, en los que se manifestaba haber pedido Tolomeo que se le diera por general a Pompeyo en lugar de Espínter, y Timágenes dice que Tolomeo se salió del Egipto sin necesidad, abandonándole a persuasión de Teófanes, para proporcionar a Pompeyo la ocasión de un mando y de adelantar en sus intereses; pero esto no bastó a hacerlo tan probable la perversidad de Teófanes como lo hizo increíble la índole de Pompeyo, cuya ambición no tuvo nunca un carácter tan maligno e iliberal.

L.— Creado prefecto de los abastos, para entender en su acopio y arreglo envió por muchas partes comisionados y amigos, y dirigiéndose él mismo por mar a la Sicilia, a la Cerdeña y al África, recogió gran cantidad de trigo. Iba a dar la vela para la vuelta a tiempo que soplaba un recio viento contra el mar; y aunque se oponían los pilotos, se embarcó el primero, y dio la orden de levantar el áncora diciendo: «El navegar es necesario, y no es necesario el vivir»; y habiéndose conducido con esta decisión y celo, llenó, favorecido de su buena suerte, de trigo los mercados y el mar de embarcaciones, de manera que aun a los forasteros proveyó aquella copia y abundancia, habiendo venido a ser como un raudal que, naciendo de una fuente, alcanzaba a todos.

LI.— En este tiempo habían ensalzado a César a grande altura las guerras de la Galia; y cuando se le tenía, al parecer, muy lejos de Roma, enredado con los Belgas, los Suevos y Britanos, a esfuerzos de su sagacidad y maña estaba, sin que nadie lo advirtiese, en mitad del pueblo, minando en los principales negocios el poder de Pompeyo. Porque haciendo de la fuerza militar el uso que de su cuerpo, la ejercitaba en aquellos combates como en una caza y persecución de fieras, no precisamente contra los bárbaros, sino con la mira ulterior de hacerla invicta y temible. El oro, la plata y todos los demás despojos y riquezas recogidos en gran copia de los enemigos, todo lo enviaba a Roma, y tentando y agasajando con dádivas a los ediles, a los pretores, a los cónsules y a sus mujeres, se ganó la amistad de muchos de ellos; de manera que, habiendo pasado los Alpes y venido a invernar en Luca, sin contar la inmensa muchedumbre que de toda clase de gentes concurrió a visitarle, del orden senatorio fueron doscientos los que acudieron, y entre ellos Pompeyo y Craso; de procónsules y pretores se llegaron a ver a su puerta hasta ciento y veinte fasces. A los demás los despidió colmándolos de esperanzas y de presentes, pero entre Pompeyo, Craso y él mediaron ajustes: que se pedirían los consulados para los dos primeros, en lo que les auxiliaría César, enviándoles muchos de sus soldados para aumentar los votos, y que inmediatamente que fuesen elegidos harían entre si mismos el repartimiento de las provincias y mando de los ejércitos, y confirmarían a César en las provincias que tenía por otros cinco años. Como este convenio se hubiese divulgado, los principales ciudadanos lo llevaron a mal; y Marcelino les preguntó a los dos en junta pública si pedirían el consulado. Y clamando muchos por que contestasen, el primero que respondió fue Pompeyo, diciendo que quizás lo pediría y quizás no lo pediría; pero Craso, con mayor política, dijo que haría lo que creyese ser de mayor utilidad pública. Estrechaba Marcelino a Pompeyo; y como fuese mucho lo que gritaba, le salió éste al encuentro diciéndole que era el más injusto de los hombres en no mostrársele agradecido, pues que, por él, de taciturno se había hecho hablador, y de pobre había venido a estado de vomitar de harto.

LII.— Desistieron los demás de aspirar al consulado; pero Catón, no obstante, persuadió y alentó a Lucio Domicio para que no desmayara: «Porque la contienda —decía— no es por la magistratura, sino por la libertad contra los tiranos». Pompeyo y su partido temieron el tesón de Catón, no fuera que, teniendo por suyo a todo el Senado, atrajera y mudara la parte sana del pueblo; por lo cual no permitieron que Domicio bajase a la plaza, sino que, habiendo apostados hombres armados, dieron muerte al esclavo que iba delante con luz y ahuyentaron a los demás, habiendo sido Catón el último que se retiró, herido en el codo derecho por haberse puesto a defender a Domicio. Habiendo llegado al consulado por tan mal camino, no se portaron en lo demás con mayor decencia, sino que, manifestándose dispuesto el pueblo a elegir por pretor a Catón, en el acto de votar disolvió Pompeyo la asamblea bajo el pretexto de agüeros, y después apareció nombrado Vatinio, sobornadas con dinero las tribus. Después propusieron leyes por medio del tribuno de la plebe Trebonio, en virtud de las cuales decretaron a César otro quinquenio, según lo convenido; a Craso le dieron la Siria y el mando del ejército contra los Partos, y al mismo Pompeyo toda el África y una y otra España, con cuatro legiones, de las cuales puso dos a disposición de César, que las pidió para la guerra de las Galias. Por lo que hace a Craso, al punto partió a su provincia, concluido el año de consulado; pero Pompeyo, construido ya su teatro, celebró para dedicarlo, juegos gimnásticos y de música y combates de fieras, en los que perecieron quinientos leones; sobre todo, el combate de elefantes fue un terrible espectáculo.

LIII.— Sin embargo de que con estas demostraciones públicas se granjeó la admiración y el aprecio, volvió entonces a incurrir en no menor envidia, porque confiando a lugartenientes amigos suyos los ejércitos y las provincias, él pasaba la vida en casas de recreo de Italia, yendo con su mujer de una parte a otra, o porque estuviese enamorado de ella, o porque siendo amado no se sintiese con fuerzas para dejarla, pues también esto se dice, y era voz común que aquella joven amaba desmedidamente a su marido; aunque no sería por la edad de Pompeyo, sino que la causa era, a lo que parece, la continencia de éste, que después de casado no se distraía con otras mujeres, y aun su misma gravedad, que no le hacía desagradable en el trato, y, antes, tenía para las mujeres un cierto atractivo, si no hemos de dar por falso el testimonio de la cortesana Flora. Sucedió en esto que en los comicios edilicios vinieron a las manos algunos, y habiendo muerto no pocos alrededor de Pompeyo tuvo que mudar las ropas por habérsele llenado de sangre; y habiendo sido grande el bullicio y la priesa de los esclavos que llevaban las ropas, como la mujer, que se hallaba encinta, los viese y observase que la toga estaba manchada de sangre, le dio un desmayo, del que tardó mucho tiempo en volver, y al fin malparió de resultas de aquel alboroto y pesadumbre; con lo cual aun los que más vituperaban la amistad de Pompeyo con César no culparon ya el amor que tenía a su mujer. Hízose otra vez embarazada, y habiendo dado a luz una niña, murió del parto, y ésta le sobrevivió muy pocos días. Disponía Pompeyo dar sepultura al cadáver en su Quinta Albana; pero el pueblo hizo que se llevara al Campo de Marte, más bien por compasión a aquella jovencita que por obsequio a Pompeyo o a César; y aun entre ellos, más parte parece haber dado el pueblo de aquel honor a César, con estar distante, que a Pompeyo, que se hallaba presente. Porque al punto sobrevinieron borrascas en la ciudad y se conmovió la república, suscitándose voces sediciosas apenas faltó entre ambos aquel deudo, que más bien había tenido encubierta que apagada la ambición encontrada de uno y otro. Llegó al cabo la noticia de haber perecido Craso en la guerra con los Partos, y desapareció este grande estorbo para que viniera sobre Roma la guerra civil, porque, temiéndole ambos, en sus repartos tenían que guardar cierta justicia. Mas después que la fortuna quitó de delante el tercero que pudiera entrar en la lid, se estaba ya en el caso de usar de esta expresión de la comedia:

¡Cómo se unge el uno contra el otro
y las manos con polvo se refriegan!

¡Tan poca cosa es aun la misma fortuna para la ambición humana!, pues que no alcanzaba a saciar sus deseos, visto que tan grande extensión de mando y tanta copia de felicidad no puede contentar a dos solos hombres, sino que con oír y leer que todo está distribuido entre los dioses, y cada uno goza de su particular honor, creían, sin embargo, que para ellos, con no ser más de dos, no les bastaba todo el imperio de los Romanos.

LIV.— Pompeyo había dicho de si en cierta ocasión, arengando al pueblo, que había obtenido todas las magistraturas mucho antes de lo que había esperado y se había desposeído de ellas mucho antes de lo que se esperaba; y en verdad que deponen en su favor los licenciamientos de sus ejércitos. Recelaba entonces que César no depusiese al tiempo debido su autoridad, y buscaba cómo ponerse en seguro respecto de él con magistraturas políticas, sin hacer innovación alguna ni dar a entender que desconfiaba, sino que, más bien, no hacía cuenta y lo miraba con desdén. Mas cuando vio que las magistraturas no se distribuían como parecía conveniente, por haber sido sobornados los ciudadanos, hizo por que la república cayera en la anarquía, con lo que al punto corrió la voz de la necesidad de un dictador de la cual el primero que se atrevió a hablar en público fue Lucilio, tribuno de la plebe, excitando al pueblo a que nombrase a Pompeyo. Opúsosele Catón, y estuvo en poco el que aquél no perdiese el tribunado; mas en cuanto a Pompeyo, muchos de sus amigos se presentaron a defenderle de que ni solicitaba ni siquiera apetecía aquella dignidad. Púsose en esto Catón a hacer su elogio y a exhortarle a que tomara parte en el restablecimiento del orden, y avergonzado entonces se dedicó a este objeto, quedando elegidos cónsules Domicio y Mesala. Volvióse a caer otra vez en la anarquía, y como tomase mayor incremento la idea de nombrar dictador, siendo muchos los que la proponían, temiendo Catón y los suyos no lo arrancaran por fuerza, resolvieron, concediendo a Pompeyo una magistratura legítima, apartarle de aquella ilimitada y tiránica; Bíbulo, enemigo declarado de Pompeyo, fue el primero que abrió dictamen en el Senado para que éste fuera nombrado cónsul único, porque, o la república saldría del presente desorden, o serviría al ciudadano más ilustre. Fue oída con sorpresa la proposición a causa del que la hacía, y levantándose Catón, según se esperaba, para contradecirle, luego que se hizo silencio, dijo: que él no habría manifestado aquel dictamen; pero una vez presentado por otro, creía que convenía adoptarlo, pues prefería cualquiera mando a la anarquía y juzgaba que ninguno gobernaría mejor que Pompeyo en semejante confusión. Adoptólo, pues, el Senado, y se decretó que Pompeyo, en calidad de cónsul, mandase solo, y si necesitase de colega eligiera al que fuera de su aprobación, mas no antes de dos meses. Nombrado y designado Pompeyo cónsul en esta forma por Sulpicio, que mandaba en el interregno, saludó con mucha expresión a Catón, reconociendo que le estaba muy agradecido, y le pidió que fuera su asesor particular durante su mando; pero Catón se desdeñó de que Pompeyo le diese gracias, pues que nada de lo que dijera lo había dicho por consideración a su persona, sino a la república, y que sería en particular su asesor si le llamaba, pero que si no le llamase diría en público lo que creyese conveniente. Este era el carácter de Catón en todo negocio.

LV.— Habiendo Pompeyo entrado en la ciudad se casó con Cornelia, hija de Metelo Escipión, que no se hallaba soltera, sino que había quedado viuda poco antes de Publio, hijo de Craso, muerto también en la guerra de los Partos, con quien casó doncella. Tenía esta joven muchas prendas que la hacían amable además de su belleza, porque estaba muy versada en las letras, en tañer la lira y en la geometría y había oído con fruto las lecciones de los filósofos. Agregábanse a esto unas costumbres libres de la displicencia y afectación con que tales conocimientos suelen echar a perder la índole de las jóvenes; y en su padre, tanto por razón de linaje como por su opinión personal, no había nada que tachar. Con todo, este enlace no agradaba a algunos, por la desigualdad de edades, siendo la de Cornelia más propia para haberla casado con su hijo. Otros, mirándolo por el aspecto del decoro y la conveniencia, creían que Pompeyo no había mirado por el bien de la república, que agobiada de males le había elegido como médico, entregándose toda en sus manos; y él, en tanto, se coronaba y andaba en sacrificios de boda, cuando debía reputar a calamidad aquel consulado que no se le habría concedido tan fuera del orden legítimo si la patria se hallara en estado de prosperidad. Presidía a los juicios sobre cohechos y sobornos, y al proponer los decretos contra los comprendidos en las causas, en todo lo demás se condujo con gravedad y entereza, dando a los tribunales, en los que tenía puesta guardia, seguridad, decoro y orden; pero habiendo de ser juzgado su suegro Escipión, llamó a su casa a los trescientos setenta jueces y les rogó estuvieran en su favor, y el acusador se apartó de la causa por haber visto a Escipión ir acompañado desde la plaza por los mismos jueces. Empezóse, por tanto, a murmurar otra vez de él, y más que, habiendo prohibido por ley Las alabanzas de los que sufrían un juicio, él mismo se presentó a hacer el elogio de Planco; y Catón, que casualmente era uno de los jueces, tapándose con las manos los oídos, dijo que no era razón escuchar unas alabanzas contra ley, por lo cual se le recusó antes de dar su voto; pero Planeo fue, sin embargo, condenado por todos los demás, con vergüenza de Pompeyo. De allí a pocos días, Hipseo, varón consular, contra quien se seguía una causa, se Puso a esperar a Pompeyo cuando del baño pasaba a la cena, e imploró su favor echándose a sus pies; pero él pasó sin hacer caso, diciendo que ninguna otra cosa adelantaría sino que se le echara a perder la cena, con lo que se atrajo la nota de no guardar igualdad. Todas las demás cosas las puso perfectamente en orden y eligió por colega, a su suegro para los cinco meses que restaban. Decretóse en su obsequio que conservaría las provincias por otro cuatrienio, y percibiría cada año mil talentos para el vestuario y manutención de las tropas.

LVI.— Tomando de aquí ocasión, los amigos de César solicitaban que también éste sacara algún partido después de tan continuados combates por el acrecentamiento de la república. Porque, o bien era acreedor al segundo consulado, o bien a que se le prorrogase el tiempo del mando, para que no fuera otro y le arrebatara la gloria de sus afanes, sino que la autoridad y el honor fuesen de quien los había merecido con sus sudores. Habiéndose reunido a tratar de este asunto, Pompeyo, como para desvanecer por afecto la envidia que podría suscitarse contra César, dijo haber recibido cartas de éste en las que mostraba desear que se le diese sucesor y se le relevase del mando, pero que no habría inconveniente en que se le admitiese a pedir en ausencia el consulado. Opúsose a esto Catón, diciendo que después de reducido César a la clase de particular, y de haber depuesto las armas, verían los ciudadanos qué era lo que correspondía, y como Pompeyo, en lugar de insistir, se hubiese dado por vencido, fue mayor la sospecha que hizo concebir a muchos de sus disposiciones respecto a César. Reclamó además, de éste, las tropas que le había concedido, bajo pretexto de la Guerra Pártica, y él, no obstante saber la mira con que se pedían aquellos soldados, se los envió, después de haberlos regalado con largueza.

LVII.— Por este tiempo, como Pompeyo hubiese enfermado de cuidado en Nápoles, y recobrado la salud, los napolitanos, por inspiración de Praxágoras, hicieron sacrificios públicos por su restablecimiento, e imitando este ejemplo los de los pueblos vecinos fue de unos en otros corriendo toda Italia, y no hubo ciudad, grande ni pequeña, que no hiciese fiestas por muchos días. Fuera de esto, no había lugar que bastase para los que le salían al encuentro por todas partes, sino que los caminos, las aldeas y los puertos estaban llenos de gentes que hacían sacrificios y banquetes. Muchos le salían a recibir con coronas y antorchas y le acompañaban derramando flores sobre él, de manera que su vuelta y todo su viaje fue uno de los espectáculos más magníficos y brillantes que se han visto; y así, se dice no haber sido ésta la menor de las causas que atrajeron la guerra civil. Porque el exceso de esta satisfacción dio mayor calor al orgullo con que ya pensaba acerca de los negocios; y creyéndose dispensado de aquella circunspección que hasta allí había afianzado y dado estabilidad a sus prósperos sucesos, se entregó a una ilimitada confianza y al desprecio del poder de César, como que ya no necesitaba de armas ni de una gran diligencia contra él, sino que aun le había de ser más fácil entonces el destruirlo que le había sido antes el levantarlo. Concurrió además de esto haber venido Apio de la Galia, trayendo las tropas que Pompeyo había dado a César, y haber empezado a apocar las hazañas de éste, desacreditándole en sus conversaciones y diciendo que el mismo Pompeyo no llegaba a conocer todo el valor de su poder y gloria buscando apoyo en otras armas contra César, cuando con las suyas propias podía destruirle apenas se dejase ver, ya que tanto era el odio con que miraban a César y tan grande la inclinación que tenían a Pompeyo; éste se engrió de manera y llegó a tal extremo de descuido con la excesiva confianza, que se burlaba de los que temían la guerra; a los que le decían que si viniese César no veían con qué tropas se le podría resistir, sonriéndose y poniendo un semblante desdeñoso les contestaba que no tuvieran cuidado ninguno, «pues en cualquier parte de Italia —decía— que yo dé un puntapié en el suelo brotarán tropas de infantería y caballería».

LVIII.— Ya César daba calor con más viveza a los negocios, no apartándose mucho de la Italia, enviando continuamente a Roma soldados suyos para que votaran en las asambleas y ganando y corrompiendo con intereses a muchos de los magistrados, de cuyo número era el cónsul Paulo, traído a su facción con mil quinientos talentos; el tribuno de la plebe Curión, a quien redimió de inmensas deudas, y Marco Antonio, que por la amistad de Curión participó también para las suyas. Díjose entonces que un tribuno de los que habían venido del ejército de César, hallándose a la puerta del Senado y llegando a entender que éste no prorrogaría a César el tiempo de su mando, echó mano a la espada diciendo: «Pues ésta lo prorrogará»; y a esto se dirigía cuanto se hacía y meditaba. Con todo, las proposiciones e instancias de Curión en cuanto a César parecían más moderadas, porque pedía una de dos cosas: o que Pompeyo también renunciara, o que no se quitaran a César las tropas, pues de este modo, o reducidos a la clase de particulares estarían a lo justo, o conservándose rivales permanecerían como estaban, cuando ahora el que quería debilitar al otro doblaba por lo mismo su poder. Ocurrió después que Marcelo apellidó ladrón a César, y fue de parecer que se le tuviera por enemigo si no deponía las armas; mas, con todo, Curión pudo obtener, con Antonio y con Pisón, que se decidiera este asunto en el Senado, porque propuso que pasaran al otro lado todos los que fueran de opinión de que sólo César dejara las armas y Pompeyo retuviera el mando, y pasaron la mayor parte. Propuso otra vez que se hiciera la misma diligencia, pasando a su lado los que quisieran que ambos depusieran las armas y ninguno de los dos quedara con mando, y a la parte que hacía por Pompeyo sólo pasaron veintidós, pasando a la de Curión todos los restantes. Éste, como si hubiera ganado una victoria, corrió lleno de gozo a presentarse al pueblo, que le recibió con grande algazara, derramando sobre él coronas y flores. Pompeyo no asistió al Senado porque los que mandan ejércitos no entran en la ciudad; pero Marcelo se levantó, diciendo que ya nada oiría desde su asiento, pues al ver que estaban en marcha diez legiones, habiendo pasado los Alpes, enviaría quien se les opusiese en defensa de la patria.

LIX.— En consecuencia de esto mudaron los vestidos como en un duelo, y Marcelo, marchando desde la plaza a verse con Pompeyo, adonde le siguió el Senado, puesto ante aquel: «Te mando —le dijo— ¡oh Pompeyo! que defiendas la patria, empleando las tropas que se hallan reunidas y levantando otras». Y lo mismo le dijo Léntulo, otro de los cónsules designados para el año siguiente. Empezó Pompeyo a entender en esta última operación; pero unos no obedecían, algunos pocos se reunieron lentamente y de mala gana, y los más clamaban por la disolución del ejército, por haber leído Antonio ante el pueblo, contra la voluntad del Senado, una carta de César que contenía una especie de apelación obsequiosa a la muchedumbre. Proponía en ella que, dimitiendo ambos sus provincias y licenciando las tropas, quedaran a disposición de la república, dando razón de su administración; pero Léntulo, ya cónsul, no reunía el Senado, y Cicerón, que acababa de llegar de la Cilicia, trató de una transacción, por la cual César, saliendo de la Galia y dejando todas las demás tropas, esperaría en el Ilirio con dos legiones el consulado. Como todavía lo repugnase Pompeyo, aun se recabó de los amigos de César que no fuese más que una legión; pero opúsose Léntulo, y gritando Catón que Pompeyo lo erraba y se dejaba otra vez engañar, la transacción no tuvo efecto.

LX.— Corrió en esto la voz de que César, habiéndose apoderado de Arímino, ciudad populosa de la Italia, venía contra Roma con todo su ejército; pero esta noticia era falsa, porque hacia su marcha con solos trescientos caballos y cinco mil infantes, no habiendo tenido por conveniente aguardar a las demás tropas que estaban del otro lado de los Alpes, con la mira de acometer a los contrarios cuando estuviesen perturbados y desprevenidos, sin darles tiempo para que se apercibieran a la pelea. Habiendo, pues, llegado al río Rubicán, que era el límite de su provincia, se paró pensativo y estuvo por algún tiempo meditando lo atrevido de su empresa. Después, como los que de un precipicio se arrojan a una gran profundidad, cerró la puerta a todo discurso, apartó los ojos del peligro, y sin articular más palabras que esta expresión en lengua griega: Tirado está el dado, hizo que las tropas pasaran el río. Apenas se divulgó la noticia, la turbación, el miedo y el asombro se apoderaron de Roma como nunca antes; el Senado partió corriendo en busca de Pompeyo, y también acudieron las autoridades. Preguntó Tulo acerca del ejército y tropas; y respondiéndole Pompeyo con inquietud, y como quien no está muy seguro, que tenía prontos los soldados, que, habían venido del ejército de César, y pensaba reunir en breve los que ya estaban alistados, que serían unos treinta mil, exclamó Tulo: «¡Nos engañaste, oh Pompeyo!»; y fue de dictamen que se enviara a César una embajada. Un tal Favonio, hombre, por otra parte, de bondad, pero a quien con ser arrojado e insolente le parecía que imitaba la libertad y entereza de Catón, dijo entonces a Pompeyo: «Esta es la hora de que des aquel puntapié en el suelo, haciendo brotar las tropas que prometiste»; y tuvo que aguantar con mansedumbre esta impertinencia. Mas recordándole Catón lo que al principio había predicho acerca de César, le contestó que, si bien Catón había profetizado mejor, él había procedido con mayor candor y amistad.

LXI.— Aconsejaba Catón que se nombrara a Pompeyo generalísimo con la más plena autoridad, añadiendo que el que había causado grandes males solía ser el más propio para remediarlos, y al punto partió para Sicilia, que era la provincia que le había tocado, marchando también los demás a las que les había cabido en suerte. Como se hubiese sublevado toda la Italia, era grande la perplejidad acerca de lo que debía hacerse, porque los que andaban fugitivos por diferentes partes se vinieron a Roma; y los habitantes de ésta la abandonaron, a causa de que en semejante tormenta y turbación lo que podía ser útil carecía de fuerza, y sólo prevalecía la indocilidad y desobediencia a los que mandaban; pues no había modo de calmar el miedo, ni dejaban a Pompeyo que pensase por sí solo lo conveniente, sino que cada uno trataba de inspirarle la pasión que a él le dominaba, de miedo, de pesar o de agitación. Así, en un mismo día dominaban resoluciones contrarias, y no le era posible saber nada de cierto de los enemigos, porque cada uno venía a anunciarle lo que casualmente ola, y se incomodaba si no le daban crédito. Decretó, pues, que se estaba en sedición, y mandó que le siguiesen todos los que pertenecían al partido del Senado, con la amenaza de que serían tenidos por Cesarianos los que se quedasen, y ya a la caída de la tarde salió de la ciudad. Los cónsules, sin haber hecho los sacrificios solemnes que preceden a la guerra, huyeron, y aun en medio de tan infaustas circunstancias era Pompeyo, en cuanto al amor del pueblo hacia él, un hombre feliz; pues con haber muchos que abominaban aquella guerra, ninguno miraba con odio al general, y en mayor número eran los que seguían por no poder resolverse a abandonar a Pompeyo que los que huían con él por amor a la libertad.

LXII.— De allí a pocos días llegó César a Roma, y apoderándose a fuerza de ella trató a todos con apacibilidad y mansedumbre; sólo al tribuno de la plebe Metelo, que se oponía a que tomara fondos del erario público, le amenazó de muerte, añadiendo a la amenaza otra expresión más dura todavía, pues le dijo que a él el costaría más el decirlo que el hacerlo. Habiendo retirado de este modo a Metelo, y tomado lo que le pareció necesitar, se puso a perseguir a Pompeyo, apresurándose a arrojarlo de Italia antes que le llegaran las tropas de España. Ocupó éste a Brindis, y teniendo a su disposición copia de naves hizo embarcar inmediatamente a los cónsules, y con ellos treinta cohortes, para mandarlos con anticipación a Dirraquia, y a su suegro Escipión y a Gneo, su hijo, los envió a la Siria para disponer otra escuadra. Por lo que hace al mismo Pompeyo, aseguró las puertas; colocó en las murallas las tropas ligeras; mandó a los habitantes de Brindis que no se movieran de sus casas; de la parte de adentro abrió fosos por toda la ciudad, y a la entrada de las calles puso en ellas estacas con punta, a excepción de dos solas, por las que tenía bajada al mar. Al tercer día había ya embarcado con calma todas las tropas, y, dando repentinamente la señal a los que estaban en la muralla, se le incorporaron sin dilación y se entregó al mar. César, luego que vio desamparada la muralla, conoció que se retiraban, y, puesto a perseguirlos, estuvo en muy poco que no cayese en las celadas; pero habiéndoselo advertido los habitantes de Brindis, se guardó de entrar en la ciudad, y, dando la vuelta, halló que todos se habían dado a la vela, a excepción de dos barcos que no contenían más que unos cuantos soldados.

LXIII.— Colocan todos los demás esta retirada de Pompeyo entre las más delicadas operaciones militares; pero César mostró maravillarse de que, ocupando una ciudad fuerte, esperando las tropas de la España y siendo dueño del mar, desmantelase y abandonase la Italia. El mismo Cicerón le reprende de que hubiese preferido el método de defensa de Temístocles al de Pericles, cuando las circunstancias eran semejantes a las de éste, y no a las de aquél. Como quiera, en las obras manifestó César que temía mucho la dilación y el tiempo, pues habiendo tomado cautivo a Numerio, amigo de Pompeyo, lo envió a Brindis a tratar de paz con equitativas condiciones; pero Numerio se embarcó con Pompeyo. En consecuencia de estos sucesos, habiéndose hecho César dueño de toda Italia en solos sesenta días, sin haber derramado una gota de sangre, su primera determinación fue ir en seguimiento de Pompeyo; pero faltándole las embarcaciones, convirtió su atención y su marcha a la España para ver de incorporar a las suyas aquellas tropas.

LXIV.— En este tiempo juntó Pompeyo considerables fuerzas, de las cuales las de mar eran del todo irresistibles, porque tenía quinientos buques de guerra, y de transportes y guardacostas un número excesivo; en caballería había reunido la flor de los Romanos e Italianos hasta en número de siete mil hombres, superiores en riqueza, en linaje y en valor. La infantería era mercenaria, y, necesitando de instrucción, la disciplinó, de asiento en Berea, no ocioso por su parte, sino concurriendo a los ejercicios como si se hallase en la más vigorosa juventud; era, en efecto, de gran peso para inspirar confianza el ver a Pompeyo Magno en la edad de cincuenta y ocho años maniobrar armado, ora con la infantería y ora con la caballería, desenvainar la espada sin trabajo en medio del galope del caballo y volverla a envainar con facilidad, y en tirar al blanco mostrar no sólo buen tino, sino también pujanza para lanzar los dardos a una distancia de la que pocos de los jóvenes podían pasar. Habían acudido a él los reyes y los próceres de las naciones, y de Roma un número tal de los primeros personajes, que parecía tener el Senado entero cerca de sí. Concurrió también Labeón, abandonando a César, de quien era amigo, y con quien había hecho la guerra en las Galias, e igualmente Bruto, hijo de aquel a quien Pompeyo hizo perecer en la Galia, varón de elevado ánimo y que nunca antes había saludado ni aun dado la palabra a Pompeyo, por matador de su padre, pero al que se sometió entonces, mirándole como libertador de Roma. Cicerón, aunque en sus escritos y sus consejos había manifestado diferente opinión, tuvo a menos no ser del número de los que exponían la vida por la patria. Acudió, yendo hasta la Macedonia; así mismo Tidio Sextio, varón sumamente anciano y que había perdido una pierna, al cual, mientras los demás se reían y burlaban, corrió a abrazar Pompeyo, levantándose de su asiento, por creer que no podía haber para él testimonio más lisonjero que el que los imposibilitados por la edad y por las fuerzas prefirieran a su lado el peligro a la seguridad que en otra parte tendrían.

LXV.— Celebróse Senado; y como, siendo Catón quien abrió dictamen, se decretase que no debía quitarse la vida a ningún romano sino en formal combate, ni saquearse ciudad alguna que se conservase obediente a los Romanos, ganó con esto mayor aprecio el partido de Pompeyo, pues aun aquellos a quienes no alcanzaba la guerra, o por vivir distantes o por preservarlos de ella su oscuridad y pobreza, ayudaban a lo menos con la voluntad y en sus conversaciones se ponían de parte de lo justo, creyendo que era enemigo de los dioses y los hombres el que no sintiera placer en que venciese Pompeyo. Sin embargo, también César se acreditó de benigno en medio de la victoria, pues habiendo tomado y vencido las fuerzas de Pompeyo en España, no hizo más que descartarse de los caudillos y valerse de los soldados; y habiendo vuelto a pasar los Alpes, corrió la Italia, llegó a Brindis en el solsticio del invierno, pasó el mar y se dirigió a Órico, desde donde, teniendo cautivo a Jovio, amigo de Pompeyo, le mandó con embajada a éste para excitarle a que, reuniéndose ambos en un día determinado, disolviesen todos los ejércitos y, hechos amigos con juramento solemne, volviesen a la Italia. Tuvo este paso Pompeyo por nueva asechanza, y, bajando con prontitud hacia el mar, ocupó terrenos y sitios que sirvieran de firme apoyo a su infantería, y puertos y desembarcaderos cómodos para los que arribasen por el mar; de manera que todo viento era próspero a Pompeyo para que le llegaran víveres, tropas y caudales. César, que no había podido ocupar sino lugares desventajosos, tanto por tierra como por mar, solicitaba los combates, acometía a las fortificaciones y provocaba a los enemigos por todas partes, llevando por lo común lo mejor, alcanzando ventajas en estos encuentros, y sólo en una ocasión estuvo para ser derrotado y para perder el ejército, pues en ella peleó Pompeyo con gran valor, hasta haberlos rechazado a todos, con muerte de unos dos mil; y no los forzó, entrando con los Cesarianos en el campamento, o porque no pudo, o, mejor, porque le detuvo el miedo. Así es que se refiere haber dicho César a sus amigos: «Hoy la victoria era de los enemigos, si hubieran tenido vencedor».

LXVI.— Engreídos con este suceso, los del partido de Pompeyo querían se diese pronto una batalla decisiva; pero Pompeyo, aunque a los reyes y a los caudillos que no se hallaban allí les escribía en tono de vencedor, temía el resultado de una batalla, esperando del tiempo y de la escasez y carestía triunfar de unos enemigos invictos en las amias y acostumbrados largo tiempo a vencer en unión, pero desalentados ya por la vejez para toda otra fatiga militar, como las marchas, las mudanzas de campamento y la formación de trincheras, que era por lo que no pensaban más que en acometer y venir a las manos cuanto antes. Pompeyo, hasta aquel punto, había podido con la persuasión contener a los suyos; pero cuando César, después de la batalla referida, estrechado de la carestía, tuvo que marchar por el país de los Atamanes a la Tesalia, no pudo ya contener la temeridad de los suyos, quienes, gritando que César huía, unos proponían que se marchara en pos de él y se le persiguiera, y otros, que se diera la vuelta a Italia, y aun algunos enviaban a Roma sus domésticos y sus amigos a que les tomaran casa cerca de la plaza, corno que ya iban a pedir las magistraturas. Muchos se apresuraron a hacer viaje a Lesbo para pedir albricias a Cornelia de que estaba concluida la guerra: porque Pompeyo, para tenerla en mayor seguridad; la había enviado allá. Reunióse, pues, el Senado, y Afranio fue de opinión de que se ocupara la Italia; porque además de ser ella el premio principal de aquella guerra, a los que la dominaran se arrimarían al punto la Sicilia, la Cerdeña, la Córcega, la España y toda la Galia, no siendo, por otra parte, razón desatender el que debía ser objeto principal de Pompeyo, a saber: la patria, que le tendía las manos por verse escarnecida y en servidumbre de los esclavos y aduladores de los tiranos. Mas Pompeyo creía que ni para su gloria conducía el huir segunda vez de César y ser perseguido pudiendo perseguir, ni era justo abandonar a Escipión ni a los demás consulares esparcidos por la Grecia y la Tesalia, que al punto habían de venir a poder de César con grandes caudales y muchas tropas, y que el mejor modo de cuidar de Roma era el que la guerra se hiciese lejos de allí, para que, libre y exenta de males, esperara al vencedor.

LXVII.— Tomada esta resolución, marchó en seguimiento de César, con ánimo de rehusar batalla, contentándose con cercarle y quebrantarle por medio de la falta de víveres, yéndole siempre al alcance, lo que juzgaba también conveniente por otro respecto; había, efectivamente llegado a sus oídos la especie, difundida entre la caballería, de que sería del caso, después de deshecho César, acabar con él mismo, y aun algunos dicen que por esta razón no se valió Pompeyo de Catón para ninguna cosa de importancia, sino que al partir contra César lo dejó en la costa del mar encargado del bagaje, no fuera que, quitado César de en medio, quisiera al punto obligarle a que depusiera el mando. Viéndole andar de este modo en pos de los enemigos, se le culpaba públicamente de que no era a César a quien hacía la guerra, sino a la patria y al Senado, para mandar siempre y no dejar de tener por sus criados y satélites a los que eran dignos de dominar toda la tierra; y Domicio Enobarbo, con llamarle siempre Agamenón y rey de reyes, concitaba más la envidia contra él. Érale no menos molesto que cuantos usaban de indiscretas e importunas libertades aquel Favonio, con sus pesadas burlas, diciendo: «Camaradas, en todo este año no probaréis los higos de Tusculano». Lucio Afranio, el que perdió las tropas de España, por lo que habla contra él la sospecha de traición, viendo entonces a Pompeyo esquivar la batalla prorrumpió en la expresión de que se admiraba cómo sus acusadores andaban tan tardos en acometer al que apellidaban mercader de provincias. Con estas y otras semejantes expresiones violentaron a un hombre que no sabía sobreponerse a la opinión del vulgo, ni a la censura de sus amigos, a adoptar sus esperanzas y sus planes, apartándose de la prudente determinación que había seguido, cosa que no hubiera debido suceder ni a un capitán de barco, cuanto más a un general de tantas tropas y tantas naciones. Pompeyo, pues, que alababa entre los médicos a los que nunca condescendían con los antojos de los dolientes, en esta ocasión cedió a la parte enferma del ejército, temiendo hacerse desabrido por la salud de la patria. Porque ¿cómo tendría nadie por cuerdos a unos hombres que en las marchas y en los campamentos soñaban con los consulados y las preturas, ni a Espínter, Domicio y Escipión, entre quienes había riñas por la dignidad de pontífice máximo de César?, como si tuvieran acampado al frente al armenio Tigranes o al rey de los Nabateos, y no a aquel mismo César y aquellos soldados que habían tomado por fuerza a mil ciudades, habían sujetado más de trescientas naciones y, habiendo sido siempre invictos en tantas batallas con los Germanos y los Galos, que no tenían número, habían tomado mas de un millón de cautivos y dado muerte en batalla campal a un millón de hombres.

LXVIII.— Sin embargo de ver determinado a Pompeyo, desasosegados e inquietos, le obligaron luego que llegaron a la llanura de Farsalia a tener un consejo, en el cual Labieno, general de la caballería, levantándose el primero, juró que no se retiraría de la batalla sin haber puesto en huída a los enemigos, y lo mismo juraron todos. En aquella noche le pareció a Pompeyo entre sueños que al entrar él en el teatro aplaudió el pueblo, y él después adornó con muchos despojos el templo de Venus Nicéfora. Esta visión en parte le alentaba y en parte le causaba inquietud, no fuera que por ocasión de él resultara gloria y esplendor al linaje de César, que subía hasta Venus. Suscitáronse además en el campamento ciertos terrores pánicos que le hicieron levantar. A la vigilia de la mañana resplandeció sobre el campamento de César, donde todo estaba en quietud, una gran llama, en la que se encendió una antorcha, que fue a parar al campamento de Pompeyo, y se dice que César vio este portento a tiempo que recorría las guardias.

Por la mañana muy temprano, antes de disiparse las tinieblas, disponía hacer marchar de allí su ejército, y, cuando ya los soldados recogían las tiendas y enviaban delante los bagajes y los asistentes, vinieron las escuchas anunciando observarse en el campamento del enemigo que se andaba con armas de una parte a otra y aquel movimiento y ruido que causan hombres que salen a dar batalla, y después de éstos llegaron otros diciendo que los primeros soldados estaban ya formados. César, al oír esto, diciendo haber llegado el deseado día en que iban a pelear con hombres y no con el hambre y la miseria, mandó que al punto se colocara delante de su pabellón la túnica de púrpura, porque ésta es entre los Romanos la señal de batalla. Los soldados, al verla, dejando las tiendas, con algazara y regocijo corrieron a las armas, y los tribunos, formándolos como en un coro en el orden que convenía, pusieron a cada uno en su propio lugar, sin arrebato ni confusión.

LXIX.— Tomó Pompeyo para sí el ala derecha, habiendo de tener al frente a Antonio; en el centro colocó a su suegro Escipión, contrapuesto a Lucio Albino, y Lucio Domicio mandó el ala izquierda, reforzada con el grueso de la caballería, que casi toda había cargado a aquella parte para envolver a César y destrozar la legión décima, que tenía la fama de ser la más valiente, y en la que acostumbraba colocarse César en las batallas. Cuando éste vio sostenida por tanta caballería la izquierda de los enemigos, temió la fortaleza de su armadura y sacó de su retaguardia seis cohortes, colocándolas a espaldas de la legión décima, con orden de que no se movieran y procuraran ocultarse a los enemigos, mas cuando acometiese la caballería salieran con precipitación por entre la primera línea y no tiraran las lanzas, como suelen hacerlo los más esforzados para venir cuanto antes a las espadas, sino que dirigieran los golpes hacia arriba, para herir en la cara y en los ojos a los enemigos: porque aquellos lindos y graciosos bailarines no sólo no aguardarían, sino que ni aun sufrirían por causa de su belleza ver el hierro delante de los ojos. Estas eran las disposiciones que daba César. Pompeyo, descubriendo desde su caballo el orden y formación de los enemigos, cuando vio que éstos esperaban tranquilos el momento y oportunidad sin moverse de sus filas, siendo así que su ejército no se mantenía con la misma quietud, sino que, lleno de ardor, empezaba por su impericia a desordenarse, temiendo que enteramente se le desbandase en el principio de la batalla dio orden a los de primera línea de que, permaneciendo firmes e inmóviles, recibieran en aquella manera a los enemigos. César reprende esta orden y esta operación militar, porque con ella se debilita la fuerza que adquieren los golpes en la carrera y aquel encuentro de los enemigos unos con otros, que es el que da impulso y entusiasmo y aumenta la cólera con la gritería y el mayor ímpetu, quitado lo cual los hombres pierden el ardor y se enfrían. Las fuerzas de César consistían en unos veintidós mil hombres, y las de Pompeyo eran poco más del doble de este número.

LXX.— Dada la señal de una y otra parte, cuando las trompetas comenzaron a excitar al encuentro, de los de la muchedumbre cada uno pensó sólo en sí mismo; pero unos cuantos Romanos, lo mejor entre ellos, y algunos Griegos que se hallaron presentes fuera de la batalla, al ver que se acercaba el momento terrible, se pusieron a meditar sobre el trance a que la codicia y ambición habían traído a la república. Armas de un mismo origen, ejércitos entre sí hermanos, las mismas insignias y el valor y poder de una misma ciudad iban a chocar consigo mismos, demostrando cuán ciega y loca es la condición humana en sus pasiones: porque si querían mandar y gozar tranquilamente de lo adquirido, la mayor y más apreciable parte del mar y de la tierra les estaba sujeta, y si todavía tenían ansia y sed de trofeos y triunfos podían saciarla en las Guerras Párticas y Germánicas. Quedaba además ancho campo a sus hazañas en la Escitia y en la India, pudiéndoles servir de pretexto el dar civilización a naciones bárbaras. Porque ¿qué caballería de los Escitas, qué saetas de los Partos, o qué riquezas de los Indios serían bastantes a contener setenta mil Romanos que acometieran armados estas regiones bajo el mando de Pompeyo y de César, cuyos nombres habían llegado a sus oídos antes que supieran que había Romanos? ¡Tantas, tan varias y feroces eran las naciones hasta donde habían penetrado victoriosos! Y entonces se habían buscado para hacerse uno a otro la guerra, sin que sirviera para contenerlos ni el celo de su propia gloria, por la que se habían olvidado hasta de la compasión que debían tener a la patria, habiéndose apellidado invictos hasta aquel día. Porque el parentesco antes contraído, las gracias de Julia y aquel enlace luego se vio que no habían sido más que unas prendas falaces y sospechosas de una sociedad formada en provecho común, sin que hubiera entrado en ella, ni por mínima parte, la verdadera amistad.

LXXI.— Luego que la llanura de Farsalia se llenó de hombres, de caballos y de armas, y que de una y otra parte se dieron las señales de la batalla, el primero que salió corriendo de las líneas de César fue Gayo Crasiano, que mandaba una compañía de ciento veinte hombres, cumpliendo de este modo a César la promesa que le había hecho; porque habiéndole éste visto al salir del campamento, saludándole por su nombre, le preguntó qué pensaba de la batalla, y él, alargándole la mano, exclamó: «Vencerás gloriosamente, César, y hoy habrás de alabarme o vivo o muerto». Teniendo fijas en la memoria estas palabras, se adelantó llevando a muchos consigo, y se arrojó en medio de los enemigos. Peleóse desde luego con las espadas, y como con muerte de muchos intentase penetrar las filas de los enemigos, uno de éstos le metió la espada por la boca, con tal fuerza, que le salió por la nuca. Muerto Crasiano, ya después se peleaba con igualdad; sino que Pompeyo no movió con la conveniente celeridad su derecha, deteniéndose a mirar a una y otra parte, esperando la acometida de la caballería. Ya ésta marchaba en cuerpo para envolver a César y había conseguido impeler sobre su batalla los pocos caballos que ante ella tenía formados; pero habiendo dado César la señal, su caballería se retiró, acudiendo al punto las cohortes destinadas a oponerse a aquella operación, que venían a constar de unos tres mil hombres, se dirigieron con ímpetu contra los enemigos, y contrarrestando a la caballería usaron de las lanzas hacia arriba, como se les había prevenido, para herir en la cara. A aquellos soldados bisoños, sin experiencia de ningún género de combate y desprevenidos para el que sufrían, no teniendo de él ninguna idea, les faltó valor y sufrimiento para aguantar unos golpes dirigidos a los ojos y al rostro, por lo que, volviendo grupa y cubriéndose los ojos con las manos, huyeron ignominiosamente. Luego que éstos se quitaron de delante, los Cesarianos ya no pensaron más en ellos, sino que marcharon contra la infantería por aquella parte por donde habiendo quedado más débil con la falta de los caballos daba mayor facilidad para ser cercada y envuelta. Acometiendo, pues, por el flanco, y la legión décima por el frente, ni sostuvieron éstos ni guardaron orden, viendo que cuando esperaban haber envuelto a los enemigos eran ellos los que experimentaban esta suerte.

LXXII.— Rechazados éstos, cuando Pompeyo vio la polvareda y conjeturó lo sucedido a la caballería, es imposible decir cómo se quedó, ni cuál fue su pensamiento; antes, semejante a un hombre fuera de si y enteramente alelado, sin acordarse de que era Pompeyo Magno, y sin hablar una palabra, paso entre paso se encaminó al campamento en términos de venirle muy acomodados estos versos:

Zeus, en Ayante, desde su alto asiento,
tal terror infundió, que helado, absorto,
echó a la espalda, el reforzado escudo
y atrás volvió mirando a todas partes.

Entrando de la misma manera en su tienda, se sentó taciturno, hasta que llegaron muchos persiguiendo a los que huían; porque entonces, prorrumpiendo en sola esta expresión: «¿Conque hasta mi campamento?» y sin decir ninguna otra cosa, tomó las ropas que a su presente fortuna convenían y salió de él. Huyeron asimismo las demás legiones, y fue grande en el campamento la mortandad de los que custodiaban los equipajes y de los asistentes; de los soldados dice Asinio Polión, que se halló con César en la batalla, que sólo murieron unos seis mil. Tomaron el campamento y entonces vieron la locura y vanidad de los enemigos, porque las tiendas estaban coronadas de arrayán, tapizadas de flores y con mesas llenas de vasos preciosos; veíanse tazas rebosando de vino, y todo el adorno y aparato eran más bien de hombres que hacían sacrificios y celebraban fiestas que de soldados armados para la batalla. Pervertidos hasta este punto en sus esperanzas y llenos de una vana confianza, salieron al combate.

LXXIII.— Pompeyo, a los pocos pasos que hubo andado desde el campamento, dejó el caballo, siendo en muy corto número las personas que le seguían; como nadie le persiguiese, caminaba despacio, pensando en lo que era natural pensase un hombre acostumbrado por treinta y cuatro años continuos a vencer y mandar a todos, y que entonces por la primera vez probaba lo que era ser vencido y huir. Contemplaba que en una hora había perdido aquella gloria y aquel poder que había ido creciendo con peligros, combates y continuas guerras, y que el mismo que poco antes era guardado con tantas armas, caballos y tropas caminaba ahora tan abatido y desamparado, que podía ocultarse a los enemigos que le buscaban. Pasó por delante de Larisa, y habiendo llegado al valle de Tempe se echó en tierra de bruces aquejado de la sed bebió en el río, levantóse y continuó marchando por el valle hasta que llegó al mar. Pasó allí lo que restaba de la noche, reposando en la barraca de unos pescadores, y al amanecer, embarcándose en una lanchita de río, admitió en ella a los hombres libres que le seguían, mandando a los esclavos que se fueran a presentar a César y no temieran. Iba costeando, y vio una nave grande de comercio que estaba para dar la vela, de la que era capitán un ciudadano romano, de ningún trato con Pompeyo, pero al que conocía de vista; llamábase Peticio. Este, en la noche anterior, había visto entre sueños a Pompeyo, no como otras muchas veces, sino como abatido y apesadumbrado. Habíalo así referido a sus pasajeros, según la costumbre de entretenerse con semejantes conversaciones los que están de vagar. En esto, uno de los marineros se presentó diciendo haber visto que venía de tierra un barquichuelo de río y que unos hombres que en él se hallaban les hacían señas, sacudiendo las ropas y les tendían las manos. Levantóse Peticio, y habiendo conocido al punto a Pompeyo, como le había visto entre sueños, dándose una palmada en la cabeza, mandó a los marineros que echaran el bote, y alargando la diestra llamaba a Pompeyo, conjeturando ya por la disposición en que le veía la terrible mudanza de su suerte. Así, sin aguardar súplicas ni otra palabra alguna, recogiéndole, y a los que con él venían, que eran los dos Léntulos y Favonio, se hizo al mar; y habiendo visto al cabo de poco al rey Deyótaro, que por tierra venía hacia ellos, también le recibieron. Llegó la hora de la cena, la que dispuso el maestre de la nave con lo que a mano tenía; y viendo Favonio que Pompeyo, por falta de sirvientes, había empezado a lavarse a si mismo, corrió a él y le ayudó a lavarse y ungirse, y de allí en adelante continuó ungiéndole y sirviéndole en todo lo que los esclavos a sus amos, hasta lavarle los pies y aparejarle la comida, tanto, que alguno, al ver la naturalidad, la sencillez y pronta voluntad con que se hacían aquellos oficios, no pudo menos de exclamar:

¡Cómo todo está bien al hombre grande!

LXXIV.— Navegando de esta manera a Anfípolis, pasó desde allí a Mitilena con el objeto de recoger a Cornelia y a su hijo. Luego que tocó en la orilla de la isla mandó a la ciudad un mensajero, no cual Cornelia esperaba, según las noticias que lisonjeramente le habían anticipado y se le habían escrito, dándole a entender que, terminada la guerra en Dirraquio, no le quedaba a Pompeyo otra cosa que hacer que perseguir a César. Entretenida con estas esperanzas, la sorprendió el mensajero, que ni siquiera tuvo fuerzas para saludarla, sino que dándole a entender con sus lágrimas, más que con palabras, lo grande y excesivo de aquella calamidad, le dijo que se apresurase si quería ver a Pompeyo con una sola nave, y esa, ajena. Al oírlo cayó en tierra, y permaneció largo rato fuera de sí sin sentido; costó mucho que volviese, y cuando estuvo en su acuerdo, hecha cargo de que el tiempo no era de lamentos y de lágrimas, corrió por la ciudad al mar. Salióla a recibir Pompeyo, y habiendo tenido que recogerla en sus brazos acongojada y a punto de desmayarse: «Veo —exclamó— ¡oh Pompeyo! en ti, no la obra de tu fortuna, sino de la mía, al mirar arrojado en un miserable barco al que antes de casarse con Cornelia había surcado este mismo mar con quinientas naves. ¿Por qué has venido a verme, y no has abandonado a su infeliz suerte a la que te ha traído semejante desventura? ¡Cuán dichosa hubiera sido yo habiendo muerto antes de recibir la noticia de haber perecido a manos de los Partos Publio, mi primer marido! ¡Y cuán cuerda y avisada si por seguirle me hubiera, como lo intenté, quitado la vida! Quedé con ella para venir ahora a ser la ruina de Pompeyo Magno».

LXXV.— Dícese que éstas fueron las voces en que prorrumpió Cornelia, y que Pompeyo le respondió de esta manera: «Tú ¡oh Cornelia! No has conocido más que la buena fortuna, la que quizá te ha engañado por haber permanecido conmigo más tiempo que el que tiene de costumbre; pero es menester llevar esta suerte, pues que a todo está sujeta la condición humana, y probar otra vez fortuna, no debiendo desesperar de recobrar lo pasado el que de aquella altura ha descendido a esta bajeza». Sacó Cornelia de la ciudad los intereses y la familia, y habiendo salido los Mitileneos a saludar a Pompeyo, rogándole que entrase en la población, no se prestó a ello, sino que les previno que obedeciesen al vencedor, confiando en él, porque César era benigno y de buena condición. Volviéndose después al filósofo Cratipo, que había bajado a verle, le dirigió algunas expresiones, con que reprendía la Providencia, a las que cedió Cratipo, procurando llamarle a mejores esperanzas por no hacerse molesto e impertinente si entonces le contradecía. Porque se hubiera seguido preguntarle Pompeyo sobre la Providencia y tener él que contestarle que las cosas habían llegado a punto de ser absolutamente necesario que uno solo mandase en el Estado a causa del mal gobierno, repreguntándole luego: «¿Cómo o con qué pruebas se nos haría ver que tú ¡oh Pompeyo! usarías mejor de la fortuna si hubieras sido el vencedor?». Pero conviene dar de mano a estas cosas y a todo lo que toca a los dioses.

LXXVI.— Tomando, pues, con sigo la mujer y los amigos, continuó su viaje, arribando a los puntos que era necesario para proveerse de agua y víveres, y siendo Atalia, de la Panfilia, la primera ciudad en que entró. Llegáronle allí algunas galeras de la Cilicia y empezó a levantar tropas, teniendo ya cerca de sí otra vez unos sesenta del orden senatorio. Habiéndose anunciado que la escuadra se mantenía, y que Catón, habiendo reunido muchos de los soldados, pasaba al África, empezó a lamentarse con sus amigos, reprendiéndose de haberse dejado violentar para combatir con las tropas de tierra, no empleando para nada el recurso mayor que sin disputa tenía, y de no haberse aproximado a la armada, para tener prontas, si por tierra sufría algún descalabro, unas fuerzas navales de tanta consideración: pues ni Pompeyo pudo cometer mayor yerro, ni César valerse de medio más acertado que el de haber trabado la batalla a tanta distancia de los socorros marítimos. Mas, en fin, precisado a dar pasos y sacar algún partido del estado presente, a unas ciudades envió embajadores, y pasando él mismo a otras recogía fondos y tripulaba las naves; pero temiendo la celeridad y presteza del enemigo, no fuera que le sobrecogiese antes de allegar los preparativos, andaba examinando dónde podría hallar por lo pronto asilo y refugio. Puestos a deliberar, no veían provincia que les ofreciese seguridad; por lo que hace a reinos, el mismo Pompeyo indicó el de los Partos como el más propio para recibirlos y protegerlos mientras eran débiles, y para rehacerlos después y habilitarlos con nuevas fuerzas. De los demás, algunos volvían la consideración hacia África y el rey Juba; pero a Teófanes de Lesbo le parecía una locura, no distando el Egipto más que tres días de navegación, no hacer cuenta de él ni de Tolomeo, que, aunque todavía mocito, debía haber heredado la amistad y gratitud paterna, e ir a entregarse en manos de los Partos gente del todo desleal e infiel, y que el mismo que no quería tener el segundo lugar respecto de un ciudadano romano, su deudo, siendo el primero respecto de todos los demás, ni exponerse a probar la moderación de aquél, hiciera dueño de su persona a un Arsácida, que no pudo serlo de la de Craso mientras tuvo vida, y llevar una mujer joven de la casa de los Escipiones a un país bárbaro, entre gentes que hacen consistir el poder en el insulto y la disolución. Pues aunque nada sufriese, podía parecer que lo había sufrido por haber estado entre gente por lo común desmandada, lo que es terrible. Dícese que esto sólo fue lo que retrajo a Pompeyo de seguir la marcha hacia el Éufrates, si es que ésta fue resolución de Pompeyo y no fue su mal hado el que le inclinó a este otro camino.

LXXVII.— Luego que prevaleció el parecer de ir a Egipto, dando la vela de Chipre en una trirreme seléucida con su mujer, y siguiéndole los demás, unos con embarcaciones menores y otros en transportes, hizo la travesía sin accidente alguno; pero habiendo sabido que Tolomeo se hallaba en Pelusio haciendo la guerra a su hermana, hubo de detenerse, enviando persona que anunciara al rey su llegada y le pidiera benigna acogida. Tolomeo era muy jovencito, y Potino, que era el árbitro de los negocios, juntó en consejo a los de mayor autoridad, que la tenían los que él quería, y les mandó dijera cada uno su dictamen. ¡Era cosa bien triste que sobre la suerte de Pompeyo Magno hubieran de decidir el eunuco Potino, Teódoto de Quío, llamado por su salario para ser maestro de retórica, y el egipcio Aquilas. Porque estos consejeros eran los principales entre los demás camareros y ayos, y Pompeyo, que no tenía por digno de su persona ser deudor de su salud a César, estaba esperando al áncora lejos de tierra la resolución de semejante senado. Los pareceres fueron del todo opuestos, diciendo unos que se le desechase, y otros, que se le llamara y recibiera; pero Teódoto, haciendo muestra de su habilidad y pericia en la materia, demostró que ni en lo uno ni en lo otro había seguridad, porque de recibirle tendrían a César por enemigo y a Pompeyo por señor, y de desecharle incurrirían en el odio de Pompeyo por la expulsión, y en el de César por tener todavía que perseguirle; así que lo mejor era mandarle venir y matarle, pues de este modo servirían al uno y no tenían que temer al otro, añadiendo con sonrisa, según dicen, que hombre muerto no muerde.

LXXVIII.— Así se determinó, y Aquilas tomó a su cargo la ejecución, el cual, llevando consigo a un tal Septimio, que en otro tiempo fuera tribuno a las órdenes de Pompeyo, a otro que había sido centurión, llamado Salvio, y tres o cuatro criados, se dirigió a la nave de Pompeyo. Habían pasado y reunídose en ella los principales de su comitiva para estar presentes a lo qué ocurriese, y cuando vieron que el recibimiento no era ni regio ni brillante, como Teófanes se lo había hecho esperar, viniendo sólo unos cuantos hombres en un barquichuelo de pescador, ya les pareció sospechosa la poca importancia que se les daba y aconsejaron a Pompeyo sacara la nave a alta mar hasta ponerse fuera de alcance; pero en esto, atracando ya el barquichuelo, se levantó el primero Septimio, saludó en lengua romana a Pompeyo con el título de emperador, y Aquilas, saludándole en griego, le instó para que pasase a su barco, porque había mucho cieno y por allí no tenía para su galera bastante profundidad el mar, y además abundaba de bancos de arena. Veíase al mismo tiempo que se aprestaban algunas de las naves del rey y que se coronaban de tropas la orilla; de manera que no les era dado huir aunque mudaran de propósito, y, por otra parte, si tenían dañadas intenciones, con la desconfianza defenderían su injusticia. Saludando, pues, a Cornelia, que muy de antemano lloraba su muerte, dio orden de que se embarcara primero a dos centuriones, a su liberto Filipo y un esclavo llamado Escita, y al darle la mano Aquilas, volviéndose a su mujer y a su hijo, recitó aquellos yambos de Sófocles:

Quien al palacio del tirano fuere
esclavo es suyo aun cuando libre parta.

LXXIX.— Habiendo sido ésta las últimas palabras que pronunció, descendió al barco, y como mediase bastante distancia desde la galera a tierra, y ninguno de los que iban con él le hubieran dirigido siquiera una expresión de agasajo, poniendo la vista en Septimio, «Paréceme —le dijo— haberte conocido en otro tiempo siendo mi compañero de armas»; a lo que le contestó bajando sólo la cabeza, sin pronunciar palabra ni poner siquiera buen semblante; por tanto, como se guardase por todos un gran silencio, sacó Pompeyo un libro de memoria y se puso a leer un discurso que había escrito en griego para hacer uso de él con Tolomeo. Cuando arribaban a tierra, Cornelia, que, llena de agitación e inquietud, había subido con los amigos de Pompeyo a la cubierta de la nave, para ver lo que pasaba, concibió alguna esperanza al observar que muchos de los cortesanos salían al desembarco como para honrarle y recibirle. En esto, al tomar Pompeyo la mano de Filipo para ponerse en pie con mayor facilidad, Septimio fue el primero que por la espalda le pasó con un puñal, y enseguida desenvainaron también sus espadas Salvio y Aquilas. Pompeyo, echándose la toga por el rostro con entrambas manos, nada hizo ni dijo indigno de su persona, sino que solamente dio un suspiro, aguantando con entereza los golpes de sus asesinos. Y habiendo vivido cincuenta y nueve años, al otro día de su nacimiento terminó su carrera.

LXXX.— Los de las naves, habiendo visto su muerte, movieron un llanto que llegó a oírse desde la tierra, y levantando áncoras huyeron con precipitación. Ayudábalos un recio viento cuando ya estaban en alta mar, por lo que, aunque los Egipcios quisieran perseguirlos, desistieron de su propósito. Al cadáver de Pompeyo le cortaron la cabeza, arrojando el cuerpo desnudo a tierra desde el barquichuelo y dejándolo que fuera espectáculo de los que quisiesen verlo. Estúvose a su lado Filipo hasta que se cansaron de mirarlo; después, lavándolo en el mar y envolviéndolo en una miserable ropa suya, por no tener otra cosa, se puso a registrar por la orilla, y descubrió los despojos de una lancha gastados ya por el tiempo, pero bastante todavía para la mezquina hoguera de un cadáver, y aun éste no entero. Mientras los recogía y amontonaba, hallándose allí cerca un Romano ya de edad, que había hecho sus primeras campañas con Pompeyo cuando todavía era joven: «¿Quién eres —le dijo— tú, que tienes el cuidado de dar sepultura a Pompeyo Magno?». Respondióle que un liberto suyo: «Pues no has de ser tú solo —continuó— el que le preste tan debido oficio: admíteme a mí a la parte de este tan piadoso encuentro, para no tener tanto de qué culpar a mi suerte en esta ausencia de la patria, gozando entre tantas aflicciones el consuelo de tocar e incinerar con mis manos al mayor capitán que ha tenido Roma». Estos fueron los funerales de Pompeyo.

Al día siguiente, Lucio Léntulo, que sin saber nada de lo sucedido navegaba de Chipre y aportó a tierra, luego que vio la hoguera de un cadáver, y que al lado de ella estaba Filipo, al que aún no había conocido: «¿Quién es —dijo— el que cumplido su hado reposa en esta tierra? ¡Quizá tú —continuó— oh Pompeyo Magno!»; y habiendo desembarcado de allí a poco le prendieron y dieron muerte. Así acabó Pompeyo.

De allí a breve tiempo llegó César al Egipto, que se había manchado con tales crímenes, y al que le presentó la cabeza de aquel le tuvo por abominable, volviendo el rostro por no verle; presentáronle también el sello, y al tomarlo lloró. Estaba en él grabado un león con la espada en la mano. A Aquilas y Potino les hizo dar muerte, y, habiendo sido el rey vencido en una batalla junto al río, no se volvió a saber de él. A Teódoto el Sofista no le alcanzó la venganza de César, porque huyó del Egipto, andando errante y aborrecido de todos; pero Marco Bruto, en el tiempo en que mandó después de haber dado muerte a César, le encontró en el Asia, y habiéndole hecho sufrir toda clase de tormentos le quitó la vida.

Las cenizas de Pompeyo fueron entregadas a Cornelia, que, llevándolas a Roma, las depositó en el Campo Albano.

COMPARACIÓN DE AGESILAO Y POMPEYO

I.— Expuestas las vidas, recorramos con el discurso rápidamente los caracteres que distinguen al uno del otro, entrando en la comparación, y son de esta manera. En primer lugar, Pompeyo subió al poder y a la gloria por el medio más justo, promoviéndose a sí mismo y auxiliando eficaz y poderosamente a Sila para libertar la Italia de tiranos; y Agesilao, en el modo de entrar a reinar, no parece que carece de reprensión, ni para con los dioses, ni para con los hombres, haciendo declarar bastardo a Leotíquidas, cuando su hermano lo había reconocido por legítimo, e interpretando de un modo ridículo el oráculo sobre la cojera. En segundo lugar, Pompeyo perseveró honrando a Sila mientras vivió, y después de muerto cuidó de su entierro, oponiéndose a Lépido, y con Fausto, hijo de aquel, casó su propia hija; y Agesilao alejó de sí y mortificó el amor propio de Lisandro bajo ligeros pretextos, siendo así que Sila no recibió menos favores de Pompeyo que los que dispensó a éste, cuando Lisandro hizo a Agesilao rey de Esparta y general de toda la Grecia. En tercer lugar, las faltas de Pompeyo en política nacieron de su deferencia al parentesco, pues en las más tuvo por socios a César y Escipión, sus suegros; y Agesilao, a Esfodrias, que era reo de muerte por la injusticia hecha a los Atenienses, le arrancó del suplicio sólo en obsequio del amor de su hijo; y a Fébidas, que quebrantó los tratados hechos con los Tebanos, le dio abiertamente favor y auxilio por este mismo agravio. Finalmente, en cuantas cosas es acusado Pompeyo de haber causado perjuicios a la república romana por mala vergüenza o por ignorancia, en otras tantas Agesilao, por encono y rivalidad, irrogó daños a los Lacedemonios, encendiendo la guerra de la Beocia.

II.— Y si ha de entrar en cuenta con estos yerros, la fortuna que vino por ocasión de Pompeyo fue inesperada para los Romanos, mientras que cuando Agesilao a los Lacedemonios, que lo habían oído, y estaban por tanto enterados, no les dejó precaverse del reino cojo: pues aunque mil veces hubiera sido convencido Leotíquidas de extraño y bastardo, no hubiera faltado a la línea Euripóntide, rey legitimo y firme de pies, si Lisandro no hubiera echado un tenebroso velo sobre el oráculo por favorecer a Agesilao. Ahora, por lo que hace al recurso que excogitó Agesilao en la dificultad que causaban los que habían huido en la batalla de Leuctras, que fue el de mandar que por aquel día durmiesen las leyes, jamás se inventó otro igual, ni tenemos ninguno de Pompeyo a que compararle. Por el contrario, éste ni siquiera daba valor a las leyes que él mismo había dictado cuando se trataba de hacer ver a los amigos la grandeza de su poder; pero aquel, puesto en el estrecho de desatar las leyes por salvar a los ciudadanos, encontró medio para que aquellos no perjudicasen y para no desatarlas porque perjudicaban. También pongo en cuenta de la virtud política de Agesilao otro rasgo inimitable, cual fue haber levantado mano de sus hazañas en el Asia apenas recibió la orden de los Éforos, pues no sirvió a la república al modo de Pompeyo en aquello sólo que a él le hacía grande, sino que, mirando únicamente al bien de la patria, abandonó un poder y una gloria a los que antes ni después llegó ningún otro, a excepción de Alejandro.

III.— Tomando ya en consideración otra especie de autoridad, que es la militar y guerrera, en el número de los trofeos, en la grandeza de los ejércitos que mandó Pompeyo y en la muchedumbre de batallas dadas de poder a poder de las que salió vencedor, me parece que ni el mismo Jenofonte había de comparar con las victorias de aquel las de Agesilao, con ser así que por sus demás cualidades sobresalientes se le concede como un premio particular el que pueda escribir y decir cuanto quiera en loor de este grande hombre. Entiendo además que fueron también muy diferentes en el benigno modo de haberse con los enemigos, pues éste, por querer esclavizar a Tebas y asolar a Mesena, la una de igual condición que su patria, y la otra metrópoli de su linaje, le faltó casi nada para perder a Esparta; por de contado le hizo perder el imperio; y aquel a los piratas que se mostraron arrepentidos les concedió ciudades, y a Tigranes, rey de los Armenios, a quien tuvo en su poder para conducirle en triunfo, lo hizo aliado de la república, diciendo que la gloria verdadera valía más que la de un día. Mas si el prez del valor de consumado general se ha de conceder a las mayores hazañas y a las más irreprensibles disposiciones de guerra, el Lacedemonio deja tras de sí al Romano, porque, en primer lugar, no abandonó ni desamparó la ciudad al invadirla los enemigos con un ejército de setenta mil hombres, cuando él tenía pocas tropas y éstas vencidas recientemente, y Pompeyo, sin más que por haber tomado César con sólo cinco mil trescientos hombres una ciudad de Italia, abandonó Roma de miedo, o cediendo cobardemente a tan pocos, pensando sin fundamento que fuesen en mayor número. Solícito además en recoger sus hijos y su mujer, huyó, dejando en orfandad a los demás ciudadanos, siendo así que debía, o vencer peleando por la república, o admitir las condiciones que propusiera el vencedor, que era un ciudadano y su deudo; y no que ahora, al que tenía por cosa dura prorrogarle el tiempo del mando le dio con esto mismo motivo para decir a Metelo, al tiempo de apoderarse de Roma, que tenía por sus cautivos a él y a todos sus habitantes.

IV.— Tiénese por la más sobresaliente prenda de un bien general el que cuando es superior precise a los enemigos a pelear, y cuando le falten fuerzas no se le precise contra su voluntad; y haciéndolo así, Agesilao se conservó siempre invicto; y del mismo modo, César cuando era inferior no contendió con Pompeyo para no ser derrotado; pero cuando se vio superior le obligó a ponerlo todo en riesgo, haciéndole pelear con solas las tropas de tierra, con lo que en un punto se hizo dueño, de caudales, de provisiones y del mar. Recursos de que aquél abundaba sin combatir; y la defensa que de esto quiere hacerse es el mayor cargo de un general tan acreditado, pues el que un caudillo que empieza a mandar sea intimidado y acobardado por los alborotos y clamores de los que le rodean, para no poner por obra sus acertadas determinaciones, es llevadero y perdonables; pero en un Pompeyo Magno, de cuyo campamento decían los Romanos que era la patria, el Senado y el Pretorio, llamando apóstatas y traidores a los que en Roma obedecían y a los que hacían las funciones de pretores y cónsules, en este caudillo, a quien no habían visto nunca ser mandado de nadie, sino que todas las campañas las había hecho de generalísimo. ¿Quién podrá sufrir el que por las chocarrerías de Favonio y Domicio y porque no le llamaron Agamenón hubiese sido violentado a poner a riesgo el imperio y la libertad? Y si sólo miraba a la vergüenza e ignominia del momento presente, debió hacer frente en el principio y combatir en defensa de Roma; y no que, después de haber hecho entender que aquella fuga era un golpe maestro como el de Temístocles, tuvo luego por una afrenta el dilatar la batalla en la Tesalia. Porque no le había señalado ningún dios las llanuras de Farsalia para que fueran el estadio y teatro donde lidiase por el imperio, ni tampoco se le mandó con pregón que allí o combatiera o dejara a otro la corona, sino que el ser dueño del mar le proporcionaba otros campos, millares de ciudades y la tierra toda, si hubiera querido imitar a Máximo, a Mario, a Luculo y al mismo Agesilao; el cual no sufrió menos contradicciones en Esparta por el empeño de que combatiera con los Tebanos, que les ocupaban el país, ni dejó de tener que aguantar en Egipto calumnias y recriminaciones de parte del rey, cuando le persuadía que era conveniente no aventurarse. Usando, por tanto, a su albedrío del más acertado consejo, no sólo salvó a los Egipcios contra la propia voluntad de ellos y conservó siempre en pie a Esparta en medio de tales agitaciones, sino que además erigió en la ciudad un trofeo contra los Tebanos, preparando que otra vez pudieran vencer por el mismo hecho de no dejarse violentar cuando ellos querían perderse. Así, Agesilao mereció las alabanzas de los mismos que antes le violentaban por verse salvos, y Pompeyo, errando por condescender con otros, tuvo por acusadores a los mismos a quienes cedió. Dicen, sin embargo, algunos en su defensa que fue engañado por su suegro, porque, queriendo ocultar y apropiarse los caudales traídos del Asia, precipitó la batalla con el pretexto de que ya no había fondos; mas aun cuando así pasase, no debió dejarse engañar un general, ni tampoco, inducido con tanta facilidad en error, poner tan grandes intereses en el tablero. Estos son los puntos de vista desde los cuales considerarnos, en cuanto a estas cosas, a uno y otro.

V.— Al Egipto el uno se encaminó en huída por necesidad, y el otro ni honesta ni precisamente por interés, para tener con que hacer la guerra a los Griegos con lo que ganara luchando con los bárbaros. Después de esto, de aquello mismo de que nosotros, en cuanto a Pompeyo, hacernos cargo a los Egipcios, hacen éstos cargo a Agesilao; pues si aquel fue injustamente asesinado por fiarse, éste abandonó a los que se fiaban de él y se pasó a los que hacían la guerra a aquellos mismos a quienes, había ido a dar auxilio.

ALEJANDRO Y GAYO JULIO CÉSAR

I.— Habiéndonos propuesto escribir en este libro la vida de Alejandro y la de César, el que venció a Pompeyo, por la muchedumbre de hazañas de uno y otro, una sola cosa advertimos y rogamos a los lectores, y es que si no las referimos todas, ni aun nos detenemos con demasiada prolijidad en cada una de las más celebradas, sino que cortamos y suprimimos una gran parte, no por esto nos censuren y reprendan. Porque no escribimos historias, sino vidas; ni es en las acciones más ruidosas en las que se manifiestan la virtud o el vicio, sino que muchas veces un hecho de un momento, un dicho agudo y una niñería sirven más para pintar un carácter que batallas en que mueren millares de hombres, numerosos ejércitos y sitios de ciudades. Por tanto, así como los pintores toman para retratar las semejanzas del rostro y aquellas facciones en que más se manifiesta la índole y el carácter, cuidándose poco de todo lo demás, de la misma manera debe a nosotros concedérsenos el que atendamos más a los indicios del ánimo, y que por ellos dibujemos la vida de cada uno, dejando a otros los hechos de grande aparato y los combates.

ALEJANDRO

II.— Que Alejandro era por parte de padre Heraclida, descendiente de Carano, y que era Eácida por parte de madre, trayendo origen de Neoptólemo, son cosas en que generalmente convienen todos. Dícese que iniciado Filipo en Samotracia juntamente con Olimpíade, siendo todavía jovencito, se enamoró de ésta, que era niña huérfana de padre y madre, y que se concertó su matrimonio tratándolo con el hermano de ella, llamado Arimbas. Parecióle a la esposa que antes de la noche en que se reunieron en el tálamo nupcial, habiendo tronado, le cayó un rayo en el vientre, y que de golpe se encendió mucho fuego, el cual, dividiéndose después en llamas, que se esparcieron por todas partes, se disipó. Filipo, algún tiempo después de celebrado el matrimonio, tuvo un sueño, en el que le pareció que sellaba el vientre de su mujer, y que el sello tenía grabada, la imagen de un león. Los demás adivinos no creían que aquella visión significase otra cosa sino que Filipo necesitaba una vigilancia más atenta en su matrimonio; pero Aristandro de Telmeso dijo que aquello significaba estar Olimpíade encinta, pues lo que está vacío no se sella, y que lo estaba de un niño valeroso y parecido en su índole a los leones. Vióse también un dragón, que estando dormida Olimpíade se le enredó al cuerpo, de donde provino, dicen, que se amortiguase el amor y cariño de Filipo, que escaseaba el reposar con ella; bien fuera por temer que usara de algunos encantamientos y maleficios contra él, o bien porque tuviera reparo en dormir con una mujer que se había ayuntado con un ser de naturaleza superior. Todavía corre otra historia acerca de estas cosas, y es que todas las mujeres de aquel país, de tiempo muy antiguo, estaban iniciadas en los Misterios Órficos y en las orgías de Baco; y siendo apellidadas Clodones y Mimalones, hacían cosas muy parecidas a las que ejecutan las Edónides y las Tracias, habitantes del monte Hemo; de donde habían provenido el que el verbo q x se aplicase a significar sacrificios abundantes y llevados al exceso. Pues ahora Olimpíade, que imitaba más que las otras este fanatismo y las excedía en el entusiasmo de tales fiestas, llevaba en las juntas báquicas unas serpientes grandes domesticadas por ella, las cuales, saliéndose muchas veces de la hiedra y de la zaranda mística, y enroscándose en los tirsos y en las coronas, asustaban a los concurrentes.

III.— Dícese, sin embargo, que, habiendo enviado Filipo a Querón el Megalopolitano a Delfos después del ensueño, le trajo del dios un oráculo, por el que le prescribía que sacrificara a Amón y le venerara con especialidad entre los dioses; y es también fama que perdió un ojo por haber visto, aplicándose a una rendija de la puerta, que el dios se solazaba con su mujer en forma de dragón. De Olimpíade refiere Eratóstenes que al despedir a Alejandro, en ocasión de marchar al ejército, le descubrió a él sólo el arcano de su nacimiento, y le encargó que se portara de un modo digno de su origen; pero otros aseguran que siempre miró con horror semejante fábula, diciendo: «¿Será posible que Alejandro no deje de calumniarme ante Hera?».

Nació, pues, Alejandro en el mes Hecatombeón, al que llamaban los Macedonios Loo, en el día sexto, el mismo en que se abrasó el templo de Ártemis de Éfeso, lo que dio ocasión a Hegesias el Magnesio para usar de un chiste que hubiera podido por su frialdad apagar aquel incendio: porque dijo que no era extraño haberse quemado el templo estando Ártemis ocupada en asistir el nacimiento de Alejandro. Todos cuantos magos se hallaron a la sazón en Éfeso, teniendo el Suceso del templo por indicio de otro mal, corrían lastimándose los rostros y diciendo a voces que aquel día había producido otra gran desventura para el Asia. Acababa Filipo de tomar a Potidea, cuando a un tiempo recibió tres noticias: que había vencido a los Ilirios en una gran batalla por medio de Parmenión, que en los Juegos Olímpicos había vencido con caballo de montar, y que había nacido Alejandro. Estaba regocijado con ellas, como era natural, y los adivinos acrecentaron todavía más su alegría manifestándole que aquel niño nacido entre tres victorias sería invencible.

IV.— Las estatuas que con más exactitud representan la imagen de su cuerpo son las de Lisipo, que era el único por quien quería ser retratado; porque este artista figuró con la mayor viveza aquella ligera inclinación del cuello al lado izquierdo y aquella flexibilidad de ojos que con tanto cuidado procuraron imitar después muchos de sus sucesores y de sus amigos. Apeles, al pintarle con el rayo, no imitó bien el color, porque lo hizo más moreno y encendido, siendo blanco, según dicen, con una blancura sonrosada, principalmente en el pecho y en el rostro. Su cutis espiraba fragancia, y su boca y su carne toda despedían el mejor olor, el que penetraba su ropa, si hemos de creer lo que leemos en los Comentarios de Aristóxeno. La causa podía ser la complexión de su cuerpo, que era ardiente y fogosa, porque el buen olor nace de la cocción de los humores por medio del calor según opinión de Teofrasto; por lo cual los lugares secos y ardientes de la tierra son los que producen en mayor cantidad los más suaves aromas; y es que el sol disipa la humedad de la superficie de los cuerpos, que es la materia de toda corrupción; y a Alejandro, lo ardiente de su complexión le hizo, según parece bebedor y de grandes alientos.

Siendo todavía muy joven se manifestó ya su continencia: pues con ser para todo lo demás arrojado y vehemente, en cuanto a los placeres corporales era poco sensible y los usaba con gran sobriedad, cuando su ambición mostró desde luego una osadía y una magnanimidad superiores a sus años. Porque no toda gloria le agradaba, ni todos los principios de ella, como a Filipo, que, cual si fuera un sofista, hacía gala de saber hablar elegantemente, y que grababa en sus monedas las victorias que en Olimpia había alcanzado en carro, sino que a los de su familia que le hicieron proposición de si quería aspirar al premio en el estadio —porque era sumamente ligero para la carrera— les respondió que sólo en el caso de haber de tener reyes por competidores. En general parece que era muy indiferente a toda especie de combates atléticos, pues que, costeando muchos certámenes de trágicos, de flautistas, de citaristas, y aun los de los rapsodistas o recitadores de las poesías de Homero, y dando simulacros de cacerías de todo género y juegos de esgrima, jamás de su voluntad propuso premio del pugilato o del pancracio.

V.— Tuvo que recibir y obsequiar, hallándose ausente Filipo, a unos embajadores que vinieron de parte del rey de Persia, y se les hizo tan amigo con su buen trato, y con no hacerles ninguna pregunta infantil o que pudiera parecer frívola, sino sobre la distancia de unos lugares a otros, sobre el modo de viajar, sobre el rey mismo, y cuál era su disposición para con los enemigos y cuál la fuerza y poder de los Persas, que se quedaron admirados, y no tuvieron en nada la celebrada sagacidad de Filipo, comparada con los conatos y pensamientos elevados del hijo. Cuantas veces venía noticia de que Filipo había tomado alguna ciudad ilustre o había vencido en alguna memorable batalla, no se mostraba alegre al oírla, sino que solía decir a los de su edad: «¿Será posible, amigos, que mi padre se anticipe a tomarlo todo y no nos deje a nosotros nada brillante y glorioso en que podamos acreditarnos?». Pues que no codiciando placeres ni riquezas, sino sólo mérito y gloria, le parecía que cuanto más le dejara ganado el padre menos le quedarla a él que vencer: y creyendo por lo mismo que en cuanto se aumentaba el Estado, en otro tanto decrecían sus futuras hazañas, lo que deseaba era, no riquezas, ni regalos, ni placeres, sino un imperio que le ofreciera combates, guerras y acrecentamientos de gloria.

Eran muchos, como se deja conocer, los destinados a su asistencia, con los nombres de nutricios, ayos y maestros, a todos los cuales presidía Leónidas, varón austero en sus costumbres y pariente de Olimpíade; pero como no gustase de la denominación de ayo, sin embargo de significar una ocupación honesta y recomendable, era llamado por todos los demás, a causa de su dignidad y parentesco, nutricio y director de Alejandro; y el que tenía todo el aire y aparato de ayo era Lisímaco, natural de Acarnania; el cual, a pesar de que consistía toda su crianza en darse a sí mismo el nombre de Fénix, a Alejandro el de Aquiles y a Filipo el de Peleo, agradaba mucho con esta simpleza, y tenía el segundo lugar.

VI.— Trajo un Tésalo llamado Filonico el caballo Bucéfalo para venderlo a Filipo en trece talentos, y, habiendo bajado a un descampado para probarlo, pareció áspero y enteramente indómito, sin admitir jinete ni sufrir la voz de ninguno de los que acompañaban a Filipo, sino que a todos se les ponía de manos. Desagradóle a Filipo, y dio orden de que se lo llevaran por ser fiero e indócil; pero Alejandro, que se hallaba presente: «¡Qué caballo pierden —dijo—, sólo por no tener conocimiento ni resolución para manejarle!». Filipo al principio calló; mas habiéndolo repetido, lastimándose de ello muchas veces: «Increpas —le replicó— a los que tienen más años que tú, como si supieras o pudieras manejar mejor el caballo»; a lo que contestó: «Este ya se ve que lo manejaré mejor que nadie». «Si no salieres con tu intento —continuó el padre— ¿cuál ha de ser la pena de tu temeridad?». «Por Júpiter —dijo—, pagaré el precio del caballo». Echáronse a reír, y, convenidos en la cantidad, marchó al punto adonde estaba el caballo, tomóle por las riendas y, volviéndole, le puso frente al sol, pensando, según parece, que el caballo, por ver su sombra, que caía y se movía junto a sí, era por lo que se inquietaba. Pasóle después la mano y le halagó por un momento, y viendo que tenía fuego y bríos, se quitó poco a poco el manto, arrojándolo al suelo, y de un salto montó en él sin dificultad. Tiró un poco al principio del freno, y sin castigarle ni aun tocarle le hizo estarse quedo. Cuando ya vio que no ofrecía riesgo, aunque hervía por correr, le dio rienda y le agitó usando de voz fuerte y aplicándole los talones. Filipo y los que con él estaban tuvieron al principio mucho cuidado y se quedaron en silencio; pero cuando le dio la vuelta con facilidad y soltura, mostrándose contento y alegre, todos los demás prorrumpieron en voces de aclamación; mas del padre se refiere que lloró de gozo, y que besándole en la cabeza luego que se apeó: «Busca, hijo mío —le dijo—, un reino igual a ti, porque en la Macedonia no cabes».

VII.— Observando que era de carácter poco flexible y de los que no pueden ser llevados por la fuerza, pero que con la razón y el discurso se le conducía fácilmente a lo que era decoroso y justo, por sí mismo procuró más bien persuadirle que mandarle; y no teniendo bastante confianza en los maestros de música y de las demás habilidades comunes para que pudieran instruirle y formarle, por exigir esto mayor inteligencia y ser, según aquella expresión de Sófocles,

Obra de mucho freno y mucha maña,

envió a llamar el filósofo de más fama y más extensos conocimientos, que era Aristóteles, al que dio un honroso y conveniente premio de su enseñanza, porque reedificó de nuevo la ciudad de Estagira, de donde era natural Aristóteles, que el mismo Filipo había asolado, y restituyó a ella a los antiguos ciudadanos, fugitivos o esclavos. Concedióles para escuela y para sus ejercicios el lugar consagrado a las Ninfas, inmediato a Mieza, donde aun ahora muestran los asientos de piedra de Aristóteles y sus paseos defendidos del sol. Parece que Alejandro no sólo aprendió la ética y la política, sino que tomó también conocimiento de aquellas enseñanzas graves reservadas, a las que los filósofos llaman, con nombres técnicos, acroamáticas y epópticas, y que no comunican a la muchedumbre. Porque habiendo entendido después de haber pasado ya al Asia que Aristóteles había publicado en sus libros algunas de estas doctrinas, le escribió, hablándole con desenfado sobre la materia, una carta de que es copia la siguiente. «Alejandro a Aristóteles, felicidad. No has hecho bien en publicar las doctrinas acroamáticas; porque ¿en qué nos diferenciamos de los demás, si las ciencias en que nos has instruido han de ser comunes a todos? Pues yo más quiero sobresalir en los conocimientos útiles y honestos que en el poder. “Dios te guarde». Aristóteles, para acallar esta noble ambición, se defendió acerca de estas doctrinas diciendo que no debía tenerlas por divulgadas, aunque las había publicado, pues en realidad sus tratados de Metafísica no eran útiles para aprender e instruirse, por haberlo escrito desde luego para servir como de índice o recuerdo a los ya adoctrinados.

VIII.— Tengo por cierto haber sido también Aristóteles quien principalmente inspiró a Alejandro su afición a la Medicina, pues no sólo se dedicó a la teórica, sino que asistía a sus amigos enfermos y les prescribía el régimen y medicinas convenientes, como se puede inferir de sus cartas. En general, era naturalmente inclinado a las letras, a aprender y a leer; y como tuviese a la Ilíada por guía de la doctrina militar, y aun le diese este nombre, tomó corregida de mano de Aristóteles la copia que se llamaba La Ilíada de la caja, la que, con la espada, ponía siempre debajo de la cabecera, según escribe Onesícrito. No abundaban los libros en Macedonia, por lo que dio orden a Hárpalo para que los enviase; y le envió los libros de Filisto, muchas copias de las tragedias de Eurípides, de Sófocles y de Esquilo, y los ditirambos de Telestes y de Filóxeno. Al principio admiraba a Aristóteles y le tenía, según decía él mismo, no menos amor que a su padre, pues si del uno había recibido el vivir, del otro el vivir bien; pero al cabo de tiempo tuvo ciertos recelos de él, no hasta el punto de ofenderle en nada, sino que el no tener ya sus obsequios el calor y la viveza que antes daba muestras de aquella indisposición. Sin embargo, el amor y deseo de la filosofía que aquel le infundió ya no se borró nunca de su alma, como lo atestiguan el honor que dispensó a Anaxarco, los cincuenta talentos enviados a Jenócrates y el amparo que en él hallaron Dandamis y Calano.

IX.— Hacía Filipo la guerra a los Bizantinos cuando Alejandro no tenía más que diez y seis años, y habiendo quedado en Macedonia con el gobierno y con el sello de él, sometió a los Medos, que se habían rebelado; tomóles la capital, de la que arrojó a los bárbaros, y repoblándola con gentes de diferentes países le dio el nombre de Alejandrópolis. En Queronea concurrió a la batalla dada contra los Griegos, y se dice haber sido el primero que acometió a la cohorte sagrada de los Tebanos; todavía en nuestro tiempo se muestra a orillas del Cefiso una encina antigua llamada de Alejandro, junto a la cual tuvo su tienda, y allí cerca está el cementerio de los Macedonios. Filipo, con estos hechos, amaba extraordinariamente al hijo, tanto, que se alegraba de que los Macedonios llamaran rey a Alejandro y general a Filipo; pero las inquietudes que sobrevinieron en la casa con motivo de los amores y los matrimonios de éste, haciendo en cierta manera que enfermara el reino a la par de la unión conyugal, produjeron muchas quejas y grandes desavenencias, las que hacía mayores el mal genio de Olimpíade, mujer suspicaz y colérica, que procuraba acalorar a Alejandro. Hízolas subir de punto Átalo en las bodas de Cleopatra, doncella con quien se casó Filipo, enamorado de ella fuera de su edad. Átalo era tío de ésta, y, embriagado, en medio de los brindis exhortaba a los Macedonios a que pidieran a los dioses les concedieran de Filipo y Cleopatra un sucesor legítimo del reino. Irritado con esto Alejandro: «¿Pues que —le dijo—, mala cabeza, te parece que yo soy bastardo?»; y le tiró con la taza. Levantáse Filipo contra él, desenvainando la espada; pero, por fortuna de ambos, con la cólera y el vino se le fue el pie y cayó; y entonces Alejandro exclamó con insulto: «Este es ¡Oh Macedonios! el hombre que se preparaba para pasar de la Europa al Asia, y pasando ahora de un escaño a otro ha venido al suelo». De resulta de esta indecente reyerta, tomando consigo a Olimpíade y estableciéndola en el Epiro, él se fue a habitar en Iliria. En esto, Demarato de Corinto, que era huésped de la casa y hombre franco, pasó a ver a Filipo, y como después de los abrazos y primeros obsequios le preguntase éste cómo en punto a concordia se hallaban los Griegos unos con otros: «Pues es cierto —le contestó— que te está a ti bien ¡oh Filipo! el mostrar ese cuidado por la Grecia, cuando has llenado tu propia casa de turbación y de males». Vuelto en sí Filipo con esta advertencia, envió a llamar a Alejandro y consiguió atraerle por medio de las persuasiones de Demarato.

X.— Sucedió a poco que Pexodoro, sátrapa de Caria, con la mira de ganarse la alianza de Filipo contrayendo deudo con él, pensó dar en matrimonio su hija mayor a Arrideo, hijo de Filipo, para lo que envió a Aristócrito a Macedonia; con este motivo intervinieron nuevas hablillas y nuevas calumnias de los amigos y de la madre con Alejandro, achacando a Filipo que con estos brillantes enlaces y estos apoyos trataba de preparar para el trono a Arrideo. Incomodado Alejandro, envía a Caria por su parte a Tésalo, actor de tragedias, con el encargo de proponer a Pexodoro que, dejando a un lado el del bastardo y no muy avisado, traslade el enlace a él mismo, lo que acomodó mucho más a Pexodoro que el primer proyecto; pero habiéndolo entendido Filipo, se fue a la habitación de Alejandro, y haciendo convocar a Filotas, hijo de Parmenión, uno de sus más íntimos amigos, a presencia de éste le increpó violentamente y le reconvino con aspereza sobre que se mostraba hombre ruin e indigno de los bienes que su condición le ofrecía si tenía por conveniencia ser yerno de un hombre de Caria, que, en suma, era un esclavo. Escribió, además, a los Corintios para que a Tésalo se lo remitiesen con prisiones, y de los demás amigos de Alejandro desterró de Macedonia a Hárpalo y a Nearco, a Frigio y a Tolomeo, a los cuales restituyó después Alejandro y los tuvo en el mayor honor y aprecio.

Luego, cuando Pausanias, afrentado por disposición de Átalo y Cleopatra, no pudo obtener justicia, y con este motivo dio muerte a Filipo, la culpa se cargó principalmente a Olimpíade, atribuyéndole que había incitado y acalorado a aquel joven herido de su ofensa, y aun alcanzó algo de esta acusación a Alejandro: pues se dice que encontrándole Pausanias después de la injuria, y lamentándose de ella, le recitó aquel yambo de la Medea:

Al que la dio, al esposo y a la esposa.

Con todo, persiguiendo y buscando diligentemente a todos los socios de aquel crimen, los castigó, y porque Olimpíade, en ausencia suya, trató cruelmente a Cleopatra, se mostró ofendido y lo llevó muy a mal.

XI.— Tenía veinte años cuando se encargó del reino, combatido por todas partes de la envidia y de terribles odios y peligros, porque los bárbaros de las naciones vecinas no podían sufrir la esclavitud y suspiraban por sus antiguos reyes; y en cuanto a la Grecia, aunque Filipo la había sojuzgado por las armas, apenas había tenido tiempo para domarla y amansarla; pues no habiendo hecho más que variar y alterar sus cosas, las había dejado en gran inquietud y desorden por la novedad y falta de costumbre. Temían los Macedonios este estado de los negocios, y eran de opinión de que respecto de la Grecia debía levantarse enteramente la mano, sin tomar el menor empeño, y de que a los bárbaros que se habían rebelado se les atrajese con blandura, aplicando remedio a los principios de aquel trastorno; pero Alejandro, pensando de un modo enteramente opuesto, se decidió a adquirir la seguridad y la salud con la osadía y la entereza, pues que si se viese que decaía de ánimo en lo más mínimo todos vendrían a cargar sobre él. Por tanto, a las rebeliones y guerras de los bárbaros les puso prontamente término, corriendo con su ejército hasta el Istro, y en una gran batalla venció a Sirmo, rey de los Tribalos. Como hubiese sabido que se habían sublevado los Tebanos y que estaban de acuerdo con los Atenienses, queriendo acreditarse de hombre, al punto marchó, con sus fuerzas por las Termópilas, diciendo que pues Demóstenes le había llamado niño mientras estuvo entre los Ilirios y Tribalos, y muchacho después en Tesalia, quería hacerle ver ante los muros de Atenas que ya era hombre. Situado, pues, delante de Tebas dándoles tiempo para arrepentirse de lo pasado, reclamó a Fénix y Prótites, y mandó echar pregón ofreciendo impunidad a los que mudaran de propósito; pero reclamando de él a su vez los Tebanos a Filotas y Antípatro, y echando el pregón de que los que quisieran la libertad de la Grecia se unieran con ellos, dispuso sus Macedonios a la guerra. Pelearon los Tebanos con un valor y un arrojo superiores a sus fuerzas, pues venían a ser uno para muchos enemigos; pero habiendo desamparado la ciudadela llamada Cadmea las tropas macedonias que la guarnecían, cayeron sobre ellos por la espalda, y, envueltos, perecieron los más en este último punto de la batalla. Tomó la ciudad, la entregó al saqueo y la asoló, principalmente por esperar que, asombrados e intimidados los Griegos con semejante calamidad, no volvieran a rebullirse; pero también quiso dar a entender que en esto se había prestado a las quejas de los aliados: porque los Focenses y Plateenses acusaban a los Tebanos. Hizo, pues, salir a los sacerdotes, a todos los huéspedes de los Macedoníos, a los descendientes de Píndaro y a los que se habían opuesto a los que decretaron la sublevación: a todos los demás los puso en venta, que fueron como unos treinta mil hombres, siendo más de seis mil los que murieron en el combate.

XII.— En medio de los muchos y terribles males que afligieron a aquella desgraciada ciudad, algunos Tracios quebrantaron la casa de Timoclea, mujer principal y de ordenada conducta, y mientras los demás saqueaban los bienes, el jefe, después de haber insultado y hecho violencia al ama, le preguntó si había ocultado plata u oro en alguna parte. Confesóle que sí, y llevándole sólo al huerto le mostró el pozo, diciendo que al tomarse la ciudad había arrojado allí lo más precioso de su caudal. Acercóse el Tracio, y cuando se puso a reconocer el pozo, habiéndosele aquélla puesto detrás, le arrojó, y echándole encima muchas piedras acabó con él. Lleváronla los Tracios atada ante Alejandro, y desde luego que se presentó pareció una persona respetable y animosa, pues seguía a los que la conducían sin dar la menor muestra de temor o sobresalto. Después, preguntándole el Rey quién era, respondió ser hermana de Teágenes, el que había peleado contra Filipo por la libertad de los Griegos y había muerto de general en la batalla de Queronea. Admirado, pues, Alejandro de su respuesta y de lo que había ejecutado, la dejó en libertad a ella y a sus hijos.

XIII.— A los Atenienses los admitió a reconciliación, aun en medio de haber hecho grandes demostraciones de sentimiento por el infortunio de Tebas; pues teniendo entre manos la fiesta de los Misterios, la dejaron por aquel duelo, y a los que se refugiaron en Atenas les prestaron todos los oficios de humanidad; mas con todo, bien fuese por haber saciado ya su cólera, como los leones, o bien porque quisiese oponer un acto de clemencia a otro de suma crueldad y aspereza, no sólo los indultó de todo cargo, sino que los exhortó a que atendiesen al buen orden de la ciudad, como que había de tomar el imperio de la Grecia, si a él le sobrevenía alguna desgracia, y de allí en adelante se dice que le causaba sumo disgusto aquella calamidad de los Tebanos, por lo que se mostró muy benigno con los demás pueblos; y lo ocurrido con Clito entre los brindis de un festín, y la cobardía en la India de los Macedonios, por la que en cuanto estuvo de su parte dejaron incompleta su expedición y su gloria, fueron cosas que las atribuyó siempre a ira y venganza de Baco. Por fin, de los Tebanos que quedaron con vida, ninguno se le acercó a pedirle alguna cosa que no saliera bien despachado; y esto es lo que hay que referir sobre la toma de Tebas.

XIV.— Congregados los Griegos en el Istmo, decretaron marchar con Alejandro a la guerra contra la Persia, nombrándole general; y como fuesen muchos los hombres de Estado y los filósofos que le visitaban y le daban el parabién, esperaba que haría otro tanto Diógenes el de Sinope, que residía en Corinto. Mas éste ninguna cuenta hizo de Alejandro, sino que pasaba tranquilamente su vida en el barrio llamado Craneo, y así, hubo de pasar Alejandro a verle. Hallábase casualmente tendido al sol, y habiéndose incorporado un poco a la llegada de tantos personajes, fijó la vista en Alejandro. Saludóle éste, y preguntándole en seguida si se le ofrecía alguna cosa, «Muy poco —le respondió—; que te quites del sol». Dícese que Alejandro, con aquella especie de menosprecio, quedó tan admirado de semejante elevación y grandeza de ánimo, que cuando retirados de allí empezaron los que le acompañaban a reírse y burlarse, él les dijo: «Pues yo, a no ser Alejandro, de buena gana fuera Diógenes».

Quiso prepararse para la expedición con la aprobación de Apolo; y habiendo pasado a Delfos, casualmente los días en que llegó eran nefastos, en los que no es permitido dar respuestas; con todo, lo primero que hizo fue llamar a la sacerdotisa; pero negándose ésta, y objetando la disposición de la ley, subió donde se hallaba y por fuerza la trajo al templo. Ella, entonces, mirándose como vencida por aquella determinación, «Eres invencible ¡oh joven!» —expresó; lo que oído por Alejandro, dijo que ya no necesitaba otro vaticinio, pues había escuchado de su boca el oráculo que apetecía.

Cuando ya estaba en marcha para la expedición aparecieron diferentes prodigios y señales, y entre ellos el de que la estatua de Orfeo en Libetra, que era de ciprés, despidió copioso sudor por aquellos días. A muchos les inspiraba miedo este portento; pero Aristandro los exhortó a la confianza «Pues significa —dijo— que Alejandro ejecutará hazañas dignas de ser cantadas y aplaudidas; las que, por tanto, darán mucho que trabajar y que sudar a los poetas y músicos que hayan de celebrarlas».

XV.— Componíase su ejército, según los que dicen menos, de treinta mil hombres de infantería y cinco mil de caballería, y los que más le dan hasta treinta y cuatro mil infantes y cuatro mil caballos; y para todo esto dice Aristobulo que no tenía más fondos que setenta talentos, y Duris, que sólo contaba con víveres para treinta días; mas Onesícrito refiere que había tomado a crédito doscientos talentos. Pues con todo de haber empezado con tan pequeños y escasos medios, antes de embarcarse se informó del estado que tenían las cosas de sus amigos, distribuyendo entre ellos a uno un campo, a otro un terreno y a otro la renta de un caserío o de un puerto. Cuando ya había gastado y aplicado se puede decir todos los bienes y rentas de la corona, le preguntó Perdicas: «¿Y para ti ¡oh rey! qué es lo que dejas?». Como le contestase que las esperanzas, «¿Pues no participaremos también de ellas —repuso— los que hemos de acompañarte en la guerra?». Y renunciando Perdicas la parte que le había asignado, algunos de los demás amigos hicieron otro tanto; pero a los que tomaron las suyas o las reclamaron se las entregó con largueza, y con este repartimiento concluyó con casi todo lo que tenía en Macedonia.

Dispuesto y prevenido de esta manera, pasó el Helesponto, y bajando a tierra en Ilión hizo sacrificio a Atena y libaciones a los héroes. Ungió largamente la columna erigida a Aquileo, y corriendo desnudo con sus amigos alrededor de ella, según es costumbre, la coronó, llamando a éste bienaventurado porque en vida tuvo un amigo fiel y después de su muerte un gran poeta. Cuando andaba recorriendo la ciudad y viendo lo que había de notable en ella, le preguntó uno si quería ver la lira de Paris, y él le respondió que éste nada le importaba, y la que buscaba era la de Aquileo, con la que cantaba este héroe los grandes y gloriosos hechos de los varones esforzados.

XVI.— En esto, los generales de Darío habían reunido muchas fuerzas, y como las tuviese ordenadas para impedir el paso del Granico, debía tenerse por indispensable el dar una batalla para abrirse la puerta del Asia, si se había de entrar y dominar en ella; pero los más temían la profundidad del río y la desigualdad y aspereza de la orilla opuesta, a la que se había de subir peleando, y a algunos les detenía también cierta superstición relativa al mes, por cuanto en el Desio era costumbre de los reyes de Macedonia no obrar con el ejército; pero esto lo remedió Alejandro mandando que se contara otra vez el Artemisio. Oponíase, de otro lado, Parmenión a que se trabara combate, por estar ya adelantada la tarde; pero diciendo Alejandro que se avergonzaría el Helesponto si habiéndolo pasado temieran al Granico, se arrojó al agua con trece hileras de caballería, y marchando contra los dardos enemigos y contra sitios escarpados, defendidos con gente armada y con caballería, arrebatado y cubierto en cierta manera de la corriente, parecía que más era aquello arrojo de furor y locura que resolución de buen caudillo. Mas él seguía empeñado en el paso, y llegando a hacer pie con trabajo y dificultad en lugares húmedos y resbaladizos por el barro, le fue preciso pelear al punto en desorden y cada uno separado contra los que les cargaban antes que pudieran tomar formación los que iban pasando, porque los acometían con grande algazara, oponiendo caballos a caballos y empleando las lanzas y, cuando éstas se rompían, las espadas. Dirigiéronse muchos contra él mismo, porque se hacía notar por el escudo y el penacho del morrión, que caía por uno y otro lado, formando como dos alas maravillosas en su blancura y en su magnitud; y habiéndole arrojado un dardo que le acertó en el remate de la coraza, no quedó herido. Sobrevinieron a un tiempo los generales Resaces y Espitridates, y hurtando el cuerpo a éste, a Resaces, armado de coraza, le tiró un bote de lanza, y rota ésta metió mano a la espada. Batiéndose los dos, acercó por el flanco su caballo Espitridates, y poniéndose a punto le alcanzó con la azcona de que usaban aquellos bárbaros, con la cual le destrozó el penacho, llevándose una de las alas; el morrión resistió con dificultad al golpe, tanto, que aun penetró la punta y llegó a tocarle en el cabello. Disponíase Espitridates a repetir el golpe, pero lo previno Clito el negro, pasándole de medio a medio con la lanza; y al mismo tiempo cayó muerto Resaces, herido de Alejandro. En este conflicto, y en lo más recio del combate de la caballería, pasó la falange de los Macedonios y vinieron a las manos una y otra infantería; pero los enemigos no se sostuvieron con valor ni largo rato, sino que se dispersaron y huyeron, a excepción de los Griegos estipendiarios, los cuales, retirados a un collado, imploraban la fe de Alejandro; pero éste, acometiéndolos el primero, llevado más de la cólera que gobernado por la razón, perdió el caballo, pasado de una estocada por los ijares era otro, no el Bucéfalo—, y allí cayeron también la mayor parte de los que perecieron en aquella batalla, peleando con hombres desesperados y aguerridos. Dícese que murieron de los bárbaros veinte mil hombres de infantería y dos mil de caballería. Por parte de Alejandro dice Aristobulo que los muertos no fueron entre todos más qué treinta y cuatro; de ellos, nueve infantes. A éstos mandó que se les erigiesen estatuas de bronce, que trabajó Lisipo. Dio parte a los Griegos de esta victoria, enviando en particular a los Atenienses trescientos escudos de los que cogieron, y haciendo un cúmulo de los demás despojos, hizo poner sobre él esta ambiciosa inscripción: «ALEJANDRO, HIJO DE FILIPO, Y LOS GRIEGOS, A EXCEPCIÓN DE LOS LACEDEMONIOS, DE LOS BÁRBAROS QUE HABITAN EL ASIA». De los vasos preciosos, de las ropas de púrpura y de cuantas preseas ricas tomó de Persia, fuera de muy poco, todo lo demás lo remitió a la madre.

XVII.— Produjo este combate tan gran mudanza en los negocios, favorables a Alejandro, que con la ciudad de Sardes se le entregó en cierta manera el imperio marítimo de los bárbaros, poniéndose a su disposición los demás pueblos. Sólo le hicieron resistencia Halicarnaso y Mileto, las que tomó por asalto, y, sujetando todo el país vecino a una y otra, quedó perplejo en su ánimo sobre lo que después emprendería: pensando unas veces que sería lo mejor ir desde luego en busca de Darío y ponerlo todo a la suerte de una batalla, y otras, que sería más conveniente dar su atención a los negocios e intereses del mar, como para ejercitarse y cobrar fuerzas y de este modo marchar contra aquel.

Hay en la Licia, cerca de la ciudad de Janto, una fuente de la que se dice que entonces mudó su curso y salió de sus márgenes, arrojando, sin causa conocida, de su fondo una plancha de bronce, sobre la cual estaba grabado en caracteres antiguos que cesaría el imperio de los Persas destruido por los Griegos. Alentado con este prodigio, se apresuró a poner de su parte todo el país marítimo hasta la Fenicia y la Cilicia. Su incursión en la Panfilia sirvió a muchos historiadores de materia pintoresca para excitar la admiración y el asombro, diciendo que como por una disposición divina aquel mar había tomado el partido de Alejandro, cuando siempre solía ser inquieto y borrascoso, y rara vez dejaba al descubierto los escondidos y resonantes escollos situados al pie de sus escarpadas y pedregosas orillas; a lo que alude Menandro celebrando cómicamente lo extraordinario del mismo suceso:

Esto va a lo Alejandro, dicho y hecho:
si a alguien busco, comparece luego
sin que nadie le llame; si es preciso
dirigirme por mar a cierto punto,
el mar se allana y facilita el paso.

Mas el mismo Alejandro, en sus cartas, sin tener nada de esto a portento, dice, sencillamente, que anduvo a pie la montaña llamada Clímax, que la atravesó partiendo de la ciudad de Fascelis, en la cual se detuvo muchos días, y que en ellos, habiendo visto en la plaza la estatua de Teodectes, que era natural de la misma ciudad y había muerto poco antes, fue a festejarla, bien bebido, después de la cena, y derramó sobre ella muchas coronas, tributando como por juego esta grata memoria al trato que con él había tenido a causa de Aristóteles y de la filosofía.

XVIII.— Después de esto sujetó a aquellos de los Pisidas que le hicieron oposición, puso bajo su obediencia la Frigia, y tomando la ciudad de Gordio, que se dice haber sido corte del antiguo Midas, vio aquel celebrado carro atado con corteza de serbal, y oyó la relación allí creída por aquellos bárbaros, según la cual el hado ofrecía al que desatase aquel nudo el ser rey de toda la tierra. Los más refieren que este nudo tenía ciegos los cabos, enredados unos con otros con muchas vueltas, y que desesperado Alejandro de desatarlo, lo cortó con la espada por medio, apareciendo muchos cabos después de cortado; pero Aristobulo dice que le fue muy fácil el desatarlo, porque quitó del timón la clavija que une con éste el yugo, y después fácilmente quitó el yugo mismo.

Desde allí pasó a atraer a su dominación a los Paflagonios y Capadocios, y habiendo tenido noticia de la muerte de Memnón, que, siendo el jefe más acreditado de la armada naval de Darío, había dado mucho en qué entender y puesto en repetidos apuros al mismo Alejandro, se animó mucho más a llevar sus armas a las provincias superiores de la Persia.

En esto ya Darío bajaba de Susa muy engreído con la muchedumbre de sus tropas, pues que traía seiscientos mil hombres, y confiado en un sueño que los magos explicaban más bien según lo que aquél deseaba que según lo que él indicaba en realidad. Porque le pareció que discurría gran resplandor por la falange de los Macedonios, que le servía Alejandro, adornado con la estola que llevaba el mismo Darío cuando era astanda (intendente) del Rey, y que después, habiendo entrado Alejandro al bosque del templo de Belo, desapareció; en lo cual, a lo que parece, significaba el dios que brillarían y resplandecerían las empresas de los Macedonios, y que Alejandro dominaría en el Asia como había dominado Darío, habiendo pasado de intendente a rey, pero que en breve tendrían término su gloria y su vida.

XIX.— Dióle todavía a Darío más confianza el graduar de tímido a Alejandro al ver que se detenía mucho tiempo en la Cilicia; pero su detención provenía de enfermedad, que unos decían había contraído con las grandes fatigas, y otros, que por haberse bañado en las aguas heladas del Cidno. De todos los demás médicos, ninguno confiaba en que podría curarse, sino que, reputando el mal por superior a todo remedio, temían que, errada la cura, habían de ser calumniados por los Macedonios; pero Filipo de Acarnania, aunque se hizo cargo de lo penosa que era aquella situación, llevado, sin embargo, de la amistad, y teniendo a afrenta el no peligrar con el que estaba de peligro, asistiéndole y cuidándole hasta no dejar nada por probar, se determinó a emplear las medicinas, y le persuadió al mismo Alejandro que tuviera sufrimiento y las tomara, procurando ponerse bueno para la guerra. En esto, Parmenión le escribió desde el ejército previniéndole que se guardara de Filipo, porque había sido seducido por Darío con grandes dones y el matrimonio de su hija, para quitarle la vida. Leyó Alejandro la carta, y sin mostrarla a ninguno de los amigos la puso bajo la almohada. Llegada la hora, entró Filipo con los amigos, trayendo la medicina en una taza: dióle Alejandro la carta, y al mismo tiempo tomó la medicina con grande ánimo y sin que mostrase ninguna sospecha; de manera que era un espectáculo verdaderamente teatral el ver a uno leer y al otro beber, y que después se miraron uno a otro, aunque de muy diferente manera; porque Alejandro miraba a Filipo con semblante alegre y sereno, en el que estaban pintadas la benevolencia y la confianza y éste, sorprendido con la calumnia, unas veces ponía por testigos a los dioses y levantaba las manos al cielo, y otras se reclinaba sobre el lecho, exhortando a Alejandro a que estuviera tranquilo y confiara en él. Porque el remedio, al principio, parecía haber cortado el cuerpo, postrando y abatiendo las fuerzas hasta hacerle perder el habla y quedar muy apocados todos los sentidos, sobreviniéndole luego una congoja; pero Filipo logró volverle pronto, y restituyéndole las fuerzas hizo que se mostrase a los Macedonios, que se mantuvieron siempre muy desconfiados e inquietos mientras que no vieron a Alejandro.

XX.— Hallábase en el ejército de Darío un fugitivo de Macedonia y natural de ella, llamado Amintas, que no dejaba de tener conocimiento del carácter de Alejandro. Éste, viendo que Darío iba a encerrarse entre desfiladeros en busca de Alejandro, le proponía que permaneciese donde se encontraba, en lugares llanos y abiertos, habiendo de pelear contra pocos con tan inmenso número de tropas; y como le respondiese Darío que temía no se anticiparan a huir los enemigos y se le escapara Alejandro: «Por eso ¡oh rey! —le repuso no pases pena, porque él vendrá contra ti, o quizá viene ya a estas horas». Mas no cedió por esto Darío, sino que, levantando el campo, marchó para la Cilicia, y al mismo tiempo Alejandro marchaba contra él a la Siria; pero habiendo en la noche apartándose por yerro unos de otros, retrocedieron: Alejandro, contento con que así le favoreciese la suerte para salirle a aquél al encuentro entre montañas, y Darío, para ver si podría recobrar su antiguo campamento y poner sus tropas fuera de gargantas; porque ya entonces reconoció que, contra lo que le convenía, se había metido en lugares que por el mar, por las montañas y por el río Pínaro, que corre en medio, eran poco a propósito para la caballería y que le obligaban a tener divididas sus fuerzas: estando, por tanto, aquella posición muy en favor de los enemigos, que eran en tan corto número. La fortuna, pues, le preparó este lugar a Alejandro; pero él, por su parte, procuró también ayudar a la fortuna, disponiendo las cosas del modo mejor posible para el vencimiento; pues siendo muy inferior a tanto número de bárbaros, no sólo no se dejó envolver, sino que, extendiendo su ala derecha sobre la izquierda de aquellos, llegó a formar semicírculo, y obligó a la fuga a los que tenía al frente, peleando entre los primeros; tanto, que fue herido de una cuchillada en un muslo, según dice Cares, por Darío, habiendo venido ambos a las manos; pero el mismo Alejandro, escribiendo a Antípatro acerca de esta batalla, no dijo quién hubiese sido el que le hirió, sino que había salido herido de una cuchillada en un muslo, sin que hubiese tenido la herida malas resultas. Habiendo conseguido una señalada victoria, con muerte de más de ciento diez mil hombres, no acabó con Darío, que se le había adelantado en la fuga cuatro o cinco estadios; por lo cual, habiendo tomado su carro y su arco, se volvió y halló a los Macedonios cargados de inmensa riqueza y botín que se llevaban del campo de los bárbaros, sin embargo de que éstos se habían aligerado para la batalla y habían dejado en Damasco la mayor parte del bagaje. Habían reservado para el mismo Alejandro el pabellón de Darío, lleno de muchedumbres de sirvientes, de ricos enseres y de copia de oro y plata. Desnudándose, pues, al punto, de las armas, se dirigió sin dilación al baño, diciendo: «Vamos a lavarnos el sudor de la batalla en el baño de Darío»; sobre lo que uno de sus amigos repuso: «No, a fe mía, sino de Alejandro, porque las cosas del vencido son y deben llamarse del vencedor». Cuando vio las cajas, los jarros, los enjugadores y los alabastros, todo guarnecido de oro y trabajado con primor, percibió al mismo tiempo el olor fragante que de la mirra y los aromas despedía la casa; y habiendo pasado desde allí a la tienda, que en su altura y capacidad y en todo el adorno de alfombras, de mesas y de aparadores era ciertamente digna de admiración, vuelto a los amigos: «En esto consistía —les dijo—, según parece, el reinar».

XXI.— Al tiempo de ir a la cena se le anunció que entre los cautivos habían sido conducidas la madre y la mujer de Darío y dos hijas doncellas, las cuales, habiendo visto el carro y el arco de éste, habían empezado a herirse el rostro y a llorar teniéndole por muerto. Paróse por bastante rato Alejandro, y mereciéndole más cuidado los afectos de estas desgraciadas que los propios, envió a Leonato con orden de decirles que ni había muerto Darío ni debían temer de Alejandro, porque con Darlo estaba en guerra por el imperio, pero a ellas nada les faltaría de lo que reinando aquel se entendía corresponderles. Si este lenguaje pareció afable y honesto a aquellas mujeres, todavía en las obras se acreditó más de humano con unas cautivas, porque les concedió dar sepultura a cuantos Persas quisieron, tomando las ropas y todo lo demás necesario para el ornato de los despojos de guerra; y de la asistencia y honores que disfrutaban, nada se les disminuyó, y aun percibieron mayores rentas que antes; pero el obsequio más loable y regio que de él recibieron unas mujeres ingenuas y honestas reducidas a la esclavitud fue el no oír ni sospechar ni temer nada indecoroso, sino que les fue lícito llevar una vida apartada de todo trato y de la vista de los demás, como si estuvieran, no en un campamento de enemigos, sino guardadas en puros y santos templos de vírgenes; y eso que se dice que la mujer de Darío era la más bien parecida de toda la familia real, así como el mismo Darío era el más bello y gallardo de los hombres, y que las hijas se parecían a los padres. Pero Alejandro, teniendo, según parece, por más digno de un rey el dominarse a sí mismo que vencer a los enemigos, ni tocó a éstas ni antes de casarse conoció a ninguna otra mujer, fuera de Barsina, la cual, habiendo quedado viuda por la muerte de Memnón, había sido cautivada en Damasco. Había recibido una educación griega, y siendo de índole suave e hija de Artabazo, tenida en hija del rey, fue conocida por Alejandro a instigación, según dice Aristobulo, de Parmenión, que le propuso se acercase a una mujer bella que unía a la belleza el ser de esclarecido linaje. Al ver Alejandro a las demás cautivas, que todas eran aventajadas en hermosura y gallardía, dijo por chiste: «¡Gran dolor de ojos son estas Persas!». Con todo, oponiendo a la belleza de estas mujeres la honestidad de su moderación y continencia, pasaba por delante de ellas como por delante de imágenes sin alma de unas estatuas.

XXII.— Escribióle en una ocasión Filóxeno, general de la armada naval, hallarse a sus órdenes un tarentino llamado Teodoro, que tenía de venta dos mozuelos de una belleza sobresaliente, preguntándole si los compraría; y se ofendió tanto, que exclamó muchas veces ante sus amigos en tono de pregunta: «¿Qué puede haber visto en mí Filóxeno de indecente e inhonesto para hacerse corredor de semejante mercadería?». Reprendió ásperamente a Filóxeno en una carta, mandándole que enviara noramala a Teodoro con sus cargamentos. Mostróse también enojado al joven Agnón, que le escribió tener intención de comprar en Corinto a Crobilo, mozo allí de grande nombradía, para presentárselo; y habiendo sabido que Damón y Timoteo, Macedonios de los que servían a las órdenes de Parmenión, habían hecho violencia a las mujeres de unos estipendiarios, escribió a Parmenión dándole orden de que si eran convictos los castigara de muerte, como fieras corruptoras de los hombres, hablando de sí mismo en esta carta en las siguientes palabras: «Porque no se hallará que yo haya visto a la mujer de Darlo ni que haya querido verla, ni dar siquiera oídos a los que han venido a hablarme de su belleza». Decía que en dos cosas echaba de ver que era mortal: en el sueño y en el acceso a mujeres; pues de la misma debilidad de la naturaleza provenía el sentir el cansancio y las seducciones del placer. Era asimismo muy sobrio en cuanto al regalo del paladar; lo que manifestó de muchas maneras, y también en las respuestas que dio a Ada, a quien adoptó por madre y la declaró reina de Caria: porque como ésta, para agasajarle, le enviase diariamente muchos platos delicados y exquisitas pastas, y, finalmente, los más hábiles cocineros y pasteleros que pudo encontrar, le dijo que para él todo aquello estaba de más, porque tenía otros mejores cocineros puestos por su ayo Leónidas, que eran para el desayuno salir al campo antes del alba, y para la cena, comer muy poco entre día. «Él mismo —decía— solía abrir mis cofres y mis guardarropas para ver si mi madre no me había puesto cosas de regalo y de lujo».

XXIII.— Aun respecto del vino era menos desmandado de lo que comúnmente se cree; y si parecía serlo, más bien que por largo beber era por el mucho tiempo que con cada taza se llevaba hablando; y aun esto, cuando estaba muy de vagar, pues cuando había qué hacer, ni vino, ni sueño, ni juego alguno, ni bodas, ni espectáculo, nada había que, como a otros capitanes, le detuviese, lo que pone de manifiesto su misma vida, pues que habiendo sido tan corta está llena de muchas y grandes hazañas. Cuando no tenía qué hacer se levantaba, y lo primero era sacrificar a los dioses y tomar el desayuno sentado; después pasaba el día en cazar, o en ejercitar la tropa, o en despachar los juicios militares, o en leer. De viaje, si no había de ser largo, sin detenerse se ejercitaba en tirar con el arco, o en subir y bajar a un carro que fuese corriendo. Muchas veces se entretenía en cazar zorras y aves, como se puede ver en sus Diarios. En el baño, y mientras iba a él y a ungirse, examinaba a los encargados de las provisiones y de la cocina sobre si estaba en su punto todo lo relativo a la cena, yendo siempre a cenar tarde y después de anochecido. Su cuidado y esmero en la mesa era extraordinario sobre que a todos se les sirviese con igualdad y diligencia, La bebida se prolongaba, como hemos dicho, por la demasiada conversación: porque siendo para el trato en todas las demás dotes el más amable de los reyes, sin que hubiese gracia que le saltase, entonces se hacía fastidioso con sus jactancias y de sobra militar, llegando a dar ya en fanfarrón y a ser en cierto modo presa de los aduladores, que echaban a perder aun a los más modestos convidados: porque ni querían confundirse con los aduladores, ni quedarse más cortos en las alabanzas; siendo lo primero bajo e indecoroso y no careciendo de riesgo lo segundo. Después de haber bebido se lavaba y se iba a recoger, durmiendo muchas veces hasta el mediodía, y aun alguna se llevó el día entero durmiendo. En cuanto a manjares, era muy templado: de manera que cuando por mar le traían frutas o pescados exquisitos, distribuyéndolos entre sus amigos, era muy frecuente no dejar nada para sí. Su cena, sin embargo, era siempre opípara; y habiéndose aumentado el gasto en proporción de sus prósperos sucesos, llegó por fin a diez mil dracmas; pero aquí paró, y ésta era la suma prefijada para darse a los que hospedaban a Alejandro.

XXIV.— Después de esta batalla de Iso envió tropas a Damasco y se apoderó del caudal, de los equipajes y de los hijos y de las mujeres de los Persas; de todo lo cual tomaron la mayor parte los soldados de la caballería tésala, porque como se hubiesen distinguido en la acción por su valor, de intento los envió con ánimo de que tuvieran esta mayor utilidad. Sin embargo, aún pudo satisfacerse de botín y riqueza todo el resto del ejército; y habiendo empezado allí los Macedonios a tomar el gusto del oro, de la plata, de las mujeres y del modo de vivir asiático, se aficionaron, a la manera de los perros, a ir como por el rastro en busca y persecución de la riqueza de los Persas.

Parecióle con todo a Alejandro que su primer cuidado debía ser asegurar toda la parte marítima, y espontáneamente vinieron los reyes a entregarle a Chipre y la Fenicia, a excepción de Tiro. Al séptimo mes de tener sitiada a Tiro con trincheras, con máquinas y con doscientas naves, tuvo un sueño, en el que vio que Heracles le alargaba desde el muro la mano y le llamaba. A muchos de los Tirios les pareció asimismo entre sueños que Apolo les decía se pasaba a Alejandro, pues, no le era agradable lo que se hacía en la ciudad; pero ellos, mirando al dios como a un hombre que a su antojo se pasase a los enemigos, echaron cadenas a su estatua y la clavaron al pedestal, llamándole alejandrista. Tuvo Alejandro otra visión entre sueños, y fue aparecérsele un sátiro, que de lejos se puso como a juguetear con él, y, queriendo asirle, se le huía; pero al fin, a fuerza de ruegos y carreras, se le vino a la mano. Los adivinos, partiendo así el nombre sátiros, le dijeron con cierta apariencia de verosimilitud: «Tuya será Tiro»; y todavía muestran la fuente junto a la cual pareció haber visto en sueños al sátiro.

En medio del sitio, haciendo la guerra a los Árabes que habitan el Antelíbano, se vio en gran peligro a causa de su segundo ayo, Lisímaco, que se empeñó en seguirle, diciendo que no se tenía en menos ni era más viejo que Fénix. Acercáronse a la montaña, y dejando los caballos caminaban a pie; los demás se adelantaron mucho, y él, no sufriéndole el corazón abandonar a Lisímaco, cansado ya y que andaba con trabajo porque cargaba la noche y los enemigos se hallaban cerca, no echó de ver que estaba muy separado de sus tropas con sólo unos pocos, y que iba a tener que pasar en un sitio muy expuesto aquella noche, que era sumamente oscura y fría. Vio, pues, a lo lejos encendidas con separación muchas hogueras de los enemigos, y confiado en su agilidad y en estar hecho a continuas fatigas, para consolar en su incomodidad a los Macedonios corrió a la hoguera más próxima, y pasando con la espada a dos bárbaros que se calentaban a ella cogió un tizón y volvió con él a los suyos. Encendieron también una gran lumbrada, con lo que asustaron a los enemigos; de manera que unos se entregaron a la fuga, y a otros que acudieron los rechazaron, y pasaron la noche sin peligro, así es como lo refirió Cares.

XXV.— El resultado que tuvo el sitio fue el siguiente: daba descanso Alejandro de los muchos combates anteriores a la mayor parte de sus tropas y aproximaba sólo unos cuantos hombres a las murallas para no dejar del todo reposar a los enemigos. En una de estas ocasiones hacía el agorero Aristandro un sacrificio y al observar las señales aseguró con la mayor confianza ante los que se hallaban presentes que en aquel mes, sin falta, había de tomarse la ciudad. Echáronlo a burla y a risa, porque aquel era el último día del mes; y viéndole perplejo Alejandro, que daba grande importancia a las profecías, mandó que no se contara aquel por día treinta, sino por día tercero del término del mes, y haciendo señal con la trompeta acometió a los muros con más ardor de lo que al principio había pensado. Fue violento el ataque, y como no se estuviesen quedos los del campamento, sino que acudiesen prontos a dar auxilios, desmayaron los Tirios y tomó la ciudad en aquel mismo día.

Sitiaba después a Gaza, ciudad la más populosa de la Siria, y le dio un yesón en el hombro, dejado caer desde lo alto por un ave, la cual, posándose sobre una de las máquinas, se enredó, sin poderlo evitar, en una de las redes de nervios que servían de cabos para el manejo de las cuerdas; esta señal tuvo el término que predijo Aristandro, pues fue herido Alejandro en un hombro y tomada la ciudad.

Envió gran parte de los despojos a Olimpíade, a Cleopatra y a sus amigos, y remitió al mismo tiempo a su ayo Leónidas quinientos talentos de incienso y ciento de mirra en recuerdo de una esperanza que le hizo concebir en su puericia; porque, según parece, como en un sacrificio hubiese cogido Alejandro y echado en el ara una almorzada de perfumes, le dijo Leónidas: «Cuando domines la tierra que lleva los aromas, entonces sahumarás con profusión; ahora es menester conducirse con parsimonia». Escribióle, pues, Alejandro: «Te envío incienso y mirra en grande abundancia para que en adelante no andes escaso con los dioses».

XXVI.— Habiéndosele presentado una cajita que pareció la cosa más preciosa y rara de todas a los que recibían las joyas y demás equipajes de Darío, preguntó a sus amigos qué sería lo más preciado y curioso que podría guardarse en ella. Respondieron unos una cosa y otros otra, y él dijo que en aquella caja iba a colocar y tener defendida La Ilíada, de lo que dan testimonio muchos escritores fidedignos. Y si es verdad lo que dicen los de Alejandría sobre la fe de Heraclides, no le fue Homero un consejero ocioso e inútil en sus expediciones. pues refieren que, apoderado del Egipto, quiso edificar en él una ciudad griega, capaz y populosa, a la que impusiera su nombre, y que ya casi tenía medido y circunvalado el sitio, según la idea de los arquitectos, cuando, quedándose dormido a la noche siguiente, tuvo una visión maravillosa: parecióle que un varón de cabello cano y venerable aspecto, puesto a su lado, le recitó estos versos:

En el undoso y resonante Ponto
hay una isla, a Egipto contrapuesta,
de Faro con el nombre distinguida.

Levantándose, pues, marchó al punto a Faro, que entonces era isla, situada un poco más arriba de la boca del Nilo llamada Canóbica, y ahora por la calzada está unida al continente. Cuando vio aquel lugar tan ventajosamente situado —porque es una faja que a manera de istmo, con un terreno llano, separa ligeramente, de una parte, el gran lago, y de otra, el mar que remata en el anchuroso puerto, no pudo menos de exclamar que Homero, tan admirable en todo lo demás, era al propio tiempo un habilísimo arquitecto, y mandó que le diseñaran la forma de la ciudad acomodada al sitio. Carecían de tierra blanca; pero con harina, en el terreno, que era negro, describieron un seno, cuya circunferencia, en forma de manto guarnecido, comprendieron dentro de dos curvas que corrían con igualdad, apoyadas en una base recta. Cuando el rey estaba sumamente complacido con este diseño, aves en inmenso número y de toda especie acudieron repentinamente a aquel sitio a manera de nube y no dejaron ni señal siquiera de la harina; de manera que Alejandro concibió pesadumbre con este agüero; pero los adivinos le calmaron diciéndole que la ciudad que trataba de fundar abundaría de todo y daría el sustento a hombres de diferentes naciones; con lo que dio orden a sus encargados para que pusieran mano a la obra, y él emprendió viaje al templo de Amón. Era este viaje largo, y además de serle inseparables otras muchas incomodidades ofrecía dos peligros: el uno, de la falta de agua en un terreno desierto de muchas jornadas, y el otro, de que estando de camino soplara un recio ábrego en unos arenales profundos e interminables, como se dice haber sucedido antes con el ejército de Cambises, pues levantando un gran montón de arena, y formando remolinos, fueron envueltos y perecieron cincuenta mil hombres. Todos discurrían de esta manera; pero era muy difícil apartar a Alejandro de lo que una vez emprendía, porque favoreciendo la fortuna sus conatos le afirmaba en su propósito, y su grandeza de ánimo llevaba su obstinación nunca vencida a toda especie de negocios, atropellando en cierta manera no sólo con los enemigos, sino con los lugares y aun con los temporales.

XXVII.— Los favores que en los apuros y dificultades de este viaje recibió del dios le ganaron a éste más confianza que los oráculos dados después; o, por mejor decir, por ellos se tuvo después en cierta manera más fe en los oráculos. Porque, en primer lugar, el rocío del cielo y las abundantes lluvias que entonces cayeron disiparon el miedo de la sed; y haciendo desaparecer la sequedad, porque con ellas se humedeció la arena y quedó apelmazada, dieron al aire las calidades de más respirable y más puro. En segundo lugar, como, confundidos los términos por donde se gobernaban los guías, hubiesen empezado a andar perdidos y errantes por no saber el camino, unos cuervos que se les aparecieron fueron sus conductores volando delante, acelerando la marcha cuando los seguían y parándose y aguardando cuando se retrasaban. Pero lo maravilloso era, según dice Calístenes, que con sus voces y graznidos llamaban a los que se perdían por la noche, trayéndolos a las huellas del camino. Cuando pasado el desierto llegó a la ciudad, el profeta de Amón le anunció que le saludaba de parte del dios, como de su padre; a lo que él le preguntó si se había quedado sin castigo alguno de los matadores de su padre. Repúsole el profeta que mirara lo que decía, porque no había tenido un padre mortal; y entonces él, mudando de lenguaje, preguntó si había castigado a todos los matadores de Filipo, y en seguida, acerca del imperio, si le concedería el dominar a todos los hombres. Habiéndole también dado el dios favorable respuesta, y asegurándole que Filipo estaba completamente vengado, le hizo las más magníficas ofrendas, y a los hombres allí destinados, los más ricos presentes. Esto es lo que en cuanto a los oráculos refieren los más de los historiadores, y se dice que el mismo Alejandro, en una carta a su madre, le significó haberle sido hechos ciertos vaticinios arcanos, que a ella sola revelaría a su vuelta. Algunos han escrito que, queriendo el profeta saludarle en griego con cierto cariño, diciéndole «Hijo mío» se equivocó por barbarismo en una letra, poniendo una s por una n, y que a Alejandro le fue muy grato este error, por cuanto se dio motivo a que pareciera le había llamado hijo de Zeus, porque esto era lo que resultaba de la equivocación. Dícese asimismo que, habiendo oído en el Egipto al filósofo Psamón, lo que principalmente coligió de sus discursos fue que todos los hombres son regidos por Dios, a causa de que la parte que en cada uno manda e impera es divina, y que él todavía opinaba más filosóficamente acerca de estas cosas, diciendo que Dios es padre común de todos los hombres, pero adopta especialmente por hijos suyos a los buenos.

XXVIII.— En general, con los bárbaros se mostraba arrogante y como quien estaba muy persuadido de su generación y origen divino, pero con los Griegos se iba con más tiento en divinizarse: sólo una vez, escribiendo a los Atenienses cerca de Samos, les dijo: «No soy yo quien os entregó esta ciudad libre y gloriosa, sino que la tenéis habiéndola recibido del que entonces se decía mi señor y padre», queriendo indicar a Filipo. En una ocasión, habiendo venido al suelo herido de un golpe de saeta, y sintiendo demasiado el dolor: “Esto que corre, amigos —les dijo—, es sangre y no licor sutil,

como el que fluye de los almos dioses”;

y otra vez, como, habiendo dado un gran trueno, se hubiesen asustado todos, el sofista Anaxarco, que se hallaba presente, le preguntó: «¿Y tú, hijo de Zeus, no haces algo de esto?». Y él, riéndose: «No quiero —le dijo— infundir terror a mis amigos, como me lo propones tú, el que desdeñas mi cena porque ves en las mesas pescados y no cabezas de sátrapas». Y era así la verdad: que Anaxarco, según se cuenta, habiendo enviado el rey a Hefestión unos peces, prorrumpió en la frase que se deja expresada, como teniendo en poco y escarneciendo a los que con grandes trabajos y peligros van en pos de las cosas brillantes, sin que por eso en el goce de los placeres y de las comodidades excedan a los demás ni en lo más mínimo. Se ve, pues, por lo que dejamos dicho, que Alejandro, dentro de sí mismo, no fue seducido ni se engrió con la idea de su origen divino, sino que solamente quiso subyugar con la opinión de él a los demás.

XXIX.— Vuelto del Egipto a la Fenicia, hizo sacrificios y procesiones a los dioses, y certámenes de coros de música y baile y de tragedias, que fueron brillantes no sólo por la magnificencia con que se hicieron, sino también por el concurso, porque condujeron estos coros los reyes de Chipre, al modo que en Atenas aquellos a quienes cabe la suerte en sus tribus, y contendieron con maravilloso empeño unos con otros: sin embargo, la contienda más ardiente fue la de Nicocreonte, de Salamina, y Pasícrates, de Solos: porque a éstos les tocó presidir a los actores más célebres: Pasícrates a Atenodoro, y Nicocreonte a Tésalo, por quien estaba el mismo Alejandro. Con todo, se abstuvo de manifestar su pasión hasta que los votos declararon vencedor a Atenodoro; mas entonces, al retirarse, dijo, según parece, que alababa la imparcialidad de los jueces, pero que habría dado de buena gana parte de su reino por no haber visto vencido a Tésalo. Fue más adelante multado Atenodoro por los Atenienses con motivo de no haberse presentado al combate de las Fiestas Bacanales; y como hubiese suplicado al rey escribiese en su favor, esto no tuvo a bien ejecutarlo, pero de su erario le pagó la multa. Representaba en el teatro Licón, natural de Escarfio, mereciendo aplauso; y habiendo intercalado con los de la comedia un verso que contenía la petición de diez talentos, se echó a reír y se los dio.

Envióle Darío una carta y personajes de su corte que intercediesen con él para que, recibiendo diez mil talentos por los cautivos, conservando todo el terreno de la parte acá del Éufrates y tomando en matrimonio una de sus hijas, hubiese entre ambos amistad y alianza; lo que consultó con sus amigos; y habiéndole dicho. Parmenión: «Pues yo, si fuera Alejandro, admitiría este partido», «Yo también —le respondió— si fuera Parmenión»; pero a Darío le escribió que sería tratado con la mayor humanidad si viniese a él; mas si no venía, que iba al momento a marchar en su busca.

XXX.— Mas a poco tuvo motivo de disgusto, por haber muerto de parto la mujer de Darío, y dio bien claras pruebas del sentimiento que le causaba el que se le quitase la ocasión de manifestar su buen corazón. Hizo, pues, que se le diera sepultura, sin excusar nada de lo que pudiera contribuir a la magnificencia y al decoro. En esto, uno de los eunucos de la cámara, que había sido cautivado con la Reina y demás mujeres, llamado Tireo, marcha corriendo, en posta, del campamento, y llegado ante Darío le refiere la muerte de su esposa. Después de haberse lastimado la cabeza y desahogándose con el llanto: «¡Estamos buenos —exclamó— con el Genio de la Persia si la mujer y hermana del rey no sólo ha vivido en la servidumbre, sino que ha sido también privada de un entierro regio!». A lo que replicando el camarero. «Por lo que hace al entierro —dijo— ¡oh Rey! y a todo honor y respeto, no tienes en qué culpar al Genio malo de la Persia: porque mientras vivió mi amada Estatira, ni a ella misma, ni a tu madre, ni a tus hijos les faltó nada de los bienes y honores que les eran debidos, a excepción del de ver tu luz, que otra vez volverá a hacer que resplandezca el supremo Oromasdes, ni después de muerta aquélla ha dejado de participar de todo decoro, siendo honrada con las lágrimas de los enemigos, pues Alejandro es tan benigno en la victoria como terrible en el combate». Al oír Darío esta relación, la turbación y el amor lo condujeron a infundadas sospechas; e introduciendo al eunuco a lo más retirado de su tienda: «Si es que tú —le dijo— no te has hecho también Macedonio con la fortuna de los Persas, y todavía soy tu amo Darío, dime, reverenciando la resplandeciente luz de Mitra y la diestra del rey, si acaso son ligeros los males que lloro de Estatira, en comparación de otros más terribles que me hayan acaecido mientras vivía, por haber caldo en manos de un enemigo cruel e inhumano. Porque ¿qué motivo decente puede haber para que un joven llegue hasta ese exceso de honor con la mujer de un enemigo?». Todavía no había concluido, cuando, arrojándose a sus pies, Tireo empezó a rogarle que mirara bien lo que decía, y no calumniara a Alejandro, ni cubriera de ignominia a su hermana y mujer muerta, quitándose a si mismo el mayor consuelo en sus grandes infortunios, que era el que pareciese haber sido vencido por un hombre superior a la humana naturaleza, sino que, más bien, admirara en Alejandro el haber dado mayores muestras de continencia y moderación con las mujeres de los Persas que de valor con sus maridos. Continuaba el camarero profiriendo terribles juramentos en confirmación de lo que había dicho y celebrando la moderación y grandeza de ánimo de Alejandro, cuando saliendo Darío adonde estaban sus amigos, y levantando las manos al cielo: «Dioses patrios —exclamó—, tutelares del reino, dadme ante todas las cosas el que vuelva a ver en pie la fortuna de los Persas, y que la deje fortalecida con los bienes que la recibí, para que, vencedor, pueda retornar a Alejandro los favores que en tal adversidad ha dispensado a los objetos que me son más caros; y si es que se acerca el tiempo que la venganza del cielo tiene prefijado para el trastorno de las cosas de Persia, que ningún otro hombre que Alejandro se siente en el trono de Ciro». Los más de los historiadores convienen en que estas cosas sucedieron y se dijeron como aquí van referidas.

XXXI.— Alejandro, después de haber puesto a su obediencia todo el país de la parte acá del Éufrates, movió contra Darío, que bajaba con un millón de combatientes. Refirióle uno de sus amigos una ocurrencia digna de risa, y fue que los asistentes y bagajeros del ejército, por juego, se habían dividido en dos bandos, cada uno de los cuales tenía su caudillo y general, al que los unos llamaban Alejandro, y los otros Darío. Empezaron a combatirse de lejos tirándose terrones unos a otros; vinieron después a las puñadas, y, acalorada la contienda, llegaron hasta las piedras y los palos, habiendo costado mucho trabajo el separarlos. Enterado de ello, mandó que los caudillos se batieran en duelo, armando él por sí mismo a Alejandro, y Filotas a Darío; y el ejército fue espectador de aquel desafío, tomando lo que en él sucediese por agüero del futuro éxito de la guerra. Fue reñida la pelea, en la que venció el que se llamaba Alejandro, y recibió por premio doce aldeas y poder usar de la estola persa; así es como Eratóstenes nos lo ha dejado escrito; pero la grande batalla contra Darío no fue en Arbelas, como dicen muchos, sino en Gaugamelos, nombre que en dialecto persa dicen significa la casa del Camello, a causa de que en lo antiguo un rey, huyendo de los enemigos en un dromedario, le edificó allí casa, señalando algunas aldeas y ciertas rentas para su cuidado.

La luna del mes boedromión se eclipsó al principio de los misterios que se celebran en Atenas, y en la noche undécima, después del eclipse, estando ambos ejércitos a la vista, Darío tuvo sus tropas sobre las armas, recorriendo con antorchas las filas; pero Alejandro, mientras descansaban los Macedonios, pasó la noche delante de su pabellón con el agorero Aristandro, haciendo ciertas ceremonias arcanas y sacrificando al Miedo. Los más ancianos de sus amigos, y con especialidad Parmenión, viendo todo el país que media entre el Nifates y los montes de Gordiena iluminado con las hachas de los bárbaros, y que desde el campamento se difundía y resonaba una voz confusa con turbación y miedo, como de un inmenso piélago, admirados de semejante muchedumbre, y diciéndose unos a otros que había de ser empresa el acometer al descubierto y repeler tan furiosa tormenta, se dirigieron al rey, concluido que hubo los sacrificios, y le propusieron que se acometiera de noche a los enemigos y se ocultara entre las sombras lo terrible del combate en que iban a entrar. Pero, diciendo él aquella tan celebrada sentencia «Yo no hurto la victoria», a unos les pareció que había dado una respuesta pueril y vana, tratando de burlería tan grave peligro; pero otros creyeron que había hecho bien en manifestar confianza en lo presente, y acertado para lo futuro en no dar ocasión a Darío, si fuere vencido, para querer todavía hacer otra prueba, achacando esta derrota a la noche y a las tinieblas, como la primera a los montes, a los desfiladeros y al mar: porque Darío, con tan inmensas fuerzas, no desistiría de combatir por falta de armas o de hombres sino cuando perdiera el ánimo y la esperanza, convencido de haber sido deshecho en batalla dada a vista de todo el mundo, de poder a poder.

XXXII.— Dícese que, encerrándose en su pabellón luego que éstos se retiraron, durmió con un profundo sueño la parte que restaba de la noche, fuera de su costumbre, en términos que se maravillaron los jefes, habiendo ido a hablarle de madrugada, y tuvieron que dar por sí la primera orden, que fue la de que los soldados comieran los ranchos. Después, cuando ya el tiempo estrechaba, entró Parmenión, y poniéndose al lado de la cama le fue preciso llamarle dos o tres veces por su nombre; despertóse, y preguntándole éste en qué consistía que durmiese el sueño de un vencedor, cuando no faltaba nada para entrar en el más reñido de todos los combates, se añade haberle respondido sonriéndose: «¿Pues te parece que no hemos vencido ya, libres de tener que andar errantes en persecución de Darío, que nos hacía la guerra huyendo por un país extenso y gastado?». Y no sólo antes de la batalla, sino en medio del peligro, se mostró grande e inalterable para tomar disposiciones y dar pruebas de confianza; porque aquella acción tuvo momentos de flaqueza y de algún desorden en el ala izquierda, mandada por Parmenión, por haber cargado la caballería bactriana con gran ímpetu y violencia a los Macedonios y haber enviado Maceo otra división de caballería fuera de la línea de batalla para acometer a los que guardaban los equipajes. Así es que, turbado Parmenión con estos dos incidentes, envió ayudantes que informaran a Alejandro de que iban a perderse el campamento y el bagaje si sin dilación alguna no enviaba desde vanguardia un considerable refuerzo a los de reserva; esto fue en el momento en que justamente estaba dando a los que por sí mandaba la orden y señal de embestir. Luego que se enteró del aviso de Parmenión, dijo que, sin duda estaba lelo y fuera de su acuerdo, pues con la turbación no reparaba que si vencían serían dueños de cuanto tenían los enemigos, y si eran vencidos no estarían para pensar en caudales ni en esclavos, sino en morir peleando denodada y valerosamente; y esto mismo fue la respuesta que mandó a Parmenión. Calóse entonces el casco, porque ya antes había tomado en su tienda el resto del armamento, que consistía en una ropa a la Siciliana, ceñida, y encima una sobrevesta de lino doble, de los despojos tomados en Iso. El casco, obra de Teófilo, era de acero, pero resplandecía como la más bruñida plata. Guardaba conformidad con él un collar asimismo de acero guarnecido con piedras. La espada era admirada por el temple y la ligereza, dádiva que le había hecho el rey de los Citienses, y se la había ceñido, porque ordinariamente usaba de la espada en las batallas. El broche de la cota era de un trabajo y de un primor muy superior al resto de la armadura, pues era obra de Helicón, el mayor y obsequio de la ciudad de Rodas, que le habla hecho aquel presente: solía también llevarlo en los combates. Mientras anduvo disponiendo la formación, o dando órdenes, o comunicando instrucciones, o haciendo reconocimientos, tuvo otro caballo, no queriendo cansar a Bucéfalo, que estaba viejo; pero cuando ya se iba a entrar en la acción le trajeron éste, y en el momento mismo de montarle había principiado el combate.

XXXIII.— Entonces, habiendo hablado con alguna detención a los Tésalos y a los demás Griegos, luego que éstos le dieron ánimo gritando que los llevara contra los bárbaros, pasó la lanza a la mano izquierda, y tendiendo la diestra invocó a los dioses, pidiéndoles, según dice Calístenes, que si verdaderamente era hijo de Zeus defendieran y protegieran a los Griegos. El agorero Aristandro, que le acompañaba a caballo, llevando una especie de alba y una corona de oro, les mostró un águila que, puesta sobre la cabeza de Alejandro, se encaminaba recta a los enemigos; lo que infundió grande aliento a los que la vieron, y con este motivo, exhortándose unos a otros, la falange aceleró el paso para seguir a la caballería, que de carrera marchaba al combate. Antes de trabarse éste entre los de la primera línea replegáronse los bárbaros, y se les perseguía con ardor, procurando Alejandro impeler los vencidos hacia el centro, donde se hallaba Darío, porque le había visto de lejos, haciéndose observar por entre los de vanguardia colocado en el fondo de la tropa real, de bella presencia y estatura, conducido en un carro alto y defendido por numerosa y brillante caballería, muy bien distribuida alrededor del carro y dispuesta a recibir ásperamente a los enemigos; pero pareciéndoles Alejandro terrible de cerca, e impeliendo éste a los fugitivos sobre los que se mantenían en su puesto, llenó de terror y dispersó a la mayor parte. Los esforzados y valientes, muriendo al lado del rey, y cayendo unos sobre otros, eran estorbo para el alcance, aferrándose aún en esta disposición a los hombres y a los caballos. Darío, viendo ante sus ojos toda especie de peligros, y que venían sobre él todas las tropas que tenía delante, como no le fuese fácil hacer cejar o salir por algún lado el carro, sino que las ruedas estaban atascadas con tantos caídos, y los caballos detenidos y casi cubiertos con tal muchedumbre de cadáveres, tenían en agitación y despedían al que los gobernaba, abandonó el carro y las armas, y montando, según dicen, en una yegua recién parida, dio a huir; es probable, sin embargo, que no habría escapado a no haber venido otros ayudantes de parte de Parmenión implorando el auxilio de Alejandro, por mantenerse allí todavía considerables fuerzas y no acabar de ceder los enemigos. Generalmente se tacha a Parmenión de haber andado desidioso e inactivo en esta batalla, bien fuera porque la edad le hubiese disminuido los bríos, o bien porque, como dice Calístenes, le causase disgusto y envidia el alto grado de violencia y entonamiento a que había llegado el poder de Alejandro; el cual, aunque se incomodó con aquella llamada, no manifestó lo cierto a los soldados, sino que, como si se contuviera de la matanza por ser ya de noche, hizo la señal de retirada, y marchando adonde se decía que había riesgo, recibió aviso en el camino de que enteramente habían sido vencidos y huían los enemigos.

XXXIV.— Habiendo tenido este éxito aquella batalla, parecía estar del todo destruido el imperio de los Persas; y aclamado Alejandro rey del Asia, sacrificó espléndidamente a los dioses y repartió a sus amigos haciendas, casas y gobiernos. Escribió además con cierta ambición a los Griegos que se destruyeran todas las tiranías y se gobernara cada pueblo por sus propias leyes, y en particular dio orden a los Plateenses para que restablecieran su ciudad, pues que sus padres habían dado territorio a los Griegos en el que peleasen por la libertad común. Envió asimismo a los de Crotona, en Italia, parte de los despojos para honrar con ellos la buena voluntad y la virtud del atleta Falio, que en la Guerra Pérsica, cuando todos los demás de Italia daban por perdidos a los Griegos, marchó a Salamina con una nave armada que tenía, propia para tomar parte en aquellos peligros. ¡Tan inclinado era a toda virtud y hasta tal punto conservaba la memoria de las acciones loables y las miraba como hechas en su bien!

XXXV.— Recorriendo la provincia de Babilonia, que ya toda le estaba sujeta, lo que más le maravilló fue la sima que hay en Ecbátana de fuego perenne, como si fuera una fuente, y el raudal de nafta que viene a formar un estanque no lejos de la sima. Parécese la nafta en las más de sus calidades al betún, y tiene tal atracción con el fuego, que antes de tocarle la llama, con una mínima parte que le llegue del resplandor inflama muchas veces el aire contiguo. Para hacer, pues, los bárbaros ver al rey su fuerza y su virtud, no derramaron más que unas gotitas de esta materia por el corredor que conducía, al baño, y después, desde lejos, alargaron las hachas con que le alumbraban, porque ya era de noche, hacia los puntos que se habían rociado, e inflamados los primeros, la propagación no tuvo tiempo sensible, sino que, como el pensamiento, pasó el fuego de uno al otro extremo, quedando inflamado todo el corredor.

Hallábase en el servicio de Alejandro un Ateniense llamado Atenófanes, destinado con otros al ministerio de ungirle y bañarle, y también al de procurarle desahogo y diversión. Éste, pues, como a la sazón estuviese en el baño un mozuelo del todo despreciable y ridículo por su figura, pero que cantaba con gracia, llamado Estéfano, «¿Queréis —le dijo— ¡oh, rey! que hagamos en Estéfano experiencia de este betún? porque si con tocarle no se apaga, es preciso confesar que su virtud es insuperable y terrible». Prestábase también el mozuelo de buena gana al experimento, y en el momento de untarle y tocarle levantó su cuerpo tal llamarada, y se encendió todo de tal manera, que Alejandro se vio en el mayor conflicto y concibió temor, y a no ser que por fortuna se tuvieron a mano muchas vasijas de agua para el baño, un auxilio más tardío no hubiera alcanzado a que no se abrasase; aun así, se apagó con mucha dificultad el fuego, que ya se había extendido por, todo el cuerpo, y de resultas quedó bien maltratado.

Con razón, pues, acomodando algunos la fábula a la verdad, dicen haber sido éste el ingrediente con que untó Medea la corona y la ropa de que se habla en las tragedias; porque no ardieron éstas por sí mismas, ni se incendió aquel fuego sin causa, sino que, habiéndose puesto cerca alguna luz, tuvo lugar una atracción e inflamación repentina, imperceptible a los sentidos. Porque los rayos y emanaciones del fuego que parten de cierta distancia sobre algunos cuerpos no derraman más que luz y calor; pero en otros que tienen una sequedad espirituosa, o una humedad grasienta y no disipable, amontonándose y acumulando fuego en ellos producen mudanza y destrucción en su materia. Ofrecía, pues, dificultad el concebir la formación de la nafta: si es sólo un betún líquido que se considere como depositado allí, o si es un humor encendido que mana de una tierra grasienta por sí y como si dijésemos pirógena. Porque la de Babilonia es de suyo sumamente fogosa; tanto, que muchas veces levanta y hace saltar las pajas que hay por el suelo, como si aquel lugar, por demasiado ardor, tuviera pulsos; de modo que los naturales, en el tiempo del calor, duermen sobre odres llenos de agua. Hárpalo, que quedó por administrador del país, y que se propuso adornar las plazas del palacio y los paseos con árboles y plantas griegas, las más hizo que se diesen en aquella región, y sólo no lo consiguió con la hiedra, que siempre se secó por no poder llevar aquella temperatura, que es muy cálida, cuando ella es planta de terrenos fríos. Esperamos que estas digresiones no incurrirán en la reprensión, aun de los más delicados, siempre que guarden cierta medida.

XXXVI.— Hecho dueño Alejandro de Susa, ocupó en el palacio cuarenta mil talentos en moneda acuñada, y en lo demás, preciosidades y riquezas incalculables. Dícese que sólo en púrpura de Hermíona se encontraron cinco mil talentos, la cual, con estar allí guardada desde hacía ciento noventa años, se conservaba fresca y brillante, como si acabara de ponerse, atribuyéndose esto a que el tinte del color purpúreo se daba con miel, y el color blanco con aceite blanco; pues se veían otros paños que teniendo el mismo tiempo conservaban todo su lustre y toda la viveza de colores. Refiere Dinón que los reyes de Persia hacían llevar hasta agua del Nilo y del Istro, y depositarla en el tesoro con las demás cosas que lo componían, para hacer así patente la grandeza de su imperio, y que dominaban la tierra.

XXXVII.— Como la entrada en Persia fuese difícil por la aspereza del terreno y estuviese defendida por los más alentados y fieles de sus naturales, pues Darío se había acogido a ella, tuvo por guía, para dar cierto rodeo, que no fue tampoco muy largo, a un hombre instruido en ambas lenguas, por cuanto su padre era Licio y su madre Persa. Dícese que siendo todavía niño Alejandro, la Pitia profetizó que un Licio le serviría de guía en su expedición contra los Persas.

Fue grande la mortandad que se dice haber tenido allí lugar de los que cayeron cautivos, pues escribe él mismo que, creyendo hallar en esto ventaja, había dado orden de que se diera muerte a los enemigos; que en dinero encontró tanta cantidad como en Susa, y todos los demás efectos y riquezas fueron carga diez mil yuntas de mulas y de cinco mil camellos. Habiendo visto una estatua colosal de Jerjes derribada sin reparar al suelo por la multitud que había penetrado al palacio, se paró, y saludándola como si estuviese animada: «¿A qué me determinaré —le dijo—, a dejarte en tierra, por tu expedición contra los Griegos, o a levantarte por tu grandeza de ánimo y otras virtudes?». Y al cabo, habiendo estado por un rato pensando entro sí, pasó de largo sin hablar más palabra. Queriendo que el ejército se repusiese, pues era entonces la estación de invierno, se detuvo allí cuatro meses, y se dice que estando sentado por la primera vez en el trono regio bajo un dosel de oro, Demarato, de Corinto, hombre que le amaba, continuándole la amistad que había tenido con su padre, se echó a llorar, como sucede a los ancianos, y exclamó en esta forma: «¡De qué placer tan grande se han privado aquellos Griegos que han muerto antes de haber visto a Alejandro sentado en el trono de Darío!».

XXXVIII.— De allí a poco, estando ya para mover contra Darío, sucedió que, condescendiendo con sus amigos en un banquete y francachela, llegó hasta el punto de permitir que concurriesen mujerzuelas a comer y beber con sus amantes. Sobresalía entre éstas Tais, amiga de Tolomeo, que más adelante vino a ser rey, natural del Ática; la cual, ya celebrando cuidadosamente las dotes de Alejandro, y ya haciéndole graciosas añagazas, con el calor de la bebida llegó a pronunciar una expresión que, si bien no desdecía de las costumbres de su patria, parecía, sin embargo, que no podía provenir de ella. Porque dijo que en aquel día recibía la recompensa de cuanto había padecido en sus marchas y peregrinaciones por el Asia, pudiendo tratar con el último desprecio a la orgullosa corte de los Persas, y que su mayor gusto sería quemar en medio de aquel regocijo el palacio de Jerjes, que había incendiado a Atenas, siendo ella quien le diera fuego en presencia del rey, para que corriera por todas partes la voz de que mayor venganza habían tomado de los Persas, en nombre de la Grecia, unas mujerzuelas que tantas tropas de mar y de tierra y tantos generales con el mismo Alejandro. Dicho esto, se levantó al punto grande algazara y aplauso, exhortándola y acalorándola sus amigos, tanto, que inflamado el Rey se levantó y echo a andar el primero, poniéndose una corona y tomando una antorcha. Siguiéronle todos los del festín con gritería y estruendo, distribuyéndose alrededor del palacio; y los demás Macedonios que lo entendieron acudieron también con antorchas, sumamente contentos, porque echaban la cuenta de que el abrasar y destruir el palacio era de un hombre que volvía los ojos hacia su domicilio Y no tenía pensamiento de habitar en aquel país bárbaro. Unos dicen que por este término se dispuso aquel incendio, y otros que muy de propósito e intento; mas en lo que convienen todos es en que se arrepintió muy en breve, y dio orden para que se apagase.

XXXIX.— Siendo por naturaleza dadivoso, creció en él la liberalidad a proporción que creció su poder; y ésta iba siempre acompañada de afabilidad y benevolencia, que es como los beneficios inspiran una verdadera gratitud. Haremos memoria de algunas de sus dádivas. Aristón, general de los Peonios, había dado muerte a un enemigo, y mostrándole la cabeza, «Entre nosotros ¡oh Rey! —le dijo—, este presente se recompensa con vaso de oro»; Alejandro, sonriéndose: «Vacío —le contestó—, y yo te lo doy lleno de buen vino, bebiendo antes a tu salud». Guiaba uno de tantos Macedonios una acémila cargada de oro del que se había ocupado al rey; y como ésta se cansase, tomó él la carga y la llevaba a cuestas. Viole Alejandro sumamente fatigado, y enterado de lo que era, cuando iba a dejarla caer: «No hagas tal —le dijo—, sino sigue tu camino y llévala hasta tu tienda para ti». En general, más se incomodaba con los que no recibían sus beneficios que con los que le pedían, y a Foción le escribió una carta, en que le decía que no le tendría en adelante por amigo si desechaba sus favores. A Serapión, uno de los mozos que jugaban con él a la pelota, no le dio nunca nada, porque no pedía; y en una ocasión, puesto éste en el juego, alargaba la pelota a los demás; y diciéndole el Rey: «¿Y a mí no me la alargas?». «Si no la pides» —le respondió; con lo que se echó a reír, y le hizo un gran regalo. Pareció que se había enojado con Proteas, uno de los decidores y bufones, que no carecía de gracia: rogábanle por él los amigos, y el mismo Proteas se presentó llorando y les dijo que estaba aplacado; mas como éste repusiese: «¿Y no empezarás ¡oh Rey! a darme de ello alguna prenda? mandó que le dieran cinco talentos. Cuánta hubiese sido su profusión en repartir dones y gracias a sus amigos y a los de su guardia, lo manifestó Olimpíade en una carta que le escribió. “De otro modo —le decía— sería de probar que hicieses bien a tus amigos y que te portases con esplendor; pero ahora, convirtiéndolos en otros tantos reyes, a ellos les proporcionas que tengan amigos y a ti el quedarte solo». Escribíale frecuentemente Olimpíade por este mismo término, y estas cartas tenía cuidado de reservarlas; sólo una vez, leyendo juntamente con él Hefestión, pues solía tener esta confianza, una de estas cartas que acababa de abrir, no se lo prohibió, sino que se quitó el anillo y le puso a aquél el sello en la boca. Al hijo de Maceo, aquel que gozaba de la mayor privanza con Darlo, teniendo una satrapía, le dio con ella otra mayor; mas éste la rehusó, diciendo: «Antes ¡oh rey! no había más de un Darío, pero tú ahora has hecho muchos Alejandros». A Parmenión, pues, le dio la casa de Bagoas, cerca de Susa, en la que se dice haberse encontrado en muebles hasta mil talentos. Escribió a Antípatro que se rodeara de guardias, pues habla quien le armaba asechanzas. A la madre le dio y envió muchos presentes; pero nunca le permitió mezclarse en el gobierno ni en las cosas del ejército; y siendo de ella reprendido, llevó blandamente la dureza de su genio; y una vez, habiendo leído una larga carta de Antípatro, en que trataba de ponerle mal con ella, «No sabe Antípatro —dijo— que una sola lágrima de mi madre borra miles de cartas».

XL.— Habiendo visto que cuantos tenía a su lado se habían entregado enteramente al lujo y al regalo, haciendo excesivos gastos en todo lo relativo a sus personas, tanto que Hagnón, de Teyo, llevaba clavos de plata en los zapatos, Leonato se hacía traer del Egipto con camellos muchas cargas de polvo para los gimnasios, Filotas había hecho para la caza toldos que se extendían hasta cien estadios, y que eran más los que para ungirse y para el baño usaban de mirra que de aceite, llegando hasta el extremo de tener mozos únicamente destinados a que los rascasen y conciliasen el sueño, los reprendió suave y filosóficamente, diciendo maravillarse de que hombres que habían sostenido tantos y tan reñidos combates se hubieran olvidado de que duermen con más gusto los que trabajan que los que están ociosos, y de que no vieran, comparando su método de vida con el de los Persas, que el darse al regalo es lo más servil y abatido, y el trabajar lo más regio y más propio de los que han de mandar: «Fuera de que ¿cómo cuidará por sí un caballo, o acicalará la lanza y el casco, el que rehúsa poner mano en la cosa más preciada que tiene, que es su propio cuerpo? ¿No sabéis que el fin que en vencer nos proponemos es el no hacer lo que hacen los vencidos?». Tomó, pues, desde entonces con más empeño el atarearse y darse malos ratos en la milicia y en la caza, de manera que un embajador de Lacedemonia, que se halló presente cuando dio fin a un terrible león, «Muy bien ¡oh Alejandro! —le dijo— lidiar con un león sobre el reino». Esta cacería la dedicó Crátero en Delfos, haciendo esculpir en bronce la imagen del león, la de los perros, la del rey en actitud de haber postrado al león, y la del mismo Crátero que le asistía; de las cuales unas fueron obra de Lisipo y otras de Leócares.

XLI.— Alejandro, pues, ejercitándose y excitando al mismo tiempo a los demás a la virtud, se exponía a todo riesgo; pero sus amigos, queriendo ya gozar y regalarse por la riqueza y el lujo, llevaban mal las marchas y las expediciones, y poco a poco llegaron hasta murmurar y hablar mal de él. Sufríalo al principio benigna y suavemente, diciendo que era muy de reyes el que se hablara mal de ellos cuando hacían bien. Y en verdad que aun los menores favores que dispensaba a sus amigos eran siempre indicio de lo que los apreciaba y quería honrarlos; de lo que añadiremos algunos ejemplos. Escribió a Peucestas quejándose de que, maltratado por un oso, había escrito a otros, y a él no se lo había, participado; «Pero ahora —le decía— dime cómo te hallas y si es que te abandonaron algunos de los que te acompañaban en la caza, para que lleven su merecido». A Hefestión, que se hallaba ausente con motivo de ciertas comisiones, le escribió que, estando entreteniéndose con un icneumón, Crátero había caído sobre la lanza de Perdicas y se había lastimado los muslos. Habiendo sanado Peucestas de cierta enfermedad, escribió al médico Alexipo dándole las gracias. Hallábase Crátero enfermo, y habiendo tenido una visión entre sueños, hizo sacrificios por él y le mandó que los hiciese. Al médico Pausanias, que quería dar eléboro a Crátero, le escribió, ya oponiéndose y ya dándole reglas sobre el modo de administrar aquella medicina. A los primeros que le dieron parte de la deserción y fuga de Hárpalo, que fueron Efialtes y Ciso, los hizo aprisionar, como que le levantaban una calumnia. Empezó a dar licencia para retirarse a su casa a los inválidos y ancianos; y habiéndose Euríloco, de Egea, puesto a sí mismo en la lista de los enfermos, como después se descubriese que ningún mal tenía y confesase que amaba a Telesipa y se había propuesto acompañarla en su regreso por mar, preguntó qué clase de mujer era ésta; y habiéndole informado que era una cortesana de condición libre, «Pues me tendrás ¡oh Euríloco! le dijo, por amador contigo; mira si podremos persuadirla con dones o con palabras, puesto que es mujer libre».

XLII.— Es ciertamente de admirar que tuviese tiempo para escribir las cartas que escribió en obsequio de los amigos, como, por ejemplo, cuando un mozo de Seleuco se escapó a la Cilicia, dando orden de que le buscasen, tributando alabanzas a Peucestas por haber recogido a Nicón, esclavo de Crátero, y prescribiendo a Megabizo, con motivo de habérsele huido un esclavo al templo, que si podía lo aprehendiese fuera, procurando atraerle; pero en el templo no lo tocara. Dícese que al principio, cuando juzgaba las causas capitales, se tapaba con la mano un oído mientras hablaba el acusador, a fin de conservar el otro, para el reo, puro y libre de toda prevención; pero más adelante lo exasperaron las muchas calumnias que, envueltas con verdades, conciliaban crédito a la mentira. Lo que sobre todo le sacaba de tino y le hacía duro e inexorable era el que se le desacreditase: como que era hombre que prefería la gloria a la vida y al reino.

Marchó entonces contra Darío para combatir segunda vez, pero habiendo llegado a sus oídos que Beso le había apresado, licenció a los Tésalos, añadiendo a sus soldados dos mil talentos de regalo. Con la marcha y persecución, que fue penosa y larga, habiendo andado a caballo en once días tres mil trescientos estadios, llegaron a flaquear y desalentarse la mayor parte, principalmente por la falta de agua. Allí se encontró con algunos Macedonios que en acémilas llevaban odres llenos de ella, y viéndole éstos mortificado de la sed, porque venía a ser entonces la hora del mediodía, llenaron sin dilación el casco y se lo presentaron; mas habiendo preguntado para quiénes conducían aquella agua, y ellos respondiesen: «Para nuestros propios hijos; pero viviendo tu, otros tendremos si perdiéremos éstos», tomó al oírlo el casco en las manos; pero volviendo la vista y observando que los soldados de a caballo que le acompañaban todos tenían inclinada la cabeza y fijos los ojos en la bebida, lo devolvió sin haber bebido, y dándoles las gracias les dijo: «Si yo solo bebiere, éstos desfallecerán todavía más»; y ellos, viendo su templanza y su grandeza de ánimo, gritaron que los condujese con toda confianza, y aguijaron los caballos, porque ni se cansarían, ni tendrían sed, ni se acordarían que eran mortales mientras tuviesen un rey como él.

XLIII.— La decisión en todos era igual, y se dice que, sin embargo, sólo fueron unos sesenta los que pudieron llegar hasta el campamento de los enemigos, en el que no hicieron cuenta del mucho oro y mucha plata que estaban amontonados, pasando también de largo por muchos carros de niños y, de mujeres que andaban errantes sin conductor y yendo siempre en persecución de los primeros, porque entre ellos habla de estar Darío. Encontrósele con dificultad, traspasado el cuerpo de dardos, tendido en un carro y muy próximo a fallecer; con todo, pidió agua, y habiendo bebido agua fría, dijo a Polístrato, que se la había dado: «Éste es, amigo, el último término de mi desgracia: recibir beneficios y no poder pagarlos; pero Alejandro te lo premiará, y los dioses a Alejandro el trato lleno de bondad que mi madre, mi mujer y mis hijos recibieron de él, a quien por tu medio doy esta diestra». Y al decir esto, asido de la mano de Polístrato, expiró.

Cuando llegó Alejandro se echó de ver cuánto lo sentía y quitándose su manto le arrojó sobre el cadáver y lo envolvió en él. Más adelante, habiendo podido aprehender a Beso, le hizo pedazos de este modo: doblando hacia dentro dos árboles derechos, hizo atar a cada uno un muslo, y después, dejándolos libres, con la fuerza con que se enderezaron, cada uno se llevó su parte; pero por entonces el cadáver de Darío, adornado como a la dignidad real correspondía, lo remitió a la madre, y a Oxatres, hermano de aquel, le admitió en el número de sus amigos.

XLIV.— Bajó después a la Hircania con lo más florido de sus tropas, y viendo un golfo de mar no menor que el Ponto Euxino, aunque de agua más dulce que los otros mares, nada pudo averiguar de cierto acerca de él, y lo más que conjeturó fue que vendría a ser una filtración de la laguna Meotis. Con todo, a los ejercitados en las investigaciones físicas no se les ocultó la verdad, sino que muchos años antes de la expedición de Alejandro nos dejaron escrito que siendo cuatro los golfos que del mar exterior se entran en el continente, el más boreal es éste, que se llama mar de Hircania, y también Mar Caspio. Allí unos bárbaros, que por casualidad se encontraron con los palafreneros que conducían el caballo Bucéfalo, de Alejandro, se lo robaron, lo que le irritó sobre manera; y habiendo enviado un heraldo, les intimó la amenaza de que los pasaría a todos a cuchillo, con sus hijos y sus mujeres, si no le volvían el caballo; pero luego que vinieron a restituírselo, haciendo además entrega de sus ciudades, los trató a todos con mucha humanidad y dio el rescate del caballo a los que lo habían robado.

XLV.— Pasó desde allí a la región pártica, y, deteniéndose en ella, empezó a vestirse la estola, ropaje usual de aquellos bárbaros, bien porque quisiese acomodarse a las leyes del país, por cuanto sirve mucho para ganar los hombres el imitar sus costumbres patrias, o bien porque se propusiese hacer una tentativa para la adoración con los Macedonios, a fin de irlos acostumbrando poco a poco a llevar el tránsito y mudanza que pensaba hacer en el método de vida. Con todo, no adoptó enteramente el traje de los Medos, que era más distante del propio y más extraño: porque no se puso los calzones largos, ni la ropa talar, ni la tiara, sino que hizo una mezcla del Persa y Medo, tomando un vestido medio, no de tanto lujo como éste, pero más brillante que aquel. Al principio no lo usaba sino para recibir a los bárbaros y en casa con los amigos; pero después ya lo vieron muchos salir y despachar con él. Espectáculo era éste muy desagradable a los Macedonios; pero admirando en lo demás sus virtudes, creían que era preciso contemporizar algún tanto en obsequio de su gloria y de su gusto: pues sobre todo lo demás, habiendo recibido recientemente un flechazo en la pierna, del que cayó al suelo herido en el hueso de la rodilla, y sido lastimado segunda vez de una pedrada en el cuello, hasta el punto de haber perdido por largo rato la lumbre de los ojos, con todo, no dejaba de exponerse sin reserva a los peligros; así es que habiendo pasado el río Orexartes, que él creía ser el Tanais, y derrotado a los Escitas, los persiguió cien estadios, sin embargo de estar molestado por la diarrea.

XLVI.— Aquí fue donde vino a presentársele la Amazona, según dicen los más de los escritores, de cuyo número son Clitarco, Polícrito, Onesícrito, Antígenes e Istro; pero Aristobulo, Cares, ujier del Rey, Tolomeo Anticlides, Filón Tebano, Filipo Teangeleo, y además de éstos, Hecateo Eretrio, Filipo Calcidense y Duris Samio dicen que todo esto fue una invención, confirmando, al parecer, su opinión el mismo Alejandro, porque, escribiendo a Antípatro con la mayor puntualidad cuanto ocurría, bien le comunicó que el Escita le había ofrecido su hija en matrimonio, pero de la Amazona no hizo ninguna mención. Dícese además que, leyendo Onesícrito más adelante a Lisímaco, cuando ya reinaba, el libro cuarto de su historia, donde se refiere lo de la Amazona, Lisímaco se echó a reír y le preguntó: «¿Pues dónde estaba yo entonces?». Pero el que esto se crea o se deje de creer nada puede influir para que se admire a Alejandro ni más ni menos.

XLVII.— Temiendo que los Macedonios desmayasen para lo que restaba de la expedición, ya de antemano había dejado en cuarteles la mayor parte de las tropas; y teniendo consigo en la Hircania lo más escogido de ellas, que eran veinte mil infantes y tres mil caballos, se anticipó a decirles que hasta entonces los bárbaros no los habían visto sino como un sueño, y si se retirasen sin haber hecho más que poner en movimiento el Asia cargarían al punto sobre ellos como sobre unas mujeres; con todo, que les prevenía podrían marcharse los que quisiesen, protestando, empero, cuando adquiría la tierra entera para los Macedonios, sobre verse abandonado con sus amigos y con los que tenían voluntad de continuar la guerra. Casi con estas mismas palabras se halla escrito en una carta a Antípatro, en la cual se añade que no bien lo hubo pronunciado cuando todos gritaron que los llevase al punto de la tierra que quisiese. Habiendo salido bien la tentativa con éstos, ya no hubo tropiezo en hacer ir adelante a la muchedumbre, y, antes bien, siguió sin la menor dificultad.

En seguida de esto, todavía se acercó más en el modo de vivir a los naturales, aunque juntándolo con las costumbres macedónicas, por creer que establecería mejor su imperio con esta mezcla y comunicación, usando de afabilidad, que no con la fuerza, cuando pensaba pasar tan adelante. Por esta misma razón eligió treinta mil jóvenes y dispuso que aprendieran las letras griegas y se ejercitasen en las armas macedónicas, poniéndoles muchos superintendentes y celadores. Su enlace con Roxana, bella y en edad núbil, fue efecto del amor, habiéndola visto y prendándose de ella en Coreana en cierto festín; lo que, estando muy en armonía con el método que había adoptado, dio más confianza a los bárbaros por el deudo que había contraído con ellos, e inflamó más su amor al ver que, habiendo usado siempre de moderación y continencia, la había llevado entonces hasta el extremo de no querer tocar ni aun a esta mujer, única que le había rendido, sin autorización de la ley.

Allí vio que, de sus mayores amigos, Hefestión celebraba su sistema y le imitaba, pero Crátero se mantenía en los usos patrios; y así es que por medio de aquél despachaba los negocios de los bárbaros, y por medio de éste los de los Griegos y Macedonios; finalmente, si al uno le amaba más por este motivo, al otro le estimaba y honraba, pensando y diciendo continuamente que Hefestión era amigo de Alejandro, y Crátero, amigo del rey. De aquí es que, teniendo celos el uno del otro, altercaron muchas veces, y luna sola, en la India, vinieron a las manos, llegando hasta sacar las espadas; y cuando sus respectivos amigos apadrinaban a uno y a otro, presentándose Alejandro a Hefestión le reprendió abiertamente, llamándole arrebatado y loco, si no veía que si alguno le privaba de la sombra de Alejandro no era nada, y a Crátero le riñó también, aunque en particular ásperamente. Llamólos a su presencia e hizo que se reconciliasen, jurando por Amón y los demás dioses que los amaba sobre todos las hombres; pero si volvía a entender que había contiendas entre ellos daría muerte a entrambos, o al menos al que hubiese dado principio a la disensión; por lo que en adelante, ya no se dice que ni por juego hubiesen hablado o hecho nada el uno contra el otro.

XLVIII.— Filotas, hijo de Parmenión, era el de mayor autoridad y dignidad entre los Macedonios, porque había dado pruebas de valor y sufrimiento, y en cuanto a dadivoso y amigo de sus amigos, ninguno más que él, después de Alejandro. Dícese que pidiéndole en una ocasión dinero uno de sus amigos, mandó que se le diera; y respondiendo el mayordomo que no tenía, «¿Qué dices? —le replicó—, ¿no tienes tampoco un vaso o una ropa?». Su engreimiento de ánimo, la ostentación de su riqueza y el servicio y aparato relativo a su persona eran de más boato de lo que a un particular correspondía; y entonces, imitando la grandeza y majestad de un rey, con mucho cuidado, pero sin ninguna gracia, en sólo lo extravagante y que más daba en ojos, no le granjeaba este porte más que sospechas y envidia; tanto, que el padre le dijo en una ocasión: «Dame, hijo, el gusto de valer menos». Para con Alejandro ya hacía tiempo que había empezado a caer en descrédito, porque cuando se tomaron tantas riquezas en Damasco, después de conseguida la victoria contra Darío en la Cilicia, entre los muchos cautivos conducidos al campamento se encontró una joven, natural de Pidna y de bella figura, llamada Antígona. Apropiósela Filotas, y, lo que es natural con una nueva amiga, entre el vino y los placeres, tuvo confianzas con ella sobre cosas políticas y de la guerra, y, atribuyéndose a sí mismo y a su padre los hechos más señalados, llamaba a Alejandro muchachuelo y decía que por ellos había adquirido su reinado. Comunicó Antígona estas conversaciones a uno de sus amigos, y éste, como está en el orden, a otro; de manera que llegaron a los oídos de Crátero, quien, tomando a la mujer consigo, la condujo secretamente ante Alejandro. Luego que éste la hubo escuchado, le previno que continuara en la amistad de Filotas y todo cuanto le oyera viniese y se lo revelara.

XLIX.— Ignoraba Filotas lo que se tramaba contra él y continuaba su trato con Antígona, permitiéndose, ya por encono y ya por jactancia y vanagloria, palabras y expresiones contumeliosas contra el rey Alejandro, aunque se le habían hecho denuncias vehementes contra Filotas, no se daba por entendido ni hacía uso de ellas, o por demasiada confianza en el amor que Parmenión le tenía, o por temor de la opinión y del poder del padre y del hijo. Mas en aquella misma sazón, un Macedonio llamado Dimno, natural de Calestra, que armaba asechanzas a Alejandro con la más maligna intención, como tuviese amores con el joven Nicómaco, le solicitó para que concurriese con él a la ejecución. No admitió éste la propuesta, y dando parte de aquel intento a su hermano Balino, éste se dirigió con él a Filotas, rogándole que los presentase a Alejandro, porque tenían que hablarle de cosas muy importantes y muy urgentes; pero Filotas, sin saber por qué causa, pues nunca se averiguó, no se prestó a ello, diciendo que el rey estaba ocupado en cosas mayores, lo que les sucedió por dos veces. Entraron con esto en sospechas contra Filotas, y como, valiéndose de otro, éste los condujese ante Alejandro, habláronle lo primero de lo relativo a Dimno y después tocaron ligeramente en lo ocurrido con Filotas y cómo dos veces le habían hablado y las dos veces los había desatendido, que fue lo que sobre manera irritó a Alejandro. Ocurrió también que el que fue enviado contra Dimno, como éste se defendiese, le quitó la vida; con lo que todavía se sobresaltó más Alejandro, por creer que con esto se desvanecían los indicios de la traición. Como ya no estaba bien con Filotas, con esto cobraron osadía los que de antemano le odiaban, y decían ya sin rebozo que sería grande necedad en el rey el creer que un hombre de Calestra como Dimno había de haber tenido por sí semejante arrojo: por tanto, que no era sino ejecutor, o, más bien, instrumento manejado por una fuerza superior, por lo que la asechanza se había de buscar en aquellos a quienes más importaba que estuviese oculta. Con estos discursos y sospechas abrieron los oídos del rey para que llegasen a ellos otras diez mil calumnias contra Filotas. Hízole, pues, prender, y le puso en juicio, asistiendo a la cuestión de tormento los amigos de Alejandro, y escuchando él mismo desde afuera, sin que mediase más que una cortina: así se refiere que profiriendo Filotas expresiones de abatimiento y compasión, y dirigiendo ruegos a Hefestión, dijo aquel: «Pues si tan débil eras y de tan poco valor ¡oh Filotas! ¿Por qué emprendías hechos tan arriesgados?».

Muerto Filotas, envió inmediatamente a la Media orden de que se quitara también la vida a Parmenión, antiguo compañero de Filipo en las más de sus empresas; de los antiguos amigos de Alejandro, el único o el que más le había incitado a la expedición contra el Asia, y que de tres hijos que tenía en el ejército, de dos había visto la muerte antes, muriendo con el tercero.

Estos hechos hicieron terrible a Alejandro para muchos de sus amigos, y especialmente para Antípatro, el cual negoció reservadamente con los Etolios, comprometiéndose con ellos, y ellos con él, recíprocamente: porque los Etolios temían a Alejandro por la ruina y mortandad de los Eníadas, pues al saberla había dicho Alejandro que no serían los hijos de los Eníadas, sino él mismo, quien tomase venganza.

L.— De allí a breve tiempo ocurrió el lastimoso acontecimiento de Clito: para los que meramente lo oyen, más cruel que el de Filotas; pero para los que reflexionan sobre el tiempo y la ocasión, efecto más bien de desgracia del rey que de su voluntad y su intención, siendo la mala suerte de Clito la que en la ira y en la embriaguez proporcionó la causa, y sucedió de esta manera. Llegaron algunos trayendo al rey por mar frutas de la Grecia; él, maravillado de su frescura y belleza, llamó a Clito con ánimo de mostrárselas y de partir con él. Hallábase Clito haciendo un sacrificio, y dejándolo marchó allá al punto, y tres de las reses, sobre las que había hecho libación, le siguieron. Entendió esto el rey y comunicó el caso con los adivinos Aristandro y Cleomantis, de Lacedemonia, los cuales dijeron ser aquella mala señal; el rey mandó que inmediatamente se sacrificara por Clito; porque hacía tres días que él mismo había tenido entre sueños una visión extraña: habíale parecido que veía a Clito sentado, con vestido negro, entre los hijos de Parmenión, que todos eran muertos. Clito no se había prevenido con el sacrificio, sino que sin dilación marchó a cenar con el rey, que había sacrificado a los Dioscuros. Bebióse largamente, y se empezaron a cantar los versos de un tal Pránico, o, según dicen otros, de Pierión, compuestos para escarnio y burla de los generales vencidos poco antes por los bárbaros. Lleváronlo a mal los ancianos, y profirieron denuestos contra el poeta y contra el cantor; pero Alejandro le oía con gusto y mandaba que continuase. Clito, ya demasiado caliente con el vino, y que de suyo era pronto e insolente, se incomodó, diciendo no ser del caso que entre bárbaros y enemigos se tratara de afrentar a unos Macedonios que valían harto más que los que de ellos se burlaban, aunque hubiesen sido desgraciados. Repuso Alejandro que Clito defendía su propio pleito al llamar desgracia a la cobardía; a lo que, puesto ya en pie Clito: «Pues esta cobardía —le dijo— te salvó a ti, descendiente de los dioses, cuando ya tenías encima la espada de Espitridates, y a la sangre de los Macedonios y a estas heridas debes el haberte elevado a tal altura, que te das por hijo de Amón, renunciando a Filipo».

LI.— Irritado, pues, Alejandro: «¿Te parece, mala cabezale dijo—, que hablando de mí continuamente de este modo y alborotándome a los Macedonios te has de ir riendo?». «Ni aun ahora nos reímos ¡oh Alejandro! —le contestó—, siendo éste el premio que recibimos de nuestros trabajos, sino que tenemos por muy dichosos a los que murieron antes de ver que los Macedonios somos azotados con las varas de los Medos y buscamos la intercesión de los Persas para acercarnos al rey». Mientras Clito hablaba con este desenfado, y mientras Alejandro se le oponía y profería contra él injurias, procuraban los más ancianos sosegar aquel alboroto; y Alejandro, vuelto entonces a Jenódoco, de Cardia, y Artemio, de Colofón: «¿No os parece —les dijo— que los Griegos se hallan entre los Macedonios como los semidioses entre las fieras?». Pero Clito no cedía, sino que continuaba gritando que Alejandro dijese públicamente qué era lo que quería, y no llamara a su mesa a hombres libres que sabían hablar con franqueza, sino que viviera entre bárbaros y entre esclavos que adorasen su ceñidor persa y su túnica blanca. Entonces Alejandro, no pudiendo ya reprimir la ira, le tiró una de las manzanas que había en la mesa y fue a echar mano de la espada; pero Aristófanes, uno de los de la guardia, con previsión, la había retirado, y sin embargo de que los demás le rodeaban y suplicaban, salió, y en lengua macedonia llamó a los mozos de armas, lo que era indicio de gran rebato, y al trompeta le mandó hacer señal, y porque se detenía y no cumplía lo mandado le dio una puñada. Después se reconoció que había hecho muy bien y había sido muy principal causa para que no se pusiera en armas y en confusión todo el campamento. A Clito, que nunca se apaciguaba, le sacaron los amigos no sin gran dificultad del cenador; pero volvió a entrar por otra puerta recitando con desprecio e insolencia aquellos yambos de Eurípides en la Andrómaca:

¡Qué Injusticia, ay de mí, comete Grecia!

Quitó entonces Alejandro un dardo a uno de los de la guardia y atravesó con él a Clito, que acertó a parecer cerca, levantando la cortina que había delante de la puerta, y dando un suspiro y un quejido cayó muerto. En aquel mismo punto se acabó en Alejandro la ira, y vuelto en sí, al ver a su lado a todos los amigos sin aliento y sin voz, se apresuró a sacar el dardo del cadáver, yendo a clavárselo en el cuello; pero los de la guardia le cogieron las manos y a la fuerza lo condujeron a su dormitorio.

LII.— Pasó toda aquella noche en lamentos; y como al día siguiente, cansado de gritar y llorar, estuviese callado, dando solamente profundos suspiros, recelando sus amigos de aquel silencio, entraron por fuerza, y a las expresiones de los demás no atendió; pero habiéndole recordado el agorero Aristandro la visión que había tenido acerca de Clito y la señal de las reses, para darle a entender que lo sucedido había sido disposición del hado, pareció que recibía algún alivio; por lo cual introdujeron también al filósofo Calístenes, que era deudo de Aristóteles, y a Anaxarco de Abdera. De éstos, Calístenes se fue introduciendo con dulzura y suavidad, procurando desvanecer con sus razones el disgusto y la pesadumbre; pero Anaxarco, que desde luego había tomado un camino en la filosofía enteramente nuevo, mirando con cierta altivez y desdén a los de su profesión, entró gritando sin otro preludio: «¿Este es aquel Alejandro en quien el orbe tiene ahora fija la vista y se está tendido haciendo exclamaciones como un miserable esclavo, temiendo el juicio y reprensión de los hombres, para quienes correspondía que él fuese la ley y norma de lo justo, si es que venció para imperar y dominar, y no para servir dominado de una gloria vana? ¿No sabes que Zeus tiene por asesores a la Justicia y a Temis, para que todo cuanto es ejecutado por el que manda sea legítimo y justo?». Empleando Anaxarco estos y otros semejantes discursos aligeró el pesar del Rey, pero pervirtió su moral, haciéndole más precipitado y violento; y al paso que él se ganó maravillosamente su ánimo, desquició el valimiento y trato de Calístenes, que ya no era muy agradable por la severidad de sus principios.

Cuéntase que habiendo recaído una vez la conversación durante la cena sobre las estaciones y la temperatura del ambiente, Calístenes adoptó la opinión de los que sostenían que allí hacía más frío y era más duro el invierno que en Grecia, y que tomando Anaxarco con empeño la opinión contraria. «Pues tú —le repuso aquél— es preciso confieses que esta región es mucho más fría: porque tú pasabas allá el invierno en ropilla, y aquí duermes abrigado con tres cobertores», lo que picó sobre manera a Anaxarco.

LIII.— Incomodaba asimismo Calístenes a los demás sofistas y aduladores con ser buscado de los jóvenes por su elocuencia y merecer al mismo tiempo la aprobación de los ancianos por su tenor de vida, arreglado, decoroso y sobrio, con el cual confirmaba el que se suponía pretexto de su viaje, pues le daba la importancia de decir que para volver sus ciudadanos a la patria y poblarla otra vez había ido en busca de Alejandro. Sobre tenérsele envidia por su fama, daba también margen a que le calumniaran con negarse a los convites y con no dar alabanzas cuando a ellos concurría, atribuyéndose su silencio a afectación y displicencia; tanto, que Alejandro recitó para mortificarle aquella sentencia:

No debe hacerse caso del sofista
que aun en provecho propio nada sabe.

Dícese que en cierta ocasión, habiendo sido muchos los convidados a la cena, se encargó a Calístenes entre los brindis que alabase a los Macedonios, y que desempeñó el encargo con tanta elocuencia, que, levantándose, le aplaudieron y arrojaron sobre él coronas de flores; a lo que Alejandro había dicho que, según Eurípides, al que toma para discurso

digno asunto, le es fácil ser facundo;

añadiendo: «Mucho mejor podrás mostrar tu habilidad acusando a los Macedonios para que se hagan mejores advertidos de aquello en que yerran»; con lo cual, cantando Calístenes la palinodia, había dicho mil cosas contra los Macedonios, y haciendo ver que la discordia y desunión de los Griegos fue la verdadera causa del incremento y poder de Filipo, había cerrado de este modo el discurso:

En las revueltas de los pueblos
suele el más ruin alzarse con el mando.

De resultas de esto añaden que fue muy amargo y pesado el odio que contra él concibieron los Macedonios, diciendo Alejandro que Calístenes no había dado a éstos pruebas de su habilidad, sino de su ojeriza.

LIV.— Hermipo escribe que Estrebo, lector de Calístenes, fue quien refirió estas cosas a Aristóteles, añadiendo que Calístenes, habiendo conocido la aversión de Alejandro, dijo por dos o tres veces contra él al retirarse:

Murió también en juventud Patroclo,
que en virtud harto más que tú valía.

Parece, pues, que no le faltó razón a Aristóteles para decir que Calístenes era diestro y grande en la oratoria, pero que no tenía juicio. En fin: con haber resistido vigorosa y filosóficamente la adoración, siendo el único que decía en público lo que en secreto incomodaba a todos los principales y más ancianos de los Macedonios, él bien redimió a los Griegos de una gran vergüenza, y de una mucho mayor todavía a Alejandro, evitando así la tal adoración; pero se perdió a sí mismo: pues, a lo que se ve, hizo fuerza a Alejandro, mas no le persuadió. Cares de Mitilena, dice que bebiendo en un banquete Alejandro en una copa, la alargó a uno de los amigos, y tomándola éste se levantó y acercó al ara, bebió y adoró primero, después besó a Alejandro en el banquete, y se volvió a sentar, y que lo mismo ejecutaron todos por orden; pero Calístenes, tomando la copa a tiempo que Alejandro no atendía, sino que estaba en conversación con Hefestión, bebió y se acercó para besarle; pero diciéndole Demetrio, denominado Fidón: «¡oh rey! no beses, porque éste sólo no ha adorado», Alejandro huyó el rostro al ósculo, y Calístenes dijo en voz alta: «Bien; me iré con un beso menos».

LV.— Indispuesto ya de esta manera Alejandro, la primera cosa a que dio crédito fue la relación de Hefestión, que le comunicó haber convenido con él Calístenes en que adoraría y haber desmentido luego este convenio. Después, los Lisímacos y los Hagnones denunciaron a Alejandro que el sofista se andaba jactando de la destrucción de la tiranía, poniendo de su parte a los jóvenes, y esparciendo la voz de que él solo era libre entre tantos millares de hombres. Por este motivo, cuando llegó el caso de la conjuración de Hermolao, y se tuvieron las pruebas de ella, pareció verosímil la acusación que contra él se hacía, de que preguntándole Hermolao cómo se haría hombre célebre le había respondido: «Dando muerte al más célebre». Atribuyéndosele además que excitando a Hermolao a la ejecución le había dicho que no temiese al lecho de oro, sino que se acordara que iba a tener ante sí a un hombre enfermo y herido. Sin embargo, ninguno de la conjuración de Hermolao profirió ni la más leve expresión contra Calístenes, aun en medio de los mayores tormentos y angustias. El mismo Alejandro, escribiendo en los primeros momentos a Crátero, a Átalo y a Álcetas, les decía que los jóvenes puestos a tormento habían confesado haber sido ellos los autores de todo, sin que ningún otro tuviese noticia; mas escribiendo después a Antípatro, ya culpó a Calístenes, diciendo: «Los jóvenes han sido apedreados por los Macedonios, pero al sofista yo lo castigaré, y a los que acá le enviaron y a los que dan acogida en las ciudades a los traidores contra mí», en lo que aludía manifiestamente a Aristóteles: porque Calístenes se había criado a su lado, a causa del parentesco, siendo hijo de Hero, prima de Aristóteles. En cuanto a su muerte, unos dicen que fue ahorcado de orden de Alejandro, y otros, que falleció de enfermedad en la prisión; pero Cares escribe que después de su prisión estuvo siete meses aherrojado en la cárcel para ser juzgado en concilio, presente Aristóteles; y en los días en que Alejandro fue herido peleando en la India con los Malos Oxídracas, murió de obesidad y comido de piojos.

LVI.— Sucedieron estos acontecimientos más adelante. Anhelaba Demarato de Corinto, siendo ya muy anciano, el subir a los países donde se hallaba Alejandro; y habiendo conseguido verle, exclamó que se habían privado del mayor placer aquellos Griegos que habían muerto antes de ver a Alejandro sentado en el trono de Darío; pero fue bien corto el tiempo que tuvo para gozar del favor del rey, porque murió luego de enfermedad. Hiciéronsele ostentosas exequias, habiéndole levantado el ejército un túmulo de grande longitud y de ochenta codos de elevación, y sus despojos fueron conducidos hasta el mar en un carro de cuatro caballos magníficamente adornado.

LVII.— Cuando iba a invadir la India, como viese que el ejército arrastraba grande carga en pos de sí, y era difícil de mover por la gran riqueza de los despojos, al mismo amanecer, estando ya listos los carros, quemó primero los suyos y los de sus amigos, y después mandó que se pusiera fuego a los de los Macedonios: orden que pareció más dura y terrible en sí que no en su ejecución, porque mortificó a muy pocos, y, antes bien, los más, recibiéndola con entusiasmo y con demostraciones de aclamación y júbilo, repartieron las cosas que son más precisas entre los que las pidieron, y las restantes las quemaron o destrozaron, encendiendo con esto en el ánimo de Alejandro mayor arrojo y confianza. Era ya entonces fiero e inexorable en el castigo de los culpados: de manera que habiendo constituido a Menandro uno de sus amigos, gobernador de un fuerte, porque no quería quedarse le quitó la vida; y habiéndose rebelado los bárbaros, por sí mismo atravesó con una saeta a Orsodates. Sucedió por entonces que una oveja parió un cordero que tenía en la cabeza la figura y color de una tiara y la forma también de unos testículos a uno y otro lado; lo que abominó Alejandro como mala señal, y se hizo purificar por unos Babilonios que al efecto acostumbraba llevar consigo; sobre lo cual dijo a sus amigos que no era por sí mismo por quien se había sobresaltado, sino por ellos, no fuera que un mal genio, faltando él, trasladara el poder a un hombre cobarde y oscuro. Mas otra señal buena que sobrevino luego borró esta mala impresión de desaliento; y fue que un Macedonio, jefe de la tapicería, llamado Próxeno, allanando el sitio en que había de ponerse la tienda del rey junto al río Oxo, descubrió una fuente de un licor continuo y untoso; y a lo primero que sacó se encontró con que era un aceite limpio y claro, sin diferenciarse de esta sustancia ni en el olor ni en el sabor, conviniendo además con ella en el color brillante y en la untuosidad; y esto, en país que no producía aceite. Dícese, pues, que el agua del Oxo es también muy blanda y que pone crasa la piel de los que en él se bañan. Ello es que Alejandro se alegró extraordinariamente con esta señal, como se demuestra por lo que escribió a Antípatro, poniéndola entre los mayores favores que del dios había recibido. Los adivinos tenían la por pronóstico de una expedición gloriosa, pero trabajosa y difícil, porque el aceite ha sido dado a los hombres por Dios para remedio de sus fatigas.

LVIII.— Fueron, pues, muchos los peligros que corrió en aquellos encuentros, y graves las heridas que recibió; pero el mayor mal le vino a su expedición de la falta de los objetos de necesidad y de la destemplanza de la atmósfera. Por lo que a él respecta, hacía empeño en contrarrestar a la fortuna con la osadía, y al poder con el valor, pues nada le parecía ser inaccesible para los osados, ni fuerte y defendido para los cobardes. Dícese, por tanto, que teniendo sitiado el castillo de Sisimitres, que era una roca muy elevada e inaccesible, como ya los soldados desconfiasen, preguntó a Oxiartes qué hombre era en cuanto al ánimo Sisimitres; y respondiéndole éste que era el más tímido de los mortales: «Eso es decirmele —repuso— que puedo tomar la roca, pues que el que manda en ella no es fuerte, tomóla, pues con sólo intimidar a Sisimitres. Mandó contra otra igualmente escarpada a los más jóvenes de los Macedonios, y saludando a uno que se llamaba Alejandro: “A ti te toca —le dijo— el ser valiente, aunque no sea más que por el nombre». Peleó, efectivamente, aquel joven con gran denuedo, pero pereció en la acción, lo que causó a Alejandro gran pesadumbre. Ponían los Macedonios dificultad en acometer a la fortaleza llamada Misa, por estar bañada de un río profundo; y estando presente: «Pues, miserable de mí —dijo—, ¿no he aprendido yo a nadar?»; y teniendo ya el escudo embrazado, se disponía a pasar. Detuvo la acción por venir a él con ruegos embajadores de la ciudad sitiada, los cuales ya desde luego se maravillaron viéndole sobre las armas sin ningún acompañamiento. Trajéronle después un almohadón, y tomándole mandó que se sentara en él el más anciano de aquellos, que se llamaba Acufis. Admirado más éste todavía con tales muestras de benignidad y humanidad, le preguntó qué harían para que los tuviese por amigos; y como respondiese que lo primero nombrarle a él mismo por caudillo y príncipe de todos, y lo segundo, enviarle en rehenes ciento de los mejores, echándose a reír Acufis: «Mucho mejor ¡oh rey! mandaré —le repuso— enviándote los más malos que los mejores».

LIX.— Dícese de Taxiles que poseía en la India una porción no menor que el Egipto en extensión y abundante y fértil como la que más, y que, siendo hombre de gran seso, saludó a Alejandro y le dijo: «¿Qué necesidad tenemos ¡oh Alejandro! de guerras ni de batallas entre nosotros, si no vienes a quitarnos ni el agua ni el alimento necesario, que son las únicas cosas por las que a los hombres les es forzoso pelear? Por lo que hace a lo demás que se llama bienes y riquezas, sí soy mejor que tú, estoy pronto a hacerte bien, y si valgo menos no rehúso mostrarme agradecido recibiéndolo de ti». Complacido Alejandro y alargándole la diestra: «¿Pues qué piensas —le dijo— que con tales expresiones y tal bondad nuestro encuentro ha de ser sin contienda? Ten entendido que nada adelantas, porque yo contenderé y pelearé contigo a fuerza de beneficios, a fin de que no parezcas mejor que yo». Recibiendo, pues, muchos dones y dando muchos más por fin le hizo el presente de mil talentos en dinero: con lo que disgustó en gran manera a los amigos, pero hizo que muchos de los bárbaros se le mostrasen menos desafectos.

Los más belicosos entre los de la India pasaban por soldada a defender con ardor las ciudades y le causaban grandes daños. Habiendo, pues, hecho treguas con ellos en una de éstas, cogiéndolos después en el camino cuando se retiraban, les dio muerte a todos; y entre sus hechos de guerra, en los que siempre se condujo justa y regiamente, éste es el único que puede tenerse por una mancha.

No le dieron los filósofos menos en qué entender que éstos, indisponiendo contra él a los reyes que se le habían unido y haciendo que se rebelaran los pueblos libres, por lo que le fue preciso ahorcar a muchos.

LX.— Lo relativo a Poro, el mismo Alejandro escribió en sus cartas como había pasado; porque dice que corriendo de Hidaspes, en medio de los dos campamentos, tenía Poro colocados al frente los elefantes para guardar el paso, y que él, por su parte, movía todos los días mucha, bulla y alboroto en su campo a fin de acostumbrar a los bárbaros a no hacer alto en ello ni temerlo; que en una noche de las propias de invierno, en que no lucía la Luna, tomando algunas tropas de las de a pie y lo más florido de la caballería, se alejó mucho de los enemigos y pasó hasta una isleta de no grande extensión, que allí le cogió una grande lluvia, y siendo muchos los relámpagos y rayos que parecían dirigirse al campamento, aun en medio de ver que muchos eran abrasados y consumidos de ellos, movió de la isleta para pasar a la opuesta orilla; mas yendo crecido y fuera de madre el Hidaspes a causa de la tempestad, había hecho una gran rotura e inundación, corriendo por ellas las aguas en notable cantidad, y pudo ponerse en el terreno intermedio, con poca seguridad, por ser éste resbaladizo y estar mojado. Cuéntase haber prorrumpido allí en esta expresión: «Ahora creeríais ¡oh Atenienses! cuántos trabajos aguanto por ser celebrado entre vosotros». Pero esto quien lo refiere es Onesícrito; el mismo Alejandro dice que, dejando las lanchas, pasaron armados la inundación, con agua hasta el pecho. Pasado que hubo, se adelantó con la caballería unos veinte estadios, haciendo cuenta que si los enemigos acometiesen con esta arma, mejor los vencería, y si quisiesen mover su batalla, también le llegaría a él con anticipación su infantería; y sucedió lo primero: porque habiendo cargado mil caballos y sesenta carros, los puso en huída, habiendo tomado todos los carros y muerto trescientos hombres. Entendió con esto Poro que el mismo Alejandro estaba ya de aquel lado, por lo que puso en movimiento todo su ejército, a excepción de algunas tropas que fue preciso dejar para que estorbaran el paso a los Macedonios. Alejandro, por temor de los elefantes y del gran número de los enemigos, dice que cargó oblicuamente por el ala izquierda, dando orden a Ceno de que acometiese por la derecha; que por una y otra fueron los enemigos rechazados, y retirándose siempre hacia los elefantes, los que iban de vencida, allí se embarazaban y confundían; y que trabado el combate al salir el Sol, con dificultad a la hora octava cedieron los enemigos. Esto es lo que el mismo ordenador de esta batalla refirió en sus cartas. Los más de los historiadores convienen en que Poro sobrepujaba la estatura ordinaria en cuatro codos y un palmo, y que a caballo nada le faltaba para quedar igual con el elefante por la talla y robustez de su cuerpo; y eso que el tal elefante de que usaba era de los más grandes; el cual manifestó en esta ocasión una extraordinaria inteligencia y sumo cuidado del rey, pues mientras éste se sostuvo con vigor le defendió encolerizado de los que le acometían, haciéndolos pedazos, mas cuando percibió que desfallecía por el gran número de dardos y heridas, temeroso de que cayese de golpe, se inclinó blandamente al suelo doblando las rodillas, y cogiendo después suavemente con la trompa los dardos, se los fue sacando de uno en uno.

Preguntando Alejandro a Poro cuando ya quedó cautivo cómo quería le tratase: «Regiamente» le respondió; y replicándole Alejandro si no tenía más que añadir: «Con decir regiamente, está todo dicho» le repuso. Dejóle, pues, autoridad, no sólo sobre sus antiguos súbditos, con el nombre de sátrapa, sino que le añadió nuevo territorio, habiendo sujetado los pueblos libres, que eran quince naciones, en varias ciudades principales, y muchas aldeas. Conquistó asimismo otra región tres veces mayor, de la que constituyó sátrapa a Filipo, uno de sus amigos.

LXI.— De resultas de la batalla contra Poro murió Bucéfalo, no desde luego, sino al cabo de algún tiempo, cuando, según los más, se le estaba curando de sus heridas, pero, según dice Onosícrito, fatigado con un trabajo que no podía ya llevar por su vejez, pues tenía treinta años cuando murió. Sintiólo profundamente Alejandro, creyendo haber perdido en él nada menos que un amigo y un doméstico; y edificando en su memoria una ciudad junto al Hidaspes, la llamó Bucefalia. Dícese que habiendo perdido también un perro llamado Peritas, al que había criado y del que gustaba mucho, edificó otra ciudad de su nombre. Soción escribe que así se lo oyó decir a Potamón, de Lesbo.

LXII.— El combate de Poro desanimó mucho a los Macedonios, apartándolos de querer internarse más en la India: pues no bien habían rechazado a éste, que les había hecho frente con veinte mil infantes y dos mil caballos, cuando ya se hacía de nuevo resistencia a Alejandro, que se disponía a forzar el paso del río Ganges, cuya anchura sabían ser de treinta y dos estadios, y su profundidad de cien brazas, y, que la orilla opuesta estaba cubierta con gran número de hombres armados, de caballos y elefantes; porque se decía que le estaban esperando los reyes de los Gandaritas y los Preslos, con ochenta mil caballos, doscientos mil infantes, ocho mil carros y seis mil elefantes de guerra. Y no se tenga esto a exageración, pues Androcoto, que reinó de allí a poco, hizo a Seleuco el presente de quinientos elefantes, y con un ejército de seiscientos mil hombres corrió y sojuzgó toda la India. Al principio, de enojo y de rabia, se retiró Alejandro a su tienda y allí permanecía encerrado, diciendo que nada agradecía lo antes hecho si no pasaba el Ganges, y que miraba aquella retirada como una confesión de inferioridad y vencimiento. Mas representándole sus amigos lo que convenía y rodeando los soldados su tienda con lamentos y voces para hacerle ruegos, condescendió por fin y levantó el campamento, habiendo recurrido para forjarse ilusiones acerca de su gloria a arbitrios necios e invenciones extrañas; porque hizo labrar armas mucho mayores y pesebres y frenos para los caballos, de mucho mayor peso, y los fue dejando y esparciendo por el camino. Erigió también aras de los dioses que aún en el día de hoy veneran los reyes de los Presios, trasladándose a aquel sitio y ofreciéndoles sacrificios a la usanza griega. Androcoto, que era entonces muy joven, vio a Alejandro, y se refiere haber dicho después muchas veces que no estuvo en nada el que Alejandro se hubiera hecho dueño de todo por el desprecio con que era mirado el rey a causa de su maldad y de su ruin origen.

LXIII.— Formó entonces Alejandro el proyecto de ir desde allí a ver el mar exterior, y construyendo muchos transportes y lanchas, navegaba con sosegado curso por el río. Mas no por eso era el viaje descansado y sin peligro, pues saltando en tierra y acometiendo a las ciudades, lo iba sujetando todo. Sin embargo, con los llamados Malos, que se dice ser los más belicosos de la India, estuvo en muy poco el que no pereciese. Porque a saetazos retiró a aquellos habitantes de la muralla, y puestas las escalas subió a ella el primero; pero habiéndose roto la escala, colocados los bárbaros al pie del muro, le causaron desde abajo diferentes heridas; mas él, sin embargo de tener muy poca gente consigo, tuvo el arrojo de dejarse caer en medio de los enemigos, quedando, por fortuna, de pie; y habiendo recibido gran sacudimiento las armas, les pareció a los bárbaros que un resplandor y apariencia extraordinaria discurría por delante de él. Así, al principio, huyeron y se dispersaron; pero al verle con sólo dos escuderos corrieron de nuevo a él, y algunos, aunque se defendía, le herían de cerca con espadas y lanzas, y uno que estaba más lejos le disparó del arco una saeta con tal fuerza y rapidez, que pasando la coraza se le clavó en las costillas junto a la tetilla. Cedió el cuerpo al golpe y aun se trastornó algún tanto, y el tirador acudió al punto sacando el alfanje que usan los bárbaros; pero Peucestas y Limneo se pusieron delante, y siendo heridos ambos, éste murió; pero Peucestas se sostuvo y Alejandro dio muerte al bárbaro. Había recibido muchos golpes, y, herido por fin con un mazo junto al cuello, tuvo que apoyarse en la muralla, quedándose mirando a los enemigos. Acudieron en esto los Macedonios y, recogiéndole ya sin sentido, le llevaron a su tienda, y al principio, en el ejército, corrió la voz de que había muerto. Sacáronle, no sin gran dificultad y trabajo, el cabo de la saeta, que era de madera, con lo que pudo desatarse, aunque también a mucha costa, la coraza, descubriendo así la herida y hallando que la punta, que, según se dice, tenía tres dedos de ancho y cuatro de largo, había quedado clavada en uno de los huesos. Al sacársela tuvo desmayos, en los que creyeron se quedara, pero luego se restableció. Aunque había salido del peligro, quedó todavía muy débil, y tuvo que pasar bastante tiempo guardando dieta y medicinándose; mas habiendo un día sentido a la parte de afuera a los Macedonios alborotados e inquietos por el deseo de verle, poniéndose una ropa salió adonde estaban. Sacrificó después a los dioses, y volviendo a embarcarse y dar la vela, sujetó nuevas regiones y muchas ciudades.

LXIV.— Vinieron a su poder diez de los filósofos gimnosofistas, aquellos que con sus persuasiones habían contribuido más a que Sabas se rebelase y que mayores males habían causado a los Macedonios. Como tuviesen fama de que eran muy hábiles en dar respuestas breves y concisas, les propuso ciertas preguntas oscuras, diciendo que primero daría la muerte al que más mal respondiese, y así después, por orden, a los demás, intimando al más anciano que juzgase. Preguntó al primero si eran más en su opinión los vivos o los muertos, y dijo que los vivos, porque los muertos ya no eran. Al segundo, cuál cría mayores bestias, la tierra o el mar, y dijo que la tierra, porque el mar hacía parte de ella. Al tercero, cuál es el animal más astuto, y respondió: «Aquel que el hombre no ha conocido todavía». Preguntando al cuarto con qué objeto había hecho que Sabas se rebelase, respondió: «Con el deseo de que viviera bien o muriera malamente». Siendo preguntado el quinto cuál le parecía que había sido hecho primero, el día o la noche, respondió que el día precedió a ésta en un día, y añadió, viendo que el rey mostraba maravillarse, que siendo enigmáticas las preguntas era preciso que también lo fuesen las respuestas. Mudando, pues, de método, preguntó al sexto cómo lograría ser uno el más amado entre los hombres, y respondió: «Si siendo el más poderoso no se hiciese temer». De los demás, preguntando uno cómo podría cualquiera, de hombre, hacerse dios, dijo: «Si hiciese cosas que al hombre es imposible hacer» y preguntado otro de la vida y la muerte cuál podía más, respondió que la vida, pues que podía soportar tantos males. Preguntado el último hasta cuándo le estaría bien al hombre el vivir, respondió: «Hasta que no tenga por mejor la muerte que la vida». Convirtióse entonces al juez, mandándole que pronunciase; y diciendo éste que habían respondido a cuál peor, repuso Alejandro: «Pues tú morirás el primero juzgando de esa manera»; a lo que le replicó: «No hay tal ¡oh rey! a no ser que te contradigas, habiendo dicho que moriría el primero el que peor hubiese respondido».

LXV.— Dejó, pues, ir libres a éstos, habiéndoles hecho presentes, y a los que teniendo también nombradía vivían de por sí envió a Onesícrito para que les dijera fueran a verle. Era Onesícrito filósofo de los de la escuela de Diógenes el Cínico, y dice que Calano le mandó con desdén y ceño que se quitara la túnica y escuchara desnudo sus lecciones, pues de otro modo no le dirigiría, la palabra aunque viniera de parte de Zeus; pero que, Dandamis le trató con más dulzura; y habiéndole oído hablar de Sócrates, Pitágoras y Diógenes, había dicho que le parecían hombres apreciables, aunque, a su entender, habían vivido con sobrada sumisión a las leyes. Otros son de opinión no haber dicho Dandamis más que esto: «¿Pues con qué motivo ha hecho Alejandro un viaje tan largo para venir aquí?», y de Calano alcanzó Taxiles que fuera a ver a Alejandro. Su nombre era Esfines; pero como saludaba a los que le hablaban en lengua india, diciendo Calé en lugar de «Dios te guarde» los Griegos le llamaron Calano. Dícese que presentó a Alejandro este emblema y ejemplo del poder y la autoridad, que fue poner en suelo una piel de buey seca y tostada, y pisando uno de los extremos, comprimida en aquel punto, se levantó por todas las demás partes: hizo lo mismo por todo alrededor, y el suceso fue igual, hasta que, puesto en medio, la detuvo y quedó llana y dócil, queriendo con esta imagen significar que el imperio debía ejercerse principalmente sobre el medio y centro del reino, y no haberse ido Alejandro a tanta distancia.

LXVI.— La bajada por los ríos al mar le consumió el tiempo de siete meses, y entrando con las naves en el Océano se dirigió a una isla, que él llamó Escilustis, y otros Psiltucis. Descendiendo en ella, a tierra, sacrificó a los dioses y se hizo cargo de la naturaleza de aquel mar y sus riberas hasta donde pudo alcanzar, y haciendo plegarias a los dioses para que no fuera dado a ningún hombre el pasar los términos de su expedición, retrocedió. En cuanto a las naves, dio orden de que costeasen, teniendo la India a la derecha, y nombró comandante a Nearco, y primer piloto a Onesícrito. Por lo que a él toca, siguió la marcha a pie por la región de los Oritas, donde llegó hasta el último extremo de escasez y perdió grandísima parte de su gente: en términos que no volvió de la India ni con la cuarta parte de la de guerra, siendo así que la infantería subía a ciento veinte mil hombres y la caballería a unos quince mil; pero enfermedades peligrosas, malas comidas, calores abrasadores y el hambre acabaron con los más, caminando por un país estéril habitado por hombres que llevaban una vida miserable, sin tener más que algún ganado lanar ruin y desmedrado, acostumbrado a alimentarse con pescado de mar, por lo que su carne era poco sana y de mal olor. Con trabajo pudo atravesarle en sesenta días; mas entrando al cabo de ellos en la Gedrosia, al punto se vio sobrado de todo, siendo los sátrapas y los reyes de las inmediaciones los que le abastecían.

LXVII.— Repuso allí sus tropas y marchó entre banquetes y festines unos siete días por la Carmania. Conducíanle a él y a sus amigos con gran reposo ocho caballos en una especie de escena colocada en un tablado alto y descubierto, banqueteando continuamente de día y de noche. Seguíanle gran número de carros, cubiertos unos con cortinas de púrpura de diferentes colores, y defendidos otros con ramos de árboles verdes y recién cortados; y en ellos caminaban los demás amigos y caudillos ceñidos de coronas y bebiendo. No verías allí ni adarga, ni casco, ni azcona, sino que por todo el camino los soldados, con tazas, con copas y con vasos de oro, tomaban vino de grandes toneles y tinajas y se lo alargaban mutuamente: bebiendo unos y andando al mismo tiempo, y otros deteniéndose y reclinándose. Había mucha música de flautas y chirimías, y todo resonaba con versos y canciones y con algazara de mujeres poseídas de Baco; y a este desorden y confusión de camino seguía el coro y tumulto de la báquica descompostura, como si el mismo dios se hallara presente y concurriera a aquellos festines. Cuando de la Gedrosia y Carmania llegó al palacio, todavía volvió a dar al ejército reposo y holganza en continuos banquetes, y se dice que beodo asistió al certamen de unos coros, en los que salió vencedor Bagoas, su favorito, que era conductor de uno de ellos, y que pasando desde el teatro con el adorno de vencedor fue y se le sentó al lado; lo que visto por los Macedonios, aplaudieron y gritaron sin cesar que lo besase, hasta tanto que abrazándole le dio un beso.

LXVIII.— Mientras allí permanecía llegó Nearco, de lo que recibió gran placer; y habiéndole oído referir los sucesos de su navegación, se embarcó él mismo con ánimo de recorrer con una grande escuadra, partiendo del Éufrates, la Arabia y el África, y de penetrar en el mar interior por las columnas de Heracles, para lo cual se constituían toda especie de embarcaciones en Tápsaco y se recogían en todas partes marineros y pilotos; pero lo trabajoso de la expedición de la India, el sitio peligroso de la ciudad de los Malos y la gran pérdida de tropas de que había corrido voz —por la desconfianza de que pudiera salir con bien de su empresa— movieron a sediciones y alborotos aun a los más obedientes, y fueron para los generales y sátrapas ocasión de grandes injusticias y de codicias e insolencia; discurriendo por todas partes el espíritu de inquietud y novedad, hasta el extremo de haberse sublevado contra Antípatro Olimpíade y Cleopatra, dividiéndose el reino, del que tomó para sí Olimpíade el Epiro y Cleopatra la Macedonia. Oído que esto fue por Alejandro, dijo que la madre había andado más acertada en su elección, pues los Macedonios no sufrirían ser gobernados por una mujer. Con este motivo hizo que Nearco, volviera al mar, teniendo resuelto llevar la guerra por todas las regiones marítimas, y marchando él mismo por tierra castigó a los caudillos que encontró delincuentes, y de los hijos de Abulites, por sí mismo dio la muerte a Oxiartes, pasándole con una azcona; y como Abulites no le acudiese con las provisiones necesarias, contentándose con presentarle tres mil talentos en dinero, le mandó que lo echara a los caballos: no lo gustaron, y diciéndole entonces: «¿Pues de qué me sirven tus provisiones?», puso a Abulites en un encierro.

LXIX.— En Persia lo primero que ejecutó fue hacer a las mujeres el donativo de dinero. Acostumbraban en efecto los reyes cuantas veces entraban en Persia dar una moneda de oro a cada una; por lo cual se dice que algunos iban allá pocas veces, y que Oco no hizo este viaje ni siquiera una, desterrándose, por mezquindad, de su patria. Descubrió al cabo de poco el sepulcro de Ciro, y hallando que había sido violado dio muerte al que tal insulto había cometido, sin embargo de que era de los Peleos, y no de los menos principales, llamado Polímaco. Habiendo leído la inscripción, mandó que se grabara en caracteres griegos, y era en esta forma: «HOMBRE, QUIENQUIERA QUE SEAS, Y DE DONDEQUIERA QUE VENGAS, PORQUE DE QUE HAS DE VENIR ESTOY CIERTO, YO SOY CIRO, QUE ADQUIRÍ A LOS PERSAS EL IMPERIO: NO CODICIES, PUES, ESTA POCA TIERRA QUE CUBRE MI CUERPO». Cosa fue esta que puso muy triste y pensativo a Alejandro, haciéndole reflexionar sobre aquel olvido y aquella mudanza. Allí Calano, habiendo sufrido por algunos días una incomodidad de vientre, pidió que se le levantara una pira, y llevado a ella a caballo, hizo plegarias a los dioses y libaciones sobre sí mismo, ofreciendo las primicias de sus cabellos; y al subir a la hoguera abrazó a los Macedonios que se hallaban presentes y los exhortó a que aquel día lo pasaran alegremente y en la embriaguez con el rey, diciendo que a éste lo vería dentro de poco tiempo en Babilonia. Luego que así les hubo hablado se reclinó y se cubrió con la ropa, y no hizo el menor movimiento al llegarle el fuego, sino que, manteniéndose en la misma postura en que se había recostado, se ofreció a sí mismo en víctima, según el rito patrio de los sofistas de aquel país. Esto mismo hizo muchos años después otro Indio de la comitiva de César en Atenas, y hasta el día de hoy se muestra su sepulcro, que se llama el sepulcro del Indio.

LXX.— Vuelto Alejandro de la hoguera, convidó a muchos de sus amigos y de los generales a un banquete, en el que propuso un certamen de intemperancia en el beber y corona para el que más se desmandase. Prómaco, que fue el que bebió más, llegó hasta cuatro medidas, y recibiendo la corona de la victoria, estimada en un talento, sobrevivió tres días. De los demás dice Cares que cuarenta y uno murieron en el acto de beber, habiéndoles acometido un frío violento enseguida de la embriaguez.

Celebró en Susa las solemnes bodas de sus amigos, y tomando él mismo por mujer a la hija de Darío, Estatira, repartió las más principales a los más ilustres; y de una vez hizo a éstos y a los demás Macedonios, que ya antes se habían casado, el obsequio del banquete nupcial, en el que se dice que, siendo nueve mil los convidados, se dio a cada uno una copa de oro para las libaciones, y a este respecto fue todo lo demás, en maravillosa manera. Pagó sobre esto de su caudal a los banqueros el dinero que aquellos les debían, habiendo subido todo su importe a la suma de diez mil talentos menos ciento treinta. Sucedió que el tuerto Antígenes se inscribió falsamente entre los deudores, y presentando en la mesa uno que dijo haberle hecho el préstamo, se le entregó el dinero; mas como después se descubriese la falsedad, irritado el rey le arrojó de la corte y le despojó de la dignidad de general. Era Antígenes muy distinguido entre los militares, y siendo todavía muy joven, cuando Filipo sitió a Perinto, se le metió por un ojo una saeta lanzada con catapulta y no permitió que se la sacasen ni aflojó en el combate, hasta que los enemigos fueron rechazados y encerrados dentro de los muros. Sintió, pues, vivísimamente esta afrenta, y todo daba a entender que estaba resuelto a quitarse la vida de disgusto y pesadumbre. Temiálo así el rey, y, aplacándose en su enojo, hasta vino en que se quedase con el dinero.

LXXI.— Aquellos treinta mil jóvenes que había dejado para que se ejercitaran e instruyeran dieron muestras de valor en sus personas, y como además fuesen de recomendable figura, y dóciles y prontos para lo que se les encargaba, Alejandro se manifestó muy satisfecho; pero de los Macedonios se apoderó el disgusto y el recelo, pareciéndoles que el Rey hacía menos caso de ellos. Por lo tanto, como hubiese dispuesto licenciar a los enfermos y estropeados, enviándolos por mar, dijeron que era una afrenta y un oprobio haberse valido de aquellos hombres para todo y desecharlos ahora con vergüenza, y arrojarlos a su patria y a su familia, no habiéndolos recibido de aquella manera. Dijéronle, pues, que no dejara a ninguno, y antes mirara como inútiles a todos los Macedonios, debiendo bastarle aquellos jovencitos bailarines, con los que podía ir a conquistar todo el orbe. Incomodóse Alejandro con esto sobre manera, y habiéndoles dicho mil denuestos con el calor de la ira les mandó salir de su presencia; encomendó as guardias a los Persas, y tomó de ellos sus ayudantes y sus ministros; y entonces, cuando ya le vieron acompañado de éstos, y a sí mismos desechados y vilipendiados, se abatieron, trabaron pláticas entre sí, y se convencieron de que les faltaba poco para estar locos de celos y de cólera. Por fin, vueltos en sí, se fueron sin armas y en ropilla al palacio, ofreciéndosele a discreción con lamentos y suspiros y pidiéndole que no los tratara como a hombres malos e ingratos. No les hizo caso, a pesar de que ya estaba aplacado; y ellos no desistieron, sino que le rodearon de aquella manera dos días y dos noches y continuaron en sus plegarias, llamándole amo y señor. Al tercer día salió, y, viéndolos miserables y abatidos, no pudo contener las lágrimas por largo rato. Reprendiólos después con blandura, y saludándolos afablemente licenció a los inútiles, remunerándolos con largueza, y escribiendo a Antípatro que en todos los juegos y en todos los teatros se sentaran coronados en lugar preferente. Señaló asimismo pensiones a los hijos huérfanos de los que habían muerto.

LXXII.— Luego que arribó a Ecbátana, de la Media, y ordenó los negocios urgentes, volvió al punto a los espectáculos y regocijos, mayormente con el motivo de haberle llegado tres mil artistas de la Grecia. Ocurrió en aquellos días que a Hefestión le dio calentura, y como a fuerza de joven y militar no quisiese sujetarse a la debida dieta, y además su médico, Glauco, se hubiese ido al teatro, se sentó a comer a la mesa, y habiéndose comido un pollo asado y bebídose un gran vaso de vino, puesto a enfriar, se sintió mucho peor, y al cabo de poco tiempo murió. Alejandro no tuvo modo ni término ninguno en esta pesadumbre, sino que inmediatamente mandó, cortar las crines, por luto, a todos los caballos y a todas las acémilas, y quitar las almenas en las ciudades del contorno, y al pobre médico lo puso en una cruz. En el ejército cesó el toque de flautas y toda música por largo tiempo, hasta que vino un oráculo de Amón para que se diera veneración a Hefestión y se le hicieran sacrificios como héroe. Tomando además la guerra por consuelo de aquel pesar, salió a ella como a una caza o a una batida, y acabó con la nación de los Coseos, dando muerte a todos sin distinción, y a esto le daba el nombre de exequias de Hefestión. Había pensado invertir diez mil talentos en su túmulo, en su sepulcro y en todo el ornato correspondiente, y teniendo la idea de que el artificio y el primor sobrepujaran al gasto, deseaba sobre todo tener por director de los artistas a Estasícrates, que había manifestado cierta magnificencia, osadía y boato en sus invenciones, pues en una, ocasión en que le había hablado le dijo que, de todos los montes, el Atos, de Tracia, era el que recibiría mejor disposición y conformación humana: por tanto, que si se lo mandase le haría una estatua muy duradera y muy vistosa del monte Atos, la cual tendría en la mano izquierda una ciudad de diez mil vecinos, y con la derecha derramaría el perenne caudal de un río que desaguaba en el mar. Este proyecto lo desechó; pero en aquellos días estuvo tratando y disponiendo cosas todavía más absurdas y costosas que ésta con los artistas.

LXXIII.— Cuando se acercaba a Babilonia, Nearco, que había vuelto al Éufrates por el gran mar, dijo que le habían hablado algunos Caldeos instándole para que Alejandro no entrara en Babilonia; pero éste no hizo caso, sino que continuó su marcha, y cuando ya tocaba a las murallas vio muchos cuervos que peleaban y se herían unos a otros, de los cuales algunos cayeron donde estaba. Hízosele enseguida denuncia contra Apolodoro, gobernador de Babilonia, de que había hecho sacrificio acerca del mismo Alejandro, de resultas de lo cual envió a llamar al agorero Pitágoras; como éste no negase el hecho, le preguntó sobre la disposición de las víctimas. Díjole que al hígado le faltaba el lóbulo, sobre lo que exclamó Alejandro: «¡Ay, ay! Esta es terrible señal». Y con todo, en nada ofendió a Pitágoras. Solamente se incomodó consigo mismo por no haber creído a Nearco, y de resultas pasó mucho tiempo o acampado fuera de Babilonia o navegando por el Éufrates. Agolpábansele en tanto los prodigios: porque al león más grande y más hermoso de los que había criado, un asno doméstico le acometió y lo mató de una coz. Habiéndose desnudado para ungirse se puso a jugar a la pelota, y los jóvenes que con él jugaban, al ir después a tomar la ropa, vieron sentado en el trono sin decir palabra a un hombre adornado con la diadema y la estola regia. Púsosele en juicio y a cuestión de tormento para saber quién era, y por mucho tiempo estuvo sin articular nada; mas vuelto con dificultad en su acuerdo, dijo que se llamaba Dionisio y era natural de Mesena; que traído allí por mar con motivo de cierta causa y acusación, había estado en prisión mucho tiempo, y que muy poco antes se le había aparecido Serapis, le había quitado las cadenas y conduciéndole a aquel sitio le había mandado tomar la estola y la diadema, sentarse y callar.

LXXIV.— Cuando esto oyó Alejandro, lo que es del hombre aquel dio fin, como los agoreros se lo proponían, pero decayó de ánimo y de esperanzas con respecto a los dioses y empezó a tener todos los amigos por sospechosos.

Temía principalmente de parte de Antípatro y de sus hijos, de los cuales Iolao era su primer escanciador y Casandro hacía poco que había llegado; y habiendo visto a unos bárbaros hacer el acto de adoración, como hombre que se había criado al estilo griego, y nunca había visto cosa semejante, se echó a reír desmandadamente, de lo que Alejandro concibió grande enojo, y asiéndole por los cabellos le golpeó la cabeza contra la pared. En otra ocasión, queriendo Casandro hablar contra unos que acusaban a Antípatro, le interrumpió y «¿Qué dices?» —le preguntó— «¿Crees tú que hombres que no hubieran recibido ningún agravio habían de haber andado tan largo camino para calumniar?». Y replicándole Casandro que esto mismo era señal de que calumniaban, tener tan lejos la redargución y el convencimiento, se echó a reír Alejandro; y «Estos mismos son —le dijo— los sofismas de Aristóteles para argüir por uno y por otro extremo: tendréis que sentir, como se averigüe que les habéis agraviado aun en lo mínimo». Dícese, por fin, que fue tal y tan indeleble el miedo que se infundió en el ánimo de Casandro, que largos años después, cuando ya reinaba en Macedonia y dominaba la Grecia, paseándose en Delfos y viendo las estatuas, al poner los ojos en la imagen de Alejandro se quedó repentinamente pasmado, y se le estremeció todo el cuerpo, de tal manera, que con dificultad pudo recobrarse del susto que aquella vista le causó.

LXXV.— Luego que Alejandro cedió a los temores religiosos, quedó con la mente perturbada de terror y espanto; y no había cosa tan pequeña, como fuese desusada y extraña, de que no hiciese una señal y un prodigio; con lo que el palacio estaba siempre lleno de sacerdotes, de expiadores y de adivinos. Si es, pues, abominable cosa la incredulidad y menosprecio en las cosas divinas, es también abominable, por otra parte, la superstición, que, como el agua, se va siempre a lo más bajo y abatido, y llena el ánimo de incertidumbre y de miedo, como entonces el de Alejandro.

Sin embargo, habiéndose traído ciertos oráculos de parte del dios acerca de Hefestión, poniendo término al duelo volvió entonces a los sacrificios y los banquetes. Dio, pues, un gran convite a Nearco; y habiéndose bañado ya, como lo tenía de costumbre, para irse a acostar, a petición de Medio marchó a su casa a continuar la cena, y habiendo pasado allí en beber el día siguiente, empezó a sentirse con calentura, no al apurar el vaso de Heracles, ni dándole repentinamente un gran dolor en los lomos, como si lo hubieran pasado con una lanza: porque éstas son circunstancias que creyeron algunos deber añadir, inventando este desenlace trágico y patético, como si fuera el de un verdadero drama. Aristobulo dice sencillamente que le dio una fiebre ardiente con delirio, y que teniendo una gran sed bebió vino, de lo que le resultó ponerse frenético y morir en el día 30 del mes Desio.

LXXVI.— En el Diario se hallan así descritos los trámites de la enfermedad: En el día 18 del mes Desio se acostó en el cuarto del baño por estar con calentura. Al día siguiente, después de haberse bañado, se trasladó a su cámara, y lo pasó jugando a las tablas con Medio. Bañóse a la tarde otra vez, sacrificó a los dioses, y habiendo cenado tuvo de nuevo calentura aquella noche. El 20 se bañó e hizo también el acostumbrado sacrificio, y habiéndose acostado en la habitación del baño, se dedicó a oír a Nearco la relación que le hizo de su navegación y del grande Océano. El 21 ejecutó lo mismo que el anterior, y, habiéndose enardecido más, pasó mala noche, y al día siguiente fue violenta la calentura. Trasladósele a la gran pieza del nadadero, donde se puso en cama, y trató con los generales acerca del mando de los regimientos vacantes, para que los proveyeran, haciendo cuidadosa elección. El 24, habiéndose arreciado más la fiebre, hizo sacrificio, llevado al efecto al altar, y de los generales y caudillos mandó que los principales se quedaran en su cámara, y que los comandantes y capitanes durmieran a la parte de afuera. Llevósele al traspalacio, donde el 25 durmió algún rato, pero la fiebre no se remitió. Entraron los generales, y estuvo aquel día sin habla, y también el 26; de cuyas resultas les pareció a los Macedonios que había muerto, y dirigiéndose al palacio gritaban y hacían amenazas a los más favorecidos de Alejandro, hasta que al fin les obligaron a abrirles las puertas, y, abiertas que les fueron, llegaron de uno en uno en ropilla hasta la cama. En aquel mismo día, Pitón y Seleuco, enviados a consultar a Serapis, le preguntaron si llevarían allí a Alejandro; el dios les respondió que lo dejaran donde estaba, y el 28 por la tarde murió.

LXXVII.— Las más de estas cosas se hallan así escritas al pie de la letra en el Diario, y de que se le hubiese envenenado nadie tuvo sospecha por lo pronto, diciéndose solamente que habiéndosele hecho una delación a Olimpíade a los ocho años, dio muerte a muchos, y aventó las cenizas de Iolao, entonces ya muerto, por haber sido el que le propinó el veneno. Los que dicen que Aristóteles fue quien aconsejó esta acción a Antípatro, y que también proporcionó el veneno, designan a un tal Hagnótemis como divulgador de esta noticia, habiéndosela oído referir al rey Antígono, y que el veneno fue un agua fría y helada que destilaba de una piedra cerca de Nonácride, la que recogían como rocío muy tenue, reservándola en un vaso de casco de asno, pues ningunos otros podían contenerla, sino que los hacía saltar por su excesiva frialdad y aspereza. Pero los más creen que esta relación del veneno fue una pura invención, teniendo para ello el poderoso fundamento de que habiendo altercado entre sí los generales por muchos días, sin haberse cuidado de dar sepultura al cuerpo, que permaneció expuesto en sitio caliente y no ventilado, ninguna señal tuvo de semejante modo de destrucción, sino que se conservó sin la menor mancha y fresco. Quedó Roxana encinta, por lo que los Macedonios la trataban con el mayor horror; y ella, como se hallase envidiosa de Estatira, la engañó por medio de una carta fingida, con el objeto de hacerla venir; llegado que hubo le quitó la vida, y también a la hermana, y los cadáveres los arrojó a un pozo y después lo cegó, siendo sabedor de ello Perdicas y cómplice y auxiliador. Porque éste alcanzó desde luego gran poder, llevando consigo a Arrideo como un depositario y guarda de la autoridad real, pues que había sido tenido en Filina, mujer de baja estirpe y pública, y no tenía cabal el juicio por enfermedad no natural o que le hubiese venido por sí sin causa, sino que habiendo manifestado, según dicen, una índole agraciable y buena disposición siendo todavía niño, después Olimpíade le hizo enfermar con hierbas y le perturbó la razón,

GAYO JULIO CÉSAR

I.— No habiendo podido Sila, luego se apoderó de la autoridad, ni por esperanza ni por miedo, alcanzar de Cornelia, hija de Cina, aquel que tuvo el poder absoluto, que se divorciase de César, le confiscó el dote. La causa que César tenía para estar en discordia con Sila era su deudo con Mario. Porque con Julia, hermana del padre de César, estaba casada con Mario, que tuvo de ella a Mario el joven, primo del César. Habiendo sido al principio pasado en olvido por Sila, a causa del gran número de muertos comprendido en la proscripción, y de sus ocupaciones, él no pudo estarse quieto, sino que se presentó al pueblo pidiendo el sacerdocio cuando todavía era joven, y Sila, obrando contra su pretensión pudo proporcionar que se le desairase. Consultaba luego sobre quitarle de en medio, y como algunos le dijeron que no tenía razón en querer acabar con un joven como aquel, le replicó que ellos eran los que estaban fuera de juicio si no veían a aquel joven muchos Marios. Habiendo llegado esta expresión a los oídos de César, se ocultó por largo tiempo, andando errante en el país de los Sabinos, y después, en ocasión en que por hallarse enfermo lo conducían de una casa en otra, dio de noche en mano de los soldados de Sila que recorrían el país para recoger a los refugiados. Del caudillo que los mandaba, que era Cornelio, recabó por dos talentos que lo dejase, y bajando en seguida al mar se dirigió a la Bitinia, cerca del rey Nicodemes, a cuyo lado se mantuvo largo tiempo, y cuando regresaba fue apresado junto a la isla Farmacusa por los piratas, que ya entonces infestaban el mar con grandes escuadras e inmenso número de buques.

II.— Lo primero que en este incidente hubo de notable fue que, pidiéndole los piratas veinte talentos por su rescate, se echó a reír, como que no sabían quién era el cautivo, y voluntariamente se obligó a darles cincuenta. Después, habiendo enviado a todos los demás de su comitiva, unos a una parte y otros a otra, para recoger el dinero, llegó a quedarse entre unos pérfidos piratas de Cilicia con un solo amigo y dos criados, y, sin embargo, les trataba con tal desdén, que cuando se iba a recoger les mandaba a decir que no hicieran ruido. Treinta y ocho días fueron los que estuvo más bien guardado que preso por ellos, en los cuales se entretuvo y ejercitó con la mayor serenidad, y, dedicado a componer algunos discursos, teníalos por oyentes, tratándolos de ignorantes y bárbaros cuando no aplaudían, y muchas veces les amenazó, entre burlas y veras, con que los había de colgar, de lo que se reían, teniendo a sencillez y muchachada aquella franqueza. Luego que de Mileto le trajeron el rescate y por su entrega fue puesto en libertad, equipó al punto algunas embarcaciones en el puerto de los Milesios, se dirigió contra los piratas, los sorprendió anclados todavía en la isla y se apoderó de la mayor parte de ellos. El dinero que les aprehendió lo declaró legítima presa, y, poniendo las personas en prisión en Pérgamo, se fue en busca de Junio, que era quien mandaba en el Asia, porque a éste le competía castigar a los apresados; pero como Junio pusiese la vista en el caudal, que no era poco, y respecto de los cautivos le dijese que ya vería cuando estuviese de vagar, no haciendo cuenta de él se restituyó a Pérgamo, y reuniendo en un punto todos aquellos bandidos los puso en un palo, como muchas veces en chanza se lo había prometido en la isla.

III.— Habiendo empezado en este tiempo a decaer el poder de Sila, y llamándole sus deudos, se dirigió antes a Rodas, a la escuela de Apolonio Molón, de quien también Cicerón era discípulo: hombre que tenía opinión de probidad y enseñaba públicamente. Dícese que César tenía la mejor disposición para la elocuencia civil y que no le faltaba la aplicación correspondiente; de manera que en este estudio tenía sin disputa el segundo lugar, dejando a otros en él la primacía, por el deseo de tenerla en la autoridad y en las armas; así que, dándose con más ardor a la milicia y a las artes del gobierno, por las que al fin alcanzó el imperio, sólo por esta causa no llegó en la facultad de bien decir a la perfección a que podía aspirar por su ingenio, y él mismo, más adelante, pedía en su respuesta contradictoria al Catón de Cicerón que no se hiciese cotejo en cuanto a la elegancia entre el discurso de un militar y el de un orador excelente, que escribía con la mayor diligencia y esmero.

IV.— Vuelto a Roma, puso en juicio a Dolabela por vejaciones ejecutadas en la provincia, acerca de las que dieron testimonio muchas ciudades de la Grecia; con todo, Dolabela fue absuelto, y César, para mostrar su agradecimiento a aquella nación, tomó su defensa en la causa que sobre soborno seguía contra Publio Antonio ante Marco Luculo, pretor de la Macedonia, en la que estrechó tanto a Antonio, que tuvo que apelar para ante los tribunos de la plebe, pretextando que en la Grecia no contendía con Griegos con igual derecho. En Roma fue grande el favor y aplauso que se granjeó por su elocuencia en las defensas, y grande el amor del pueblo por su afabilidad y dulzura en el trato, mostrándose Condescendiente fuera de lo que exigía su edad. Tenía además cierto ascendiente, que los banquetes, la mesa y el esplendor en todo lo relativo a su tenor de vida iban aumentando de día en día y disponiéndole para el gobierno. Miráronle algunos desde luego con displicencia y envidia; pero en cierta manera lo despreciaron, persuadidos de que faltando el cebo para los gastos no llegaría a tomar cuerpo, y dejaron que se fortaleciese; pero cuando ya era tarde advirtieron cuánto había crecido y cuán difícil les era contrarrestarle, sin embargo de que veían que se encaminaba al trastorno de la república: teniendo esta nueva prueba de que nunca es tan pequeño el principio de cualquiera empresa que la continuación no lo haga grande, tomando el no poder después ser detenido del habérsele despreciado. Cicerón, pues, que parece fue el primero que advirtió y temió aquella aparente serenidad para el gobierno, a manera de la del mar, y que en la apacibilidad y alegría del semblante reconoció la crueldad que bajo ellas se ocultaba, decía que en todos los demás intentos y acciones suyas, notaba un ánimo tiránico. «Pero cuando veo —añadía— aquella cabellera tan cuidadosamente arreglada, y aquel rascarse la cabeza con sólo un dedo, ya no me parece que semejante hombre pueda concebir en su ánimo tan gran maldad, esto es, la usurpación del gobierno». Pero esto no lo dijo sino más adelante.

V.— La primera demostración de benevolencia que recibió del pueblo fue cuando, contendiendo con Gayo Popilio sobre el tribunado militar, fue designado el primero, y la segunda y más expresiva todavía cuando, habiendo muerto Julia, mujer de Mario, de la que era sobrino, pronunció en la plaza un magnífico discurso en su elogio, y en la pompa fúnebre se atrevió a hacer llevar las imágenes de Mario, vistas entonces por la primera vez después del mando de Sila, por haber sido los Marios declarados enemigos públicos. Porque como sobre este hecho clamasen algunos contra César, el pueblo les salió al encuentro decididamente, recibiendo con aplausos aquella demostración, maravillado de que, al cabo de tanto tiempo, restituyera como del otro mundo aquellos honores de Mario a la ciudad. El pronunciar elogios fúnebres de las mujeres ancianas era costumbre patria entre los Romanos; pero no estando en uso el elogiar a las jóvenes, el primero que lo ejecutó fue César en la muerte de su mujer, lo que le concilió cierto favor y el amor de la muchedumbre, reputándole, a causa de aquel acto de piedad, por hombre de benigno y compasivo carácter.

Después de haber dado sepultura a su mujer partió de cuestor a España con Véter, uno de los generales, al que tuvo siempre en honor y respeto, y a cuyo hijo, siendo él general, nombró cuestor a su vez. Después que volvió de desempeñar aquel cargo se casó por tercera vez con Pompeya, teniendo de Cornelia una hija, que fue la que más adelante casó con Pompeyo el Magno.

Como fuese pródigo en sus gastos, parecía que trataba de adquirir a grande costa una gloria efímera y de corta duración, cuando, en realidad, compraba mucho a costa de poco: así, se dice que antes de obtener magistratura ninguna se había adeudado en mil y trescientos talentos. Encargado, después, del cuidado de la Vía Apia, derrochó mucho de su caudal, y como, creado edil, presentase trescientas veinte parejas de gladiadores, y en todos lo demás festejos y obsequios de teatros, procesiones y banquetes hubiese oscurecido el esmero de los que le habían precedido, tuvo tan aficionado al pueblo, que cada uno excogitaba nuevos mandos y nuevos honores con que remunerarle.

VI.— Eran dos las facciones que había en la ciudad: la de Sila, que tenía el poder, y la de Mario, que estaba entonces decaída y disuelta, habiendo sido enteramente maltratada. Queriendo, pues, suscitarla y promoverla durante el mayor aplauso de su magistratura edilicia hizo formar secretamente las imágenes de Mario y algunas victorias en actitud de conducir trofeos, y llevándolas de noche al Capitolio las colocó en él. Los que a la mañana las vieron tan sobresalientes con el oro, y con tanto arte y primor ejecutadas, estando expresados en letra los triunfos alcanzados de los Cimbros, se llena ron de temor por el que las había allí puesto, pasmados de su arrojo; y ciertamente que no era difícil de acertar. Difundiéndose pronto la voz, y trayendo a todo el mundo a aquel espectáculo, los unos gritaban que César aspiraba a la tiranía, resucitando unos honores enterrados por las leyes y los senadoconsultos, y que aquello era una prueba para tantear las disposiciones del pueblo, a fin de ver si ablandado con sus obsequios le dejaba seguir con tales ensayos y novedades; pero los de la facción de Mario, que de repente se manifestaron en gran número, se alentaban unos a otros, y con su gritería y aplausos confundían el Capitolio. Muchos hubo a quienes al ver la imagen de Mario se les saltaron las lágrimas de gozo, elogiando a César hasta las nubes y diciendo que él sólo se mostraba digno pariente de Mario. Congregóse sobre estas ocurrencias el Senado, y levantándose Lutacio Cátulo, varón de la mayor autoridad entre los Romanos, acusó a César, pronunciando aquel dicho tan sabido que César no atacaba ya a la república con minas, sino con máquinas y a fuerza abierta; pero César hizo su defensa, y habiendo logrado convencer al Senado, todavía le acaloraban más sus admiradores y le excitaban a que pusiera por obra todos sus designios, pues con todo se saldría y a todo se antepondría teniendo tan de su parte la voluntad del pueblo.

VII.— Murió en esto el pontífice Máximo Metelo; y aunque se presentaron a pedir esta apetecible dignidad Isáurico y Cátulo, varones muy distinguidos y de gran poder en el Senado, no por eso desistió César, sino que, bajando a la plaza, se mostró competidor. Pareció dudosa la contienda, y Cátulo, que por su mayor dignidad temía más la incertidumbre del éxito, se valió de personas que persuadieran a César se apartase del intento mediante una grande suma; pero éste respondió que si fuese necesario contender de este modo tomaría prestada otra mayor. Venido el día, como la madre le acompañase hasta la puerta de casa, no sin derramar algunas lágrimas: «Hoy verás —le dice— ¡oh madre! a tu hijo o pontífice o desterrado»; y dados los sufragios no sin grande empeño, quedó vencedor, inspirando al Senado y a los primeros ciudadanos un justo recelo de que tendría a su disposición al pueblo para cualquier arrojo.

Con este motivo, Pisón y Cátulo culpaban a Cicerón de haber andado indulgente con César cuando en la conjuración de Catilina dio suficiente causa para ser envuelto en ella. Porque Catilina, cuyo proyecto no se limitaba a mudar el gobierno, sino que se extendía a destruir toda autoridad y trastornar completamente la república, redargüido con ligeros indicios se había salido de la ciudad antes que se hubiese descubierto todo su plan, dejando por sucesores en él dentro de ella a Léntulo y Cetego. Si César les dio o no secretamente algún calor y poder, es cosa que no se pudo averiguar; pero convencidos aquellos con pruebas irresistibles en el Senado, y preguntando el cónsul Cicerón a cada uno su dictamen acerca de la pena, hasta César todos los condenaron a muerte; pero éste, levantándose, pronunció un discurso muy meditado para persuadir que dar la muerte sin juicio precedente a ciudadanos distinguidos por su dignidad y su linaje no era justo ni conforme a los usos patrios, como no fuese en el último apuro, y que, poniéndolos en custodia en las ciudades de Italia que el mismo Cicerón eligiese, hasta tanto que Catilina fuese exterminado, después podría el Senado, en paz y en reposo, determinar acerca de cada uno lo que correspondiese.

VIII.— Pareció tan arreglado y humano este dictamen, y fue pronunciado con tal vehemencia, que no sólo los que votaron después, sino aun muchos de los que habían hablado antes, reformando sus opiniones, se pasaron a él, hasta que a Catón, y a Cátulo les llegó su vez, porque éstos lo contradijeron con esfuerzo, y dando Catón en su discurso valor y cuerpo a la sospecha contra César, y altercando resueltamente con él, los reos fueron mandados al suplicio, y a César, al salir del Senado, muchos de los jóvenes que hacían la guardia a Cicerón, sacando contra él las espadas, le detuvieron; pero se dice que, a aquel tiempo, Curión, cubriéndole con la toga, le libertó de sus golpes, y que el mismo Cicerón, habiéndose vuelto los jóvenes a mirarle, los retrajo por señas, o por temor del pueblo, o porque realmente no tuviese por justa aquella muerte. Y si esto fue cierto, no sé cómo Cicerón no hizo de ello mención en el escrito sobre su consulado; lo cierto, sin embargo, es que después se le culpó de no haber sabido aprovechar la ocasión que contra César se le presentó por demasiado temor al pueblo, que protegía entonces a César con el mayor empeño. Así es que, habiéndose éste presentado en el Senado de allí a pocos días, y hecho su apología por las sospechas contra él formadas, lo que no se verificó sin peligrosas agitaciones, como la sesión del Senado durase más tiempo que el que era de costumbre, acudió el pueblo con grande gritería y cercó la curia, reclamando a César y mandando que lo dejaran salir.

De aquí nació que, temeroso el mismo Catón de las innovaciones a que podrían prestar apoyo los ciudadanos más miserables, que eran los que excitaban a la muchedumbre, por tener en César toda su esperanza, persuadió al Senado que les distribuyese trigo por meses, con lo que los demás gastos anuales de la república se aumentaron en cinco cuentos y quinientas mil dracmas; pero también esta disposición disipó notoriamente por lo pronto aquel gran temor y debilitó oportunamente el desmedido poder de César, que iba a ser pretor, y hubiera inspirado mayor miedo a causa de esta magistratura.

IX.— No produjo ésta, sin embargo, ninguna turbación, y antes sobrevino un incidente doméstico muy desagradable para César. Publio Clodio era un joven, patricio de linaje, señalado en riqueza y en elocuencia, pero que en insolencia y desvergüenza no cedía el primer lugar a ninguno dejos más notados de disolutos. Amaba éste a Pompeya, mujer de César, sin que ella lo llevase a mal; pero la habitación de Pompeya estaba cuidadosamente guardada, y la madre de César, Aurelia, mujer respetable y que andaba continuamente en seguimiento de la nuera, hacía difícil y peligrosa la entrevista de los amantes. Veneran los Romanos una diosa, a la que llaman Dona, como los Griegos Muliebre o Femenil, y de la cual dicen los de Frigia —que la tienen por propia suya— que es la madre del rey Midas; los Romanos, la ninfa Dríade, casada con Fauno, y los Griegos, la madre de Baco, que no es dado nombrar, de donde viene que las que celebran su fiesta adornan las tiendas con ramas de viña, y el dragón sagrado está postrado a los pies de la diosa, según la fábula. No es lícito que a esta fiesta se acerque ningún varón, ni que siquiera exista en casa mientras se celebra, sino que las mujeres solas, unas con otras, se dice que ejecutan en esta solemnidad arcana muchas ceremonias parecidas a los Misterios órficos. Llegado, pues, el tiempo de haberse de celebrar en la casa del cónsul o el pretor, éste y cuantos varones hay salen de casa, de la que se hace cargo la mujer, la adorna, y la mayor parte de los ritos se ejecutan por la noche, pasándola toda en vela con algazara y músicas.

X.— Celebraba Pompeya esta fiesta, y Clodio, que era todavía imberbe, y por lo mismo esperaba poder quedar oculto, tomó el vestido y arreos de una cantora, y con este disfraz se introdujo, pudiendo confundirse con una mocita. Estaban las puertas abiertas, y fue introducido sin tropiezo por una criada que estaba en el secreto, la cual corrió a anunciarlo a Pompeya. Fue precisa alguna detención, y como, no pudiendo aguantar Clodio en el sitio donde aquella le dejó, se echase a andar por la casa, que era grande, resguardándose de la luz, dio con él una criada de Aurelia, que le provocaba a juguetear, como que le tenía por otra mujer, y al ver que se negaba, echándole mano le preguntó quién y de dónde era; respondió Clodio que estaba esperando a Abra, criada de Pompeya, que así se llamaba aquella; pero como fuese descubierto por la voz, esta otra criada corrió, dando voces a traer luz, y adonde estaba la reunión, gritando que había visto un hombre. Sobresaltáronse todas las mujeres, y Aurelia, suspendiendo y reservando las orgías de la diosa, hizo cerrar las puertas de la casa y se puso a recorrerla toda por sí, con luces, en busca de Clodio. Encontrósele en el cuarto de la criada, en el que se había entrado huyendo, y descubierto así por las mujeres, se le puso la puerta afuera. Este suceso, yéndose en aquella misma noche las otras mujeres a sus casas, lo participaron a sus maridos, y al otro día corrió por toda la ciudad la voz de que Clodio había cometido un gran sacrilegio, y era deudor de la pena, no sólo a los ofendidos, sino a la república y a los dioses.

Acusóle, pues, de impiedad uno de los tribunos de la plebe, y se mostraron indignados contra él los más autorizados del Senado, dando testimonio de otros hechos feos, y de incesto con su hermana, casada con Luculo; pero haciendo frente el pueblo a estos esfuerzos, se puso a defender a Clodio, a quien fue de grande utilidad cerca de unos jueces aterrados e intimidados por la muchedumbre. En cuanto a César, al punto, repudió a Pompeya; pero llamado a ser testigo en la causa, dijo que nada sabía de lo que se imputaba a Clodio. Como, sorprendido el acusador con una declaración tan extraña, le preguntase por qué había repudiado a su mujer: «Porque quiero —dijo— que de mi mujer ni siquiera se tenga sospecha». Unos dicen que César dio esta respuesta porque realmente pensaba de aquel modo, y otros, que quiso en ella congraciarse con el pueblo, al que veía empeñado en salvar a Clodio. Fue, pues, absuelto de aquel crimen, habiendo dado con confusión sus votos los más de los jueces, para no exponerse al furor de la muchedumbre si condenaban, ni incurrir en el odio de los buenos si absolvían.

XI.— César, después de la pretura, habiéndole cabido la España en el sorteo de las provincias, como al salir para ella se viese estrechado y hostigado de los acreedores, acudió a Craso, que era el más rico de los Romanos; pero necesitaba del grande influjo y ardimiento de César para su contienda en punto a gobierno con Pompeyo. Tomó, pues, Craso sobre sí el acallar a los acreedores más molestos e implacables, afianzando hasta en cantidad de ochocientos y treinta talentos; de este modo pudo aquél partir a su provincia. Dícese que pasando los Alpes, al atravesar sus amigos una aldea de aquellos bárbaros, poblada de pocos y miserables habitantes, dijeron con risa y burla: «¿Si habrá aquí también contiendas por el mando, intrigas sobre preferencias y envidias de los poderosos unos contra otros?». Y que César les respondió con viveza: «Pues yo más querría ser entre éstos el primero que entre los Romanos el segundo». Del mismo modo se cuenta que en otra ocasión, hallándose desocupado en España, leía un escrito sobre las cosas de Alejandro, y se quedó pensativo largo rato, llegando hasta derramar lágrimas; y como se admirasen los amigos de lo que podría ser, les dijo: «¿Pues no os parece digno de pesar el que Alejandro de esta edad reinase ya sobre tantos pueblos, y que yo no haya hecho todavía nada digno de memoria?».

XII.— Llegado a España, desplegó al punto una grande actividad; agregó en pocos días diez cohortes a las veinte que ya tenía, y, moviendo contra los Gallegos y Lusitanos los venció, llegando por aquella parte hasta el mar exterior, después de haber sujetado a naciones que todavía no estaban bajo la dominación romana. Terminadas tan felizmente las cosas de la guerra, no administró con menor inteligencia las de la paz, reduciendo a concordia las ciudades, y sobre todo allanando las diferencias entre deudores y acreedores: porque ordenó que de las rentas de los deudores percibiese el acreedor dos terceras partes, y de la otra dispusiese el dueño hasta estar satisfecho el préstamo. Habiendo adquirido con su gobierno un gran concepto, dejó la provincia, hecho ya rico él mismo y habiendo contribuido a mejorar la suerte de sus soldados, por quienes fue saludado Emperador.

XIII.— Los que aspiraban a que se les concediese el triunfo debían permanecer fuera de la ciudad, y los que pedían el consulado era preciso que lo ejecutasen hallándose presentes en ella: viéndose, pues, en este conflicto, y estando próximos los comicios consulares, envió a solicitar del Senado que se le permitiese estando ausente mostrarse competidor del consulado por medio de sus amigos. Sostuvo Catón al principio la ley contra semejante pretensión, y después, viendo a muchos ganados por César, tomó el medio de destruir sus intentos con sólo el tiempo, consumiendo en hablar todo el día; pero éste resolvió entonces desistir del triunfo y atenerse al consulado. Entró, pues, en la ciudad al punto, y tomó por su cuenta una empresa que engañó a todos los demás ciudadanos, a excepción de Catón. Era ésta la reconciliación de Pompeyo y Craso, que tenían el mayor poder en la república; y uniéndolos César en amistad de la discordia en que estaban, juntó en provecho suyo el poder de ambos, y, haciendo una obra que tenía todos los visos de humana, no se echó de ver que iba a parar en el trastorno de la república. Pues no fue, como creen los más, la discordia de César y Pompeyo la que produjo la guerra civil, sino más bien su amistad, habiéndose reunido primero para acabar con la aristocracia, aunque después volviesen a discordar entre sí. Catón, prediciendo muchas veces todo lo que iba a suceder, entonces fue tachado de hombre díscolo y descontentadizo; pero a la postre adquirió fama de consejero prudente, aunque desgraciado.

XIV.— César, pues, fortalecido con la amistad de Craso y de Pompeyo, fue promovido al consulado, que se le declaró con gran superioridad de votos, dándole por colega a Calpurnio Bíbulo. Entrado en ejercicio, propuso inmediatamente leyes, no propias de un cónsul, sino de un insolente tribuno de la plebe; a saber: sobre repartimientos y sorteos de terrenos.

Opusiéronsele los hombres de más probidad y de mayor concepto del Senado, y él, que no deseaba más que un pretexto, haciendo exclamaciones y protestas ante los dioses y los hombres de que contra su voluntad se le ponía en la precisión de acudir al pueblo y mostrarse obsequioso con él por agravios y mal trato del Senado, salió, efectivamente, para dar cuenta al pueblo, y poniendo junto a sí a un lado a Craso y a otro a Pompeyo les preguntó si estarían por las leyes; y como respondiesen afirmativamente, les rogó que le auxiliasen contra los que habían hecho la amenaza de que se opondrían con la espada. Prometiéronselo, y aun Pompeyo añadiendo que vendría contra las espadas trayendo espada y escudo. Fue esto de sumo disgusto para los principales que escucharon de su boca una expresión indigna del respeto que le tenían poco decorosa a la majestad del Senado y propia de un furioso o de un mozuelo; pero el pueblo se mostró muy contento.

César, para participar más de lleno del poder de Pompeyo, teniendo una hija llamada Julia, desposada con Servilio Cepión, la desposó con Pompeyo, y a Servillo le dijo que le daría la de Pompeyo, que no estaba tampoco sin desposar, sino prometida a Fausto, el hijo de Sila. De allí a poco César casó con Calpurnia, hija de Pisón, al que designó cónsul para el año siguiente. Entonces Catón clamó y protestó públicamente con la mayor vehemencia que era insufrible el que el gobierno de la república se adquiriese con matrimonios y que por medio de mujeres se fuesen promoviendo unos a otros al mando de las provincias y de los ejércitos: y a todas las magistraturas.

El colega de César, Bíbulo, cuando vio que con oponerse a las leyes nada adelantaba y que antes estuvo muchas veces en peligro de perecer con Catón en la plaza, pasó encerrado en su casa todo el tiempo que le quedaba de consulado. Pompeyo, hecho que fue el casamiento, llenó la plaza de armas e hizo que el pueblo sancionara las leyes; y a César, sobre las dos Galias, Cisalpina v Transalpina, le añadió el Ilirio, con cuatro legiones, por el tiempo de cinco años. Quiso Catón contradecir estas tropelías, y César lo hizo llevar a la cárcel, pensando que apelaría a los tribunos de la plebe; pero aquél marchó tranquilo sin hablar palabra, y César, viendo que no sólo los primeros ciudadanos lo llevaban a mal, sino que la plebe, movida del respeto a la virtud de Catón, seguía con silencio y abatimiento, rogó en secreto a uno de los tribunos que le pusiera en libertad. De los demás del Senado eran pocos los que concurrían a él, pues los más. Incomodados y disgustados, procuraban retirarse; y diciendo un día Considio, que era de los más ancianos, que el no concurrir consistía en que las armas y los soldados los intimidaban, le preguntó César: «¿Pues por qué tú no te estás también por miedo en tu casa?, a lo que contestó Considio: “Porque en mí la vejez hace que no tema, pues la vida que me queda, habiendo de ser corta, no pide ya gran cuidado».

De todo cuanto se hizo en su consulado, lo más abominable y feo fue el que hubiese sido nombrado tribuno de la plebe aquel mismo Clodio, por quien fueron violadas las leyes de los matrimonios y los nocturnos misterios. Nombrósele para perder a Cicerón, y César no marchó al ejército sin haber antes oprimido a Cicerón por medio de Clodio y héchole salir de Italia.

XV.— Estos se dice haber sido los hechos memorables de su vida antes de los de las Galias. El tiempo de las guerras que después sostuvo y de las campañas con que domó la Galia, como si hubiera tenido un nuevo principio y se le hubiera abierto otro camino para una vida nueva y nuevas hazañas, le acreditó de guerrero y caudillo no inferior a ninguno de los más admirados y más célebres en la carrera de las armas; y, antes, comparado con los Fabios, los Escipiones y los Metelos, con los que poco antes le habían precedido, Sila, Mario y los dos Luculos, y aun con el mismo Pompeyo, cuya fama sobrehumana florecía entonces con la gloria de toda virtud militar, las hazañas de César le hacen superior a uno por la aspereza de los lugares en que combatió; a otro, por la extensión del territorio que conquistó; a éste, por el número y valor de los enemigos que venció; a aquel, por lo extraño y feroz de las costumbres que suavizó; a otro, por la blandura y mansedumbre con los cautivos; a otro, finalmente, por los donativos y favores hechos a los soldados; y a todos, por haber peleado más batallas y haber destruido mayor número de enemigos; pues habiendo hecho la guerra diez años, no cumplidos, en la Galia, tomó a viva fuerza más de ochocientas ciudades y sujetó trescientas naciones; y habiéndosele opuesto por partes y para los diferentes encuentros hasta trescientas miríadas de enemigos, acabó con un millón en las acciones y cautivó otros tantos.

XVI.— El amor y afición con que le miraban sus soldados llegó a tal extremo, que los que en otros ejércitos en nada se distinguían se hacían invictos e insuperables en todo peligro por la gloria de César. Tal fue Acilio, que en el combate naval de Marsella, acometiendo a un barco enemigo, perdió de un sablazo la mano derecha, pero no soltó de la izquierda el escudo, y, antes, hiriendo con él en la cara a los enemigos, los ahuyentó a todos y se apoderó del barco. Tal Casio Esceva, a quien en el combate de Dirraquio le sacaron un ojo con una saeta, le pasaron un hombro con un golpe de lanza, y un muslo con otro, y habiendo además recibido en el escudo otros ciento treinta saetazos, llamó a los enemigos como para rendirse; y acercándosele dos, al uno le partió un hombro con la espada, e hiriendo en la cara al otro lo rechazó, y él se salvó protegiéndole los suyos. En Bretaña cargaron los enemigos sobre los primeros de la fila, que se habían metido en un sitio cenagoso y lleno de agua, y un soldado de César, estando éste mirando el combate, penetró por medio y, ejecutando muchas y prodigiosas hazañas de valor, salvó a aquellos caudillos, haciendo huir a los bárbaros, y pasando con dificultad por medio de todos se arrojó a un arroyo pantanoso, del que trabajosamente, ya nadando y ya andando, pudo salir a la orilla, aunque sin escudo. Admiróse César, y con gran placer y regocijo salió a recibirle; pero él, muy apesadumbrado y lloroso, se echó a sus pies pidiéndole perdón por haber perdido el escudo. En África se apoderó Escipión de una nave de César en la que navegaba Granio Petronio, nombrado cuestor, y habiendo tenido por presa a todos los demás, dijo que al cuestor lo dejaba ir salvo; pero éste, contestando que los soldados de César estaban acostumbrados a dar la salvación, no a recibirla, se dio la muerte pasándose con la espada.

XVII.— Este denuedo y esta emulación los había fomentado y encendido el mismo César; en primer lugar, con no poner límites a las recompensas y los honores haciendo ver que no allegaba riqueza con las guerras para su propio lujo o sus placeres, sino que ponía y guardaba en depósito los que eran comunes premios del valor, y que no estimaba el ser rico sino en cuanto podía remunerar a los soldados que lo merecían; y en segundo lugar, con exponerse voluntariamente a todo peligro y no rehusar ninguna fatiga. El que fuese arriscado y despreciador de los peligros no era extraño a su ambición; pero su sufrimiento y tolerancia en las fatigas, pareciendo que era superior a sus fuerzas físicas, no dejó de causar admiración, porque, con ser de complexión flaca, de carnes blancas y delicadas y estar sujeto a dolores de cabeza y un mal epiléptico, habiendo sido en Córdoba donde le acometió la primera vez, según se dice, no buscó en su delicadeza pretexto para la cobardía, sino, haciendo de la milicia una medicina para su debilidad, con los continuos viajes, con las comidas poco exquisitas y con tomar el sueño en cualquiera parte lidiaba con sus males y conservaba su cuerpo puede decirse que inaccesible a ellos. Por lo común tomaba el sueño en carruaje o en litera, haciendo de este modo que el mismo reposo se convirtiera en acción; sus viajes de día eran a las fortalezas, a las ciudades y a los campamentos, llevando a su lado uno de aquellos amanuenses que estaban acostumbrados a escribir en la marcha y yendo a la espalda un solo soldado con espada. De este modo corría sin intermisión; de manera que cuando hizo su primera salida de Roma, a los ocho días estaba ya en el Ródano. El correr a caballo le era desde niño muy fácil, porque se había acostumbrado a hacer correr a escape un caballo con las manos cruzadas a la espalda, y en aquellas campañas se ejercitó en dictar cartas caminando a caballo, dando quehacer a dos escribientes a un tiempo, y, según Opio, a muchos. Dícese haber sido César el primero que introdujo tratar con los amigos por escrito, no dando lugar muchas veces la oportunidad para tratar cara a cara los negocios urgentes por las muchas ocupaciones y por la grande extensión de la ciudad. De su poco reparo en cuanto a comida se da también esta prueba: teníale dispuesta cena en Milán su huésped Valerio León, y habiéndole puesto espárragos, en lugar de aceite echaron ungüento; comió, no obstante, sin manifestar el menor disgusto, y a sus amigos que no lo pudieron aguantar les reprendió, diciéndoles: «Basta no comer lo que no agrada, y el que reprende esta rusticidad es el que se acredita de rústico». Obligado por la tempestad en una ocasión, yendo de camino, a recogerse en la casilla de un pobre, como viese que no había más que un cuartito, en el que con dificultad cabía uno solo, dijo a sus amigos que en las cosas de honor se debía ceder a los mejores, y en las que son de necesidad, a los más enfermos, y mandó que Opio durmiera en el cuartito, acostándose él mismo con los demás en el cubierto que había delante de la puerta.

XVIII.— La guerra primera que tuvo que sostener fue contra los Helvecios y Tigurinos, que, poniendo fuego a sus doce ciudades y cuatrocientas aldeas, caminaban acercándose a Roma por la Galia, ya sojuzgada, como antes los Cimbros y Teutones, no siendo inferiores a éstos en arrojo y ascendiendo la muchedumbre de todos ellos a trescientos mil hombres, y el número de los combatientes, a ciento noventa mil. De éstos, a los Tigurinos los destrozó junto al río Áraris, no por sí, sino por medio de Labieno, a quien envió con este encargo. En cuanto a los Helvecios, conduciendo él mismo su ejército a una ciudad aliada, le acometieron repentinamente en la marcha, por lo que se apresuró a acogerse a una posición fuerte y ventajosa. Reunió y ordenó allí sus fuerzas, y trayéndole el caballo: «Éste —dijo— lo emplearé después de haber vencido en la persecución; ahora, vamos a los enemigos»; y los acometió a pie. Costóle tiempo y dificultad el rechazar la gente de guerra; pero el trabajo mayor fue en el sitio donde se hallaban los carros y en el campamento, porque no sólo aquélla hizo otra vez cara y volvió al combate, sino que sus hijos y sus mujeres se resistieron con obstinación hasta la muerte; de manera que no se terminó la batalla casi hasta media noche. Coronó esta victoria, que fue gloriosa, con el hecho, más ilustre todavía, de establecer a los fugitivos que sobrevivieron de aquellos bárbaros, precisándolos a repoblar el país que habían dejado y a levantar las ciudades que habían destruido, siendo todavía en número de más de cien mil; lo que ejecutó por temor de que, adelantándose los Germanos, pudieran ocupar aquella región ahora desierta.

XIX.— Por el contrario, la segunda guerra la sostuvo por los Galos contra los Germanos, sin embargo de haber antes declarado aliado en Roma a su rey, Ariovisto; y es que eran vecinos muy molestos a los pueblos sujetos a la república, y se temía que si la ocasión se presentaba no permanecerían quietos en sus asientos, sino que invadirían y ocuparían la Galia. Viendo, pues, a los caudillos de los Galos poseídos de miedo, mayormente a los más distinguidos y jóvenes de los que se le habían reunido, como gente que tenía la idea de pasarlo bien y enriquecerse con la guerra, convocólos a una junta y les dijo que se retiraran y no se expusieran contra su voluntad, siendo hombres de poco ánimo y dados al regalo, y que con tomar él solamente la legión décima marcharía a los bárbaros, pues que no tendría que pelear con enemigos que valieran más que los Cimbros, ni él se reputaba por general inferior a Mario. En consecuencia de esto, la legión décima le envió una embajada para darle gracias; pero las demás se quejaron de sus jefes, y llenos todos los soldados de ardor y entusiasmo le siguieron el camino de muchos días, hasta acampar a doscientos estadios de los enemigos. Hubo ya en esta marcha una cosa que debilitó y quebrantó la osadía de Ariovisto: porque ir los Romanos en busca de los Germanos, que estaban en la inteligencia de que si ellos se presentasen ni siquiera aguardarían aquellos por lo inesperado, le hizo admirar la resolución de César, y vio a su ejército sobresaltado. Todavía los descontentaron más los vaticinios de sus mujeres, las cuales, mirando a los remolinos de los ríos, y formando conjeturas por las vueltas y ruido de los arroyos, predecían lo futuro; y éstas no los dejaban que dieran la batalla hasta que apareciera la Luna nueva. Habiéndolo entendido César, y viendo a los Germanos en reposo, le pareció más conveniente ir contra ellos cuando estaban desprevenidos que esperar a que llegara su tiempo, y acometiendo contra sus fortificaciones y las alturas sobre que tenían su campo, los provocó e irritó a que, impelidos de la ira, bajasen a trabar combate; y habiéndolos desordenado y puesto en huída, los persiguió por cuarenta estadios hasta llegar al Rin, llenando todo aquel terreno de cadáveres y de despojos. Ariovisto, adelantándose con unos cuantos, pasó el Rin, y se dice haber sido ochenta mil el número de los muertos.

XX.— Ejecutadas estas hazañas, dejó en los Sécuanos las tropas para pasar el invierno, y queriendo tomar conocimiento de las cosas de Roma, bajó a la Galia del Po, que era de la provincia en que mandaba, porque el río llamado Rubicón separa la Galia, situada de la parte de acá de los Alpes, del resto de la Italia. Desde allí ganaba partido con el pueblo, pues eran muchos los que iban a verle, dando a cada uno lo que le pedía, y despachándolos a todos contentos: a unos, por haber ya recibido lo que apetecían, y a otros, por haberlos lisonjeado con esperanzas: de manera que por todo el tiempo que de allí en adelante se mantuvo en la provincia, sin que lo advirtiese Pompeyo, ora estuvo quebrantando con las armas de los ciudadanos a los enemigos, y ora con las riquezas y despojos de éstos conquistando a los ciudadanos.

Mas habiendo entendido que los Belgas, que eran los más poderosos de los Celtas y poseían la tercia parte de la Galia, se habían rebelado, teniendo reunidos muchos millares de hombres sobre las armas, precipitó su vuelta y marchó allá con la mayor celeridad. Sobrecogió a los enemigos, talando el país de los Galos, aliados de la república, y habiendo derrotado a la muchedumbre, que peleó cobardemente, a todos los pasó al filo de la espada, de manera que los lagos y ríos profundos se pudieron transitar por encima de los montones de cadáveres. De los pueblos sublevados, los de la parte del Océano todos se sometieron voluntariamente, y sólo tuvo que hacer la guerra a los Nervios, pueblos feroces y belicosos que habitaban en espesos encinares y tenían sus familias y sus haberes en lo profundo de una selva, a la mayor distancia de los enemigos. Éstos, pues, en número de sesenta mil hombres, cargaron repentinamente a César al tiempo de estar poniendo su campo, lejos de esperar tan imprevista batalla, y a la caballería lograron ponerla en fuga, y envolviendo las legiones duodécima y séptima dieron muerte a todos los jefes de cohortes, y si César, tomando el escudo y penetrando por entre los que le precedían, no hubiera acometido a los enemigos, y la legión décima, viendo su peligro, no hubiera acudido prontamente desde las alturas y hubiera desordenado la formación de los enemigos, es probable que ninguno se habría salvado; aun así, con haber sostenido por el arrojo de César un combate muy superior a sus fuerzas, no pudieron rechazar a los Nervios, sino que allí los acabaron defendiéndose, pues se dice que de sesenta mil sólo se salvaron quinientos, y de cuatrocientos senadores, tres.

XXI.— Recibidas estas noticias por el Senado, decretó que por quince días se sacrificase a los dioses, y que aquellos, absteniéndose de todo trabajo, se pasasen en fiestas, no habiéndose nunca señalado otros tantos por ninguna victoria; y es que el peligro se reputó grande por amenazar a un tiempo tantas naciones, haciendo también más insigne este vencimiento la pasión con que la muchedumbre miraba a César, por ser éste el que lo había alcanzado; el cual, habiendo dejado en buen estado las cosas de la Galia, volvió entonces a invernar en el país regado por el Po para continuar sus manejos en la ciudad, pues no solamente los que aspiraban a las magistraturas por su mediación y los que las obtenían sobornando al pueblo con el caudal que él les remitía hacían cuanto estaba a su alcance para adelantarlo en influjo y poder, sino que de los ciudadanos más principales y de mayor opinión, los más habían acudido a visitarle a Luca; y entre éstos, Pompeyo y Craso, y Apio, comandante de la Cerdeña, y Nepote, procónsul de la España: de manera que se juntaron hasta ciento veinte lictores, y del orden senatorio arriba de doscientos. Convínose en un consejo que tuvieron en que Pompeyo y Craso serían nombrados cónsules, y que a César se le asignarían fondos y otros cinco años de mando militar, que fue lo que pareció más extraño a los que examinaban las cosas sin pasión, por cuanto los mismos que recibían grandes sumas de César eran los que persuadían al Senado a que le hiciera asignaciones, como si estuviera falto, o, por mejor decir, lo precisaban a ejecutarlo y a llorar sobre lo propio que decretaba, pues se hallaba ausente Catón, porque de intento lo habían enviado a Chipre, y aunque Favonio, que seguía las huellas de Catón, se salió fuera de la curia a gritar al pueblo cuando vio que no sacaba ningún partido, nadie hizo caso: algunos, por respeto a Pompeyo y a Craso, y los más, por complacer a César, sobre cuyas esperanzas vivían descansados.

XXII.— Restituido César al ejército que había dejado en las Galias, tuvo que volver a una reñida guerra en la propia región, a causa de que dos grandes naciones de Germania habían acabado de pasar el Rin con el intento de adquirir nuevas tierras, de las cuales era la una la de los Usípetes, y la otra de la de los Tencteros. Acerca de la batalla lidiada contra estos enemigos escribió César en sus Comentarios que, habiéndole enviado los bárbaros una embajada para tratar de paz, le pusieron celadas en el camino, con lo que le derrotaron la caballería, que constaba de cinco mil hombres, bien desprevenidos para semejante traición, con ochocientos de los suyos; y que como le enviasen después otros para engañarle segunda vez, los detuvo y movió contra ellos con todo su ejército, creyendo que sería gran simpleza guardar fe a hombres tan infieles y prevaricadores. Tanisio dice que Catón, al decretar el Senado fiestas y sacrificios por esta victoria, abrió dictamen sobre que César fuese entregado a los bárbaros, para que así expiase la ciudad la abominación de haber quebrantado la tregua, y la execración se volviese contra su autor. De los que habían pasado fueron destrozados en aquella acción cuatrocientos mil, y a los pocos que volvieron los recibieron los Sicambros que eran otra de las naciones de Germania.

Sirvióle esto de motivo a César para ir contra ellos, y más que, por otra parte, le estimulaba la gloria de ser el primero que con ejército hubiese pasado el Rin. Echó, pues, en él un puente, sin embargo de ser sumamente ancho y llevar por aquella parte gran caudal de agua con una corriente impetuosa y rápida, que con los troncos y árboles que arrastraba conmovía los apoyos y postes del puente; pero oponiendo a este choque grandes maderos hincados en medio del río, y refrenando la fuerza del agua que hería en la obra, dio un espectáculo que excede toda fe, habiendo acabado el puente en sólo diez días.

XXIII.— Pasó sus tropas sin que nadie se atreviese a hacerle resistencia; y como aun los Suevos, gente la más belicosa de Germania, se metiesen en barrancos profundos y cubiertos de arbolado, dando fuego a lo que pertenecía a los enemigos, y alentando y tranquilizando a los que siempre se habían mostrado adictos a los Romanos, se retiró otra vez a la Galia, habiendo sido de dieciocho días su detención en Germania.

La expedición a Bretaña dio celebridad a su osadía y determinación, pues fue el primero que surcó con armada el Océano occidental y que navegó por el Atlántico, llevando consigo un ejército para hacer la guerra; y cuando no se creía que fuese una isla a causa de su extensión, y era, por lo tanto, materia de disputa para muchos escritores, que la tenían por un puro nombre y por una voz de cosa inventada que en ninguna parte existía, se propuso sujetarla, llevando fuera del orbe conocido la dominación de los Romanos. Dos veces hizo la travesía a la isla desde la parte de la Galia que le cae enfrente, y habiendo en continuadas batallas maltratado a los enemigos, más bien que aprovechando en nada a los suyos, pues que no habla cosa del menor valor entre gentes infelices y pobres, no dio a aquella guerra el fin que deseaba, sino que, contentándose con recibir rehenes del rey y arreglar los tributos, se volvió de la isla.

A su llegada encontró cartas que iban a mandársele de sus amigos de Roma, en las que le anunciaban el fallecimiento de su hija, que había muerto de parto en la compañía de Pompeyo. Grande fue el pesar de éste y grande el de César; mas también los amigos se apesadumbraron, viendo disuelto el deudo que había conservado en paz y en concordia la república, bien doliente y quebrantada de otra parte, porque el niño murió también luego, habiendo sobrevivido a la madre pocos días. La muchedumbre cargó, contra la voluntad de los tribunos de la plebe, con el cadáver de Julia y lo llevó al Campo de Marte, donde se le hicieron las exequias y yace sepultado.

XXIV.— Repartió César por precisión sus fuerzas, que ya eran de consideración, en diversos cuarteles de invierno, y marchando él a Italia, como lo tenía de costumbre, volvieron ahora a inquietarse por todas partes los Galos, y, dirigiéndose con ejércitos numerosos contra los cuarteles de los Romanos, intentaban tomarlos; la mayor y más poderosa fuerza de los sublevados, conducida por Ambíorix, había dado muerte a Cota y Titurio en su mismo campamento. A la legión mandada por Cicerón la cercaron con sesenta mil hombres, y estuvo en muy poco que la tomasen a viva fuerza, estando ya todos heridos, sino que por su valor se defendieron más allá de lo que podían. Dióse parte de estos sucesos a César, que se hallaba ya muy lejos, pero retrocedió con la mayor presteza, y juntando en todo hasta unos siete mil hombres marchó con ellos a ver si podía sacar del sitio a Cicerón. No se les ocultó a los sitiadores que le salieron al encuentro, ciertos de oprimirle, por el desprecio con que miraban sus pocas fuerzas; mas él, usando de ardides, les huía el cuerpo continuamente, y tomando una posición propia de quien peleaba con pocos contra muchos, fortificó su campamento, donde contuvo a los suyos de todo combate y los precisó a establecer trincheras y a hacer obras en las puertas, como si estuvieran temerosos, preparando así de intento el que lo despreciaran, hasta que, saliendo cuando los enemigos estaban sueltos y desordenados con la excesiva confianza, los deshizo y desbarató, haciendo en ellos gran matanza.

XXV.— Esto comprimió muchas de las rebeliones de los Galos por aquella parte y también el que el mismo César corrió el país y acudió a todas partes en medio del invierno, estando muy atento a cualquiera novedad. Viniéronle además de Italia, en lugar de las tropas perdidas, tres legiones: dos que le prestó Pompeyo de las que estaban a sus órdenes y una que él había levantado en la Galia del Po.

En tanto, lejos de allí brotaron y salieron a luz las semillas esparcidas de antemano y fomentadas en secreto por hombres poderosos entre las gentes más belicosas, de la guerra más porfiada y de mayor riesgo de cuantas allí se ofrecieron; semillas corroboradas con numerosa juventud, con armas buscadas por todas partes, con grandes caudales recogidos al intento, con ciudades fortificadas y con puestos casi inexpugnables. Era esto en la estación del invierno, y los ríos helados, las selvas cubiertas de nieve, las llanuras inundadas con los torrentes, los caminos confundidos con la profunda nieve, y la inseguridad de la marcha por los lagos y arroyos salidos de madre, todo parecía concurrir a poner a los rebeldes fuera del alcance de César. Eran muchas las gentes sublevadas; pero las que llevaban la voz eran los Arvernos y Carnutes; la autoridad suprema para la guerra se había conferido por elección a Vercingétorix, a cuyo padre habían dado muerte los Galos por parecerles que se erigía en tirano.

XXVI.— Éste, pues, repartiendo sus fuerzas en muchas divisiones y poniéndolas bajo el mando de diversos caudillos, procuraba hacer entrar en su plan a todo el país del contorno hasta el río Araris, llevando la idea, si lograba que en Roma se formase partido contra César, de concitar para aquella guerra a toda la Galia; y si esto lo hubiera hecho, poco después, cuando ya César estaba implicado en la guerra civil, no hubieran sido los temores que en tal caso se hubieran apoderado de la Italia menos violentos que aquellos que los Cimbros le causaron. Mas ahora César, cuyo ingenio era sacar partido de todos los accidentes para la guerra, y sobre todo aprovechar la ocasión en el momento mismo de serle la rebelión anunciada, levantó el campo, volvió por el mismo camino que había traído, y con la fuerza y la celeridad de su marcha, a pesar de los indicados obstáculos, demostró a los bárbaros ser infatigable e invencible el ejército que los perseguía; pues cuando creían que en mucho tiempo no pudiera llegarle ni mensajero ni correo, le vieron ya sobre sí con todo el ejército, talando sus tierras, apoderándose de sus puestos, asolando sus ciudades y volviendo a su amistad a los que habían hecho mudanza; hasta que también entró en la guerra contra él la nación de los Eduos, que, habiéndose apellidado en todo el tiempo anterior hermanos de los Romanos, entonces se habían unido con los rebeldes, siendo motivo de no pequeño desaliento para el ejército de César. Retiróse, pues, de allí por esta causa y pasó los términos de los Lingones para ponerse en contacto con los Sécuanos, que eran amigos y estaban interpuestos entre la Italia y el resto de la Galia. Fuéronle allí a buscar los enemigos, y aunque le opusieron por todas partes muchos millares de hombres les dio batalla; y a todos los demás venció y sojuzgó a fuerza de tiempo y del terror que llegó a causarles; pero al principio parece tuvo algún descalabro, y los Arvernos muestran una espada suspendida en el templo como despojo de César, la que él mismo vio algún tiempo después y se echó a reír; y proponiéndole los amigos que la quitase, no vino en ello, teniéndola por sagrada.

XXVII.— Con todo, los más de los que pudieron salvarse se refugiaron con el rey en la ciudad de Alesia. Púsole sitio César, y cuando parecía inexpugnable, por la altura de sus murallas y la muchedumbre de los que la defendían, sobrevino de la parte de afuera un peligro superior a todo encarecimiento: porque de las gentes más poderosas en armas de la Galia que se hallaban congregadas vinieron sobre Alesia trescientos mil hombres, y los combatientes que había dentro de ella no bajaban de ciento setenta mil: de manera que, sorprendida, y sitiado César en medio de tan peligrosa guerra, se vio en la precisión de correr dos trincheras: una contra la ciudad y otra al frente de la muchedumbre que había llegado, pues si ambas fuerzas se juntaban todo debía tenerse por perdido. Así, por muchas razones fue justamente celebrada esta guerra de Alesia, habiéndose verificado en ella hechos de valor y pericia como en ninguna otra; pero principalmente debe ser mirado con admiración el que pudiese conseguir César que en la ciudad no se tuviese noticia de que afuera combatía y estaba en acción con tantos millares de enemigos, y mucho más todavía que no lo supiesen tampoco los Romanos que defendían la otra trinchera. Porque nada entendieron de la victoria hasta que oyeron los lamentos de los hombres y el llanto de las mujeres de Alesia, que veían de la otra parte muchos escudos adornados con plata y oro, muchas corazas salpicadas de sangre y, además, tazas y tiendas de los Galos trasladadas por los Romanos a su campamento: ¡con tanta presteza se borró y pasó toda aquella fuerza como una ilusión o un sueño, habiendo perecido la mayor parte en la batalla! Los que custodiaban a Alesia, después de haber padecido mucho y de haber dado bien en qué entender a César, al fin se rindieron. El general en jefe, Vercingétorix, tomó las armas más hermosas que tenía, enjaezó ricamente su caballo, y saliendo en él por las puertas dio una vuelta alrededor de César, que se hallaba sentado, apeóse después, y arrojando al suelo la armadura se sentó a los pies de César y se mantuvo inmóvil hasta que se le mandó llevar y poner en custodia para el triunfo.

XXVIII.— Tenía ya César meditado, tiempo había, acabar con Pompeyo, como éste, sin duda, acabar con aquel: porque muerto a manos de los Partos Craso, que era el antagonista de entrambos, sólo le restaba al que aspiraba a ser el mayor el quitar de delante al que lo era, y a éste, para no verse en semejante caso, el adelantarse a acabar con aquel de quien podía temer. Este temor era reciente en Pompeyo, que antes apenas hacía caso de César, no teniendo por obra difícil el abatir a aquel a quien él mismo había elevado. Mas César, que desde el principio había echado estas cuentas acerca de sus rivales, a manera de un atleta se puso, hasta que fuese tiempo, lejos de la arena, ejercitándose en las guerras de la Galia; examinó su poder, aumentó con obras su gloria hasta ponerse a la altura de los brillantes triunfos de Pompeyo y estuvo en acecho de motivos y pretextos, que no le faltaron, facilitándolos ora Pompeyo, ora las ocasiones y ora el mal gobierno de Roma, que llegó a punto de que los que pedían las magistraturas pusiesen mesas en medio de la plaza para comprar descaradamente a la muchedumbre, y el pueblo asalariado se presentaba a contender por el que lo pagaba, no sólo con las tablas de votar, sino con arcos, con espadas y con hondas. Decidiéronse las votaciones no pocas veces con sangre y con cadáveres, profanando la tribuna y dejando en anarquía a la ciudad, como nave a quien falta quien la gobierne; de manera que los hombres de juicio tenían a dicha el que en tanto desconcierto y en tanta deshecha borrasca no padeciesen los negocios públicos mayor mal que el de venir a ponerse en manos de uno, y aun muchos hubo que se atrevieron a decir en público que sin el mando de uno solo era intolerable aquel gobierno, y que el modo de que se hiciera más llevadero este remedio sería recibirlo del más benigno entre los diferentes médicos, significando a Pompeyo. Como éste de palabra afectase rehusarlo, pero de obra nada le quedase por hacer para que se le nombrase dictador, meditando sobre ello Catón persuadió al Senado que podría tomarse el medio de designarle cónsul único, para que no arrancara por fuerza la dictadura, contentándose con una monarquía más legítima, y el Senado, además, le prorrogó el tiempo de sus provincias. Eran dos las que tenla la España y toda el África, las que gobernaba por medio de legados y manteniendo ejércitos, para los que recibía del Erario público mil talentos cada año.

XXIX.— En esto, César pidió el consulado por medio de comisionados y que igualmente se le prorrogara el tiempo de su mando en las provincias; al principio Pompeyo no hizo oposición, pero si Marcelo y Léntulo, enemigos, por otra parte, de César, y a lo que podía contemplarse preciso añadieron cosas que no lo eran, en su afrenta y vilipendio. Porque habiendo César hecho poco antes colonia a Novocomo, en la Galia, despojaron a los habitantes del derecho de ciudad; y hallándose Marcelo de cónsul, a uno de sus decuriones que había venido a Roma le afrentó con las varas, añadiendo que le castigaba de aquella manera en señal de que no era ciudadano romano, y le dijo que fuera y lo manifestara a César. Después de este hecho de Marcelo, como ya César hubiese procurado que todos participasen largamente de las riquezas de la Galia, a Curión, tribuno de la plebe, le hubiese redimido de sus muchas deudas, y a Paulo, entonces cónsul, le hubiese hecho el obsequio de mil quinientos talentos, con los que compró y adornó la célebre basílica edificada en la plaza en lugar de la de Fulvio, temiendo ya entonces Pompeyo la sublevación trabajó abiertamente por sí y por sus amigos para que se le diera a César sucesor en el gobierno, y le envió a pedir los soldados que le había prestado para la guerra de la Galia. Envióselos éste, habiendo agasajado a cada soldado con doscientas y cincuenta dracmas; pero los que se los trajeron a Pompeyo esparcieron en el pueblo especies injuriosas y nada lisonjeras contra César y al mismo Pompeyo le engrieron con vanas esperanzas, haciéndole entender que era deseado en el ejército de César, y que si en Roma encontraba obstáculos y dificultades, por la envidia y por los recelos que siempre trae el gobernar, aquellas fuerzas las tenía prontas y sólo con que pusiese el pie en Italia al punto se pasarían a su partido, pues tan molesto había llegado a hacerse César generalmente al soldado y tan sospechoso de que aspiraba a la tiranía. Pompeyo, con estas relaciones, se llenó de orgullo, y desatendiendo el arreglo y orden del ejército, como hombre que no tenía por qué temer, en sus expresiones y sus dictámenes se declaraba contra César, manifestando su ánimo de hacer que se le derribase; pero a éste se le daba bien poco, y se dice que estando uno de los jefes de cohorte de su ejército a la puerta del Senado, y oyendo que no se prorrogaría a César el tiempo de su mando, dijo: «Pues ésta se lo prorrogará», echando mano a la empuñadura de su espada.

XXX.— Con todo, la pretensión de César tenía la más recomendable apariencia de justicia: porque proponía dejar por su parte las armas, y que, haciendo otro tanto Pompeyo, ambos pusieran su suerte en manos de los ciudadanos; pues de otra manera, quitando las provincias al uno y confirmando al otro el poder que tenía, a aquel lo abatían y a éste le preparaban los caminos de la tiranía. Habiendo hecho esta misma proposición ante el pueblo Curión, tribuno de la plebe, a nombre de César, fue muy aplaudido, y aun algunos arrojaron coronas sobre él, como se derraman flores sobre un atleta. Otro tribuno de la plebe, Antonio, mostró a la muchedumbre una carta que había recibido de César sobre este mismo objeto, y la leyó, a pesar de la oposición de los cónsules. Mas en el Senado, Escipión, suegro de Pompeyo, abrió este dictamen: que si para el día que se prefijara no deponía César las armas, se le declarara enemigo público. Preguntando, pues, los cónsules si les parecía que Pompeyo depusiera las armas y las depusiera César, aquella parte tuvo pocos votos y ésta todos, a excepción de muy pocos; insistiendo de nuevo Antonio en que ambos hicieran dimisión de todo mando, a esta sentencia se arrimaron todos con unanimidad; pero instando Escipión, y gritando el cónsul Léntulo que contra un ladrón lo que se necesitaba eran armas y no votos, se disolvió el Senado, y a causa de esta disensión mudaron vestidos como en un duelo público.

XXXI.— Vinieron en esto cartas de César que le acreditaban de moderado, pues pedía que, dejando todo lo demás de sus antiguas provincias, se le diera la Galia Cisalpina y el Ilírico con dos legiones, hasta pedir el segundo consulado; Cicerón el orador, que ya había vuelto de la Cilicia y andaba en transacciones, ablandé a Pompeyo, hasta el punto de convenir en todo lo demás, excepto en el artículo de los soldados; y el mismo Cicerón alcanzó de los amigos de César que cediesen hasta responder que aquel se contentaría con las provincias expresadas y con sólo seis mil soldados. Aun a esto se dobló y accedió Pompeyo; pero Léntulo, usando de su autoridad de cónsul, no lo permitió sino que llenando de improperios a Antonio y a Casio los expulsó ignominiosamente del Senado, proporcionando a César el más plausible pretexto que pudiera desear, y del que se valió principalmente para inflamar a los soldados, poniéndoles a la vista que varones tan principales y adornados de mando habían tenido que huir en carros alquilados, bajo el disfraz de esclavos; porque, realmente, así era como por miedo habían salido de Roma.

XXXII.— Las tropas que tenía consigo no eran más que unos trescientos caballos y cinco mil infantes, porque el resto del ejército lo había dejado al otro lado de los Alpes, y habían de conducirlo los que al efecto había enviado. Mas poniendo la vista en el principio de las grandes cosas que meditaba, considerando que el éxito de su primer acontecimiento no tanto necesitaba de grandes fuerzas como dependía del terror que produce el arrojo, y de la celeridad en aprovechar la ocasión, siéndole más fácil pasmar con la sorpresa que violentar con el aparato de tropas, dio orden a los jefes y cabos para que llevando sólo las espadas, sin otras armas, ocuparan a Arímino, ciudad populosa de la Galia, a fin de tomarla con la menor confusión y muertes que fuese posible, para lo que dio las correspondientes fuerzas a Hortensio. Por lo que hace a él mismo, pasó el día a la vista del público, asistiendo al espectáculo de unos gladiadores que se ejercitaban; pero a la caída de la tarde se bañó y ungió, se restituyó a su cámara, pasó un breve rato con los que tenía convidados a cenar, y levantándose de la mesa, cuando apenas era de noche, habló con grande afabilidad a todos los demás, y les dijo que le aguardaran, aparentando que había de volver; mas a unos cuantos de sus amigos les tenía prevenido que le siguiesen, no todos juntos, sino unos por una parte y otros por otra. Montó, pues, en un carruaje de los de alquiler, tomando al principio otro camino; pero volviendo luego al de Arímino, cuando llegó al río que separa la Galia Cisalpina del resto de la Italia, llamado el Rubicón, como el estar más cerca del riesgo se ofreciese con más viveza a su imaginación lo grande la empresa, cesó de correr, y aun detuvo enteramente la marcha, revolviendo en su ánimo muchas cosas, mudando en silencio de dictamen, ya hacia uno, ya hacia otro extremo, y haciendo en su propósitos continuas variaciones. Mostróse asimismo muy perplejo a los amigos que se hallaban presentes, de cuyo número era Asinio Polión, calculando con ellos los grandes males de que iba a ser, principio el paso de aquel río y cuánta había de ser la memoria él quedara a los que después vendrían. Por fin, con algo de cólera, como si dejándose de discursos se abandonara a lo futuro, y pronunciando aquella expresión común, propia de los que corren suertes dudosas y aventuradas, Tirado está ya el dado, se arrojó a pasar y, continuando con celeridad lo que restaba de camino, llegó a Arímino antes del día y lo ocupó. Dícese que la noche anterior a este paso tuvo un sueño abominable, pues le pareció que se acercaba a su madre con una mezcla que sin horror no puede pronunciarse.

XXXIII.— Después de tomado Arímino, como si a la guerra se le hubieran abierto anchurosas puertas contra toda la tierra y el mar, y corno si las leyes de la república se hubieran conmovido con traspasarse los términos de una provincia, no se veía a hombres y mujeres corno en otras ocasiones discurrir por la Italia, sino alborotadas las ciudades enteras, y que huyendo corrían de unas a otras. La, misma Roma, como inundada de diferentes olas con la fuga y concurso de los pueblos del contorno, ni obedecía fácilmente a los magistrados, ni escuchaba razón alguna en semejante tumulto y borrasca; y estuvo en muy poco que por sí misma no fuese destruida. Porque no había parte alguna que no estuviese agitada de pasiones contrarias y de conmociones violentas, y ni aun la que parecía deber hallarse contenta estaba en reposo, sino que encontrándose, en una ciudad tan grande, con la que estaba temerosa y triste, y vanagloriándose ya de lo venidero, tenían continuos altercados. A Pompeyo, de suyo bastante cuidadoso, cada uno le molestaba por su parte, acusándole unos de que por haber fomentado a César contra sí mismo y contra la república llevaba ahora su merecido, y otros, de que cuando éste condescendía y se prestaba a condiciones equitativas, había permitido a Léntulo que lo maltratase. Favonio le decía que diera una patada en el suelo, aludiendo a que en cierta ocasión, hablando con aire de jactancia en el Senado, se opuso a que se entrara en solicitud y en cuidado sobre preparativos para la guerra, porque cuando el otro se moviese, con dar él una patada en el suelo llenaría de tropas la Italia. Entonces mismo las fuerzas de Pompeyo eran superiores a las de César, sino que nadie le dejaba obrar según su propio dictamen; y sucediéndose las noticias, las mentiras y los terrores, por decirse que ya el enemigo estaba a las puertas y todo lo había sometido, fue arrebatado del impulso común. Decretó, pues, que, se estaba en estado de sedición y abandonó la ciudad, mandando que le siguiera el Senado y que no se quedara nadie de los que a la tiranía prefirieran la patria y la libertad.

XXXIV.— Los cónsules huyeron sin haber hecho siquiera antes de su salida los sacrificios prescritos por la ley, y lo mismo hicieron los más de los senadores, tomando a manera de robo lo que era propio como si fuese ajeno. Hubo algunos que, habiendo sido antes partidarios acérrimos de César, desistieron entonces, en medio de la confusión, de su anterior propósito, y sin motivo fueron arrebatados de la violencia de aquella corriente. Era a la verdad espectáculo triste el de Roma, y en medio de aquella tormenta parecía nave de cuya salud desesperan los pilotos y que es de ellos abandonada para que sea la suerte quien la conduzca. Pues con todo de ser tan lastimosa y miserable esta mudanza, los ciudadanos veían la patria a causa de Pompeyo en aquella turba fugitiva, y en Roma no veían sino el campamento de César; de manera que hasta Labieno, uno de los mayores amigos de César, y que había sido su legado y había combatido denodadamente a su lado en todas las guerras de la Galia, se separó entonces de él y marchó a unirse con Pompeyo, no sin que César le remitiera su equipaje y cuanto le pertenecía. El primer paso de éste fue marchar en busca de Domicio, que con treinta cohortes ocupaba a Corfinio, y puso frente de esta ciudad su campo. Dióse Domicio por perdido, y pidió al médico, que era uno de sus esclavos, le diese un veneno; y tomando el que le propinó, se retiró para morir; pero habiendo oído al cabo de poco que César usaba de gran humanidad con los prisioneros, se lamentaba de sí mismo y condenaba su precipitada determinación. En esto, como el médico le alentase diciéndole que era narcótica y no mortífera la bebida que había tomado, se puso muy contento y levantándose se dirigió a César, y, no obstante que éste le alargó la diestra, volvió a pasarse al partido de Pompeyo. Llegadas a Roma estas noticias dilataban los ánimos, y algunos de los que habían huido se volvieron.

XXXV.— Tomó César el ejército de Domicio, y se anticipó a ir recogiendo por las ciudades todas las demás tropas levantadas para su contrario, con las que, hecho ya fuerte y poderoso, marchó contra el mismo Pompeyo. Mas éste no aguardó su llegada, sino que, huyendo a Brindis, a los cónsules los envió primero con el ejército a Dirraquio, y él de allí a poco se hizo también a la vela al aproximarse César, según que en la Vida de aquel lo manifestamos con mayor individualidad.

Quería César ir al punto en su seguimiento, pero faltábanle las naves, por lo que retrocedió a Roma, hecho dueño de toda la Italia en sesenta días, sin haberse derramado una gota de sangre. Como hubiese encontrado la ciudad más sosegada de lo que esperaba, y que muchos del Senado permanecían en ella, a éstos les dirigió palabras humanas y populares, y los exhortó a que enviasen a Pompeyo personas que tratasen con él de una transacción decorosa; pero no hubo quien se prestara a ello, bien fuese por temor a Pompeyo, a quien habían abandonado, o bien por creer que, no siendo tal la intención de César, sólo usaba del lenguaje que el caso pedía.

Opúsosele el tribuno de la plebe Metelo a que tomara caudales del repuesto de la república, y como alegase a este propósito ciertas leyes, le respondió: «Que uno era el tiempo de las armas, y otro el de las leyes; y si llevas a mal —añadió— lo que yo ejecuto, por ahora quítate de delante, porque la guerra no sufre demasías. Cuando yo haya depuesto las armas en virtud de un convenio, entonces podrás venir a hacer declamaciones; y aun esto lo digo cediendo de mi derecho: porque mío eres tú y todos aquellos sublevados contra mí de quienes me he apoderado». Al mismo tiempo que dirigía estas expresiones a Metelo se encaminaba a las puertas del erario, y no pareciendo las llaves envió a llamar a cerrajeros, a quienes dio orden de que las franquearan; y como Metelo volviese a hacer resistencia, habiendo algunos que lo apoyaban, le amenazó en voz alta que le quitaría la vida si no desistía de incomodarle; «y esto ya sabes ¡oh joven! —añadió— que me cuesta más el decirlo que el hacerlo». Hicieron estas palabras que Metelo se retirara temeroso, y que ya le fuese fácil el allegar y disponer todo lo demás necesario para la guerra.

XXXVI.— Marchó con tropas a España, resuelto a arrojar de allí ante todo a Afranio y Varrón, lugartenientes de Pompeyo, y, a mover, después de haber puesto bajo su obediencia las fuerzas y provincias de aquella parte, contra Pompeyo mismo, no dejando ningunos enemigos a la espalda. Corrió allí grandes peligros en su persona por asechanzas, y en su ejército principalmente, por el hambre; con todo, no se dio reposo, persiguiendo, provocando y circunvalando a los enemigos, hasta hacerse dueño a viva fuerza de sus campamentos y de sus tropas; mas los jefes pudieron huir y marcharon a unirse con Pompeyo.

XXXVII.— Vuelto César a Roma, le exhortaba su suegro Pisón a que enviara mensajeros a Pompeyo para tratar de concierto; pero Isáurico, por saber que complacía en ello a César, contradijo este parecer. Elegido dictador por el Senado, restituyó a los desterrados y rehabilitó en sus honores a los hijos de los que habían padecido por las proscripciones de Sila, y para alivio de carga hizo alguna reducción en las usuras a favor de los deudores. Por este término tomó algunas otras providencias, aunque no muchas; y habiendo abdicado esta especie de monarquía a los once días, se designó cónsul a sí mismo y a Servillo Isáurico, y convirtió su atención al ejército. Marchaba presuroso, por lo que pasó en el camino a las demás tropas; y no teniendo consigo más que seiscientos hombres de a caballo escogidos y cinco legiones en el trópico del invierno, a la entrada del mes de enero, equivalente para los Atenienses al de Posideón, se entregó al mar, y, pasando el Jonio, tomó a Órico y Apolonia, e hizo que los buques volviesen a Brindis para traer los soldados que se habían retrasado en la marcha. Éstos, mientras iban de camino, como ya tuviesen quebrantados sus cuerpos y les pareciese no hallarse con fuerzas para tal multitud de guerras, se desahogaban en quejas contra César: «¿Qué término —decían— pondrá este hombre a nuestros trabajos, trayéndonos y llevándonos como si fuésemos infatigables e insensibles? El hierro mismo se mella con los golpes, y al cabo de tanto tiempo hay que atender a la desmejora del escudo y la coraza. ¿Es posible que de nuestras heridas no colige César que manda a hombres mortales y que el padecer y sufrir tienen qué acabarse? La estación del invierno y los borrascosos tiempos del mar, ni a los dioses es dado violentarlos, y éste nos aguijonea y precipita, no como quien persigue, sino como quien es perseguido de sus enemigos». Esta era la conversación que tenían mientras sosegadamente seguían el camino de Brindis; pero cuando a su llegada se hallaron con que César se había marchado, mudando al punto de estilo empezaron a maldecir de sí mismos, apellidándose traidores de su emperador, y maldecían a sus caudillos por no haber aligerado más el viaje. Subíanse sobre las eminencias que dominaban el mar y el Epiro para ver si descubrían las naves en que habían de pasar a esta región.

XXXVIII.— En Apolonia, no teniendo César por suficientes las fuerzas que consigo llevaba, y retardándose demasiado las que estaban en la otra parte, perplejo e incomodado tomó una resolución violenta, que fue embarcarse, sin dar parte a nadie, en un barquillo de doce remos y dirigirse en él a Brindis estando aquel mar poblado de naves pertenecientes a las escuadras enemigas. De noche, pues, envuelto en las ropas de un esclavo, se metió en el barco, y, tomando lugar como un hombre oscuro, se quedó callado. Por el río Aoo había de bajar la embarcación al mar, y la brisa de la mañana, retirando las olas, suele mantener la bonanza en la desembocadura; pero en aquella noche el viento de mar, que sopló con fuerza, no dio lugar a que aquella reinase. Acrecentado por tanto el río con el flujo del mar, lo hicieron tan peligroso y terrible el ruidoso estruendo y los precipitados remolinos, que, dudando el piloto poder contrastar a la violencia de las aguas, dio orden a los marineros de mudar de rumbo, con ánimo de volver al puerto. Adviértelo César, se descubre, y tomando la mano al piloto que se queda pasmado al verle: «Sigue, buen hombre —le dice— ten buen ánimo; no temas, que llevas contigo a César y su fortuna». Olvídanse los marineros de la tempestad, e impeliendo con fuerza los remos porfían con ahínco por vencer la corriente; mas siendo imposible, y haciendo mucha agua el barco, con lo que se puso en gran peligro su misma persona, tuvo que condescender muy contra su voluntad con el piloto, que al cabo dispuso la vuelta. Al desembarcar sálenle al encuentro en tropel los soldados, quejándose y doliéndoles de que no crea que con ellos solos puede vencer, y de que se afane y ponga en peligro por los ausentes, desconfiando de los que tiene consigo.

XXXIX.— En esto, Antonio salió de Brindis conduciendo las tropas, con lo que alentado ya César provocaba a Pompeyo, establecido en lugar ventajoso y provisto abundantemente por mar y por tierra, mientras que él, habiéndose hallado en estrechez desde el principio, por fin se veía en el mayor conflicto por la absoluta falta hasta de lo preciso; mas con todo, machacando los soldados cierta raíz y mojándola en leche, así iban tirando; y alguna vez, formando panes con ella, corrían a las avanzadas de los enemigos y se los arrojaban dentro de sus trincheras, diciendo que mientras la tierra llevase de aquellas raíces no desistirían de tener sitiado a Pompeyo, el cual no permitía que ni los panes ni estas expresiones llegasen a la muchedumbre por no desalentar a sus soldados, que temían la dureza e insensibilidad de aquellos enemigos como podrían las de una fiera.

Continuamente tenían encuentros y combates parciales ante las trincheras de Pompeyo, y en todos se halló César, a excepción de sólo uno, en el que, introducido en sus tropas un gran desorden, estuvo en inminente riesgo de perder su campamento. Porque habiendo acometido Pompeyo, nadie quedó en su puesto, sino que los fosos se llenaron de muertos y al pie del valladar y de las trincheras perecían a montones. Salió César al encuentro y procuró contener y hacer volver el rostro a los fugitivos, pero no adelantó nada. Echaba mano a las insignias: mas los que las conducían las tiraban al suelo; de manera que los enemigos les tomaron treinta y dos, y él estuvo muy cerca de perecer; porque habiendo querido contener a un soldado alto y robusto de los que huían, que le pasaba al lado, mandándole que se detuviese y volviese contra los enemigos, éste, lleno de turbación en aquel conflicto, levantó la espada para desprenderse por fuerza; pero el escudero de César se le anticipó dividiéndole un hombro. Túvose, pues, por tan perdido, que, cuando Pompeyo, por excesiva prudencia o por fortuna suya, no concluyó aquella grande obra, sino que se retiró, contento con haber perseguido a los enemigos hasta su campamento, al volver a él César dijo a sus amigos: «Hoy la victoria era de los contrarios si hubieran tenido quien supiera vencer». Entró en su tienda, y cerrado en ella, pasó la noche en la mayor aflicción, no sabiendo qué hacerse y culpando su desacierto, pues que, cayendo cerca una región mediterránea y ciudades bien surtidas en la Macedonia y Tesalia, había omitido llevar allá la guerra y se había situado allí a la orilla del mar, cuando los enemigos eran poderosos en él, sitiado más bien por el hambre que sitiando a aquellos con sus armas.

Afligido y angustiado de esta manera por lo triste y apurado de su situación, levantó el campo con ánimo de marchar a la Macedonia contra Escipión, porque o atraería a Pompeyo donde tuviese que pelear sin estar tan provisto por el mar de víveres, o acabaría con Escipión si le dejaba solo.

XL.— Engriéronse con esto el ejército de Pompeyo y sus caudillos para instar sobre que se acometiese a César, como vencido ya y fugitivo; pero el mismo Pompeyo se iba con mucho tiento en arriesgarse a una batalla en que se aventuraba tanto, y, hallándose perfectamente prevenido todo para largo tiempo, se proponía quebrantar y amansar el hervor de los enemigos, que no podía ser duradero; porque los que componían la principal fuerza de César tenían, sí, disciplina y un ardor invencible para los combates; pero para las marchas para acampar, para asaltar murallas y pasar malas noches les faltaba el vigor a causa de la edad, y teniendo ya el cuerpo pesado para las fatigas, la debilidad disminuía el arrojo. Decíase además que en el ejército de César se padecía entonces cierta, enfermedad contagiosa nacida de la mala calidad de los alimentos: siendo lo más esencial todavía que, no estando sobrado en cuanto a fondos ni abundante en provisiones, parecía que dentro de muy breve tiempo había de disolverse por sí mismo.

XLI.— Con Pompeyo, que por estas razones rehusaba dar una batalla, solamente convenía Catón, por el deseo de excusar la sangre de los ciudadanos, pues habiendo visto los enemigos que habían muerto en la batalla anterior, que serían unos mil, se retiró de allí cubriéndose el rostro y derramando lágrimas; todos los demás, en cambio, Insultaban a Pompeyo porque evitaba el combate, y trataban de precipitarle llamándole Agamenón y rey de reyes y dándole a entender que no quería dejar la monarquía, hallándose muy contento con que le acompañaran tantos y tales caudillos y frecuentaran su tienda. Favonio, queriendo contrahacer la virtuosa libertad de Catón, repetía neciamente este dicharacho: «¿Conque no podremos este año saborearnos con los hijos de Tusculano por la monarquía de Pompeyo?». Y Afranio, que hacía poco había llegado de España, donde se portó mal, diciéndose que, sobornado con dinero, había hecho entrega del ejército, le preguntó por qué no combatía con aquel mercader que le había comprado las provincias. Importunado Pompeyo con tales improperios, movió por fin, contra su voluntad, para dar batalla, siguiendo el alcance a César.

Hizo éste con gran dificultad y trabajo todo lo demás de su marcha, pues no sólo no encontraba quien le suministrara provisiones, sino que era despreciado de todos por la derrota que poco antes había sufrido; pero luego que tomó a Gonfos, ciudad de Tesalia, además de tener con qué mantener sobradamente su ejército, le libertó del contagio por un modo bien extraño, y fue que encontraron abundancia de vino, y bebiendo largamente, así en comilonas como en las marchas, con la embriaguez domaron y ahuyentaron la enfermedad, mudando la disposición de los cuerpos.

XLII.— Luego que llegaron ambos a Farsalia y se acamparon a corta distancia, Pompeyo volvió a adoptar su antiguo propósito, y más que tuvo apariciones infaustas y una visión entre sueños, pareciéndole en ésta que se veía en el teatro, aplaudido por los Romanos; pero los que tenía consigo estaban tan confiados y habían concebido tales esperanzas del vencimiento, que sobre el pontificado máximo de César llegaron a altercar Domicio, Espínter y Escipión, disputando entre sí, y muchos enviaron a Roma personas que alquilaran y se anticiparan a tomar las casas proporcionadas para cónsules y pretores, dando por supuesto que al instante obtendrían estas dignidades acabada la guerra. De todos, los que más instaban por la batalla eran los de caballería, llenos de vanidad con la belleza de sus armas, con sus bien mantenidos caballos, con la gallardía de sus personas y aun con la superioridad del número, pues eran siete mil hombres, contra mil que tenía César. En la infantería tampoco había igualdad, porque cuarenta y cinco mil habían de entrar en lid contra veintidós mil.

XLIII.— Reunió César sus soldados, y diciéndoles que dos legiones que le traía Cornificio estaban ya cerca y otras quince cohortes se hallaban acuarteladas con Caleno en Mégara y Atenas, les preguntó si querían aguardar a aquellos o correr solos el riesgo de la batalla; y ellos clamaron que nada de esperar, y más bien le pedían hiciera de modo que cuanto antes vinieran a las manos con los enemigos. Al hacer la purificación del ejército y sacrificar la primera víctima, exclamó al punto el adivino que al tercer día se decidiría en batalla la contienda con sus enemigos. Preguntándole César si acerca el resultado veía alguna buena señal de las víctimas: «Tú —le dijo— podrás responderte mejor por ti mismo, porque los dioses significan una gran mudanza y trastorno del estado actual en el contrario; por tanto, si a ti te parece que ahora te va bien, debes esperar peor fortuna, y mejor si entiendes que te va mal». A la media noche de la que precedió a la batalla, cuando recorría las guardias, se vio una antorcha de fuego celeste que, siendo brillante y luminosa mientras estuvo sobre el campo de César, cayó al parecer en el de Pompeyo, y a la hora de la vigilia matutina percibieron que se había suscitado un terror pánico entre los enemigos. Con todo, él no esperó que se diese en aquel día la batalla, y así, levantó el campo como para encaminarse a Escotusa.

XLIV.— Cuando ya se habían recogido las tiendas vinieron los escuchas, anunciándole que los enemigos bajaban dispuestos para batalla, con lo que se alegró sobremanera, y haciendo súplicas a los dioses, ordenó su ejército en tres divisiones. El mando del centro lo dio a Domicio Calvino; y de las alas tuvo una Antonio y él mismo la derecha, habiendo de pelear en la legión décima; y como viese que contra ésta estaba formada la caballería enemiga, temiendo su brillantez y su número, mandó que de lo último de su batalla vinieran sin ser vistas seis cohortes adonde él estaba y los colocó detrás del ala derecha, instruyéndolas de lo que debían hacer cuando la caballería enemiga acometiese. Pompeyo tomó para sí el ala derecha, la izquierda la dio a Domicio y el centro lo mandó su suegro Escipión. Toda la caballería amenazaba desde el ala izquierda con intención de envolver la derecha de los enemigos y causar el mayor desorden donde se hallaba el mismo general porque les parecía que fondo ninguno de infantería podría bastar a resistirles, sino que todo lo quebrantarían y romperían en las filas enemigas cargando de una vez con tan grande número de caballos. Mas al tiempo de hacer ambos la señal de la acometida, Pompeyo dio orden a su infantería de que estuviera quieta y a pie firme esperara el ímpetu de los enemigos hasta que se hallaran a tiro de dardo; en lo que dice César cometió un gran yerro no haciéndose cargo de que la acometida con carrera se hace en el principio temible, porque da fuerza a los golpes y enciende la ira con el concurso de todos. Por su parte, cuando iba a mover sus tropas y con este objeto las recorría, vio entre los primeros a un centurión de los más fieles que tenía, y muy experimentado en las cosas de la guerra, que estaba alentando a los que mandaba y exhortándolos a portarse con valor. Saludóle por su nombre: «¿Y qué podemos esperar —le dijo—, Gayo Crasinao? ¿Cómo estamos de confianza?». Y Crasinao, alargando la diestra y levantando la voz: «Venceremos gloriosamente ¡oh César! —le respondió—, porque hoy, o vivo o muerto me has de dar elogios». Y al decir estas palabras acometió el primero a carrera a los enemigos, llevándose tras sí a los suyos, que eran ciento veinte hombres. Rompe por entre los primeros, y penetrando con violencia y con mortandad bastante adelante, es traspasado con una espada, que, hiriéndole en la boca, pasó la punta hasta salir por colodrillo.

XLV.— Cuando de este modo chocaban y combatían en el centro los infantes, movió arrebatadamente del ala izquierda la caballería de Pompeyo, alargando su formación para envolver la derecha de los enemigos; pero antes de que llegue salen las cohortes de César y no usan, según costumbre, de las armas arrojadizas, ni hieren de cerca a los enemigos en los muslos y en las piernas, sino que asestan sus golpes a la cara y en ella los ofenden, amaestrados por César para que así lo ejecutasen, por esperar que unos hombres que no estaban hechos a guerras ni a heridas, jóvenes, por otra parte, y preciados de su hermosura y belleza, evitarían sobre todo esta clase de heridas, no tolerando el peligro en el momento presente, y temiendo la vergüenza que hablan de pasar después, como efectivamente sucedió, pues no pudieron sufrir las lanzas dirigidas al rostro, ni tuvieron valor para ver el hierro delante de los ojos, sino que o volvieron o se taparon la cara para ponerla fuera de riesgo. Finalmente, asustados por este medio, dieron a huir, echándolo todo a perder vergonzosamente, porque los que vencieron a éstos envolvieron a la infantería y la destrozaron cayendo por la espalda. Pompeyo, cuando desde la otra ala vio que los de caballería se habían desbandado entregándose a la fuga, ya no fue el mismo hombre, ni se acordó de que se llamaba Pompeyo Magno, sino que semejante a aquel a quien Dios priva de juicio, o que queda aturdido con una calamidad enviada por la ira divina, enmudeció y marchó paso a paso a su tienda, donde, sentado, daba tiempo a lo que sucediera; hasta que, puestos todos en fuga, acometieron los enemigos al campamento, peleando contra los que habían quedado en él de guardia. Entonces, como si recobrara la razón, sin pronunciar, según dicen, más palabras que éstas: ¿Conque hasta el campamento?, se despojó de las ropas propias de general, mudándolas por las que a un fugitivo convenían, y salió de allí. Qué suerte fue la que tuvo después, y cómo habiéndose entregado a unos egipcios recibió la muerte, lo declaramos en lo que acerca de su vida hemos escrito antes.

XLVI.— Luego que César, entrando en el campamento de Pompeyo, vio los cadáveres allí tendidos de los enemigos, a los que todavía se daba muerte, prorrumpió sollozando en estas expresiones: «Esto es lo que han querido, y a este estrecho me han traído, pues si yo, Gayo César, después de haber terminado gloriosamente las mayores guerras, hubiera licenciado el ejército, sin duda me habrían condenado». Asinio Polión dice que César pronunció estas palabras en latín en aquella ocasión, y que él las puso en griego, añadiendo que de los que murieron en la toma del campamento los más fueron esclavos, y que soldados no murieron sobre seis mil. De los infantes que fueron hechos prisioneros, César incorporó en las legiones la mayor parte, y a muchos de los más principales les dio seguridad, de cuyo número fue Bruto, el que después concurrió a su muerte, acerca del cual se dice que mientras no parecía estuvo lleno de cuidado, y que cuando después apareció salvo se alegró extraordinariamente.

XLVII.— Muchos prodigios anunciaron aquella victoria; pero el más insigne fue el sucedido en Trales. Había en el templo de la Victoria una estatua de César, y todo aquel terreno, además de ser muy compacto por naturaleza, estaba enlosado con una piedra dura, y se dice que nació una palma por entre la base de la estatua. En Padua, Gayo Cornelio, varón muy acreditado en la adivinación, conciudadano y conocido del historiador Tito Livio, casualmente aquel día estaba ejercitado en su arte augural, y en primer lugar supo, según refiere Livio, el momento de la batalla, y dijo a los que se hallaban presentes: «Ahora se agita la gran cuestión y los ejércitos vienen a las manos». Después, pasando a la inspección y observación de las señales, se levantó, gritando con entusiasmo: «Venciste, César»: y como los circunstantes se quedasen pasmados, quitándose la corona de la cabeza, dijo con juramento que no volvería a ponérsela hasta que el hecho diese crédito a su arte. Livio confirma la relación de estos sucesos.

XLVIII.— César, habiendo dado libertad a la nación de los Tésalos en gracia de la victoria, persiguió a Pompeyo, y llegado al Asia dio también la libertad a los de Cnido en honor de Teopompo, el que recopiló las fábulas; y a todos los habitantes del Asia les perdonó la tercia parte de los tributos. Habiendo arribado a Alejandría, muerto ya Pompeyo, abominó la vista de Teodoto, que le presentó la cabeza de su rival, y al recibir el sello de éste no pudo contener las lágrimas. De los amigos y, confidente de aquel, a cuantos andaban errantes o habían sido hechos prisioneros por el rey les hizo beneficios y procuró ganarlos. Así es que, escribiendo a Roma a sus propios amigos, les decía que el fruto más grato más señalado que había cogido de su victoria era el salvar a algunos de aquellos ciudadanos que siempre le hablan sido contrarios.

Acerca de la guerra que allí tuvo que sostener, algunos la gradúan no solamente de no necesaria, sino, además, de ignominiosa y arriesgada por sólo los amores de Cleopatra; pero otros culpan a las gentes del rey, y principalmente al eunuco Potino, que, gozando del mayor poder, había dado muerte poco antes a Pompeyo, había hecho alejar a Cleopatra y con mucha reserva estaba armando asechanzas a César, a lo que se atribuye el que éste hubiese empezado a pasar las noches en francachelas para atender a la custodia de su persona. Por otra parte, Potino bien a las claras decía y hacía cosas en odio de César que no podían tolerarse; porque haciendo dar a los soldados provisiones malas y añejas, decía que sufrieran y aguantaran, pues que comían de ajeno, y para los convites no ponía sino utensilios y vajilla de madera y de tierra, porque los de oro y plata estaban —decía— en poder de César por un crédito. Porque es de saber que el padre del rey actual había sido deudor de César por diecisiete millones quinientas mil dracmas, de las que había perdonado César a sus hijos siete millones quinientas mil, pero pedía los diez millones restantes para mantener el ejército. Decíale Potino que se marchara y atendiera a sus grandes negocios, que ya le restituiría el dinero con acción de gracias; pero César le respondió que no le hacían falta los consejos de los Egipcios, y reservadamente hizo venir a Cleopatra.

XLIX.— Tomó ésta de entre sus amigos para que la acompañase al siciliano Apolodoro, y embarcándose en una lanchilla se acercó al palacio al mismo oscurecer; mas como dudasen mucho de que pudiera entrar oculta de otra manera, tendieron en el suelo un colchón, y, echada y envuelta en él, Apolodoro lo ató con un cordel, y así la entró por las puertas hasta la habitación de, César; dícese que ésta fue la primera añagaza con que le cautivó Cleopatra, y que, vencido de su trato y de sus gracias, la reconcilió con el hermano, negociando que reinaran juntos. Después ocurrió que, asistiendo todos a un festín, dado con motivo de esta reconciliación, un esclavo de César que le hacía la barba, hombre el más tímido y medroso de los mortales, mientras lo examina todo, escucha y curiosea, llega a percibir que se habían puesto asechanzas a César por el general Aquilas y el eunuco Potino. Averiguólo César, por lo que puso guardias en su habitación y dio muerte a Potino; pero Aquilas huyó al ejército. El primer peligro que corrió en esta guerra fue la falta de agua, porque los enemigos tapiaron los acueductos. Interceptáronle después la escuadra, y se vio precisado a superar este peligro por medio de un incendio, el que de las naves se propagó a la célebre biblioteca y la consumió. Fue el tercero que, habiéndose trabado batalla junto a Faro, saltó desde el muelle a una lancha, con el objeto de socorrer a los que peleaban; pero acosándole por muchas partes a un tiempo los Egiptos, tuvo que arrojarse al mar, y con gran dificultad y trabajo pudo salir a salvo. Dícese que, teniendo en esta ocasión en la mano varios cuadernos, como no quisiese soltarlos aunque se sumergía, con una mano sostenía los cuadernos sobre el agua y con la otra nadaba, y que la lancha al punto se hundió. Finalmente, habiéndose el rey incorporado con los enemigos, marchó contra él, y trabando batalla le venció, siendo muchos los muertos y no habiéndose sabido qué fue del rey. Dejó con esto por reina de Egipto a Cleopatra, que de allí a poco dio a luz un hijo, al cual los de Alejandría dieron el nombre de Cesarión, y marchó a la Siria.

L.— Trasladado desde allí al Asia, supo que Domicio, vencido por Farnaces, hijo de Mitridates, había huido del Ponto con muy poca gente, y que Farnaces, sacando el mayor partido de la victoria, y teniendo ya bajo su mando la Bitinia y la Capadocia, se encaminaba a la Armenia llamada Menor, poniendo en insurrección a todos los reyes y tetrarcas de aquella parte. Marchó, pues, sin dilación contra él con tres legiones; y viniendo a una reñida batalla junto a la ciudad de Cela, arrojó a Farnaces del Ponto en precipitada fuga, destrozó enteramente su ejército, y dando parte a Roma de la prontitud y celeridad de esta batalla, lo ejecutó en carta que escribió a Amincio, uno de sus amigos, con estas tres solas palabras: Vine, vi, vencí; las cuales, teniendo en latín una terminación muy parecida, son de una graciosa concisión.

LI.— Regresó en seguida a la Italia, subió a Roma cuando ya estaba cerca de su término el año para que se le había nombrado segunda vez dictador, siendo así que antes nunca esta magistratura había sido anual. Designósele cónsul para el siguiente, y se murmuró mucho de él, porque habiéndose sublevado los soldados hasta el extremo de dar muerte a los generales Cosconio y Galba, aunque los reprendió, llegando a llamarles ciudadanos y no militares, les repartió, sin embargo, mil dracmas a cada uno y les adjudicó por suertes una gran porción de terreno en la Italia. Poníanse además a su cuenta los furores de Dolabela, la avaricia de Amincio, las borracheras de Antonio y la insolencia de Cornificio en hacerse adjudicar la casa de Pompeyo, y darle después más extensión, como que no cabía en ella; porque todas estas cosas disgustaban mucho a los Romanos; mas por sus miras respecto al gobierno, aunque no las ignoraba César ni eran de su aprobación, se vela precisado a valerse de tales instrumentos.

LII.— Catón y Escipión, después de la batalla de Farsalia, se refugiaron en África; y como reuniesen allí fuerzas de alguna consideración y tuviesen el auxilio del rey Juba, determinó César marchar contra ellos. Pasó, pues, en el solsticio de invierno a la Sicilia, y para quitar a los caudillos que consigo tenía toda esperanza de descanso y detención puso su tienda en el mismo batidero de las olas, y embarcándose apenas hubo viento dio la vela, con tres mil infantes y muy pocos caballos. Desembarcados éstos, sin que lo entendieran, volvió a hacerse al mar por el cuidado de las restantes fuerzas, y encontrándose ya con ellas en la mar, los condujo a todos al campamento. Llegó allí a entender que los enemigos estaban confiados en cierto oráculo antiguo, según el cual se tenía por propio del linaje de los Escipiones vencer siempre en el África; y es difícil decir si en lo que ejecutó se propuso usar de cierta burla contra Escipión, que mandaba el ejército enemigo, o si con conocimiento y de intento quiso hacerse propio el agüero; porque tenía consigo a un ciudadano por otra parte oscuro y de poca cuenta, pero que era de la familia de los Africanos, y se llamaba Escipión Salución. A éste, pues, le daba el primer lugar en los encuentros, como a general del ejército, precisándole a entrar muchas veces en lid con los enemigos y a provocarlos a batalla, porque no tenía pan que dar a su gente, ni había pasto para las bestias, sino que se veían precisados a mantener los caballos con ova marina despojada de la sal y mezclada con un poco de grama como un condimento, a causa de que los Númidas, mostrándose a menudo y en gran número por todas partes, eran dueños del país. Sucedió en una ocasión que se hallaban distraídos los soldados de caballería de César a causa de que se les había presentado un Africano que ejecutaba cierto baile y tañía prodigiosamente la flauta, y ellos se estaban allí divertidos, entregando los caballos a los muchachos; y acometiendo repentinamente los enemigos, matan a los unos, y con los otros, que dieron precipitadamente a huir, llegan hasta el campamento; y a no haber sido porque a un tiempo César y Asinio Polión acudieron en su auxilio y contuvieron la fuga, en aquel punto hubiera acabado la guerra. En otra batalla, que se trabó, y en la que llevaban los enemigos lo mejor, se dice que César, a un portaestandarte que huía lo agarró del cuello, y le hizo volver cara, diciéndole: Ahí están los enemigos.

LIII.— Con estos felices preludios se alentó Escipión para querer dar batalla, y dejando a una parte a Afranio y a otra a Juba acampados a corta distancia, sobre un lago levantó fortificaciones para su campamento junto a la ciudad de Tapso, a fin de que en caso de una batalla les sirviera a todos de apoyo y refugio. Mientras él, atendía a estos trabajos, César, pasando con indecible celeridad por lugares cubiertos de maleza, y que apenas permitían pisarse, de éstos sorprendió y envolvió a unos, y a otros los acometió de frente; y habiéndolos destrozado a todos, aprovechó el momento y la corriente de su próspera fortuna, llevado de la cual toma de un golpe el campamento de Afranio y de otro saquea el de los Númidas por haber dado a huir Juba; y habiéndose hecho dueño de tres campamentos, y dado muerte a cincuenta mil enemigos en una partecita muy pequeña de un solo día, él no tuvo más pérdida que la de cincuenta hombres. Algunos refieren de esta manera lo ocurrido en aquella batalla, pero otros dicen que César no se encontró en la acción, porque al ordenar y formar las tropas se sintió amagado de su enfermedad habitual; y que habiéndolo conocido desde luego, antes de llegar al estado de perturbación y de perder el sentido, aunque ya con alguna convulsión, se hizo llevar a un castillo de los que estaban inmediatos, y en aquel retiró pasó su mal. De los varones consulares y pretorios que huyeron después de la batalla, unos se quitaron a sí mismos la vida al ir a caer en manos de los enemigos, y a otros, en bastante número, les hizo dar muerte César luego que fueron aprehendidos.

LIV.— Como tuviese vivo deseo de alcanzar y aprehender vivo a Catón, se apresuró a llegar a Utica, porque a causa de hallarse de guarnición en aquella ciudad no tuvo parte en la batalla; mas habiendo sabido que Catón se había dado muerte, lo que no pudo dudarse es que se manifestó ofendido; pero cuál fue la causa todavía se Ignora. Ello es que prorrumpió en esta expresión: «No quisiera ¡oh Catón! que tuvieras la gloria de esa muerte, como tú no has querido que yo tenga la de salvarte la vida». El discurso que después de estos hechos y después de la muerte de Catón escribió contra él no da pruebas de que le mirase con compasión o de que no le fuera enemigo: porque ¿cómo habría perdonado vivo a aquel contra quien cuando ya no lo sentía vomitó tanta cólera? Con todo, de la indulgencia con que trató a Cicerón, al mismo Bruto y a otros infinitos de los vencidos quieren colegir que aquel discurso no se formó por enemistad, sino por cierta contienda política con la ocasión siguiente. Escribió Cicerón el elogio de Catón, y dio el título de Catón a este opúsculo, que no era extraño fuese solicitado de muchos, como escrito por el más elocuente de los oradores, sobre el asunto más grande y más digno. Esto mortificó a César, que reputaba por acusación propia la alabanza de un varón que se había dado muerte por su causa. Escribió, pues, otro discurso, en el que reunió contra Catón muchas causas y motivos, y al que intituló Anticatón. De estos discursos, uno y otro tienen, por César y por Catón, muchos que los buscan y leen con ansia.

LV.— Luego que volvió del África a Roma, lo primero que hizo fue dar grande importancia ante el pueblo al hecho de haber sojuzgado una región tan extensa, que contribuía cada año en beneficio del público con doscientas mil fanegas o medimnos áticos de trigo y ciento veinte mil arrobas de aceite. Después celebró sus triunfos, el Egipciaco, el Póntico y el Africano, concedido, no por Escipión, sino por el rey Juba. Entonces Juba, el hijo de éste, fue llevado en triunfo, siendo todavía niño, y consecuencia de esto le cupo la más feliz cautividad; pues que habiendo salido de entre los Númidas bárbaros, llegó a ser contado entre los más instruidos de los historiadores griegos.

Enseguida de los triunfos hizo grandes donativos a los soldados, y captó la benevolencia del pueblo con banquetes y espectáculos, dando de comer a todos en veintidós mil mesas; y por lo que hace a espectáculos, los dio de gladiadores y de combates navales en honor de su hija Julia, que había muerto mucho antes. Después de los espectáculos se hizo el censo o recuento de los ciudadanos, y en lugar de los trescientos veinte mil de los censos anteriores, sólo resultaron entre todos ciento cincuenta mil: ¡tan grandes males trajo la sedición y tanta parte destruyó del pueblo!, sin que pongamos en cuenta las calamidades que afligieron al resto de la Italia y a las provincias.

LVI.— Terminadas que fueron estas cosas, designado cuarta vez cónsul, marchó a España contra los hijos de Pompeyo, jóvenes todavía, pero que habían reunido un numeroso ejército y mostraban en su valor ser dignos de mandarlo; tanto, que pusieron a César en el último peligro. La batalla, que fue terrible, se dio junto a la ciudad de Munda, y en ella, viendo César batidos a sus soldados y que resistían débilmente, corrió por entre las filas de los de todas armas, gritándoles que si habían perdido toda vergüenza lo cogiesen y lo entregasen a aquellos mozuelos. Por este medio consiguió, no sin grande dificultad, que rechazaran con el mayor denuedo a los enemigos, a los que les mató más de treinta mil hombres, habiendo perdido por su parte mil de los más esforzados. Al retirarse ya de la batalla dijo a sus amigos que muchas veces había peleado por la victoria, y entonces, por primera vez, por la vida. Ganó César esta batalla el día de la fiesta de las Bacanales, diciéndose que en igual día había salido Pompeyo Magno para la guerra, y el tiempo que había mediado era el de cuatro años. De los hijos de Pompeyo, el más joven huyó, y del mayor le trajo Didio la cabeza de allí a pocos días.

Esta fue la última guerra que hizo César, y el triunfo que por ella celebró afligió de todo punto a los Romanos, pues que no por haber domado a caudillos extranjeros o reyes bárbaros, sino por haber acabado enteramente con los hijos y la familia del mejor de los Romanos, oprimido de la fortuna, ostentaba aquella pompa; y no parecía bien que así insultase a las calamidades de la patria, complaciéndose en hechos cuya única defensa ante los dioses y los hombres podía ser el haberse ejecutado por necesidad; así es que antes ni había enviado mensajeros ni escrito de oficio por victoria alcanzada en las guerras civiles, como si de vergüenza rehusase la gloria de tales vencimientos.

LVII.— Con todo, cediendo ya a la fortuna de este hombre y recibiendo el freno, como tuviesen el mando de uno solo por alivio y descanso de los males de la guerra civil, le declararon dictador por toda su vida, lo que era una no encubierta tiranía, pues que a lo suelto y libre del mando de uno solo se juntaba la perpetuidad. Cicerón, en el Senado, hizo la primera propuesta acerca de los honores que se le dispensarían, y éstos eran tales que no excedían la condición humana; pero añadiendo los demás exceso sobre exceso, por querer competir unos con otros, hicieron que el objeto de tales honores se hiciera odioso e intolerable, aun a los más sufridos, por la extrañeza y vanidad de los honores decretados; en la cual contienda no anduvieron más escasos que los aduladores de César los que le aborrecían, para tener después más pretextos contra él y a fin de que pareciese que por mayores cargos se movían a perseguirle; sin embargo de que en lo demás, después de haber puesto fin a las guerras civiles, se mostró irreprensible; y así parece que no fue sin razón el haber decretado en su honor el templo de la Clemencia, como prueba de gratitud por su bondad. Porque perdonó a muchos de los que habían hecho la guerra contra él, y aun a algunos les concedió honores y magistraturas, como a Bruto y Casio, que ambos eran pretores; ni miró con indiferencia el que las imágenes de Pompeyo yaciesen derrocadas por el suelo, sino que las levantó; sobre lo cual dijo Cicerón que César, volviendo a colocar las estatuas de Pompeyo, había asegurado las suyas. Instábanle los amigos para que tuviera una guardia y algunos se ofrecían a ser de ella; pero jamás convino en tal pensamiento, diciendo que más vale morir una vez que estarlo temiendo siempre. Para adelantar en benevolencia, que en su concepto era la mejor y más segura guardia, volvió entonces a querer ganar al pueblo con banquetes y distribución de granos, y a los soldados con establecimientos de colonias, de las cuales fueron las más señaladas Cartago y Corinto, habiendo hecho la casualidad que en cuanto a estas dos ciudades coincidiesen el tiempo de su ruina y el de su restauración.

LVIII.— De los ciudadanos más principales, a unos les ofreció consulados y preturas para lo venidero, a otros los acalló con algunos otros honores y dignidades, y a todos les hizo concebir esperanzas para hacerles creer que si les mandaba era porque así lo querían: en términos que, habiendo muerto el cónsul Máximo, para un solo día que restaba del año hizo nombrar cónsul a Caninio Rebilio, y como muchos fuesen a darle el parabién y acompañarle: «Apresurémonos —dijo Cicerón— a hacer estos cumplidos antes que se nos anticipe a salir del consulado».

Sus continuadas victorias no fueron parte para que su grandeza de ánimo y su ambición se contentaran con disfrutar de lo ya alcanzado, sino que, siendo un incentivo y aliciente para lo futuro, produjeron designios de mayores empresas y el amor de una gloria nueva, como que ya se había saciado de la presente; así, su pasión no era entonces otra cosa que una emulación consigo mismo, como pudiera ser con otro, y una contienda de sus hazañas futuras con las anteriormente ejecutadas. Meditaba, pues, y preparaba hacer la guerra a los Partos, y vencidos éstos por la Hircania, rodeando el mar Caspio y el Cáucaso, pasar al Ponto, invadir la Escitia y, recorriendo luego las regiones vecinas a la Germania y la Germania misma, por las Galias volver a Italia y cerrar este círculo de la dominación romana con el Océano, que por todas partes la circunscribe. En medio de estos proyectos de guerra, intentaba cortar el istmo de Corinto, y además de esto tomar debajo de la ciudad el Aniene y el Tíber y llevarlos, por un canal profundo que doblase un poco hacia Circeos, al mar de Terracina, proporcionando de este modo corto y seguro viaje a los que hacían el comercio con Roma. Entraba también en sus planes: primero, dar salida a las lagunas de Pomecio y Secio, dejando tierras cultivables para muchos millares de hombres; segundo, correr diques con estacadas sobre el mar próximo a Roma, y, limpiando los bancos y escollos de la ribera de Ostia, hacer puertos y dársenas proporcionadas para tan activa navegación.

LIX.— La disposición del calendario y la rectificación de la desigualdad causada por el tiempo, examinadas y llevadas a cabo por él a la luz de una exacta filosofía, hicieron su uso muy recomendable, pues que los Romanos, desde tiempos antiguos, no sólo traían perturbados los períodos de los meses en cada un año, de manera que las fiestas y los sacrificios, alteradas las épocas poco a poco, venían ya a caer en las estaciones opuestas, sino que para el mismo año solar los más no tenían cuenta alguna, y los sacerdotes, que eran los únicos que la entendían, de repente, y sin que nadie tuviera de ello conocimiento, entremetían el mes intercalar, al que llamaban mercedonio, introducido primero por el rey Numa para ser un pequeño y no cierto remedio del error padecido en la ordenación de los tiempos, según que en la vida de aquel rey lo dejamos escrito. Mas César, habiendo propuesto este problema a los mejores filósofos y matemáticos por los métodos que ya entonces estaban admitidos, halló una corrección propia y más exacta, en virtud de la cual los Romanos parece que son los que menos yerran acerca de esta anomalía del tiempo; y, sin embargo, aun esto dio ocasión de queja a los que censuraban y sufrían mal su poder, pues se cuenta que diciendo uno: «Mañana sale la Lira», le respondió Cicerón: «Sí, según el edicto»: como que aun esto lo admitían por fuerza.

LX.— El odio más manifiesto y más mortal contra él lo produjo su deseo de reinar: primera causa para los más, y pretexto muy decoroso para los que ya de antiguo le tenían entre ojos. Los que andaban empeñados en negociarle la regia dignidad habían esparcido al intento la voz de que, según los Libros Sibilinos, la región de los Partos se sujetaría a los Romanos si éstos les hacían la guerra mandados por un rey, mientras que de otro modo no había que intentarlo; y bajando César de Alba a Roma dieron el paso atrevido de llamarle rey. Mostróse incomodado el pueblo, y él, afectando disgusto, dijo que no se llamaba rey, sino César; y como con este motivo todo el mundo guardase silencio, pasó, nada contento, ni con el mejor semblante. Habiéndosele decretado en el Senado nuevos y excesivos honores, sucedió que se hallaba sentado en los Rostros, que era el lugar donde se daba audiencia, y dirigiéndose a él los cónsules y los pretores, a los que siguió todo el Senado, no se levantó, sino que, como quien da audiencia a los particulares, les respondió que los honores que le estaban concedidos más necesitaban de reducción que de aumento. Este suceso no solamente desagradó al Senado, sino también al pueblo, que en el Senado miraba despreciada la república; así es que se marcharon altamente irritados todos los que no tenían necesidad de permanecer; de manera que César, reflexionando sobre ello, se retiró al punto a casa, y dijo en voz alta a los amigos, retirando la ropa del cuello, que estaba preparado a ofrecerlo al que quisiera presentarse. Después se excusó de lo pasado con su enfermedad, diciendo que el sentido de los que la padecían no puede estar en su asiento cuando les es preciso hablar de pie a la muchedumbre, sino que fácilmente se conmueve y altera, padeciendo vértigos, y estando expuestos a quedarse privados; pero esto no fue así, sino que, queriendo César levantarse ante el Senado, se refiere haber sido detenido por Cornelio Balbo, uno de sus amigos, o, por mejor decir, de sus aduladores, quien le dijo: «¿No te acordarás que eres César? ¿Ni dejarás que te respeten como corresponde a quien vale más que ellos?».

LXI.— Agregóse a estos incidentes el insulto hecho a los tribunos de la plebe. Celebrábase la fiesta de las Lupercales, acerca de la cual dicen muchos que en lo antiguo era fiesta pastoril, bastante parecida a otra también Lupercal de la Arcadia. Muchos de los jóvenes patricios, y de los que ejercen magistraturas, corren a una por la ciudad, desnudos, hiriendo por juego con correas no adobadas a los que encuentran. Pónenseles delante de intento muchas mujeres de los primeros ciudadanos, y como en una escuela presentan las palmas de las manos a sus golpes, por estar persuadidas de que esto aprovecha a las que están encinta para tener buen parto, y a las que no tienen hijos para hacerse embarazadas. Era César espectador de estos regocijos, sentado en la tribuna en silla de oro y adornado con ropas triunfales, y como a Antonio, por hallarse de cónsul, le tocase ser uno de los que ejecutaban la carrera sagrada, cuando llegó a la plaza y la muchedumbre le abrió calle, llevando dispuesta una diadema enredada en una corona de laurel, la alargó a César, a lo que se siguió el aplauso de muy pocos, que se conoció estaban preparados; mas cuando César la apartó de sí, aplaudió todo el pueblo. Vuelve a presentarla: aplauden pocos; la repele: otra vez todos. Desaprobada así esta tentativa, levántase César, y manda que aquella corona la lleven al Capitolio. Viéronse de allí a poco sus estatuas ceñidas con diademas reales, y dos de los tribunos de la plebe, Flavio y Marulo, acudieron y las despojaron; e inquiriendo y averiguando quiénes eran los primeros que habían saludado a César con el título de rey, los llevaron a la cárcel. Seguíalos el pueblo dándoles aplausos y les apellidaba otros Brutos, aludiendo a haber sido Junio Bruto el que, rompiendo la sucesión de los reyes y aboliendo la monarquía, trasladó el supremo poder al Senado y al pueblo. Ofendido César de esta conducta, privó de la magistratura a Flavio y a Marulo, y haciéndoles cargo de ella, para insultar de paso al pueblo, los trató muchas veces de Brutos y Cumanos.

LXII.— En este estado, vuelven los más los ojos hacía Marco Bruto, que por parte de padre parecía ser de aquel linaje, y por parte de madre, del de los Servilios, casa también muy principal, y que era al mismo tiempo yerno y sobrino de Catón. Para que él por sí mismo intentara la destrucción de la nueva monarquía debían retardarle los honores y beneficios recibidos de César, pues no sólo consiguió salvarse después de la fuga de Pompeyo y con sus ruegos alcanzó el perdón de muchos de los de aquel partido, sino que gozaba cerca de él de la mayor confianza. De su mano había recibido la primera de las preturas e iba a ser cónsul al cuarto año, siendo preferido a Casio, que compitió con él; porque se refiere haber dicho César que Casio alegaba más justicia, pero él no dejaría en blanco a Bruto. Así, en una ocasión, habiéndole denunciado algunos a Bruto, cuando ya la conjuración estaba formada, no hizo caso, sino que, pasándose la mano por el cuerpo, dijo a los denunciadores: «Bruto aguarda este cuerpo»; dando a entender que, aunque por su virtud lo creía digno de mandar, no temía que por el mando se hiciera ingrato y malo. Mas los que aspiraban a la mudanza, aunque desde luego pusieron la vista en Bruto, o solo o el primero, no se atrevían a proponérsela, sino que por la noche llenaban el tribunal y la silla curul, en que como pretor daba audiencia, de billetes, que por lo común se reducían a esto: «¿Duermes, Bruto? Tú no eres Bruto». Como Casio percibiese que con ellos poco a poco se iba inflamando su ambición, le visitaba con más frecuencia que antes y le estimulaba también por las causas particulares de odio que tenía contra César, que eran las que en la vida de Bruto tenemos manifestadas. A su vez, César tenía sospechas de Casio, tanto, que en una ocasión dijo a sus amigos: «¿Qué os parece que trae Casio entre manos? Porque a mí no me agrada mucho al verle tan pálido». Y se cuenta que otra vez, habiéndosele hecho delación contra Antonio y Dolabela sobre que intentaban novedades, respondió: «No tengo ningún miedo a estos gordos y de mucho cabello, sino a aquellos pálidos y flacos»; diciéndolo por Casio y por Bruto.

LXIII.— A lo que parece, no fue tan inesperado como precavido el hado de César, porque se dice haber precedido maravillosas señales y prodigios. Por lo que hace a los resplandores y fuegos del cielo, a las imágenes nocturnas que por muchas partes discurrían y a las aves solitarias que volaban por la plaza, quizá no merecen mentarse como indicios de tan gran suceso. Estrabón el filósofo refiere haberse visto correr por el aire muchos hombres de fuego, y que el esclavo de un soldado arrojó de la mano mucha llama, de modo que los que le veían juzgaban se estaba abrasando, y cuando cesó la llama se halló que no tenía ni la menor lesión. Habiendo César hecho un sacrificio, se desapareció el corazón de la víctima, cosa que se tuvo a terrible agüero, porque por naturaleza ningún animal puede existir sin corazón. Todavía hay muchos de quienes se puede oír que un agorero le anunció aguardarle un gran peligro en el día del mes de marzo que los Romanos llamaban los Idus. Llegó el día, y yendo César al Senado saludó al agorero y como por burla le dijo. «Ya han llegado los Idus de marzo; a lo que contestó con gran reposo: “Han llegado, sí, pero no han pasado». El día antes lo tuvo a cenar Marco Lépido, y estando escribiendo unas cartas, como lo tenía de costumbre, recayó la conversación sobre cuál era la mejor muerte, y César, anticipándose a todos, dijo: «La no esperada». Acostado después con su mujer, según solía, repentinamente se abrieron todas las puertas y ventanas de su cuarto, y turbado con el ruido y la luz, porque hacía luna clara, observó que Calpurnia dormía profundamente, pero que entre sueños prorrumpía en voces mal pronunciadas y en sollozos no articulados, y era que le lloraba teniéndole muerto en su regazo. Otros dicen que no era ésta la visión que tuvo la mujer de César, sino que estando incorporado con su casa un pináculo, que, según refiere Livio, se le había decretado por el Senado para su mayor decoro y majestad, lo vio entre sueños destruido, sobre lo que se acongojó y lloró. Cuando fue de día rogó a César que si había arbitrio no fuera al Senado, sino que lo dilatara para otro día; y si tenía en poco sus sueños, por sacrificios y otros medios de adivinación examinara qué podría ser lo que conviniese. Entró también César, a lo que parece, en alguna, sospecha y recelo, por cuanto, no habiendo visto antes en Calpurnia señal ninguna de superstición mujeril, la advertía entonces tan afligida; y cuando los agoreros, después de haber hecho varios sacrificios, le anunciaron que las señales no eran faustas, resolvió enviar a Antonio con la orden de que se disolviera el Senado.

LXIV.— En esto, Decio Bruto, por sobrenombre Albino, en quien César tenía gran confianza, como que fue por él nombrado heredero en segundo lugar, pero que con el otro Bruto y con Casio tenía parte en la conjuración, recelando no fuera que si César pasaba de aquel día la conjuración se descubriese, comenzó a desacreditar los pronósticos de los agoreros y a hacer temer a César que podría dar motivo de quejas al Senado contra sí, pareciendo que lo miraba con escarnio; pues que si venía era por su orden y todos estaban dispuestos a decretar que se intitulara rey de todas las provincias fuera de Italia, y fuera de ella llevara la diadema por tierra y por mar; «Y si estando ya sentados —añadió— ahora se les diera orden de retirarse, para volver cuando Calpurnia tuviese sueños más placenteros, ¿qué sería lo que dijesen los que no le miraban bien? ¿De quién de sus amigos oirían con paciencia, si querían persuadirles, que aquello no era esclavitud y tiranía? Y si absolutamente era su ánimo mirar como abominable aquel día, siempre sería lo mejor que fuera, saludara al Senado y mandara sobreseer por entonces en el negocio». Al terminar este discurso tomó Bruto a César de la mano y se lo llevó consigo. Estaba aún a corta distancia de la puerta, cuando un esclavo ajeno porfiaba por llegarse a César; mas dándose por vencido de poder penetrar por entre la turba de gentes que rodeaba a César, por fuerza se entró en la casa y se puso en manos de Calpurnia, diciéndole que le guardase hasta que aquél volviera, porque tenía que revelarle secretos de grande importancia.

LXV.— Artemidoro, natural de Cnido, maestro de lengua griega, y que por lo mismo había contraído amistad con algunos de los compañeros de Bruto, hasta estar impuesto de lo que se tenía tramado, se le presentó trayendo escrito en un memorial lo que quería descubrir; y viendo que César al recibir los memoriales los entregaba al punto a los ministros que tenía a su lado, llegándose, muy cerca le dijo a César: «Léelo tú sólo y pronto; porque en él están escritas grandes cosas que te interesan». Tomólo, pues, César, y no le fue posible leerlo, estorbándoselo el tropel de los que continuamente llegaban, por más que lo intentó muchas veces; pero llevando y guardando siempre en la mano aquel solo memorial, entró en el Senado. Algunos dicen que fue otro el que se lo entregó, y que a Artemidoro no le fue posible acercarse, sino que por todo el tránsito fue estorbado de la muchedumbre.

LXVI.— Todos estos incidentes pueden mirarse como naturales, sin causa extraordinaria que los produjese; pero el sitio destinado a tal muerte y a tal contienda, en que se reunió el Senado, si se observa que en él había una estatua de Pompeyo y que por éste había sido dedicado entre los ornamentos accesorios de su teatro, parece que precisamente fue obra de algún numen superior el haber traído allí para su ejecución semejante designio. Así, se dice que Casio, mirando a la estatua de Pompeyo al tiempo del acometimiento, le invocó secretamente, sin embargo de que no dejaba de estar imbuido en los dogmas de Epicuro; y es que la ocasión, según parece, del presente peligro engendró un entusiasmo y un afecto contrarios a la doctrina que había abrazado. A Antonio, amigo fiel de César y hombre de pujanza, lo entretuvo afuera Bruto Albino, moviéndole de intento una conversación que no podía menos de ser larga. Al entrar César, el Senado se levantó, haciéndole acatamiento; pero de los socios de Bruto, unos se habían colocado detrás de su silla y otros le habían salido al encuentro como para tomar parte con Tulio Cimbro en las súplicas que le hacía por un hermano que estaba desterrado, y, efectivamente, le rogaban también, acompañándole hasta la misma silla. Sentado que se hubo, se negó ya a escuchar ruegos, y como instasen con más vehemencia se les mostró indignado, y entonces Tulio, cogiéndole la toga con ambas manos, la retiró del cuello, que era la señal de acometerle. Casca fue el primero que le hirió con un puñal junto al cuello; pero la herida que le hizo no fue mortal ni profunda, turbado, como era natural, en el principio de un empeño como era aquél; de manera que, volviéndose César, le cogió y detuvo el puñal, y a un mismo tiempo exclamaron ambos: el ofendido, en latín: «Malvado Casca, ¿qué haces?» y el ofensor, en griego, a su hermano: «Hermano, auxilio». Como éste fuese el principio, a los que ningún antecedente tenían les causó gran sorpresa y pasmo lo que estaba pasando, sin atreverse ni a huir ni a defenderlo, ni siquiera a articular palabra. Los que se hallaban aparejados para aquella muerte, todos tenían las espadas desnudas, y hallándose César rodeado de ellos, ofendido por todos y llamada su atención a todas partes, porque por todas sólo se le ofrecía hierro ante el rostro y los ojos, no sabía adónde dirigirlos, como fiera en manos de muchos cazadores, porque entraba en el convenio que todos habían de participar y como gustar de aquella muerte, por lo que Bruto le causó también una herida en la ingle. Algunos dicen que antes había luchado, agitándose acá y allá, y gritando; pero que al ver a Bruto con la espada desenvainada, se echó la ropa a la cabeza y se prestó a los golpes, viniendo a caer, fuese por casualidad o porque le impeliesen los matadores, junto a la base sobre que descansaba la estatua de Pompeyo, que toda quedó manchada de sangre; de manera que parecía haber presidido el mismo Pompeyo al suplicio de su enemigo, que, tendido, expiraba a sus pies, traspasado de heridas, pues se dice que recibió veintitrés; muchos de los autores se hirieron también unos a otros, mientras todos dirigían a un solo cuerpo tantos golpes.

LXVII.— Cuando le hubieron acabado de esta manera, el Senado, aunque Bruto se presentó en medio como para decir algo sobre lo sucedido, no pudiendo ya contenerse, se salió de aquel recinto, y con su huída llenó al pueblo de turbación y de un miedo incierto; tanto, que unos cerraron sus casas, otros abandonaron las mesas y caudales, y todos corrían, unos al sitio a ver aquella fatalidad, y otros de allí, después de haberla visto. Antonio y Lépido, que pasaban por los mayores amigos de César, tuvieron que retirarse y acogerse a casas ajenas; mas Bruto y los suyos, en el calor todavía de la empresa, ostentando las espadas desnudas, salieron juntos del Senado y corrieron al Capitolio, no a manera de fugitivos, sino risueños y alegres, llamando a la muchedumbre a la libertad y abrazando a los que de los principales ciudadanos encontraban al paso. Algunos hubo que se juntaron e incorporaron con ellos, y como si hubieran tenido parte en la acción querían arrogarse la gloria, de cuyo número fueron Gayo Octavio y Léntulo Espínter. Estos pagaron más adelante la pena de su jactancia muertos de orden de Antonio y de Octavio César, sin haber gozado de la gloria por que morían, pues que nadie los había creído, y los mismos que los castigaron no tomaron venganza del hecho, sino de la voluntad.

Al día siguiente bajaron del Capitolio Bruto y los demás conjurados; y habiendo hablado al pueblo, éste escuchó lo que se le decía, sin mostrar que reprobaba ni aprobaba lo hecho, sino que se veía en su inmovilidad que compadecía a César y respetaba a Bruto. El Senado, después de haber publicado ciertas amnistías y convenios en favor de todos, decretó que a César se le reverenciara como a un dios y que no se hiciera ni la menor alteración en lo que había ordenado durante su mando. A los conjurados les distribuyó las provincias y les dispensó los honores correspondientes, de manera que todos creyeron haber tomado la república consistencia y haber tenido las alteraciones el término más próspero y feliz.

LXVIII.— Abrióse el testamento de César y se encontró que a cada uno de los ciudadanos romanos dejaba un legado de bastante entidad: con esto, y con haber visto el cadáver cuando lo pasaban por la plaza mutilado con tantas heridas, ya la muchedumbre no guardó orden ni concierto, sino que recogiendo por la plaza escaños, celosías y mesas, hizo una hoguera y poniendo sobre ella el cadáver lo quemó. Tomaron después tizones encendidos y fueron corriendo a dar fuego a las casas de los matadores. Otros recorrieron toda la ciudad en busca de éstos para echarles mano y hacerlos pedazos; mas no dieron con ninguno de ellos, porque todos estaban bien resguardados y defendidos. Sucedió que un ciudadano llamado Cina, amigo de César, había tenido, según dicen, en la noche anterior un sueño muy extraño; porque le parecía que era convidado por César a un banquete, y que excusándose era tirado por éste de la mano contra su voluntad y resistiéndose. Cuando oyó que en la plaza se estaba quemando el cadáver de César, se levantó y marchó allá por honrarle, no obstante que tenía presente el ensueño y estaba con calentura. Violo uno de tantos; y a otro que le preguntó le dijo cómo se llamaba; éste a otro, y en un instante corrió por todos que aquel era uno de los matadores de César, porque, realmente, entre los conjurados había habido un Cina del mismo nombre; y tomándole por éste le acometieron sin detenerse y le hicieron pedazos. Concibiendo de aquí temor Bruto y Casio, sin que hubiesen pasado muchos días se ausentaron de la ciudad. Qué fue lo que después hicieron y padecieron hasta el fin, lo hemos declarado en la Vida de Bruto.

LXIX.— Muere César a los cincuenta y seis años cumplidos de su edad, no habiendo sobrevivido a Pompeyo más que cuatro años, sin haber sacado otro fruto que la nombradía y una gloria muy sujeta a la envidia de sus conciudadanos de aquel mando y de aquel poder, tras el que toda su vida anduvo entre los mayores peligros, y que apenas pudo adquirir; pero aquel buen Genio o Numen que mientras vivió cuidó de él le siguió después de su muerte para ser vengador de ella, haciendo huir y acosando por mar y por tierra a los matadores hasta no dejar ninguno, y antes acabando con cuantos con la obra o con el consejo tuvieron parte en aquel designio. De los acontecimientos puramente humanos que en este negocio sucedieron, el más admirable fue el relativo a Casio; porque, vencido en Filipos, se pasó el cuerpo con aquella misma espada de que usó contra César. De los sobrehumanos, el gran cometa que se dejó ver muy resplandeciente por siete noches inmediatamente después de la muerte de César, y luego desapareció, y el apocamiento de la luz y fuerza del Sol. Porque en todo aquel año su disco salió pálido y privado de rayos, enviando un calor tenue y poco activo: así, el aire era oscuro y pesado, por la debilidad del calor que lo enrarece, y los frutos se quedaron imperfectos y sin madurar por la frialdad del ambiente.

Mas lo que principalmente demostró no haber sido grata a los dioses la muerte dada a César fue la visión que persiguió a Bruto; y fue en esta manera. Estando para pasar su ejército desde Abido al otro continente, descansaba por la noche en su tienda como lo tenía de costumbre, no durmiendo, sino mediando sobre las disposiciones que debía tomar: pues se dice que, entre todos los generales, Bruto fue el menos soñoliento y el que por su constitución podía aguantar más tiempo en vela. Pareció, pues, haberse sentido algún ruido hacia la puerta, y mirando a la luz del farol, que ya ardía poco, se le ofreció la visión espantosa de un hombre de desmedida estatura y terrible gesto. Pasmóse al pronto; pero viendo después que nada hacía ni decía, sino que estaba parado junto a su lecho, le preguntó quién era; y el fantasma le respondió: «Soy ¡oh Bruto! tu mal Genio: ya me verás en Filipos». Alentado entonces Bruto: «Te veré» —le dijo—; y el Genio desapareció al punto. Al prefinido tiempo, puesto en Filipos al frente de su ejército contra Antonio y Octavio César, vencedor en la primera batalla, destrozó y puso en dispersión a las tropas que se le opusieron, saqueando el campamento de César. Habiendo de dar segunda batalla, se le presentó otra vez el fantasma en aquella noche sin que le hablase palabra; pero entendiendo Bruto su hado, se abalanzó desesperadamente al peligro. No murió, con todo, peleando, sino que después de la derrota, retirándose a la eminencia de una roca, se arrojó de pechos sobre su espada desnuda, y dando uno de sus amigos fuerza, según dicen, al golpe, de este modo perdió la vida…

VOLUMEN VII

DEMETRIO Y ANTONIO

I.— Los primeros a quienes ocurrió la idea de comparar las artes a los sentidos me parece que a lo que principalmente atendieron fue a la facultad de formar juicio, con al que nos es dado discernir igualmente los contrarios en uno y otro género: porque en esto es en lo que convienen; mas diferéncianse en el referir a un fin lo juzgado y discernido. Porque el sentido no es más bien facultad de percibir lo blanco que lo negro, lo dulce que lo amargo, lo blando y que cede que lo duro y que resiste, sino que su misión es, tropezando con cada cosa, ser de todas movido y moverlas a todas, para trasladarlas a la inteligencia según la impresión que le han hecho; pero las artes, dirigidas por la razón a la elección y consecución de su objeto propio, y a la repulsión y fuga de su contrario, lo primero lo examinan por su misma institución y de propósito, y lo segundo por accidente; porque si la medicina atiende a la enfermedad y la música a la disonancia, es para conseguir mejor la ejecución de los contrarios. Las más perfectas de todas las artes, a saber, la templanza, la justicia y la prudencia, no solamente juzgan de lo honesto, de lo justo y de lo útil, sino también de lo perjudicial, de lo torpe y de lo injusto; y no celebran la simplicidad que se complace en no tener experiencia de los vicios, sino que la tienen por necedad y por ignorancia de aquellas cosas que importa sobre todo conocer a los que se proponen vivir bien. Los antiguos Espartanos hacían a los hilotas en sus festividades beber vino destempladamente, y después los introducían en sus banquetes para que los jóvenes vieran por sus ojos la deformidad de la embriaguez; mas nosotros no tenemos por muy humano ni por muy político el procurar la corrección de unos por medio del desorden y la destemplanza de otros; creemos, sí, que de los que más se abandonaron, y en un gran poder y grandes negocios manifestaron una insigne maldad, puede quizá convenir que introduzcamos una o dos parejas para que también sus vidas sirvan de ejemplo; no a fe por el placer y diversión de variar nuestro cuadro, sino a la manera de lo que ejecutaba Ismenias de Tebas, que haciéndoles a sus discípulos oír a los que tañían bien la flauta y a los que la tañían mal, les decía después: «Así se ha de tocar». Y a la inversa: «Así no se ha de tocar». Antigenidas creía que los jóvenes oirían con más gusto a los buenos flautistas después de haber oído a alguno malo; pues del mismo modo me parece a mí que nos dedicaremos con más ardor a observar e imitar las vidas ordenadas y buenas si no carecemos del conocimiento de las viciosas y vituperadas.

Contendrá, pues, este libro las vidas de Demetrio Poliorcetes y de Antonio el Triunviro, muy propios ambos para confirmar la máxima de Platón de que los caracteres extraordinarios así llevan los grandes vicios como las grandes virtudes. Siendo ambos igualmente dados al amor, bebedores, belicosos, dadivosos, magníficos e insolentes, fueron también semejantes en los sucesos de fortuna; pues no sólo en vida consiguieron grandes victorias y tuvieron grandes descalabros, hicieron dilatadas conquistas, y las perdieron, y habiendo caído de un modo inesperado, por otro inesperado se levantaron, sino que perecieron también, el uno cautivo por sus enemigos y el otro estando muy próximo a que le sucediera lo mismo.

DEMETRIO

II.— Habiendo tenido Antígono dos hijos de Estratonica, hija de Corrago, al uno, por el hermano, le puso el nombre de Demetrio, y al otro, por el padre, el de Filipo. Esta es la opinión más común; pero otros dicen que Demetrio no era hijo, sino sobrino de Antígono, pues habiendo muerto su padre siendo todavía muy niño y casándose inmediatamente con Antígono su madre, fue tenido por hijo de éste, y que Filipo, que era más joven que Demetrio, murió de allí a pocos años. Era Demetrio en estatura más bajo que su padre sin embargo de ser alto; pero de una figura y belleza tan extraordinarias y admirables, que ni escultor ni pintor alguno pudo sacarle semejante: reunía a un tiempo lo festivo y lo grave, lo fiero y lo bello, y con lo juvenil y osado se veía mezclada una inimitable apacibilidad y majestad heroica y regio. Pues por el mismo término sus costumbres reunían también lo terrible y lo gracioso; porque siendo muy amable y el más jovial y voluptuoso de los reyes mientras estaba dado al regalo, a la bebida y a las francachelas, tenía por lo contrario, cuando los negocios lo requerían la mayor actividad, suma vehemencia e infatigable constancia. Así, entre los dioses, al que más se preciaba de imitar era Baco, diestro en la guerra y en alimentar con ella la paz, y al mismo tiempo dispuesto para la alegría y el regocijo.

III.— Era sumamente amante de su padre, y con la atención y cuidado que prestaba a la madre daba seguras pruebas de que honraba al padre más bien por verdadero amor que por lisonjear su poder. Estaba un día Antígono ocupado en dar audiencia a unos embajadores, y llegando a este tiempo Demetrio de la caza, se acercó al padre y le besó armado como estaba, sentándose a su lado. Antígono, entonces, saludando en voz alta a los embajadores, a quienes ya había respondido, «También podréis —les dijo— anunciar lo que en nosotros habéis visto en orden a la unión en que vivimos» queriendo significar que la concordia y confianza entre él y el hijo daba gran fuerza a su reinado y era una demostración de su poder. Porque estando generalmente el imperio reñido con la comunicación, y lleno de desconfianza y discordia, tenía a gran dicha el mayor y más anciano de los sucesores de Alejandro estar tan distante de temer a su hijo, que éste, armado de lanza, se llegaba muy cerca de su persona. Mas también puede asegurarse que sola esta casa se conservó por muchas generaciones exenta de estos males, o por mejor decir, que sólo uno de los descendientes de Antígono, que fue Filipo, dio muerte a su hijo; pero casi todas las demás familias cuentan muchas muertes, de hijos, de madres y de mujeres, pues el matar a los hermanos, a la manera de los axiomas de geometría, pasaba también por axioma recibido en las familias reales para la seguridad.

IV.— De que Demetrio era también al principio, por carácter, humano y nacido para la amistad, se puede dar esta prueba. Mitridates, el hijo de Ariobarzanes, era por la edad su amigo y compañero, y prestaba a Antígono los respetos debidos, porque ni era malo ni lo parecía; mas por un ensueño se le hizo a Antígono sospechoso. Parecióle a éste que recorriendo un grande y hermoso campo lo sembraba de polvos de oro, que al principio había nacido una mies de oro y que volviendo de allí a poco ya no vio más que la caña cortada. Afligido y apesadumbrado con el suceso, parecióle asimismo oír una voz que le decía que Mitridates marchaba al Ponto Euxino, después de haber segado la mies de oro. Dióle mucho en qué pensar esta visión, y recibiendo juramento al hijo de que callaría, se la manifestó, y también la decidida resolución en que estaba de deshacerse de Mitridates dándole muerte. Al oírlo recibió gran pesar Demetrio, y yéndole a buscar aquel joven para usar de recreación, como lo tenía de costumbre, no se atrevió a hablarle palabra ni dar indicio ninguno con la voz a causa del juramento, pero apartándole un poco de los otros amigos, luego que estuvieron solos, escribió en la tierra, viéndolo él, con la punta de la lanza: «Huye, Mitridates». Entendiólo éste, y habiendo partido en aquella misma noche para la Capadocia, el hado dio en breve cumplida a Antígono la visión que había tenido acerca de él, porque se apoderó de una hermosa y dilatada región, y dio origen a una nueva línea de reyes del Ponto, extinguida a la octava generación por los romanos. Estas son las pruebas que hay de la excelente disposición de Demetrio a la humanidad y a la justicia.

V.— Como en los elementos de Empédocles, por la pugna y amistad, hay contienda y guerra de unos con otros, y más entre los que están más cerca y que más se tocan, de la misma manera la continua guerra que había entre los sucesores de Alejandro, la proximidad de intereses y la vecindad de los lugares la hacía más manifiesta, y la avivaba más en cuanto a algunos de ellos, como le sucedió a Antígono con Tolomeo. Hallábase Antígono en la Frigia, y habiendo oído que Tolomeo, pasando desde Chipre, talaba la Siria e iba trayendo o sujetando las ciudades, envió contra él a su hijo Demetrio, de edad de veintidós años, que entonces por la primera vez se puso a mandar un ejército para una grande y peligrosa empresa. Sucedió lo que era natural, habiéndolas un joven inexperto con un atleta de los ejercitados en la palestra de Alejandro, vencedor en muchos y muy grandes combates: porque fue vencido junto a la ciudad de Gaza, teniendo ocho mil cautivos y cinco mil muertos. Perdió además la tienda, los caudales y, en fin, hasta la servidumbre toda que cuidaba de su persona. Mas esto se lo devolvió Tolomeo juntamente con sus amigos, enviándole este humano mensaje: que la guerra entre ellos no había de ser por cuanto tenían, sino por la gloria y el mando. Recibiólo Demetrio, mas pidió a los dioses no permitieran que fuese por largo tiempo deudor a Tolomeo de este beneficio, sino que le dieran poderlo pagar cuanto antes; y conduciéndose más bien como un general firme y constante, acostumbrado a esperar la mudanza de la suerte, que como un joven humillado al primer encuentro, se dedicó a reclutar gente y prevenir armas, manteniendo en la fe a las ciudades y ejercitando las tropas.

VI.— Antígono, cuando tuvo noticia de esta batalla, dijo que Tolomeo había vencido a unos mozos imberbes, pero que pronto combatiría con hombres, y no queriendo contener o quizá extinguir el ardor del hijo, no se le opuso cuando le pidió permiso para continuar la guerra solo, sino que se lo concedió. Al cabo de poco tiempo se presentó con un grande ejército Ciles, general de Tolomeo, con ánimo de arrojar de toda la Siria a Demetrio, a quien por la anterior derrota miraba con desdén; pero éste, cayendo de repente sobre él cuando menos lo esperaba, y llenándolo de pavor, le tomó el campamento con el general, le hizo siete mil cautivos y se apoderó de inmenso botín. Alegróse con la victoria, no por lo que iba a adquirir, sino por lo que iba a retornar, y no se deleitó tanto en la riqueza y gloria que de ser vencedor le resultaba, como con ver que iba a pagar el beneficio recibido y a corresponder a la humanidad con que había sido tratado. Sin embargo, no lo ejecutó por sí, sino que escribió al padre; y permitiéndoselo éste, y aun exhortándole a que dispusiera de todo como le pareciese, haciendo grandes presentes a Ciles y entregándole sus amigos, los remitió a todos colmados de riquezas. Este descalabro arrojó a Tolomeo de la Siria, e hizo venir a Antígono de Celenas, alegre con la victoria y deseoso de ver al hijo.

VII.— Enviado después de esto Demetrio a sujetar los Árabes llamados Nabateos, estuvo en peligro por haber ido a parar a terrenos faltos de agua; pero habiendo asombrado a los bárbaros con no haberse turbado ni asustado él mismo, recogiendo de ellos gran botín y setecientos camellos, dio término a aquella expedición.

Había sido Seleuco arrojado primero de Babilonia por Antígono; pero después la había recobrado, y posesionado de ella subía con un ejército a conquistar los pueblos confinantes con, la India y las provincias del Cáucaso, por lo que, esperando Demetrio encontrar desierta la Mesopotamia, y pasando súbitamente el Éufrates, se apresuró a caer sobre Babilonia, lanzó de una de las ciudades, porque eran dos, la guarnición de Seleuco, y apoderado de ella puso allí siete mil hombres de los suyos, y mandando a los demás soldados que tomaran del país y recogieran todo cuanto pudiesen traer consigo, regresó al mar, dejándole a Seleuco más afianzado su poder, porque con tratar tan mal la tierra daba a entender que se desistía de ella por no pertenecerle. Sitiaba Tolomeo a Halicarnaso, y yendo en auxilio de esta ciudad se la quitó de entre las manos.

VIII.— Habiendo adquirido fama con estos hechos, concibieron el maravilloso proyecto de libertar la Grecia toda, esclavizada por Casandro y Tolomeo, haciendo una guerra la más honesta y justa que jamás hiciera rey alguno: porque cuantas riquezas habían recogido quebrantando a los bárbaros venían a consumirlas en bien de los griegos por sólo el deseo de gloria. Resolvieron dar principio por dirigirse con su escuadra a Atenas, y diciendo uno de sus amigos a Antígono que si tomaban esta ciudad debían guardarla porque era la escala de la Grecia, desechó Antígono la proposición, respondiéndole que la mejor escala y más segura era el amor de los pueblos, y que siendo Atenas la atalaya de toda la tierra, al punto haría ilustres sus hechos ante todos los hombres. Movió, pues, Demetrio para Atenas, llevando en dinero cinco mil talentos y una armada de doscientas cincuenta naves, a tiempo que por Casandro ocupaba el cuerpo de la ciudad Demetrio de Falera, teniendo guarnición en Muniquia; valiéndole a un tiempo su dicha y su previsión, se apareció en el Pireo el día 25 del mes Targelión, sin haber sido sentido de nadie. Cuando se vio cerca la escuadra, entendieron todos que eran naves de Tolomeo, y se disponían a recibirlas; pero volviendo tarde de su engaño, aunque acudieron los generales, fue grande el desorden en que todo se puso, como era preciso, cuando había que rechazar a los enemigos que ya saltaban en tierra. Porque hallando Demetrio abierta la boca del puerto, se introdujo en él: así, dándose ya a conocer a todos, pidió por señas tranquilidad y silencio. Hecho esto, mandó a un heraldo les significase que el padre le había enviado (en buena hora fuese dicho) a libertar a los Atenienses, a echar fuera la guarnición y a restituirles sus leyes y su gobierno patrio.

IX.— Hecho este anuncio, los más arrojaron a los pies los escudos, y empezando a aplaudir y clamar decían que Demetrio bajase a tierra, apellidándole su salvador y bienhechor. Falereo y los suyos eran todos de sentir que debía recibirse al vencedor, aun cuando nada cumpliera de lo que prometía, y al punto le enviaron mensajeros que intercediesen por su suerte. Recibiólos Demetrio con la mayor humanidad, y envió con ellos de su parte a Aristodemo de Mileto, vino de los amigos de su padre. El temor de Falereo más era de los Atenienses por la mudanza de gobierno que de los enemigos, y a esto ocurrió también Demetrio por consideración a la gloria y valor de Falereo, haciéndole acompañar con seguridad hasta Tebas, como lo deseaba; y por lo que hace a él mismo, dijo que no vería la ciudad, a pesar del ansia que por ello tenía, hasta que del todo quedara libre, despedida la guarnición. Corrió, pues, por entonces un muro y un foso por delante de Muniquia, e hizo vela para Mégara, guarnecida por Casandro.

Tuvo allí noticia de que Cratesípolis, mujer de Alejandro, el hijo de Polisperconte, que residía en Patras, mujer celebrada por su belleza, tendría placer en verse en sus brazos, y dejando el ejército en las tierras de Mégara, marchó allá llevando consigo unos cuantos de los más esforzados, de los cuales aún se apartó después, poniendo separado su pabellón para que no notaran que aquella mujer iba en su busca. Llegáronlo a entender algunos de los enemigos, que sin detenerse corrieron a donde estaba, y teniéndoles miedo, disfrazado con una ropa vil pudo escaparse a carrera, habiendo estado en muy poco el que no cayese en una vergonzosa cautividad. Los enemigos aun cogieron la tienda y cuanto en ella había, y se retiraron.

Tomó a Mégara, y como los soldados se inclinasen al saqueo, intercedieron los Atenienses por aquellos ciudadanos, con lo que Demetrio, expulsando la guarnición, dio también a aquel pueblo la libertad. Cuando en esto estaba entendiendo, se acordó del filósofo Estilpón, de quien se decía haber preferido a la acción una vida sosegada y tranquila. Enviándole, pues, a llamar, le preguntó si alguno le había quitado algo, a lo que Estilpón respondió: «Ninguno, porque no he visto a ninguno que se llevara la ciencia». Habían robado a los Megarenses puede decirse que todos los esclavos, y haciéndole en otra ocasión caricias Demetrio, le dijo al despedirse: «Os dejo ¡oh Estilpón! libre la ciudad»: a lo que él contestó: «Dices muy bien, porque no nos has dejado ningún esclavo».

X.— Habiendo vuelto contra Muniquia, puso ante ella su campamento, destrozó la guarnición y demolió el fuerte; con esto, llamándole y haciéndole un gran recibimiento los Atenienses, entró ya en la ciudad, y congregando el pueblo dijo que les restituía su antiguo gobierno, ofreciéndoles en nombre de su padre que se les enviarían ciento cincuenta mil fanegas de trigo y toda la madera de construcción necesaria para cien galeras. Recobraron los Atenienses la democracia al cabo de quince años, habiendo sido entre tanto su gobierno, desde los sucesos de Lamia y la batalla de Cranón, oligárquico en el nombre, pero en realidad monárquico por el poder de Falereo; y habiendo sido Demetrio un bienhechor grande y magnífico, ellos lo hicieron molesto y odioso con los desmedidos honores que le decretaron. Porque, en primer lugar, dieron el nombre de reyes a Demetrio y Antígono, nombre que hasta entonces habían repugnado, siendo de las insignias reales lo único que reservaban para los sucesores de Alejandro y Filipo, sin permitirlo ni comunicarlo a ningún otro. A ellos solos los llamaron dioses salvadores, y haciendo que cesara el Arconte patrio, que daba nombre al año, crearon anualmente un sacerdote de los salvadores, y el nombre de éste era el que había de servir para fijar la data de todos los decretos y escrituras. Decretaron que en el gran peplo o velo se tejieran sus retratos con los de los dioses, y consagrando el lugar donde primero echó pie a tierra, erigieron un altar que había de llamarse de Demetrio Catébata. Añadieron a las tribus otras dos, la Demetríade y la Antigónide, y el consejo, que antes era de quinientos, lo hicieron de seiscientos, por cuanto cada tribu daba cincuenta.

XI.— El que más salió de tino en estas invenciones fue Estrátocles: porque a él deben principalmente atribuirse tan exquisitos y excesivos modos de adular. Propuso que los que fuesen enviados por la república en virtud de decreto a Antígono y Demetrio, en lugar de llamarse embajadores, se llamaran Teoros, como los que por las ciudades conducen las víctimas a Delfos y Olimpia en las fiestas de la Grecia. Era en todo insolente este Estrátocles, teniendo una vida disipada, e imitando en su desvergüenza e impudencia la falta de respeto al pueblo del antiguo Cleón. Había tomado una amiga llamada Filacio, y habiéndole ésta comprado un día en la plaza sesos y cuellos, «¡Calla —le dijo—, me has comprado para comer aquellas cosas con que nosotros los que gobernamos al pueblo jugamos a la pelota!». Cuando los Atenienses sufrieron aquella derrota en el combate naval de Amorgo, adelantándose a los que traían la noticia, pasó coronado por el Ceramico, y anunciando que habían vencido propuso que se hiciera el sacrificio acostumbrado por la buena nueva, y distribución de carnes por tribus. A poco llegaron los que volvían con el resto de las naves que quedó de la batalla, e increpándole el pueblo con enfado, calmó con la mayor insolencia el tumulto, diciendo: «¿Y qué ha habido de malo en que hayáis tenido dos días alegres?». ¡Tal era la desvergüenza de Estrátocles!

XII.— Pues aún hubo otros decretos más calientes que el fuego, para valerme de la expresión de Aristófanes. Porque escribió otro adulador, excediendo en impudencia a Estrátocles: que se recibiese a Demetrio cuantas veces fuese a Atenas con las mismas ceremonias que a Deméter y Baco, y al que se aventajara en brillantez y esplendor en este recibimiento se le diera dinero del Erario público para una ofrenda. Finalmente, que el mes de Muniquión se llamara Demetrión; el último día del mismo mes, Demetríadi, y que a las fiestas llamadas Bacanales se les mudara el nombre en el de Demetrias. Contra las más de estas cosas hubo portentos de parte de los dioses; porque el peplo en que, conforme al decreto, con Zeus y Atena habían sido tejidos Demetrio y Antígono, siendo llevado en procesión por el Ceramico, se rasgó por medio con una lluvia borrascosa que cayó. Junto a sus aras nació en derredor mucha cicuta, siendo así que por lo común no la produce aquel sitio. En el día en que se celebraban los Bacanales tuvieron que suspender la pompa por haber sobrevenido grandes hielos fuera de tiempo; y habiendo caído una grande escarcha, no sólo quemó el frío todas las vides y las higueras, sino que hizo mucho daño en los trigos, que estaban aún en hierba; con ocasión de lo cual Filípides, que era enemigo de Estrátocles, dijo en una comedia que él era

Por quien las viñas abrasó la escarcha
y por cuya impiedad se rasgó el peplo,
dados a hombres los divinos cultos:
esto, y no la comedia, arruina al pueblo.

Era Filípides amigo de Lisímaco, y por él recibió el pueblo algunos beneficios de este monarca, para quien parece que era de buen agüero el que se le presentase Filípides o él lo viese cuando había de emprender alguna cosa de importancia en paz o en guerra. Por otra parte, era hombre bien visto, nada entremetido y que nada tenía de la oficiosidad palaciega. Hacíale un día agasajos Lisímaco, y preguntándole: «¿Cuál de mis cosas te entregaré ¡oh Filípides?». «Lo que quieras ¡oh rey! —le respondió—, como no sea un secreto». De intento, pues, hemos contrapuesto éste a aquel; al demagogo, y que lo lucía en la tribuna, este otro cómico y de la escena.

XIII.— Pues aún se le decretó otro honor más desmedido y disonante, escrito por Dromoclides Esfetio, sobre que para la consagración de los escudos en Delfos se tomara oráculo de Demetrio; pero será mejor copiar el tenor del decreto, que es como sigue: «A la buena hora: Le ha parecido al pueblo nombrar un ciudadano de Atenas que, constituyéndose cerca del Salvador, y haciendo las debidas libaciones, pregunte a Demetrio Salvador cómo con más piedad, con más decoro y con mayor prontitud ha de hacer el pueblo la dedicación de las ofrendas, y que, lo que respondiere, aquello haga el pueblo». Con tales desatinos embaucaron a un hombre que ya de suyo no era de los más cuerdos.

XIV.— Mientras reposaba entonces en Atenas, tomó por mujer a la viuda Eurídice, que era descendiente del antiguo Milcíades, y que habiendo estado casada con Ofeltas, príncipe de Cirene, después de su muerte se había restituido a Atenas; los Atenienses miraron este casamiento como una merced y un honor dispensados a su ciudad. Era naturalmente Demetrio muy fácil en concertar matrimonios, estando enlazado a un tiempo con muchas mujeres, entre las que tenía el primer lugar y dignidad File, ya por su padre Antípatro, y ya también por haber estado antes casada con Crátero, que de los sucesores de Alejandro era el que mayor deseo de sí había dejado a los Macedonios. Parece que siendo todavía Demetrio muy joven le persuadió el padre que tomara a ésta en matrimonio, aunque le excedía en edad; y como no se mostrase muy dispuesto a ejecutarlo, se dice haberle recitado al oído esta máxima de Eurípides:

Allí do está el provecho es de casarse,
aunque haya de ceder naturaleza,

sustituyendo de repente una voz de la misma terminación a aquella con que concluía el verso. A pesar de lo dicho, el honor y estimación en que Demetrio tenía a File y a sus demás mujeres era de tal calidad, que con el mayor descaro trataba con rameras y con mujeres libres, siendo entre los reyes el que peor opinión tenía en punto a esta clase de placeres.

XV.— Llamóle el padre para hacer la guerra a Tolomeo por la isla de Chipre, y era preciso obedecer; pero incomodado de haber de dejar la guerra por la libertad de la Grecia, que era más ilustre y gloriosa, envió antes mensajeros a Cleónides, general de Tolomeo, que tenía guarnición en Sicione y Corinto, ofreciéndole grandes sumas por que dejase libres estas ciudades. No admitió éste la proposición, por lo que tuvo que darse a la vela sin dilación. Con su ejército dirigióse a Chipre, donde trabando batalla con Menelao, hermano de Tolomeo, al punto le venció; pero sobreviniendo el mismo Tolomeo con grandes fuerzas de tierra y de mar, se amenazaron y hablaron mutuamente con arrogancia, intimando Tolomeo a Demetrio que se retirara antes que, reunidas todas sus fuerzas, fuera hollado por ellas, y diciendo Demetrio que le dejaría ir en paz si convenía en retirar la guarnición de Sicione y Corinto. No sólo para ellos era de grande expectación esta contienda, sino que la duda o incertidumbre tenía pendientes a todos los príncipes, porque la victoria iba a dar al que quedara superior, no Chipre y la Siria, sino el ser inmediatamente el de mayor poder entre todos.

XVI.— Tolomeo traía consigo ciento cincuenta naves, y había dado orden a Menelao de que, pasando de Salamina con otras sesenta, acometiera en lo más recio del combate para cortar las de Demetrio por la espalda y desordenar su línea. Demetrio a estas sesenta sólo opuso diez, porque eran las que bastaban para impedirles la salida del puerto, siendo la boca muy estrecha, y él, habiendo ordenado el ejército, distribuyéndole por los promontorios que dominaban el mar, movió con ciento ochenta naves. Fue la acometida con tal violencia e ímpetu, que de poder a poder destrozó a Tolomeo, haciéndole huir con solas ocho naves, que fueron las que de toda la armada se salvaron, pues de las demás parte perecieron en el combate y setenta fueron tomadas con sus tripulaciones. De la muchedumbre de esclavos, amigos y mujeres, que navegaban en transportes, y de armas, caudales y máquinas, nada absolutamente dejó de caer en manos de Demetrio, sino que se apoderó de todo y lo condujo al campamento. Era entre las mujeres muy celebrada Lamia, tenida al principio en precio por su arte, pues parece que tañía la flauta con primor, y famosa después por sus ramerías. Estaba ya entonces en la declinación de su belleza; y habiendo enredado a Demetrio, mucho más joven que ella, de tal manera le atrajo y dominó con sus gracias, que de ella sola era amante, de las demás amado. Después del combate naval, ni Menelao hizo resistencia, sino que entregó a Demetrio la isla de Salamina, las naves y el ejército, compuesto de mil doscientos caballos y doce mil infantes.

XVII.— Habiendo sido tan gloriosa y brillante esta victoria, para darle Demetrio mayor realce con su benignidad y mansedumbre, dio honrosa sepultura a los cadáveres de los enemigos, libertad a los cautivos e hizo a los Atenienses el presente de mil doscientas armaduras de las tomadas en el botín.

Envió al padre de mensajero de esta victoria a Aristodemo de Mileto, adulador el más consumado de todos los cortesanos, que entonces se propuso llevar la adulación hasta el último punto. Porque llegado al término de la navegación desde Chipre, no dejó que el barco se aproximara a tierra, sino que mandó echar anclas y que toda la gente permaneciera embarcada. Él solo saltó en la lancha y se encaminó al palacio de Antígono, que con la expectación de la batalla tenía el alma pendiente de un hilo, y estaba en la agitación en que no pueden menos de estar los que tan grandes intereses aventuran. Entonces, oyendo que él llegaba, todavía se turbó más que antes, y haciéndose violencia para no salir de palacio, envió a encontrarle algunos de sus ministros y amigos, que tomaron de Aristodemo noticia de lo sucedido. Mas él, sin responder nada a nadie, con pasos muy mesurados y con un semblante muy grave, seguía su camino, con lo que, asustado enteramente Antígono, y no siendo ya dueño de contenerse, se encaminó a las puertas a tiempo que Aristodemo llegaba ya acompañado de gran tropel de gentes, hallándose no lejos del palacio. Cuando estuvo a conveniente distancia, alargando la diestra clamó en voz alta: «¡Salve, rey Antígono! Hemos vencido en combate naval al rey Tolomeo. Chipre está en nuestro poder con dieciséis mil ochocientos soldados que hemos hecho cautivos». A lo que respondió Antígono: «¡Salve, tú también, que por Dios nos has atormentado cruelmente; mas tú la pagarás, porque has de tardar en recibir las albricias!».

XVIII.— Enseguida la muchedumbre aclamó por reyes a Antígono y Demetrio; y a Antígono al punto le ciñeron sus amigos la diadema. A Demetrio se la envió el padre con una carta, en que le daba el dictado de rey. Los egipcios, luego que llegó allá esta voz, proclamaron también rey a Tolomeo, por que no pareciese que se tenían en menos a causa de la derrota. Así fue como lo ejecutado con Antígono y Demetrio excitó la emulación de todos los sucesores de Alejandro; Lisímaco empezó asimismo a usar de diadema, y Seleuco aun en sus audiencias a los griegos, pues ya antes las había dado con autoridad de rey a los bárbaros. Casandro, aunque todos de palabra y por escrito le llamaban rey, continuó escribiendo sus cartas como antes. No se crea que terminó esto en la añadidura de un dictado y la mudanza de traje, sino que influyó en los ánimos, y los llenó de orgullo y altanería para el trato y para toda su conducta, mudando, como los representantes de tragedia, juntamente con las ropas, el aire y continente del cuerpo, la voz y el modo de sentarse y saludar. Así es que desde este punto se hicieron más violentos en la administración de la justicia, dando de mano al disimulo hipócrita que los hacía un poco más benignos y afables para con los súbditos. ¡Tanto pudo una sola palabra de un adulador, y tal mudanza produjo puede decirse que en toda la tierra!

XIX.— Antígono, engreído con los sucesos de Demetrio en Chipre, al punto partió contra Tolomeo, conduciendo por sí mismo el ejército de tierra, y haciendo que Demetrio le siguiera con una poderosa armada; pero acerca del modo de terminarse aquella expedición tuvo Medio, amigo de Antígono, una visión entre sueños: porque le pareció que el mismo Antígono contendía con su ejército en la carrera de ida y vuelta, llamada Diaulo, excelentemente y con mucha prontitud al principio, pero que después poco a poco fue cediendo aquella fuerza, y al fin, cansado, hubo de aflojar, y falto de respiración con dificultad hizo la vuelta. Fatigado pues, por tierra con escaseces de toda especie, como Demetrio hubiese corrido una gran borrasca, habiendo estado expuesto a estrellarse en playas abiertas y difíciles y perdido muchas naves, tuvo que volverse sin haber hecho cosa alguna.

Hallábase entonces en los ochenta años de edad o poco menos, y no estando en disposición de conducir por sí los ejércitos, más por la gran mole y pesadez de su cuerpo que por la vejez se valía del hijo, que por su buena suerte y por su pericia administraba perfectamente los mayores negocios, no incomodándole su lujo, su profusión y sus festines; porque si bien en tiempo de paz se excedía en estos desahogos, entregándose en el ocio a los placeres sin cuenta ni reparo, en la guerra estaba tan vigilante y despierto como los más sobrios por carácter. Dícese que, dominándole ya del todo Lamia, de vuelta de un viaje saludó Demetrio a Antígono besándole, y éste le dijo sonriéndose: «Parece, hijo, que besas a Lamia». En otra ocasión había pasado muchos días en francachelas, y dando por excusa que una fluxión era la que le impedido verle, «Lo sé —respondió Antígono—; ¿pero esa fluxión era del de Taso, o del de Quio?». Habiendo sabido otra vez que se hallaba enfermo, fue a verle, y en la puerta se encontró con un jovencito muy lindo. Entró, y sentándose junto a él, le tomó la mano, y diciéndole Demetrio: «Ahora mismo se ha ido la calentura», «Cierto —le contestó—, hijo mío, en la puerta la he encontrado yo cuando entraba». ¡Con tanta indulgencia llevaba estos extravíos del hijo por su conducta en lo demás! Porque los Escitas, mientras beben y se embriagan, tiran las cuerdas de los arcos, como para despertar el valor relajado por el placer; pero Demetrio, entregándose del todo, ora al placer y ora al cuidado, sin mezclar nunca estas cosas entre sí, no era por eso menos activo en los preparativos de la guerra.

XX.— Con todo, aun parecía mejor general para preparar y disponer un ejército que para usar de él, queriendo que todo estuviera de sobra para el caso oportuno; en las grandes obras de la construcción de naves y máquinas, su esmero llegaba hasta el extremo, teniendo un placer insaciable en su ejecución y en inventarlas y trazarlas, porque estando adornado de ingenio y comprensión, no empleó su afición a las artes en niñerías o en diversiones inútiles, como otros reyes que tañían la flauta, pintaban o torneaban. Aéropo de Macedonia se entretenía cuando estaba de vagar en hacer mesas y lamparillas. Átalo, llamado Filométor, cultivaba hiervas venenosas, no sólo el beleño y el eléboro, sino también la cicuta, el acónito y el doriemo, sembrándolos o plantándolos en los jardines reales, y poniendo cuidado en conocer sus jugos y sir fruto, y cogerlos cuando era tiempo. Los reyes de los Partos hacían vanidad de su destreza en sacar y aguzar las puntas de los dardos. Mas en Demetrio aun lo mecánico era regio, y el uso de las artes tenía grandeza, presentando sus obras, juntamente con lo esmerado y artístico, cierta elevación de ingenio y de ánimo, y pareciendo dignas de un rey, no solamente en la invención y opulencia, sino hasta en la mano; porque con su grandeza pasmaban a los amigos, y con su belleza hasta a los enemigos agradaban. Y esta relación más tiene de verdadera que de exagerada, pues sus galeras de dieciséis y de quince remos fueron vistas en el mar con admiración por los enemigos que las miraban desde tierra y sus helépolis eran un espectáculo para los mismos sitiados, como los hechos lo confirman. Porque Lisímaco, que era entre los reyes el mayor enemigo de Demetrio, y que fue a combatirle cuando sitiaba a Solos de Cilicia, le envió a rogar que le mostrara sus máquinas y sus naves en acto de bogar, y habiéndoselas mostrado quedó admirado de ellas y se retiró. Los Rodios, sitiados por él largo tiempo, cuando se hizo la paz le pidieron algunas de sus máquinas para tener una memoria de su habilidad y del propio valor de ellos.

XXI.— Hacía guerra a los Rodios por ser aliados de Tolomeo, y arrimó a los muros la mayor de sus helépolis cuya base era cuadrada, y cada lado tenía de latitud cuarenta y ocho codos, siendo toda su altura de sesenta y seis, y viniendo los lados a parar en un techado más angosto que la base. Por dentro estaba asegurada con diferentes enmaderados y repartida en divisiones. El frente que miraba a los enemigos estaba abierto, habiendo en cada piso sus ventanas, por las que se lanzaban armas arrojadizas de toda especie: porque estaba llena de hombres ejercitados en toda suerte de combates, y con no bambolearse ni inclinarse con los sacudimientos, sino ser llevada siempre derecha y en equilibrio con gran ruido e ímpetu, en los espíritus causaba miedo, y al mismo tiempo hacía cierta gracia a los ojos de los que la miraban. Trajéronle de Chipre para esta misma guerra dos corazas de hierro de peso cada una de cuarenta libras, y queriendo su artífice Zoilo hacer ver la impenetrabilidad y resistencia de ellas, propuso que, con una catapulta le lanzaran un dardo a veintiséis pasos; y hecho así no fue pasado el hierro, y sólo recibió una ligera impresión como si se hubiera hecho con un punzón. Esta era la que él llevaba, y la otra Álcimo, natural del Epiro, varón el más belicoso y de mayores fuerzas de cuantos tenía consigo: como que él solo usaba de una armadura de dos talentos de peso, cuando las de los demás eran de uno, éste, peleando en Rodas, murió junto al teatro.

XXII.— Defendiéronse con valor los Rodios, y aunque no ejecutó Demetrio cosa digna de referirse, les hacía, sin embargo, obstinadamente la guerra: porque enviándole File, su mujer, cartas, alfombras y ropas, apresaron el barco como estaba y lo enviaron a Tolomeo, no imitando la humanidad en caso igual de los Atenienses, los cuales, estando en guerra con Filipo, cogieron a unos portadores de cartas, y leyendo las demás, solamente no abrieron la de Olimpíade, sino que, sellada como estaba, la remitieron a Filipo.

Mas aun a pesar de estar tan vivamente ofendido Demetrio de los Rodios, cuando tuvo ocasión oportuna no le sufrió el corazón vengarse de ellos. Porque hizo la casualidad que Protogenes de Cauno estaba pintando su cuadro de Iáliso, y cuando estaba ya casi para concluirse, lo ocupó Demetrio en uno de los arrabales. Enviáronle los Rodios un heraldo para pedirle que tuviera consideración y no destruyera aquella obra; a lo que él respondió que antes quemaría los retratos de su padre que un trabajo del arte como aquel: porque se dice que gastó Protogenes siete años en acabar aquella pintura. Dícese así mismo que al ver Apeles aquella obra se quedó tan pasmado que le faltó la voz, y al cabo de rato expresó: «¡Gran trabajo! ¡Admirable obra! Pero no tiene aquellas gracias por las que mis pinturas tocan al cielo». Colocado más adelante este cuadro con otros muchos en Roma, fue abrasado en un incendio.

Resistían fuertemente los Rodios en aquella guerra y deseando Demetrio algún decente pretexto, los Atenienses que allá acudieron le proporcionaron hacer la paz, sin otra condición que la de haber de dar los Rodios auxilios a Antígono y Demetrio, como no fuera contra Tolomeo.

XXIII.— Llamaron a Demetrio los Atenienses con motivo de tenerles sitiada Casandro la ciudad, y acudiendo aquel con trescientas treinta naves y numerosa infantería, no sólo arrojó a Casandro del Ática, sino que, persiguiéndolo en su fuga hasta las Termópilas, consiguió de él una señalada victoria, y tomó a Heraclea, que voluntariamente se le entregó, habiéndosele asimismo pasado seis mil Macedonios. A la vuelta dio libertad a los griegos de la parte acá de las Termópilas, hizo alianza con los Beocios, tomó a Cencris, y habiendo reducido a File y a Panacto, presidios del Ática, guarnecidos entonces por Casandro, las restituyó a los Atenienses, los cuales, aunque habían estado antes excesivos con él, y parecían haber agotado todos los medios de obsequiarle y honrarle, todavía encontraron cómo parecer nuevos y recientes en sus adulaciones. Porque le señalaron para alojamiento el edificio que está a espaldas del templo de Atena, llamado Partenón, y allí estuvo habitando; diciéndose que era la diosa la que daba hospedaje a un huésped, a fe no muy modesto, ni de una conducta muy propia para que lo alojara una virgen; siendo así que su padre, habiendo sabido que Filipo, el hermano del mismo Demetrio, estaba en una ocasión alojado en una casa en que había tres mocitas, a él no le habló palabra; pero habiendo llamado al aposentador, le dijo en su presencia: «Oyes, ¿no sacarás a mi hijo de tan estrecho alojamiento?».

XXIV.— Correspondíale en verdad a Demetrio respetar a Atena, a lo menos por ser su hermana mayor, según él decía; sin embargo, fueron tales las indecencias y abominaciones con que manchó el alcázar, violentando a jóvenes libres y ciudadanas honestas, que parecía estar aquel lugar sumamente acatado y limpio cuando sólo se divertía con las rameras Crisis, Lamia, Demo y Anticira. No conviene, por honor a la ciudad, referir menudamente tales insolencias, pero al mismo tiempo es justo no pasar en silencio la virtud y modestia de Damocles. Era éste «todavía muchachito, y tuvo de él noticia Demetrio, siendo su sobrenombre el que le acusaba, porque le llamaban Damocles el Hermoso. Hiciéronsele muchos presentes, se le solicitó, se le hizo miedo y a nadie cedió nunca. Por fin, retirándose de las palestras y del gimnasio, se iba a bañar a un baño privado; habiendo espiado Demetrio la ocasión, se entró en él cuando aquel estaba solo; mas el muchacho, cuando se vio en aquel desamparo y en aquel estrecho, quitando la tapa a la caldera en que estaba el agua hirviendo, se arrojó en ella y pereció sufriendo lo que él no merecía, pero pensando de un modo digno de su patria y de la hermosura, y no como Cleáneto, hijo de Cleomedonte, que habiendo dado pasos para librar al padre de la multa de cincuenta talentos, y presentando al efecto al pueblo cartas de Demetrio, no sólo se cubrió a sí mismo de oprobio, sino que fue causa de turbaciones en la ciudad. Porque a Cleomedonte le perdonó la multa, pero hizo un decreto para que nadie presentara cartas de Demetrio; mas como habiéndolo éste entendido, lejos de tolerarlo, se hubiese mostrado muy ofendido, intimidados nuevamente, no sólo anularon el decreto, sino que de los que lo propusieron y apoyaron, a unos les quitaron la vida y a otros los desterraron. Hicieron además otro decreto por el que declararon que todo cuanto el rey Demetrio mandara habla de ser santo ante los dioses y justo ante los hombres, y diciendo uno de los ciudadanos más prudentes que Estratocles no podía menos de estar loco para proponer tales cosas, Demócares Leuconeo le replicó: “Estaríalo si no lo estuviese»; porque realmente Estratocles sirvió mucho a la ciudad con estas adulaciones; sin embargo, delatado Demócares con tan leve motivo, fue desterrado. ¡Por estas humillaciones pasaban los Atenienses mientras se daban por aliviados de la guarnición, y creían que estaban en el pleno goce de su libertad!

XXV.— Pasó Demetrio al Peloponeso, y no haciéndole frente ninguno de los enemigos, porque todos huían y abandonaban las ciudades, puso a su obediencia la región llamada Acte y la Arcadia, a excepción de Mantinea, y rescató a Sicione, Argos y Corinto, dando cien talentos a los que las tenían en custodia. Celebrándose en Argos las fiestas de Hera, presidió a los combates y a toda la solemnidad, y se casó con Deidamía, hija de Eácides, rey de los Molosos, y hermana de Pirro. Decía que los Sicionios habitaban fuera de la ciudad, y los persuadió a que la trasladaran al sitio que ahora ocupa: y ellos con el sitio le mudaron también el nombre, llamándola Demetría de en vez de Sicione. Habiéndose reunido en el Istmo una junta general, que fue sumamente concurrida, se le nombró generalísimo de la Grecia, como antes se había hecho con Filipo y Alejandro, a quienes él pensaba hacer grandes ventajas, deslumbrando con la presente fortuna y con el gran poder a que por ella había llegado. Alejandro a ninguno de los otros reyes los rebajó de este dictado, ni a sí mismo se dio el título de rey de reyes, sin embargo de que muchos le debían la dignidad y el nombre; Demetrio, en cambio, hacía mofa y escarnio de los que llamaban rey a cualquiera otro fuera de él y su padre, y en los banquetes oía con gusto a los que brindaban por el rey Demetrio, por el jefe de los elefantes Seleuco, por el general de la armada Tolomeo, por el tesorero Lisímaco, por el Siciliano Agatocles, gobernador de las islas. Instruidos aquellos reyes de estas puerilidades, todos las tomaron a risa, a excepción de Lisímaco, que se mostró muy enfadado, diciendo: «¿Si me habrá tenido por castrado Demetrio?», porque comúnmente para tesorero se echa mano de los eunucos. Era siempre Lisímaco el que más le odiaba, y para motejarle por sus amores con Lamia, dijo: «Ahora, por la primera vez, se ha visto una ramera salida de la escena trágica»: a lo que replicó Demetrio ser más honesta y recatada esta ramera que su Penélope.

XXVI.— Pasando entonces otra vez a Atenas, escribió anticipadamente que quería al punto de su llegada iniciarse en los misterios y hacer de una vez toda la ceremonia, desde la primera iniciación hasta la inspección íntima. Mas esto no era legítimo ni se había hecho nunca, porque los pequeños misterios se celebraban en el mes Antesterión, y los grandes en el Boedromión, y a la inspección no se pasaba sino mediando un año cuando menos desde los grandes misterios. Leída la carta, sólo se atrevió a oponerse el portaantorcha Pitodoro: pero no adelantó nada, porque abrió Estrátocles dictamen para que se decretara que el mes Muniquión se entendiera y llamara Antesterión, y admitieron a Demetrio a la iniciación que se hacía en Agra. Después de esto, el mes Muniquión de Antesterión se hizo Boedromión, y se perfeccionó lo que restaba de la iniciación, recibiendo Demetrio el último grado de la inspección íntima: por lo que, satirizando Filípides a Estrátocles, hizo este verso:

El que a un mes solo ha reducido el año;

así como dijo en cuanto a su alojamiento en el Partenón:

El que por un mesón, tuvo al alcázar
y de una Virgen al sagrado templo introdujo a las torpes ramerillas.

XXVII.— Siendo así que entonces en la ciudad se cometieron mil excesos e injusticias, se dice que, lo que más mortificó a los Atenienses fue que, habiéndoseles mandado pagar y entregar sin dilación doscientos cincuenta talentos, cuya exacción se hizo de una sola vez y sin excusa, cuando Demetrio vio todo el dinero junto, dio orden de que para jabón se entregara a Lamia y a las otras mozuelas que tenía consigo: porque sintieron más la vergüenza que la multa, y la expresión de desprecio más que la violencia de hecho. Algunos dicen que no fue con los Atenienses con quienes esto se ejecutó, sino con los Tésalos. Fuera de esto, queriendo Lamia dar un banquete al rey, exigió por su propia autoridad dinero a muchos, y fue tan celebrado por su suntuosidad este convite, que Linceo de Samo escribió una historia de él. Con este motivo hubo un poeta cómico que llamó a Lamia, con tanto donaire como verdad, Helépolis. Demócares de Solos llamaba a Demetrio Cuento, porque decía que tenía como los cuentos su Lamia o Hada. Daba esta mujer celos y envidia, con ser tan querida y obsequiada, no sólo a las mujeres legítimas de Demetrio, sino aun a sus amigos. Fueron en una ocasión embajadores de parte de Demetrio a Lisímaco, a quienes éste en un momento de ocio mostró en los muslos y en los brazos cicatrices profundas de las uñas de un león, y les refirió la lucha que había tenido con aquella fiera por haberle encerrado con ella el rey Alejandro; y ellos, echándose a reír, le dijeron que también su rey llevaba en el cuello mordiscos de otra fiera cruel, que era Lamia. Era cosa de admirar que habiendo andado con reparos al principio para casarse con File por razón de la edad, se hubiera dejado vencer de Lamia y la hubiera amado por tanto tiempo, pasada ya y muy pasada su flor. Así es que Demo, llamada también Mania, habiendo tañido la flauta Lamia sobre cena, como le preguntase Demetrio «¿Qué te parece?», «Vieja, señor», le respondió. Y en otra ocasión, habiéndose puesto en la mesa grande abundancia de postres, diciéndole el mismo Demetrio: «¿Ves qué de cosas me envía Lamia?», «Muchas más te enviaría mi madre —le respondió— si quisieras dormir con ella». Consérvase finalmente en memoria la objeción de Lamia contra la sentencia llamada de Bocoris. Se había enamorado uno en Egipto de la cortesana Tonis, a la que había ofrecido una gran suma; habiéndole parecido después entre sueños que yacía con ella, se resfrió en su deseo y ella le puso pleito sobre el precio convenido. Diose cuenta a Bocoris y mandó que el amador trajera a su presencia en un talego todo el dinero prometido, y que con la mano lo sacudiera a uno y otro lado, y la cortesana se contentara con la sombra, teniendo a la opinión por sombra de la verdad; pero Lamia repuso que esta sentencia no era justa, porque la sombra no satisfizo en la cortesana la codicia del dinero, como el sueño había borrado el amor en el mancebo. Mas baste lo dicho acerca de Lamia.

XXVIII.— La fortuna y los sucesos de este rey, de quien escribimos, exigen que la narración se convierta ahora de la escena cómica a la trágica. Porque todos los otros reyes se coligaron contra Antígono; y como hubiesen reunido en un punto todas sus fuerzas, tuvo Demetrio que acudir desde la Grecia; y como hubiese juntado así mismo sus tropas con las del padre, más codicioso de gloria militar que lo que su edad llevaba, él también adquirió más osadía y cobró más ánimo. Y en verdad parece que si Antígono hubiera cedido en cosas bien pequeñas y hubiera rebajado algo de su desmedida ambición y deseo de mando, habría conservado para sí y dejado al hijo la preeminencia de ser el primero entre todos ellos; pero siendo altivo y orgulloso por carácter, tan insolente como en las obras en las palabras, había ofendido e irritado a muchos de los jóvenes y de los poderosos. Entonces mismo decía de aquella Liga y Confederación que como una bandada de pájaros la dispersaría con tirar una piedra y hacer un poco de ruido. Tenía para esta guerra más de setenta mil infantes, diez mil caballos y setenta y cinco elefantes, siendo las fuerzas de los contrarios sesenta y cuatro mil infantes, quinientos caballos más que aquel, cuatrocientos elefantes y ciento veinte carros. Cuando ya éstos se acercaron, hubo variación en su ánimo, más bien en cuanto a las esperanzas que en cuanto a la determinación. Porque siendo así que en los momentos de los combates solía ser altanero y jactancioso, hablando en voz alta y usando de expresiones arrogantes, hasta emplear los chistes en el momento de acometer y cuando se había venido a las manos, con los enemigos para mostrar gran serenidad y desprecio de éstos, en aquella ocasión se le vio casi siempre pensativo y taciturno, y ante el pueblo designó y les presentó al hijo por su sucesor. Pero lo que más admiraron todos fue que en su tienda habló con éste a solas, cuando no acostumbraba a tener ni aun con él estas confianzas, sino que después de haber resuelto por sí le daba públicamente las órdenes para la ejecución de sus planes. Dícese que siendo todavía mocito Demetrio le preguntó en una ocasión cuando se tocaría a retirada, y que le respondió enfadado: «¿Pues qué, has de ser tú solo quien no oiga la trompeta?».

XXIX.— Agregósele entonces haber también señales contrarias, que cortaron los vuelos a su espíritu, porque a Demetrio le pareció que entre sueños le preguntaba Alejandro, magníficamente armado, qué señal era la que iban a dar para aquella batalla, y que, habiéndole él respondido que «Zeus y la victoria», le había contestado: «Pues voyme ahora a los enemigos, porque ellos me recibirán»; y Antígono, al salir, cuando va estaba ordenada la hueste, tropezó y cayó de bruces, habiéndose hecho bastante daño; y levantándose, tendidas las palmas al cielo, pidió a los dioses la victoria o una muerte imprevista antes de la derrota. En el acto de embestir, Demetrio, que mandaba la mayor y mejor parte de la caballería, vino a caer al frente de Antíoco, hijo de Seleuco, y habiendo peleado valerosamente hasta haber rechazado a los enemigos, en el alcance, que fue seguido con más calor y arrojo del que la oportunidad sufría, malogró la victoria; porque al retirarse no le fue dado volver a incorporarse con la infantería a causa de haber interpuesto los elefantes, y viendo Seleuco el cuerpo del ejército privado de la protección de la caballería, hizo como que cargaba para envolverlo y se propuso dar ocasión a que los soldados mudaran de ánimo y se le pasasen, lo que así sucedió: porque un grandísimo número, que estaba cortado, al punto fue a incorporarse en sus filas, y los demás huyeron. Corrían muchos hacia Antígono, y diciéndole uno: «Contra ti vienen éstos ¡oh rey!». «¿Pues contra quién han de venir sino contra mí? —respondió—; mas ya volverá Demetrio en mi auxilio»; y mientras estaba con esta esperanza mirando si vendría el hijo, siendo muchos a tirarle saetas a un tiempo, cayó muerto. Todos los demás sirvientes y amigos al punto le abandonaron, quedando solamente en custodia del cadáver Tórax de Larisa.

XXX.— Terminada de este modo la batalla, repartiéndose los reyes vencedores, como si fuera un cuerpo muerto, todo el imperio de Antígono y Demetrio, tomaron cada uno su parte y se repusieron de las provincias de éstos en las que cada uno había tenido antes. Demetrio huyó con cinco mil infantes y cuatro mil caballos, dirigiéndose con precipitación a Éfeso, y cuando todos creían que, falto de recursos, no saldría del templo, temeroso de que lo ejecutasen los soldados, dio al punto la vela, haciendo rumbo a la Grecia, por tener en los Atenienses sus principales esperanzas: porque hacía también la casualidad que allí había dejado naves, fondos y a su mujer Deidamía, y pensaba que no podía encontrar refugio más seguro en el estado en que se veía que el amor de los Atenienses. Por tanto, cuando navegando la vuelta de las Cíclades le salieron al encuentro embajadores de Atenas, intimándole que no tocase en aquella ciudad porque había decretado el pueblo que no se diera entrada a ninguno de los reyes, y a Deidamía la condujeron a Mégara con el honor y acompañamiento correspondiente, no fue dueño de sí mismo de cólera, sin embargo de que había llevado hasta allí resignadamente su desgracia y no se había mostrado en semejante mudanza abatido o humillado: pero el verse frustrado de las esperanzas que sobre el amor de los Atenienses había fundado, y que éste le había salido vano y falaz, era lo que sobre todo le desconsolaba; y es que para los reyes y poderosos el indicio menos cierto de amor de parte de la muchedumbre es el exceso en las sumisiones y los honores; pues consistiendo el precio de éstos en la voluntad y la elección, el miedo les quita el crédito y la fe, porque unos mismos son los decretos de los que temen, y de los que aman. Así, los hombres prudentes y de juicio, no mirando a las estatuas, ni a las pinturas, ni a las apoteosis, sino más bien a sus propios hechos y sus propias obras, según son éstas, o los tienen por verdaderos honores, o por resoluciones de la necesidad; como que los pueblos muchas veces cuantos más honores decretan más aborrecen a los que los reciben sin medida, con desdén y ceño de los que los decretan muy de mala gana.

XXXI.— Teniéndose Demetrio por malhadado en aquella situación, y no pudiendo tomar venganza de los Atenienses, no hizo más que darles quejas con cierta moderación, al mismo tiempo que trataba de recobrar sus naves, entre las que había una de trece órdenes de remos. Habiéndolas recibido, navegó al Istmo, y hallando que sus cosas no estaban allí en mejor estado, porque las guarniciones, de una en una, se le habían ido separando y pasando a los enemigos, dejó a Pirro en observación de la Grecia, y haciéndose a la vela se dirigió al Quersoneso, desde donde empezó a talar las tierras de Lisímaco para fomentar y mantener su ejército, que ya iba reponiéndose y siendo de no pequeña entidad. Por lo que hace a Lisímaco, se veía abandonado de los demás reyes, por no parecerles ser de mejor intención que aquel, y antes sí más temible, por lo mismo que tenía mayor poder.

De allí a poco Seleuco envió a pedir en casamiento a Estratonica, hija de Demetrio y File, sin embargo de tener ya un hijo llamado Antíoco. habido en Apama, natural de Persia; creyendo por una parte que, según la extensión de su mando, tenía para muchos sucesores, y por otra que necesitaba enlazarse con aquel, por cuanto había visto que de las hijas de Tolomeo Lisímaco había tomado una para sí y otra para su hijo Agatocles. Era para Demetrio una felicidad inesperada ser suegro de Seleuco, y haciéndose a la vela con aquella doncella, marchó con todas las naves a la Siria, arribando por necesidad a diferentes puntos, y tocando en la Cilicia, donde dominaba Plistarco después de la batalla con Antígono, por haberle sido entregada por los reyes esta provincia como un don especial. Era Plistarco hermano de Casandro, y juzgando violado injustamente su territorio por Demetrio en las arribadas, con ánimo de quejarse a Seleuco de que había hecho la paz con el enemigo común sin el consentimiento de los otros reyes, se embarcó para ir en su busca.

XXXII.— Habiéndolo entendido Demetrio, se encaminó desde el mar a Quinda, donde encontró que aún habían quedado mil doscientos talentos, los que recogió, y dándose prisa a embarcarse se hizo sin detención al mar. Reuniósele a este tiempo su mujer File, y en Roso le salió a recibir Seleuco. Fue esta primera entrevista sencilla, franca y regia, habiendo tenido primero Seleuco convidado en su tienda en el campamento de Demetrio, y recibido después Demetrio a aquel en su galera. Había entre ellos fiestas, conferencias y pasatiempos, sin guardias y sin armas, hasta que, desposándose con grande aparato Seleuco con Estratonica, se restituyó a Antioquía.

Demetrio recobró la Cilicia, y envió a su mujer File a la corte de Casandro, su hermano, con el objeto de desvanecer las acusaciones de Plistarco. En esto, Deidamía, que había venido de la Grecia a reunirse con él, al cabo de poco tiempo murió de una enfermedad. Hizo amistad con Tolomeo por medio de Seleuco, entrando en el tratado que tomaría a Tolemaida, hija de Tolomeo, por mujer. Hasta aquí la conducta de Seleuco había sido muy urbana y civil; pero habiendo pretendido que Demetrio le entregara la Cilicia por cierta suma, porque éste no se prestó a ello le pidió con grande enojo la restitución de Sidón y de Tiro, dando muestras de obrar con la mayor violencia y propasarse a los mayores excesos; porque habiendo hecho suyo cuanto hay desde el mar de la India hasta la Siria, todavía era tan menesteroso y pobre, que por solas dos ciudades le era preciso no dejar vivir a un hombre que, sobre ser su suegro, había experimentado tales mudanzas de fortuna, dando en esto el más relevante testimonio a la sentencia de Platón, que exhorta al que quiera ser verdaderamente rico a que en lugar de aumentar la riqueza disminuya el deseo insaciable de tener, pues el que no sabe acallar la avaricia jamás se verá libre ni de pobreza ni de miseria.

XXXIII.— Mas no se acobardó Demetrio, sino que, diciendo que, aunque en otras diez mil batallas fuese vencido, no sufriría el que Seleuco comprara de él por precio el ser su yerno, aseguró con guarniciones aquellas ciudades, y, con noticia que tuvo de que estando alterada Atenas trataba Lácares de tiranizarla, se prometió que con aparecerse tomaría fácilmente la ciudad. Lo que es la travesía la hizo en toda seguridad con una grande armada; pero al costear el Ática sufrió una fuerte tormenta, en la que perdió la mayor parte de las naves, y tuvo un no pequeño número de muertos. Habiendo él salido a salvo, aún hizo alguna guerra a los Atenienses, pero viendo que nada adelantaba, envió comisionados que juntaran nueva escuadra, y pasando al Peloponeso puso sitio a Mesena, donde combatiendo los muros estuvo en grande peligro por haber sido herido de un dardo lanzado con catapulta, que le lastimó la cara y la boca, pasándole la mejilla. Luego que se hubo recobrado, y que redujo a su obediencia algunas ciudades sublevadas, volvió de nuevo a invadir el Ática. Apoderóse de Eleusis y Ramnunte, taló el país, y habiendo apresado una nave con trigo que se dirigía a proveer a los Atenienses, ahorcó al comerciante y al piloto; de manera que, ahuyentados de miedo todos los demás, se padeció en la ciudad una terrible hambre, y con ella una absoluta escasez de todos los demás objetos. Así, la fanega de sal les costaba treinta dracmas, y un modio de trigo, trescientas. Proporcionaron algún respiro a los Atenienses ciento cincuenta naves que se aparecieron por la parte de Egina, enviadas en su socorro por Tolomeo; pero habiéndole llegado a Demetrio muchas del Peloponeso y de Chipre, hasta componer trescientas entre todas, levaron anclas las de Tolomeo y huyeron, y el tirano Lácares dio también a huir, abandonando la ciudad.

XXXIV.— Los Atenienses, aunque habían impuesto pena de muerte al que hablara de paz o de reconciliación con Demetrio, al punto le abrieron las puertas que estaban inmediatas, y le enviaron embajadores, no con esperanza de alcanzar de él nada favorable, sino estrechados del hambre, en la que sucedieron cosas muy lastimosas, contándose entre otras la siguiente: Estaban retirados en una habitación desesperados de todo socorro padre e hijo, y habiendo caído del techo un ratón muerto, luego que le vieron corrieron los dos a cogerlo y se lo disputaron a golpes. Refiérese también que el filósofo Epicuro mantuvo en aquella ocasión a sus discípulos repartiendo con ellos cierta porción de habas por cuenta. Siendo ésta la situación de la ciudad, entró en ella Demetrio, y dando orden de que se juntaran todos en el teatro, guarneció con hombres armados la escena, cercó de lanceros el lugar de la representación, y bajando, como los actores trágicos, de los corredores altos, fue todavía mayor el susto de los Atenienses: pero con el principio de su discurso tuvo fin el miedo de éstos; porque quitando del tono de la voz y de las expresiones toda acrimonia, se quejó de ellos blanda y amistosamente, y se dio por desenojado, haciéndoles entregar cien mil fanegas de trigo y restableciendo los magistrados que les eran más agradables. Observó el orador Dromoclides que el pueblo con el gozo prorrumpía en diferentes aclamaciones, tratando de sobrepujar las alabanzas que los demagogos pronunciaban desde la tribuna, y propuso ley para que al rey Demetrio se le entregara el Pireo y Muniquia. Decretóse así, pero Demetrio puso por sí mismo guarnición en el Museo, no fuera que, sacudiendo otra vez el freno el pueblo, le diera causa a iguales detenciones.

XXXV.— Reducida Atenas, asestó sus tiros contra Lacedemonia, y venciendo y rechazando en batalla al rey Arquidamo, que le salió al encuentro junto a Mantinea, invadió la Laconia. Hizo en otro encuentro quinientos cautivos y le mató doscientos a la vista de la misma ciudad de Esparta. Casi nada faltaba para hacerse dueño de ella, no habiendo sido nunca tomada hasta entonces; pero la Fortuna parece que no usó jamás con rey ninguno de tan grandes y súbitas mudanzas, ni con nadie fue tantas veces pequeña y grande, humilde de ensalzada, y poderosa otra vez de pobre y abatida; así se dice que el mismo Demetrio en una de las más notables entre estas vicisitudes, empleó, exclamando contra la Fortuna, este verso de Esquilo:

Tú me alentaste, y tú quieres perderme.

Porque entonces, yendo con tanta prosperidad sus negocios hacia el imperio y el poder, se le dio aviso primero de que Lisímaco le había tomado las ciudades del Asia; y enseguida de que Tolomeo se había apoderado de toda Chipre, a excepción de sola la ciudad de Salamina, y ésta la tenía sitiada, hallándose envueltos en el sitio sus hijos y su madre. Mas al mismo tiempo la Fortuna, que, como aquella mujer de los versos de Arquíloco,

Engañosa y falaz, en la una mano
agua llevaba, y en la otra fuego,

habiéndole apartado con tan desagradables y terribles nuevas de Lacedemonia, le presentó otras esperanzas de nuevos y grandes sucesos con la ocasión siguiente.

XXXVI.— Muerto Casandro, su hijo mayor llamado Filipo, falleció asimismo, habiendo sido muy poco el tiempo que reinó, sobre los Macedonios, y los otros dos se pusieron entre sí en discordia y en abierta disensión. Uno de éstos, Antípatro, dio muerte a Tesalonica, su madre, por lo que el otro, Alejandro, llamó en su auxilio del Epiro a Pirro y del Peloponeso a Demetrio. Adelantóse Pirro, y tomándose una gran parte de la Macedonia como premio del socorro, era ya un vecino temible para Alejandro. Demetrio, luego que recibió la carta, se había puesto en movimiento con su ejército, y como aquel joven temiese todavía más a éste por su grande dignidad y fama, le salió al encuentro en Dío y lo saludó y recibió con las mayores muestras de aprecio; pero ya nada le dijo sobre tener necesidad de su presencia. Levantáronse, pues, sospechas de uno a otro, y yendo Demetrio a un banquete para el que aquel joven le había convidado, hubo quien le advirtió en el camino de que se le armaban asechanzas, teniendo dispuesto darle muerte entre los brindis. Nada se inmutó con esta denuncia, y sólo se detuvo un poco para dar orden a sus caudillos de que la tropa, estuviese sobre las armas, y mandó a los criados y demás personas de su comitiva, que eran muchos más que los de Alejandro, que entraran al comedor y permanecieran allí hasta que se levantase de la mesa. Temieron con esto los que Alejandro tenía prevenidos, y no se atrevieron a poner por obra su designio. Demetrio, excusándose con que no se sentía bien dispuesto para beber, se retiró cuanto antes, y al día siguiente ordenó la partida, diciendo que le habían ocurrido nuevos negocios, y que Alejandro le disculpara de que se retirase tan pronto, pues se detendría más con él en otra ocasión en que estuviese desocupado. Alegróse, pues, Alejandro, creyendo que aquella retirada no nacía de enemistad, sino que era voluntaria, y le acompañó hasta la Tesalia. Llegados a Larisa, volvieron a hacerse mutuos convites, con intención uno y otro de armarse celadas; y cabalmente esto fue lo que más contribuyó a que Alejandro se pusiera en manos de Demetrio; porque rehusando tener guardias, para no enseñar a éste a precaverse, sufrió con antelación lo mismo que pensaba ejecutar, que era no dar lugar a que Demetrio se le huyese. Convidado, pues, por éste, pasó a su hospedaje, y habiéndose levantado Demetrio en medio de la cena, como concibiese temor Alejandro, se levantó también, y a su mismo paso lo siguió hasta la puerta. Incorporado en ella Demetrio con sus guardias, no les dijo sino estas solas palabras: «Acabad con el que me sigue», y saliéndose a la parte afuera, dieron éstos muerte a Alejandro y a aquellos de sus amigos que acudieron en su socorro, refiriéndose haber dicho uno de ellos cuando le herían que un solo día se les había anticipado Demetrio.

XXXVII.— La noche, como era natural, se pasó en inquietud; pero a la mañana, aunque los Macedonios estaban alborotados y recelaban del poder de Demetrio, como nadie se presentase que les inspirara temor, y Demetrio les enviase a decir que quería hablarles y sincerarse de lo sucedido, ya esto les inspiró confianza y le recibieron apaciblemente. Luego que se presentó, no necesitó de largos discursos; sino que, como aborreciesen a Antípatro por matador de su madre, y no tuviesen cosa mejor de que echar mano, le proclamaron rey y, tomándole por caudillo, le condujeron a Macedonia. A los naturales que habían quedado en el país no les era tampoco sensible esta mudanza, porque tenían en memoria y detestaban lo mal que Casandro se había portado con Alejandro después de su muerte, y si aun quedaba algún recuerdo del antiguo Antípatro, disfrutábale Demetrio por estar casado con File y tener de ésta un hijo, sucesor del reino, que ya era mocito y militaba con el padre.

XXXVIII.— Habiéndole sido tan favorable la Fortuna, supo que los hijos y la madre habían logrado caer libres, recibiendo todavía dones y honores de parte de Tolomeo; y supo asimismo de su hija casada con Seleuco, que lo estaba con Antíoco, hijo de éste, y que había sido proclamada reina de las provincias altas. Porque sucedió, según es fama, que Antíoco se enamoró de Estratonica, que era joven; mas tenía ya un hijo de Seleuco, por lo que vivía en la mayor aflicción y congoja, luchando con el mayor esfuerzo contra esta pasión; tanto, que considerando lo desordenado de sus deseos y lo insufrible de su mal, andaba meditando el modo de librarse de la vida, y pensó salir de ella poco a poco con no cuidarse de remedios y con acortar la comida, fingiendo en tanto que se hallaba enfermo. El médico Erasístrato comprendió sin dificultad que estaba enamorado; pero deseando descubrir de quién, lo que no era tan fácil, se quedó a habitar en su propia cámara; y si entraba algún mancebo o alguna joven de agraciada figura, miraba a Antíoco al rostro, y observaba los miembros y movimientos del cuerpo, que naturalmente son afectados cuando el ánimo sufre una vehemente impresión. Viendo, pues, que cuando entraban los demás ninguna novedad tenía, y que cuando entraba Estratonica, que iba muchas veces, o sola o acompañada de Seleuco, se notaban en él todas aquellas señales de Safo: apocamiento de la voz, encendimiento del color, caimiento de los ojos, repentinos sudores, alteración e intercadencia del pulso y, finalmente, que tenía desmayos, dudas, temores, y poco a poco se iba quedando pálido, conjeturó Erasístrato, por todos estos indicios, que el hijo del rey no estaba enamorado de otra sino de ésta, y que había hecho ánimo de callarlo hasta morir. Miraba por tanto como muy expuesto el manifestar y referir estas observaciones; mas fiado, sin embargo, en el grande amor de Seleuco a su hijo, aun se resolvió un día a decirle que aquel joven estaba enfermo de amores, pero de amores imposibles e insanables. Admirado al oírlo, «¿Cómo insanables?», repuso. «Porque está enamorado de mi mujer» le respondió entonces Erasístrato; a lo que continuó Seleuco: «¿Pues cómo, no cederías, ¡oh Erasístrato!, a mi hijo este casamiento siendo tan su amigo, mayormente viendo hasta qué punto nos tiene a todos sin sosiego?». «Porque ni tú con ser su padre —le replicó Erasístrato— tendrías semejante condescendencia si sus deseos se dirigieran a Estratonica»; y entonces Seleuco: «¡Ojalá entre los dioses o los hombres hubiera, amigo mío, quien pudiera hacer repentinamente esta mudanza en la enfermedad, que yo tendría a dicha hasta ceder el reino por ver recobrado a mi hijo!». Pronunció Seleuco estas palabras con grande agitación y derramando lágrimas, y Erasístrato, tomándole la diestra: «Todo está remediado —le dijo— porque siendo padre, marido y rey, serás también el mejor médico de tu casa». En consecuencia de esto, convocando Seleuco el pueblo a junta general, le dijo ser su voluntad y tener determinado declarar rey de todas las provincias altas a Antíoco y reina a Estratonica, enlazándose ambos en matrimonio; que en cuanto a su hijo, creía que habiéndole sido siempre sumiso y obediente, no se opondría a este casamiento; mas que si la esposa tuviese alguna dificultad, por ser cosa desusada, se llamase a las personas más de su confianza para que la instruyesen y persuadiesen que debía reputar por bueno y justo lo que el rey resolvía para el bien común. Tal se dice haber sido la ocasión y el motivo del matrimonio de Antíoco y Estratonica.

XXXIX.— Habiendo tomado Demetrio la Macedonia y la Tesalia, y siendo dueño de la mayor parte del Peloponeso, y fuera del istmo de Mégara y de Atenas, se dirigió contra los Beocios. Hicieron éstos desde luego la paz con condiciones tolerables; pero pasando después a Tebas con ejército el espartano Cleónimo, volvieron a ensoberbecerse; y como al mismo tiempo Pisis de Tespias, que en gloria y en poder era el primero, concurriese también a inflamarlos, se le rebelaron. Mas apenas acudiendo Demetrio con sus máquinas de guerra puso sitio a Tebas, y por temor salió de ella Cleónimo, asustados los Beocios, se rindieron a discreción. Puso Demetrio guarnición en las ciudades, exigió crecidas contribuciones, y dejándoles por procurador y presidente a Jerónimo el Historiador, pareció haber andado demasiado benigno, especialmente en cuanto a Pisis, pues, habiéndose apoderado de su persona, no le hizo ningún mal, sino que le saludó y trató afablemente y le nombró comandante de la armada de Tespias. Fue de allí a poco cautivado Lisímaco por Dromiquetes, y marchando inmediatamente Demetrio con esta nueva a la Tracia, con esperanza de ocuparla como país desierto, se rebelaron de nuevo los Beocios, y le llegó aviso de que Lisímaco se hallaba libre. Retrocediendo, pues, sin dilación lleno de cólera, se encontró con que ya los Beocios habían sido vencidos en batalla por su hijo Antígono, y puso de nuevo sitio a Tebas.

XL.— Talaba en tanto Pirro la Tesalia, hallándose ya en las Termópilas, por lo que, encargando a Antígono la prosecución del sitio, marchó contra aquel, que se retiró precipitadamente. Dejando, pues, en la Tesalia diez mil infantes y mil caballos, volvió sobre Tebas, haciendo traer la máquina llamada helépolis, de tanta mole y peso que era preciso conducirla muy poco a poco; así en dos meses apenas se hizo con ella el camino de dos estadios. Defendíanse esforzadamente los Beocios, y como Demetrio, por obstinación y empeño, pusiese muchas veces a los soldados en precisión de pelear y exponerse, viendo Antígono que eran muchos los que morían, y doliéndole de ello, «¿Por qué dejamos, padre mío —le dijo— que éstos perezcan sin necesidad?». A lo que irritado, «Y tú —le contestó— ¿por qué te incomodas de eso? ¿Acaso has de pagar su haber a los que mueren?». Mas con todo, queriendo no dar ocasión a que se dijera que sólo sus amigos no le dolían, sino correr la misma suerte que los que peleaban, en uno de estos encuentros una veloz saeta le atravesó el cuello. Estuvo bien malo de la herida; mas con todo, lejos de aflojar, tomó segunda vez a Tebas. Al entrar, su aspecto fue para inspirar el mayor terror y sobresalto, como si hubiera de cometer atrocidades; pero, contentándose con dar muerte a trece y desterrar a algunos, perdonó a los demás. Así sucedió que no haciendo diez años que Tebas había sido reedificada, dos veces fue tomada en este corto tiempo.

Llegaba el de celebrar los Juegos Píticos, y Demetrio hizo una cosa enteramente nueva: porque teniendo los Etolios ocupadas las gargantas, celebró en Atenas los juegos y toda la festividad, dando por razón que allí correspondía fuese principalmente venerado un dios que era tenido por patricio y se decía ser el primer autor de aquel pueblo.

XLI.— Volvió de allí a la Macedonia, y como de suyo fuese poco inclinado al sosiego, y viese que los súbditos le tenían más consideración en el ejército, siendo en casa turbulentos e inquietos, marchó contra los Etolios. Talóles el país, y dejando en él a Pantauco con no pequeña parte del ejército, se dirigió contra Pirro, y Pirro contra él; pero habiendo errado ambos el camino, el uno talaba el Epiro, y el otro dando sobre Pantauco, y trabando batalla, como hubiesen venido a las manos hasta darse y recibir mutuamente heridas, al fin le rechazó con muerte de mucha gente, y tomándole cinco mil cautivos; esto fue lo que sobre todo perjudicó a Demetrio, porque no tanto se concilió odio Pirro por el mal que les causó como admiración por ser hombre que las más cosas las acababa por su propia mano, habiendo adquirido gran renombre y fama en aquella batalla: y aun entre muchos de los Macedonios corría la voz de que todos los reyes, en este sólo veían una semejanza del ardimiento de Alejandro, cuando los demás, y especialmente Demetrio, sólo remedaban, como en un teatro, su gravedad y su lujo.

Y por lo que hace a Demetrio, estaba en verdad hecho un representante de tragedia, pues no sólo llevaba cubierta la cabeza con un sombrerillo ceñido de dobles diademas, e iba vestido de una tela rica de oro y púrpura, sino que usaba además por calzado unos coturnos dorados, cuyas suelas eran de púrpura puesta en muchos dobles. Estábanle tejiendo largo tiempo había un manto, obra soberbia, remedo del mundo y de los astros del cielo, el cual quedó a medio acabar cuando ocurrió el trastorno de sus cosas; ninguno después se atrevió a usarlo, sin embargo de que de allí a bien poco hubo en Macedonia reyes sobrado orgullosos.

XLII.— Ni sólo con este aparato disgustaba a unos hombres que no estaban hechos a él, sino que los incomodaba además con su lujo y con toda su conducta, y principalmente con no dejarse ver ni hablar; porque, o absolutamente no había tiempo para que diera audiencia, o si la daba era desabrido y usaba de malos modos con los que se le acercaban. De los Atenienses, a los que distinguía entre los demás griegos, detuvo dos años una embajada: y habiendo llegado de Lacedemonia un embajador, se inquietó sobremanera, pareciéndole que aquello era desprecio; pero el embajador se condujo con gracia y propiamente a la espartana; porque diciéndole Demetrio: «¿Qué quieres? ¿Conque los Lacedemonios no dependían más que un embajador?». «Cierto, ¡oh rey! —le respondió—, porque es a uno solo». Pareció que un día se presentaba más popular y recibía sin ceño, por lo que acudieron algunos y le entregaron memoriales. Como los recibiese todos y los recogiese en el manto, se alegraron los interesados e iban siguiéndole; pero cuando llegó al puente del Axio, sacudió el manto y los arrojó a todos al río. Esto mortificó con extremo a los Macedonios, pareciéndoles que aquello más era escarnecerlos que reinar, mayormente acordándose ellos mismos, o habiendo oído a los que se acordaban de cuánta era en este punto la bondad y afabilidad de Filipo. Sucedióle una vez que una pobre anciana le salió al encuentro y le rogó e instó varias veces que la oyese; respondióle que no estaba de vagar, y, como ella le dijese en voz alta: «Pues no reines», le hizo esto tanta impresión que, parándose a meditar sobre ello, se volvió a casa, y dando de mano a todos los demás negocios, se dedicó, empezando por aquella anciana a dar audiencia a cuantos quisieron muchos días seguidos, pues nada es tan propio de un rey como el cuidar de la administración de justicia. Porque Ares es tirano, como decía Timoteo; la ley, reina de todos, según expresión de Píndaro, y a los reyes no les da Zeus en depósito, dice Homero, máquinas de guerra o naves bronceadas, sino leyes para que las tengan en custodia y las guarden, llamando alumno y discípulo del mismo Zeus, no al más belicoso de los reyes, ni al más violento, ni al más matador, sino al más justo; pero Demetrio se complacía en un sobrenombre muy desemejante de los que se dan al rey de los dioses; porque éste se denomina protector y conservador de ciudades, y Demetrio tomó para sí el título de Poliorcetes, que es expugnador de ellas. ¡Hasta tal punto confundió un poder necio los términos de lo honesto, y de lo torpe, y quiso hacer habitar en uno la gloria y la injusticia!

XLIII.— Habiendo estado Demetrio enfermo de peligro en Pela, faltó muy poco para que perdiese la Macedonia, acudiendo al punto Pirro y llegando hasta Edesa; pero apenas estuvo aliviado cuando le rechazó fácilmente e hizo con él un tratado, no queriendo que por haber de lidiar cada día en esta guerra de conquistar y reconquistar pueblos le sirviera de estorbo y le quitara ponerse en el pie conveniente para lo que meditaba; esto no era nada menos que recobrar todo el imperio que había tenido su padre. A esta esperanza y a este proyecto correspondían los preparativos, pues tenía ya reunido un ejército de noventa y ocho mil infantes, y además poco menos de doce mil caballos. Trataba también de juntar una armada de quinientas naves, habiendo hecho poner para unas las quillas en el Pireo, y para otras en Corinto, en Calcis y en Pela, y yendo él mismo de una parte a otra previniendo lo que convenía, y aun poniendo mano en la obra; con lo que excitaba la admiración de todos, que veían con asombro el número y la grandeza de tales trabajos. Porque hasta entonces nadie había visto galeras de quince y dieciséis, órdenes de remos: pero más adelante, Tolomeo Filopátor construyó una de cuarenta órdenes, que tenía de largo doscientos ochenta codos y de alto, hasta el remate de la popa, cuarenta y ocho. Acomodábanse en ella, fuera de los remeros, cuatrocientos hombres de tripulación, remeros cuatro mil, y cabían además de éstos, en los entrepuentes y sobre cubierta, poco menos de otros tres mil, ésta no sirvió mas que de espectáculo, pudiendo ser mirada como un edificio fijo destinado a la vista y no al uso, por ser muy difícil de mover, y aun no sin peligro. No así las naves de Demetrio, pues ni su belleza les quitaba el servir para el combate, ni el esmero en la construcción las hacía inútiles, sino que más bien que por su grandor eran admirables por su buen movimiento y su buen servicio.

XLIV.— Mientras se disponían contra el Asia tantas fuerzas cuantas no reunió nunca ninguno después de Alejandro, se confederaron contra Demetrio Seleuco, Tolomeo y Lisímaco, y escribieron después juntos una carta a Pirro, excitándole a invadir la Macedonia, sin tener consideración a una paz que Demetrio no le había dado a él para estarse en quietud, sino que la había tomado para sí con el objeto de hacer la guerra a aquellos a quienes ya tenía intención de hacerla. Habiendo admitido Pirro la invitación tuvo para sí Demetrio una formidable guerra cuando todavía estaba tomando disposiciones: porque a un tiempo Tolomeo hizo que se le separara la Grecia, navegando a ella con una grande armada, e invadían la Macedonia, Lisímaco partiendo de la Tracia y Pirro entrando en ella por donde confinaba con su reino. Dejó Demetrio al hijo para que sostuviera la Grecia, y corriendo él en socorro de la Macedonia, primero se dirigió contra Lisímaco; pero dándosele aviso de que Pirro había tomado la ciudad de Berea, y extendiéndose la noticia entre los Macedonios, ya todo fue confusión en su campo, con lamentos y lloros, y aun con quejas e imprecaciones contra él, no queriendo éstos permanecer en el ejército, sino marcharse, según decían, a sus casas, pero en realidad al campo de Lisímaco. Resolvió, pues, Demetrio apartarse de éste lo más lejos que pudiera, y volver sus armas contra Pirro, porque Lisímaco era compatriota de ellos y aun amigo de muchos por Alejandro, mientras que Pirro era extranjero, y no era regular que le tuvieran más inclinación que a él los Macedonios. Mas saliéronle muy fallidos estos discursos; pues luego que se aproximó y puso su campo, cerca del de Pirro, como hubiesen admirado siempre el esplendor y fama de éste en las armas, acostumbrados como estaban de antiguo a tener por el más digno del reino al que era en la guerra más poderoso, y oyesen entonces que había tratado con humanidad a los cautivos, resolvieron todos pasarse o al otro o a éste, abandonando a Demetrio, y empezaron a marcharse, al principio a escondidas y en partidas pequeñas, pero después el movimiento y tumulto se hizo general en el campamento. Por fin, algunos se atrevieron a acercarse a Demetrio y prevenirle que huyera y se pusiera en salvo, por cuanto ya estaban cansados los Macedonios de hacer la guerra por su lujo y sus delicias. Pareciéronle a Demetrio estas palabras muy moderadas en comparación de las de la muchedumbre, y entrando en su pabellón, no como rey, sino como comediante, se puso un vestido negro en lugar de aquel trágico de que usaba, y con el mayor secreto que le fue posible se puso en fuga. Corría ya el mayor número al saqueo, altercando entre sí y despedazando la tienda, cuando llegó Pirro y al punto los reprimió y ocupó el campamento. Partió enseguida con Lisímaco toda la Macedonia, dominada siete años sin contradicción por Demetrio.

XLV.— Precipitado de esta manera Demetrio de su alto estado, huyó a Casandrea, donde File, su mujer, llena de pesadumbre, no tuvo valor para ver a Demetrio, el más miserable de los reyes, otra vez reducido a la clase de particular y fugitivo; así, perdiendo toda esperanza y maldiciendo su fortuna, más firme en los males que en los bienes, tomó un veneno y murió. Demetrio, con el designio de recoger todavía los restos de aquel naufragio, navegó a la Grecia y reunió los generales y amigos que allí tenía. La comparación que el Menelao de Sófocles hace con su fortuna cuando dice

El hado mío, en la inconstante rueda
de Fortuna, se vuelve de continuo,
cambiando siempre su presente estado:
como el aspecto de la varia Luna,
que dos noches no puede ser el mismo,
sino que hoy de lo oscuro nueva sale,
embelleciendo y redondeando el rostro,
y cuando mayor luz y brillo ostenta
otra vez cae, y toda desparece,

parece que cuadraría mejor con las cosas de Demetrio, con sus crecientes y sus menguantes, sus brillanteces y sus oscuridades; pues pareciendo que entonces desfallecía y se apagaba del todo, volvió otra vez a resplandecer su poder, y juntó aun algunas fuerzas, con las que recobró algún tanto su esperanza. Mas ello es que entonces por la primera vez anduvo recorriendo las ciudades como simple particular, despojado de las insignias reales; y viéndole uno en Tebas en esta situación, le aplicó, no sin gracia, estos versos de Eurípides:

De Dios mudada la esplendente forma
en la de hombre mortal, a nuestra vista
cabe el cristal de Dirce se presenta
y del Ismeno en la apacible orilla.

XLVI.— Una vez que ya tomó la esperanza como un camino real, y volvió a tener cerca de sí un cuerpo y forma de mando, restituyó a los Tebanos su propio gobierno, mientras que los Atenienses se le rebelaron, y borrando de entre los que daban nombre al año, a Dífilo, que era sacerdote de los soteres o salvadores, le quitaron la vida, decretando que se eligieran otra vez arcontes conforme a las leyes patrias. Viendo a Demetrio con mayor poder del que habían esperado, llamaron a Pirro de la Macedonia, el cual marchó contra ellos con grande enojo, y puso estrecho sitio a la ciudad. Mas habiendo el pueblo enviado cerca de él al filósofo Crates, varón de grande crédito y autoridad, ya persuadido de éste acerca de lo que los Atenienses deseaban, y ya también meditando sobre lo que él mismo le manifestó convenirle, levantó el sitio, y reuniendo cuantas naves tenía, embarcó en ellas sus soldados, que eran once mil con los de caballería, y se dirigió al Asia con designio de hacer que la Caria y la Lidia se rebelaran a Lisímaco; pero en Mileto le salió al encuentro Eurídice hermana de File, trayéndole a Tolemaida, hija de Tolomeo que le estaba prometida en matrimonio por medio de Seleuco. Casóse, pues, con ella, tomándola de mano de Eurídice, e inmediatamente después de celebrado este enlace marchó a las ciudades de las cuales muchas voluntariamente se le sometieron, y otras muchas redujo por fuerza. Tomó también a Sardes, y algunos de los caudillos de Lisímaco se le pasaron, llevándole caudales y tropas: pero sobreviniendo con un ejército Agatocles, hijo de Lisímaco, se retiró a la Frigia con ánimo, si llegaba a tomar la Armenia de sublevar la Media y apoderarse de las provincias altas, que para el caso de verse acosado tenían muchos puntos de ocultación y de refugio. Perseguido de Agatocles, bien era superior en los encuentros; pero retirado de donde había víveres y pastos, además de hallarse falto de todo, se hacía sospechoso a los soldados de que quería llevarlos a ser habitante de la Armenia y la Media. Encruelecíase en tanto el hambre, y habiendo errado el vado para el paso del río Lico, pereció una gran partida, que fue arrebatada de la corriente; sin embargo, aun tenían humor para la sátira y la burla pues hubo, quien escribió delante de su tienda el principio de la tragedia de Edipo, con una ligera variación:

Hijo de Antígono, el sobrado en años
y de ojos falto, ¿qué región es ésta?

XLVII.— Finalmente, con el hambre se juntó la peste, como suele suceder cuando en extrema necesidad se toman cualesquiera alimentos; y habiendo perdido unos ocho mil hombres, retrocedió con los que le restaban. Bajaba hacia Tarso con ánimo de no tocar en aquella provincia, que entonces pertenecía a Seleuco, para no dar a éste motivo ninguno de ofensa; mas siéndole imposible, por estar los soldados reducidos a la más estrecha necesidad, y porque Agatocles tenía tomadas todas las gargantas del monte Tauro, escribió a Seleuco una carta llena de quejas contra su fortuna, y concebida con las más encarecidas expresiones de ruego y de súplica, para que tuviera lástima de un deudo suyo, sujeto a tales desgracias, que debían alcanzar compasión aun de los enemigos. Habíase conmovido Seleuco, y escribió a los generales que allí mandaban dándoles orden de que a Demetrio se le hiciera en todo un tratamiento regio, y a sus tropas se las proveyera abundantemente de víveres; pero representóle Patrocles, hombre que pasaba por muy juicioso y era amigo fiel del mismo Seleuco, que aun cuando se prescindiera del gasto que había de hacerse con los soldados de Demetrio, el que éste hubiera de permanecer y detenerse en sus estados era negocio en que debía mirarse mucho, pues que siendo por sí Demetrio el más violento y emprendedor de todos los reyes, ahora había caído en tales infortunios que aun a los que son por naturaleza moderados los impelen a la violencia y a la injusticia. Como hubiesen hecho fuerza a Seleuco estas reflexiones movió para la Cilicia con un grande ejército; y Demetrio, que se sorprendió de esta repentina mudanza de Seleuco, concibiendo temor, se retiró a los puntos más inaccesibles del monte Tauro, desde donde le envió a rogar que le dejara tomar el país de alguno de aquellos reyes bárbaros que eran independientes, donde pasaría su vida en quietud, sin tener que andar errante y fugitivo; y cuando no, le diera con qué sostener sus tropas aquel invierno, y no lo despidiera desnudo y falto de todo, arrojándole así en las manos de sus enemigos.

XLVIII.— Oyó Seleuco todas estas cosas con sospecha, y le propuso que podría invernar si quería en la Cataonia, entregando en rehenes los que más estimara de sus amigos; al mismo tiempo fortificó las entradas de la Siria. Viéndose con esto Demetrio cercado y encerrado por todas partes como una fiera, no lo quedó más arbitrio que valerse de los puños, por lo que taló el país, y trabando combate con Seleuco, que fue el que acometió, llevó siempre lo mejor. Como en una ocasión quisiesen acosarle con los carros falcados, logró rechazarlos y haciendo retirar a los que guarnecían las gargantas de la Siria, se apoderó de ellas. Cobró ya espíritu, y viendo también alentados a los soldados, se dispuso a combatir echando el resto contra todo el poder de Seleuco, que ya también empezaba a vacilar; porque había desechado los socorros de Lisímaco por temor y desconfianza, y no se resolvía a entrar solo en lid contra Demetrio, recelándolo todo de su precipitación y de aquella continua mudanza que de la última miseria lo elevaba a las mayores prosperidades. Mas en esto una gravísima enfermedad que acometió a Demetrio lo puso en su persona muy a los últimos, y destruyó de todo punto sus negocios; porque de sus tropas unos se pasaron a los enemigos y otros desertaron. A los cuarenta días, convalecido apenas, recogió lo que le había quedado, e hizo algún esfuerzo, cuanto mostrarse y dar a entender a los enemigos que se dirigía a la Cilicia, pero levantando a la noche el campo sin hacer señal alguna, tomó la dirección opuesta, y pasando al Amano, taló todo el país bajo hasta la Cirréstica.

XLIX.— Sobrevino Seleuco, y habiendo puesto cerca su campamento, levantando el suyo Demetrio marchó de noche contra él, que estaba distante de sospecharlo, entregado al sueño; advertido por algunos que se pasaron del peligro que le amenazaba, se levantó asustado y mandó que se diera la señal, calzándose y gritando a un tiempo a sus amigos que tenía sobre sí una terrible fiera. Conoció Demetrio por el alboroto que percibía en el campo enemigo que se le había hecho traición, y se retiró precipitadamente. Viose a la mañana acometido de Seleuco, y enviando a uno de los de su confianza para mandar la otra ala, logró en parte rechazar a los enemigos que tenía al frente. Mas apeóse en esto Seleuco, quitóse el casco y, tomando la adarga, se dirigió y presentó en persona a los estipendiarios, exhortándolos a venirse a él, y haciéndoles entender que por consideración a ellos, y no a Demetrio, había dado largas por tanto tiempo. Con esto, saludándole todos y proclamándole rey, se le pasaron. Percibió Demetrio que de tantas mudanzas aquella era la última, y para evitar algún tanto el peligro, huyó hacia las llamadas puertas Amánidas, y metiéndose en una selva espesa con algunos amigos y sirvientes, entre todos muy pocos, esperó la noche con ánimo de tomar el camino de Cauno si podía, y caer de allí a aquel mar, donde esperaba encontrar su armada; pero cuando se informó de que no tenía raciones ni medios algunos aun para aquel día, tuvo que mudar de resolución. Presentósele en este punto su amigo Sosígenes, llevando consigo cuatrocientos áureos, y esperando con este socorro poder llegar hasta el mar, se encaminaban ocultos hacia las cumbres; pero descubriéndose en ellas hogueras enemigas, abandonaron aquel camino y se volvieron al mismo lugar; no ya todos, porque algunos habían huido, ni con la misma disposición los que quedaron. Atrevióse uno de ellos a manifestar la idea de que era preciso entregarse a Seleuco, y al oírlo Demetrio hizo movimiento de desenvainar la espada para pasarse con ella; pero cercándole los amigos y procurando consolarle, le persuadieron a que ejecutara lo propuesto. Envió, pues, mensajeros a Seleuco, entregándosele a discreción.

L.— Al oírlo Seleuco dijo que no se había salvado Demetrio por su fortuna sino por la del mismo Seleuco, a quien entre otros muchos bienes, quería concederle el de que pudiera hacer muestra de su compasión y benignidad. Llamando, pues, a sus mayordomos, les dio orden de que dispusieran un pabellón regio y todos los demás muebles, y preparativos para recibirle y hospedarle magníficamente. Residía cerca de Seleuco un tal Apolónides, que era amigo de Demetrio, y le envió inmediatamente para que se holgara con su vista y entrara en la confianza de que iba a ser recibido como correspondía de un deudo y un yerno. Conocida que fue la voluntad de Seleuco, aunque al principio fueron pocos a ver a Demetrio, después lo ejecutaron los más de los amigos del rey, compitiendo y queriendo adelantarse unos a otros: porque se esperó que iba a ser el de mayor autoridad cerca de Seleuco, y esto fue lo que convirtió en envidia la compasión, dando motivo a los malévolos y de dañada intención para pervertir y envenenar la humanidad del rey, a quien inspiraban recelos y desconfianzas, diciéndole que no se pasaría tiempo, sino que inmediatamente que se presentara Demetrio se verían grandes novedades en el ejército. Así es que no bien Apolónides se había congratulado con Demetrio, y los demás amigos habían principiado a comunicarle las más lisonjeras noticias acerca de las disposiciones de Seleuco, en virtud de las cuales el mismo Demetrio, después de tanto infortunio y desgracia si antes miraba como afrentosa la entrega de su persona, mudaba ya de parecer y empezaba alentado a abrir su corazón a la esperanza, cuando en aquel mismo punto llegó Pausanias con mil soldados entre infantes y caballos, y, cercando con ellos repentinamente a Demetrio, dio orden a los demás de retirarse, y a él, sin presentarlo a Seleuco, lo condujo al Quersoneso de Siria. Allí, fuera de haberle puesto una fuerte guardia, en lo demás la asistencia, la comida y cuanto podía necesitar para su comodidad le iba diariamente de parte de Seleuco, quien le hizo señalar además sitios amenos para recrearse y pasearse, y aun parques para la caza. Era también permitido a sus amigos y camaradas ir a verle, y de parte de Seleuco le visitaban igualmente algunos, llevándole mensajes halagüeños que le dieran confianza, haciéndole entender que todo se arreglaría entre ellos a satisfacción tan pronto como llegara Antíoco con Estratonica.

LI.— Demetrio, constituido en tan infeliz estado, escribió al hijo y a sus caudillos y amigos residentes en Atenas y en Corinto que no dieran crédito ni a sus cartas ni a su sello, sino que, como si hubiera muerto, tuvieran en custodia las ciudades y cuanto le pertenecía para Antígono. Éste, cuando supo la cautividad del padre, la sintió con el mayor dolor, se vistió de luto y escribió a los demás reyes y al mismo Seleuco, haciéndoles ruegos, ofreciendo darles cuanto le quedaba y mostrándose pronto a entregarse en rehenes por la libertad del padre; a estas súplicas acompañaban las de muchas ciudades y personas poderosas, a excepción de Lisímaco, el cual envió quien ofreciera crecidas sumas a Seleuco por que diera la muerte a Demetrio. Mas Seleuco, que ya lo miraba mal, con esto aun lo tuvo por más abominable y bárbaro; pero reservando a Demetrio para su hijo Antíoco y para Estratonica, a fin de que la gracia fuera de éstos, iba prolongando el tiempo.

LII.— Demetrio, además de haberse resignado desde luego con tranquilidad a aquella malaventura, se acostumbró fácilmente después a la vida que se le precisaba llevar, y aunque al principio hacía algún ligero ejercicio corporal, cazando o paseando, poco a poco se fastidió y cansó de él, y se entregó del todo a banquetear y jugar, pasando en esto la mayor parte del tiempo, bien fuese por huir de las reflexiones que hacía sobre su suerte en los ratos de cordura y vigilia, tratando de ofuscar de intento sus pensamientos con la embriaguez, o bien por haberse convencido de que, siendo aquella la vida a la que le llamaba su carácter, y la que ya antes había deseado y seguido neciamente y por una gloria vana se había desviado de ella para causarse a sí mismo y causar a otros las mayores inquietudes y pesadumbres, mientras buscaba en las armas, en las escuadras y en los ejércitos el bien que ahora, sin esperarlo, había encontrado en el ocio, en la quietud y en el descanso. Porque al cabo, ¿cuál otro puede ser el término de la guerra para los miserables reyes, torpe y malamente engañados, no sólo por ir en pos del regalo y del deleite, en lugar de seguir la virtud y la honestidad, sino porque ni siquiera saben gozar verdaderamente de los placeres y de las delicias?

Demetrio, pues, al cabo de tres años de estar en aquel encierro, con la desidia, con la plenitud de humores y con el desarreglo en la bebida, llegó a enfermar, y murió a la edad de cincuenta y cuatro años, y Seleuco, además de haber sido censurado, él mismo tuvo grande disgusto y arrepentimiento de haber entrado en sospechas contra Demetrio y no haber sabido imitar a Dromiqueta, que, con ser Tracio y bárbaro, trató tan humana y regiamente a su cautivo Lisímaco.

LIII.— Su entierro vino a tener también un aparato propiamente trágico y teatral, porque su hijo Antígono, luego que tuvo noticia de que se le enviaban las cenizas, movió con todas sus naves, salió hasta las islas a recibirlas, y cuando le fueron entregadas, puso en la galera capitana la urna, que era toda de oro. Las ciudades adonde arribaron ciñeron de coronas la urna, y dispusieron que ciertos ciudadanos vestidos de luto acompañaran la pompa fúnebre. Dirigióse la escuadra a Corinto, y desde luego se descubría en la popal la urna adornada con la púrpura y diadema reales, y custodiada por una guardia de jóvenes armados. Jenofanto, que era entonces el flautista de más crédito, estaba sentado allí junto, y tañía el aire más lúgubre y sagrado, y moviéndose a su compás los remos resultaba un ruido con cierta modulación semejante al que hay en los duelos cuando en los intervalos de la música se oyen los lamentos y gemidos; pero, sobre todo, el ver a Antígono tan afligido y lloroso fue lo que más contristó y movió a compasión y lástima a todo el inmenso gentío que había acudido a la orilla del mar. Hechas que le fueron en Corinto magníficas exequias, poniendo nuevas coronas en la urna, llevó Antígono a depositar aquellos despojos a Demetríade, ciudad que tomaba de él su nombre, y que había sido fundada de muchas aldeas a las orillas del golfo Yólquico. La familia que dejó Demetrio fueron Antígono y Estratonica, de File; dos Demetrios, el uno, a quien llamaron el Flaco, de una mujer del Ilirio, y el otro, que quedó reinando en Cirene, de Tolemaida y de Deidamía Alejandro, que pasó su vida en el Egipto, diciéndose que tuvo además de Eurídice otro hijo llamado Corrabo. Descendió por sucesiones, reinando su linaje hasta Perseo, que fue el último, bajo el cual los romanos subyugaron la Macedonia. Concluido ya el drama trágico del Macedonio, tiempo es de que pasemos a la representación del Romano.

ANTONIO

I.— El abuelo de Antonio fue Antonio el Orador, a quien por haber sido del partido de Sila dio muerte Mario. El padre, llamado Antonio Crético, no fue tan ilustre y recomendable en la carrera política, pero era hombre recto y bueno, y muy liberal y dadivoso, como de uno de sus hechos se puede colegir. Porque como no fuese muy acomodado, y por esto su mujer le contuviese para que no usase de su carácter generoso, sucedió una vez que uno de sus amigos llegó a pedirle dinero, y, no teniéndolo, mandó al mozo que le asistía que echando agua en un jarro de plata se lo trajese. Trájolo, y como si hubiera de afeitarse se bañó la barba, y haciendo que con otro motivo se retirase aquel mozo, le dio el jarro a su amigo diciéndole que se valiera de él. Buscóse el jarro por toda la casa estrechando a los esclavos, y viendo a su mujer irritada y en ánimo de castigarlos y atormentarlos de uno en uno, confesó lo que había pasado, pidiendo que lo disimulara.

II.— La mujer de éste, que se llamaba Julia, de la familia de los Césares, competía en bondad y honestidad con las más acreditadas de su tiempo. Bajo su cuidado fue educado Antonio después de la muerte del padre, estando ya casada en segundas nupcias con Cornelio Léntulo, aquel a quien Cicerón dio muerte por ser uno de los conjurados con Catilina. Así, parece haber sido la madre el motivo y principio de la violenta enemistad de Antonio contra Cicerón, pues dice Antonio que no pudieron conseguir que el cadáver de Léntulo les fuera entregado sin que primero intercediera su madre con la mujer de Cicerón; pero todos convienen en que esto es falso, porque Cicerón no impidió el que se diese sepultura a ninguno de los que entonces sufrieron el último suplicio.

Era Antonio de bella figura, y se dice que fue para él como un contagio la amistad y confianza con Curión; pues siendo éste desenfrenadamente dado a los placeres, para tener a Antonio más a su disposición lo precipitó en francachelas, en el trato con rameras y en gastos desmedidos e insoportables, de resulta de lo cual contrajo la cuantiosa deuda, muy desproporcionada con su edad, de doscientos cincuenta talentos, habiendo salido Curión fiador por toda ella; lo que, sabido por el padre, echó a Antonio de casa. De allí a bien poco tiempo se arrimo a Clodio, el más atrevido e insolente de todos los demagogos, que con sus violencias traía alterada la república; pero luego se fastidió de su desenfreno, y temiendo a los que ya abiertamente hacían la guerra a Clodio, partió de Italia a la Grecia, donde se detuvo ejercitando el cuerpo para las fatigas de la guerra e instruyéndose en el arte de la oratoria. El estilo y modo de decir que adoptó fue el llamado asiático, que, sobre ser el que más florecía en aquel tiempo, tenía gran conformidad con su genio hueco, hinchado y lleno de vana arrogancia y presunción.

III.— Habiendo de embarcarse para la Siria el procónsul Gabinio, le persuadió a que fuese con él o, servir en el ejército; pero habiendo respondido que no lo ejecutaría en calidad de particular, nombrado comandante de la caballería le acompañó con este cargo. Y en primer lugar, enviado contra Aristóbulo, que había hecho rebelarse a los judíos, fue el primero que escaló el más alto de los fuertes, arrojando a aquel enseguida de todos, y viniendo con él después a batalla con pocas tropas en comparación de las del enemigo, que eran en mucho mayor número, le derrotó con muerte de casi todos los suyos, quedando cautivos el mismo Aristobulo y su hijo. Proponiendo después de esto Tolomeo a Gabinio, con la oferta de diez mil talentos, que le acompañase a invadir el Egipto y recobrar el reino, como los más de los caudillos se opusiesen y el mismo Gabinio tuviese cierta repugnancia a aquella guerra, a pesar de la fuerza que le hacían los diez mil talentos, Antonio, que aspiraba a grandes empresas y deseaba servir a Tolomeo, al cabo persuadió e impelió a Gabinio a aquella expedición. Como lo que más temían en aquella guerra fuese el camino de Pelusio, teniendo que hacer la marcha por grandes arenales faltos de agua, y que pasar por las bocas de la laguna Serbónide, a la que los egipcios llaman respiradero de Tifón, siendo una filtración y depósito del Mar Rojo, separado del mar exterior por un istmo muy estrecho, enviado Antonio delante con la caballería, no sólo ocupó aquellos pasos, sino que tomó también a Pelusio, ciudad muy principal, y apoderándose de todos sus, presidios, hizo seguro el camino para el ejército, y dio al mismo tiempo al general la mayor confianza de la victoria. Hasta los enemigos sacaron partido de su ambición; porque teniendo resuelto Tolomeo, lleno de ira y encono, hacer grande estrago en los Egipcios, se le opuso Antonio y lo contuvo. Habiendo ejecutado en las batallas y combates, que fueron grandes y frecuentes, muchas acciones ilustres de valor y prudencia militar, siendo las más señaladas el haber envuelto y cercado a los enemigos, poniendo así la victoria en manos de los que los combatían de frente, se le decretaron los premios y honores que le eran debidos. Ni dejó de ser sabida entre los Egipcios su humanidad con Arquelao, que murió en uno de aquellos encuentros; porque habiendo sido su amigo y huésped, por necesidad peleó contra él vivo; pero buscando su cadáver después de muerto, lo envolvió y enterró con aparato regio. Con estos hechos dejó gran memoria de sí en Alejandría, y adquirió nombre y fama entre los soldados romanos.

IV.— Agregábase a esto la noble dignidad de su figura, pues tenía la barba poblada, la frente espaciosa, la nariz aguileña, de modo que su aspecto en lo varonil parecía tener cierta semejanza con los retratos de Hércules pintados y esculpidos; y aun había una tradición antigua según la cual los Antonios eran heraclidas, descendientes de Anteón, hijo de Hércules; y además de parecer que se confirmaba esta tradición con su figura, según se deja dicho, procuraba él mismo acreditarlo con su modo de vestir, porque cuando había de mostrarse en público llevaba la túnica ceñida por las caderas, tomaba una grande espada y se cubría de un saco de los más groseros. Aun las cosas que chocaban en los demás, su aire jactancioso, sus bufonadas, el beber ante todo el mundo, sentarse en público a tomar un bocado con cualquiera y comer el rancho militar, no se puede decir cuánto contribuían a ganarle el amor y afición del soldado. Hasta para los amores tenía gracia, y era otro de los medios de que sacaba partido, terciando en los amores de sus amigos y contestando festivamente a los que se chanceaban con él acerca de los suyos. Su liberalidad y el no dar con mano encogida o escasa para socorrer a los soldados y a sus amigos fue en él un eficaz principio para el poder, y después de adquirido le sirvió en gran manera para aumentarlo, a pesar de los millares de faltas que hubieran debido echarlo por tierra. Referiré un solo ejemplo de su dadivosa liberalidad: mandó que a uno de sus amigos se le dieran doscientos cincuenta mil sestercios; esto los Romanos lo expresan diciendo diez veces. Admiróse su mayordomo, y como para hacerle ver lo excesivo de aquella suma pusiese en una mesa el dinero, al pasar preguntó qué era aquello, y respondiendo el mayordomo que aquel era el dinero que había mandado dar, comprendiendo Antonio su dañada intención, «Pues yo creía —le dijo— que diez veces era más; esto es poco, es menester que sobre ello pongas, otro tanto».

V.— Pero esto fue más adelante. Cuando la república se dividió en facciones, uniéndose los del Senado con Pompeyo que residía en Roma, y llamando de las Galias los del partido popular a César, que tenía un ejército poderoso, Curión, el amigo de Antonio, que, mudado el propósito, fomentaba la facción de César, se llevó a Antonio tras sí, y como además de tener por su elocuencia grande influjo sobre la muchedumbre gastase con profusión de los caudales enviados por César, hizo que Antonio fuera nombrado tribuno de la plebe y después sacerdote de los agüeros, a los que llaman Augures. Constituido Antonio en su magistratura, fue mucho lo que sirvió a los que estaban por César; porque, en primer lugar, poniendo el cónsul Marcelo a disposición de Pompeyo los soldados que ya se habían levantado, y dándole facultad para levantar más, lo estorbó Antonio escribiendo un edicto por el que se disponía que las fuerzas reunidas marchasen a la Siria en auxilio de Bíbulo, que hacía la guerra a los Partos, y que las que levantase Pompeyo no estuviesen a sus órdenes. En segundo lugar, como los del Senado rehusasen recibir las cartas de César, y no permitiesen que en él se leyeran, Antonio, valiéndose de su autoridad, las leyó e hizo que muchos mudaran de dictamen, pareciéndoles que César andaba moderado y justo en lo que proponía. Finalmente, habiéndose hecho en el Senado estas dos proposiciones: si parecía que Pompeyo disolviera el ejército y si parecía que lo disolviera César, como fuesen muy pocos los que opinaban que dejase las armas Pompeyo, y todos, a excepción de unos cuantos, estuviesen por que las dejara César, levantándose Antonio hizo esta otra proposición: si parecía que Pompeyo y César a un tiempo dejaran las armas y disolvieran los ejércitos; y esta opinión la abrazaron con ardor todos, y haciendo grandes elogios a Antonio deseaban que quedase sancionada. Repugnáronlo los cónsules, y de nuevo presentaron los amigos de César otras instancias que parecieron equitativas; pero se declaró contra ellas Catón, y el cónsul Léntulo expulsó del Senado a Antonio, el cual al salir hizo contra ellos mil imprecaciones, y vistiéndose las ropas de un esclavo, tomó alquilado un carruaje y con Quinto Casio marchó en busca de César. Presentados ante éste, decían a gritos que ya en Roma todo estaba trastornado y en desorden, pues ni aun los tribunos gozaban de ninguna libertad, sino que era desechado y corría gran peligro cualquiera que articulase una palabra en defensa de la justicia.

VI.— En consecuencia de esto, tomando César su ejército, entró con él en la Italia, y con alusión a esto dijo Cicerón en sus Filípicas que Helena había sido el principio de la guerra troyana, y Antonio de la civil, faltando conocidamente a la verdad; porque no era Gayo César un hombre tan manejable y tan fácil a perder con la ira el asiento de su juicio, que a no haber tenido de antemano resuelto lo que hizo se había de haber arrojado a hacer tan repentinamente la guerra a la patria, por haber visto a Antonio mal vestido, y que éste y Casio habían tenido que huir a él en un carruaje alquilado, sino que la verdad fue que, estando tiempo había deseoso de aprovechar cualquier motivo, esto le dio una apariencia y disculpa a su parecer decente para la guerra, y le arrastraron contra todos los hombres las mismas causas que antes a Alejandro, y en tiempos más remotos a Ciro, al saber: una codicia insaciable del mando y una loca ambición de ser el primero y el mayor, lo que no le era dado conseguir sino acabando con Pompeyo. Luego que puesta por obra su resolución se apoderó de Roma y arrojó a Pompeyo de la Italia, siendo su determinación ir primero contra las fuerzas de Pompeyo en España y, después de haber preparado una armada, marchar contra el mismo Pompeyo, dio el mando de Roma a Lépido, que era pretor, y a Antonio, tribuno de la plebe, el de los ejércitos y toda la Italia. Bien presto éste se hizo tan amigo de los soldados, ejercitándose con ellos, poniéndose para todo a su lado y haciéndoles donativos según podía, como odioso a todos los demás; porque con sus distracciones no cuidaba de dar oídos a los que sufrían injusticias, trataba mal a los que iban a hablarle, y no corrían buenas voces en cuanto a abstenerse de las mujeres ajenas. Así es que el imperio de César, que por él mismo cualquiera cosa podía parecer menos que tiranía, lo desacreditaron e infamaron sus amigos, entre los cuales Antonio, que fue el que cometió mayores violencias según el mayor poder que tenía, fue con justicia el más culpado de todos.

VII.— Sin embargo, cuando César volvió de España, pasó por encima de estos excesos; y en valerse de él para la guerra, como de un hombre activo, valiente y hábil, ciertamente que no la erró; pues pasando él desde Brindis al Mar Jonio con muy pocas fuerzas, despachó los transportes, enviando orden a Gabinio y a Antonio de que embarcaran las tropas y con toda celeridad se dirigieran a la Macedonia. No se determinó Gabinio a emprender aquella navegación, que era difícil en la estación del invierno, e hizo con el ejército un largo camino por tierra, pero Antonio, temiendo por César, que había quedado entre muchos enemigos, hizo retirar a Libón, que tenía guardada la boca del puerto, cercando las galeras de éste con multitud de lanchas, y embarcando en las naves que tenía preparadas ochocientos caballos y veinte mil infantes, se hizo a la vela. Habiendo sido visto y perseguido de los enemigos, pudo libertarse de este peligro porque un recio vendaval agitó impetuosamente el mar y combatió con furiosas olas las galeras de éstos; pero arrebatado al mismo tiempo con sus naves hacia rocas escarpadas y simas profundas, había perdido toda esperanza de salud, cuando repentinamente sopló del golfo un viento ábrego que repelió las olas de la tierra al mar, y apartándose él de ella, y navegando a todo su placer, vio la orilla llena de despojos de naufragio. Porque el viento había arrojado a ella las galeras que le perseguían, y muchas se habían estrellado. Apoderándose, pues, Antonio de no pocas personas y riquezas, tomó además a Liso e inspiró a César la mayor confianza, llegando oportunamente con tantas fuerzas.

VIII.— Habiendo sido muchos y frecuentes los combates que allí se dieron, en todos se distinguió, y dos veces, saliendo al encuentro a los Cesarianos, que huían en desorden, los contuvo, y precisándolos a pelear de nuevo con los que los perseguían, alcanzó la victoria, por lo que después de César era grande su fama, en el ejército. El mismo César manifestó la opinión que de él tenía cuando, habiendo de dar en Farsalia la batalla última que iba a decidir de todo, tomó para sí el ala derecha, y la izquierda la confió a Antonio, como el mejor militar de los que tenía a su lado.

Nombrado César dictador después de la victoria, fue en persecución de Pompeyo; pero, eligiendo tribuno de la plebe, a Antonio, lo envió a Roma, Es esta magistratura la segunda cuando el dictador está presente; pero en su ausencia la primera, o por mejor decir la única; porque cuando hay dictador, el tribunado queda, y todas las demás magistraturas desaparecen.

IX.— Era al mismo tiempo tribuno de la plebe Dolabela, joven todavía, que, aspirando por medio de novedades a darse a conocer, quiso introducir la abolición de deudas. Como fuese su amigo Antonio, y conociese su carácter, dispuesto siempre a complacer a la muchedumbre, le instaba para que le auxiliase y tomase parte en el proyecto. Sostenían lo contrario Asinio y Trebelio; y por una rara casualidad concibió a este tiempo Antonio contra Dolabela la terrible sospecha de que profanaba su lecho. Sintiólo vivamente, por lo que echó de casa a la mujer, que era asimismo su prima, como hija de Gayo Antonio, el que fue cónsul con Cicerón, y abrazando el partido de Asinio hizo la guerra a Dolabela, porque éste se había apoderado de la plaza con ánimo de hacer pasar la ley a viva fuerza; pero sobreviniendo Antonio, autorizado con la determinación del Senado de que contra Dolabela se emplearan las armas, trabó combate y le mató alguna gente, teniendo también pérdida por su parte. Decayó con esto de la gracia de la muchedumbre; y con los hombres de probidad y de juicio nunca la tuvo, como dice Cicerón, por su mala conducta, sino que le aborrecieron siempre, abominando sus continuas embriagueces, sus excesivos gastos y su abandono con mujerzuelas; por cuanto el día lo pasaba en dormir, en pasear y en reponerse de sus crápulas, y la noche en banquetes, en teatros y en asistir a las bodas de cómicos y juglares. Dícese que, habiendo cenado en cierta ocasión en la boda del farsante Hipias, y bebido largamente toda la noche, llamado a la mañana por el pueblo a la plaza, se presentó eructando todavía la cena, y allí vomitó sobre la toga de uno de sus amigos. Los que más favor tenían con él eran el comediante Sergio y Citeris, mujerzuela de la misma palestra, que era su querida, y a la que llevaba consigo por las ciudades en litera, con no menor acompañamiento que el que seguía la litera de su madre. Daba también en ojos verle llevar en los viajes, como en una pompa triunfal, vasos preciosos de oro, armar en los caminos pabellones, dar en los bosques y a las orillas de los ríos opíparos banquetes, llevar leones uncidos a los carros y hacer que dieran alojamientos en sus casas ciudadanos y ciudadanas de recomendable honestidad a bailarinas y prostitutas. Pues no podían sufrir que César pasara las noches al raso fuera de Italia, acabando de extirpar las raíces de tan molesta guerra a costa de grandes trabajos y peligros, y que otros en tanto vivieran por él en un fastidioso lujo, insultando a los ciudadanos.

X.— Parecía que con estas locuras fomentara la sedición y relajaba la disciplina militar, dando rienda a los soldados para insolencias y raterías. Por lo mismo, César a su vuelta perdonó a Dolabela, y elegido tercera vez cónsul, no tomó por colega a Antonio, sino a Lépido. Había comprado Antonio la casa de Pompeyo, que había sido puesta a subasta, y porque se le pedía el precio se incomodó, llegando a decir que por esta causa no había tomado parte en la expedición de César al África, pues veía que no se daba la debida retribución a sus primeras hazañas y victorias.

Con todo, parece que César corrigió en alguna parte su atolondramiento y disipación con no mostrarse del todo insensible a sus desaciertos. Porque haciendo alguna mudanza en su conducta, pensó en casarse, y contrajo segundo matrimonio con Fulvia, la que antes había estado casada con el alborotador Clodio; mujer no nacida para las labores de su sexo o para el cuidado de la casa, ni que se contentaba tampoco con dominar a un marido particular, sino que quería mandar al que tuviese mando, y conducir al que tuviese caudillo; de manera que Cleopatra debía pagar a Fulvia el aprendizaje de la sujeción de Antonio, por haberle tomado ya manejable, instruido desde el principio a someterse a las mujeres; y eso que también a ésta intentó Antonio hacerla con chanzas y bufonadas más jovial y festiva. A este propósito se dirigía lo siguiente: cuando César volvía de la victoria conseguida en España, salieron muchos a recibirlo, y salió él también; pero habiendo llegada repentinamente a la Italia la voz de que, muerto César, se aproximaban los enemigos, se volvió a Roma, donde, tomando el traje de un esclavo, se vino de noche a casa, y diciendo que traía una carta de Antonio para Fulvia, se entró desconocido hasta la habitación de ésta; la cual, sobresaltada, antes de tomar la carta, preguntó si vivía Antonio, y él, alargándosela sin decir palabra, luego que la abrió y la empezó a leer se arrojó en sus brazos, haciéndole las mayores demostraciones de cariño. Otros muchos sucesos semejantes hubo: pero nos ha parecido referir éste solo para ejemplo.

XI.— En esta vuelta de César desde la España todos los principales salieron a recibirle a muchas jornadas; pero Antonio logró ser distinguido en sus obsequios; porque caminando en carruaje por la Italia, a Antonio lo trajo consigo, y a la espalda a Bruto Albino, y al hijo de su sobrina, Octavio, el que más adelante tomó el nombre de César e imperó sobre los Romanos largo tiempo. Cuando de allí a poco fue César nombrado cónsul por la quinta vez, tomó desde luego por colega a Antonio, siendo su intento abdicar después en Dolabela, de lo que ya llegó a hacer relación al Senado; pero como se opusiese acaloradamente Antonio, diciendo mil pestes contra Dolabela, y oyendo otras tantas, avergonzado César de su poco miramiento, no insistió más por entonces. Iba al cabo de algún tiempo a ejecutar el nombramiento de Dolabela; pero diciendo en alta voz Antonio que los agüeros eran contrarios, cedió y tuvo que abandonar a Dolabela, que quedó muy resentido. Sin embargo de todo esto, parece que César no lo aborrecía menos que a Antonio; porque se dice que, habiéndole uno hablado mal en cierta ocasión de ambos, tratando de hacerlos sospechosos, le respondió que no temía a estos gordos y tragones, sino a aquellos descoloridos y flacos, indicando a Bruto y Casio, que eran los que habían de ponerle asechanzas y darle muerte.

XII.— Dióles a éstos el motivo, sin querer, Antonio. Celebraban los Romanos la fiesta llamada de los Lupercales, correspondiente a otra de igual nombre de los Griegos, y César, adornado de ropa triunfal, se sentó en la tribuna de la plaza pública para mirar de allí a los que corrían. Corren en esta fiesta los más de los jóvenes patricios y los más de los magistrados, y ungidos abundantemente dan por juego con unas correas de pieles sin adobar latigazos a los que encuentran. Era uno de los que corrían Antonio, y dejando a un lado las ceremonias patrias, y enredando una diadema en una corona de laurel, se encaminó a la tribuna, y levantado en alto por los que le acompañaban, la puso sobre la cabeza de César, queriendo dar a entender que le correspondía reinar. Haciendo éste por rompérsela y quitársela, lo vio el pueblo con grande alegría y muchos aplausos. Volvió Antonio a ponérsela, y César a quitársela; y habiendo así altercado largo rato, a Antonio le aplaudieron muy pocos, y éstos obligados de él; pero a César, por haberlo resistido, lo aplaudió todo el pueblo con grande algazara. Lo que había más que admirar en esto era que, sufriendo en las obras lo que sufren los que son dominados por reyes, sólo estaban mal con el nombre de rey, creyendo que en él estaba la ruina de la libertad. Levantóse, pues, César muy disgustado de la tribuna, y retirando la toga del cuello, gritó que lo presentaba al que quisiera herirle. Habían puesto la corona a una de sus estatuas y los tribunos de la plebe la hicieron pedazos, por lo que el pueblo les tributó también aplausos; pero César los privó de sus magistraturas.

XIII.— Esto mismo fue lo que dio más aliento a Bruto y Casio, los cuales, reuniendo para tratar del hecho a los amigos que eran más de su confianza, dudaban en cuanto a Antonio; algunos querían asociarle, pero lo contradijo Trebonio, refiriendo que cuando salieron a recibir a César, que volvía de España, tuvieron un mismo alojamiento y caminaron juntos él y Antonio, y que habiendo tocado a éste la especie con mucho tiento y precaución, lo había entendido, mas no había admitido la confianza; aunque tampoco lo había dicho a César, sino que había reservado con la mayor fidelidad aquella conversación. En consecuencia de esto, deliberaron sobre acabar con Antonio cuando dieran muerte a César; pero lo resistió Bruto, diciendo que una acción que se emprendía en defensa de las leyes y de lo justo debía estar separada y pura de toda injusticia. Mas temiendo las fuerzas de Antonio y la dignidad de su magistratura, destinaron para él a algunos de los conjurados, con el objeto de que cuando César entrase en el Senado y se hubiera de ejecutar lo proyectado le hablaran a la parte de afuera y lo detuvieran fingiendo tener que tratar con él algún negocio.

XIV.— Ejecutado todo como estaba resuelto, y habiendo quedado muerto César en el Senado, Antonio, por lo pronto, recurrió al medio de disfrazarse con las ropas de un esclavo, y se ocultó; pero cuando supo que los conjurados no pensaban en hacer mal a nadie, habiéndose refugiado en el Capitolio, les persuadió que bajasen, tomando en rehenes a su hijo, y aun él mismo tuvo a cenar a Casio, y Lépido a Bruto. Congregó el Senado, y él mismo habló en él de amnistía, y de distribuir provincias a Casio y Bruto; todo lo que confirmó el Senado, decretando que nada se alterase de lo hecho por César. Salió Antonio del Senado el hombre más satisfecho del mundo, por parecerle que había cortado de raíz la guerra civil, y que en negocios los más difíciles y arriesgados que podían presentarse se había conducido con la mayor habilidad y la más consumada prudencia; pero bien presto, apoyado en la opinión de la muchedumbre, mudó este plan para formarse el de aspirar a ser el primero con toda seguridad, quitando de en medio a Bruto. Sucedió además que, pronunciando en la plaza, según costumbre, el elogió de César, como viese que el pueblo le oía con interés y complacencia, se propuso, enseguida de las alabanzas, excitar la lástima y la indignación por lo sucedido; y como al terminar su discurso presentase y desenvolviese la túnica manchada en sangre y acribillada de cuchilladas, tratando a los autores de matadores y asesinos, encendió al pueblo de tal manera en ira que, recogiendo por todas partes escaños y mesas, quemaron el cuerpo de César allí mismo, en la plaza, y tomando después tizones de la hoguera, corrieron a las casas de los conjurados, determinados a allanarlas e incendiarlas.

XV.— Saliendo, pues, de la ciudad Bruto y los demás conjurados, los amigos de César acudieron a Antonio, y su mujer Calpurnia, poniendo en él su confianza, le llevó en depósito, la mayor parte de sus intereses, que sumados ascendían a cuatro mil talentos. Ocupó también Antonio los libros de César, entre los cuales se hallaban los registros de sus determinaciones y resoluciones, y añadiendo él a su voluntad lo que le pareció, a muchos los designó magistrados, a muchos los hizo senadores, a algunos los restituyó del destierro, o estando presos los puso en libertad, como si así lo hubiese tenido ordenado César. Así, a todos éstos los llamaban los Romanos, con una chistosa alusión, Caronitas, porque para defenderse de sus cargos acudían a los registros de un muerto. Otra infinidad de cosas hizo Antonio con igual despotismo, valiéndose de que era cónsul y de que tenía por colegas a sus hermanos, siendo Gayo pretor, y Lucio tribuno de la plebe.

XVI.— En este estado de los negocios llegó a Roma el nuevo César, hilo, como se ha dicho, de una sobrina del dictador, y nombrado heredero por éste, al tiempo de cuya muerte residía en Apolonia. Desde luego se dirigió a saludar a Antonio como amigo paterno; pero al mismo tiempo le hizo conversación del depósito, porque tenía que distribuir setenta y cinco dracmas a cada ciudadano romano, según César lo había mandado en su testamento. Despreciábalo al principio Antonio, viéndole tan muchacho, y decía que no tenía juicio en querer cargar, careciendo del talento necesario y de amigos, con el insoportable peso de la herencia de César; pero como aquel no cediese a tales especies y continuase reclamando sus intereses, pasó a decir y hacer mil cosas en su ofensa. Porque presentándose a pedir el tribunado de la plebe, le hizo oposición, y queriendo poner en el teatro la silla curul del padre, como estaba decretado, le amenazó de que lo haría llevar a la cárcel si no desistía de la idea de querer hacerse popular. Mas como este joven se pusiese en manos de Cicerón y de los demás enemigos declarados de Antonio, por medio de los cuales puso de su parte al Senado, mientras por sí mismo iba ganando al pueblo y reuniendo los soldados de las colonias, entrando ya en temor Antonio, tuvo con él una conferencia en el Capitolio, y se reconciliaron. Mas en aquella misma noche, estando durmiendo, tuvo en sueños una visión extraña: por parecerle que un rayo le hería la mano derecha; de allí a pocos días corrió la voz de que César pensaba atentar contra su vida, y aunque éste se defendió de semejante imputación, no quiso creerle. Con esto volvió a enconarse la enemistad, y al recorrer ambos la Italia, procuraban a porfía atraerse con dádivas a los soldados veteranos establecidos en las colonias, y poner cada uno de su parte a los que todavía estaban con las armas en la mano.

XVII.— Era entonces Cicerón el de mayor poder y autoridad en la república, y como trabajase por inflamar todos los ánimos contra Antonio, alcanzó por fin del Senado que le declarara enemigo público, que a César se le enviaran las fasces y todas las insignias de pretor y que se diera a Pansa e Hircio el encargo de arrojar a Antonio de la Italia. Eran éstos a la sazón cónsules, y viniendo a las manos con Antonio junto a Módena, acompañándolos César y peleando a su lado bien, quedaron vencedores en aquel encuentro, pero murieron ambos.

Tuvo que huir Antonio, y en aquella huida se vio en mil apuros, de los que el mayor fue el hambre; pero en la adversidad se hacía mejor de lo que era por naturaleza, y cuando padecía infortunios podía pasar por bueno. Común es a todos conocer el precio de la virtud cuando caen en cualquiera desgracia o aflicción; pero no es de todos el imitar lo que aprueban y huir de lo que vituperan, haciéndose fuertes contra la mala fortuna; y antes algunos ceden de sus buenos discursos, y por debilidad se dejan arrastrar de sus hábitos y costumbres; mas Antonio en esta ocasión fue un admirable ejemplo para sus soldados, pasando de tanto regalo y opulencia a beber sin melindres agua corrompida y a mantenerse de raíces y frutos silvestres; y aun, según se dice, comieron cortezas y se resolvieron a usar de carnes nunca antes gustadas al pasar los Alpes.

XVIII.— Su intento era tratar con las tropas que allí había, mandadas por Lépido, que parecía ser amigo de Antonio, a causa de haber disfrutado por su mediación del favor de César para muchos negocios. Llegando, pues, y acampándose cerca, cuando vio que no se hacía con él demostración ninguna de amistad, se decidió a tentarlo todo. Llevaba el cabello desgreñado, y en el tiempo que había mediado desde la derrota, le había crecido una espesa barba; tomó además la toga de duelo, y llegando en esta disposición muy cerca del valladar de Lépido, empezó a hablarle. Como muchos se hubiesen conmovido al verle y mostrasen ablandarse con sus palabras, temió Lépido y, haciendo tocar trompetas, evitó con el ruido que pudiera ser oído Antonio. Mas en los soldados aun fue mayor por esto la compasión, y habiendo hablado en secreto unos con otros, le enviaron a Lelio y Clodio disfrazados con las ropas de unas mujerzuelas, para que dijesen a Antonio que acometiera sin miedo al valladar, porque había muchos que le recibirían y si quería darían muerte a Lépido. En cuanto a éste, no permitió Antonio que se le tocase; pero teniendo su ejército pronto a la mañana siguiente, tentó pasar el río, y entrando él el primero, marchó denodado a la orilla opuesta; mas a este tiempo ya vio a muchos de los soldados de Lépido que le alargaban las manos y derribaban el valladar. Entrando, pues, y haciéndose dueño de todo, trató a Lépido con la mayor consideración, porque le saludó apellidándole padre; y aunque en la realidad él lo mandaba todo, éste conservaba el nombre y honores de emperador; esto hizo que también se le agregara Munacio Planco, acantonado no muy lejos de allí con bastantes tropas. Fortalecidos de esta manera, volvió a pasar los Alpes hacia Italia, trayendo diecisiete legiones de infantería y diez mil caballos; y además de esto todavía dejaba de guarnición en la Galia seis legiones con un tal Vario, amigo y camarada suyo, al que por apodo llamaban Cotilón.

XIX.— Ya César se desentendía de Cicerón viéndole decidido por la libertad, y por medio de sus amigos llamaba a Antonio a conciertos. Reuniéndose, pues, los tres en una isleta que formaba el río, tuvieron tres días de conferencias; y en todo lo demás se convinieron fácilmente, repartiendo entre sí toda la autoridad como pudieran una herencia paterna; pero en la contienda sobre qué ciudadanos eran los que habían de perder se detuvieron mucho, y les costó gran trabajo el avenirse, queriendo cada uno acabar con sus enemigos y salvar a sus allegados. Finalmente, abandonando los que eran aborrecidos a la ira de los que los aborrecían, sin tener cuenta del deudo y honor del parentesco ni de la gratitud de la amistad, César dejó a Cicerón en manos de Antonio, y en las de César éste a Lucio César, que era tío suyo por parte de madre; a Lépido se le permitió matar a su hermano Paulo; otros dicen que Lépido cedió en cuanto a Paulo, siendo los otros los que pedían su muerte. Lo cierto es que no puede verse una cosa más atroz y cruel que estos cambios; porque permutando muertes por muertes, del mismo modo que a los que recibían mataban a los que entregaban; pero siempre eran más injustos con los amigos, a quienes daban muerte sin aborrecerlos.

XX.— Los soldados que asistieron a estos tratados pidieron que aquella amistad se confirmara con un casamiento, tomando César por mujer a Claudia, hija de Fulvia, la mujer de Antonio. Acordado también esto, fueron trescientos los proscritos a quienes dieron muerte, y ejecutada la de Cicerón, mandó Antonio que le cortaran la cabeza y la mano derecha, con que había escrito las oraciones que compuso contra él. Traídas que le fueron, las estuvo mirando con el mayor placer, dando grandes y repetidas carcajadas, y cuando ya se hubo saciado, mandó se pusieran sobre la tribuna en la plaza, queriendo insultar a un muerto, y no echando de ver que era su propia fortuna a la que insultaba y que él mismo era el afrentado en manifestar semejante poder. Lucio César, su tío, a quien anduvieron buscando y persiguiendo, se había refugiado en casa de su hermana, la cual, cuando los matadores llegaron, como pugnasen por entrar en su cuarto, se puso en la puerta, y extendiendo los brazos les gritó muchas veces: «No mataréis a Lucio César si no me matáis primero a mí, que he dado a luz a vuestro general». Habiendo sido mujer de esta resolución, con ella logró ocultar y salvar al hermano.

XXI.— Hacíase en general molesto e insufrible este triunvirato, echándose de ello la culpa más principalmente a Antonio, por ser de más edad que César y de más poder e influjo que Lépido; pero él lo que hizo, luego que aflojó en los negocios, fue retroceder a aquella vida muelle y disoluta de sus primeros años. Agregábase además a la mala opinión que de él se tenía el odio no pequeño que contra él resultaba por la casa de su habitación, que había sido de Pompeyo Magno, varón no menos admirable por su sobriedad y por su tenor de vida, tan sencillo como el de cualquier particular, que por sus tres triunfos. Porque se disgustaban de verla por lo común cerrada a los generales, a los pretores y a los legados, despedidos ignominiosamente desde la puerta, y llena de farsantes, de charlatanes y aduladores crapulentos, con los que gastaba la mayor parte de una riqueza adquirida por los medios más violentos e intolerables, pues no sólo vendían las haciendas de los proscritos y se valían de todo género de exacciones, sino que, noticiosos de que en el colegio de las Vírgenes Vestales existían depósitos de extranjeros y de ciudadanos, entraron y se apoderaron de ellos. Viendo, pues, César que a Antonio nada le bastaba, propuso que se repartieran los caudales; lo que así se hizo, y repartieron también el ejército, dirigiéndose ambos a la Macedonia contra Bruto y Casio, y dejando a Lépido mandando en Roma.

XXII.— Luego que, habiendo desembarcado, pusieron mano a la guerra y estuvieron al frente del enemigo, oponiéndose Antonio a Casio, y César a Bruto, ninguna hazaña notable se vio de César, sino que a Antonio era a quien se debían las victorias y los triunfos. Porque en la primera batalla, derrotado César por Bruto, perdió el campamento, y fue muy poco lo que en la fuga se adelantó a los que iban en su alcance; aunque, según escribió en los Comentarios, habiendo tenido uno de sus amigos un ensueño, se retiró antes de la batalla; Antonio, en cambio, venció a Casio, no faltando, sin embargo, quienes escriban que Antonio no se halló en la batalla, sino que después de ella alcanzó a los que perseguían a los enemigos. A Casio, Píndaro, uno de sus más fieles libertos, a petición y ruego suyo lo pasó con la espada, porque no sabía que Bruto había quedado vencedor. Al cabo de pocos días se dio otra batalla, y siendo vencido Bruto, se quitó la vida, debiéndose principalmente a Antonio la gloria de este triunfo: bien que César se hallaba a la sazón enfermo. Puesto ante el cadáver de Bruto, por un momento le echó en cara la muerte de su hermano Gayo a quien la había dado Bruto en Macedonia en venganza por Cicerón; pero diciendo que más bien que Bruto era culpable Hortensio de la muerte del hermano, mandó que Hortensio fuese pasado a cuchillo sobre su sepultura; y encima del cadáver de Bruto arrojó su manto de púrpura, que era de grandísimo precio, y encargó a uno de sus propios libertos que cuidara de darle sepultura. Supo más adelante que éste no había quemado el manto con el cadáver, y que había escatimado alguna parte de la suma que se decía invertida en el entierro, e hizo darle muerte.

XXIII.— Después de estos sucesos, César se restituyó a Roma, creyéndose que, según su debilidad, su vida no sería larga; pero Antonio, dirigiéndose a las provincias de Oriente para adquirir fondos, pasó por la Grecia al frente de un numeroso ejército, porque, habiendo prometido a cada soldado cinco mil dracmas, se veía en la precisión de recoger cuantiosas sumas y hacer grandes exacciones. Sin embargo, con los Griegos no se portó dura y molestamente, y más bien les fueron agradables su genio festivo en las conversaciones con los eruditos, su asistencia a los juegos y a las iniciaciones y su blandura en los juicios complaciéndose en oírse apellidar amigo de los Griegos, y todavía más amigo de los Atenienses, a cuya ciudad hizo muchos donativos. Como quisiesen con este motivo los de Mégara mostrarle alguna cosa apreciable en contraposición de Atenas, y deseasen, sobre todo, que viese su casa de consejo, subió allá; y preguntándole después de haberla visto qué le parecía: «Pequeña —les respondió—, pero vieja». Pasó también a medir el templo de Apolo Pitio, con ánimo de restaurarlo, porque así lo había ofrecido al Senado.

XXIV.— Después que, habiendo dejado a Lucio Censorino por gobernador de la Grecia, pasó al Asia, empezó a participar de aquellas riquezas, frecuentando reyes su casa y compitiendo las mujeres de éstos entre sí en dones y atractivos para ganarle, y al mismo tiempo que César era fatigado con sediciones y guerras, gozaba él de gran sosiego y paz y era de sus antiguos afectos impelido otra vez a la acostumbrada vida. Los llamados Anaxenores, grandes guitarristas; los llamados Xutos, célebres flautistas; el bailarín Metrodoro, y toda la comparsa de juglares asiáticos, que en desvergüenza e insolencia se dejaban muy atrás a las pestes de Italia, corrieron y se apoderaron de su palacio, y ya nada quedó que fuera tolerable, entregados todos a este desconcierto. Porque toda el Asia, a manera de aquella ciudad de Sófocles, estaba a un tiempo llena de sahumerios aromáticos.

Y de cantos a un tiempo y de lamentos.

Al entrar, pues, en Éfeso, las mujeres le precedían disfrazadas de Bacantes, y los hombres de Sátiros y Panes; y estando la ciudad sembrada de hiedra, de tirsos, de salterios, de oboes y de flautas, le saludaban y apellidaban Baco el benéfico y melifluo, y ciertamente para algunos lo era, siendo para los más cruel y desabrido: porque despojaba a los honestos habitantes de sus haciendas para darlas a aduladores y bribones, y pidiéndole algunos las haciendas de hombres que vivían, como si hubiesen muerto, las alcanzaban. La casa de un ciudadano de Magnesia la dio a un cocinero, en premio de haberle dado gusto en una cena. Finalmente, impuso a las ciudades dos tributos; sobre lo que, hablando Hibreas en defensa del Asia, se atrevió a decirle con demasiada aspereza, aunque al gusto de Antonio, según su genio: «Si puedes recoger dos veces, en un año el tributo, podrás hacer que haya dos veces verano y dos veces otoño». Haciendo después la cuenta de que el Asia le había contribuido con doscientos mil talentos, le dijo también con arrojo y confianza: «Si no los has percibido, pídelos a los que los recogieron, y si los percibiste y ya no los tienes, somos perdidos»; expresión que llamó mucho la atención a Antonio, el cual ignoraba lo más de lo que pasaba, no tanto por ser negligente y descuidado como porque sencillamente se fiaba demasiado de los que le rodeaban. Pues realmente tenía un gran fondo de sencillez, y no daba fácilmente en las cosas; pero luego que advertía sus faltas, era vehemente en sentirlas, y no se detenía en dar satisfacción a los ofendidos. Era además excesivo en la retribución y en el castigo, aunque más salía de medida en el recompensar que en el castigar. Las chanzas y burlas que a los otros hacía, llevaban en sí mismas la medicina, porque no había mal en volvérselas y en chancearse también, y no menos se divertía con que se le burlasen que con burlarse; cosa que en muchos negocios le fue perjudicial. Porque no sospechando que los que tenían libertad para las burlas le adulaban en los negocios serios, le cogían fácilmente como con sebo con las alabanzas, no advirtiendo que algunos mezclaban la libertad como tina salsa astringente con la lisonja para quitar la saciedad al atrevido y demasiado hablar de los festines, y para disponer también el que cuando ceden y se aquietan en los negocios, parezca que no es en obsequio de la persona, sino a causa de darse por vencidos de su prudencia y su juicio.

XXV.— Siendo éste el carácter de Antonio, se le agregó por último mal el amor de Cleopatra, porque despertó e inflamó en él muchos afectos hasta entonces ocultos e inactivos, y si había algo de bueno y saludable con que antes se hubiese contenido lo borró y destruyó completamente. El enredarse en él fue de esta manera: Habiendo de emprender la guerra Pártica, le envió orden de que pasara a verse con él en la Cilicia, para responder a los cargos que se le hacían sobre haber socorrido y auxiliado largamente a Casio para la guerra. Delio, que fue mensajero, luego que vio su semblante y en sus palabras descubrió su talento y sagacidad, al punto se impuso de que Antonio no haría mal ninguno a una mujer como aquella, sino que más bien sería, desde luego, la que privase con él. Conviértese, pues, a obsequiar y ganarse aquella egipcia persuadiéndola, según aquello de Homero, a que fuera a la Cilicia «compuesta y adornada», y no temiera a Antonio, que era el más dulce y humano de todos los generales, Creyó Cleopatra a Delio, y conjeturó por César y por el hijo de Pompeyo, a quienes siendo todavía mocita había tratado, que le había de ser muy fácil el apoderarse de Antonio, porque aquellos la habían conocido de muy joven y sin experiencia de mundo, y a éste iba a verle en aquella edad en que la belleza de las mujeres está en todo su esplendor y la penetración en su mayor fuerza. Previno, pues, dones, riquezas y adornos, cuales convenía llevase yendo a tratar grandes negocios de un reino opulento, y, sobre todo, puso en sí misma y en sus arterias y atractivos las mayores esperanzas; y así emprendió su viaje.

XXVI.— Como hubiese recibido además diferentes cartas, así del mismo Antonio como de otros amigos de éste que la llamaban, le miró ya con tal desdén y desenfado, que se resolvió a navegar por el río Cidno en galera con popa de oro, que llevaba velas de púrpura tendidas al viento, y era impelida por remos con palas de plata, movidos al compás de la música de flautas, oboes y cítaras. Iba ella sentada bajo dosel de oro, adornada como se pinta a Venus. Asistíanla a uno y otro lado, para hacerle aire, muchachitos parecidos a los Amores que vemos pintados. Tenía asimismo cerca de sí criadas de gran belleza, vestidas de ropas con que representaban a las Nereidas y a las Gracias, puestas unas a la parte del timón, y otras junto a los cables. Sentíanse las orillas perfumadas de muchos y exquisitos aromas, y un gran gentío seguía la nave por una y otra orilla, mientras otros bajaban de la ciudad a gozar de aquel espectáculo, al que pronto corrió toda la muchedumbre que habla en la plaza, hasta haberse quedado Antonio solo sentado en el tribunal; la voz que de unos en otros se propagaba era que Venus venía a ser festejada por Baco en bien del Asia. Convidóla, pues, a cenar: mas ella significó que desearía fuese Antonio quien viniese a acompañarla; y como éste quisiese darle desde luego pruebas de deferencia y humanidad, se prestó al convite y acudió a él. Encontróse con una prevención y aparato superior a lo que puede decirse; pero lo que le dejó parado sobre todo fue la muchedumbre de luces, porque se dice fueron tantas las que había suspendidas y colocadas por todas partes, y dispuestas entre sí con tal artificio y orden en cuadros y en círculos, que la vista que hacían era una de las más hermosas y dignas de mirarse de cuantas han podido transmitirse a la memoria de los hombres.

XXVII.— Al día siguiente la convidó a su vez; y aunque se esforzó a aventajarse en esplendidez y en delicadeza, quedó inferior en ambas cosas; y viéndose en ellas vencido, fue el primero en burlarse de su torpeza y rusticidad. Cleopatra, que en la misma befa que de sí hacía Antonio echó de ver que ésta no tenía nada de fina, y se resentía de lo soldado, usó también con él de chanzas sin reserva y con la mayor confianza: pues, según dicen, su belleza no era tal que deslumbrase o que dejase parados a los que la veían; pero su trato tenía un atractivo inevitable, y su figura, ayudada de su labia y de una gracia inherente a su conversación, parecía que dejaba clavado un aguijón en el ánimo. Cuando hablaba, el sonido mismo de su voz tenía cierta dulzura, y con la mayor facilidad acomodaba su lengua, como un órgano de muchas cuerdas, al idioma que se quisiese: usando muy pocas veces de intérprete con los bárbaros que a ella acudían, sino que a los más les respondía por sí misma, como a los Etíopes. Trogloditas, Hebresos, Árabes, Sirios, Medos y Partos. Dícese que había aprendido otras muchas lenguas cuando los que la habían precedido en el reino ni siquiera se habían dedicado a aprender la egipcia, y algunos aun a la macedonia habían dado de mano.

XXVIII.— De tal manera avasalló a Antonio que, a pesar de haberse puesto en guerra con César Fulvia su mujer por sus propios negocios y de amenazar por la Macedonia el ejército de los Partos, del que los reyes habían nombrado generalísimo Labieno, y con el que iban a invadir la Siria, se marchó, arrastrado por ella, a Alejandría, donde, entretenido en las diversiones y juegos propios de un muchacho dado al ocio, desperdiciaba y malograba el gasto de mayor precio de todos, como decía Antifón, que es el tiempo: porque seguían la que llamaban comunión de vida inimitable; y convidándose alternativamente por días, hacían un gasto desmedido. Refería a mi abuelo Lamprias el médico Filotas, natural de Anfisa, que a la sazón se hallaba él en Alejandría, joven aún y aprendiendo su profesión, y habiéndose hecho conocido de uno de los jefes de cocina de palacio, le persuadió éste a que pasara a ver la suntuosidad y aparato de uno de aquellos banquetes, que introducido a la cocina, entre otras muchas cosas vio ocho cerdos monteses asados, lo que le hizo admirarse del gran número de convidados, a lo que se rió el cocinero, y le dijo que los convidados no eran muchos, sino unos doce: pero que era preciso que estuviera en su punto cada cosa que había de ponerse a la mesa, y, pasado éste, se echaba a perder: pues podía suceder que entonces mismo pidiese Antonio la cena, o de allí a poco, si le ocurría, o dilatarlo más, pidiendo un vaso para beber, o por moverse alguna conversación; por lo cual no parecía que era una cena sola, sino muchas las que se preparaban, a causa de que no podía preverse la hora. Refería, pues, estas cosas Filotas, y también que al cabo de algún tiempo vino a ser uno de los dependientes del hijo mayor de Antonio, tenido en Fulvia, con el que cenaba en confianza con otros amigos, cuando aquel no cenaba con el padre, y que en una de estas ocasiones a cierto médico insolente que les mortificaba con disputas mientras cenaban, le hizo callar con este sofisma: «Al que está algo calenturiento se le ha de dar de beber frío; todo el que tiene calentura está algo calenturiento; luego a todo el que tiene calentura se le ha de dar de beber frío»; que con esto se había quedado aturdido aquel hombre sin hablar palabra, y celebrándolo el hijo de Antonio, se había echado a reír, y le dijo: «Todas aquellas cosas ¡oh Filotas! te las doy de regalo» (señalando un aparador lleno de muchas y preciosas piezas de plata); que él le agradeció el buen deseo, estando muy distante de pensar que aquel joven pudiera tener facultad de hacer un presente tan cuantioso; pero allí a poco tomó todas las piezas uno de los criados, y se las llevó en un canasto, diciendo que lo sellase por suyo: que él lo repugnó y temía recibirlo; pero el criado había replicado de esta manera: «Miserable, ¿en qué te detienes? ¿No sabes que el que te lo regala es hijo de Antonio, y que podría darte otras tantas piezas de oro? Aunque, si a mí me crees, lo mejor será que no las cambies por dinero, porque quizá el padre deseará alguna de estas piezas por ser obra antigua y de primorosa hechura». Decíame, pues, mi abuelo que Filotas hacía frecuente esta relación.

XXIX.— Cleopatra, usando de una adulación no cuádruple, como dice Platón, sino múltiple, ora Antonio estuviese dedicado, a cosas serias, ora para juegos y chanzas, siempre le tenía preparado un nuevo placer y una nueva gracia con que le traía embobado, sin aflojar de día ni de noche. Porque con él jugaba a los dados, con él bebía y con él cazaba, siendo su espectadora si se ejercitaba en las armas. Cuando de noche se acercaba a las puertas y ventanas de los particulares para hacer burlas a los que se hallaban dentro, ella también corría con él las calles, y le acompañaba, tomando el traje de una esclava, porque él se disfrazaba de la misma manera; de aquí es que siempre se retiraba habiendo sufrido por su parte algunas burlas, y a veces hasta golpes, lo que a muchos los inducía a sospechar de él. Con todo, los Alejandrinos no dejaban de divertirse con su humor festivo, y de usar chanzas y juegos, no del todo sin gracia y sin chiste, celebrando su genio y diciendo que con los Romanos usaba de la máscara trágica, y con ellos de la cómica. Referir muchos de sus juegos y burlas no dejaría de parecer bien insulso; mas vaya el siguiente: Estaba una vez pescando con mala suerte, y enfadándose porque se hallaba presente Cleopatra, mandó a los pescadores que, metiéndose sin que se notara debajo del agua, pusieran en el anzuelo peces de los que ya tenían cogidos; y habiendo sacado dos o tres lances, no dejó la egipcia de comprender lo que aquello era. Fingió, pues, que se maravillaba, y haciendo conversación con sus amigos, les rogó que al día siguiente concurrieran a ser espectadores. Embarcáronse muchos en las lanchas, y luego que Antonio echó la caña, mandó a uno de los suyos que nadara por debajo del agua y adelantándose, colgara del anzuelo pescado salado del Ponto. Cuando Antonio creyó que había caído algún pez, tiró, y siendo el chasco y la risa tan grande como se puede pensar, «Deja —le dijo—, ¡oh Emperador!, la caña para nosotros los que reinamos en el Faro y en Canopo; vuestros lances no son sino ciudades, reyes y provincias».

XXX.— Mientras con tales juegos y puerilidades se entretenía Antonio, le sobrecogieron dos mensajes: uno de Roma, por el que se le avisaba que Lucio, su hermano, y Fulvia, su mujer, primero habían reñido y altercado entre sí, y después, poniéndose en guerra abierta con César, lo habían echado todo a perder y huido de la Italia. El otro en nada era más favorable y llevadero que éste, porque se le decía que Labieno, al frente de los Partos, había subyugado el Asia desde el Éufrates y la Siria hasta la Lidia y la Jonia. Vuelto, pues, con dificultad en sí como del sueño o de la embriaguez, movió primero para hacer frente a los Partos, y llegó hasta Fenicia; pero enviándole Fulvia cartas llenas de lamentos, se dirigió hacia Italia, conduciendo doscientas naves. Tropezó por suerte en la travesía con aquellos de sus amigos que habían huido, y supo que la causa de la disensión había sido Fulvia, mujer de carácter inquieto y violento, que había esperado sacar a Antonio de los lazos de Cleopatra si se suscitaba algún movimiento en la Italia. Sucedió por casualidad que Fulvia, que iba en su busca, enfermó en Sicione, y murió, con lo que hubo más proporción para su reconciliación con César. Pues luego que llegó a la Italia, como se viese que César no tenía contra él ninguna queja y que de las que contra él había, echaba la culpa a Fulvia, no le permitieron sus amigos que exigiese explicaciones, sino que los pusieron bien al uno con el otro, y partieron el imperio, poniendo por límite el mar Jonio: de manera que las regiones de Oriente quedaran para Antonio, las de Occidente para César, y el África se le dejara a Lépido, disponiéndose además que, si no les agradase ser cónsules, lo fueran amigos de ambos alternativamente.

XXXI.— Aunque esto parecía haberse concluido a satisfacción, siendo necesario darle mayor consistencia, la fortuna la proporcionó: porque Octavia era hermana mayor de César, bien que no de la misma madre, pues era hija de Ancaria, y éste nacido después de Acia. Amaba sobremanera a la hermana, que se dice haber sido ejemplo maravilloso de mujeres. Hallábase viuda de Gayo Marcelo, muerto poco había, y parecía que, habiendo fallecido Fulvia, se hallaba también viudo Antonio; pues, aunque no negaba sus relaciones con Cleopatra, no confesaba estar casado, siendo esto lo único en que parecía haber lidiado contra el amor de la Egipciaca. Insistían todos en esta otra boda, esperando que, reuniendo Octavia con una gran belleza una admirable gravedad y juicio, si se enlazaba con Antonio y era de él amada como a sus sobresalientes calidades correspondía, había de ser un poderoso vínculo para la salud y concordia de unos y otros. Luego que se pusieron de acuerdo, subieron a Roma para celebrar el matrimonio de Octavia, y no permitiendo la ley que la mujer viuda se casara antes de los diez meses de la muerte del marido, el Senado, por un decreto, le dispensó el tiempo que faltaba.

XXXII.— Estaba Sexto Pompeyo apoderado de la Sicilia, y talaba la Italia por medio de muchas naves corsarias, mandadas por el pirata Menas y por Menécrates, con lo que hacía el mar intransitable: y habiéndose portado benignamente con Antonio, porque había dado hospedaje a su madre, huída de Roma con Fulvia, les pareció conveniente avenirse también con él. Reuniéronse al efecto en el promontorio Miseno y punta de él que da sobre el mar, arribando Pompeyo con su escuadra, y siendo escoltados Antonio y César por su infantería. Convenidos en que Pompeyo tendría la Cerdeña y la Sicilia, bajo la condición de limpiar el mar de piratas y de enviar a Roma una cantidad determinada de trigo, se convidaron a cenar recíprocamente, y sorteando quien sería el primero que agasajara a los otros, le cupo la suerte a Pompeyo. Preguntóle Antonio dónde cenarían, y le respondió: «Aquí (señalando la galera capitana de seis órdenes); porque esta es —añadió— la casa paterna que le ha quedado a Pompeyo»; lo que decía para zaherir a Antonio, que se había hecho dueño de la casa del padre de Pompeyo. Aferrando, pues, la nave con las áncoras, y formando una especie de puente desde el promontorio, les hizo el más amistoso recibimiento. Estaban en lo mejor del convite y en la fuerza de los dichos punzantes lanzados contra Cleopatra y Antonio, cuando el pirata Menas se acercó a Pompeyo de manera que los otros no lo oyeron, y «¿Quieres —le dijo— que pique los cables de la nave, y te haré señor, no sólo de Sicilia y Cerdeña, sino del imperio de los Romanos?». Al oírlo Pompeyo se quedó pensativo por algún tiempo, y luego le respondió: «Valía más, Menas, que, lo hubieras hecho sin prevenírmelo; ahora debo respetar el estado presente, porque no es de mi carácter el ser un perjuro». Habiendo sido convidado del mismo modo después de ambos, navegó la vuelta de Sicilia.

XXXIII.— Antonio, después del convenio, envió a Ventidio al Asia para que detuviera a los Partos, no dejándoles pasar más adelante, y habiendo sido nombrado, por hacer obsequio a Octavio César, sacerdote de César el Dictador, continuaron tratando en buena compañía y amistad de los más graves negocios; mas cuando se juntaban a divertirse y jugar, Antonio se sentía mortificado de que siempre era el que libraba peor; y es que tenía a su lado un Egipcio dado a la adivinación, de aquellos que examinan el signo, el cual, o instruido de Cleopatra, o teniéndolo por cierto, estaba diciendo continuamente a Antonio con sobrada libertad que, siendo su fortuna la más grande y brillante, se marchitaba al lado de la de César, y le aconsejaba que se alejara cuanto más pudiera de aquel joven. «Porque tu genio —le decía— teme al suyo; y siendo festivo y altanero cuando está solo, se queda tamañito y abatido luego que aquel parece»; y los hechos parece que venían en apoyo del Egipcio. Porque si se echaban suertes sobre cualquiera cosa a ver a quién le tocaba, o si jugaban a los dados, siempre era Antonio el que perdía. Echaban muchas veces a reñir gallos o codornices adiestradas, y siempre vencían los de César: con lo que recibía manifiesto disgusto Antonio; y bien por esta causa, o más bien por haber dado oídos al adivino, marchó de la Italia, dejando al cuidado de César sus cosas domésticas: aunque a Octavia la llevó en su compañía hasta la Grecia, habiendo ya tenido en ella una niña. Hallábase de invernada en Atenas cuando le llegaron las nuevas de las victorias de Ventidio, a saber: que había derrotado a los Partos en una batalla, en la que habían muerto Labieno y Farnapates, que era el mejor general de los del rey Hirodes. Por estos sucesos dio un banquete público a los Griegos, y combates a los Atenienses; para lo que, dejando en casa las insignias del mando, salió en ropa y calzado de confianza, con las batas de que usan los presidentes de los juegos, y por sí mismo separó, tomándolos del cuello, según costumbre, a los jóvenes combatientes.

XXXIV.— Habiendo de partir para la guerra, tomó una corona del olivo sagrado, y llenando, según cierto oráculo, un odre lleno de agua de la Clepsidra, lo llevó también consigo. En esto, cargando Ventidio sobre Pácoro, hijo del rey, que de nuevo invadía la Siria con un poderoso ejército, le derrotó en la región Cirréstica, con gran matanza de los enemigos, siendo Pácoro uno de los primeros que murieron. Este suceso, entre los más celebrados de los Romanos, dio a éstos la más completa satisfacción por los infortunios de Craso y encerró otra vez dentro de los términos de la Media y la Mesopotamia a los Partos, vencidos tres veces consecutivas en batalla campal. Contúvose Ventidio de seguirles más lejos el alcance por temor de la envidia de Antonio; mas sojuzgó a todos los que se habían rebelado, y cercó a Antíoco Comagenes en la ciudad de Samosata. Proponiéndole éste que entregaría mil talentos y quedaría a las órdenes de Antonio, le mandó acudiera a Antonio mismo, el cual ya se hallaba cerca, y no permitía que Ventidio concluyera el tratado con Antíoco, queriendo que este acto tomara de él el nombre, y no sonara todo hecho por Ventidio. Prolongábase el sitio, y los de adentro, luego que desconfiaron de la paz, se defendían vigorosamente; por lo que, viendo Antonio que nada adelantaba, avergonzado y arrepentido a un tiempo, se dio por contento de concluir el tratado con Antíoco en trescientos talentos. Arregló enseguida en la Siria algunos negocios y, regresando a Atenas, dispensó a Ventidio los honores que le eran debidos, y lo envió a obtener los del triunfo. Hasta ahora éste es el único que hubiese triunfado de los Partos: hombre de nacimiento oscuro, y que sólo debió a la amistad de Antonio la ocasión de emprender grandes hazañas; con lo que se confirmó lo que se decía de Antonio y de César: que eran más afortunados mandando por medio de otros que por sí mismos, pues también Sosio, general de Antonio, se distinguió por sus hechos en la Siria, y Canidio, a quien había dejado por su lugarteniente en la Armenia, venciendo a los de esta región y a los reyes de los Iberes y los Albanos, había llegado hasta el Cáucaso, con lo que el nombre y fama del poder de Antonio se habían difundido entre aquellos bárbaros.

XXXV.— Indispuesto de nuevo contra César por algunos chismes, navegó con trescientas galeras a la Italia, y no habiéndole querido recibir los de Brindis, se dirigió a Tarento. Navegaba con él desde la Grecia Octavia, que se hallaba a la sazón encinta, y había dado antes a luz otra niña. Rogóle, pues, ésta que la enviara a tratar con el hermano; y habiéndose hallado en el camino con César, a quien acompañaban sus amigos Agripa y Mecenas, se lamentó mucho con ellos, y les hizo repetidos ruegos sobre que no la abandonaran en ocasión que de la más dichosa había venido a ser la más infeliz de las mujeres. «Porque ahora —decía— todos me tienen la mayor consideración por ser mujer y hermana de los emperadores; pero si las cosas paran en mal y se rompe la guerra, en cuanto a vosotros es incierto a quién tiene prescrito el hado el vencer o ser vencido; cuando para mí lo uno y lo otro es miserable y triste». Vencido César con estas razones, se encaminó de paz a Tarento, donde gozaron los habitantes del magnífico espectáculo de ver en tierra un numeroso ejército, muchas naves surtas en el puerto y los recibimientos y abrazos recíprocos de unos y otros. Túvolos el primero a cenar Antonio, concediendo también esto César al amor de la hermana. Convínose entre ellos que César daría a Antonio dos legiones para la guerra Pártica, y Antonio a César cien naves bronceadas; y Octavia sobre esto recabó del marido veinte buques menores para el hermano, y mil soldados más de éste para aquel. Terminada así su desavenencia, César al punto se dirigió a Sicilia a la guerra contra Pompeyo, y Antonio, encomendándole a Octavia con los hijos habidos de ella y los que tenía de Fulvia, se dio a la vela para el Asia.

XXXVI.— La más terrible peste, que había estado callada por largo tiempo, es decir, el amor de Cleopatra, que parecía adormecido y debilitado por mejores consideraciones, se encendió y estalló de nuevo al acercarse a la Siria; y por fin el caballo indócil y desbocado del apetito, como se explica Platón, hollando y pisando todo lo honesto y saludable, hizo que enviara a Fonteyo Capitón para conducir a la Siria a Cleopatra. Llegado que hubo, le concedió y añadió a sus provincias, no una cosa pequeña y despreciable, sino la Fenicia, la Celesiria, Chipre y gran parte de la Cilicia, y además todavía la parte de Judea que produce el bálsamo, y de la Arabia Nabatea todo lo que toca al mar exterior. Incomodáronse los Romanos en gran manera con estas donaciones, sin embargo de que a personas particulares daba provincias y reinos de grandes naciones, y a muchos les quitaba también los reinos, como al judío Antígono, al que, traído a su presencia, hizo decapitar, no habiéndose impuesto antes esta pena a ningún rey; pero lo que más insufrible se les hacía era el pasar por la vergüenza de los honores dispensados a Cleopatra. Subió de punto este oprobio habiendo tenido de ella dos hijos gemelos, de los cuales al uno llamó Alejandro y a la otra Cleopatra, y por sobrenombre a aquel, Sol, y a ésta, Luna. Era singular en hacer gala de sus excesos y liviandades; así, decía que la grandeza del imperio de los Romanos no resplandecía en lo que adquirían, sino en lo que donaban, y que la nobleza se dilataba con las sucesiones y descendencias de muchos reyes, y de este modo era como su progenitor venía de Hércules, que no limitó su sucesión a una mujer sola, ni temió a las leyes de Solón y a la cuenta que había de darse de la procreación, sino que se propuso dar a la especie muchos principios y orígenes de familias y linajes.

XXXVII.— Habiendo Fraates dado muerte a su padre Hirodes, fueron muchos los Partos que tomaron la huída, y de ellos vino a acogerse a Antonio Moneses, varón muy principal y poderoso, al cual, como asemejase sus infortunios a los de Temístocles y comparase su propio poder y magnanimidad con los de los reyes de Persia, le hizo donación de tres ciudades, Larisa, Aretusa y Hierápolis, llamada antes Bambise. Envió el rey de los Partos quien ofreciera a Moneses su diestra en señal de reconciliación, y Antonio manifestó placer en mandarle, porque tiraba a engañar a Fraates con la idea de la paz, para ver si así recobraría las insignias que tomaron a Craso y los soldados que todavía sobreviviesen. Remitió por entonces a Cleopatra a Egipto, y marchando por la Arabia y la Armenia, donde se le reunieron sus tropas y las de los reyes aliados, que eran muchos, y el más poderoso de todos, Artavasdes, rey de Armenia, que se presentó con diecisiete mil caballos y siete mil infantes, hizo el alarde de su ejército. De los Romanos eran los infantes sesenta mil, y diez mil hombres de caballería de Españoles y Galos incorporados a los Romanos; y de las demás naciones, entre caballería y tropas ligeras, treinta mil hombres. Todo este aparato y este poder, que infundió terror hasta en los Indios de la otra parte de la Bactriana y conmovió toda el Asia, dicen que se inutilizó en su mano a causa de Cleopatra; porque apresurándose a ir a pasar con ella el invierno, precipitó la guerra antes de tiempo, y todo lo hizo arrebatada y tumultuariamente, como hombre que no estaba en su acuerdo, sino que, como con hierbas o hechizos, tenía siempre los ojos puestos en ella, y atendía más a volver cuanto antes a su lado que a domar a los enemigos.

XXXVIII.— Porque, en primer lugar, debiera haber invernado en la Armenia, para dar descanso a las tropas, fatigadas con una marcha de ocho mil estadios, y haber ocupado la Media en el principio de la primavera, antes que los Partos movieran de sus cuarteles de invierno; y no teniendo paciencia para esperar tanto tiempo, marchó desde luego con el ejército, dejando a la izquierda la Armenia, y tocando en la región Atropatena, se puso a talar el país. Después de esto, conduciendo en trescientos carros las máquinas de sitio, entre las que había un ariete de ochenta pies de largo, y de las cuales ninguna que se destruyese podía ser reparada con tiempo, por no producir todo aquel país superior sino maderas ruines y blandas, con la prisa las dejó como estorbos de su ligera marcha encomendadas a una guardia, de la que era comandante Estaciano, y se fue a poner sitio a Fraata, ciudad populosa, en la que se hallaban los hijos y las mujeres del rey de la Media. La necesidad le convenció bien presto del error que había cometido en dejar las máquinas, teniendo que recurrir al medio de levantar contra la ciudad grandes trincheras a costa de mucho tiempo y trabajo. Bajó en esto con poderoso ejército Fraates, y enterado de que habían quedado atrás los carros de las máquinas, envió contra ellos una gruesa división de caballería, por la que, sorprendido Estaciano, murió en la acción, y diez mil hombres con él. Tomaron además los bárbaros las máquinas, y las destruyeron e hicieron gran número de cautivos, siendo uno de ellos el rey Polemón.

XXXIX.— Mortificó este suceso, como era indispensable, a todo el ejército de Antonio, por haber sufrido tan inesperado descalabro, y Artavasdes, rey de Armenia, abandonando el partido de los Romanos, se retiró con sus tropas, a pesar de que había sido el principal instigador de aquella guerra. Acudieron con intrepidez los Partos contra los sitiadores, haciéndoles injuriosas amenazas, y no queriendo Antonio que estando el ejército en inacción prendiera y se aumentara en él el desaliento, tomó diez legiones, tres cohortes pretorias de infantería y todos los caballos, y marchó con estas tropas a acopiar víveres, pensando que así atraería mejor a los enemigos y vendrían a una batalla campal. Había hecho un día de marcha, y viendo que los Partos le iban alrededor, buscando el caer sobre él en el camino, puso en el campamento la señal de batalla, y levantando después las tiendas, como si no hubiera de pelear, pasó por delante de la hueste de los bárbaros, que estaba formada en media luna, dando la orden de que cuando se viera que los más avanzados de los enemigos estaban al alcance de los legionarios, les diera una carga de caballería. A los Partos, que se mantenían a distancia, les pareció superior a todo elogio la formación de los Romanos, y observaban atentos cómo iban pasando con ciertos claros compasados, sin desorden y en silencio, blandiendo las lanzas. Dada la señal, acometió con algazara la caballería; los Partos se defendieron en sus puestos, aunque desde luego estuvieron al alcance de los dardos; mas cuando acometió la infantería, espantados los caballos de los Partos con sus gritos y el estruendo de las armas, y asustados también estos mismos, dieron a huir antes de venir a las manos. Siguióles Antonio el alcance concibiendo esperanza cierta de que con aquella batalla, o se daba fin a la guerra, o se estaba cerca de él; pero cuando, después de haberlos perseguido los infantes por espacio de cincuenta estadios y la caballería por tres tantos más, se halló, al hacer el recuento de los muertos y cautivos, que éstos no eran más que treinta y aquellos no pasaban tampoco de ochenta, fue grande la incertidumbre y desaliento en que cayeron, al hacer la triste reflexión de que, si vencían, no acababan sino con un número muy corto, y si eran vencidos, tenían una pérdida tan terrible como la que tuvieron en la acción en que perdieron los carros. Movieron al día siguiente para volver al sitio y campamento delante de Fraata; y al principio dieron en el camino con unos cuantos enemigos, después con muchos más, y por fin con todos, que como invictos y con nuevas fuerzas los provocaban e intentaban acometerles por todas partes; tanto, que no sin gran dificultad y trabajo pudieron llegar salvos al campamento; y como los Medos de adentro hubiesen hecho una salida contra las trincheras y hubiesen infundido terror en las avanzadas, irritado Antonio recurrió a la pena de diezmar a los que se habían manifestado cobardes, porque, formándolos por decenas, de cada una pasó por las armas al que le tocó la suerte, y a los que quedaron mandó que, en lugar de trigo, les distribuyeran cebada.

XL.— Hacíase a unos y a otros difícil esta guerra, y lo futuro les infundía igual miedo: a Antonio, porque temía el hambre y no veía el modo de hacer acopios sin heridos y muertos, y a Fraates, porque sabía que los Partos todo lo podían sufrir menos la intemperie y pasar las noches al raso en el invierno; por lo que tenía el recelo de que, si los Romanos aguantaban y permanecían, lo abandonasen sus tropas, pues ya habían empezado los fríos apenas pasado el equinoccio de otoño. Discurrió, pues, el siguiente ardid: aquellos Partos más conocidos, cuando se encontraban con los Romanos a ir a buscar víveres o a otros menesteres, los trataban con más blandura, y aun disimulaban cuando los veían tomar algunas cosas, celebrando su valor como de unos buenos guerreros, admirados con razón aun de su mismo rey. Con esto ya luego se llegaban más cerca, y parando los caballos, motejaban a Antonio de que, estando Fraates dispuesto a la paz por lástima de tantos y tan valientes soldados, no se prestaba aquel, ni daba la menor ocasión, sino que se estaba muy tranquilo, dando lugar a que sobrevinieran otros enemigos más terribles, el hambre y el invierno, de los que les sería difícil librarse, aun cuando los Partos se propusieran acompañarlos. Como muchos acudiesen a Antonio con estas relaciones, empezó a ceder y ablandarse con la esperanza; mas, sin embargo, no se resolvió a entrar en tratados con el Parto sin haber antes averiguado de aquellos bárbaros, que tan benignos se mostraban, si el rey pensaba como ellos. Contestáronle que sí, y aun exhortaron a que no se tuviera ningún recelo o desconfianza; ya con esto Antonio envió a algunos de sus más allegados con la proposición de que le entregara los cautivos y las insignias, para que no pareciese que lo que únicamente buscaba era salvarse y huir. Respondiéndole el Parto que sí, dejadas a un lado aquellas reclamaciones, se retiraba, al punto tendría seguridad y paz; tomó en pocos días sus disposiciones, y se puso en marcha. Mas con ser el más elocuente de su tiempo para mover al pueblo y llevarse tras sí un ejército, de vergüenza y aburrimiento no se atrevió a alentar por sí mismo a las tropas, sino que dio este encargo a Domicio Enobarbo, con lo que algunos se incomodaron, teniéndolo a desprecio; pero los más lo llevaron a bien, y reflexionando el motivo, por lo mismo creyeron que debían ser más sumisos y obedientes al general.

XLI.— Su intención era regresar por el mismo camino, que era llano y despejado de árboles; pero un Árabe del país de los Mardos, que en gran parte había contraído la costumbre de los Partos, y que ya se había mostrado fiel a los Romanos en la batalla de las máquinas, se llegó a Antonio y le previno que se retirara llevando siempre los montes a la derecha, y no expusiera un ejército, en su mayor parte de infantería y armado pesadamente, en un terreno desnudo y abierto a las cargas y a las saetas de una caballería tan numerosa; pues ésta había sido la intención de Fraates en hacerle abandonar el sitio bajo condiciones tan benignas, y que él mismo le guiaría por un camino mucho más corto, y en el que tendría mayor abundancia de víveres. Antonio, al oírle, se puso a reflexionar, y aunque por una parte no quería que pareciese desconfiaba de los Partos después del tratado, por otra le era muy grato el atajo del camino y el que la marcha fuese por aldeas habitadas; así, pidió al que quería ser conductor alguna prenda para creerle. Prestóse él a que le tuvieran aprisionado hasta haber puesto el ejército en la Armenia, y por dos días fue de guía atado sin que ocurriese novedad; pero al tercero, cuando ya Antonio no pensaba en los Partos, y por la misma confianza caminaba sin la menor cautela, observó el Mardo que una presa que había en el río estaba recientemente rota, y el agua se derramaba con abundancia por el camino que había de llevar, lo que le hizo comprender que aquello era obra de los Partos, con el objeto de que el río los enredara y detuviera. Hizo, pues, que Antonio lo viese y observase, para que viniera en conocimiento de que los enemigos estaban cerca, y aun no había acabado de formar sus tropas, disponiendo una carga de los ballesteros y honderos contra los enemigos, cuando ya se presentaron los Partos, y corrieron a envolver y cortar por todos lados el ejército. Marcharon contra ellos las tropas ligeras; y causando en éstas muchas heridas con sus tiros, y no recibiéndolas menores de las saetas y pelotas de plomo que se les arrojaban, se retiraron. Repitieron otra vez el mismo choque, hasta que, volviendo los Celtas contra ellos sus caballos, los acometieron con viveza y los dispersaron, sin que en todo aquel día volvieran a parecer.

XLII.— Viendo con esto Antonio cómo debía conducirse, protegió con muchos ballesteros y honderos, no sólo la retaguardia, sino también uno y otro flanco, y caminando con su hueste en cuadro, dio orden a la caballería de que los acometiera y rechazara, y rechazados no les siguiera lejos el alcance; de manera que los Partos, habiendo experimentado en cuatro días seguidos que nada habían podido adelantar, ni habían causado más daño que el que habían recibido, empezaron a aflojar, y pensaban en retirarse, poniendo la estación por excusa; pero al quinto día Flavio Galo, buen militar, emprendedor y que se hallaba con mando, se llegó a Antonio y le pidió que le permitiera tomar mayor número de tiradores de retaguardia y algunos caballos de los del frente, como para hacer una cosa memorable, dióselos, y al cargar los enemigos los rechazó, no como antes, retirándose luego a incorporarse con la infantería, sino permaneciendo y trabando un combate, reñido. Viendo los comandantes de retaguardia que se había desunido, lo enviaron a llamar, pero él no hizo caso. Dícese que el cuestor Ticio, echando mano a las insignias, retrocedió, y reconvino con denuestos a Galo de que no hacía mas que perder a los mejores y más valientes soldados; pero éste le volvió las injurias, y mandando a su tropa que permaneciese, Ticio se retiró; mas Galo, arrojándose denodadamente sobre los enemigos que tenía al frente, no observó que le cercaban y envolvían muchos por la espalda. Herido, pues, y acosado por todas partes, envió a pedir auxilio; los capitanes que mandaban la infantería, de los cuales era uno Canidio, hombre de grande influjo y poder cerca de Antonio, cometieron, como lo puede juzgar cualquiera, un grandísimo yerro, pues cuando debían acometer con toda la hueste apiñada, enviando de auxilio partidas pequeñas, y vencidas aquellas, otras, no vieron que de aquella manera iban a poner en derrota y en fuga todo el ejército; y así habría sucedido, a no haber acudido el mismo Antonio desde el frente con la infantería, y haber mandado a la legión tercera que por entre los que huían penetrase contra los enemigos, con lo que los contuvo en su persecución.

XLIII.— Murieron sobre unos tres mil hombres, y se condujeron a las tiendas cinco mil heridos; entre ellos el mismo Galo, pasado de frente por cuatro saetas; pero éste no sanó de las heridas. A los demás los visitó y alentó Antonio, llorando sobre sus males y mostrándose compadecido; ellos, contentos, tomándole la diestra, le rogaban al retirarse que se cuidara y no se afligiese, saludándole con el dictado de emperador y diciéndole que se tenían por salvos con que él tuviera salud. Porque puede decirse que ni en robustez ni en sufrimiento ni en edad mandó general ninguno de los de aquella época un ejército más brillante que el suyo; así como, por otra parte, en el respeto al general, en la obediencia unida con el amor y en el preferir todos unánimemente, ilustres, plebeyos, caudillos y particulares, el ser honrados y apreciados de Antonio a su propia salud, a ninguno de los antiguos romanos concedía ventaja. Concurrían para esto las muchas causas que hemos dicho: su ilustre origen, su facundia y elocuencia, su munificencia y liberalidad, y su gracia y humor festivo para los chistes y para el trato. Entonces, condoliéndose y sintiendo con los que padecían, y dando a cada uno lo que le hacía falta, todavía más prontos para todo que los sanos a los enfermos y heridos.

XLIV.— Cuando ya los enemigos desmayaban y cedían, de tal modo los engrió esta victoria, y hasta tal punto despreciaron a los Romanos, que aun por la noche se acercaron a su campamento, esperando saquear de un momento a otro sus tiendas vacías y sus equipajes abandonados. A la mañana se reunieron en mucho mayor número, pues se dice que no bajaban de cuarenta mil caballos, enviando el rey hasta los de su guardia, como a una victoria cierta y segura, pues él en persona no se encontró en ninguna batalla. Queriendo Antonio hablar a los soldados, pidió la toga de duelo para comparecer a sus ojos en estado más abatido; pero habiéndose opuesto a ello sus amigos, les arengó con el mando de general, alabando y aplaudiendo a los vencedores e improperando a los fugitivos, a lo que contestaron los primeros dándoles nuevas seguridades e inspirándole mayor confianza, y los segundos excusándose y ofreciéndose a que si quería los diezmase o los castigase de cualquier otra manera, no queriendo otra cosa sino que dejara de estar triste y desconsolado. Entonces, tendiendo al cielo las manos, hizo a los dioses la plegaria de que si por su anterior prosperidad tenían resuelto tomar alguna, venganza, toda recayera sobre él, dando al ejército salud y la victoria.

XLV.— Al día siguiente continuaron su marcha mejor defendidos; y los Partos, cuando se presentaron a quererlos acometer, se encontraron con una extraña novedad; porque cuando creían que eran venidos a saquear y robar, y no a una batalla, cayó sobre ellos una nube de dardos, y viendo a los Romanos valerosos y esforzados, volvieron otra vez a desalentarse. Al bajar éstos de unos collados bastante pendientes, repitieron su ataque, acometiéndolos en la lenta marcha que llevaban; entonces, volviéndose la infantería, encerró dentro de su formación a las tropas ligeras, y poniendo los primeros la rodilla en tierra, presentaron sus escudos. Los que formaban después pusieron sus escudos sobre éstos, y lo mismo respecto de éstos los otros; y esta disposición, que es muy semejante a la forma de un tejado, sobre ofrecer una vista teatral, es la más fuerte de las formaciones para hacer que se resbalen los dardos. Los Partos, cuando vieron a los Romanos poner la rodilla en tierra, creyeron que aquello era darse por perdidos y efecto del cansancio, por lo que no quisieron valerse ya de los arcos, sino que echando mano a las lanzas, se fueron a combatir de cerca; mas entonces los Romanos, levantándose de repente y alzando grande gritería, los rechazaron con sus chuzos, y habiendo dado muerte a los primeros que se presentaron, pusieron en desordenada fuga a todos los demás; otro tanto sucedió los días siguientes, siendo muy poco lo que adelantaban en su marcha. Fatigó en esto el hambre al ejército, que sólo combatiendo se proporcionaba algún poco de trigo, y que estaba además falto de utensilios para la moltura, porque había sido preciso dejar los más a causa de ser muchas las acémilas que habían muerto y ser conducidos en las restantes los enfermos y heridos. Dícese que un quenix de trigo llegó a costar cincuenta dracmas, y que el pan de cebada se vendía a peso de plata. Recurrieron en este apuro a las hierbas y a las raíces, y como encontrasen pocas a las que estuviesen acostumbrados, siéndoles preciso hacer pruebas con las que no habían gustado antes, dieron con una hierba que los volvía locos, y después de la locura les causaba la muerte; porque el que la comía no se acordaba ni tenía ya conocimiento de nada, y todo su afán era mover y remover cuantas piedras veía, como si se ocupara en una cosa de importancia. Estaba, pues, llena toda la llanura de hombres inclinados al suelo para arrancar y mudar las piedras, y, por último, morían con vómitos de bilis, por cuanto les faltaba el vino, que era el único remedio. Como muriesen, pues en gran número y los Partos no los dejasen respirar, se dice que Antonio exclamó muchas veces: «¡Oh diez mil!», maravillándose de los que se retiraron con Jenofonte, pues que con haber hecho un camino más largo desde Babilonia, y teniendo que pelear con muchos más enemigos, al fin se salvaron.

XLVI.— Los Partos, no pudiendo romper el ejército ni hacerles perder su formación, vencidos y puestos en fuga muchas veces, volvían a acercarse pacíficamente a los Romanos, que iban a proveerse de trigo o de forraje, y mostrándoles flojas las cuerdas de los arcos, les decían que ellos tenían determinado retirarse, que aquel era ya el término de la guerra y que sólo algunos Medos los seguirían a una o dos jornadas, no para incomodarlos, sino para dar protección a las aldeas más retiradas. Acompañaban a estas palabras salutaciones y otros cumplimientos; de manera que los Romanos llegaron a tranquilizarse, y habiéndolo oído Antonio, pensó en descender más a la llanura, por decirse que el camino por las montañas carecía de agua. Cuando iba a ponerlo en ejecución, llegó al campamento uno de los enemigos, llamado Mitridates, sobrino de aquel Moneses que se acogió a Antonio y a quien éste hizo la donación de las tres ciudades. Pidió que fuera a hablar con él alguno que supiera explicarse en la lengua pártica o siriaca, y ejecutándolo Alejandro de Antioquía, que era amigo de Antonio, les descubrió quién era, y poniendo aquel favor a cuenta de Moneses, le preguntó si veía aquellos montes continuados y altos allá lejos: respondió que sí los veía. «Pues al pie de aquellos —le dijo— están en acecho los Partos con un grande ejército; porque tras aquellos montes hay grandes llanuras, y esperan acabar en ellas con vosotros, llevándoos allá engañados con haceros dejar el camino de los montes. En éste tenéis sed y trabajo, cosas ya conocidas; pero si Antonio marcha por aquel, sábete que le aguarda la misma suerte que a Craso».

XLVII.— Dicho esto, se retiró. Antonio, encontrándose en gran perplejidad y confusión, hizo llamar a sus amigos y al árabe que le servía de guía, el cual pensaba de aquella misma manera; pues aun sin enemigos, sabía que aquellas llanuras carecían de senda cierta, y eran muy expuestas a perderse y andar errantes en ellas, mientras que el atajo no ofrecía otra dificultad que la de haber de carecer de agua por una jornada. Mudando, pues, de propósito, marchó por este camino en aquella misma noche, mandando que se proveyesen de agua. Faltábanles a muchos vasijas, por lo que llenaron de agua los morriones, y algunos hasta la tomaron en las pieles con que se cubrían. Cuando ya estaban en marcha, tuvieron de ello aviso los Partos, y, contra su costumbre, se pusieron a perseguirlos de noche, y al salir el sol alcanzaron a los últimos, que se hallaban muy mal parados con la vigilia y la fatiga, pues habían andado en aquella noche doscientos cuarenta estadios; así, tanto por esto como por el aparecimiento repentino de los enemigos, cayeron en gran desmayo, y el combate mismo contribuía a acrecentar la sed, porque sobre la marcha misma tenían que defenderse. Los que iban de vanguardia llegaron a un río de agua abundante y fresca, pero salada y dañosa; pues, bebida, movía el vientre con grandes dolores e inflamaba más la sed; y sin embargo de habérselo prevenido el árabe, bebían, desprendiéndose de los que querían contenerlos. Recorría Antonio las filas, y les rogaba que aguantaran por muy poco tiempo, pues, no estaba lejos otro río de agua saludable, y el resto del camino era ya áspero e inaccesible a la caballería, con lo que del todo se verían libres de enemigos; al mismo tiempo hizo llamar a los que todavía peleaban, y dio la señal de acampar, para que siquiera gozaran de sombra los soldados.

XLVIII.— Puestas las tiendas y retirados los Partos, según solían, volvió otra vez Mitridates, y saliendo Alejandro a hablarle, lo exhortó a que, haciendo un ligero descanso el ejército levantara el campo y se apresurara a ponerse al otro lado del río, porque, los Partos no le pasarían, ni los perseguirían más que hasta allí. Habiéndolo anunciado a Antonio, Alejandro le llevó de parte de aquel muchos vasos y tazas de oro, de los que tomó Mitridates cuánto pudo ocultar bajo sus ropas, y se marchó. Todavía era de día cuando hizo levantar el campo, y marchaban sin ser molestados de los enemigos; pero ellos mismos hicieron aquella noche la más terrible y congojosa de todas, porque robaban y mataban a los que tenían oro o plata, y saquearon los equipajes. Finalmente, poniendo sus manos hasta en los cofres de Antonio, hacían pedazos la vajilla y mesas de gran precio, y se lo repartían. Como con este motivo fuese grande la turbación y alboroto que se apoderó de todo el campamento, porque creían que, habiéndolos sorprendido los enemigos, se habían entregado a la fuga y a la dispersión, llamando Antonio a Ramno, uno de los libertos que tenía en su guardia, le hizo jurar que cuando le diera la orden lo había de pasar con la espada y le había de cortar la cabeza, para no caer vivo en poder de los enemigos ni ser de ellos conocido después de muerto. Lamentándose con esta ocasión sus amigos, el árabe sosegó y tranquilizó a Antonio, diciéndole que estaban ya muy cerca del río, porque el ambiente era húmedo, y un aura más fresca y suave hacía agradable y dulce la respiración, además de que el tiempo le hacía conocer que estaban al fin de la marcha, pues que restaba poco de la noche. Informáronle otros al mismo tiempo que el alboroto no había tenido otro origen que la injusticia y latrocinio de algunos soldados, por lo que, queriendo recoger y apaciguar la tropa desordenada y dispersa, mandó dar la señal de acampar.

XLIX.— Vino en esto el día, y cuando el ejército empezaba a tomar algún orden y descanso, encontrándose los de la retaguardia molestados por las saetas de los Partos, se dio a las tropas ligeras la señal de batalla. La infantería volvió a formar tejado con los escudos y a esperar en esta disposición a los enemigos, que no se atrevían a acercarse. A poco que así caminaron los de vanguardia se descubrió ya el río, y formando Antonio su caballería al frente de los enemigos, pasó primero los enfermos. Después ya tuvieron facilidad y seguridad para beber aun los que habían combatido, pues los Partos, luego que vieron el río, aflojaron las cuerdas de los arcos, y decían a los Romanos que pasaran tranquilos, celebrando mucho su valor. Pasaron, pues, sosegadamente, y luego que se hubieron repuesto, continuaron su marcha, no fiándose todavía de los Partos.

Al sexto día después del último combate, llegaron al río Araxes, que divide la Media de la Armenia. Parecióles más profundo y rápido en su curso, y corrió la voz de que allí les tenían armada celada los enemigos para cuando pasasen; pero le pasaron sin ser inquietados, cuando pisaron el suelo de la Armenia, como si acabaran de tomar tierra saliendo del mar, lo besaron, llorando de gozo y abrazándose unos a otros. Como marchasen entonces por una región abundante y lo tuviesen todo de sobra después de la mayor miseria y escasez, enfermaron de hidropesía y cólicos.

L.— Hizo entonces Antonio otra vez un recuento, y halló que había perdido veinte mil infantes y cuatro mil caballos, no todos a manos de los enemigos, sino como la mitad de este número de enfermedades. Su marcha desde Fraata había sido de veintisiete días, y había vencido a los Partos en dieciocho batallas; pero estas victorias no habían tenido grandes consecuencias ni dado seguridad, porque el alcance seguido a los enemigos había sido siempre corto y de muy poco fruto; en lo que se veía bien claro que el rey de Armenia, Atavasdes, había privado a Antonio de dar fin a aquella guerra. Porque si hubieran permanecido dieciséis mil soldados de a caballo que trajo de la Media, armados como los Partos y acostumbrados a pelear contra ellos, cuando los Romanos los hubieran rechazado en la batalla, éstos los habrían acabado en la fuga, y vencidos no se habrían rehecho y vuelto con osadía al combate tantas veces. Así es que todos acaloraban a Antonio para que castigara al rey de Armenia; pero él, haciéndose cargo de la situación presente, ni lo reconvino por su traición, ni disminuyó en lo más mínimo los honores y obsequios que solía hacerle, hallándose entonces con poca gente y falto de todo. Más adelante, entrando en la Armenia, y atrayéndole con promesas y llamamientos a que viniera a sus manos, lo prendió, y conduciéndolo atado a Alejandría, triunfó de él; cosa que disgustó mucho a los Romanos, por ver que con las hazañas y proezas de la patria hacía obsequios a los Egipcios por consideraciones a Cleopatra. Pero esto, como se ha dicho, fue más adelante.

LI.— Entonces, caminando sobre nieves y en medio de un invierno de los más crudos, perdió otros ocho mil hombres en la marcha, y bajando hasta el mar con muy poca gente, en una fortaleza situada entre Berito y Sidón, y llamada Leucecome, determinó esperar a Cleopatra. Como tardase, eran grande su desazón e inquietud, y aunque recurrió a sus desórdenes de beber hasta la embriaguez, no fue de manera que aguantase y se estuviese sentado, sino que se levantaba en medio de los brindis e iba a mirar muchas veces, hasta que por fin arribó al puerto, trayendo mucho vestuario y cuantiosos fondos para los soldados, bien que algunos dicen que trajo efectivamente Cleopatra el vestuario, pero que el dinero repartido lo puso Antonio de su propio caudal, como si lo hubiera dado ésta.

LII.— Suscitóse a este tiempo riña y desavenencia entre el rey de los Medos y el parto Fraates, nacida, según dicen, con ocasión del botín hecho a los Romanos, y fue tal que en el Medo engendró sospecha y recelo de que éste le despojara del reino. Por tanto, envió a llamar a Antonio, prometiéndole que le auxiliara en la guerra con todo su ejército. Infundió esto grandes esperanzas a Antonio, porque veía que aquella sola cosa en que se consideraba inferior para domar a los Partos, que era la fuerza de la caballería y los arqueros, se le venía a las manos, pareciendo que hacía favor en lugar de pedirlo. Disponíase, pues, a subir otra vez por la Armenia, y juntándose con el rey de los Medos en el río Arajes, dar desde allí principio a la guerra.

LIII.— Queriendo Octavia navegar desde Roma a unirse con Antonio, se lo permitió César; los más creen que no por condescender con su deseo, sino para que, desatendida y abandonada, diera causa justa para la guerra. Llegada a Atenas, recibió carta de Antonio en que le daba orden de permanecer allí, hablándole de la expedición. Sintiólo Octavia, y no dejó de conocer el pretexto; pero, con todo, le escribió, preguntándole adónde quería que le enviase los efectos que le traía: eran gran copia de vestuario para los soldados, muchas acémilas, caudales y regalos para los caudillos y amigos que tenía a su lado, y fuera de esto, dos mil soldados escogidos para las cohortes pretorianas, equipados de las más primorosas armaduras. Dióle de esto noticia, enviado al efecto por ella, un tal Níger, amigo de Antonio, el que añadió los más completos como los más debidos elogios. Mas llegó a entender Cleopatra que Octavia iba a ponerse en contraposición con ella, y temerosa de que, uniendo a la gravedad de sus costumbres y al poder de César la dulzura del trato y la complacencia a voluntad de Antonio, se le hiciera invencible y del todo se apoderara de éste, fingió que estaba perdida de amores por Antonio; y para ello debilitaba el cuerpo con tomar escaso alimento, y en su presencia ponía la vista como espantada, y cuando se apartaba de ella, caída y triste. Hacía de modo que muchas veces se la viera llorar, y de repente se limpiaba y ocultaba las lágrimas, como que no quería que él lo advirtiese. Usaba de todas estas simulaciones cuando Antonio estaba para partir de la Siria al punto convenido con el rey de los Medos, y los aduladores, interesados por ella, motejaban a Antonio de duro e insensible, porque iba a acabar con una pobre mujer que en él solo tenía puestos sus sentidos; porque Octavia había venido con motivo de los negocios, enviada del hermano, y ya disfrutaba del nombre de legítima mujer, mientras que Cleopatra, reina de tantos pueblos, se contentaba con llamarse la amante de Antonio, y no tenía a menos o desdeñaba este nombre mientras veía a éste y le tenía a su lado; y luego que se mirase abandonada, era seguro que no sobreviviría. Finalmente, de tal manera le ablandaron y afeminaron que, por temor de que Cleopatra se dejase morir, se volvió a Alejandría y dio largas al rey de los Medos hasta el verano, sin embargo de decirse que había entre los Partos sediciones y alborotos. Con todo, habiendo subido después, trabó amistad con él, y tomando para mujer de uno de los hijos de Cleopatra a una de las hijas del mismo rey, que todavía era muy niña, volvió con esta afinidad cuando ya iba a entrar en la guerra civil.

LIV.— Cuando Octavia volvió de Atenas, mirándola César como despreciada y ofendida, le dio orden de que se fuese a vivir a su casa; pero ella le respondió que no dejaría la del marido, y rogaba al hermano que si no había determinado hacer la guerra a Antonio por otra causa, no hiciese alto en sus querellas, pues ni siquiera era decente que se dijese de los dos mayores generales que el uno por el amor de una mujer y el otro por celos, habían introducido la guerra civil entre los Romanos. Y esto que decía lo confirmaba con las obras; porque ocupaba la casa de Antonio como si éste se hallara presente, y cuidaba con la mayor diligencia y decoro, no sólo de los hijos que en ella misma había tenido, sino de los que había tenido en Fulvia, y si venían algunos amigos recomendados por Antonio para las magistraturas o por otros negocios, los recibía con aprecio y los protegía en lo que deseaban obtener de César. Mas sucedía que con esto mismo perjudicaba más, contra su intención a Antonio; pues que era aborrecido por tratar mal a una mujer tan envidiable, y lo era además por el repartimiento que en Alejandría hizo a los hijos, y que pareció teatral, orgulloso y antirromano. Porque introdujo un gran gentío en el Gimnasio, donde sobre una gradería de plata hizo poner dos tronos de oro, uno para él y otro para Cleopatra, y otros más pequeños para los hijos. De allí, en primer lugar proclamó a Cleopatra reina del Egipto, de Chipre, del África y de la Siria inferior, reinando en unión con ella Cesarión, el cual era tenido por hijo de César el Dictador, que había dejado a Cleopatra encinta. En segundo lugar, dando a los hijos nacidos de él y de Cleopatra el dictado de reyes, a Alejandro le adjudicó la Armenia, la Media y el reino de los Partos para cuando fuesen sojuzgados, y a Tolomeo la Fenicia, la Siria y la Cilicia. Al mismo tiempo, de los hijos presentó a Alejandro en traje medo, llevando la tiara derecha, a la que llaman también cítaris, y a Tolomeo adornado con el calzado, el manto y el sombrero con diadema, que es el ornato de los reyes sucesores de Alejandro, así como aquel lo es de los Medos y los Armenios. Luego que los hijos saludaron con ósculo a los padres, al uno se le puso guardia de Armenios y al otro de Macedonios. Porque Cleopatra ya entonces, y siempre en adelante, no salía en público sino con la ropa sagrada de Isis, y como una nueva Isis daba oráculos.

LV.— Dio cuenta César al Senado de estos sucesos, y denunciándolos muchas veces al pueblo, irritó a la muchedumbre contra Antonio. Envió por su parte éste quien hiciera cargos a César, siendo los principales capítulos: Primero, que habiendo despojado de la Sicilia a Pompeyo, no le había dado parte ninguna en aquella isla. Segundo, que habiendo recibido del mismo Antonio prestadas naves para la guerra, le había dejado enteramente sin ellas. Tercero, que habiendo expelido del mando a su colega Lépido, dejándolo infamado, César se había tomado su ejército, sus provincias y las rentas que a aquel le habían sido asignadas. Sobre todo, que había repartido a sus soldados podía decirse que toda la Italia, no dejando nada para los de Antonio. Defendíase de estas acusaciones César, diciendo que Lépido había tenido que abdicar un mando del que no usaba sino en agravio de los ciudadanos, que lo que había adquirido por la guerra lo partiría con Antonio cuando éste partiera con él la Armenia, y que si sus soldados: no participaban de la Italia, era porque poseían la Media y la Partia, que habían adquirido para los Romanos, combatiendo valerosamente con su emperador.

LVI.— Hallándose Antonio en la Armenia cuando tuvo noticia de estas cosas, dispuso que al punto bajara Canidio al mar con dieciséis legiones; él, con Cleopatra, se trasladó a Éfeso, donde reunía una poderosa armada, haciendo venir naves de todas partes, pues con los transportes llegaban a ochocientas, de las cuales había dado doscientas Cleopatra, veinte mil talentos y víveres para todo el ejército durante la guerra. Antonio, a persuasión de Domicio y de algunos otros, resolvió que Cleopatra se retirara al Egipto a estar en expectación de los sucesos de la guerra; pero ella, temerosa de que se hicieran nuevos conciertos por medio de Octavia, ganó con grandes dádivas a Canidio, para que en su favor hiciera presente a Antonio que ni era justo alejar de aquella guerra a una mujer que tanto había contribuido para ella, ni convenía tampoco amortiguar al interés de los Egipcios, que tan considerable parte eran de aquellas fuerzas, fuera de que no veía que Cleopatra valiera para el consejo menos que los otros reyes aliados, siendo una mujer que por sí misma había gobernado largo tiempo un reino tan extenso, y a su lado se había formado para los mayores negocios. Al cabo esto prevaleció, porque estaba en los hados que todo el imperio había de venir a reunirse en las manos de César. Juntando, pues, aquellos sus fuerzas, se dirigieron a Samos, donde se entregaron a toda diversión y regalo; pues así como dieron órdenes a todos los reyes, potentados y tetrarcas, y a todas las naciones y ciudades comprendidas entre la Siria, la Meótide, la Armenia y el Ilirio para que enviaran y condujeran toda especie de preparativos de guerra, del mismo modo se impuso precisión a todo cómico, farsante y juglar de acudir a Samos; y mientras casi toda la tierra estaba en aflicción y llanto, una sola isla cantó y danzó por muchos, días, estando llenos los teatros y compitiendo entre sí los coros. Concurrieron al sacrificio todas las ciudades, enviando cada una un buey; los reyes iban entre sí a porfía en los convites y dádivas, de manera que llegó a decirse: «¡Cómo celebrarán éstos la victoria, cuando tales fiestas hacen para los preparativos de la guerra!».

LVII.— Pasada esta furia de diversiones, a toda aquella comparsa de artífices de Baco les señaló para su residencia la ciudad de Priena, y se encaminó a Atenas, donde volvió otra vez a los regocijos y teatros. Cleopatra, envidiosa de los honores dispensados a Octavia, porque esta se había hecho mucho lugar en Atenas, procuró ganar a aquel pueblo con toda especie de obsequios, y los Atenienses, habiéndole decretado los honores que apetecía, diputaron embajadores que le llevaran los decretos, siendo uno de ellos Antonio, como ciudadano de Atenas; y puesto ante ella, le dirigió un discurso en nombre de la ciudad. Envió a Roma encargados para echar a Octavia de su casa, de la que dicen salió, llevando en su compañía a todos los hijos de Antonio, a excepción del mayor tenido en Fulvia, que se hallaba con el padre; salió llorando y lamentándose de que pareciese que era ella una de las causas de aquella guerra. Compadecíanla los Romanos; pero aún compadecían más a Antonio, sobre todo los que habían visto a Cleopatra, que ni en edad ni en belleza se aventajaba a Octavia.

LVIII.— Al oír César la celebridad y grandeza de tales preparativos se sobresaltó, por temor de tener que hacer la guerra en aquel verano; pues eran muchas cosas las que le faltaban, y los pueblos llevaban a mal las exacciones de tributos. Porque precisados unos a dar la cuarta de sus frutos, y los de condición libertina la octava de cuanto poseían, clamaban contra él, y había sediciones y tumultos en casi toda la Italia. Así es que se tiene por uno de los mayores errores de Antonio el haber dilatado la guerra, por cuanto dio tiempo a César para prevenirse y para que apaciguara las sediciones; pues si los hombres cuando se les exige se alborotan, después de haber contribuido y pagado se aquietan. Ticio y Planco, varones consulares, amigos de Antonio, insultados de Cleopatra porque en muchas cosas se le habían opuesto mientras estaban en el ejército, huyeron de él, y pasándose a César, le denunciaron el testamento de Antonio, del que tenían conocimiento. Hallábase depositado en poder de las vírgenes Vestales, y a la petición que César les hizo se negaron, respondiendo que si quería, fuera y lo tomase. Hízolo así, y primero leyó para sí solo lo en él escrito, anotando algunos lugares que daban más margen a acusación. Reuniendo después el Senado, los leyó con ofensa e indignación de muchos; porque parecía cosa dura y terrible que se hiciera cargo a nadie en vida de lo que disponía para después de su muerte. Sobre lo que principalmente insistía era sobre la cláusula relativa a su entierro, en la que mandaba que, si moría en Roma, su cadáver, llevado en procesión por la plaza, fuera enviado a Cleopatra a Alejandría; y Calvisio, amigo de César, añadió, como crímenes de Antonio en sus amores con Cleopatra, los siguientes: que había cedido y donado a ésta las bibliotecas de Pérgamo, en las que había doscientos mil volúmenes distintos; que en un convite a presencia de muchos se había levantado y le había hecho cosquillas en los pies, por cierto convenio y apuesta entre ellos; que había sufrido que los de Éfeso llamaran a su vista señora a Cleopatra; que muchas veces, estando administrando justicia a reyes y tetrarcas, había recibido de ella billetes amorosos escritos en cornerinas y cristales, y puéstose a leerlos; y que hablando en una causa Furnio, hombre de grande autoridad y el más elocuente entre los Romanos, había pasado Cleopatra por la plaza conducida en silla de manos, y Antonio, luego que la había visto, había marchado allá, dejando pendiente el juicio, y pendiente de la silla de manos la había acompañado.

LIX.— Se cree que la mayor parte de estas inculpaciones habían sido inventadas por Calvisio.

Los amigos de Antonio andaban por Roma haciendo ruegos al pueblo, y enviaron a uno de ellos, que era Geminio, con el encargo de que hiciera presente a Antonio no se descuidase y diera lugar a que se le despojara del mando y se le declarara enemigo público de los Romanos. Pasó Geminio a la Grecia, y desde luego se hizo sospechoso a Cleopatra de que iba ganado por Octavia. Era, por tanto, continuamente escarnecido durante la cena y colocado en los puestos de menos honor; pero él aguantaba, esperando la ocasión de poder hablar a Antonio, hasta que, precisado en la misma cena para que dijese cuál era el objeto de su viaje, respondió que lo demás que tenía que decir pedía estar cuerdo; pero que, cuerdo o bebido, lo que sabía era que sería muy conveniente que Cleopatra se marchase a Egipto. Enfadóse Antonio al oírlo; pero Cleopatra lo que dijo fue: «Ha hecho muy bien Geminio en confesar la verdad sin que le dieran tormento». Geminio, pues, huyó de allí a pocos días y regresó a Roma. A otros muchos de los amigos de Antonio echaron de allí los aduladores de Cleopatra, por no poder aguantar sus insultos y provocaciones, siendo de este número Marco Silano y Delio el Historiador. De éste se dice que temió además las asechanzas de Cleopatra, dándole aviso Glauco el médico; y es que había picado a Cleopatra, diciéndole en la cena que a ellos se les daba a beber vinagre, mientras Sarmento bebía en Roma vino Falerno. Este Sarmento era un muchachito de los que servían al entretenimiento de César, a los cuales los Romanos les llamaban delicias.

LX.— Cuando César se hubo preparado convenientemente, se decretó hacer la guerra a Cleopatra y privar a Antonio de una autoridad que abandonaba a una mujer, añadiendo que Antonio, emponzoñado con hierbas, ni siquiera era dueño de sí mismo, y que los que les hacían la guerra eran Mardión el Eunuco, Potino, Eira, peinadora de Cleopatra, y Carmión, por quiénes eran manejados la mayor parte de los negocios de la comandancia general de Antonio.

Dícese que precedieron a esta guerra las señales siguientes: la ciudad de Pisauro, colonia establecida por Antonio y situada sobre el Adriático, habiéndose hundido el suelo, desapareció. Una de las estatuas de piedra de Antonio, puestas en la ciudad de Alba, se cubrió por muchos días de sudor, del que no se vio libre aun cuando algunos quisieron enjugarla. Hallándose el mismo Antonio en Patras, el templo de Hércules fue abrasado de un rayo; en Atenas, el Baco de la Gigantomaquia, arrancado del viento, fue llevado hasta el teatro; y es de advertir que, como hemos dicho, Antonio se jactaba de pertenecer a Hércules por el linaje y a Baco por la emulación de su tenor de vida, haciéndose llamar el nuevo Baco. El mismo huracán soplando con igual violencia sobre los colosos de Éumenes y Átalo, que eran llamados los Antonios, entre los demás, a ellos solos los derribó al suelo. Llamábase asimismo Antonia la nave capitana de Cleopatra, y se notó en ella un prodigio extraño, porque habían hecho nido unas golondrinas en la popa, y habiendo venido otras, lanzaron a éstas, y les mataron los polluelos.

LXI.— Cuando ya estaban próximos a dar principio a las hostilidades, las naves de guerra de Antonio no bajaban de quinientas, en las que había muchas de ocho y de diez órdenes, adornadas con mucho lujo y magnificencia, y su ejército se componía de cien mil infantes y doce mil caballos. Los reyes que estaban a sus órdenes y le auxiliaban eran Boco, rey de los Africanos; Tarcondemo, de la Cilicia superior; Arquelao, de la Capadocia; de la Paflagonia, Filadelfo; de la Comagena, Mitridates, y Sadalas, de la Tracia; éstos asistían a su lado. Polemón envió tropas del Ponto; Maleo, de la Arabia; Herodes, de Judea, y también Amintas, rey de los Licaonios y los Gálatas. Había venido asimismo auxilio del rey de los Medos. César, de naves para combate tenía doscientas cincuenta, y su ejército se componía de ochenta mil infantes y de otros tantos caballos como el de los enemigos. Irnperaba Antonio desde el Éufrates y la Armenia hasta el Mar Jonio y los Ilirios, y César, en todo el país situado desde los Ilirios hasta el Océano occidental, y después, volviendo de éste hasta el mar de Toscana y de Sicilia. Estaban además sujetas a César el África, la Italia, la Galia y la España hasta la columna de Hércules, y las tierras desde Cirene hasta la Etiopía a Antonio.

LXII.— Estaba de tal modo pendiente de aquella mujer, que, siendo les fuerzas de tierra aquellas en que considerablemente se aventajaba a su contrario, se decidió por el combate naval a causa de Cleopatra; y eso que veía que por falta de marinería arrebataban los capitanes de navío en la oprimida Grecia a los viajeros, arrieros, segadores y a todo joven, y que ni aun así estaban bien tripuladas las naves, y sólo con gran dificultad y trabajo se sostenían en el mar. César, que con naves no equipadas por el aparato y la ostentación, sino ágiles, prontas y bien provistas y tripuladas, ocupaba con su armada a Tarento y Brindis, envió a decir a Antonio que no se perdiera tiempo, sino que viniera con todas sus fuerzas; pues él proporcionaría a su armada radas y puerto contiguos, y con su propio ejército se retiraría dentro de Italia la carrera de un caballo, hasta que el mismo Antonio hubiera hecho su desembarco y acampándose con toda seguridad. Antonio, contestando a una fanfarronada con otra, lo envió a desafiar, sin embargo de que él era más viejo; y si esto no le acomodaba, le proponía que combatieran en Farsalo con sus ejércitos, como antes lo habían hecho César y Pompeyo. Adelantóse César, mientras Antonio se hallaba surto en Accio en el sitio en que ahora está edificada Nicópolis, a pasar el Mar Jonio y ocupar una aldea del Epiro, llamada Torine. Como esto suscitase grande revuelta y alboroto entre las gentes de Antonio, porque su ejército estaba muy rezagado, Cleopatra, haciendo de chistosa, dijo: «¿Qué mucho que haya esta revuelta, si César se ha apoderado del cucharón?».

LXIII.— Antonio, habiéndose puesto en movimiento desde muy temprano las naves de los enemigos, temeroso de que tomaran las suyas vacías de marinería, armó a los remeros y los formó sobre cubierta precisamente para vista; y suspendiendo y colocando los remos en forma de alas a uno y otro lado de las naves, las tuvo puestas de proa en la boca del puerto de Accio, como si estuvieran bien equipadas y preparadas para la defensa; César, engañado con esa estratagema, se retiró. Parece que también obró con grande arte en interceptar el agua con ciertas obras de fortificación, y privar así de ella a los enemigos, por no tener sino poca y mala los pueblos del contorno. Trató asimismo con consideración e indulgencia a Domicio, contra la voluntad de Cleopatra; porque habiéndose embarcado éste estando ya con calentura en un barquichuelo, y pasándose a César, Antonio lo llevó muy a mal, y, sin embargo, le envió todo su equipaje, y juntamente sus amigos y esclavos; mas Domicio, arrepentido por lo mismo de ver que su infidelidad y su traición eran notorias, se murió al punto de pesar. Hubo igualmente defección en algunos reyes, como en Amintas y Deyótaro, que se pasaron a César. Desengañado, por fin, Antonio de que la armada no se hallaba, en estado de servir y de prestarle los prontos auxilios que necesitaba, se creyó en la precisión de recurrir al ejército, y Canidio, comandante de éste, también mudó de parecer cuando ya se estuvo en los momentos de conflicto, aconsejando a Antonio que convenía despedir a Cleopatra y, retirándose a la Tracia o a la Macedonia, dirimir con las fuerzas de tierra aquella contienda. Porque Dísomes, rey de los Getas, ofrecía auxiliarle con poderoso ejército, y no podría parecer mal que, habiéndose ejercitado César en la guerra de Sicilia, le cediese en el mar, cuando por el contrario sería cosa muy dura y muy necia que, siendo mayor la pericia de Antonio en los combates terrestres, no hiciera uso de la fuerza y superioridad de su numerosa infantería, repartiéndola y perdiéndola en las naves; mas con todo aun volvió a prevalecer Cleopatra para que la guerra se terminara por medio de un combate naval, poniendo ya la vista en la fuga, y ordenando sus cosas, no del modo en que hubieran de ser más útiles para la victoria, sino en el que hubieran de estar más prontas para el retiro si la acción se perdía.

Había unos ramales que desde el campamento iban a la armada, y por ellos acostumbraba Antonio a pasar de una parte a otra sin recelo. Como dijese, pues, un esclavo a César que era fácil echarle mano cuando fuese por los ramales, puso al efecto hombres apostados, los cuales se condujeron de manera que, acelerándose un poco en la operación, cogieron al que iba delante de Antonio, y él con gran dificultad pudo librarse corriendo.

LXIV.— Resuelto al combate naval, quemó todas las demás naves egipcias, a excepción de sesenta, y tripuló las mejores y de más porte, desde las de tres hasta las de diez órdenes, embarcando en ellas veinte mil infantes y dos mil ballesteros. Dícese que uno de aquellos infantes, hombre que era de los que hacían de guías en la formación y que había sostenido muchos combates a las órdenes de Antonio, teniendo su cuerpo pasado de heridas, exclamó en presencia de éste, y dijo: «¿Por qué, ¡oh emperador!, desconfías de estas heridas y de esta espada, y pones tus esperanzas en unos malos leños? Peleen en el mar los Egipcios y Fenicios; pero a nosotros danos tierra, en la que estamos acostumbrados a mantenernos a pie firme hasta morir o vencer a los enemigos». Y que a esto nada respondió Antonio, y sólo con la mano y el rostro pareció exhortarle a que tuviera buen ánimo, y pasó de largo, no estando él mismo muy confiado; pues que queriendo los capitanes de las naves dejar las velas, los precisó a embarcarlas y llevarlas, diciendo que no se debía dejar escapar a ninguno de los enemigos que huyese.

LXV.— En aquel día y en los tres siguientes, alterado el mar con un recio viento, impidió el combate; pero al quinto, restituida la calma y la serenidad, se prepararon a él. Tenían Antonio y Publícola el ala derecha; Celio, la izquierda, y en el centro se hallaban Marco Octavio y Marco Insteyo. César dio a mandar el ala izquierda a Agripa, tomando para sí la derecha. Formadas a la orilla del mar unas y otras tropas de tierra, mandadas las de Antonio por Canidio y las de César por Tauro, se estuvieron en reposo. De los generales, Antonio corría en una falúa de una parte a otra, exhortando a los soldados o que por la pesadez de sus naves pelearan firmes como en tierra, y dando orden, a los capitanes de los buques de que, como si estuvieran sobre las anclas, así recibieran sin moverse los choques de las contrarias, guardando la boca del puerto para no ser envueltos. De César se dice que, dando también vuelta por las naves antes de hacerse de día, se encontró con un hombre que conducía un borriquillo, y habiéndole preguntado su nombre, como le conociese, le respondió: «Yo me llamo Éutico, y el borriquillo Nicón», por lo que, adornando después con los espolones aquel lugar, puso en él las estatuas de bronce del hombre y del borrico. Reconociendo lo que restaba de las escuadras, conducido para ello en una lancha hasta volver a su ala derecha, se maravilló de ver a los enemigos inmóviles en el estrecho; porque la vista era de naves que estaban aferradas en sus áncoras, y habiendo estado largo rato en esta persuasión, detuvo las suyas, que aun se hallaban a ocho estadios de distancia de las enemigas. Siendo la hora sexta y levantándose algún viento de mar, mal hallados los caudillos de Antonio con la detención, y confiados en la altura y mole de sus naves, con las que se tenían por invencibles, movieron el ala izquierda. Alegróse César al verlo, y contuvo aún su derecha, deseando que los enemigos se separaran más, fuera ya del golfo y de aquellos estrechos, para meterse con sus naves prontas y ligeras por entre aquellas que con su mole y falta de tripulación eran torpes y pesadas.

LXVI.— Cuando ya se trabó el combate y vinieron a las manos, no había choques ni roturas de naves, porque las de Antonio, por su pesadez, no tenían ímpetu, que es el que hace más poderosos los golpes de los espolones, y las de César, no solamente se guardaban de ir a dar de proa contra unos espolones firmes y agudos, sino que ni siquiera se atrevían a embestir a las contrarias por los costados, porque las puntas de los suyos se rompían tan pronto como daban en unas naves hechas de grandes maderos cuadrados, compaginados unos con otros con abrazaderas de hierro. Era, pues, parecida esta pelea a un combate de tierra o, por decirlo mejor, a un combate mural; porque tres o cuatro naves acometían a una de Antonio, y usaban de chuzos, de lanzas, de alabardas y de hierros hechos ascua, y los de Antonio lanzaban también con catapultas armas arrojadizas desde torres de madera. Mas extendiendo Agripa la otra ala con el objeto de envolver a los contrarios, precisado Publícola a hacer otro tanto, quedó desunido el centro. Causó esto en él algún desorden, combatido como se hallaba por las naves del Arruncio; cuando todavía la batalla era común y se mantenía indecisa, se vio de repente a las sesenta naves de Cleopatra desplegar las velas para navegar y huir por medio de los que combatían, porque estaban formadas a espaldas de las naves grandes, y al partir turbaron su formación. Mirábanlas los enemigos, asombrados al ver que con viento favorable se dirigían hacia el Peloponeso. Vióse allí claramente que Antonio no se condujo ni como general ni como hombre que hiciera uso de su razón para dirigir los negocios, sino que hubo así como quien dijo por juego que el alma del amante vive en un cuerpo ajeno; fue él arrastrado por aquella mujer como si estuviera adherido y hecho una misma cosa con ella; pues no bien hubo visto su nave en huída, cuando, olvidado de todo, abandonando y dejando en el riesgo a los que por él peleaban y morían, se trasladó a una galera de cinco órdenes, no llevando consigo más que a Alejandro, Siro y a Escelio, y se fue en seguimiento de aquella perdida, que al fin había de perderle.

LXVII.— Conocióle ésta, e hizo señal desde su nave, a la que alcanzó, y fue en ella recibido: pero ni vio a Cleopatra ni se dejó ver de ella, sino que, pasando a la proa, se sentó allí sin hablar palabra, apoyando la cabeza sobre entrambas manos. Viéronse en esto buques ligeros de los de César que iban en su alcance, y haciendo volver de proa su nave, consiguió que se retiraran los demás; pero el lacedonio Euricles continuaba en acometerle con denuedo, blandiendo una lanza desde la cubierta en actitud de arrojársela. Levantóse en esto Antonio, y preguntando: «¿Quién es el que persigue a Antonio?», le respondió aquel: «Yo soy Euricles, hijo de Lácares, que, ayudado de la fortuna de César, vengo la muerte de mi padre». Había sido Lácares condenado por Antonio en causa de piratería a ser decapitado. Con todo, no acometió Euricles a la nave de Antonio, sino que, embistiendo con la bronceada punta a la otra de las naves capitanas, porque eran dos, le hizo dar una vuelta en redondo, y habiendo caído de costado, la tomó, así como a una de las otras, en que había alhajas de valor, de las que sirven al uso cotidiano, Retirado éste, volvió Antonio a su anterior postura, y en ella permaneció taciturno. Pasó tres días solo en la proa, o por enfado o por tener vergüenza de presentarse a Cleopatra, y así arribó a Ténaro. Allí, las mujeres que eran más de su confianza hicieron que primero se hablasen, y después que comiesen y reposasen juntos. En tanto iban ya llegándoles muchos de los transportes, y algunos de los amigos que escaparon de la derrota, los cuales les informaban de que la escuadra se había perdido; pero creían que el ejército se mantenía en pie. Envió Antonio mensajeros a Canidio con orden de que sin dilación se retirara con el ejército por la Macedonia al Asia, y pensando en dirigirse desde Ténaro al África, escogió uno de los transportes, cargado de mucho dinero y de muchas alhajas de oro y plata de las de palacio, y lo dio a sus amigos, diciéndoles que lo partieran y se pusieran en salvo. Resistíanse éstos con clamores y llanto; pero consolándolos con la mayor bondad y afecto, e interponiendo súplicas, al cabo los despidió, escribiendo a Teófilo, su mayordomo residente en Corinto, para que les proporcionase seguridad y los tuviese ocultos hasta que pudieran alcanzar clemencia de César. Era este Teófilo padre de Hiparco, que alcanzó gran poder con Antonio, y fue el primero de sus libertos que se pasó a César, el cual más adelante se fue a habitar a Corinto.

LXVIII.— Esto en cuanto a Antonio. En Accio la armada resistió a César largo tiempo, y a pesar de haber padecido mucho, a causa de una fuerte marejada que le hería por la proa, no desistió hasta la hora décima. Los muertos no pasaron de cinco mil; pero fueron tomadas trescientas naves, según lo notó el mismo César en sus Comentarios. Pocos eran los que sabían haber huido Antonio; Y los que oían la noticia, disputaban al principio con los que la daban, haciéndoseles increíble que se hubiera marchado dejando diecinueve legiones de tropas no vencidas y doce mil caballos, como si antes no hubiera experimentado muchas veces los reveses de fortuna y no estuviera ejercitado en las vicisitudes de mil combates y batallas. Los soldados conservaban con respecto a él deseo y esperanza, pareciéndoles que iba a llegar de un momento a otro, y dieron pruebas de tal fidelidad y virtud, que aun después de ser notoria su fuga, se le mantuvieron leales siete días, no haciendo cuenta de los mensajes de César, hasta que, por último, habiendo huido de noche el comandante Canidio y abandonado el campamento, viendo el desamparo en que todos los dejaban y la traición que les habían hecho sus jefes, abrazaron el partido del vencedor. Marchó enseguida César a Atenas y, reconciliándose con los Griegos, repartió los víveres sobrantes de la guerra con las ciudades que se hallaban en gran miseria, despojadas de sus haberes, de sus esclavos y de sus ganados. Refería mi bisabuelo Nicarco que todos los ciudadanos habían sido precisados a llevar sobre sus hombros la cantidad de trigo señalada hasta el mar de Anticira, haciéndoles andar aprisa, a latigazos; y que de esta manera habían hecho un viaje, y cuando ya estaba medido el trigo y todo dispuesto para hacer el segundo, llegó la noticia de haber sido vencido Antonio; con lo que se había salvado la ciudad, porque inmediatamente huyeron los comisionados y soldados de Antonio, y los ciudadanos se repartieron el trigo.

LXIX.— Llegado Antonio al África, envió a Cleopatra al Egipto desde Paretonio, quedando él en una grandísima soledad, contristado y errante con sólo dos amigos, el uno griego, que era Aristócrates el Orador, y el otro romano, que era Lucilio; de quien en otra parte hemos escrito que en Filipos, para facilitar la fuga de Bruto, se entregó a sí mismo por éste a los que le perseguían. Salvóle entonces Antonio, a quien fue siempre agradecido y fiel hasta los últimos momentos. Cuando también le abandonó el que estaba encargado de las fuerzas que en África tenía, intentó darse muerte; pero se lo impidieron sus amigos; conducido a Alejandría, se halló con que Cleopatra había emprendido una obra grande y extraordinaria. Porque intentó pasar a brazo la armada por el istmo que separa el Mar Rojo del Mar de Egipto, y que se dice ser el término y aledaño entre el Asia y el África por aquella parte en que es más estrechado de ambos mares, y tiene menor latitud, que no es más quede trescientos estadios, y trasladando las naves al golfo Arábigo con grandes caudales y toda especie de riqueza, establecerse al otro lado, huyendo de la esclavitud y de la guerra. Mas por haber sucedido que los habitantes de la Arabia llamada Pétrea dieron fuego a las primeras naves que se pasaron y por estar Antonio en la creencia de que se sostenía su ejército de Accio, dio de mano a la empresa, contentándose con guardar las bocas del Nilo. Antonio, dejando la ciudad y la compañía de los amigos, se dispuso una habitación en el mar junto al Faro por medio de una calzada que se prolongaba mar adentro, y se fijó allí, separado del comercio de los hombres, diciendo que elegía y se proponía imitar la vida de Timón, pues que le había sucedido lo mismo que a éste; el cual, agraviado y mal correspondido de sus amigos, había llegado a desconfiar de todos los hombres y a mirarlos con aversión.

LXX.— Timón era ateniense y vivió por el tiempo de la guerra del Peloponeso, como se colige de las comedias de Aristófanes y Platón, pues en ellas es satirizado como áspero y aborrecedor de los hombres. Huía todo encuentro y trato con ellos; pero a Alcibíades, siendo todavía muy mocito y muy resuelto, le saludó y besó un día con grande empeño; y como se admirase Apemanto y le preguntase la causa, le dijo que amaba a aquel joven, porque veía que había de ser para los Atenienses causa de muchos males. Si trataba con Apemanto solo, era porque se le asemejaba e imitaba su tenor de vida; y con todo, en una ocasión, celebrándose la solemnidad llamada Coes, comieron juntos los dos, y diciendo Apemanto: «¡Bello convite es este nuestro, Timón!», «Sí —le respondió éste—, si tú no te hallaras en él». Dícese que, hallándose los Atenienses en junta pública, subió un día a la tribuna, y fue grande el silencio y expectación en que todos se pusieron por lo extraño del suceso; y él les dijo: «Tengo un solar reducido, ¡oh Atenienses!, y en él salió una higuera, en la que se han ahorcado muchos ciudadanos; teniendo, pues, resuelto edificar en aquel sitio, me ha parecido prevenirlo en público, para que si alguno de vosotros quiere ahorcarse, lo ejecute antes de arrancar la higuera». Murió, y fue enterrado en territorio de Hales, orilla del mar, y habiéndose hundido ésta, cubrió el agua la sepultura y la hizo inaccesible a los hombres. Había sobre ella esta inscripción:

Yago aquí despedida el alma triste;
mi nombre no os diré, sí mi deseo:
perezcáis malamente los malvados.

Esta inscripción se dice haberla hecho el mismo Timón; pero esta otra, que es la que todos tienen de memoria, es de Calímaco:

Timón el misántropo soy. ¿Qué aguardas?
Maldíceme a tu gusto cuanto quieras
sólo con que te quites de delante.

LXXI.— De lo mucho que de Timón podría decirse, nos ha parecido escoger esto poco.

En cuanto a Antonio, llegó el mismo Canidio a ser portador de la noticia de haberse perdido el ejército de Accio; por otras partes supo que Herodes, rey de Judea, que tenía algunas legiones y cohortes, se había pasado a César y que todos los demás potentados le habían abandonado igualmente, sin que le hubiese quedado nada fuera del Egipto. Mas no por esto se mostró alterado, sino que aun pareció que se alegraba de deponer la esperanza, para deponer también el cuidado. Dejó asimismo aquella habitación marítima, a que había dado el nombre de Timoneo, y arrastrado por Cleopatra al palacio, hizo renacer en la ciudad el gusto a los banquetes, el beber y a la distribución de donativos, con motivo de empadronar entre los mozos al hijo de Cleopatra y César y de vestir la toga viril a su hijo Antilo, tenido en Fulvia; pues con esta ocasión estuvo Alejandría entregada por muchos días a los festines, francachelas y fiestas. Habían ya disuelto aquella confraternidad que llamaban de la inimitable vida, e instituyeron otra que no cedía a ésta en el lujo, en el regalo y en la suntuosidad, intitulándola la de los que mueren juntos, porque se suscribían los amigos para morir a un tiempo y lo pasaban alegremente en banquetes que se daban por turno. Cleopatra juntó diferentes suertes de venenos mortales, y para probar el grado de dolor con que cada uno ocasionaba la muerte los hizo propinar a los presos de causas capitales; mas habiendo visto que los que eran prontos causaban la muerte acompañados de dolores, y que los más benignos obraban con lentitud, quiso hacer experiencia de los animales ponzoñosos, viendo ella por sí misma cuándo se picaban unos a otros, lo que ejecutaba todos los días. Encontró, pues, que entre todos sólo la picadura del áspid producía sin convulsiones ni sollozos un sopor dulce y una especie de desmayo, en virtud del que, con un blando sudor del rostro y amortiguamiento de los sentidos, perdían poco a poco la vida los que habían sido picados, sin que fuera fácil despertarlos y hacerles volver en sí, a manera de los que tienen un sueño profundo.

LXXII.— Enviaron de consuno embajadores a César, que se hallaba en el Asia: Cleopatra, pidiendo que conservase a sus hijos el imperio en el Egipto, y Antonio, que le permitiera vivir como particular, si en el Egipto no podía ser, en Atenas. No teniendo amigos fieles de quienes valerse por los continuos abandonos y defecciones, dieron este encargo al maestro de sus hijos, Eufronio; porque Alexas Laodicense, que en Roma había hecho conocimiento con Antonio por medio de Timágenes, siendo de los Griegos el de mayor influjo con aquel y el principal instrumento de que se valía Cleopatra para tener embaucado a Antonio y quitarle del todo del pensamiento a Octavia, enviado a Herodes para retraerle de la deserción, se había mudado también, siendo traidor a Antonio, y confiado en Herodes, se había atrevido por fin a presentarse a César. Mas de nada le valió Herodes, porque puesto al punto en prisión por César, y conducido atado a su patria, allí le hizo dar muerte. De este modo sufrió en vida de Antonio la pena de su perfidia.

LXXIII.— César no pudo sufrir los ruegos de Antonio; y en cuanto a Cleopatra, respondió que no le faltaría en nada de lo que fuese razonable si daba muerte a Antonio o le echaba de su lado: y le envió al mismo tiempo a Tirso, uno de sus libertos, hombre que no carecía de talento y propio para inspirar confianza, hablando por un nuevo caudillo a una mujer orgullosa y muy preciada de su belleza. Como se detuviese en conversación con ella más que los otros, y recibiese mayores obsequios, excitó sospechas en Antonio, quien, poniéndole mano, le hizo dar azotes, y se lo remitió a César, escribiéndole que con su entonamiento y su vanidad le había irritado, siendo ahora más irritable con sus males. «Y si tú —añadía— no lo llevas en paciencia, ahí tienes a mi liberto Hiparco; cuélgale y azótale para que estemos iguales». Cleopatra, de resultas, para aquietarle en sus quejas y sospechas, le obsequiaba todavía con mayor esmero; así es que, habiendo celebrado su propio día natal sin pompa ni aparato, como a su presente fortuna convenía, para festejar el de Antonio salió de medida en el esplendor y el gasto; de manera que, habiendo venido pobres a la cena, muchos de los convidados volvieron ricos. A César, en tanto, le llamaba Agripa a Roma, escribiéndole continuas cartas, porque los negocios exigían su presencia.

LXXIV.— Dilatóse, por tanto, entonces la guerra; pero luego que se pasó el invierno, César marchó por la Siria, y sus generales por el África; y tomada la ciudad de Pelusio, corrían voces de que Seleuco la había entregado, de acuerdo con Cleopatra; mas ésta puso en manos de Antonio la mujer y los hijos de Seleuco para que les diera muerte. Había hecho Cleopatra construir a continuación del templo de Isis sepulcros y monumentos magníficos en su belleza y elevación, y a ellos hizo llevar desde palacio las cosas de mayor valor: oro, plata, esmeraldas, perlas, ébano, marfil y cinamomo, y con todo esto gran porción de materias combustibles y estopas; con lo que, temeroso César de que aquella mujer, en un momento de desesperación, destruyera y quemara toda aquella riqueza, se esforzaba a darle continuamente lisonjeras esperanzas, según se iba acercando con el ejército a la ciudad. Cuando ya estuvo en las inmediaciones del circo, salió Antonio y peleó valerosamente, derrotando la caballería de César y persiguiéndola hasta el campamento. Engreído con la victoria, se dirigió a palacio y saludó amorosamente a Cleopatra, armado como estaba, presentándole el soldado que más se había distinguido. Dióle Cleopatra en premio una coraza y un morrión de oro, y habiéndolos recibido, en aquella misma noche se pasó a César.

LXXV.— Envió Antonio a César otro nuevo cartel de desafío; pero respondiendo éste que Antonio tenía muchos caminos por donde ir a la muerte, reflexionando que ninguno era preferible al de morir en una batalla, resolvió acometer por mar y por tierra. Dícese que en la cena excitaba a los esclavos a que en comer y beber le regalaran más opíparamente aquella noche; porque no se sabía si podrían ejecutarlo al día siguiente, o si ya servirían a otros amos, y él estaría hecho esqueleto y reducido a la nada. Como viese que al oír esto lloraban sus amigos, les dijo que no los llevaría a una batalla en la que más bien iba a buscar una muerte gloriosa que no salud y victoria. Se cuenta que en aquella noche, como al medio de ella, cuando la ciudad estaba en el mayor silencio y consternación con el temor y esperanza de lo que iba a suceder, se oyeron repentinamente los acordados ecos de muchos instrumentos y gritería de una gran muchedumbre con cantos y bailes satíricos, como si pasara una inquieta turba de bacantes: que esta turba movió como de la mitad de la ciudad hacia la puerta por donde se iba al campo enemigo, y que saliendo por ella, se desvaneció aquel tumulto, que había sido muy grande. A los que dan valor a estas cosas les parece que fue una señal dada a Antonio de que era abandonado por aquel Dios a quien hizo siempre de parecerse, y en quien más particularmente confiaba.

LXXVI.— Al amanecer, habiendo formado sus tropas de tierra en las alturas inmediatas a la ciudad, se puso a mirar las naves que zarpaban del puerto, dirigiéndose hacia las enemigas, y, esperando ver alguna acción importante se paró; pero sus gentes de mar, no bien estuvieron cerca, cuando saludaron a las de César con los remos, al corresponderles éstas al saludo, se les pasaron, y la armada, reducida ya a una sola con todas las naves, volvió las popas hacia la ciudad. Estaba viéndolo Antonio, cuando también lo abandonó su caballería, pasándose a los enemigos; y vencida su infantería, se retiró a la ciudad, diciendo a gritos que había sido entregado por Cleopatra a aquellos mismos a quienes por ella hacía la guerra. Temiendo Cleopatra su cólera y furor, se refugió al sepulcro, dejando caer los rastrillos, asegurados con fuertes cadenas y cerrojos, y envió personas que dijesen a Antonio quo había muerto. Creyólo éste, y diciéndose a sí mismo: «¿En qué te detienes, Antonio», la fortuna te ha quitado el único motivo que podías tener para amar la vida”, entró en su habitación, y desatando y quitándose la coraza: «¡Oh Cleopatra! exclamó—; no me duele el verme privado de ti, porque ahora mismo vamos a juntarnos, sino el que, habiendo sido tan acreditado capitán, me haya excedido en valor una mujer». Tenía un esclavo muy fiel, llamado Eros, del que mucho tiempo antes había exigido palabra de que le había de quitar la vida si se lo dijese y entonces le pedía el cumplimiento de esta promesa. Desenvainó él la espada y la levantó como para herir a Antonio; pero, volviendo el rostro, se mató a sí mismo. Al caer a sus pies: «Muy bien —exclamó Antonio—, ¡oh Eros!, pues que no habiendo podido tú resolverte a ello, me muestras lo que debo hacer»; y pasándose la espada por el vientre, se dejó caer en el lecho. No, había sido la herida de las que causan la muerte al golpe; y como se hubiese contenido la sangre luego que se acostó, recobrando algún tanto, pedía a los que se hallaban presentes que lo acabaran de matar; mas ellos huyeron de la habitación, por más que Antonio gritaba y se agitaba, hasta que llegó de parte de Cleopatra su secretario Diomedes, con encargo de llevarle al sepulcro donde aquella se hallaba.

LXXVII.— Informado de que vivía, pidió con encarecimiento a los esclavos que le tomaran en brazos, y así lo llevaron a las puertas de aquel edificio. Cleopatra no abrió la puerta, sino que, asomándose por las ventanas, le echó cuerdas y sogas con las que ataron a Antonio; ella tiraba de arriba con otras dos mujeres, que eran las únicas que había llevado al sepulcro. Dicen los que presenciaron este espectáculo haber sido el más miserable y lastimoso, porque le subían del modo que referimos, bañado en sangre, moribundo, tendiendo las manos y teniendo en ella clavados los ojos. Porque la obra no fue tampoco fácil para unas pobres mujeres, sino que Cleopatra misma, alargando las manos y descolgando demasiado el cuerpo, con dificultad pudo tomar el cordel, animándola y ayudándole los que se hallaban abajo. Luego que le hubo recogido de esta manera y que le puso en el lecho, rasgó sobre él sus vestiduras, se hirió y arañó el pecho con las manos, y manchándose el rostro con su sangre, le llamaba su señor, su marido y su emperador, pudiéndose decir que casi se olvidó de los propios males, compadeciendo y lamentando los de Antonio. Hízola éste suspender el llanto, y pidió le dieran un poco de vino, o porque tuviera sed, o esperando acabar así más presto. Bebió, y la exhortó a que, si podía ser sin ignominia, pensara en salvarse, poniendo de los amigos de César su mayor esperanza en Proculeyo; y en cuanto a él, que no llorase por las mudanzas que acababa de experimentar, sino que antes le tuviese por dichoso, a causa de los grandes bienes que había disfrutado, pues había llegado a ser el más ilustre y de mayor poder entre los hombres; y si entonces era vencido, lo era noblemente romano por romano.

LXXVIII.— En el momento mismo de expirar llegó Proculeyo de parte de César; pues luego que Antonio, habiéndose herido mortalmente, fue llevado adonde se hallaba Cleopatra, uno de los ministros que le asistían, llamado Derceteo, tomó y ocultó su espada, y se fue corriendo a César, para ser el primero que le anunciase la muerte de Antonio, mostrándole la espada ensangrentada. César, habiéndolo oído, se retiró a lo más interior de su tienda y lloró por un hombre que era su deudo y su colega, y con quien tanta comunidad había tenido de combates y de negocios. Después, tomando las cartas y llamando a sus amigos, se las leyó para que viesen que él le había escrito con moderación y justicia, y Antonio, en las respuestas, siempre había estado insolente y altanero, y en seguida envió a Proculeyo con orden de que hiciera cuanto le fuese posible para apoderarse de Cleopatra viva. Porque, en primer lugar, temía por la pérdida de tanta riqueza, y en segundo, creía que el conducir a Cleopatra realzaría mucho la gloria de su triunfo. Resistióse, pues, ésta a que pudieran echarle mano; y el modo de hablarse en el edificio en que se hallaba fue que, acercándose Proculeyo por la parte de afuera a una puerta que estaba al piso, cerrada con la mayor seguridad, aunque de modo que daba paso a la voz, por allí conferenciaron, reduciéndose la entrevista, de parte de Cleopatra, a pedir el reino para sus hijos, y de parte de Proculeyo, a exhortarla a tener buen ánimo y ponerse confiadamente, en manos de César.

LXXIX.— Hecho cargo Proculeyo del sitio, dio parte de él a César, por quien fue enviado Galo para que también le hablase, y dirigiéndose a las puertas, alargó de intento su plática. En tanto, Proculeyo arrimó una escala a la ventana por donde las mujeres habían subido a Antonio, y al punto bajó con dos servidores que llevaba consigo a la misma puerta donde Cleopatra estaba en conversación con Galo. A esta sazón, una de las mujeres encerradas con Cleopatra gritó: «Desgraciada Cleopatra, te cogen viva». Volvióse a esta voz, y habiendo visto a Proculeyo, fue a darse muerte, porque llevaba ceñido un puñal de los que usan los piratas; pero acudió corriendo Proculeyo, y teniéndola con ambas manos: «Injurias —le dijo— ¡oh Cleopatra! a ti y a César, quitando a éste la ocasión de dar pruebas de su bondad, y calumniando al más benigno de los generales de infiel e implacable». Quitóle al mismo tiempo el puñal, y le sacudió la ropa por si tenía oculto algún veneno. Fue también enviado de parte de César su liberto Epafrodito, con encargo de poner la mayor diligencia en que se conservase en vida y en todo lo demás se mostrase indulgente y condescendiente hasta lo sumo.

LXXX.— Encaminóse ya César a la ciudad, hablando con el filósofo Areo, a quien dio la derecha, para que inmediatamente se hiciera visible a los ciudadanos y causara admiración la distinción con que lo trataba. Entró después en el Gimnasio, y subiendo a una tribuna que le habían formado, cuando todos estaban poseídos de miedo y postrados por tierra, les mandó que se levantaran, asegurándoles que el pueblo estaba perdonado de toda culpa, en primer lugar, por Alejandro su fundador; en segundo, por la belleza y extensión de la ciudad, que le habían admirado, y en tercero, por hacer aquella gracia a su amigo Areo. Tanto fue el honor que alcanzó Areo de César, de quien obtuvo además el perdón para muchos; siendo uno de ellos Filóstrato, el más hábil de los sofistas para hablar extemporalmente, pero empeñado contra toda razón en ingerirse en la Academia; por lo que, desaprobando César su conducta, no daba oídos a los ruegos; mas él, dejando crecer su barba blanca y tomando el vestido negro, seguía por doquiera a Areo, recitando este verso:

Los que son sabios a los sabios salvan;

y César, cuando llegó a entenderlo, accedió por fin, más bien por libertar a Areo de envidia que a Filóstrato de miedo.

LXXXI.— De los hijos de Antonio, a Antilo, el tenido en Fulvia, le quitaron la vida, habiendo sido entregado por su ayo Teodoro, y al cortarle los soldados la cabeza, el ayo le quitó una piedra de mucho valor que llevaba al cuello y la guardó en el ceñidor. Él lo negó; pero habiendo sido descubierto, fue puesto en una cruz. Los hijos de Cleopatra, custodiados con los encargados de su crianza, fueron tratados con decoro. A Cesarión, el que se decía haber tenido de César, lo envió la madre con gran cantidad de riquezas a la India por la Etiopía; pero su ayo Rodón, semejante a Teodoro, le hizo volver, engañándole con que César le llamaba al reino. Deliberaba César acerca de él, y se refiere haberle dicho Areo:

No es la policesarie conveniente.

LXXXII.— A éste le quitó más adelante la vida, después de la muerte de Cleopatra. Eran muchos los reyes y generales que pedían el dar sepultura a Antonio; pero César no quiso privar a Cleopatra de su cadáver; así es que ella le sepultó regia y magníficamente por sus propias manos, habiéndosele permitido tomar al efecto cuanto quiso. Mas del pesar y de los dolores, pues de resultas de los golpes que se dio en el pecho se le inflamó éste y se le formaron llagas, se le levantó calentura; ocasión de que ella se valió con gusto para ir cercenando el sustento y acabar de este modo la vida. Tenía un médico de confianza, que era Olimpo, a quien manifestó la verdad y de quien se valía como consejero y auxiliador para su designio, como lo dijo el mismo Olimpo, habiendo publicado una historia de estos sucesos: pero tuvo de ello sospecha César, y le hizo amenazas y miedo con los hijos, con lo que como una batería la sujetó, y hubo de prestarse a que la curaran y alimentaran del modo conveniente.

LXXXIII.— Aun pasó él mismo después de algunos días a visitarla y consolarla. Hallábase acostada humildemente en el suelo, y al verle entrar, corrió en ropas menores y se echó a sus pies, teniendo la cabeza y el rostro lastimosamente desaliñados, trémula la voz y apagada la vista. Descubríase también la incomodidad que en el pecho sufría, y en general se observaba que no se hallaba mejor de cuerpo que de espíritu; sin embargo, la gracia y engreimiento de su belleza no se habían apagado enteramente, sino que por en medio de aquel lastimoso estado penetraban y resplandecían, mostrándose en los movimientos del rostro. Mandóle César que volviera a acostarse, y habiéndose éste sentado cerca de ella, empezó a disculparse con atribuir lo ocurrido a la necesidad y al miedo de Antonio; pero contestándole y replicándole César a cada cosa, al punto recurrió a la compasión y a los ruegos, como podría hacerlo quien estuviese muy apegado a la vida. Por último, teniendo formada lista del cúmulo de sus riquezas, se la entregó; y como Seleuco, uno de sus mayordomos, la acusase de que había quitado y ocultado algunas cosas, corrió a él y, asiéndole de los cabellos, le dio muchas bofetadas. Rióse de ello César, y procurando aquietarla: «¿No es cesa terrible, ¡oh César! —le dijo—, que habiéndote tú dignado venir a verme y hablarme en esta situación, me acusen mis esclavos si he separado alguna friolera mujeril, no ciertamente para el adorno de esta desgraciada, sino para tener con qué hacer algún leve obsequio a Octavia y a tu Livia, y conseguir por este medio que me seas más favorable y propicio?». Daba esto gran placer a César, por creer que Cleopatra deseaba conservar la vida; diciéndole, pues, que se lo permitía y que sería tratada en todo decorosamente, más de cuanto ella pudiera esperar, se retiró contento, pensando ser engañador, cuando realmente era engañado.

LXXXIV.— De los amigos de César, era uno el joven Cornelio Dolabela, el cual se había agradado de Cleopatra, y entonces, por hacerle este obsequio, condescendiendo con sus ruegos, le participó reservadamente que César se disponía a marchar por tierra por la Siria, y a ella y sus hijos tenía determinado enviarlos a Roma de allí a tres días. Recibido este aviso, lo primero que hizo fue pedir a César que le permitiera celebrar las exequias de Antonio, y habiéndoselo otorgado, marchó al sepulcro, y dejándose caer sobre el túmulo con las dos mujeres de su comitiva: «Amado Antonio —exclamó—, te sepulté poco ha con manos libres; pero ahora te hago estas libaciones siendo sierva, y observada con guardias para que no lastime con lloros y lamentos este cuerpo esclavo, que quieren reservar para el triunfo que contra ti ha de celebrarse. No esperes ya otros honores que estas exequias, a lo menos habiendo de dispensarlos Cleopatra. Vivos, nada hubo que nos separara; pero en muerte, parece que quieren que cambiemos de lugares: tú, romano, quedando aquí sepultado, y yo, infeliz de mí, en Italia, participando sólo en esto de tu patria; pero si es alguno el poder y mando de los dioses de ella, ya que los de aquí nos han hecho traición, no abandones viva a tu mujer, ni mires con indiferencia que triunfen de ti en esta miserable, sino antes ocúltame y sepúltame aquí contigo, pues que con verme agobiada de millares de males, ninguno es para mí tan grande y tan terrible como este corto tiempo que sin ti he vivido».

LXXXV.— Habiéndose lamentado de esta manera, coronó y saludó el túmulo, mandando luego que le prepararan el baño. Bañóse, y haciéndose dar un gran banquete, estando en él, vino del campo uno trayendo una cestita; y preguntándole los de la guardia qué traía, abrió la cesta, quitó las hojas, e hizo ver que lo que contenía eran higos. Como se maravillasen de lo grandes y hermosos que eran, echándose a reír les dijo que tomasen, con lo que le creyeron y le mandaron que entrase. Después del banquete, teniendo Cleopatra escrita y sellada una esquela, la mandó a César, y dando orden de que todos se retiraran, a excepción de las dos mujeres, cerró las puertas. Abrió César el billete, y viendo que lo que contenía eran quejas y ruegos para que se le diese sepultura con Antonio, al punto comprendió lo que estaba sucediendo; y aunque desde luego quiso marchar él mismo a darle socorro, se contentó por entonces con enviar a toda prisa quien se informara; pero el daño había sido muy pronto, pues por más que corrieron, se hallaron con que los de la guardia nada habían sentido, y abriendo las puertas, vieron ya a Cleopatra muerta en un lecho de oro, regiamente adornada. De las dos criadas, la que se llamaba Eira estaba muerta a sus pies, y Carmión, ya vacilante y torpe, le estaba poniendo la diadema que tenía en la cabeza. Díjole uno con enfado: «Bellamente, Carmión», y ella respondió: «Bellísimamente, y como convenía a la que era de tantos reyes descendiente»; y sin hablar más palabra, cayó también muerta junto al lecho.

LXXXVI.— Dícese que el áspid fue introducido en aquellos higos y tapado por encima con las hojas, porque así lo había mandado Cleopatra, para que sin que ella lo pensase le picase aquel reptil; pero que cuando le vio, habiendo tomado algunos higos, dijo: «¡Hola, aquí estaba esto!», y alargó el brazo desnudo a su picadura. Otros sostienen que el áspid había estado guardado en una vasija, e irritado y enfurecido por Cleopatra con un alfiler de oro, se le había agarrado al brazo; pero nadie sabe la verdad de lo que pasó. Porque se dijo también que había llevado consigo veneno en una navaja hueca, y la navaja escondida entre el cabello. Mas ello es que no se notó mancha ni cardenal ninguno en su cuerpo, ni otra señal de veneno; pero tampoco se vio aquel reptil dentro, y sólo se dijo que se habían visto algunos vestigios de él en la orilla del mar, por la parte del edificio que mira a éste y hacia donde tiene ventanas. Algunos dijeron asimismo que en el brazo de Cleopatra se habían notado dos junturas sumamente pequeñas y sutiles, a lo que parece dio crédito César, porque en el triunfo llevó la estatua de Cleopatra con el áspid agarrado al brazo. Así es como se dice haber pasado este suceso. César, aunque muy disgustado con la muerte de Cleopatra, no pudo menos de admirar su grandeza de alma, y mandó que su cuerpo fuera enterrado magnífica y ostentosamente con el del Antonio. Hízose también, un honroso entierro a las esclavas por disposición del mismo César. Murió Cleopatra a los treinta y nueve años de edad, de los cuales había reinado veintidós, y había imperado al lado de Antonio mas de catorce. De Antonio dicen unos que vivió cincuenta y seis años, y otros que cincuenta y tres. Sus estatuas fueron derribadas: pero las de Cleopatra se conservaron en su lugar, por haber dado Arquibio, su amigo, mil talentos a César, a fin de que no tuvieran igual suerte que las de Antonio.

LXXVII.— Dejó Antonio de tres mujeres siete hijos, de los cuales a sólo Atilo, que era el mayor, hizo dar muerte César. De los demás se encargó Octavia, y los crió con los suyos propios; y a Cleopatra, tenida en Cleopatra, la casó con Juba, el más culto de todos los reyes: a Antonio, hijo de Fulvia, lo hizo tan grande, que para con César el primer lugar lo tenía Agripa; el segundo, los hijos de Libia, y el tercero, parecía ser, y era realmente, de Antonio. Teniendo Octavia de Marcelo dos hijas y un hijo del mismo nombre, a éste lo hizo César hijo y yerno a un tiempo, y de las hijas dio la una en matrimonio a Agripa. Murió Marcelo muy poco después de este matrimonio, y no viéndose disposición de que entre los otros amigos suyos eligiera César yerno de su confianza, le hizo presente Octavia que sería lo mejor casase Agripa con la hija de César, dejando la suya. Abrazando primero el pensamiento César, y después Agripa, recogió Octavia su hija y la casó con Antonio, y Agripa casó con la de César. Habiendo quedado dos hijas de Antonio y Octavia, tomó en mujer la una Domicio Enobarbo, y la otra, llamada Antonia, muy celebrada por su honestidad y belleza, Druso, hijo de Livia y entenado de César. De este matrimonio fueron hijos Germánico y Claudio, de los cuales éste fue emperador más adelante. De los hijos de Germánico, a Gayo, habiendo imperado infamemente por corto tiempo, le dieron muerte, juntamente con su hija y su mujer. Agripina, que de Enobarbo tuvo en hijo a Lucio Domicio, casó en segundas nupcias con Claudio César; y habiendo éste adoptado al hijo que aquella tenía, le llamó Nerón Germánico, el cual, habiendo imperado en nuestro tiempo, dio muerte a su propia madre, y estuvo en muy poco que por necedad y locura no acabase con el imperio romano, habiendo sido el quinto desde Antonio, según el orden de la sucesión.

COMPARACIÓN DE DEMETRIO Y ANTONIO

I.— Pues que experimentaron ambos grandes mudanzas, examinemos primero lo relativo a su poder, a su lustre y dignidad: porque en el uno fueron hereditarios, y lo precedieron, habiendo sido Antígono el que más poder alcanzó entre los sucesores de Alejandro: como que antes de hallarse Demetrio en edad crecida, había ya recorrido y sujetado la mayor parte del Asia, mientras que Antonio, siendo hijo de un padre apreciable por otra parte, pero que no tenía nada de militar, ni por este término le transmitió gloria alguna, tuvo la osadía de introducirse en el imperio de César, sin tener con él deudo ninguno de parentesco, y se constituyó a sí mismo en sucesor de lo que aquel había trabajado y adquirido; habiendo subido a tanto su poder, sin otros medios que los que por sí tuvo, que, siendo dos las partes que se hicieron de todo el imperio, se tomó y arrogó la una, la más brillante de ellas, y con hallarse ausente, por mano de solos sus ministros y lugartenientes, venció muchas veces a los Partos e hizo retirar hasta el Mar Caspio a las naciones bárbaras del Cáucaso. Dan testimonio de su poder hasta aquellas cosas mismas de que se hace uso para desacreditarle; porque a Demetrio fue el padre quien tomó el empeño de darle por mujer a File, hija de Antípatro, que le excedía en edad, por creer que era la que más lo convenía, y en Antonio se miraba como cosa de menos valer el matrimonio con Cleopatra, mujer que sobrepujaba en poder y en esplendor a todos los reyes de su tiempo, si se exceptúa Arsaces; y es que se hizo a sí mismo tan grande, que para los otros era digno de mayores honras que las que quería.

II.— El intento y objeto con que adquirieron el poder de parte de Demetrio estaba exento de censura, siendo el de dominar y reinar sobre hombres acostumbrados a ser dominados y que buscaban vivir bajo el mando de un rey, pero Antonio era reprensible y tiránico, por cuanto aspiraba a esclavizar al pueblo romano, que, acababa de sustraerse a la monarquía de César; y lo más grande e ilustre de cuanto hizo en su vida, esto es, la guerra contra Casio y Bruto, fue una guerra lidiada con el execrable fin de privar a la patria y a sus conciudadanos de la libertad: pero Demetrio, antes de venir a sus inevitables infortunios, se ocupó en libertar a la Grecia y en arrojar las guarniciones de las ciudades, y no como Antonio, que se vanagloria de haber dado muerte en Macedonia a los que peleaban por volver la libertad a Roma. Una cosa hay que se alaba mucho en Antonio, que es su largueza y liberalidad; sin embargo, en esta misma se le aventaja tanto Demetrio, que a sólo sus enemigos hizo tales dones, cuales no hizo nunca a sus amigos Antonio; y si se celebra en éste haber mandado envolver y dar sepultura a Bruto, aquel cuidó del entierro de todos los enemigos que habían muerto en la guerra y restituyó a Tolomeo los cautivos con sus equipajes y con dádivas.

III.— En la prosperidad eran ambos insolentes y dados al regalo y a las delicias; pero no podrá nadie decir de Demetrio que, por estar entregado a los placeres y a los regocijos, se le pasó la ocasión, sino que cuando estaba de vagar y de ocio procuraba acumular los deleites; Lamia, como la otra Lamia de la fábula, le servía de entretenimiento para llamar el sueño; pero cuando se trataba de las prevenciones de guerra, no tenía hiedra su lanza, ni su casco olía a mirra, ni tampoco partía a las batallas perfumado y florido desde el tocador, sino que, dejando descansar los coros y danzas de Baco, se hacía, según expresión de Eurípides, Activo alumno del profano Marte y nunca por el placer o la pereza se le desgració negocio alguno; en cambio, Antonio, así como en las pinturas de Hércules vemos a Ónfala que le quita la maza y le desnuda de la piel del león, de la misma manera, desarmándole muchas veces Cleopatra y haciéndole halagos, le persuadía a desentenderse de grandes negocios y de las expediciones más precisas, para divertirse y entretenerse con ella en la ribera, junto a Canopo y Tafosiris. Finalmente, a la manera de Paris, retirándose de la batalla, se acogía a su regazo, o, por mejor decir, Paris, vencido, huyó al tálamo; pero Antonio, por seguir a Cleopatra, se retiró y abandonó la victoria.

IV.— A Demetrio, por otra parte, no le era prohibido tener a un tiempo muchas mujeres, sino que ya estaba desde Filipo y Alejandro recibido así por costumbre entre los reyes de Macedonia, como lo ejecutaron Lisímaco y Tolomeo; y a todas aquellas con quienes se casó las tuvo en aprecio y estimación; pero Antonio no sólo estuvo casado con dos mujeres a la vez, cosa a que no se había atrevido antes ningún romano, sino que a la natural de Roma, y legítima mujer, la echó de casa por complacer a la extranjera, con quien no estaba unido según ley. Así, a aquel ningún mal le vino por sus casamientos, y a éste, por los suyos, los mayores. Mas en los hechos de Antonio nunca, por su disolución, se vio una impiedad como la de Demetrio; pues siendo así que, según refieren los historiadores, en Atenas había cuidado de apartar lejos de la ciudadela los perros, por ser los animales más desvergonzados para el acto de la generación, Demetrio, en el mismo templo de Minerva se solazaba con las mujeres públicas, y no se detenía en seducir a muchas mujeres principales; y aun el vicio que parece estar más distante de esta clase de complacencias y deleites, que es la crueldad, se mezcló en la disolución de Demetrio, no dándosele nada, o, por mejor decir, precisando a que tuviera una muerte lastimosa el más bello y honesto joven entre los Atenienses por huir de sus insultos. Para decirlo en pocas palabras, Antonio, en su incontinencia, sólo se agravió a sí mismo; Demetrio, a otros.

V.— Demetrio se condujo con sus padres y parientes de modo que nada hubo que censurar en él; Antonio, por el contrario, entregó al hermano de su madre por sólo dar muerte a Cicerón: cosa en sí tan abominable y cruel, que no merecería por ella perdón Antonio, aun cuando la muerte de Cicerón hubiera sido a precio de la salud del tío. Perjuraron uno y otro, y faltaron a la fe de los tratados: el uno apoderándose de Artabazo, y el otro dando muerte a Alejandro; pero aquel hecho en Antonio tiene un motivo conocido, que es haber sido abandonado, y en cierta manera entregado, por Artabazo en la Media, mientras que de Demetrio dicen muchos que inventó motivos falsos de acusación para lo que ejecutó, siendo él el que injurió, y no quien se defendió de la injuria ajena. Mas, de otra parte, Demetrio fue él mismo el autor de sus victorias: por el contrario, Antonio, en aquellas batallas en que no estuvo presente consiguió las mayores y más señaladas victorias por medio de sus lugartenientes.

VI—. Ambos decayeron de su alta fortuna por culpa propia, aunque no de la misma manera, sino el uno abandonado porque le hicieron deserción los Macedonios, y el otro abandonado porque huyó de la batalla, dejando en ella a los que por él peleaban: de manera que el cargo del uno es haber hecho desobedientes a sus soldados, y el otro haber perdido voluntariamente tan grande amor y lealtad. Por lo que hace a la muerte, no es de alabar la de ninguno de los dos; pero es más reprensible la de Demetrio, porque no tuvo inconveniente en reducirse al estado de cautivo, y reputó a ganancia el estar preso tres años, sirviendo sólo al vino y a la gula, como los animales, al paso que Antonio, aunque fue de un modo cobarde, lastimoso y poco noble, por fin se quitó la vida antes que sufrir que su cuerpo cayera en poder de su enemigo.

DIÓN Y BRUTO

I.— Así como decía Simónides ¡oh Socio Seneción! que Troya no estaba mal con los Corintios porque le hubiesen hecho guerra con los Griegos, pues que Glauco, Corintio de origen, había sido en su auxilio, de la misma manera no deberán quejarse de la Academia ni los Romanos ni los Griegos, pues que van a tener igual parte en este escrito, que contendrá las vidas de Bruto y de Dión. Como de ellos éste hubiese oído al mismo Platón, y aquel hubiese sido instruido en sus doctrinas, ambos, saliendo de una misma palestra, se arrojaron a los mayores certámenes. No es de extrañar, pues, que, habiendo sido muy semejantes, y casi puede decirse hermanas, sus acciones, hayan acreditado de cierta la sentencia de aquel su adiestrador a la virtud, cuando decía que es necesario que el poder y la fortuna concurran en uno con la prudencia y, la justicia para que las empresas políticas lleguen a ser grandes e ilustres. Porque así como Hipómaco, el director de palestra, decía que a los que en la suya se habían ejercitado los conocía de lejos en el aire del cuerpo aun cuando los veía llevar carne de la plaza, es natural de la misma manera que la razón presida con igualdad a las acciones de los que han sido de un mismo modo educados, poniendo en ellas justamente con la decencia apropiada a cada caso cierta uniformidad y concordia.

II.— La suerte y fortuna de ambos, que fueron las mismas en el éxito, aunque no en el modo y los medios, forman la semejanza de sus vidas: ambos murieron, en efecto, antes del fin de sus empresas, no habiendo podido darles feliz cima aun a costa de muchos y grandes combates, y lo más admirable es que a ambos se les anunció por un medio sobrehumano su fin, habiéndoseles aparecido fantasmas odiosos y enemigos. Mas en esta materia hay cierta doctrina que destierra todos estos embaimientos, enseñando que a ningún hombre que está en su sano juicio se le aparece la forma o imagen de un Genio, sino que sólo los niños, las mujerzuelas y los delirantes por enfermedad, cuando sufren alguna enajenación del espíritu o mala complexión y disposición del cuerpo, dan entrada a opiniones vanas y extravagantes, estando imbuidos en la superstición de hallarse poseídos de un mal Genio. Y si Dión y Bruto, hombres de espíritu y filósofos, nada expuestos o sujetos a ilusiones, dieron tanto valor y se conmovieron con la aparición de tal modo que llegaron a referirla a otros, no sé cómo podremos evitar el admitir otra doctrina todavía más repugnante de los antiguos, según la cual ciertos demonios malos y de perversa intención, envidiosos de los hombres buenos y contrarios a sus buenas obras, excitan en ellos perturbaciones y miedos para estorbar e impedir toda virtud, con la dañada intención de que, no permaneciendo aquellos firmes y puros en el camino del bien, no gocen de mayor dicha que ellos después de su muerte. Mas esto habremos de dejarlo para otro tratado: en este libro, que es el séptimo de las Vidas Paralelas, demos ya principio por la del más antiguo.

DIÓN

III.— Dionisio el Mayor, luego que usurpó el poder, casó con una hija de Hermócrates Siracusano: pero a ésta, no estando todavía bien asegurada la tiranía, los Siracusanos en una sedición le hicieron en su persona tales afrentas e insultos, que a consecuencia de ellos voluntariamente se dejó morir. Recobró luego Dionisio y afianzó más su autoridad, y volvió a casarse con dos mujeres a un tiempo, la una de la Locrense, llamada Doris, y la otra del país, llamada Aristómaca, hija de Hiparino, varón muy principal entre los Siracusanos, y colega en el mando de Dionisio cuando por la primera vez fue nombrado generalísimo para la guerra. Dícese que el matrimonio con las dos fue en un mismo día, que nadie supo a cuál de las dos se acercó primero, y que en adelante se partió con igualdad entre ambas, comiendo en unión con él, y alternando por noches en el lecho. Deseaba el pueblo de Siracusa que la natural tuviera alguna ventaja sobre la forastera; pero habiendo dado ésta a luz el hijo primogénito de Dionisio, este suceso suplió por la desventaja del origen. Aristómaca estuvo largo tiempo al lado de Dionisio sin tener hijos, sin embargo de que éste lo deseaba y procuraba hasta el punto de dar muerte a la madre de la Locrense, por haberse sospechado que había hecho estéril con pócimas a Aristómaca.

IV.— Era Dión hermano de ésta, y al principio alcanzó honor por la hermana: pero después, habiendo dado muestras de prudencia, por sí mismo se ganó tanto el afecto del tirano, que entre otras muchas distinciones dio orden a los tesoreros de que si Dion pedía alguna cosa, se la entregasen, y, entregada, se lo participaran en el mismo día. Era desde luego de carácter altivo, magnánimo y valeroso, pero sobresalió más en estas calidades después que arribó a Sicilia Platón, más bien por una feliz y divina suerte que no por ninguna disposición humana: y es que algún buen Genio, preparando de lejos, según parece, a los Siracusanos el principio de su libertad y la destrucción de la tiranía, trajo a Platón de Italia a Siracusa e inclinó a Dion a escuchar su doctrina, siendo éste todavía muy joven, pero teniendo para aprender más disposición que cuantos acudieron a oír al filósofo y mayor presteza y diligencia para seguir la virtud, como el mismo Platón lo dejó escrito y los hechos lo testifican. Porque con haber sido educado bajo el tirano en costumbres oscuras, y avezándose a una conducta sujeta y tímida, a hacerse servir con orgullo, a un lujo desmedido y a un método de vida propio de quien hace consistir lo honesto en los placeres y en la satisfacción de los deseos, no bien llegó a probar el fruto de la razón y de una filosofía adiestradora a la virtud cuando al punto se inflamó su espíritu, y gobernándose por su excelente disposición a lo bueno, con ánimo sencillo y juvenil esperó que en Dionisio haría igual impresión la misma doctrina, y así trabajó y se afanó por que éste, quitando algún tiempo a los negocios, acudiera también a oír a Platón.

V.— Llegado el caso de que lo oyese, el filósofo habló en general de la virtud y trató después largamente de la fortaleza, para probar que los tiranos de todo tienen más que de fuertes; y como, convirtiendo luego su discurso a la justicia, hiciese ver que sólo es vida feliz la de los justos, y la de los injustos infeliz y miserable, no pudo ya el tirano aguantar aquellos discursos, creyéndose reprendido, y se incomodó con los que se hallaban presentes, porque le oían con admiración y se mostraban encantados de su doctrina. Por último, irritado, le preguntó con enfado qué era lo que quería con su venida a Sicilia; y como le respondiese que buscaba un hombre de bien, le replicó el tirano: «Pues a fe que parece que todavía no lo has encontrado». Creyó Dión que el enojo no pasaría más adelante, y se dio prisa a acompañar a Platón a una galera que conducía a la Grecia al espartano Polis; pero Dionisio había enviado reservadamente quien rogara a Polis, como objeto principal, que diera muerte a Platón; y si esto no, que no dejara de venderlo, pues que ningún daño le haría, sino que, siendo justo, sería igualmente feliz en medio de la servidumbre. Dícese, por tanto, que Polis llevó a Platón a Egina y lo vendió, teniendo los Eginetas guerra con los Atenienses, y habiendo publicado por bando que el Ateniense que fuese hecho cautivo se vendiese en Egina.

Mas no por esto fue Dión tenido de Dionisio en menor honor y aprecio, pues desempeñó embajadas muy importantes, enviado a los Cartagineses, y continuó siempre admirado en gran manera, sufriendo de él sólo Dionisio que le hablara con libertad y le dijera sin recelo lo que se le ofreciese, como se vio en la reprensión acerca de Gelón. Porque estaban, a lo que parece, haciendo mofa del reinado de Gelón, y como dijese el mismo Dionisio que había sido la risa de la Sicilia, los demás fingieron celebrar mucho el chiste; pero Dión, indignado: «Pues tú mandas —le dijo— porque a causa de Gelón tuvieron en ti confianza; pero por ti ya no la alcanzará ningún otro»; porque, en realidad, Gelón hizo ver el más bello espectáculo en una ciudad gobernada monárquicamente, y Dionisio el más feo y abominable.

VI.— Tenía Dionisio tres hijos de la Locrense y cuatro de Aristómaca, de los cuales dos eran hembras. Sofrósina y Áreta, y de éstas, a Sofrósina la casó con Dionisio su hijo, y a Áreta con su hermano Teárides. Muerto éste, Dión tomó por mujer a Áreta, que era su sobrina.

Enfermó en esto Dionisio en términos de desconfiarse de su vida, e intentó Dión hablarle de los hijos de Aristómaca; pero los médicos, para lisonjear al que iba a suceder en la autoridad, no le dieron tiempo, sino que, según dice Timeo, propinándole a su petición una medicina narcótica, le privaron de sentido, juntando el sueño con la muerte. Con todo, a la primera conferencia que tuvieron con Dionisio el Joven las personas de su confianza, habló Dión con tal tino acerca de lo que, según las circunstancias, convenía, que hizo ver que a su lado no eran todos los demás en prudencia sino unos muchachos, y en franqueza y libertad unos esclavos de la tiranía, aconsejando aquel joven baja y cobardemente a medida de su gusto. Sobre todo, dejó pasmados a los que estaban temblando por el peligro que al poder de Dionisio amenazaba de parte de Cartago, ofreciendo que si Dionisio deseaba la paz, pasando al África al punto haría cesar la guerra con las mejores condiciones, y si apetecía la guerra, mantendría a sus expensas y le daría para hacerla cincuenta galeras equipadas.

VII.— Maravillóse sobremanera Dionisio de su magnanimidad, y se pagó mucho de su pronta disposición a servirle; pero los otros, dándose por reprendidos con su largueza, y por humillados con su poder, tomando de aquí mismo principio, no se abstuvieron de expresión ninguna conque pudieran excitar odio en aquel joven contra él, persuadiéndole que por medio de las fuerzas marítimas aspiraba a la tiranía, y que quería con las naves traspasar el poder a los hijos de Aristómaca, que eran sus sobrinos, aunque las causas principales para el odio y la envidia las tomaban de la diferencia de su conducta y de la ninguna semejanza en el tenor de vida. Porque aquellos, apoderándose desde luego del trato y la confianza de un tirano joven y mal educado con placeres y lisonjas, estaban continuamente inventando algunos amores y distracciones no interrumpidas, de beber, de frecuentar mujerzuelas y de otros pasatiempos indecorosos, con los que, dulcificada la tiranía como el hierro, apareció humana a los gobernados, y cedió de la misma dureza, embotada, no tanto por la bondad y mansedumbre como por la desidia del tirano. Desde aquel punto, yendo siempre a más, y creciendo de día en día la relajación de aquel joven, rompió ésta y quebrantó aquellas ataduras de diamante con que dijo Dionisio el Mayor dejaba asegurada la monarquía; porque, según es fama, luego que se dio a estos excesos, hubo ocasión en que pasó noventa días seguidos en beber, y en todo este tiempo, estando el palacio cerrado e inaccesible a los negocios serios, sólo le ocuparon las embriagueces, las befas, las canciones, las danzas y las truhanadas.

VIII.— Hacíase, pues, Dión molesto, como era natural, no teniendo ninguna blandura ni condescendencia juvenil; por lo que aquellos, dando a sus virtudes con cierta apariencia nombres de vicios, graduaban de soberbia su gravedad, y de insolencia su franqueza: si hacía amonestaciones, parecía que los acusaba, y si no se prestaba a sus extravíos, que los miraba con desprecio. Por otra parte, su mismo genio le inclinaba a cierta entereza y severidad poco accesible y comunicable para el trato, pues no sólo no era afable y risueño para un joven cuyos oídos estaban corrompidos con las lisonjas, sino que aun muchos de los que le tenían más tratado, y a quienes agradaba más la sencillez e ingenuidad de sus costumbres, reprendían en sus audiencias el que hablaba a los que tenían negocios con más aspereza y despego de lo que convenía; sobre lo que Platón, como profetizando, le escribió más adelante que pusiera cuidado y se fuera a la mano en la terquedad, que regularmente se contrae viviendo solo. Mas, sin embargo, aun entonces mismo, cuando parecía que se le tenía en grande aprecio por los negocios, y porque era el único que mantenía y conservaba en pie la tiranía conmovida y vacilante, conocía él que, si era el primero y el mayor, no se debía a la voluntad del tirano, sino a la necesidad que de él tenía.

IX.— Pensando que la causa de esto era la falta de instrucción, trabajaba por inclinarse a los estudios liberales y a que gustara los discursos y doctrinas que forman las costumbres, para que dejara de temer la virtud y se acostumbrara a complacerse con las cosas honestas; porque no era por índole este Dionisio de los tiranos más perversos, sino que su padre, por temor de que mudara de modo de pensar, y juntándose con hombres prudentes le armara asechanzas y le privara de la autoridad, le tenía cerrado estrechamente en su casa, ocupado, a falta de todo otro trato y de negocios en que ejercitarse, en hacer carritos, candeleros, sillas y mesas de madera.

Porque Dionisio el Mayor era hombre tan desconfiado y tan suspicaz y medroso respecto de todos los hombres, que no se cortaba el cabello con navaja de afeitar, sino que venía un barbero para quemárselo con un carbón. A su habitación no entraban ni su hermano ni su hijo con los vestidos que llevaban, sino que para pasar adelante era necesario que se desnudara cada uno de la ropa con que iba vestido y tomara otra, viéndole desnudo los de la guardia. Porque una vez su hermano Léptines, para hacerle la descripción de un terreno, tomando la lanza de uno de los de la guardia, dibujó con ella aquel sitio, al hermano le riñó ásperamente, y al que le dio la lanza le quitó la vida. De sus amigos se guardaba con sumo cuidado por lo mismo que conocía su capacidad y prudencia, pues decía que los tales más quieren dominar que ser dominados. A un tal Marsias, que él mismo había promovido, y a quien había nombrado para una comandancia, le dio asimismo muerte porque había tenido un sueño en el que le parecía que pasaba con la espada al mismo Dionisio, diciendo que el haber tenido entre sueños esta visión nacía de haber meditado y hablado frecuentemente sobre ello; tan tímida y tan llena de maldades tenía el alma por el miedo aquel mismo, que se irritó con Platón porque no hizo ver que era el más esforzado de los hombres.

X.— Viendo, pues, Dión al hijo de Dionisio pervertido y estragado en sus costumbres, como hemos dicho, por falta de educación, lo exhortaba a que procurase instruirse, a que rogara con todo encarecimiento al mayor de los filósofos que viniera a Sicilia, y venido que fuese, se pusiera en sus manos, para que, formadas por la razón sus costumbres a la virtud, y asemejado él mismo al ejemplar más divino y más hermoso de cuanto existe, al que cuando obedece todo lo criado, destruido el desorden, resulta lo que llamamos mundo, se procurara a sí mismo y a sus ciudadanos la mayor felicidad; haciendo que lo que ahora ejecutan éstos de mala gana por la necesidad del mando, lo ejecutasen con placer, viéndole mandar paternalmente con prudencia y justicia, y convertido en rey de tirano, pues que las cadenas diamantinas no eran, como decía su padre, el temor, la violencia, la muchedumbre de las naves ni la guardia de diez mil bárbaros, sino el amor, la pronta voluntad y el agradecimiento, producidos por la virtud y la justicia; cosas que, aunque parecen más suaves que aquellas otras fuertes y duras, dan mayor estabilidad al mando. Fuera de esto, decía ser poco airoso y apetecible que el que manda sobresalga en los adornos del cuerpo y en la brillantez de su casa y que se confunda en la conversación y en el modo de explicarse con el hombre más oscuro, y que no procure tener regia y convenientemente adornado el palacio de su alma.

XI.— Como Dión le hiciese frecuentemente estas exhortaciones, mezclando en ellas algunos de los discursos de Platón, excitó en Dionisio un vehemente y furioso deseo de la doctrina y enseñanza de Platón. Enviáronse, pues, al punto a Atenas muchas cartas de parte de Dionisio, y muchas protestas de parte de Dión, a las que se agregaron otras de los Pitagóricos de Italia, instando también para que viniese, y ocupando aquella alma nueva, descaminada con la opulencia y el poder, la contuviese con los más poderosos discursos. Platón, avergonzándose, como dice él mismo, de que pareciese que sólo en palabras valía algo, no siendo para emprender obra alguna, y esperando que corregido un hombre solo, como un miembro principal, en él podría sanarse toda la Sicilia doliente, accedió a la venida.

Mas los enemigos de Dion, temiendo ya la mudanza de Dionisio, le persuadieron que restituyera del destierro a Filisto, hombre ejercitado en la elocuencia, e instruido en las artes de la tiranía, a fin de tener en él un contrarresto contra Platón y la filosofía. Porque Filisto desde los primeros momentos de establecerse la tiranía se puso decididamente de su parte y defendió la ciudadela, habiendo sido largo tiempo comandante de su guardia. Corría, además la voz de que tenía cierto trato con la madre de Dionisio el Mayor, no sin conocimiento de éste; pero después que ocurrió que Léptines, de una mujer que tomó para sí estando casada con otro, tuvo dos hijas, y dio la una en mujer a Filisto sin participarlo en ninguna manera a Dionisio, irritado éste, hizo poner en custodia y aprisionar a la mujer de Léptines, y desterró de la Sicilia a Filisto, el cual se acogió a unos huéspedes suyos a orillas del Adriático, y allí disfrutando de ocio, parece que fue donde compuso la mayor parte de su historia. Porque no volvió en vida de Dionisio el Mayor sino que ahora, después de su muerte, lo restituyó, como decimos, la envidia de estos otros contra Dión, por ser de su partido y un firme apoyo de la tiranía.

XII.— Vuelto Filisto, al punto se asoció a la tiranía, habiendo al mismo tiempo denuncias y acusaciones de otros contra Dión ante el tirano sobre que había tratado con Teódotes y Heraclides para destruir la tiranía. Y, a lo que parece, él esperaba poder despojar a ésta por medio de Platón, cuando llegase, de lo que tenía de demasiado despótica y desmandada, haciendo de Dionisio un imperante benigno y legítimo; mas si se resistía y no se ablandaba, tenía resuelto destruir su autoridad y restituir a los Siracusanos su gobierno, no porque le agradase la democracia, sino porque la prefería a la tiranía para los que no acertaban a establecer una aristocracia justa y saludable.

XIII.— Este era el estado de los negocios cuando llegó Platón a Sicilia; en el primer recibimiento se le hicieron los mayores honores y obsequios, pues al apearse de la galera estaba preparada una de las carrozas reales adornada magníficamente, y el tirano hizo un pomposo sacrificio, como si la ciudad hubiera tenido algún próspero suceso. Por otra parte, la moderación en los convites, el arreglo del palacio y la mansedumbre del mismo tirano en cuantos negocios ocurrían hicieron concebir a los ciudadanos las más lisonjeras esperanzas de una mudanza. Había una especie de manía en todos por la doctrina y la filosofía, y aun dura la voz de que el palacio estaba lleno de polvo de tantos como eran los que trazaban líneas geométricas. Al cabo de pocos días se celebraba en palacio un sacrificio solemne y patrio, y haciendo el heraldo, según costumbre, la plegaria de que se conservase inalterable la tiranía por largo tiempo, se refiere que Dionisio, que se hallaba presente, le increpó diciendo: «¿No cesarás de maldecirme?». Disgustó sobremanera este suceso a Filisto, por creer que el poder de Platón sería con el tiempo y la costumbre invencible si ahora con una ligera conferencia así había cambiado y mudado el ánimo de aquel joven.

XIV.— De aquí en adelante se censuró ya a Dión, no por uno u otro solamente y en voz baja, sino por todos y en público, pues decían: «Está visto el objeto que tiene en embaucar y en cierta manera encantar a Dionisio con la doctrina de Platón, para que, abdicando y renunciando éste voluntariamente la autoridad, recaiga en él mismo, y pase después a los hijos de Aristómaca, que son sus sobrinos…». Algunos, fingiéndose disgustados, decían: «No ha mucho que los Atenienses llegaron aquí con poderosa fuerza de mar y tierra, y se gastaron y destruyeron antes de tomar a Siracusa, y ahora disuelven la tiranía de Dionisio por medio de un sofista, persuadiéndole que, retirándose de los diez mil estipendiarios, y dejando sus trescientas naves, los diez mil caballos y un número de infantes muchas veces mayor, se entretenga en buscar en la academia el tan celebrado último bien, y se haga feliz por medio de la geometría abandonando la felicidad del imperio, de la opulencia y del regalo a Dion y a sus sobrinos».

Habiéndose seguido a esto desde luego sospechas, y después enojo y división manifiesta, se le entregó reservadamente a Dionisio una carta escrita por Dión a los magistrados de Cartago, en que les decía que cuando hubieran de tratar de paz con Dionisio no fueran a verle sin hallarse él presente, para que por él se arreglara todo a su satisfacción. Esta carta la leyó Dionisio a Filisto, y habiendo conferenciado con él, según dice Timeo, se dirigió con una fingida reconciliación a Dión, con quien al efecto usó de afectadas excusas; y diciéndole que todo estaba ya acabado, lo llevó solo por debajo del alcázar hacia el mar, donde le mostró la carta, haciéndole reconvenciones sobre que, ayudado de los Cartagineses trataba de rebelarse contra él. Quiso Dión defenderse, pero no le dejó, sino que como estaba le hizo embarcar en un barquichuelo, dando orden a los marineros de que lo condujeran a Italia, y allí lo echaran en tierra.

XV.— Hecho esto, luego que se publicó y divulgó entre todos, ocupó el llanto la casa del tirano a causa de las mujeres, y toda la ciudad de Siracusa se puso en movimiento esperando novedades y repentinas mudanzas del tumulto excitado contra Dión y la desconfianza de los demás para con el tirano; lo que, advertido por Dionisio, como también entrase en recelos, procuró consolar a los amigos de Dión y a las mujeres, queriendo hacerles entender que aquello no era destierro, sino una peregrinación para quitar el motivo de hacer quizá, impelido de la ira, alguna cosa peor contra la firmeza de aquel, estando presente. Puso dos naves a disposición de la familia de Dión, dándoles orden de que cargaran en ellas cuanto quisieran de su hacienda y sus esclavos y se lo llevaran al Peloponeso. Era grande la riqueza de Dión, y casi tiránicos su pompa y aparato para el servicio cotidiano; todo lo recogieron y condujeron sus amigos. Enviáronle además de esto otras muchas cosas las mujeres y otros de sus allegados y deudos, de manera que en caudales y riqueza hacía un papel muy brillante entre los Griegos, y en la opulencia del desterrado se echaba bien de ver el poder de la tiranía.

XVI.— Hizo al punto Dionisio que Platón se trasladara a la ciudadela, preparándole así una honrosa prisión bajo la forma de un benigno hospedaje, para que no marchara con Dión a dar testimonio de la injusticia que a éste había hecho. Mas con el tiempo y la continuación de estar juntos, acostumbrado, como fiera que es tocada y manejada del hombre, a sufrir su trato y su doctrina, llegó a tomarle un amor tiránico, queriendo ser él solo amado de Platón y admirado sobre todos los demás, y manifestando que estaba pronto a hacer mudanza en los negocios y en la tiranía misma siempre que no tuviera en más que su amistad la de Dión. Era, pues, para Platón una verdadera desgracia esta pasión de Dionisio, furioso de celos, como los amantes desatendidos, y que, como ellos, en breves instantes se irritaba, se aplacaba e interponía ruegos, deseando con ansia oír sus discursos y participar del estudio de la filosofía, pero avergonzándose de este deseo ante los que trataban de separarle de él, como si aquello fuera dejarse corromper. Ocurrió en esto una guerra, y despidió a Platón, conviniendo en que restituiría a Dion para el verano. Y en esto le faltó, pero le envió las rentas que producían sus posesiones, rogando a Platón que, en cuanto al tiempo, le admitiera la excusa de la guerra, pues luego que se hiciera la paz restituiría a Dión; mas que le encargara que entre tanto estuviera tranquilo, sin promover novedad ninguna ni desacreditarle entre los Griegos.

XVII.— Procuró Platón que así lo hiciese, y llamando la atención de Dión hacia la filosofía, lo mantenía en su escuela en la Academia. En la ciudad habitaba en casa de un tal Calipo, conocido suyo, y para recreo adquirió un campo, del que después, al restituirse a Sicilia, hizo donación a Espeusipo. Era éste uno de los amigos con quien más trataba y conversaba en Atenas, queriendo Platón templar y amenizar las costumbres de Dión con un trato sazonado y chistoso, y que oportunamente se prestaba también a los estudios serios, porque éste era el carácter de Espeusipo, por el que le celebró como gracioso y festivo Timón en sus versos jocosos. Dando en este tiempo Platón un coro de mancebos, Dión fue el que ejercitó el coro y quien hizo todo el gasto, fomentando Platón para con los Atenienses esta ambición y munificencia, que más bien procuraba favor a Dión que gloria a él mismo. Recorría Dión las demás ciudades, y en ellas conversaba y andaba en concurrencias y fiestas con los varones más virtuosos y más versados en los negocios, sin mostrar modales orgullosos, tiránicos o afeminados, sino modestia, virtud y fortaleza; pasaba el tiempo en conferencias sazonadas sobre las letras y la filosofía, con lo que se ganó la estimación de todos, y honores públicos y decretos de parte de las ciudades. Los Lacedemonios lo hicieron Espartano, despreciando el enojo de Dionisio, sin embargo de que entonces los estaba auxiliando eficazmente contra los Tebanos. Dícese que en una ocasión convidó a Dión Pteodoro de Mégara a que pasara a su casa; era Pteodoro, según parece, un hombre poderoso y rico; viendo, pues, Dión a su puerta mucha gente y turba de negociantes, y que a él mismo había dificultad en hablarle y verle, como observase que, sus amigos lo llevaban mal y se incomodaban: «¿Por qué vituperáis a éste? —les dijo—; nosotros hacíamos otro tanto en Siracusa».

XVIII.— Al cabo de algún tiempo concibió celos Dionisio, y temiendo del aprecio y amor que Dión se había adquirido entre los Griegos, dejó de enviarle sus rentas, poniendo la hacienda de éste al cuidado de sus propios administradores. Queriendo además desvanecer con los filósofos la mala opinión que por Platón tenía, reunió muchos de los que pasaban por hombres instruidos, y aspirando a la gloria de aventajarse a todos en la disputa, se veía en la precisión de usar mal de las especies que a éste había oído. Volvió otra vez a desearle, y se reprendía a sí mismo de no haber sabido aprovecharse de su presencia, ni haberle oído por todo el tiempo que le convenía; y como tirano, arrebatado en sus deseos y pronto para la ejecución de todo proyecto, puso al punto por obra el de hacer venir a Platón, y no dejó piedra por mover hasta alcanzar de Arquitas y los otros Pitagóricos que, constituyéndose fiadores de sus promesas, llamaran a Platón, pues por medio de éste habían contraído al principio amistad y hospitalidad con Dionisio. Enviáronle, pues, éstos a Arquedemo, y Dionisio mandó barcos y amigos que rogaran a Platón. Escribió, además, con entereza y claridad que ninguna benigna condición obtendría Dión si Platón no se prestaba a pasar a Sicilia, pero si se prestaba, todas. Llegáronle asimismo a Dión repetidas instancias de su hermana y su mujer para que rogase a Platón condescendiera con Dionisio, y no lo dieran ningún pretexto. De este modo dice Platón que se resolvió a pasar por tercera vez el mar de Sicilia,

Para otra vez probar la cruel Caribdis.

XIX.— Yendo, pues, fue grande el gozo que causó a Dionisio y grande la esperanza de que llenó a la Sicilia, que también había hecho plegarias, y deseaba con ansia que Platón viniera a contraponerse a Filisto, y la filosofía a la tiranía. Era asimismo extraordinario el placer con que lo recibieron las mujeres, y singular la confianza que inspiró a Dionisio, como ningún otro, siéndole permitido presentarse ante él sin haber pedido permiso. Como éste le hiciese repetidas veces dádivas y él las rehusase otras tantas, Aristipo de Cirene, que se hallaba allí a la sazón, dijo que Dionisio era magnánimo con seguridad, porque a ellos que necesitaban de muchas cosas les daba poco, y mucho a Platón, que no recibía nada.

Después de los primeros obsequios, habiendo empezado Platón a hablar de Dión, al principio se desentendía Dionisio; después ya tuvieron lugar las quejas y la enemistad, ocultas por entonces a los de afuera; porque Dionisio las disimulaba, y con otros agasajos y honores procuraba apartar a Platón de su amor a Dión, bien que a aquel no se le ocultaron desde luego su mala fe y sus engaños, sino que aguantaba y disimulaba. Hallábanse entre sí en esta disposición, creyendo que los demás no lo entendían; pero sucedió que Helicón de Cícico, uno de los amigos de Platón, predijo un eclipse de sol; y habiendo sucedido como lo anunció, admirado el tirano, le dio de regalo un talento de plata; y Aristipo, chanceándose con los otros filósofos, les dijo que él también tenía que anunciar un suceso extraño. Como le rogasen que lo expresara: «Anuncio —les dijo— que de aquí a breve tiempo Platón y Dionisio serán enemigos». Ello es que Dionisio vendió luego la hacienda de Dión, y se guardó el dinero, y a Platón, que tenía su habitación en el jardín de la casa, lo trasladó al cuartel de las tropas extranjeras, que muy de antemano lo aborrecían y buscaban medio de perderle a causa de que persuadía a Dionisio que abdicara la tiranía y viviera sin guardias.

XX.— Estando Platón en tan gran peligro, Arquitas, que lo llegó a entender, envió al punto una embajada y una galera de treinta remos, reclamándole de Dionisio, y haciendo a éste presente que no había pasado Platón a Siracusa sino en virtud de haberlos tomado a ellos por fiadores de su seguridad. Procuraba Dionisio excusar su enemistad contra Platón con banquetes y con otros obsequios que le hacía cuando estaba para despedirle, llegando hasta prorrumpir en esta expresión: «¿Podremos temer ¡oh Platón! que nos hagas graves y terribles recriminaciones con tus discípulos?»: a lo que, sonriéndose, «No permita Dios —le respondió— que en la Academia estemos tan faltos de asuntos que tratar que nos quede tiempo para hacer memoria de ti». Y con esto se dice que aquel le despidió; pero en verdad que no guarda gran consonancia con esta relación lo que el mismo Platón nos ha dado escrito.

XXI.— Servían estas cosas a Dión de sumo disgusto; y al cabo de poco se consideró en la precisión de hacerle la guerra, luego que llegó a entender lo ocurrido con su mujer, sobre lo que Platón había escrito con alguna oscuridad a Dionisio, y fue en esta forma. Después del destierro de Dión, Dionisio, al dejar marchar a Platón, le hizo el encargo de informarse reservadamente de si habría algún inconveniente en casar a su mujer con otro, porque corría la voz verdadera o fingida por los enemigos de Dión, de que el matrimonio de éste no había sido a su gusto, ni vivía en grande armonía con su mujer. Por tanto, luego que Platón llegó a Atenas y trató con Dión de todos los negocios, escribió al tirano una carta en que hablaba con claridad de todo, pero poniendo esta especie para él solo: que había hablado con Dión de aquel asunto, y no le quedaba duda de que se daría por muy ofendido si Dionisio lo llevase al cabo. Como por entonces hubiese grandes esperanzas de un acomodamiento, ninguna novedad hizo con la hermana y la dejó permanecer en palacio con el hijo de Dión; pero cuando del todo se descompusieron y Platón fue otra vez despedido con enfado, entonces casó a Áreta, contra su voluntad, con Timócrates, uno de sus amigos, no imitando en esto la condescendencia de su padre. Porque según parece se declaró enemigo de éste Políxeno, que estaba unido en matrimonio con su hermana Testa, y habiendo huido Políxeno por miedo y retirándose de la Sicilia, envió a llamar a la hermana y le dio quejas de que sabiendo la huída de su marido no se la participó; pero ésta, sin sobresaltarse ni concebir el menor temor: «Tan mala casada te parezco ¡oh Dionisio! —le dijo—, y tan desavenida con mi marido, que, si hubiera tenido noticia de su huída, ¿no me había de haber ido con él para participar de su suerte? Pero no la tuve, pues por mejor hubiera tenido llamarme mujer de Políxeno fugitivo que hermana de un tirano». Habiéndole hablado Testa con esta entereza, se dice que se admiró el tirano, y admiraron asimismo los Siracusanos su virtud, en términos que, después de disuelta la tiranía, siempre le tributaron distinciones y honores regios, y después de su muerte acompañaron su entierro todos los ciudadanos. Paréceme que ésta no es una digresión inútil.

XXII.— Dión desde entonces convierte ya su ánimo a la guerra, no entrando en ella Platón por respeto a la hospitalidad de Dionisio y por su vejez; pero inflamando a Dión, Espeusipo y otros de sus amigos, y exhortándole a dar la libertad a la Sicilia, que le tendía las manos y le recibiría con los brazos abiertos; porque, según parece, mientras Platón residió en Siracusa, Espeusipo y los demás filósofos tuvieron más trato con aquellos habitantes, y se enteraron mejor de su modo de pensar; pues aunque al principio por temor se recataban y guardaban, recelando que aquello pudiera ser tentativa del tirano, al fin ya tuvieron confianza; y entonces era uno mismo el lenguaje de todos, pidiendo e instando que viniera Dión, aunque no tuviera naves, ni infantería, ni caballería, embarcándose sólo en una nave de comercio, para prestar su persona y su nombre a los Sicilianos contra Dionisio. Enterado de todo esto por Espeusipo, se confirmó en su propósito, aunque para ocultarlo reclutó tropas estipendiarias reservadamente y por medio de interpuestas personas. Auxiliáronle en él muchos hombres de estado y muchos filósofos, con Eudemo de Chipre, a quien después que ya había muerto dedicó Aristóteles su diálogo del alma, y Timónides de Léucade. Habían traído asimismo a su partido a Miltas Tésalo, varón dado a la adivinación, y uno de los concurrentes a la Academia. De los que habían sido desterrados por el tirano, que no bajaban de mil, sólo veinticinco se alistaron en el ejército, separándose de la expedición por miedo los demás.

Era el punto de reunión la isla de Zacinto, adonde acudieron los soldados, que no llegaron a ochocientos, pero todos hombres acreditados en muchos y grandes combates y, por tanto, muy ejercitados y aguerridos; así, en pericia y valor eran muy aventajados, y los más propios para inflamar y llenar de ardimiento al gran número de hombres decididos que esperaba Dión tener en la Sicilia.

XXIII.— Con todo, cuando éstos oyeron por la primera vez que aquel ejército se formaba contra Dionisio y la Sicilia, se quedaron aturdidos, y decayeron de ánimo, pareciéndoles que sólo cegado y enfurecido con la ira, o desesperado de poder reunir mayores medios, se arrojaba Dión a un hecho temerario, y a sus jefes y reclutadores los reconvinieron con enfado por no haberles anunciado desde luego la guerra a que eran destinados. Mas después que Dión les hizo ver lo deleznable y podrido de la tiranía, y los enteró que más bien que como soldados los llevaba como caudillos de los muchos Siracusanos y Sicilianos que hacía tiempo se hallaban dispuestos a abrazar su partido, y después que enseguida de Dión les habló Alcímenes, que, siendo entre los Aqueos el primero en gloria y linaje, había concurrido a la expedición, se tranquilizaron y volvieron a su primera confianza. Era esto en medio del verano, reinando los vientos efesios en el mar, y la luna se hallaba en el plenilunio. Dispuso, pues, Dión un magnífico sacrificio a Apolo, acompañándole en gran pompa los soldados al templo con las armas empavesadas, y después del sacrificio, teniendo mesas preparadas, les dio en el circo de los Zacintios un espléndido banquete, en el que, maravillándose de la vajilla de oro y plata y de las mesas preciosas, muy superior todo a la opulencia de un particular, reflexionaron que un hombre ya de cierta edad y dueño de tanta riqueza no se arrojaría a empresas de tamaña entidad sin una esperanza cierta y sin contar con amigos que desde allá le ofrecieran grandes y cuantiosos auxilios.

XXIV.— Después de las libaciones y de las solemnes plegarias se eclipsó la luna, lo que ninguna maravilla causó a Dión, que sabía calcular los períodos de los eclipses y cuándo la sombra llega a oscurecer la luna, interponiéndose la tierra entre ésta y el sol; pero siendo conveniente dar aliento a los soldados que se habían sobresaltado, púsose en medio de ellos el adivino Miltas, diciéndoles que tuvieran buen ánimo y formaran las mejores esperanzas, porque aquel portento lo que significaba era el oscurecimiento de cosas que entonces brillaban, y que no habiendo cosa más brillante que la tiranía de Dionisio, apagarían su esplendor en el momento que llegaran a la Sicilia. Esto fue lo que Miltas anunció en público a todos; pero en cuanto a las abejas que se vieron formar enjambre en la popa de una de las naves de Dión, dijo reservadamente a los amigos que esto le hacía temer no fuera que, siendo desde luego brillantes sus sucesos, al cabo de haber florecido por un breve tiempo, se marchitasen. Dícese asimismo que a Dionisio le fueron enviadas muchas señales prodigiosas de parte de los dioses; porque un águila arrebató la lanza de uno de los soldados estipendiarios, y levantándola y llevándola a grande altura, la dejó caer al abismo. El mar que bate en la ciudadela ofreció un día agua dulce y potable, cosa que se hizo notoria a todos habiéndola gustado. Naciéronle unos lechoncillos que tenían todos sus miembros cabales, faltándoles sólo las orejas. Revelaban los adivinos que esto era indicio de rebelión y desobediencia, significando que los ciudadanos no se someterían ya a su tiranía, que la dulzura del agua del mar indicaba para los Siracusanos la mudanza de sus negocios de mal en bien, y, finalmente, que el águila es ministro de Zeus, la lanza insignia de autoridad y poder, y con lo ocurrido denunciaba desaparecimiento y ruina a la tiranía el mayor de los dioses. Así nos lo dejó escrito Teopompo.

XXV.— Embarcáronse los soldados de Dión en dos transportes, yendo en pos de ellos un tercer barco de pequeño porte y dos falúas de treinta remos. Llevaba, además de las armas que tenían los soldados, doscientos escudos, muchas ballestas y lanzas y gran provisión de víveres, para que nada les faltase en la navegación, mayormente habiendo de hacerla en alta mar a velas desplegadas, por temor de la tierra y por saber que Filisto se hallaba surto en Yapigia con su escuadra para observarle. Tuvieron un viento bonancible y blando por doce días, y al décimotercio se hallaba frente al Paquino, promontorio de Sicilia. Propuso, desde luego, el piloto a Dión que desembarcaran cuanto antes, pues si se apartaban de tierra y voluntariamente se alejaban del promontorio, habían de tener que andar muchos días y muchas noches errantes por el mar, esperando en el fin del verano que se levantara el viento ábrego; pero Dión, temiendo el desembarco cerca de los enemigos, y prefiriendo el acometer por lo más retirado, mandó pasar adelante del Paquino. En seguida se movió un viento cierzo, que con encrespadas olas retiró las naves de la Sicilia, y al mismo tiempo truenos y relámpagos, al aparecer del Arcturo, movieron en el aire gran tempestad con copiosa lluvia, con lo cual perdieron el tino los marineros, y yendo perdidos por el mar, se hallaron de repente con que las naves habían sido impelidas del viento a Cercina de África, por aquella parte por donde se presenta más inaccesible y brava la playa de la isla. Estando, pues, a pique de estrellarse en aquellos escollos, hicieron fuerza de remo para apartarse, lo que con dificultad consiguieron, hasta que la tempestad se aplacó, y tropezando por fortuna con un barco, supieron que se hallaban en el sitio llamado las Cabezas de la gran Sirte. Desmayaron con esta desagradable noticia, y más reinando entonces una gran calma; pero de pronto se levantó un viento húmedo de tierra de la parte de Mediodía cuando menos lo esperaban; tanto, que aun experimentándola, no creían aquella mudanza. Arrecióse, pues, poco a poco, y tomó cuerpo el viento, con lo que, desplegando todas las velas y dando gracias a los dioses, se engolfaron con rumbo a Sicilia, huyendo del África, y con rápido curso al quinto día arribaron a Minoa, pueblo pequeño de Sicilia perteneciente a la dominación de Cartago. Hallábase allí a la sazón el comandante cartaginés Sínalo, huésped y amigo de Dión; mas como no tuviese noticia de su venida ni de que le perteneciese aquella escuadra, trató de impedir el desembarco de los soldados; pero éstos salieron al encuentro armados, y aunque a nadie mataron, porque Dión se lo previno así por su amistad con el comandante, persiguieron a los fugitivos, y se apoderaron del distrito. Mas luego que los caudillos se vieron y saludaron, Dión restituyó la ciudad a Sínalo sin haber hecho en ella el menor daño, y éste, dando alojamiento a los soldados, proveyó a Dión de las cosas de que tenía necesidad.

XXVI.— Lo que principalmente los alentó fue lo ocurrido con la casual ausencia de Dionisio, el cual hacía muy poco que con ochenta naves había marchado a Italia. Así, aunque Dión exhortaba a los soldados a que se repusieran allí por algunos días, hallándose mal, parados de resulta de haber estado tan largo tiempo en el mar, ellos no lo permitieron, apresurándose a aprovechar la ocasión, por lo que clamaban que Dión los llevase a Siracusa. Descargando, pues, allí. todo el sobrante de armas y demás efectos, y encargando a Sínalo que se lo remitiese cuando hubiese oportunidad, marchó para Siracusa. Apenas se había puesto en camino se le pasaron doscientos caballos de los Agrigentinos que habitan el Écnomo, y después de éstos los Geloos.

Corrió prontamente la voz por Siracusa, y Timócrates, el que estaba casado con la mujer de Dión, hermana de Dionisio, puesto al frente de los amigos que habían quedado en la ciudad, envió al punto a Dionisio un mensajero con cartas en que le avisaba la llegada de Dión, en tanto atendía a los alborotos y movimientos de la ciudad, en la que todos estaban ya en agitación, aunque por miedo y por no acabar de creerlo no se decidían; pero al mensajero le ocurrió un caso muy particular y extraño, y fue que, habiendo hecho su navegación a Italia, al pasar por los términos de Regio para ir a Caulonia, donde se hallaba Dionisio, se encontró con un amigo suyo que se retiraba con los restos de un sacrificio que acababa de hacer, y recibiendo de éste una porción de la carne, continuó con celeridad su viaje. Habiendo andado parte de la noche, le obligó el cansancio a reposar un poco, y así como estaba se echó a dormir en una selva al lado del camino. Al olor de la carne vino un lobo, y para llevársela, estando atada a la alforja, dio a correr llevándose también ésta, en la que estaban las cartas. Cuando el mensajero despertó y lo advirtió, dio muchas vueltas e hizo muchas diligencias en busca de la alforja, y como hubiese sido en vano, resolvió no ir sin las cartas a la presencia del tirano, sino más bien huir de él cuanto antes.

XXVII.— No supo, pues, Dionisio sino tarde y por otros medios la guerra de Sicilia. A Dión se le unieron en la marcha los Camarineos, y le acudían en gran número, excitados con su venida, los que habitaban en los campos de Siracusa. Los Leontinos y Campanos, que con Timócrates guardaban el fuerte de Epípolas, habiéndoles llegado una voz falsa esparcida por Dión de que ante todas cosas se dirigía a sus ciudades, se marcharon, abandonando a Timócrates para socorrer a los suyos. Luego que Dión, que se hallaba acampado en Macras, tuvo noticias de estos sucesos, movió cuando todavía era de noche sus soldados, y llegó al río Anapo, que no dista de la ciudad más que diez estadios. Deteniendo allí su marcha, sacrificó junto al río, y adoró al sol saliente. Predijéronle al mismo tiempo los adivinos la victoria de parte de los dioses, y como los que se le hallaban presentes viesen coronado a Dión durante el sacrificio, por un movimiento simultáneo se coronaron todos, no bajando de cinco mil los que se le habían agregado en el camino. Armados malamente con lo que pudo haberse a la mano, suplían con su buena voluntad la falta de armamento; de manera que al marchar Dión dieron a correr, excitándose y alentándose unos a otros con alegría y regocijo a la libertad.

XXVIII.— De los ciudadanos que se hallaban en Siracusa, los más nobles y principales, vestidos de gala, corrieron a las puertas; pero la muchedumbre dio contra los amigos del tirano, e hizo pedazos a los llamados emisarios, hombres malvados y abominables, que, mezclándose entre los demás Siracusanos y fingiendo negocios, observaban cuanto pasaba y denunciaban al tirano el modo de pensar y de explicarse cada uno. Éstos, pues, fueron los primeros que llevaron su merecido, destrozados por los que con ellos se tropezaron. Timócrates, no habiendo podido incorporarse con los que custodiaban la ciudadela, montó a caballo y se salió de la ciudad, llenándolo todo con su huída de turbación y miedo, y exagerando las fuerzas de Dión, para que no pareciese que abandonaba la ciudad con ligero motivo. En esto ya Dión se acercaba y se dejaba ver, yendo el primero vistosamente armado, y a su lado de una parte su hermano Mégacles, y de la otra Calipo el Ateniense, con coronas sobre la cabeza. De los estipendiarios, ciento seguían a Dión, formando su guardia, y a los demás, bellamente adornados, los conducían los caudillos, saliendo a verlos los Siracusanos, y recibiéndolos como una pompa sagrada y divina de la libertad y de la democracia, que al cabo de cuarenta y ocho años tornaba a la ciudad.

XXIX.— Luego que Dión entró por la puerta Menítide, sosegado el alboroto, hizo publicar, a son de trompetas, que Dión y Mégacles, habiendo venido a destruir la tiranía, libertaban de la servidumbre del tirano a los de Siracusa y a los demás Sicilianos: y como quisiese hablar a los ciudadanos por sí mismo, subió por la Acradina, teniendo puestas los Siracusanos a uno y otro lado de la calle víctimas, mesas y tazas, y por doquiera que pasaba arrojaban sobre él flores y frutas, dirigiéndole plegarias como a un Dios. Había debajo de la ciudadela y de la Pentápila un reloj de sol, dispuesto por Dionisio, elevado y en parte que se descubría desde lejos. Subió a él, y arengó al pueblo, exhortando a los ciudadanos a recobrar la libertad. Estos, con muestras de gratitud y aprecio, los nombraron a ambos generales con absoluto poder, y a su voluntad y ruego eligieron otros veinte magistrados que los acompañaran en el mando, de los cuales la mitad eran de los que habían vuelto con Dión del destierro. Parecióles a los adivinos otra vez que el haber tomado Dión bajo sus pies para arengar aquello en que tenía puesta su vanidad Dionisio y había sido por él consagrado, era una, señal muy plausible; pero por cuanto era un reloj en el que estaba subido cuando se lo nombró general, temían no fuera que su suerte tuviese una repentina mudanza. Enseguida, tomando las Epípolas, puso a los ciudadanos presos en libertad, y formó trincheras delante de la ciudadela.

Al día séptimo llegó a ésta Dionisio, y a Dion le trajeron en unos carros las prevenciones que había dejado confiadas a Sínalo. Distribuyólas entre los ciudadanos, y de los demás, cada uno se aliñó y preparó lo mejor que pudo, procurando mostrarse valientes soldados.

XXX.— Dionisio envió desde luego, privadamente, mensajeros a Dión para descubrir terreno; pero diciéndoles éste que hablaran en común a los Siracusanos, como hombres libres que eran, se hicieron por los mensajeros proposiciones muy humanas de parte del tirano, prometiéndoles moderar los tributos y no ser compelidos a otras guerras que las que con él decretasen; de lo que los Siracusanos se burlaron. Mas Dión respondió a los mensajeros que excusara Dionisio conferencias con aquellos mientras no se desistiese de la autoridad, pero que desistiéndose le ayudaría en cuanto pudiera necesitar, y en cualquiera otra cosa justa que pudiese, acordándose del deudo que entre los dos había. Aplaudióselo Dionisio, y otra vez le envió mensajeros proponiendo que pasaran a la ciudadela algunos de los Siracusanos, y que, cediendo éstos en unas cosas y él mismo en otras, tratarían de lo que pudiese ser útil a la ciudad. Fuéronle, pues, enviados aquellos ciudadanos que merecieron la confianza de Dión, y comenzó a hablarse mucho entré los Siracusanos de que Dionisio iba a abdicar la tiranía, más por su propia voluntad que por condescender con Dión: siendo todo esto dolo y ficción del tirano, y un lazo que a los Siracusanos armaba; porque a los que pasaron a hablarle los puso en un encierro, e hinchiendo de vino muy por la mañana a los soldados que tenía a sueldo, los envió a la carrera contra la muralla de circunvalación de los Siracusanos. Hecha así esta incursión imprevista por los bárbaros, con empeño de tomar a fuerza de arrojo y precipitación la muralla, a su primera acometida ninguno de los Siracusanos tuvo resolución para aguardar y defenderse, a excepción únicamente de los estipendiarios de Dión, los cuales apenas sintieron el alboroto acudieron a dar auxilio; pero ni aun éstos podían pensar en el modo de darle, no oyendo nada por la gritería y dispersión de los Siracusanos, que huían por entre ellos y se los llevaban de paso, hasta que Dión, pues que nadie atendía a lo que decía, se propuso mostrarles con obras lo que debía hacerse, cargando el primero a los bárbaros, con lo que se trabó alrededor de él un repentino y reñido combate, ya que, siendo conocido no menos de los enemigos que de los propios, todos aquellos corrieron a acometerle a un tiempo. Hallábase ya Dión por razón de su edad más pesado de lo que para estos combates convenía; pero resistiendo y acuchillando con vigor y aliento a los que le cargaban, fue herido de lanza en una mano, y la coraza apenas bastaba ya a resistir a los dardos y a los golpes dados de cerca, pues pasaban el escudo, llegando a ser herido de muchos dardos y lanzas, hasta que, quebrantados aquella y éste, cayó Dión, y fue preciso que los soldados le arrebataran y salvaran. Nombróles entonces por caudillo a Timónides; y recorriendo la ciudad a caballo, contuvo a los Siracusanos en su fuga; y haciendo tomar las armas a los estipendiarios que custodiaban la Acradina, los condujo contra los bárbaros; a unos hombres descansados y en su primer fervor, contra los que se hallaban fatigados y desistían ya de la empresa; porque habiendo esperado apoderarse al primer ímpetu y acometida de toda la ciudad, como después se hubiesen encontrado, contra lo que se habían prometido, con hombres belicosos y valientes, se replegaron a la ciudadela. En la retirada fueron todavía más acosados por los Griegos, por lo que huyeron y se encerraron dentro de las murallas, no habiendo muerto más que a setenta y cuatro hombres de las tropas de Dión, y perdido ellos muchos más de los suyos.

XXXI.— Alcanzada, pues, esta brillante victoria, los Siracusanos coronaron y dieron por prez a cada uno de los estipendiarios cien minas, y éstos coronaron a Dión con corona de oro. Bajaron en esto heraldos de Darte de Dionisio, trayendo a Dión cartas de las mujeres relacionadas con él. Había entre las cartas una con este sobrescrito: «A mi padre, de Hiparino»; porque éste era el nombre del hijo de Dión, aunque Timeo dice que, del de su madre, Áreta, se llamaba Areteo; pero en estas cosas, más crédito debe darse, según entiendo, a Timónides, amigo y compañero de armas de Dión. Leyéronse a los Siracusanos las demás cartas, reducidas a quejas y ruegos de las que las enviaban; y aunque no querían permitir que se abriese en público la que se tenía por del hijo, porfió Dión y la abrió como las otras. Era, sin embargo, de Dionisio, quien, por lo que hace a la letra se dirigía a Dión; pero en el contenido a los Siracusanos; y con apariencia de ruego y de justificación, se encaminaba a poner en mal a Dión. Porque contenía recuerdos de lo mucho que con tanto celo había hecho en favor de la tiranía; amenaza contra las personas que le eran más caras, la hermana, el hijo y la mujer, graves protestas mezcladas con lamentos, y, además, que fue lo que sobre todo le alteró, la propuesta que no destruyese, sino que tomase para sí la tiranía; ni diese la libertad a unos hombres que le aborrecían y le guardaban enemiga, sino que se quedase mandando para dar a sus deudos seguridad.

XXXII.— Leída esta carta, no les ocurrió a los Siracusanos admirar la imparcialidad y grandeza de ánimo de Dión, que por lo honesto y lo justo no atendía a tan inmediatos parentescos, sino que, tomando de aquí principio y ocasión para sospechas y recelos, como si estuvieran en una absoluta precisión de contemporizar con el tirano, pusieron la vista en otros caudillos; y, sobre todo, habiendo sabido que llegaba Heraclides, se encendió más en ellos este deseo.

Era Heraclides uno de los desterrados, buen militar, conocido por el mando que había tenido bajo los tiranos, pero no de ánimo constante, sino movible en todo y poco seguro para la comunidad de mando y de gloria. Indispuesto en el Peloponeso con Dión, había determinado venir por sí con escuadra propia contra el tirano, y llegado a Siracusa con siete galeras y tres barcos, encontró cercado otra vez al tirano, y a los Siracusanos inflamados e inquietos. Captóse, pues, al punto el favor de la muchedumbre, porque su carácter tenía cierto atractivo, siendo de los que se plegan y, de los que seducen a gentes que gustan de que se les adule; así trajo y puso fácilmente de su parte a aquellos que repugnaban la gravedad de Dión como modesta y desagradable por el orgullo y engreimiento que les había dado la victoria; queriendo ser lisonjeados como libres aun antes de serlo.

XXXIII.— En primer lugar, corriendo por movimiento propio a la junta pública, eligieron a Heraclides general de la armada, y cuando, presentándose Dión, se quejó de que el mando dado a éste era una revocación del que antes le habían conferido, pues que no era ya absoluta autoridad si otro tenía el mando de la armada, con violencia anularon los Siracusanos el nombramiento de Heraclides. Hecho esto así, le llamó Dión a su casa, y, habiéndole dado algunas quejas sobre que no era justo ni conveniente que quisiera competir con él por la gloria en unos momentos en que con poco esfuerzo podía perderse todo, convocó a nueva junta, en la que nombró a Heraclides general de la armada, y persuadió a los ciudadanos que se le dieran guardias del mismo modo que a él. En las palabras y en la apariencia se mostraba aquel obsequioso con Dión, reconociendo la obligación en que le estaba; seguíale sumiso, y ejecutaba sus órdenes; pero, seduciendo y acalorando bajo mano a la muchedumbre y a los amigos de novedades, cercó a Dión de disgustos y sinsabores, constituyéndole en la situación más difícil, porque si disponía que Dionisio saliera de la ciudadela en fuerza de una capitulación, se lo calumniaría de que le tenía consideración y le salvaba, y si, no queriendo molestar al pueblo, andaba remiso en el sitio, se creería que alargaba la guerra para mandar por más tiempo y mantener en el terror a los ciudadanos.

XXXIV.— Había en Siracusa un cierto Sosis, que tenía nombre entre los Siracusanos por su maldad y su insolencia, estando creído que el colmo de la libertad se cifraba en llevar hasta el último punto la osadía. Tratando, pues, de perder a Dión, lo primero que hizo fue levantarse en la junta pública y reconvenir agriamente a los Siracusanos de que no advirtiesen que, por librarse de una tiranía necia y soñolienta, se habían entregado a un déspota vigilante y sobrio; mostrándose después más abiertamente enemigo declarado de Dión, por entonces se retiró de la plaza, pero al día siguiente se le vio correr por la ciudad desnudo, bañadas la cabeza y la cara en sangre, como si huyera de algunos que le perseguían. Presentóse en esta disposición en la plaza, diciendo que los soldados estipendiarios de Dión le habían acometido, y mostró la cabeza lastimada; con lo que tuvo a muchos que tomaron parte en sus quejas y que levantaron el grito contra Dión, clamando que su proceder era violento y tiránico si con asesinatos y peligros quitaba a los ciudadanos el poder manifestar libremente su opinión. Con todo, reunida la junta pública, aunque en confusión y desorden, se presentó Dión a hacer su defensa, y manifestó que Sosis era hermano de uno de los soldados de Dionisio, y que a su instigación había querido conmover y alborotar la ciudad, no quedándole ya a Dionisio otro camino de salvarse que el de introducir la desconfianza y discordia entre los ciudadanos. Al mismo tiempo, habiendo registrado los cirujanos la herida de Sosis, encontraron que era puramente superficial, y no hecha con impresión extraña que le hiciera penetrar, porque las heridas de espada tienen mayor profundidad por en medio, y la de Sosis era ligera por igual, teniendo muchos principios, como era natural en quien por el dolor aflojaba, y luego volvía a querer continuar. Llegaron también a este tiempo a la junta algunos ciudadanos de crédito trayendo una navaja, y exponiendo que yendo por la calle se habían encontrado con Sosis bañado en sangre, y que decía a gritos que iba huyendo de los soldados de Dión, por quienes acababa de ser herido. Añadían que habiendo ido en busca de los agresores, no habían encontrado más que aquella navaja puesta en el hueco de una piedra, de la que habían visto venir corriendo a Sosis.

XXXV.— Como fuese ya con esto peligrosa la situación de Sosis, y aun se agregase la declaración de los de su casa, quienes atestiguaron que era todavía de noche cuando salió de ella solo con la navaja, los que culpaban a Dión se retiraron, y el pueblo, habiendo condenado a muerte a Sosis, mudó de modo de pensar en cuanto a Dión.

Mas no por esto le eran menos sospechosos los soldados de éste, mayormente después que se habían dado diferentes combates navales contra el tirano; porque Filisto había venido de Yapigia con muchas galeras en auxilio de Dionisio, y como aquellos forasteros fuesen soldados de infantería, creían los Siracusanos que no podrían serles de provecho para aquella clase de guerra, sino que más bien los tendrían sumisos a sus órdenes, siendo ellos gente de mar y que sobrepujaban en esta especie de fuerza. Pero la suerte hizo que aun se les acrecentó a aquellos soldados el orgullo con la buena suerte que tuvieron en el mar, donde, venciendo a Filisto, le trataron cruel y bárbaramente; aunque Éforo dice que, tomada su nave, se quitó él a sí mismo la vida; pero Timónides, que desde el principio se encontró en todos estos sucesos con Dión, escribiendo al filósofo Espeusipo, dice que Filisto quedó cautivo de resultas de haber encallado en tierra su galera, y que, habiéndole quitado los Siracusanos la coraza y mostrándole desnudo, le hicieron diferentes insultos, siendo ya viejo; que después le cortaron la cabeza, y entregaron su cadáver a los muchachos, diciéndoles que lo arrastraran por la Acradina y lo arrojaran a las canteras. Timeo, para hacer que este insulto aparezca mayor, refiere que los muchachos ataron el cadáver de Filisto con una cuerda de la pierna coja, y lo arrastraron por la ciudad, haciendo grande escarnio todos los Siracusanos al ver arrastrado por una pierna a aquel que había dicho a Dionisio que no debía salir huyendo de la tiranía en un veloz caballo, sino sólo tirado por una pierna; aunque Éforo refiere esta expresión como dicha a Dionisio por otro, y no por el mismo Filisto.

XXXVI.— Mas, Timeo, aprovechando una ocasión justa, como lo era la de la adhesión y celo de Filisto por la tiranía, sacia su deseo de hablar mal de él. En esto quizá pueden merecer indulgencia los que han sido agraviados, aun para llegar al extremo de ensañarse con un cadáver que carece de sentido; pero en los que después escriben los sucesos no habiendo sido ofendidos en vida por él, y aprovechándose de sus escritos, su misma gloria parece que exige que no le echen en cara con afrenta y vilipendio sus desgracias, de las que nada hay que pueda asegurar aun al hombre más recto y justo de parte de la fortuna. Tampoco Éforo obra cuerdamente en alabar a Filisto; pues, sin embargo de mostrarse tan hábil en cubrir con motivos decentes las acciones injustas y las costumbres estragadas, y en encontrar al intento las más seductoras expresiones, por más esfuerzos que hace no puede evitar que de su relación misma resulte contra sí haber sido el hombre más adicto a la tiranía y el que más solicitó y más admiró el lujo, el poder, la riqueza y los enlaces de los tiranos. En fin, en cuanto a Filisto, el que no alabe sus acciones, ni tampoco le eche en cara su suerte, ese será el que mejor desempeñe el oficio de historiador.

XXXVII.— Después de la muerte de Filisto envió Dionisio a Dión quien le propusiera que le haría entrega de la ciudadela, de las armas y de sus tropas con el sueldo completo de éstas para cinco meses, bien que pidiendo que bajo la fe de un tratado se le permitiera retirarse a Italia y, habitando allí, disfrutar en los términos de Siracusa la posesión llamada Giata, que era un campo dilatado y fértil, que desde la orilla del mar entraba tierra adentro. No admitió Dión el mensaje, sino que le envió a decir que suplicara sobre el objeto de éste a los Siracusanos, los cuales, esperando tomar vivo a Dionisio, despidieron a sus embajadores; pero él lo que hizo fue entregar la ciudadela a su hijo mayor, Apolócrates, y aguardando un viento favorable, teniendo ya puestas en las naves las personas que más apreciaba y lo más escogido de su riqueza, se hizo a la vela, sin que de ello tuviese noticia el general de la armada, Heraclides. Éste, como se viese maltratado y perseguido de los ciudadanos, se valió de Hipón, que era uno de los demagogos, para que propusiera al pueblo un nuevo repartimiento de tierras, como que la igualdad era principio de libertad, y la pobreza de esclavitud para los miserables. Púsose a su lado Heraclides, y conmoviendo al pueblo contra Dión, que se oponía, persuadió a los Siracusanos a que, además del repartimiento, decretaran privar a los soldados forasteros de su sueldo, y nombrar otros generales, siéndoles ya molesto Dión. Los Siracusanos, pues, intentando levantarse repentinamente como de una larga enfermedad de la tiranía, y manejarse intempestivamente como los pueblos que tenían el hábito de la libertad, se hicieron a sí mismos gran daño, y aborrecieron a Dión porque, como un buen médico, quería mantener la ciudad en un arreglo esmerado y sobrio.

XXXVIII.— Habiéndose congregado en junta para elección de los nuevos magistrados, estándose entonces en medio del estío, por quince días seguidos sucedieron truenos extraordinarios y señales del cielo infaustas, que por superstición apartaron al pueblo de nombrar otros generales. Mas luego que a los demagogos les pareció que ya la serenidad era permanente, quisieron llevar a efecto la junta; pero la casualidad hizo que un buey de carretero, aunque hecho a ver gentes, se inquietase y enfureciese contra el conductor, y huyendo a carrera del yugo, se dirigió al teatro, donde inmediatamente alborotó y dispersó a la muchedumbre, que dio a correr desordenadamente; el buey continuó en su fuga saltando y trastornando cuanto encontraba en aquella parte de la ciudad que después ocuparon los enemigos. A pesar de todo esto, y no haciendo cuenta ninguna de ello, nombraron los Siracusanos veinticinco magistrados, de los que era uno Heraclides, y hablando reservadamente a los soldados extranjeros, trataron de seducirlos y separarlos de Dión para traerlos a su partido, prometiéndoles que serían con ellos iguales en derechos. Mas aquellos soldados desecharon sus proposiciones y, conservándose fieles y adictos a Dion, se pusieron armados a su lado para defenderle y protegerle, y así lo sacaron de la ciudad, sin hacer la menor ofensa a nadie, y sólo reconviniendo agriamente a los que encontraban por su ingratitud y perversidad; pero los Siracusanos, despreciándolos por su corto número y porque no habían sido los primeros en la agresión, llevados de que eran muchos más, los acometieron, en la inteligencia de que los vencerían fácilmente dentro de la ciudad y acabarían con todos.

XXXIX.— Constituido con esto Dión en el apuro y en la desgraciada situación de haber de pelear con sus conciudadanos, o perecer con sus soldados, dirigía a los Siracusanos los más encarecidos ruegos, tendiendo a ellos las manos y mostrándoles el alcázar lleno de enemigos, que se asomaban por las murallas y eran espectadores de cuanto pasaba; pero, no habiendo modo de templar el ímpetu de aquella muchedumbre y dominando en la ciudad, como en un mar proceloso, el viento de los demagogos, dio orden a sus soldados, no de trabar pelea, sino sólo de volver cara con resolución y gritería blandiendo las armas; con esto ya no aguardó ninguno de los siracusanos, sino que dieron a huir por las calles sin que nadie les persiguiese, porque Dión hizo retroceder a los soldados y los condujo a los términos de los Leontinos. Fueron con esto los magistrados de los Siracusanos la risa y escarnio de las mujeres, y queriendo reparar la afrenta, armaron otra vez a los ciudadanos y marcharon en persecución de Dión. Alcanzáronle al pasar un río, y se acercaron con su caballería en actitud de combatir; pero cuando vieron que ya no sufría con mansedumbre y bondad paternal sus demasías, sino que con denuedo volvía y ordenaba sus soldados, entregándose a una fuga más vergonzosa que la primera, se retiraron a la ciudad, con muerte de algunos ciudadanos.

XL.— Recibieron a Dión los Leontinos con las mayores muestras de honor y aprecio, y a los soldados les ofrecieron pagarles su haber, y los hicieron ciudadanos. Dispusieron luego enviar a los Siracusanos embajadores con proposición de que tuvieran la consideración debida a aquellos soldados forasteros; pero ellos mandaron otra embajada para acusar a Dión. Reuniéronse con los Leontinos los aliados y, habiendo conferenciado entre sí declararon que no tenían razón los Siracusanos; pero éstos no hicieron cuenta de lo resuelto por los aliados, engreídos y soberbios con que habían sacudido toda obediencia, y antes les estaban sujetos y les temían sus propios magistrados.

XLI.— Llegaron en esto a la ciudad algunas galeras enviadas por Dionisio, en las que venía Nipsio de Nápoles, que conducía víveres y caudales a los sitiados, y habiéndose dado un combate naval, quedaron vencedores los Siracusanos, y tomaron cuatro de las naves de aquel convoy. Insolentes con la victoria, y empleando el tiempo, por la anarquía en que vivían, en francachelas y convites desordenados, de tal manera se olvidaron de lo que importaba, que, teniéndose ya por dueños de la ciudadela, perdieron la ciudad. Porque Nipsio, viendo que en todo el pueblo no había quien tuviera juicio, sino que la muchedumbre estaba entregada a músicas y embriagueces desde el día hasta alta noche, y que los caudillos se regocijaban también con aquellas fiestas y no se cuidaban mucho de hacer su deber con unos hombres beodos, aprovechando hábilmente la ocasión, acometió a la muralla y apoderándose de ella y destruyéndola, dio suelta a los bárbaros, diciéndoles que hicieran de los ciudadanos que les vinieran a las manos lo que quisieran o pudieran. Advirtieron bien pronto los Siracusanos el mal que les había sobrevenido; pero tarde y con dificultad acudieron asombrados y pasmados a su remedio; porque era un horroroso saqueo el que experimentaba la Ciudad, siendo muertos los hombres, derruidas las murallas y conducidas las mujeres y los niños a la ciudadela entre los mayores lamentos, pues los caudillos se habían acobardado del todo, y para nada podían servirse de los ciudadanos contra unos enemigos que por todas partes estaban ya mezclados y confundidos con ellos.

XLII.— Siendo éste el estado de las cosas, y amenazando ya el peligro a la Acradina, todos ponían la vista en el único que podía levantar sus esperanzas: pero nadie lo proponía, avergonzados de la ingratitud e indiscreción con que respecto de Dión se habían portado. Mas siendo ya urgente la necesidad, salió una voz de entre los aliados y la milicia de caballería de que se llamara a Dión y se trajera a los Peloponenses del país de los Leontinos. No bien se había adoptado esta resolución y dádose esta voz cuando fueron comunes entre los Siracusanos las aclamaciones, el gozo y las lágrimas, rogando a los dioses por que Dión pareciese, deseando verle y recordando su valor y denuedo en los peligros, y como no sólo era imperturbable él mismo, sino que también a ellos les daba espíritu y los conducía impávidos a los enemigos. Enviáronle, pues, al punto de los aliados a Arcónides y Telésides y otros cinco de la caballería, entre ellos Helanico. Marcharon éstos a desempeñar su comisión corriendo a rienda suelta, y llegaron a la ciudad de los Leontinos casi al fin del día. Apeáronse, y lo primero que hicieron fue ir a echarse llorosos a los pies de Dión, a quien refirieron los infortunios de los Siracusanos. Habían ya acudido algunos de los Leontinos, y los más de los Peloponenses se agolparon a Dión, pensando, por la prisa, y por los ruegos de aquellos hombres, que había ocurrido alguna grande novedad. Congregados al punto en junta pública, a la que prontamente concurrieron, y entrando Arcónides y Helanico con los que los acompañaban, expusieron brevemente el cúmulo de males que les habían sobrevenido, y rogaban a los soldados de Dión fueran en socorro delos Siracusanos, olvidándose de los agravios recibidos, pues ya los habían pagado, sufriendo mucho más de aquello que los ofendidos podían desear.

XLIII.— Cuando éstos hubieron dado fin a su discurso, quedó en el más profundo silencio todo el teatro. Levantóse Dión, y como al comenzar a hablar las muchas lágrimas que corrían de sus ojos le cortasen la voz, los soldados le exhortaban a que tomase aliento mostrándose con él afligidos. Recobrándose, pues, Dión un poco de su grave pesar: «Peloponenses y aliados —dijo—, os he reunido aquí para que deliberéis sobre vosotros mismos; por lo que a mí hace, no me es dado deliberar perdiéndose Siracusa, pues si no puedo salvarla, voy, a lo menos, a enterrarme entre el fuego y las ruinas de la Patria. Si queréis todavía dar auxilio a hombres tan desacordados y desventurados como nosotros, mantened en pie a la ciudad de los Siracusanos, que es vuestra obra: pero si, irritados con éstos, la abandonáis, del valor y amor que antes de ahora me habéis manifestado recibiréis de los dioses digno premio, teniendo presente en vuestra memoria que Dión ni a vosotros os desamparó cuando fuisteis agraviados, ni ahora en la adversidad desampara a los ciudadanos». Aun no había concluido, cuando los soldados, levantando gritería, corrieron a él diciendo que los llevara en socorro de Siracusa cuanto antes, y los embajadores de los Siracusanos les dieron las gracias estrechándolos entre sus brazos, haciendo plegarlas a los dioses, para que sobre Dion y sobre los soldados derramaran los mayores bienes. Sosegado el tumulto, les dio orden Dión de que fueran a prevenirse y, comiendo los ranchos, vinieran armados a aquel mismo lugar, teniendo resuelto marchar en socorro de Siracusa aquella misma noche.

XLIV.— En Siracusa, los generales de Dionisio durante el día hicieron inmensos males en la ciudad: pero venida la noche se retiraron a la ciudadela, perdido unos cuantos de los suyos; entonces, haciéndose animosos los demagogos de los Siracusanos, y esperando que los enemigos se pararían en lo ejecutado, excitaban otra vez a los ciudadanos a que no hicieran cuenta de Dión, y si venía con sus soldados, no recibirlos, ni darles esta prueba de que se los reconocía como aventajados en valor, sino salvar ellos por sí mismos la ciudad y la libertad. Enviaron, pues, de nuevo mensajeros a Dión los generales, disuadiéndole de venir, y los de caballería con los principales ciudadanos, diciéndole que acelerase el paso; y por lo mismo caminaba con reposo y sosiego. Llegada la noche, los enemigos, de Dión ocuparon las puertas con ánimo de cerrárselas; pero Nipsio, dando otra vez salida de la ciudadela a las tropas asalariadas, que mostraban todavía mayor ardor y fueron entonces en mayor número, destruyó desde luego todo el muro y asoló y saqueó la ciudad. Dábase ya muerte, no sólo a los hombres, sino a las mujeres y a los niños; era muy poco lo que se robaba, y mucho lo que se destrozaba y hacía pedazos. Porque, dándose ya los de Dionisio por perdidos y aborreciendo de muerte a los Siracusanos, querían sepultar, digámoslo así, la tiranía entre las ruinas de la ciudad, y, anticipándose a la venida de Dión, recurrían a la destrucción y perdición más pronta, que es la del fuego, dándole con tizones y hachas a lo que tenían cerca, y lanzando con los arcos a lo que les caía lejos saetas encendidas. Huían los Siracusanos, y de ellos unos eran cogidos y asesinados en las calles, y los que se recogían a las casas eran echados de ellas por el fuego, siendo ya muchas las que ardían y caían encima de los que las abandonaban.

XLV.— Esta calamidad fue la que principalmente franqueó las puertas de la ciudad a Dión, estando ya de acuerdo todos: porque la casualidad hacía que aun hubiese acortado el paso cuando oyó que los enemigos se habían encerrado en la ciudadela; pero entrando ya el día, los de caballería fueron los primeros que le dieron noticia de la segunda invasión, y después se presentaron algunos de los que antes se habían opuesto, rogándole que acelerara la llegada. Como el mal se agravase, Heraclides envió a su hermano, y después a Teódotes su tío, pidiéndole que los socorriese, pues nadie había que hiciese frente a los enemigos, él se hallaba herido y la ciudad casi podía contarse por destruida y abrasada. Hallábase Dión cuando le llegaron estas nuevas a distancia todavía de setenta estadios de la ciudad; pero manifestando a sus soldados el peligro e instándoles, ya no marcharon despacio, sino que los condujo a carrera a la ciudad, sucediéndose los mensajeros unos a otros para darle prisa. Habiendo, pues, sido increíble la presteza y diligencia de los soldados, entró por las puertas, dirigiéndose a la parte de la ciudad llamada el Hecatómpedo, y a las tropas ligeras les dio orden de marchar inmediatamente contra los enemigos, para que al verlas cobraran ánimo los Siracusanos. La infantería de línea la ordenó él mismo, y con ella los ciudadanos que acudían y se prestaban a agregarse a la milicia, formando divisiones y dándoles caudillos para que se presentara más terrible, cargando a un mismo tiempo por todas partes.

XLVI.— Dispuestas así las cosas y hechas plegarias a los Dioses, se le vio marchar con sus tropas por la ciudad contra las enemigos; con que fueron grandes en los Siracusanos la algazara, el gozo y las aclamaciones, mezcladas con votos y exhortaciones, llamando a Dión salvador y numen tutelar, y a sus soldados, hermanos y ciudadanos. No había en aquella sazón ninguno tan amante de sí mismo y de la vida que no se mostrara más cuidadoso por Dión solo que por todos los demás, viéndole marchar el primero al peligro por entre la sangre, el fuego y los montones de cadáveres tendidos en las plazas. No dejaban también de infundir terror los enemigos, que, enfurecidos y soberbios, estaban formados junto al muro, al cual no se podía llegar sin gran dificultad y trabajo. Más el peligro que más fatigaba a los soldados era el del fuego, que hacía muy embarazosa su marcha, ya porque los circundaban de luz las llamas que devoraban las casas, ya porque tenían que dirigir sus pasos por entre escombros todavía ardientes, y ya porque iban tropezando sin poder sentar con seguridad los pies a causa de los grandes y continuos hundimientos, caminando, además, entre polvo mezclado de humo, con el cuidado de no desordenarse y perder la formación. Cuando ya llegaron a los enemigos, la pelea era de pocos contra pocos, por la estrechez y desigualdad del sitio; pero con la gritería y excitación de los Siracusanos, que daban ánimo a los soldados, hubieron de ceder los de Nipsio, que en su mayor parte se salvaron refugiándose a la ciudadela, que estaba inmediata; pero a los que quedaron fuera y se esparcieron por la ciudad los persiguieron los soldados de Dión y les dieron muerte. El tiempo no dio entonces oportunidad para disfrutar de la victoria, ni para hacer las demostraciones de gozo y gratitud que tan grande suceso pedía, por tener que acudir a sus casas los Siracusanos, quienes con dificultad pudieron apagar el fuego en toda aquella noche.

XLVII.— Luego que se hizo de día no se detuvo ninguno de los demagogos, sino que, dándose por perdidos, huyeron; Heraclides y Teódotes se resolvieron a presentarse por sí mismos y entregarse en manos de Dión, confesando sus yerros y rogándole que lo hiciera mejor con ellos que ellos lo habían hecho con él; pues era propio de Dión, que tanto sobresalía en las demás virtudes, aventajarse también en saber domar la ira respecto de unos ingratos que ahora reconocían haber sido vencidos por él en aquella misma virtud por la que se le habían mostrado contrarios. Hechas estas súplicas por Heraclides y Teódotes, instaban a Dión sus amigos que no usara de benignidad con unos hombres malos y perversos, sino que abandonara a Heraclides al encono de los Soldados y arrancara del gobierno el vicio de captar popularidad, enfermedad furiosa, no menos perjudicial que la tiranía. Dión, para aplacarlos, les dijo que los demás generales en lo que principalmente se ejercitaban era en las armas y en la guerra, y él había gastado mucho tiempo en la Academia para estudiar cómo se domina la ira, la envidia y toda codicia; de lo que no era muestra el usar de afabilidad y dulzura con los amigos y con los hombres de bien, sino, habiendo sido agraviado, el acreditarse de compasivo y benigno con los ofensores, y que quería hacer ver que no tanto era superior a Heraclides en poder y en valor como en bondad y justicia, pues la superioridad verdadera en éstas había de ponerse. Porque en la victoria y ventajas de la guerra, cuando no las dispute ningún hombre, entra a la parte la fortuna: ¿y acaso porque a Heraclides le hiciera desleal y malo la envidia había de estragar Dión su virtud con la ira? Porque el que sea más justo el vengarse y tomar satisfacción que el ser el primero en ofender es determinación de la ley, cuando por naturaleza ambas cosas provienen de la misma debilidad; y si bien el borrar la maldad del hombre no es cosa muy hacedera, no es tampoco tan ardua y desesperada que no pueda hacérsele cambiar, vencida por los favores del que muchas veces se empeña en hacer bien.

XLVIII.— En consecuencia de estos discursos, dejó Dión ir libre a Heraclides, y, volviendo su cuidado a la circunvalación, dio orden de que cada uno de los Siracusanos, cortando una estaca de valladar, la trajera y pusiera junto al muro, y, empleando por la noche a sus soldados, mientras los Siracusanos descansaban, sin que nadie lo entendiese dejó cercada la ciudadela: de manera que al día siguiente sorprendió a los ciudadanos, no menos que a los enemigos, con la presteza de tamaña obra. Dio luego sepultura a los Siracusanos que habían muerto, y habiendo rescatado los cautivos, que no bajaban de dos mil, convocó a junta pública. Presentóse en ella Heraclides, haciendo la proposición de que se nombrara a Dión generalísimo de tierra y de mar; y habiendo sido admitida por los buenos ciudadanos, que querían se sancionase, la muchedumbre marinera y artesana concitó una sedición, manifestándose disgustada de que Heraclides quedara despojado del mando del mar, por parecerle que, si bien en lo demás Heraclides no estaba adornado de grandes cualidades, a lo menos era infinitamente más popular que Dión y más manejable para la plebe. Condescendió en esto Dión, y restituyó a Heraclides el mando de la armada; pero habiéndose opuesto a los que insistían sobre el repartimiento de terrenos y de las casas, anulando lo que acerca de esto se había antes establecido, indispuso y enajenó los ánimos, de donde tomó otra vez ocasión Heraclides, y, acantonado en Mesena, sedujo a los soldados y marineros que con él se hallaban y los irritó contra Dión, haciéndoles entender que aspiraba a la tiranía, y al mismo tiempo concluyó ocultamente un convenio con Dionisio por medio de Fárax de Esparta. Llegáronlo a descubrirlos principales ciudadanos de Siracusa, y se movió una sedición en el ejército, de la que resultó tal escasez y hambre en Siracusa, que el mismo Dión quedó sin saber qué hacer, e incurrió en la reprensión de sus amigos, que le hacían cargo de haber fomentado contra sí a un hombre como Heraclides, intratable y pervertido por la envidia y por la maldad.

XLIX.— Hallándose Fárax acampado junto a Nápoles en el campo de Agrigento, condujo Dión a los Siracusanos, con intento de pelear con él en otra oportunidad; pero como Heraclides y la marinería gritasen que Dion no quería terminar la guerra por medio de una batalla, sino dilatarla para mantenerse en el mando, se vio en la precisión de trabar combate, y fue vencido. La derrota no fue grande, sino más bien una dispersión y desorden entre los soldados mismos que se alborotaron, por lo que Dión, resuelto a volver a dar batalla, los redujo al orden, persuadiéndoles e inspirándoles confianza; pero a la entrada de la noche se le dio aviso de que Heraclides, zarpando con su escuadra, navegaba sobre Siracusa, con la determinación de apoderarse de la ciudad y de negarles la entrada a él y a su ejército. Tomando, pues, consigo en el momento a los más esforzados y resueltos, caminaron a caballo toda aquella noche, y a la hora tercera del día siguiente estaban ya a las puertas, habiendo andado setecientos estadios. Como Heraclides se hubiese atrasado con sus naves, por más prisa que quiso darse, se mantuvo en el mar, y andando errante sin objeto cierto, se encontró con Gesilo de Esparta, quien le dijo que venía de Lacedemonia a ser caudillo de los Sicilianos, como antes Gilipo. Recibióle, pues, con gran complacencia y, pensando en oponerle como un antídoto a Dión, lo presentó a los aliados, y enviando un heraldo a Siracusa, propuso a los Siracusanos que admitieran aquel general Espartano. Respondióle Dión que los Siracusanos tenían bastantes generales, y si los negocios requerían absolutamente un Espartano, en él lo tenían, pues era Espartano por adopción. Con esto Gesilo cedió en la pretensión del mando, y, pasando a verse con Dión, reconcilió con él a Heraclides, que dio muchas palabras e hizo los mayores juramentos, accediendo a éstos el mismo Gesilo, que, por su parte, juró ser vengador de Dión y tomar satisfacción de Heraclides si se portase mal.

L.— De resultas de este suceso, desarmaron los Siracusanos la escuadra, porque, no teniendo en qué emplearla, no les servía más que de gasto con la gente de mar y de motivo de indisposición entre los generales. Sitiaron el alcázar, acabando el muro con que le circunvalaban; y como, no socorriendo nadie a los sitiados, les faltasen los víveres, y los soldados extranjeros se les hubiesen insubordinado, perdió el hijo de Dionisio toda esperanza, y entrando en conciertos con Dión, le entregó el alcázar con las armas y todos los pertrechos de guerra, recogió la madre y las hermanas, y, cargando cinco galeras, marchó a unirse con su padre, dejándole partir Dión con toda seguridad, y no quedando Siracusano alguno que no saliera a gozar de aquel espectáculo; tanto, que los que se hallaban ausentes se quejaban de no haber visto aquel día en que el Sol empezaba a alumbrar a Siracusa libre. Y si aun ahora entre los grandes ejemplos que se refieren de la mudanza de fortuna es el mayor y más notable éste del destierro de Dionisio, ¿cuál debió ser entonces el gozo de aquellos ciudadanos y qué debieron pensar los que con tan pocos medios destruyeron la más poderosa tiranía que jamás se había visto?

LI.— Como Dion, luego que dio la vela a Apolócrates, se encaminase al alcázar, no pudieron aguantar más las mujeres que en él habían quedado, ni esperaron a que entrasen sino que corrieron a la puerta, Aristómaca llevando de la mano al hijo de Dión, y Áreta yendo en pos de ésta, llorando e incierta de cómo había de saludar al marido, habiendo estado enlazada con otro. Abrazó Dión primero a la hermana y después al hijo y entonces Aristómaca, presentando a Áreta: «Hemos sido desdichadas —le dijo— ¡ah Dión! durante tu destierro; con tu venida y tu victoria nos has librado de opresión y angustia a todos nosotros, a excepción de ésta, a quien yo, miserable, he visto ser por fuerza, vivo tú, casada con otro. Ahora, pues, que la fortuna nos ha puesto en tu poder, di cómo tomas la necesidad en que esta infeliz se ha visto, y si te ha de abrazar como tío o como marido». Dicho esto por Aristómaca, no pudiendo Dión contener las lágrimas, abrazó con el mayor cariño a su esposa y, entregándole el niño, le dijo que marcharan a su propia casa, a la que él también se fue a habitar, habiendo hecho entrega de la ciudadela a los Siracusanos.

LII.— Habiéndole salido tan felizmente los negocios, la primera cosa en que se propuso gozar de su prosperidad fue en hacer favores a sus amigos y donativos a los aliados, y más especialmente en hacer participantes de su humanidad y munificencia a los más allegados que tenía en la ciudad, y a los soldados que le habían servido, excediendo su magnanimidad a sus facultades; pues por lo que hace a sí mismo se trataba sencilla y frugalmente como cualquier particular, siendo de maravillar que, teniendo puesta la vista en su brillante fortuna no sólo la Sicilia y Cartago sino toda la Grecia, y no reputando todos por tan grande a ningún general de los de aquella edad, ni hallando con quien compararlo en valor y en buena suerte, usara de tanta moderación en el vestido, en la servidumbre y en la mesa, como si se mantuviera en la Academia al lado de Platón y no viviera con extranjeros y soldados, para quienes los continuos festines y recreos, son un desquite de los trabajos y peligros. Y si Platón le había escrito que a él sólo sobre la tierra miraban todos, él, a lo que parece, no miraba más que a un pequeño recinto de una sola ciudad, esto es, a la Academia, sabiendo que aquellos espectadores y jueces, no tanto admirarían ninguna acción brillante ni ninguna empresa atrevida como estarían en observación de si hacía un uso prudente y modesto de su fortuna, y si se mostraba templado en la prosperidad y en la opulencia. Por lo que hace a la severidad en el trato y a la gravedad para con el pueblo, tenía propuesto de no rebajar o quitar nada, a pesar de que el estado de las cosas pedía cierta condescendencia y de que, como hemos dicho, Platón le había reprendido escribiéndole que la terquedad y dureza son propias de la soledad, sino que él, naturalmente, debía de ser despegado, y parece que se proponía mejorar en costumbres a los Siracusanos, demasiado muelles y delicados.

LIII.— Era preciso que estuviese siempre receloso de la enemistad de Heraclides, el cual, en primer lugar, llamado al consejo, no quiso concurrir, diciendo que, por ser un particular, adonde debía asistir era a la junta pública con los demás ciudadanos. Además de esto, acusaba a Dión de no haber demolido la ciudadela; de que, queriendo el pueblo deshacer el sepulcro de Dionisio el Mayor y arrojar su cadáver, no se le permitió, y, finalmente, que llamaba consejeros y compañeros para el mando de la ciudad de Corinto, desdeñando sus propios ciudadanos. De hecho había llamado a los de Corinto, por creer que con más facilidad establecería con su venida el gobierno que meditaba. Considerando a la democracia pura, no como un gobierno, sino como el mercado de todos los gobiernos, según expresión de Platón, pensaba desterrarla de Siracusa y establecer y plantear, al modo de los Lacedemonios y Cretenses, un gobierno mixto de democracia y monarquía, en que la aristocracia tuviera la principal dirección; porque veía que también en los Corintios dominaba la oligarquía y eran pocos los negocios públicos que se administraban en la junta popular. Atendiendo, pues que Heraclides principalmente se le había de oponer para estos arreglos, siendo por otra parte turbulento, mudable y dispuesto a sediciones, a los que en otro tiempo había estorbado quitarlo de en medio, en esta ocasión se lo permitió, y así, introduciéndose en su casa, en ella le dieron muerte, la que los Siracusanos manifestaron sentir mucho. Pero Dión, disponiendo que se le hiciera un magnífico entierro, acompañando la pompa con todo el ejército, y agregándoles después, logró que se la perdonasen por creer que no podrían dejar de ser continuas las disensiones si a un tiempo gobernaban Heraclides y Dión.

LIV.— Tenía Dión un amigo en Atenas llamado Calipo, del que decía Platón que, no por gustar de la doctrina, sino por la iniciación y por ciertas amistades vulgares, se le había hecho conocido y familiar; pero él, por otro lado, no carecía de instrucción en la milicia, en la que además se había adquirido un nombre, tanto, que había sido el primero que con Dión había entrado en Siracusa coronado, y en los combates era ilustre y distinguido. Habiendo perecido en la guerra los principales y mejores amigos de Dión, y, por otra parte, quitado de en medio a Heraclides, vio que el pueblo de Siracusa había quedado sin caudillo, y que los soldados de Dión principalmente le atendían y respetaban, con lo que Calipo, el más malvado de los hombres, vino a concebir la esperanza de que la Sicilia había de ser el premio de la muerte de su huésped; aun hay quien dice que había recibido veinte talentos de los enemigos por precio de esta maldad. Corrompió, pues, y sedujo a algunos de los aliados contra Dión, valiéndose para ello de este principio sumamente perverso y astuto: denunciando continuamente algunos rumores contra Dión, o que verdaderamente se habían esparcido, o levantado por él, adquirió tal autoridad y poder, por el crédito que había sabido conciliarse, que con reservas o a las claras hablaba a los que quería contra Dión, permitiéndolo éste, para que no se le ocultase ninguno de los descontentos o que se hiciesen sospechosos. Con esto vino a suceder que en breve Calipo pudo dar con los malos y mal dispuestos y asociárselos, y si alguno desechaba la proposición y daba cuenta a Dión de la tentativa con él hecha, no le cogía a éste de nuevo ni se inquietaba, suponiendo que Calipo no hacía más que lo que él le había mandado.

LV.— En el tiempo en que ya se trataba este género de asechanza, tuvo Dión una visión grande y prodigiosa: hallándose una tarde solo sentado en la galería de su casa, pensando en sus cosas, de repente oyó un ruido, y volviendo la vista a uno de los corredores a tiempo que aun duraba la luz del día, vio a una mujer gigantesca, que en el traje y en el rostro en nada se diferenciaba de las Furias, estar con una escoba barriendo la casa. Pasmado, pues, y lleno de miedo, hizo llamar a sus amigos y les refirió la visión que se le había aparecido, rogándoles que se quedasen y estuviesen con él allí la noche, hallándose del todo sobrecogido y temeroso de que volviera a presentársele aquel espectro estando solo; no volvió, sin embargo, a suceder. Al cabo de pocos días su hijo, que apenas era mancebo, por cierto disgusto y enfado, nacido de pequeña y pueril causa, se tiró de cabeza desde lo alto del tejado, y se mató.

LVI.— Mientras estaba Dión cercado de tales disgustos, Calipo adelantaba más y más sus asechanzas, y había hecho correr entre los Siracusanos la voz de que Dión, hallándose sin hijos, estaba en ánimo de llamar a Apolócrates el de Dionisio y declararle su sucesor, como sobrino que era de su mujer y nieto de su hermana. Ya habían llegado a tener sospechas Dión y las mujeres de lo que pasaba, y además eran frecuentes las denuncias que se les hacían de todas partes; pero pesaroso Dión de lo ocurrido con Heraclides y de aquella muerte, como si en su vida y en sus acciones le hubiese quedado cierta mancha impresa que no le dejaba obrar, en todo encontraba dificultades y andaba dando largas, habiéndose dejado decir muchas veces que estaba pronto a morir y a presentarse al que quisiera traspasarle, más bien que de haber de precaverse de amigos y enemigos. Viendo, pues, Calipo que las mujeres estaban instruidas menudamente de toda la conjuración, y concibiendo temor, se presentó a ellas negándolo, y con lágrimas les dijo que les daría las seguridades que quisiesen; pero ellas no se contentaban con nada menos que con que prestase el grande juramento. Era en esta forma: bajando el que le prestaba al santuario de Ceres y Proserpina, con ciertas ceremonias se circundaba de la púrpura de la Diosa, y tomando una tea encendida, hacía el juramento. Cumpliendo con todas estas cosas Calipo, y jurando, de tal modo se burló de las Diosas, que aguardó los días consagrados a la fiesta de la Diosa por quien juraba, y en uno de estos días ejecutó la muerte de Dión, pareciéndole que no era bastante impío con la Diosa y con su festividad si en otro tiempo él mataba a su iniciado.

LVII.— Siendo ya muchos los que estaban en la conjuración, y hallándose Dión con sus amigos sentado en una habitación que tenía muchas camas, unos cercaron la casa y, otros cercaron las puertas y ventanas; pero los de Zacinto, que eran los que habían de echarle mano, entraron sin llevar puñales en la cinta; al mismo tiempo, los de la parte de afuera trajeron a sí las puertas y las tenían sujetas; los otros, habiéndose echado sobre Dión, trataban de sujetarlo y sofocarlo; pero viendo que nada les aprovechaba, pedían un puñal. Nadie se atrevió a abrir las puertas, sin embargo de ser muchos los que estaban dentro, y es que cada uno echaba cuenta de salvarse a sí mismo si abandonaba a Dión, y así ninguno fue a su socorro. Como fuese demasiado despacio, Licon, Siracusano, alargó a uno de los Zacintios un sable por una de las ventanas, y con él como a una víctima degollaron a Dión, a quien tenían ya sujeto y atemorizado de antemano. Inmediatamente después, a la hermana y a la mujer, que estaba encinta, las hicieron llevar a la cárcel, donde sucedió que la infeliz mujer dio a luz un hijo varón, y aun lograron que se le permitiera criarlo, habiéndolo recabado de los guardias a tiempo que ya Calipo empezaba a experimentar alguna turbación en sus negocios.

LVIII.— Porque al principio, habiendo quitado del medio a Dion, logró hacerse ilustre y apoderarse de Siracusa, lo que participó a la misma ciudad de Atenas, a la que después de los dioses debía reverenciar y temer, habiéndose arrojado así a la maldad. Pero parece que es cierto lo que se dice, que aquella ciudad, si los hombres buenos se dan a la virtud, los produce excelentes, y si los malos siguen la senda del vicio, son los más perversos, así como su terreno da la miel más sabrosa y la cicuta más mortífera. Pero no por largo tiempo estuvo Calipo siendo una acusación de la fortuna y de los dioses, de que miraban con indiferencia a un hombre que había adquirido por medio de tal impiedad tan grande mando y tanto esplendor, porque muy presto pagó la pena merecida; habiendo intentado, en efecto, tomar a Catana, al punto perdió a Siracusa, de manera que se refiere haber dicho él mismo que había perdido una ciudad por tomar una raedera. Invadiendo después a Mesana, perdió a la mayor parte de los soldados, entre ellos los que habían dado muerte a Dion, y no queriendo recibirle ninguna ciudad de la Sicilia, sino antes aborreciéndole y desechándole todos, se acogió por último a Regio. Allí, pasándolo miserablemente, y no pudiendo asistir a las tropas asalariadas, fue muerto por Léptines y Polisperconte, que usaron casualmente del mismo sable con el que dicen haberlo sido Dión, conociéndolo en el tamaño, porque era corto como todos los de Esparta, y muy pulido y gracioso en su hechura; de este modo pagó Calipo su merecido.

Por lo que hace a Aristómaca y Áreta, luego que fueron sueltas de la cárcel vinieron a poder de Hícetes de Siracusa, que había sido uno de los amigos de Dión, el que al principio dio muestras de ser fiel a la amistad y tratarlas con decoro: pero seducido, por último, de los enemigos de Dión, les previno una embarcación como para enviarlas al Peloponeso, y mandó que en la travesía las diesen muerte y las arrojasen al mar; y no falta quien diga que vivas las sumergieron, y al hijo con ellas. Pero también éste tuvo la pena que merecieron sus crímenes, porque él mismo fue muerto habiendo caído cautivo en poder de Timoleón, y a dos hijas suyas los Siracusanos las sacrificaron a Dión, de las cuales cosas en la vida de Timoleón se escribe circunstanciadamente.

BRUTO

I.— El progenitor de Marco Bruto era Junio Bruto, cuya estatua de bronce pusieron los antiguos Romanos en el Capitolio, en medio de las de los reyes, con espada desenvainada, para dar a entender que fue quien tuvo el valor de arrojar de Roma a los Tarquinios. Mas aquel, teniendo un carácter áspero y que no había sido suavizado por la doctrina, sino que se conservaba con el temple del más duro acero, llevó la ira contra los tiranos hasta dar muerte a sus propios hijos; en cambio, éste cuya vida escribimos, templando sus costumbres con la educación y la elocuencia por medio del estudio de la filosofía, y despertando con el manejo de los negocios su índole firme, aunque benigna, parece que se dispuso y preparó con mayor cuidado al ejercicio de la virtud, de manera que aun los que no le miraban bien por la conjuración contra César, lo que hubo de generoso y noble en esta acción lo atribuían a Bruto, y lo que ésta tuvo de atroz y repugnante lo echaban sobre Casio, que, aunque era deudo y amigo de Bruto, no era en sus costumbres igualmente sencillo y puro. El linaje de su madre, Servilia, subía a Servilio Ahala, que, aspirando Espurio Melio a la tiranía y moviendo con esta mira sedición en el pueblo, tomó un puñal bajo la ropa y, bajando a la plaza, se puso al lado de Melio, como si tuviera que tratar con él algún negocio, y al inclinarse éste para oírle le hirió y mató. En este punto no hay disputa; en cuanto al linaje paterno, los que por muerte de César mostraron enemiga y encono contra Bruto dicen que no sube al que expulsó a los Tarquinios, porque no le quedó sucesión después de haber dado muerte a los hijos, sino que éste era plebeyo, descendiente de un mayordomo de Bruto, y que hacía poco habían aspirado a las magistraturas; pero el filósofo Posidonio dice que, aunque fue cierto murieron los dos hijos de Bruto, quedó otro tercero todavía muy niño, de quien aquel linaje provenía, y que en algunos varones señalados de la misma familia, a quienes había conocido, se echaba de ver que su semblante tenía cierta semejanza con el que la estatua representa. Mas en este punto baste lo dicho.

II.— De la madre de Bruto, Servilla, era hermano Catón el filósofo, a quien sobre todos se propuso imitar Bruto, siendo su tío, y después su suegro. De los filósofos griegos, para decir la verdad, ninguna secta le era nueva o extraña, aunque más particularmente se había dedicado a las de los discípulos de Platón, y no siendo muy adicto a la Academia llamada nueva o media, estaba decidido por la antigua. Miró siempre con admiración a Antíoco Escalonita, e hizo su amigo y comensal al hermano de éste, Aristón, varón inferior a muchos filósofos en la elocuencia y erudición, pero en su probidad y modestia comparable a los primeros. Por lo que hace a Émpilo, de quien él mismo y sus amigos hacen mención en sus cartas, tratándole igualmente de su comensal, era orador y dejó una relación pequeña, pero no despreciable, de la muerte de César, la que se intitulaba Bruto. Ejercitóse éste en latín lo bastante para las arengas y para las contiendas del foro, y en griego se descubre por algunas de sus cartas que se dedicó a imitar la concisión sentenciosa de los Espartanos, como cuando escribió a los de Pérgamo, hallándose ya en la guerra: «Oigo que habéis dado dinero a Dolabela: si lo habéis dado por vuestra voluntad, reconoced que habéis hecho mal, y si ha sido por fuerza, hacédmelo ver con darme a mí voluntariamente». Otra vez a los de Samo: «Vuestros consejos celebrados con negligencia. Y vuestros auxilios tardíos, ¿qué fin pensáis que tendrán?». En otra carta acerca de los de Pátara: «Los Jantios, por haber despreciado mis beneficios hicieron de su patria el sepulcro de su simpleza; y los Patareos, que se pusieron confiados en mis manos para todo, gozan de su libertad; está, pues, en vuestro arbitrio el optar entre el juicio de los Patareos y la suerte de los Jantios». Éste es el estilo, de sus cartas.

III.— Siendo todavía joven, hizo viaje a Chipre con Catón, su tío, enviado contra Tolomeo. Como éste se hubiese quitado a sí mismo la vida teniendo Catón necesidad de detenerse en Rodas, le había sido preciso mandar a Canidio, uno de sus amigos, para la custodia de aquellos grandes intereses: y temiendo que éste podía no preservarse puro de ocultación, escribió a Bruto que se dirigiera sin dilación a Chipre desde Panfilia, porque se hallaba allí convaleciendo de una enfermedad. Embarcóse, pues, aunque muy a su pesar, ya por sentir ajada la opinión de Canidio, maltratado con esta desconfianza de Catón, y ya también porque todo aquel cuidado y escrupulosa diligencia, siendo todavía joven y dado a sus estudios, no lo miraba como muy liberal ni como muy propio de su persona. Con todo, se venció en esto a sí mismo hasta merecer los elogios de Catón, y habiendo reducido a dinero toda aquella riqueza, encargándose de la mayor parte de los caudales, se embarcó para Roma.

IV.— Cuando ya la república estuvo dividida en dos parcialidades, habiendo tomado las armas Pompeyo y César, y el gobierno se puso en desorden, parecía cosa cierta que Bruto seguiría el partido de César, porque su padre había sido muerto poco antes por Pompeyo; pero, anteponiendo el interés común a los personales y propios, como juzgase que la causa de Pompeyo para la guerra era más justa que la de César, abrazó la de aquel; y eso que antes, cuando se encontraba con Pompeyo, ni siquiera lo saludaba, teniendo por grande abominación dar la palabra al matador de su padre; entonces, no obstante, se puso a sus órdenes, mirándole como caudillo de la patria, y pasó a Sicilia en calidad de legado de Sestio, a quien había cabido en suerte aquella provincia. Mas viendo que nada señalado podía hacerse allí, y que ya estaban al frente uno de otro Pompeyo y César para disputarse el mando de la república, partió para la Macedonia, deseoso de tener parte en la contienda; dícese que, contento y maravillado Pompeyo, cuando fue a presentársele se levantó de su asiento y le abrazó como a persona muy distinguida y aventajada en presencia de todos. En el ejército, las horas que no estaba al lado de Pompeyo las empleaba en escribir y en los libros, no sólo en el tiempo anterior, sino cuando ya se iba a dar la batalla de Farsalo. Era el rigor del verano y hacía un excesivo calor, estando acampados en un país pantanoso, y como no llegasen con tiempo los que le traían la tienda, fatigado con este incidente, apenas a mediodía pudo ungirse y comer un bocado, y mientras los demás dormían o tenían la atención puesta en lo que iba a suceder, él se detuvo escribiendo hasta la tarde, ocupado en ordenar un compendio de Polibio.

V.— Dícese que César no dejó de tener cuidado de Bruto, sino que en la batalla previno a los jefes que tenía cerca de sí que no le matasen, y antes le guardasen consideración, llevándole a su presencia si voluntariamente se prestaba a ello; pero que si hacía resistencia lo dejaran y no lo violentasen, y que esto lo hacía en obsequio de la madre de Bruto, Servilla, porque siendo joven había tratado a ésta, que se mostraba muy prendada de él, y habiendo nacido Bruto en el tiempo en que estos amores se hallaban en su mayor fuerza, estaba creído que había nacido de él. Refiérese asimismo que cuando en el Senado se estaba tratando de aquella terrible conjuración de Catilina, que estuvo a punto de arruinar la república, contendían entre sí Catón y César, siendo de distinto dictamen. En esto le entraron a César un billete que se puso a leer para sí, clamando Catón que César ejecutaba una acción muy reparable en recibir avisos y billetes de los enemigos; y como muchos se mostrasen también inquietos, entregó César el billete a Catón, el cual, luego que vio ser un billete amoroso de su hermana Servilia, se lo tiró a César, diciéndole: «Toma, borracho»; y volvió a continuar su discurso; ¡tan sabidos y públicos eran los amores de Servilla con César!

VI.— Padecida aquella gran derrota, Pompeyo se retiró por mar y, cercado el campamento, Bruto pudo anticiparse a salir por una puerta, dirigiéndose a un sitio pantanoso, inundado de agua y poblado de cañas, del que marchó aquella noche llegando sin tropiezo a Larisa: y habiendo escrito desde allí César celebró saber que se había salvado, y mandándole que fuese a su campo, no sólo le dio por quito de toda culpa, sino que le mantuvo a su lado honrándole como al que más. Nadie sabía decirle el camino que había tomado Pompeyo, con lo que César estaba en la mayor incertidumbre: pero marchando solo con Bruto procuró explorar su ánimo, y habiendo juzgado, por ciertas expresiones que Bruto había conjeturado acertadamente, acerca de la fuga de Pompeyo, abandonando toda otra ruta se dirigió al Egipto. A Pompeyo, pues, retirado a este reino, conforme Bruto lo había pensado, allí le alcanzó su hado: mas éste templó también la ira, de César respecto de Casio. Tomando por su cuenta defender en Nicea al rey Devótaro, quedó vencido por lo grave de los cargos: pero rogando y suplicando por él, le salvó gran parte de su reino. Refiérese que César la primera vez que oyó hablar en público a Bruto prorrumpió en esta expresión: «Este joven no sé qué es lo que quiere: pero todo lo que quiere lo quiere, con vehemencia»: y es que su misma entereza e inflexibilidad para no pedir nada por favor, sino obrando en virtud de raciocinio y de una premeditada resolución, cuando ya se determinaba, le hacía emplear medios seguros y efectivos. Para las peticiones injustas era inaccesible a la lisonja: y teniendo por indigno de un hombre grande el dejarse vencer de los que son desvergonzadamente inoportunos, a lo que algunos llaman vergüenza, solía decir que los que no saben negar nada le parecía que no podían haber hecho buen uso de la flor de su juventud.

Al marchar César al África contra Catón y Escipión, encomendó a Bruto la Galia cisalpina, por buena dicha de esta provincia, porque tratando los encargados de otras a sus habitantes como cautivos, para éstos era Bruto descanso y consuelo aun de los males antes sufridos, de todo lo que hacía que el engrandecimiento fuese para César de tal manera, que cuando después de su vuelta recorría la Italia, le fueron un espectáculo muy agradable las ciudades sujetas a Bruto, y Bruto mismo, que había aumentado su gloria y le recibía también con reconocimiento.

VII.— Eran varias las preturas, y no se dudaba que la de mayor dignidad, llamada pretura urbana, sería de Bruto o Casio. Dicen algunos que ya por otras causas estaban desacordados entre sí, sin que esto hubiese salido al público, y que con este motivo creció la discordia, sin embargo del deudo que tenían, porque Casio estaba casado con Junia, hermana de Bruto: pero otros aseguran que esta contienda fue obra de César, que reservadamente daba esperanzas a entrambos, hasta que, excitados y acalorados uno y otro, se mostraron competidores, contendiendo Bruto con su buena opinión y con su virtud contra las muchas y brillantes hazañas de Casio en la guerra de los Partos. Enterado César de la pretensión, y consultando sobre ella con sus amigos, dijo: «Las alegaciones de Casio son más justas, pero a Bruto se ha de dar la primera». Nombrado, pues Casio para la segunda, no tuvo tanto agradecimiento por la que se le dio como enojo y encono por aquella en que fue vencido y Bruto, en general, participaba del poder de César a medida de su voluntad, pues si hubiera querido, estaba en su mano el ser el primero de los amigos de éste y el de mayor influjo; pero le retrajo y apartó el deudo y amistad con Casio, no porque se hubiese reconciliado con él desde aquella competencia, sino porque daba oídos a sus amigos, que le prevenían no se dejase seducir y ablandar por César, y antes huyera los agasajos y obsequios de un tirano que los prodigaba, no por hacer honor a su valor, sino para debilitar su firmeza y enervar su aliento.

VIII.— No dejaba César de tener algunas sospechas, ni carecía del todo de antecedentes contra él; sólo que, si por una parte temía su carácter firme, su opinión y sus amigos, por otra confiaba en sus costumbres. Y, en primer lugar, denunciándosele que Antonio y Dolabela intentaban novedades, dijo que no le daban cuidado aquellos obesos y bien mantenidos, sino los otros descoloridos y flacos, aludiendo a Bruto y Casio. Acusando después ante él algunos a Bruto, y previniéndole que, se guardara de él, se tocó el cuerpo con la mano y dijo: «Pues qué, ¿os parece que Bruto no ha de esperar esta carne?»; queriendo dar a entender que después de él a nadie correspondía como a Bruto tener un poder igual al suyo; y en verdad que habría llegado a ser el primero sin disputa contento con ser por algún tiempo el segundo, hubiera dejado que decayera su poder y se marchitara la gloria de sus triunfos. Mas Casio, hombre iracundo y que más bien era personalmente enemigo de César que por la república enemigo del tirano, le acaloró e inflamó; dícese que Bruto llevaba a mal aquel imperio, y Casio aborrecía al emperador. Entre las varias quejas que contra él tenía, era una el haberle quitado unos leones que había prevenido para sus juegos edilicios, y que César se apropió habiéndolos ocupado en Mégara cuando aquella ciudad fue tomada por Caleno. Estas fieras se dice que fueron una gran calamidad para los Megarenses, porque cuando ya la ciudad era entrada, abrieron las puertas y cerrojos y desataron las cadenas para que aquellos leones detuvieran a los enemigos; pero las fieras se volvieron contra ellos mismos y, como corriesen sin armas, los despedazaron; de manera que aun para los enemigos fue aquel un espectáculo terrible.

IX.— Respecto de Casio, ésta dicen que fue la principal causa para conjurar contra César; en lo que no tienen razón, porque desde el principio había en la masa de la sangre de Casio un odio y rencor ingénitos contra toda casta de tiranos, como lo manifestó siendo todavía niño yendo a la misma escuela con Fausto, el hijo de Sila, pues como éste le hablase con jactancia entre los demás muchachos, celebrando la monarquía de su padre, levantándose Casio, le dio de bofetadas. Querían los tutores y parientes de Fausto reclamar sobre este hecho y perseguirlo en justicia, pero se opuso Pompeyo, y haciendo comparecer a los dos niños, se informó de lo sucedido, y se refiere que allí mismo dijo Casio: «Mira, Fausto, atrévete a proferir aquí aquella expresión con que me irritaste, para que otra vez te vuelva a bañar los dientes en sangre». ¡Éste era el temple de Casio!

En cuanto a Bruto, eran muchas las expresiones de sus amigos, y muchos los dichos y escritos de los ciudadanos con que le provocaban y excitaban a la empresa. Porque en la estatua de su progenitor Bruto, el que destruyó la autoridad real, escribían: «¡Así existieras ahora, Bruto!» y «¡Ojalá vivieras, Bruto!», y el tribunal del mismo Bruto, que era a la sazón pretor, se encontraba por las mañanas lleno de escritos que decían: «Bruto, ¿duermes? En verdad que tú no eres Bruto», La causa de todo esto eran los aduladores de César, que inventaban en su obsequio honores propios para concitar envidia, y ponían por la noche diademas a sus estatuas con el fin de mover a la muchedumbre y apellidarle rey en lugar de dictador; y resultó lo contrario, como con la mayor puntualidad lo hemos escrito en la vida de César.

X.— Habiendo Casio hablado a sus amigos, todos se mostraban prontos si Bruto se ponía al frente, porque la empresa no necesitaba tanto de manos y de arrojo como de la opinión de un hombre tal cual era Bruto para que la diera valor y la hiciera parecer justa con sólo el hecho de concurrir a ella; cuando, de lo contrario, en la ejecución estarían más desanimados, y después de ésta se hallarían más expuestos a ser perseguidos, porque se creía que Bruto no se habría negado a aquel hecho en caso de tener una causa honesta. Habiéndole hecho fuerza estas reflexiones, se fue a ver a Bruto por primera vez después de la diferencia que hemos referido, y habiéndose reconciliado y saludado afablemente, le preguntó si para el día primero de marzo tenía resuelto concurrir al Senado, porque había llegado a entender que los amigos de César se disponían a hacer proposición entonces acerca del reinado de éste. Respondióle Bruto que no concurriría, y replicándole a esto Casio: «¿Y si nos llamasen?», entonces dijo Bruto: «No seré yo el que calle, sino que emplearé las manos y pereceré antes que la libertad». Alentado con esto Casio, «¿Qué romano mirará tranquilo —le dijo— que tú perezcas? ¿Es posible, Bruto, que así te desconozcas? ¿Te parece que son los tejedores o los taberneros los que arrojan en tu tribunal aquellos escritos, y no los primeros y más aventajados ciudadanos? Los cuales, si de los otros pretores esperan donativos, espectáculos y gladiadores, de ti reclaman como una deuda hereditaria la ruina de la tiranía, dispuestos a todo por ti si te muestras cual esperan y cual es la opinión que de ti tienen». Abrazó con esto a Bruto, y despidiéndose de él, se fueron cada uno en busca de sus amigos.

XI.— Había entre los amigos de Pompeyo un tal Quinto Ligario, a quien César había absuelto de la causa contra él intentada con este motivo. No estando agradecido por la absolución que consiguió, sino resentido siempre por el origen que la acusación tuvo, era enemigo de César, y uno de los más íntimos amigos de Bruto; y habiendo ido éste a verle con ocasión de hallarse enfermo, «¡Oh Ligario —le dijo—, en qué ocasión estás malo!», y él, levantándose al punto apoyado en el codo, y tomándole la diestra: «Si tienes ¡oh Bruto! —le dijo— algún pensamiento que sea digno de ti, en este caso estoy bueno».

XII.— En consecuencia de esto iban tanteando con cuidado a aquellos de sus conocidos que les inspiraban mayor confianza, comunicándoles el secreto y asociándolos a la empresa, para lo que hacían elección, no precisamente de los más amigos, sino de los que sabían que eran más resueltos, teniendo al mismo tiempo opinión de virtud y de que miraban con desprecio la muerte. Por esta causa se guardaron de Cicerón, que en cuanto a fidelidad y en cuanto a afecto era el primero para todos ellos, no fuera que, faltándole por carácter la osadía y habiendo adquirido antes de tiempo la circunspección y cautela de los viejos, que le hacía proceder en todo con la mayor cuenta, aspirando a una absoluta seguridad, embotara los filos de su resolución en un negocio que lo que requería era presteza. Entre otros de sus amigos también dejó Bruto a un lado a Estatilio el epicúreo y a Favonio, el admirador de Catón, porque habiéndoles hecho alguna remota indicación, y aun ésta por rodeos, en la conversación familiar y tratando asuntos de filosofía, Favonio le respondió que la guerra civil era peor que una monarquía ilegítima, y Estatilio le expresó que al hombre sabio y de juicio no le estaba bien ni le incumbía exponerse a nada, ni perder su quietud por los necios y malos. Hallábase presente Labeón, y contradijo a uno y a otro, y Bruto, haciendo como que tenía la cuestión por difícil y de no expedita resolución, calló por entonces, pero luego participó a Labeón el proyecto. Entró en él con calor, y después les pareció conveniente solicitar y atraer al otro Bruto, llamado por sobrenombre Albino, pues aunque de suyo no era esforzado ni de grande ánimo, contaba con el apoyo de un gran número de gladiadores que estaba manteniendo para darlos en espectáculo a los romanos, y gozaba, además, de la confianza de César. Habiéndole hablado primero Casio y Labeón, nada les respondió; pero yendo él en seguida a buscar a Bruto, enterado de que éste estaba al frente de la empresa, se ofrecía a concurrir a ella con la más pronta voluntad, habiendo sido la reputación de Bruto la que atrajo a los más y a los de mayor crédito y opinión de virtud: y sin embargo de que nada juraron, de que se dieron seguridades de unos a otros, ni intervino ningún sacrificio, de tal manera guardaron el secreto en su pecho, lo callaron y reservaron, que se hizo increíble su designio, a pesar de que los agüeros, los prodigios y las víctimas de los dioses lo estaban anunciando.

XIII.— Veía Bruto que pendía de él lo más excelente de Roma en saber, en linaje y en virtud, y se le representaba todo el peligro; mas con todo, fuera de casa procuraba encerrar dentro de sí mismo su cuidado y componer su semblante. Dentro de ella y por la noche ya no era lo mismo, sino que de una parte la grandeza del cuidado le descubría contra su voluntad durante el sueño, y de otra, embebido en la idea y agitado en dudas, no podía ocultar a su mujer, compañera de su lecho, que traía una inquietud desacostumbrada, y que revolvía en su ánimo algún proyecto peligroso y difícil. Era Porcia hija, como hemos dicho, de Catón, y se casó con ella Bruto, su primo, no de doncella, sino de viuda, cuando todavía era jovencita, muerto su primer marido, habiéndole quedado de éste un niño de corta edad llamado Bíbulo, del cual se conserva todavía hoy un librito con el título de Cosas memorables de Bruto. Siendo Porcia mujer dada a la filosofía, amante de su marido y llena de prudencia y, cordura, no se resolvió a preguntar a éste acerca de su secreto, sin haber hecho antes en sí misma la siguiente prueba. Tomó una navaja de aquellas con que los barberos cortan las uñas, y habiendo hecho retirar del dormitorio a todas las criadas, se hizo en el muslo una cortadura profunda, tanto, que fue muy grande el flujo de sangre que se siguió, y se le levantaron vivos dolores y violenta fiebre de resultas de la herida. Angustiábase Bruto y lo sentía profundamente, mientras Porcia, en lo más recio de su incomodidad, le habló de esta manera: «Yo, Bruto, siendo hija de Catón vine a tu casa, no como las concubinas a participar sólo de tu lecho y de tu mesa, sino a participar también de tus satisfacciones y de tus pesares. Por lo que hace a ti, no tengo de qué quejarme; pero de mi parte, ¿qué prueba o qué retribución te puedo dar, si ni siquiera divides conmigo tus secretos, y un cuidado que al parecer exige fidelidad? Bien sé que la naturaleza femenil es débil para poder guardar secreto; pero alguna fuerza tienen ¡oh Bruto! la buena educación y el honesto trato. En mí, con ser hija de Catón, se reúne el ser mujer de Bruto; y si antes podía desconfiar de poder corresponder a estos títulos, ahora ya estoy cierta de que aun al dolor soy invencible». Y al decir esto le muestra la herida y le refiere la prueba que había hecho. Quedó Bruto pasmado, y tendiendo las manos pidió a los dioses le concedieran salir bien de la empresa, y comparecer como marido digno de Porcia, tomando después disposición para la curación de aquella heroica mujer.

XIV.— Convocado un Senado, al que no se dudaba asistiría César, se determinaron a que en él fuese la ejecución, porque allí podrían estar juntos sin hacerse sospechosos, y se hallarían presentes los mejores y más distinguidos ciudadanos; y efectuado aquel gran designio, al punto declararían restablecida la libertad. Hasta el lugar parecía designado por los dioses, y que les era favorable, porque era un pórtico unido al teatro con asientos alrededor, en el que había una estatua de Pompeyo erigida allí por la república cuando éste embelleció aquel sitio con los pórticos y el teatro. Para aquel pórtico se había convocado el Senado que había de tenerse a mitad de marzo, en el día que es llamado los Idus por los Romanos; de manera que parece que algún genio condujo allí a César para ser inmolado en desagravio a Pompeyo. Llegado este día, Bruto salió de su casa con un puñal en la cinta, sin que lo supiese otro que su mujer, los demás, habiéndose juntado en casa de Casio, acompañaron a la plaza a un hijo suyo que iba a tomar la toga viril. Desde la plaza pasaron todos al pórtico de 'Pompeyo, donde hacían tiempo, porque se decía que César iba a venir luego al Senado. De lo que allí se hubiera admirado cualquiera que estuviese en lo que iba a suceder sería de la serenidad e imperturbabilidad de aquellos hombres, porque teniendo muchos, por ser pretores, que celebrar audiencia, no sólo oyeron tranquilamente, como si nada llamase su atención, a cuantos acudieron y se presentaron, sino que dieron unas sentencias arregladas y cuales correspondía, viéndose que se habían enterado con cuidado de los negocios. Hubo un ciudadano que, no queriendo sujetarse a pagar una multa que se le había impuesto, apeló a César, gritando y alborotando acaloradamente, y Bruto, vuelto a los que se hallaban presentes: «A mí —les dijo— César no me quita ni me quitará que decida conforme a las leyes».

XV.— Sucediéronles, sin embargo, muchos accidentes propios para hacer que se sobresaltasen: el primero, haberse tardado César hasta estar muy adelantado el día, siendo detenido en casa por su mujer sin resolverse a hacer las libaciones, e impedido para salir por los agoreros. Segundo, llegándose uno a Casca, que era de los conjurados, le tomó de la mano y le dijo: «Tú bien te has guardado de mí ¡oh Casca! y no has querido decirme nada; pero Bruto me lo ha manifestado todo». Como Casca se quedase pasmado, echándose el otro a reír: «¿De dónde, amigo —le dijo—, has enriquecido tan pronto para aspirar a ser edil?». ¡Tan expuesto estuvo Casca a deslizarse, y con la duda hacer traición al secreto! Al mismo y a Casio los saludó con la mayor expresión un varón senatorio llamado Popilio Lenas, y hablándoles pasito al oído: «Hago votos con vosotros —les dijo— para que tenga próspero fin lo que meditáis, y os aconsejo que no deis largas, porque no deja de divulgarse vuestro intento». Y dicho esto se retiró, haciéndoles sospechar que ya la cosa era pública. En esto corrió uno a Bruto desde su casa, anunciándole que su mujer se moría, porque Porcia, agitada con la idea de lo que sucedería, y no pudiendo llevar un cuidado de tal tamaño, con dificultad podía estar queda en casa, y saliendo fuera de sí a cualquiera voz o cualquiera ruido, a manera de las que están poseídas de los furores báquicos, a cuantos llegaban de la plaza les preguntaba: «¿Qué hace Bruto?», y continuamente después de éstos estaba enviando otros. Por último, como pasase mucho tiempo, ya su naturaleza no pudo resistir más, sino que se quebrantó y abatió, faltándole el espíritu en aquellas angustias, y antes de poder retirarse a su cuarto, sentada como estaba en el patio entre las criadas, la sobrecogió un desmayo con una violenta convulsión. Mudósele asimismo el color y perdió enteramente la voz, con lo que aquellas levantaron el grito, y acudiendo con presteza los vecinos a la puerta de casa, corrió al punto el rumor y la fama de que era muerta; pero recobróse luego, y vuelta en sí, las mujeres que tenía a su lado pensaron en los medios de que se recobrase; mas Bruto, aunque se turbó, como era natural, con la voz que llegó a sus oídos, no por eso abandonó el interés común por acudir al propio, arrastrado de su particular afecto.

XVI.— Anuncióse en esto que llegaba César conducido en litera, porque, desalentado con lo que habían significado las víctimas, iba en ánimo de no resolver negocio ninguno de entidad, sino diferirlos, pretextando hallarse indispuesto. Arrimósele al apearse de la litera aquel mismo Popilio Lenas, que poco antes había manifestado a Bruto y Casio que hacía votos por que acometieran y salieran bien de su empresa, y se puso a hablar con él por bastante tiempo, teniéndole parado y atento a lo que le decía. Los conjurados, si así se les puede llamar, no percibían lo que le hablaba; pero conjeturando, por lo que tenían en su imaginación, que aquel coloquio era una denuncia de su proyecto, quedaron enteramente desconcertados, y mirándose unos a otros, se advertía en sus semblantes que miraban como indispensable el no aguardar a que los prendieran, sino quitarse la vida por su propia mano. Casio y algunos más se observaba que por debajo de la toga empuñaban las espadas; pero Bruto, notando que la disposición y actitud de Lenas era de hombre que rogaba con ahínco, y no de quien denunciaba, aunque nada dijo, porque se hallaban entre otros muchos, con mostrar un semblante alegre, tranquilizó a Casio y a los demás. De allí a poco, Lenas besó la mano a César, y se retiró, no dejando duda con esto de que le había hablado de sí mismo, o de cosa que le pertenecía.

XVII.— Al entrar el Senado en el salón, los demás conjurados se colocaron alrededor de la silla de César, como si tuvieran algo que tratar con él, y se dice que Casio, volviéndose a la estatua de Pompeyo, imploró su auxilio como si le oyera, mientras Trebonio, saludando a Antonio, y trabando conversación con él, le detuvo a la parte de afuera. Al entrar César se levantó el Senado; pero luego que se sentó, aquellos le rodearon en tropel, enviando delante a Tulio Cimbro, con pretexto de pedirle por un hermano desterrado; todos intercedían con él, tomando a César las manos y besándole en el pecho y la cabeza. Al principio desechó sus súplicas; pero viendo que no desistían, se levantó con enfado, y entonces Tulio retiró con entrambas manos la toga de los hombros, y Casca fue el primero, porque se hallaba a la espalda, que, desenvainando el puñal, le dio una herida poco profunda en el hombro. Echóle mano César a la empuñadura y, dando un grito, le dijo en lengua latina: «Malvado Casca, ¿qué haces?». Y éste, llamando a su hermano, le pedía en griego que le socorriese. Herido ya de muchos, miró en rededor, queriendo apartarlos; pero cuando vio que Bruto alzaba el puñal contra él, soltó la mano de que tenía asido a Casca, y cubriéndose la cabeza con la toga, entregó el cuerpo a los golpes. Hiriéronle sin compasión, empleándose contra su persona muchos puñales, con los que se lastimaron unos a otros, tanto que Bruto recibió una herida en una mano, queriendo concurrir a aquella muerte, y todos se mancharon de sangre.

XVIII.— Muerto César de esta manera, Bruto saliendo en medio del salón, quiso hablar para contener al Senado, procurando tranquilizarle: pero éste huyó en desorden, y en la puerta hubo gran confusión, atropellándose unos a otros, sin que nadie los persiguiese ni los impeliese, porque los conjurados tenían firmemente resuelto no dar muerte a ninguno otro, sino llamar y restituir a todos los ciudadanos a la libertad. Al principio, cuando empezaron a tratar del proyecto, a todos los demás les había parecido conveniente acabar después de César con Antonio, hombre inclinado a la tiranía, insolente, que se había formado cierto poder por medio de su trato y familiaridad con los soldados, y que más que con su osadía natural y su ambición reunía entonces la dignidad del consulado, siendo colega de César; pero Bruto se opuso a este pensamiento, alegando primero que no era justo, y recurriendo en segundo lugar a la esperanza de que podía mudar, porque no desconfiaba de que, siendo Antonio de buena índole, ambicioso y amante de gloria, quitado el estorbo de César, querría cooperar a la libertad de la patria, excitado a lo honesto con el ejemplo y por la emulación con ellos. De este modo salvó Bruto a Antonio, el cual, en aquellos primeros instantes de miedo, huyó disfrazado con el traje de un hombre plebeyo. Bruto y sus socios corrían al Capitolio con las manos ensangrentadas, y mostrando los puñales desnudos, llamaban a los ciudadanos a la libertad. Al principio hubo en la ciudad lamentos, y las carreras que con motivo del suceso no pudieron menos de verificarse aumentaron la turbación y desorden; pero cuando se vio que no había ninguna otra muerte, ni ningún robo de las cosas que estaban a mano, subieron confiados en busca de los de la conjuración al Capitolio los senadores y muchos de los de la plebe. Habiéndose juntado un gran concurso, habló Bruto al pueblo en términos propios para atraerle, y convenientes a lo que se había ejecutado. Como aplaudiesen y les gritasen que bajaran, bajaron sin recelo a la plaza los demás juntos en pos unos de otros; pero a Bruto, desde lo alto, lo condujeron en medio con gran pompa muchos de los principales, hasta colocarlo en la tribuna en el sitio que se llama los Rostros. A este espectáculo la muchedumbre, aunque de muchas castas y con disposición de tumultuarse, tuvo respeto a Bruto, y esperó con orden y en silencio a ver lo que era aquello; habiéndose presentado a hablar, prestaron atención a lo que decía; pero mostraron luego que no era de su agrado lo sucedido, pues habiendo empezado a hablar Cina acusando a César, se mostraron irritados y le llenaron de improperios, hasta tal punto que tuvieron que retirarse otra vez al Capitolio. Allí, temiendo Bruto que se les sitiase, despidió a los ciudadanos más valerosos, que eran los que los habían acompañado, por no considerar justo que, no habiendo tenido parte en la culpa, la tuvieran en el peligro.

XIX.— Con todo, reunido al otro día el Senado en el templo de la Tierra, como Antonio, Planco y Cicerón propusiesen una amnistía y concordia, pareció conveniente no sólo ofrecer la impunidad a los conjurados, sino que además los cónsules consultasen acerca de los honores que habían de concedérseles; tomados estos acuerdos, se disolvió el Senado. Envió enseguida Antonio a su hijo como en rehenes al Capitolio, con lo que bajaron Bruto y los suyos, saludándose y abrazándose todos mutuamente, confundidos unos con otros, y a Casio se le llevó Antonio a cenar a su casa, a Bruto Lépido, y de los demás cada uno a aquel con quien tenía mayor amistad, o a quien miraba con más inclinación. Congregado otra vez al día siguiente al amanecer el Senado, en primer lugar se decretaron honores a Antonio, por ser quien cortaba y sofocaba el germen de la guerra civil, y después de prorrumpir todos los presentes en alabanzas de Bruto, se procedió a la distribución de las provincias, decretándose a Bruto la isla de Creta; a Casio, el África; a Trebonio, el Asia; a Cimbro, la Bitinia, y al otro Bruto, la Galia confinante con el Po.

XX.— Tratóse después de esto del testamento y de las exequias de César, y pretendiendo Antonio que aquel se leyese y que el entierro no fuese oculto y sin la debida pompa, para no dar nueva ocasión de incomodidad al pueblo, Casio se le opuso con ardor; pero Bruto cedió y se prestó a su deseo, cometiendo en esto una nueva falta a juicio de todos, pues ya con haber conservado la vida a Antonio se creyó que había creado a la conjuración un enemigo poderoso y malo de reducir, y que ahora, con haber condescendido en que las exequias se hicieran según el deseo de Antonio, había consumado el anterior yerro. Porque, en primer lugar, como por el testamento se hubiesen de dar setenta y cinco dracmas a cada uno de los Romanos y se hubiesen legado al pueblo los huertos que tenía César al otro lado del río, donde está ahora el templo de la Fortuna, fue grande el amor y deseo que de él se excitó en los ciudadanos; y después, traído el cadáver a la plaza, como Antonio hiciese su elogio según costumbre y viese al recorrer sus hechos que la muchedumbre se mostraba conmovida, queriendo inclinarla a la compasión, tomó en sus manos la túnica de César empapada en sangre, y la manifestó desplegada, haciendo que apareciese el gran número de las heridas. Con esto ya todo se puso en desorden, porque empezaron unos a gritar que se diera muerte a los asesinos, y arrebatando otros, como antes se había hecho con el tribuno de la plebe Clodio, los escaños y mesas de las oficinas, los amontonaron y levantaron una grande hoguera, sobre la que pusieron el cadáver, quemándole y como consagrándole en medio de muchos lugares santos, inaccesibles e inviolables. No bien se encendió el fuego, cuando unos por una parte y otros por otra, tomando tizones a medio quemar, corrieron a las casas de los matadores para incendiarlas; pero éstos, fortificándose muy bien, evitaron entonces el peligro. Había un tal Cina, poeta, el cual no sólo había tenido parte alguna en la conjuración, sino que más bien era de los amigos de César. Había tenido un sueño en el que le parecía que, convidado por César a la cena, se había excusado; pero éste se había empeñado y precisándole a asistir, y que, por fin, tomándole de la mano, le había introducido a un sitio anchuroso y oscuro, al que con repugnancia y susto le había seguido. Después de este sueño, hizo la casualidad que en aquella noche le dio calentura, y sin embargo, siendo a la mañana el entierro, creyó que sería reparable el no concurrir, por lo que se metió entre la muchedumbre, que ya andaba alborotada. Viéronle, y teniéndolo por otro del que era, pues creyeron fuese el que pocos días antes había llenado de improperios a César en el Senado, le hicieron pedazos.

XXI.— Después de la mudanza de Antonio, esta disposición del pueblo fue la que más cuidado dio a Bruto y a los suyos, obligándoles a salir de la ciudad y a detenerse desde luego en Ancio, dando lugar a que se pasase y disipase el encono para volver después a Roma, lo que esperaban se verificaría pronto en una muchedumbre en quien el ímpetu de la ira es inconstante y momentáneo, y más teniendo de su parte al Senado, que, dejando a un lado a los despedazadores de Cina, había hecho formar causa y poner presos a los que se habían dirigido contra las casas de los otros. Agregábase a esto que, disgustado ya el pueblo porque Antonio casi se había erigido en monarca, echaba de menos a Bruto, de quien aguardaba que concurriría a dar en persona los juegos de que con motivo de su pretura era deudor a la ciudad; pero habiendo éste sabido que muchos de los que habían militado con César, y habían recibido de su mano tierras y ciudades, le armaban asechanzas, introduciéndose a este efecto en partidas pequeñas en la ciudad, no se atrevió a venir, y el pueblo gozó de los espectáculos en su ausencia, sin que por eso se perdonase gasto o dejasen de ser brillantes; porque teniendo compradas muchas tierras, dio orden de que nada se reservase u omitiese, sino que se hiciera uso de todo, y bajando él mismo a Nápoles, habló por sí a muchos de los representantes, y acerca de un tal Canucio, que en los teatros gozaba entonces de la mayor fama, escribió a sus amigos para que trataran con él y se lo agenciasen, porque no era permitido hacer violencia a ningún griego. Escribió también a Cicerón, rogándole que no dejase de asistir a los juegos.

XXII.— Cuando se hallaban los negocios en este estado, sobrevino otra mudanza con la llegada de César el joven, porque siendo hijo de una sobrina del dictador, lo adoptó éste por hijo suyo y le nombró su heredero. Hallábase en Apolonia cuando fue muerto César, entregado al estudio de la elocuencia, y además esperaba allí a éste, que tenía resuelto marchar muy en breve contra los Partos. Luego que tuvo noticia de aquel suceso, se vino a Roma, y tomando el nombre de César por principio de hacer suya la muchedumbre, con esto y con distribuir a los ciudadanos el dinero que les había sido legado se formó un partido contra el de Antonio, y haciendo otros donativos, ganó y atrajo al suyo a muchos de los que habían militado bajo César. Como Cicerón, por su odio contra Antonio, favoreciese los intentos de César, Bruto le reprendió ásperamente, escribiéndole que Cicerón no esquivaba tener un señor, sino que lo que temía era un señor que le aborreciese, y trabajaba por la elección de una servidumbre más benigna, escribiendo y diciendo que César era humano, «y nuestros padres —añadía— no podían sufrir señores, por benignos y suaves que fuesen, y que si bien entonces no se determinaba a hacer la guerra, tampoco a estarse absolutamente en ocio, pues lo que tenía firmemente resuelto era no ser esclavo, admirándose de que Cicerón temiese la guerra civil y sus peligros, y no mirase con horror una paz ignominiosa e indigna, pidiendo por salario de derribar a Antonio el tener a César por tirano».

XXIII.— Así hablaba Bruto en sus primeras cartas; pero cuando ya todo quedó dividido entre César y Antonio, y los ejércitos se vendían, como en subasta, al que más daba, desesperando enteramente de los negocios, determinó dejar la Italia, y a pie se encaminó a Elea, en busca del mar, por la Lucania. Debiendo Porcia regresar desde allí a Roma, quería ejecutarlo sin noticia de Bruto, por la gran pena que le causaba; pero un cuadro le hizo traición y la descubrió en medio de que era mujer de mucho espíritu, porque contenía un suceso griego que era la despedida de Héctor, llevándose consigo Andrómaca el hijo, y quedándose con los ojos fijos en aquel. La representación de este acto tan tierno le arrancó a Porcia las lágrimas, y yéndosele todo el día en mirarle, prorrumpía en sollozos; y como Acilio, uno de los amigos de Bruto, recitase aquellos versos de Andrómaca a Héctor:

Tú me eres, Héctor, padre y madre cara,
y amado hermano, y floreciente esposo,

dijo sonriéndose Bruto: “Pues en cuanto a mí, no cuadra replicar con lo que respondió Héctor:

Tú a las criadas de la rueca y telas
la diaria tarea les reparte;

porque si le falta a Porcia el cuerpo para igualarnos en hechos de valor, en su ánimo se sacrifica por la patria al par de nosotros”. Así nos lo dejó escrito el hijo de Porcia, Bíbulo.

XXIV.— Embarcándose allí Bruto, se dirigió a Atenas, donde el pueblo le hizo el más afectuoso recibimiento por medio de aclamaciones y decretos. Habiéndose alojado en casa de un huésped suyo, se dedicó a oír al académico Teomnesto y al peripatético Cratipo; entregado con ellos a la filosofía, parecía que estaba ocioso y del todo descuidado; pero procuraba en tanto las cosas de la guerra sin dar de sí la menor sospecha, porque envió a la Macedonia a Heróstrato para ir atrayendo a los que en aquella parte mandaban tropas, y en Atenas hizo de su partido a los jóvenes romanos que estaban allí haciendo sus estudios, entre los cuales se hallaba el hijo de Cicerón, al que celebra sobremanera, diciendo que, despierto o dormido, siempre se admiraba de verle ciudadano, y tan excelente y tan enemigo de tiranos. Dando ya a las claras principio a su empresa, como supiese que no se hallaban lejos algunas embarcaciones romanas que conducían caudales del Asia, y que en ellas navegaba el pretor, varón de buen carácter y conocido suyo, salió a avistarse con él cerca de Caristo. Hablóle, y habiéndole traído a su propósito, entregado de las naves, quiso agasajarlo con esplendor, porque hacía la casualidad que esto era en el día natal de Bruto. Cuando hubo llegado el momento de beber, se echaron brindis por la victoria de Bruto y por la libertad de Roma, y queriendo éste confirmarlos más en su partido, pidió un vaso mayor, y tomándole, sin ocasión ni motivo ninguno prorrumpió en este verso:

Matóme el hado, y el Latonio Apolo.

Añaden a esto que cuando en Filipos salió por correr la suerte de la última batalla, la seña que dio a sus soldados fue Apolo, por lo que el haber prorrumpido en aquel verso se ha tenido por indicio y anuncio de su última desventura.

XXV.— Además de esto, Antistio le dio quinientos mil sestercios del dinero que trajera también a Italia. Acudían de otra parte a él con el mayor placer cuantos andaban errantes de los que pertenecieron al ejército de Pompeyo, y quitó a Cina quinientos caballos que conducía para Dolabela al Asia. Pasó por mar a Demetríade y se apoderó de crecido número de armas que se remitían entonces a Antonio, habiendo sido antes allegadas de orden de César el Dictador para la guerra contra los Partos.

Hízole entrega Hortensio de la Macedonia, y cuando se habían sublevado y puesto de su parte los reyes y potentados de todo aquel país, se le da la noticia de que Gayo, el hermano de Antonio, llegado de Italia, se dirigía a los acantonamientos de las tropas que Gabino había reunido en Dirraquio y Apolonia. Deseando, pues, Bruto anticiparse y tomarlas para sí, movió sin dilación con los que consigo tenía, y en medio de la nieve marchó por lugares ásperos y difíciles, adelantándose mucho a los que llevaban las provisiones de boca. Llegado ya cerca de Dirraquio, con la fatiga y el frío experimentó una cruel hambre, accidente que suele hacerse sentir a las bestias y a los hombres cuando se fatigan en tiempo de nieves, o porque el calor, retirándose todo adentro, con la frialdad y condensación consume mucho alimento, o porque cierto soplo delgado y tenue que despide la nieve al deshacerse corta el cuerpo y descompone el calor que está difundido por todo él, pues aun el sudor se dice que proviene del calor que se apaga en la superficie al encontrarse con el frío. Mas de estas cosas hemos tratado con mayor detención en otros escritos.

XXVI.— Estando Bruto a punto de desfallecer, sin que hubiese nadie que pudiera alargarle algún alimento, se vieron los que le acompañaban en la precisión de acogerse al auxilio de los enemigos, y llegándose a las puertas, pidieron pan a los de la guardia. Éstos, al oír lo que había sucedido a Bruto, fueron a presentársele, llevándole qué comer y qué beber, en recompensa de lo cual, cuando tomó la ciudad, no sólo trató a éstos con singular humanidad, sino a todos por amor de ellos. Gayo Antonio, al pasar cerca de Apolonia, llamó para que se le reuniesen los soldados que allí tenía; pero como éstos se habían incorporado a Bruto, y entendió que los apoloniatas eran asimismo de su partido, sin tocar en la ciudad se encaminó a la de Butroto. Perdió, en primer lugar, en aquella jornada tres cohortes, destrozadas por Bruto, y queriendo después arrojar a los que habían tomado ciertos puestos cerca de Bulis, para lo que trabó combate con Cicerón, fue de él vencido; porque éste fue el caudillo de quien se valió entonces Bruto, y por su medio obtuvo ventajas en diferentes encuentros. Sorprendiendo después a Gayo en estado de tener esparcidas sus fuerzas en lugares pantanosos, no permitió que se le acometiera estando sólo a la vista con la caballería, y dando orden de que no se le molestara, pues que dentro de poco habrían de contarse entre los suyos, lo que efectivamente sucedió, porque se entregaron ellos mismos, y entregaron al pretor, con lo que Bruto llegó a reunir considerables fuerzas. Por bastante tiempo mantuvo a Gayo en sus honores, sin quitarle las insignias de su autoridad, no obstante que Cicerón y otros muchos le escribían de Roma que se deshiciese de él; fiero cuando ya empezó a tentar a los jefes y a promover alteraciones, lo puso preso en una nave. Los soldados, seducidos por él, se marcharon entonces a Apolonia, y como llamasen a Bruto para que fuese a tratar con ellos, les respondió que esto era ajeno a las costumbres patrias, según las cuales ellos eran los que debían ir en busca del general para tratar de aplacar su enojo por el yerro cometido; y habiéndolo así ejecutado, les concedió el perdón.

XXVII.— Estando para trasladarse al Asia, le llegaron nuevas de las mudanzas ocurridas en Roma, porque el nuevo César al principio había sido ayudado por el Senado contra Antonio; pero después que hubo arrojado a éste de la Italia, ya él mismo había empezado a causar justos recelos, aspirando al consulado contra la ley, y manteniendo numerosas tropas cuando la república para nada las había menester. Como él viese, pues, que esto el Senado lo llevaba a mal, y que dirigía sus miradas afuera, fijándolas en Bruto, a quien había hecho confirmar por nuevo decreto sus provincias, comenzó a temer, y además de enviar personas que solicitaran a Antonio a hacer amistad con él, acantonando las tropas en los contornos de la ciudad, obtuvo el consulado, siendo apenas mozo de veinte años, como él mismo lo escribió en sus Comentarios. Intentó enseguida causa capital contra Bruto y sus cómplices por haber dado muerte, sin juicio precedente, a un hombre tan principal como César, constituido en las mayores dignidades, y presentó por acusadores: de Bruto, a Lucio Cornificio, y a Marco Agripa, de Casio. Declaradas por desiertas las causas, los jueces tuvieron por fuerza que pronunciar sentencia condenatoria; dícese que al llamar el pregonero a Bruto a juicio desde el tribunal, según es de estilo, la muchedumbre abiertamente prorrumpió en sollozos, que los primeros ciudadanos, bajando los ojos a tierra, no se atrevieron a hacer ninguna demostración, y que, habiéndose visto llorar a Publio Silicio, por este solo motivo de allí a poco fue uno de los proscritos a muerte. Después, reconciliados entre sí los tres, César, Antonio y Lépido, se repartieron las provincias y extendieron tablas de proscripción a muerte de doscientas personas, entre las que murió Cicerón.

XXVIII.— Anunciados en la Macedonia estos sucesos, no pudo contenerse Bruto de escribir a Hortensio que diera muerte a Gayo Antonio, en debida satisfacción por Decio Bruto y por Cicerón; por éste, como amigo, y por aquel, en razón del deudo de parentesco que con él tenía. Por lo tanto, habiendo venido después Hortensio en Filipos a las manos de Antonio, le dio éste muerte sobre el sepulcro de su hermano. Dícese de Bruto haber sido más la vergüenza que le causó el motivo de la muerte de Cicerón que el dolor que sintió por ella; lo que echó en cara a sus amigos de Roma, diciéndoles que más servían por culpa suya propia que por culpa de los tiranos, viendo y presenciando cosas que ni oírse podían con paciencia.

Pasando, pues, al Asia el ejército, que ya era brillante, se dedicó a prevenir y formar su armada en la Bitinia y en las cercanías de Cícico: y recorriendo por tierra las ciudades, procuró mantenerlas en sujeción, dio audiencia a los poderosos y escribió a Casio llamándole del Egipto a la Siria; pues siendo así que ellos no tanto ejercían una magistratura cuanto que se constituían en libertadores de su patria, traían divididas y errantes aquellas fuerzas con que habían de destruir a los tiranos, cuando convenía que, puesta la atención y el cuidado en aquel propósito, no se alejaran mucho de la Italia, sino que a ella marcharan para ir en socorro de los ciudadanos. Como Casio se hubiese mostrado pronto y bajase a su llamamiento, fue a encontrarse con él, y se vieron por primera vez en Esmirna, desde que, separados en el Pireo, el uno se había encaminado a la Siria y el otro a la Macedonia. Fue, pues, grande el placer y la confianza que mutuamente tuvieron en vista de las fuerzas que cada uno de los dos había reunido, por cuanto, habiendo partido de la Italia comparables a los más oscuros desterrados, sin dinero, ni armas, ni un barco, ni un soldado, ni una sola ciudad de su parte, antes que hubiese pasado mas que un breve tiempo habían vuelto a juntarse disponiendo ya de tantas naves, tanta caballería e infantería y tantos fondos, que podían entrar dignamente en contienda sobre el Imperio de Roma.

XXIX.— Pensaba Casio que el honor entre ambos debía ser igual; pero le previno Bruto, siendo por lo común el que iba a buscarle, ya porque aquel le precedía en edad, y ya porque no tenía una constitución igualmente robusta para el trabajo. La opinión que se tenía de Casio era creerle inteligente en las cosas de la guerra, pronto a la ira, de los que se hacen obedecer por el miedo, y para con los amigos y familiares, de sobra chistoso y decidor. De Bruto se refiere que era amado de la muchedumbre por su virtud, adorado de sus amigos, admirado de los buenos, y de nadie aborrecido, ni aun de los enemigos, por ser hombre de una índole sumamente benigna, magnánimo, impasible a la ira, al deleite y a la codicia, y que mantenía siempre su ánimo firme e inflexible en lo honesto y en lo justo. Sobre todo, lo que principalmente le ganó el afecto general fue la confianza que se tenía en la rectitud de sus intenciones; porque ni del mismo Pompeyo, apellidado grande, se esperaba que, si vencía a César, cediera de su poder en obsequio de las leyes, sino que conservaría siempre el mando con el nombre de cónsul, de dictador u otro más suave que sirviera para embaucar al pueblo. De este mismo Casio, hombre violento e iracundo, y que muchas veces declinaba a lo útil de lo justo, más creían todos que peleaba, peregrinaba y se exponía a los peligros para procurarse algún poder que para procurar la libertad a sus conciudadanos. Porque aun tomándolo de más antiguo, a los Cinas, los Marios y Carbones, proponiéndose la Patria por premio y por despojo, no les faltó mas que decir a las claras que combatían por la tiranía; pero a Bruto ni sus mismos enemigos le atribuyeron semejante mudanza, y antes se refiere que muchos oyeron decir a Antonio que de sólo Bruto se creía haber herido a César movido de la belleza y excelencia de la acción, y que los demás fueron impelidos de odio y envidia contra su persona, coligiéndose de lo mismo que nos dejó escrito que más obró en él la virtud que la ambición. Escribía, pues, a Ático estando ya próximo al peligro: «Que sus cosas se hallaban en el mejor punto posible de fortuna, porque o venciendo daría la libertad al pueblo romano, o vencido quedaría libre de servidumbre; y siéndoles todo lo demás cierto y seguro, una sola cosa era la incierta: si vivirían o si morirían con libertad. Decía que Marco Antonio llevaría la pena debida a su inconsideración, pues pudiendo ser contado entre los Brutos, los Casios y los Catones, había preferido ser una dependencia de Octavio; y si ahora no es vencido con él, no se pasará mucho tiempo sin que éste le derribe». Pareció que de este modo había adivinado acertadamente sobre lo futuro.

XXX.— En Esmirna propuso que se le diese parte de los caudales que en gran cantidad había allegado Casio, pues él había gastado cuanto tenía en formar una escuadra con la que iban a ser dueños de todo el mar interior. No lo consentían los amigos de Casio, a quien hablaban de este modo: «No es justo que lo que con tus ahorros a costa de hacerte odioso has podido juntar lo recoja ahora aquel para hacer larguezas y recomendarse a los soldados»; sin embargo, le dio la tercera parte de todos los fondos.

Separáronse de nuevo para atender cada uno a lo que le incumbía, y escogiendo Casio a Rodas, no trató bien a aquellos isleños, a pesar de que, habiéndole saludado a la llegada con los títulos de rey y señor, les respondió: «Ni rey ni señor, sino matador y castigador del que aspiraba a serlo». Bruto pidió a los de Licia caudales y tropa, y como el demagogo Náucrates hubiese persuadido a las ciudades que no le obedeciesen, y hubiesen tomado ciertas alturas para impedir a Bruto el paso, en primer lugar envió contra ellos, mientras comían los ranchos, alguna caballería, que les mató seiscientos hombres, y apoderándose después del territorio y de las aldeas, los envió a todos libres sin rescate, queriendo atraer con el amor aquellas gentes. Mas ellos eran obstinados; guardaron el enojo por el mal que habían experimentado y despreciaron la humanidad y buen trato, hasta que, persiguiendo a los más belicosos, los encerró en Janto y les puso sitio. Corre por la ciudad un río, y nadando por debajo del agua conseguían escaparse; pero luego los cogía poniendo redes, que bajaban bien hondas, en cuyos extremos se habían colocado campanillas, y éstas anunciaban al punto que había caído alguno. Hicieron los Jantios salida contra unas máquinas y los pegaron fuego; pero los sintieron los Romanos y los obligaron a encerrarse. Hacía a la sazón un fuerte viento, el cual arrojó las llamas sobre las almenas, por donde el fuego se comunicó a las casas vecinas, y temiendo Bruto por la ciudad, dio orden para que lo apagaran y fueran en su auxilio.

XXXI.— Apoderóse repentinamente de los Jantios un furor terrible y cual no es dado explicar, parecido más bien al deseo de morir; así, todos, con sus hijos y mujeres, libres, esclavos y de toda edad, lanzaban del muro a los enemigos, que iban en su auxilio contra el incendio, y recogiendo cañas, leña y todo combustible, atraían hacia la ciudad el fuego, echando en él todo material, y esforzándose por todas maneras de avivarlo y mantenerlo. Cuando, por haber corrido la llama y abarcado toda la ciudad, se descubrió terrible desde afuera, afligido Bruto con semejante acontecimiento, andaba a caballo alrededor deshaciéndose por darles socorro, y tendiendo las manos a los Jantios. les rogaba que tuvieran consideración y salvaran la ciudad; pero nadie le daba oídos sino que de mil maneras se mataban todos unos a otros, no sólo los hombres y las mujeres, sino aun los niños pequeños, de los cuales unos, con gritería y lamentos, se arrojaban al fuego; otros se estrellaban, tirándose desde lo alto, y otros se metían por las espadas de sus padres a buscar la muerte, descubriendo el cuello y pidiendo que los pasasen. Vióse, cuando ya estaba asolada la ciudad, una mujer colgada de un cordel, que tenía un niño muerto suspendido del cuello, y que con un hacha encendida se conocía haber dado fuego a su casa. Siendo éste un espectáculo tan trágico, no le sufrió a Bruto su corazón el verlo, y como aun el oírlo referir le arrancase lágrimas, ofreció por pregón premio a los soldados por cada uno de los Licios que salvasen, y se refiere que sólo fueron ciento cincuenta los que no esquivaron este beneficio. Así, los Jantios, como si hubiera un período de largo tiempo determinado por el Destino para la destrucción de la ciudad, renovaron entonces con el mayor arrojo la fortuna de sus antepasados, porque también éstos en la guerra pérsica se dieron del mismo modo muerte, incendiando la ciudad.

XXXII.— Encontróse después Bruto con que la ciudad de Pátara trataba de hacerle fuerte resistencia, y no se atrevía a opugnarla por temor de otra locura igual; por tanto, como tuviese en su poder cautivas algunas mujeres, las envió libres sin rescate. Eran éstas hijas y mujeres de varones principales, y haciendo ver a los Patarenses ser Bruto un hombre sumamente moderado y justo, los persuadieron a ceder y hacer entrega de la ciudad, y de resultas se sometieron todos los demás y se pusieron en sus manos, contentos de que les hubiese cabido un caudillo tan justo y benigno; tal que, exigiendo Casio al mismo tiempo de los Rodios cuanto oro y plata tenían, de lo que recogió alrededor de ocho mil talentos, y multando a la ciudad sobre éstos en otros quinientos, él no impuso a los Licios más que ciento cincuenta talentos, y sin causarles ninguna otra vejación, partió de allí a la Jonia.

XXXIII.— Muchos fueron los hechos dignos de memoria que entonces ejecutó, distribuyendo los honores y castigos según el mérito de cada uno; pero sólo referiré aquel que fue de mayor placer y satisfacción para él mismo y para todo Romano de buenos sentimientos. Cuando Pompeyo Magno arribó al Egipto y a Pelusio, huyendo de César, después de haber perdido aquella gran batalla, los tutores del rey, que todavía era niño, entraron en consejo con otros de sus amigos, y los dictámenes no estaban acordes, porque a unos les parecía que debía darse acogida a Pompeyo y a otros que convenía lanzarle del Egipto. Entonces un tal Teódoto de Quío, que se hallaba en la corte del rey en calidad de maestro asalariado de retórica, y que, a falta de otros hombres buenos, había sido admitido en el consejo, manifestó en su voto que erraban unos y otros, los que opinaban que se le recibiese y los que decían se le despidiera, pues lo que únicamente convenía era recibirle y darle muerte, añadiendo al terminar su discurso que hombre muerto no muerde. Siguió el conciliábulo este dictamen, y murió Pompeyo Magno, siendo ejemplar de una resolución increíble e inesperada, y víctima de la elocuencia y habilidad de Teódoto, de lo que el mismo sofista se jactaba. Llegó al cabo de poco al Egipto César, y pagando los demás su merecido, perecieron aquellos malvados malamente; pero habiendo podido Teódoto alcanzar de la fortuna algún tiempo para una vida infame, menesterosa y errante, no pudo entonces ocultarse a Bruto mientras recorría el Asia, sino que, descubierto y recibiendo el condigno castigo, la muerte fue la que le dio nombre, no la vida.

XXXIV.— Llamó en esto Bruto a Sardes a Casio, al que a su arribo salió a recibir con sus amigos, y puesto todo el ejército sobre las armas, a ambos les dio el dictado de emperadores. Sucedió lo que es natural en empresas grandes cuando son muchos los amigos y caudillos, que se suscitaron reconvenciones y sospechas de unos a otros: y antes de hacer ninguna otra cosa, cerrados en una cámara, sin que hubiese testigos de afuera, primero usaron de quejas y después de censuras y acusaciones. Como de aquí pasasen a las lágrimas y a palabras fuertes con acaloramiento, admirados los amigos de tan violento y pronto enfado, temían no pasara a más; pero no se resolvían a entrar. Marco Favonio, el que se había propuesto por modelo a Catón, y que más que con el discurso hacía de filósofo con un calor y un ímpetu casi furioso, intentaba introducirse en la sala, y los esclavos pugnaban por impedírselo; pero era difícil contener a Favonio en tomando cualquier empeño, porque era violento en todo y sumamente resuelto, no haciéndole grande fuerza el ser senador romano; pero muchas veces, con lo cínico y libre de su franqueza, quitaba a los hechos lo que podían tener de ofensivos, y la importunidad misma solía tomarse a chanza y juego. Atropellando, pues, entonces a fuerza por las puertas, entró pronunciando con voz contrahecha aquellos versos que pone Homero en boca de Néstor:

Oídme, pues que ambos sois más mozos.

y los demás que siguen, a lo que Casio se puso a reír; pero Bruto le echó de allí, llamándolo verdadero can y falso cínico. Sin embargo, así tuvo fin por entonces aquella desazón, retirándose sin que pasara adelante. Dio Casio de cenar aquella noche, y Bruto llevó consigo a sus amigos; cuando se habían sentado, se presentó Favonio, que ya iba bañado, y protestando Bruto que acudía sin haberle convidado, le dijo que pasara a la silla más alta; pero él penetró por fuerza y tomó asiento en el medio, y el convite no dejó de ser entretenido y ameno.

XXXV.— Al día siguiente, Bruto notó de infamia por sentencia a un ciudadano romano, buen militar y que le era fiel, llamado Lucio Pela, acusado en juicio de concusión por los Sardianos: esta determinación disgustó sobremanera a Casio, que pocos días antes se había contentado con reprender en secreto a dos amigos suyos acusados de los mismos crímenes, absolviéndolos en la sentencia, y manteniéndolos a su lado. Culpó, pues, a Bruto de sobradamente recto y justo en un tiempo en que era preciso usar de mucha discreción y humanidad; pero éste le trajo a la memoria los Idus de marzo, que fue el día en que dieron muerte a César, no porque él vejase y molestase a todos los hombres, sino porque otros lo ejecutaban a la sombra de su poder, de manera que si podía haber algún motivo para aflojar en la justicia, menos malo sería disimular con los amigos de César que ser indulgentes con los amigos propios que delinquiesen, pues respecto de aquellos se diría que nos faltaba el valor cuando respecto de éstos pasaríamos plaza de injustos en momentos en que nos cercan tantos peligros y trabajos. ¡Tal era el modo de pensar de Bruto!

XXXVI.— Cuando estaban para pasar del Asia, se dice que a Bruto se le presentó un terrible portento, porque, con ser por naturaleza de poco dormir, aun reducía el sueño con sus ocupaciones y la templanza a un tiempo más estrecho; así es que nunca se acostaba de día, y de noche sólo reposaba cuando nada le quedaba que hacer, ni tenía con quien conferenciar, recogidos ya todos. Entonces, instando la guerra y teniendo sobre sí todo el peso de los negocios de ella, puesta su atención en el resultado que tendría, sobre el anochecer, después de la cena, descansaba un poco, y luego todo el tiempo restante lo empleaba en los negocios urgentes. Despachados éstos y arreglados, leía en un libro hasta la tercera vigilia, que era cuando solían entrar a hablarle los centuriones y tribunos. Estando, pues, para pasar el ejército del Asia, era ya muy avanzada la noche, la tienda tenía luz bastante escasa, el ejército todo estaba en el mayor reposo, y hallándose meditando y echando cuentas entre sí sobre tantos asuntos, le pareció que entraba alguno. Volvióse a mirar a la puerta, y notó la terrible y fiera visión de un cuerpo de extraordinario aspecto que estaba en silencio al lado de su lecho. Tuvo resolución para hablarle y hacerle esta pregunta: «¿Quién eres tú, seas Dios u hombre, y a qué has venido aquí?». Y el fantasma le contestó: «Soy ¡oh Bruto! tu mal Genio, y me verás en Filipos»; a lo que Bruto le repuso sin turbarse: «Bien te veré».

XXXVII.— Desaparecido que hubo el espectro, llamó a sus criados, que le dijeron no haber oído voz alguna ni notado ninguna visión; por entonces continuó en su vigilia, pero luego que se hizo de día, se fue a ver a Casio y le refirió lo ocurrido. Éste, que se hallaba imbuido en los principios de Epicuro, y en tales disputas solía estar en oposición con Bruto: «Doctrina nuestra es —le dijo a Bruto— que no es cierto todo lo que padecemos o vemos, sino que la sensación es una cosa fugitiva y falaz, siendo todavía la mente más pronta que ella, y dotada de la facultad de mudarla, sin que preceda causa conocida en toda especie o forma; porque la impresión es semejante a la cera, y el alma del hombre, que tiene en sí lo figurado y lo que figura, tiene el poder de variar y figurar fácilmente por sí una misma cosa, como se ve claro en las mudanzas y rarezas de los ensueños mientras dormimos, volviéndolas y revolviéndolas la fantasía de muy leve principio, y presentándonos toda especie de afectos e imágenes. En su poder está moverse cuando quiera, y su movimiento es o imaginación o conocimiento; y tu cuerpo mortificado tiene pendiente y agitado para estas conversiones tu espíritu. Por la que hace a Genios, lo probable es que no los hay, y que, aun cuando los haya, no tienen forma ni voz de hombre, ni poder ninguno que alcance a nosotros; por mí, yo desearía que estuviéramos confiados, no sólo con tantas armas, tantos caballos y tantas naves, sino también con el auxilio de los Dioses, siendo caudillos en tan honesta y santa empresa». Con estos discursos alentó y consoló Casio a Bruto; y al salir del campamento los soldados, dos águilas se dirigieron con raudo vuelo a las primeras insignias, y marcharon y siguieron hasta Filipos, alimentadas por los mismos soldados, de donde se fueron con igual vuelo un día antes de la batalla.

XXXVIII.— Las naciones que se encontraron al paso en la mayor parte las redujo Bruto a su obediencia, y si se les había desertado alguna ciudad o algún potentado, atrayéndolos otra vez a todos, llegaron así hasta el Mar de Taso. Allí, rodeando a las tropas de Norbano, acampado en las llamadas Gargantas y en las inmediaciones de Símbolo, le obligaron a abandonar el puesto, y estuvo en muy poco que se apoderaran de todas aquellas fuerzas, habiéndose quedado atrás César por hallarse enfermo, sino que vino en auxilio Antonio con tan maravillosa prontitud, que Bruto mismo no podía persuadírselo. Vino así mismo César a los diez días, y se acampó en oposición de Bruto, y en oposición de Casio, Antonio. Al terreno que quedaba en medio le llamaban los Romanos los Campos Filipos, adonde acudieron entonces unos contra otros los mayores ejércitos de los Romanos. En el número no era el de Bruto muy inferior al de César; pero en el brillo y esplendor de las armas comparecía admirable, porque eran de oro en su mayor parte, y en todas ellas no se había escaseado la plata, en medio de que en todo lo demás tenía Bruto acostumbrados a los caudillos a usar de sobriedad y parsimonia en los gastos. Mas la riqueza que se trae entre manos y que adorna el cuerpo creía que comunicaba cierta altivez a los que son de carácter ambicioso, y que los aficionados al interés se hacían más esforzados cuando en las armas que los rodean ven un caudal.

XXXIX.— César hizo dentro del campamento la purificación de su ejército, repartiendo una pequeña cantidad de trigo y cinco dracmas por hombre para el sacrificio; pero Bruto, condenando su mezquindad y apocamiento, en primer lugar hizo la purificación en, campo raso, como es costumbre, y después suministrando para gran número de sacrificios por centurias, y dando cincuenta dracmas para cada soldado, en el amor y denuedo del ejército se aventajó mucho a los contrarios. A pesar de esto, en la purificación pareció que Casio tuvo contra sí una señal, infausta, y fue que el lictor le alargó al revés la corona, y se dice también que días antes una victoria de oro de Casio se había caído al suelo en cierta celebridad y pompa, por haber tropezado el que la llevaba. Dejáronse ver además por muchos días aves carnívoras en gran número sobre el campamento, y se notó que unos enjambres de abejas se posaron dentro del valladar en un solo sitio; el que los agoreros hubieron de hacer excluir de él para remediar una superstición que al mismo Casio lo sacaba de sus principios de la secta epicúrea, y que tenía enteramente acobardados a los soldados, por lo que no era su ánimo que por entonces se decidiese la guerra, sino que más bien se ganara tiempo, puesto que en cuanto a fondos eran superiores, y en armas y gente les excedían los enemigos. Mas Bruto, desde luego, había querido apresurar el resultado, o para restituir cuanto antes la libertad a la patria, o para redimir a todos los hombres del peso de los gastos, bagajes y nuevas demandas con que incesantemente eran molestados, y viendo entonces que su caballería en los encuentros y escaramuzas diarias vencía siempre y llevaba lo mejor, todavía cobró más ánimo. Como hubiese sucedido, por otra parte, en aquellos días que algunos se habían pasado a los enemigos y se hubiesen suscitado rencillas y sospechas de unos contra otros, muchos de los amigos de Casio abrazaron en el consejo de guerra el dictamen de Bruto; pero Atilio, uno de ellos, le contradecía proponiendo que se aguardara hasta el invierno. Preguntóle Bruto qué era en lo que pensaba mejorar al cabo de un año, y él respondió: «Cuando en otra cosa no habré vivido este tiempo más». Habiendo incomodado esto sobremanera a Casio, no dejó de ofender a los demás, y quedó determinado que al día siguiente se había de dar la batalla.

XL.— Bruto ostentó durante la cena las mejores esperanzas, haciendo uso de su instrucción en la filosofía, y se retiró a descansar. De Casio dice Mesala que cenó casi solo, no teniendo a su mesa sino muy pocos de sus más íntimos amigos; que en ella se le vio pensativo y taciturno, no siendo éste su carácter, y que, concluida la cena, le apretó fuertemente la mano, y sólo le dijo con su acostumbrado afecto en lengua griega: «Te prometo, Mesala, que me sucede lo mismo que a Pompeyo Magno, que es verme precisado a aventurar al lance de una sola batalla la suerte de la patria. Tenemos, no obstante, buen ánimo, poniendo la vista en la fortuna, de la que no es justo desconfiar, aunque no andemos los más acertados en el consejo». Dicho esto, refiere Mesala que le saludó por última despedida, sin embargo de que él le tenía convidado a cenar para el día siguiente, que era su cumpleaños. Al amanecer estaba puesta en el campamento de Bruto y en el de Casio la señal de combate, que era la túnica de púrpura. Reuniéronse ambos en medio de los campamentos, y dijo Casio: «¡Ojalá, oh Bruto, alcancemos la victoria, y nos sea dado pasar juntos una vida feliz! Pero pues son inciertas las mayores empresas de los hombres, y si la batalla no se decide según nuestro buen deseo, no nos ha de ser fácil volvernos a ver, ¿qué opinión tienes acerca de la fuga y de la muerte?». A lo que respondió Bruto: «Cuando yo, ¡oh Casio!, era todavía joven y sin experiencia de negocios, no sé cómo llegué a proferir una expresión atrevida, porque culpé a Catón de haberse dado muerte, no mirando, como obra loable y digna del que haya de ser tenido por hombre, ceder a su mal Genio y no recibir con tranquilidad lo que quiera que suceda, sino huir de ello a manera de esclavo fugitivo; ahora, puesto en los trances de fortuna, pienso muy de otro modo, y si Dios no ordenase convenientemente las cosas, no me empeñaré en urdir nuevas esperanzas y nuevos preparativos, sino que moriré alabando a mi fortuna de que, habiendo consagrado a la patria mi vida en los Idus de marzo, he vivido en lugar de aquella otra libre y gloriosa». Casio oyó complacido este discurso, y abrazando a Bruto: «Pensando de este modo —le dijo—, marchemos a los enemigos, porque o venceremos, o no temeremos a los vencedores».

Trataron enseguida del orden de la formación a presencia ya de sus amigos, y Bruto pidió a Casio le dejara el mando del ala derecha, que por la edad y la pericia militar creían corresponder a Casio. Otorgóselo, pues, éste, y dispuso que Mesala, que mandaba la más aguerrida de todas las legiones, se colocara en el ala derecha, con lo que Bruto sacó al punto al campo la caballería bellamente adornada, sin tardar tampoco en la formación de los infantes.

XLI.— Hallábase entonces ocupado Antonio en correr un foso desde los pantanos, junto a los que estaba acampado hacia la llanura, para interceptar a Casio el camino del mar, y César permanecía sosegado, no digamos él mismo, que se hallaba enfermo, sino su ejército, que no esperaba que los enemigos moviesen pelea, y sí sólo que hiciesen correrías contra sus obras, incomodando con tirar saetas y mover rebatos a los trabajadores. Como no atendiesen, pues, a los que habían tomado formación contra ellos, se maravillaban de la grande y confusa gritería que oían hacia el foso. Distribuyéronse en esto a los jefes billetes de parte de Bruto, en que estaba escrita la seña, y él mismo recorría a caballo las filas inspirando aliento; pero fueron muy pocos aquellos a quienes la seña pasó: así, la mayor parte, sin más aguardar, cargaron con ímpetu y algazara a los enemigos. Hubo por esta causa desconcierto y desunión entre las legiones; así es que, primero la de Mesala, y enseguida las que movieron con ella, flanquearon la izquierda de César, y ofendiendo ligeramente a los de retaguardia con muerte de pocos, pues se contentaron con haberlos flanqueado, vinieron a caer sobre el campamento. César, como lo dice él mismo en sus comentarios, habiendo tenido un ensueño Marco Antonio, uno de sus amigos, en que se le prevenía que César se retirara, saliendo del campamento se había adelantado un poco llevado en hombros, y se creyó que le habían muerto, porque su litera vacía fue pasada de dardos y lanzas. Dióse muerte en el campamento a los que vinieron a las manos, y dos mil Lacedemonios, que acababan de llegar de auxiliares, fueron destrozados.

XLII.— No habiendo envuelto a los soldados de César, sino confundiéndose con ellos, fácilmente vencieron a hombres sorprendidos Y desordenados, y de este modo desbarataron tres legiones, entrándose con los fugitivos en su campamento, arrebatados del mismo ímpetu de la victoria: entre ellos se hallaba Bruto; pero lo que los vencedores ignoraban la ocasión lo reveló a los vencidos, porque dando éstos en la hueste contraria, que se hallaba desguarnecida por habérsele separado su derecha, el centro no lo rechazaron, sino que hubieron de sostener con él un reñido combate; mas rechazaron el ala izquierda por el desorden ocurrido desde el principio y no saber ésta lo que pasaba, y persiguiéndola hasta su propio campamento, empezaron a destrozarlo, sin que en esto interviniese ninguno de los dos generales, porque Antonio, esquivando al principio el ataque, según dicen, se había retirado a la laguna, y César no podía comparecer, por haberse salido del campamento, y aun a Bruto le habían mostrado algunos sus espadas teñidas en sangre, para hacerle entender que lo habían muerto, y le decían cuál era su edad y su figura. También el centro había rechazado a los contrarios con gran mortandad, viéndose bien claro que Bruto había vencido y que había sido derrotado Casio; esto sólo fue lo que enteramente los perdió, no habiendo aquel socorrido a Casio por creerle vencedor, y no aguardando éste a Bruto por juzgarle vencido; pues Mesala ponía el término de la victoria en haberle tomado tres águilas y muchas insignias a los enemigos, no habiendo tomado ellos ninguna. Al retirarse Bruto después de saqueado el campamento de César, se admiró de no ver entre esto el pabellón pretoriano de Casio sobresaliendo, como es de costumbre, ni tampoco las otras tiendas, según el sitio que debían ocupar, pues realmente las más habían sido derribadas y tiradas luego que los enemigos cayeron sobre el campamento. Los que adelantaban más sus observaciones, decían que veían muchos morriones resplandecientes y escudos de plata discurrir por el campamento de Casio, pareciéndoles que ni en el número ni en la clase eran aquellas las armas del piquete de guardia; pero que, por otra parte, no se descubría el número de cadáveres que era consiguiente, si tantas legiones hubiesen sido vencidas de poder a poder. Esto fue lo que dio a Bruto la primera sospecha de lo sucedido, y dejando una guardia en el campamento de los enemigos, llamó a los que les seguían el alcance para ir en socorro de Casio.

XLIII.— Lo que a éste ocurrió fue lo siguiente: no había visto con gusto aquella primera carga de los soldados de Bruto, dada sin seña y sin orden, ni le había agradado tampoco el que inmediatamente que hicieron ceder a los enemigos, sin pensar en cortarlos y envolverlos, se hubiesen entregado al saqueo y pillaje. Cargóle a él mismo el ala derecha de los enemigos, más bien por cierto cuidado y detenimiento de los soldados que por su ardimiento o por disposición de los generales, y al punto su propia caballería dio a huir desordenadamente hacia el mar. Vio que también la infantería comenzaba a flaquear, y se esforzó a contenerla y hacerla volver al combate, tanto que a un abanderado que huía le arrebató de las manos la insignia y la puso fija ante sus pies; mas ya ni aun los que estaban a su lado se mantenían con decisión en sus puestos. Traído a este extremo, se retiró con unos pocos a un collado que daba vista a la llanura; pero no divisó otra cosa sino que su campamento había sido asolado, porque era corto de vista. Los que consigo tenía vieron que se encaminaban hacia aquel sitio muchos de caballería, los cuales habían sido enviados por Bruto; pero Casio discurrió que eran enemigos que iban en su alcance, y sin embargo envió a Titinio, uno de los que allí se hallaban, para que se informase. Desde luego fue conocido por aquella tropa, la cual, al ver a un su amigo que se mantenía fiel a Casio, comenzó a hacer exclamaciones de gozo; los que le eran mas allegados le saludaban y abrazaban con afecto, apeándose de los caballos, y además se le ponían alrededor, celebrando su triunfo con desmedida alegría, causando con esto un gravísimo mal; porque entendió Casio que, en realidad, Titinio había caído en manos de los enemigos, y prorrumpiendo en esta expresión: «Por nuestro demasiado apego a la vida hemos sufrido que uno de nuestros amigos a nuestra vista haya sido arrebatado por los enemigos», se retiró a una tienda que estaba vacía, llevando consigo a uno de sus libertos, llamado Píndaro, al que, desde el infortunio de Craso tenía preparado para este ministerio. Salvose, pues, de los Partos; pero entonces, cubriéndose la cabeza con el manto y dejando descubierto el cuello, lo alargó al cuchillo, porque se encontró la cabeza separada del cuerpo. A Píndaro nadie volvió a verle después de esta muerte, con la que hizo sospechar a algunos que ja ejecutó sin ser mandado. Fueron de allí a un momento conocidos aquellos soldados de Bruto, y Titinio, coronado por ellos, corría en busca de Casio; pero cuando, por el clamor y los lamentos de sus amigos, conoció lo sucedido al general y su necedad propia, desenvainó la espada y culpándose a sí mismo de descuidado y tardo, se pasó con ella.

XLIV.— Bruto, sabedor de la derrota de Casio, se retiró, y estando ya cerca de los reales, tuvo noticia de su muerte. Lloró largamente sobre su cuerpo, y apellidándole el último de los Romanos, porque ya no esperaba que hubiese otro espíritu como aquel, lo envolvió y lo hizo conducir a Tasos, para que no se excitase algún levantamiento si allí se le hacía el funeral. Reuniendo luego sus soldados, trató de darles ánimo, y viendo que habían quedado faltos aun de lo más preciso, les prometió hasta dos mil dracmas por plaza, en resarcimiento de lo perdido. Ellos con este discurso recobraron la confianza, admiraron la esplendidez del donativo, y al retirarse le acompañaron con algazara, aplaudiéndole de que entre los cuatro generales sólo él se había conservado invicto. Testificó el hecho cuánta razón tenía para creer que ganaría la batalla, pues que con pocas legiones arrolló a cuantos se le opusieron; y si hubieran entrado en acción todas las tropas, y los más de los que concurrieron a ella no hubieran pasado de largo por los enemigos para ir en busca de sus despojos, parece que ninguna parte de éstos habría quedado en pie.

XLV.— Murieron de esta parte ocho mil hombres, incluso los siervos armados, a los que Bruto llamaba Brigas; de la otra parte dice Mesala que, en su entender, murió más del doble. Por lo mismo fue mayor el desaliento que la sobrecogió, hasta que a la caída de la tarde llegó a la tienda de Antonio un esclavo de Casio, llamado Demetrio, que al punto recogió del cadáver el manto y la espada, y presentadas estas prendas subió tan de punto su confianza, que al rayar el día siguiente sacaron las tropas dispuestas para la batalla. Bruto, como uno y otro campo se hallasen en estado de poca seguridad, porque el suyo, estando lleno de prisioneros, necesitaba una fuerte y vigilante guardia, y el de Casio no llevaba bien la mudanza de caudillo, habiéndose excitado en los vencidos un poco de envidia y odio contra el ejército vencedor, determinó sí, tener dispuestas sus fuerzas, pero evitó el combate. De los prisioneros, a la chusma esclava, que mezclada con hombres armados daba que sospechar, mandó que se le diese muerte, y de los libres dio soltura a algunos, diciendo que más bien habían sido presos por los enemigos, pues allí había cautivos y esclavos, y en su ejército no más que libres y ciudadanos. Mas como observase que sus amigos y los jefes estaban en este punto inexorables, oculta y reservadamente les daba después escape. Había un tal Volumnio, comediante, y un tal Saculión, juglar, entre los cautivos, de los que como ninguna cuenta hubiese hecho Bruto, se le presentaron sus amigos, acusándolos de que ni aun entonces cesaban de insultarlos y motejarlos por burla. Calló a esto Bruto, teniendo puesta su atención en otros cuidados, y Mesala Corvino determinó que, después de haberlos azotado en la tienda, fueran entregados desnudos a los soldados de los enemigos, para que vieran cuáles eran los amigos y camaradas que les convenían, a lo que algunos de los que se hallaban presentes asintieron; pero Publio Casca, el primero que hirió a César, «No parece —dijo— que es buen modo de hacer exequias a Casio en su muerte ocuparnos en risas y chanzas; y tú ¡oh Bruto! —añadió—, mostrarás en qué memoria tienes a este general, castigando o conservando a unos hombres dispuestos a mofarse y maldecir de él». Incomodado Bruto al oírlo: «¿Por qué me preguntáis ¡oh Casca! —le replicó—, y no hacéis lo que os parezca?». Y teniendo esta respuesta por una aprobación en cuanto a aquellos desventurados, los sacaron de allí y les dieron muerte.

XLVI.— Repartió después de esto el donativo a los soldados, y reprendióles ligeramente por haber marchado en tropel contra los enemigos sin recibir la seña ni guardar la orden: les ofreció que si se portaban bien les entregaría dos ciudades para el saqueo y para sólo su provecho, que eran Tesalónica y Lacedemonia; y éste es el único cargo de la vida de Bruto que carece de disculpa, sin que sirva para ella que Antonio y César hubiesen concedido premios de victoria más duros y crueles a sus soldados, habiendo faltado muy poco para lanzar de toda Italia a sus antiguos habitantes, a fin de que aquellos ocupasen un territorio y unas ciudades a que ningún derecho tenían, porque al cabo éstos no se proponían otro fin de la guerra que el mandar; pero a Bruto, por el concepto que se tenía de su virtud, no le era permitido en la opinión pública ni vencer ni salvarse sino con la honestidad y la justicia, y más después de muerto Casio, a quien se atribuía que aun al mismo Bruto lo arrastraba a veces a medidas violentas; pero así como en una navegación, roto el timón, se buscan y acomodan otros palos, no bien, sino sacando de ellos el partido posible para aquel apuro, de la misma manera Bruto, entre tanta gente, y en medio de negocios tan inciertos y escabrosos, no teniendo ya un colega con quien partir el peso, se veía precisado a valerse de los que tenía cerca de sí, y a hacer y decir muchas cosas según el gusto y deseo de éstos; y deseaban todo cuanto creían podría conducir a hacer mejores los soldados de Casio, porque eran hombres de mal manejo, osados por la anarquía en el campamento, y por la anterior derrota acobardados al frente de los enemigos.

XLVII.— No era mejor el estado de los negocios para César y Antonio, reducidos en cuanto a víveres a lo muy preciso, y amenazados, por el desabrigo del campamento, de un malísimo invierno. En efecto; arrinconados a las lagunas, habiendo sobrevenido después de la batalla las lluvias del otoño, se llenaban las tiendas de lodo y agua, que luego se congelaba por el frío. Cuando tal era su situación, les llegaron nuevas del descalabro que sus soldados habían sufrido en el mar; porque viniéndole a César tropas de Italia en bastante número, las naves de Bruto las habían acometido y destrozado, y los pocos hombres que habían podido salvarse de las manos de los enemigos, acosados del hambre, se mantenían de las velas y las maromas de junco. Oída esta noticia, se apresuraron a hacer que una batalla decidiese, antes de que supiera Bruto cuánto había mejorado su suerte, porque en un mismo día se habían dado ambos combates, el de tierra y el de mar: y más bien por accidente que por maldad de los caudillos de las naves, ignoraba Bruto aquella victoria, sin embargo de mediar ya veinte días; porque seguramente no se habría arriesgado a la segunda batalla teniendo hechos abundantes acopios de víveres para el ejército, hallándose situado en lo mejor del país, de manera que su campamento estaba al abrigo del invierno y no podía ser fácilmente forzado por los enemigos, y dándole grandes esperanzas y mucho ánimo al hallarse dueño del mar y haber vencido por tierra con el ejército de su mando. Sino que, siendo ya indispensable la monarquía, por no sufrir el estado de las cosas públicas el mando de muchos, Dios, que quería quitar y remover el único estorbo que se oponía al que podía apoderarse de la autoridad, interceptó el camino al conocimiento de aquel próspero suceso, aun faltándole muy poco para llegar a Bruto; estando, efectivamente, ya decidido al combate, el día antes por la tarde se pasó del ejército enemigo un tal Clodio, diciendo que César, noticioso de haber sido derrotada su escuadra, precipitaba la batalla: pero no se dio crédito a este anuncio, ni el que le hacía fue presentado a Bruto, por mirarle todos con desprecio, diciendo que o lo habría oído mal, o lo habría inventado para hablarles según su gusto.

XLVIII.— En aquella misma noche se dice haberse vuelto a presentar a Bruto aquel espectro, y que habiéndose aparecido de la misma manera, nada dijo, sino que luego se retiró, pero Publio Volumnio, hombre dado a la filosofía, y que desde el principio militó con Bruto, no habla de semejante prodigio, aunque dice que la primer águila se llenó de abejas, que el brazo de uno de los guías despidió sin causa conocida olor de esencia de rosa, y aunque se lavó y limpió muchas veces, nada se adelantó, y que antes de la misma batalla se combatieron dos águilas en el espacio que mediaba entre las dos huestes, estando toda la llanura en increíble silencio y todos mirándolo; y cedió y se retiró la que estaba a la parte de Bruto. Fue también muy sonado entonces lo del Etíope, que abierta la puerta dio de frente con el alférez que conducía la primer águila, y que fue hecho pedazos por los soldados con las espadas para desvanecer el agüero.

XLIX.— Sacó en orden de batalla su hueste, y formándola al frente de los enemigos, se detuvo largo tiempo, porque al revistar el ejército concibió sospechas y se le hicieron denuncias contra algunos; observó además que los de caballería no estaban muy prontos para dar principio al combate, sino que siempre era su ánimo esperar a ver cuál sería el porte de la infantería. En tanto, uno de los militares más distinguidos, premiado sobresalientemente por su valor, se apea del caballo al lado del mismo Bruto y se pasa a los enemigos: llamábase Camulato. Mucha pesadumbre recibió Bruto al verlo, y ya con el enojo ya con el recelo de mayores mudanzas y traiciones. Marchó sin más dilación contra los enemigos, cuando ya el Sol tocaba en la hora nona; y por su parte vencía, yendo adelante y cargando él a la izquierda de los enemigos que se replegaban, con lo que los de caballería se alentaron, acometiendo juntamente con la infantería a los que empezaban a desordenarse; pero como los caudillos extendiesen la otra ala para que no fuese envuelta de los enemigos, a los que era inferior en número, quedó con esto descubierto el centro, y siendo más débil, no pudo resistir al choque contrario, sino que fue el primero en dar a huir. Los que lo cortaron, envolvieron al punto al mismo Bruto, que con la mano y el consejo, en medio de lo más crudo de la pelea, hizo las más insignes obras de soldado y de general para alcanzar la victoria; pero le perdió en esta ocasión lo mismo en que tuvo ventaja en la anterior batalla; porque entonces el ala vencida de los enemigos al punto se perdió toda; mas de los soldados de Casio que fueron puestos en fuga murieron pocos, y los que se salvaron, habiendo quedado tímidos y medrosos con la derrota, comunicaron su desaliento e indisciplina a la mayor parte del ejército. En esta división, Marco, el hijo de Catón, peleando y trabajando entre los jóvenes más ilustres y esforzados, no huyó ni se rindió, sino que, obrando con la mano, mostrando quién era y llamándose a sí mismo con el nombre paterno, cayó muerto entre muchos cadáveres de enemigos. Murieron con él muchos buenos, poniéndose delante en defensa de Bruto.

L.— Había entre los amigos de éste un tal Lucilio, hombre de la mayor probidad, el cual, viendo que unos soldados de la caballería de los bárbaros no hacían cuenta de los demás y con empeño seguían a Bruto, se propuso servirles a todo riesgo de estorbo en sus designios; y hallándose a espaldas de ellos a corta distancia, les dijo que él era Bruto, y se lo hizo creíble con rogarles que lo condujeran ante Antonio, por cuanto temía a César, y en aquel confiaba. Celebrando ellos el encuentro, y teniéndolo a mayor fortuna, le conducían allá, aunque ya era de noche, enviando delante algunos de los mismos que anticiparon a Antonio la noticia. Celebrólo también éste, y marchó a encontrarse con los que se lo traían. Corrieron allá asimismo cuantos llegaron a entender que traían vivo a Bruto, unos compadeciendo su suerte y otros creyendo indigno de tanta gloria a un hombre que, por apego a la vida, había venido a ser presa de los bárbaros. Cuando ya estaban cerca, Antonio se paró, dudando cómo debería recibir a Bruto, y Lucilio, ya en su presencia, con el más confiado ánimo, «A Marco Bruto ¡oh Antonio! —dijo— no lo ha hecho ni lo hará prisionero ningún enemigo; no permita Dios que hasta este punto prevalezca la fortuna sobre el valor; vivo está, o, si muerto, habrá sido de un modo digno de él. Yo he engañado a tus soldados, y aquí me tienes, que no rehúso sufrir por este crimen los más duros tormentos». Dicho esto por Lucilio, todos se quedaron absortos; y Antonio, puesto la vista en los que le habían conducido: «No será extraño —les dijo—, ¡oh camaradas!, que llevéis a mal el teneros por burlados con este error; pero es bien sepáis que os habéis encontrado con una presa de más precio que la que buscabais, pues buscando un enemigo, es un amigo el que me habéis traído. Con Bruto no sé por los dioses qué había de haber hecho si me lo hubieran presentado vivo; y me es más grato encontrarme con tales amigos, que no con enemigos». Esto dicho, abrazó a Lucilio, y por entonces lo encomendó a uno de sus más íntimos, y en adelante constantemente lo encontró siempre uno de los más fieles y seguros amigos que tuvo.

LI.— Bruto, habiendo pasado ya de noche un arroyo cuyas orillas eran escarpadas y cubiertas de matas, no fue mucho más adelante, sino que en un sitio despejado, en el que había una piedra grande rodada, se sentó, teniendo consigo a muy pocos de los caudillos y de sus amigos, y mirando al cielo poblado de estrellas, pronunció dos versos, de los cuales el uno en esta sentencia nos le refirió Volumnio:

No permitas ¡oh Zeus! que se te oculte de tantos males el autor funesto;

y del otro dice que se le había olvidado. De allí a poco, nombrando a cada uno de sus amigos muertos en la batalla, lloró principalmente sobre la memoria de Flavio y Labeón, de los cuales éste era su legado, y Flavio prefecto de los operarios. En esto uno de ellos, que tenía sed y conoció que Bruto la padecía igualmente, tomando su casco se encaminó al río. Oyóse entonces ruido por uno de los lados, y Volumnio se adelantó a ver lo que era, y con él el escudero Dárdano. Volvieron de allí a poco, y preguntando por el agua, respondió Bruto a Volumnio con una modesta sonrisa: «Nos la bebimos; pero se traerá otra para vosotros»; y enviado él mismo, estuvo muy expuesto a ser cautivado de los enemigos, y con gran dificultad se salvó herido. Conjeturó Bruto que no había sido mucha la gente que había perecido en la batalla, y se ofreció Estatilio a pasar por entre los enemigos, pues de otro modo no era posible llegar al campamento, y levantando en alto un hacha encendida, si lo hallaba salvo, volver otra vez adonde estaban. El hacha bien se levantó, habiendo llegado Estatilio al campamento; pero como al cabo de largo tiempo no volviese, «Si Estatilio vive —dijo Bruto—, no dejará de venir»; pero lo que ocurrió fue que al regresar dio en los enemigos y le quitaron la vida.

LII.— Siendo ya alta noche, se reclinó allí mismo donde se hallaba sentado, y se puso a conversar con su esclavo Clito. Como Clito nada le respondiese, echándose sólo a llorar, se volvió hacia el escudero Dárdano y le dijo en secreto algunas palabras. Finalmente, recordando en lengua griega a Volumnio los estudios y cuestiones en que juntos se habían ejercitado, le incitaba a que, aplicando su mano a la espada, ayudase el golpe. Rehusólo con abominación Volumnio, y lo mismo todos los demás; y como alguno dijese que ya no convenía permanecer allí, sino huir, levantándose, «Huir, sin duda —repuso—: mas no por pies, sino por manos»; y alargándoles la diestra de uno en uno con el más alegre semblante, les dijo ser grande el placer que tenía en que de sus amigos ninguno se había desmentido, que sólo debía culpar a la fortuna de los males de la patria y que se reputaba a sí mismo más feliz que los vencedores, no sólo en lo anterior, sino entonces mismo, por cuanto dejaba una opinión de valor que nunca alcanzarían éstos, ni a fuerza de armas, ni a fuerza de intereses, no pudiendo desvanecer la idea de que los injustos habían oprimido a los justos, y los malos a los buenos para apoderarse de un mando que no les tocaba. Rogándoles, pues, y exhortándolos a que se salvasen, se retiró a alguna distancia con dos o tres, de los cuales era uno Estratón, que había contraído amistad con él con motivo del estudio de la oratoria. Colocóle, pues, a su lado, y afianzando con ambas manos la espada por la empuñadura, se arrojó sobre ella y murió, aunque algunos dicen que fue el mismo Estratón quien, a fuerza de ruegos de Bruto, volviendo el rostro, le tuvo firme la espada, y que él, arrojándose con ímpetu de pechos, se había atravesado el cuerpo, quedando al golpe muerto.

LIII.— A este Estratón. Mesala, que era amigo de Bruto, reconciliado con César, se lo recomendó cuando tuvo oportunidad, diciéndole no sin llanto: «Éste es ¡oh César! el que a mi Bruto le sirvió, pagándole el último oficio». Admitióle César, a quien asistió en los trabajos y combates de Accio, entre los apreciables griegos que tuvo entonces a su lado. De Mesala dicen que César le alabó más adelante, porque habiendo sido denodado en Filipos por Bruto y mostrándosele después acérrimo en Accio le había dicho: «Yo, César, siempre soy de la autoridad y partido que tiene a su favor la razón y la justicia». A Bruto le encontró ya muerto Antonio, y dio el mejor de sus mantos de púrpura para que envolviera el cuerpo; sabedor después de que había sido sustraído, hizo dar muerte al que lo sustrajo. Las cenizas las envió a la madre de Bruto Servilia; y de Porcia, mujer del mismo Bruto, refieren el filósofo Nicolao y Valerio Máximo que queriendo darse muerte, y no dejándole lugar ni medio para ello, sus amigos, que la observaban y guardaban continuamente, se tragó un ascua encendida, y cerrando y apretando la boca, de este modo pereció. Corre, sin embargo, una carta de Bruto a sus amigos, en la que se quejaba y les echaba en cara que habían abandonado a Porcia y dado lugar a que de enfermedad se dejara morir. Parece, pues, que Nicolao no tenía conocimiento del tiempo, porque de lo ocurrido a Porcia, de su amor y del modo de su muerte da noticia la misma carta, si acaso es de las legítimas.

COMPARACIÓN DE DIÓN Y BRUTO

I.— Siendo muchos los bienes de todo género que en estos dos varones se acumularon, el que puede contarse por primero, que es haber llegado a ser grandes de pequeños principios, esto sobresale más en Dión, porque no tuvo quien con él concurriese, como tuvo Bruto a Casio, el cual, aunque en la virtud y en la opinión no le era comparable, en valor, pericia y hazañas no puso para la guerra menor parte; y aun algunos a él es a quien atribuyen el principio de la empresa, diciendo haber sido autor e instigador del pensamiento contra César respecto de Bruto, que por sí a nada se movía. Dión, así como las armas, las naves y las tropas, igualmente parece que puso por sí mismo solo los amigos y los colaboradores de la obra. Ni allegó tampoco Dión, como Bruto, riqueza y poder de los negocios mismos y de la guerra, sino que invirtió en la guerra su riqueza propia, consagrando a la libertad de sus conciudadanos los medios que tuvo para subsistir en su destierro. Además, Bruto y Casio, echados de Roma, no siéndoles dado permanecer en reposo, cuando ya eran perseguidos como reos de pena capital, por necesidad recurrieron a la guerra, y confiando sus personas a las armas, más puede decirse que se expusieron a los peligros por sí mismos que por sus conciudadanos; pero Dión, pasando en el destierro una vida más extensa y placentera que el tirano que le desterraba, voluntariamente abrazó el peligro por salvar a la Sicilia.

II.— No era tampoco igual beneficio que redimir a los Siracusanos de Dionisio el libertar de César a los Romanos, porque aquel ni siquiera negaba que era tirano, y llenaba la Sicilia de infinitos males; pero el Imperio de César, si al formarse se hizo sentir a los que se le oponían, para los que ya le habían dado entrada y le estaban sometidos no tenía de tiránico más que el nombre y la idea, sin que se hubiese visto de él obra ninguna de crueldad o tiranía, y antes hizo ver que siendo en el estado de las cosas necesaria la monarquía, fue dado por algún buen genio como el médico más suave y benigno. Así es que, César inmediatamente lo echó de menos el pueblo romano, hasta el término de hacerse terrible e irreconciliable a los que le dieron muerte, y, por el contrario, para Dión fue un grave cargo ante sus conciudadanos la evasión de Dionisio, y el no haber permitido violar el sepulcro del primer tirano.

III.— En las mismas acciones de guerra Dión se mostró siempre un general irreprensible, dirigiendo perfectamente las que él dispuso y enmendando y corrigiendo las que otros habían desgraciado, mientras que Bruto, aun respecto del último combate en que se aventuró todo, parece que ni se arrojó a él con prudencia ni encontró enmienda al descalabro; sino que luego perdió y abandonó toda esperanza, no tratando ni siquiera, como Pompeyo, de probar fortuna, y esto sin embargo de que aun le quedaban medios de confiar en las mismas armas y de que con sus naves dominaba seguramente todo el mar.

Lo que más se ha reprendido en Bruto, es el que, habiendo debido la vida al favor de César, y salvando a cuantos quiso, siendo uno de sus amigos, preferido en los honores a muchos, hubiese puesto manos en su persona, esto ciertamente no habrá nadie que lo diga de Dión, sino más lo contrario, pues siendo deudo de Dionisio, mientras se mantuvo en su amistad dirigió y promovió sus intereses; pero después de ser desterrado de su patria, ofendido en su mujer y privado de su patrimonio, tuvo ya manifiestas causas para una guerra justa y legítima. Pero esto, en primer lugar, ¿no puede convertirse y valer en sentido contrario? Porque lo que cede en la mayor alabanza de los hombres, que es el odio a la tiranía y la aversión a toda maldad, esto en nadie se vio más claro ni con mayor pureza que en Bruto, el cual, no teniendo en particular nada por qué quejarse de César, sólo se expuso por la pública libertad: y Dión, a no haber sido personalmente injuriado, no habría hecho la guerra; lo que aparece con mayor claridad de las cartas de Platón, por las que se ve que a Dionisio lo destruyó Dión arrojado de la tiranía, no retirándose él de ella. Mas a Bruto fue el bien público el que lo hizo amigo de Pompeyo y enemigo de César, poniendo siempre en sola la justicia el término de su odio o de su amor; pero Dión hizo muchas cosas en servicio de Dionisio, mientras éste se puso en sus manos, y cuando desconfió de él, por enojo le movió la guerra. Por lo mismo, no todos sus amigos tuvieron por cierto que no aseguraría y consolidaría para sí el imperio, destruido Dionisio, halagando a los ciudadanos con un nombre más blando de tiranía; cuando en orden a Bruto, aun de boca de sus mismos enemigos se oía que de cuantos conjuraron contra César, él sólo no se propuso desde el principio hasta el fin otro objeto que el de restituir a los romanos su patria y legítimo gobierno.

IV.— Aun sin esto, el combate contra Dionisio no era lo mismo que el combate contra César, porque a Dionisio no había ninguno, aun de sus más íntimos amigos, que no lo despreciase, viéndole pasar la mayor parte del tiempo en beber, en el juego y en el trato con mujerzuelas; pero el meditar la ruina de César, y no asustarse del talento, del poder y de la fortuna de aquel cuyo nombre sólo no dejaba dormir a los reyes de los Partos y a los Indios, era de un alma superior y dotada de tales alientos que con ella nada pudiera el miedo. Por lo mismo, con sólo aparecerse Dión en la Sicilia se rebelaron millares y millares contra Dionisio, mientras que cuando la gloria de César, aun después de muerto, erigió a sus amigos, y su nombre al que lo tomó, de un joven sin medios lo elevó al punto a ser el primero de los Romanos, convirtiéndose luego en una especie de encanto contra la enemistad y el poder de Antonio. Si dijese alguno que Dión no expulsó al tirano sino en fuerza de grandes y repetidos combates, habiendo dado Bruto muerte a César desarmado y sin guardias, esto mismo fue obra de una inteligencia suma y de una consumada pericia, sorprender cuando estaba sin armas y sin guardias a un hombre rodeado de tan inmenso poder; pues no le dio muerte súbitamente cayendo sobre él sólo o con pocos, sino habiendo concertado el plan mucho antes, y tratándolo con muchos, de los cuales ninguno le faltó; porque o desde luego distinguió quiénes eran los de más probidad, o con ponerlos en la confianza los hizo virtuosos. Mas Dión, o por falta de aquel discernimiento se confió a hombres malos, o con valerse de ellos los tornó malos de buenos que antes eran; y al varón prudente no está bien le suceda ni lo uno ni lo otro; así Platón le reprendió de haber elegido tales amigos, que al cabo le perdieron.

V.— Finalmente, Dión en su muerte nadie encontró que volviera por él; y a Bruto, de sus enemigos, Antonio le sepultó decorosamente, y César le conservó sus honores. Había una estatua suya de bronce en Milán de la Galia Cisalpina; viola tiempo después César, hallando que era muy parecida y de bella ejecución. Pasó adelante; pero luego, parándose ante ella, hizo llamar a presencia de muchos a los magistrados, y les dijo habían faltado a las estipulaciones con que tomara su ciudad, teniendo dentro de ella a un enemigo suyo. Negáronlo al principio, como era natural, y después se miraron unos a otros dudando por quién lo diría, pero cuando, volviéndose César hacia la estatua y arrugando las cejas, les dijo: «Pues éste, siendo mi enemigo, ¿no está aquí colocado?», entonces todavía se sobrecogieron más y callaron, y él, sonriéndose, celebró a los galos, porque se conservaban fieles a sus amigos sin atender a la fortuna, y mandó que la estatua quedara en su puesto.

ARTOJERJES Y ARATO

ARTOJERJES

I.— El primer Artojerjes, distinguido entre todos por su bondad y magnanimidad, se llamó Longímano, porque tenía la mano derecha más grande que la izquierda: fue hijo de Jerjes. El segundo, cuya vida escribimos, se llamó Mnemón, y nació de hija de aquel; porque fueron cuatro los hijos de Darío y Parisatis: el mayor, Artojerjes; después de éste, Ciro, y los más jóvenes, Ostanes y Oxatres. Ciro tomó del antiguo Ciro el nombre, y aquel se dice que lo tomó del Sol, porque los Persas al Sol le llamaron Ciro. Artojerjes al principio, se llamó Arsicas, aunque Dinón dice que se llamó Oartes; pero, sin embargo de que Ctesias en lo general llenó sus libros de fábulas y patrañas vulgares, no es de creer que ignorase el nombre de un rey en cuya corte habitó, siendo su médico, el de su mujer, su madre y sus hijos.

II.— Tuvo Ciro desde su primera edad un carácter altivo e impetuoso, cuando el otro parecía más dulce en todo y de un genio más bondadoso y apacible. Tomó mujer bella y virtuosa por disposición de sus padres, y la conservó contra la voluntad de éstos; porque habiendo dado muerte el rey a un hermano de la misma, determinó darla también a ella; pero Arsicas se echó a los pies de la madre, y con sus ruegos y lágrimas alcanzó, aun no sin dificultad, que ni se la quitara la vida ni se la separara de su lado. Amó siempre más la madre a Ciro, y quería que éste reinara, por lo cual, habiendo caído enfermo el padre, vino llamado desde el mar, y subió muy esperanzado de que la madre habría negociado el que fuese declarado sucesor del trono, porque Parisatis tenía para esto una razón plausible, de la que ya había antes hecho uso el antiguo Jerjes, instruido por Demarato, pues decía que a Arsicas lo había dado a luz cuando Darío su esposo no era sino particular, y a Ciro cuando ya reinaba. Mas, sin embargo, no fue escuchada, y se declaró por rey al primogénito, mudándole su nombre en el de Artojerjes, y a Ciro sátrapa de la Lidia y capitán general de las provincias marítimas.

III.— A poco tiempo de haber muerto Darío, pasó el rey a Pasargada con el objeto de recibir la iniciación regia de los sacerdotes de Persia. Existe allí el templo de una diosa guerrera que puede presumirse sea Minerva, y el que ha de ser iniciado debe entrar en él y, deponiendo la estola propia, vestirse la que llevaba Ciro el Mayor antes de ser rey, comer pan de higos, tragar terebinto y beberse un vaso de leche agria. Si además de estas cosas tienen que ejecutar algunas otras, no es dado saberlo a los de afuera. Cuando iba Artojerjes a cumplir con ellas, llegó a él Tisafernes, trayendo a su presencia a uno de los sacerdotes que había sido presidente de la educación dada a Ciro con los otros jóvenes según las leyes patrias, y le había enseñado la magia; por lo cual ninguno había de haber sentido más que no hubiese sido declarado rey, y de ninguno se debía desconfiar menos para darle crédito acusando a Ciro. Acusábale, pues, de asechanzas en el templo, y de que tenía meditado, mientras el rey se vestía la estola, acometerle y quitarle la vida. Algunos dicen que en virtud de esta denuncia se le prendió; pero otros sostienen que Ciro había entrado en el templo, y que, hallándose escondido, lo descubrió el sacerdote. Cuando ya iba a sufrir la muerte, la madre le tomó en su regazo, le enredó con sus cabellos, juntó con la de él su garganta y a fuerza de quejas y lamentos le consiguió el perdón, y que fuera enviado otra vez al mar; mas él, no contento con aquel mando, ni teniendo en memoria el indulto, sino la prisión, aspiraba con la ira, más todavía que antes, a ocupar el reino.

IV.— Dicen algunos haberse revelado al rey porque lo que le fue dado no le bastaba ni para la cena diaria; pero esto es necedad, pues, aun cuando no hubiera otra cosa, estaba la madre, de cuyos bienes podía tomar y disponer cuanto y como quisiese, prestándose la misma a todo. Dan también testimonio de su riqueza las muchas tropas que en diferentes puntos mantenía por medio de sus amigos y huéspedes, como dice Jenofonte, pues no los reunía en uno, procurando todavía ocultar sus preparativos, sino que tenía en muchas partes reclutadores bajo diferentes pretextos. Además, la madre, que se hallaba en la corte, cuidaba de desvanecer la sospecha del rey, y el mismo Ciro le escribía respetuosamente, ya para decirle algunas cosas, y ya para darle quejas contra Tisafernes de que tenía emulación y desavenencias con él.

Entraba también cierta parte de desidia en el carácter del rey, que para los más pasaba por bondad; al principio parece que efectivamente se propuso imitar la mansedumbre del otro Artojerjes, su tocayo, mostrándose muy afable en las audiencias, y esmerándose en honrar y hacer gracia a cada uno según su clase. A los castigos les quitaba todo lo que tenían de infamantes, y en punto a dádivas, no menos placer tenía en hacerlas que en recibirlas, mostrándose en el dar placentero y benigno; y por pequeño que fuese el don, no dejaba de recibirlo con la mejor voluntad: así, habiéndole presentado un tal Omiso una granada de extremada magnitud, «¡Por Mitra —dijo— que este hombre haría pronto de pequeña grande una ciudad si se le confiase!».

V.— En un viaje, unos le llevaban unas cosas y otros otras; y como un pobre menestral, que no encontraba que darle, corriese al río y, cogiendo agua en las manos, se la trajese, le dio tanto gusto a Artojerjes, que le envió una ampolla de oro y mil daricos. Euclides Lacedemonio habló insolentemente contra él, y se contentó con intimarle por medio de un tribuno lo siguiente: «A ti te es dado decir de mí cuanto quieras; pero a mí decir y hacer». En una cacería le avisó Teribazo de que tenía el sayo descosido, y preguntándole qué haría, le respondió: «Ponerte otro y darme a mí ése». Hízolo así Artojerjes, diciéndole: «Te lo doy, pero no te permito que lo lleves». Y como él, sin hacer caso, porque no era hombre malo, aunque sí algo falto y atolondrado, se hubiese puesto el sayo, adornándose además con dijes de oro mujeriles, que también le había dado el rey, los cortesanos se mostraron disgustados, porque aquello no debía hacerse; pero el rey lo tomó a risa, y le dijo: «Te permito llevar los dijes por mujer, y el sayo por loco». En la mesa del rey no se sentaban sino su madre y su mujer legítima, colocándose ésta en el asiento inferior y la madre en el superior: pero Artojerjes admitía a su misma mesa a sus dos hermanos Ostanes y Oxatres, que eran los dos más jóvenes. Lo que, sobre todo, dio a los Persas un espectáculo sumamente grato fue la carroza de la mujer de Artojerjes, Estatira, que siempre iba desnuda de todo cortinaje, dando lugar aún a las mujeres más infelices de saludarla y acercársele, con lo que aquel reinado se ganaba el amor de la muchedumbre.

VI.— Mas los hombres inquietos y amigos de novedades se daban a entender que los negocios pedían a Ciro, por ser varón magnánimo y guerrero, y que la extensión de tan grande imperio necesitaba un rey que tuviera espíritu y ambición. Ciro, asimismo, confiando no menos en los de las provincias altas que en los que tenía cerca de sí, se determinó a la guerra, y escribió a los Lacedemonios implorando su auxilio y pidiendo le enviasen hombres, a quienes ofrecía dar, si se le presentaban como infantes, caballos; si con caballos, parejas; si tenían campos, aldeas; si aldeas, ciudades; y que a los soldados no se les contaría la soldada, sino que se les mediría. Haciendo además jactancia de su persona, decía que su corazón pesaba más que el de su hermano; que filosofaba más que él; que era mejor mago, y podía beber y aguantar más vino; y, que éste de miedo en las cacerías no montaba a caballo, ni en la guerra se sentaba en carro con trono. Los Lacedemonios, pues, enviaron la correa a Clearco, dándole orden de estar en todo a la disposición de Ciro; de resulta de lo cual subió éste hacia la corte con un numeroso ejército de bárbaros, y con poco menos de trece mil Griegos auxiliares, buscando diferentes achaques y pretextos para haber reunido aquellas fuerzas. No consiguió, sin embargo, deslumbrar por mucho tiempo, porque Tisafernes acudió por sí mismo a avisarlo al rey, y fue grande la turbación y alboroto que esto causé en palacio, echándose a Parisatis principalmente la culpa de aquella guerra, y moviéndose muchas sospechas y delaciones contra sus amigos. La que hostigó sobre todo a Parisatis, fue Estatira, quejándose amargamente de la guerra, y clamando: «¿Dónde están ahora aquellas seguridades?; ¿dónde aquellos ruegos con que libertaste al insidiador de su hermano, y conque has venido a cercarnos de guerra y de males?». Por esta causa Parisatis concibió el más terrible odio contra Estatira, y como fuese de índole rencorosa y propiamente bárbara en sus iras y en su mala intención, atentó contra su vida. Dinón dice que esta maldad se verificó durante la guerra, y Ctesias que después: y como no parece regular que éste ignorase el tiempo, habiendo presenciado los sucesos, ni se ve causa alguna para que sacase de su propia época este hecho y no lo refiriese como había pasado (aunque muchas veces le sucede que su narración, convirtiéndose a lo fabuloso y dramático, se aparta de la verdad), aquí tendrá el lugar que éste le ha dado.

VII.— Llegáronle a Ciro en la marcha voces y rumores de que el rey no pensaba en dar batalla desde luego, ni en apresurarse a venir a las manos con él, sino permanecer en Persia hasta que le llegaran las tropas pedidas de todas partes, habiendo hecho abrir un foso de diez pies de ancho y otros tantos de hondo, que corría por la llanura hasta cuatrocientos estadios; y aun no hizo alto en que Ciro entrase dentro de él y llegase hasta no lejos de la misma Babilonia; pero habiendo tenido Teribazo resolución para decir el primero que no era razón evitable el combate, ni que retirándose de la Media, de Babilonia y aun de Susa se encerrara en la Persia quien tenía multiplicadas fuerzas que el enemigo, y diez mil sátrapas y generales que en prudencia y pericia militar valían más que Ciro, se decidió por que se marchara al combate sin más dilación. Y cuando de pronto se dejó ver con un ejército de novecientos mil hombres bien equipados, asombró y sobresaltó a los enemigos, que por la excesiva confianza y desprecio marchaban en desorden y sin armas, de manera que sólo con gran dificultad y mucha gritería y alboroto pudo traerlos Ciro a formación. Caminando después el rey con reposo y concierto, causó con aquel buen orden admiración a los Griegos, que en tanto gentío no esperaban más que gritería confusa, correrías y grande desorden y dispersión. Dispuso también con singular acierto colocar contra los Griegos, delante de su hueste, los más fuertes de sus carros falcados, para que antes de venir a las manos les desordenaran las filas con la violencia de su impulso.

VIII.— Siendo muchos los que han referido esta batalla, entre los cuales Jenofonte la ha descrito de manera que casi la hace ocurrir a nuestra vista, pintando los sucesos no como pasados, sino como si entonces mismo aconteciesen, y haciendo con la viveza de su expresión sentir al que lee los afectos y los peligros, no sería de escritor prudente ponerse ahora a hacer otra narración que la de aquellas particularidades dignas de memoria que éste hubiese pasado en silencio. El lugar, pues, donde se dio se llama Cunaxa, y dista de Babilonia quinientos estadios. Propuso Clearco a Ciro antes de la batalla que se colocara a retaguardia de los griegos y no expusiera su persona y se refiere haberle respondido: «¿Qué es lo que dices, Clearco? ¿Me propones que, aspirando al reino, me muestre indigno de reinar?». Erró sin duda Ciro en arrojarse temerariamente a los peligros y no guardarse de ellos: pero no fue menos, si es que no fue más grande, el yerro de Clearco en no querer que los Griegos se opusieran de frente al rey, y en apoyar su derecha sobre el río para no ser envuelto, pues al que en todo no buscaba más que la seguridad, y toda su atención la ponía en no sufrir ni el menor descalabro, le era lo mejor haberse quedado en su casa. Pero haber andado armado diez mil estadios sin que negocios propios lo exigiesen, con sólo el objeto de colocar en el trono real a Ciro, y ponerse después a examinar el lugar y la formación más a propósito, no para salvar al caudillo y a aquel en cuyo auxilio era venido, sino para pelear él mismo con menor riesgo e incomodidad, es como si uno, por temor de lo presente, no hiciera cuenta del objeto principal, ni tuviera en consideración cuál es el fin de un ejército, pues que ninguno de los soldados del rey había de haber aguantado el choque de los Griegos; y que, rechazados aquellos y ahuyentado o muerto el rey, se había de haber logrado que, salvo y vencedor, reinase Ciro, de los mismos sucesos se deduce con claridad. Por tanto, más de culpar es la exagerada precaución de Clearco que la temeridad de Ciro, en que con éste todo se hubiese perdido, pues si el mismo rey se hubiera puesto a pensar dónde colocaría los Griegos para recibir de ellos menos daño, no hubiera encontrado otro sitio mejor que aquel en que estuviesen más lejos de él mismo y de los que con él peleaban, desde el cual él mismo no percibió que era vencido, y Ciro se anticipó a morir antes de sacar ninguna ventaja de la victoria de Clearco. Y no porque Ciro no hubiese conocido que era lo que convenía, disponiendo que Clearco formara allí en el centro; pero éste, con decir que dejara a su cuidado el disponer lo mejor, todo lo desbarató y destruyó.

IX.— Porque los Griegos arrollaron a los bárbaros como y cuanto quisieron, y, persiguiéndolos, corrieron casi toda la llanura; mas contra Ciro, que llevaba un caballo noble, pero duro de boca y de sobrados alientos, llamado Pasaca según dice Ctesias, movió el caudillo de los Cadusios Artagerses, diciendo a grandes voces: «¡Oh tú, que infamas el glorioso nombre de Ciro, el más injusto y más temerario de los hombres, vienes atrayendo en mal hora a los valientes Griegos contra las riquezas de los Persas, con esperanza de dar muerte a tu señor y tu hermano, que tiene millares de millares de esclavos mejores que tú; pero ahora lo verás, pues antes perderás aquí tu cabeza que puedas ver el rostro del rey». Dicho esto, le lanzó un dardo, y la coraza resistió firme al golpe, con lo que no llegó a ser herido Ciro, sino sólo conmovido en la silla, porque el golpe fue violento. Al volver Artagerses el caballo, tiró Ciro contra él, y le acertó, entrando la punta del dardo por el cuello sobre la clavícula.

Así casi todos convienen en que Artagerses fue muerto por Ciro: pero por cuanto de la muerte de éste no habló Jenofonte sino llana y brevemente, como que no la presenció, nada parece que se opone a que expresemos con distinción lo que acerca de ella refieren Dinón y Ctesias.

X.— Dice, pues, Dinón que, muerto Artagerses, Ciro acometió denodadamente a los que protegían al rey, llegando a herirle a éste el caballo; pero pudo salvarse. Proporcionóle Teribazo que montase otro caballo, diciéndole: «Acuérdate, ¡oh rey!, de este día, porque no es de olvidar»; y otra vez Ciro acosó con su caballo a Artojerjes, y le derribó. Indignóse sobremanera el rey al tercer encuentro, y diciendo «más vale morir», lanzó un dardo contra Ciro, que temeraria y ciegamente se metía por las saetas enemigas; tiráronle también los que junto al rey estaban, y cayó Ciro, según dicen algunos, herido de mano del rey; según algunos otros, dándole el golpe mortal uno de Caria, a quien el rey concedió, en premio de esta acción, que llevara siempre un gallo de oro sobre una lanza al frente de la hueste en los ejércitos; porque los Persas a los de Caria le llamaban gallos, a causa de los penachos con que adornaban sus cascos.

XI.— La relación de Ctesias, procurando abreviar y compendiar mucho en pocas palabras, es como sigue: Ciro, luego que dio muerte a Artagerses, dirigió su caballo contra el rey, y éste el suyo contra él, ambos sin hablar palabra. Anticipóse Arieo, amigo de Ciro, a tirar contra el rey, pero no le hirió. El rey, haciendo entonces tiro con su lanza, no acertó a Ciro, pero alcanzó y dio muerte a Satifernes, hombre de valor y leal a Ciro. Tirando éste contra aquel, le pasó la coraza y le hirió en el pecho, hasta penetrar la saeta dos dedos, haciéndole el golpe caer del caballo. Desordenáronse con esto y huyeron los que tenía alrededor de sí, y levantándose con muy pocos, de los cuales era uno Ctesias, tomó una altura inmediata, donde respiró. A Ciro, mientras acosaba a los enemigos, enardecido su caballo, lo llevó a gran distancia, venida ya la noche, desconocido de los enemigos y buscado de los suyos. Engreído con la victoria y lleno de ardor y osadía, corrió gritando: «¡Rendios, miserables!». Repetíalo en lengua persa muchas veces, y algunos se retiraban adorándole: mas cáesele en esto la tiara de la cabeza, y volviendo contra él un mancebo persa, llamado Mitridates, le hiere con un dardo en una sien, junto al ojo, sin saber quién fuese. Como le corriese mucha sangre de la herida, cayó Ciro desmayado y soporoso, y el caballo, dando a huir, corría desbocado, cuyos jaeces, caídos al suelo, recogió el escudero del que hirió a Ciro, bañados todos en sangre. A éste, que con la herida apenas podía dar paso, procuraban unos cuantos eunucos que allí se hallaban subirle en otro caballo y salvarle; más no estando para ello, y yendo con gran dificultad por su paso, le cogieron por los brazos y así le llevaban muy pesado ya del cuerpo y cayéndoseles, pero creído de que era vencedor, por oír a los que huían que aclamaban por rey a Ciro y le rogaban los mirase con indulgencia. En esto unos Caunios, hombres de mala vida, miserables y que por muy poco jornal iban de trabantes en el ejército del rey, se encontraron mezclados como amigos entre las gentes de Ciro, y no bien hubieron visto las sobrevestas purpúreas, siendo blancas las que usaban todos los del servicio del rey, conocieron que eran enemigos. Atrevióse, pues, uno de ellos a herir con un dardo a Ciro por la espalda sin conocerle, y rota la vena de la corva, cayó Ciro, dando al mismo tiempo con la sien herida sobre una piedra, y falleció. Ésta es la narración de Ctesias, con la que, como con una mala navaja, le va matando poco a poco.

XII.— Cuando ya había muerto, acertó a pasar a caballo Artasiras, ojo del rey, y conociendo a los eunucos que se lamentaban, preguntó al que tenía entre ellos de más confianza: «Dime, Pariscas, “¿a quién lloras aquí sentado?», a lo que respondió: «¿No ves, ¡oh Artasiras! a Ciro muerto?». Maravillado Artasiras, procuró consolar al eunuco, encargándole la custodia del muerto, y él corrió a Artojerjes, que ya lo daba todo por perdido, y que se hallaba mal parado de sed y de sus heridas, y le dice con regocijo que ha visto muerto a Ciro. Su primer movimiento fue querer ir a verlo por sí, diciendo a Artasiras que lo llevase al sitio; pero como llegasen continuas noticias y fuese grande el miedo con motivo de que los Griegos seguían el alcance, y todo lo vencían y avasallaban, se tuvo por más conveniente enviar exploradores en mayor número, y se enviaron treinta con hachones. Estaba el rey a punto de morir de sed, y el eunuco Satibanes corría por todas partes buscando qué bebiese, porque el terreno aquel carecía de agua y no estaba cerca el campamento; mas al fin, a costa de mucha diligencia, dio de aquellos Caunios miserables con uno que en un odre ruin tenía de agua podrida y de mala calidad hasta unas ocho cótilas. Tomóle, pues, y lo trajo al rey; y habiéndose bebido éste toda el agua, le preguntó si no le había sabido mal semejante bebida, y él juró por los dioses que en su vida había bebido ni vino más dulce, ni agua más delicada y limpia; tanto, que le añadió: «Al hombre que te la ha dado, si buscándolo no puedo yo darle la debida recompensa, pediré a los dioses que le hagan feliz y rico».

XIII.— Llegaron en este punto los treinta regocijados y alegres, anunciándole su inesperada ventura, y empezando además a cobrar ánimo con el gran número de los que volvían a pasarse a él, bajó del collado rodeado de antorchas. Cuando estuvo junto al cadáver, luego que, según una ley de los Persas, se le cortó la mano derecha y la cabeza, separándolas del cuerpo, mandó que le trajesen la cabeza; y cogiéndola por los cabellos, que eran espesos y ensortijados, la mostró a los que todavía dudaban y huían. Admirábanse éstos y lo adoraban, de manera que en breve reunió unos setenta mil hombres, que regresaron otra vez a los reales, siendo los que había llevado a la batalla, según dice Ctesias, sobre cuatrocientos mil; pero Dinón y Jenofonte refieren haber sido muchos más los que entraron en acción. De muertos dice Ctesias que Artojerjes le refirió haber sido nueve mil, y que a él le parece que en todo no bajaron los que perecieron de veinte mil. En esto puede haber duda; pero lo que es una insigne impostura de Ctesias es decir que él mismo fue enviado a los Griegos con Falino de Zacinto y algunos otros, porque Jenofonte sabía que Ctesias moraba en la corte del rey, puesto que hace mención de él, y es claro que tuvo en las manos sus libros; y si hubiera ido y sido intérprete de las conferencias, no habría dejado de nombrarle cuando nombra a Falino de Zacinto; y es que, siendo Ctesias sumamente ambicioso y no menos apasionado de los lacedemonios y de Clearco, siempre deja para sí mismo algunos huecos en la narración, y cuando se ve en ella dice muchas y grandes proezas de Clearco y de Lacedemonia.

XIV.— Después de la batalla envió los más ricos y preciosos dones al hijo de Artagerses, muerto a manos de Ciro, y honró magníficamente a Ctesias y a todos los demás. Habiendo hallado al Caunio aquel que le dio el odre, de oscuro y pobre lo hizo ilustre y rico. Se notó cierto estudio hasta en los castigos de los que faltaron, porque a un Medo llamado Arsaces que en la batalla huyó a Ciro y otra vez se le pasó después de muerto éste, queriendo en él castigar la timidez y cobardía, y no la traición ni la maldad, le condenó a que, tomando en hombros una ramera desnuda, la paseara así un día entero por la plaza. A otro que sobre haberse pasado se había atribuido con falsedad haber muerto a dos enemigos, dispuso que le atravesaran la lengua con tres agujas. Creyendo él mismo y queriendo que todos creyeran y dijeran que él había sido quien había muerto a Ciro, a Mitridates, que fue el primero en tirar contra Ciro, le envió magníficos dones, encargando a los que habían de entregárselos que le dijesen: «Con estas preseas te premia el rey por haberle presentado los arreos del caballo de Ciro, que te encontraste». Pidiéndole asimismo recompensa aquel de Caria que dio a Ciro en la pierna la herida de que murió, provino a los que se la llevaban le dijesen en la propia forma: «Este regalo te lo hace el rey por segundas albricias, porque el primero fue Artasiras, y después de él tú le anunciaste la muerte de Ciro». Mitridates, aunque disgustado, recibió su regalo y nada dijo; pero al miserable Cario le sucedió lo que comúnmente padecen los necios, porque, deslumbrado con los bienes presentes, pensó que podía subirse a mayores, y desdeñando recibir lo que se le daba como albricias, se mostró ofendido, protestando y gritando que ninguno otro que él había muerto a Ciro, e injustamente se le privaba de aquella gloria. Cuando se lo dijeron al rey, se irritó sobremanera y mandó que le cortasen la cabeza; pero la madre, que se hallaba presente: «No has de ser tú ¡oh rey! —le dijo—, quien se dé con esto por satisfecho respecto de este abominable Caria, sino que de mí recibirá una recompensa digna de lo que ha tenido el arrojo de decir». Habiéndoselo otorgado el rey, dio orden Parisatis a los ejecutores de la justicia para que, tomando bajo su poder aquel hombre, lo atormentaran por diez días, y sacándole después los ojos, le echaran en los oídos bronce derretido hasta que así falleciese.

XV.— Al cabo pereció también malamente Mitridates de allí a poco tiempo por su indiscreción. Convidado, en efecto, a un banquete, al que asistieron los eunucos del rey y de su madre, se presentó en él engalanado con el vestido y alhajas de oro que aquel le había dado. Cuando ya estaban cenando, le dijo el eunuco de más valimiento entre los de Parisatis: «Bellísimo es, ¡oh Mitridates!, ese vestido que te dio el rey; bellísimos igualmente los collares y demás adornos; pero más precioso el alfanje. ¡Ciertamente que te hizo venturoso y célebre entre todos!». Mitridates, que ya tenía la cabeza caliente: «¿Qué es esto? —dijo— ¡oh Esparamizes! De mayores y más preciosos dones de parte del rey me hice yo digno en aquel día». Entonces Esparamizes, sonriéndose: «Nadie te lo disputa ¡oh Mitridates! —le contestó—; pero pues dicen los Griegos que la verdad es compañera del vino, ¿qué cosa tan grande y tan brillante es, amigo mío, encontrarse en el suelo los arreos de un caballo, e ir después a presentarlos?». Diciendo esto, no porque ignorase lo que había pasado, sino para hacer se franquease ante los demás que se hallaban presentes, picaba así la vanidad de Mitridates, hablador ya y descomedido con el vino. Así es que, no pudiendo contenerse: «Vosotros —repuso— diréis todo lo que queráis de arreos y tonterías; lo que yo os aseguro sin rodeos es que Ciro fue muerto por esta mano, porque no tiré, como Artagerses, flojamente y en vano, sino que erré poco del ojo, y acertándole en la sien, y pasándosela, lo derribé al suelo, habiendo muerto de aquella herida». Todos los demás, poniéndose ya en el fin de aquella conversación, y viendo la desgraciada suerte de Mitridates, bajaron los ojos a tierra; y el que daba el convite: «Amigo Mitridates —dijo—, bebamos ahora y comamos adorando el genio del rey, y dejemos a un lado razonamientos que están por encima de los que pide un banquete».

XVI.— Fin seguida refiere el eunuco a Parisatis aquella conversación, y ésta al rey, el cual se indignó en gran manera, creyéndose desmentido y que se le hacía perder el más precioso y más dulce fruto de la victoria, pues estaba empeñado en hacer entender a todos los bárbaros y a los Griegos que en los encuentros y choques, dando y recibiendo golpes, él había sido herido, pero había muerto a Ciro. Mandó, pues, que a Mitridates se le quitara la vida, haciéndole morir enartesado, lo que es en esta forma: tómanse dos artesas hechas de madera que ajusten exactamente la una a la otra, y tendiendo en una de ellas supino al que ha de ser penado, traen la otra y la adaptan de modo que queden fuera la cabeza, las manos y los pies, dejando cubierto todo lo demás del cuerpo, y en esta disposición le dan de comer, si no quiere, le precisan punzándole en los ojos; después de comer le dan a beber miel y leche mezcladas, echándoselas en la boca y derramándolas por la cara: vuélvenle después continuamente al sol, de modo que le dé en los ojos, y toda la cara se le cubre de una infinidad de moscas. Como dentro no puede menos de hacer las necesidades de los que comen y beben, de la suciedad y podredumbre de las secreciones se engendran bichos y gusanos que carcomen el cuerpo, tirando a meterse dentro. Porque cuando se ve que el hombre está ya muerto, se quita la artesa de arriba y se halla la carne carcomida, y en las entrañas enjambres de aquellos insectos pegados y cebados en ellas. Consumido de esta manera Mitridates, apenas falleció el decimoséptimo día.

XVII.— Quedábale a Parisatis otro blanco, que era Masabates, aquel eunuco del rey que cortó a Ciro la cabeza y la mano. No le daba éste motivo ni asidero ninguno, y Parisatis discurrió de este modo de traerle a sus lazos. Era para todo mujer astuta, y diestra en el juego de los dados, por lo que antes de la guerra jugaba muchas veces con el rey, y después de ella, cuando ya se habían reconciliado, no se negaba a las demostraciones del rey, sino que tomaba parte en sus diversiones y era sabedora de sus amores, terciando en ellos y presenciándolos, con el cuidado, sobre todo, de que conversara y se llegara a Estatira lo menos posible, por aborrecerla más que a nadie, y también para poder aparentar que ella era la que gozaba del mayor favor. En una ocasión, pues, en que el rey estaba alegre y sin qué hacer, lo provocó a jugar la suma de mil daricos; echaron los dados, y habiéndose dejado ganar, entregó el dinero. Fingió, sin embargo, sentimiento y gana de continuar, proponiendo que se pusiera a jugar de nuevo, y que fuera lo que se jugase un eunuco. Hicieron el convenio de que cada uno exceptuaría cinco, los que tuviese de mayor confianza, y de los demás el vencedor elegiría, y el vencido habría de entregarlo; bajo estas condiciones se pusieron a jugar. Dio grande atención al juego, no omitiendo nada de su parte, y como además le fuesen favorables los lances, ganó y se hizo dueña de Masabates, que no era de los exceptuados; y antes que él pudiera tener sospecha ninguna de su intención, lo entregó a los ejecutores de la justicia con orden de que lo desollaran vivo; el cuerpo, puesto de lado, lo amarraron en tres cruces, y la piel la tendieron con separación en otro palo. Hecho esto, el rey manifestó el mayor pesar, mostrándosele irritado, y ella por burla: «¡Cuán amable y gracioso eres —le decía— si así te dueles por un eunuco viejo y perverso, cuando yo, habiendo perdido mil daricos, callo y aguanto!». El rey, aunque no dejó de sentir el engaño, nada hizo; pero Estatira, que abiertamente la contradecía en todo, hizo también con esta ocasión demostraciones de disgusto, no pudiendo sufrir que Parisatis diera muerte injusta y cruel, a causa de Ciro, a los hombres y a los eunucos más fieles al rey.

XVIII.— Habiendo Tisafernes engañado a Clearco y a los demás caudillos, y puéstolos en prisión con quebrantamiento de las capitulaciones confirmadas con juramento, dice Ctesias que Clearco le pidió le proporcionase un peine, y que, provisto de él, se compuso y ordenó el cabello, quedando muy agradecido a aquel favor, por el que le dio un anillo, prenda de amistad, para sus parientes y deudos en Lacedemonia, siendo lo que tenía grabado una danza de cariátides. Añade que los víveres enviados a Clearco los sustraían y consumían los soldados presos con él, dando a Clearco una parte muy pequeña, como si a ellos la debiera; y que él puso en esto remedio, negociando que se enviaran más provisiones a Clearco y que se les dieran separadamente a los soldados; y todo esto lo dispuso y ejecutó por favor y con beneplácito de Parisatis. Como entre estas provisiones se enviase todos los días a Clearco un jamón, le mostró de qué modo podría poner entre la carne un puñal y enviárselo escondido, rogándole lo ejecutase y que no diera lugar a que su fin pendiera de la crueldad del rey. Mas él no se prestó a semejante propuesta, y habiendo la madre intercedido con el rey para que no se diese muerte a Clearco, el rey se lo otorgó bajo juramento; pero vuelto por Estatira, hizo quitar la vida a todos, fuera de Menón. De resulta de esto dice que Parisatis atentó a la vida de Estatira, preparándole un veneno, cosa poco probable en cuanto a la causa, pues no parece que Parisatis había de emprender acción tan atroz y exponerse por Clearco a los mayores peligros, arrojándose a dar muerte a la mujer legítima del rey, madre de los hijos que en común habían educado para el reino. Pero es bien claro que todo esto está exagerado en obsequio de la memoria de Clearco; porque dice también que, muertos los caudillos, todos los demás fueron comidos de perros o de aves; pero que en cuanto al cadáver de Clearco, levantándose un recio huracán, que acumuló un montón de tierra, la trajo sobre él y le cubrió, y que, habiéndose plantado allí unas palmas, en breve se formó un maravilloso palmar, que hizo sombra a aquel sitio, tanto, que el rey mismo se mostró muy pesaroso de haber dado muerte a un hombre tan amado de los dioses como Clearco.

XIX.— Parisatis, que desde el principio había mirado con aversión y celos a Estatira, viendo que su poder no nacía sino del respeto y honor en que la tenía el rey, y que el de ésta tomaba sus quilates y su fuerza del amor y de la confianza, se resolvió a armarle asechanzas, aventurándose, como ella misma lo creía, a todo. Tenía una esclava muy fiel y que gozaba de todo su favor, llamada Gigis, de la cual dice Dinón haber sido quien dispuso el veneno, y Ctesias, que sólo fue sabedora involuntariamente. Al que dio el veneno, éste le llama Belitara, y Dinón, Melanta. A Pesar de sus antiguas sospechas y disensiones, habían empezado otra vez a visitarse y a cenar juntas, comiendo, aunque con recelo y precaución, de los mismos platos preparados por las mismas personas. Hay en Persia una ave pequeña que no hace ninguna secreción, sino que en lo interior toda es gordura, por lo que se cree que se mantiene del viento y del rocío, y su nombre es Rintaces. Dice, pues, Ctesias que Parisatis trinchó una de estas aves con un cuchillo untado por un lado con el veneno, con lo que quedó emponzoñada una parte del ave, y que comió ella la parte intacta y pura, alargando a Estatira la que estaba inficionada. Dinón dice que no fue Parisatis, sino Melanta quien trinchó el ave, poniendo la carne envenenada al lado de Estatira. Como ésta hubiese muerto con grandes dolores y convulsiones, ella misma conoció la maldad, y el rey no pudo menos que concebir sospechas contra la madre, mayormente sabiendo su índole feroz e implacable. Por tanto, aplicándose al punto a hacer indagaciones, prendió y atormentó a los sirvientes y superintendentes de la mesa de la madre; por lo que hace a Gigis, Parisatis la tuvo mucho tiempo consigo en su habitación, sin querer entregarla al rey, que la reclamó; pero como más adelante hubiese pedido que la dejara ir una noche a su casa el rey lo llegó a entender, puso quien la acechase y prendiese, y la condenó a muerte. La pena que en Persia se da, según la ley, a los envenenadores es la siguiente; tienen una piedra ancha sobre la que ponen la cabeza del criminal, y con otra piedra se la machacan y muelen hasta quedar deshechas la cara y la cabeza; y ésta fue la muerte que tuvo Gigis. A Parisatis no le dijo o hizo Artojerjes otro mal que enviarla con su voluntad a Babilonia, diciendo que mientras ésta estuviese allí, no vería aquella ciudad. Tales fueron y así pasaron las cosas domésticas.

XX.— Quería el rey y hacía esfuerzos por apoderarse de todos los Griegos que habían subido a la Persia como había vencido a Ciro y había conservado el reino; pero no habiéndolo conseguido, y antes habiéndose ellos salvado por sí mismos, puede decirse que desde la corte, no obstante haber perdido a Ciro y todos sus caudillos, lo que éstos hicieron fue descubrir y revelar lo que era el imperio de la Persia y las fuerzas del rey, reducido todo a mucho oro, lujo y mujeres, y en lo demás, orgullo y vanidad; con lo que toda la Grecia se tranquilizó y despreció a los bárbaros, y aun a los Lacedemonios les pareció cosa intolerable no sacar de su servidumbre a los griegos habitantes del Asia, y no poner término a sus insolencias. Haciéndoles, pues, la guerra, primero bajo el mando de Timbrón y después de Dercílidas, sin hacer nada digno de mentarse, la encargaron al rey Agesilao. Pasó éste con sus naves al Asia, y desplegando al punto singular actividad, alcanzó un ilustre nombre, venció de poder a poder a Tisafernes y sublevó las ciudades. En vista de esto, meditando Artojerjes sobre el modo de hacer la guerra, envió a la Grecia a Hermócrates de Rodas con cantidad de oro y orden de regalar y corromper a los demagogos de más influjo en las ciudades, a fin de llevar la guerra griega sobre Lacedemonia. Hízolo así Hermócrates, logrando que se rebelaran las ciudades más principales; y habiéndose puesto también en movimiento el Peloponeso, los magistrados llamaron del Asia a Agesilao. Así se refiere que, al retirarse de aquella región, dijo a sus amigos que había sido expelido del Asia por el rey con treinta mil arqueros, porque el sello de la moneda persa es un arquero o sagitario.

XXI.— Echó también del mar a los Lacedemonios, valiéndose para caudillo de Conón el Ateniense con Farnabazo; porque Conón, después del combate naval de Egospótamos, se estacionó en Chipre, no para consultar a su seguridad, sino esperando, como en el mar cambio de viento, así mudanza en los negocios. Viendo, pues, que sus ideas necesitaban de poder y que el poder del rey necesitaba de un hombre capaz, envió una carta a éste sobre lo que meditaba, previniendo al portador que la entregara por medio de Zenón de Creta o de Polícrito, médico de Mendeo, y si éstos no se hallasen presentes, por medio de Ctesias, también médico. Refiérese que Ctesias fue el que recibió la carta, y a lo que Conón escribía, añadió que le enviara a Ctesias, porque le sería útil para las empresas de mar; pero Ctesias dice que el rey, de movimiento propio, le confió este encargo. Mas como después de la victoria naval que alcanzó en Gnido, por medio de Farnabazo y de Conón, hubiese despojado a los Lacedemonios del imperio del mar, puso de su parte a la Grecia hasta el punto de dictar a los Griegos aquella tan nombrada paz que se llamó la paz de Antálcidas. El espartano Antálcidas era hijo de León, y trabajando en favor del rey, negoció que todas las ciudades griegas del Asia y las islas con ella confinantes le serían tributarias, debiendo permitirlo así los Lacedemonios, en virtud de la paz ajustada con los Griegos, si es que puede llamarse paz una mengua y traición que trajo a la Grecia a un estado más ignominioso que el que tuvo jamás por término guerra ninguna.

XXII.— Por tanto, habiendo abominado siempre Artojerjes de todos los Espartanos, teniéndolos, como dice Dinón, por los hombres más impudentes, a Antálcidas, cuando subió a la Persia, le hizo los mayores agasajos; y en una ocasión, tomando una corona de flores y mojándola en un ungüento preciosísimo, la envió desde la mesa a Antálcidas, maravillándose todos de tan extraordinario obsequio. Ahora, él era hombre muy sujeto a dejarse corromper del lujo y admitir semejante corona, cuando en Persia había remedado por nota a Leónidas y Calicrátidas. Y si Agesilao, según parece, al que dijo: «¡Desdichada Grecia, cuando los Lacedemonios medizan!», le respondió: «Nada de eso, sino cuando los medos laconizan», la gracia de este chiste no quitó la vergüenza y mengua del hecho, pues ello fue que perdieron el principado por haber combatido mal en Leuctras, y antes había sido ya mancillada la gloria de Esparta con aquel tratado. Mientras Esparta conservó la primacía, tuvo Artojerjes a Antálcidas por su huésped, y le llamaba su amigo; pero después que, vencidos en Leuctras, decayeron de su altura, y que por falta de medios enviaron a Agesilao al Egipto, subió Antálcidas a la Persia a pedir a Artojerjes socorriese a los Lacedemonios; y éste de tal modo lo desdeñó, le desatendió y le arrojó de sí, que hubo de volverse afligido con el escarnio de los enemigos y el temor a los Éforos, y se dejó morir de hambre.

Subieron también a solicitar el auxilio del rey Ismenias, y Pelópidas, después que había vencido en la batalla de Leuctras; pero éste nada hizo que pudiera parecer indecoroso: Ismenias, habiéndosele mandado que adorase, dejó caer el anillo del dedo, y bajándose a cogerlo, pasó por que había adorado. A Timágoras Ateniense, que por medio de Beluris, su escribiente, le dirigió un billete reservado, alegre de haberlo recibido, le envió diez mil daricos, y porque hallándose enfermo necesitaba ochenta vacas de leche. Mandóle además un lecho con su estrado y hombres que lo armaran, por creer que los griegos no sabrían, y portadores que le condujesen en litera hasta el mar, hallándose delicado. Cuando ya hubo arribado, le envió una cena tan suntuosa, que Ostanes, el hermano del rey, le dijo: «Acuérdate, Timágoras, de esta mesa, porque no se te envía tan magníficamente adornada con ligero motivo»; lo que más era estímulo para una traición que recuerdo para el agradecimiento. En fin, los Atenienses condenaron a muerte a Timágoras por causa de soborno.

XXIII.— En una cosa dio gusto Artojerjes a los Griegos por tantas con que los había mortificado, y fue en dar muerte a Tisafernes, que les era el más enemigo y contrario, y se la dio por sospechas que contra él le hizo concebir Parisatis, pues no le duró mucho al rey el enojo sino que luego se reconcilió con su madre y la envió a llamar, haciéndose cargo de que tenía talento y un ánimo digno del trono, y de que ya no mediaba causa ninguna por la que hubieran de recelar disgustarse viviendo juntos. Desde entonces, conduciéndose en todo a gusto del rey, y no mostrándose displicente Por nada que hiciese, adquirió con él el mayor poder, alcanzando cuanto quería; esto mismo la puso en estado de observar que el rey estaba apasionadamente enamorado de Atosa una de sus hijas, aunque por respeto a la madre, ocultaba y reprimía esta pasión, como dicen algunos, no obstante que tenía ya trato secreto con aquella joven. No bien lo hubo rastreado Parisatis, cuando empezó a hacerle mayores demostraciones que antes, y a Artojerjes le ponderaba su belleza y sus costumbres como Propiamente regias y dignas del más, alto lugar. Persuadióle por fin que se casase con aquella doncella y la declarase su legítima mujer, no haciendo caso de las opiniones y leyes de los Griegos, pues para los Persas él había sido puesto por Dios como ley y norma de lo torpe y de lo honesto. Todavía añaden algunos, de cuyo número es Heraclides de Cumas, que Artojerjes, se casó también con su otra hija Amestris, de la que hablaremos más adelante. A Atosa la amó el padre con tal extremo después del matrimonio que, habiéndosele plagado el cuerpo de herpes, no se apartó de su amor Por esta causa ni lo más mínimo, y sólo hizo plegarias por ella a Hera; la adoró sola entre los dioses, llegando a tocar con las manos la tierra, e hizo que los sátrapas y sus amigos le enviaran tantas ofrendas, que el espacio que media entre el templo y el palacio, que es de dieciséis estadios, estaba lleno de oro, plata, púrpura y pedrería.

XXIV.— Habiendo movido guerra a los egipcios por medio de Farnabazo e Ifícrates, le salió desgraciadamente a causa de haberse éstos indispuesto entre sí. A los Cadusios la hizo por sí mismo con trescientos mil infantes y diez mil caballos: pero habiendo invadido un país áspero y nebuloso, falto de los frutos que provienen de la siembra, y que sólo da para el sustento peras, manzanas y otras frutas silvestres a unos hombres belicosos e iracundos, no advirtió que iba a verse rodeado de las mayores privaciones y peligros, porque no encontraban nada que comer, ni había modo de introducirlo de otra parte. Manteníanse solamente con las acémilas, de manera que una cabeza de asno apenas se encontraba por sesenta dracmas. La cena regia desapareció, y eran muy pocos los caballos que quedaban, habiéndose consumido los demás. En esta situación, Teribazo, que por su valor muchas veces ocupaba el primer lugar, otras muchas era retirado por su vanidad, y entonces se hallaba en desgracia y puesto en olvido, fue el que salvó al rey y al ejército. Porque siendo dos los reyes de los Cadusios y estando acampados aparte, se presentó a Artojerjes, y dándole parte de lo que pensaba ejecutar, se fue él en persona a ver a uno de los Cadusios, y al otro envió a su hijo. Cada uno engañó al suyo, diciéndolo que el otro iba a enviar embajadores a Artojerjes para negociar con él paz y alianza; por tanto, que, si tenía juicio, le convenía llegar él el primero, para lo que le auxiliaría en todo. Diéronles crédito ambos, y procurando cada cual anticiparse, el uno envió embajadores a Teribazo, y el otro a su hijo. Como hubiese habido alguna detención, ya se levantaban sospechas y acusaciones contra Teribazo, y el mismo rey empezaba a mirarle mal, arrepintiéndose de haberse fiado de él y dejando campo abierto a sus enemigos para calumniarle. Mas cuando se presentaron de una parte Teribazo y de otra su hijo, con los Cadusios, y extendiéndose los tratados se asentó la paz con ambos reyes, entonces alcanzó Teribazo los mayores honores, e hizo la retirada al lado del rey, el cual demostró en esta ocasión a todos que la pusilanimidad y delicadeza no nacen del lujo y del regalo, como cree el vulgo, sino de un natural viciado y pervertido que se deja arrastrar de erradas opiniones. Porque ni el oro, ni la púrpura, ni todo el aparato y magnífico equipaje de doce mil talentos que seguía siempre a la persona del rey, le preservó de sufrir trabajos e incomodidades como otro cualquiera, sino que, con su aljaba colgada y llevando él mismo su escuda, marchaba el primero por caminos montuosos y ásperos, dejando el caballo, con lo que daba ligereza y aliviaba la fatiga a los demás, viendo su buen ánimo y su aguante; porque cada día hacía una marcha de doscientos o más estadios.

XXV.— Habiendo llegado a un palacio real, que en un país escueto y desnudo de árboles tenía jardines maravillosos y magníficamente adornados, como hiciese frío, permitió a los soldados que cortaran leña en el jardín, echando al suelo árboles, sin perdonar ni al alerce ni al ciprés. No se atrevían por su grandor y belleza, y entonces, tomando él mismo la segur, cortó el más alto y más hermoso de aquellos árboles. Con esto ya los soldados hicieron leña, y encendiendo muchas lumbradas, pasaron bien la noche. Con todo, la vuelta fue perdiendo muchos hombres, y puede decirse que todos los caballos. Pareciéndole que por aquel revés y por haberse desgraciado la expedición se le tenía en menos, como concibió sospechas contra las personas más principales, y si a muchos quitó la vida por enojo, a muchos más por miedo; porque el temor es muy mortífero en el despotismo, así como no hay nada tan benigno, suave y confiado como el valor. Por tanto, aun en las fieras, las intratables e indómitas son las medrosas y tímidas: pero las nobles y generosas, siendo más confiadas por su mismo valor, no se hurtan a los halagos.

XXVI.— Siendo ya anciano Artojerjes, entendió que sus hijos, ante sus amigos y ante los magnates, tenían contienda sobre el trono: porque los más juiciosos deseaban que como él mismo había recibido el reino, así, lo dejaría a Darío; pero Oco, el menor de todos, que era de espíritu fogoso y violento, tenía en el mismo palacio no pocos partidarios, y esperaba ganar al padre principalmente por Atosa, a la que obsequiaba para tomarla por mujer y para que reinara con él despuésde la muerte del padre; corrían incluso rumores de que en vida de éste tenía trato en secreto con ella, aunque de esto no supo nada Artojerjes. Queriendo, pues, quitar cuanto antes toda esperanza a Oco, precaver también que, arrojándose a seguir el ejemplo de Ciro, el reino se envolviese en guerras y contiendas, designó por rey a Darío, que se hallaba en la edad de cincuenta años, y le concedió llevar enhiesta la que llamaban Cítaris. Era ley dePersia que el designado pedía una gracia, y el designante había de otorgar la que se pidiese, como fuese posible y Darío pidió a Aspasia, mujer muy estimada antes de Ciro, y contada entonces entre las concubinas del rey.

Era Aspasia de Focea, en la Jonia, hija de padres libres y educada con particular esmero; presentáronsela a Ciro con otras mujeres estando cenando, y las demás, habiendo tomado asiento, como Ciro arrimándose a ellas, usase de chanzas y de chistes, no se mostraban desdeñosas; pero aquella se estuvo callada al lado del escaño, y llamándola Ciro, no obedeció. Querían los camareros conducirla; pero «Tendrá que sentir —dijo ella— cualquiera que venga a echarme mano»; con lo que por los circunstantes fue calificada como ingrata e incivil. Mas Ciro se holgó de ello, y echándose a reír, dijo al que había presentado aquellas mujeres: «¿Cómo hasta ahora no habías advertido que, entre todas, ésta sola me traías libre e intacta?». Y desde entonces comenzó a obsequiarla y a preferirla a todas, llamándola sabia. Quedó cautiva cuando, muerto Ciro, fue saqueado su campamento.

XXVII.— Con haberla pedido Darío causó disgusto al padre, porque los celos de los bárbaros en lo relativo a placeres son terribles; tanto, que no sólo el que se arrima y toca a una concubina del rey, sino aun el que se adelanta y pasa cuando es conducida en carruaje, incurre en pena de muerte. Teniendo, pues, a Atosa, a la que, arrastrado del amor, había hecho su mujer contra ley, y manteniendo trescientas setenta concubinas de extremada belleza, sin embargo, a la demanda de ésta respondió que era libre, y dio orden de que la tomase queriendo ella; pero que contra su voluntad no se la obligase. Llamóse, pues, a Aspasia, y como, contra lo que el rey esperaba, hubiese preferido a Darío, la dio estrechado de la precisión de la ley; pero de allí a poco se la quitó, nombrándola sacerdotisa de Ártemis la de Ecbátana, llamada Anaitis, para que viviera en castidad el resto de su vida, creyendo tomar con esto del hijo una venganza no dura y grave, sino llevadera y mezclada en cierto modo con una burla; pero éste no la llevó con serenidad, o porque estuviese enamorado de Aspasia, o porque se juzgase afrentado y escarnecido del padre.

Percibió esta disposición suya Teribazo, y todavía lo exasperó más, juntando con la ofensa de éste las suyas, que eran por este orden. Teniendo el rey muchas hijas, prometió dar Apama por mujer a Farnabazo, Rodoguna a Orontes, y a Teribazo Amestris. A los otros les dio sus prometidas; pero faltó a la palabra a Teribazo, casándose él mismo con Amestris, y desposando en su lugar con Teribazo a Atosa segunda; y como se hubiese casado también con ésta, enamorado de ella, del todo se desazonó y enemistó con él Teribazo, que ya de suyo no era de índole sosegada, sino inconsecuente y atolondrado. Por tanto, honrado unas veces entre los primeros, y otras perseguido y desechado con ignominia, ninguna de estas mudanzas las llevaba con cordura, sino que en la elevación era insolente, y cuando se le reprimía, no se mostraba modesto y contenido, sino iracundo y soberbio.

XXVIII.— Era, pues, Teribazo fuego sobre fuego, estando siempre inflamando a aquel joven con decirle que la cítaris puesta sobre la cabeza de nada servía a los que la llevaban si no trabajaban por dar buena dirección a los negocios, y que sería por tanto muy necio si, intentando de una parte prevenirle en ellos el hermano con el favor del serrallo, y teniendo de otra el padre un genio tan caprichoso e inconstante, creyese que le era ya segura y cierta la sucesión; y que no era lo mismo no salir Oco con su intento, que quedar él privado del reino; porque Oco podía muy bien vivir feliz como hombre privado; pero a él, designado ya rey, le era preciso o reinar, o no existir. Por lo común, sucede aquello de Sófocles:

La persuasión del mal ligera corre;

porque es muy fácil y en pendiente la marcha a lo que se quiere, y los más de los hombres apetecen lo malo porque no tienen experiencia y conocimiento de lo bueno. Aquí, además, el esplendor del mando y el temor de Darío a Oco le dieron un grande asidero a Teribazo, y quizá no dejó de tener parte de culpa la diosa Chipre, a causa de lo ocurrido con Aspasia.

XXIX.— Entregóse, pues, enteramente a Teribazo, y cuando ya eran muchos los rebeldes, un eunuco descubrió al rey la conjuración y el modo, estando plenamente informado de que tenían resuelto entrar aquella noche y matarle en el lecho. Oído por Artojerjes, le pareció cosa fuerte desatender tan grave peligro no dando valor a la denuncia; pero aun le pareció más fuerte y terrible el darlo por cierto sin ninguna prueba. Tomó, pues, este partido: al eunuco le mandó que estuviera sobre ellos y los siguiese, y él hizo que en el dormitorio abrieran un agujero en la pared que estaba a espaldas del lecho, y, poniéndole puertas, cubrió éstas con un tapiz. Llegada la hora, y avisado por el eunuco del momento de la ejecución, se estuvo en el lecho, y no se levantó de él hasta haber visto los rostros de los agresores y conocídoles bien. Cuando vio que desenvainaban las espadas y se encaminaban en su busca, levantó sin dilación el tapiz y se retiró a la cámara inmediata, cerrando con estrépito las puertas. Vistos por él los matadores sin que hubiesen podido ejecutar su hecho, dieron a huir por la puerta por donde entraron, y decían a Teribazo que escapara, pues que habían sido descubiertos, y los demás se dispersaron y huyeron; pero Teribazo iba a ser preso, y dando muerte a muchos de los guardias, con dificultad acabaron con él herido de un dardo arrojado de lejos. Para Darío, que fue preso con sus hijos, convocó Artojerjes los jueces regios, no hallándose él presente, sino haciendo que otros le acusaran y dando orden de que los dependientes escribieran el dictamen de cada uno y se lo llevaran. Votaron todos con uniformidad condenándole a muerte, y a los ministros lo pasaron a la pieza próxima. Llamado el verdugo, vino prevenido del cuchillo con que se cortaba la cabeza a los sentenciados; pero al ver a Darío se quedó pasmado, y se retiró mirando a la puerta y manifestando que no podía ni se atrevía a poner mano en el rey; gritábanle y amenazábanle en tanto desde afuera los jueces, con lo que volvió, y tomando a Darío con la otra mano por los cabellos, y acercándolo a sí, con el cuchillo le cortó el cuello. Dicen algunos que estuvo el rey presente al juicio, y que Darío, cuando se vio convencido con las pruebas, postrándose en el suelo, rogó y suplicó; pero aquel, levantándose encendido en ira, sacó el puñal y lo hirió hasta quitarle la vida. Añaden que después pasó a palacio y, adorando al Sol, dijo: «Retiraos alegres, ¡oh Persas!, y anunciad a los demás que el grande Oromazes ha dado el debido castigo a los que habían meditado crímenes tan atroces y nefandos».

XXX.— Este fin tuvo aquella conjuración. Con esto Oco se alentó en sus esperanzas fomentado por Atosa; mas, con todo, aun le inspiraba miedo, de los legítimos, Ariaspes, que era el que quedaba. y de los espurios, Arsames; porque en cuanto a Ariaspes, deseaban los Persas que reinase, no tanto porque era mayor que Oco como por su condición benigna, sencilla y humana; y Arsames, además de tener talento, no se le ocultaba a Oco que gozaba de la predilección del padre. Incidió, pues, a entrambos, y siendo hombre tan propio para un engaño como para un asesinato, usó de la crueldad de su carácter contra Arsames, y de su maldad y ruindad contra Ariaspes. Envió, pues, a éste varios eunucos y amigos del rey que continuamente le estuviesen anunciando amenazas y expresiones terribles del padre, como que tenía resuelto quitarle la vida cruel o ignominiosamente. Dándole, pues, a entender cada día que lo participaban estos secretos, y diciéndole unas veces que el peligro no era próximo, y otras que no faltaba nada para que el rey pusiera por obra su designio, de tal manera le abatieron y fue tanto su aburrimiento y su confusión sobre lo que haría, que preparó un veneno mortal y, tomándole, se quitó la vida. Cuando el rey supo el género de muerte de Ariaspes, le lloró, y sospechó la causa; pero no se resolvió, por la vejez, a inquirir y proceder sobre ella, y con esto aun se acrecentó su amor a Arsames, notándose que de él principalmente se fiaba, haciéndole su confidente: por lo cual Oco no dilató sus proyectos, sino que, echando mano de Arpates, hijo de Teribazo, por mano de éste le dieron muerte.

Eran ya entonces con la vejez muy pocas las fuerzas de Artojerjes, y sobreviniéndole en este estado el pesar de la muerte de Arsames, no pudo ni por momentos tolerarle, sino que al punto, de dolor y abatimiento se le apagó lo poco que le quedaba de espíritu, habiendo vivido noventa y cuatro años y reinado sesenta y dos. Contribuyó no poco a que tuviera opinión de benigno y morigerado su hijo Oco, que sobrepujó a todos en fiereza y crueldad.

ARATO

I.— Temiendo, a mi entender ¡oh Polícrates! el filósofo Crisipo lo ominoso de cierto proverbio antiguo, no lo escribió como él es en sí, sino como a él le parecía que estaría mejor, diciendo:

que los hijos honrados y dichosos?

Pero Dionisodoro de Trecene lo censura, y pone el proverbio verdadero, que es así:

que los astrosos e infelices hijos?

Y dice que el proverbio es hecho para tapar la boca a los que, no valiendo nada por sí, se adornan con las virtudes de algunos de sus antepasados y se dilatan en sus alabanzas. Mas para aquel a quien le cabe una generosa índole adquirida de los padres, según expresión de Píndaro, como tú que procuras asemejar la vida a los domésticos ejemplos, sería lo más provechoso estar continuamente oyendo o diciendo algún loor de los hombres ilustres de su linaje, pues no por falta de virtudes propias ensalza entonces la gloria de las alabanzas ajenas, sino que, haciendo un cuerpo de sus hazañas y las de éstos, los celebra como autores de su linaje y de su conducta. Éste es el motivo de haberte enviado la Vida que he escrito de Arato, tu conciudadano y progenitor, del que tú no desdices, ni en la gloria propia ni en el uso del poder; no porque tú no hayas trabajado desde el principio por conocer con la mayor puntualidad sus hechos, sino con el objeto de que tus hijos Polícrates y Pitocles se formen sobre los ejemplares domésticos, ora oyendo y ora leyendo lo que deben imitar, por cuanto no es de quien ama la virtud, sino de quien está enamorado de sí mismo, el tenerse siempre por mejor que los otros.

II.— La ciudad de Sicione, habiendo perdido su pura y dórica aristocracia, cayó, como cuando la armonía se desconcierta, en las sediciones y competencias de los demagogos, y no dejó de andar doliente e inquieta sin hacer más que mudar de tiranos, hasta que, dada muerte a Cleón, eligieron por primeros magistrados a Timoclidas y Clinias, varones los más aventajados en gloria y poder entre aquellos ciudadanos. Cuando parecía que ya el gobierno había tomado alguna consistencia, murió Timoclidas, y Abántidas, hijo de Paseas, que meditaba usurpar la tiranía, dio muerte a Clinias, y de sus amigos y deudos a unos los desterró y a otros les dio muerte. Hacía asimismo diligencias por quitar la vida a Arato su hijo, que quedaba de edad de siete años; pero este niño, escabulléndose entre los demás que huían y andando por la ciudad errante y medroso, destituido de todo amparo, sin que él supiese cómo, se entró en casa de una mujer, hermana de Abántidas y casada con Profanto, hermano de Clinias, llamado Soso. Ésta, naturalmente de índole generosa, y creyendo además que algún dios llevaba aquel niño a guarecerse en su casa, lo ocultó en ella, y después a la noche lo envió cautelosamente a Argos.

III.— Habiéndose de esta manera salvado y evitado el peligro Arato, muy desde luego se le infundió y fue creciendo en él un odio el más ardiente y violento contra los tiranos. Recibió en Argos de los huéspedes y amigos paternos una educación liberal, y viendo él mismo que su cuerpo adquiriría talla y robustez, se dedicó a los ejercicios de la palestra, de tal modo que, habiendo lidiado los cinco certámenes, alcanzó las cinco coronas. Descúbrese en sus mismos retratos un cierto aire atlético, y lo grave y regio de su semblante no alcanza a desmentir que fuese tragón y bebedor. Quizá por esto mismo atendió al estudio de la elocuencia menos de lo que convenía a un hombre de estado, aunque no dejaba de ser más elegante que lo que han juzgado algunos por los comentarios que de él nos han quedado escritos deprisa y con los nombres vulgares, en medio de los negocios y según éstos ocurrían.

Más adelante Dinias y Aristóteles el dialéctico a Abántidas, que acostumbraba asistir en la plaza a sus conferencias, tomando parte en ellas, luego que le vieron cebado en este estudio, le armaron asechanzas y le quitaron la vida. A Paseas, el padre de Abántidas, le dio alevosamente muerte Nicocles, y se alzó él mismo con la tiranía. Dícese de él que era en su semblante sumamente parecido a Periandro, el hijo de Cípselo, al modo que a Alcmeón el de Anfiarao el persa Orontes, y a Héctor un joven Lacedemonio, de quien refiere Mirsilio que fue pateado y muerto de este modo por la muchedumbre que le estaba viendo, luego que advirtieron la semejanza.

IV.— Tuvo Nicocles cuatro meses de tiranía, en los que, habiendo causado a la ciudad infinitos males, estuvo en muy poco que no la perdiese por las asechanzas de los Etolios; y siendo ya mocito Arato, se hizo desde entonces espectable por su ilustre origen y por su ánimo, que no aparecía apocado o desidioso, sino antes resuelto sobre su edad y templado al mismo tiempo con un proceder circunspecto y seguro. Por tanto, los desterrados en él principalmente tenían puesta la vista, y el mismo Nicocles no desatendía sus operaciones, sino que se veía bien claro que estaba en acecho y observación de sus intentos, pero sin tener una determinación semejante ni una empresa tan arriesgada, y sospechando tan sólo que podía andar en tratos con los reyes que habían sido huéspedes y amigos de su padre. Y en verdad que Arato intentó seguir este camino; pero como Antígono, que le había hecho ofertas, se descuidase de cumplirlas, dando largas, y las esperanzas del Egipto y de Tolomeo las considerase remotas, se resolvió a destruir por sí mismo al tirano.

V.— Los primeros a quienes comunicó sus pensamientos fueron Aristómaco y Ecdelo, de los cuales aquel era uno de los desterrados de Sicione, y Ecdelo Árcade de Megalópolis, hombre, dado a la filosofía, activo y que en Atenas había sido discípulo del académico Arquelao. Habiéndolo éstos adoptado con ardor, trató con los demás desterrados, de los cuales sólo algunos, avergonzándose de abandonar la esperanza, se decidieron a tomar parte en la empresa; pero los más procuraron disuadir de ella a Arato, pareciéndoles que su arrojo provenía de inexperiencia en los negocios. Proponíase éste ocupar primero algún punto del país de Sicione, desde donde emprendiese hacer la guerra al tirano; pero en esto vino a Argos un Sicionio que se había fugado de la cárcel, el cual era hermano de Jenocles, uno de los desterrados. Presentado por Jenocles a Arato, le enteró del paraje de la muralla por donde, subiendo a ella, se había salvado, diciendo que por dentro casi era llano, aunque pegado a terrenos pedregosos y altos, y que por fuera no era tal que no se alcanzase a él con escalas. Luego que le oyó Arato, envió con Jenocles a dos de sus esclavos, Seutas y Tecnón, a reconocer la muralla, determinando, si le era posible ejecutarlo por sorpresa y corriendo de una vez el peligro, a aventurarlo todo cuanto antes, más bien que de particular contender con una guerra prolongada y continuados combates contra el tirano. Así, cuando volvió Jenocles trayendo la medida del muro, aunque le expuso que el sitio, por su naturaleza, no era, en realidad, ni inaccesible ni difícil, pero que sería imposible el no ser sentidos, a causa de los perros de un hortelano, que, aunque pequeños, eran extraordinariamente, alborotados e implacables, al momento puso manos a la obra.

VI.— La adquisición de armas no ofrecía dificultad cuando todos puede decirse se empleaban en robos y en correrías de unos contra otros. Las escalas las construyó sin reservarse el mecánico Eufranor, no pudiendo inducir sospecha por su profesión, aun cuando era también del número de los desterrados. En cuanto a gente, cada uno de sus amigos, de la poca que tenían, le dio diez hombres, y él mismo armó treinta de sus propios esclavos. Tomó asimismo a sueldo algunos soldados de Jenófilo, capitán de bandoleros, entre los cuales se hizo correr la voz de que aquella salida se hacía al país de Sicione contra las yeguas del rey, y a los más se les envió delante en partidas a la torre de Polignoto, con orden de esperar allí. Envióse del mismo modo a Cafisias con otros cuatro bien armados, y éstos debían dirigirse de noche al hortelano, diciendo que eran pasajeros, y en siendo admitidos, encerrar a éste y a los perros, porque no había otro punto por donde poder entrar. Las escalas se desarmaban; metiéronse, pues, en ciertas medidas de granos, y puestas en carros se enviaron ocultas delante. A este tiempo se habían aparecido en Argos ciertos espías de Nicocles, que decían francamente ser venidos a seguir y observara Arato, y éste en aquel día, desde muy temprano, se presentó públicamente en la plaza, en la que se detuvo tratando con sus amigos. Ungióse después en el gimnasio, y tomando consigo algunos jóvenes de los de la palestra, con quienes solía beber y pasar el tiempo, se marchó a casa. A poco aparecieron sus esclavos en la plaza, uno tomando coronas, otro comprando lámparas y otro hablando con aquellas mujerzuelas que suelen tocar y bailar entre los brindis de los festines; con lo que engañó completamente a los espías, pues al ver estas prevenciones se decían unos a otros: «En verdad que no hay cosa más medrosa que un tirano, pues que Nicocles, estando enseñoreado de una ciudad tan poderosa y disponiendo de tantas fuerzas, teme a un mozo que consume en placeres y solaces continuos los recursos que tiene para pasar su destierro».

VII.— Engañados de esta manera se retiraron, y Arato, después de comer, salió al punto de la ciudad, se reunió junto a la torre de Polignoto con los soldados y, conduciéndolos a Nemea descubrió allí a la muchedumbre su designio. Hízoles en primer lugar ofertas y exhortaciones, y dándoles por seña Apolo propicio, se encaminó a la ciudad, acelerando unas veces y acortando otras el paso, según que la Luna lo permitía, aprovechándose de su luz en el camino; y cuando iba a ponerse llegó al huerto inmediato al muro. Aquí Cafisias le salió al encuentro, no habiendo podido asegurar los perros, porque habían dado a correr, aunque sí había encerrado al hortelano. Desmayaron con esto los más, y le proponían que desistiese; pero Arato los sosegó, diciéndoles que se retiraría si veían que los perros les oponían un grande estorbo. Despachó delante al mismo tiempo a los que conducían las escalas, al frente de los cuales iban Ecdelo y Mnasiteo, y él seguía a paso lento a tiempo que ya los perros ladraban y perseguían a la partida de Ecdelo; pero éstos, sin embargo, llegaron al muro y arrimaron sin inconvenientes las escalas. Al subir los primeros, el que hacía la ronda de la madrugada acertó a pasar con la campanilla, y eran muchas las luces y el ruido de los que le acompañaban. Con todo, ellos, cosiéndose así como estaban con las escalas, de éstos se ocultaron fácilmente; pero viniendo luego la otra ronda de la parte opuesta, estuvieron en el mayor peligro. Mas luego que ésta también pasó y se libraron del riesgo, subieron a la muralla los primeros Mnasiteo y Ecdelo, y tomando por uno y otro lado del muro las calles, enviaron a Tecnón en busca de Arato para prevenirle que acelerara la venida.

VIII.— Era corta la distancia que había del huerto a la muralla y a la torre, en la que estaba de centinela un perro grande de los de caza. Éste, pues, no sintió la escalada, bien porque fuese naturalmente tardo de oído, o bien porque estuviese cansado del día anterior; pero, excitado desde abajo por los perrillos del hortelano, dio al principio unos ladridos sordos y oscuros, arreciólos más cuando pasaron, y al cabo de poco atronaba con sus ladridos toda la comarca; de manera que los de la guardia, que estaban a la otra parte, preguntaron a gritos al que cuidaba del perro por qué lactaba éste con tanta furia y si había ocurrido novedad: pero él respondió desde la torre que nada había que pudiera dar cuidado, sino que el perro sin duela se había alborotado con las luces y con el ruido de la campanilla de los que habían hecho la ronda. Dio esto grande aliento a los soldados de Arato, por creer que este hombre les hacía espalda, siendo sabedor de la empresa, y que habría en la ciudad otros muchos que les ayudarían en ella. Mas aun así era bien peligrosa la situación de los que asaltaban la muralla, y la operación se dilataba, ora por romperse las escalas si no subían uno a uno, ora porque la oportunidad se pasaba, cantando ya los gallos y no faltando nada para que vinieran a la plaza los que traían del campo cosas que vender. Por lo tanto, el mismo Arato se apresuró a subir, habiendo sido en todo unos cuarenta los que subieron antes que él, y esperando a que subieran todavía muy pocos más de los que quedaban abajo, se encaminó a casa del tirano y al principal, porque allí dormían los de tropa extranjera. Cayendo de improviso sobre ellos, y prendiéndolos a todos, sin dar muerte a ninguno, envió al punto a sus amigos quien los llamara e hiciera venir de sus casas; y acudiendo éstos de todas partes, ya en tanto había venido el día y el teatro se hallaba lleno de gentes, pendientes todos de la voz incierta que corría, sin que nadie supiese con seguridad lo que pasaba, hasta que se presentó un heraldo diciendo que Arato, hijo de Clinias, llamaba a los ciudadanos a la libertad.

IX.— Entonces, creyendo que era llegado lo que esperaban tanto tiempo había, corrieron en tropel a las puertas de la casa del tirano para pegarles fuego. Levantóse tan grande llamarada, que se dejó ver desde Corinto cuando ya ardió la casa, y admirados los Corintios, estuvieron para correr a dar auxilio. Nicocles pudo escapar oculto por ciertas cuevas y salir de la ciudad, y los soldados, apagando con los Sicionios el fuego, saquearon la casa, lo que no sólo no estorbó a Arato, sino que puso a discreción de los Sicionios todos los demás bienes de los tiranos. Nadie murió o salió herido, ni de los invasores ni de los enemigos, sino que la fortuna conservó pura y limpia de sangre vil esta empresa. Restituyó a los desterrados, tanto a los que lo habían sido por Nicocles, que eran ochenta, como a los que lo fueron por los anteriores tiranos, que no bajaban de quinientos, y habían andado por largo tiempo errantes, algunos por cincuenta años. Volviendo los más sumamente pobres, quisieron recobrar los bienes de que antes habían sido dueños, y echándose sobre sus posesiones y sus casas, pusieron en grande perplejidad a Arato, por ver que a su ciudad de la parte de afuera se le armaban asechanzas y era mirada con envidia de Antígono, a causa de la libertad, y que de la parte de adentro se ardía en disensiones e inquietudes. Así que, tomando el mejor partido que las circunstancias permitía, la unió a la liga de los Aqueos, y como eran Dorios, no repugnaron admitir el nombre y gobierno de éstos, que entonces ni tenían grande esplendor ni mucho poder, Pues eran ciudades pequeñas, y no sólo no poseían un terreno fértil y rico, sino que habitaban además sobre un mar desprovisto de puertos, que por lo común sólo con escollos y rocas tocaba al continente. Aun así éstos hicieron ver con la mayor claridad que el vigoroso poder de la Grecia es invencible, siempre que en ella haya unión y concordia y tenga la felicidad de lograr un prudente caudillo, pues que no siendo como quien dice, más que una parte muy pequeña de aquellos antiguos Griegos, y no componiendo entre todos las fuerzas de una sola ciudad de consideración, con la buena dirección y concordia y con sujetarse a no tener envidia al que entre ellos sobresalía en virtud, obedeciéndole y ejecutando sus órdenes, no sólo conservaban su libertad en medio de tantas Y tan poderosas ciudades y tiranías, sino que aun pudieron libertar y salvar a la mayor parte de los otros Griegos.

X.— Era Arato en todo su norte un perfecto hombre de Estado, magnánimo, más diligente para las cosas públicas que para las suyas propias, implacable enemigo de los tiranos, y tal, por fin, que sólo el bien público decidía de sus odios y de sus amistades. Así, no tanto era amigo diligente y estable como enemigo indulgente y de benigna condición, por la república de un estado a otro, según lo pedían las circunstancias; de manera que a una voz decían con entera uniformidad las naciones, las ciudades, las juntas y los teatros no conocérsele otro amor ni otra pasión que la de lo honesto y justo. Para la guerra y los combates no puede dudarse que era irresoluto y desconfiado, así como el más avisado para manejar con reserva los negocios, y para sorprender mañosamente a las ciudades y a los tiranos. De modo que, habiendo venido al cabo de muchos intentos que debían tenerse por desesperados, con atreverse a ellos, no fueron menos al parecer los que, siendo posibles, dejó de emprender por excesiva precaución. Pues no sólo hay ciertos animales cuya vista obra en lo oscuro, y a la luz del día se ciega, por la sequedad y delgadez del humor de sus ojos, que no sufre la concurrencia de la luz, sino que entre los hombres hay también talentos e ingenios que en las cosas claras, y como quien dice pregonadas, pierden fácilmente la serenidad, y en las empresas reservadas y ocultas proceden con seguridad y decisión, siendo causa de esta anomalía la falta de criterio filosófico en aquellas buenas índoles que llevan la virtud como fruto natural y espontáneo sin ciencia ni cultivo, lo que se demostraría mejor con ejemplos.

XI.— Arato, después que incorporó su persona y su ciudad en la liga de los Aqueos, se hizo apreciar de los magistrados, militando en caballería o por su subordinación y obediencia; pues con haber puesto en la sociedad partes tan principales como su propia gloria y el poder de su patria, se prestó siempre a servir como cualquiera ciudadano particular bajo las órdenes del que ejercía la autoridad entre los Aqueos, ora fuese natural de Dima, ora de Tritea, o de otra ciudad más pequeña. Trajéronle también de parte del rey Tolomeo en donativo la cantidad de veinticinco talentos; tomólos el mismo Arato, y en seguida los entregó a sus conciudadanos pobres, ya para otros objetos, ya para rescatar los cautivos.

XII.— Estaban los desterrados implacables, incomodando sin cesar a los que poseían sus bienes; y como la ciudad se hallase muy expuesta a Lina sedición, no viendo esperanza sino en la amistad y humanidad de Tolomeo, emprendió un viaje de mar para rogar a este rey le facilitase algunas cantidades con que poder conseguir una transacción. Dio, pues, la vela de Motone sobre Malea, creyendo hacer con suma presteza la travesía; pero cediendo el piloto a un viento recio y al grande oleaje que se levantó en el mar, con dificultad pudo llegar y tomar puerto en Andria, que a la sazón era enemiga, porque estaba dominada de Antígono, que tenía en ella guarnición. Apresuráse, pues, a huir, y dejando la nave se apartó lejos del mar, no llevando consigo más que a uno solo de sus amigos, llamado Timantes. Metiéronse en un sitio rodeado de maleza, donde tuvieron una mala noche, y en tanto ya se había presentado el comandante de la guardia, buscando a Arato; pero la familia le engañó, estando prevenida que dijese que al punto había huido, embarcándose para la Eubea. Los efectos que conducía la nave y los esclavos los declaró por de enemigos, y la ocupó. No se pasaron muchos días cuando, estando Arato en el mayor apuro, le trajo la suerte una nave romana que fue a dar al sitio donde acudía, unas veces a atalayar, y otras a guarecerse. Hacía esta nave viaje a la Siria, y embarcándose en ella, persuadió al capitán a que lo condujese hasta la Caria. Condújole, y otra vez corrió no pocos peligros en el mar; de la Caria tuvo larga navegación al Egipto, donde se avistó con el rey, que le miraba con inclinación por haberle obsequiado con pinturas y tablas de la Grecia, de las que juzgaba Arato con bastante inteligencia, y recogiendo y adquiriendo continuamente las más acabadas y primorosas, especialmente de mano de Pánfilo y Melanto, se las enviaba.

XIII.— Porque florecía aún la gloria del primor y de la buena pintura sicionia, como que era la única en que no se había alterado lo bello; tanto, que en aquel tan admirado Apeles se trasladó a Sicione y compró en un talento el poder vivir con aquellos ciudadanos, reconociéndose más bien necesitado de participar de su gloria que de su arte. Por tanto, habiendo quitado Arato, luego que libertó a esta ciudad, todos los retratos de los tiranos, en cuanto al de Arístrato, que vivió en la era de Filipo, estuvo indeciso mucho tiempo; porque fue pintado Arístrato por todos los de la escuela de Melanto al lado de un carro que conducía una victoria, habiendo puesto también la mano Apeles en aquella pintura, según refiere el geógrafo Polemón. Era obra muy para mirada, hasta tal punto que el mismo Arato se doblaba ya por consideración al arte; pero arrebatado otra vez su odio a los tiranos, dio por fin orden de que también se destruyese. Entonces se cuenta que el pintor Nealces, amigo de Arato, le suplicó y lloró: y como no lo moviese, le dijo que estaba bien hiciera la guerra a los tiranos, pero no a cuanto les tocase: «Dejemos, pues —continuó—, el carro y la victoria, que en cuanto a Arístrato, yo te daré el gusto de que se retire del cuadro». Dado por Arato el permiso, borró Nealces la figura de Arístrato, y en su lugar sólo pintó una palma, sin atreverse a poner ninguna otra cosa, y se refiere que del Arístrato borrado quedaron los pies confundidos bajo el carro. Era, pues, tenido en estimación Arato por la cansa que hemos dicho, y cuando se le conoció de cerca, aun ganó en la intimidad del rey, de quien recibió el donativo de ciento cincuenta talentos. De éstos trajo consigo, desde luego, cuarenta al Peloponeso, y haciendo partidas de los restantes, se los fue enviando después el rey poco a poco.

XIV.— Fue cosa grande, sin duda, proporcionar a los ciudadanos una suma tan crecida de dinero, que una parte pequeña de ella, alcanzada de los reyes por otros generales o demagogos, bastó para impelerles a cometer injusticias, hacer bajezas y entregar sus patrias; pero fue mucho mayor la transacción y concordia que por medio de aquel dinero se negocio de los pobres para con los ricos, y la salvación y seguridad que resultó para todo el pueblo. Mas también fue admirable la moderación de este insigne varón en tan gran poder, porque habiendo sido nombrado árbitro pacificador y dueño él solo para todos los negocios y dependencias de los desterrados, no lo consintió, sino que él mismo se agregó otros quince ciudadanos. con los cuales, a costa de gran trabajo y de muchas diligencias, consiguió establecer y afirmar entre los ciudadanos la paz y amistad, por los cuales méritos no sólo le tributó los correspondientes honores la universalidad de los ciudadanos, sino que, separadamente, los desterrados le erigieron una estatua de bronce, grabando estos versos elegíacos:

Tus consejos, desvelos y trabajos,
y por la Grecia tus ilustres hechos,
a las columnas heracleas llegan.
Nosotros, a este suelo restituidos
¡oh Arato! a los dioses salvadores
tu bienhechora imagen consagramos,
de tu virtud en grato testimonio,
porque a tu patria los divinos bienes
de la igualdad y la concordia diste.

XV.— Hechos por Arato estos tan señalados servicios, púsose por ellos fuera de la envidia que de sus conciudadanos pudiera venirle; pero el rey Antígono, inquieto a causa de él y queriendo, o atraerle del todo a su amistad, o calumniarle en el ánimo de Tolomeo, le hizo otros obsequios que él no admitía gustoso, y habiendo sacrificado a los dioses en Corinto, envió a Arato parte de las víctimas a Sicione, y en la cena, siendo muchos los convidados, habló de este modo en medio de ellos: «Yo estaba en el concepto de que ese joven Sicionio sólo era por índole liberal y amante de sus ciudadanos; pero parece que es también un excelente juez de la conducta y de los intereses de los reyes, porque antes me miraba con indiferencia, y poniendo fuera de aquí sus esperanzas, admiraba la riqueza egipcia al oír hablar de elefantes, escuadras y palacios; pero ahora, habiendo visto por dentro todas estas cosas, que no son más que farsa y aparato, enteramente se ha unido a mí. Tómole, pues, bajo mi protección con resolución de valerme de él para todo y deseo que vosotros le tengáis por amigo». Tomando pie de esta conversación los malignos y los envidiosos, anduvieron a competencia para escribir a Tolomeo mil infamias contra Arato, hasta el punto de que este rey le envió las quejas. ¡Tal era la envidia y perversidad que acompañaba a estas amistades tan disputadas y tan parecidas a las competencias amorosas de los reyes y los tiranos!

XVI.— Elegido por primera vez Arato general de los Aqueos, taló la Lócride y la Calidonia vecinas, y habiendo de dar auxilio a los Beocios con diez mil hombres, no llegó a tiempo a la batalla en que éstos fueron junto a Queronea vencidos por los Etolios, con muerte del beotarca Abeócrito y de mil Beocios más con él.

Siendo general otra vez un año después, tomó por su cuenta el proyecto del Acrocorinto, no para promover los intereses de los Sicionios ni de los Aqueos sino con el objeto y la mira de arrojar de allí una tiranía común a toda la Grecia en la guarnición que tenían los Macedonios; porque si Cares el Ateniense, habiendo ganado una batalla contra los generales del gran rey, escribió al pueblo de Atenas que había alcanzado una victoria hermana de la de Maratón, no andaría errado el que a esta acción la apellidara hermana de la destrucción de la tiranía por Pelópidas Tebano y Trasibulo Ateniense, y aun se aventaja a ésta en no haber sido contra griegos, sino para desterrar una dominación dura y extranjera. Porque el istmo que separa los dos mares junta y enlaza en aquel lugar este nuestro continente: pero el Acrocorinto, monte elevado que se levanta del medio de la Grecia, cuando admite guarnición, se interpone y corta todo el país dentro del istmo al trato, al comercio, a las expediciones y a toda negociación por tierra y por mar, haciendo dueño único de todo esto al que allí manda y con su guarnición domina el territorio. Así parece que, no por juego, sino con mucha verdad, llamó Filipo el Joven a la ciudad de Corinto “grillos de la Grecia”. Era, por tanto, para todos este lugar objeto de codicia y de disputa, pero más especialmente para los reyes y potentados.

XVII.— El ansia, pues, de Antígono por poseerle aun se dejaba atrás los amores más furiosos, trayéndole en continua solicitud para ver cómo con algún engaño se le arrebataría a los que de él eran dueños, va que el usar de medios directos estaba fuera de toda esperanza. Muerto, pues, por él mismo con hierbas, según se cree. Alejandro, que era el que entonces le ocupaba, como Nicea su mujer se hubiese apoderado de los negocios y tuviese en custodia el Acrocorinto, al punto envió a ella solapadamente a su hijo Demetrio, y dándole dulces esperanzas de casar con un rey y de tener a su lado a un joven apreciable, siendo ella de más edad, de este modo la sedujo, valiéndose del hijo como de un cebo. Mas viendo que no por esto abandonaba aquel importante punto, sino que lo guardaba siempre con cuidado, haciendo como que no le interesaba, sacrificó por sus bodas en Corinto, dio espectáculos, tuvo convites cada día, como pudiera hacerlo el que más relajara su ánimo con juegos y entretenimientos entre placeres y obsequios. Cuando le pareció tiempo, habiendo de cantar Amebeo en el teatro, acompañó él mismo a Nicea, que era conducida al espectáculo en una litera regiamente adornada, alegre y contenta con aquellas honras y muy distante de lo que iba a suceder. Llegados que fueron al punto donde se toma la vuelta para el monte, le dijo que se adelantasen al teatro, y dejándose de Amebeo y de la celebridad de la boda, se encamina al Acrocorinto más aprisa de lo que su edad requería, y encontrando cerrada la puerta, la hiere con su vara, mandando que le abran, y los de adentro le abren pasmados y sorprendidos. Apoderado de este modo de aquel puesto, no pudo irse a la mano, sino que con el gozo se puso por juego a beber en los cantones y en la plaza entre las tañedoras, adornado con coronas las sienes; y un hombre ya anciano y tan experimentado en las mudanzas de fortuna se entregó a francachelas, dando la diestra y abrazando a cuantos encontraba; ¡de tal manera conmueve y saca de quicio el ánimo, aun más que el pesar y el temor, la alegría que no es moderada por la razón!

XVIII.— Antígono, apoderado como hemos dicho del Acrocorinto, le custodiaba por medio de aquellos en quienes tenía más confianza, habiendo dado la comandancia a Perseo el filósofo. Arato, en vida de Alejandro tenía ya entre manos el ocuparle; pero habiendo hecho los Aqueos alianza con Alejandro, desistió del intento; mas entonces volvió de nuevo a la empresa con esta ocasión. Había en Corinto cuatro hermanos, Siros de origen, de los cuales uno, llamado Diocles, servía a sueldo en la guarnición. Robaron los otros tres el tesoro del rey y, pasando a Sicione, fueron a dar con el cambista Egias, que era el mismo de quien para sus negocios se valía Arato. Depositaron, desde luego, alguna parte de aquel dinero, y lo restante Ergino, uno de ellos, yendo y viniendo, lo cambió poco a poco. Hizo de resultas amistad con Egias, y traído por éste a la conversación de la guardia del Acrocorinto, le dijo que, subiendo una vez a ver al hermano a lo más escarpado, había descubierto una senda oblicua que conducía a un punto donde el muro del fuerte era sumamente bajo. Empezó con esto Egias a chancearse con él y a decirle: «¿Conque, amigo, por tan poco dinero os habéis indispuesto con el rey, pudiendo ganar en una hora sola inmenso caudal? ¿Pues qué, así los salteadores como los traidores, si son aprehendidos, no tienen que morir una vez?». Rióse Ergino, y sólo contestó por entonces que tantearía a Diocles, porque de los otros hermanos no se fiaba tanto; Pero volviendo de allí a pocos días, convino en que conduciría a Arato a un sitio donde el muro no tenía más que quince pies de alto, y a todo lo demás ayudaría con Diocles.

XIX.— Prometió Arato darle sesenta talentos si se lograba la empresa, y sí ésta se desgraciaba, pero salía con ellos salvo, a cada uno de los dos casa y un talento. Mas siendo preciso depositar el dinero en Egias, y no teniéndole ni queriendo tomarle a logro, por no dar motivo a otros de comprender su designio, cogió su vajilla de plata y todos los arreos de oro de su mujer, y los empeñó a Egias por aquella suma. Era tal su magnanimidad y tan ardiente su amor a las acciones loables, que, sabiendo haber sido Foción y Epaminondas, de todos los Griegos, los que mayor opinión de justos se habían granjeado, por haberse negado a admitir grandes dones y no haber sacrificado al dinero lo honesto, no se detuvo en gastar secretamente en objetos en que él solo peligraba por todos los ciudadanos, los cuales ni siquiera tenían noticia de lo que emprendía. Porque quién no admirará y no tomará interés aun ahora en la elevación de ánimo de un hombre que con tan crecida suma compraba el mayor peligro y empeñaba las que se tienen por más preciosas alhajas para meterse de noche entre los enemigos y poner a riesgo su vida, no teniendo de aquellos a quienes favorecía más prenda que la esperanza de una acción honesta sin ningún otro premio?

XX.— La empresa, que de suyo era arriesgada, la hizo más peligrosa todavía la siguiente equivocación que se padeció a los primeros pasos: Tecnón, el esclavo de Arato, fue enviado a que con Diocles se hiciera cargo del sitio, y él nunca antes se había visto personalmente con Diocles, sino que había formado idea de su figura por las señas que Ergino le había dado, teniéndole por de cabello encrespado, moreno y todavía imberbe. Yendo, pues, al lugar aplazado, esperó a Ergino, que había de acudir con Diocles a las inmediaciones de la ciudad, poco más acá del sitio llamado Ornis. En esto el hermano mayor de Ergino y Diocles, llamado Dionisio, que nada sabía de aquel designio, ni era por tanto del secreto, pero que se parecía a Diocles, acertó a pasar casualmente por allí. Tecnón, guiado de la semejanza al conocimiento de las señas, le preguntó si tenía alguna relación con Ergino; como respondiese que era hermano, enteramente se persuadió Tecnón de que hablaba con Diocles, y sin preguntarle el nombre ni esperar a más pruebas, le da la diestra, le habla de lo tratado con Ergino y le hace preguntas. Él, llevando adelante la equivocación con sagacidad, conviene en todo y, volviendo a la ciudad, se lo lleva consigo en conversación, sin que pudiera caer en sospecha. Cuando ya estaban cerca y apenas faltaba otra cosa que el que le echaran mano a Tecnón, quiso la buena suerte que se apareciese allí Ergino, y habiéndose penetrado de la equivocación y del peligro, por señas previno a Tecnón que huyera, y, encaminándose ambos a casa de Arato, por pies pudieron salvarse. Mas no por eso cedió éste en sus esperanzas, sino que inmediatamente envió a Ergino con dinero para que lo entregara a Dionisio y le encargara el secreto. Hízolo así Ergino, y se vino después a casa de Arato, trayendo a Dionisio consigo. Luego que allí le tuvieron, ya no le dejaron de la mano, sino que lo aprisionaron y lo pusieron en buena custodia, dedicándose a tomar las convenientes disposiciones para la ejecución de su proyecto.

XXI.— Cuando ya todo estuvo a punto, mandó que las demás fuerzas pasaran la noche sobre las armas, y tomando consigo cuatrocientos hombres escogidos, que, a excepción de muy pocos, ignoraban también qué era lo que iba a hacerse, los condujo a las puertas de la ciudad, por la parte del templo de Hera. Estábase en medio de la estación del estío y en el plenilunio, y la noche era despejada y clara; de manera que de miedo reservaba lo posible las armas que resplandecían al reflejo de la luna, no fuera que no pudiesen ocultarse a la guardia. Cuando ya los primeros estaban cerca, se levantó del mar una nubecilla que, corriéndose, ocupó la ciudad y los contornos, haciendo que quedaran en sombra. Allí los demás se sentaron y quitaron los zapatos, porque los pies desnudos ni hacen mucho ruido ni se resbalan subiendo por las escalas, y Ergino llevó consigo siete jóvenes vestidos como de camino, y acercándose sin ser visto a la puerta, dio muerte al portero y a los de la guardia. Al mismo tiempo se pusieron las escalas, y dando prisa Arato a cien hombres para que subiesen y orden a los demás para que los siguiesen como pudieran, retiró luego las escalas, y por la ciudad se fue corriendo con aquellos mismos ciento hacia el alcázar, muy alegre con no haber sido sentido y dándose ya el parabién de la victoria. Estando todavía lejos, vino hacia ellos con luz una ronda de cuatro hombres, de la que no fueron vistos, porque todavía estaban dentro de la sombra de la luna, mientras ellos la veían acercarse por su frente. Ocultándose, pues, entre algunas paredes y en las esquinas de las calles, se ponen en asechanza contra aquellos hombres, logrando dar muerte a tres de ellos: pero el cuarto, herido de una cuchillada en la cabeza, huyó gritando que estaban dentro los enemigos. De allí a poco hicieron ya señal las trompetas, y toda la ciudad se puso en pie para ver lo que era. Llenáronse los cantones de gente que corría, y se veían brillar muchas luces, una abajo y otras también a la parte de arriba del alcázar, discurriendo por todo alrededor una confusa gritería.

XXII.— En esto Arato, empeñado en su marcha, seguía hacia la eminencia torpemente y con dificultad al principio, no teniendo certeza y andando a tiento por perderse y oscurecerse el sendero entre los derrumbaderos, y por no conducir a la muralla sino por muchos rodeos y revueltas. Fue cosa maravillosa cómo en este momento la luna disipó las nubes, según se dice, y tomó por su cuenta alumbrar en lo más escabroso del camino, hasta que llegó a la muralla por la parte que convenía, y aquí otra vez se encubrió y oscureció, volviendo las nubes. Los soldados de Arato, que en número de trescientos habían quedado a la puerta, junto al templo de Hera, luego que penetraron en la ciudad, agitada del mayor tumulto e invadida por todas partes, como no pudiesen encontrar la misma senda ni dar con la huella de la marcha que aquel llevaba, se apiñaron y resguardaron en una revuelta escondida de la roca, y allí aguantaron llenos de disgusto y cuidado. Porque ofendidos y combatidos Arato y los suyos desde el alcázar, descendía hasta lo bajo aquel rumor de los que pelean, y resonaba la vocería, repetida por la repercusión de las montañas, sin que pudiera saberse dónde tenía su origen. Mientras así dudaban a qué parte deberían volverse, Arquelao, comandante de las tropas del rey, que tenía muchos soldados a sus órdenes, subió con gritería y trompetas a acometer a Arato, y pasó más allá de los trescientos. Saliendo éstos entonces como de una emboscada, cargan sobre él, dan muerte a los primeros que alcanzan, y amedrentando a los demás y al mismo Arquelao, los obligan a retirarse y los persiguen hasta que se dispersan y disipan por la ciudad. Cuando éstos acababan de ser vencidos, llegó Ergino de parte de los que arriba combatían, anunciando que Arato estaba en reñida lid con los enemigos, que se defendían con valor, siendo terrible la contienda junto a la muralla, y que necesitaba de pronto auxilio. Pidiéronle ellos que los guiara al punto, y a la llegada con la voz se hicieron conocer, alentando a los amigos mientras la luna hacía que las armas pareciesen a los enemigos más de los que eran, por lo largo de la marcha, así como lo estrepitoso de la noche hacía pensar que el rumor provenía de mucho mayor número de hombres. Finalmente, combatiendo todos juntos, rechazaron a los enemigos, se hicieron dueños del alcázar y tomaron la guarnición cuando empezaba a rayar el alba, viniendo luego el sol a ilustrar su obra. De Sicione acudieron las restantes fuerzas de Arato, recibiéndolas en la puerta los Corintios con la mejor voluntad y aprehendiendo entre unos y otros a los soldados del rey.

XXIII.— Cuando pareció que todo estaba ya asegurado, bajó del alcázar al teatro, al que acudía inmenso gentío con deseo de verle y de oír el razonamiento que haría a los Corintios. Colocando, pues, a uno y otro lado al tránsito a los Aqueos, salió al medio de la escena, puesta la corona y muy demudado el semblante con la fatiga y falta de sueño, de manera que la arrogancia y alegría del ánimo quedaban ahogadas bajo el quebranto del cuerpo. Como, al presentarse, todos se deshiciesen en aplausos, pasando la lanza a la mano derecha y doblando un poco la rodilla y el cuerpo, permaneció así inclinado largo rato, recibiendo los parabienes y las aclamaciones de aquella muchedumbre que alababa su valor y ponderaba su fortuna. Luego que cesaron y quedaron tranquilos, rehaciéndose, pronunció acerca de los Aqueos un discurso muy propio del suceso, persuadiendo a los Corintios que se hicieran Aqueos, y les entregó las llaves de las puertas, entonces por primera vez puestas en sus manos desde el tiempo de Filipo. De los generales de Antígono, a Arquelao, que se le sometió, lo dejó ir libre; pero quitó la vida a Teofrastro, que no quiso rendirse. Perseo, perdido el alcázar, pudo huirse a Cencris, y se refiere que más adelante, en una disputa, al que propuso que sólo el sabio le parecía que era general: «A fe —le respondió— que, de los dogmas de Zenón, éste era el que antes me agradaba más; pero ahora he mudado de dictamen, adiestrado por un mozuelo de Sicione». Esto es lo que dicen de Perseo los más de los historiadores.

XXIV.— Arato redujo inmediatamente a su poder el Hereo y el Lequeo, hízose además dueño de veinticinco naves de las del rey y de quinientos caballos, y vendió en almoneda cuatrocientos Siros. Los Aqueos guardaron el Acrocorinto con cuatrocientos infantes y cincuenta perros con otros tantos cazadores, que mantenían dentro del fuerte. Los Romanos, admirados, llamaron a Filopemen «el último de los Griegos», como si entre éstos nada se hubiese hecho de bueno después de él; pero ya por mí diría que, de las hazañas griegas, ésta fue la novísima y última, comparable, ora se mire a la osadía, ora a la felicidad del éxito, con las más ilustres y señaladas, como los sucesos no tardaron en comprobarlo. Porque los de Mégara, desertando del partido de Antígono, se unieron con Arato, y los de Trecene, con los de Epidauro, se incorporaron a los Aqueos. Abriendo él la primera salida, acometió al Ática, y pasando a Salamina, la taló usando de las fuerzas de los Aqueos, como si las hubiera sacado de una cárcel para todo cuanto quería. Restituyó a los Atenienses los hombres libres sin rescate, dándoles éste principio y motivo de defección. Hizo a Tolomeo aliado de los Aqueos, dándole el mando para la guerra, así por tierra como por mar. Era tan grande su poder entre los Aqueos, que ya que no fuese permitido ser general todos los años, lo elegían un año sin otro, y en la realidad y en la opinión siempre tenía el mando, por ver que ni riqueza, ni gloria, ni la amistad con los reyes, ni el bien particular de su patria, y, en fin, que ninguna otra cosa anteponía al aumento y prosperidad de la liga de los Aqueos, por creer que, siendo débiles las ciudades cada una de por sí, se salvaban unas con otras enlazadas con el vínculo de la utilidad común; y al modo que en los cuerpos los miembros viven y respiran por la juntura de unos con otros, y cuando se separan y desunen se sigue la gangrena y la corrupción, así también las ciudades son destruidas y arruinadas por los que dividen sus intereses, y se aumentan y crecen unas con otras cuando, siendo partes de un todo grande, es una misma la razón que los gobierna.

XXV.— Como viese que los pueblos principales entre los circunvecinos gozaban de independencia, incomodado con que los Argivos estuviesen esclavizados, armó asechanzas para quitar del medio a su tirano Aristómaco, queriendo de una parte remunerar a la ciudad con la libertad por la educación allí recibida, y de otra agregarla a los Aqueos. Encontráronse algunos que se resolvían a ello, al frente de los cuales se hallaban Esquilo y Carímenes el adivino; pero no tenían espadas ni cómo adquirirlas, estando impuestas graves penas por el tirano a los poseedores. Dispúsoles, pues, Arato en Corinto algunos alfanjes cortos, y escondiéndolos en unas enjalmas, puso éstas a unas acémilas que iban cargadas de efectos de poco valor, y así los envió a Argos. Admitió el adivino Carímenes a un hombre para la empresa, y llevándolo mal Esquilo y los de su bando, quisieron ejecutarla por sí solos, descartándose de Carímenes; súpolo éste; llevado de enojo los denunció en el momento de ir a poner manos en el tirano. Por fortuna, los más pudieron aún prevenir la denuncia, y huyendo de la plaza, se refugiaron en Corinto. Pasado poco tiempo, fue muerto Aristómaco por sus esclavos; pero se apresuró a apoderarse de la autoridad Aristipo, tirano más aborrecible todavía que aquel. Arato entonces, echando mano de cuantos Aqueos allí había en edad proporcionada, fue a toda prisa en socorro de la ciudad, creyendo hallar dispuestos y preparados a los Argivos. Pero estando los más de ellos contentos, por la costumbre, con la esclavitud, como nadie acudiese a él, se retiró dejando contra los Aqueos el cargo de que en plena paz habían hecho la guerra, sobre lo que se les puso pleito ante los de Mantinea; y no compareciendo Arato, lo ganó Aristipo, adjudicándosele la multa de treinta minas. Odiaba, pues, Aristipo y temía al mismo tiempo a Arato, por lo que le acechaba para quitarle la vida, ayudándole en ello el rey Antígono; por todas partes hormigueaban los que se prestaban a ese infame ministerio, y que espiaban la oportunidad; pero no hay guardia más cierta y segura del hombre que manda que el amor, porque cuando la muchedumbre y los principales se acostumbran a temer, no al caudillo, sino por el caudillo, ve éste con muchos ojos, oye con muchos oídos y precave lo que va a suceder.

Propóngome, por tanto, cortar aquí la relación para tratar del método de vida de Aristipo, en que le constituyó la tan apetecible tiranía y el fausto de la monarquía, con tantos encomios celebrada.

XXVI.— Porque éste, con tener por su aliado a Antígono, con sustentar a muchos para la seguridad de su persona y no haber dejado en la ciudad con vida a ninguno de sus enemigos, a pesar de todo esto mandaba que los lanceros y todos los de la guardia se salieran afuera al corredor: a los esclavos, luego que cenaban, los echaba también fuera y cerraba la puerta de en medio, y él, con su amiga, se retiraba a un pequeño gabinete en alto, cerrado con puerta levadiza, sobre la que ponía el lecho y dormía, como debía dormir quien vivía de aquel modo, con la mayor agitación y temor. La escalerilla de mano la quitaba la madre de su amiga, y encerrándola en otro cuarto, a la mañana la volvía a poner, llamando a este admirado tirano, que salía como una serpiente de su escondrijo. Mas el otro, que no con las armas y la fuerza, sino legítimamente, como premio de su virtud, se había granjeado un imperio perpetuo con vestir una túnica y un manto como cualquiera otro particular y haberse declarado enemigo común de todos los tiranos, hasta nuestros días ha dejado un linaje distinguido y apreciado entre los Griegos, mientras que de aquellos que se han apoderado de ciudadelas, que han mantenido lanceros y que se han encerrado con puertas y cerrojos para poner en seguro sus personas, muy pocos son los que han escapado de morir de golpe como las liebres, y de ninguno de ellos ha quedado casa, linaje o sepulcro que conserve su memoria.

XXVII.— Desgraciáronsele a Arato diferentes tentativas contra Aristipo, ya secreta, ya abiertamente, para apoderarse de Argos. En una ocasión llegó hasta arrimar las escalas al muro y a subir a él con muy pocos, dando muerte a los de la guardia, que acudieron a sostener el puesto. Después, venido ya el día y llegando el tirano con fuerzas por todas partes, los Argivos, como si aquella batalla no tuviera por objeto su libertad, sino que se hallaran arbitrando sobre los juegos Nemeos se estuvieron sosegados, equitativos y justos espectadores de lo que pasaba; pero Arato se defendió valerosamente, y aunque fue herido en un muslo con lanza arrojadiza, se sostuvo en los puntos ocupados sin retirarse hasta la noche, viéndose ya muy molestado de los enemigos. Y si hubiera aguantado todavía la fatiga por aquella noche, no se le habría malogrado la empresa, porque el tirano ya pensaba en la fuga y había remitido al mar muchos de sus efectos; pero ahora, no teniendo Arato quien se lo noticiase, faltándole el agua y no pudiendo valerse de su persona a causa de la herida, hubo de retirarse con sus soldados.

XXVIII.— Habiendo resuelto desistir de este medio, invadió abiertamente con ejército la Argólide y se puso a talar el país, donde, habiendo tenido con Aristipo una recia batalla junto al río Cares, se le culpó después de haber abandonado el combate y haber malogrado la victoria; porque siendo indudablemente vencedoras las otras tropas y habiendo ido de carrera muy adelante, él, no tanto por ser estrechado de los que contra sí tenía como por desconfiar de la victoria y haberse acobardado, se retiró muy en orden al campamento. Cuando los otros, volviendo de perseguir a los enemigos, se le mostraron disgustados de que, habiendo ellos rechazado a los enemigos y matándoles mucha más gente que la que habían perdido, se consintiese a los vencidos erigir contra ellos un trofeo, avergonzado, determinó volver a la contienda por él, y no dejando pasar más que un día, sacó otra vez ordenado su ejército; pero en vista de que habían acrecentado su número y se presentaban más osadas las tropas a el tirano, no se atrevió, y recogió por capitulación los muertos. Cubrió, sin embargo, y compensó este yerro con su inteligencia y amabilidad para el gobierno y para el trato, y aun agregó la ciudad de Cleonas a los Aqueos. Celebró en ella los juegos Nemeos, como que le eran hereditarios y tenía a ellos preferente derecho. Celebráronlos asimismo los Argivos, y entonces por primera vez sufrió quebranto la inmunidad y seguridad concedida a los competidores, porque a cuantos Aqueos de los que lidiaron pudo aprehender al paso por su territorio los vendió como enemigos. ¡Tan extremado e implacable era en su odio a los tiranos!

XXIX.— Teniendo de allí a poco noticia de que Aristipo insidiaba a Cleonas, y que le temía viéndole establecido en Corinto, juntó por un bando su ejército y pasó a Cencreas, llamando con este engaño a Aristipo para que en su ausencia cayese sobre Cleonas, como así sucedió, porque al punto movió de Argos con bastantes fuerzas. Arato, que ya desde Cencreas había vuelto de noche a Corinto y tenía tomadas con guardias las avenidas, condujo allá los Aqueos, los cuales le siguieron con tanto orden, prontitud y ardor, que no sólo mientras estuvieron en marcha, sino aun después de haber pasado Cleonas siendo todavía de noche, y de haberse formado para batalla, no tuvo de ello conocimiento ni sospecha Aristipo. Cuando al hacerse de día se abrieron las puertas y la trompeta hizo la señal, acometió con velocidad y gritería a los enemigos, y los puso al punto en fuga, persiguiéndoles por donde pensó que principalmente procuraría escapar Aristipo, por tener el terreno muchos senderos. Fueronlos, pues, siguiendo hasta Micenas, y el tirano fue alcanzado y muerto, según dice Dinias, por un cretense llamado Tragisco; de los demás, murieron sobre mil quinientos. Arato, en medio de tanta ventura y de no haber perdido ni un solo hombre, con todo no tomó a Argos ni le dio la libertad, habiéndose introducido con las tropas del rey Agias y Aristómaco el menor, y apoderándose del mando; mas a lo menos produjo esta acción el efecto de desacreditar los dichos, burlas y bufonadas de los que adulan a los tiranos y les hablan a su gusto, porque decían que al general de los Aqueos se le descomponía el vientre en las batallas, y le daban congojas y desmayos en el punto que se presentaba el trompetero, y que en habiendo ordenado la hueste y dado la seña, preguntaba a los jefes inmediatos y comandantes de los cuerpos si era necesaria para algo su presencia, porque ya estaban tirados los dados y se retiraba a aguardar apartado de allí el éxito. Anduvo esto tan válido, que era cuestión entre los filósofos en las escuelas si el palpitar el corazón y mudarse el color en los peligros provenía de miedo o de mala complexión del cuerpo y de cierta frialdad, citando siempre a Arato, que, con ser un gran general, experimentaba estos accidentes en los combates.

XXX.— Acabado que hubo con Aristipo, volvió su atención y sus asechanzas contra Lidíades Megalopolitano, que tenía tiranizada su misma patria. No era Lidíades, por naturaleza, ruin e insensible al honor ni, como los más de los que dominan solos, se había arrojado por destemplanza o codicia a esta maldad, sino que, llevado del amor de la gloria, todavía joven, y seducido con las vanas y mentidas alabanzas que se hacen de la tiranía como de cosa feliz y admirable, sin reflexionar hicieron estas especies presa en su ánimo ambicioso, y erigido en tirano, en breve contrajo la arrogancia y orgullo propios de la monarquía. Como con aquellas prendas emulase la dicha de Arato y temiese sus asechanzas, concibió la idea de la más loable de todas las mudanzas, que fue libertarse primero a sí mismo de ser aborrecido, de temores, de encierros y de guardias, y de constituirse después el bienhechor de su patria. Llamando, pues, a Arato, abdicó la autoridad e incorporó su ciudad en la liga de los Aqueos, lo que apreciaron éstos sobremanera y le nombraron general. Al punto le vino el deseo de superar en gloria a Arato, para lo que promovió muchas empresas no necesarias, y entre ellas la de denunciar la guerra a los Lacedemonios; y como Arato se le opusiese, parecía que era envidia, y más que fue nombrado segunda vez general Lidíades, trabajando en contra Arato, y procurando que se diera a otro el mando, porque, como hemos dicho, era general un año sin otro, y Lidíades mandó así hasta la tercera vez, elegido también alternativamente con Arato; pero cuando ya declaró su enemistad contra éste, acusándose muchas veces ante los Aqueos, no hicieron más caso de él, porque se vio que su competencia en virtud no tuvo un motivo sólido y puro, sino sólo aparente. Y así como dice Espoo que al cuclillo, cuando preguntó a las aves menores por qué huían de él, le respondieron éstas que porque había de venir a ser gavilán, del mismo modo parece que a Lidíades le acompañaba siempre una sospecha y desconfianza de la sinceridad de su conversión.

XXXI.— Fue también Arato muy aplaudido por su conducta en la guerra con los Etolios, cuando, intentando acometerles los Aqueos delante de Mégara y llegando a auxiliarles con su ejército el rey Agis, en el momento de dar la batalla se opuso a los deseos de éstos, y aguantando muchos improperios y muchas burlas e insultos acerca de su timidez y cobardía, no sacrificó lo que creyó conveniente a lo que podía parecer una afrenta, sino que permitió a los enemigos pasar impunemente por Geranea hasta entrar en el Peloponeso. Mas cuando, después de haber entrado, tomaron repentinamente a Pelena, ya no fue el mismo, ni tuvo paciencia para esperar que se reunieran y juntaran de los diferentes puntos todas las fuerzas, sino que sin dilación con las que tenía a mano acometió a los enemigos, debilitados con la misma victoria extraordinariamente por su desorden e indisciplina. Porque en el momento mismo de entrar, los soldados se esparcieron por las casas, de las que se expelían unos a otros y armaban pendencias sobre los despojos, y los caudillos y jefes de los cuerpos, corriendo las calles, robaban las mujeres y las hijas de los Pelenios, y quitándose los cascos se los ponían a éstas para que ninguno se las apropiara, sino que por el casco se viera quién se había hecho amo de cada una. Estando, pues, en esta disposición y siendo éste su porte, les llegó repentinamente la noticia del acontecimiento de Arato, y cayendo en ellos el sobresalto que era natural en semejante desorden, antes que todos supieran el peligro, los primeros, dando en los Aqueos, huyeron, vencidos ya de antemano, y ahuyentados en tropel llenaron de confusión a los que se iban reuniendo para venir en su socorro.

XXXII.— En este tumulto, una de las cautivas, hija de Epigetes, varón muy principal, y ella sobresaliente en la belleza y estatura de cuerpo, se hallaba casualmente en el templo de Ártemis, donde la había colocado el comandante de las tropas escogidas, que la había elegido para sí poniéndole su casco con los tres penachos. Corriendo, pues, velozmente al tumulto, luego se estuvo a la puerta del templo y se puso a mirar desde arriba a los que peleaban, teniendo en la cabeza los tres penachos, para sus mismos ciudadanos fue un espectáculo sobrehumano, y a los enemigos, pareciéndoles que tenían delante una visión divina, les causó terror y espanto, sin que pudiera ninguno valerse de las armas. Dicen los mismos Pelenios que a la imagen de la diosa por lo común la dejan inmóvil; pero, cuando, movida por la sacerdotisa, es llevada en procesión, nadie se atreve a mirarla, y antes todos apartan la vista, pues no sólo para los hombres es objeto de miedo y espanto, sino que hasta los árboles se hacen infructíferos y se marchitan los frutos en el término por donde pasa. Añaden que en esta ocasión la sacó la sacerdotisa, y volviéndola siempre de frente a los Etolios, se quedaron estúpidos y perdieron la razón; pero Arato nada de esto dice en sus Comentarios, sino solamente que derrotó a los Etolios, y cargando a los que huían hacia la ciudad, los arrojó de ella a viva fuerza, matándoles setecientos hombres. La hazaña fue una de las más celebradas, y el pintor Timantes hizo un cuadro en el que estaba esta batalla expresada muy al vivo.

XXXIII.— Como a este tiempo se levantasen muchas naciones y potentados contra los Aqueos, hizo Arato sin detención amistad con los Etolios, y valiéndose para el objeto de Pantaleón, que era quien con éstos tenía mayor influjo, no solamente paz, sino hasta alianza, negoció entre Aqueos y Etolios.

Tomó luego el empeño de libertar a los Atenienses, sobre lo que fue censurado y calumniado por los Aqueos, por cuanto, mediando concierto entre ellos y los Macedonios y estando en treguas, intentó, sin embargo, tomar el Pireo; pero él lo niega en los Comentarios que nos ha dejado, y echa la culpa a Ergino, aquel con quien se apoderó del Acrocorinto, porque acometiendo por sí privadamente al Pireo y rompiéndosele la escala, cuando se vio perseguido, nombró a Arato, llamándole repetidas veces, como si allí se hallara, y con este engaño pudo librarse de los enemigos. Mas parece que esta apología no logró gran crédito, pues ninguna razón había para que Ergino, que no era más que un particular, y Siro concibiesen por sí semejante propósito, a no haber tenido a Arato por director y haber recibido de él para la ejecución las fuerzas y las instrucciones; de lo que dio pruebas el mismo Arato, aspirando como los amantes desairados, no dos veces o tres, sino muchas, a ocupar el Pireo, no cediendo a los desengaños, sino que por haber estado siempre en muy poco el no haberse cumplido su esperanza, esto mismo le incitaba a confiar de nuevo; y aun una vez se dislocó una pierna huyendo por Triasio, de resultas de lo cual sufrió muchas incisiones en la curación, y por largo tiempo fue preciso para mandar las acciones que le llevaran en litera.

XXXIV.— Muerto Antígono y sucediéndole en el reino Demetrio, tomó con mayor ardor el pensamiento sobre Atenas, mirando con el mayor desprecio a los Macedonios. Por lo mismo, habiendo sido vencido en la batalla cerca de Filacia por Bitis, general de Demetrio y corriendo voces, entre unos de que había sido preso, y entre otros de que había muerto, dio genes, que mandaba la guarnición del Pireo, envió carta a Corinto, dando orden a los Aqueos de que se desprendieran de aquella ciudad, pues que Arato era muerto; pero hizo la casualidad que el mismo Arato se hallase en Corinto cuando llegó la carta, y siendo objeto de entretenimiento y risa los mensajeros de dio genes, tuvieron que marcharse. El rey envió desde Macedonia una nave para que en ella le llevaran atado a Arato, y los Atenienses, poniendo en ejercicio toda la vanidad de su adulación, coronaron sus cabezas apenas corrió la noticia de que había muerto. Irritado por tanto, dispuso otra expedición contra ellos, y llegó hasta la Academia; pero aplacado después, en nada los ofendió, y los Atenienses, tomando en consideración su virtud, como muerto ya Demetrio aspirasen a ser libres, le enviaron a llamar. Arato, sin embargo de que entonces era otro el general y él guardaba cama por una larga enfermedad, llevado en litera se prestó gustoso a servir a la ciudad, y obtuvo del comandante de la guarnición, dio genes, que entregara a los Atenienses el Pireo, Muniquia Salamina y Sunio por ciento cincuenta talentos, de los cuales contribuyó él mismo por sí con veinte. Agregáronse inmediatamente a los Aqueos los Eginetas y los Hermionios, y se les hizo tributaría la mayor parte de la Arcadia; y como los Macedonios se hallasen implicados en guerras con sus vecinos y comarcanos y los Etolios fuesen sus aliados, recibió el poder de los Aqueos un grande incremento.

XXXV.— Arato llevando siempre adelante su antiguo designio, y no pudiendo sufrir la tiranía de Argos, que le era tan vecina, envió quien persuadiera a Aristómaco a que, proponiéndolo en junta, procurase agregar aquella ciudad a los Aqueos y a que, imitando a Lidíades, quisiera más bien ser general de una nación de tanta fama que tirano de una sola ciudad, temeroso siempre y aborrecido. Conviniendo en ello Aristómaco, y pidiendo que Arato le remitiera cincuenta talentos para pagar y despachar las tropas que le servían, se le alargó efectivamente esta suma; pero Lidíades, que todavía era general y ambicionaba hacer suyo este servicio que se dispensaba a los Aqueos, calumnió a Arato ante Aristómaco de que siempre miraba con implacable odio a los tiranos, y alcanzando de éste que dejara por su cuenta la negociación, le atrajo a unirse con los Aqueos. Mas aquí dieron éstos a Arato la mayor prueba de su amor y de la confianza que en él tenían, porque habiendo él hablado en contra, despidieron a Aristómaco, y cuando después, conviniendo ya el mismo, comenzó a hablar del propio asunto, todo lo decretaron prontamente a su gusto, y admitieron a los Argivos y Fliasios a la comunión de un mismo gobierno, eligiendo general un año después a Aristómaco.

Como éste tuviese el favor de los Aqueos y quisiese invadir la Laconia, llamó a Arato. Escribióle éste desaprobando la expedición, por no querer que los Aqueos contendieran con Cleómenes, que era hombre de extraordinario arrojo y había adquirido maravilloso poder; pero cuando aquel se empeñó en poner por obra su intento, estuvo a sus órdenes y militó a su lado. Por este propio tiempo, oponiéndose a que Aristómaco trabara combate con Cleómenes, que vino a ponérseles delante, fue acusado por Lidíades, y teniendo a éste por contrario y competidor para el generalato, venció en la elección, siendo nombrado general la duodécima vez.

XXXVI.— Vencido por Cleómenes durante este mando junto al monte Liceo, huyó; y habiendo andado perdido toda la noche, pareció que había muerto, y otra vez corrió esta voz entre todos los Griegos: pero salió salvo, y recogiendo sus tropas no creyó que debía retirarse con seguridad, sino que, aprovechando la ocasión, cuando nadie lo esperaba ni pensaba en semejante cosa, cayó de súbito sobre los de Mantinea, aliados de Cleómenes y tomando la ciudad puso en ella guarnición, y a los de las aldeas inmediatas los hizo ciudadanos, ejecutando con los Aqueos vencidos lo que apenas alcanzan los vencedores. Mas después, cuando los Lacedemonios acometieron a Megalópolis, habiendo de prestarle auxilio, rehusó dar asidero a Cleómenes, que provocaba a batalla, y repugnó a los deseos de los Megalopolitanos, no siendo por una parte inclinado de suyo a estas batallas de frente, y teniendo por otra pocas tropas para oponerse a un hombre osado y joven, cuando ya en él decaían los humos y estaba amortiguada la ambición; pues, creía que si Cleómenes adquiría una gloria nueva a fuerza de arrojo, él debía conservar con cuidado la que ya tenía adquirida.

XXXVII.— Mas habiendo acometido las tropas ligeras, ahuyentado a los Espartanos hasta el campamento y penetrado en sus tiendas, Arato ni por eso se movió a combatir, sino que, poniendo delante un torrente, detuvo a la infantería y no permitió que lo pasase: pero incomodado de esto Lidíades y blasfemando de Arato, excitó a los de caballería, inspirándoles deseos de auxiliar a los que seguían el alcance para no malograr la victoria, y exhortándolos a que no le abandonasen cuando iba a pelear por la patria. Alentado conque muchos y esforzados se pusieron a su lado, cargó el ala derecha de los enemigos, y habiéndolos puesto en desorden, continuó en su persecución; pero llevado incautamente de su ardimiento y su ambición a terrenos ásperos, llenos de maleza y cortados con anchas acequias, volvió allí contra él Cleómenes y murió después de haber sostenido el más glorioso de todos los combates a las puertas de su patria. Los demás pudieron huir a la hueste, e introduciendo el desorden en la infantería, hicieron participar a todo el ejército de su derrota, formándose un gran cargo a Arato de haber al parecer abandonado a Lidíades; así, violentado de los Aqueos, que se retiraban indignados, hubo de seguirles a Egio. Celebraban allí junta pública, en la que decretaron no suministrarle fondos ni mantener estipendiarios, sino que él supliera los gastos si quería hacer la guerra.

XXXVIII.— Mortificado de esta manera, pensaba entregar al instante el sello y renunciar el mando; pero, valiéndose de su juicio, sufrió por entonces, y conduciendo los Aqueos contra Orcómeno, presentó batalla a Megistónoo, padrastro de Cleómenes, en la que fue vencedor; y habiéndole muerto trescientos hombres, hizo prisionero al mismo Megistónoo. Hemos dicho que solía ser elegido general cada dos años; pues cuando llegó su turno, como se le llamase, renunció y fue nombrado general Timóxeno. Mas pareció que su resentimiento con la muchedumbre sólo era un pretexto poco probable de la renuncia, siendo la verdadera causa el estado que tenían los negocios de los Aqueos, pues que Cleómenes ya no les hacía la guerra tibia y flojamente, ni era contrariado por las autoridades políticas, sino que como, después de haber dado muerte a los Éforos, repartido el territorio y admitido al derecho de ciudadanos a los colonos, tuviese ya una potestad libre, no dejaba respirar a los Aqueos, solicitando el imperio sobre ellos. Por lo tanto, reprenden en Arato que, viendo a la república agitada con tan grande fluctuación y tormenta, se condujese como piloto cine se amilana y abandona el timón, cuando hubiera sido Justo que, aun contra su voluntad, salvara la liga, o si daba ya por perdidos los negocios y el poder de los Aqueos, que cediera a Cleómenes, y no volver a condenar a la barbarie el Peloponeso con las guarniciones de los Macedonios, no llenar el Acrocorinto de armas etolias e ilíricas, ni hacer árbitros de las ciudades, bajo el blando nombre de aliados, a aquellos mismos a quienes de obra hizo la guerra y procuró debilitar, y de quienes habla continuamente con desdén y vilipendio en sus Comentarios. Y si Cleómenes era (porque así se decía) violento y tiránico, al cabo sus padres eran Heraclidas y su patria Esparta, el más oscuro de la cual debía ser preferido para el mando al primero de los Macedonios por los que dieran algún valor a la nobleza de los Griegos. Por otra parte, si Cleómenes pedía el mando de los Aqueos, era para hacerles muchos bienes en recompensa de aquel honor y aquel título, mientras que Antígono, declarado general con ilimitadas facultades de tierra y de mar, no se prestó a usar de la autoridad sin que primero le concedieran por premio de su imperio el Acrocorinto, a manera enteramente del cazador de Esopo; porque no se puso al frente de los Aqueos, que le rogaban y se le sometían por medio de embajadores y de decretos, hasta que los tuvo como enfrenados con la guarnición y los rehenes. Arato bien alza la voz para defenderse con que fue absolutamente preciso; pero Polibio dice que de antemano, y con prioridad a semejante necesidad, temiendo Arato la intrepidez de Cleómenes, había tratado reservadamente con Antígono y había importunado a los Megalopolitanos para que instasen a los Aqueos a implorar su auxilio, porque éstos eran los más molestados de la guerra, por acosarles mucho Cleómenes. Del mismo modo habla Filarco de estas cosas, al que, a no atestiguarlo también Polibio, no debería darse crédito, porque le saca de tino la pasión en tratándose de Cleómenes; y en la historia como en un juicio, ya contradice a éste, y ya se pone de parte de aquel y concurre a su defensa.

XXXIX.— Perdieron, pues, los Aqueos a Mantinea, volviéndola a tomar Cleómenes, y vencido junto al Hecatombeo en una porfiada batalla, quedaron tan consternados, que al punto enviaron quien propusiera a Cleómenes el mando, llamándole a Argos. Arato, luego que tuvo noticia de que estaba en camino, cuando se hallaría junto a Lerna con su ejército, como temiese por sí, le envió una embajada diciéndole que, viniendo a sus amigos y aliados, bastaría que trajese trescientos hombres, y que si desconfiaba, tomase rehenes. Manifestó Cleómenes que esto lo tenía por insulto y burla hecha a su persona, por lo que se retiró, escribiendo a los Aqueos una carta llena de acusaciones y quejas contra Arato. Escribió éste otras cartas contra Cleómenes, y corrían injurias y dicterios de uno a otro, en que se desacreditaban hasta por sus matrimonios y sus mujeres.

De resulta de esto envió Cleómenes un heraldo que denunciara la guerra a los Aqueos, y estuvo en muy poco que no les tomara por traición a Sicione; y marchando rápidamente de allí, acometió a Pelena, y se hizo dueño de ella por haberla abandonado el gobernador puesto por los Aqueos. Al cabo de poco tomó también a Féneo y a Penteleo, y muy luego se le pasaron los Argivos, y los Fliasios recibieron de él guarnición. En fin, con nada de lo agregado podían contar de seguro los Aqueos, sino que repentinamente vino una gran confusión sobre Arato, que veía titubear a todo el Peloponeso y a todas las ciudades puestas en sublevación por los que querían novedades.

XL.— Porque nadie estaba tranquilo ni contento con el estado presente, y aun muchos de los mismos Sicionios y Corintios se habían manifestado inclinados a Cleómenes, siendo mucho antes sospechosos de que posponían el bien público al deseo de sus propios adelantamientos. Sobre esto se dio a Arato libre facultad, y en Sicione dio muerte a los que halló complicados; en Corinto intentó inquirir sobre algunos y castigarlos; pero irritó con esto a la muchedumbre, viciada ya y mal hallada con el gobierno de los Aqueos. Corriendo, pues, al templo de Apolo, enviaron a llamar a Arato con el objeto de matarle o prenderle antes de declarar su defección; acudió él al llamamiento, trayendo el caballo del diestro, como si ninguna desconfianza o sospecha tuviese. Viniéronse muchos para él, y como empezasen a motejarle y acusarle, mostrándose afable en el semblante y en las palabras, les dijo que se sentasen y no gritasen así en pie desordenadamente, sino que entrasen también los que estaban junto a las puertas; y al mismo tiempo que así hablaba, se retiraba poco a poco como si fuese a entregar a alguno el caballo. Apartándose de allí de esta manera, y hablando con serenidad a los Corintios que hallaba al paso, mandándoles que fueran al templo, cuando se vio cerca de la ciudadela, montó a caballo y, dando orden a Cleopatro, comandante de la guardia, de que la custodiase con esmero, se encaminó a Sicione, siguiéndole treinta soldados, pues los demás le abandonaron o se fueron escabullendo. Habiendo los Corintios notado de allí a poco su fuga, fueron en su persecución, y como no le alcanzasen, llamaron a Cleómenes, y entregándole la ciudad, no le pareció que equivalía lo que se le daba al yerro cometido en haber dejado ir a Arato. Viniéronse además a Cleómenes los habitantes del territorio llamado Acte, y le hicieron entrega de sus ciudades, después de lo cual circunvaló y sitió con muro el Acrocorinto.

XLI.— Acudieron a verse con Arato en Sicione no muchos de los Aqueos, y celebrando junta le nombraron general con ilimitada autoridad. Compuso entonces su guardia de solos sus propios ciudadanos un hombre que por treinta y tres años había mandado a los Aqueos, que en poder y en gloria había tenido la primacía entre los Griegos y que en aquel punto abandonado, escaso de medios y quebrantado de fuerzas, como en el naufragio de la patria, era combatido de tantas olas y peligros. Porque los Etolios, habiendo él implorado su auxilio, se le habían negado, y a la ciudad de Atenas, que por amor de Arato se mostraba muy dispuesta, Euclides y Mición la retrajeron. Tenía Arato en Corinto bienes y casa; pero Cleómenes no tocó a nada, ni se lo permitió a otro ninguno; antes, haciendo llamar a sus amigos y administradores, les dio orden de que todo lo cuidaran y guardaran, bajo la inteligencia de que Arato era a quien habría de dar cuentas; y reservadamente mandó a tratar con éste a Trípilo y a su padrastro Megistónoo, ofreciéndole, además de otras cosas, doce talentos de pensión anual, excediendo en otra mitad a Tolomeo, porque éste le enviaba seis talentos cada año. Su solicitud era que se le nombrase general de los Aqueos y custodiar en unión con ellos el Acrocorinto; pero respondiéndole Arato que él no dominaba la liga, sino que era de ella dominado, y pareciéndole, que esto tenía aire de burla, invadió al punto el territorio de Sicione, talándolo y arrasándolo, y por tres meses estuvo sobre la ciudad, aguantándolo Arato, y estando perplejo sobre si accedería a la proposición de Antígono de entregarle el Acrocorinto, pues de otro modo no se prestaba a darle auxilio.

XLII.— Congregándose, pues, los Aqueos en Egio, enviaron a llamar allí a Arato, y la salida era peligrosa, teniendo Cleómenes bloqueada la ciudad. Deteníanle, de otra parte, con ruegos sus conciudadanos, diciéndole que no era razón arriesgara su persona estando tan cerca los enemigos; pendían asimismo de su cuello las mujeres y los niños, abrazándole y llorando como por el padre y salvador de todos. Mas, sin embargo, alentándolos y consolándolos, marchó a caballo a la marina con diez de sus amigos y su hijo, que aun era mocito, y embarcándose en buques que estaban allí anclados, le condujeron a Egio a la Junta pública, en la que decretaron llamar a Antígono y entregarle el Acrocorinto, sobre lo que le envió Arato su hijo con los demás rehenes. De resulta de esto, llevándolo muy a mal los Corintios, le saquearon cuanto tenía, y de la casa hicieron donación a Cleómenes.

XLIII.— Cuando ya Antígono se acercaba con su ejército, que era de veinte mil infantes macedonios y de mil cuatrocientos caballos, fue Arato con los principales por la parte de mar a recibirle a Pegas, sin que lo entendiesen los enemigos, no teniendo, sin embargo, gran confianza en Antígono ni en los Macedonios, porque traía a la memoria que sus aumentos le habían venido de los males que a éstos había hecho y que sus primeros pasos en el gobierno habían tenido por principal base la enemistad contra Antígono el Mayor. Mas estrechado por la inevitable necesidad y por el tiempo, al que sirven aun los que parece cine mandan, cerró los ojos y se entregó al peligro. Antígono, luego que se le informó de la llegada de Arato, a los demás los saludó con un mediano y común agasajo; pero a éste desde el primer recibimiento le honró extraordinariamente, habiéndole experimentado en todo hombre de probidad y juicio, contrajo con él la mayor intimidad, porque realmente era Arato no sólo útil para los mas arduos negocios, sino grato al rey en los momentos de ocio como el que más. Por tanto, aunque Antígono era joven, luego que echó de ver el carácter de Arato, en el que nada había de áspero para la amistad con un rey, para todo se valía de él, no sólo con preferencia a cualquiera de los Aqueos, sino aun de los Macedonios que tenía cerca de sí. Sobrevino también acerca de esto un prodigio, pareciendo que el Dios lo manifestaba en las víctimas; se dice, en efecto, que sacrificando Arato poco tiempo antes, se vieron en un hígado dos hieles envueltas bajo una sola tela, y que el adivino le anunció que en breve se uniría en estrecha amistad con sus mayores contrarios y enemigos. Por entonces no dio valor al anuncio, ni en general prestaba mucho crédito a víctimas y adivinaciones, ateniéndose a su razón; pero más adelante, yendo prósperamente la guerra, tuvo un banquete Antígono en Corinto, a que concurrieron muchos convidados, y colocó a Arato en asiento superior al suyo. Pidió de allí a poco una ropa con qué cubrirse, y preguntando a Arato si le parecía que hacía frío, como respondiese que en verdad estaba helado, le dijo que se acercase más, y habiendo traído los sirvientes un paño, arroparon con él a los dos. Entonces, viniéndosele a Arato a la memoria lo sucedido con la víctima, no pudo menos de echarse a reír, y refirió al rey el portento y su explicación. Pero esto ocurrió algún tiempo después.

XLIV.— Luego que en Pegas se afirmaron los convenios con recíprocos juramentos, marcharon al punto contra los enemigos, y eran frecuentes los combates en los términos de Corinto, estando bien fortificado Cleómenes y defendiéndose valerosamente los Corintios. En esto Aristóteles de Argos, que era amigo de Arato, vino secretamente con mensaje para éste, proponiéndole que haría se le pasase aquella ciudad si quería marchar allá con tropas. Dio parte de ello a Antígono, y encaminándose por mar prontamente a Epidauro desde el istmo con mil quinientos hombres, los Argivos, que ya antes se habían puesto en rebelión, dieron sobre las tropas de Cleómenes y las encerraron en la ciudadela. Cuando Cleómenes lo supo, temió no fuera que, ocupando los enemigos a Argos, le cortaran el paso a Esparta, y abandonando el Acrocorinto, en la misma noche marchó en auxilio de aquellas. Anticipóse de este modo a entrar en Argos, y allí consiguió rechazar a los enemigos; pero acudiendo poco después Arato, y dejándose ver el rey con el grueso del ejército, se retiró a Mantinea. De resultas volvieron todas las ciudades a unirse a los Aqueos. Antígono ocupó el Acrocorinto, y nombrado Arato general de los Argivos, les persuadió que hicieran donación a Antígono de los bienes de los tiranos y de los traidores.

En Cencreas, en tanto, atormentaron y ahogaron a Aristómaco, por lo que padeció mucho la opinión de Arato, diciéndose que con ser este un hombre de no malas partidas, de quien él mismo se había valido, y a quien había persuadido desistiese de la autoridad y que incorporase su ciudad con los Aqueos, a pesar de todo esto había mirado con indiferencia que se le quitara la vida injustamente.

XLV.— Culpábasele ya de muchas cosas que sucedían, como de que hubieran hecho donación a Antígono de Corinto, como si fuera una miserable aldea; de que después de haber saqueado a Orcómeno, le permitieron poner en ella guarnición macedoniana; de haber decretado que no escribirían ni enviarían embajada a ningún otro rey si Antígono no quería, y de tener que sustentar y pagar sueldo a los Macedonios. Dispusiéronse sacrificios libaciones y juegos en honor de Antígono, habiendo sido los primeros los ciudadanos de Arato, que le recibieron en la ciudad, dándole este hospedaje; así todo se lo atribuían, no haciéndose cargo de que, habiendo puesto en manos de aquel las riendas, siendo arrastrado por el ímpetu de la autoridad real, Arato no era ya dueño sino de sola su voz, que aun corría peligro en la franqueza, y no podía dudarse que había cosas que le mortificaban, como fue lo de las estatuas. Porque Antígono en Argos levantó la de los tiranos, que habían sido echadas por tierra, y derribó por otra parte las de los que tomaron el Acrocorinto, a excepción de sola la suya; y por más que en cuanto a éstas le hizo ruegos, nada pudo alcanzar. Parece también que no pudo ser cosa griega lo que los Aqueos ejecutaron con Mantinea, porque apoderándose de ella con las fuerzas de Antígono, a los más distinguidos y principales ciudadanos les quitaron la vida; de los más, a unos los vendieron, y a otros los enviaron aprisionados con grillos a Macedonia, y a los niños y mujeres los esclavizaron. Del dinero que se recogió le dieron la tercera parte, y las dos restantes las distribuyeron a los Macedonios. Mas esto pudo en algún modo excusarse por la ley de la venganza; pues aunque siempre es terrible maltratar así por encono a sus compatriotas y deudos, en la necesidad se hace dulce y no duro, según Simónidas, dando como cierto alivio y desahogo al ánimo doliente e inflamado; pero lo que después se ejecutó no hay como Arato lo atribuya a ningún motivo, ni honesto ni de precisión; porque recibiendo de Antígono los Argivos en donativo la ciudad, y determinando enviar a ella una colonia, elegido aquel para fundador de ella, y siendo general, decretó que en adelante no se llamara Mantinea, sino Antigonea, que es como se llama hasta el día de hoy, pareciendo que por él la «amable Mantinea» fue borrada del todo, y que en su lugar permanece una ciudad que lleva el nombre de los que la destruyeron y dieron muerte a sus ciudadanos.

XLVI.— Vencido después de esto Cleómenes en una gran batalla cerca de Selasia, abandonó a Esparta y se embarcó para Egipto; Antígono, después de haber hecho con Arato las mayores demostraciones de gratitud y benevolencia, se retiró a la Macedonia, y habiendo allí caído enfermo, a Filipo, mancebo ya y designado su sucesor en el reino, lo envió al Peloponeso, encargándole que atendiese a Arato sobre todos, y por su medio tratase con las ciudades y se diera a conocer a los Aqueos. Tomóle, pues, Arato bajo su cuidado, y le dirigió de manera que le envió a Macedonia lleno de amor hacia él, y de afición y emulación hacia los Griegos.

XLVII.— Muerto Antígono, como los Etolios menospreciasen a los Aqueos por su flojedad, a causa de que, acostumbrados a ponerse a salvo por manos ajenas, y sostenidos por las armas de los Macedonios, se habían entregado al ocio y la desidia, se arrojaron a tomar parte en los negocios del Peloponeso, y teniendo por un paseo el saquear a los de Patras y Dima, invadieron el país de Mesena y lo talaron; de lo que incomodado Arato, como viese que Timóxeno, que a la sazón se hallaba de general de los Aqueos, emperezaba y perdía el tiempo, y le tocase mandar después de él, se adelantó a entrar en ejercicio cinco días antes, con el fin de ir en socorro de los Mesenios. Reunió, pues, a los Aqueos, faltos ya del uso y cobardes para la guerra, y sufrió una derrota junto a Cafias. Pareció que entonces había procedido con sobrado arrojo y encono; mas para eso luego de tal manera se entorpeció y ello de mano a los negocios y a las esperanzas, que con ofrecerles muchas veces oportunidad los Etolios, sufrió y llevó con indiferencia que estuvieran como banqueteando en el Peloponeso con la mayor osadía y desvergüenza. Tendiendo, por tanto, otra vez las manos a la Macedonia, atrajeron y mezclaron en los asuntos de la Grecia a Filipo, no siendo la menor parte para ello su amor y confianza hacia Arato, pues esperaban que para todo lo hallarían dócil y pronto.

XLIII.— Entonces por primera vez Apeles y Megaleo, con otros palaciegos, empezaron a cizañear contra Arato, y seducido el rey, se puso en la junta electoral de parte de la facción contraria, procurando que los Aqueos nombraran general a Eperato; pero como luego le despreciasen completamente, y separado de los negocies Arato nada saliese bien, conoció Filipo su yerro, decidió otra vez por Arato haciéndose todo suyo y, yendo prósperamente los negocios para su poder y su gloria, se entregó enteramente a él, como que le debía su esplendor y sus aumentos. Parecía, pues, a todos que Arato no sólo era un provechoso preceptor para la democracia, sino que para la monarquía también; porque su conducta y sus costumbres aparecían como un color particular en cuanto el rey hacía. Así, la blandura de este joven para con los Lacedemonios que le habían ofendido, su afable trato con los Cretenses, con el que en pocos días se atrajo toda la isla, y su expedición contra los Etolios, que fue sumamente pronta y activa, si a Filipo le adquirieron la gloria de la docilidad, a Arato le conciliaron la de la buena dirección. Creció por lo mismo la envidia en los cortesanos, y viendo que nada adelantaban con sus calumnias ocultas, abiertamente le escarnecían e insultaban en los festines con el mayor descaro e insolencia, y aun en una ocasión lo persiguieron a pedradas hasta su pabellón; de lo que, irritado Filipo, por lo pronto los multó en veinte talentos; más después, como le pareciese que le malograban los negocios y que excitaban alborotos, les quitó la vida.

XLIX.— Engreído más adelante con verse demasiado favorecido de la fortuna, manifestó ya muchos y desmedidos deseos, y la maldad ingénita, desenvolviéndose y penetrando por entre los mentidos velos, poco a poco descubrió y puso de manifiesto su verdadera índole. En primer lugar, ofendía a Arato el Menor en el honor conyugal, lo que por mucho tiempo estuvo oculto, por vivir juntos, siendo su huésped. Hízose después despreciable para el trato en los negocios, y se echaba de ver que quería apartar de sí a Arato. Dieron el primer origen a esta sospecha las ocurrencias con los Mesenios, porque habiendo sediciones entre ellos, Arato se atrasó un poco en acudir a apaciguarlos, y Filipo, que sólo se anticipó un día en llegar a la ciudad, se apresuró a encender más la misericordia entre aquellos habitantes, preguntando por separado a los magistrados de los Mesenios, si no tenían leyes contra la muchedumbre, y por separado también a los prohombres del pueblo si no tenían manos contra sus tiranos. Cobrando ánimo por esto, los magistrados quisieron prender a los demagogos, y acudiendo éstos con la muchedumbre, dieron muerte a los magistrados y a algunos otros ciudadanos, que apenas bajaron de doscientos.

L.— Ejecutada tan abominable acción por Filipo, que aun continuaba exasperando más a los Mesenios unos contra otros, sobrevino Arato; y no sólo se notaba que le había sido muy sensible, sino que al hijo, que sobre ello reprendía a Filipo, haciéndole ásperas reconvenciones, no lo contuvo. Se creía que aquel joven amaba a Filipo, y entonces, entre otras cosas, le dijo que ya ni siquiera le parecía bello en su aspecto ejecutando tales hechos, sino el más horrible del mundo. Filipo nada le replicó, sin embargo de que se le observaba airado y de que estuvo refunfuñando mientras aquel hablaba, y aun a Arato el Mayor, para dar a entender que no se había irritado por lo que se le había dicho, y que era de carácter benigno y urbano, le levantó del teatro tomándole la diestra, y le llevó consigo a Itomata para ofrecer sacrificio a Zeus y reconocer aquel punto, porque no es menos fuerte que el Acrocorinto, y en poniendo guarnición puede hacerse tan molesto como es inexpugnable a los del país. Subió, pues, y en el acto del sacrificio, cuando el adivino le trajo las entrañas del buey, tomándolas con entrambas manos, las mostró a Arato y Demetrio Fario, inclinándose ora al uno y ora al otro, y preguntándoles qué veían en la víctima acerca de si se apoderaría de aquella eminencia o la restituiría a los Mesenios. Sonriéndose, pues, Demetrio: «Si tuvieres —le dijo— el alma de un adivino, dejarías intacto el sitio; mas si la tuvieres de rey, asirías el buey por los dos cuernos, queriendo designar el Peloponeso, y que si juntaba a Itomata con el Acrocorinto, enteramente le tendría sumiso y humillado». Arato estuvo bastante tiempo en silencio; pero instándole Filipo que manifestase lo que observaba: “La Creta ¡oh Filipo! tiene muchos y grandes montes, y son muchas las eminencias que la Naturaleza ha puesto en la tierra de los Beocios y Focenses. Son asimismo muchos en la Acarnania, ya tierra adentro, y ya en la marina, los lugares que tienen una maravillosa fortaleza, y sin embargo de que ninguno de estos puntos has tomado, todos hacen voluntariamente lo que tú dispones; porque los ladrones son los que se pegan a las rocas y se guarecen en los vericuetos; pero para un rey nada es más fuerte o más defendido que la confianza y el amor. Éstos te han abierto el mar de Creta, y éstos el Peloponeso, y habiéndolos tenido por principios de tus operaciones, por ellos, todavía tan joven, de unos te has constituido general, y de otros señor”. Sin dejarle concluir entregó Filipo las entrañas al adivino, y volviendo a tomar de la mano a Arato: «Volvamos —le dijo— por el mismo camino», como que le había convencido y le había quitado de la mano aquella ciudadela.

LI.— Arato, que iba retirándose de palacio y cortando poco a poco la amistad e íntimo trato con Filipo, cuando al bajar éste al Epiro le pidió que le acompañase en aquella expedición, se negó a complacerle y permaneció en quietud, temeroso de que sus operaciones le hiciesen incurrir en mala nota y opinión. Mas después que en combate con los Romanos perdió ignominiosamente las naves, y saliéndole mal todas sus empresas, se restituyó al Peloponeso, e intentó de nuevo engañar a los Mesenios, y ya no a escondidas, sino abiertamente los maltrataba, talándoles el país; entonces Arato enteramente se apartó y se puso en oposición con él, habiendo ya llegado a entender el agravio que en el honor le hacía, y llevándolo él mismo dentro de sí con grande pesar, sin descubrirlo al hijo, porque sobraba con saber la afrenta a quien no podía vengarla. Se veía, pues, que Filipo había hecho una grande y extraña mudanza, convirtiéndose, de un rey benigno y de un joven contenido, en un varón desenfrenado y en un tirano odioso, aunque esto no fue mudanza de índole, sino manifestación en la seguridad de una maldad que el miedo había tenido oculta largo tiempo.

LII.— Porque haber sido mezclado de vergüenza y miedo el afecto hacia Arato, en que desde el principio fue criado, lo manifestó bien en la conducta que contra él tuvo; pues como desease quitarle del medio, por pensar que mientras viviese no podría ser libre, no ya como tirano, pero ni como rey, aunque nada intentó a fuerza abierta, a Taurión, uno de sus generales y amigos, le dio el encargo de que lo ejecutase de un modo oculto, y más particularmente por medio de un veneno, cuando él estuviera ausente. Hízose, pues, amigo de Arato, y le dio un veneno, no pronto y violento, sino de aquellos que causan al principio en el cuerpo un calor lento con tos, y de este modo llevan poco a poco a la muerte. No se le ocultó esto a Arato, sino que, como nada aprovechaba el quejarse, soportó su mal en silencio y tranquilamente, como si fuera una de las enfermedades comunes y frecuentes. Sólo en una ocasión, habiéndole visitado un amigo, como en su presencia arrojase un esputo sanguinolento y aquel mostrase maravillarse de ello: «Éstos ¡oh Cefalón! —le dijo—, son los premios de la amistad con reyes».

LIII.— Muerto Arato de esta manera en Egio en su decimoséptimo generalato, deseaban los Aqueos que allí fuese sepultado y que se le erigiesen los monumentos correspondientes a sus hazañas; los de Sicione miraban como una calamidad el que el cuerpo no pudiera ser entre ellos depositado, pues aunque habían alcanzado de los Aqueos que se lo permitieran, había una ley que prohibía que nadie fuera sepultado dentro de los muros; y como sobre la observancia de esta ley hubiese una poderosa superstición, enviaron a Delfos a consultar a la Pitia sobre este objeto, y la Pitia les dio este oráculo

¿Consultas ¡oh Sicione! qué premio
por tu salud dispensarás a Arato
y qué honores y exequias funerales
harás al héroe que sin vida yace?
Quien a honrarle se oponga será impío
contra el cielo extendido, el mar y tierra.

Traído el oráculo, se alegraron todos los Aqueos, especialmente los Sicionios, y convirtiendo el duelo en fiesta, al punto trasladaron el cadáver, coronados de flores y vestidos de blanco, con cánticos de regocijo y con coros, de Egio a la ciudad; y habiendo designado un lugar espectable, le hicieron el entierro que correspondía a su fundador y salvador. El sitio llámase hasta ahora Aracio, y se le hacían sacrificios, uno el día en que los libró de la tiranía, que es el quinto del mes Desio, llamado de los atenienses Antesterión, dando a este sacrificio el nombre de Sotería, y el otro día en que hacen conmemoración de su nacimiento. Al primero presidía el sacerdote de Zeus Salvador, y al segundo el de Arato, llevando una venda no del todo blanca, sino entretejida con púrpura. Cantábanse a la cítara himnos por los actores del teatro, y conducía el gimnasiarca la pompa de los muchachos y mancebos, siguiéndose luego el consejo coronado, y de los ciudadanos el que quería. De todo esto conservan algunas leves muestras para celebrar aquellos días; pero la mayor parte de los honores referidos, con el tiempo y la serie de otros sucesos, han caído en desuso.

LIV.— Por lo que hace, pues, a Arato el Mayor, ésta se dice haber sido su vida, y su índole la que se ha manifestado; en cuanto a su hijo, siendo Filipo malvado por carácter e injusto con crueldad, no le dio veneno mortal, sino uno de aquellos que trastornan la razón, consiguiendo precipitarle en manías terribles y extrañas, con las que intentaba acciones disparatadas y mostraba deseos vergonzosos y abominables; de modo que la muerte, en medio de ser joven y hallarse en estado floreciente, no fue para él una desgracia, sino salvación y redención de males. Mas Filipo no dejó de pagar en vida a Zeus Hospitalario y Amigo las penas de tan horrible maldad, porque, vencido de los Romanos, se les rindió a discreción, y despojado de toda otra autoridad, entregando todas las naves, fuera de cinco, ofreciéndose a pagar mil talentos, y dando en rehenes su propio hijo, por compasión le dejaron la Macedonia y provincias de ella dependientes. Dando después muerte a los mejores y más ilustres de sus súbditos, llenó todo el reino de horror y odio contra sí, y de un solo bien que tenía, que era un hijo de sobresaliente valor, se privó por su mano, haciéndole morir de envidia y celos por la distinción con que le trataban los Romanos; y dio el reino a Perseo, otro de ellos, que no era legítimo según dicen, sino arrimadizo, tenido en una costurera llamada Gnatenio. De éste triunfó Emilio, y aquí, tuvo fin la sucesión en el reino de Antígono, cuando el linaje de Arato se conserva hasta nuestro tiempo en Sicione y Pelena.

GALBA Y OTÓN

GALBA

I.— Ifícrates Ateniense deseaba que el soldado estipendiario fuera codicioso y amigo de placeres, para que, buscando dar cebo y satisfacción a sus apetitos, peleara con mayor arrojo; pero los más lo que desean es que el cuerpo del soldado, aunque robusto y fuerte, no use nunca de impulso propio, sino que se mueva con el impulso del general. Así se dice de Paulo Emilio, que habiendo encontrado el ejército romano de Macedonia lleno de charlatanería y curiosidad, metiéndose todos a echarla de generales, les previno que de lo que debía cuidar cada uno era de tener la mano pronta y la espada afilada, y lo demás dejarlo de su cuenta. Platón, que no veía que un emperador o general pudiera hacer nada provechoso si el ejército no era moderado y de sus mismos sentimientos, y que pensaba que la virtud obediente no exigía menos que la virtud regente una índole generosa y una educación filosófica, que con lo benigno y humano templara lo iracundo e impetuoso, tiene en otros muchos hechos, y en lo ocurrido a los Romanos después de la muerte de Nerón, testimonios y ejemplos de que nada hay más temible en el Imperio que las fuerzas militares, cuando, faltas de disciplina, se arrojan a hechos desordenados y temerarios. Porque Demades, muerto Alejandro, comparaba el ejército de los Macedonios, al ver sus extraños e insanos movimientos, al Cíclope después que le cegaron: y al imperio romano le acometieron agitaciones y accidentes como los de los Titanes, partiéndose en fracciones y volviéndose contra sí mismo en diferentes partes, no tanto por la ambición de los que eran nombrados y saludados emperadores como por el ansía de enriquecer de la soldadesca, que, como sucede con los clavos, hacía que los caudillos se expulsaran mutuamente unos a otros. Y si Dionisio a Polifrón de Feras, que rigió diez meses a los Tésalos y después fue muerto, le llamaba tirano de tragedia, aludiendo con chisto, a lo breve de la mudanza, en más corto tiempo recibió el palacio, residencia de los Césares, a cuatro emperadores, introduciendo ahora a uno como en la escena y expeliéndolo al cabo de poco. Un consuelo siquiera tenían en esto los que sufrían, y era que no había necesidad de otra venganza contra los autores, sino que los veían muertos los unos a manos de los otros, y el primero justísimamente aquel que cebó y enseñó a esperar de la mudanza de un César, tanto como era lo que él había prometido, desacreditando la obra más laudable y haciendo que mereciera ser de traición calificada, por el precio que intervino, la sublevación contra Nerón.

II.— Porque siendo Ninfidio Sabino prefecto del pretorio, como hemos dicho, con Tigelino, en el momento que vio del todo perdidas las cosas de Nerón, teniéndose por cierto que éste iba a huir al Egipto, persuadió a los de la guardia, como si hubiese huido ya y no estuviese todavía presente, que proclamaran emperador a Galba, prometiendo a cada uno de donativo a los de las cohortes llamadas pretorias y urbanas siete mil quinientas dracmas, y a los de afuera mil doscientas cincuenta, cantidad que no era posible juntar sin causar a todos los hombres seiscientas mil veces más males que los que Nerón había causado; así es que esto al punto perdió a Nerón; y de allí a muy poco al mismo Galba, porque al uno le desampararon con la esperanza de recibir, y al otro le quitan la vida porque no recibieron, y después, buscando quien les diera otro tanto, se consumieron en apostasías y traiciones antes de conseguir lo que esperaban. El referir individualmente y con puntualidad estos sucesos es propio de la exactitud de la Historia; pero lo que ocurrió digno de saberse en los hechos y casos de cada uno de los Césares ni aun a mí me sería permitido pasarlo en silencio.

III.— Es cosa sabida que Sulpicio Galba era el más rico de todos cuando de particular pasó a la casa de los Césares; y con ser así que le daba grande opinión de nobleza el pertenecer a la casa de los Servios, él se preciaba principalmente de su parentesco con Cátulo, varón que en virtud y gloria tenía el primer lugar entre los de su edad, si en cuanto al poder cedía a los demás muy de su agrado. Tenía asimismo Galba alguna relación de parentesco con Livia, la mujer de Augusto, y por esta razón del palacio salió cónsul a esfuerzos de la misma Livia. Dícese también que se condujo con acierto en el mando del ejército de Germania, y que, nombrado procónsul de África, fue uno de los pocos que merecieron elogios. La sencillez de su tenor de vida, y su parsimonia y moderación en los gastos, dieron motivo a que, hecho emperador, se le tachara de pusilánime, o cuando más a que se le atribuyera la gloria poco codiciada de arreglo y frugalidad.

Fue por Nerón enviado de gobernador a España, antes que este príncipe hubiese tomado la mafia de tener a los ciudadanos colocados en las grandes dignidades; y a Galba, que por naturaleza era benigno, la vejez le añadía la opinión de ser próvido y precavido.

IV.— Administraban los procuradores las provincias con crueldad y dureza; y aunque no tenía otro medio ninguno para socorrerlas que el manifestarse vejado y ofendido con ellas, esto servía de algún alivio y consuelo a los agraviados e injuriados. Compusiéronse contra Nerón varios poemas, y aunque por muchas partes corrían y se cantaban, no lo estorbaba, ni acompañaba a los procuradores en el encono que mostraban, por lo que era cada día más estimado, pues se había hecho como uno de aquellos naturales, siendo ya el octavo año de su gobierno aquel en que Víndex se levantó contra Nerón, hallándose de pretor en la Galia. Dícese, pues, que antes de aparecer la rebelión, le llegaron cartas de parte de Víndex, a las que no dio crédito, ni las denunció o manifestó detestarlas como otros jefes, que enviaron a Nerón las cartas a ellos escritas, y en cuanto estuvo de su parte desbarataron un proyecto en el que se apresuraron después a decir que habían tenido parte, reconociéndose por traidores no menos de sí mismos que de aquel. Pero cuando más adelante, declarando Víndex abiertamente la guerra, escribió a Galba exhortándole a admitir el Imperio y condescender con un cuerpo robusto que buscaba una cabeza esto es, con las Galias, donde había cien mil hombres armados y podían armarse muchos más, entonces ya consultó sobre este negocio con sus amigos, de los cuales unos eran de opinión que se mantuviera pasivo a ver qué movimiento hacía Roma y cómo recibía aquellas novedades; pero Tito Vinio, jefe de una de las legiones: “¿Qué es lo que consultas —le dijo—, oh Galba?: porque el inquirir si permaneceremos fieles a Nerón es de gentes que ya han dejado de serlo: lo que hay que preguntar, en el supuesto de ser ya Nerón nuestro enemigo, es si desecharemos la amistad de Víndex, y aun le acusaremos al punto y le haremos la guerra, porque quiere más tenerte a ti por emperador de Roma que a Nerón por tirano.

V.— Inmediatamente después señaló Galba por edicto el día en que daría individualmente la libertad a los que la pidiesen, y como la fama y el rumor hubiesen atraído mucha gente preparada y dispuesta para la novedad que se intentaba, no bien se había dejado ver en el tribunal cuando todos a una voz le proclamaron emperador; pero él, por lo pronto, no admitió este título, sino que, acusando a Nerón y lamentándose de los varones más ilustres, entre tantos como eran aquellos a quienes había quitado la vida, protestó que consagraría a la patria todos sus talentos, no César ni emperador, sino con sólo el dictado de general del Senado y del pueblo romano. Que Víndex procedió con acierto en excitar a Galba a admitir el imperio se confirmó con el testimonio del mismo Nerón, el cual, habiendo manifestado que despreciaba a Víndex y no le daban ningún cuidado los movimientos de las Galias, cuando se le notició lo de Galba, que fue estando comiendo después de haberse bañado, tiró al suelo la mesa. Sin embargo, habiendo el Senado declarado por enemigo a Galba, quiso disimular y hacer el gracioso con sus amigos, y por tanto le dijo que, hallándose escaso de dinero, no era mala la cuenta que estaba echando; pues, de una parte, cuando se sometiese a los Galos, se tomarían por presa sus bienes, y de otra, la hacienda que existía de Galba, declarado ya enemigo, podía desde luego ocuparla y venderla; así fue que dio orden para que los bienes de Galba se vendiesen, y éste, cuando lo supo, sacó a subasta cuanto a Nerón pertenecía en España, y encontró muchos y muy decididos postores.

VI.— Siendo ya en gran número los que iban abandonando a Nerón, todos se inclinaban, por lo regular a Galba; solamente Clodio Mácer en África, y Verginio Rufo, que en la Galia estaba al frente del ejército germánico, obraban por sí mismos separadamente, aunque no con la misma idea: porque Clodio, dado a rapiñas y muertes, por su crueldad y su avaricia se veía que ni se determinaba a tomar ni a dejar el Imperio, y Verginio, que mandaba las legiones más fuertes y poderosas, por las que muchas veces había sido saludado emperador, y estrechado a serlo, decía que ni tomaría el Imperio ni permitiría que se diese a otro, fuera de aquel a quien el Senado eligiese. Turbó desde luego este incidente los planes de Galba; mas después que las legiones de Verginio y Víndex forzaron a éstos, como a conductores de carros que no pueden refrenar los caballos, a un gran combate y que Víndex, después de muertos veinte mil Galos, se quitó a sí mismo la vida; como corriese la voz de que, alcanzada tan señalada victoria, la voluntad general era que Verginio tomara el Imperio o volvieran a reconocer a Nerón, entonces del todo llegó a intimidarse Galba, y escribió a Verginio, exhortándole a obrar de acuerdo y conservar al pueblo romano el imperio y la libertad, y con todo, retirándose otra vez con sus amigos a Clunia, ciudad de España, más pasó el tiempo en arrepentirse de lo hecho y en desear su genial y amado reposo que en ejecutar nada de lo que el tiempo pedía.

VII.— Era la estación del estío, y poco antes de anochecer llegó de Roma el liberto ícelo en siete días; supo que Galba se estaba tranquilo en su casa, y se fue corriendo a su habitación, y abriéndola e introduciéndose a pesar de la oposición del camarero, refirió que viviendo todavía Nerón, aunque no comparecía en público, primero el ejército y después el pueblo y el Senado habían proclamado a Galba emperador, y que de allí a bien poco se dijo que Nerón era muerto: y no queriendo creer a los que le dieron la noticia, había ido donde estaba el cadáver, y viéndole tendido, entonces se había puesto en camino. Dilatóse grandemente el ánimo de Galba con esta narración, y acudiendo a la casa en el momento un gran gentío, lo tranquilizó sobre lo ocurrido, a pesar de que la celeridad del viaje parecía increíble: pero a los dos días llegó con otros de los reales Tito Vinio, que anunció punto por punto lo decretado por el Senado. Éste fue en el acto promovido a un orden superior; al liberto le confirió los anillos de oro, y llamándose desde entonces Marciano ícelo, fue entre los libertos el que gozó de mayor poder.

VIII.— En Roma, Ninfidio Sabino, trayendo a sí todos los negocios, no suavemente y poco a poco, sino de golpe, se alzó solo con ellos con motivo de la vejez de Galba, de quien se creía que con dificultad podría llegar a Roma conducido en litera, porque tenía ya setenta y tres años. Las tropas allí existentes, que va antes miraban a Ninfidio con afición, entonces en él sólo ponían la vista, teniéndole por su bienhechor, a causa del donativo, y a Galba sólo por su deudor. Al momento, pues, intimó a Tigelino su colega que depusiera la espada. Daba banquetes, teniendo a su mesa a los varones consulares y que habían mandado ejércitos, y haciéndoles el convite en nombre de Galba. En el ejército negoció que muchos dijeran ser cosa de enviar mensajeros a Galba para pedirle que nombrara a Ninfidio prefecto perpetuo, sin colegas. Las demostraciones que en su honor y para aumentar su poder hizo el Senado, llamándole bienhechor, frecuentando diariamente su casa y haciendo que todo acuerdo se tomara a propuesta suya, como si sólo lo confirmase, llevaron mucho más adelante su osadía; de modo que al cabo de muy poco tiempo no sólo se hizo fastidioso, sino temible a los que tanto le obsequiaban. Como los cónsules hubiesen nombrado los siervos públicos que habían de llevar los decretos del Senado al emperador, y les hubiesen entregado los diplomas o despachos sellados, en cuya virtud los magistrados de las ciudades en la mudanza de carruajes aceleran la marcha de los correos, se irritó en gran manera, porque no se había puesto su sello a los pliegos y no le habían pedido para este encargo sus soldados, y aun se dice que estuvo deliberando sobre la venganza que tomaría de los cónsules, y sólo se templó porque le dieron excusas e interpusieron ruegos. Para congraciarse con el pueblo no impidió que arrastraran de los amigos de Nerón a los que se les ponían delante, y al gladiador Espícilo lo tendieron en la plaza debajo de las estatuas de Nerón derribadas al suelo, y así le mataron. A un tal Aponio, del número de los delatores, lo echaron al suelo e hicieron que pasaran por encima de él unas carretas que acarreaban piedra, y a otros muchos los despedazaron, a algunos sin la menor culpa, de tal manera que Máurico, varón excelente en sí y tenido por tal, dijo al Senado: «Me temo que en breve habéis de buscar a Nerón».

IX.— Adelantando de este modo Ninfidio en sus esperanzas, no rehusó que se le llamara hijo de Gayo César, el que imperó después de Tiberio; porque Gavo, según parece, siendo todavía joven, tuvo trato con la que le dio a luz, que era bien parecida e hija de una costurera por jornal y de un liberto del César llamado Calisto; pero el trato de ésta con Gayo, a mi entender, fue posterior al nacimiento de Ninfidio. Lo que se creía era ser su padre el gladiador Marciano, de quien por su fama se había enamorado Ninfidia, y a éste era al que más se parecía en la figura. Ello es que, reconociendo por madre a Ninfidio, y atribuyéndose a sí mismo únicamente la ruina de Nerón, no creía haber cogido un premio suficiente en los honores, en las riquezas, y en dormir con Esporo el de Nerón, al que tomó desde la misma hoguera cuando todavía ardía el cadáver, teniéndolo en lugar de esposa, y llamándole Popeo, y por tanto aspiraba a ingerirse en la sucesión del Imperio. Para esto daba reservadamente pasos en Roma por medio de sus amigos, de ciertas mujeres y de algunos senadores, habiendo enviado a España a Geliano, uno de los primeros para examinar lo que allí pasaba.

X.— Sucedíale todo bien a Galba después de la muerte de Nerón, y sólo le daba algún cuidado Verginio Rufo, todavía dudoso, no fuera que juntando a un tiempo hallarse al frente de numerosas tropas de las más belicosas, haber vencido a Víndex y haber sujetado una parte muy principal de la dominación romana, que era toda la Galia, agitada todavía con las olas de la sedición, le hiciera todo esto dar oídos a los que le provocaban a apoderarse del mando; porque ninguno tenía tanto nombre ni había adquirido una gloria igual a la Verginio, que con gran presteza había librado al Imperio romano de dos plagas a un tiempo, de una tiranía insoportable y de las guerras de las Galias. Él, sin embargo, atenido siempre a la opinión manifestada desde un principio, dejó al Senado la elección de emperador, a pesar de que, publicada la muerte de Nerón, la muchedumbre volvió a importunarle, y uno de los tribunos, en su mismo pabellón, sacando la espada, le intimó que admitiera el Imperio o el hierro. Mas después que Fabio Valente, comandante de una legión, juró el primero por Galba, y llegaron cartas de Roma expresando lo acordado por el Senado, aunque con dificultad y trabajo, persuadió a los soldados a proclamar a Galba emperador; y habiéndole nombrado por sucesor a Flaco Hordeonio, lo reconoció y le entregó el mando, y saliendo a recibir a Galba, que pasaba a corta distancia, regresó con él sin participar conocidamente ni de honor ni de ira. De lo segundo fue causa el mismo Galba, porque le miraba con respeto, y de lo primero sus amigos, y más especialmente Tito Vinio, el cual, creyendo por envidia mortificar a Verginio, sin pensarlo, ayudó al buen Genio de éste; que de las guerras y males que alcanzaron en aquella época a los demás generales lo sacó a una vida tranquila y una vejez llena de paz y de reposo.

XI.— Encontraron a Galba los embajadores enviados por el Senado en Narbona, ciudad de las Galias, y saludándole, le rogaron se apresurara a mostrarse al pueblo, que deseaba verle. Recibiólos y tratólos en todo con la mayor dulzura y humanidad; y como para los convites hallase dispuesto el aparato y servicio regio correspondiente, enviado con anticipación por Ninfidio del que perteneció a Nerón, no haciendo uso de ninguna de estas cosas, sino solamente del servido de mesa que antes tenía, ganó crédito y concepto entre todos, siendo tenido por magnánimo y superior a las delicadezas del lujo; pero al cabo de bien poco, haciéndole ver Vinio que aquellas disposiciones generosas, modestas y sencillas eran una afectación de popularidad y una inelegancia que desdecía de su grandeza, lo convenció de que debía usar de las preciosidades de Nerón, y no rehusar para los banquetes la magnificencia real. En fin, poco a poco fue dando a conocer el buen anciano que sería dominado por Vinio.

XII.— Era Vinio el hombre más poseído y dominado de la avaricia, y sujeto además a la pasión y vicio de las mujeres; porque siendo todavía mancebo y haciendo sus primeras campañas bajo Calvisio Sabino, se llevó por la noche al campamento, vestida de soldado, a la mujer del general, que no tenía nada de modesta, y abusó de ella en el lugar del campamento, que los Romanos llaman principia. Por este atentado le puso Gayo César en prisión; pero habiendo muerto éste, su fortuna le dio la libertad. Cenando en casa de Claudio César quitó una pieza de plata, y habiéndolo sabido el César, le volvió a convidar el día siguiente, y cuando vio que había acudido, dio orden a los que le servían que no le pusieran nada de plata, sino todo el servicio de barro; pero esto, por la bondad de Claudio, que degeneraba en cómica, no parecía digno de ira, sino de risa; mas lo que después, siendo dueño del ánimo de Galba y quien todo lo mandaba, ejecutó en esta materia de intereses, para unos fue causa y para otros pretexto de sucesos trágicos y de grandes desventuras.

XIII.— Porque Ninfidio, luego que volvió Geliano, el que en cierta manera había enviado de explorador de Galba, al oír que había sido designado prefecto del pretorio Cornelio Lacón y que todo el poder y el influjo eran de Vinio, no habiéndosele a él permitido ni arrimarse a Galba, ni hablarle a solas, porque le espiaban y observaban continuamente, entró en gran cuidado, y reuniendo a todos los jefes de las cohortes, les dijo que Galba por si era un anciano de rectitud y bondad, pero que no se gobernaba por su propio juicio, sino que, haciéndose todo a gusto de Vinio y de Lacón, los negocios iban mal; por tanto, que, para no dar lugar a que éstos adquiriesen en ellos el gran valimiento que tuvo Tigelino, convenía enviar mensajeros al emperador de parte del ejército, para que le advirtiesen que, apartando de su lado a solos aquellos dos, sería de todos recibido con más gusto y con mayores aplausos. Mas como no fue esto bien admitido, y antes pareciese cosa extraña y repugnante que a un emperador anciano se le previniese como a un mozuelo que empezaba a gustar del poder, de cuáles amigos había de valerse y de cuáles no, tomando otro camino, escribió a Galba asustándole, ya con que en Roma había mucho mal y mucho de qué recelar, y ya con que Clodio Mácer en África detenía los granos; y otras veces con que había inquietudes en las legiones germánicas, y otro tanto se decía de los ejércitos de la Siria y la Judea. Viendo que Galba tampoco daba a esto grande atención, ni lo creía, determinó ya adelantarse y emplear las manos, a lo que Clodio Celso Antioqueno, varón prudente y su amigo fiel, se le opuso, diciendo que no creía que hubiera de Roma ni siquiera una casa que proclamara César a Ninfidio; pero, por el contrario, muchos se vieron de este parecer, y Mitridates Póntico, haciendo una maligna alusión a la calvicie y las arrugas de Galba: «Ahora —dijo— le tienen los Romanos en algo; pero luego que le vean, les parecerá que es la mengua de estos días en que se llama César».

XIV.— Resolvióse, pues, que, constituyendo a la media noche a Ninfidio ante banderas, le aclamarían emperador; pero el primero de los tribunos, Antonio Honorato, congregando a los soldados, que estaban a sus órdenes, empezó a reprender la conducta de Ninfidio y la de ellos mismos, que en breve tiempo habían causado tantas mudanzas, sin idea ninguna ni elección para mejorar, sino conduciéndolos algún mal Genio de una traición en otra. «Para lo primero —les decía— había alguna disculpa en los crímenes de Nerón; pero ahora, para hacer traición a Galba, ¿qué muerte de su madre le achacaréis, o qué asesinato de su mujer, o de qué escena o tragedia del emperador os mostraréis avergonzados? Y ni siquiera aguardamos a desampararle después de esto, sino que nos hizo creer Ninfidio que primero nos había él desamparado y había huido al Egipto. ¿Qué será, pues, lo que haremos? ¿Sacrificaremos a Galba a los manos de Nerón, y, eligiendo por César al hijo de Ninfidia, quitaremos de en medio al de Livia, como ya dimos muerte al de Agripina? ¿O imponiendo a éste el condigno castigo por sus maldades, nos acreditaremos de vengadores de Nerón y de guardias fieles y celosos de Galba?». Dicho esto por el tribuno, asintieron todos sus soldados y exhortaban a los demás que les venían a mano a permanecer fieles al emperador, a lo que atrajeron a los más. Levantóse en esto grande gritería, y era que Ninfidio, o creyendo, como dicen algunos, que los soldados le llamaban ya, o queriendo precipitar la empresa para disipar tumultos y desvanecer dudas, venía con muchas luces, trayendo en un cuaderno un discurso escrito por Cingonio Varrón, el que se proponía pronunciar a los soldados. Mas viendo cerradas las puertas del principal y a muchos armados en su recinto concibió temor, y acercándose a ellos les preguntó qué querían y con orden de quién habían tomado las armas. Salióle al encuentro una sola voz de todos, que reconocían a Galba por emperador; entonces él, acercándose más, aclamó también, mandando hacer otro tanto a los que traía consigo. Permitiéndole a esta sazón los de la puerta entrar con unos cuantos, le tiraron con una lanza, cuyo golpe paró delante de él Septimio con su escudo; pero sobreviniendo muchos con las espadas desnudas, dio a huir, y alcanzándole le dieron muerte en el dormitorio de un soldado. Sacáronle luego al medio, y poniéndole entre canceles, le presentaron al día siguiente en espectáculo a los que quisieron verle.

XV.— Muerto Ninfidio de esta manera, como Galba, luego que lo supo, diese orden de que quitaran la vida a cuantos, habiendo sido de los conjurados, no se hubiesen anticipado a quitársela a si mismos, de cuyo número eran Cingonio, el que escribió el discurso, y Mitridates Póntico, pareció que no se había procedido legítimamente, por más que fuese con justicia, en hacer morir sin juicio precedente a ciudadanos no de ínfima clase. Porque todos esperaban otro orden de gobierno, engañados con los anuncios que suelen hacerse en los principios, fue mayor todavía el descontento con haberse dado orden de que muriera Petronio Turpiliano, varón consular, que se había mantenido fiel a Nerón; porque para haber ejecutado otro tanto con Macrón en África por medio de Treboniano, y en Germania con Fronteyo por medio de Valente, había la excusa de que se hallaban con las armas en la mano y en los ejércitos; pero nada podía oponerse a que se dejara hablar en su defensa a Turpiliano, viejo y desarmado, si se pensaba en hacer ver por las obras la moderación de que tanto se hablaba; tales eran las quejas que había ya con este motivo.

Sucedió después que, siguiendo en su viaje, cuando estuvo a unos veinticinco estadios de Roma, se encontró con un alboroto y desorden extraordinario causado por los clasiarios que por todas partes tenían ocupado y obstruido el camino. Éstos eran los que habían sido escogidos por Nerón para formar una legión y declarados del ejército: y queriendo hacer que por fuerza se les confirmara esta gracia, no daban lugar a que el emperador fuera visto de los que acudían, ni a que se oyeran las aclamaciones, sino que movían una grande gritería, pidiendo enseñas y sitio para su legión. Remitiendo el emperador el negocio a otro tiempo, y mandando que le hablasen otra vez, tuvieron la dilación por repulsa, y se mostraron indignados, insistiendo en su demanda y continuando en sus gritos y alborotos; y como algunos desenvainasen las espadas, dio Galba orden de que les acometiese la caballería, cuyo choque no sostuvo ninguno de ellos, sino que unos fueron muertos en el momento de dar a huir, y otros en la fuga; lo que no fue de fausto y feliz agüero para Galba, que hizo su entrada en medio de tanta carnicería y por entre tantos cadáveres, sino que si antes algunos le miraban con poco aprecio por su debilidad y su vejez, entonces apareció formidable y terrible a todos.

XVI.— Queriendo dar idea de una gran mudanza en cuanto a lo desmedido y lujoso de los donativos de Nerón, parece que se apartó bastante del blanco del decoro; porque habiendo ido a tañer a palacio durante la cena el flautista Cano, cuya habilidad era entonces muy apreciada, y habiéndole alabado y ponderado mucho, hizo que le trajeran el bolsillo y le dio algunos áureos, diciendo que del caudal propio, y no del publico, le daba aquella propina. Dio una orden ejecutiva para recoger las donaciones que Nerón había hecho a la gente del teatro y de la palestra, a excepción de la décima parte, y como fuese muy poco y de ninguna entidad lo que le traían, porque los más, que eran nombres derrochadores y de los que no piensan sino en el día presente, habían consumido lo que recibieron, mandó hacer pesquisa de los que se lo habían comprado o adquirido en otra forma, y de ellos pretendía recobrarlo. No tenía esto fin y se extendía muy lejos, comprendiendo a una infinidad; y si semejante conducta perjudicaba a su gloria, la envidia y el odio recaían sobre Vinio, diciéndose de él que, haciendo para los demás escaso y mezquino al emperador, en tanto se aprovechaba sin término, ocupándolo y vendiéndolo todo. Porque máxima es de Hesíodo:

Al principio y al fin de la tinaja
la sed debe saciar el cosechero;

mas Vinio, viendo a Galba delicado y viejo, se apresuraba a gozar de la fortuna que a un tiempo empezaba y concluía.

XVII.— No se hacía justicia en varias maneras a este buen anciano, porque unas cosas desde luego eran mal administradas por Vinio, y las que aquel disponía bien por sí mismo, éste las torcía o las estorbaba, como fue lo relativo a los castigos de los neronianos, porque hizo quitar la vida a los malos, en cuyo número se contaron Elio, Policleto, Petino y Patrobio; y cuando los llevaban por la plaza al suplicio, el pueblo aplaudía y gritaba que aquella era una procesión bellísima y muy acepta a los dioses; pero que los dioses y los hombres estaban reclamando al maestro y ayo de la tiranía, Tigelino; mas éste, como diestro, había sabido ganarse sobre buenas prendas a Vinio. Después sucedió que Turpiliano, aborrecido sólo porque no aborreció e hizo traición al emperador siendo cual era, sin que pudiese culpársele de ningún otro crimen, por aquello solo perdió la vida; y el que había hecho a Nerón digno de muerte, y siendo tal por él, le abandonó y le fue traidor, éste quedó para ser una convincente prueba de que con Vinio nada había que no fuese venal, ni nada de que debieran desesperar los que diesen. Pues cuando no podía haber espectáculo en que más se hubiera complacido el pueblo romano que el ver a Tigelino puesto en un patíbulo, y cuando por ello clamaba y lo pedía en todos los teatros y circos, se quedó sorprendido con un edicto del emperador, en que decía que Tigelino ya no podía vivir largo tiempo, hallándose afligido de la tisis, y que les pedía no le agitaran ni quisieran hacer tiránica la potestad imperial. El pueblo bien se irritó; pero riéndose ellos de su enojo, Tigelino hizo el sacrificio que se llamaba de salvación, y dispuso un opíparo banquete; y Vinio, levantándose en la cena de la mesa del emperador, marchó a la francachela de aquel, llevando consigo a su hija, que se hallaba viuda. Brindo Tigelino por ella en doscientos cincuenta mil sextercios, y mandó a la principal de sus concubinas que se quitara un collar precioso que llevaba y se lo pusiera a aquella, diciéndole que el valor del collar era ciento cincuenta mil sextercios.

XVIII.— Por tanto, aun las cosas en que brillaba la benignidad eran mal interpretadas, como sucedió en el asunto de los Galos sublevados con Víndex; porque se creyó que la exención de contribuciones y el derecho de ciudad no lo debieron a la bondad del emperador, sino que los compraron de Vinio. Esto tenía a la muchedumbre disgustada del gobierno, y por lo que hace a los soldados, a quienes no se entregaba el donativo, al principio los consolaba la esperanza de que, si no fuese tanto como se había prometido, les daría lo que había dado Nerón; pero después que, enterado de su descontento, pronunció aquella sentencia digna de un grande general, que estaba acostumbrado a escoger y no a comprar los soldados, cuando tal oyeron, concibieron un violento y fiero odio contra él, porque les pareció que no se contentaba con privarlos por su parte, sino que se erigía en legislador y maestro para los emperadores que vinieran en pos de él. Mas el movimiento en Roma era todavía sordo y un cierto respeto a Galba presente embotaba y reprimía el deseo de novedades; al mismo tiempo el no descubrirse principio ninguno de mudanza, los contenía también y les hacía disimular su descontento. A los que antes estuvieron a las órdenes de Verginio, y ahora a las de Flaco, como, teniéndose por dignos de grandes premios por la batalla reñida contra Víndex, nada hubiesen alcanzado, no podían aquietarlos sus jefes, y del mismo Flaco, que atacado de una terrible gota, no podía valerse de su persona, y que no tenía experiencia de negocios, absolutamente no hacían cuenta para nada. Hubo en una ocasión espectáculos, y al pronunciar los tribunos y centuriones la plegaria usada entre los Romanos de prosperidad, se alborotó y tumultuó la muchedumbre, y después insistiendo aquellos en la plegaria, lo que respondieron fue: Si lo merece.

XIX.— Repitiéndose muchas veces iguales o semejantes insultos de parte de los soldados de Tigelino, los procuradores dieron ya parte a Galba, y recelando éste que quizá no era mirado con desdén solamente por su vejez, sino también por no tener hijos, empezó a pensar en adoptar a uno de los mancebos ilustres y en declararle sucesor del Imperio. Había un Marco Otón, varón no oscuro en linaje, pero muy desde luego conocido y señalado entre los jóvenes romanos por su lujo y por su disipación; y así como Homero nombra muchas veces a Alejandro Paris

De Helena esposo la de rubias trenzas,

no teniendo ninguna otra prenda por donde debiera ser alabado, igualmente éste tuvo nombre en Roma por su matrimonio con Popea, de la que Nerón se enamoró estando casada con Crispino; y como aun respetase a su mujer y temiese a la madre, echó por tercero a Otón para que sedujese a Popea. Era Otón su amigo y camarada por su vida disoluta, y muchas veces, cuando éste se chanceaba con él y se burlaba de su mezquindad y tacañería, mostraba holgarse de ello. Dícese que una vez usando Nerón de un ungüento de los preciosos, y salpicando con él a Otón, éste al día siguiente le recibió en su casa teniendo dispuestos por muchas partes tubos de oro y plata que arrojaban y esparcían ungüento como agua. Disfrutó de Popea antes que Nerón, y habiéndola seducido bajo las lisonjeras esperanzas de éste, la persuadió a que se divorciara de su marido. Pasado que hubo a su poder como mujer legítima, no tanto se complacía con gozar de ella como le incomodaba la participación, viendo con gusto estos celos, según se dice, la misma Popea. Porque se refiere asimismo que daba con la puerta en los ojos a Nerón, no hallándose Otón presente, bien fuese por preservarse de los inconvenientes del fastidio, o bien porque le fuese molesto el consorcio con César, aunque no rehusase admitirle como amante, por su propensión a la lascivia. Corrió, pues, Otón gran peligro de perecer, y aun se tuvo por cosa muy extraordinaria el que, habiendo Nerón dado muerte a la que era su mujer y hermana por casarse con Popea, dejase a Otón salvo.

XX.— Gozaba Otón del favor de Séneca, y a persuasión y excitación de éste fue por Nerón enviado de protector a la Lusitania, que linda con el Océano, y le experimentaron aquellos súbditos no áspero o molesto, por saber que aquel mando se le había dado como colorido y velo de un verdadero destierro. Cuando se rebeló Galba, fue el primero de los generales que se le unió, y llevándole cuanto oro y plata tenía en utensilios y mesas, se lo entregó para convertirlo en moneda, haciéndole al mismo tiempo el obsequio de los esclavos que tenía diestros y ejercitados en el servicio doméstico de un emperador. Mostrósele en todo fiel, y en lo que ocurrió dio pruebas de que a nadie era inferior en el conocimiento y manejo de los negocios. De camino hizo todo el viaje por muchos días en la misma silla, y durante éste no se descuidó en hacer la corte a Vinio, ya en el trato y ya con sus larguezas, pero más todavía con reconocerle el primer lugar; así, por parte de éste tuvo seguro el ser quien de más influjo gozaba después de él. Aventajábale, empero, en estar fuera de envidia, por ser hombre que servía gratuitamente a los que de él se valían, y que se mostraba afable y benigno con todos. Principalmente daba la mano a los militares, y a muchos los promovió a los mandos, unas veces empeñándose con el emperador y otras interponiendo la mediación del mismo Vinio, o de los libertos Ícelo y Asiático, que eran los que tenían mayor poder en palacio. Cuando tenía a cenar a Galba, hacía siempre un regalo a la cohorte que estaba de guardia, dando un áureo a cada soldado: con lo que le contraminaba en aquello mismo que parecía hecho en su honor, atrayéndose la tropa.

XXI.— Consultado, pues, Galba sobre sucesor, Vinio le propuso a Otón, y no de balde tampoco, sino mediante el casamiento de su hija, que había de tomar por mujer Otón después de adoptado por hijo y declarado sucesor en el Imperio; pero Galba era hombre de quien no se podía dudar que antepondría el bien público al suyo privado, y que procuraría, no lo que más le lisonjease a él mismo, sino lo que hubiera de ser más útil a los Romanos; bien que, aun cuando quisiera atender a sus propios intereses, parecía que no elegiría a Otón por heredero constándole que era desarreglado, disipador y que se hallaba abarrancado de deudas hasta en cantidad de cinco millones de sextercios. Así es que, habiendo oído a Vinio tranquila y sosegadamente, suspendió su resolución: mas con todo, como después lo hubiese designado cónsul, y por colega al mismo Vinio se tenía por cierto que a principio de año le nombraría sucesor. La tropa era seguro que vería con más gusto nombrado a Otón que a cualquier otro.

XXII.— Cogióle todavía entre consultas y dudas el rompimiento de Germania, porque, en general, la soldadesca aborrecía a Galba por no darles el donativo; pretextaban aquellos, como motivos particulares, el que se tuviese ignominiosamente arrinconado a Verginio Rufo, que se hubiesen hecho gracias a los Galos que contra ellos pelearon y que hubiesen sido castigados cuantos no se unieron a Víndex, que era el único a quien Galba se mostraba agradecido y a quien honraba después de muerto haciendo libaciones públicas en su memoria, dando a entender que a él le debía haber sido proclamado emperador de los Romanos. Siendo éstas las conversaciones que, sin ninguna reserva, se tenían en el campamento, vino el día primero del primer mes, al que los Romanos llaman las calendas de enero, y, congregándolos Flaco para el juramento que es costumbre hacer al emperador, al paso echaron al suelo las imágenes de Galba y las pisaron, y, jurando por el Senado y pueblo romano, se disolvió la reunión. En esto empezaron los jefes a temer como rebelión aquel estado de anarquía, y uno de ellos dijo: «¿En qué pensamos, ¡oh camaradas!, no nombrando otro emperador, ni defendiendo al que lo es, como si nuestro intento fuese, no el negar la obediencia a Galba, sino, en general, no querer emperador ni ser mandados? A Hordeonio Flaco, que no es más que una sombra e imagen de Galba, es preciso dejarlo a un lado: pero a un día de camino de aquí está el caudillo de la otra Germania, Vitelio, hijo de un padre que fue censor, cónsul tres veces y, en cierta manera, colega del Claudio César en el Imperio, y que por sí tiene una señal cierta de bondad y grandeza de ánimo en la misma pobreza, por lo que es de algunos escarnecido. Ea, pues, eligiendo a éste, hagamos ver a todos los hombres que valemos más que los españoles y lusitanos para nombrar un emperador». Mientras unos convienen y otros lo rehúsan, se salió de entre ellos un portainsignia, y se fue en aquella noche a dar parte a Vitelio, que tenía consigo muchos a la mesa. Corrió la voz por las divisiones, y el primero Fabio Valente, tribuno de una legión, poniéndose a la mañana siguiente al frente de un gran piquete de caballería proclamó a Vitelio emperador. Los días anteriores había éste, manifestado que lo repugnaba y resistía, teniendo el Imperio por grave carga: pero entonces, repleto, dicen, del vino y la comida meridiana, salió y se mostró pronto, admitiendo el sobrenombre que le dieron de Germánico y rehusando el de César. Al momento también el otro ejército de Flaco, olvidando sus bellos y democráticos juramentos al Senado, juró al emperador Vitelio para obedecerle en cuanto mandase.

XXIII.— De este modo fue Vitelio proclamado emperador en Germania, y habiendo llegado a los oídos de Galba las novedades allí ocurridas, ya no dilató más la adopción: pero, sabiendo que de sus amigos algunos intercederían por Dolabela, y los más por Otón, ninguno de los cuales merecía su aprecio, sin decir nada a nadie envió a llamar a Pisón, hijo de Craso y Escribonia, a quienes Nerón había hecho dar muerte, y joven en quien, con la mejor disposición natural para toda virtud, se descubría una gran modestia y austeridad, y, bajando al campamento, le declaró César y su sucesor. Acompañaron a este acto desde los primeros pasos grandes señales del cielo, porque, habiendo empezado en el campamento a decir unas cosas y leer otras, tronó y relampagueó tantas veces, y vino tal lluvia y oscuridad sobre él y sobre la ciudad, que fue bien manifiesto no aprobar ni confirmar el cielo aquella adopción, que parecía, por tanto, no ser para bien. La disposición de los soldados, por otra parte, era sospechosa y ceñuda, no habiéndoseles hecho tampoco entonces ningún donativo. Maravilláronse de Pisón los que se hallaron presentes, conociendo en su voz y en su semblante que aquel favor no le había conmovido, aunque tampoco lo había recibido con insensibilidad: así como, por el contrario, en la cara de Otón se advertían muchas señales de que le dolía y lo irritaba el verse frustrado de la esperanza, pues que, habiéndosele creído digno de ella antes que a otro y estando ya próximo a realizarla, el ser entonces excluido lo hacía indicio de aversión y mala voluntad de Galba contra él. De aquí es que entró en miedo aun para lo venidero, y, temiendo de Pisón, desechado por Galba y no estando satisfecho de Vinio, se retiró con el corazón agitado de diferentes pasiones, porque tampoco le permitían desesperar y desconfiar del todo los adivinos y caldeos que tenía siempre cerca de sí, especialmente Tolomeo, que le hacía gran fuerza con haberle anunciado repetidas veces que no le quitaría la vida Nerón, que éste moriría antes y que él sobreviviría e imperaría a los Romanos, pues haciéndole presente que aquello había salido cierto, insistía sobre que no desesperara tampoco de esto. Agregábanse los muchos que a solas se quejaban y lamentaban con él del injusto chasco que le habían dado, y los muchos más de los partidarios de Tigelino y Ninfidio, que, habiendo hecho antes un eran papel, arrinconados y maltratados entonces, contribuían a aumentar su disgusto y su encono.

XXIV.— Eran de este número Veturio y Barbio, especulador aquel y éste teserario: así llaman a los que hacen el servicio de mensajeros y exploradores. Con ellos iba y venía Onomasto, liberto de Otón, para seducir y corromper, ora con dinero, ora con esperanzas, a los que ya estaban picados y no necesitaban más que un ligero achaque; pues el pervertir a toda una columna de tropa que hubiera estado entera y sana no habría sido obra de sólo cuatro días, que fueron los que mediaron entre la adopción y el asesinato; porque se les dio la muerte al sexto día, que fue, en la cuenta romana, el día 18, antes de las calendas de febrero.

En él, muy de mañana, sacrificaba Galba en el palacio, a presencia de sus allegados, y el sacrifícador Umbricio, al punto mismo de tomar en sus manos las entrañas de la víctima, exclamó que veía, no por enigmas, sino con la mayor claridad, en la cabeza del hígado señales de gran turbación y un inminente peligro que amenazaba al emperador, pues no le faltaba al dios más que entregar a Otón, tomándole por la mano. Hallábase éste presente, a espaldas de Galba, y estaba muy atento a lo que Umbricio decía y anunciaba; y como se asustase y tuviese con el miedo muchas alteraciones en el color, el liberto Onomasto, que estaba a su lado, le dijo que le buscaban y le estaban aguardando en casa los arquitectos: porque ésta era la seña convenida del momento en que debía presentarse a los soldados. Añadiendo, pues, él mismo que, habiendo comprado una casa vieja, quería mostrar a los destajeros aquellas piezas que necesitaban reparos, se marchó, y, bajando por la casa llamada de Tiberio, fue a la plaza al sitio donde está la columna de oro, en que van a rematar todas las carreteras principales de la Italia.

XXV.— Los primeros que allí le recibieron y proclamaron emperador se dice que no pasaban de veintitrés, por lo cual, aunque no era débil de ánimo, en proporción de lo muelle y afeminado de su cuerpo, sino más bien sereno y arriscado para los peligros, llegó a temer y querer desistir: pero los soldados que rodeaban la litera no se lo permitían, por más que él clamaba que lo habían perdido, y daba prisa a los mozos, porque algunos lo oyeron, y, más bien que conmoverse, se admiraron del corto número de los que a tal se atrevían. Cuando así le conducían por la plaza, vinieron otros tantos, a los que después se fueron reuniendo más, de tres en tres y de cuatro en cuatro, y luego se volvieron todos con él, aclamándole César y protegiéndole con las espadas desenvainadas. El tribuno Marcial, que era el que se hallaba de guardia, aunque no estaba en el secreto, aturdido con lo inesperado del suceso, por temor le dejó entrar, y cuando estuvo dentro, ya nadie se opuso, porque los que no estaban en lo que pasaba, confundidos con los que de antemano lo sabían, al principio se llegaban separados de uno en uno o de dos en dos, y después, enterados y atraídos, seguían a los otros.

Al punto se refirió a Galba en el palacio lo sucedido, presente el sacrificador, y teniendo todavía en sus manos las entrañas de la víctima; de manera que aun los que dan poco crédito e importancia a estas cosas, ahora se quedaron maravillados del prodigio. Como acudiese de la plaza gran gentío, Vinio, Lacón y algunos libertos se pusieron, con las espadas desnudas, a protegerle, y acudiendo Pisón fue a asegurarse de la guardia del palacio. Hallándose la legión lírica en el pórtico llamado de Vipsanio, fue asimismo Mario Celso, varón de probidad y confianza, enviado a prevenirla.

XXVI.— Quería Galba salir, y Vinio no le dejaba; pero Celso y Lacón le excitaban, oponiéndose vigorosamente a Vinio; en esto corrió muy válida la voz de que a Otón lo habían muerto en el campamento, y de allí a poco se vio a Julio Ático, varón no de oscura calidad que militaba entre los lanceros de la guardia, venir corriendo, con la espada desenvainada, diciendo a gritos que había muerto el enemigo de César, y penetrando por entre los que tenía delante, mostró a Galba su espada ensangrentada. Volvióse, éste a mirarle, y «¿Quién te lo ha mandado?», le preguntó: como respondiese que su lealtad y el juramento que tenía prestado, la muchedumbre gritó que muy bien dicho, y aplaudió con palmadas, y Galba se metió en la litera, queriendo ir a sacrificar a Júpiter y a mostrarse a los ciudadanos. Cuando entraba en la plaza, como una mudanza de viento súbita vino el rumor contrario de que Otón se había hecho dueño del campamento; y cuando, como es natural en tan numerosa muchedumbre, unos gritaban que se volviese, otros que continuara, éstos que no desmayara, aquellos que debía desconfiar, y la litera, en medio de semejante borrasca, era traída y llevada de acá para allá, estando para volcarse muchas veces, aparecieron primero los de a caballo, y luego la Infantería por la parte de la basílica de Paulo, gritando a una voz: «¡Fuera el que ya no es más que un ciudadano particular!». Dio entonces a correr todo aquel gentío, no para dispersarse en fuga, sino para ocupar los pórticos, balcones y corredores de la plaza, como en un espectáculo. Derribó al suelo Atilio Bergelión la estatua de Galba, y, tomándolo por principio de la guerra, empezaron a tirar dardos contra la litera; y como no la acertasen, marcharon hacia ella con las espadas desenvainadas, sin que nadie le defendiese o se mantuviese quedo, a excepción de un solo hombre, único que vio el sol entre tantos millares digno del Imperio de los romanos. Era éste el centurión Sempronio Denso, el cual, no habiendo recibido beneficio ninguno de Galba, sólo para tomar la defensa de lo justo y de lo honesto se puso al lado de la litera, y al principio, levantando en alto la vara con que los centuriones castigan a los que han caído en falta, gritaba a los que se acercaban, intimándoles que respetaran al emperador, después, como embistiesen con él, sacando la espada se defendió largo tiempo, hasta que, herido en las piernas, cayó.

XXVII.— Volcóse la litera junto al lago llamado de Curcio, y, arrastrándose Galba por el suelo con la corona puesta, corrieron a herirle. Él, alargando el cuello: «Acabad vuestra obra —les decía— si así conviene al pueblo romano». Recibió, pues, muchos golpes en las piernas y los brazos, y le decapitó, como dicen los más, un tal Camurio, de la legión decimaquinta. Algunos refieren haber sido Terencio, otros Lecanio y otros Fabio Fabulo, de quien se cuenta asimismo que, ocultando la cabeza, la llevaba envuelta en la ropa, no habiendo, por tan calvo como era, de dónde asirla. Después, no permitiéndole tenerla escondida los que con él se hallaban, sino hacer manifiesta a todos su hazaña, clavó y fijó en la lanza el venerable rostro de un anciano, de un emperador modesto, de un pontífice máximo y de un cónsul, y corrió por la ciudad como los bacantes, volviéndose a cada paso a una parte y a otra, y blandiendo la lanza teñida en sangre.

Dícese que Otón, cuando le presentaron la cabeza. exclamó: «Esto no vale nada ¡oh soldados!; mostradme la cabeza de Pisón», y de allí a poco se la trajeron también, porque, herido aquel joven, huyó, y perseguido por un tal Murco, fue igualmente decapitado delante del templo de Vesta. La misma suerte tuvo Vinio, confesando que había tenido parte en la conjuración contra Galba, porque clamaba que le hacían morir contra la intención de Otón, y cortando asimismo la cabeza de Vinio y la de Lacón, las llevaron al nuevo emperador, exigiendo donativos. Pues a la manera de aquello de Arquíloco:

Siete cayeron muertos, que alcanzamos
con pie veloz y ya los matadores somos mil.

Así entonces, muchos que ni de mil leguas se habían acercado, tiñendo las manos y las espadas en sangre, las enseñaban y pedían el premio, dando a Otón memoriales. Halláronse más adelante los de ciento veinte, a todos los que hizo buscar Vitelio y les quitó la vida. Llegó en aquella sazón al campamento Mario Celso, a quien acusaban muchos de que había exhortado a los soldados a acudir en defensa de Galba, y pidiendo la turba su muerte, Otón no vino en ello; pero temiendo contradecirles, expresó que no había de quitarle la vida con aquella prontitud porque había cosas de que convenía informarse de él. Mandó, pues, que se le pusieran prisiones y se le tuviera en buena custodia, entregándolo a aquellos que eran más de su confianza.

XXVIII.— Congregóse al punto el Senado, y como si fuesen otros hombres o tuviesen otros dioses, prestaron por Otón un juramento que no había guardado aquel por quien se juraba, y le aclamaron César y Augusto cuando todavía yacían arrojados en la plaza los cadáveres adornados de las ropas consulares. Cuando de las cabezas no tuvieron ya ningún uso que hacer, entregaron la de Vinio a su hija por dos mil quinientas dracmas; la de Pisón la pidió y recogió su mujer Verania, y la de Galba fue dada de regalo a los esclavos de Patrobio y Vitelio. Tomáronla éstos y, después de haber hecho con ella toda especie de escarnios e ignominias, la arrojaron en el lugar donde son sepultados los ajusticiados por los Césares, llamado Sesorio. El cuerno de Galba lo recogió Helvidio Prisco, con permiso de Otón, y por la noche le dio sepultura Argío, su liberto.

XXIX.— Lo que se deja dicho es lo que hemos tenido que referir acerca de Galba, varón a quien no hubo muchos entre los Romanos que le aventajaran ni en linaje ni en riqueza, y que fue en ambas cosas el primero entre todos los de su edad, habiendo vivido con honor y con gloria durante el mando de cinco emperadores; tanto que, habiendo destruido la tiranía de Nerón más bien con su gloria que con su poder, a los que con él concurrieron entonces nadie los juzgó merecedores del Imperio, aunque algunos se reputaron dignos ellos mismos; pero Galba, apellidado emperador, y no oponiéndose a que por tal se le aclamara, con prestar su nombre al arrojo de Víndex hizo que la rebelión de éste, templada con los nombres de movimiento y novedad, fuese una verdadera guerra civil a causa del varón imperial que tuvo al frente. Por tanto, estando él mismo en la inteligencia de que no tanto se encargaba del gobierno como el gobierno mismo se ponía en sus manos, se propuso mandar a unos soldados viciados por Tigelino y Ninfidio, al modo que Escipión, Fabricio y Camilo mandaron a los de su tiempo. Debilitado por la vejez, en lo relativo a armas y ejércitos fue un emperador íntegro y a la antigua; pero en cuanto a los negocios, entregado enteramente a Vinio, Lacón y los libertos, que todo lo vendían, como lo había estado Nerón a los hombres más insaciables, no dejó ninguno que echara menos su mando, aunque sí muchos que se lastimaran de su muerte.

OTÓN

I.— Al día siguiente, de mañana, subiendo el nuevo emperador al Capitolio, ofreció en él un sacrificio, y haciendo llamar a Mario Celso, lo abrazó y le habló con la mayor benignidad, exhortándole a que pusiera más cuidado en borrar de la memoria la causa de su detención que en retener el beneficio de la soltura. Respondióle Celso, no sin dignidad ni sin reconocimiento, porque le dijo que su modo de pensar lo manifestaba el delito mismo, habiendo sido su culpa mantenerse leal a Galba, a quien ningún beneficio debía, con lo que quedaron muy complacidos de ambos los que se hallaron presentes, y las tropas los aplaudieron. En el Senado, cuanto dijo fue muy popular y humano; para el tiempo que le restaba de su consulado, nombró a Verginio Rufo; a los designados por Nerón y Galba, a todos les guardó sus consulados; con los sacerdocios honró a los más ancianos o a los de mayor opinión; y a los senadores desterrados por Nerón, que habían vuelto en tiempo de Galba, les restituyó cuanto estaba por vender de los bienes de cada uno. Con esto, los más principales y honrados ciudadanos, que al principio se habían horrorizado, pareciéndoles que no era un hombre, sino un castigo o un mal genio el que de repente les había venido, empezaron a dar entrada a lisonjeras esperanzas en cuanto aquel reinado que así se les sonreía.

II.— Mas nada fue de tanto placer para todos ni le ganó tanto las voluntades como lo ejecutado con Tigelino, pues nadie se hacía cargo de que estaba suficientemente castigado con el medio mismo de un castigo que la ciudad estaba exigiendo continuamente como una deuda pública y mi las insufribles enfermedades que padecía. Los hombres de juicio, además, tenían en él por el último suplicio, equivalente a muchas muertes, sus torpezas y liviandades abominables con inmundas ramerillas, a que todavía le arrastraba su disolución y desarreglo; pero, con todo, a la muchedumbre le era siempre de sumo disgusto que todavía viese el sol un hombre después de tantos como por él no lo veían. Envió, pues, un comisionado contra él a sus campos de Sinuesa, donde entonces residía con barcos prevenidos para retirarse más lejos. Intentó, no obstante, corromper a fuerza de oro al enviado, y no habiéndolo conseguido, no por eso dejó de hacerle presentes, rogándole que esperara mientras se afeitaba; y tomando la navaja, se cortó a sí mismo el cuello.

III.— Habiendo dado al pueblo este justo placer el nuevo César, jamás por sí mismo se acordó de vengar sus ofensas particulares, y mostrándose afable y benigno a todos, al principio no rehusó el que en los teatros le apellidaran Nerón, y habiendo algunos colocado en sitios públicos estatuas de Nerón, no lo prohibió o se opuso a ello; y aun refiere Cluvio Rufo que a España se enviaron despachos de los que se dan a los correos, en los que el sobrenombre de Nerón estaba añadido al de Otón. Mas como llegase a entender que los hombres de juicio y de opinión se disgustaban de ello, lo dejó enteramente. Con ser ésta la ordenación que se propuso de gobierno, los pretorianos se le hacían molestos, previniéndole continuamente que no se fiase, que se guardase y apartase de sí a los hombres de cierto crédito, bien fuera, porque al efecto les hiciese temer, o bien porque se valiesen de este pretexto para alborotar y mover disensión. En ocasión, pues, en que enviaba a Crispino a traer de Ostia la cohorte decimaséptima, como Crispino tomase sus disposiciones todavía de noche y pusiese las armas en unos carros, los más osados empezaron a gritar que Crispino no tenía sana intención, y que, maquinando el Senado novedades, aquellas armas se llevaban contra el César, no en su favor. Corrió esta voz, y, sirviendo de incentivo, unos se arrojaron sobre los carros y otros dieron muerte a dos centuriones que quisieron contenerlos y al mismo Crispino. Todos ellos se armaron, y excitándose unos a otros a ir en socorro del César, entraron en Roma, e informados de que tenía a cenar a ochenta del Senado, corrieron al palacio, diciendo que aquel era el momento oportuno de acabar con todos los enemigos del César. La ciudad, como si fuese en aquel punto a ser saqueada, se conmovió toda, y en el palacio mismo todo se volvía confusión y carreras, viéndose Otón en la mayor perplejidad, porque mientras temía por los senadores, él mismo les era temible y los veía que tenían en él fijos los ojos, estando inmóviles y sobrecogidos de temor; algunos de ellos habían llevado sus mujeres consigo. Envió, pues, a los prefectos quien les diera la orden de que hablaran a los soldados y los sosegaran, y al mismo tiempo, haciendo levantar de la mesa a los convidados, los despidió por otra puerta, siendo muy poco lo que con la fuga se anticiparon a los pretorianos, que penetraron ya en el cenador preguntando qué se habían hecho los enemigos del César. Entonces, puesto de pie delante de su escaño, les habló largamente para tranquilizarlos, y a fuerza de ruegos y aun de lágrimas consiguió, por fin, aunque no sin dificultad, que se retirasen. Hízoles al día siguiente el donativo de mil doscientas cincuenta dracmas por plaza, y entrando en el campamento se manifestó complacido del amor y buena voluntad que, en general, le tenían; y diciendo que sólo se ocultaban allí unos pocos malintencionados que desacreditaban su moderación y la buena disposición de los demás, les rogaba que lo sintieran con él y le ayudaran a castigarlos. Aplaudiendo todos e inflamándole se prendió sólo a dos, cuyo castigo no había de ser sentido de nadie, y con él se dio por satisfecho.

IV.— Los que desde luego le eran aficionados y tenían confianza en él hablaban admirados de esta mudanza; pero otros no veían en estas cosas más que una política necesaria en el momento, a fin de adquirir popularidad para la guerra. Porque ya se sabía de positivo que Vitelio había tomado la dignidad y el poder de emperador, y continuamente llegaban correos con noticia de que se le agregaba alguna fuerza más. Para eso otros anunciaban que los ejércitos de la Panonia, la Dalmacia y la Misia, con sus generales, habían elegido a Otón, y al cabo de poco vinieron cartas favorables de Muciano y Vespasiano, que tenían poderosos ejércitos, aquel en la Siria y éste en la Judea. Engreído de ánimo con estas nuevas, escribió a Vitelio amonestándole a que sólo pensara en su regalo, proponiéndole que le daría bienes y una ciudad donde pudiera con reposo vivir cómoda y alegremente. Contestóle éste por el mismo estilo con cierta burla, al principio templadamente; pero irritados después, se escribieron mil insolencias y dicterios, no con falta de verdad, pero sí con falta de juicio, y de un modo que daba que reír, cuando el uno motejaba al otro de vicios que eran comunes a ambos. Porque en cuanto a desarreglo, molicie, impericia en las cosas de la guerra, pobreza antes e inmensas deudas después, sería bien difícil discernir cuál de los dos estaba menos tiznado de estos vicios. Dícese que ocurrieron señales y apariciones, pero, fuera de la siguiente, las demás se fundan en relaciones ambiguas o que no tienen autor cierto. En el Capitolio había una Victoria que regía un carro, y todos vieron las riendas aflojadas de las manos, como que no podía tenerlas. En la isla que hay en medio del río, la estatua de Gayo César, sin preceder ni terremoto ni viento, se volvió del occidente al oriente, lo que dicen sucedió en aquellos días en que Vespasiano se apoderó ya abiertamente de la autoridad. También lo ocurrido con el Tíber se tuvo comúnmente por señal infausta, pues aunque era el tiempo en que los ríos tomaban más agua, nunca antes había subido tanto ni causado tantas ruinas y destrozos, extendiéndose e inundando una gran parte de la ciudad, especialmente la plaza donde venden el trigo, de tal manera que por muchos días hubo grande escasez.

V.— Cuando ya se anunció que Cecina y Valente, generales de Vitelio, ocupaban los Alpes, en Roma Dolabela, uno de los patricios dio sospechas a los pretorianos de que pensaba en novedades. Contentóse, pues, fuese por temerle a él o a otro, con enviarle la ciudad de Aquino, Inspirándole por lo demás confianza. Eligiendo entre los magistrados los que habían de ir con él a campaña, nombró por uno de ellos a Lucio, hermano de Vitelio, sin quitar ni añadir nada a los honores con que se hallaba condecorado. Tomó especial cuidado de la madre y la mujer de Vitelio, haciéndoles entender que nada tenían que recelar. Nombró prefecto de la ciudad a Flavio Sabino, hermano de Vespasiano, ya lo hiciese en honor de Nerón, porque de éste había recibido Sabino este cargo, que después le quitó Galba, o ya quisiese dar pruebas a Vespasiano de su afecto y confianza, adelantando a Sabino; él, por su parte, se quedó en Brixelo, ciudad de la Italia sobre el Po. De generales de los ejércitos envió a Mario Celso y Suetonio Paulino, y, además de éstos, a Galo y Espurina, varones muy principales, pero que no podían en los negocios obrar según su propio dictamen, como lo había creído, por la insubordinación e insolencia de los soldados, que se desdeñaban de obedecer a otros, estando engreídos con que a ellos les debla el emperador su autoridad.

No era tampoco del todo sano el estado de los soldados enemigos, ni éstos más dóciles y obedientes a sus caudillos, sino atrevidos y soberbios por la misma causa; pero siquiera tenían experiencia de la guerra, y no huían del trabajo, por estar acostumbrados a él, mientras que éstos, por el ocio y por su vida pacífica, eran muelles, habiendo por lo más pasado el tiempo en teatros y fiestas, y llenos de orgullo y altanería afectaban desdeñar el servicio, porque no les está bien, y no porque no pudieran sufrirle. Espurina, que quiso obligarlos a él, estuvo muy expuesto a que le quitaran de en medio; por descontado, no hubo insulto e insolencia a que no se propasasen, llamándole traidor y destructor de los intereses y negocios del César, y algunos, poseídos del vino, se presentaron de noche en su tienda, pidiéndole la paga de marcha, porque tenían que ir donde estaba el César para acusarle.

VI.— Sirvió mucho para los negocios y para Espurina el insulto hecho a este mismo tiempo a sus soldados en Placencia; porque los de Vitelio llegándose a las murallas, motejaban a los de Otón de que se resguardaban con las fortificaciones, llamándolos gente de teatro y pantomima, espectadores de juegos típicos y olímpicos, pero inexpertos en la guerra y la milicia, de las que no tenían idea, estando muy ufanos con haber cortado la cabeza a un anciano desarmado, diciéndolo por Galba, pero sin tener ánimo para presentarse a combatir y pelear con hombres a cuerpo descubierto. Porque fue tanto lo que con estos baldones se irritaron e inflamaron, que corrieron a Espurina, rogándolo que dispusiera de ellas y les mandara lo que gustase, pues que no habría peligro o trabajo a que se negasen. Trabóse, pues, un reñido combate mural, y, aunque se arrimaron muchas máquinas, vencieron los de Espurina, rechazando con gran matanza a los contrarios, y conservaron con gloria una ciudad tan floreciente como la que más de Italia. Eran, de otra parte, así para las ciudades como para los particulares, menos molestos los generales de Otón que los de Vitelio, porque de éstos Cecina ni en el idioma ni en el traje tenía nada de romano, sino que chocaba con su desmedida estatura, vestido a lo galo, con bragas y mangotes, para tratar con alféreces y caudillos romanos. Su mujer le seguía escoltada de caballería escogida, yendo a caballo sumamente adornada y compuesta. Fabio Valente, el otro general, era tan dado a atesorar, que ni los saqueos de los enemigos ni los robos y cohechos de los aliados habían bastado a saciar su codicia; y aun parecía que por esta causa marchaba lentamente y se había atrasado en términos de no haber podido hallarse en la primera acción, aunque otros culpan a Cecina de que por apresurarse a hacer suya la victoria antes que aquel llegase, además de otros menores yerros en que incurrió, dio fuera de tiempo la batalla, y peleando flojamente en ella, estuvo en muy poco que no lo perdiese todo.

VII.— Como, rechazado Cecina de Placencia, fuese a acometer a Cremona, otra ciudad grande y opulenta, el primero que acudió a Placencia en auxilio de Espurina fue Annio Galo; pero habiendo sabido en el camino que los placentinos habían quedado victoriosos, y que los que estaban en riesgo eran los de Cremona, partió allá con sus tropas y, puso su campo muy cerca de los enemigos, y además cada uno de los otros caudillos procuró socorrer al general. Emboscó Cecina gran parte de su infantería en terrenos quebrados y frondosos, dando orden a la caballería de que avanzase, y cuando le acometiesen los enemigos se retirase poco a poco, simulando fuga, hasta que, atraídos de esta manera, les metiese en la celada; pero unos desertores lo revelaron a Celso, y, saliendo al encuentro a aquellos con sus mejores caballos, con hacer la persecución cautelosamente desconcertó y rodeó a los de la emboscada, llamando entonces de los reales a su infantería; y si ésta hubiese acudido a tiempo, parece que no habría quedado ninguno de los enemigos, sino que todo el ejército de Cecina hubiera sido deshecho y arruinado a haber concurrido aquella al alcance, mientras que ahora, habiendo auxiliado Paulino tarde y lentamente, incurrió en la censura de no haberse portado como su fama lo exigía por sobrada circunspección. La turba de los soldados hasta de traición le acusaba, y ensoberbecidos irritaban a Otón, porque, habiendo ellos vencido en cuanto estaba de su parte, la victoria se había malogrado por maldad de los jefes. Otón no tanto les daba crédito como quería dar a entender que no se le negaba. Envió, pues, a los ejércitos a su hermano Ticiano y al prefecto Próculo, que era el que, en realidad, tenía todas las facultades, teniendo Ticiano la apariencia. Celso y Paulino, por otra parte, llevaban el nombre de amigos y consejeros, sin tener en los negocios ninguna autoridad ni poder.

Andaban también revueltas en tanto las cosas entre los enemigos, con especialidad en el ejército de Valente, y recibida la noticia de la batalla de la emboscada, se quejaban sus soldados de no haberse hallado en ella y defendido a los suyos, de los que tantos murieron. Con dificultad los aplacó y retrajo del intento de apedrearle, y, levantando el campo, los llevó a unirse con los de Cecina.

VIII.— Otón pasó al campamento establecido en Bedríaco, que es una aldea inmediata a Cremona, y deliberaba sobre la batalla, acerca de la cual a Próculo y Ticiano les parecía que, estando tan animadas las tropas con la reciente victoria, se combatiera, desde luego, sin dar lugar a que con la inacción se embotara el vigor del ejército, ni aguardar a que el mismo Vitelio llegara de las Galias. Mas Paulino decía que los enemigos tenían ya para la contienda todo cuanto podían juntar, sin que les quedase nada más, y que Otón podía esperar de la Misia y Panonia otras tantas fuerzas como las que allí tenía si quería aprovechar su oportunidad propia y no favorecer la de los enemigos; porque no estarían menos prontos los que con los pocos se arriscaban cuando les llegara mayor número de combatientes, sino que pelearían con mayor confianza; fuera de esto, que la dilación les era favorable estando abundantes de todo, cuando el tiempo había de acarrear penuria y escasez de lo más necesario a los de Vitelio, que se hallaban en país enemigo. A este parecer de Paulino accedió Mario Celso; Annio Galo no asistió al consejo, porque estaba curándose de una caída del caballo; pero habiéndole escrito Otón, le aconsejó que no convenía apresurarse, sino esperar las tropas de la Misia, que estaban ya en camino. Mas no fue esto lo que adoptó, sino que prevalecieron los que incitaban a la batalla.

IX.— Aléganse por otros para esta determinación otras muchas causas. Por descontado, los llamados pretorianos, que constituían la guardia, probando entonces lo que era la milicia, y echando de menos aquellas diversiones y aquella vida de Roma, exenta de los trabajos de la guerra y pasada en espectáculos y fiestas, no podían contenerse, y todo se les iba en dar prisa para la batalla, creídos de que habían de llevarse de calle a los enemigos. El mismo Otón parece que no estaba muy a prueba de incertidumbres, ni sabía, por falta de uso y por su vida muelle, aguantar la consideración repetida de los peligros; por lo que, oprimido del cuidado, se apresuraba a despeñarse a ojos cerrados como de un precipicio a lo que quisiera hacer la suerte, explicándolo de esta misma manera Segundo el orador, que era su secretario de cartas. Otros cuentan que muchas veces estuvieron tentados ambos ejércitos para juntarse y de común acuerdo elegir el mejor entre los caudillos que allí tenían, y si esto no podía ser, convocar al Senado y dejarle la elección. Y no es inverosímil que, no teniendo opinión ninguna de los dos proclamados emperadores, a los soldados de buena índole, ejercitados y prudentes, les ocurriese el pensamiento de que era muy duro y vergonzoso que lo que en otro tiempo, primero por Sila y Mario, y después por César y Pompeyo, afligió a los ciudadanos hasta atraerse la compasión, causando y recibiendo males unos de otros, esto mismo lo repitieran y aguantaran ahora para hacer que el Imperio fuera pábulo, o de la glotonería y borrachera de Vitelio, o de la prodigalidad y liviandades de Otón. Sospechaban, pues, que, habiendo Celso tenido conocimiento de estos tratados, daba largas con la esperanza de que las cosas se arreglarían sin batalla y sin nuevas calamidades, y que, por el contrario, Otón, temiendo estas resultas, aceleraba la batalla.

X.— Regresó a Brixelo, cometiendo un nuevo error, no sólo en quitar a los combatientes la vergüenza y la emulación consiguientes al haber de pelear ante sus ojos, sino también en llevarse consigo para la guardia de su persona los soldados más valientes y entusiastas, no menos de caballería que infantería, como quien hace trozos el cuerpo del ejército. Ocurrió también en aquellos mismos días el trabarse un combate en el Po, intentando Cecina echar un puente para pasarlo y peleando los de Otón por estorbárselo. Cuando vieron que nada adelantaban, pusieron en unos barcos hachones cubiertos de azufre y pez, y, levantándose viento mientras hacía la travesía, arrojó aquellos preparativos a la parte de los enemigos. Empezó primero a salir humo, y después a alzarse una gran llamarada, con lo que, sobresaltados, se echaron al río, volcando los barcos, no sin risa de los enemigos, y quedando a discreción de éstos sus personas. Los germanos, trabando pelea en una isleta del río con los gladiadores de Otón, los vencieron, con muerte de no pocos.

XI.— En vista de estos sucesos, como los soldados de Otón que se hallaban en Bedríaco ardiesen en ira por correr a la batalla, los sacó de allí Próculo y los acampó a cincuenta estadios, tan necia y ridículamente que, siendo la estación de la primavera y habiendo alrededor muchos lugares con abundantes fuentes y ríos perennes, eran fatigados de la falta de agua.

Queriendo al día siguiente llevarlos a los enemigos, camino nada menos que de cien estadios, no se lo permitió Paulino, por parecerle que era preciso dar tiempo y no entrar en acción fatigados, ni enseguida del viaje venir a las manos con unos hombres armados y puestos en formación a su vagar, mientras ellos hacían tan larga marcha mezclados con el bagaje y la impedimenta. Mientras los generales estaban en esta disputa, llegó, de parte de Otón, un soldado de caballería de los llamados númidas, portador de tina carta en que mandaba que no se anduviese en largas, ni se esperase más, sino que, marcharan al punto sobre los enemigos. Levantando, pues, el campo, fueron a cumplir con lo que se les prevenía; Cecina, al saber su venida, se sobrecogió, y, abandonando a toda prisa las obras y el río, se encaminó al campamento. Armados ya en la mayor parte, y recibida la seña de Valente, mientras se sorteaba el orden de las legiones, adelantaron lo más escogido de su caballería.

XII.— Concibieron los de la vanguardia de Otón, sin saberse por qué causa, la idea de que iban a pasárseles los generales de Vitelio; así, apenas estuvieron cerca, los saludaron amistosamente, dándoles el nombre de camaradas. Mas como ellos, lejos de recibir afectuosamente la salutación, respondiesen con enfado y con expresiones propias de enemigos, sobre los que habían saludado cayó gran desaliento, y sobre los otros, recelo contra éstos de que su saludo era una traición; y esto fue lo primero que a todos los trastornó, cuando ya estaban encima los enemigos. En todo lo demás hubo asimismo confusión y desorden, porque el bagaje fue de grande estorbo para los que tenían que pelear, y el terreno mismo obligaba a perder continuamente la formación, estando cortado con acequias y hoyos, pues para salvarlos les era forzoso venir con los enemigos a las manos desordenadamente y por pelotones. Sólo dos legiones porque éste es el nombre que dan los romanos a los regimientos de Vitelio, la Rapaz, y de Otón, la Auxiliadora, habiendo salido a un terreno despejado y abierto, emprendieron un combate en toda regla y pelearon en batalla por largo tiempo. Los soldados de Otón eran hombres robustos y fuertes, pero entonces por la primera vez hacían experiencia de la guerra y de lo que era una batalla, y los de Vitelio ejercitados en muchos combates, veteranos ya y en la declinación del vigor. Embistiéndolos, pues, los de Otón, los rechazaron y les tomaron un águila, con muerte de casi todos los de primera fila; pero, rehaciéndose, cayeron llenos de vergüenza y de ira sobre aquellos, mataron al legado de la legión, Orfidio, y les tomaron muchas insignias. Contra los gladiadores, que eran tenidos por diestros y osados para las refriegas, colocó Alfeno Varo a los llamados Bátavos. Son éstos los mejores soldados de a caballo de los Germanos, habitantes de una isla que rodea el Rin. A éstos, muy pocos de los gladiadores les hicieron frente; los demás, huyendo hacia el río, dieron con las cohortes enemigas allí situadas, a cuyas manos, en reñida lid, perecieron todos. Los que más cobarde e ignominiosamente se condujeron fueron los pretorianos, pues dando a huir, sin aguardar siquiera a tener los contrarios delante, esparcieron ya el miedo y el desorden en los que se conservaban no vencidos, atravesando por en medio de ellos. Con todo, muchos de los de Otón, que por su parte vencieron a los que les estaban contrapuestos, se abrieron paso a viva fuerza por entre los enemigos vencedores y penetraron a su campamento.

XIII.— De los generales, Próculo y Paulino no se atrevieron ni siquiera a acercarse, sino que más bien se retiraron por temor de los soldados, que desde luego empezaron a echar la culpa a los jefes. Annio Galo, dentro de la ciudad, reunía y procuraba alentar a los que a ella se habían retirado de la batalla, con decirles que ésta casi había sido igual, pues había divisiones que habían vencido a los enemigos; pero Mario Celso, congregando a los que ejercían cargos, los exhortaba a que miraran por lo que a la patria convenía, pues en semejante desventura y en tal pérdida de ciudadanos no podía ser que ni el mismo Otón quisiese, si era buen Romano, que otra vez se probase fortuna, cuando a Catón y a Escipión, que después de la batalla de Farsalia no quisieron ceder a César, se les hacía cargo de las muertes de tantos excelentes varones como sin necesidad fueron sacrificados en el África, sin embargo de que entonces combatían por la libertad de Roma. Porque la fortuna, que en lo demás trata con igualdad a todos, una sola cosa no quita a los buenos, que en el discurrir con acierto, aun cuando hayan sufrido algún descalabro, sobre los sucesos públicos. Persuadió con este discurso a todos los caudillos, y luego que después de algunas pruebas y tanteo vieron que los soldados suspiraban por la paz y que Ticiano se prestaba a que se hiciera legación para tratar de concordia, les pareció que los enviados fuesen Celso y Galo para entablar tratos con Cecina y Valente. En el camino se encontraron con los, centuriones, que les dijeron que ya tenían en movimiento las tropas para marchar contra Bedríaco, pero que los generales los habían mandado a hablarles de conciertos. Alabando Celso la determinación, les propuso que se volviesen, para ir juntos todos a tratar con Cecina. Cuando va estuvieron cerca, se vio Celso en gran peligro, porque hacía la casualidad que se hubiesen adelantado los de caballería de la emboscada, y apenas vieron a Celso, que iba el primero, se arrojaron a él con grande gritería. Pusiéronse los centuriones de por medio para contenerlos, y gritándoles los demás cabos que respetaran a Celso; Cecina que lo supo acudió prontamente, reprimió al punto la demasía de aquellos soldados, y saludando a Celso con la mayor afabilidad, se fue con ellos para Bedríaco. En tanto Ticiano, que fue quien envió los mensajeros, había mudado de propósito, y a los más resueltos de los soldados los había colocado sobre las murallas, excitando a los demás a prestar su auxilio: pero aguijando Cecina con su caballo y alargando la diestra, nadie hizo resistencia, sino que los unos saludaron desde el muro a sus soldados y los otros, abriendo las puertas, salieron a incorporarse con los que venían. Nadie hizo la menor ofensa, sino que todo era parabienes y abrazos, y al fin todos juraron a Vitelio y se pasaron a su partido.

XIV.— Así es como refieren haber pasado los sucesos de esta batalla los que en ella se encontraron, reconociendo que no estaban instruidos en las particularidades de cuanto ocurrió, por el mismo desorden y por lo extraño del resultado. Caminando yo, al cabo del tiempo, por el sitio, Mestrio Floro, varón consular, que había sido del número de los jóvenes que, no por su voluntad, sino por fuerza, acompañaron a Otón; me mostró un viejo templo y entonces me refirió que, yendo allá después de la batalla, vio un montón de muertos tan alto que tocaba el frontón. Inquiriendo sobre la causa, decía que no la había encontrado, ni quien se la declarase, pues si bien en las guerras civiles, cuando llega el momento de una derrota, es preciso que mueran muchos más, por no hacerse cautivos, porque no hay para qué guardar a los que se cogen, para aquel amontonamiento y hacinamiento no hay ninguna causa racional y probable.

XV.— A Otón, al principio, como ordinariamente sucede, no le llegaba noticia ninguna segura de tamaños acontecimientos; pero después que se presentaron algunos heridos y los refirieron, no es muy de admirar que los amigos no le dejasen abatirse, sino que le dieran ánimo y confianza; más lo que excede todo crédito fue lo que pasó con los soldados, porque ninguno se desertó ni se pasó a los vencedores; no se les vio tratar de su propio interés, desesperadas ya las cosas de su caudillo, sino que todos sin excepción fueron a su puerta, y, acercándose, le daban siempre el título de emperador, se deshacían por él, le tomaban las manos entre voces y lamentos, se le presentaban, lloraban y le pedían que no los desamparase ni hiciera de ellos antes de tiempo entrega a los enemigos, sino que empleara sus ánimos y sus cuerpos hasta que por él dieran el último suspiro. Esto le rogaban todos a una voz, y uno de los más desconocidos, presentando la espada, «Sabe ¡oh César! —le dijo— que por ti todos estamos a este modo prontos y dispuestos», y se pasó con ella. Mas nada de esto bastó para doblar el ánimo de Otón, el cual, volviéndose para todas partes con rostro sereno y placentero: «Este día les dijo: ¡oh camaradas! es para mí mucho más feliz que aquel en que por primera vez me saludasteis, viéndoos ahora cuales os veo, y siendo para vosotros objeto de tales demostraciones; pero no me privéis de la mayor satisfacción y honor, que es el morir honrosamente por tantos y tan apreciables ciudadanos. Si he sido digno del Imperio, corresponde que dé la vida por la patria: sé que la victoria no es cierta ni segura para los enemigos; dícese que nuestro ejército de la Misia se halla a pocas jornadas, habiendo bajado al Adriático el Asia, la Siria, el Egipto: los ejércitos que hacen la guerra a la Judea están con nosotros, y en nuestro poder, el Senado y los hijos y mujeres de nuestros contrarios: pero esta guerra no es contra Aníbal, contra Pirro o los Cimbros por la posesión de la Italia, sino de Romanos contra Romanos, y unos y otros, vencedores y vencidos, somos injustos contra la patria, porque el bien del vencedor es para ella una calamidad. Creed que es mucho más hacedero morir con gloria que imperar, porque no veo que pueda ser de tanta utilidad a los Romanos quedando vencedor como sacrificándome ahora por la paz y la concordia, y porque la Italia no vuelva a ver otro día como éste».

XVI.— Dicho esto, rechazó a los que todavía insistían y el rogaban, y encargó a los amigos que vieran de ganar la gracia de Vitelio, y lo mismo a los senadores que allí se hallaban. A los ausentes y a las ciudades les escribió para que abrazaran aquel partido con honor y seguridad. Hizo llamar a su sobrino Coceyo, jovencillo todavía, y lo exhortó a tener buen ánimo y no temer a Vitelio, pues que él había salvado a la madre de éste, sus hijos y su mujer, cuidando de ellos como si fueran sus deudos. Decíale que, siendo su ánimo prohijarle, por esto mismo lo había dejado para más adelante, y que tuviera presente que, siendo ya César, había dilatado la adopción para que imperara con él si era vencedor, y no se malograse si fuese vencido. «Te prevengo, hijo mío —añadió—, por último encargo, que ni enteramente olvides ni te acuerdes demasiado de que has tenido un tío César».

Acabado esto, de allí a bien poco oyó alboroto y gritería a la puerta, y era que los soldados a los senadores que iban a salir les hacían amenazas de muerte si no se estaban quietos, y si, abandonando al emperador, pensaban en retirarse. Salió, pues, otra vez, temiendo por ellos, y ya no con blandura ni en aire de ruego, sino con enojo e ira, miró a los soldados, especialmente a los alborotadores, mandándoles marcharse de allí, y ellos callaron y obedecieron.

XVII.— Era ya entrada la noche, y como tuviese sed bebió un poco de agua: tomó luego en la mano dos espadas, y habiendo estado examinando sus filos largo rato, volvió la una de ellas, y la otra se la guardó debajo del brazo. Hizo llamar a sus esclavos, y habiéndoles hablado con el mayor cariño, repartió entre ellos el caudal que tenía, a cuál más y a cuál menos, no como quien es liberal con lo ajeno, sino atendiendo cuidadosamente al mérito y a la proporción de él. Despidiólos y reposó lo que restaba de la noche, en términos que sus camareros le sintieron dormir profundamente. Al amanecer, llamando al liberto por quien había corrido el cuidado de los senadores, le dio orden de informarse sobre ellos; y volviendo con la respuesta de que al marchar a cada uno se le había asistido con lo que había menester: «Pues vete tú también —le dijo— y haz de modo que te vean los soldados si no quieres recibir de ellos la muerte porque piensen que has cooperado a la mía». Luego que el liberto salió, puso recta la espada, teniéndola con ambas manos, y dejándose caer sobre ella, no sintió más dolor que cuanto suspiró una sola vez, dando a los de la parte de afuera indicio del suceso. Levantaron gran lamento los de su familia, y al punto se hizo el lloro general en el campamento y en toda la ciudad, y los soldados corrieron con gritería a la casa, haciendo exclamaciones y prorrumpiendo en quejas y acriminaciones contra sí mismos, porque no habían sabido guardar a su emperador ni impedirle que muriera por ellos. Ninguno de los que se habían quedado con él desertó, con estar tan cerca los enemigos, sino que, adornando el cuerpo y levantando una pira, le llevaron a ella armados, mostrándose muy gozosos los que pudieron adelantarse a poner el hombro y alzar el féretro. De los demás, unos se arrojaban sobre el cadáver y besaban la herida, otros le cogían las manos y otros le veneraban de lejos. Algunos hubo que, dejando las antorchas sobre la hoguera, se quitaron la vida, sin que se supiese que habían recibido del muerto algún beneficio o que tenían motivo para temer algún grave mal del vencedor; de modo que, a lo que se ve, jamás hubo tirano o rey de quien se apoderase un tan violento y furioso amor de mandar como el que aquellos soldados tenían de ser mandados y de obedecer a Otón, pues que ni después de muerto los desamparó el sentimiento de su pérdida, que paró en un odio intolerable contra Vitelio.

XVIII.— Lo demás de este caso tiene su tiempo propio, en que habrá de referirse; cubriendo, pues, bajo de tierra los despojos de Otón, no le hicieron un sepulcro que pudiera ser envidiado o por su mole o por lo arrogante de la inscripción. Vi, hallándome en Brixelo, un monumento sencillo y una inscripción, que traducida es en esta forma: «A los manes de Marco Otón».

Murió a los treinta y siete años de edad y a los tres meses de imperio, dejando escritores que celebrasen su muerte no inferiores ni en número ni en autoridad a los que reprenden su vida, porque en ésta no fue mejor en nada que Nerón, y su muerte fue más noble y generosa. Los soldados, como Polión, el otro prefecto, les diese orden de que jurasen a Vitelio, lo rehusaron; mas, sabiendo que se hallaban allí algunos del Senado, a los demás los dejaron en paz, y sólo pusieron en apuro a Verginio Rufo, yendo armados a su casa, excitándole y exhortándole de nuevo a que tomase el Imperio o fuese a interceder por ellos; pero teniendo a locura tomar el Imperio de unos vencidos, cuando lo había rehusado de los mismos siendo vencedores, y temiendo el ir de legado a los Germanos, que se quejaban de que los había forzado a hacer muchas cosas contra su voluntad, sin que se tuviera de ellos noticia, se marchó por otra puerta. Cuando los soldados se vieron así burlados, se prestaron a los juramentos y se unieron a los de Cecina, habiendo obtenido antes el perdón.

VOLUMEN VIII

FOCIÓN Y CATÓN EL MENOR

I.— El orador Demades, que gozó de gran poder en Atenas por gobernar a gusto de los Macedonios y de Antípatro, como se viese precisado a escribir y decir muchas cosas nada dignas de la majestad y de las costumbres de aquella república, sostenía que era merecedor de perdón, porque gobernaba los naufragios de ella. Esta expresión, aunque bastante atrevida, podría parecer verdadera si se trasladase y aplicase al gobierno de Foción. Porque en cuanto a Demades, él era verdaderamente el naufragio de la república, por haber vivido y gobernado tan indecentemente, que cuando ya era viejo decía en vituperio suyo Antípatro que a manera de sacrificio consumado no quedaba de él más que la lengua y el vientre, mientras que a la virtud de Foción, que fue puesta a prueba con el tiempo que le cupo, como con un enemigo poderoso y violento, los infortunios de la Grecia la marchitaron y deslucieron en punto a gloria. Pues no se ha de dar crédito a Sófocles, que hace apocada y débil a la virtud en estos versos:

Que de su asiento, oh rey, es conmovida
la razón del que en males es probado
aunque antes con bríos se mostrase;

y sólo se ha de dar a la fortuna tanto poder sobre los hombres justos y buenos cuanto baste a esparcir contra ellos calumnias y rumores siniestros, en lugar del honor y agradecimiento que se les debía, con detrimento del crédito y aprecio de la virtud.

II.— Parecía que los pueblos principalmente habían de mostrarse insolentes contra los buenos cuando están en prosperidad y cuando los engríen sucesos faustos y un gran poder; pero es lo contrario lo que sucede. Porque las desgracias vuelven las costumbres displicentes, mal sufridas, y propensas a la ira, y hacen el oído excesivamente delicado y muy dispuesto a irritarse con cualquiera palabra o expresión un poco viva; por la cual disposición el que reprende a los que yerran parece que les echa en cara sus infortunios, y la claridad y la franqueza pasan por desprecio; y así como la miel perjudica a los miembros heridos y llagados, de la misma manera las expresiones verdaderas y ajustadas a razón muerden e irritan a los que están en adversidad, como no sean muy benignas y conciliadoras, que es por lo que el poeta llamó grato al alma lo que es dulce, porque cede a la parte inflamada de ella y no la contraría ni se le opone. Porque también el ojo doliente se complace más con los colores oscuros y que reflejan poco la luz, y se aparta de los que son más claros y envían resplandor. Pues por el mismo término, la república, que por imprudencia ha caído en una suerte desventurada, se pone en cierto estado de delicadeza y de temor para no poder sufrir la verdad dicha a las claras, justamente cuando más la ha menester, porque pueden los yerros llegar a punto que no tenga enmienda. Por lo mismo un gobierno que se halla en esta situación es cosa sumamente expuesta, porque pierde consigo al que le habla según su gusto, pero pierde antes al que no le adula. Por tanto, así como del Sol dicen los matemáticos que no lleva la misma carrera que el cielo, ni tampoco la contraria y enteramente opuesta, sino que usa de una marcha oblicua e inclinada, en virtud de la cual hace un giro lento, flexible y compasado, que da salud a todas las cosas y les hace tomar la temperatura que a cada una conviene, del mismo modo en materia de gobierno la autoridad demasiado tirante, que en todo repugna a los gobernados, es cruel y dura; como, por el contrario, arriesgada y puesta en precipicio la que es condescendiente con los que delinquen, que es a lo que los más propenden. Será, por tanto, saludable aquella cuidadosa administración pública que tenga alguna condescendencia con los que obedecen, que haga algo en su obsequio, pero que sepa al mismo tiempo exigir lo que conviene, siendo conducida por hombres que por lo común usen de blandura y maña y no quieran llevarlo todo despótica y violentamente. Es, empero, trabajoso y difícil en este género de administración mezclar y templar bien la autoridad con la condescendencia, lo que, si se logra, resulta un concierto más exacto y más músico que todos los números y que todas las armonías: el mismo con que se dice gobierna Dios el mundo, no usando nunca de violencia, sino evitando con la razón y la dulzura el que se haga perceptible la necesidad.

III.— Lo dicho arriba sucedió a Catón el menor; porque tampoco éste tuvo unas costumbres suaves y gratas a la muchedumbre, ni fue la condescendencia el lado por donde floreció su gobierno, sino que, por usar de su carácter, como si gobernara en la república de Platón, y no en las heces de Rómulo, según expresión de Cicerón, sufrió repulsa en la petición del consulado; en lo que me parece tuvo la suerte de los frutos que vienen fuera de tiempo, pues así como a éstos los vemos y los admirarnos, pero no gozamos de ellos, de la misma manera la vieja usanza de Catón, empleada después de largo tiempo, cuando la conducta de los hombres estaba estragada y las costumbres perdidas, tuvo, sí, gran nombradía y gloria, pero en la práctica no fue de provecho; porque lo grande y profundo de su virtud se medía mal con los tiempos que alcanzó. No estaba su patria próxima a perecer, como lo estaba ya la de Foción, aunque sí se hallaba agitada y conmovida de grandes tempestades, y sólo con echar mano de las velas y los cables al lado de los que eran más poderosos, separado del timón y del gobierno, sostuvo una gran lucha con la fortuna, la que al cabo triunfó y le enseñoreó de la república; pero no fue sino a duras penas, con lentitud, y pasado largo tiempo; y estuvo en muy poco el que ésta no se recuperara y volviera en sí, precisamente por Catón, y por la virtud de Catón, con la que compararemos la de Foción, como de dos varones justos y aventajados en la política, sin que por esto se entienda ser nuestro intento que se les tenga por del todo semejantes. Porque ciertamente hay diferencia de fortaleza a fortaleza, como de la de Alcibíades a la de Epaminondas; de prudencia a prudencia, como de la de Temístocles a la de Aristides; y de justicia a justicia, como de la de Numa a la de Agesilao; y con todo, las virtudes de estos dos grandes hombres llevan grabados hasta las últimas y más imperceptibles diferencias un mismo carácter, una misma forma y un mismo color de costumbres, como si con una misma medida se hubieran mezclado la humanidad con la entereza, la fortaleza con la precaución, la solicitud por los otros y la impavidez por sí mismo, el cuidado en evitar las cosas torpes y la firmeza en sostener la justicia: todo nivelado e igualado en ambos con tal exactitud, que se necesitaría de un ingenio muy delicado y exquisito, con el que, como con un instrumento muy fino, se investigasen y señalasen las diferencias.

FOCIÓN

IV.— El linaje de Catón es cosa averiguada que era ilustre, como lo diremos después; y en cuanto al de Foción, sacamos por conjeturas que no sería del todo oscuro y abatido: pues a haber sido hijo de un cucharero, como dice Idomeneo, Glaucipo hijo de Hipérides, que en su discurso recogió y profirió contra él millares de millares de picardías, no habría omitido su bajo nacimiento, ni él tampoco habría podido tener una vida tan acomodada, ni recibir una educación tan liberal, hasta el punto de haber asistido, siendo muy joven, a la escuela de Platón, y después a la de Jenócrates, en la Academia, haciéndose emulador desde el principio de los que tenían más elevados pensamientos. Pues ninguno de los Atenienses vio fácilmente a Foción ni reír, ni lamentarse, ni lavarse en baño público, como escribió Duris, ni sacar la mano fuera de la capa en las pocas veces que usaba de ella: porque, así en los viajes como en el ejército, iba siempre descalzo y desnudo, a no ser que hiciera un frío excesivo e inaguantable, de manera que sus camaradas decían, burlándose, que era señal de un frío riguroso el ver a Foción arropado.

V.— No obstante que era de unas costumbres muy benignas y muy humanas, en su semblante parecía inaccesible y ceñudo, de manera que con dificultad se llegaban a él los que antes no le habían tratado. Por esta causa, habiendo hablado en una ocasión Cares contra su ceño, como los Atenienses se riesen, «ningún mal —les dijo— os ha hecho mi ceño, mientras que la risa de éstos ha dado mucho que llorar a la república». Por este término el lenguaje de Foción, siendo útil por las sentencias y saludables pensamientos, encerraba una concisión imperiosa, severa y algo picante: pues así como decía Zenón que el filósofo debía remojar su dicción en el juicio, a este mismo modo la dicción de Foción en pocas palabras mostraba gran sentido; y a esto parece que aludió Polieucto de Esfecia cuando dijo que Demóstenes era mejor orador, pero Foción más elocuente Porque así como la moneda a que se ha dado gran estimación pública tiene mucho valor en pequeño volumen, de la misma manera la verdadera elocuencia consiste en significar muchas cosas con pocas palabras. Así, se cuenta de Foción que en cierta ocasión, estando ya lleno el teatro, se paseaba por la escena estando todo embebido dentro de sí mismo, y diciéndole uno de sus amigos: «Parece, oh Foción, que estás meditando», le respondió: «Sí, medito qué es lo que podré quitar del discurso que voy a pronunciar a los Atenienses». El mismo Demóstenes, que miraba con alto desprecio a los demás oradores, cuando se levantaba Foción solía decir en voz baja a sus amigos: «¡Ea! ya está ahí el hacha de mis discursos». Mas quizá esto mismo debió atribuirse a sus costumbres, puesto que una palabra sola, o una seña de un hombre de bien, tiene una fuerza y un crédito que equivale a millares de argumentos y de períodos.

VI.— Siendo todavía joven se arrimó al general Cabrias, y se ponía a su lado, sirviéndole éste de mucho para adelantar en el arte militar; mas en algunas cosas él le servía para corregir su carácter, que era desigual y arrebatado. Porque con ser Cabrias de suyo tardo y pesado, metido ya en los combates se irritaba y encendía en ira, arrojándose a los peligros temerariamente: como en Quio, que perdió la vida por ser el primero a acometer con su galera y a emprender a viva fuerza el desembarco; y siendo Foción a un tiempo prudente y activo inflamaba por una parte la detención de Cabrias y por otra contenía la prontitud inoportuna de sus ímpetus. Por esta razón, siendo Cabrias de amable y generosa índole, le miró con aprecio, y lo promovió a las comisiones y mandos, dándole a conocer a los Griegos y valiéndose de él para los encargos de mayor importancia: por el cual medio en la batalla naval de Naxo proporcionó a Foción no pequeño nombre y gloria, porque le dio el mando del ala izquierda, en la que fue más arrebatado el combate y también se decidió con suma prontitud. Como fuese, pues, esta la primera batalla naval que la ciudad dio sola después de tomada a los Griegos, y hubiese salido victorioso, tuvo en mucho más a Cabrias, y contó ya a Foción entre sus generales. Alcanzóse esta victoria en la fiesta de los grandes misterios, y Cabrias agasajó todos los años a los Atenienses con cierta medida de vino en el día 16 del mes Boedromión.

VII.— Dícese que, después de este suceso, enviándole Cabrias a recoger las contribuciones de las islas y dándole veinte galeras, le expuso que si le enviaba a hacer la guerra necesitaba mayores fuerzas, y si a tratar con los aliados, con una tenía bastante. Marchó, pues, con sola su galera, y habiendo tratado con las ciudades y conferenciado con los que mandaban en ellas franca y sencillamente, dio la vuelta con muchas naves, enviadas por los aliados para conducir las contribuciones. Continuó siempre haciendo todo obsequio y respetando a Cabrias, no sólo durante su vida, sino aun después de muerto, interesándose por sus deudos y tomando empeño en formar a la virtud a su hijo Ctesipo; y aunque le vio medio falto y terco, no se dio con todo por vencido, sino que procuró corregirle y ocultar sus defectos; sólo se dice que una vez, incomodándole en el ejército este joven, y molestándole con preguntas y consejos intempestivos, como quien pretendía enseñarle y tomar mejores disposiciones de guerra, exclamó: «¡Oh Cabrias, Cabrias, bien te pago la amistad que me mostraste, aguantando a tu hijo!». Como viese que los que manejaban entonces los negocios públicos se habían repartido como por suerte el mando militar y la tribuna, no haciendo unos más que hablar al pueblo y escribir, que eran Eubulo, Aristofonte, Demóstenes, Licurgo e Hipérides, y que Diopites, Menesteo, Leóstenes y Cares se enriquecían con mandar los ejércitos y hacer la guerra, formó el designio de restablecer en cuanto de él dependiese el modo de gobernar de Pericles, de Aristides y de Solón, como más completo, y que abrazaba ambos objetos. Porque cada uno de estos tres varones era, según la expresión de Arquíloco:

Uno y otro, del dios de las batallas no desdeñado alumno,
y con los dones favorecido de las doctas Musas;

y observaba, además, que la diosa Atena es a un tiempo guerrera y política, y bajo los dos aspectos es venerada. Conduciéndose de esta manera, sus disposiciones se dirigían siempre a la paz y al sosiego; mas, sin embargo, él sólo mandó de jefe en más guerras que todos los de su tiempo y aun de los anteriores, no porque se presentase para ello ni hiciese solicitudes; pero tampoco se excusaba o se retraía cuando la república lo llamaba. Porque es sabido que cuarenta y cinco veces tuvo mando, no habiéndose hallado ni una sola vez en las juntas de elección, sino siendo llamado y nombrado en su ausencia, tanto, que los de poco juicio se maravillaban de que el pueblo, siendo Foción el único que por lo común se le oponía, no diciendo ni haciendo nunca nada que pudiera complacerle, en las cosas de poca importancia hiciera caso como por burla de los demagogos más decidores y más huecos, a la manera que los reyes gustan, después de tomar el aguamanos, de oír a los aduladores y lisonjeros, y que cuando se trataba de dar el mando, siempre sobrio y solícito, empleaba al ciudadano más severo y prudente, y que era el único o a lo menos el que más contradecía sus deseos y proyectos. Así es que, habiéndose leído un oráculo de Delfos en el que se decía que estando de acuerdo todos los demás ciudadanos uno solo pensaba de distinto modo que la ciudad, se presentó Foción y dijo que no se molestaran, porque él era el que se buscaba; pues que a él solo no le agradaba nada de cuanto hacían: y en una ocasión, como habiendo expuesto ante el pueblo su dictamen encontrase aprobación y viese que todos, uniformemente, le admitían, se volvió sus amigos diciendo: «¡Si habré yo propuesto, sin advertirlo, algún desatino!».

VIII.— Pedían los Atenienses dinero para cierto sacrificio, y prestándose los demás a darlo, interpelado Foción muchas veces, «pedid —les dijo— a esos ricos, porque yo me avergonzaría de daros a vosotros no habiéndole dado a éste», mostrándoles al banquero Calicles. Como, sin embargo, no cesasen de clamar y gritar, les refirió esta conseja: «Un hombre tímido salió a la guerra, y habiendo oído graznar a los cuervos depuso las armas y se estuvo quieto. Volviólas a tomar, y puesto en marcha, como otra vez graznasen los cuervos, se paró, por fin, y les dijo “Vosotros graznaréis cuanto os dé la gana, pero de mí no habéis de gustar». En otra ocasión le mandaron los Atenienses que saliera contra los enemigos, y como no fuese de tal parecer y lo culpasen de tímido y cobarde, «Ni vosotros —dijo— me podéis hacer osado, ni yo a vosotros tímidos; pero ya nos conocemos». En circunstancias delicadas se irritó mucho el pueblo contra él, y pidiéndole las cuentas del ejército, «Salvaos antes, les dijo, oh miserables»; y como durante la guerra los viese abatidos y cobardes, y después de la paz mostrasen osadía y gritasen contra Foción, quejándose de que les había arrebatado la victoria, «No es poca vuestra fortuna —les dijo— en tener un general que os conoce, porque si no, ya hace tiempo que os habríais perdido». No querían litigar con los beocios por cierto territorio sin hacerles la guerra; y Foción les aconsejó que contendieran con palabras, en lo que eran superiores, y no con las armas, en lo que podían menos. Hablaba una vez al pueblo, y como no atendiesen ni quisiesen oírle, «Podréis —les dijo— violentarme a que haga lo que no quiero; pero a que contra mi parecer diga lo que no conviene, no podréis forzarme jamás». De los oradores que se le oponían en el gobierno era uno Demóstenes; y diciéndole éste un día: «Te quitarán los Atenienses la vida, oh Foción», le respondió: «Me la quitarán a mí si están locos y a ti si están cuerdos». Viendo a Polieucto de Esfecia que en un día de verano aconsejaba a los Atenienses que hiciesen la guerra a Filipo, y que después, medio sofocado y bañado de sudor, porque estaba muy grueso, tomaba continuos sorbos de agua, «Estará muy bien —dijo— que decretéis la guerra por consejo de este hombre, de quien ¿qué podrá esperarse cuando se halle con la coraza y el escudo, y tenga los enemigos cerca, si ahora para deciros lo que tiene meditado está para ahogarse?». Decíale Licurgo en una junta pública un sin fin de denuestos; añadiendo, por fin, que pidiendo a Alejandro diez de los demagogos, había aconsejado que se le entregasen, y él respondió: «Muchas cosas buenas y útiles les he aconsejado; pero no me hacen caso».

IX.— Había un tal Arquibíades, a quien se daba el mote de Laconista porque se había dejado crecer una larga barba, llevaba una mala capa a la espartana y tenía un aire tétrico y severo; en un alboroto que se movió en el Consejo, Foción apeló a éste para que le sirviera de testigo en lo que decía y lo ayudara; mas él, levantándose, no aconsejó sino lo que sabía que sería grato a los Atenienses; Foción entonces, asiéndole por la barba, «¿Pues por qué —le dijo—, oh Arquibíades, no te afeitas?». Aristogitón, el delator de las juntas públicas, estaba siempre por la guerra, e inflamaba al pueblo a emprenderla; pero cuando llegó el tiempo del alistamiento, se presentó con una muleta y con una pierna entrapajada; y apenas Foción lo vio a lo lejos, desde su escaño gritó al amanuense: «Escribe también a Aristogitón, cojo y malo». Era, por tanto, cosa de maravillarse cómo un hombre tan irritable y tan severo tenía el concepto y aun el nombre de bueno; y es que, en mi opinión, aunque difícil, no es imposible que, al modo del vino, un hombre sea al mismo tiempo dulce y picante; así como otros que son tenidos por dulces son desabridos y dañosos para los que los experimentan; y aun de Hipérides se refiere haber dicho, hablando al pueblo: «No miréis, oh Atenienses, si soy amargo, sino si lo soy de balde»; como si la muchedumbre temiera y aborreciera sólo a los que son molestos y dañosos con su avaricia, y no estuviera peor con los que abusan del poder por desprecio y envidia o por encono y rencilla. Pues en cuanto a Foción, por enemistad jamás hizo mal a nadie, ni a nadie tuvo por contrario, y sólo en lo preciso hizo frente a los que se le oponían en lo que por bien de la patria ejecutaba, siendo en tales casos áspero, inflexible e implacable; pero, fuera de esto, en el transcurso de su vida a todos se mostró benigno, compasivo y humano, hasta venir en auxilio de los de contrario partido, si en algo faltaban, y ponerse a su lado si estaban en peligro. Reconviniéronle una vez sus amigos de que había hablado en juicio a favor de un hombre malo, y les respondió que los buenos no necesitaban de auxilio. Aristogitón, el delator, después que por sentencia fue condenado, le llamó y rogó que fuera a verle, y condescendiendo con su súplica, se encaminaba a la cárcel; más como sus amigos se lo estorbasen, “Dejadme —dijo—, simples: ¿en qué parte podríamos ver con más gusto a Aristogitón?

X.— Ello es que los aliados y los habitantes de las islas a los enviados de Atenas, cuando otro general los conducía, los miraban como enemigos, reforzaban las murallas, barreaban las puertas e introducían del campo a las poblaciones los víveres, los esclavos, las mujeres y los niños; y si el general era Foción, salían coronados a recibirlos en sus propias naves, y alegres los llevaban a sus propias casas.

XI.— Cuando Filipo, tratando de meterse en la Eubea, condujo las tropas desde la Macedonia y se dedicó a ganar las ciudades por medio de los tiranos, Plutarco de Eretria acudió a los Atenienses, y pidiéndoles que libertaran la isla de las manos del rey de Macedonia, en que ya se hallaba, fue Foción enviado de general con pocas fuerzas, por decirse que los habitantes estaban prontos a pasarse a él; mas, habiéndolo encontrado todo lleno de traidores, todo en mala disposición, y socavado con dádivas, se vio puesto en gran peligro, y habiendo tomado un montecito, cortado con un gran barranco de la llanura de Táminas, contenía y resguardaba en él lo más aguerrido de sus tropas; dando orden a los generales respecto de los insubordinados, habladores y malos, para que no hicieran caso si los veían desertar y apartarse del campamento: «Porque aquí —les decía— no serán de provecho, sino más bien perjudiciales por su indisciplina a los que hayan de pelear, y allá detenidos, con la conciencia de este delito, gritarán menos contra mí y no me calumniarán».

XII.— Cuando se presentaron los enemigos, dio a sus tropas orden de que permanecieran inmóviles sobre las armas hasta que hubiese sacrificado; y fue largo el tiempo que se detuvo, o porque las señales no fuesen faustas o porque quisiese atraer más cerca a los enemigos. Por esta razón, recelando por entonces Plutarco cobardía y meditada tardanza, acometió con solos los estipendiarlos, lo que, visto por la caballería, ya no aguantó más tiempo, sino que se dirigió al momento contra los enemigos, saliendo desordenada y desunida del campamento. Vencidos los primeros, se desbandaron todos y Plutarco huyó. Acometieron entonces al valladar algunos de los enemigos, y trataron de romperlo y abrirse paso, teniéndolo todo por sojuzgado. En esto, concluido ya el sacrificio, cargaron los Atenienses, y rechazaron al punto a los del campamento, destrozando a la mayor parte de ellos mientras se entregaban a la fuga alrededor de las trincheras. Foción dispuso que el grueso de sus tropas se parase, y estuviera con atención para esperar y recoger a los que al principio se habían dispersado en la fuga, y él, con los más escogidos, arremetió a los enemigos. Trabóse una reñida batalla, en la que todos pelearon valerosamente y a todo trance; pero Talo, hijo de Cineas, y Glauco, hijo de Polimedes, que estaban al lado del general, todavía sobresalieron; y no sólo éstos, sino que Cleófanes contrajo también un mérito muy singular en esta batalla: porque haciendo volver de su huída a los de a caballo, y gritándoles y clamándoles que corrieran en auxilio del general que estaba en riesgo consiguió que con su vuelta fuese más cierto el triunfo de la infantería. De resultas de esta acción arrojó a Plutarco de Eretria, y tomó a Zaretra, castillo de grande importancia, por estar situado en el punto donde la llanura termina en una estrecha faja, quedando allí la isla muy estrechada por el mar de una y otra banda. No permitió a los soldados que hiciesen cautivos a los Griegos rendidos, por temor de que los oradores de Atenas violentaran al pueblo a tomar contra ellos, por encono, alguna injusta determinación.

XIII.— Regresado Foción después de estos sucesos, muy presto echaron menos los aliados su honradez y su justificación, y muy presto conocieron también los Atenienses su inteligencia y el grande influjo que le daban sus virtudes; porque Meloso, que fue el que después de él se encargó de los negocios, hizo tan infelizmente la guerra, que cayó vivo en poder de los enemigos.

Tenía ya Filipo en aquella época concebidas grandes esperanzas en su ánimo, y habiendo pasado al Helesponto con todo su ejército, daba por supuesto tener ya en la mano al Quersoneso, a Perinto y a Bizancio. Propusiéronse los Atenienses darles auxilio, y habiendo trabajado los oradores por que Cares fuera nombrado general, enviado éste con el mando, no solamente no hizo nada que correspondiese a las fuerzas que se le dieron, sino que las ciudades no quisieron admitir la escuadra; y haciéndose a todos sospechoso, tuvo que andar de una parte a otra, siendo por sus exacciones molesto a los aliados y despreciado de sus enemigos. Irritado con esto el pueblo por los mismos oradores, se mostró disgustado, y mudó de propósito en cuanto a socorrer a los Bizantinos; pero tomando la palabra Foción, les dijo que no debían incomodarse con los aliados que mostraban desconfianza, sino con los generales que a esto les daban motivo: «Porque éstos son —añadió— los que os hacen odiosos a los mismos que sin vosotros no pueden salvarse». Movido el pueblo con este discurso, y reformando su última determinación, decretó que el mismo Foción marchase con nuevas fuerzas al Helesponto en socorro de los aliados, lo que fue de la mayor importancia para que Bizancio se salvase. Era ya grande, en efecto, la fama de Foción, y como a esto se agregase el que León, varón entre los Bizantinos el primero en opinión de virtud, y que con Foción había trabado amistad en la Academia, empeñó por él su palabra con la ciudad, no consintieron que acampase fuera, como quería, sino que, abriéndole las puertas, recibieron e hicieron unos mismos consigo a los Atenienses; los cuales no sólo no dieron ocasión de queja con su conducta, siendo moderados y sobrios, sino que en los combates mostraron mayor ardor y denuedo, por la misma confianza que de ellos se había hecho. De este modo Filipo, que pasaba por invencible y por hombre a quien nadie podía resistir, abandonó por entonces el Helesponto, con mengua y menosprecio, y Foción le tomó algunas naves, recobró las ciudades que había fortificado, y habiendo hecho desembarcos en diferentes puntos del país, lo taló y destruyó, hasta que, herido por los que vinieron en auxilio de los habitantes, regresó con su armada.

XIV.— Avisado secretamente por los de Mégara, temerosos de que si los Beocios lo entendían se les adelantaran a ofrecer su socorro, convocó a junta muy de mañana; y anunciando la solicitud de Mégara a los Atenienses, apenas hubieron resuelto, dio la señal con la trompeta, y haciéndoles tomar las armas marchó con ellos desde la misma junta. Recibido con sumo placer por los de Mégara, fortificó a Nisea, y tiró por medio dos ramales desde la población al puerto, juntando así la ciudad con el mar; de manera que, no dándole ya cuidado los enemigos que pudieran acometerla por tierra, quedó como incorporada con los Atenienses.

XV.— Decretada ya sin arbitrio la guerra contra Filipo, y elegidos, por estar él ausente, otros generales, luego que volvió de las islas lo primero que trató de persuadir al pueblo fue que, estando Filipo inclinado a la paz, y manifestando recelar demasiado los peligros de la guerra, admitieran sus proposiciones; y como alguno de los que no hacen más que dar vueltas por la plaza y tejer calumnias se le opusiese, diciendo: «¿Y tú, oh Foción, te atreves a disuadir a los Atenienses, cuando ya están con las armas en la mano?». «Yoles repuso—; a pesar de que sé que si hay guerra te mando yo a ti, y en la paz eres tú el que me mandas». No los convenció, sin embargo, y como viese que prevaleció la opinión de Demóstenes de que los Atenienses llevaran la guerra bien lejos del Atica, «Amigo mío —le dijo—, no miremos dónde haremos la guerra, sino cómo venceremos: porque así es como estará la guerra lejos; mas si fuéremos vencidos, siempre tendremos toda calamidad encima», Fueron, en efecto, vencidos; y como los que no saben más que alborotar y promover novedades llevasen a empellones a la tribuna a Caridemo, tratando de hacerlo general, los hombres de juicio y de probidad temieron, y celebrando consejo del Areópago ante el pueblo, con ruegos y con lágrimas obtuvieron, aunque a duras penas, que la república se pusiese en manos de Foción. Éste fue de opinión que debían aceptarse las condiciones benignas y humanas que propusiese Filipo; mas pasando Demades a dictar la de que la república había de tener parte en la paz común y en la junta de los Griegos, no vino en ello antes de saber cuáles serían las intenciones de Filipo respecto de los Griegos. No se siguió su dictamen, y hubo de ceder por consideración a las circunstancias, y como viese bien pronto arrepentidos a los Atenienses, por serles preciso aprontar a Filipo galeras y caballos, temió esto misino, y les dijo: «Me opuse yo antes; mas pues que lo habéis pactado, es preciso llevarlo con paciencia y con buen ánimo, teniendo presente que nuestros mayores, mandando a veces y a veces mandados, pero ejecutando siempre lo uno y lo otro del modo que convenía, salvaron a la ciudad y a los Griegos».

Muerto Filipo, no permitió que el pueblo hiciera festejos por la buena nueva, lo uno, porque parecía cosa indecente, y lo otro, porque las fuerzas que los habían batido en Queronea no se habían disminuido más que en una sola persona.

XVI.— Como Demóstenes empezase a insultar a Alejandro cuando Ya venía contra Tebas, dijo:

“Imprudente, ¿qué es lo que te impele
a irritar a un varón fiero e indomable,

y que aspira a una brillante gloria? ¿O quieres teniendo tan cerca semejante incendio, arrojar en él a la ciudad? Nosotros, aunque ellos quieran, no debemos permitir a éstos que se pierdan, y para esto es para lo que hemos admitido el mando”. Destruida Tebas, como pidiese Alejandro que puestos a su disposición Demóstenes. Licurgo, Hipérides y Caridemo, la junta puso al punto los ojos en Foción, y llamado muchas veces por su nombre, se levantó, tomó por la mano a uno de sus amigos, al más íntimo que tenía, y a quien más amaba, y dijo: «Han puesto la república en tal precipicio, que yo, aun cuando alguien pidiera a este Nicocles, sería de dictamen que se le entregase; pues por lo que hace a mí mismo, si se tratase de que muriera por vosotros, tendríalo a grande dicha. Me compadezco —continuó— oh Atenienses, de éstos que de Tebas se han acogido a nosotros: pero básteles a los Griegos el llorar por Tebas. Más vale, pues, persuadir y rogar por unos y otros a los que tienen la superioridad que contender con ellos». El primer decreto hecho en este sentido se dice que Alejandro lo tiró luego que lo tomó en la mano, volviendo el rostro, y retirándose sin escuchar a los embajadores; pero recibió el segundo, que fue llevado por Foción, a causa de haber oído de los más ancianos de su corte que Filipo tenía de él el más alto concepto, y no sólo le dio entrada y escuchó sus súplicas, sino que recibió benignamente sus consejos, reducidos a que, si apetecía el descanso, diera de mano a la guerra, y si le inflamaba deseo de gloria, dejando a los Griegos, se encaminara contra los bárbaros. Díjole también otras muchas cosas acomodadas a su carácter y a su gusto, con las que le mudó y ablandó de manera que llegó a decir sería conveniente que los Atenienses se aplicaran a seguir el curso de los negocios, porque si le sucedía algo, a ellos les correspondía el mando; y contrayendo particularmente con Foción amistad y hospedaje, le tuvo en una estimación a la que llegaron muy pocos de los que tenía siempre a su lado. Duris refiere que, luego que llegó a denominarse grande y venció a Darío, quitó de las cartas la salutación ordinaria, excepto en las que escribía a Foción, pues con éste solo la usaba como con Antípatro; esto mismo escribió también Cares.

XVII.— Por lo que hace a presentes, es bien sabido que le envió de regalo cien talentos. Llegados que fueron a Atenas, preguntó Foción a los que conducían por qué siendo tantos los Atenienses a él solo le hacía Alejandro aquella expresión, y respondiéndoles aquellos: «Porque a ti sólo te juzga hombre recto y bueno». «¿Pues por qué no me deja —repuso Foción— serlo y parecerlo siempre?». Siguiéronle, sin embargo, a su casa, en la que no vieron más que una maravillosa sencillez, que la mujer aderezaba la comida, y que el mismo Foción, sacando por su propia mano agua del pozo, se lavaba los pies; con lo cual instaron todavía más, manifestando disgusto, y diciéndole ser cosa muy reparable que siendo amigo del rey lo pasara tan mal. Viendo entonces Foción a un pobre anciano que pasaba por la calle con una capa mugrienta, les preguntó si le reputaban peor que aquel; y diciéndole los forasteros que no los tuviese en tan mal concepto: Pues ése, les repuso, vive con menos que yo, y está contento: finalmente, si no hago uso de todo ese dinero, en vano le tendré en mi poder, y si hago uso, me desacreditaré a mí mismo, y desacreditaré al rey para con la república”. De este modo volvió a salir de Atenas aquella gran suma de dinero, haciendo ver a los Griegos ser más rico que el que la daba el que no la había menester. Incomodóse Alejandro, y volvió a escribir a Foción que no tenía por amigos a los que para nada se valían de él; mas ni aun así quiso Foción recibir el dinero y sólo pidió que pusiera en libertad a Equecrátides, a Atenodoro de Imbro y a dos Rodios. Deinarato y Espartón, presos por ciertas causas y custodiados en Sardes. Dio al punto Alejandro la libertad a éstos, y enviando a Crátero a Macedonia, le dio orden para que de estas cuatro ciudades de Asia, Quio, Gergeto, Milasa y Elea, diese a Foción la que escogiese, haciéndole presente que se enfadaría mucho más si no la admitía: pero Foción no la admitió, y Alejandro murió muy en breve. Muéstrase todavía en el barrio de Melita la casa de Foción, adornada con algunas planchas de bronce, siendo de todo lo demás pobre y sencilla,

XVIII.— De las mujeres con quienes estuvo casado, de la primera no ha quedado escrita otra cosa sino que era hermano suyo el escultor Cefisodoro; pero la segunda no fue menos recomendable entre los Atenienses por su honestidad y sencillez que Foción por su probidad. Así sucedió en una ocasión que, asistiendo los Atenienses al espectáculo de una nueva tragedia, el actor que tenía que salir pidió al que daba la fiesta una máscara de reina y el acompañamiento de muchas damas magníficamente puestas; y como incomodado de que no se le daba lo que pedía dejase en suspenso la función por no querer salir, Melantio, jefe de coro, echándolo al medio de un empujón, exclamó: «¿No ves a la mujer de Foción, que sale siempre con una criada sola? ¿Quieres con tus aparatos de lujo echar a perder a nuestras mujeres?». Difundida esta expresión por el teatro, fue recibida con grandes aclamaciones y aplausos. La misma mujer, mostrándole una huéspeda de Jonia sus adornos de oro, engastados en piedras, como eran arracadas y collares: «Pues mi ajuar y todo mi adorno, le contestó, es Foción, que hace veinte años es general de los Atenienses».

XIX.— Quería el hijo de Foción contender en las Panateneas, y el padre lo puso de a pie, no para que aspirase a la victoria, sino para que, cuidando y ejercitando el cuerpo, se hiciera más útil; porque el tal joven era, por otra parte, amigo de francachelas y desarreglado. Venció, y deseando muchos festejarle con banquetes por la victoria, con los demás se excusó Foción, permitiendo a uno solo que le hiciera este obsequio; mas como al tiempo de entrar al convite viese en todo un lujoso aparato, y que para lavarse los pies se presentaban a los convidados lebrillos con vino, en que se habían desleído aromas, llamando al hijo le increpó diciéndole: ¿No contendrás, oh Foco, a tu amigo para que te eche a perder tu victoria?”. Queriendo corregir enteramente en el hijo aquella estragada conducta, lo envió a Lacedemonia, y lo puso con los jóvenes que recibían la educación propia de Esparta, cosa que mortificó a los Atenienses por parecerles que Foción desdeñaba y despreciaba la crianza de Atenas. Decíale, pues, un día Demades: «Por qué no persuadimos, oh Foción, a los Atenienses que adopten el gobierno de Esparta? Pues si tú me lo dices, yo estoy pronto a escribir y sostener el decreto». A lo que le respondió: «¡Sin duda te estaría muy bien, oliendo a aromas y llevando esa púrpura, aconsejar a los Atenienses las comidas espartanas y elogiar a Licurgo!».

XX.— Escribió Alejandro dando orden de que se le enviaran cierto número de galeras; opusiéronse los oradores, y el Senado mandó que Foción expusiese su dictamen; y él les dijo: «Mi dictamen es que, o seáis más fuertes en las armas, u os hagáis amigos de los que lo son».

A Piteas, que empezaba a comparecer ante los Atenienses, y ya era hablador: «¿No callarás —le dijo— siendo todavía recién comprado para el pueblo?».

Hárpalo, que había huido de Alejandro con grande cantidad de dinero, aportó desde el Asia al Atica, y la turba de los acostumbrados a sacar producto de la tribuna empezó a correr a él y a frecuentarle; y él, con darles algún cebo, los abandonó y envió a pasear, y buscó, por el contrario quien le ofreciera a Foción setecientos talentos y otra infinidad de presentes, queriendo entregarse todo a él: mas habiendo respondido Foción con aspereza que tendría Hárpalo que sentir si no cesaba de andar corrompiendo la ciudad, entonces, intimidado, se contuvo. Tuvieron junta de allí a poco los Atenienses, y vio a los que habían recibido dinero convertidos en enemigos suyos y que le acusaban para desvanecer las sospechas, y sólo Foción, que nada había admitido, al proponer lo que convenía a la república no se olvidaba de atender a su salud. Volvió con esto otra vez a querer obsequiarle; pero después de haberle rodeado y tanteado por todas partes, se desengañó de que era una fortaleza inexpugnable con el oro: pero habiéndose hecho amigo y familiar de su yerno Caricles, dio motivo a que se formara de éste mala opinión, porque era toda su confianza, y de quien para todo se valía.

XXI.— Muerta de allí a poco la ramera Pitonlea, de quien había estado enamorado Hárpalo, teniendo de ella una hija, quiso erigirle a toda costa un monumento, y dio a Caricles este encargo, que, sobre no ser en sí muy decoroso, todavía cedió en mayor vergüenza suya cuando dio acabado el sepulcro: porque se conserva todavía en el Hermeo, por donde vamos de la ciudad a Eleusis, y no tiene ningún primor que corresponda a los treinta talentos que se dice haber cargado Carieles a Hárpalo en la cuenta. Murió éste también de allí a poco, y la niña fue recogida por Caricles y Foción, y educada con esmero. Púsose luego a Caricles en juicio por estas cosas de Hárpalo, y habiendo rogado a Foción que le prestara su asistencia y le defendiera en el tribunal, se negó a ello, diciendo: «Yo, oh Caricles, te hice mi yerno solamente para lo que fuera justo».

Habiendo dado Asclepíades, hijo de Hiparco, a los Atenienses la primera noticia de haber muerto Alejandro, dijo Demades que no se hiciera caso, porque a ser así, debía estar ya oliendo a muerto toda la tierra; y Foción viendo al pueblo engreído e inflamado para pensar en novedades, trató de distraerle y entretenerle; pero como muchos corriesen a la tribuna, y gritasen ser cierta la noticia de Asclepíades, y que Alejandro había fallecido, «Pues si hoy es muerto —les dijo— ¿no lo será también mañana y pasado mañana y podremos, por tanto, deliberar con mayor sosiego y seguridad?».

XXII.— Después que Leóstenes impelió a la ciudad a la guerra llamada Helénica, muy contra la voluntad de Foción, le preguntó a éste, por mofa, qué había hecho de bueno en tantos años de mando; a lo que le contestó: «No poco: que los ciudadanos hayan sido enterrados en sus propios sepulcros». Mostrábase Leóstenes muy osado y jactancioso en las juntas públicas, y Foción le dijo: «Tus discursos, oh joven, son parecidos a los cipreses, que siendo altos y elevados no dan fruto». Preguntándole asimismo Hipérides: «¿Cuándo aconsejarás, oh Foción, la guerra a los Atenienses?». «Cuando vea —le respondió— que los jóvenes quieren guardar disciplina, los ricos contribuir y los oradores abstenerse de robar los caudales públicos». Como se maravillasen muchos del gran número de tropas que había juntado Leóstenes, y preguntasen a Foción qué concepto formaba de su disposición, «Me parecen muy bien —les respondió— para el estadio, pero temo una carrera larga en la guerra, no quedándole a la ciudad más fondos, más naves, ni más soldados»; y los hechos vinieron en apoyo de su modo de pensar. Porque al principio Leóstenes hizo un brillante papel, venciendo en batalla a los de Beocia y persiguiendo a Antípatro hasta encerrarle en Lamia; de cuyas resultas, llena la ciudad de grandes esperanzas, estuvieron en continuas fiestas y sacrificios por las buenas nuevas, y algunos, pareciéndoles que daban en cara a Foción con tan prósperos sucesos, le preguntaron si no quería haber ejecutado aquellas hazañas; a lo que él respondió: «Ejecutarlas, sí; pero aconsejar, lo de antes»; y sucediéndose unas a otras las agradables noticias del ejército, se refiere haber dicho: «¿Cuándo dejaremos de vencer?».

XXIII.— Mas murió Leóstenes, y los que temían que si Foción era enviado por general hiciese la paz, prepararon que en la junta tomara la palabra un hombre poco conocido, y dijese que, siendo amigo de Foción, y habiendo sido su condiscípulo, los exhortaba a que no lo expusieran y antes lo conservaran, pues que no tenían otro semejante, y enviaran a Antífilo al ejército; y como abrazasen los Atenienses este dictamen, saliendo al frente Foción, expresó que no había ido a la escuela con semejante hombre, ni por ningún otro motivo era su amigo o su deudo; «pero desde el día, de hoy —le dijo al mismo— te hago mi amigo y mi familiar, porque has aconsejado lo que a mí me conviene». Mas resolviendo los Atenienses marchar contra los Beocios, al principio se opuso, y haciéndole presente los amigos que le matarían si repugnaba a los Atenienses, «Injustamente —respondió—, si propongo lo que es útil; mas si me aparto de ello, con justicia». Viendo que no cedían, sino que levantaban grande gritería, mandó anunciar a voz de pregón que los Atenienses que desde la pubertad estuviesen dentro de los sesenta años, tomasen provisión para cinco días y le siguiesen desde la misma junta. Movióse con esto grandísimo alboroto, y como los más ancianos empezasen a clamar y salirse, «No hay que incomodarse —dijo—; yo, el general, que cuento ya ochenta años, me estaré con vosotros»; y con esto les apaciguó e hizo mudar de propósito por entonces.

XXIV.— Siendo talada la parte marítima por Mición, que con gran número de macedonios y estipendiarios había desembarcado en Ramnunte, y todo lo asolaba, condujo a los Atenienses contra él. Empezaron a presentársele unos por una parte y otros por otra a querer dar disposiciones: «Debe tomarse —le decían— tal collado: la caballería ha de enviarse a aquel punto, aquí se ha de tomar posición»; lo que le hizo exclamar: «¡Por vida mía, que aquí veo muchos generales y pocos soldados!». Formado que hubo la infantería, uno se adelantó largo espacio a los demás; después, por miedo, saliendo contra él un enemigo, retrocedió a la formación, y Foción le dijo: «¿No te avergüenzas, oh joven, de haber dejado dos puestos, aquel en que te colocó el general y después aquel en que tú te habías colocado?». Acometió a los enemigos, y los venció de poder a poder, con muerte de Mición y otros muchos.

Al mismo tiempo derrotó en la Tesalia el ejército griego a Antípatro, después de habérsele incorporado Leonato y los Macedonios venidos del Asia, muriendo Leonato en la batalla en la que Antífilo mandó la infantería y la caballería Menón, natural de Tesalia.

XXV.— Bajó de allí a poco tiempo Crátero del Asia con grandes fuerzas, y dada nueva batalla en Cranón, fueron vencidos los Griegos, no siendo de consideración la derrota que sufrieron, ni muchos los muertos; pero, ya por desobediencia a los jefes, que eran benignos y jóvenes, y ya porque, solicitando Antípatro las ciudades, los Griegos se fueron desanimando, resultó de uno y otro que desampararon vergonzosamente la causa de la libertad. Dirigió, pues, inmediatamente Antípatro sus fuerzas contra Atenas. Demóstenes e Hipérides huyeron de la ciudad, pero Demades, que ningunos bienes tenía con que pagar las multas en que había sido condenado, siendo siete las sentencias dadas contra él por haber hecho propuestas injustas, y a quien por haber incurrido con este motivo en infamia estaba prohibido el hablar al pueblo, contanto entonces con la impunidad, escribió un decreto sobre enviar a Antípatro embajadores con plenos poderes. Concibió temor el pueblo; y llamando a Foción, a quien únicamente decía daba crédito, «Pues sí hubierais creído —repuso— lo que yo os aconsejaba, no deliberaríamos ahora sobre negocios tan difíciles». Confirmóse al cabo el decreto, y fue enviado Foción a Antípatro, que estaba aposentado en el Alcázar Cadmeo y se disponía a marchar sin detención contra Atenas. Lo primero que aquel pidió fue que, sin pasar de allí, se había de firmar la paz, a lo que, como replicase Crátero no ser justo lo que Foción les proponía, queriendo que estándose allí de asiento gastaran y asolaran el país de los aliados y amigos, cuando podían aprovecharse del territorio de los enemigos, tomándole Antípatro por la mano, «Hagamos —dijo— esta gracia a Foción»; pero en cuanto a las demás condiciones, estipuló que los Atenienses habían de aceptar las que ellos dictasen, como él había obedecido en Lamia a las que dictó Leóstenes.

XXVI.— Vuelto Foción a la ciudad, como los Atenienses por necesidad hubiesen convenido en lo tratado, regresó otra vez a Tebas con otros embajadores, habiendo sido elegido para ponerse al frente de ellos el filósofo Jenócrates; porque era tal su dignidad, su opinión y su fama de virtud entre todos, que se tenía por cierto que no podía haber tanta insolencia, tanta crueldad y tanto encono en corazón humano, que con sólo ver a Jenócrates no se convirtiera en respeto y estimación hacia él; pero sucedió lo contrario, por la barbarie y perversidad de Antípatro. Empezó por no saludar siquiera a Jenócrates, habiendo abrazado a los demás: acerca de lo cual se refiere haber dicho aquel que hacía muy bien Antípatro en desairarle a él solo, cuando meditaba tratar tan injustamente a la república. Después, habiéndose puesto a hablar, no le dejó, sino que oponiéndosele y mostrándose disgustado, le obligó a callar.

Habiendo hablado Foción, respondió que habría amistad y alianza con los Atenienses, entregando a Demóstenes e Hipérides; gobernándose por las leyes patrias según el catastro; recibiendo guarnición, en Muniquia y pagando, por fin, los gastos de la guerra y una multa. Los demás embajadores aceptaron como humano el tratado, a excepción de Jenócrates, pues dijo que para esclavos los había tratado muy bien Antípatro, pero para hombres libres de un modo muy duro. Reclamó y rogó Foción sobre el artículo de la guarnición, pero se dice haber respondido Antípatro: «Nosotros, oh Foción, queremos dispensarte todo favor, menos en aquello que ha de ser para tu perdición y la nuestra». Mas otros no lo refieren así, sino que dicen haber preguntado Antípatro si, quitando él la guarnición a los Atenienses, le salía por fiador Foción de que la república guardaría el tratado y no promovería inquietudes, y que, como Foción callase y se quedase pensativo, levantóse Calimedonte Cárabo, hombre atrevido y nada republicano, y habló de esta manera: «¿Con que si éste, oh Antípatro, chochease, tú le creerás y no harás lo que tienes determinado?».

XXVII.— De este modo recibieron los Atenienses guarnición de los Macedonios, y por jefe de ella a Menilo, hombre bondadoso y afecto a Foción. La condición, con todo, pareció efecto de orgullo, y más bien demostración de poder para humillar que ocupación dictada por el estado de los negocios: habiéndola hecho todavía menos llevadera el tiempo en que tuvo ejecución. Porque entró en Atenas el día 20 del mes Boedromión, estándose celebrando los misterios, y precisamente cuando llevan a Iaco desde la capital a Turbada, pues, la fiesta muchos se pusieron a comparar lo que iba de los antiguos prodigios a los del día: porque antes, en las grandes prosperidades de la ciudad, se habían aparecido visiones y escuchado voces místicas, con asombro y terror de los enemigos, y ahora, en la misma festividad, eran espectadores los dioses de los más insufribles males de la Grecia, y de haber llegado al último desprecio el tiempo para ellos más santo y más dulce, haciéndose principio de la época más calamitosa. Pues, en primer lugar, algunos años antes las Dodónides habían traído un oráculo que prevenía guardasen los promontorios de Ártemis para que otros no lo tomasen, y entonces, en aquellos mismos días, las fajas con que se adornan los lechos místicos, puestas en agua para lavarse, en lugar de su color purpúreo, habían sacado otro fúnebre y de luto, lo que era de tanto mayor cuidado cuanto que las de los particulares todas habían conservado su lustre. Además, a un iniciado que estaba lavando un lechoncito en lo más claro y despejado del puerto le arrebató un ballenato, y se le comió todos los miembros inferiores del cuerpo hasta el vientre: significándoles claramente el dios que, privados del territorio bajo y marítimo, conservarían el superior y de la ciudad.

Y lo que es la guarnición en nada les incomodó, a causa del comandante Menilo; pero de los ciudadanos excluidos del gobierno por su pobreza, que pasaban de doce mil, los que se habían quedado sufrían una suerte muy miserable y afrentosa, y los que por lo mismo abandonando su patria habían pasado a la Tracia, donde Antípatro les daba ciudad y tierras, parecían a los exterminados después de un sitio.

XXVIII.— La muerte de Demóstenes en la isla Calauria y la de Hipérides cerca de Cleons, de las que hemos hablado en otra parte, casi engendraron amor y deseo en los Atenienses de Alejandro y de Filipo; y lo que después, por haber muerto Antígono y haber empezado los que le mataron a mortificar y afligir a los pueblos, dijo en Frigia un rústico, que, como cavase en un campo y le preguntasen qué hacía, respondió: «Busca a Antígono»; esto mismo les ocurría decir a muchos, acordándose de que el engreimiento de aquellos reyes tenía cierta elevación, y se dejaba fácilmente doblar, y no como Antípatro, que, bajo la apariencia de un particular con lo pobre de su manto y con la sencillez de su tenor de vida, quería disimular su poder, y por lo mismo se hacía más insufrible a los que atormentaba, siendo un ruin, déspota y tirano. Con todo, Foción libró a muchos del destierro intercediendo con Antípatro, y logró para los desterrados que no fueran como los demás excluidos del todo de la Grecia, siendo trasladados más allá de los montes Ceraunios y del Ténaro, sino que habitaran en el Peloponeso, de cuyo número fue Hagnónides el Sicofanta. Con los que quedaron en la ciudad Antípatro recondujo con blandura y justicia, manteniendo en las magistraturas a los ciudadanos urbanos y dóciles; y a los inquietos e innovadores, con el mismo hecho de no emplearlos, para que no pudieran alborotar, los tuvo sujetos y los obligó a amar el campo y las labores de él. Viendo a Jenócrates pagar el tributo de extranjería, quiso sentarle por ciudadano, pero él lo rehusó diciendo que no quería tener parte en un gobierno sobre el que había sido enviado de embajador para repugnarle.

XXIX.— Proponiendo a Foción Menilo hacerle una expresión y darle cierta cantidad de dinero, le respondió que ni él valía más que Alejandro ni la causa por que entonces se le quería agasajar era mejor que aquella por la que en aquel tiempo nada había recibido; y como Menilo instase sobre que lo admitiera para su hijo Foco, «A Foco —respondió—, si tiene juicio mudando de conducta le bastará lo que le quede de su padre: pero si sigue como ahora, no le alcanzará nada». A Antípatro, que quería valerse de él para una cosa injusta, le respondió con dureza: «No puede Antípatro valerse a un tiempo de mí como amigo y como adulador». Refiérese que Antípatro solía decir que, teniendo en Atenas dos amigos, Foción y Demades, del uno no había podido recabar nunca que recibiese nada, y al otro no había podido nunca contentarlo; y es que Foción ostentaba como una virtud la pobreza, en la que había envejecido, habiendo sido tantas veces general de los Atenienses y contando reyes entre sus amigos, y Demades hacía gala de ser rico, aun a costa de injusticias, y cometiéndolas de intento. Pues estando entonces mandado por ley en Atenas que en los coros no hubiera forasteros, o el jefe pagara mil dracmas, compuso un coro todo de extranjeros, hasta el número de ciento, y al mismo tiempo presentó en el teatro la multa de mil dracmas por cada uno. Al tiempo de casar a su hijo Demeas le dijo: «Cuando yo me casé con tu madre, ni siquiera se enteró el vecino; pero para tu boda contribuyen reyes y poderosos». Instaban a Foción los Atenienses para que los libertara de la guarnición, —hablando para ello a Antípatro—, pero bien fuese por no tener esperanzas de conseguirlo, o bien porque viese al pueblo más moderado, prudente y subordinado por el miedo, siempre rehusó aquella legación; aunque en cuanto a los contribuciones obtuvo de Antípatro que tuviese espera y concediese plazos. Cansados, pues, recurrieron a Demades, el cual se mostró pronto, y tomando consigo al hijo llegó a la Macedonia, conducido, sin duda, por algún mal Genio, precisamente al tiempo en que, hallándose ya enfermo Antípatro, Casandro había tomado el mando, y había encontrado una carta de Demanes dirigida a Antígono al Asia, en la que le rogaba se apareciese a los Griegos y Macedonios, que estaban colgados de un hilo viejo y podrido, mordiendo de este modo a Antípatro. Así que Casandro supo que había llegado, le echó mano; y en primer lugar, presentándole muy cerca al hijo, lo hizo asesinar, de modo que el padre recibió en sus ropas la sangre, quedando manchado con aquella muerte, y después, reprendiendo a éste y llenándole de improperios sobre su ingratitud y su traición, le quitó también la vida.

XXX.— Como Antípatro, nombrado que hubo general a Polisperconte, y comandante subalterno a Casandro, hubiese fallecido, adelantándose éste y arrogándose el mando, envió prontamente a Nicanor para suceder a Menilo en la comandancia de la guarnición, con orden de posesionarse de Muniquia antes que se divulgara la muerte de Antípatro. Ejecutóse, pues, de esta manera; y cuando los Atenienses supieron, al cabo de breves días, que Antípatro era muerto, empezaron a quejarse y a culpar a Foción de que, habiendo tenido antes la noticia, la había reservado en obsequio de Nicanor. No hizo de esto gran caso; pero con todo, habiendo visto y hablado a Nicanor, logró que se mostrara benigno y complaciente con los Atenienses en los negocios que ocurrieron, y que entrara en ciertos obsequios y gastos, tomando a su cargo el dar al pueblo juegos y espectáculos.

XXXI.— En esto, Polisperconte, que tenía a su cargo la tutela del rey, para contraminar las disposiciones de Casandro envió una carta a los ciudadanos de Atenas, en que les decía que el Rey les volvía la democracia, siendo su voluntad que todos tuvieran parte en el gobierno según sus leyes patrias. Esto era una celada dispuesta contra Foción, porque siendo la intención de Polisperconte, como después lo manifestó con las obras, ganar para sí propio aquella ciudad, no esperaba adelantar nada si no perecía Foción, y tenía por cierto que perecería en el punto que los que habían decaído el gobierno conforme al último tratado volvieran a apoderarse de él, y que ocuparan de nuevo la tribuna los demagogos y calumniadores. Alborotados por esta causa los Atenienses, como Nicanor quisiese tratar con ellos en el Pireo, formándose consejo se presentó en él, confiando su persona a Foción. En tanto, Dercilo, general de las tropas que estaban fuera de la ciudad, se propuso echarle mano, y habiéndolo él entendido, huyó teniéndose desde luego indicios de que hostilizaría a la ciudad. Foción, a quien se hizo cargo de haber dejado ir a Nicanor y no haberlo detenido, respondió que había confiado en Nicanor, sin temer de él ningún mal hecho, y que, aun cuando así no fuese, más quería pasar por ofendido y por burlado que por ofensor y por injusto. Esto, mirado con relación a Foción sólo como persona particular, podría tenerse por un rasgo de honradez y generosidad; pero cuando iba en ello la salud de la patria, y debía considerar que era un general y un magistrado, no sé si era reo para con sus conciudadanos de haber violado un derecho más trascendental y más antiguo. Porque no podía tampoco decirse que Foción se abstuvo de echar mano a Nicanor por miedo de meter a la ciudad en una guerra, y que pretextó la confianza y la justicia, para que, avergonzado éste, se contuviera y no ofendiera a los Atenienses; pues en realidad de verdad lo que pudo más con él fue la confianza en Nicanor, a quien ya acusaban muchos de que amenazaba al Pireo, reunía fuerzas de extranjeros en Salamina y andaba sobornando a algunos de los que habitaban en el mismo Pireo; con todo, se desentendió de estas voces, y no sólo no les dio crédito, sino que, habiéndose decretado, a propuesta de Filomelo de Lamptras, que todos los Atenienses se pusieran sobre las armas y estuvieran a las órdenes del general Foción, descuidó el cumplimiento, hasta que, pasando Nicanor sus tropas de Muniquia al Pireo, empezó a circunvalarle.

XXXII.— En vista de esto se sobresaltó Foción, y recibió un desprecio cuando quiso conducir contra Nicanor el ejército de los Atenienses. Llegó al mismo tiempo con tropas Alejandro, hijo de Polisperconte, según lo que él decía para auxiliar contra el mismo Nicanor a los ciudadanos, pero en realidad para apoderarse, si podía, de la ciudad, que por sí misma se le venía a la mano. Porque los desterrados habían acudido a él y al punto se habían metido en la ciudad, y con los forasteros y los notados de infamia que se les agregaron se reunió una junta numerosa y desordenada, en la que, deponiendo del mando a Foción, eligieron otros generales; y a no haber sido porque, dirigiéndose Alejandro solo a hablar con Nicanor al pie de la muralla, fue visto, y porque, habiéndolo ejecutado repetidas veces, dio ocasión a que sospechasen los Atenienses, no hubiera evitado la ciudad aquel peligro.

Al punto, pues, el orador Hagnónides se desencadenó contra Foción, acusándole de traidor, de lo que temerosos Calimedonte y Pericles, salieron de la ciudad; pero Foción y los amigos que permanecieron a su lado se acogieron a Polisperconte, saliendo con ellos, por consideración a Foción, Solón de Platea y Dinarco de Corinto, que pasaban por apasionados y amigos de Polisperconte; mas a causa de haber caído enfermo Dinarco se detuvieron en Elatea por bastantes días. En éstos, en virtud de un decreto defendido por Hagnónides y escrito por Arquéstrato, envió el pueblo una embajada con objeto de acusar a Foción; y unos y otros alcanzaron a un mismo tiempo a Polisperconte, que iba en compañía del rey cerca de una aldea de la Fócide, llamada Fáriges y situada junto al monte Acrurio, al que ahora dicen Gálata. Puso en ella Polisperconte un dosel de oro, y sentando debajo de él al Rey, y a su lado a los de su corte, en cuanto a Dinarco dio orden de que sobre la marcha le prendiesen y, después de darle tormento, le quitasen la vida; y a los Atenienses les concedió permiso de hablar. Levantóse grande alboroto y gritería, acusándose unos a otros en aquella junta, y como dijese Hagnónides: «Metednos a todos en una jaula y enviadnos a que tratemos este negocio ante los Atenienses», el Rey se echó a reír; pero los Macedonios y otros forasteros que presenciaban la junta, estando de vagar, deseaban oír, y por señas rogaban a los embajadores que entablaran allí su acusación. Mas el partido era muy desigual, porque, habiendo empezado a hablar Foción, Polisperconte se le opuso muchas veces; y habiendo dado por fin un bastonazo en el suelo, aquel se detuvo y calló; y diciendo Hegemón que Polisperconte le era testigo de su amor al pueblo, como Polisperconte le respondiese enfadado: «No vengas aquí a mentir ante el Rey», levantóse éste e intentó herir a Hegemón con la lanza; pero Polisperconte le echó al punto los brazos para detenerle, y así se disolvió la junta.

XXXIII.— Rodeados por los guardias Foción y los que con él se hallaban, los demás amigos que tuvieron la suerte de no estar tan cerca, en vista de esto, o se ocultaron o huyeron, y así se salvaron. A aquellos los trajo Clito a Atenas, según decían, para ser juzgados, pero en realidad, condenados ya a morir; su conducción ofrecía un espectáculo bien triste, pues eran llevados en carros por el Ceramico al teatro; allí los tuvo reunidos Clito, hasta que los arcontes convocaron la junta, de la que no excluyeron ni a esclavo, ni a forastero, ni a hombre infame, sino que dejaron patentes a todos y a toda la tribuna y el teatro. Leyóse una carta del Rey, en la que decía que para él aquellos hombres eran traidores; pero que dejaba a los Atenienses el que los juzgasen, pues que eran libres e independientes: y como en seguida les hubiese presentado Clito, los ciudadanos de probidad y virtud, al ver a Foción, se cubrieron los rostros, y bajando los ojos no podían contener las lágrimas. Hubo, sin embargo, uno que se atrevió a decir que, habiendo dejado el Rey al pueblo un juicio como aquel, correspondía que los esclavos y los extranjeros salieran de la junta. Mas no lo llevó en paciencia la muchedumbre, y como gritasen que debían ser apedreados los oligarquistas y enemigos del pueblo, ya ningún otro se resolvió a hablar a favor de Foción. Él mismo, teniendo gran trabajo y dificultad en hacerse escuchar: «¿Cómo queréis condenarme a muerte? —les dijo— ¿injusta o justamente?» y como algunos respondiesen: «Justamente». «Pues y esto, ¿cómo lo conoceréis —les replicó— si no me escucháis?». Nadie quería ya oír más; y entonces, saliendo más adelante: «Por mí —les dijo—, reconozco que he obrado mal, y me sentencio a muerte por mis actos de gobierno; pero a éstos, oh Atenienses, ¿por qué queréis quitarles la vida, no habiendo delinquido en nada?». Como a esta reconvención respondiesen muchos: «Porque son amigos tuyos», se retiró Foción, y nada más dijo; pero Hagnónides leyó un decreto que tenía escrito, según el cual el pueblo debía juzgar si entendía que habían delinquido, y los reos sufrir la pena de muerte si esta declaración les era contraria.

XXXIV.— Leído el decreto, deseaban algunos que Foción fuera atormentado antes de recibir la muerte, y daban la orden de que se trajera la rueda y se llamara a los ejecutores; pero Hagnónides, viendo que también Clito lo repugnaba y que la cosa en sí era bárbara y abominable: «Cuando prendamos —dijo—, oh Atenienses, a ese vil hombre de Calimedonte, entonces lo atormentaremos; pero en cuanto a Foción, yo no propongo semejante cosa»; a lo que uno de los hombres honrados exclamó: «Y haces muy bien; porque si atormentamos a Foción, ¿contigo qué deberíamos hacer?». Sancionado el decreto, y dados los votos, sin que nadie se sentase, todos en pie como estaban, y aun muchos poniéndose coronas, los condenaron a muerte. Hallábanse con Foción, Nicocles, Tudipo, Hegemón y Pitocles, y se decretó también la muerte de Demetrio de Falera, de Calimedonte, de Caricles y de otros ausentes.

XXXV.— Disuelta la junta, llevaron a los sentenciados a la cárcel, y los demás, viéndose rodeados y estrechados entre los brazos de sus amigos y deudos, iban afligidos y desconsolados; pero al ver el rostro de Foción tan sereno como cuando yendo de general le acompañaban desde la junta pública, todos generalmente admiraban su imperturbabilidad y su grandeza de alma, aunque sus enemigos, al paso lo llenaban de improperios, y alguno hubo que se acercó a escupirle: de manera que él se volvió a los arcontes y les dijo: «¿No habrá quien contenga a este desvergonzado?». Como Tudipo, estando ya en la cárcel y viendo molida la cicuta, se irritase y lamentase su desgracia, mas no había motivo para que fuera comprendido en la de Foción: «¿Conque no tienes en mucho —le dijo éste—, el que con Foción mueres?». Preguntándole uno de sus amigos si encargaba algo para Foco, su hijo: «Sí —le respondió—; le digo que no mire mal a los Atenienses». Pidiéndole Nicocles, que era el más fiel de sus amigos, que le permitiera beber antes la pócima: «Cruel y terrible es para mí tu petición —le contestó—, pero, pues que en vida no te negué ningún favor, también te concedo éste». Con haber bebido todos los demás, se acabó el veneno, y el ejecutor público dijo que no molería más si no se le daban doce dracmas, que era lo que costaba una poción. Pasábase el tiempo y la detención era larga; llamó, pues, Foción a uno de sus amigos, y diciendo: «¡Bueno, es que ni aun el morir lo dan de balde en Atenas!», le encargó que pagara aquella miseria.

XXXVI.— Era el día 19 del mes Muniquión, y haciendo los caballeros una especie de procesión en honor de Zeus, unos arrojaron las coronas, otros, volviéndose a mirar las puertas de la cárcel, prorrumpieron en llanto, y a todos los que no tenían el alma pervertida por el encono o por la envidia les pareció cosa execrable el no haber esperado por aquel día y no haber conservado a la ciudad pura de una ejecución pública mientras celebraba aquella festividad.

Mas los enemigos de Foción creyeron que sería incompleto su triunfo si no hacían que hasta el cadáver de Foción fuera desterrado y que no hubiera ateniense que encendiera fuego para darle sepultura; así es que no hubo entre sus amigos quien se atreviese ni siquiera a tocarle. Un tal Conopión, que por precio solía ocuparse en estas obras, tomó el cuerpo, y llevándolo más allá de Eleusis, le quemó, encendiendo el fuego en tierra de Mégara. Sobrevino allí una mujer megarense con sus criadas, y levantando un túmulo vacío hizo las solemnes libaciones. Tomó después en su regazo los huesos, y llevándolos por la noche a su casa, abrió un hoyo junto al hogar, diciendo: «En ti, mi amado hogar, deposito estos despojos de un hombre justo, y tú lo restituirás al sepulcro paterno cuando los Atenienses hayan vuelto en su acuerdo».

XXXVII.— No se había pasado mucho tiempo cuando los sucesos mismos hicieron ver al pueblo qué celador y guarda de la modestia y la justicia era el que había perdido. Erigióle, pues, una estatua de bronce, y a expensas del erario público dio sepultura a sus huesos. De sus acusadores, a Hagnónides los mismos Atenienses le condonaron y quitaron la vida, y a Epicuro y Demófilo, que habían huido de la ciudad, el hijo de Foción los descubrió y tomó de ellos venganza.

De éste se dice que no era hombre de recomendables prendas; que, enamorado de una esclava educada en casa de un rufián, por casualidad había llegado al Liceo a tiempo en que Teodoro el Ateo formaba este argumento: «Si no es cosa torpe rescatar al amigo, tampoco, por consiguiente, a la amiga: Y si no lo es el rescatar al amado, tampoco a la amada»; y que adoptando este modo de discurrir como tan acomodado a sus deseos, había redimido a la amiga.

En fin: lo ejecutado con Foción hizo a los Griegos acordarse de lo ejecutado con Sócrates, por ser este yerro muy semejante a aquel, y causa igualmente para la ciudad de grandes infortunios.

CATÓN EL MENOR

I.— El linaje de Catón adquirió lustre y gloria de Catón su bisabuelo, varón que llegó por su virtud a tener entre los Romanos el mayor concepto y poder, como dijimos en su Vida. Quedó huérfano de padres con su hermano Cepión y su hermana Porcia, teniendo, además, otra hermana de madre, llamada Servilia, y todos se mantenían y educaban en casa de Livio Druso, que era tío de su madre, y quien entonces llevaba el peso del gobierno. Porque era elocuente en el decir, sumamente moderado y sobrio, y de tanta prudencia, que no cedía en esta calidad a ninguno de los romanos.

Dícese que Catón desde niño manifestó en su voz, en su semblante y en los entretenimientos pueriles, un carácter inflexible, entero y firme para todo, porque lo que emprendía lo llevaba a cabo con una resolución superior a su edad, y si era áspero y desabrido con los que le educaban, aun se irritaba más con los que querían intimidarle. Era, además, casi inmóvil para la risa, no prestándose su semblante para más que cuanto sonreírse; para la ira no era tan fácil ni pronto, pero una vez enfadado muy difícil de desenojar. Llegado el tiempo de la enseñanza, se vio que era tardo y pesado en percibir, pero luego que percibía, de buena memoria y retención, bien que, en general, sucede que los de ingenio pronto son olvidadizos, y memoriosos los que aprenden a fuerza de trabajo y aplicación; y es que en éstos cada cosa que aprenden viene a ser como una marca impresa en el alma a fuego. Parece también que la desconfianza hacía en Catón la instrucción más trabajosa y difícil, porque el aprender es un cierto padecer, y el dejarse persuadir pronto es ordinariamente de los que no se sienten con fuerza para contradecir; así es que más fácilmente creen los mozos que los viejos, y los enfermos que los sanos, y, en general, los que dudan poco son prontos y fáciles en asentir. Con todo, se dice que Catón se dejaba persuadir de su ayo, y hacía lo que le ordenaba; pero exigiendo la razón de todo, y preguntando el por qué de cada cosa, pues el ayo era benigno y afable y de los que prefieren la razón al castigo. Su nombre era Sarpedón.

II.— Siendo todavía Catón muy niño, solicitaron los aliados de los Romanos que se les hiciera participantes de los derechos de ciudad; y Popedio Silón, buen militar y de grande reputación, teniendo amistad con Druso, pasó a hospedarse en su casa bastantes días; en los cuales, habiendo contraído familiaridad con aquellos jóvenes: «Ea —les dijo—, es menester que intercedáis con el tío para que me patrocine en mi pretensión»; y Cepión, sonriéndose, dio indicios de que venía en ello. Catón nada respondió, sino que se quedó mirándole de hito en hito con ceño, y preguntándole Popedio: «¿Y tú, niño, qué dices? ¿no estás dispuesto a auxiliar a los huéspedes, hablando al tío como el hermano?». Como nada dijese, y con el silencio mismo y el semblante manifestase que no accedía a la petición, sacándole Popedio por una ventana como para dejarle caer, le instaba a que conviniese o lo derribaría, y al mismo tiempo, ahuecando la voz, le sacudía en el aire con ambas manos, haciendo muchas veces como que le echaba abajo. Aguantó por mucho tiempo Catón esta amenaza sereno e impávido; y Popedio, poniéndole en el suelo, dijo en voz baja a sus amigos: «¡Cuánta es la dicha de la Italia en tener este niño! Si fuera ya hombre hecho, creo que no tendríamos en la ciudad ni un solo voto».

En otra ocasión un pariente, con motivo de celebrar los días de su nacimiento, convidó a cenar a Catón y a otros niños, los cuales para hacer tiempo jugaban en una parte retirada de la casa, mezclados niños pequeños con otros mayores, y su juego era juicios, acusaciones y prisiones de los sentenciados. Uno de éstos, que era de muy buena figura, llevado a la prisión por otro más grande y encerrado en ella, empezó a llamar a Catón. Impúsose éste al punto de lo que era, y dirigiéndose a la puerta, retiró a los que se ponían delante y no le dejaban acercar, sacó al niño, y mostrando grande enojo lo llevó a su casa, adonde los demás le acompañaron.

III.— Habíase hecho ya tan célebre, que ocurrió lo siguiente: reunía e instruía Sila los mancebos de las principales familias para una carrera de caballos juvenil y sagrada, a la que llaman troya, y había nombrado dos caudillos, de los cuales los jóvenes admitieron al uno por respeto a su madre, pues era hijo de Metela, mujer de Sila; pero en cuanto al otro, que era Sexto, sobrino de Pompeyo, no permitieron que se les pusiera al frente ni quisieron seguirle; preguntándoles Sila a quién querían, todos a una voz dijeron que a Catón, y el mismo Sexto cedió el puesto contento, y se puso a sus órdenes, dando este testimonio a su mayor mérito.

Había sido Sila amigo de su padre, y algunas veces los llamaba a él y a su hermano, y les hablaba, siendo muy pocos aquellos con quienes tenía esta atención, por el envanecimiento y altanería de su majestad y su poder, y dando Sarpedón grande importancia a este favor para el honor y seguridad, llevaba a Catón con frecuencia a casa de Sila, que entonces en nada se diferenciaba de un lugar de suplicios, por la muchedumbre de los que allí eran sofocados y atormentados; cuando esto sucedía tenía Catón catorce años, viendo, pues, que se traían allí las cabezas de los varones más distinguidos de la ciudad, y que los presentes devoraban en secreto sus sollozos, preguntó al ayo por qué no había alguno que matase a aquel hombre; y respondiéndole éste: «Porque, aunque le aborrecen mucho, todavía le temen más», le repuso al punto: «¿Pues por qué no me das a mí una espada para libertar de esclavitud a la patria quitándole de en medio?». Al oír Sarpedón estas palabras, vio que le centelleaban los ojos, y que su encendido semblante estaba lleno de ira y furor, y concibió tal miedo que de allí en adelante estuvo siempre con cuidado y en observación de que no cometiera algún arrojo.

Era todavía niño pequeñito cuando, a los que le preguntaban a quién quería más, respondió que a su hermano; volvieron a preguntarle: «¿Y luego?» y la respuesta fue igualmente que a su hermano; volvieron la tercera, cuarta y más veces, hasta que, cansados, no le preguntaron más. Después, con la edad, todavía se fortificó y creció este amor al hermano, porque ya era de veinte años, y jamás había cenado, viajado o salido a la plaza sin Cepión. Mas si éste pedía ungüentos, él no los admitía, y en todo lo relativo al cuidado de la persona era rígido y severo; así con ser Cepión objeto de maravilla por su parsimonia y moderación, reconocía que tenía este mérito si se le quería medir con los demás; «pero cuando comparo mi método de vida —decía— con el de Catón, entonces me parece que en nada me diferencio de Sipio», nombrando a uno de los que tenían fama entonces en Roma de más muelles y afeminados.

IV.— Nombrado Catón sacerdote de Apolo, mudó ya de casa; y habiendo tomado la parte que le cupo de los bienes paternales, que ascendían a ciento veinte talentos aún redujo los gastos en lo relativo a su persona. Trabó entonces amistad e íntima unión con Antípatro de Tiro, filósofo estoico, y a su lado se dedicó con especialidad a los principios y dogmas de la ética y la política, ejercitándose como inspiración para toda virtud; aunque sobre todas se inclinaba más a la justicia rígida y severa que nunca declinase a la condescendencia ni al favor.

Ejercitaba la elocuencia como un instrumento para hablar a la muchedumbre, por creer que, así como en una ciudad grande hay provisiones de guerra, convenía también tener hechos preparativos en la filosofía política; pero estos preparativos no los hacía en presencia de otros, ni lo oyó nunca nadie perorar; y a uno de sus amigos que le dijo: «Se habla, oh Catón, y se murmura de tu silencio». «Muy bien —le respondió—, como no se murmure de mi conducta, pues yo empezaré a hablar cuando no haya de decir nada que fuera mejor no haberlo dicho».

V.— La basílica llamada Porcia era una ofrenda por la censura de Catón el mayor; y siendo allí donde daban audiencia los tribunos de la plebe, porque una columna parecía ser de algún estorbo para las sillas de curules, habían resuelto o quitarla o trasladarla a otra parte, y éste fue el primer negocio que obligó a Catón a contra su voluntad al público; pues lo fue preciso hacerles oposición, dando al mismo tiempo una admirable prueba de su elocuencia y de su juicio. Porque su dicción no tuvo nada de juvenil ni de hinchada, sino que fue varonil, llena y concisa. Además, resplandecía en ella una gracia seductora, que hacia oír con gusto lo cortado y breve de las sentencias, y su carácter, unido con aquella gracia conciliaba a la misma severidad un placer y halago que le quitaba lo repugnante. Su voz tenía extensión, y era cual se necesitaba para alcanzar a todo un auditorio tan numeroso, pues estaba dotada de una fuerza y firmeza que nada la quebrantaba o disminuía: porque hubo ocasiones en que, habiendo hablado por un todo día, no se le notó cansancio. En ésta ganó el pleito, y se volvió otra vez a su silencio y a sus ejercicios, porque trabajaba el cuerpo en ocupaciones de fatiga, y se había acostumbrado a sufrir el calor y el frío con la cabeza descubierta, y a caminar a pie en toda estación sin llevar ningún carruaje, y yendo a caballo los amigos que con él viajaban, ora se llegaba a uno, ora a otro, haciéndoles conversación, marchando él a pie mientras los otros iban como se deja dicho. En las enfermedades eran admirables su sufrimiento y sobriedad; así, cuando tenía calentura, se estaba enteramente solo, no dejando que entrase nadie hasta que se sentía aliviado y restablecido de su indisposición.

VI.— En los banquetes sorteaba las porciones, y aunque no le cupiese la primera, rogábanle los amigos la tomase; mas él les decía que eso no estaba bien, pues que Venus había querido otra cosa. Al principio no bebía más que una sola vez sobre cena, y se retiraba: pero con el tiempo se dio más al beber, tanto, que muchas veces le cogió la mañana, de lo que decían sus amigos haber sido la causa el gobierno y los negocios públicos: porque estando en ellos ocupado Catón todo el día, e impedido, por tanto, de tratar de las letras y la erudición, por la noche en los convites conferenciaba con los filósofos. Por lo mismo, como un tal Memio dijese en una concurrencia que Catón gastaba todas las noches en beber, le replicó Cicerón: «Pero no dices que gasta todo el día en jugar a los dados». En general, creyendo Catón que debía tomar el camino contrario a la conducta y ocupaciones de los de su tiempo, que eran malas y necesitaban de gran reforma, como viese que la púrpura más buscada entonces por todos era la muy roja y encendida, él no la gastaba sino oscura. Muchas veces después de comer salía a la calle descalzo y sin sobrerropa, no para ganar nombre con estas novedades, sino para contraer hábito de no avergonzarse por otras cosas que las verdaderamente torpes, no haciendo ninguna cuenta de las demás que se tienen por afrentosas. Redujo a dinero la herencia que le tocó de su primo Catón, que ascendía a cien talentos, y la dio sin réditos a los amigos que la hubiesen menester; y aun algunos obligaban al público las tierras y los esclavos del mismo Catón con su aprobación y consentimiento.

VII.— Cuando le pareció ser llegado el tiempo de contraer matrimonio, no habiéndose aún acercado a mujer alguna, trató el suyo con Lépida, que antes había estado desposada con Escipión Metelo, pero que entonces ya se hallaba libre, disueltos los esponsales por disenso de Escipión; mas, arrepentido éste antes del matrimonio, y haciendo las más vivas diligencias, la obtuvo por fin. Sintiólo vivamente Catón, e inflamado con tal desaire, intentó poner pleito; pero como los amigos lo disuadiesen, llevado del encono y de la juventud, recurrió a los Yambos, y llenó de improperios a Escipión, empleando lo amargo y picante de Arquíloco, pero dejando lo indecente y pueril. Casóse, por fin, con Atilia, hija de Sorano y ésta fue la primera con quien se unió, aunque no la única, no habiendo tenido en esta parte la feliz suerte de Lelio, el amigo de Escipión, que en el largo tiempo que vivió no conoció otra mujer que aquella con quien se casó al principio.

VIII.— Sobrevino en esto la guerra servil, llamada de Espártaco, en la que iba Gelio de general, y de la que voluntariamente quiso participar Catón, a causa de su hermano, que ejercía el cargo de tribuno militar. Y aunque no le fue dado llenar sus ideas en cuanto al ejercicio y decidida manifestación de su valor, por no haberse hecho como con venía aquella guerra, con todo, en las pruebas que, al lado de la cobardía y lujo de los que con él militaban, dio de disciplina y de osadía templada con prudencia, pudo conocerse que no desdecía en nada del otro Catón, su antepasado; así es que Gelio le asignó premios y distinciones honoríficas, pero él no las admitió, ni creyó le correspondían, diciendo que nada había hecho digno de tales honras.

Acreditóse con esto de hombre, de otro temple que los demás, y habiéndose establecido por ley que los que pedían las magistraturas no se presentasen acompañados de nomenclatores, sólo él se sujetó a la ley al pedir el tribunado militar, cumpliendo por sí solo con el acto acostumbrado de saludar y llamar por su nombre a los ciudadanos que encontraba. Mas con estas cosas no dejaba de ser molesto aun a los mismos que le celebraban, pues cuanto más pensaban en lo laudable y excelente de sus hechos y su conducta, tanto más se sentían mortificados por la dificultad de imitarle.

IX.— Nombrado tribuno militar para la Macedonia, fue enviado a las órdenes de Rubrio, que era entonces pretor. En esta ocasión se dice que, afligiéndose y llorando su mujer, uno de los amigos de Catón, llamado Munacio, le dijo: «No te acongojes, Atilia, que a éste yo te le guardaré», y que Catón añadió: «Ciertamente; está muy bien». Habían hecho la primera jornada, y después de la cena dijo Catón: «Ea, Munacio, es preciso que cumplas a Atilia la promesa que le hiciste, no separándote de mí ni de día ni de noche»; y dio orden para que desde entonces se pusieran dos camas en su dormitorio, con lo que, pasando a su lado las noches, resultó que como por juego Munacio fue guardado por Catón. Llevaba para su servicio y para hacerle compañía quince esclavos, dos libertos y cuatro amigos; y yendo éstos a caballo, él marchaba a pie, y poniéndose por veces al lado de cada uno, le seguía dando conversación. Luego que llegó al ejército, que se componía de diferentes legiones, nombrado por el general comandante de una de ellas, no tuvo por una obra grande y regia el dar pruebas de sólo su valor, que al cabo no era más que el de uno, sino que se propuso el designio de que los subordinados a él se le pareciesen; para lo cual, sin quitarles el justo temor de la autoridad, juntó con ésta la razón, según la cual les persuadía y amonestaba sobre cada cosa; y yendo esto acompañado del premio y del castigo, era difícil discernir si hizo a sus soldados más pacíficos que guerreros o más justos que valientes, tanto era lo que se mostraban de terribles a los enemigos, de benignos a los aliados, de mirados en no ofender a nadie y de ambiciosos de alabanzas. Con esto, aquello de que menos cuidó Catón fue lo que tuvo con sobras, a saber: gloria, amor, estimación colmada y la mayor afición de parte de los soldados, pues con hacer voluntariamente lo que a otros mandaba, con parecerse más en el traje, en la comida y en la marcha a éstos que a los caudillos, y con aventajarse en las costumbres, en la prudencia y seso y en la elocuencia a todos los celebrados de emperadores y generales, él solo era el que no veía el amor y estimación que creaba en los soldados hacia su persona: porque el verdadero celo por la virtud no se engendra sino por la benevolencia y aprecio del que quiere inspirarlo, y los que sin amarlos alaban y celebran a los buenos, reverencian sí su gloria, pero no admiran, y mucho menos imitan su virtud.

X.— Habiendo sabido que Atenodoro, el llamado Cordillón, hombre de avanzada edad y muy ejercitado en la doctrina estoica, residía en Pérgamo, y que se había negado a todas las invitaciones de amistad y confianza que se le habían hecho de parte de generales y de reyes, creyó que nada adelantaría con él enviando quien le hablase y escribiéndole; por lo que, teniendo por la ley dos meses de licencia, marchó al Asia en su busca, confiado de que con sus prendas y calidades no había de salir mal en aquella adquisición. Llegado, pues, allá, entró en esta contienda, y habiéndole hecho mudar de propósito, volvió, trayéndole en su compañía al campamento, con gran satisfacción y complacencia, por haber hecho el hallazgo de una cosa de más precio y de mayor lustre que las naciones y reinos que Pompeyo y Lúculo iban entonces domando con las armas.

XI.— Todavía estaba en el ejército, cuando su hermano, que se hallaba en camino para el Asia, cayó enfermo en Eno, ciudad de la Tracia, de lo que al punto le vinieron cartas. Reinaba en el mar una gran tempestad, y no hallándose pronta ninguna nave de suficiente porte, se embarcó en un buque pequeño, en el que, no llevando en su compañía más que dos amigos y tres esclavos, se hizo a la vela desde Tesalonica. Estuvo en muy poco que no naufragase, y habiéndose salvado por una especie de prodigio, justamente llegó cuando Cepión acababa de fallecer. Este golpe parece que le llevó con menos paciencia del que era de esperar de su filosofía, dando muestras de un profundo dolor, no sólo con derramar largo llanto y con abrazarse repetidas veces al cadáver, también con el gasto en los funerales y con las prevenciones de aromas, de ropas ricas llevadas a la hoguera y de un monumento labrado de mármoles de Paro, erigido en la plaza de Eno, que tuvo de costo ocho talentos. Hubo algunos que calumniaron esta magnificencia, comparándola con la severidad de Catón en todo lo demás, no haciéndose cargo de que en su misma entereza e inflexibilidad para los placeres, los terrores y los ruegos vergonzosos entraba mucha parte de dulzura y amabilidad. Con motivo de este duelo las ciudades y particulares poderosos le hicieron magníficos presentes en honor del muerto, de los cuales, no admitiendo dinero alguno de nadie, recibió los aromas y cosas de adorno, pagando su precio a los que las enviaban. De la herencia de Cepión, que recayó en él y en una niña, hija de éste, nada descontó en la participación por los gastos que hizo en el funeral, y sin embargo de haberse conducido y conducirse de esta manera, hubo quien escribiese que con un arnero hizo cerner y pasar las cenizas del cadáver en busca del oro que se hubiese fundido. ¡Tan cierto estaba de que podía, no menos con la pluma que con la espada, desmandarse a todo, sin estar sujeto a cuenta ni razón!

XII.— Concluida la expedición y el mando de Catón, salieron acompañándole, no con plegaria y votos, lo que es común, ni con elogios, sino con lágrimas, rodeándole todos, tendiendo las ropas ante sus pies por donde pasaba y besándole las manos, demostraciones éstas de que con muy pocos generales usaban los romanos de aquel tiempo.

Mas como quisiese, antes de entrar en nuevos cargos de gobierno, recorrer y reconocer el Asia, haciéndose espectador de los usos, costumbres y fuerzas de cada provincia, y desease, por otra parte, complacer al gálata Deyótaro, que, movido de amistad y hospitalidad paterna, le rogaba pasara a verle, emprendió su viaje en esta forma: al amanecer mandaba delante su panadero y su cocinero al pueblo donde había de hacer mansión, y llegando éstos con tiempo y desahogo a la ciudad, si en ella no había algún amigo íntimo o algún conocido de Catón, le preparaban en la posada pública el hospedaje, sin ser molestos a nadie; sólo donde no había mesón se dirigían a las autoridades y tomaban alojamiento, contentándose con el que les señalaban. No pocas veces sucedía que, o no les creían, o no les atendían, a causa de no usar de alborotos y amenazas con las autoridades, y Catón se hallaba con que nada habían hecho; y tal vez a él mismo le miraban con desdén, y sentado tranquilamente sobre las cargas pasaba por un hombre pusilánime y tímido. En alguna ocasión hizo llamar a los magistrados y les dijo: «Infelices poned remedio en este mal modo en recibir a los huéspedes; no todos los que vengan serán Catones, embotad con el buen trato su autoridad y poder, porque no suelen desear más que un pretexto para tomarse fuerza lo que no se les da de grado».

XIII.— En la Siria se dice haberle ocurrido una cosa graciosa porque al acercarse a Antioquía vio a la parte de afuera de la puerta un número grande de hombres que estaban puestos en fila a uno y otro lado del camino, y, separados de ellos, aquí los jóvenes con mantos de púrpura, y allí los muchachos primorosamente vestidos. Algunos tenían ropas blancas y coronas, por ser o sacerdotes de los dioses o magistrados. Lo primero que le ocurrió a Catón fue que la ciudad le hacía el obsequio y honor aquel recibimiento, por lo que se enfadó con los de su familia, que iban delante, a causa de no haberlo impedido, y mandando a los amigos que le acompañaban que bajasen, continuaba caminando a pie con ellos. Cuando ya estuvieron cerca, el director de aquel aparato y ordenador de aquella muchedumbre, hombre ya anciano y que llevaba un bastón en la mano y corona en la cabeza, adelantándose a los demás y saliendo al encuentro a Catón, sin saludarle siquiera, le preguntó dónde habían dejado a Demetrio y cuándo llegaría. Este Demetrio había sido esclavo de Pompeyo, y entonces era obsequiado fuera de medida, puede decirse que por todos cuantos tenían relaciones y negocios con Pompeyo, a causa de que tenía mucho valimiento con él. Causóles este incidente tal risa a los amigos de Catón, que no podían contenerse aun mientras iban por medio de aquella muchedumbre; pero el mismo Catón, corrido por el pronto, sólo exclamó: «¡Miserable ciudad!» sin haber pronunciado otra palabra, aunque después solía reírse recordando y refiriendo este caso.

XIV.— Mas el mismo Pompeyo advirtió y corrigió a los que por ignorancia habían tenido tan poca consideración con Catón; pues cuando su arribo a Éfeso iba a saludar a Pompeyo, por ser de más edad, precederle mucho en autoridad y gloria y estar al frente de grandes ejércitos, luego que éste le vio no se estuvo quedo, aguardando a que le encontrara sentado, sino que salió a recibirle como a persona muy distinguida, y le alargó la diestra; y sí, desde luego, al recibirle y saludarle hizo grandes elogios de su virtud, los hizo mucho mayores después de haberse retirado; de manera que todos volvieron su atención y sus respetos a Catón, admirando y reconociendo aquella mansedumbre y magnanimidad, por las que antes no habían hecho alto de él; y más que se echó de ver que aquel esmero de Pompeyo más bien nacía de veneración que de amor; y vieron claro que, aunque presente le miraba con admiración, no dejaba de holgarse de su ida. Porque a los demás jóvenes que se les presentaban tenía placer en detenerlos, manifestando deseos de gozar de su compañía y trato; pero respecto de Catón no se le advirtió este deseo, sino que, como si le estorbase para usar de su autoridad, le despidió con gusto, aunque a él solo de cuantos navegaban a Roma le recomendó sus hijos y su mujer, que, por otra parte, tenían deudo de parentesco con él. Desde aquel punto tuvo ya fama, y hubo solicitud y concurso de las ciudades para obsequiarle, y cenas y convites, en los que prevenía a sus amigos estuviesen atentos, no fuera que, sin querer, confirmaran lo que Curión había dicho acerca de él: porque éste, incomodado con la autoridad de Catón, de quien era íntimo amigo, le había preguntado si tenía ánimo después de la milicia de visitar el Asia, y como le respondiese Catón que sí, «Muy bien harás —le repuso—, porque así volverás de allá más afable y más manso»; diciéndoselo con estas mismas palabras.

XV.— El rey de Galacia, Deyótaro, siendo ya anciano, había enviado a llamar a Catón, queriendo encomendarle sus hijos y familia; y a su llegada, ofreciéndole grandes presentes y rogándole de mil maneras, lo disgustó hasta el punto de que, habiendo llegado por la tarde y hecho noche, a la tercera hora de la madrugada se marchó. Había, andado sólo una jornada hasta Pesinunte, cuando se encontró con que allí le tenían preparados mayores regalos, con cartas de Deyótaro, rogándole que los aceptase para sí, y que si a esto no se prestaba, dejara que los tomasen sus amigos, muy dignos de ser remunerados por él, para lo que sus bienes propios no alcanzaban; pero ni así condescendió Catón, aun viendo que algunos de los amigos se ablandaban y murmuraban, sino que, diciendo no haber regalo para el que falten pretextos, y que los podían participar de cuanto él tenía honestamente, volvió a enviar sus presentes a Deyótaro. Estando para encaminarse a Brindis, les pareció a los amigos que sería bueno trasladar los despojos de Cepión a otro barco; pero respondiéndoles que antes se despojaría del alma que de ellos, se hizo a la vela, y se dice que corrió en la travesía gran riesgo, cuando los otros no tuvieron contratiempo alguno.

XVI.— Restituido a Roma, pasaba el tiempo en casa con Atenodoro, o en la plaza prestando patrocinio a sus amigos. Podía ya aspirar a la cuestura; y, sin, embargo, no se presentó a pedirla hasta haber leído las leyes relativas a ella, hasta haberse informado de los inteligentes sobre cada cosa y hasta haber en cierto modo comprendido toda la esencia de esta magistratura. Así es que, apenas fue constituido en ella, hizo una gran mudanza en los sirvientes del tesoro y en los oficiales o escribientes, porque éstos tenían siempre muy a la mano todos los asientos públicos y las leyes de la materia, y entrando continuamente magistrados nuevos, que por su inexperiencia e ignorancia necesitaban de otros ayos y maestros, no se sujetaban los escribientes a su autoridad, sino que ellos eran, en efecto, los magistrados; pero Catón, tomando con empeño estos negocios, y no teniendo sólo el nombre de magistrado, sino la capacidad, el juicio y la inteligencia, puso a los escribientes en estado de ser unos subalternos, como debían, reprendiéndolos en lo que obraban mal y enseñándolos en lo que erraban por ignorancia. Como ellos eran atrevidos, y con lisonjas procuraban ganar a los otros cuestores, hacían a Catón la guerra; mas éste, habiendo convencido al primero de ellos de infidelidad en la participación de una herencia, lo expulsó de la tesorería; y a otro le intentó causa de suplantación, a cuya defensa salió el censor Lutacio Cátulo, varón de grande autoridad por este cargo, pero más respetable todavía por su virtud, como que en justicia y modestia se aventajaba a los demás Romanos, siendo, al mismo tiempo, elogiador y amigo de Catón por su conducta. Veíase, pues, falto de justicia, y como recurriese a la conmiseración y a los ruegos, no le permitió Catón seguir por este término, sino que, insistiendo con más calor en su propósito: «Vergüenza es, oh Cátulo —le dijo—, que tú, a quien incumbe examinar y corregir las vidas de todos nosotros, te dejes seducir de nuestros dependientes». Pronunciada por Catón esta reconvención, Cátulo le miró en aire de no dejarle sin respuesta, pero nada dijo, sino que, fuese ira o fuese rubor, se retiró turbado e incierto. Mas el dependiente no fue condenado, porque ocurrió que los votos que le eran contrarios no excedían más que en uno a los absolutorios, y habiendo faltado al juicio por indisposición Marco Lolio, uno de los colegas de Catón, le envió a llamar Cátulo, implorando su auxilio; y habiéndose hecho llevar en litera, después de concluido el juicio, echó también voto absolutorio. Mas, sin embargo, Catón ya no volvió a emplear aquel escribiente, ni le dio salario, ni admitió en cuenta de ningún modo el voto de Lolio.

XVII.— Habiendo sujetado de este modo y hecho dóciles a los escribientes, hizo de los negocios públicos el uso que le pareció conveniente, y en poco tiempo puso la tesorería en términos de competir en respeto con el Senado; tanto, que todos decían y tenían por cierto que Catón había igualado en dignidad con el consulado la cuestura. Porque, en primer lugar, encontrando que muchos tenían deudas antiguas a favor del tesoro, y que éste debía a muchos, a un mismo tiempo hizo cesar el agravio que la república sufría y el que causaba, exigiendo a unos con rigor e irremisiblemente y pagando a otros con fidelidad y prontitud: así el pueblo le reverenciaba, viendo pagar a los que habían sido tenidos por insolventes, y que otros cobraban lo que no habían esperado. Había muchos que presentaban indebidamente documentos y alegaban decretos falsos, que antes solían tener cabida por el favor y el ruego; pero a él nada de esto se ocultó, y dudando en una ocasión si un decreto era legítimo, aunque lo atestiguaron muchos, no les dio crédito ni concedió libramiento sin que primero compareciesen los cónsules y jurasen también. Eran muchos aquellos a quienes Sila había distribuido a razón de doce mil dracmas por dar muerte a los ciudadanos de la segunda proscripción, a los cuales todos los miraban con odio, por malvados y abominables, pero de quienes nadie se había atrevido a tomar satisfacción; mas Catón fue llamando a cada uno de los que habían recibido dinero del Tesoro público por medios injustos, y se lo hizo devolver, reconviniéndolos y echándoles en cara con enfado lo sacrílego e injusto de sus operaciones. Los así reconvenidos quedaban ya responsables de sus asesinatos, y en cierta manera condenados: llevábanlos, pues, ante los jueces, y sufrían condenaciones, con gran placer de todos, a quienes parecía que se borraba la tiranía pasada, y que veían castigado al mismo Sila.

XVIII.— Ganábase, sobre todo, el afecto de la muchedumbre su continua e infatigable vigilancia, pues ninguno de sus colegas subía al tesoro antes que Catón ni ninguno se retiraba después. No faltaba nunca ni a las juntas ni al Senado, para atender y observar a los que son fáciles en decretar por favor y condescendencia remisiones o dádivas de las deudas y contribuciones; y habiendo hecho ver el tesoro tan desembarazado y limpio de embusteros como lleno de dinero y caudales, demostró que la república podía ser rica sin ser injusta. Al principio pareció molesto y desapacible a algunos de sus colegas; pero luego se hallaron bien con él, pues hacía frente por todos a los disgustos que suelen resultar de no hacer favor ni torcer el juicio en los intereses del público. Porque con él tenían excusa para con los que los importunaban y violentaban, diciéndoles que no había medio ni recurso alguno no queriendo Catón.

En el último día se retiraba a su casa, seguido, puede decirse, de todos los ciudadanos, y oyó que muchos amigos y poderosos estaban instando en el tesoro, y tenían en cierta manera sitiado a Marcelo para que escribiera en los libros como deuda cierta libranza de dinero. Eran Marcelo y Catón amigos desde niños, y aquel con éste excelente cuestor, pero solo, y de por sí, condescendiente por vergüenza con los que le rogaban y muy expuesto a dejarse vencer para hacer gracias. Retrocediendo, pues, Catón inmediatamente, y encontrando que Marcelo había sido violentado a asentar la libranza, pidió las tablas, la borró a presencia de éste, que nada le dijo, y hecho esto se lo llevó del tesoro y le acompañó a su casa, sin que ni entonces ni nunca se le quejase, sino que se mantuvo siempre con él en la misma amistad y confianza. Más es, que ni aun después de cumplido el cargo de cuestor dejó el tesoro desierto de su vigilancia, pues que tenía allí criados suyos que todos los días tomaban razón de las operaciones, y él mismo, habiendo comprado por cinco talentos unos libros que contenían las cuentas de la administración de los caudales públicos desde el tiempo de Sila hasta su cuestura, los traía siempre entre manos.

XIX.— Al Senado entraba el primero y salía el último, y muchas veces, mientras llegaban los demás, se estaba sentado, leyendo en voz baja, y cubriendo el libro con la ropa. Nunca en día de Senado salía al campo; más adelante, cuando los de la facción de Pompeyo, por ver que había de serles un estorbo para sus injustos designios, encontrándole siempre íntegro e inflexible, se propusieron entretenerle fuera en defender a sus amigos, en compromisos o en arbitrios y en otros negocios, habiendo conocido muy pronto la asechanza, se negó a todo, e hizo propósito de no atender a ninguna otra cosa cuando había Senado. Porque no habiendo entrado al manejo de los negocios públicos por deseo de gloria o por avaricia, o casual y fortuitamente, como algunos otros, sino por elección, creyendo que el tomar parte en el gobierno era propio de un buen ciudadano, llevaba la máxima de que debía trabajar más en el bien público que la abeja en sus panales; tanto, que hasta los negocios de las provincias, las resoluciones del Senado y todos los grandes sucesos tomaba empeño en que vinieran a su mano por medio de los huéspedes y amigos que tenía por todas partes. Oponiéndose en una ocasión al demagogo Clodio, que promovía e iba preparando los principios de grandes novedades, y calumniaba ante el pueblo a varios sacerdotes y sacerdotisas, entre las que corrió gran peligro Fabia Terencia, hermana de la mujer de Cicerón; a Clodio lo precisó a ausentarse de la ciudad, dejándolo confundido de vergüenza, y a Cicerón, que le daba las gracias, le dijo que éstas, no se debían sino a la república, porque por ella lo hacía y disponía todo. Adquirió con esto suma gloria, tanto, que un orador, como no tuviese contra sí en la causa más que la deposición de un solo testigo, dijo a los jueces que dar fe a un testigo solo no sería justo, aun cuando fuese Catón; y muchos, ya en las cosas extraordinarias e increíbles, solían decir como por proverbio: «Eso no se puede creer, aunque lo diga Catón». Un ciudadano, notado de muy mala conducta y de muy dado al regalo, elogiaba un día en el Senado la sobriedad y la templanza; y levantándose Amneo: «¿Quién ha de poder sufrirle —dijo— que cenando como Craso y edificando como Lúculo nos vengas a hablar como Catón?». Y, en general, a los que, siendo desarreglados e intemperantes, afectaban en sus palabras gravedad y severidad, los llamaban por burla Catones.

XX.— Incitábanle muchos a que pidiera el tribunado de la plebe; pero él no tenía por conveniente que la eficacia y actividad de esta insigne magistratura, semejante a un medicamento fuerte y poderoso, se consumiese en negocios de poca entidad; y pudiendo entonces respirar de los de gobierno, tomó consigo libros y filósofos y marchó a la Lucania, donde tenía posesiones que ofrecían una mansión deliciosa. Mas como en el camino se encontrase con acémilas, con equipajes y con esclavos, informado de que Metelo Nepote se volvía a Roma con el designio de pedir el tribunado de la plebe, se quedó parado y metido en sí por unos cuantos momentos, y luego dio orden a sus gentes de que volvieran atrás. Admiráronse los amigos de aquella novedad, y él les dijo: «¿No sabéis que Metelo, aun solo y por sí mismo, es temible, a causa de su necedad y locura, y que ahora, viniendo por disposición de Pompeyo, caerá en el gobierno a manera de rayo para trastornarlo todo? Por tanto, no es tiempo de vacaciones y recreo, sino que es menester contener a este hombre, o morir honrosamente contendiendo por la libertad». Con todo, a persuasión de los amigos, pasó primero a sus campos, y deteniéndose por muy pocos días, se restituyó a la ciudad. Llegó por la tarde, y a la mañana, muy temprano, bajó a la plaza para pedir el tribunado de la plebe, con el propósito de hacer frente y contener a Metelo, porque la fuerza de esta magistratura consiste más en impedir que en hacer, y así es que, aun cuando todos los demás decreten una cosa, prevalece la oposición de uno solo que no la quiera y no convenga en ello.

XXI.— Al principio fueron pocos los amigos que se pusieron de parte de Catón; pero luego que se conocieron sus designios, dentro de breve tiempo tomaron su partido los buenos ciudadanos y cuantos le habían tratado, los cuales le excitaban y animaban, diciéndole que no era un favor el que recibía, sino que él lo hacía muy grande a la patria y a los ciudadanos bien intencionados, pues que no había querido muchas veces tomar el cargo cuando lo podía haber servido sin fatiga ni contratiempo, y ahora se presentaba a solicitarlo cuando había de contender, no sin riesgo, por la libertad y la república. Dícese que, concurriendo a él muchos, conducidos precisamente de celo y de buen deseo, estuvo en inminente peligro, y sólo con gran dificultad pudo llegar a la plaza entre tanta muchedumbre.

Nombrado tribuno con otros y con Metelo, viendo que los comicios consulares eran venales, increpó sobre ello al pueblo, y al concluir su discurso juró que acusaría a quien hubiera dado dinero, fuese quien fuese, exceptuando solamente a Silano, a causa del deudo que con él tenía, porque estaba casado con Servilia, hermana de Catón, y por eso lo excluyó. Mas persiguió a Lucio Murena, que con sobornos había procurado que se le nombrase cónsul con Silano. Por una ley, el reo ponía guarda de vista al acusador, en términos que no podía encubrirse nada de lo que preparaba para seguir su acusación; y el puesto por Murena a Catón, siguiéndole y observándole, cuando vio que nada hacía con intriga, nada con injusticia, sino que seguía un camino sencillo y justo de acusación, con nobleza y humanidad, admiró tanto aquella prudencia y rectitud, que, yendo a la plaza o buscando a Catón en su casa, le preguntaba si había de dar algún paso aquel día sobre la acusación, y si le decía que no, cierto de su fidelidad se retiraba. Cuando se habló en la causa, Cicerón, que era entonces cónsul y defendía a Murena, dirigió muchas expresiones en su discurso contra los filósofos estoicos a causa de Catón, y se burló y mofó de aquellas máximas y decisiones que ellos llaman paradojas, con lo que dio bastante que reír a los jueces; y se refiere que Catón, sonriéndose, dijo a los circunstantes: «¡Ciudadanos, qué cónsul tan decidor tenemos!». Fue absuelto Murena, y no se portó con Catón como se habría portado un hombre malo o necio, sino que durante su consulado se valió de él para tomar su consejo en los más graves negocios, y en el tribunal le dio siempre muestras de honor y respeto; a lo que contribuía el mismo Catón, pues que si en la tribuna y Senado se mostraba severo y terrible, era sólo por sostener la justicia, siendo en todo lo demás sumamente benigno y humano.

XXII.— Antes de ser elegido para el tribunado de la plebe sostuvo, durante el consulado de Cicerón, la dignidad de esta magistratura en los diferentes embates que sufrió, y puso por fin el sello a las grandes y brillantes acciones del cónsul en la conjuración de Catilina; porque aunque éste, que no trataba de nada menos que de la ruina y de la absoluta subversión de la república, moviendo al mismo tiempo sediciones y guerras, a las reconvenciones de Cicerón se salió de la ciudad, Léntulo, Cetego y otros muchos con ellos se habían puesto al frente de la conspiración, y tratando a Catilina de tímido y cobarde, meditaban meter la ciudad a fuego y trastornar el imperio con las rebeliones de las provincias sublevadas y las guerras extranjeras. Descubiertos sus planes, y puesto en deliberación el asunto en el Senado, a excitación de Cicerón —como en la Vida de éste decimos—, el primero en votar, que fue Silano, expresó que, en su opinión, debían los reos ser condenados al último suplicio, y a él se adhirieron los que le fueron siguiendo, hasta César. Mas éste, que era elocuente, y que más bien quería aumentar que disminuir cualquiera mudanza y sublevación en la ciudad, como incentivo de los proyectos que estaba formando, se levantó a su vez, y manifestando sentimientos de dulzura y humanidad dijo que no podía permitir que sin juicio previo se quitara la vida de aquellos ciudadanos, y concluyó con que se les tuviera en custodia. Mudó con esto de tal modo los dictámenes del Senado, por temor al pueblo, que hasta el mismo Silano negó haber querido indicar la muerte, sino el encierro, porque para un ciudadano romano éste era el último de los males.

XXIII.— Verificada esta mudanza, e inclinándose todos a lo más suave y benigno, se levantó Catón a exponer su dictamen, y desde luego empezó a hablar con vehemencia y afectos, tratando mal a Silano por su inconstancia y mostrándose irritado contra César porque con frases populares y un discurso de afectada humanidad echaba por tierra la república, y causaba temor al Senado en cosas por las que él debía temer y darse por contento si de ellas salía inmune y sin sospecha; pues que tan a las claras y con tanto empeño sacaba de entre las manos a unos enemigos públicos, y hacía ostensión de que ninguna compasión le merecía la patria, tan poderosa y digna de amparo, aunque la veía próxima a su ruina, mientras lloraba y se lamentaba por los que no debían existir ni haber nacido, a causa de que con su muerte iban a librar a la ciudad de las mayores calamidades y peligros. Este discurso se dice ser el único que se ha conservado de Catón, por haber el cónsul Cicerón enseñado de antemano a los amanuenses que con más prontitud escribían ciertos signos que en formas muy pequeñas y breves tenían el valor de muchas letras, y haberlos distribuido con separación en diferentes puntos del salón del Senado, porque todavía no se conocían ni se habían formado los que después se llamaron semeyógrafos, sino que entonces por la primera vez se tuvo de ellos, según dicen, este vestigio. Prevaleció, pues, Catón, e hizo que se reformasen los dictámenes en términos que los reos fueron condenados a muerte.

XXIV.— Pues que no nos es permitido omitir ni las más pequeñas señales de la índole y las costumbres a los que nos hemos propuesto hacer la imagen y pintura del ánimo, se dice que, en medio del grande altercado y contienda que César tenía con Catón, y cuando el Senado estaba muy atento a lo que entre ambos pasaba, le entraron a César una esquela; que excitando Catón con este motivo sospechas y haciéndolas valer, como algunos que también se conmovieron se empeñasen en que el escrito había de leerse, César alargó la esquela a Catón, que estaba inmediato, y que, leyéndola éste, como encontrase que era un billete desvergonzado de su hermana Servilia a César, con quien estaba enredada en criminales amores, se lo tiró a César, diciéndole: «Ten, borracho»; y volvió, sin más detenerse su discurso, al punto de que antes se trataba.

Parece en general que a Catón le siguió la desgracia en punto a las mujeres de su familia, porque si ésta dio mucho que hablar con César, todavía fueron más bochornosos los sucesos de la otra Servilia, hermana de Catón; la cual, estando casada con Lúculo, uno de los más señalados varones de Roma, y habiendo ya tenido un niño, por su disolución fue lanzada de casa, y, lo que es más vergonzoso todavía, ni la mujer del mismo Catón, Atilia, estuvo pura y exenta de estos yerros, sino que, con haber tenido de ella dos hijos, se vio en la precisión de repudiarla por su mala conducta.

XXV.— Casóse después con Marcia, hija de Filipo, que gozó de la mejor opinión; mas hubo mucho que hablar acerca de ella; en la vida de Catón, como en un drama, esta parte es muy problemática y dudosa, siendo lo siguiente lo que pasó, según lo escribe Traseas, refiriéndose para ser creído a Munacio, amigo y comensal de Catón. Entre los muchos apreciadores de éste, unos lo eran más a las claras y más decididamente que otros, siendo de este número Quinto Hortensio, varón de grande autoridad y de recomendable conducta. Deseando, pues, no sólo ser amigo intimo de Catón, sino unir con deudo estrecho y en estrecha sociedad ambas casas y familias, trató de persuadirle que a Porcia, su hija, casada ya con Bíbulo, a quien había dado dos hijos, se la otorgase a él mismo en mujer, para tener en ella, como en terreno de sobresaliente calidad, una noble descendencia; pues aunque esto en la opinión de los hombres fuese repugnante y extraño, por naturaleza era honesto y político que una mujer en buena y robusta edad no tuviese su fertilidad ociosa dejándola apagarse, ni tampoco diese a luz más hijos de los que convenían, atropellando y empobreciendo con el número al que ya no los había menester; a lo que añadía que, comunicándose las sucesiones entre los varones aventajados, la virtud se extendería más, pasando a los hijos, y la república se fortificaría por medio de las multiplicadas afinidades; y si Bíbulo estaba tan bien hallado con su mujer, él se la restituiría después de haber parido, cuando ya se hubiese hecho una cosa más propia con el mismo Bíbulo y con Catón por la comunión de los hijos. Respondiéndole Catón que apreciaba mucho a Hortensio, y que vendría gustoso en contraer con él, pero que tenía por muy repugnante el que se hablara en el matrimonio de una hija dada ya a otro, mudó éste de obsequio, y no tuvo inconveniente en declararle que le pedía su propia mujer, joven todavía, para procrear hijos, cuando ya Catón tenía sucesión bastante. Y no hay que decir que a esto se movió por saber que Catón estaba desviado de Marcia, pues suponen que se hallaba a la sazón encinta; Catón, pues, viendo este empeño y este deseo de Hortensio, no le dio repulsa, y sólo le respondió que era preciso que conviniese en ello Filipo, padre de Marcia. Pasaron a hablarle, y propuesta que fue la traslación, no vino en que se desposase de Marcia de otro modo que hallándose presente Catón y consintiendo en los desposorios. Aunque estas cosas tuvieron lugar mucho más adelante, me ha parecido anticiparlas con motivo de haber hablado de las mujeres.

XXVI.— Muerto Léntulo y sus secuaces, como César se acogiese al pueblo con motivo de la delación y acusación producida contra él en el Senado, y conmoviese y atrajese a sí todo lo viciado y corrompido de la república, concibió temor Catón, y propuso al Senado que ganara a la muchedumbre indigente y jornalera con una distribución de granos que vendría a tenerle de costa al año mil doscientos y cincuenta talentos. Desvanecióse notoriamente con esta beneficencia y largueza la tempestad que amenazaba, pero abalanzándose en este tiempo Metelo al tribunado de la plebe, congregó juntas muy tumultuosas y escribió una ley para que Pompeyo Magno viniera cuanto antes con poderosas fuerzas y con su protección salvara la ciudad, tan en peligro como durante la conjuración de Catilina. Las palabras no podían ser más modestas, pero el objeto y blanco de la ley era poner la república en manos de Pompeyo y hacerle entrega del imperio. Congregóse el Senado, y Catón no se acaloró contra Metelo con la viveza que solía, sino que hizo algunas reflexiones con suavidad, sumisión y blandura; y por fin hasta interpuso ruegos, celebrando a la familia de los Metelos, por haber sido partidaria de los patricios; con lo que Metelo, pareciéndole que aquello era darse por vencido, se insolentó más, y manifestó despreciarle, prorrumpiendo en expresiones y amenazas llenas de orgullo y arrogancia, diciendo que lo propuesto había de hacerse, a pesar del Senado. Entonces mudó Catón de continente, de voz y de discurso, concluyendo resueltamente con que viviendo él no sucedería que Pompeyo se presentara con armas en la ciudad. Y lo que al Senado le pareció fue que ni uno ni otro se habían mantenido en los límites de la prudencia ni habían propuesto lo que a la salud de la patria convenía, por ser las miras de Metelo una locura, que en el exceso de su maldad se encaminaba a la ruina y total trastorno de la república, y el acaloramiento de Catón un entusiasmo de virtud que luchaba por la causa de lo honesto y lo justo.

XXVII.— Cuando llegó el día de haber de votar el pueblo sobre la ley, tenía Metelo dispuestos en la plaza hombres armados, forasteros, gladiadores y esclavos. Estaba también prevenida otra parte del pueblo, y no pequeña que deseaba alteraciones, esperanzada en Pompeyo; y gran número, asimismo, de los partidarios de César, que a la sazón era pretor; mientras que con Catón se condolían los principales ciudadanos, que más bien sufrían que le ayudaban. Su casa estaba toda entregada al abatimiento y al miedo, tanto, que algunos de sus amigos pasaron allí toda la noche en vela, sin tomar alimento, inciertos de lo que harían, y la mujer y las hermanas se lamentaban y lloraban su suerte. Mas él hablaba y consolaba a todos con serenidad y sosiego; y habiendo cenado y pasado la noche en los mismos términos que acostumbraba, durmió un profundo sueño, del que fue despertado por Minucio Termo, uno de sus colegas. Bajó a la plaza acompañado de muy pocos, pero muchos le salieron al encuentro, encargándole fuera con cuidado. Cuando, deteniéndose un poco, vio el templo de los Dioscuros rodeado de armas, las gradas guardadas por gladiadores y al mismo Metelo sentado con César en lo alto, volvióse a sus amigos y les dijo: «¡Qué hombre tan osado y tan cobarde al mismo tiempo el que contra uno solo, desarmado y desnudo, ha levantado tanta gente!»; y continuó sin detenerse con Termo. Hiciéronle calle los que tenían tomadas las gradas; mas no dejaron pasar a ninguno otro, sino con mucha dificultad a Munacio al que introdujo Catón llevándole de la mano. Llegado que fue en esta disposición, tomó inmediatamente asiento, colocándose entre Metelo y César, para cortarles la conversación. Quedáronse éstos parados, y los que le eran adictos, viendo y admirando el semblante, la resolución y la intrepidez de Catón, se le llegaron de cerca, exhortando en voz alta a Catón a tener buen ánimo, y a sí mismos a estar a su lado unidos y no hacer traición a la causa de la libertad ni al que por ella se exponía a todo peligro.

XXVIII.— En esto, tomando el ministro en la mano la ley, Catón no se la dejó leer; tomóla después Metelo mismo, y al empezar a leerla le arrebató Catón el códice. Termo, que se hallaba al frente de Metelo, como éste, que sabía la ley de memoria, se pusiese a recitarla, le tapó la boca con la mano y le obstruyó la voz, hasta que, convencido Metelo de que no podía prevalecer en aquella contienda, por ver que el pueblo cedía y permanecía inmóvil, recurrió al medio conducente, dando orden de que los hombres armados que allí cerca estaban prevenidos acudieran gritando a poner miedo. Ejecutóse así, y todos se dispersaron, permaneciendo solo Catón, al que, insultado y acometido con piedras y palos desde arriba, no abandonó aquel Murena absuelto en la causa en que éste fue su acusador, sino que, oponiendo su toga, y gritando a los que le tiraban se contuviesen, y, por último, persuadiendo al mismo Catón y tomándole entre sus brazos, lo condujo al templo de los Dioscuros. Cuando Metelo vio que la tribuna estaba desierta, y que habían huido de la plaza los que le hacían oposición, dando por supuesto que el vencimiento era suyo, mandó a la gente armada que se retirase, y con la mayor confianza se encaminó a continuar las operaciones relativas a la ley. Mas los contrarios, habiéndose rehecho prontamente de la primera turbación, volvieron a presentarse, gritando con entereza y resolución, en términos que a Metelo y los suyos les inspiraron miedo y desaliento, por creer que volvían poderosos en armas, sin examinar dónde pudieron tomarlas; y así, no quedó ninguno, sino que todos huyeron de la tribuna. Habiendo aquellos desaparecido de esta manera, se presentó otra vez Catón, celebrando la actitud del pueblo e infundiéndole aliento, con lo que la muchedumbre se propuso acabar con Metelo por todos los medios, y el Senado, congregado en medio de aquel alboroto, puso a cargo de los cónsules que auxiliasen a Catón y resistiesen una ley que introducía en Roma la sedición y la guerra civil.

XXIX.— Por lo que hace a Metelo, todavía se conservaba resuelto e intrépido; pero viendo a los de su partido intimidados por Catón, a quien juzgaba impertérrito e invencible, bajó repentinamente a la plaza, y congregando al pueblo, trató por diferentes medios de hacer odioso a Catón, y gritando que iba a huir de la tiranía de éste y de la conjuración contra Pompeyo, de la que se arrepentiría bien pronto la ciudad, por haber injuriado a un varón tan excelente, movió al punto para el Asia, a fin de anunciarle, según decía, estos atentados.

Fue, pues, grande la gloria de Catón, por haber desvanecido la grave opresión del tribunado y por haber en cierta manera triunfado en Metelo del poder de Pompeyo; aun recibió realce aquella gloria, por no haber condescendido con que el Senado notara de infamia, como lo intentaba, a Metelo, y lo despojara del tribunado, resistiéndolo e interponiendo sus ruegos. Porque para muchos era prueba de humanidad y modestia el no humillar ni insultar al enemigo después de haberle vencido a viva fuerza, y a los que pensaban con cordura les parecía oportuno y conveniente el no irritar a Pompeyo.

En esto volvió Lúculo de su expedición, cuyo término y gloria parecía haberle usurpado Pompeyo, y estuvo en riesgo de no triunfar, haciéndole oposición Cayo Memio ante el pueblo, y suscitándole causas, más bien por adular en esto a Pompeyo que por propia ofensa o enemistad; pero Catón, que tenía deudo con él, porque estaba casado con su hermana Servilia, y que miraba como injusta aquella contradicción, hizo frente a Memio, siendo el blanco de muchas calumnias y acusaciones. Finalmente, a nada menos tiraba Memio que a arrojarlo de su magistratura como de una tiranía; tuvo, sin embargo, tanto poder, que obligó al mismo Memio a dejar desiertas las causas y retirarse de la contienda. Triunfó, pues, Lúculo, y todavía se unió en más estrecha amistad con Catón, teniendo en él un alcázar y antemural contra el poder de Pompeyo.

XXX.— Volvía Pompeyo Magno del ejército, y como viniese en la persuasión, al ver el aparato y ostentación con que era recibido, de que no tendría pretensión ninguna en la que fuese desatendido por los ciudadanos, envió quien solicitase que por el Senado se suspendiesen los comicios consulares, para poder interceder por Pisón luego que hubiese llegado. Prestábanse a ello los más, pero Catón, que, aunque no tenía la suspensión por una cosa de importancia, quería, sin embargo, cortar aquella tentativa y las esperanzas de Pompeyo, la contradijo, e hizo mudar al Senado de parecer, en términos que se negó. Acontecimiento que incomodó vivamente a Pompeyo; y considerando que en muchas cosas se vería desairado sí no tenía a Catón por amigo, envió a llamar a Munacio, que lo era de éste; y teniendo Catón dos sobrinas, casaderas, pidió la mayor para sí y la menor para su hijo, aunque dicen algunos que la petición no fue de sobrinas, sino de hijas de Catón. Dio parte Munacio a éste, a la mujer y a las sobrinas de lo que ocurría, y éstas mostraban complacerse en aquel lance, mirando a la grandeza y dignidad del pretendiente; pero Catón, sin detenerse y sin mas examen, puesto desde luego en lo que se quería: «Anda, Munacio —le dijo—, anda y manifiesta a Pompeyo que a Catón no se le gana por este lado; mas que con todo, aprecia su afecto, y en las cosas justas le dará pruebas de una amistad más leal que todos los parentescos, pero no dará prendas a la gloria de Pompeyo en daño de la patria». Incomodáronse con esta respuesta las mujeres, y los amigos de Catón la tacharon de poco atenta y orgullosa; mas, negociando de allí a poco Pompeyo el consulado para uno de sus amigos, envió caudales para ganar las tribus, siendo este soborno tan manifiesto y público, que en sus jardines se contaba el dinero. Entonces Catón dijo a las mujeres de su casa que había sido preciso tomar parte y mezclarse en aquellas indecorosas negociaciones si se hubiera unido por afinidad a Pompeyo; en lo que, convinieron ellas, diciendo que lo había pensado mejor negándose a la pretensión. Mas si se hubiera de juzgar por los sucesos, parecería que Catón había errado en no haber admitido aquella afinidad, pues que dio lugar con esto a que Pompeyo se inclinara a César e hiciera un casamiento que, reuniendo en un punto todo el poder de ambos, estuvo en muy poco que no echase por tierra el Imperio romano. El gobierno, ciertamente mudó; nada de lo cual habría sucedido probablemente si Catón, por temor de menores males de parte de Pompeyo, no hubiera desconocido que iba a acrecentar su poder para otros mayores; mas esto todavía estaba por ver.

XXXI.— Contendía en aquella sazón Lúculo contra Pompeyo por las disposiciones tomadas en el Ponto, pues quería cada uno que las suyas prevaleciesen; y como sosteniendo Catón a Lúculo, agraviado notoriamente, fuese vencido Pompeyo en el Senado, recurrió éste al medio de ganar popularidad, y propuso un repartimiento de tierras a favor de los soldados; mas también en esto se le opuso Catón, e iba a conseguir se desechase la ley, cuando Pompeyo se valió de Clodio, el más osado entonces de los tribunos de la plebe, e hizo también intervenir a César, siendo en cierta manera el mismo Catón quien dio el motivo; porque volviendo entonces César del ejército de España, quería al mismo tiempo presentarse candidato para el consulado y pedir el triunfo. Mas, según la ley, los que pedían una magistratura tenían que estar presentes, y los que habían de entrar en triunfo era preciso que esperaran de muros afuera; y él quería que por el Senado se le diera facultad de pedir el consulado por ministerio de otros. Eran muchos los que venían en ello, pero Catón lo contradijo, y habiendo comprendido que estaban dispuestos a otorgar a César aquella gracia, gastó todo el día en hablar, y de este modo dejó sin efecto la resolución del Senado. Dando, pues, César de mano al triunfo, entró en la ciudad, y ya no pensó más que en Pompeyo y en el consulado. Designado cónsul, desposó a Julia con Pompeyo, y concertados entre sí contra la república, el uno proponía leyes sobre el sorteo y repartimiento de tierras a los pobres y el otro se presentaba a defenderlas. Lúculo y Cicerón, poniéndose de acuerdo con Bíbulo, que era el otro cónsul, se esforzaban a resistir, y sobre todo Catón, que empezaba ya a entrever que la amistad y unión de César y Pompeyo no se había hecho para nada bueno, y así, dijo expresamente que no era el repartimiento de tierras lo que temía, sino el salario que por él pedirían los que lisonjeaban a la nación con aquel cebo.

XXXII.— Con este razonamiento abrazó su opinión todo el Senado, y de los de fuera de él no pocos, indignados con el extraño proceder de César; porque cuanto los más violentos y temerarios de los tribunos proponían para adular a la muchedumbre, otro tanto ponía en ejecución, en uso de su autoridad consular, captando vergonzosa y vilmente los aplausos de la plebe. Hubieron, pues, por el recelo que esto les inspiraba, de recurrir a la fuerza; y, en primer lugar, al mismo Bíbulo, cuando bajaba a la plaza, le arrojaron encima una espuerta de porquería; después, echándose sobre sus lictores, les rompieron las fasces, y, por fin, habiéndose tirado algunos dardos, con los que muchos fueron heridos, todos los demás huyeron de la plaza corriendo, y sólo Catón, que se quedó el último, se retiraba paso entre paso, volviéndose a mirar a los ciudadanos y abominando de ellos; con lo que no sólo hicieron sancionar el repartimiento, sino que se determinó que había de jurar el Senado que, por su parte, daría fuerza a la ley y prestaría auxilio si alguno viniese contra ella, imponiendo graves penas a los que no jurasen. Juraron, pues, todos por necesidad, teniendo presente lo que le había sucedido a Metelo el mayor, que por no haber querido jurar una ley como aquella tuvo que salir desterrado de Italia, sin que el pueblo volviera por él. Por esta razón, a Catón las mujeres de su casa le rogaron encarecidamente y con muchas lágrimas que la jurase y cediese, y lo mismo le pidieron sus amigos y allegados: pero el que más le persuadió y movió a que jurase fue Cicerón el orador, exhortándole y haciéndole ver que quizá ni siquiera es justo el pensar que uno solo deba oponerse a lo establecido por la sociedad entera, y que por descontado es necedad y locura querer perderse cuando es imposible remediar nada en lo hecho; y el último de los males, el que, haciéndolo y sufriéndolo todo por la república, la abandonase y entregase a los que querían perderla, pareciendo que se retiraba contento de los combates que por ella sostenía: «Pues si Catón —le dijo— no necesita de Roma, Roma necesita de Catón, y necesitan todos sus amigos», de los cuales decía Cicerón ser el primero; y contra quien se dirigía Clodio su enemigo, queriendo emplear en su ruina la autoridad del tribunado. Ablandado con tan poderosas razones e instancias en casa y en la plaza, se dice haberse dejado por fin vencer Catón, aunque con dificultad, y que pasó a prestar el juramento el último de todos, a excepción solamente de Favonio, uno de sus más íntimos amigos.

XXXIII.— Alentado César con estos sucesos, dio otra ley, por la que se repartió, puede decirse, toda la Campania a los pobres e indigentes, no contradiciéndola nadie, sino Catón, y a éste, César, desde la tribuna, lo condujo a la cárcel, sin que en nada cediese de su entereza; antes, por el camino iba hablando contra la ley y exhortando a los ciudadanos a que no condescendieran con los que hacían semejantes propuestas. Seguíale el Senado abatido y triste, y lo mejor de la ciudad disgustado e indignado, aunque en silencio, tanto, que César no pudo menos de comprender la mala impresión que aquello producía; con todo, llevaba adelante su empeño, aguardando a que por parte de Catón se interpusiese apelación o ruego; pero convencido por fin de que éste no pensaba en hacer gestión alguna, cedió a la vergüenza y al descrédito que iba a resultarle, y bajo mano se valió de uno de los tribunos, moviéndole a que pusiera en libertad a Catón.

Después que con aquellas leyes y aquellas larguezas pusieron a su devoción a la muchedumbre, decretaron a César el mando de unos y otros Ilirios, el de toda la Galia, y un ejército de cuatro legiones para cinco años, prediciéndoles Catón que ellos mismos colocaban al tirano en el alcázar con semejantes decretos. Trasladaron contra ley a Publio Clodio del estado de los patricios al de los plebeyos, y le nombraron tribuno de la plebe, y él, pactando por recompensa el destierro de Cicerón, les ofreció que en todo les complacería. Eligieron cónsules a Calpurnio Pisón, padre de la mujer de César, y a Aulo Gabinio, hombre sacado del seno de Pompeyo, que es como se explican los que tenían bien conocidas su vida y costumbres.

XXXIV.— Mas a pesar de haberse apoderado de los negocios y de haberlo todo puesto a su disposición, parte por las gracias dispensadas y parte por la fuerza, aun temían a Catón, pues que, si habían logrado superarle, había sido con gran dificultad y trabajo, y atrayéndose odio y vergüenza; porque se veía que ni aun así podían con él, lo que siempre era duro y repugnante; y Clodio no esperaba poder sobreponerse a Cicerón si Catón se hallaba en la ciudad, maniobrando, pues, acerca de esto, lo primero que hizo, después de colocado en su magistratura, fue enviar a llamar a Catón y tenerle un discurso, en el que, reconociéndole por el más recto e íntegro de todos los Romanos, le anunció que iba a darle pruebas de este concepto en que le tenía con obras, por cuanto, habiendo muchos que aspiraban al mando de la provincia de Chipre y pedían ser destinados a ella, a él solo le consideraba digno, y con gusto le dispensaría este favor. Respondiéndole Catón que aquello más era una celada y un insulto que un favor, montó ya Clodio en cólera, y con aire desdeñoso le dijo: «Pues si no lo tienes por favor, habrás de ir contra tu voluntad»; y presentándole inmediatamente ante el pueblo, hizo sancionar por ley la misión de Catón. Para marchar no le aprestó nave, ni tropa, ni criados, sino sólo dos escribientes, de los cuales uno era un ladronzuelo malvado y el otro un cliente del mismo Clodio. Mas como todavía le pareciese que habían de darle poco que hacer Chipre y Tolomeo, le encargó además que restituyese los desterrados de Bizancio, queriendo tener lejos de sí a Catón por el más largo tiempo que fuese posible durante su tribunado.

XXXV.— Puesto en esta necesidad, exhortó a Cicerón, riendo que lo había de ser forzoso salir, a que no moviera tumulto alguno, ni envolviera de nuevo a la ciudad en las calamidades de una guerra civil; sino que se acomodara al tiempo y fuera otra vez quien salvara la patria. Para los negocios, de Chipre hizo que se adelantara uno de sus amigos, llamado Canidio, y por su medio persuadió a Tolomeo a que sin batalla cediera, pues que no se le dejaría carecer ni de comodidades ni de honores, sino que el pueblo le daría el sacerdocio de la diosa que se venera en Pafo. En tanto él se detuvo en Rodas, tomando disposiciones y esperando la respuesta; pero al mismo tiempo Tolomeo, el rey de Egipto, por cierto enfado y disputa que tuvo con los ciudadanos, se había salido de Alejandría, y se encaminaba a Roma con el objeto de que Pompeyo y César lo sustituyeran otra vez con la correspondiente fuerza; mas queriendo hablar con Catón, lo envió a llamar, esperando que vendría a él; pero hacía la casualidad que Catón se hallaba purgado, y envió a decir a Tolomeo que si quería verle fuese adonde se hallaba. Fue, y como ni le saliese a recibir ni se levantase a su llegada, sino que le saludase como a un particular mandándole tomar asiento, esto al principio le causó sorpresa y admiración, viendo unidas con tanta popularidad y sencillez en el aparato de la casa tanta altivez y severidad de costumbres. Mas después, en la conversación, no oyó sino palabras llenas de prudencia y de franqueza, ya que al increparle y reprenderle Catón le manifestó cuánta era la dicha y sosiego que había dejado, y cuántas las humillaciones y trabajos, cuántos los obsequios y socaliñas a que se sujetaba con los poderosos de Roma, cuya codicia no bastaría a saciar el Egipto si se redujera a oro; y le aconsejó que retrocediera y volviera a la amistad con sus conciudadanos, estando él pronto a acompañarle y a contribuir a la reconciliación. Parecióle que con este discurso había vuelto a su acuerdo como de una especie de manía y enajenación, reflexionando sobre la verdad y el juicio y prudencia de tan eminente varón; y así, se resolvió a obrar según su parecer; pero, habiéndose vuelto, a persuasión de sus amigos, no bien había puesto el pie en Roma y había llegado a llamar a la puerta de uno solo de los magistrados, cuando ya se lamentó de su desacierto en haber despreciado, no ya el consejo de un hombre, sino el oráculo de un dios.

XXXVI.— Tolomeo el de Chipre, por dicha particular de Catón, se quitó a sí mismo la vida con hierbas; y diciéndose ser muy cuantiosos los intereses que había dejado, si bien determinó marchar en persona a la restitución de los Bizantinos, a Chipre envió a su sobrino Bruto, no teniendo en Canidio bastante confianza. Mas, verificado que hubo la reconciliación de los desterrados y restablecido la concordia en Bizancio, entonces navegó para Chipre. Era grande y propiamente real la riqueza que había quedado en vajillas, mesas, pedrería y ropas de púrpura, y habiendo de venderse para reducirse a dinero, quería estar sobre todo, hacerlo todo subir al precio más alto, no dejar de intervenir en nada y llevar por sí la cuenta más exacta, sin fiar nada a las costumbres de los de la plaza, y antes mirando con sospecha a todos los dependientes, pregoneros, prepósitos de la subasta y aun a los amigos. Finalmente, hablando en particular a los postores y animando a cada uno de esta manera, vendió la mayor parte de los efectos; con lo que disgustó a los demás amigos, visto que no hacía confianza de ellos; y en el más íntimo de todos, que era Munacio, encendió un encono casi implacable; tanto, que César, para escribir un libro contra Catón, fue esta parte la que le dio materia abundante para sus amargas invectivas.

XXXVII.— Munacio, sin embargo, escribe que su enojo no nació de la desconfianza de Catón, sino, por parte de éste, de cierto olvido y frialdad para con él, y por su parte, de celos y emulación de Canidio; porque también Munacio dio a luz un escrito sobre Catón, que fue el que principalmente siguió Traseas. Dice, pues, que él llegó el último a Chipre, donde se puso muy poco cuidado en su hospedaje; que presentándose a la puerta de la habitación de Catón, se le hizo retirar, por estar Catón ocupado en hacer unos fardos, con Canidio, y que habiéndose quejado de todo con moderación, había recibido una no moderada respuesta, a saber: que corría peligro no saliese cierta aquella máxima de Teofrasto de que el grande amor suele muchas veces ser causa de odio: «Pues que tú mismo —dijo— te disgustas de que amando mucho no se te honra tanto como crees serte debido, y si me valgo de Canidio es por su inteligencia y porque me inspira más confianza que otros, habiendo vencido conmigo desde el principio y habiéndolo experimentado muy íntegro y puro». Estas cosas, que pasaron entre los dos solos, Catón las refirió a Canidio, y habiéndolo sabido Munacio, dejó de concurrir a cenar a casa de Catón, y de acudir a darle consejo cuando era llamado; y amenazándole Catón que le tomaría prendas, como es costumbre exigirlas de los que no obedecen, se embarcó para el regreso sin hacer caso, y se mantuvo enojado por largo tiempo. Después, habiéndole hablado Marcia, que todavía estaba unida a Catón, sucedió que fueron convidados a cenar por Barca, y habiendo entrado Catón el último, cuando los demás estaban sentados, preguntó dónde presentaría, y diciéndole Barca y habiendo entrado Catón el último, cuando los demás estaban sentados, preguntó dónde se sentaría y diciéndole Barca que donde gustase, recorrió el cenador con la vista, y dijo que al lado de Munacio. Pasó a donde éste estaba y se sentó junto a él; pero fuera de esto, ya ninguna otra demostración se hicieron durante la cena. Más adelante, a ruego de Marcia, le escribió Catón, diciéndole que tenía que verle, y habiendo pasado Munacio a su casa por la mañana temprano, Marcia le detuvo hasta que todas las gentes se retiraron; y entonces, entrando Catón, le echó los brazos, le saludó y le dio las mayores muestras de amistad. Hemos referido con alguna extensión estas ocurrencias, por creer que no conducen menos para manifestar la índole y las costumbres que las acciones en grande y ejecutadas en público.

XXXVIII.— Juntó Catón en dinero muy poco menos de siete mil talentos, y temiendo los peligros de una larga navegación, dispuso muchos cajones de cabida de dos talentos y quinientas dracmas. Cerrados, clavó en cada uno una cuerda, y a la punta de ésta ató un corcho de bastante magnitud, para que, si el barco zozobraba, el corcho ligado desde abajo señalara el sitio. Por lo que hace al caudal todo llegó con seguridad, a excepción de una cantidad muy pequeña; pero las cuentas, formadas con la mayor puntualidad, de todo cuanto había administrado, habiendo hecho de ellas dos copias, ninguna se salvó, pues que trayendo la una un liberto suyo llamado Filargiro, que dio la vela desde Cencris, naufragó, y la perdió, junto con el equipaje. Trajo la otra él mismo hasta Corcira, en cuya plaza se aposentó, y habiendo los marineros, por el frío, encendido muchas hogueras aquella noche, se quemaron las tiendas, y el cuaderno desapareció. Lo que es para tapar la boca a los enemigos y calumniadores de Catón, pudieron bastar los de la servidumbre del rey que vinieron a Roma, así, por otro lado es por donde es te suceso incomodó a Catón; pues no se había esmerado en las cuentas para acreditar su fidelidad, sino que quería dejar a los demás, un ejemplo de exactitud; y la fortuna lo castigó.

XXXIX.— Súpose en Roma que iba a llegar con las naves, y todos los magistrados y sacerdotes, todo el Senado y una gran parte del pueblo salieron río abajo a encontrarle, de manera que una y otra orilla estaba llena de gente, y en el concurso y el regocijo no era inferior a un triunfo aquel recibimiento, una cosa hubo en esto que chocó y pareció sobrado arrogante, y fue que, presentándose los cónsules y pretores, no saltó en tierra para saludarlos, ni hizo parar la nave, sino que, pasando apresuradamente la orilla, yendo en una galera real de seis bancos, no aflojó el curso hasta haber entrado con su escuadra en el muelle. Mas como quiera, cuando se llevaron los caudales por la plaza, el pueblo se admiró de tan grande cantidad; y reunido el Senado, después de tributar a Catón las debidas alabanzas, le decretó una pretura extraordinaria y el honor de que asistiera a los espectáculos con ropa de púrpura; pero Catón renunció estas distinciones, y sólo propuso y persuadió al Senado que diera libertad a Nicias, mayordomo del rey, haciendo presentes su fidelidad y su celo. Era cónsul Filipo, el padre de Marcia, y en cierta manera toda la dignidad y poder de esta magistratura se trasladaron a Catón, no siendo menor el respeto que el colega tributaba a Catón por su virtud que el que Filipo le tenía por razón del deudo.

XL.— Vuelto en esto Cicerón del destierro a que fue enviado por Clodio, recobró desde luego gran poder y quitó y recogió por fuera del Capitolio las tablas tribunicias que Clodio había escrito y colocado en él, en ocasión de hallarse éste ausente. Congregóse con este motivo el Senado, y acusándole Clodio, dijo Cicerón que, habiendo sido ilegítimo el nombramiento de Clodio para el tribunado, debía anularse e invalidarse todo cuanto por él se había hecho y propuesto; mas opúsose Catón, quien, por fin, levantándose, manifestó que ciertamente no tenía por saludable y útil ninguna de las providencias dictadas por Clodio; pero si hubiera quien anulase todo lo que hizo siendo tribuno, vendría a anularse también su administración en Chipre, y no habría sido legítima su misión, como decretada por un magistrado ilegítimo; fuera de que la elección de Clodio no había sido contra ley, pues que, permitiéndolo ésta, había pasado del estado de los patricios a una familia plebeya; y si fue un mal magistrado como otros, lo que había que hacer era obligarle a dar razón de sus injusticias, y no anular la autoridad, que en nada había faltado. De resultas de esta contienda, se enojó Cicerón con Catón, y estuvo por mucho tiempo interrumpida su amistad; pero al fin más adelante se reconciliaron.

XLI.— Sucedió después de esto que Pompeyo y Craso, habiendo ido a visitar a César, que había pasado los Alpes, acordaron con éste que pedirían juntos el segundo consulado; y posesionados de él harían decretar para César la prorrogación del mando para otro tanto tiempo, y para sí mismos las mejores provincias, con los fondos y tropas correspondientes. Lo que venía a ser una conjuración para el repartimiento del imperio, y la disolución de la república. Había muchos de los más distinguidos ciudadanos que pensaban presentarse a pedir el consulado; pero a todos los demás que vieron entre los candidatos les hicieron retirarse; sólo a Lucio Domicio, casado con su hermana Porcia, le persuadió Catón que no desistiese de la contienda, la cual no era por la magistratura, sino por la libertad de los Romanos; y entre la parte todavía sana y prudente de la ciudad corría la voz de que no era cosa para descuidar el que, reuniéndose el poder de Craso y de Pompeyo, se hiciera su mando enteramente insufrible, sino que debía trabajarse para excluir al uno, sobre lo que acudían a Domicio excitándole y dándole ánimo, porque se le agregarían muchos votos de los que callaban por miedo. Mas como recelasen esto mismo Pompeyo y los suyos, tenían armadas asechanzas a Domicio, que bajaba muy de mañana con hachas al campo de Marte: el primero de los que alumbraban fue herido, y cayó muerto; fuéronlo también otros después de éste, por lo que huyeron todos, a excepción de Catón y Domicio; porque a éste lo detenía Catón, aunque herido en un brazo, y le exhortaba a permanecer y no abandonar mientras tuvieran alientos, aquel combate por la libertad contra los tiranos, los cuales ya no dejaban duda sobre el modo con que usaban de su autoridad, cuando se encaminaban a ella por medio de tales violencias e injusticias.

XLII.— No arrostró Domicio el peligro, sino que se retiró a casa, y con esto fueron elegidos cónsules Pompeyo y Craso; mas Catón no se dio a partido, sino que se presentó a pedir la pretura, queriendo tener un apoyo para las contiendas con aquellos, y hacer frente a los magistrados, no siendo un mero particular. Temiéronlo aquellos, y también el que la pretura servida por Catón competiría con el consulado; así, lo primero que hicieron fue congregar el Senado repentinamente y sin noticia de muchos, e hicieron decretar que los que fueran elegidos pretores al instante entraran en ejercicio, y no aguardaran al tiempo señalado por la ley dentro del que han de intentarse las causas contra los que sobornan al pueblo. Después, preparado ya por este decreto que quedaran libres de responsabilidad, promovieron a la pretura a sus dependientes y amigos, dando ellos el dinero y presenciando por sí las votaciones. Sin embargo, a todo esto se sobreponía la virtud y la gloria de Catón, de tal manera que muchos de vergüenza reputaban por cosa terrible hacer traición a Catón con sus votos, siendo un hombre a quien la república debería comprar para pretor; y como la primera tribu llamada a votar lo hubiese ya nombrado, de repente salió Pompeyo con la ficción de que se había oído un trueno, y disolvió vergonzosamente la junta, porque lo tenían a mal agüero, y nada acostumbraban a establecer cuando había estas señales del cielo. Tuvieron, pues, tiempo para emplear más medios de corrupción, y alejando del campo a los mejores ciudadanos, hicieron que a la fuerza fuese preferido Vatinio a Catón. Dícese que, visto esto, los que habían dado sus votos con ilegalidad e injusticia al punto se marcharon a manera de fugitivos; y que, formando junta un tribuno con los demás que habían quedado, y que manifestaban su indignación, se presentó Catón en ella, y como si fuera inspirado de un dios, les predijo los males que iban a venir sobre la república, e inflamó a los ciudadanos contra Pompeyo y Craso, a quienes no podía menos de remorder la conciencia sobre tales atentados; y, así era que en su modo de conducirse acreditaban cuanto temían que si Catón era nombrado pretor había de acabar con ellos. Finalmente, al retirarse a casa le acompañó mucho mayor gentío que a todos los pretores juntos.

XLIII.— Como propusiese Cayo Trebonio una ley sobre el repartimiento de las provincias entre los cónsules, reducida a que, teniendo el uno la España y el África bajo sus órdenes, y el otro la Siria y el Egipto, hicieran la guerra y sujetaron a los que disponiendo de las fuerzas de mar y tierra, los demás ciudadanos miraron como inútil el oponerse y tratar de impedirlo, y así, ni aun quisieron contradecir; pero Catón, antes que el pueblo pasase a votar, subió a la tribuna, y manifestando estar determinado a hablar, con dificultad le concedieron dos horas de término para ello. Dijo, manifestó y profetizó muchas cosas, en lo que consumió el tiempo, y ya no le dejaron hablar más, sino que, como se detuviese en la tribuna, fue allá un ministro y le sacó de ella. Paróse abajo, y continuó gritando ante muchos que le escuchaban y se mostraban indignados; y otra vez el ministro le echó la mano, y lo puso fuera de la plaza; mas no bien lo hubo dejado, cuando regresó otra vez para subir a la tribuna, clamando e implorando el auxilio de los ciudadanos. Repitióse esto muchas veces, e incomodado Trebonio, mandó que le condujeran a la cárcel; pero como era mucha la gente que llevaba tras sí, y a la que dirigía la palabra andando como iba, Trebonio temió y lo dejó ir libre; de este modo consumió Catón aquel día. En el siguiente, intimidando a unos ciudadanos, ganando a otros con gracias y dádivas, conteniendo con las armas al tribuno Aquilio para que no saliera de la curia, echando fuera de la plaza a Catón, que gritaba haberse oído truenos, e hiriendo a no pocos, de los que algunos murieron, así fue como a fuerza sancionaron la ley; tanto, que muchos, retirándose de allí llenos de ira, empezaron a derribar al suelo las estatuas de Pompeyo; pero pasando allá Catón, los contuvo. Cuando después, en favor de César, se propuso otra ley sobre sus provincias y sus ejércitos, ya no se dirigió Catón al pueblo, sino al mismo Pompeyo, a quien, poniendo por testigo a los dioses, dijo: que habiendo tomado sobre sus hombros a César, por lo pronto no lo sentía, pero que cuando empezara a pesarle y a sucumbir bajo la carga, no siéndole ya posible ni echarle en el suelo ni llevarlo, se dejaría caer con él sobre la república, y entonces se acordaría de las exhortaciones de Catón, reconociendo que no tenían menos de provechosas para el mismo Pompeyo que de honestas y justas. Muchas veces oyó Pompeyo estas reconvenciones, pero no hizo caso de ellas porque su felicidad y su poder le hacían creer que César no podía hacer mudanza.

XLIV.— Nombrado pretor Catón para el año siguiente, no pareció haber añadido a esta magistratura, con desempeñarla bien, tanta majestad y grandeza como la rebajó, degradándola en cierta manera, con presentarse en el tribunal muchas veces descalzo y sin túnica, y juzgando esta manera las causas capitales de varones esclarecidos; y aun algunos dicen que después de la comida, y de haber bebido en ella, despachaba y daba audiencia: pero esto no es cierto.

Corrompido el pueblo con los sobornos por aquellos que codiciaban las magistraturas, en términos que muchos miraban el recibir dádivas como un ejercicio usual, quiso cortar esta enfermedad de la república, y para ello persuadió al Senado que se diera un decreto en el que se previniese que los nombrados a las magistraturas, aunque nadie los acusase, ellos mismos se presentaran en el tribunal a responder bajo juramento de la pureza de su elección. Produjo este establecimiento gran desazón en los que pretendían las magistraturas, y mayor todavía en la multitud corrompida y comprada; así, luego que por la mañana se presentó Catón en el tribunal, acudieron en gran número, y empezaron a gritar, a decirle improperios y a tirarle piedras, de manera que huyeron todos del tribunal, y él mismo, atropellado y arrastrado por la muchedumbre, con dificultad pudo ocupar la tribuna. Allí puesto en pie, con lo fiero y terrible de su aspecto, calmó inmediatamente el tumulto y apaciguó la gritería, y habiendo dicho lo que al caso cuadraba, se le oyó en silencio y del todo se desvaneció el alboroto. Como el Senado con este motivo le alabase, «Pues yo —respondió— no os alabo a vosotros, que estando en peligro el pretor lo habéis abandonado, y no lo habéis defendido». En esto, la situación de cada uno de los que pedían las magistraturas era sumamente perpleja y dudosa, pues temían sobornar, y que, por ejecutarlo los otros contrincantes, no salieran con su pretensión. Juntáronse, pues, y les pareció lo mejor que, depositando cada uno ciento veinticinco mil dracmas, pidieran todos la magistratura por los medios honestos y justos, y aquel que delinquiera y usara de soborno perdiera su dinero. Convenidos en esto, nombran depositario, árbitro y testigo a Catón, y llevando el dinero, se lo presentan, mas al fin otorgan una escritura a su favor, porque quería más bien admitir fianzas que encargarse de aquellas sumas. Cuando vino el día de la elección se puso Catón al lado del tribuno que la presidía, y atendiendo a la votación descubrió que uno de los del depósito se había valido de malos medios, y mandó que su depósito se adjudicara a los otros; pero ellos, celebrando y admirando su rectitud, condonaron la multa, teniendo por bastante satisfacción del agravio la que habían recibido. Mas Catón, con esto, mortificó a los demás ciudadanos principales, y se atrajo grande envidia, como que se arrogaba las facultades del Senado, del tribunal y de los magistrados; y es que la fama y opinión de justo expone más a la envidia que la de ninguna otra virtud, a causa de que da poder y confianza para con la muchedumbre, pues no sólo le honran como a los esforzados y le admiran como a los prudentes, sino que a los justos los aman, a ellos se entregan, y en ellos confían, y de aquellos a los unos les temen y de los otros se recelan. Fuera de esto, el mérito de aquellos creen que es más de constitución física que de la voluntad, graduando la prudencia de prontitud de ingenio y la fortaleza de robustez del ánimo; y no necesitándose más para ser justo que querer serlo, se avergüenzan los hombres de la injusticia, como de un vicio que no admite disculpa.

XLV.— Hacían, por tanto, la guerra a Catón todos los próceres, como reprendidos por su conducta. Pompeyo, que en la gloria de aquel creía ver la ruina de su poder, andaba siempre buscando personas que le desacreditasen, de las cuales era una Clodio el Demagogo, que, unido otra vez a Pompeyo, levantaba el grito contra Catón, diciendo que en Chipre había ocultado grandes cantidades, y que tenía guerra declarada a Pompeyo porque había tenido a menos casarse con su hija. Mas Catón contestaba que había recogido en Chipre para la república, sin que le hubiese dado ni un caballo ni un soldado, tanto caudal cuanto no había traído nunca Pompeyo de tantas guerras y triunfos, habiendo revuelto el mundo. Y que nunca había pensado contraer afinidad con éste, no porque no le creyese muy digno, sino por ser de distinta opinión y conducta en la administración de los negocios públicos. «Porque yo —dijo— habiéndoseme dado el mando de una provincia para después de la pretura, la he renunciado; pero aquel toma y retiene para sí unas y otras las da a los de su partido, y ahora ha prestado una fuerza de seis mil legionarios a César para la guerra de la Galia. Y estas tropas ni os las pidió a vosotros, ni ahora las ha enviado con vuestro consentimiento; sino que fuerzas tan considerables, las armas y los caballos, son obsequios y retribuciones de unos particulares. Tiene los títulos de emperador y general, pero los ejércitos y las provincias los da a otros, y él se está de asiento en la ciudad, preparando tumultos para los comicios de elecciones y continuos alborotos, con los que no se nos oculta que quiere abrirse camino a la dominación por medio de la anarquía».

XLVI.— Así se defendió Catón de las acriminaciones de Pompeyo. Había un Marco Favonio, amigo y apasionado suyo, al modo con que se refiere haberlo sido Apolodoro de Falera del antiguo Sócrates; y le inflamó y conmovió este discurso, no ligera y blandamente, sino en términos de hacerle salir fuera de sí, como un embriagado o un loco. Este, pues, pedía en una ocasión el cargo de edil, e iba de vencida; pero hallándose presente Catón, observó que todas las tablillas de los votos estaban escritas de una misma mano; y descubriendo aquel mal manejo, hizo anular la elección por medio de los tribunos de la plebe. Nombrado después edil, Catón fue quien atendió a todo lo que era del cargo de esta magistratura, y quien ordenó los espectáculos en el teatro, dando a los de la escena coronas no de oro, sino de acebuche, como en Olimpia; y los presentes no fueron costosos, sino que a los Griegos les dio zanahorias, lechugas, rábanos y peras, y a los Romanos jarros de vino, tocino, higos, cohombros y haces de leña. Lo extraño y barato de estos presentes para unos fue motivo de risa y para otros de placer, viendo que la austeridad y rigor de Catón recibía ya alguna mudanza hacia la blandura y festividad. Por fin, mezclándose Favonio entre la muchedumbre, y sentado entre los demás concurrentes, aplaudía a Catón y gritaba que recompensara y honrara a los que se distinguían; así, uniéndose con los espectadores en estas demostraciones, daba bien a entender que había cedido a aquel todas sus facultades. En el otro teatro el colega de Favonio, Curión, daba sus juegos con gran lujo, pero los espectadores lo abandonaban y se pasaban allá, para celebrar a Favonio, que hacía el papel de particular, y a Catón, que representaba el de presidente del espectáculo. Condújose de esta manera para quitar importancia a estos cuidados, manifestar que las cosas de juego se han de tomar por lo que son y se han de desempeñar con cierta gracia y naturalidad, más bien que con suntuosos gastos y aparatos y poniendo gran diligencia y esmero en cosas que no lo merecen.

XLVII.— Presentáronse de allí a poco a pedir el consulado Escipión, Hipseo y Milón, y como empleasen no sólo las injusticias conocidas ya, y puede decirse ingénitas, a saber, la corrupción y los sobornos, sino las armas, las muertes y todo género de violencia, precipitándose la república temeraria y osadamente en la guerra civil, deseaban algunos que presidiese Pompeyo los comicios; opúsose al principio Catón, diciendo que no había de venirles por Pompeyo la seguridad a las leyes, sino por las leyes a Pompeyo; pero prolongándose la anarquía por largo tiempo, y teniendo sitiada la plaza pública a cada momento tres ejércitos, de modo que estuvo en muy poco el que este mal no se hiciese irremediable, juzgó conveniente que en aquella extrema necesidad se pusiese la república, por voluntario favor del Senado, en manos de Pompeyo, y que usando entre los remedios ilegales del más suave para curar el mayor de los trastornos, se recurriera al mando de uno solo, antes que estarse esperando a que la sedición terminase en tiranía. Manifestando, pues, Bíbulo, que era deudo de Catón, su dictamen en el Senado, dijo que convenía elegir por único cónsul a Pompeyo, porque o la república se mantendría estando él al frente, o a lo menos servirían al que parecía más digno. Levantóse enseguida Catón, y, cuando nadie lo esperaba, elogió este pensamiento, y fue su parecer que cualquiera gobierno era preferible a la anarquía, y que esperaba que Pompeyo gobernaría rectamente y conservaría la república que se acogía a su virtud.

XLVIII.— Nombrado cónsul de este modo Pompeyo, rogó a Catón que pasara a verle a los arrabales; y habiéndolo éste ejecutado así, le recibió con el mayor agasajo, alargándole la diestra y abrazándole. Mostrósele después agradecido, y le pidió que fuera su consejero y asesor en el desempeño del cargo; pero Catón le respondió que ni lo pasado lo había dicho por agraviarlo ni lo presente por hacerle obsequio, sino todo en bien y servicio de la república, y que, en particular, le daría consejo cuando lo llamase, pero en público no aguardaría a ser llamado o rogado, sino que francamente diría lo que entendiese; y lo cumplió como lo dijo. Porque, en primer lugar, estableciendo Pompeyo nuevas multas y graves penas contra los que habían sobornado al pueblo, le advirtió que no debía volverse sobre lo pasado, sino precaverse lo futuro, pues por una parte no sería fácil fijar el término donde había de pararse la averiguación de los anteriores yerros, y, por otra, si se imponían nuevas penas a los crímenes pasados, sería cosa muy dura que los reos fuesen castigados según una ley que no habían traspasado o violado. Ocurrió, en segundo lugar, que habiendo de ser juzgados muchos varones ilustres, algunos de ellos amigos o deudos de Pompeyo, como viese a éste que en muchas cosas cedía y se doblaba, le reprendió y corrigió con vehemencia. Mas prohibió el mismo Pompeyo, por una ley, los elogios que por costumbre se hacían de los procesados; y habiendo escrito Planco el elogio de Munacio, él mismo lo dio para leerlo durante el juicio; y Catón, poniéndose las manos en los oídos, porque se hallaba de juez, se opuso a que se leyera. Planco lo rehusó y excluyó del número, de sus jueces después de pronunciados los informes; mas sin embargo fue condenado. En general, para los reos era Catón un objeto de gran duda y perplejidad, porque ni querían tenerle por juez ni se atrevían a recusarlo: pues no pocos fueron condenados porque se creyó que el huir de Catón nacía de que no confiaban en su propia justicia, y a algunos les echaban en cara sus enemigos, como un gran baldón, el no haber querido tener por juez a Catón cuando le había tocado.

XLIX.— César, aunque muy embebido en la guerra de la Galia y muy entregado a las armas, no dejaba de adelantar en su intento de ganar poder en la ciudad por medio de presentes, de sobornos con dinero y de los manejos de sus amigos, acerca de lo cual ya las amonestaciones de Catón habían hecho volver a Pompeyo de la incredulidad que antes le hacía tener este peligro por un sueño; pero como, sin embargo, estuviese todavía lleno de pereza y resolución, para contrarrestarle y contenerle se movió Catón a pedirle el consulado, porque o le quitaría las armas a César, o pondría de manifiesto sus asechanzas. Sus competidores ambos tenían favor: Sulpicio, uno de ellos, debía en gran parte sus aumentos en la república a la gloria y al poder de Catón; así, creía que en esta ocasión faltaba a la honradez y al agradecimiento; pero Catón no se daba por ofendido: «Porque, ¿qué hay que maravillar —decía— el que uno no ceda a otro lo que tiene por el mayor de los bienes?». Mas en este mismo tiempo hizo decretar al Senado que los que pedían las magistraturas hubieran de hacer por sí mismos los obsequios al pueblo, y no por medio de otros, ni interponer quien hiciese ruegos con lo que aún irritó más a la muchedumbre, pues que, quitándoles no sólo el recibir precio, sino aun el hacer favor, dejaba al mismo tiempo a la plebe pobre y desatendida; y como no siendo por su carácter propio para agasajos y obsequios quisiese más conservar la dignidad y decoro de su conducta que ganar el cargo no haciendo por sí ni dejando que hiciesen sus amigos las demostraciones recibidas, con las que se capta y gana la benevolencia del pueblo, fue desairado en su pretensión.

L.— Solía un suceso de esta especie causar, además del rubor que es consiguiente, gran abatimiento y duelo por muchos días, no sólo a los mismos desatendidos, sino a sus amigos y deudos; pero Catón lo llevó con tal entereza, que ungido se puso a jugar a la pelota en el campo Marcio, y después de comer bajó otra vez a la plaza descalzo y sin túnica, como lo tenía de costumbre, y se paseó con los que siempre eran sus compañeros. Culpábale Cicerón de que, cuando la república necesitaba de un hombre como él, no hizo la debida diligencia, ni usó con el pueblo de la correspondiente afabilidad; y de que para en adelante cedió ya, y se dio por vencido, cuando respecto de la pretura desairado una vez, volvió, sin embargo, a pedirla después. Mas a esto decía Catón que en la pretura había sufrido repulsa no por la voluntad de la muchedumbre, sino porque ésta había sido violentada o corrompida; pero en la votación para el consulado, no habiendo intervenido fraude ninguno, había conocido que el pueblo era el que le había repudiado, a causa de su tenor de vida y que ni el mandarlo según el capricho ajeno, ni el volver otra vez a ponerse en el mismo caso, habiendo de usar del mismo porte, era propio de un hombre de juicio.

LI.— César, habiendo acometido a naciones belicosas y esforzadas, y vencídolas, cuando era de temer otra cosa, pareció que, hecha paz con los Germanos, había caído, sin embargo, sobre ellos, y había acabado con trescientos mil; y como los demás del Senado fuesen de opinión que debían hacerse sacrificios por la buena nueva, Catón propuso que César fuese entregado a los que habían recibido aquella injusticia, para no atraer sobre sus cabezas la venganza divina ni exponer a ella a la república. «Y si hemos de sacrificar a los dioses —dijo—, sea para que no hagan caer sobre los soldados la pena debida a la locura y furor de su general, sino que tengan compasión de la ciudad». De resultas de esto, César escribió al Senado una carta, que contenía muchos improperios y recriminaciones contra Catón, y luego que se leyó, levantándose éste, no con enfado ni acaloramiento, sino usando del raciocinio, como si aquel fuera un discurso preparado, demostró que las inculpaciones hechas contra él no eran sino injurias y burlas, reducido todo a puras chocarrerías y palabras vanas; y pasando después a las ideas e intentos de aquel, desde el principio puso de manifiesto todos sus designios, no como enemigo, sino como si fuera socio y participante de ellos, haciendo ver a los Romanos que a éste era, y no a los hijos de los Germanos o de los Galos, a quien, si tenían juicio, habían de temer; con lo que de tal modo los movió e inflamó, que a los amigos de César les pesó de que se hubiera leído en el Senado una carta que había dado a Catón materia y oportunidad para tan vigoroso discurso y para acusaciones verdaderas.

Así, nada se decretó, y sólo se echó la especie de que sería bien dar sucesor a César. Repusieron a esto sus amigos que también Pompeyo debería deponer del mismo modo los armas y dejar las provincias, o de lo contrario, tampoco habría de ejecutarlo César, y alzando, entonces la voz Catón, les dijo estar ya sucediendo lo que les tenía pronosticado, pues que César abiertamente usaba de violencia, empleando una fuerza que había conservado con engaños y haciendo mofa de la república; pero a la parte de afuera nada adelantó, estando el pueblo empeñado en engrandecer a César, y aunque al Senado lo convenció, éste tuvo temor del pueblo.

LII.— Cuando se anunció que César había tomado a Arimino, y que con su ejército se dirigía contra la ciudad, todos entonces se volvieron a mirar a Catón, el pueblo y Pompeyo, como alguien que había conocido al principio y había manifestado abiertamente cuáles eran las ideas de César; y él les dijo: «Pues si algunos de vosotros, oh ciudadanos, hubiera dado crédito a lo que siempre estuve pronosticando y aconsejando, ni ahora temeríais a un hombre solo, ni en un hombre solo tendríais vuestras esperanzas». Reponiendo a esto Pompeyo que si Catón había tenido más tino profético él había obrado con más amistad, aconsejó Catón al Senado que la suma de los negocios la encomendara a sólo Pompeyo, pues era propio de los mismos que causaban grandes males el hacerlos cesar. Pompeyo, pues, no teniendo tropas prontas, ni viendo gran decisión en los soldados que acababa de reclutar, se salió de Roma, y Catón, que tenía resuelto seguirle y acompañarle, envió a su hijo menor al país de los Brutios, a poder de Munacio, conservando el mayor a su lado. Atendiendo, pues, al cuidado de su casa y de sus hijas, que se lo rogaban, volvió a recibir otra vez a su mujer Marcia, que había quedado viuda con cuantiosos bienes, porque Hortensio a su fallecimiento la había dejado por heredera. Este fue para César uno de los principales capítulos de recriminación y difamación contra Catón, atribuyéndole en este hecho miras de codicia y de bajo interés: «Porque, a qué propósito —decía— despachar la mujer cuando la había menester a su lado, y volverla a recibir después cuando no la necesitaba, si desde el principio no pasó aquella mujerzuela a poder de Hortensio como un cebo, para darla joven y volver a recobrarla rica?». Pero a esto se aplican muy oportunamente aquellos versos de Eurípides:

Primero improbaré lo que es un crimen
decirlo o suponerlo; ¿y cuál más grande
que de cobarde motejar a Alcides?

Porque, efectivamente, sería lo mismo que motejar a Héracles de tímido, acusar a Catón de avaro; si hizo bien o mal en tornar a este casamiento, por otra parte ha de examinarse, pues inmediatamente que Catón celebró su segundo matrimonio con Marcia le hizo entrega de su casa y de sus hijas, y él se fue en seguimiento de Pompeyo.

LIII.— Dícese que desde aquel día ni se cortó el cabello, ni se hizo la barba, ni tomó corona, sino que conservó hasta la muerte, fuesen vencedores o vencidos, un mismo tenor de duelo, de aflicción y de abatimiento sobre las calamidades de la patria.

Tocóle entonces por suerte la Sicilia, y marchó a Siracusa; pero sabiendo que Asinio Polión, de la facción enemiga, había llegado con tropas a Mesena, le escribió pidiéndole razón de aquel viaje. Fuéle pedida a su vez por Polión de la mudanza hecha en las cosas de la república, y como al mismo tiempo entendiese que Pompeyo dejaba enteramente la Italia, y tenía sus reales en Dirraquio, prorrumpió en la expresión de que había grande error e inconstancia en las cosas divinas; pues que había sido invencible Pompeyo mientras no había hecho nada saludable y justo, y ahora, cuando quería salvar la patria y combatir por la libertad, lo abandonaba su próspera fortuna. Dijo, pues, que bien tenía fuerzas para arrojar a Asinio de la Sicilia, pero que viniendo en socorro de éste más tropas, no quería que la isla se perdiese en aquella guerra. Por lo que, aconsejando a los Siracusanos que se arrimaran al vencedor y se salvaran, salió de la Sicilia.

Llegado donde se hallaba Pompeyo, siempre se mantuvo en el mismo dictamen de que no se dieran largas a aquella guerra con esperanzas de que se hiciese la paz, y no queriendo que la república, quebrantada en tan injusta contienda, sostenida contra sí misma, llegara a lo sumo de los males, encomendando al hierro la decisión de su suerte. Otros consejos hermanos de éste dio a Pompeyo y a sus asesores, persuadiéndolos a que se decretase que ninguna ciudad de las sujetas a la república sería saqueada, ni ningún romano muerto fuera de las filas; lo que le granjeó gran reputación, y atrajo a muchos al partido de Pompeyo, conducidos de su equidad y mansedumbre.

LIV.— Enviado al Asia para que ayudara a los que estaban encargados de allegar naves y gentes, llevó consigo a su hermana Servilia y a un hijo pequeño que, ésta había tenido de Lúculo, porque le había seguido, logrando con esto borrar en gran parte la nota de su inmoderada conducta, pues que, se había sujetado voluntariamente al cuidado, a los viajes y al austero método de vida de Catón; sin embargo César no dejó, a pretexto de la hermana, de lanzar dicterios contra Catón. Parece que los generales de Pompeyo en las demás partes no habían tenido necesidad del auxilio de aquel; pero a los Rodios él fue quien los atrajo con su persuasión; y dejando en aquella ciudad a Servilia y al niño, volvió a unirse con Pompeyo, que ya tenía un brillante ejército y una numerosa escuadra. En esta ocasión puso Pompeyo bien de manifiesto cuáles eran sus ideas, porque había resuelto dar a Catón el mando de las naves, que las de guerra no bajaban de quinientas, y los transportes, las de avisos y barcos rasos no tenían número; pero habiendo recapacitado luego, o sido advertido por sus amigos de que para Catón no había más que un punto capital, y era el de libertar a la patria de toda dominación, y que por lo mismo, si se ponían a su disposición tantas fuerzas en el día que vencieran a César, en aquel mismo trataría de que Pompeyo depusiera las armas y se sujetara a las leyes, mudó de determinación, sin embargo de que ya lo había comunicado a aquel, y nombró a Bíbulo general de la armada. Mas, sin embargo, no observó que por eso se hubiese entibiado la amistad de Catón hacia él. Y aun se dice que para una batalla ante Dirraquio exhortó Pompeyo a las tropas, y quiso que cada uno de los generales les dirigiese la palabra para inflamarlos; ejecutado así, los soldados los escucharon en silencio y sin hacer el menor movimiento; pero hablándoles Catón después de todos de los objetos propios del momento, según lo que acerca de ellos enseña la filosofía, de la libertad y la virtud, de la muerte y de la gloria, mostrándose interiormente conmovido, y habiendo vuelto al concluir su discurso a la invocación de los dioses, como que se hallaban presentes y eran testigos de aquel combate, levantóse tal gritería y fue tan grande la conmoción del ejército, que todos los caudillos, llenos de las mayores esperanzas, corrieron denodados al peligro. Cuando llevaban derrotados y batidos a los enemigos, el genio de César les arrebató el complemento de la victoria, valiéndose de la nimia circunspección de Pompeyo y de su sobrada desconfianza, según que, en la Vida de éste lo tenemos escrito. Alegrábanse, los demás y celebraban este suceso, pero Catón lloraba sobre la patria, y maldecía la funesta y malhadada ambición de mando, por la que veía a muchos excelentes, ciudadanos muertos a manos unos de otros.

LV.— Cuando para perseguir a César después de esta acción movió Pompeyo hacia la Tesalia, dejó en Dirraquio gran cantidad de armas, de efectos y de personas próximas o allegadas, y constituyó por caudillo y guarda, de todo a Catón, no dándole, sin embargo, más que quince cohortes de soldados, por la desconfianza y miedo con que le miraba, pues sabía que si él era vencido ninguno le sería más fiel, mas si vencía, no le permitiría sacar de la victoria el partido que deseaba, como hemos dicho. Otros muchos varones principales se habían retirado también a Dirraquio con Catón; y cuando sucedió la terrible derrota de Farsalia, ésta fue la resolución que le parecía debía tomar: si Pompeyo era muerto, transportar a Italia los que tenía a su cuidado, y él retirarse a vivir en destierro, lo más lejos que pudiera de la tiranía; y si Pompeyo era salvo, guardar para él aquellas fuerzas. Pasando con esta intención a Corcira, donde estaba la armada, cedió el mando a Cicerón, que había gozado de la autoridad consular, no habiendo él sido más que pretor; pero como Cicerón no lo admitiese y se diese la vela para Italia, viendo a Pompeyo el Menor decidido a castigar con un arrojo y una osadía muy fuera de sazón a los que los abandonaban, y que el primero en quien iba a poner las manos era Cicerón, lo amonestó en secreto, y logró templarle, con lo que a Cicerón seguramente lo libertó de la muerte y a los demás les proporcionó seguridad.

LVI.— Conjeturando que Pompeyo Magno habría ido a parar al Egipto o al África, dio la vela para unírsele cuanto antes, llevando consigo a todos los que tenía a sus órdenes, pero no sin manifestarles antes que tenían permiso para retirarse los que no le acompañasen de buena voluntad. Llegado al África, y costeando, por aquel mar, se encontró a Sexto, el hijo menor de Pompeyo, quien le anunció la muerte de su padre en el Egipto. Manifestaron, pues, todos el mayor sentimiento, y después de Pompeyo ninguno quería ni siquiera oír hablar de otro general que Catón, hallándose éste presente; y por lo mismo Catón, lleno de rubor y compasión hacia unos hombres de probidad que tantas muestras le habían dado de su confianza, no quiso dejarlos solos ni abandonarlos en país extraño, y encargándose del mando, pasó a Cirene, donde fue admitido, a pesar de que pocos días antes habían excluido de sus puertas a Labieno. Habiéndose informado allí de que Escipión, el suegro de Pompeyo, había sido bien recibido por el rey Juba, y que Apio Varo, designado pretor del África por Pompeyo, se hallaba con ellos, teniendo fuerzas a su disposición, marchó por tierra en la estación del invierno, conduciendo gran número de acémilas cargadas de agua, y llevando además mucho botín, carros y los que se llamaban psilos, que curaban las mordeduras de las serpientes, chupando con la boca el veneno, y que amortiguaban y adormecían a las mismas serpientes con encantamientos. Fue la marcha de siete días continuos, y siempre caminó al frente de las tropas, sin usar de caballo ni de carruaje. Cenaba sentado desde el día en que supo la derrota de Farsalia, añadiendo a las demás demostraciones de duelo la de no reclinarse sino para dormir. Habiendo pasado en el África el invierno, sacó a campaña sus tropas, que eran poco menos de diez mil hombres.

LVII.— Hallábanse en mal estado las cosas de Escipión y Varo, a causa de que por discordias y disensiones entre sí tenían que lisonjear y hacer la corte a Juba, que sin esto era insufrible, por la gran altanería y orgullo que le daban sus riquezas y poder, así es que, habiendo de verse por la primera vez con Catón, puso su sitial en medio del de éste y el de Escipión: pero Catón, luego que lo vio, tomando su sitial, lo pasó al otro lado, poniendo en medio a Escipión, no obstante que era su enemigo y había publicado un libro en que se proponía difamarle. Mas a esto no le dan ningún valor, y porque en Sicilia paseándose tomó en medio a Filóstrato en honor de la filosofía, por esto le censuran. Entonces, pues, contuvo a Juba, que casi había hecho sus sátrapas a Escipión y a Varo, y a éstos los reconcilió e hizo amigos. Deseaban todos que tomara el mando, y Escipión y Varo fueron los primeros que, desistiendo de él, se lo cedieron; pero respondió que no quebrantaría las leyes cuando hacían la guerra al que las quebrantaba, ni se antepondría, no siendo más que pretor, al que era procónsul, porque Escipión había sido nombrado procónsul, y los más tenían gran confianza de que vencerían por el nombre, mandando el África un Escipión.

LVIII.— Luego que Escipión se encargó del mando, quiso, por complacer a Juba, que se diera muerte sin distinción a los Uticenses, y que se asolara su ciudad, por ser partidaria de César; pero Catón no lo consintió, sino que, clamando y exhortando en la junta, e invocando a los dioses, aunque con trabajo, consiguió por fin desvanecer tan crueles intenciones, y ora cediendo a los ruegos de los mismos Uticenses, ora atendiendo a lo que también deseaba Escipión, tomó a su cargo guarnecer y fortificar aquella ciudad, para que ni según su voluntad ni contra ella se uniera a César, pues el país era útil para todo, y proveía suficientemente a los que le ocupasen; y aun se hizo más fuerte entre las manos de Catón. Porque introdujo en ella extraordinaria copia de víveres, y reforzó las murallas, levantando torres y formando delante del recinto grandes fosos y estacadas. Dispuso que la juventud de los Uticenses residiese en las trincheras, entregándole las armas, y que los demás permaneciesen en la ciudad, cuidando con esmero de que no se les causase la menor injusticia ni vejación por los Romanos. Remitió a las tropas del campamento armas, fondos y víveres, y en general tuvo a Utica por almacén y depósito de la guerra. El consejo que había dado antes a Pompeyo y entonces a Escipión de que no se entrara en batalla con un hombre aguerrido y temible, sino que se ganara tiempo, porque éste es el que marchita el vigor de la tiranía, lo miraba también con desprecio Escipión, por su vana arrogancia, y aun en cierta ocasión escribió a Catón tachándole de cobarde, pues que, no contento con estar quieto en una ciudad guardado con murallas, no quería dejar a los demás que, según la oportunidad, obraran decididamente como les pareciese. Replicóle Catón que estaba pronto a tomar las tropas de infantería y caballería que había traído al África, y transportarlas a Italia, haciendo de este modo que César los dejase a ellos y mudando de plan corriera en su seguimiento. Mas como también se burlase Escipión de este partido, Catón se mostró pesaroso de haberse desprendido del mando, viendo que Escipión ni era capaz de administrar bien la guerra, ni, si, contra toda esperanza, le salían las cosas felizmente, había de hacer del poder un uso moderado y legítimo. Por lo mismo formó Catón concepto, y así lo expresó a los que tenía a su lado, de que no se podían tener buenas esperanzas del resultado de la guerra, por la impericia y temeridad de los caudillos; pero que si por una feliz casualidad César fuese derrotado, sería preciso no permanecer en Roma, sino huir de la dureza y crueldad de Escipión, a quien ya se habían oído terribles y soberbias amenazas contra muchos; pero el mal vino más presto de lo que se esperaba, porque a muy alta noche llegó un correo con tres días de viaje, anunciando que, habiéndose dado una gran batalla junto a Tapso, todo se había perdido, quedando César dueño del campamento, que Escipión y Juba habían huido con muy pocos, y las demás fuerzas habían perecido.

LIX.— A tales nuevas, como es natural en medio de una guerra, y siendo recibidas de noche, la ciudad casi perdió el juicio, y no podía contenerse dentro de las murallas; pero recorriéndola Catón, detenía a los que pugnaban por salir, y consolaba a los que se mostraban abatidos, disipando el terror y la turbación del miedo con decir que quizá no habría sido tanto, y que la relación sería exagerada, con lo que logró sosegar el tumulto. Por la mañana muy temprano echó un pregón para que acudieran al templo de Júpiter los trescientos que le servían de Senado, siendo ciudadanos Romanos ocupados en el África en el comercio y en el cambio, y con ellos los senadores que allí se hallaban y los hijos de éstos. Mientras se reunían se presentó, con semblante inalterable y sereno, como si no hubiera ninguna novedad, y se puso a leer un cuaderno que tenía en la mano, que era el inventario de los objetos preparados para la guerra, armas, víveres, arcos y soldados. Cuando ya estuvieron juntos, empezando por los trescientos, y tributando grandes alabanzas al celo y fidelidad que habían mostrado, por haber sido de grandísimo recurso, con sus caudales, con sus personas y con sus consejos, los exhortó a no dividirse formando cada uno particulares esperanzas y pensando en huir y salvarse sólo, pues si permanecían unidos y en actitud de guerra, César los despreciaría menos, y librarían mejor cuando llegara el momento de haberle de suplicar. Dejóles que ellos mismos deliberaran sobre su suerte, pues ninguno de los dos partidos vituperaría, sino que si se mudaban con la fortuna, atribuiría esta mudanza a la necesidad, y si se mantenían en su anterior propósito, exponiéndose a todo por la libertad, no sólo los elogiaría, sino que admiraría su virtud, presentándose a ser su caudillo y compañero de armas hasta tener el último desengaño de la patria, que no era Utica, ni Adrumeto, sino Roma, la cual muchas veces de mayores caídas se había levantado a superior grandeza; que todavía les quedaban muchos auxilios para su salud y seguridad, siendo el mayor de todos el hacer la guerra a un hombre llamado a un tiempo a muchas partes; pues la España se había pasado al partido del hijo de Pompeyo, y Roma, desacostumbrada al freno, no sólo no le recibía, sino que se enfadaba e irritaba contra toda mudanza; y finalmente, no debía huirse el peligro, pudiendo tomar lección del mismo enemigo, que ponía a riesgo su vida por las mayores violencias e injusticias, y no como ellos, para quienes la incertidumbre de la guerra había de terminar o en la vida más dichosa y feliz si eran vencedores, o en la más gloriosa muerte si eran vencidos. Mas con todo, concluyó con que ellos por sí mismos debían resolver, haciendo votos porque su determinación tuviera el próspero fin que correspondía a su anterior valor y patriotismo.

LX.— Dicho esto por Catón, en algunos había hecho su discurso el efecto de inspirarles confianza, pero en los más, olvidados, puede decirse, al ver su impavidez, su grandeza de alma y su humanidad, de los peligros de aquella situación, teniéndole a él solo por su caudillo, invicto y superior a todos los casos de la fortuna, le rogaban que dispusiera de sus personas, de sus intereses, de sus armas, como le pareciese; porque más querían morir puestos en sus manos que salvarse haciendo traición a tan encumbrada virtud. Propúsose por uno de los concurrentes que podría ser oportuno decretar la libertad de los esclavos, y conviniendo los más en ello, dijo Catón que no consentiría en que tal se hiciese, porque no era justo ni conforme a las leyes; y sólo manumitiéndolos sus dueños recibiría a los que se hallasen en edad de tomar las armas. Hiciéronle enseguida muchas ofertas, y diciendo que los que quisieran se suscribieran en un registro, se retiró.

Llegáronle de allí a poco cartas de Juba y Escipión, de los cuales aquel, que se había ocultado en un monte con algunos pocos de los suyos, le preguntaba qué determinaba se hiciese; porque le aguardaría si pensaba dejar a Utica, y si prefería sufrir un sitio, le auxiliaría con su ejército; y Escipión, que estaba al ancla en un promontorio no lejos de Utica, le manifestaba que también esperaba su resolución.

LXI.— Pareciále conveniente a Catón detener a los que habían traído las cartas hasta estar bien seguro de lo que harían los trescientos: porque los del Senado se mantenían en la mejor disposición, y dando al punto libertad a sus esclavos, los había armado; pero en cuanto a los trescientos, gente de mar y de negocios, y cuya riqueza consistía en esclavos por la mayor parte, en sus ánimos habían permanecido por poco tiempo las palabras de Catón, y muy pronto se habían desvanecido, a la manera de ciertos cuerpos que reciben fácilmente el calor y fácilmente se quedan fríos retirados del fuego. Así éstos teniéndolo cerca a Catón, y viéndole, los inflamaba y acaloraba; pero hablando luego unos con otros, el miedo de César podía más que el respeto a Catón y a la virtud. «Porque, ¿quiénes somos nosotros —decían— y quién es aquel cuyas órdenes rehusamos obedecer? ¿No es aquel mismo César a quien se ha transferido todo el poder de los Romanos? De nosotros ninguno es ni Escipión, ni Pompeyo, ni Catón. ¿Y en un tiempo en que todos desatienden lo conveniente y justo por el miedo, en este mismo, defendiendo nosotros la libertad de los Romanos, haremos la guerra desde Utica a aquel mismo de quien huyó Catón con Pompeyo, dejándole dueño de la Italia? ¿Y daremos libertad a nuestros esclavos contra César, cuando nosotros mismos no tendremos otra libertad que la que él quiera dejarnos? Miserables de nosotros, lo mejor es que, conociéndonos en tiempo, aplaquemos al vencedor y le enviemos rogadores». Así pensaban los más moderados de los trescientos, pero la mayor parte estaban en asechanza de los senadores, con ánimo de echarles la mano, para templar por este medio la ira de César contra ellos.

LXII.— Aunque Catón no dejó de rastrear su mudanza, nada les dijo por entonces; pero escribiendo a Escipión y Juba que no pensaran en venir a Utica, por la desconfianza que tenía en los trescientos, despachó los correos.

Los de caballería huidos de la batalla, que no componían un número despreciable, se dirigieron a Utica, y enviaron a Catón tres mensajeros, que no venían con un mismo pensamiento, porque unos querían ir a unirse con Juba, otros agregarse a Catón, y aun había otros que tenían miedo de entrar en Utica. Catón, oídos sus mensajes, dio orden a Marco Rubrio para que estuviera en observación de los trescientos, recibiendo sosegadamente las suscripciones para la libertad de los esclavos, sin violentar a nadie; y tomando consigo a los del orden senatorio, salió fuera de Utica en busca de los comandantes de la caballería. Llegado a ellos, les rogó que no abandonaran a tan esclarecidos senadores de Roma, ni prefirieran a Juba por su general en comparación de Catón, sino que juntos se salvaran y los salvasen, entrando en una ciudad que no podía ser tomada por fuerza, y que tenía víveres y todo género de municiones y pertrechos para muchos años. Rogábanles esto mismo con lágrimas los senadores, y los comandantes fueron a tratarlo con los soldados. En tanto, Catón se sentó con aquellos en un colladito para esperar la respuesta.

LXIII.— Llegó en esto Rubrio, acusando con grande enfado a los trescientos de estar moviendo una terrible confusión y alboroto para turbar la tranquilidad y hacer que la ciudad se rebelase. Al oír su relación, decayeron todos de ánimo, y prorrumpieron en lágrimas y sollozos; pero Catón procuró alentarlos, y a los trescientos les envió a decir tuviesen paciencia hasta su vuelta vinieron a este tiempo los que habían ido a explorar la tropa de caballería, y sus proposiciones no eran tan moderadas como hubiera sido de desear; porque decían que no necesitaban del sueldo de Juba, ni temían a César teniendo por caudillo a Catón; pero que encerrarse con los Uticenses, que al fin eran Fenicios y mudables, les parecía cosa dura: «Pues si ahora están tranquilos —decían—, a la llegada de César se volverán contra nosotros, y nos entregarán traidoramente; así, que quien quiera valerse de nuestras armas y nuestras personas, eche primero fuera a los Uticenses, o acabe con ellos, y entonces llámenos a una ciudad purificada de enemigos y de bárbaros». Proposiciones bárbaras y feroces parecieron éstas a Catón; mas, sin embargo, respondió templadamente que lo trataría con los trescientos; y volviendo a la ciudad, se fue a ver con éstos, los cuales no anduvieron buscando pretextos y disculpas por respeto a su persona, sino que se le mostraron altaneros, diciendo que, si se pensaba en violentarlos a hacer la guerra a César, ni podían ni querían. Algunos dejaron escapar ciertas expresiones sobre los senadores, y sobre detenerlos en la ciudad hasta la llegada de César; pero en cuanto a esto, hizo Catón como que no lo había oído, porque era un poco sordo; mas como llegase uno y le dijese que los de a caballo se marchaban, temeroso de que los trescientos tomasen alguna cruel determinación con los senadores, se levantó, partió con los que siempre tenía a su lado, y viendo que aquellos efectivamente se habían puesto en marcha, tomó un caballo y fue a alcanzarlos. Vieron con gran placer que se dirigía hacia ellos, le aguardaron, y pidieron que con ellos se salvase; y se dice que en aquella ocasión se vio a Catón derramar lágrimas, rogándoles por los senadores, tendiéndoles las manos, y volviendo por las riendas algunos caballos y cogiéndoles las armas, hasta que recabó que aguardasen por aquel día, para proporcionar a aquellos seguridad en su fuga.

LXIV.— Luego que volvió con ellos y puso a unos en las puertas y a otros les confió la guardia de la ciudadela, temieron los trescientos que iba a tomarse venganza de su mudable conducta; por lo que enviaron rogadores a Catón, pidiéndole encarecidamente que pasase a oírles; pero rodeándole los senadores, no se lo permitían, diciendo que no era razón dejar a su salvador y protector a la discreción de unos traidores desleales. Porque, a lo que parece, todos cuantos se hallaban en Utica conocían, deseaban y admiraban igualmente, la virtud de Catón, no quedándoles duda que nada había en sus obras que no fuese puro y sin doblez. Así es que un hombre que muy de antemano tenía resuelto quitarse la vida, se tomaba por los otros los mayores trabajos, cuidados y afanes, para poder, después de haberlos sacado a todos a salvo, sacarse a sí mismo de entre los vivientes, pues era bien clara su decisión de darse la muerte, aunque él no lo dijese. Prestóse, pues, a los deseos de los trescientos, después de haber tranquilizado a los senadores, y se dirigió solo a ellos; éstos se le mostraron agradecidos, rogándole que en todo lo demás se valiera y dispusiera de ellos con entera confianza, pero si no eran Catones, ni tenían el espíritu de Catón, compadeciera su debilidad. Dijéronle, además, que estaban resueltos a enviar quien suplicase a César, siendo su principal y primer ruego a favor del mismo, y que si no fuesen atendidos, no admitiría la gracia que se les dispensase, sino que pelearían por él mientras les durase el aliento. Catón, agradeciendo su buena voluntad, dijo que en cuanto a sí mismos y a su propia salud convenía no perdieran tiempo en hacer sus ruegos; mas que por él no pidieran, porque las súplicas son de los vencidos y las excusas de los que han agraviado; y él, no sólo se había conservado invicto por toda su vida, sino que había vencido hasta donde había querido, habiéndose sobrepuesto a César en las cosas honestas y justas, siendo éste el cautivo y el sojuzgado; porque ahora estaban bien claros y manifiestos los criminales proyectos que había negado tener contra la república.

LXV.— Después de tenida esta conferencia con los trescientos, se retiró, y dándosele aviso que César estaba ya en camino con todo su ejército: «Hola —dijo— ¿conque nos tiene por hombres?». Y vuelto a los senadores, les rogó que no se detuviesen, sino que se salvasen, mientras todavía permanecían allí los de caballería. Cerró las demás puertas, y desde la única que daba al mar distribuyó las embarcaciones a los que estaban bajo su mando, cuidando del orden que habían de llevar, precaviendo toda injusticia, disipando las rencillas y dando para el viaje a los que carecían de medios. Marco Octavio, que mandaba dos legiones, vino a poner sus reales cerca de Utica, y habiendo enviado quien dijese a Catón que deseaba se aclarase quién entre los dos había de tener el mando, a él nada le respondió, pero a sus amigos les dijo: «¿Y nos admiramos cómo se ha perdido la república, viendo que la ambición del mando nos sigue hasta el borde del precipicio?». Noticiósele a este tiempo que la caballería iba a partir, llevándose como despojos los bienes de los Uticenses, y dirigiéndose precipitadamente a ella, quitó aquellos efectos de las manos a los primeros que encontró, con lo que ya los demás se dieron prisa a arrojar lo que cada uno llevaba, y todos de vergüenza continuaron su marcha sin rebullirse y mirando al suelo. Catón, congregando dentro de la ciudad a los Uticenses, les pidió, en favor de los trescientos, que no irritasen a César contra ellos, sino que mutuamente se procuraran la salud. Volviendo otra vez a la puerta del mar, estuvo mirando los que se embarcaban, y obsequió y acompañó a los amigos y huéspedes, de quienes pudo conseguir que marcharan. Al hijo no le propuso que se embarcase, ni creyó que sería puesto en razón que se separase del padre. Había un tal Estatilio, hombre de pocos años todavía, pero que aspiraba a tener una grande entereza de ánimo y quería imitar la impasibilidad de Catón. Deseaba, pues, que éste también marchase, porque era de los que conocidamente aborrecían a César; y viendo que se resistía a ello, vuelto Catón a mirar a Apolónides el Estoico y a Demetrio el Peripatético: «Obra vuestra ha de ser —les dijo— el desinflamar a este hinchado y amoldarle a lo que conviene». Continuó después en despedir a los demás, dando dinero a los que lo habían menester, y pasó en esto aquella noche y la mayor parte del día siguiente.

LXVI.— Lucio César, deudo del otro César, estando para partir, por diputado de los trescientos, rogaba a Catón que le formase un discurso elocuente, para hacer uso de él en su comisión a favor de aquellos: «Porque en cuanto a ti —le dijo— me parece que debo tomar las manos de César y arrojarme a sus pies»; pero Catón no permitió hiciera semejante cosa: «Pues si yo quisiera —le dijo— que mi salud fuera una gracia de César, a mí me tocaba ir a implorarla directamente; mas no quiero tener nada que agradecer a un tirano en aquello mismo en que es injusto, y no puede menos de serlo, salvando como dueño y señor a los que no era razón dominase; y en cuanto al modo que se ha de tener en rogar por los trescientos, está bien que lo examinemos de común acuerdo, si te parece». Vióse, pues, para esto con Lucio, a quien al tiempo de marchar le recomendó su hijo y sus más allegados, y despidiéndose de él y abrazándole, volvió a su casa, donde, reuniendo a su hijo y a los amigos, les habló de otras diferentes cosas, y les manifestó que no era conveniente que aquel joven tomara parte en el gobierno, pues los negocios no permitían que pudiera haberse de un modo digno de Catón; y no siendo así, sería una afrenta. A la entrada de la noche pasó al baño, y acordándose mientras se bañaba de Estatilio, dijo en alta voz: «¿Has despedido, oh Apolónides, a Estatilio, haciéndole bajar de su altivez, y se ha embarcado sin siquiera saludarme?». «¿Cómo? —replicó Apolónides—. No ha sido posible; por más que le he hablado, sino que conserva su ánimo erguido e irreducible, manteniéndose en que quiere quedarse y hacer lo mismo que tú hicieres». A esto dicen que Catón se sonrió y dijo: «Pues bien, eso luego se verá».

LXVII.— Después del baño cerró con muchos convidados, sentado, como tenía de costumbre después de la batalla de Farsalia porque no se recostaba sino para dormir. Eran del convite todos sus amigos y los magistrados de los Uticenses; la conversación de sobremesa fue, con la bebida, erudita y amena, pasando de unas en otras pláticas sobre asuntos filosóficos, hasta que la disputa vino a recaer sobre las que se llamaban paradojas de los estoicos; tales como esta: «Que sólo el bueno es libre y esclavos todos los malos». Aquí, como era natural, contradijo el Peripatético, a quien replicó con vehemencia Catón, y aumentando el tono y la presteza de la voz, llevó muy lejos el discurso, entablando una maravillosa contienda: de manera que a nadie le quedó duda de que su ánimo era poner término a la vida y librarse de los males que le rodeaban. Así es que, acabado el discurso, fue grande el silencio y la tristeza en que quedaron todos. Pero observándolo Catón y queriendo desvanecer la sospecha hizo varias preguntas, y mostró cuidado sobre el estado de las cosas, temiendo —decía— por los que viajaban por el mar y por los que caminaban por un desierto falto de agua y habitado de bárbaros.

LXVIII.— Levantáronse con esto de la mesa, y habiéndose paseado con sus amigos, según que de sobrecena lo tenía de costumbre, dio a los comandantes de las guardias las órdenes que las circunstancias exigían, y se retiró a su habitación, después de haberse despedido del hijo y de cada uno de los amigos con más cariño y expresión de lo que acostumbraba. Dando otra vez sospechas con esa novedad de lo que tenía meditado. Entrado que hubo, se encerró, y tomó en su mano el diálogo de Platón que trata del alma: cuando llevaba leída la mayor parte, se volvió a mirar encima de su cabeza, y no viendo colgada la espada, porque el hijo la había quitado mientras estaba en la mesa, llamando a un esclavo, le preguntó quién había tomado la espada. No le respondió el esclavo, y otra vez volvió al libro, pero al cabo de poco, sin manifestar cuidado ni solicitud, sino haciendo como que necesitaba la espada, mandó que se la trajesen. La dilación era larga, y nadie parecía; acabó, pues, de leer el libro, y volviendo a llamar a los esclavos en voz ya más alta, les pidió la espada, y aun a uno de ellos le dio una puñada en la cara, lastimándose y ensangrentándose la mano. Irritóse entonces sobremanera, y a grandes gritos decía que el hijo y los esclavos trataban de entregarlo inerme en manos de su enemigo; hasta que el hijo corrió llorando con los amigos, y echándose a sus pies, se lamentaba y le hacía los más tiernos ruegos. Levantándose entonces Catón y mirándole indignado: «¿Cuándo o cómo —le dijo— he dado yo motivo sin saberlo para que se crea que he perdido el juicio? Nadie me amonesta y corrige por haber tomado alguna desacertada disposición, ¿y se me quiere prohibir que me dirija por mi razón y se me desarma? ¿Por qué, oh joven, no atas a tu padre, volviéndole las manos a la espalda hasta que venga César y me encuentre en estado de que ni siquiera pueda defenderme? Porque puedo muy bien no pedir la espada contra mí, cuando con detener un poco el aliento o con estrellarme contra la pared está en mi mano el morir».

LXIX.— Dicho esto, el joven salió haciendo grandes lamentaciones, y con él los demás, no quedando otros que Demetrio y Apolónides, a los cuales habló ya más templadamente, diciéndoles: «¿Acaso vosotros también os habéis propuesto detener en la vida a un hombre de mi edad, observándole en silencio sentados? ¿O venís con algún discurso para persuadir que no es terrible ni vergonzoso el que, destituido Catón de otro medio de salvación, la espere de su enemigo? ¿Por qué no halláis, demostrándome esta proposición y haciéndome desaprender lo aprendido, para que desechadas las primeras opiniones y doctrinas en que me he criado y hecho más sabio a causa de César, le tenga que estar más agradecido? Hasta ahora nada tengo determinado hacer de mí; pero cuando lo determine, es razón que quede dueño de ejecutar lo que resolviere. En cierta manera voy a deliberar con vosotros pues que me he de valer de las razones con que soléis vosotros filosofar. Idos, pues, confiados, y decid a mi hijo que no violente a su padre en aquello que no puede persuadirle».

LXX.— Nada respondieron a esto Apolónides y Demetrio, sino que se salieron llorando. Vino en esto un mozuelo trayéndole la espada, y tomándola en la mano la desenvainó y reconoció; y al ver que conservaba la punta y el filo, diciendo «Ahora soy mío», puso a un lado la espada y volvió a leer el libro, diciéndose que lo pasó todo dos veces. Después se recogió y durmió un sueño tan profundo, que se le oía de la parte de afuera. Y como a la media noche, llamó a sus libertos Cleantes, que era médico, y Butas, de quien principalmente se valía para los encargos relativos al gobierno. Envióle, pues, al mar para que informándose de si todos se habían embarcado, volviera a decírselo, y al médico le alargó la mano, que estaba manchada del golpe que había dado al esclavo, para que se la vendara, cosa que hizo muy a gusto de todos, porque parecía indicio de querer vivir. A poco volvió Butas anunciando que todos los demás se habían dado a la vela, y sólo Craso se había quedado, por cierta ocupación, nada más que en cuanto no estar embarcado, y que era grande la tormenta y viento que agitaba el mar. Suspiró Catón al oírlo, por compasión de los que se hallaban embarcados y otra vez mandó a Butas a la ribera para que, si algo no había dado la vuelta por faltarle alguna cosa, le trajese el aviso. Cantaban ya los gallos, y se recogió otro poco para dormir; pero volviendo Butas, y diciéndole que había la mayor quietud en el puerto, le mandó que cerrara la puerta, y se puso en el lecho como para descansar lo que restaba de la noche; mas luego que salió Butas, desenvainando la espada, se la pasó por debajo del pecho, y no habiendo tenido la mano bastante fuerza por la hinchazón, no pereció al golpe, sino que cayó de la cama medio moribundo e hizo ruido, por haber derribado una caja de instrumentos geométricos que estaba inmediata, con lo cual, habiéndolo sentido los esclavos, empezaron a gritar, y acudieron inmediatamente el hijo y los amigos. Viéndole bañado en sangre y que tenía fuera las entrañas, todos se conmovieron terriblemente, y el médico, que también había entrado, como las entrañas estuviesen ilesas, procuró reducirlas y cerrar la herida; pero luego que Catón volvió del desmayo y recobró el sentido, apartó de sí al médico, se rasgó otra vez la herida con las manos, y despedazándose las entrañas, falleció.

LXXI.— En menos de lo que pudiera necesitarse para que se hubiera difundido la novedad por toda la casa, estaban ya a la puerta los trescientos, y de allí a poco había acudido en tropel el pueblo de Utica, llamándole a una voz su bienhechor y salvador, y esto lo hacían cuando se les daba aviso de que ya César estaba a las puertas; pero ni el miedo ni la adulación al vencedor, ni sus mismas divisiones y discordias, los hicieron más contenidos en tributar todo honor a Catón. Adornando, pues, el cadáver con el mayor esmero, y disponiéndole unas magníficas exequias, le enterraron en la ribera del mar, en el sitio en que hay ahora una estatua suya con espada en mano, y hasta haberlo ejecutado no pensaron en los medios de salvarse y salvar la ciudad.

LXXII.— César, cuando supo por los que llegaban de Utica que Catón se mantenía allí sin pensar en huir, y que despachando a los demás él y su hijo y sus amigos atendían a todo sin mostrar recelo, no sabía qué pensar de aquella conducta; y como hiciese de él la mayor cuenta, siguió con el ejército apresurando la marcha; pero luego que oyó su muerte, se dice que exclamó: «¡Oh Catón, te envidio la gloria de tu muerte, ya que tú no me has querido dejar la de salvarte!». Porque, en realidad, el que Catón, habiendo esperado, hubiera debido la vida a César, más que en desdoro de su nombre, había de ceder en honor y gloria de éste. Lo que habría sido no se sabe, aunque las conjeturas están en favor de César.

LXXIII.— Murió Catón a los cuarenta y ocho años de edad; su hijo ninguna ofensa recibió de César. Dícese de él que fue desidioso, y en punto a mujeres, no del todo irreprensible; así en Capadocia, siendo su huésped Marfadates, que era de la familia real y tenía una mujer muy bien parecida, como se detuviese más tiempo del que convenía, se le zahirió diciéndose contra él:

Mañana se va Catón,
al cabo de treinta días;
Porcio son y Marfadates
dos amigos, alma una

Porque el nombre de la mujer de Marfadates en griego equivalía al del alma; y además,

Noble e ilustre es Catón:
es su alma un alma regia.

Mas toda esta mala nota la borró y desvaneció con su muerte; porque peleando en Filipos por la libertad de la patria contra César y Antonio, como fuese vencida su división, y no quisiese ni huir ni ocultarse, provocó a los enemigos, poniéndoseles bien a la vista, trató de alentar a los que todavía, quedaban con él, y murió dejando a los contrarios admirados de su valor. Aun fue más admirable la hija de Catón, que no cedía al padre ni en modestia ni en valor. Estaba casada con Bruto, el que mató a César; tuvo parte con él en aquella conjuración, y se quitó la vida de un modo digno de su linaje y de tanta virtud, como en la Vida de Bruto lo dejamos escrito. Estatilio, aquel que quería imitar a Catón, entonces fue detenido por los filósofos, para que no se diese muerte como intentaba, pero después, habiéndose mostrado muy bien y muy útil a Bruto, murió con él en la batalla de Filipos.

AGIS Y CLEÓMENES Y TIBERIO Y GAYO GRACO

I.— No dejan de proceder con razón y tino los que aplican a los ansiosos de gloria la fábula de Ixión, que abrazó a una nube en lugar de Hera, y de aquel congreso nacieron los Centauros, porque también aquellos, abrazando la gloria como una imagen de la virtud, no hacen nada fijo y determinado, sino cosas bastardas y confusas, llevados ora a una parte y otra a otra, siguiendo los deseos y las pasiones ajenas, a manera de lo que los vaqueros de Sófocles dicen de sus manadas:

Siendo de éstos los amos, les servimos;
y aunque callan, es fuerza hacer su gusto;

que es lo que en realidad les sucede a los que gobiernan según los deseos y caprichos de la muchedumbre, sirviendo y complaciendo, para que los llamen demagogos y magistrados; porque a la manera que los que hacen la maniobra en la proa de la nave ven las cosas que se presentan delante antes que el piloto, y sin embargo vuelven la vista a él y hacen lo que les manda, de la misma suerte los que gobiernan y atienden a la gloria sólo son sirvientes y criados de la muchedumbre, aunque tengan el nombre de gobernantes.

II.— Porque el que es consumado y perfectamente bueno ha de saber pasarse sin la gloria, como no sea en cuanto sirve de apoyo para los hechos por la confianza que da. Al que empieza y siente los estímulos de la ambición se le ha de permitir el envanecerse y jactarse hasta cierto punto con la gloria que resulta de las acciones distinguidas, ya que las virtudes que nacen y empiezan a arrojar pimpollos en los que son de esta índole, y sus buenas disposiciones, se fortifican, como dice Teofrasto, con alabanzas, y crecen para en adelante a la par de su noble engreimiento; pero lo demasiado, si siempre es peligroso, en la ambición de mando es una absoluta perdición. Porque conduce a una manía y a un enajenamiento manifiesto a los que llegan a conseguir un gran poder cuando quieren, no que lo honesto sea glorioso, sino que lo glorioso sea precisamente honesto. A la manera, pues, que Foción a Antípatro, que quería de él una cosa menos honesta, le respondió que no podía Foción ser a un mismo tiempo su amigo y su adulador, esto mismo o cosa semejante se ha de decir a la muchedumbre; no puede ser que tengáis a uno mismo por gobernador y por sirviente. Porque sucede de este modo lo que al dragón, del que cuenta la fábula que la cola movió pleito a la cabeza, porque quería guiar alternativamente y a las veces, y no siempre seguir a ésta, y habiéndose puesto a guiar, ella misma se estropeó por no saber conducir, y lastimó a la cabeza, precisada a seguir contra el orden de la naturaleza a una parte ciega y sorda. Esto mismo es lo que hemos visto suceder a muchos que quisieron hacerlo todo en el gobierno a gusto de la muchedumbre; pues que habiéndose puesto en la dependencia de ésta, que se conduce a ciegas, no pudieron después corregir o contener el desorden.

Hanos dado ocasión para hablar así de la fama y gloria que nace de la muchedumbre, el haber inferido cuánto es su poder de lo que a Tiberio y Gayo Gracos les sucedió. Eran de excelente carácter, habían sido muy bien educados, se propusieron el mejor objeto al entrar en el gobierno, y sin embargo los perdió no tanto un deseo desmedido de gloria, como el miedo de caer de ella, nacido de una noble causa. Porque habiendo merecido grande amor a sus conciudadanos, tuvieron vergüenza de no continuar, como si hubieran contraído una deuda; y mientras se esfuerzan en sobrepujar siempre con disposiciones útiles los honores que se les dispensan, y son más honrados cuanto más gobiernan a gusto de la muchedumbre, inflamándose a sí mismos con igual pasión respecto del pueblo, y al pueblo respecto de sí, no echaron de ver que habían llegado a punto de no tener ya lugar lo que suele decirse: Si no es bueno, en dejarlo no hay vergüenza; lo que tú mismo comprenderás por la narración. Comparámosle una pareja espartana de demagogos, que son los dos reyes Agis y Cleómenes, pues también éstos, dando más poder al pueblo, como aquellos, y restableciendo un gobierno equitativo y bueno, pero desusado largo tiempo, de la misma manera ofendieron a los poderosos, que no querían perder punto de su codicia. No eran hermanos los dos Lacedemonios, pero siguieron un modo de gobernar muy pariente, y aun hermano, comenzando de este principio.

AGIS Y CLEÓMENES

AGIS

III.— Desde que se introdujo en la república la estimación del oro y de la plata, y a la posesión de la riqueza se siguieron la codicia y la avaricia, y al uso y disfrute de ella el lujo y la delicadeza, Esparta decayó de su lustre y poder, y yació en una oscuridad nada correspondiente a sus principios, hasta los tiempos en que reinaron Agis y Leónidas. Era Agis Euripóntida hijo de Eudámidas, y sexto desde Agesilao, el que invadió el Asia y alcanzó el mayor poder entre los Griegos, porque de Agesilao fue hijo Arquidamo, el que fue muerto por los Mesapios junto a Mandurio, ciudad de Italia. De Arquidamo fue primogénito Agis, y segundo Eudámidas, que sucedió en el reino, muerto sin hijos Agis por Antípatro en Megalópolis. De éste, Arquidamo; de Arquidamo, otro Eudámidas, y de Eudámidas, hijo de Cleónimo, era Agíada de la otra casa reinante, y el octavo desde Pansanias, el que venció a Mardoni en la batalla de Platea, porque de Pansanias fue hijo Plistonacte, y de Plistonacte Pansanias, que de Lacedemonia huyó a Tegea; por su fuga reinó su hijo mayor Agesípolis, y muerto éste sin hijos, el segundo, que era Cleómbroto. De Cleómbroto fueron hijos otro Agesípolis y Cleómenes; de los cuales Agesípolis ni reinó largo tiempo ni dejó hijos; por tanto, reinó después de él Cleómenes, que en vida perdió a Acrótato, el mayor de sus hijos, dejando otro llamado Cleonimo, que no reinó, sino Arco, nieto de Cleómenes, e hijo de Acrótato. Muerto Areo en Corinto, obtuvo el reino su hijo Acrótato, que fue vencido y muerto junto a Megalópolis por el tirano Aristodemo, dejando encinta a su mujer. Nació un niño varón, cuya tutela tuvo Leónidas, hijo de Cleonimo; y después, muerto el pupilo en la menor edad, de este modo se le defirió el reino. No era Leónidas muy del gusto de sus conciudadanos, pues aunque todos igualmente habían degenerado por la corrupción de su primer gobierno, se observaba en Leónidas un desvío más manifiesto de las costumbres patrias, como que había pasado largo tiempo en las cortes de los Sátrapas, y había hecho obsequios y rendimientos a Seleuco, y quería además, sin gran discernimiento, hacer compatible aquel lujo y aquel fausto con las costumbres griegas y con un medo de reinar sujeto a leyes.

IV.— Agis, pues, en bondad de carácter y en magnanimidad se aventajaba tanto no sólo a éste, sino quizá a todos los que habían reinado después de Agesilao, que, a pesar de haberse criado en la abundancia y en el regalo y delicadeza de las mujeres, por ser su madre Agesístrata y su abuela Arquidamia las que más riquezas poseían entre los Lacedemonios, aun no había cumplido los veinte años cuando al punto se declaró contra todos los placeres; y renunciando a todo lujo, para no conceder nada a la gracia de la figura con quitar lo que parece un inútil ornato del cuerpo, empezó a hacer gala de la capa espartana y a gastar de las comidas, de los baños y del modo de vivir lacónicos, diciendo que en nada tenía el reino, si por él no recobraba las antiguas leyes y las costumbres patrias.

V.— El principio de la corrupción y decadencia de la república de los Lacedemonios casi ha de tomarse desde que, destruyendo el imperio de los Atenienses, comenzaron a abundar en oro y en plata. Con todo, habiendo establecido Licurgo que no se introdujese confusión en la sucesión de las casas, y dejando en consecuencia el padre al hijo su suerte, puede decirse que esta disposición y la igualdad que ella mantuvo preservaron a la república de otros males; pero siendo Éforo un hombre poderoso y de carácter obstinado y duro, llamado Epitadeo, por disensiones que había tenido con su hijo, escribió una retra, por la cual era permitido a todo ciudadano dar su suerte en vida a quien quisiese, o dejársela por testamento. Éste, pues, para satisfacer su propio enojo, propuso la ley, pero los demás ciudadanos, admitiéndola y confirmándola por codicia, destruyeron uno de los más sabios establecimientos. Porque los poderosos adquirieron ya sin medida, arrojando de sus suertes a los que les alindaban; y bien presto, reducidas las haciendas a pocos poseedores, no se vio en la ciudad más que pobreza, la cual desterró las ocupaciones honestas, introduciendo las que no lo son, juntamente con la envidia y el odio a los que eran ricos. Así es que no habrían quedado más que unos setecientos Espartanos, y de éstos acaso ciento solamente eran los que poseían tierras y suertes, y todos los demás no eran más que una muchedumbre oscura y miserable, que en las guerras exteriores defendía a la república tibia y flojamente, y en casa siempre estaba en acecho de ocasión oportuna para la mudanza y trastorno del gobierno.

VI.— Por esta razón, reputando Agis empresa muy laudable, como en realidad lo era, la de restablecer la igualdad y llenar la ciudad de habitantes, empezó a tantear los ánimos de los ciudadanos; y lo que es los jóvenes se le manifestaron prontos más allá de su esperanza, revistiéndose de virtud y mudando de método de vida, como pudieran hacerlo de un vestido, por amor a la libertad. De los ancianos, los más, estando ya envejecidos en la corrupción, como esclavos fugitivos que van a ser presentados a su señor, temblaban a la idea de Licurgo, y se volvían contra Agis, que se lamentaba del estado presente de la república y echaba de menos la antigua dignidad de Esparta. Lisandro, hijo de Libis, y Mandroclidas de Écfanes, y con ellos Agesilao, entraban gustosos en sus nobles designios, y le incitaban a la ejecución. Lisandro gozaba de la mayor reputación entre los ciudadanos; Mandroclidas era el más diestro de los Griegos en el manejo de los negocios, y con esta habilidad juntaba la osadía y el no desdeñar, cuando eran menester, el artificio y el engaño. Agesilao era tío del rey, hombre elocuente, aunque por otra parte flojo y codicioso; mas no se dudaba que a éste quien le movía y aguijoneaba era su hijo Hipomedonte, mozo acreditado en muchas guerras y de grande influjo, por tener a todos los jóvenes de su parte; pero la causa principal que incitaba a Agesilao a tomar parte en lo que se traía entre manos eran sus muchas deudas, de las que esperaba quedar libre con la mudanza de gobierno. Por tanto, apenas Agis lo atrajo a su partido, lo encontró dispuesto a procurar de consuno persuadir a su madre, que era hermana de éste, y que por la muchedumbre de sus colonos, de sus amigos y sus deudores gozaba del mayor poder en la ciudad y tenía grande intervención en los negocios públicos.

VII.— Al oír ésta la proposición, se asustó al pronto, pareciéndole que las cosas que Agis meditaba no eran ni convenientes ni posibles; pero tranquilizándola por una parte Agesilao con decirle que el proyecto era laudable y saldría bien, y rogándole por otra el rey que no antepusiese los intereses a su honor y a su gloria, pues que en riqueza no podía igualarse con los otros reyes, cuando los criados de los sátrapas y los esclavos de los procuradores de Tolomeo y Seleuco poseían más hacienda que todos los reyes de Esparta juntos; mas, si oponiendo al lujo de éstos la moderación, la sencillez y la magnanimidad, restableciese entre sus conciudadanos la igualdad y comunión de bienes, adquiriría nombre y gloria de un rey verdaderamente grande; de tal manera cambiaron aquellas mujeres de opinión, inflamadas por la ambición de este joven, y tan arrebatadas se sintieron como por una inspiración hacia la virtud, que ellas mismas incitaban ya y estimulaban a Agis, y enviaban quien exhortara a los amigos, y quien hablara a las demás mujeres, mayormente sabiendo que los Lacedemonios son mandados por éstas más que otros algunos, y que más que sus negocios privados comunican con ellas los negocios públicos. Pertenecía entonces a las mujeres la mayor parte de las riquezas, y esto era lo que más dificultades y estorbos oponía a los intentos de Agis; pues tenía por contrarias a las mujeres, a causa de que iban a decaer de su hijo, en el que por falta de virtudes tenían puesta su felicidad, y de que veían, además, desvanecérseles el honor y consideración de que disfrutaban por ser ricas. Dirigiéndose, por tanto, a Leónidas, le estimulaban a que, pues era el más antiguo, contuviera a Agis y estorbara lo que se intentaba; lo que es Leónidas quería ponerse de parte de los ricos, pero temiendo al pueblo inclinado a la mudanza, no se atrevía a oponerse abiertamente, y sólo a escondidas ponía por obra todos los medios de desacreditar y desbaratar lo comenzado, hablando a los magistrados y sembrando sospechas contra Agis, como que por premio de tiranía alargaba a los pobres los bienes de los ricos, y con el reparto de tierras y la abolición de las deudas quería comprar satélites y guardias para sí, no ciudadanos para Esparta.

VIII.— A pesar de esto, habiendo proporcionado Agis, que Lisandro fuese nombrado Éforo, pasó inmediatamente una retra suya a los ancianos, cuyos capítulos eran: que los deudores quedarían libres de sus deudas; que se dividiría el territorio, y de la tierra que hay desde el barranco de Pelena al Taígeto, a Malea y a Selasia, se formarían cuatro mil quinientas suertes, y de la que cae fuera de esta línea, quince mil, y ésta se repartiría entre los colonos que pudieran llevar armas, y la de dentro de la línea entre los mismos Espartanos; que el número de éstos se completaría con aquellos colonos y forasteros que se recomendasen por su figura y su educación liberal, y que estando en buena edad tuviesen la conveniente robustez; y, finalmente, que estos nuevos Espartanos se dividirían en quince mesas o banquetes de doscientos a cuatrocientos, observando el mismo método de vida que sus progenitores.

IX.— Propuesta la retra, los ancianos no pudieron convenirse en un mismo dictamen, por lo que Lisandro convocó a junta, en la cual habló a los ciudadanos, y Mandroclidas y Agesilao les rogaron que por unos cuantos hombres dados al regalo no miraran con desdén el restablecimiento de la dignidad de Esparta, sino que trajeran a la memoria los oráculos antiguos, en que se les prevenía se guardaran de la codicia, que había de ser la ruina de Esparta, y el que recientemente les había venido de Pasífae. El templo y oráculo de Pasífae existía en Tálamas, y dicen algunos que ésta era una de las Atlántides nacidas de Zeus, la cual había sido madre de Amón: otros, que la hija de Príamo, Casandra, que allí había fallecido, y que por revelar a todos sus vaticinios se llamaba Pasífae; pero Filarco escribe haber sido la hija de Amiclas, llamada Dafne, la que, huyendo de Apolo, que quería violentarla, se convirtió en planta tenida en aprecio por el dios, y dotada con la virtud profética. Refiérese, pues que también los vaticinios de esta ninfa habían ordenado a los Espartanos que vivieran en igualdad, según la ley que al principio les había dado Licurgo. Finalmente, pareciendo en medio el rey Agis, les hizo un breve discurso, diciendo que para el gobierno que establecía no contribuía con poco, pues ofrecía y presentaba toda su hacienda, que era cuantiosa en campos y en ganados, y sin esto montaba en dinero a seiscientos talentos y lo mismo hacían su madre y abuela, y sus amigos y deudos, que eran los más acaudalados de los Espartanos.

X.— Dejó pasmado al pueblo la magnanimidad de este joven, y se mostraba muy contento porque al cabo de unos trescientos años había parecido un rey digno de Esparta; pero Leónidas se creyó por lo mismo más obligado a hacer oposición, echando la cuenta de que le había de ser preciso hacer otro tanto sin que los ciudadanos se lo agradecieran igualmente; porque sucedería que, a pesar de poner todos y cada uno cuanto tenían, el honor sería solamente para el que había comenzado. Preguntó, pues, a Agis si entendía que Licurgo había sido un varón justo y celoso, y como dijese que sí: «¿Pues cómo —le replicó— no hizo Licurgo aboliciones de deuda, ni admitió a los extranjeros a la ciudadanía, ni creyó que podría estar bien constituida la república que no diese la exclusiva a los forasteros?». Mas respondióle Agis que no se maravillaba de que Leónidas, criado en tierra extraña y padre de hijos nacidos de matrimonios contraídos con hijas de sátrapas, desconociera a Licurgo, el cual juntamente con el dinero había desterrado de la ciudad el tomar y el dar a logro, y con más odio que a los forasteros de otras ciudades miraba a los que en Esparta desdecían de los demás en su modo de pensar y en su método de vida. Porque si no dio acogida a aquellos, no fue por hacer guerra a sus personas, sino temiendo su conducta y sus modales, no fuera que, fundidos con sus ciudadanos, engendraran en ellos el amor al regalo, la molicie y la codicia; y así era que Terpandro, Tales y Ferecides, con ser extranjeros, habían recibido los mayores honores en Esparta, a causa de que en sus versos y en sus discursos conformaban enteramente con Licurgo. «Tú mismo —le dijo— alabas a Écprepes, porque siendo Éforo cortó con la azuela dos de las nueve cuerdas del místico Frinis, y también a los que hicieron otro tanto después con, Timoteo, y de mí te ofendes porque quiero desterrar de Esparta para el regalo, el lujo y la vana ostentación; como si aquellos no se hubieran propuesto quitar en la música lo superfluo y excesivo, para que no llegáramos a este extremo de que el desorden y abandono en la conducta y usos de cada uno hayan hecho una república disonante y disconforme consigo misma».

XI.— En consecuencia de esto, la muchedumbre se decidió por Agis; pero los ricos rogaban a Leónidas que no los abandonase, y lo mismo a los ancianos, cuya autoridad tomaba la principal fuerza de haber de preceder su dictamen; así, que con las súplicas y las persuasiones alcanzaron, por fin, que ganaran por un voto los que desaprobaban la retra.

Mas Lisandro, que todavía conservaba su cargo, se propuso perseguir a Leónidas, valiéndose de una ley antigua que prohibía que un Heraclida tuviera hijos en mujer extranjera, y que imponía pena de muerte al que saliera de Esparta para trasladar su domicilio a otro Estado. Acerca de esto instruyó a otros, y él con sus colegas se puso a observar la señal Redúcese ésta práctica a lo siguiente: de nueve en nueve años escogen los Éforos una noche del todo serena y sin luna; siéntanse y se están callados mirando al cielo, y si una estrella pasa de una parte a otra, juzgan que los reyes han faltado en las cosas de religión, y los suspenden de la autoridad hasta que viene de Delfos o de Olimpia un oráculo favorable a los reyes suspensos. Diciendo, pues, Lisandro que él había visto la señal, puso en juicio a Leónidas, y presentó testigos que declararon haber tenido dos hijos en una mujer asiática, que le había sido ofrecida en matrimonio por un subalterno de Seleuco, con quien habitaba, y que odiado y mal visto de la mujer, había vuelto a Esparta contra su anterior propósito, y había ocupado el reino, que carecía de sucesor; al mismo tiempo que le suscitaba esta causa, persuadió a Cleómbroto que reclamara el trono, por ser de la familia real, aunque era también yerno de Leónidas. Concibió éste gran temor, y se refugió al Calcieco, que era un templo de Atena, donde acudió asimismo a suplicar por él la hija, dejando a Cleómbroto. Llamado, pues, a juicio, como no compareciese, lo dieron por decaído del reino, y lo adjudicaron al yerno.

XII.— Salió en tanto de su cargo Lisandro, por haberse cumplido el tiempo, y los Éforos entonces nombrados restablecieron a Leónidas, que lo solicitó; y a Lisandro y Mandroclidas les formaron causa por haber decretado fuera de la ley la abolición de las deudas y el repartimiento de tierras. Viéndose éstos en peligro, persuadieron a los reyes que, poniéndose de acuerdo, no hicieran cuentas de las determinaciones de los Éforos, porque las facultades de éstos sólo se ejercitaban en la discordia de los reyes para agregar su voto al de aquel cuya opinión era más acertada, cuando el otro se oponía a lo que pedía el bien público; pero cuando los dos reyes estaban conformes, su autoridad era irrevocable, y era contra ley el oponérseles; así que, como les era concedido a los Éforos interponerse y dirimir sus discordias cuando altercaban, les era vedado estorbarlos cuando sentían de un mismo modo. Persuadidos ambos de esto, bajaron a la plaza con sus amigos e hicieron levantar de sus sillas a los Éforos, nombrando en su lugar otros, de los que era uno Agesilao. Armaron enseguida a muchos de los jóvenes, y dando libertad a los que habían sido puestos en prisión, se hicieron temibles a los contrarios, pareciendo que iba a haber muchas muertes; pero no dieron muerte a nadie, y antes bien, queriendo Agesilao atentar contra Leónidas, que salía para Tegea, enviando gentes al camino contra él, Agis, que llegó a entenderlo, mandó otras personas de su confianza que, protegiendo a Leónidas, le condujeran a Tegea con toda seguridad.

XIII.— Cuando las cosas iban así por su camino, sin que nadie contradijese u opusiese el menor obstáculo, Agesilao sólo lo trastornó y desbarató todo, echando por tierra la ley más sabia y más espartana, llevado de la más ruin y baja de todas las pasiones, que es la codicia de riqueza. Pues como poseyese muchos y muy fructíferos terrenos, y por otra parte estuviese agobiado de enormes deudas, no pudiendo pagar éstas, y no queriendo desprenderse de aquellos, hizo creer a Agis que si ambas cosas se proponían a un tiempo sería grande la inquietud que habría en la ciudad; mas que si con la abolición de las deudas se lisonjeaba antes un poco a los propietarios, después recibirían sin alboroto y con menor disgusto, el repartimiento de los terrenos; y en este mismo pensamiento entró Lisandro, seducido igualmente por Agesilao. Pusiéronse, pues, en la plaza en un rimero los vales de los deudores, a los que se daba el nombre de Claria, y se les dio fuego. No bien empezaron a arder, cuando los ricos y los que hacían el cambio se retiraron, no sin gran pesadumbre; pero Agesilao, en tono de burla e insulto, decía que no se había visto nunca llama más luciente ni fuego más claro, y solicitando la muchedumbre que en seguida se hiciera el repartimiento de tierras, para lo que los reyes interponían también su autoridad, Agesilao siempre entremetía otros negocios, y se aprovechaba de cualquier pretexto para ganar tiempo hasta que Agis tuvo que salir a campaña, con motivo de pedir los Aqueos, que eran aliados, socorro a los Lacedemonios, pues no se dudaba que los de Etolia iban por las tierras de Mégara a invadir el Peloponeso, y para impedirlo, Arato, general de los Aqueos, había juntado tropas y escrito a los Éforos.

XIV.— Habilitaron éstos sin dilación a Agis, engreído con la ambición y entusiasmo de los que bajo él militaban; porque siendo en la mayor parte jóvenes y pobres, guarecidos ya con la inmunidad y soltura de sus deudas, y alentados con la esperanza de que se les repartirían las tierras cuando volvieran de la expedición, se presentaron a Agis de un modo singular y admirable, y fueron para las ciudades un nunca visto espectáculo, marchando por el Peloponeso sin causar el menor daño, con la mayor apacibilidad, y casi puede decirse que sin hacer ruido; de manera que los Griegos estaban maravillados, y se decían unos a otros: «¡Cuál sería el orden del ejército de Esparta cuando tenía por caudillo a Agesilao, o a aquel Lisandro, o a Leónidas el Mayor, si ahora es tanto el respeto y miedo de los soldados a un mozo que casi es el más joven de todos!». Además, este mismo joven con no ostentar distinción ninguna en la sencillez, en la tolerancia del trabajo, en las armas ni en el vestido, se hacía digno de ser visto e imitado de la muchedumbre. Sin embargo, a los ricos no les agradaba este nuevo porte, temiendo que pudiera ocasionar movimiento en los pueblos para tomarle en todas partes por ejemplo.

XV.— Reunido Agis con Arato cerca de Corinto, a tiempo que éste estaba meditando sobre la batalla y sobre el orden en que dispondría la formación contra los enemigos, manifestó el mayor placer y una osadía no furiosa ni irreflexiva, porque dijo que él era de opinión de que se diera la batalla, y no se trasladara la guerra a la parte adentro de las puertas del Peloponeso, pero que haría lo que Arato dispusiese, pues era de más edad y mandaba a los Aqueos, a quienes él había venido a prestar auxilio, y no a darles órdenes ni a ser su caudillo. Batón de Sinope dice que fue Agis el que no quiso pelear mandándoselo Arato: pero se conoce que no ha visto lo que éste escribió haciendo su apología sobre aquellas ocurrencias; y es que había tenido por mejor dejar pasar a los enemigos, pues que ya casi nada les faltaba a los labradores por recoger de sus frutos, que arriesgarlo todo a la suerte de una batalla. Así, luego que Arato resolvió no entrar en acción, despidió a los auxiliares, colmándolos de elogios, y Agis, que se había hecho admirar, ordenó la vuelta, porque las cosas de Esparta se hallaban ya sumamente alteradas y revueltas.

XVI.— Agesilao, durante su magistratura, libre ya de la carga que antes le oprimía, no se abstuvo de injusticia ninguna que pudiera producir dinero, llegando hasta el extremo de haber intercalado un mes sobre los doce del año, sin que hubiese llegado el período ni lo permitiese la cuenta legítima de los tiempos, y de haber exigido por él la contribución. Más temiendo a los que se hallaban ofendidos, y viéndose aborrecido de todos, asalarió guardias, y custodiado por ellos bajó al Senado. De los reyes manifestaba que al uno lo despreciaba enteramente, y que a Agis lo tenía en alguna estimación, más que por ser rey por ser su pariente, e hizo también correr la voz de que iba otra vez a ser Éforo.

Precipitóse con esto el que sus enemigos se aventurasen a todo riesgo, y sublevándose trajeron de Tegea a Leónidas, y lo restituyeron al mando, viéndolo todos con el mayor placer; porque los había irritado el que se les hubiese despojado de sus créditos y el territorio no se hubiese repartido. A Agesilao, su hijo Hipomedonte, rogando a los ciudadanos, de quienes era bienquisto por su valor, pudo sacarlo fuera de la ciudad y salvarlo. De los reyes, Agis se refugió al Calcieco, y Cleómbroto se acogió al templo de Neptuno, y desde allí interponía ruegos, porque parecía que con éste era con quien estaba peor Leónidas; así es que, dejando en paz por entonces a Agis, subió contra Cleómbroto con una partida de soldados, acusándole con enojo sobre que, siendo su yerno, se había vuelto contra él, le había arrebatado el reino y lo había arrojado de la patria.

XVII.— Nada tuvo que responder Cleómbroto, sino que, falto de disculpa, se estuvo sentado callando; pero Quilonis, la hija de Leónidas, antes se puso al lado del padre, mientras fue agraviado, y separándose de Cleómbroto, que le usurpaba el reino, prestaba servicios a aquel en su desgracia, interponiendo ruegos a su lado mientras estuvo presente, y llorándole en su ausencia, siempre indignada contra Cleómbroto. Mas ahora, siguiendo las mudanzas de la suerte, se la vio hacer otras súplicas sentada al lado del marido, al que alargaba los brazos, teniendo sobre su regazo los hijos, uno a un lado y otro a otro. En todos producían admiración y a todos arrancaban lágrimas la bondad y piedad de aquella mujer, la cual, haciendo notar el desaliño de sus ropas y de su cabello: «Este estado —dijo—, oh padre, y este lastimoso aspecto no es de ahora, ni a él me ha traído la compasión por Cleómbroto, sino que desde tus aflicciones y tu destierro el llanto ha sido siempre mi comensal y mi compañero. ¿Y qué es lo que me corresponde ahora hacer, después que tú has vencido y vuelto a reinar en Esparta? ¿Continuar en estos desconsuelos, o tomar ropas brillantes y regias y desentenderme de mi primero y único marido, muerto a tus manos? El cual, si nada te suplica ni te persuade por medio de las lágrimas de sus hijos y su mujer, todavía sufriría una pena más amarga de su indiscreción que la que tú deseas, con ver que yo, a quien ama tanto, muero antes que él. Porque, ¿cómo podrá vivir ante las demás mujeres la que nunca pudo alcanzar compasión ni del marido ni del padre, y que mujer e hija parece que no han nacido sino para las desgracias y las deshonras de los suyos? Y si éste pudo tener alguna razón plausible, yo se la quité uniéndome contigo y dando testimonio contra lo que ejecutaba; pero tú ahora haces más disculpable su injusticia, mostrando que el reinar es tan grande y tan digno de ser disputado, que por él es justo dar muerte a los yernos y no hacer caso de los hijos».

XVIII.— Después de haberse lamentado Quilonis de este modo, reclinó su cabeza sobre el hombro de Cleómbroto, y volvió sus ojos lánguidos y abatidos con el pesar a los circunstantes. Leónidas habló con los de su partido, y concedió a Cleómbroto que se levantara y saliera desterrado; pero rogó a la hija que se quedara, y no abandonase a quien la amaba con tal extremo que acababa de hacerla un favor tan señalado como el de la vida de su marido. Mas no pudo persuadirla, sino que, entregando al marido luego que se hubo levantado, uno de los hijos, y tomando ella el otro, hizo reverencia al ara de Dios, y se marchó en su compañía: de manera que si Cleómbroto no estaba del todo corrompido por la vanagloria, debió tener el destierro por una felicidad mayor que el reino, viendo este rasgo de su mujer.

Después de haber desterrado Leónidas a Cleómbroto, despojó de su autoridad a los primeros Éforos, y nombrado que hubo otros, al punto se puso en acecho de Agis, y primero trató de persuadirle que saliera de allí y reinara con él: porque los ciudadanos le perdonarían, haciéndose cargo de que, como joven y codicioso de fama, había sido engañado por Agesilao; mas como Agis entrase en sospecha y permaneciese donde se hallaba, se dejó ya de usar directamente de imposturas y engaños. Anfares, Damócares y Arcesilao solían subir a hablarle, y algunas veces, sacándole del templo, lo llevaban consigo al baño, y luego lo volvían, siendo todos amigos íntimos suyos; pero Anfares, que hacía poco había tomado de Agesístrata ropas y vasos de mucho valor prestados, se propuso ver cómo se deshacería del rey y de las reinas madre y abuela para quedarse con ellos, y además se dice que éste era el más subordinado a Leónidas y el que más acaloraba a los Éforos, por ser uno de ellos.

XIX.— Agis permanecía constantemente en el templo, pero a veces solía bajar al baño, y allí determinaron prenderle, tomándole fuera del asilo. Observáronle, pues, al volver del baño, y saliéndole al encuentro le saludaron y acompañaron, trabando conversación y usando de chanzas como con un joven que era su amigo. Al camino por donde iban salía una senda oblicua que conducía a la cárcel, y cuando llegaron a ella, Anfares, que por ejercer magistratura iba al lado de Agis: «Te llevo —le dijo—, oh Agis, ante los Éforos para que des razón de tus actos de gobierno»; y Damócares, hombre forzudo y alto, recogiéndole la capa alrededor del cuello, tiraba de él. Otros, que de intento se le habían puesto a la espalda, le daban asimismo empujones, y hallándose sólo, sin que nadie le diera auxilio, le redujeron a la cárcel. Presentóse al punto Leónidas, con muchos de los soldados asalariados, y cercó el edificio por la parte de afuera. Acudieron los Éforos, y llamando a la cárcel a aquellos senadores que pensaban como ellos, para entablar con él una forma de juicio le mandaron que se defendiese acerca de las disposiciones por él tomadas. Rióse el joven de aquella fingida apariencia, y Anfares le dijo que ya lloraría y pagaría la pena de su atrevimiento; pero otro de los Éforos, mostrándose más benigno con Agis e indicándole el efugio de que había de usar en su defensa, le preguntó si aquellas cosas las había hecho violentado por Lisandro y Agesilao. Respondió Agis que no había sido violentado de nadie, sino que, emulando e imitando a Licurgo, había determinado seguir sus huellas en el gobierno. Volvióle a preguntar el mismo si estaba arrepentido de aquellas determinaciones, y como contestase que no era cosa de arrepentirse de providencias tan benéficas, aun cuando conocía que le amenazaba el último peligro, le condenaron a muerte, y dieron orden a los ministros para que lo llevaran al calabozo llamado Décade, el cual era un apartamiento de la cárcel, donde ahogaban a los sentenciados para darles muerte. Mas viendo Damócares que los ministros no osaban acercarse a Agis, y que del mismo modo los soldados presentes huían y se retiraban de semejante acto, como que no era justo ni conforme a las leyes poner manos en la persona del rey, amenazándolos e increpándolos él mismo, llevó a empujones a Agis al calabozo, porque ya muchos habían oído su prisión, y había a la puerta gran alboroto y muchas luces, y habían llegado también la madre y la abuela de Agis, gritando y pidiendo que al rey de los Espartanos se le formara juicio y se le concedieran defensas ante los ciudadanos. Mas por esto mismo apresuraron su muerte, conociendo que lo librarían aquella noche si concurría mayor gentío.

XX.— Al tiempo de ir Agis al suplicio, vio que uno de los ministros lloraba y se mostraba muy afligido, y le dijo: «Cesa, amigo, en tu llanto, pues aun muriendo tan injusta e inicuamente me aventajo mucho a los que me quitan la vida»; y al decir esto presentó voluntariamente el cuello al cordel.

Acercóse en esto Anfares a la puerta, y levantando a Agesístrata, que se había echado a sus pies, por el conocimiento y amistad: «Nada violento —le dijo— y que no sea llevadero se hará con Agis»; y le propuso que si quería podía entrar adonde estaba el hijo. Pidiéndole ésta que entrara también con ella su madre, le contestó Anfares que no había inconveniente; y luego que hubieron entrado ambas, mandó otra vez que cerraran la puerta de la prisión y entregó al lazo la primera a Arquidamia, ya bastante anciana, y que había envejecido en la mayor dignidad y honor entre sus conciudadanos. Muerta ésta, mandó que pasara adelante Agesístrata; la cual, luego que entró y vio al hijo arrojado en el suelo, y a la madre muerta pendiente del cordel, ella misma la quitó con los ministros, y tendiendo el cadáver al lado de Agis lo cubrió y colocó tan decentemente como se podía. Abrazóse después con el hijo, y besándole el rostro: «Tu demasiada bondad —exclamó—, oh hijo mío, tu mansedumbre y tu humildad son las que te han perdido, y a nosotras contigo». Estaba Anfares viendo desde la puerta lo que pasaba, y entrando al oír esta exclamación, dijo con cólera a Agesístrata: «Pues que eres de la misma opinión que tu hijo, tendrás el mismo castigo»; y Agesístrata, al ser llevada al cordel, no dijo otra cosa sino: «¡Ojalá que esto sea en bien de Esparta!».

XXI.— Al difundirse en el pueblo la nueva de aquella atrocidad y sacarse de la cárcel los cadáveres, no fue tan grande el miedo que aquella inspiró que no manifestaran bien claramente los ciudadanos su sentimiento y su odio contra Leónidas y Anfares, no habiéndose visto en Esparta, a juicio de todos, otro hecho más cruel e impío desde que los Dorios habitaban el Peloponeso. Porque en un rey de los Lacedemonios, según parece, ni aún los enemigos en las batallas ponían fácilmente la mano si con él tropezaban, sino que le dejaban paso, de temor y respeto a su dignidad. Así, en tantas guerras como los Lacedemonios tuvieron con los Griegos, antes del tiempo de Filipo, uno sólo murió herido de golpe de lanza, que fue Cleómbroto, en Leuctras, pues aunque los Mesenios dicen que Teopompo murió a manos de Aristómenes los Lacedemonios dicen que no fue sino herido; mas en esto hay sus dudas: lo que no la tiene es que en Lacedemonia, Agis fue el primero que murió condenado por los Éforos, varón que había hecho en Esparta cosas muy laudables y útiles, que se hallaba todavía en aquella edad en la que, si los hombres yerran, hallan pronta y fácil indulgencia, y que si dio motivo de queja, fue más bien a sus amigos que a sus contrarios, con haber salvado a Leónidas y haberse fiado de los otros de quienes se fió, por ser demasiado sencillo y benigno.

CLEÓMENES

I.— Muerto Agis, Leónidas anduvo tardo en prender a su hermano Arquidamo, que inmediatamente se puso en huída; pero a su mujer, que hacía poco había dado a luz un niño, la echó de la casa propia, y por fuerza la casó con su hijo Cleómenes, aunque todavía no se hallaba enteramente en edad de tomar mujer; y es que no quería se adelantara otro a aquel matrimonio, a causa de que Agiatis había heredado la cuantiosa hacienda de su padre Gilipo, y era en la edad y en la belleza la más aventajada de las griegas, y en sus costumbres y conducta sumamente apreciable. Dícese por lo mismo que nada omitió para que no se la hiciera aquella violencia, pero enlazada con Cleómenes, aunque aborrecía a Leónidas, era buena y cariñosa esposa de aquel joven, el cual, además, se había enamorado de ella, y en cierta manera participaba de la memoria y benevolencia que a Agis conservaba su esposa; tanto, que muchas veces le preguntaba sobre aquellos sucesos, y escuchaba con grande atención la relación que le hacía de las ideas y proyectos que tenía Agis.

Era Cleómenes amante de gloria, de elevado ánimo, y no menos que Agis inclinado por carácter a la templanza y a la modestia; mas no tenía la excesiva bondad y mansedumbre de éste, sino que en su ánimo había una cierta punta de ira y gran vehemencia para todo lo que reputaba honesto, y si le parecía honestísimo mandar a los que voluntariamente obedecían, tenía a lo menos por bueno el impeler a los que le repugnaban, violentándolos hacia lo más conveniente.

II.— No podía, por tanto, agradarle el estado de la república: inclinados los ciudadanos al ocio y al deleite, y desentendiéndose el rey de todos los negocios, si alguno no le turbaba el reposo y el lujo en que quería vivir. Descuidábanse las cosas públicas; porque cada uno no pensaba sino en el provecho propio; y del ejercicio de la templanza, de la tolerancia y de la igualdad entre los jóvenes, ni siquiera era seguro el hablar, habiéndole venido de aquí a Agis su perdición. Dícese además que Cleómenes, de joven, gustó la doctrina de los filósofos, habiendo venido a Lacedemonia Esfero Boristenita, y ocupándose, no sin esmero, en la instrucción de aquellos mancebos. Era Esfero uno de los primeros discípulos de Cenón Ciciense, y según parece se prendó mucho del carácter varonil de Cleómenes, y dio calor a su ambición. Cuéntase que, preguntado Leónidas el mayor acerca del concepto en que tenía al poeta Tirteo, respondió que le juzgaba muy bueno para incitar los ánimos de los jóvenes, porque, llenos de entusiasmo con sus poesías, se arriesgaban sin cuidar de sí mismos en los combates; pues por lo semejante la doctrina estoica, si para los de ánimo grande y elevado tiene un no sé qué de peligroso y excesivo, cuando se junta con una índole grave y apacible entonces es cuando da su propio fruto.

III.— Cuando por la muerte de Leónidas entró a reinar, encontró la república del todo desordenada, porque los ricos, dados a sus placeres y codicias, miraban con desdén los negocios públicos; la muchedumbre, hallándose infeliz y miserable, ni tenía disposición para la guerra ni sentía los estímulos de la ambición para la buena educación de los hijos; y a él mismo no le había quedado más que el nombre de rey, residiendo todo el poder en los Éforos. Propúsose, pues, desde luego, alternar y mudar aquel estado, y teniendo por amigo íntimo a un tal Xenares, que había sido su amador, a lo que los Lacedemonios llaman ser inspirador, empezó a tantearle, preguntándole qué tal rey había sido Agis, de qué modo y por medio de quiénes había entrado en aquel camino. Xenares, al principio, hacía con gusto memoria de aquellos sucesos, refiriendo y explicando cómo se había ejecutado cada cosa; mas cuando observó que Cleómenes reinflamaba al oírle, y se mostraba decididamente inclinado a las novedades de Agis, y que gustaba que se las relatara muchas veces, le respondió con enfado, como que estaba fuera de juicio, y por fin se apartó de hablarle de tal negocio y de concurrir a su casa. No descubría, sin embargo, a nadie la causa de esta separación, diciendo solamente que el rey bien la sabía. De este modo Xenares empezó a oponerse a sus ideas, y Cleómenes, juzgando que los demás pensarían del mismo modo, sólo de sí mismo esperó la ejecución de ellas. Reflexionó después que en la guerra podría hacerse mejor la mudanza que no en tiempo de paz, y con esta mira indispuso a la república con los Aqueos, que ya habían dado motivos de queja. Porque Arato, que era el que entre éstos todo lo mandaba quiso desde el principio reunir a todos los del Peloponeso en una asociación, y éste era el fin de sus muchas expediciones y de su largo mando, por creer que sólo así se librarían de ser molestados por los enemigos de afuera. Habiéndosele agregado ya casi todos, faltando solamente los Lacedemonios, los Eleos, y de los Árcades, los que a los Lacedemonios estaban unidos; apenas murió Leónidas, empezó a incomodar a los Arcades, talando sus campos, sobre todo los de aquellos que confinaban con los Aqueos, para tentar a los Lacedemonios, por lo mismo que miraba con desdén a Cleómenes, como joven sin experiencia.

IV.— En consecuencia de esto, los Éforos dieron principio por enviar a Cleómenes a que tomara el templo y castillo de Atena, llamado Belbina, punto que viene a ser la entrada de la región lacónica, y que era entonces objeto de disputa con los Megalopolitanos. Tomólo Cleómenes y lo fortificó; no dio acerca de ello ninguna queja Arato, sino que, moviendo por la noche con su ejército, entró en los términos de los Tegeatas y Orcomenios; mas habiendo mostrado miedo los traidores que le servían de guía, se retiró, creyendo que aquello quedaría oculto; pero Cleómenes, usando de ironía, le escribió preguntándole, como si fueran amigos, dónde había ido de noche; respondiéndole que, habiéndosele informado de que iba a fortificar a Belbina, bajaba a estorbárselo; y Cleómenes le envió de nuevo a decir que bien lo creía: «Pero si no tienes inconveniente —le añadió—, dime: ¿para qué iban en pos de ti hachones y escalas? Echóse Arato a reír con este chiste y preguntando: “¿Qué clase de joven es éste?». El lacedemonio Demócrates, que se hallaba desterrado: «Sí has de hacer algo contra los Lacedemonios —le respondió—, el tiempo es éste, antes que le nazcan las presas a este polluelo». En esto, hallándose Cleómenes en la Arcadia con pocos caballos y trescientos infantes, le dieron orden los Éforos de que se retirase, temiendo la guerra; pero no bien se había retirado cuando Arato tornó a Cafias; y entonces los Éforos volvieron a mandarle salir. Tomó a Metidrio, y corrió el país de Argos, con lo que los Aqueos marcharon contra él con veinte mil infantes y mil caballos, mandados por Aristómaco, salióles al encuentro Cleómenes junto a Palantio, y queriendo darles batalla; temió Arato aquel arrojo y no permitió al general entrase en batalla, sino que se retiró, improperado de los Aqueos y escarnecido y despreciado de los Lacedemonios, que no llegaban a cinco mil. Habiendo cobrado Cleómenes con esto grande aliento, trataba de infundirle en sus ciudadanos, y les trajo a la memoria aquel dicho de uno de sus antiguos reyes: «Que nunca los Lacedemonios acerca de los enemigos preguntan cuántos son, sino dónde están».

V.— Fue de allí a poco en auxilio de los Eleos, a quienes los Aqueos hacían la guerra; y alcanzando a éstos cerca del monte Liceo, cuando ya se retiraban, desordenó y desbarató todo su ejército dando muerte a muchos y tomando gran número de cautivos: habiendo corrido por la Grecia la voz de haber muerto Arato en la batalla; pero éste, sacando el mejor partido posible de aquella situación, en seguida de la derrota marchó a Mantinea, cuando nadie lo esperaba, tomó la ciudad, y se aseguró en ella. Decayeron con esto enteramente de ánimo los Lacedemonios, y tenían a raya a Cleómenes en punto a guerra, por lo cual dispuso llamar de Mesena al hermano de Agis, Arquidamo, a quien tocaba reinar por la otra casa, esperando que se debilitaría el poder de los Éforos, si la autoridad real se ponía con él en equilibrio estando completa, pero habiéndolo entendido los que antes habían dado muerte a Agis, temerosos de llevar su merecido si Arquidamo volvía, le recibieron en la ciudad, en la que había entrado de oculto, y aún le acompañaron; pero inmediatamente le quitaron la vida: o contra la voluntad de Cleómenes, según siente Filarco, o cediendo a los amigos, y abandonando a su odio al mismo que había hecho venir, porque a ellos fue siempre a quienes aquella atrocidad se atribuyó, pareciendo que habían hecho violencia a Cleómenes.

VI.— Determinóse, sin embargo, a llevar a cabo la mudanza proyectada, para lo que alcanzó con dádivas de los Éforos que le permitieran salir a campaña, y también trató de ganar a otros muchos ciudadanos por medio de su madre Cratesiclea, que gastó y obsequió con profusión. Más es: que no pensando ésta en volverse a casar, se dice que a persuasión del hijo tomó por marido a uno de los más principales en gloria y en poder. Moviendo, pues, con su ejército, toma a Leuctras en los términos de Megalópolis, y acudiendo pronto contra él el socorro de los Aqueos, a las órdenes de Arato, a vista de la misma ciudad fue vencida una parte de su ejército. Mas sucedió que, no habiendo permitido Arato que los Aqueos pasasen un barranco profundo, obligándoles a hacer alto en la persecución de los enemigos, irritado de ello Lidíadas, Megalopolitano, marchó con la caballería que tenía cerca de sí, y continuando la persecución se metió en un terreno lleno de viñas, de acequias y de tapias, de donde, desuniéndosele la gente con estos estorbos, se retiraba con dificultad. Advirtiólo Cleómenes, y marchó contra él con los Tarentinos y Cretenses, por los que fue muerto Lidíadas, aunque se defendió con gran valor. Cobrando con esto grande ánimo los Lacedemonios, acometieron con gritería a los Aqueos, e hicieron retirar a todo su ejército. Habiendo sido grande el número de muertos, todos los demás los entregó Cleómenes en virtud de un tratado; pero en cuanto al cadáver de Lidíadas, mandó que se le llevaran; y adornándole con púrpura y poniéndole una corona, le hizo conducir hasta las mismas puertas de Megalópolis. Este es aquel mismo Lidíadas que abdicó la tiranía, dio libertad a sus conciudadanos e incorporó a Megalópolis en la liga de los Aqueos.

VII.— Cobró con esto mayor ánimo Cleómenes, y estando en la inteligencia de que si hiciera la guerra a los Aqueos, obrando en negocios libremente según su voluntad, fácilmente los vencería, hizo ver al marido de su madre, Megistónoo, que convenía deshacerse de los Éforos, y poniendo en común las tierras para todos los ciudadanos, restablecer la igualdad en Esparta y despertar a ésta, y promoverla al Imperio de la Grecia; persuadido éste, previno también a otros dos o tres de sus amigos. Sucedió por aquellos mismos días que, habiéndose dormido uno de los Éforos en el templo de Pasífae, tuvo un maravilloso ensueño. Parecióle que en el lugar en que los Éforos dan audiencia sentados había quedado una sola silla, y las otras cuatro se habían quitado; y que como esto le causase admiración, salió del centro del templo una voz que dijo ser aquello lo que más a Esparta convenía. Refirió el Éforo esta visión a Cleómenes, y éste al principio se sobresaltó, pensando que esto podía dirigirse a sondearle por alguna sospecha; pero luego que se convenció de que el que hacía la relación no mentía, se tranquilizó, y tomando consigo a aquellos ciudadanos que le parecía habían de ser más contrarios a su designio, se apoderó de Herea y Alsea, ciudades sujetas a los Aqueos. Introdujo después víveres en Orcomene, se acampó junto a Mantinea, y yendo arriba y abajo con continuas y largas marchas, quebrantó de tal modo a los Lacedemonios, que a petición de ellos mismos dejó la mayor parte en la Arcadia; y conservando consigo a los que servían a sueldo, marchó con ellos a Esparta. En el camino comunicó su proyecto a aquellos que creía serle más adictos, y hacía su marcha con sosiego y recato para sorprender a los Éforos cuando estuviesen en la cena.

VIII.— Cuando estuvo cerca de la ciudad, envió a Euriclidas al lugar donde tenían los Éforos su cenador, como que iba de su parte a darles alguna noticia relativa al ejército; y Terición y Febis, y dos de los que se habían criado con Cleómenes, a los que llaman Motaces, le seguían con unos cuantos soldados. Todavía estaba Euriclidas haciendo su relación a los Éforos cuando, entrando aquellos con las espadas desenvainadas, empezaron a acuchillarlos. El primero con quien tropezaron fue Agileo, y cayendo al golpe en el suelo, se creyó que había muerto; mas él, arrastrándose poco a poco, se salió del cenador, y pudo pasar a ocultarse en un edificio muy pequeño que estaba contiguo. Era éste el templo del Miedo, y siendo así que ordinariamente estaba cerrado, entonces por casualidad se halla abierto; entrándose, pues, en él, cerró la puerta. Los otros cuatro fueron muertos, y con ellos más de diez de los que se pusieron a defenderlos; pues que no ofendieron a los que se estuvieron quedos ni detuvieron a los que quisieron salirse de la ciudad, y aun usaron de indulgencia con Agileo, que al otro día salió del templo.

IX.— Tienen los Lacedemonios templos, no sólo del Miedo, sino de la Muerte, de la Risa y de otros afectos y pasiones; mas si veneran al Miedo, no es como a los Genios que queremos aplacar, teniéndole por nocivo, sino en la persuasión de que la república principalmente se sostiene con el temor; y por esta razón los Éforos, al entrar a desempeñar su cargo, mandan por pregón, según dice Aristóteles, que se afeiten el bigote y observen las leyes, para no encontrarlos indóciles. Lo del bigote, en mi concepto, lo comprenden en el pregón para acostumbrar a los jóvenes a la obediencia aun en las cosas más pequeñas. En mi dictamen, asimismo no creían los antiguos que la fortaleza era falta de miedo, sino más bien temor del vituperio y miedo de la afrenta; porque los que más temor tienen a las leyes, son los más osados contra los enemigos, y sienten menos el padecer y sufrir los que más temen a que se hable mal de ellos. Así, tuvo mucha razón el que dijo:

Allí está la vergüenza donde el miedo;

Y Homero:

Yo os venero y temo, oh caro suegro;

Y en otra parte:

Callados y temiendo a sus caudillos.

Porque a los más les sucede que muestran rubor ante aquellos a quienes temen; por esta causa habían erigido los Lacedemonios templo al Miedo junto al cenador de los Éforos, habiendo acercado la autoridad de éstos muy próximamente a la de un monarca.

X.— Luego que se hizo de día, proscribió Cleómenes a ochenta ciudadanos, que entendió convenía saliesen desterrados, y quitó las sillas de los Éforos, a excepción de una que dejó para dar él mismo audiencia en ella. Congregó enseguida junta del pueblo, con el objeto de hacer la apología de las disposiciones tomadas, en la que dijo que por la institución de Licurgo a los reyes se asociaban los ancianos, y por largo tiempo estuvo así gobernada la república, sin que se echase de menos ninguna otra autoridad. Más adelante, prolongándose demasiado la guerra contra los Mesenios, y no pudiendo los reyes atender a los juicios por estar ocupados en los ejércitos, fueron elegidos algunos de sus amigos, para que quedaran en su lugar y acudieran a ellos los ciudadanos; y éstos fueron los que se llamaron Éforos. Al principio no eran más que unos ministros de los reyes; pero después, poco a poco se atrajeron la autoridad, sin que se echara de ver que iban formándose una magistratura propia; de lo que es indicio que aun hoy, cuando los Éforos llaman al rey la primera y segunda vez, se niega a ir; y llamando la tercera, se levanta y acude al llamamiento; y el primero que extendió y dio más fuerza a esta magistratura, que fue Asteropo, no la ejerció sino muchas edades después. Y si hubieran usado de ella con moderación, sería lo mejor sufrirlos; pero habiendo tentado hacer nula la autoridad patria con un poder pegadizo, hasta el punto de proceder contra los mismos reyes, desterrando a unos, dando a otros muerte sin que preceda juicio y amenazando a todos los que desean ver restablecida la excelente y divina constitución de Esparta, esto ya es inaguantable. «¡Y ojalá hubiera sido posible —añadió— desterrar sin sangre las pestes que se han introducido en Lacedemonia, a saber: el regalo, el lujo, las deudas, el logro y otros males más antiguos todavía que éstos, la pobreza y la riqueza; porque en tal caso me tendría por el más dichoso de los reyes en curar a la patria sin dolor, como los médicos, pero ahora no puedo menos de obtener perdón, de la necesidad en que me he visto, del mismo Licurgo, que sin ser rey ni magistrado, sino un particular que se proponía obrar como rey, se presentó en la plaza con armas; de manera que el rey Carilao se refugió al templo; mas como fuese justo y amante de la patria, tomó luego parte en las disposiciones de Licurgo, y admitió la mudanza del gobierno; pero ello es que el mismo Licurgo dio con su conducta testimonio de que es difícil mudar el gobierno sin violencia y terror; y aun yo he empleado los medios más suaves y benignos que he podido, no habiendo más que quitar los que podían ser estorbo a la salud de Lacedemonia; y en beneficio de todos los demás hago la propuesta de que sea común todo el territorio, de que se libre a los deudores de sus obligaciones y de que se haga juicio y discernimiento de los forasteros, para que, hechos Esparciatas los mejores de ellos, salven la república con sus armas, y no veamos en adelante con indiferencia que la Laconia sea presa de los Etolios e Ilirios por falta de quien la defienda».

XI.— Él fue después el primero que hizo presentación de sus haberes; y su padrastro Megistónoo, cada uno de sus amigos, y por fin todos los ciudadanos, habiéndose repartido el territorio. Asignó en esta distribución su suerte a cada uno de los que él mismo había desterrado, y se comprometió a restituirlos luego que todo estuviese tranquilo. Llenó el número de ciudadanos con los más apreciables de los colonos, formando con ellos una división de cuatro mil infantes, y habiéndoles enseñado a manejar con ambas manos la azcona en lugar de la lanza, y a embrazar el escudo por el asa y no por la correa, convirtió su cuidado a los ejercicios y educación de los jóvenes, en lo que tuvo por principal auxiliador a Esfero, que allí se hallaba. Con esto, en breve los ejercicios y banquetes espartanos se pusieron en el pie conveniente, y unos pocos por necesidad, la mayor parte por gusto, se redujeron a aquel método de vida incomparable y enteramente espartano. Con todo, para suavizar el nombre de monarquía, designó para reinar con él a su hermano Euclidas, y sólo entonces se verificó tener los Espartanos los dos reyes de una de las dos casas.

XII.— Habiendo llegado a entender que los Aqueos y Arato estaban persuadidos de que, no teniendo la mayor seguridad en sus negocios por las novedades introducidas, no se hallaba en estado de salir fuera de la Laconia, ni de dejar pendiente la república en tiempos de tales agitaciones, creyó que no carecería de grandeza y utilidad el hacer ver a los enemigos la excelente disposición de su ejército. Invadiendo, pues, el territorio de Megalópolis, recogió un rico botín y taló gran parte de aquel. Por fin, llamando cerca de sí a unos farsantes que iban a Mesena, y levantando un teatro en el país enemigo, señaló a la representación el precio de cuarenta minas, y asistió a ella un día sólo, no porque gustase de aquel espectáculo, sino para burlarse en cierto modo de los enemigos y hacer ostentación de su gran superioridad, manifestando que los miraba con desprecio. Pues, por lo demás, de todos los ejércitos, ya griegos y ya del rey, éste sólo era al que no seguían ni cómicos, ni juglares, ni bailarinas, ni cantoras, sino que se conservaba puro de toda disolución y de toda vanidad y aparato: estando por lo común ejercitados los jóvenes, y ocupándose los ancianos en instruirlos, y cuando no tenían otra cosa que hacer, pasando todos el tiempo en sus acostumbrados chistes y en motejarse unos a otros con dichos graciosos y propiamente lacónicos. Ahora, cuál sea la utilidad de esta especie de juego, lo dijimos en la Vida de Licurgo.

XIII.— Él era maestro de todos, poniéndoles a la vista como un ejemplo de sobriedad su propio tenor de vida, en la que nada había de exquisito, de artificioso o de extraordinario que le distinguiese de los demás, lo que le dio grande influjo en los asuntos de la Grecia. Porque los que tenían que negociar con los otros reyes, no tanto se maravillaban de su riqueza y su lujo como se incomodaban con su altanería y orgullo, recibiendo con gravedad y aspereza a los que a ellos acudían. Mas los que se presentaban a Cleómenes, que en realidad era y se llamaba rey, al ver que no tenía para el servicio de su persona ni púrpura ni preciosas ropas, ni ricos escaños, ni muebles, y que para conseguir su audiencia no había que vencer dificultades, ni el obstáculo de muchedumbre de pajes, de porteros y secretarios, sino que él mismo salía en persona a que le saludasen, vestido como cualquiera particular, hablando a los que tenían negocios y entreteniéndose con ellos festiva y humanamente, todos le aplaudían y amaban, diciendo que él solo era el verdadero descendiente de Heracles. Para su cena cotidiana no había más de tres escaños, y era muy parca y muy espartana; pero si convidaba a embajadores o tenía huéspedes, entonces se ponían otros dos escaños, y los sirvientes usaban para las mesas algún aparato, mas no en exquisitos guisados, ni tampoco en pastas, sino en cuidar de que los manjares estuviesen más abundantes y el vino fuese de mejor calidad; así es que afeó a un amigo el que, habiendo dado de comer a unos huéspedes, les hubiese puesto el caldo negro y la torta de que en sus banquetes cívicos usaban: porque decía que se había de cuidar de no ser con los huéspedes tan rigurosamente espartanos. Levantada la mesa, se traía un trípode, en que había un lebrillo de bronce lleno de vino, dos ampollas de plata de cabida de dos cótilas y algunos vasos de plata, en muy corto número; con lo que bebía el que quería, y al que lo repugnaba no se le alargaba el vaso. No había música ni hacía falta, porque él mismo alegraba aquel rato con su conversación, ya haciendo preguntas o ya refiriendo acaecimientos, sin que en sus discursos se notase una solicitud desagradable, sino más bien cierta festividad graciosa y urbana. Porque el modo con que los otros reyes cazaban a los hombres, cebándolos y corrompiéndolos con dinero y con dádivas, creía que, sobre ser injusto, era mal entendido; y al revés, el atraerlos y ganarlos con pláticas y discursos sencillos y graciosos le parecía lo más honesto y lo más digno de un rey, pues en nada se diferencia el jornalero del amigo, sino en que éste se adquiere con la conducta y el trato y el otro por dinero.

XIV.— Fueron, pues, los Mantinenses los primeros que acudieron a él, e introduciéndose de noche en la ciudad, arrojaron la guarnición de los Aqueos, y se entregaron a los Lacedemonios. Restituyóles sus leyes y gobierno, y en el mismo día marchó para Tegea. Poco después, regresando por la Arcadia, bajó contra Feras, ciudad de la Acaya, con intento o de dar una batalla a los Aqueos, o de excitar sospechas contra Arato, como que voluntariamente se retiraba y le abandonaba el país; pues aunque entonces era general Hipérbatas, toda la autoridad y el poder de los Aqueos residía en Arato. Saliendo, pues, los Aqueos con todas sus fuerzas, y sentando su campo en Dimas, junto al sitio llamado Hecatombeón, acudió Cleómenes, y parece que hizo una cosa temeraria en ir a ponerse en medio entre la ciudad de Dimas, que era enemiga, y el campamento de los Aqueos; pero provocando con la mayor osadía a éstos, los obligó a acometer; y venciéndolos en batalla campal, destrozó su infantería con muerte de muchos en el combate, y haciéndoles además gran número de prisioneros. Cayó después sobre Langón, y echando fuera a los Aqueos que estaban de guarnición, restituyó la ciudad a los Eleos.

XV.— Quebrantados así los Aqueos, Arato, acostumbrado a ser siempre general un año sí y otro no, renunció y se excusó de esta carga, no obstante que le instaron y rogaron: cosa no bien hecha, en tan gran tormenta de los negocios públicos, poner en otras manos el timón y abandonar el mando. Por lo que hace a Cleómenes, al principio pareció que tenía bastante consideración a los embajadores de los Aqueos; pero enviando otros por su parte, propuso que había de dársele la primacía, y que en lo demás no altercaría con ellos, y aun les restituiría el territorio ocupado y los cautivos. Convinieron los Aqueos en hacer la paz aun con estas condiciones, y propusieron a Cleómenes que pasara a Lerna, donde había de celebrar junta; pero sucedió que, habiendo hecho Cleómenes una marcha rápida, y bebido agua a deshora, arrojó cantidad de sangre, y perdió enteramente la voz, por lo cual envió a los Aqueos los más principales de los cautivos, y suspendiendo la junta se retiró a Esparta.

XVI.— Perjudicó mucho este accidente a los negocios de la Grecia, que hubiera podido reponerse de los males presentes y librarse de los insultos y codicia de los Macedonios; pero Arato, o por desconfianza y temor de Cleómenes, o quizá por envidia a su no esperada prosperidad, dándose a entender que habiendo él hombreado por treinta y tres años sería cosa terrible que se apareciese de pronto un joven a arrebatarle su gloria y su poder, y a ponerse al frente de unos negocios que por él habían recibido aumento, y que él había conducido y manejado por tan largo tiempo, intentó, en primer lugar, que los Aqueos se opusieran a lo que ya estaba acordado y lo estorbaran. Después, cuando vio que no le escuchaban, por hallarse sobrecogidos de la intrepidez de Cleómenes, y aun por parecerles justo el intento de los Lacedemonios de restituir el Peloponeso a su esplendor antiguo, convirtió su ánimo a otro proyecto, del que no podía resultar utilidad alguna a ninguno de los Griegos, y que era además vergonzoso para él, e indigno de sus anteriores hazañas y de las miras con que se había conducido en el gobierno; y fue el de atraer a Antígono sobre la Grecia, e inundar el Peloponeso de aquellos mismos Macedonios que siendo mozo había arrojado de él, poniendo en libertad la ciudadela de Corinto; a lo que se agregaba que, habiéndose hecho sospechoso a todos los reyes, y declarádose su enemigo, de Antígono había dicho dos mil males en los Comentarios que nos dejó escritos. Pues con ser esto así, y con decir él mismo que había padecido y trabajado mucho por los Atenienses para ver libre aquella ciudad de la guarnición de los Macedonios, después a estos mismos los introdujo armados en la patria y en su propia casa hasta los últimos rincones, al propio tiempo que se desdeñaba de que un descendiente de Heracles y rey de los Espartanos, que, como quien templa instrumentos desafinados, restablecía el patrio gobierno, restituyéndolo a la sabia ley de Licurgo y al templado método de vida de los Dorios, tomara el título de general de los Sicionios y Triteos. Huyendo, pues, de la torta y de la capa, y de lo que acusaba como más duro en Cleómenes, que era la reducción de la riqueza y el destierro de la miseria, se postraba a sí mismo y postraba la Acaya ante la diadema, la púrpura y los preceptos despóticos de Macedonios y de sátrapas, por no estar a las órdenes de Cleómenes, haciendo sacrificios por la salud de Antígono y entonando con corona en la cabeza himnos en honor de un hombre lleno de corrupción y pestilencia. No es nuestro ánimo, al referir estas cosas, acusar a Arato, porque, en general, fue un varón digno de la Grecia y de los más ilustres de ella, sino tomar de aquí ocasión para compadecer la miseria de la naturaleza humana, que aun en índoles tan dignas de alabanza y tan inclinadas a toda virtud no puede producirse un bien perfecto y que no esté sujeto a alguna reprensión.

XVII.— Acudiendo los Aqueos a Argos otra vez con objeto de la junta, y bajando de Tegea Cleómenes, tenían todos grande esperanza de que verificaría la paz; pero Arato, que en los puntos más capitales estaba ya convenido con Antígono, temiendo que Cleómenes lo llevara todo a cabo, reunió al pueblo, y aun se puede decir que lo violentó, y quería que, tomando Cleómenes trescientos rehenes, se presentara solo en la junta, o que conferenciaran fuera, junto al gimnasio llamado Cilarabio, pudiendo entonces venir con tropas. Al oírlo Cleómenes se quejó de que se le hacía injusticia, pues que debían habérselo dicho desde el principio y no desconfiar entonces, y hacerle retroceder cuando ya había llegado a sus puertas; y habiendo escrito sobre este incidente una carta a los Aqueos, que era en la mayor parte una acusación de Arato, y llenádole a su vez Arato de improperios ante la muchedumbre, se retiró al punto con su ejército, y al mismo tiempo envió a los Aqueos un heraldo declarándoles la guerra (no a Argos, sino a Egio, como dice Arato), para no dar lugar a que pudieran prevenirse. Grande fue entonces la turbación de los Aqueos, inclinándoselas ciudades a la rebelión; de parte de la plebe, porque esperaba el repartimiento de tierras y la abolición de las deudas, y de parte de los principales, porque les era molesto Arato, y aun algunos habían concebido ira contra él porque les traía los Macedonios al Peloponeso. Alentado, por tanto, con estos sucesos, Cleómenes invadió la Acaya; tomó, en primer lugar, a Pelena, cayendo sobre ella de improviso, y echó de allí a los que la guarnecían juntamente con los Aqueos. Enseguida atrajo a su partido a Feneo y Penteleo: y como los Aqueos, por temor de que se hubiera fraguado alguna traición en Corinto y Siciones, hubiesen enviado la caballería y las tropas auxiliares desde Argos para custodia de estas plazas, mientras ellos bajaban a Argos a celebrar los juegos nemeos, esperando Cleómenes lo que era en realidad, que llena la población de los concurrentes a la fiesta y de espectadores, si iba allá de sorpresa sería mayor la turbación, condujo de noche su ejército hasta el pie de las murallas, y tomando el punto inmediato al Escudo que dominaba el teatro, lugar agrio y poco accesible, los sobrecogió de tal manera que nadie se movió a la defensa, sino que admitieron guarnición, le entregaron veinte ciudadanos en rehenes y se hicieron aliados de los Lacedemonios para militar a las órdenes de Cleómenes.

XVIII.— Resultóle de aquí no pequeña gloria y poder, porque los antiguos reyes de los Lacedemonios, por más que habían hecho, nunca pudieron conseguir que Argos se uniera firmemente a Esparta; y Pirro, el más hábil de todos los generales, aunque llegó a entrarla por fuerza, no sujetó la ciudad, sino que, murió en la empresa, con pérdida de gran parte de sus tropas. Era, pues, admirada la actividad y prudencia de Cleómenes; y si antes, cuando decía que había imitado a Solón y a Licurgo en la abolición de las deudas y en la igualación de las haciendas, se le echaban a reír, entonces del todo se convencieron de que él era la causa de la mudanza que se veía en los Espartanos. Porque antes había sido tal su decadencia y tan imposibilitados estaban de valerse, que habiendo hecho los de Etolia una irrupción en la Laconia, se les llevaron cincuenta mil esclavos: con alusión a lo cual se cuenta haber dicho un anciano, de los Espartanos, que les habían servido de auxilio los enemigos, aliviando a la Laconia; y ahora, con sólo haber pasado un poco de tiempo, en el que no habían hecho más que empezar a resucitar las costumbres patrias y a restablecer un vestigio de su educación antigua, habían ya dado a Licurgo, como si estuviera presente y los gobernase, grandes muestras de valor y obediencia, restituyendo a Lacedemonia el imperio de la Grecia y volviendo a recobrar el Peloponeso.

XIX.— Tomado Argos, se reunieron a Cleómenes inmediatamente Cleonas y Fliunte, y hallándose por suerte a este tiempo Arato en Corinto, ocupado en la averiguación de los que se decía laconizaban o eran partidarios de los Lacedemonios, le llegó la noticia de estos sucesos, la que le causó gran sorpresa; y teniendo observado que la ciudad se inclinaba a Cleómenes, como por otra parte los Aqueos quisiesen también retirarse, convocó sí a junta a los ciudadanos, pero escabulléndose, sin que lo entendiesen, marchó a la puerta, y montando allí en un caballo que le trajeron, huyó a Sicione. Apresuráronse los Corintios a marchar a Argos para unirse a Cleómenes, tanto, que dice Arato haberse reventado todos los caballos, y que Cleómenes les hizo cargo de no haberle detenido y haberle dejado escapar; mas, con todo, fue en su busca Megistónoo de parte del mismo Cleómenes, a que le entregara el Acrocorinto, porque había en él guarnición de Aqueos, haciéndole sobre ello instancias y ofreciéndole gran suma de dinero: a lo que le había respondido que no era dueño de los negocios, sino los negocios de él: así lo dejó escrito Arato. Cleómenes salió de Argos, y agregando a su partido a los de Trecene, Epidauro y Hermíona, pasó a Corinto, donde tuvo que circunvalar el alcázar, por no querer los Aqueos desampararle. Al mismo tiempo envió a llamar a los amigos y apoderados de Arato, y les dio orden para que se incautaran de su casa y su hacienda y las tuvieran en buena custodia y administración. Mandó asimismo en busca de éste a Tritimalo de Mesena, para hacerle la proposición de que el Acrocorinto fuese guardado a un tiempo por Aqueos y Lacedemonios, y la particular oferta de una pensión doble de la que recibía del rey Tolomeo. Mas como Arato se hubiese negado y hubiese enviado a su hijo con otros rehenes a Antígono, haciendo decretar a los Aqueos que a éste sería a quien se entregase el Acrocorinto, en consecuencia Cleómenes invadió la Sicionia, la taló y recibió en dádiva la hacienda de Arato en virtud de decreto de los Corintios.

XX.— Pasó en esto Antígono la Geranea con grandes fuerzas, y le pareció a Cleómenes que no debía circunvalar y guardar el Istmo, sino los montes Oneos, y quebrantar más bien a los Macedonios con una guerra de puestos, que no venir a las manos en ordenada batalla; y haciéndolo como lo había pensado, puso en grande apuro a Antígono, porque ni había hecho suficiente acopio de víveres ni era fácil forzar el paso, situado allí Cleómenes. Intentó rodear de noche el Lequeo, y fue rechazado, con pérdida de alguna gente, con lo que se alentó extraordinariamente Cleómenes, y sus tropas, engreídas, con la victoria, se fueron tranquilas a preparar la cena; como, por el contrario, decayó de ánimo Antígono, reducido a no tomar sino partidos desesperados en semejante conflicto. Así pensó en ir a tomar la cresta del Hereo, y desde allí pasar en barcos las tropas a Sicione, aunque esto era obra de mucho tiempo y de no comunes preparativos; pero ya a la caída de la tarde vinieron de Argos por mar unos amigos de Arato, enviados por éste a llamarle, con motivo de que los Argivos se habían rebelado a Cleómenes. Era Aristóteles quien había negociado esta defección, no habiéndole sido fácil persuadir a la muchedumbre, irritada porque Cleómenes no había hecho la abolición de deudas con que ella se había lisonjeado. Tomando, pues, Arato mil quinientos soldados de los de Antígono, los condujo por mar a Epidauro; pero Aristóteles ni siquiera lo esperó, sino que, poniéndose al frente de los ciudadanos, acometió a los que guardaban la ciudadela, y al mismo tiempo acudió en su auxilio Timóxeno, que con tropas de los Aqueos vino desde Sicione.

XXI.— Llegaron estas nuevas a Cleómenes a la segunda vigilia de la noche; y haciendo llamar a Megistónoo, le mandó con enfado que fuese al punto a dar socorro contra los de Argos, porque él había sido la principal causa de que Cleómenes se hubiera fiado demasiado de los Argivos, y quien le estorbó que no desterrase a los sospechosos. Enviando, pues, a Megistónoo con dos mil hombres, él se quedó en observación de Antígono, y tranquilizó a los Corintios, diciéndoles que no había sido cosa lo de Argos sino un alboroto suscitado por unos cuantos. Mas sucedió que Megistónoo, llegado a Argos, murió en el combate, y los de la guarnición se sostenían con gran dificultad, enviando continuos partes a Cleómenes. Temiendo, pues, no fuera que los enemigos se apoderaran de Argos y, tomándole los pasos, talaran a su placer la Laconia y sitiaran a Esparta, que había quedado sin gente, sacó al punto su ejército de Corinto, ciudad que perdió bien pronto, entrando en ella Antígono y poniendo guarnición. Cayó sobre Argos, con ánimo de escalar la muralla, para lo que reunió su ejército, que estaba en marcha; y habiéndose abierto paso por las bóvedas del Escudo, subió y se incorporó con los de la guarnición, que todavía resistían a los Aqueos. Arrimando después las escalas, tomó algunos puntos de la ciudad, y desembarazó las calles de enemigos, habiendo dado orden a los Cretenses de que usaran de las ballestas. Mas habiendo visto que Antígono bajaba desde las cumbres a la llanura con la infantería, y que ya los caballos corrían apresuradamente hacia la ciudad, desconfió de reducirla, y juntando toda su gente, bajó con entera seguridad y se retiró resguardado de la muralla; y habiendo venido a cabo de grandes empresas en muy breve tiempo, y estando en muy poco el que en una vuelta, como quien dice, no se hubiera hecho duelo de todo el Peloponeso, también en un momento se le fue todo de las manos, porque de los aliados unos le abandonaron desde luego y otros hicieron después entrega de sus ciudades a Antígono.

XXII.— Cuando tan mal le sucedían las cosas de la guerra e iba en retirada con su ejército, ya tarde, cerca de Tegea, llegaron mensajeros de Lacedemonia trayéndole nuevas de una desventura en nada inferior a las que le aquejaban, y era la de la muerte de su mujer, por sola la cual se mostraba poco sufrido aun en medio de sus prosperidades; pues que viajaba con frecuencia a Esparta, enamorado siempre de Agiatis, y teniéndola en el mayor aprecio y estimación. Sorprendióse, pues, y sintió el más vivo dolor, como era preciso en un joven que perdía una mujer bella y virtuosa; y, sin embargo, no hizo, en medio de tanto pesar, nada que desdijese de su grandeza de alma, o que pusiera mengua en ella, sino que, conservando la misma voz, el mismo continente y el mismo semblante con que siempre se mostraba, atendió a dar las órdenes a los caudillos y a proveer a la seguridad de los Tegeatas. A la mañana muy temprano bajó a Lacedemonia, y habiendo en casa desahogado el llanto con la madre y los hijos, inmediatamente volvió a entregarse al despacho de los negocios; y como Tolomeo, rey de Egipto, para ofrecerle socorros exigiese que le diera en rehenes a los hijos y a la madre, estuvo largo tiempo sin atreverse a decírselo a ésta; y entrando muchas veces con este intento, en el acto mismo de ir a hablar enmudecía; tanto, que ella misma llegó a concebir alguna sospecha, y preguntó a sus amigos qué era en lo que se detenía cuando la visitaba. Por fin habiéndose determinado Cleómenes a manifestárselo, se echó a reír diciéndole: «¿Y esto es lo que tenías que proponerme y que tanto miedo te costaba? ¿Por qué, pues, no te das prisa a poner en un barco este mi cuerpo y a enviarlo donde pueda ser útil a Esparta, antes que con la vejez se destruya aquí sentado, sin ser de provecho para nada?». Cuando todo estaba dispuesto fueron a pie a Ténaro, y los acompañó el ejército con armas; y al ir Cratesicle a embarcarse llevó a Cleómenes solo al templo de Neptuno, y habiéndole abrazado y saludado tiernamente, como le viese apesadumbrado y afligido: «Ea —le dijo—, oh rey de los Lacedemonios, cuando salgamos afuera es menester que nadie advierta que hemos llorado, y que no hagamos nada que sea indigno de Esparta; porque esto sólo está en nuestro poder, y las cosas de fortuna saldrán como Dios quisiere». Dicho esto, compuso su semblante, y subió a la nave, llevando al niño consigo, y al punto dio orden al comandante para que levara áncoras. Llegada a Egipto, entendió que Tolomeo andaba en tratos con Antígono y recibía sus mensajes, y que Cleómenes, haciéndole los Aqueos proposiciones de paz, temía por ella terminar la guerra sin la concurrencia de Tolomeo; por lo que le escribió que hiciera lo que fuera útil y decoroso a Esparta, y no estuviera temiendo siempre a Tolomeo por una vieja y un niño. ¡Tan magnánima se dice haber sido esta mujer para los casos de fortuna!

XXIII.— Tomó Antígono a Tegea, y saqueó a Mantinea y Orcómeno, con lo que, estrechado Cleómenes a la Laconia, dio la libertad a aquellos ilotas que pudieron pagar cinco minas áticas, recogiendo por este medio quinientos talentos; habiendo luego armado a dos mil a la Macedonia, para oponerlos a los Leucáspidas de Antígono, concibió un proyecto atrevido e inesperado de todos. Megalópolis era ya entonces por sí sola no menor ni menos poderosa que Lacedemonia, y tenía además el auxilio de los Aqueos y el de Antígono, que cubría sus costados, llamado al parecer por los Aqueos, a solicitud principalmente de los Megalopolitanos. Pensando, pues, en saquearlo Cleómenes —acción a la que en lo pronta e inesperada ninguna puede compararse—, dio orden a los soldados de que tomaran víveres para cinco días, y marchó con su ejército a la vía de Selasia, como quien iba a talar la Argólide; pero de allí bajó al territorio de los Megalopolitanos, y habiendo comido los ranchos junto al Reteo, repentinamente se encaminó por Helicunte a la ciudad misma. Cuando ya estaba a corta distancia, envió a Panteo con dos cohortes de Lacedemonios a apoderarse del lienzo de muralla entre las torres, que sabía era el puesto que tenían menos guardado los Megalopolitanos, y él seguía a paso lento con las demás tropas; pero habiendo encontrado Panteo descuidados no sólo aquel punto, sino otros muchos de la misma muralla, unos los tomó al golpe, en otros abrió brecha, y de la guarnición dio muerte a cuantos se presentaron, con lo que se apresuró Cleómenes a reunírsele, y antes que los Megalopolitanos pudieran apercibirse, ya estaba dentro de la ciudad con todas sus fuerzas.

XXIV.— No bien había corrido la voz de esta sorpresa por la ciudad, cuando unos se salieron de ella, llevándose lo que pudieron recoger, y otros acudieron con armas, y oponiéndose y resistiendo a los enemigos, si no pudieron rechazarlos, a lo menos proporcionaron seguridad a los ciudadanos que huían; de manera que no quedaron arriba de mil personas, habiéndose apresurado todos los demás a refugiarse a Mesena con sus hijos y sus mujeres. Salvóse también gran número de los que habían acudido en auxilio y habían tomado parte en el combate, siendo muy pocos los prisioneros que se hicieron; mas fueron de este corto número Lisándridas y Teáridas, varones muy ilustres y los de mayor autoridad entre los Megalopolitanos; por lo mismo los soldados que los apresaron los llevaron a presentar a Cleómenes. Lisándridas, luego que le vio de lejos, le dijo en alta voz: «En tu mano está, oh rey de los Lacedemonios, ejecutar una hazaña más señalada y regia que la que acabas de hacer, y con la que adquieras todavía más gloria»; y Cleómenes, sospechando qué era lo que quería indicar: «¿Qué es lo que dices, Lisándridas? —le replicó— ¿Quieres proponerme que os restituya la ciudad?». A lo que contestó Lisándridas: «Eso mismo es lo que digo, aconsejándote que no arruines una ciudad como ésta, sino que la llenes de amigos y aliados fíeles y seguros, restituyendo a los Megalopolitanos su patria y constituyéndote en libertador de un pueblo tan numeroso». Estuvo Cleómenes suspenso por un rato; luego dijo: «Difícil es eso de creer; pero con nosotros siempre ha podido más lo que se encamina a la gloria que al provecho». Y dicho esto, los envió a Mesena, y un heraldo de su parte para anunciar que restituía su ciudad a los Megalopolitanos, sin más condición que la de que fueran sus aliados y amigos, separándose de los Aqueos. Mas, sin embargo de haber hecho Cleómenes una proposición tan benigna y humana, no dejó Filopemen a los Megalopolitanos separarse de la liga de los Aqueos, tomando para ello el medio de acusar a Cleómenes de que no trataba de restituir la ciudad, sino de apoderarse de los ciudadanos; e hizo echar a Teáridas y Lisándridas de Mesena. Este es aquel Filopemen que más adelante fue el primero de los Aqueos, y adquirió grande gloria y fama entre los Griegos, como en su propia Vida lo hemos escrito.

XXV.— Cuando recibió esta noticia Cleómenes, que había conservado intacta e indemne la ciudad, hasta el punto de estar todos seguros de que no se había tomado la cosa más mínima, entonces, alterado e incomodado del todo, hizo meter a saco todos los bienes, envió las estatuas y pinturas a Esparta, y, arruinando y asolando la mayor y más señalada parte de la ciudad, movió para la Laconia, por temor de Antígono y de los Aqueos. Mas éstos nada hicieron, porque se hallaban en Egio reunidos en consejo. Después, cuando, subiendo Arato a la tribuna, estuvo largo tiempo haciendo exclamaciones y poniéndose el manto delante del rostro, sorprendidos todos, le rogaron que hablase, y diciéndoles que Megalópolis había sido arruinada por Cleómenes, al punto se disolvió la junta, lamentando los Aqueos su súbita y desmedida desventura. Pensó Antígono en ir en su auxilio; pero acudiendo con lentitud las tropas de los cuarteles de invierno, dio orden para que permaneciesen en el país que ocupaban, y él pasó a Argos, llevando consigo escasas fuerzas; por lo que otra segunda sorpresa de Cleómenes pudo parecer una temeridad y locura, pero fue obra de una singular prudencia, como escribe Polibio. “Porque sabiendo —dice— que los Macedonios estaban esparcidos por las ciudades, y que Antígono, que invernaba en Argos con sus amigos, sólo tenía unos cuantos estipendiarios, invadió la Argólide; echando cuenta con que, o vencería a Antígono si le movía la vergüenza, o lo pondría en mal con los Argivos si no se atrevía a combatir, que fue lo que sucedió. Porque talado por él el país, y trastornado y conmovido todo, los Argivos, que no podían llevarlo en paciencia, corrían al palacio del Rey clamando porque pelease o cediera el imperio a los que valían más que él; pero Antígono, que como general prudente tenía por vergonzoso el exponerse temerariamente sin tener cuenta de su seguridad, y no el que los otros hablaran mal de él, no quiso de ninguna manera salir, sino que se mantuvo en su propósito; y Cleómenes, llegando con su ejército hasta las murallas, los insultó, les hizo todo el mal posible impunemente, y se retiró.

XXVI.— Habiéndose oído de allí a poco que Antígono se dirigía otra vez a Tegea, para pasar desde allí a invadir la Laconia, reunió con presteza sus tropas, y adelantándose por otros caminos, al rayar el día se le vio ya en las inmediaciones de Argos, talando el país, para lo que no segaba el trigo como los demás con hoces o con las espadas, sino que lo tronchaba con unos palos largos, hechos en forma de sable, tomando como por juego el destrozar los frutos en la misma marcha sin ningún trabajo. Mas como al llegar al gimnasio Cilarabio quisiesen los soldados pegarle fuego, lo impidió, manifestándoles que lo ejecutado en Megalópolis mas había sido un arrebato de cólera que un acto laudable. Retiróse Antígono por el pronto a Argos, y después, según iba ocupando los montes y todas las eminencias, ponía guardias; y Cleómenes, para manifestar que no se le daba nada y le tenía en poco, le envió heraldos a pedirle las llaves del templo de Hera, para sacrificar a esta diosa en su retirada. Habiéndose burlado y mofado de esta manera, y hecho sacrificio a la diosa al pie del templo, que se halaba cerrado, condujo su ejército a Fliunte, y de allí expulsando la guarnición de Oligirto, bajó por Orcómeno; con lo que no solamente infundió aliento y confianza a sus ciudadanos, sino que con los enemigos mismos se acreditó de general y se mostró capaz de grandes empresas. Porque habiendo salido con las fuerzas de una ciudad sola, hacer juntamente la guerra contra el ejército de los Macedonios, contra todos los del Peloponeso y contra todos los tesoros del rey, y no sólo conservar intacta la Laconia, sino talar el territorio de aquellas y tomar ciudades de tanta importancia, esto era ciertamente obra de una pericia y de una virtud nada comunes.

XXVII.— El que primero profirió la máxima de que el dinero era el nervio de todos los negocios, parece que para decirlo miró principalmente a los de la guerra: Demades, mandando en una ocasión a los Atenienses que se equiparan y tripularan las galeras estando faltos de dinero: «Antes es —les dijo— el pan que el piloto». Dícese asimismo de Arquidamo el Mayor que, al principio de la guerra del Peloponeso, dándosele orden de que fijara las contribuciones de los aliados, dijo que la guerra no se mantiene de lo tasado. Porque así como los atletas muy ejercitados cansan y rinden con el tiempo a los bien dispuestos y a los que sólo tienen destreza, de la misma manera Antígono, sosteniendo la guerra con un inmenso poder, fatigaba y cansaba a Cleómenes, que apenas podía pagar la soldada a los extranjeros y dar el alimento a sus ciudadanos; pues por lo demás, el tiempo estaba en favor de Cleómenes, por los graves negocios que llamaban a Antígono a su propio país. Porque, en su ausencia, los bárbaros habían invadido y talado la Macedonia, y entonces descendía a ella un ejército numeroso de los Ilirios, hostigados del cual instaban por su vuelta los Macedonios; y a poco, con que hubieran llegado antes de la batalla aquellas cartas, se habría marchado al punto, despidiéndose y no haciendo cuenta de los Aqueos: pero la que decide, nada más que con un poquito de mayores negocios, que es la fortuna, mostró entonces con la mayor evidencia la fuerza y el poder de la ocasión: pues que, acabada de dar la batalla de Selasia y de perder Cleómenes el ejército y la ciudad, en aquel mismo punto llegaron los mensajeros que llamaban a Antígono; accidente que contribuyó a hacer más digna de compasión la desgracia de Cleómenes. Porque si se hubiera detenido dos días no más, empleando los medios de prolongar la guerra, ninguna necesidad hubiera tenido de dar batalla, sino que, retirados los Macedonios, habría hecho la paz con los Aqueos del modo que le hubiera parecido, mientras que ahora, por la falta de fondos, según decimos, lo expuso todo a la suerte de las armas, precisado a entrar en acción con veinte mil hombres contra treinta mil, según dice Polibio.

XXVIII.— En el combate, a pesar de que dio muestras de excelente general, de que sus ciudadanos se portaron con el mayor valor y que nada hubo que en los auxiliares y estipendiarios, la calidad de las armas y el peso de la falange fue lo que sin duda le oprimió; y aun Filarco es de sentir que intervino traición, y que a ésta se debió principalmente el que fuera arrollado Cleómenes. Porque dando Antígono orden a los Ilirios y Acarnanios de que ocultamente tomaran la vuelta y fingieran el ala que mandaba Euclidas, hermano, de Cleómenes, y formando después las demás tropas en orden de batalla, se puso a mirar Cleómenes desde una eminencia, y como no descubriese por ninguna parte las armas de los Ilirios y Acarnanios, temió que Antígono los hubiera destinado a alguna emboscada. Llamó, pues, a Damóteles, que era el encargado de observar las asechanzas, y le mandó que viera y examinara qué era lo que había a retaguardia y alrededor de su hueste; y como Damóteles, que es fama haber sido antes sobornado con dinero, le dijese que sobre aquel punto no tuviera cuidado, porque todo estaba bien, y atendiera sólo a lo que tenía delante, y procurara defenderse, dióle crédito, marchó contra Antígono, y habiendo rechazado hasta la distancia de cinco estadios la falange de los Macedonios, con el ímpetu de los Espartanos que consigo tenía, la derrotó y venció, siguiéndole el alcance; pero como en la otra ala hubiese sido envuelto Euclidas, hizo alto, y advirtiendo el peligro: «Pereciste —exclamó—, caro hermano; pereciste como valiente, dejando ejemplo a nuestros hijos y memoria a las mujeres espartanas». Muerto así Euclidas, corrieron de la otra parte los que le vencieron, y viendo Cleómenes a sus soldados desordenados, y ya sin valor para aguardar el nuevo choque, hubo deponerse en salvo. Dícese que de los auxiliares murieron la mayor parte, y de los Lacedemonios, que eran en número de seis mil, todos, a excepción de doscientos.

XXIX.— Llegado a la ciudad, exhortó a los ciudadanos que salieron a recibirle a que dieran entrada a Antígono, y les dijo que por él, muerto o vivo, si en algo podía ser útil a Esparta, no faltaría a ejecutarlo. Viendo que las mujeres salían al encuentro a los que con él se habían salvado, que les tomaban las armas y les llevaban de beber, se entró en su casa; y como una criada que tenía de condición libre, habiéndola tomado en Megalópolis después de la muerte de su mujer, se llegase a él como solía, con deseo de asistirle, viéndole venir del ejército, ni quiso beber, sin embargo de que se ahogaba de sed, ni sentarse, estando fatigado; sino que, armado como estaba, puso la mano en una columna, y dejando caer el rostro sobre la flexura del brazo, descansó así por algunos instantes, y haciendo entre sí diferentes reflexiones, se dirigió con sus amigos al puerto de Gitio, y embarcándose en algunas naves prevenidas al intento, se hizo a la vela.

XXX.— Tomó Antígono a Esparta con sólo presentarse; pero trató con humanidad a los Lacedemonios, sin insultar ni humillar la dignidad de Esparta; antes bien, les restituyó sus leyes y su gobierno, y sacrificando a los dioses, marchó al tercero día, noticioso de la guerra que sufría la Macedonia, y de que los bárbaros devastaban el país. Hallábase ya entonces enfermo, por haber contraído una tisis grave y una tos continua. Mas no por eso se dejó caer, sino que se esforzó para esta guerra de su patria durante lo bastante para alcanzar en ella una señalada victoria, con gran carnicería de los bárbaros, y hacer su muerte más gloriosa, la que se verificó, como es más natural, lo dice Filarco, de resultas de habérsele reventado la apostema con los gritos que dio durante el combate; aunque en los corrillos se decía que, prorrumpiendo de gozo después de la victoria en esta exclamación: «¡Oh, qué glorioso día!», arrojó gran cantidad de sangre, y levantándosele una fuerte calentura, murió. Mas baste esto de Antígono.

XXXI.— Cleómenes, navegando de Citera, tocó en otra isla, que era la de Egialia, de donde estaba para pasar a Cirene, cuando uno de sus amigos, llamado Terición, varón de grande aliento para las empresas, y en sus expresiones altivo y arrogante, hallándole a solas, le hizo este razonamiento: «La muerte para el hombre más gloriosa la desdeñamos en el combate, sin embargo de que todos nos habían oído decir que Antígono no sería vencedor del rey de los Espartanos, como lo fuera después de muerto; pues la ocasión de la otra muerte, que a aquella es segunda en fama y en virtud, tenémosla ahora en nuestra mano. ¿Por qué, pues, navegamos a la ventura, huyendo de la que tenemos tan cerca, para ir a buscarla lejos? Porque si no es una afrenta que sirvan a los sucesores de Filipo y Alejandro los descendientes de Héracles, nos ahorraríamos una larga navegación con entregarnos a Antígono, que tanto se ha de aventajar a Tolomeo cuanto a los Egipcios los Macedonios. Y si nos desdeñamos de sujetarnos a aquellos por quienes con las armas fuimos vencidos, ¿iremos a tomar por dueño y señor al que no nos ha vencido, para qué así en lugar de uno haya dos a quienes seamos inferiores, Antígono, de quien huimos, y Tolomeo, a quien habremos de adular? ¿O diremos que venimos a Egipto a causa de la madre? ¡Pues por Cierto que serás a la madre un espectáculo agradable y digno de ser tomado por modelo, habiendo de presentar a las mujeres de Tolomeo un rey convertido en esclavo y un hijo fugitivo! ¿Pues por qué siendo todavía dueños de nuestras espadas, y teniendo todavía la Laconia a nuestra vista, no nos sustraemos aquí al imperio de la fortuna, justificándonos así para con los que yacen en Selasia muertos por Esparta? Y no que ahora vamos a estarnos reposados en Egipto, para informarnos de quién es el sátrapa que Antígono ha dejado en Lacedemonia». Habiendo hablado de esta manera Terición, le respondió Cleómenes: «Con seguir, oh menguado, de las cosas humanas la más fácil, y que todos tienen más a la mano, que es el morir, ¿quieres acreditarte de fuerte entregándote a una fuga más vergonzosa que la primera? Porque a les enemigos han cedido antes de ahora otros mejores que nosotros, o por caprichos de la fortuna u oprimidos por la muchedumbre; pero al que, o por el trabajo y el infortunio o por la gloria y el vituperio de los hombres se da por perdido, a éste es su propia cobardía la que le vence: la muerte voluntaria no debe elegirse para huir de obrar, sino para alguna acción útil, pues es cosa vergonzosa que vivamos o muramos para nosotros solos, que es lo que tú aconsejas, queriendo que nos apresuremos a salir de la situación presente, sin hacer o proponer ninguna otra cosa que sea honesta o provechosa. Mas por lo que hace a mí, creo que tú y yo no debemos perder aun toda esperanza de salvación para la patria; y cuando llegue el caso de que esta esperanza nos abandone enteramente, siempre nos ha de ser fácil el morir, si así conviene». A esto nada replicó Terición; pero a la primera oportunidad que tuvo de apartarse de Cleómenes se retiró por la ribera y se dio muerte.

XXXII.— Cleómenes, haciéndose al mar desde Egialia se dirigió al África, y acompañado por los oficiales del rey, pasó a Alejandría. Presentándose a éste, al principio no fue de él tratado sino con la común humanidad y benevolencia; pero luego que dio a conocer el temple de su ánimo, acreditándose de hombre de mucho asiento, y mostrando en el trato diario un carácter espartano y sencillo, con cierta gracia liberal e ingenua, sin mancillar en lo más mínimo su ilustro origen ni aparecer abatido por el rigor de la fortuna, tuvo ya en el corazón del rey mejor lugar que los que bajamente le lisonjeaban y adulaban; sintiendo éste pesar y vergüenza de haber mirado con abandono a un varón tan singular y haber dejado que fuera la presa de Antígono, que de resultas tanto había aumentado en gloria y en poder. Enmendando, pues, lo pasado con nuevas honras y agasajos, alentó a Cleómenes, anunciándole que con naves y dinero le volvería a la Grecia y lo restablecerla en el reino. Señalole, además, una pensión de veinticuatro talentos al año, con los que se mantenía a sí mismo y a sus amigos con parsimonia y frugalidad, invirtiendo la mayor parte en socorrer benigna y humanamente a los que de la Grecia se acogían al Egipto.

XXXIII.— Mas Tolomeo el Mayor murió antes de que tuviera cumplimiento la restitución de Cleómenes; y como al punto hubiese caído la corte en embriagueces, lascivias y todo género de disolución, fue consiguiente que se echara en olvido lo ofrecido a Cleómenes. Porque el rey mismo le habían traído a tal grado de corrupción con las mujerzuelas y el vino, que cuando más despierto estaba y más en su acuerdo, se le iba el tiempo en celebrar misterios y en andar por el palacio con una campanilla convocando a ellos; y de las cosas de gobierno disponía a su arbitrio Agatoclea, que era su favorita, la madre de ésta y un rufián llamado Enantes. Sin embargo, al principio no se tuvo por del todo inútil a Cleómenes, porque como Tolomeo temiese a su hermano Magas, a causa de que por su madre tenía ascendiente sobre las tropas, se valió de Cleómenes, y le admitió a los consejos íntimos, con la idea de deshacerse del hermano; mas él solo, sin embargo de que todos los demás instaban sobre que se pusiese por obra, desaprobó tal intento, diciendo que si fuera posible debían darse al rey muchos hermanos para su seguridad, y para tener con quien repartir la muchedumbre de los negocios; y aunque Sosibio, que era el de más poder entre los amigos del rey, expuso que no podrían tener confianza en las tropas asalariadas mientras Magas viviese, les dijo Cleómenes que en este punto estuvieran porque había entre estas tropas más de tres mil peloponesianos que estaban a su devoción, y con sólo hacerles una seña se le presentarían armados, con la más pronta voluntad: manifestación que por entonces granjeó a Cleómenes opinión de afecto al rey y de no estar destituido de poder. Mas como luego la misma flojedad de Tolomeo acrecentase en él el miedo, y, según la costumbre de los que no se paran a considerar nada, tuviese por lo más seguro temer de todo y no fiarse de nadie, empezó entre los cortesanos a tener por temible a Cleómenes, a causa de su influjo con las tropas extranjeras, y ya muchos decían que a aquel león se le tenía entre las ovejas; y a la verdad, como tal estaba en el palacio, mirando con entereza y haciéndose cargo de cuanto pasaba.

XXXIV.— Desmayó, pues, en la demanda de naves y tropas; mas habiendo sabido que había muerto Antígono, que los Aqueos estaban enredados en la guerra de Etolia y que los negocios pedían su presencia y le llamaban allá, estando el Peloponeso en el mayor tumulto y agitación, pidió que se le permitiera ir sólo con sus amigos: pero de nadie fue escuchado, porque el rey a nadie daba oídos, entretenido siempre con mujerzuelas, con los regocijos de Baco y con comilonas; el que lo dirigía y gobernaba todo, que era Sosibio, si detenía a Cleómenes contra su deseo, le miraba como desasosegado y temible, y en el caso de dejarle marchar, le infundía recelos un hombre osado y de grandes alientos que estaba muy hecho cargo de las dolencias de aquel reino. Porque ni aun las dádivas le dominaban, sino que, así como Apis, cuando parecía que nadaba en la abundancia y en el placer, le inquietaba el deseo de una vida según su genio, y de las carreras y juegos en toda libertad, viéndose claramente que le era insufrible el que le contuviera la mano del sacerdote; del mismo modo a Cleómenes ningún regalo le lisonjeaba, sino que, como a Aquiles,

el fuerte corazón se lo angustiaba
de verse allí encerrado; y de las lides
en el deseo bullicioso ardía.

XXXV.— Cuando sus cosas se hallaban en este estado, llega a Alejandría Nicágoras de Mesena, hombre que aborrecía a Cleómenes, aunque aparentaba serle amigo; y es que le había vendido años pasados una buena posesión, y por penuria de dinero, a lo que entiendo, o quizá por falta de oportunidad con motivo de las continuadas guerras, no había aún recibido el precio. Viéndole, pues, entonces Cleómenes saltar en tierra desde la nave, porque casualmente se estaba paseando en el desembarcadero del puerto, le saludó con afecto, y le preguntó cuál era la causa que le conducía a Egipto. Correspondióle Nicágoras con afabilidad, contestándole que traía para el rey caballos hechos a la guerra; Cleómenes se echó a reír: «Y yo te aconsejaría —le dijo— que más bien le trajeras tañedoras de flautas o hermosos mocitos, porque éstas son ahora las cosas de más gusto para el rey». Rióse también Nicágoras por entonces; pero haciendo, al cabo de pocos días, conversación en el campo a Cleómenes, le rogó que le pagara el precio, diciendo que no le incomodaría a no haber sentido bastante pérdida en el despacho del cargamento; y respondiéndole Cleómenes no tener ningún sobrante de su asignación, incomodado Nicágoras, denunció a Sosibio el dicho de Cleómenes. Oyóle aquel con placer; pero deseoso de tener otra causa con que exasperar más el ánimo del rey, persuadió a Nicágoras que dejara escrita una carta contra Cleómenes, en la que dijese que éste tenía meditado, si alcanzaba que se le dieran naves y soldados, apoderarse de Cirene. Escribió Nicágoras la carta y se marchó, y Sosibio, a los cuatro días, se la leyó al rey, como que acababa de recibirla, con lo que le acaloró e irritó, haciéndole determinar que se condujera a Cleómenes a un edificio grande, y acudiéndole allí con todo lo acostumbrado, se le privara de la salida.

XXXVI.— No dejaba esta disposición de afligir a Cleómenes; pero fue todavía mas triste la perspectiva que se le presentó para lo venidero con este desgraciado accidente. Tolomeo, hijo de Crisermo, que era amigo del rey, había hablado siempre a Cleómenes con cariño, y aun había entre ambos cierta amistad y franqueza. Éste, pues, a ruego de Cleómenes, vino a verle, y le trató también en afabilidad, removiendo toda sospecha y procurando excusar al Rey; pero al retirarse de aquel edificio no se fijó en que Cleómenes seguía acompañándole hasta la puerta, y reprendió ásperamente a los de la guardia de que custodiaban con poca elegancia y cuidado a una fiera que pedía otra vigilancia. Oyólo Cleómenes, y retirándose sin que Tolomeo le sintiese, lo participó a los amigos. Todos, pues, desecharon las esperanzas que antes habían tenido, y poseídos de ira, determinaron vengarse de la injusticia e insulto de Tolomeo y morir de un modo digno de Esparta, sin aguardar a ser degollados como víctimas engordadas; para el sacrificio: pues era cosa terrible que, habiendo Cleómenes desechado las proposiciones de paz hechas por Antígono, gran militar y hombre de valor, se estuviera ahora sentado esperando a que se hallara de vagar un rey ministro de Cibeles, y a que depusiera el tímpano y el tirso para degollarle.

XXXVII.— Tomada esta resolución, hizo la casualidad que Tolomeo había ido a Canopo, y con esta oportunidad hicieron correr la voz de que el rey le daba libertad. Además de esto, siendo costumbre recibida en el palacio que se enviase la comida y diferentes regalos a los que iban a ser sacados de la prisión, los amigos habían hecho estos preparativos para Cleómenes, y se los enviaron desde afuera del edificio, para engañar a los de la guardia, haciéndoles creer que era el rey el que los enviaba; para lo que sacrificó y les dio abundantemente parte, coronándose él de flores, y recostándose a comer con sus amigos. Dícese que puso en ejecución su designio más presto de lo que tenía pensado, por haber llegado a entender que un esclavo que estaba en el secreto había dormido fuera con una mujer, de la que estaba enamorado; y temeroso de que pudiera descubrirlo, siendo la hora del medio día, y habiéndose asegurado de que los guardias estaban durmiendo medio beodos, se puso la túnica, y desatando los lazos del hombro derecho, con la espada desnuda en la mano salió con los amigos, preparados de la misma manera, que en todos eran trece. De éstos, Hipotas, que era cojo, al primer ímpetu los acompañó con igual ardor; pero cuando advirtió que por él iban más despacio, les pidió que lo mataran y no malograron la empresa por esperar a un hombre inútil. Mas sucedió que atravesó por la puerta un alejandrino que llevaba un caballo; quitáronselo, y poniendo en él a Hipotas, dieron a correr por las calles, excitando a la muchedumbre a la libertad; pero, a lo que parece, para aquellos habitantes el último término de su valor era alabar y admirar la osadía de Cleómenes, no habiendo nadie que la tuviera para seguirle y darle ayuda. A Telomeo, hijo de Crisermo, que salía de palacio, le acometieron tres al punto, y le dieron muerte, y corriendo contra ellos en su carro el otro Tolomeo, a cuyo cargo estaba la custodia de la ciudad, saliéndole al encuentro, dispersaron a sus esclavos y a los de su escolta, y a él, arrojándole del carro, le mataron. Dirigiéronse en seguida al alcázar, con el objeto de quebrantar la cárcel y ayudarse con la muchedumbre de los presos; pero la guardia se les había anticipado, y la tenía bien defendida; de manera que, frustrado Cleómenes en este intento, corría desatentado por la ciudad, sin que se le reuniera nadie, y antes huyendo todos y mostrando el mayor temor, paróse, pues, y diciendo a sus amigos: «Nada tiene de extraño que sean mandados por mujeres unos hombres que rehúsan la libertad», los exhortó a todos a morir de un modo digno de él y de sus anteriores hazañas. Hipotas fue el primero que se hizo traspasar por uno de los más jóvenes; y en seguida cada uno de los demás se atravesó a sí mismo con su espada con la mayor serenidad e intrepidez, a excepción de Penteo, que había sido el primero que entró en Megalópolis cuando fue tomada. A éste, bellísimo de persona, de la mejor índole y disposición para la educación espartana, y que por estas prendas había sido el amado de Cleómenes, le dio orden de que cuando viera que él y los demás habían acabado entonces acabara consigo. Yacían todos por el suelo, y Penteo fue de uno en uno tentando con la espada, no fuera que alguno quedara vivo; y haciendo por fin con Cleómenes la prueba de punzarle en un pie, como observase en su rostro algún movimiento, le besó, se sentó a su lado, y, cuando ya expiró, abrazó su cadáver, y en esta actitud se quitó a sí mismo la vida.

XXXVIII.— De este modo terminó sus días Cleómenes, habiendo reinado en Esparta diez y seis años y llegado a ser un varón tan eminente. Divulgada la noticia por toda la ciudad, Cratesiclea, no obstante ser de ánimo varonil, desfalleció con la grandeza de semejante calamidad, y abrazando a los hijos de Cleómenes, empezó a lamentarse y hacer grandes exclamaciones. El mayor de aquellos niños, desprendiéndose y saliendo de allí cuando nadie podía sospecharlo, se arrojó de cabeza desde el tejado, y aunque se hizo grandísimo daño, no murió del golpe, Y cuando le levantaron gritaba y se desesperaba porque le impedían el morir. Tolomeo, luego que se le dio cuenta, mandó que desollaran el cuerpo de Cleómenes y lo pusieran en una cruz, y que diesen muerte a los hijos, a la madre y a las mujeres que tenía consigo. Era una de éstas la mujer de Penteo, de hermosa y agraciada persona. Estaban recién casados, y en el primer ardor de sus amores les sobrevinieron estos infortunios. Quiso, pues, embarcarse desde el principio con Penteo, pero sus padres no la dejaron, teniéndola guardada por fuerza bajo llave; mas, al cabo de poco, habiendo podido proporcionarse un caballo y algún dinero, se escapó de noche, y sin detenerse caminó hasta Ténaro, y allí se embarcó en una nave que se dirigía a Egipto; conducida a la compañía de su marido, vivió con él en tierra extraña alegre y contenta. Entonces asistió a Cratesiclea, arrebatada por los soldados, la recogió el manto y la exhortó a tener buen ánimo, sin embargo de que mostró no arredrarla la muerte, no pidiendo más que una sola cosa, que era morir antes que los niños. Llegadas al sitio en que los ministros acostumbraban hacer tales ejecuciones, primero dieron muerte a los niños a vista de Cratesiclea, y después a ésta misma, que en medio de tanta aflicción no pronunció más palabras que éstas: «¡Hijos míos, a dónde habéis venido!». La mujer de Penteo se ciñó el manto, y siendo alta y de fuerza, callando y con reposo prestó su asistencia a cada una de las que murieron, y cubrió sus cadáveres en la forma que pudo. Finalmente, muertas todas, cuidó de su propio adorno, se recogió la ropa, y no permitiendo que se acercase nadie ni la viese, sino el encargado de la ejecución, murió heroicamente, sin necesitar de nadie que cuidara de cubrirla y amortajarla después de su muerte. ¡Tan celosa fue de conservar, aun en este trance, la limpieza de su alma, y de guardar aquel pudor, que fue mientras vivió el antemural de su cuerpo!

XXXIX.— Lacedemonio, pues, habiendo puesto en contraposición y competencia en esta tragedia el valor de unas mujeres con el de los hombres, hizo ver que la virtud no puede ser nunca ofendida y agraviada por la fortuna. Al cabo de pocos días, los que guardaban el cuerpo de Cleómenes en cruz, vieron un dragón de bastante magnitud enroscado en su cabeza, y que le cubría el rostro en términos de no poder acercarse ninguna ave a comer sus carnes, de resulta de lo cual se apoderó del ánimo del rey cierta superstición y miedo, que dio ocasión a las mujeres para diferentes expiaciones, dándose a entender que habían muerto a un hombre amado de los dioses y de una naturaleza superior; los de Alejandría dieron en concurrir a aquel lugar, invocando a Cleómenes como héroe e hijo de los dioses, hasta que otros tenidos por más inteligentes los retrajeron de esta opinión, contándoles que de los bueyes podridos nacen las abejas, de los caballos las avispas, de los asnos en igual forma los escarabajos, y que los cuerpos humanos, cuando el podre de la médula se espesa y toma consistencia, produce serpientes: lo que observado por los antiguos, miraron al dragón como el más amigo, y compañero de los héroes entre todos los animales.

TIBERIO Y GAYO GRACO

TIBERIO

I.— Habiendo referido ya la primera historia, nos quedan que ver no menores infortunios en la pareja romana, contraponiendo las vidas de Tiberio y Gayo. Eran hijos de Tiberio Graco, que, con haber sido censor de los romanos, cónsul dos veces y habiendo obtenido dos triunfos, todavía fue mayor la dignidad que debió a su virtud. Fue, por tanto, merecedor de tomar en matrimonio a Cornelia, hija de Escipión, el que venció a Aníbal, después de la muerte de éste, aunque no había sido su amigo, sino más bien de otro partido en el gobierno. Dícese que cogió una vez una pareja de dragones sobre su lecho, y que, habiendo examinado los agoreros este portento, no dejaron que se diera muerte a los dos, ni que los dos quedaran, sino que se eligiera uno, en la inteligencia de que, si se mataba el macho, esto anunciaba la muerte a Tiberio, y si la hembra, a Cornelia; y, finalmente, que amando mucho Tiberio a su mujer, y juzgando que era más conveniente morir él el primero, por tener más edad, pues Cornelia era todavía joven, mató de las serpientes el macho y dejó la hembra; y después, al cabo de poco tiempo, murió, dejando doce hijos tenidos en Cornelia. Encargada ésta de los hijos y de la casa, se mostró tan prudente, tan amante de sus hijos y tan magnánima, que entendieron todos no haber andado errado Tiberio en anteponer su muerte a la de semejante mujer, la cual no admitió el matrimonio del rey Tolomeo, que partía con ella la diadema y la pedía por mujer, y permaneciendo viuda, perdió todos los demás hijos, a excepción de una hija, que casó con Escipión el Menor, y los dos hijos Tiberio y Gayo, cuya vida escribimos; a los que dio tan esmerada crianza, que con ser, a confesión de todos, los de mejor índole entre los romanos, aun parece que se debió más su virtud a la educación que a la Naturaleza.

II.— Pues que en la semejanza de los Dióscuros, en sus imágenes pintadas o esculpidas se nota alguna diferencia que indica ora lo luchador, ora lo corredor de caballos, y de la misma manera en el grande aire que se dan estos jóvenes en el valor y modestia, en la liberalidad, en la elocuencia y en la elevación de ánimo, todavía salen y se notan en sus hechos y manera de gobiernos grandes desemejanzas; me parece que no será fuera de propósito que preceda su explicación. En primer lugar, en las facciones del rostro, en el mirar y en los movimientos, Tiberio era dulce y reposado, y Gayo fogoso y vehemente: tanto, que para hablar en público el uno permanecía sosegado en el mismo sitio, y el otro fue el primero de los Romanos que empezó a dar pasos en la tribuna y a desprenderse la toga del hombro, al modo que se refiere de Cleón el Ateniense haber sido el primero de aquellos oradores que se desprendía el manto y se golpeaba el muslo. En segundo lugar, el estilo de Gayo era acalorado y cargado de afectos, con tendencia a lo terrible, y el de Tiberio más dulce y más propio para mover a la compasión. En la dicción, el de éste era puro y trabajado con estudio; el de Cayo, persuasivo y florido. Del mismo modo, en cuanto al orden de vida y a la mesa, Tiberio parco y sencillo, y Gayo, si se le comparaba con los demás, sobrio y austero; pero mirada la diferencia con el hermano, lujoso y delicado; así es que Druso le afeó el haber comprado unas mesas délficas de plata, que le costaron a razón de mil doscientas cincuenta dracmas la libra. En sus costumbres, con relación a la diferencia del estilo, el uno era afable y benigno y el otro pronto e iracundo: de manera que, hablando en público, se dejaba muchas veces arrebatar de la ira contra su mismo propósito, con lo que se levantaba la voz, prorrumpía en dicterios y desordenaba el discurso; y por lo tanto, para reparo de este acaloramiento, tenía cerca de sí a su esclavo Licinio, que no carecía de talento, el cual, puesto a su espalda con el instrumento que sirve para dar los tonos, cuando advertía que precipitaba y cortaba la pronunciación por el demasiado ardimiento, le daba un tono bajo y suave, y en oyéndole, inmediatamente volvía sobre sí, templaba el calor de los afectos, y bajaba la voz con la mayor docilidad.

III.— Estas eran las diferencias que entre ellos había; pero la fortaleza contra los enemigos, la justicia con los súbditos, la actividad en los cargos y la continencia en los placeres era en ambos una misma. En cuanto a la edad, Tiberio tenía nueve años más y esto hizo que ejerciesen autoridad en distintos tiempos, lo que no fue de pequeño perjuicio para sus empresas, por no haber florecido a un tiempo ni podido reunir sus fuerzas, que juntas las de ambos hubieran sido grandes e insuperables. Hablaremos, pues, separadamente de cada uno, y primero del de más edad.

IV.— Éste, pues, apenas salió de la puericia tuvo ya tanto nombre, que al punto se le reputó digno del sacerdocio llamado de los Augures, más bien por su virtud que por su ilustre origen. Manifestólo así Apio Claudio, varón consular y censorio, primero por su dignidad entre los senadores de Roma, y muy aventajado en prudencia a los de su edad, porque, comiendo juntos los agoreros, habló y saludó con singular cariño a Tiberio, y él mismo lo pidió para esposo de su hija; y habiéndole él otorgado con la mejor voluntad, hechos en esta forma los esponsales, al entrar Apio en su casa empezó desde la puerta a llamar a su mujer y a decirle en voz alta: «Antistia, he dado esposo a Claudia»; y admirada aquella: «¿Qué prisa o qué precipitación es esa —le respondió— como no sea Tiberio el marido que le has proporcionado?». Bien sé que algunos refieren esto al padre de los Gracos, Tiberio, y a Escipión el Africano, pero los más son de nuestro sentir, y Polibio dice que después de la muerte de Escipión el Africano sus deudos prefirieron entre todos a Tiberio para darle en matrimonio a Cornelia, significando con esto que el padre la había dejado sin desposar ni prometer.

Militó el joven Tiberio en África con Escipión el Menor, que estaba casado con su hermana; y viviendo en una misma tienda con el general, al punto comprendió su índole, que daba grandes y continuos ejemplos de virtud, dignos de que todos los emulasen e imitasen. Bien presto, pues, se aventajó a todos los jóvenes en disciplina y en valor, y fue el primero que trepó al muro enemigo, como lo escribe Fanio, diciendo que él también subió con Tiberio y participó de aquel prez de valor. Así, mientras estuvo presente, tuvo el amor de los soldados, y después de haber partido del ejército fue muy sentida su ausencia.

V.— Nombrado cuestor después de aquella guerra, cúpole en suerte militar contra los de Numancia con el Cónsul Cayo Mancino, varón no vituperable, pero el general más desgraciado de todos los Romanos; por lo tanto, resplandeció más en acontecimientos tan extraños de fortuna y en semejantes adversidades no sólo la puntualidad y valor de Tiberio, sino lo que es de admirar, su veneración y respeto hacia el caudillo, cuando él mismo, oprimido de tantos males, hasta de que era general se había olvidado. Porque vencido en grandes y continuados combates, intentó retirarse de noche, abandonando el campamento; pero habiéndolo percibido los Numantinos, tomaron éste inmediatamente, cayeron sobre los fugitivos, dieron muerte a los que alcanzaron, y envolvieron por fin todo el ejército, impeliéndole hacia lugares ásperos, de los que no había salida; por lo que, desesperado Mancino de todo buen término, hizo publicar que trataría con ellos de conciertos de paz; pero respondieron que no se fiarían sino de sólo Tiberio, proponiendo que fuera éste el que se les enviara. Movíanse a ello ya por el mismo joven, a causa de la fama que de él había en el ejército, y ya también acordándose de su padre Tiberio, que haciendo la guerra a los Españoles, y habiendo vencido a muchas gentes, asentó paz con los Numantinos, y confirmada por el pueblo, la guardó siempre con rectitud y justicia. Enviado, pues, Tiberio, entró con ellos en pláticas, y ora haciendo recibir unas condiciones, ora cediendo en otras, concluyó un tratado por el que salvó notoriamente a veinte mil ciudadanos Romanos, sin contar los esclavos ni la demás turba que no entra en formación.

VI.— Cuanto quedó en el campamento lo tomaron o destruyeron los Numantinos. Había entre estos despojos unas tablas pertenecientes a Tiberio, que contenían las cuentas de su cuestura, y que en gran manera deseaba recobrar, por lo cual, retirado ya el ejército, volvió a la ciudad con tres o cuatro de sus amigos. Llamando, pues, a los magistrados de los Numantinos, les rogó que le entregaran las tablas, para no dar a sus contrarios ocasión de calumniarle por no tener con qué defenderse acerca de su administración. Alegráronse los Numantinos con la feliz casualidad de poder servirle, y le rogaban que entrase en la población, y como se parase un poco para deliberar, acercándose a él, le cogían del brazo, repitiendo las instancias y suplicándole que no los mirara ya como enemigos, sino que como amigos se fiara y valiera de ellos. Resolvióse, por fin, a hacerlo así, deseoso de recobrar las tablas, y temeroso de que entendieran los Numantinos que tenía desconfianza; y entrando en la ciudad, le convidaron a comer, interponiendo toda especie de ruegos para que comiera alguna cosa sentado con ellos. Restituyéronle después las tablas, y le propusieron que de lo demás del botín tomara lo que gustase; mas no tomó otra cosa que un poco de incienso, porque usaba de él para los sacrificios públicos, y con esto se retiró, saludándolos y despidiéndose con demostraciones de afecto.

VII.— Luego que volvió a Roma, aquel tratado se miró como ofensivo e ignominioso a la república, y fue por lo tanto puesto en examen y objeto de acusación; pero los deudos y amigos de los soldados, que eran una gran parte del pueblo, poniéndose alrededor de Tiberio, imputaron al general todo lo que el suceso había tenido de afrentoso, y atestiguaron que por él se habían salvado tantos ciudadanos. En tanto, los que atacaban el tratado decían que en aquel caso debían los Romanos imitar a sus antepasados; porque también éstos a los cónsules que se dieron por contentos con recibir libertad de los Samnites los arrojaron desnudos en manos de los enemigos, y a cuantos intervinieron y tuvieron parte en los tratados, como los cuestores y comandantes, igualmente los entregaron; haciendo que recayera sobre éstos el perjurio y el quebrantamiento de los pactos; pero aquí fue donde principalmente se vio el interés y amor con que el pueblo miraba a Tiberio; porque decretaron que el cónsul, desnudo y atado, fuese entregado a los Numantinos, y a todos los demás los trataron con indulgencia, a causa de Tiberio. Parece que contribuyó también a ello Escipión, que era entonces el principal y de mayor poder entre los Romanos; sin embargo, no faltaba quien le culpase de no haber salvado a Mancino ni procurado que se guardara a los Numantinos un tratado hecho por su deudo y amigo Tiberio. Bien es que esta acusación, a lo que parece, se debió en gran parte al amor propio de Tiberio, un poco ofendido, y a las conversaciones con que los amigos de éste y algunos sofistas le acaloraban; pero al cabo esta ligera desazón no tuvo consecuencia ninguna triste o desagradable. En lo que para mí no cabe duda es en que Tiberio no se habría visto en las adversidades que le sobrevinieron, si a sus operaciones de gobierno hubiera estado presente Escipión el Africano; pero ahora, cuando éste se hallaba ya en España, ocupado en la guerra de Numancia, fue cuando se dedicó a promover el establecimiento de nuevas leyes con la ocasión siguiente.

VIII.— Los Romanos de todas las tierras que por la guerra ocuparon a los enemigos comarcanos, vendieron una parte, y declarando pública la otra, la arrendaron a los ciudadanos pobres y menesterosos por una moderada pensión, que debían pagar al Erario. Empezaron los ricos a subir las pensiones; y como fuesen dejando sin tierras a los pobres, se promulgó una ley que no permitía cultivar más de quinientas yugadas de tierra. Por algún tiempo contuvo esta ley la codicia, y sirvió de amparo a los pobres para permanecer en sus arrendamientos y mantenerse en la suerte que cada uno tuvo desde el principio; pero más adelante los vecinos ricos empezaron a hacer que bajo nombres supuestos se les traspasaran los arriendos, y aun después lo ejecutaron abiertamente por sí mismos; con lo que, desposeídos los pobres, ni se prestaban de buena voluntad a servir en los ejércitos, ni cuidaban de la crianza de los hijos, y se estaba en riesgo de que la Italia toda se quedara desierta de población libre y se llenara de calabozos de esclavos, como los de los bárbaros: porque con ellos labraban las tierras los ricos, excluidos los ciudadanos. Intentó poner en esto algún remedio Gayo Lelio, el amigo de Escipión, pero encontró grande oposición en los poderosos; y porque, temiendo una sedición, desistió de su empresa, mereció el sobrenombre de sabio o prudente, que es lo que significa a un mismo tiempo la voz sapiens. Mas nombrado Tiberio tribuno de la plebe, al punto tomó por su cuenta este negocio, incitado, según dicen los más, por el orador Diófanes y el filósofo Blosio. Era Diófanes un desterrado de Mitilena, y Blosio de allí mismo, natural de Cumas, en Italia; al cual, habiendo sido en Roma discípulo de Antípatro de Tarso, dedicó éste sus tratados de filosofía. Algunos dan también algo de culpa a su madre Cornelia, que les echaba en cara muchas veces el que los Romanos le decían siempre la suegra de Escipión, y nunca la madre de los Gracos. Mas otros dicen haber sido la causa un Espurio Postumio, de la misma edad de Tiberio y que competía con él en las defensas de las causas: porque como al volver del ejército lo encontrase muy adelantado en gloria y gozando de grande fama, quiso, a lo que parece, sobreponérsele, haciéndose autor de una providencia arriesgada y que ponía a todos en gran expectación; pero su hermano Gayo dijo en un escrito que, al hacer Tiberio su viaje a España por la Toscana, viendo la despoblación del país, y que los labradores y pastores eran esclavos advenedizos y bárbaros, entonces concibió ya la primera idea de una providencia que fue para ellos el manantial de infinitos males. Tuvo también gran parte el pueblo mismo, acalorando y dando impulso a su ambición con excitarle por medio de carteles, que aparecían fijados en los pórticos, en las murallas y en los sepulcros, a que restituyera a los pobres las tierras del público.

IX.— Mas no dictó por sí solo la ley, sino que tomó consejo de los ciudadanos más distinguidos en autoridad y en virtud, entre ellos de Craso el Pontífice máximo, de Mucio Escévola el Jurisconsulto, que era cónsul en aquel año, y de Apio Claudio, su suegro. Parece además que no pudo haberse escrito una ley más benigna y humana contra semejante iniquidad y codicia; pues cuando parecía justo que los culpados pagaran la pena de la desobediencia, y sobre ella sufrieran la de perder las tierras que disfrutaban contra las leyes, sólo disponía que, percibiendo el precio de lo mismo que injustamente poseían, dieran entrada a los ciudadanos indigentes. Aunque el remedio era tan suave, el pueblo se daba por contento, y pasaba por lo sucedido como para en adelante no se le agraviara; pero los ricos y acumuladores de posesiones, mirando por codicia con encono a la ley, y por ira y tema a su autor, trataban de seducir al pueblo, haciéndole creer que Tiberio quería introducir el repartimiento de tierras con la mira de mudar el gobierno y de trastornarlo todo. Mas nada consiguieron; porque Tiberio, empleando su elocuencia en una causa la más honesta y justa, siendo así que era capaz de exornar otras menos recomendables, se mostró terrible e invicto cuando, rodeando el pueblo la tribuna, puesto en pie, dijo, hablando de los pobres: «Las fieras que discurren por los bosques de la Italia, tienen cada una sus guaridas y sus cuevas; los que pelean y mueren por la Italia sólo participan del aire y de la luz, y de ninguna otra cosa más, sino que, sin techo y sin casas, andan errantes con sus hijos y sus mujeres; no dicen verdad sus caudillos cuando en las batallas exhortan a los soldados a combatir contra los enemigos por sus aras y sus sepulcros, porque de un gran numero de Romanos ninguno tiene ara, patria ni sepulcro de sus mayores; sino que por el regalo y la riqueza ajena pelean y mueren, y cuando se dice que son señores de toda la tierra, ni siquiera un terrón tienen propio».

X.— Estas expresiones, nacidas de un ánimo elevado y de un sentimiento verdadero, corrieron por el pueblo, y lo entusiasmaron y movieron de manera que no se atrevió a chistar ninguno de los contrarios. Dejándose, pues, de contradecir, acudieron a Marco Octavio, uno de los tribunos de la plebe, joven grave y modesto en sus costumbres, y amigo íntimo de Tiberio; así es que al principio, por respeto a él, había cedido; pero, por fin, siendo rogado e instado de muchos y de los más principales, como por fuerza se opuso a Tiberio y desechó la ley. Entre los tribunos prevalece el que se opone, porque nada hacen todos los demás con que uno solo repugne. Irritado con esto Tiberio, retiró aquella ley tan humana, y propuso otra más acepta a la muchedumbre y más dura contra los transgresores, mandándoles ya dejar las tierras que poseían contra las anteriores leyes. Eran, por tanto, continuas las contiendas que tenía con Octavio en la tribuna; en las que, sin embargo de que se contradecían con el mayor ardor y empeño, se refiere no haber dicho uno contra otro expresión ninguna ofensiva ni haber prorrumpido en el calor de la ira en ninguna palabra que pudiera parecer menos decorosa; y es que, según parece, no sólo en los banquetes, sino también en las contiendas y en las rencillas, el estar dotados de buena índole y haber sido educados con esmero sirve siempre de freno y ornamento a la razón. Y aun habiendo advertido que Octavio era uno de los transgresores de la ley, por estar en posesión de muchas tierras del público, le rogaba Tiberio que desistiera del empeño, prometiendo pagarle el precio de ellas de su propio caudal, a pesar de que no era de los más floridos. No habiendo Octavio escuchado la proposición, mandó por un edicto que cesaran todas las demás magistraturas en sus funciones hasta que se votara la ley, y puso sellos en el templo de Saturno para que los cuestores ni introdujeran ni extrajeran nada, publicando penas contra los pretores que contraviniesen; de manera que todos concibieron miedo, y dieron de mano a sus respectivos negocios. Desde aquel punto los poseedores de tierras mudaron de vestiduras, y en actitud abatida y miserable se presentaron en la plaza; pero ocultamente armaban asechanzas a Tiberio, y aun habían llegado a tener pagados asesinos; tanto, que él, a ciencia de todos, llevaba siempre en la cinta un puñal de los usados por los piratas, al que llaman dolón.

XI.— Llegado el día, llamaba al pueblo para proceder la votación; pero los ricos habían quitado las urnas, y este incidente produjo un grandísimo alboroto. Podían Tiberio y su partido emplear la fuerza, y a ello se disponían; pero en aquel momento Manlio y Fulvio, varones consulares, se dirigieron a Tiberio, y tomándole las manos, le rogaban con lágrimas que se contuviera. Reflexionando éste sobre las terribles consecuencias que ya preveía, y acatando además a tan autorizados varones, les preguntó qué querían hiciese; a lo que contestaron no creerse capaces de responder de pronto a semejante consulta, y que lo mejor sería poner la decisión en manos del Senado; y haciéndole sobre ello instancias, condescendió con su deseo. Mas como reunido el Senado nada adelantase, porque el mayor influjo era de los ricos, echó mano de un medio nada legal ni pacífico, cual fue el de privar del tribunado a Octavio, no encontrando otro para que la ley se pusiera a votación. Empezó para esto a interponer con él públicamente ruegos, hablándole en los términos más amistosos y humanos, y tomándole las manos, le suplicaba cediera en cuanto a la ley, y favoreciera al pueblo en una cosa tan justa y que sería ligera recompensa de grandes trabajos y peligros.

Desechada por Octavio esta propuesta, ya hablándole en otro tono le repuso que, teniendo ambos una misma autoridad, y disintiendo sobre negocios de tan grande importancia, no habría cómo acabar su tiempo sin hacerse la guerra; que, por tanto, sólo veía un remedio a este mal, que era el de cesar uno de los dos en la magistratura, y propuso a Octavio que llamara al pueblo a votar acerca de él, pues por su parte descendería al punto, y quedaría reducido a la clase de particular, si así lo determinaban los ciudadanos. No conviniendo en ello Octavio, le dijo Tiberio que en tal caso estaba resuelto a llamar a votar acerca de él, a no ser que, pensándolo mejor, mudara de dictamen.

XII.— Con esto, entonces disolvió la junta; pero reunido el pueblo al día siguiente, subiendo a la tribuna, intentó de nuevo persuadir a Octavio; mas hallándole irreducible, propuso ley para privarle del tribunado, y al punto hizo dar la voz de que los ciudadanos pasaran a votarla. Eran treinta y cinco las curias, y cuando habían votado diecisiete y no faltaba más que una para que Octavio quedara de particular, mandó suspender, y otra vez se puso a rogarle. Abrazóle a vista del pueblo e hizo otras demostraciones, instándole y suplicándole que ni a sí mismo se expusiera a aquel sonrojo, ni a él le pusiera en la precisión de haber de ser causa de una providencia tan dura y tan cruel. Dícese que estos ruegos y súplicas no los escuchó Octavio enteramente inmóvil y sereno, sino que se le llenaron los ojos de lágrimas y estuvo en silencio largo rato. Pero luego que miró a los ricos y a los poseedores de tierras que le tenían rodeado, es de creer que de vergüenza y temor a lo que éstos dirían se resolvió a todo trance, y dijo con entereza a Tiberio que hiciera lo que gustase. Sancionada de este modo la ley, mandó Tiberio a uno de sus libertos que echara a Octavio de la tribuna, porque se valía de sus libertos como de ministros, y esto hizo más digno de compasión el suceso de Octavio, al ver que se le echaba con ignominia. Mas el pueblo aún arremetió contra él, y acudiendo los ricos y conteniendo a éste, con gran dificultad se salvó Octavio, escabulléndose y huyendo de la muchedumbre; pero a un fiel esclavo suyo, que se le puso delante como para defenderle, le sacaron los ojos, con gran pesar de Tiberio, que luego que tuvo noticia de lo que pasaba acudió al tumulto, corriendo con la mayor diligencia.

XIII.— De resultas de esto se sancionó también la otra ley sobre las tierras, y fueron elegidos tres ciudadanos para el discernimiento y el reparto: el mismo Tiberio Apio Claudio, su suegro, y Gayo Graco, su hermano, que no se hallaba presente, sino que militaba a las órdenes de Escipión contra Numancia. Ejecutadas estas cosas por Tiberio a todo su placer, sin que nadie se le opusiera, nombró además tribuno, no a una persona conocida, sino a un tal Mucio, que era su cliente; de lo que ofendidos los poderosos, y temiendo el poder que aquel iba adquiriendo, en el Senado le mortificaron y humillaron cuanto pudieron: pues que pidiendo, como era de costumbre, una tienda donde pudiera hacer el repartimiento de las tierras, no se la dieron, siendo así que se concedían a otros para objetos de menor entidad; y para expensas le señalaron por día nueve óbolos; siendo Publio Nasica quien promovía estas cosas, exponiéndose sin reserva a su enemistad, porque era el que más tierras poseía de las del público, y llevaba muy a mal que se le precisara a dejarlas. Con esto, el pueblo se encendía más, y habiendo muerto de repente un amigo de Tiberio, como en el cadáver se notasen ciertas señales reparables, empezaron a gritar que lo habían muerto con veneno, corrieron a su entierro, tomaron en hombros el féretro y no se apartaron mientras se le daba sepultura, no faltándoles razón para sospechar del veneno. Porque el cadáver se reventó, y arrojó gran cantidad de un humor corrompido; tanto, que se apagó la hoguera; y formando otra, no quiso arder hasta que la mudaron a otro lugar; y aun allí tuvieron mucho que hacer para que en él prendiera el fuego. En vista de estas cosas, Tiberio irritaba más a la muchedumbre, pues se mudó las vestiduras, y presentando los hijos, pedía al pueblo que se encargara de ellos y de su madre, considerándose ya perdido.

XIV.— Había muerto el rey Átalo Filométor, y vino Eudemo de Pérgamo a traer el testamento, en el que estaba nombrado heredero el pueblo romano; y arengando al punto Tiberio a la muchedumbre, propuso una ley para que, llegado que fuera el gran caudal heredado, sirviese a los ciudadanos a quienes habían tocado tierras para adquirir los enseres y utensilios de la labor; y acerca de las ciudades que eran del reino de Átalo dijo que no debía el Senado tomar providencia alguna, sino que él manifestaría su modo de pensar al pueblo. Incomodó esto sobremanera al Senado, y levantándose Pompeyo, dijo que era vecino de Tiberio, y por esta razón sabía que Eudemo de Pérgamo le había entregado la diadema y la púrpura del rey, como teniendo por cierto que había de reinar en Roma; y Quinto Metelo le echó en cara que cuando su padre, siendo censor, volvía a casa después de cenar, los ciudadanos que le acompañaban apagaban las luces, para que no pareciera que se habían detenido en diversiones y francachelas más de lo regular, y a él por la noche le iban alumbrando los más atrevidos y más miserables de la plebe. También Tito Anio, hombre que no tenía opinión de probidad ni de prudencia, pero que hablando en público pasaba por invencible en las preguntas y respuestas, desafió a Tiberio a que se defendiese de haber injuriado a su colega, siendo sacrosanto e inviolable por las leyes; y como se moviese grande alboroto, yéndose hacia él Tiberio, pedía auxilio al pueblo, diciendo que se le trajera para acusarlo. Anio, que en elocuencia y en autoridad se reconocía inferior, recurrió a su habilidad, y pidió a Tiberio que antes de hablar en su acusación le respondiera a una friolera. Convino en que preguntara, y quedando todos en silencio, dijo Anio: «Si queriendo tú afrentarme y deshonrarme me acogiere yo a alguno de tus colegas, y bajando éste a auxiliarme te enfadas tú de ello, pregunto: ¿le privarás del tribunado?». Se dice que a esta pregunta quedó tan cortado Tiberio, que con ser el más pronto que se conocía para hablar y el más atrevido y resuelto, enmudeció en aquella ocasión.

XV.— Disolvió, pues, entonces la junta, y habiendo entendido que de todas las disposiciones que a su propuesta se habían tomado la que peor impresión había hecho, no sólo en los poderosos, sino en la muchedumbre, era la relativa a Octavio —porque la grande y respetable autoridad de los tribunos, conservada ilesa hasta entonces, parecía que había sido hollada y escarnecida—, pronunció ante el pueblo un discurso, del que no deberá tenerse por inoportuno poner aquí algunos rasgos, para que se tenga idea de lo persuasivo y convincente de su dicción. Porque dijo: «Que un tribuno es sacrosanto e inviolable, a causa de que se consagra al pueblo y es del pueblo defensor; mas si cambiando de conducta ofende al pueblo, disminuye su poder, y le priva de votar, él mismo es quien se despoja de su dignidad, no haciendo aquello para que fue elegido, pues si no, al tribuno que arruinara el Capitolio o incendiara el arsenal debería dejársele en paz; y eso que el que esto hace es tribuno, aunque malo; pero si disuelve el pueblo ya no es tribuno. ¿Y no sería cosa repugnante que el tribuno pueda prender al cónsul, y que el pueblo no pueda despojar de su autoridad al tribuno cuando abusa de ella contra el mismo de quien la recibió? Porque al cónsul y al tribuno igualmente los elige el pueblo. Pues la prerrogativa real, conteniendo en sí todo poder y toda autoridad, era, además, consagrada con las ceremonias más augustas, y parecía en cierta manera cosa divina; y, sin embargo, la ciudad expelió a Tarquinio por ser injusto, y por la maldad de uno solo fue disuelta aquella autoridad patria que había fundado a Roma. ¿Y qué cosa hay en Roma tan sagrada y venerable como las que llamamos las vírgenes encargadas de guardar el fuego incorruptible? Y si alguna de ellas yerra, es enterrada viva: porque impías contra los dioses, no guardan lo inviolable y sagrado que por respeto a los mismos dioses se les concede. No es, pues, conforme a justicia que el tribuno injusto contra el pueblo conserve la inviolabilidad que en favor del pueblo le es dada, porque él mismo destruye la autoridad que le hace poderoso. Y si tiene justamente su autoridad, porque la mayor parte de las curias le votaron, ¿no se le quitará con mayor justicia todavía si todas votan contra él? Nada hay más santo e inviolable que las ofrendas y voto de los dioses, y nadie disputa al pueblo la facultad de usar de ellos, de moverlos y trasladarlos como le parece. Érale, pues, lícito trasladar al tribunado a otro, como una ofrenda; y prueba clara de no ser toda magistratura una cosa tan sagrada que no pueda quitarse, es que muchas veces los que las tienen hacen por sí renuncia y dimisión de ellas».

XVI.— Estos eran los principales capítulos de la defensa de Tiberio; mas como sus amigos fuesen sabedores de las amenazas y de la conjuración que estaba tramada, tenían por preciso que se pusiera a cubierto para en adelante con pedir otra vez el tribunado; él trató de cautivar más a la muchedumbre con otras leyes, quitando tiempo a los empeños de la milicia, concediendo apelación de los jueces al pueblo, uniendo con los que entonces asistían a los juicios, que eran del orden senatorio, un número igual del orden ecuestre, y coartando de todas maneras la autoridad del Senado, más por encono y enemiga que con miras de justicia y conveniencia. Al darse los votos advirtieron que vencían los contrarios, porque no había concurrido todo el pueblo; y volviéndose primero contra los colegas con injurias y denuestos, gastaron así el tiempo, y después disolvieron la junta, mandando que acudieran al día siguiente. Por lo que hace a Tiberio, bajó a la plaza, y mostrándose abatido, pedía con lágrimas amparo a los ciudadanos; después, diciendo temía que en aquella noche arrasaran los enemigos su casa y le matasen, de tal modo los inflamó, que muchos formaron como un campo alrededor de su casa y pasaron allí la noche haciéndole la guardia.

XVII.— A la mañana, muy temprano, vino con las aves que servían para los agüeros el que cuidaba de ellas, y les echó de comer; pero no salió más que una, por más que el pollero sacudió bien la jaula, y aun ésta no tocó la comida, sino que tendió el ala izquierda, alargó la pata y se volvió a la jaula; lo que le hizo a Tiberio acordarse de otra señal que había precedido. Tenía, en efecto, un casco que usaba para las batallas, graciosamente adornado y muy brillante, y habiéndose metido en él unas culebras, no se vio que habían puesto huevos y los habían sacado; y por esta razón causó mayor turbación a Tiberio lo ocurrido con las aves. Iba, sin embargo, a subir, sabiendo que era grande el concurso del pueblo al Capitolio, y al salir tropezó en el umbral, dándose tal golpe en el pie, que se le partió la uña del dedo grande y le salía la sangre por el zapato. Habían andado muy poco, cuando sobre un tejado se vieron a la izquierda unos cuervos riñendo; y pasando muchos, como era natural, junto a Tiberio, una piedra arrojada por uno de ellos cayó precisamente a sus pies; lo que hizo detener aun a los más osados de los que le acompañaban; pero llegando a este tiempo Blosio de Cumas, dijo que era grande vergüenza y miseria que Tiberio, hijo de Graco, nieto de Escipión, y el defensor del pueblo romano, por temor de un cuervo no acudiera adonde los ciudadanos lo llamaban, y que esto, que era vergonzoso, no lo harían pasar por burla los enemigos, sino que le pintarían al pueblo como un tirano que ya se daba grande importancia. Al mismo tiempo corrieron hacia Tiberio desde el Capitolio muchos de sus amigos, diciéndole que entrase, porque allí todo estaba como se pudiera desear. Y al principio todo le salió bien, pues apenas pareció le aclamaron con voces de amistad; cuando acabó de subir le recibieron con las mayores demostraciones, y, puestos alrededor de él, cuidaban de que no se le acercara ningún desconocido.

XVIII.— Habiendo empezado Mucio a llamar de nuevo las curias, no pudo conseguir que se hiciera nada con concierto, por el gran tumulto que movían los últimos, impelidos e impeliendo a los que venían de la otra parte y se metían entre ellas a viva fuerza. En esto Fulvio Flaco, del orden senatorio, poniéndose en sitio de donde fuera visto, como no pudiese hacerse oír, hizo señas con la mano de que tenía que decir una cosa aparte a Tiberio; y mandando éste a la muchedumbre que le hiciera paso, subió aquel con gran dificultad, y, puesto en su presencia, le anunció que, reunido el Senado, los ricos, no habiendo podido atraer a su partido al cónsul, habían resuelto por sí quitarle la vida, teniendo armados a muchos de sus esclavos y amigos para el efecto.

XIX.— Luego que Tiberio dio parte de este aviso a los que le rodeaban, se ciñeron éstos las togas, y rompiendo los astiles con que los ministros hacen apartar a la muchedumbre, tomaron los pedazos para defenderse con ellos de los que les acometieran. Pasmábanse los que se hallaban algo lejos de lo que sucedía, y preguntando acerca de ello, Tiberio llevó la mano a la cabeza, queriendo indicar por señas su peligro, pues que la voz no podía ser oída; pero los contrarios, al ver esta demostración, corrieron a anunciar al Senado que Tiberio pedía la diadema, de lo que era señal el haberse tocado la cabeza. Alteráronse todos, y Nasica pedía al cónsul que mirara por la república y acabara con el tirano; mas como éste respondiese sencillamente que no era su ánimo emplear ninguna fuerza, ni quitar la vida a ningún ciudadano sin ser juzgado, y sólo si el pueblo diese algún decreto injusto, persuadido o violentado por Tiberio, no lo tendría por válido, levantóse entonces Nasica: «Pues que el cónsul —dijo— es traidor a la república, los que queráis venir en socorro de las leyes seguidme». Y al decir esto se echó el borde de la toga sobre la cabeza, y se dirigió corriendo al Capitolio. Recogiéronse también las togas con la mano los que iban en pos de él, y apartaban a los que encontraban al paso, no habiendo ninguno que se atreviera a detenerlos por su autoridad, sino que más bien huían y se pisaban unos a otros. Los que eran de su facción habían traído de casa palos y mazas, y ellos, echando mano de los fragmentos y los pies de las sillas curules, hechas pedazos por la muchedumbre al tiempo de huir, marcharon contra Tiberio, hiriendo a los que se le ponían delante; y éstos fueron los primeros que murieron. Tiberio dio a huir, y llegó uno a asirle de la ropa; dejó aquel la toga, y continuó huyendo en túnica, pero tropezó y cayó sobre algunos de los que murieron antes que él, y al levantarse, el primero que se sabe haberle herido en la cabeza con el pie de una silla fue Publio Satureyo, uno de sus colegas; y el segundo golpe se lo dio Lucio Rufo, que se jactaba de ello como de una grande hazaña. Al todo murieron más de trescientos golpeados con palos y piedras, y ninguno con hierro.

XX.— Ésta dicen haber sido desde la expulsión de los reyes la primera sedición que terminó en sangre y muerte de los ciudadanos. Las demás, que no habían sido pequeñas ni nacidas de pequeñas causas, las habían aplacado cediendo unos a otros, los poderosos por miedo a la muchedumbre y la plebe por reverencia al Senado. Entonces mismo parece que fácilmente habría cedido Tiberio tratado con blandura, y más fácilmente se habría rendido sin muertes ni heridas a los que se hubieran presentado en actitud de acometerle, no teniendo consigo arriba de tres mil hombres; pero es de creer que esta sedición se movió contra él más bien por encono y odio de los ricos que no por los motivos que se pretextaron; de lo que es grande indicio la afrenta e ignominia con que fue tratado su cadáver. Porque no le permitieron recogerlo al hermano, que lo pedía para enterrarlo de noche, sino que con todos los demás muertos lo arrojaron al río. Y aun no acabó aquí, sino que de sus amigos a unos los proscribieron y desterraron sin juzgarlos, y a otros los prendieron y les dieron muerte, entre los que pereció el orador Diófanes. A Gayo Vilio lo encerraron en una jaula, y echando en ella víboras y culebras, de este modo tan inhumano lo mataron. Blosio de Cumas fue presentado a los cónsules, y preguntado sobre los hechos ocurridos, dijo que todo lo había ejecutado de orden de Tiberio; y replicándole Nasica: «¿Y si Tiberio te hubiera mandado poner fuego al Capitolio?». Al principio no contestó sino que Tiberio no podía mandar semejante cosa; pero como muchos le repitiesen la pregunta: «Si lo hubiera mandado —dijo—, lo hubiera tenido por bien hecho, porque Tiberio no lo habría dispuesto sino por ser útil al pueblo». Libróse entonces de esta manera, y marchando después al Asia, al lado de Aristonico, cuando las cosas de éste tuvieron mal término, se quitó la vida.

XXI.— El Senado, para sosegar al pueblo, como las circunstancias lo pedían, ya no hizo oposición ninguna al repartimiento de tierras, y antes propuso que se eligiera otro repartidor en lugar de Tiberio. Tomando, pues, las tablillas, eligieron a Publio Craso, pariente de Graco: porque su hija Licinia estaba casada con Gayo, y aunque Cornelio Nepote dice que la que casó con Gayo Graco no fue hija de Craso, sino de Bruto, el que triunfó de los Lusitanos, los más refieren lo que dejamos escrito. Estaba el pueblo irritado con la muerte de Tiberio, y se echaba bien de ver que esperaba oportunidad de vengarse, además de que ya empezaban a moverse causas a Nasica; temiendo, pues, el Senado por su persona, decretó, sin que hubiera objeto alguno, enviarlo al Asia. Porque los ciudadanos siempre que se encontraban con él no ocultaban su desagrado, y antes se lo mostraban a las claras, llamándole en voz alta, cuando la ocasión se les presentaba, malvado y tirano, manchado con la muerte de una persona inviolable y sagrada, y violador del más santo y venerable templo entre todos los de la ciudad. Hubo, pues, de salir Nasica de Italia, sin embargo de que debieran detenerle las ocupaciones religiosas más augustas, porque era a la sazón Pontífice máximo. Anduvo, por tanto, en países extraños, afligido y errante, y al cabo de no largo tiempo murió en Pérgamo. Y no es de maravillar que el pueblo aborreciese tanto a Nasica, cuando Escipión Africano, al que con justa razón armaron los Romanos sobre todos los demás, estuvo en muy poco que perdiera esta benevolencia del pueblo, porque a la primera noticia que sobre Numancia se le dio de la muerte de Tiberio exclamó, con aquel verso de Homero:

¡Siempre así; quien tal haga, que tal pague!

Y preguntándole después en una junta pública Gayo y Fulvio qué le parecía de la muerte de Tiberio, dio una respuesta con la que significó no haber sido de su gusto los actos de aquel, de resulta de lo cual el pueblo le interrumpió en su discurso, cosa que nunca antes había ejecutado, y él prorrumpió también en expresiones ofensivas al pueblo. Pero de todo esto tratamos más detenidamente en la Vida de Escipión.

GAYO GRACO

I.— Gayo Graco, al principio, o por temor de los enemigos, o para excitar más odio contra ellos, se retiró de la plaza pública y permaneció sosegado en su casa, como quien, por hallarse entonces en estado de abatimiento, se proponía para en adelante vivir apartado de los negocios; tanto, que se esparcieron voces contra él de que censuraba y miraba mal la conducta pública del hermano, bien que era todavía demasiado joven, porque tenía nueve años menos que el hermano, y éste murió sin haber cumplido los treinta. Con el tiempo, aun en medio de su retiro, se echó de ver que en sus costumbres no propendía al ocio, al regalo, a la intemperancia ni a la codicia; y preparándose con la elocuencia como con alas voladoras para tomar parte en el gobierno, se advertía bien que no podría estarse quieto. Habló por la primera vez en defensa de uno de sus amigos llamado Vetio, contra quien se seguía causa; y como el público se hubiese entusiasmado y embriagado de placer al oírle, por haber dado muestras de ser los demás oradores unos muchachos comparados con él, los poderosos volvieron a concebir gran temor, y trataron con empeño entre sí de que Gayo no ascendiera al tribunado de la plebe. Ocurrió también que por el orden natural cupo a Gayo la suerte de ir a Cerdeña de cuestor con el cónsul Orestes, lo que fue muy del gusto de sus enemigos, y no desagradó al mismo Gayo; pues siendo de carácter guerrero, estando no menos ejercitado en la milicia que en la defensa de las causas, mirando con cierto horror el gobierno y la tribuna y no pudiendo negarse ni al pueblo ni a los amigos si le llamasen, tuvo por gran dicha este motivo de ausencia. Con todo, la opinión generalmente recibida es que fue un decidido demagogo, y más codicioso que el hermano de la gloria que resulta del aura popular; pero esto no es cierto, sino que hay pruebas de que fue arrastrado al gobierno más bien por necesidad que por voluntad y resolución propia; conforme a esto, refiere Cicerón el orador que, huyendo Gayo de toda magistratura, y estando resuelto a vivir en quietud y reposo, se le apareció entre sueños el hermano, y saludándole, le dijo: «¿Por qué causa o en qué te detienes, Gayo? No hay cómo evitarlo: una misma vida y una misma muerte, por defender los intereses del pueblo, nos tiene destinadas el hado».

II.— Puesto Gayo en Cerdeña, dio pruebas de toda especie de virtud, aventajándose a todos los jóvenes en los combates contra los enemigos, en la justicia con los súbditos y en el amor y respeto al general; y en la prudencia, en la sencillez y en el amor al trabajo excedió aún a los más ancianos. Sobrevino en Cerdeña un invierno sumamente riguroso y enfermizo, y habiendo pedido el pretor a las ciudades vestuario para los soldados, acudieron a Roma a que se las excusara. Accedió el Senado a su petición, y mandó que el pretor viera por otra parte el modo de remediar a los soldados; y como éste se hallase en el mayor apuro por lo que el soldado padecía, recorrió Gayo las ciudades e hizo que éstas enviaran por sí mismas vestuario y socorriesen a los Romanos. Venida a Roma la noticia de estos hechos, que parecían preludios de demagogia, el Senado se sobresaltó; y en primer lugar, habiendo llegado de África embajadores de parte del rey Micipsa, diciendo que éste, por consideración a Gayo Graco, había enviado trigo a Cerdeña a la orden del pretor, los oyeron con disgusto y los despacharon. Decretaron en segundo lugar que la tropa fuera relevada, pero que Orestes permaneciera, para que con esto se quedara también Gayo; mas éste, indignado con tales sucesos, se hizo al punto a la vela, y cuando menos se lo esperaba se apareció en Roma; de lo que le hicieron un crimen sus enemigos, y aun al pueblo mismo pareció cosa extraña que siendo cuestor hubiera vuelto antes que el general. Llegó a ponérsele sobre esto acusación ante los censores; pero habiendo pedido permiso para hablar, de tal manera mudó los ánimos de los oyentes, que salieron persuadidos de que él era el que había recibido muchos agravios. Porque dijo que había servido en la milicia doce años, cuando a los demás no se les precisaba a servir más de diez; que de cuestor había estado al lado del pretor tres años, cuando por la ley podía haber vuelto después de cumplido uno; que él sólo entre sus compañeros de armas había llevado la bolsa llena, y que los demás, después de haberse bebido el vino que condujeron, habían vuelto a Roma trayendo los cántaros llenos de plata y oro.

III.— Moviéronle después de esto otras causas y otros juicios, achacándole que había hecho a los aliados sublevarse, y había tenido parte en la conjuración de Fregelas; pero habiendo desvanecido toda sospecha y resultado inocente, se presentó al momento a pedir el tribunado. Hiciéronle oposición todos los principales, sin quedar uno; pero de la plebe fueron tantos los que de toda Italia concurrieron a la ciudad para asistir a los comicios, que para muchos faltó hospedaje; no cabiendo el concurso en el campo de Marte, venían voces de electores de los tejados y azoteas, a pesar de lo cual los ricos violentaron al pueblo y frustraron la esperanza de Gayo, hasta el punto de que, habiendo consentido ser nombrado el primero, no fue sino el cuarto. Mas, entrado en el ejercicio, al instante fue el primero de todos por su elocuencia, en que nadie le igualaba, y porque lo que había padecido le daba grande ocasión para explicarse con vehemencia, deplorando la pérdida del hermano. De aquí tomaba siempre motivo para manejar a su arbitrio el pueblo, recordando el suceso, y haciendo contraposición con la conducta de los antiguos Romanos: porque éstos hicieron guerra a los Faliscos por haber insultado a un tribuno de la plebe llamado Genucio, y condenaron a muerte a Gayo Veturio porque él solo no se levantó cuando un tribuno pasaba por la plaza; y «ante vuestros ojos —exclamó— acabaron éstos a palos a Tiberio, y por medio de la ciudad fue llevado muerto desde el Capitolio para arrojarlo al río; y de sus amigos, los que pudieron ser habidos fueron también muertos sin juicio antecedente; siendo así que tenéis ley por la que, si no comparece el que es reo de causa capital, va por la mañana, al amanecer, a las puertas de su casa un trompetero, y le llama a son de trompeta, y sin preceder esta diligencia no pronuncian sentencia los jueces: ¡tan precavidos y solícitos eran acerca de los juicios!».

IV.— Con discursos como éste conmovía al pueblo, porque tenía buena voz y era vehemente en el decir. Propuso, pues, dos leyes, de las cuales era la una que si el pueblo privaba a un magistrado de su cargo, no pudiera después ser admitido a pedir otro, y la otra, que si algún magistrado proscribía y desterraba a un ciudadano sin juicio precedente, hubiera contra él acción ante el pueblo. De estas leyes la primera iba directamente a infamar a Octavio, aquel que a propuesta de Tiberio había perdido el tribunado de la plebe, y en la segunda estaba comprendido Popilio, porque siendo pretor había desterrado a los amigos de Tiberio. Popilio no quiso aguardar a la decisión de la causa, y abandonó la Italia; la otra ley la retiró Gayo, diciendo que hacía esta gracia a Octavio por su madre Cornelia, que se lo había rogado; y el pueblo lo celebró y vino en ello, dispensando a Cornelia este honor, no menos por sus hijos que por su padre, y erigió después a esta insigne mujer una estatua en bronce, con esta inscripción: «Cornelia, madre de los Gracos». Consérvase la memoria de algunas expresiones dichas por Gayo con elegancia, a estilo del foro, acerca de la misma, contra uno de sus enemigos: «¿Por qué tú —le dijo— te atreves a insultar a Cornelia, habiendo dado ésta a luz a Tiberio?». Y porque el ofensor era tachado de disoluto y muelle, «¿cómo te atreves —continuó— a compararte con Cornelia? ¿Has parido como ella? Pues bien notorio es en Roma que más tiempo estuvo sin ser tocada de varón aquella, que tú siendo varón». ¡Tan picantes y agrias eran sus expresiones! Y de lo que dejó escrito pueden recogerse otras muchas por este mismo término.

V.— De las leyes que hizo en favor del pueblo y para disminuir la autoridad del Senado, una fue agraria, para distribuir por suerte tierras del público a los pobres; otra militar, por la que se mandaba que del erario se suministrara el vestuario, sin que por esto se descontara nada al soldado de su haber, y que no se reclutara para el servicio a los menores de diecisiete años; otra federal, que daba a los habitantes de la Italia igual voz y voto que a los ciudadanos; otra alimenticia, para dar a los pobres los víveres a precio cómodo, y otra, finalmente, judicial, que fue con la que principalmente quebrantó el poder de los senadores. Porque ellos solos juzgaban las causas, y por esta razón eran terribles a la plebe y a los caballeros; y Gayo añadió trescientos del orden ecuestre a los trescientos senadores, e hizo que los juicios fueran en unión y promiscuamente de seiscientos ciudadanos. Para hacer sancionar esta ley tomó con gran diligencia sus medidas; una de ellas fue el que, siendo antes costumbre que todos los oradores hablasen vueltos hacia el Senado y hacia el llamado comicio, entonces por la primera vez salió más afuera, perorando hacia la plaza; y en adelante lo hizo así siempre: causando con una pequeña inclinación y variación de postura una mudanza de grandísima consideración, como fue la de convertir en cierta manera el gobierno de aristocracia en democracia, con dar a entender que los oradores debían poner la vista en el pueblo y no en el Senado.

VI.— No sólo sancionó el pueblo esta ley, sino que le dio a él mismo la facultad de elegir los jueces del orden ecuestre, con lo que vino a ejercer una especie de autoridad monárquica; tanto, que aun el Senado sufría el haber de tomar de él consejo, y siempre en sus dictámenes le proponía lo que le estaba mejor. Como fue aquella determinación tan justa y benéfica, acerca del trigo que envió de España el procónsul Fabio, porque persuadió al Senado que se vendiera el trigo y el precio se enviara a las ciudades, reconviniendo a Fabio de que hacía a los pueblos dura e insufrible la dominación romana, cosa que le adquirió en las provincias gran crédito y benevolencia. Propuso asimismo leyes para que se enviaran colonias, se hicieran caminos y se construyeran graneros. De todas estas obras se hizo él mismo presidente y administrador; y siendo tantas y tan grandes, de nada se cansaba; sino que con admirable presteza y trabajo las dio concluidas, como si atendiera a una sola; de manera que aun los que más le aborrecían y temían se mostraban pasmados de verle en todo tan eficaz y activo. El pueblo admiraba también el singular espectáculo que aquello ofrecía, al ver la gran muchedumbre que le seguía de operarios, de artistas, de legados, de magistrados, de soldados y de literatos, a todos los cuales se mostraba afable, guardando cierta entereza en la misma benignidad, y hablando a cada uno particularmente, según su clase; con lo que desacreditó a los calumniadores, que lo pintaban temible, fiero y violento. Era, por tanto, popular, con más destreza todavía en el trato y en los hechos que en los discursos pronunciados en la tribuna.

VII.— Su principal cuidado lo puso en los caminos, atendiendo en su fábrica a la utilidad al mismo tiempo que a la comodidad y buena vista, porque eran muy rectos y atravesaban el terreno sin vueltas ni rodeos. El fundamento era de piedra labrada, que se unía y macizaba con guijo. Los barrancos y precipicios excavados por los arroyos se igualaban y juntaban a lo llano por medio de puentes; la altura era la misma por todo él de uno y otro lado, y éstos siempre paralelos, de manera que el todo de la obra hacía una vista uniforme y hermosa, Además de esto, todo el camino estaba medido, y al fin de cada milla —medida que viene a ser de ocho estadios poco menos— puso una columna de piedra que sirviera de señal a los viajeros. Fijó además otras piedras a los lados del camino, a corta distancia unas de otras, para que los que iban a caballo pudieran montar desde ellas, sin tener que aguardar a que hubiera quien les ayudase.

VIII.— Celebrándole mucho el pueblo por estas obras, y mostrándose muy dispuesto a darle pruebas de su benevolencia, dijo, arengándole en una de las juntas, tenía que pedirle una gracia, obtenida la cual la apreciaría sobre todo, y si no fuese atendido, no por eso se quejaría. Al oír esto creyeron que sería la petición del consulado, y todos esperaron que aspiraría a un tiempo al consulado y al tribunado de la plebe. Llegado el día de los comicios consulares, y estando todos pendientes, se presentó, trayendo de la mano al campo de Marte a Gayo Fanio, y auxiliándole con sus amigos para que fuese elegido; lo que concilió a Fanio gran favor. Así es que fue nombrado cónsul, y Gayo, tribuno de la plebe por segunda vez, no por que hiciese gestiones o pidiese esta magistratura, sino únicamente a solicitud del pueblo. Observó que el Senado le era enteramente contrario, y que se había entibiado mucho la gratitud en Fanio: por lo que procuró captar a la muchedumbre con otras leyes, proponiendo que se enviaran colonias a Tarento y a Capua, y que se admitiera a los latinos a la participación de los derechos de ciudad. Temió con esto el Senado que se hiciese del todo invencible, y recurrió a un nuevo y desusado medio para apartar de él el amor de la muchedumbre, cual fue el de hacerse popular y favorable a ésta con exceso. Porque uno de los colegas de Gayo era Livio Druso, varón que ni en linaje ni en educación cedía a ninguno de los Romanos, y en elocuencia y en riqueza competía ya con los de más autoridad y poder, por estas mismas cualidades. Acuden, pues, a él los principales y le estimulan a que derribe de su favor a Gayo, y con su ayuda se vuelva contra él, no para chocar con la muchedumbre, sino para mandar a gusto de ésta, y favorecerla aun en cosas por las que sería honesto incurrir en su odio.

IX.— Prestó Livio para estos objetos al Senado la autoridad de su magistratura, y propuso leyes que no tenían nada ni de loables ni de útiles, con sola la mira de exceder a Gayo en favor y condescendencia para con la muchedumbre, contendiendo y compitiendo con él como los actores de una comedia, con lo cual el Senado no dejó duda de que no le ofendían los proyectos de Gayo, sino que lo que quería era o quitarle de en medio o humillarle. Porque no proponiendo él más que dos colonias, y para ellas a los ciudadanos más bien vistos, decían, sin embargo, que aspiraba a seducir al pueblo; y al mismo tiempo sostenían a Livio cuando formaba doce colonias, enviando a cada una tres mil de los más infelices; desacreditaban a aquel porque distribuía las tierras a los pobres, imponiendo a cada uno una pensión para el erario, diciendo que lisonjeaba a la muchedumbre, y Livio, que hasta esta pensión quitaba a los agraciados, merecía su aprobación. Mas aquel, por dar a los latinos igual voz y voto, les era molesto, y cuando éste proponía que en el ejército no se pudiera castigar a ninguno de los latinos empleando las varas contra ellos, promovían esta ley. El mismo Livio protestaba siempre en sus discursos que hacía estas propuestas de acuerdo del Senado, que velaba por la muchedumbre, y esto fue lo único que hubo de bueno en todos sus actos. Porque el pueblo se mostró desde entonces menos irritado contra el Senado, y mirando antes éste con malos ojos y con odio a los principales y más señalados, disipó y suavizó Livio aquella enemiga y mala voluntad, haciendo entender que lo que él ejecutaba en favor y beneficio de la muchedumbre era todo por disposición de los senadores.

X.— Lo que inspiró al pueblo mayor confianza en el amor y justificación de Druso fue no haber propuesto nunca nada en su favor ni relativo a su persona: porque para las fundaciones de las colonias envió a otros, y nunca se acercó al manejo de los caudales, siendo así que Gayo se había encargado de la mayor parte y de los más importantes entre estos negocios. Así, cuando proponiendo Rubrio, uno de sus colegas, que se estableciera colonia en Cartago, arrasada por Escipión, le tocó la suerte a Gayo, marchó éste al África para el establecimiento; y dando esto mayor proporción a Druso para adelantársele en su ausencia, se atrajo y ganó efectivamente al público, con especial por las sospechas que contra sí excitó Fulvio. Este Fulvio, amigo de Gayo y su colega para el repartimiento de tierras, era hombre turbulento, aborrecido notoriamente del Senado y sospechoso de todos los demás de que alborotaba a los confederados y de que en secreto solicitaba a la rebelión a los habitantes de Italia. A estas voces, que se esparcían sin prueba ni discernimiento, les conciliaba crédito el mismo Fulvio, por verse que sus designios no eran sanos ni pacíficos; y esto fue lo que principalmente perjudicó a Gayo, a quien alcanzó parte del odio contra aquel. Además, cuando se halló muerto a Escipión Africano, sin causa ninguna manifiesta, y pareció que en el cadáver se advertían señales de golpes y de violencia, como en la Vida de éste lo hemos escrito, si bien la mayor sospecha recayó sobre Fulvio, por ser su enemigo, y porque en aquel mismo día había insultado a Escipión en la tribuna, no dejó de haber contra Gayo algún recelo; y un crimen tan atroz, ejecutado en el varón más grande y eminente de los romanos, ni se puso en claro, ni sobre él se siguió causa, porque la muchedumbre se opuso y disolvió el juicio, temiendo por Gayo, no fuera que si se hacían pesquisas se le hallara implicado en la muerte. Mas esto había sucedido tiempo antes.

XI.— Estando Gayo entendiendo en el establecimiento de la colonia de Cartago, a la que dio el nombre de Junonia, se dice habérsele opuesto muchos estorbos de parte de los dioses. Porque arrebató el viento la primera enseña y por más que el alférez resistió con toda su fuerza, se hizo pedazos. Una ráfaga de viento esparció las víctimas que estaban puestas en el altar, y las arrojó sobre los términos de la delineación o demarcación que tenía hecha. Estos mismos términos o hitos, vinieron unos lobos, los desordenaron y se los llevaron lejos. A pesar de todo esto, disponiendo y arreglando las cosas en sólos setenta días, volvió a Roma, por saber que Druso traía apurado a Fulvio, y que sus negocios pedían se hallase presente. Porque Lucio Opimio, varón inclinado al gobierno de pocos, y de grande influjo en el Senado, aunque al principio sufrió repulsa pidiendo el consulado cuando Gayo protegió a Fanio y contribuyó al desaire de aquel; contando entonces con el favor de muchos, se tenía por cierto que saldría cónsul, y que siéndolo, tiraría a arruinar a Gayo, estando ya en cierta manera marchito su poder, y satisfecho el pueblo de disposiciones como las suyas, por ser muchos los que se habían dedicado a afectar popularidad y haberse mostrado condescendiente el Senado.

XII.— Vuelto, lo primero que hizo fue trasladar su habitación desde el palacio al barrio debajo de la plaza, como más plebeyo, por hacer la casualidad de que viviesen allí la mayor parte de los pobres e infelices. Después propuso las leyes que restaban para hacer que se votasen; pero habiendo concurrido grande gentío de todas partes, movió el Senado al cónsul Fanio a que, fuera de los Romanos, hiciera salir a todos los demás. Como se echase, pues, acerca de esto un pregón extraño y nunca antes usado para que en aquellos días no se viera en Roma ninguno de los confederados y amigos, Gayo publicó en contra un edicto, en el que acusaba al cónsul y prometía proteger a los confederados si permaneciesen; pero no hubo tal protección, y antes, habiendo visto que a un huésped y amigo suyo lo llevaban preso los lictores de Fanio, pasó de largo, y no hizo nada en su defensa, bien fuese por temor de que se viera que le faltaba el poder, o bien porque no quisiese ser, como decía, quien diese a los enemigos la ocasión que buscaban de contender y venir a las manos. Ocurrió también el haberse puesto mal con sus colegas por esta causa. Iba a darse al pueblo en la plaza un espectáculo de gladiadores, y los más de los magistrados habían formado corredores alrededor para arrendarlos. Dioles orden Gayo de que los quitaran, para que los pobres pudieran ver desde aquellos mismos sitios de balde, y como no hiciesen caso, aguardó a la noche antes del espectáculo, y tomando consigo a los operarios que tenía a su disposición, echó abajo los corredores, y al día siguiente mostró al pueblo el sitio despejado; con lo cual, para con la muchedumbre bien se acreditó de hombre que tenía entereza, pero disgustó a sus colegas, que le tuvieron por temerario y violento. De resultas de esto parece que le quitaron el tercer tribunado, porque si bien tuvo muchos votos, los colegas hicieron injusta y malignamente la regulación y el anuncio, aunque esto quedó en duda. Lo cierto es que llevó muy mal el desaire, y a los contrarios, que se le rieron, se dice haberles respondido, con más aires del que convenía, que reían con risa sardónica, por no saber cuán espesas tinieblas les había preparado con sus providencias.

XIII.— Lograron sus contrarios elegir cónsul a Opimio, y propusieron la abrogación de la mayor parte de sus leyes, alterando también lo que había dispuesto acerca de Cartago, con ánimo de irritarle y de que diera ocasión de justo enojo para acabar con él. Aguantó por algún tiempo, pero, instigándole los amigos, y sobre todo Fulvio, volvió a tratar de reunir a los que con él habían de hacer frente al cónsul. Dícese que para esto tomó parte la madre en la sedición, asalariando con reserva gentes de afuera, y enviándolas a Roma como segadores, sobre lo que escribió al hijo cartas con expresiones enigmáticas; pero otros dicen que todo esto se hizo con absoluta repugnancia de Cornelia. El día en que Opimio había de hacer abrogar las leyes, de una y otra parte ocuparon desde muy temprano el Capitolio. Había hecho sacrificio el cónsul, y llevando uno de sus lictores, llamado Quinto Antilio, las entrañas de las víctimas a otra parte, dijo a los que estaban con Fulvio: «Haced lugar a los buenos, malos ciudadanos». Algunos dicen que al mismo tiempo que pronunció esta expresión mostró el brazo desnudo de un modo que lo tomaron a insulto. Muere, pues, al punto Antilio en aquel sitio, herido con unos punzones largos, de los que se usaban para escribir, hechos exprofeso, según se decía, para aquel intento. Alborotóse la muchedumbre con aquella muerte; pero la situación de los caudillos fue muy diferente, porque Gayo se irritó sobremanera, y trató mal a los de su partido por haber dado a sus enemigos la ocasión que hacía tiempo deseaban, y Opimio, tomando de aquí asidero, cobró osadía e inflamó al pueblo a la venganza.

XIV.— Sobrevino en esto una lluvia, y por entonces se separaron; pero a la mañana siguiente, convocando el cónsul el Senado, se puso dentro a dar audiencia; otros, colocando el cuerpo de Antilio desnudo sobre una camilla, lo llevaron de intento por la plaza a la curia con gritos y lloros, siendo de ello sabedor Opimio, aunque aparentaba maravillarse, en términos que los senadores salieron a ver lo que pasaba. Puesta la camilla en medio, algunos se lamentaban como en una grande y terrible calamidad; pero en los más no excitaba aquel alboroto más que odio y abominación contra unos cuantos oligarquistas, que habían sido los que habían dado muerte en el Capitolio a Tiberio Graco, siendo tribuno de la plebe, y habían arrojado al río su cadáver, cuando ahora el ministro Antilio, que quizá había sido muerto injustamente, pero no había dejado de dar gran motivo para aquel suceso, yacía expuesto en la plaza, y le hacía el duelo el Senado de los Romanos, lamentándose y presidiendo la pompa fúnebre de un miserable asalariado, con el objeto de acabar con los pocos defensores del pueblo que quedaban. Entrando otra vez después de esto en el Senado, encargaron por decreto al cónsul Opimio que salvara a la ciudad como pudiese y destruyera los tiranos. Previno éste a los senadores que tomaran las armas, y dio orden a los caballeros para que a la mañana temprano trajera cada uno dos esclavos armados. En tanto, Fulvio se preparaba también por su parte y juntaba gente; pero Gayo, retirándose de la plaza, se paró ante la estatua de su padre, y habiendo estado largo rato con los ojos puestos en ella sin proferir ni una palabra, pasó de allí llorando y sollozando, A muchos de los que vieron este espectáculo les causó Gayo la mayor lástima, y culpándose a sí mismos de abandonar y hacer traición a un ciudadano como él, corrieron a su casa, y pasaron la noche ante su puerta, de muy distinta manera que los que custodiaban a Fulvio. Porque éstos la gastaron en vocerías y gritos desordenados, bebiendo y echando bravatas, siendo Fulvio el primero a embriagarse y a hacer y decir mil disparates, contra lo que exigía su edad, al mismo tiempo que los que acompañaban a Gayo, deplorando la común calamidad de la patria, y considerando lo que amenazaba, estuvieron en la mayor quietud, haciendo la guardia y descansando alternativamente.

XV.— Al amanecer les costó gran trabajo despertar a Fulvio, a quien todavía tenía dormido el vino, y armándose con los despojos que conservaba en casa, y eran los que había tomado cuando siendo cónsul venció a los galos, marcharon con grandes amenazas y alboroto a tomar el monte Aventino. Gayo no quiso armarse, sino que iba a salir en toga como si fuera a la plaza, sin llevar más que un puñalejo. Al salir se le echó a los pies su mujer en la misma puerta, y deteniendo con una mano a él y con otra al hijo: «No te envío, oh Gayo —exclamó—, a la tribuna, tribuno de la plebe o legislador como antes, ni tampoco a una guerra gloriosa, para que, aun cuando te sucediera una desgracia, me dejaras un honroso duelo, sino que vas a ponerte en manos de los matadores de Tiberio: desarmado estás bien, para que en caso antes sufras males que los causes; pero vas a perecer sin ningún provecho para la república. Domina ya la maldad, y a los juicios sólo presiden la violencia y el yerro. Si tu hermano hubiera perecido en Numancia, nos habría sido entregado muerto, en virtud de un tratado; pero ahora acaso tendré yo también que hacer plegarias a algún río o al mar para que me digan dónde está detenido tu cuerpo; porque, ¿qué confianza hay que tener ni en las leyes ni en los dioses después de la muerte de Tiberio?». Mientras así se lamentaba Licinia, Gayo se desprendió suavemente de sus abrazos y marchó en silencio con sus amigos. Quiso aquella asirle de la ropa, pero cayó en el suelo, donde estuvo mucho tiempo sin sentido, hasta que, levantándola desmayada sus sirvientes, la condujeron a casa de Craso, su hermano.

XVI.— Fulvio, luego que estuvieron todos juntos, persuadido por Gayo, envió a la plaza al más joven de sus hijos con un caduceo, Era este mancebo de gracioso y bello aspecto, y entonces, presentándose con modestia y rubor, los ojos bañados en lágrimas, hizo proposiciones de paz al cónsul y al Senado. Los más de los que allí se hallaban oyeron con gusto hablar de conciertos; pero Opimio respondió que no pensaran mover al Senado por medio de mensajeros; sino que como ciudadanos sujetos a haber de dar descargas, bajaran ellos mismos a ser juzgados, entregando sus personas e implorando clemencia, y dio orden al joven de que bajo esta condición volviese, y no de otra manera. Por lo que hace a Gayo, quería, según dicen, ir a hablar al Senado, pero no conviniendo en ello ninguno de los demás, volvió Fulvio a enviar a su hijo con las mismas proposiciones que antes; mas Opimio, apresurándose a venir a las manos, hizo al punto prender al mancebo, y poniéndolo en prisión, marchó contra Fulvio y los suyos con mucho infantería y ballesteros de Creta, los cuales, tirando contra ellos e hiriendo a muchos, los desordenaron. En este desorden Fulvio se refugió a un baño desierto y abandonado; pero hallado al cabo de poco, fue muerto con su hijo mayor. A Gayo nadie le vio tomar parte en la pelea, pues no sufriéndole el corazón ver lo que pasaba, se retiró al templo de Diana, donde, queriendo quitarse la vida, se lo estorbaron dos de sus más fieles amigos, Pomponio y Licinio, quienes hallándose presentes, le arrebataron de la mano el puñal y le exhortaron a que huyese. Dícese que, puesto allí de rodillas y tendiendo las manos a la diosa, le hizo la súplica de que nunca el pueblo romano por aquella ingratitud y traición dejara de ser esclavo. Porque se vio que la muchedumbre le abandonó, a causa de habérseles ofrecido por un pregón la impunidad.

XVII.— Entregóse Gayo a la fuga; y yendo en pos de él sus enemigos, le iban ya a los alcances junto al puente Sublicio: entonces dos de sus amigos le excitaron a que apresurase el paso, y ellos, en tanto, hicieron frente a los que le perseguían, y pelearon delante del puente, sin dejar pasar a ninguno, hasta que perecieron. Acompañaba a Gayo en su fuga un esclavo llamado Filócrates, y aunque todos, como en una contienda, los animaban, ninguno se movió en su socorro, ni quiso llevarle un caballo, que era lo que pedía, porque tenía ya muy cerca de los que iban contra él. Con todo, se les adelantó un poco, y pudo refugiarse en el bosque sagrado de las Furias, y allí dio fin a su vida, quitándosela Filócrates, que después se mató a sí mismo. Según dicen algunos, aún los alcanzaron los enemigos con vida; pero el esclavo se abrazó con su señor, y ninguno pudo ofenderle hasta que acabó, traspasado de muchas heridas. Refiérese también que no fue Septimuleyo, amigo de Opimio, el que le cortó a Gayo la cabeza, sino que, habiéndosela cortado otro, se la arrebató al que quiera que fue, y la llevó para presentarla: porque al principio del combate se había echado un pregón ofreciendo a los que trajesen las cabezas de Gayo y Fulvio lo que pesasen de oro. Fue, pues, presentada a Opimio por Septimuleyo la de Gayo, clavada en una pica, y traído un peso, se halló que pesaba diecisiete libras y dos tercios; habiendo sido hasta en esto Septimuleyo hombre abominable y malvado, porque habiéndole sacado el cerebro, rellenó el hueco de plomo. Los que presentaron la cabeza de Fulvio, que eran de una clase oscura, no percibieron nada. Los cuerpos de éstos y de todos los demás muertos en aquella refriega, que llegaron a tres mil, fueron echados al río, y se vendieron sus haciendas para el erario. Prohibieron a las mujeres que hiciesen duelos, y a Licinia, la de Gayo, hasta la privaron de su dote; pero aún fue más duro y cruel lo que hicieron con el hijo menor de Fulvio, que no movió sus manos ni se halló entre los que combatieron, sino que, habiendo venido antes de la pelea sobre la fe de la tregua, y echándole mano, después le quitaron la vida. Sin embargo, aun más que esto y que todo ofendió a la muchedumbre el templo que enseguida erigió Opimio a la Concordia; porque parecía que se vanagloriaba y ensoberbecía, y aun en cierta manera triunfaba por tantas muertes de ciudadanos; así es que por la noche escribieron algunos debajo de la inscripción del templo estos versos:

La obra del furor desenfrenado
es la que labra a la Concordia templo.

XVIII.— Este fue el primero que usó en el consulado de la autoridad de dictador, y que condenó sin precedente juicio, con tres mil ciudadanos más, a Gayo Graco y a Fulvio Flaco; de los cuales éste era varón consular, y había obtenido el honor del triunfo, y aquel se aventajaba en virtud y en gloria a todos los de su edad. Opimio, además, no se abstuvo de latrocinios, sino que, enviado de embajador a Yugurta, rey de los Númidas, se dejó sobornar con dinero, y condenado por el ignominioso delito de corrupción, envejeció en la infamia, aborrecido y despreciado del pueblo, que por sus hechos cayó por lo pronto en el abatimiento y la degradación; mas no tardó en manifestar cuánto echaba de menos y deseaba a los Gracos. Porque levantándoles estatuas, las colocaron en un paraje público, y consagrando los lugares en que fallecieron, les ofrecían las primicias de los frutos que llevaba cada estación, y muchos les adoraban y les hacían sacrificios cada día, concurriendo a aquellos sitios como a los templos de los dioses.

XIX.— Dícese de Cornelia haber manifestado en muchas cosas, que llevaba con entereza y magnanimidad sus infortunios; y que acerca de la consagración de los lugares en que perecieron sus hijos, solía expresar que los muertos habían tenido dignos sepulcros. Su vida la pasó después en los campos llamados Misenos, sin alterar en nada el tenor acostumbrado de ella. Gustaba, en efecto, del trato de gentes, y por su inclinación a la hospitalidad, tenía buena mesa, frecuentando siempre su casa Griegos y literatos, y recibiendo dones de ella todos los reyes, y enviándoselos recíprocamente. Escuchábasela con gusto cuando a los concurrentes les explicaba la conducta y tenor de vida de su padre Escipión Africano, y se hacía admirar cuando sin llanto y sin lágrimas hablaba de sus hijos, y refería sus desventuras y sus hazañas, como si tratara de personas de otros tiempos, a los que le preguntaban. Por lo cual algunos creyeron que había perdido el juicio por la vejez o por la grandeza de sus males, y héchose insensata con tantas desgracias; siendo ellos los verdaderamente insensatos, por no advertir cuánto conduce para no dejarse vencer del dolor, sobre el buen carácter, el haber nacido y educádose convenientemente, y que si la fortuna mientras dura, hace muchas veces degenerar la virtud, en la caída no le quita el llevar los males con una resignación digna de elogio.

COMPARACIÓN DE AGIS Y CLEÓMENES Y DE TIBERIO Y GAYO GRACO

I.— Habiendo dado fin a la narración, nos resta sacar consecuencias de la contraposición de estas vidas. En cuanto a los Gracos, ni aun los que peor hablaron de ellos y se mostraron sus mayores enemigos se atrevieron a decir que no hubiesen nacido con la mejor índole para la virtud entre todos los Romanos, y que no se les hubiese dado una crianza y educación correspondiente. La índole de Agis y Cleómenes parece que era todavía más robusta y esforzada que la de aquellos, puesto que no habiendo recibido una esmerada educación, y habiéndose criado en unos hábitos y costumbres que largo tiempo antes habían viciado a los que les precedieran, ellos, sin embargo, se constituyeron en caudillos de sencillez y frugalidad. Mas: aquellos, cuando Roma estaba en el mayor esplendor de su dignidad, y era en ella grande la estimulación a las ilustres hazañas, se hubieran avergonzado de no admitir esta especie de sucesión de virtud patria y hereditaria, mientras que éstos, que habían nacido de padres avezados a lo contrario, y que encontraron su patria estragada y enferma, no por esto entorpecieron ni en lo más mínimo su inclinación a la virtud. En punto a desprendimiento y a integridad, es ciertamente grande en los Gracos el que en sus magistraturas y gobiernos se hubiesen conservado puros de adquisiciones injustas; pero Agis se hubiera dado por ofendido de que redujeran su alabanza a no haber tomado nada de lo ajeno, cuando había dado a los ciudadanos su propia hacienda, que sin contar las demás especies de riqueza, sólo en dinero montaba seiscientos talentos. ¡Hasta qué punto tendría por malo el adquirir por medios ilícitos quien graduaba de codicia el tener más que otro!

II.— En la decisión y atrevimiento para las innovaciones hubo grandísima diferencia: porque las medidas de gobierno de uno fueron construir caminos y fundar ciudades; y lo que pidió más arrojo en Tiberio fue el haber salvado los campos públicos, y en Gayo el haber alterado la forma de los juicios con aquellos trescientos del orden ecuestre que agregó a los senadores; pero la reforma de Agis y Cleómenes, para quienes el ir remediando y reparando los desórdenes por partes y poco a poco no era mas que cortar la cabeza de la hidra, según la sentencia de Platón, indujo en la administración de la república una mudanza capaz de hacer desaparecer de una vez todos los males, aunque quizá se dirá con más verdad que destruyendo una mudanza que había sido la causa de todos los males redujo y restituyó la república a su propia y primitiva forma. Podría también decirse que las novedades de los Gracos encontraron repugnancia en los Romanos de mayor autoridad y poder, mientras las intentadas por Agis y llevadas a efecto por Cleómenes tenían por fundamento el ejemplo más recomendable y más insigne en las retras o leyes patrias sobre la sobriedad y la igualdad, aprobadas una por Licurgo y otras por Apolo; pero lo de mayor consideración es que Roma, con las disposiciones de aquellos nada adelantó en su grandeza sobre lo que ya tenía, siendo así que con las novedades introducidas por Cleómenes vio la Grecia al cabo de poco tiempo que Esparta dominó en el Peloponeso, y lidió con los que tenían entonces el mayor poder el más glorioso de todos los combates, que es el que se sostiene por la superioridad; cuyo fin era que, libre la Grecia de las armas de los Ilirios y Etolios, fuera otra vez regida por los Heraclidas.

III.— Parece asimismo que el modo de terminar la vida de unos y otros constituye otra diferencia en su virtud: porque aquellos, combatiendo con sus ciudadanos, y huyendo después, así es como perecieron; y de éstos, Agis por no causar la muerte de ninguno de los suyos, casi puede decirse que murió víctima voluntaria; y Cleómenes, viéndose maltratado e injuriado, intentó vengarse; pero habiéndole sido la suerte contraria, con la más loable resolución se quitó la vida. Examinando todavía las contraposiciones y diferencias, Agis en el orden militar no ejecutó hazaña ninguna, porque se lo impidió su temprana muerte; pero con las victorias de Cleómenes, que fueron muchas y gloriosas, pueden compararse la toma de las murallas en Cartago por Tiberio, que no dejó de ser acción insigne, y su tratado de Numancia, por el que salvó a veinte mil soldados romanos, que no tenían otro medio de salud. Gayo dio también, militando allí y en Cerdeña, grandes muestras de valor, de manera que habrían podido compararse con los primeros generales romanos, si no hubieran sido arrebatados por una anticipada muerte.

IV.— En las cosas de gobierno Agis obró con flojedad, porque se dejó engañar de Agesilao, faltó a los ciudadanos en la promesa del repartimiento de las tierras, y, finalmente, se quedó corto no llevando a cabo la obra que había anunciado y que dio principio, por una irresolución disculpable en su edad. Cleómenes, por el contrario, emprendió con demasiada temeridad y violencia la mudanza del gobierno, dando muerte injusta a los Éforos, cuando podía haberlos reducido por las armas, o le era fácil desterrarlos, como fueron desterrados otros muchos de la ciudad. Porque el recurrir al hierro fuera de la última necesidad, no es ni de médicos ni de políticos, sino falta en unos y otros de destreza, y aun en éstos, además de injusticia, indica crueldad. Por lo que hace a los Gracos, ninguno de los dos dio principio a la matanza civil; y aun se dice de Gayo que ni después de haberse tirado dardos quiso defenderse; sino que, con ser de los más arriscados para los combates, permaneció inmoble en aquella sedición. Así es que salió de casa desarmado, y se retiró de los que combatían, viéndose claramente que puso más cuidado en no hacer mal ninguno que en no padecerle; por lo cual la fuga de ambos más bien se ha de tener por señal de prudencia que de cobardía, porque era preciso ceder a los que acometían o, para no padecer, usar de los medios de defensa.

V.— En Tiberio, el mayor yerro fue haber privado al colega del tribunado de la plebe y haber pedido después para sí el segundo. A Gayo se le atribuyó, tan falsa como injustamente, la muerte de Antilio, porque le mataron contra su voluntad y mostrando de ello gran pesar. Mas Cleómenes, aunque dejemos aparte las muertes de los Éforos, dio libertad a todos los esclavos, y reinó en la realidad solo, aunque en el nombre con otro, habiendo tomado por colega a su hermano Euclidas, y siendo ambos por tanto de una sola casa; y a Arquidamo, que era de la otra el que debía reinar, lo invitó a que volviera de Mesena; y muerto violentamente, como no persiguiese este delito, confirmó la sospecha que contra él se levantó. Pues en verdad que Licurgo, a quien afectaba imitar, voluntariamente cedió el reino a Carilao, hijo de su hermano, y temiendo que si por otra causa venía a morir aquel niño se pensara en culparle, peregrinó largo tiempo fuera sin querer volver, hasta que Carilao tuvo un hijo que le sucediera en el reino; mas a Licurgo ya se sabe que aun de los Griegos no puede comparársele ninguno. Por descontado, está demostrado que en los hechos del gobierno de Cleómenes las innovaciones e injusticias fueron mayores; los que reprenden las costumbres de unos y otros culpan desde luego a éste de tiránico y demasiado guerrero, y en los otros, aun los que más envidiosos se muestran, no censuran otra cosa que un exceso de ambición, viniendo a confesar que, arrojados fuera de su natural al encono y a la contienda con los que se les oponían, fueron como de un huracán impelidos a los extremos en sus medidas de gobierno. Porque ¿qué cosa más loable ni más justa que su primer propósito, si los ricos no se hubieran empeñado, usando de violencia y de todo su poder, en desechar la ley propuesta, poniendo con esto a ambos en la precisión de combatir, al uno por considerarse en riesgo y al otro por vengar a su hermano, muerto sin causa y sin declaración precedente?

De lo dicho colegirás tú por ti mismo la diferencia; pero si a pesar de esto es necesario pronunciar acerca de cada uno, tengo por cierto que Tiberio se aventajó a todos en virtud, que el que menos yerros cometió fue el joven Agis y que en osadía y arrojo Gayo fue muy inferior a Cleómenes.

DEMÓSTENES Y CICERÓN

I.— El que escribió ¡oh Socio! el elogio de Alcibíades, vencedor en Olimpia corriendo con los caballos, fuese Eurípides, como generalmente se cree, o fuese cualquier otro, dice que al hombre, para ser feliz, le ha de caber en suerte haber nacido en una ciudad ilustre; pero yo creo que para la verdadera felicidad, que principalmente consiste en las costumbres y en el propósito del ánimo, nada da ni quita haber nacido en una patria oscura e ignorada, o de una madre fea y pequeña. Porque sería cosa ridícula que hubiera quien pensase que Júlide, parte muy pequeña de una isla no grande como la de Ceo, y que Egina, de la que dijo un ateniense que debía quitarse como una legaña del Pireo, habían de haber llevado excelentes actores y poetas, y no habían de poder producir un hombre justo que se bastase a sí mismo, que tuviera juicio y fuera de un ánimo elevado. Porque lo natural es que las otras artes, que se alimentan con el trabajo y la fama, se marchiten en pueblos humildes y oscuros, y que la virtud, como planta fuerte y robusta, arraigue en todo terreno, si prende en una buena índole y en un ánimo inclinado al trabajo; de donde se sigue que si nosotros dejamos de pensar y conducirnos como corresponde, esto deberá justamente atribuirse, no a la pequeñez de la patria, sino a nosotros mismos.

II.— Y al que se ha propuesto tejer una relación o historia, no de hechos comunes y familiares, sino peregrinos y recogidos en gran parte de una lectura varia, en realidad le conviene ante todas cosas una ciudad de fama, de exquisito gusto y muy poblada, para tener copia de toda suerte de libros y poder instruirse y preguntar sobre aquellas cosas que, habiéndose ocultado a la diligencia de los escritores, adquieren más fe conservadas en la memoria y la tradición, para no dar una obra que salga falta de muchas noticias, y menos de las necesarias. Mas yo, que habito en una ciudad corta, en la que tengo formado empeño de permanecer para que no se haga más pequeña, y que mientras estuve en Roma y discurrí por la Italia no tuve tiempo para ejercitarme en la lengua latina, por los negocios políticos y por la concurrencia de los que venían a tratar conmigo de filosofía, tarde ya y siendo muy adelantado en edad, me acerqué a tomar conocimiento de las letras romanas, en lo que me ha sucedido una cosa extraña, pero muy cierta: y es que no tanto he aprendido y conocido las cosas por las palabras cuanto, tomando conocimiento de las cosas, ellas me han conducido a saber las palabras. Y lo que es llegar a percibir la belleza y velocidad de la pronunciación latina, las metáforas de los nombres, la armonía y todo lo demás con lo que se engalana el discurso, téngolo por útil y agradable; pero el estudio y ejercitación en este trabajo, como empresa difícil, sólo es para los que tienen ocio y tiempo que dedicar a tales primores.

III.— Por esta razón, escribiendo en este libro de las

DEMÓSTENES

IV.— Demóstenes, el padre de este otro Demóstenes, era uno de los buenos y honrados ciudadanos, según dice Teopompo. Llamábanle por sobrenombre el Espadero, a causa de tener un gran obrador y muchos esclavos inteligentes que trabajaban en este oficio. Lo que el orador Esquines dijo acerca de su madre, dándola por hija de un tal Filón, que por causa de traición había huido de la ciudad, y de una mujer peregrina y bárbara, no podemos decir si fue cierto, o si lo fingió e inventó para desacreditarle. Muerto el padre, quedó Demóstenes, a la edad de siete años, con un buen patrimonio, pues montaría el valor de toda su hacienda a poco menos de quince talentos; pero sus tutores le perjudicaron notablemente, apropiándose unas cosas y descuidando otras, en términos de no haber con qué pagar el salario a sus maestros. Por esta causa parece que careció de instrucción en aquellas disciplinas que convienen a un joven libre, y también por su delicadeza y mala constitución física; por lo cual, ni la madre le aplicaba al trabajo, ni le precisaban a él sus preceptores, habiendo sido desde el principio flaco y enfermizo; de aquí dicen que le vino también el injurioso apodo de Bátalo, que le impusieron los muchachos burlándose de su persona. Era Bátalo, según dicen unos, un flautista desacreditado por afeminación, contra el que hizo con este motivo una especie de entremés el cómico Antífanes; pero otros hacen memoria de un poeta Bátalo, que escribió canciones lúbricas y báquicas. Parece también que en aquella época se daba en Atenas el nombre de Bátalo a una de las partes inhonestas del cuerpo, que no es decente nombrar. El apodo de Argas, pues se dice haber sido también éste uno de sus sobrenombres, parece que se le puso o por sus costumbres ásperas y desabridas, porque algunos poetas llaman Argas a la culebra, o por su modo de decir, que ofendía a los oídos, porque Argas era también el nombre de un poeta, autor de malos y desagradables versos. Mas de estas cosas dése aquí punto, como dice Platón.

V.— El haberse dedicado a la elocuencia se dice que tuvo este origen: Había de hablar el orador Calístrato en el Tribunal, en el juicio que se seguía sobre la ciudad de Oropo, y era grande la expectación en que todos estaban, ya a causa de la facundia del orador, que era el que entonces tenía mayor opinión, y ya también por el negocio mismo, que se había hecho muy célebre. Oyendo, pues, Demóstenes que varios maestros y preceptores tenían concertado entre sí asistir a este juicio, rogó a su preceptor y alcanzó de él que le llevase a oírlo. Tenía éste amistad con los porteros públicos del Tribunal, y por medio de éstos lo proporcionó un sitio en el que, sentado, pudiera oír cómodamente los discursos. Estuvo aquel día muy feliz Calístrato, y fue sumamente admirado, con lo que excitó en Demóstenes el deseo de gloria, por ver que eran muchos los que le acompañaban y le daban enhorabuenas; pero en el discurso, lo que más admiró fue una fuerza propia para allanarlo y vencerlo todo. Dando por tanto de mano a todas las demás enseñanzas y ocupaciones juveniles, él mismo se ejercitaba por sí y trabajaba con empeño a fin de ser él también uno de los oradores. Aun tuvo con todo por maestro de elocuencia a Iseo, sin embargo de que entonces Isócrates tenía escuela, o porque, como dicen algunos, no pudiese pagar a Isócrates el salario prefijado, que era de diez minas, a causa de su orfandad, o, lo que es más probable, porque prefiriese para su intento la elocuencia de Iseo, como más propia para la acción y más acomodada a las tretas del foro. Mas Hermipo escribe haberse encontrado unos comentarios anónimos, en los que se decía que Demóstenes asistió a la escuela de Platón, lo que le fue utilísimo para la elocuencia, y cita además a Ctesibio, quien había dicho que, habiendo adquirido Demóstenes por medio de Calias Siracusano y algunos otros las lecciones de retórica de Isócrates y Alcidamante, las encomendó a la memoria.

VI.— Llegado a la mayor edad, empezó a litigar con sus tutores y a escribir alegatos contra ellos, porque encontraban continuamente tergiversaciones y medios dilatorios; así, a fuerza de ejercitarse, según Tucídides, sus cuidados terminaron felizmente, aunque no sin peligros ni trabajo; no pudo, sin embargo, arrancar a los tutores más que una parte muy pequeña de los bienes paternos. Mas ya que esto no, adquiriendo resolución y el conveniente hábito de hablar en público, y tomando gusto a las alabanzas que por estas contiendas se reciben y al influjo que proporcionan, se decidió a salir a la palestra y tomar parte en los negocios públicos; y a la manera que de Laomedonte de Orcómeno se dice que para curarse de una enfermedad del bazo dio en andar mucho de orden de los médicos, y que con este penoso ejercicio adquirió tal robustez que concurrió a los certámenes gimnásticos y fue uno de los que más se distinguieron en la carrera, del mismo modo le sucedió a Demóstenes, que habiendo tenido que dedicarse a perorar en público para el recobro de su patrimonio, con esto adquirió soltura y facilidad para sobresalir ya, como los coronados en el circo, entre los ciudadanos que contendían en la tribuna. Al principio sufrió sus silbos, y que se riesen de la novedad que advertían en su estilo, que parecía confuso en los períodos y recargado excesivamente en las pruebas. Notábase además cierta falta de voz, torpeza en la lengua e interrupción en la respiración, la que turbaba el sentido de lo que se decía, por no cortarse bien los períodos. Finalmente, habiéndose retirado del foro por este desagradable ensayo, se andaba paseando por el Pireo, decaído ya de ánimo, cuando encontrándole Éunomo de Tría, que ya era muy anciano, le reprendió de que, teniendo un modo de decir muy semejante al de Pericles, se abandonase de aquella manera por cobardía y desidia, no sabiendo sostenerse con serenidad a vista de la muchedumbre, ni dando a su cuerpo el aire conveniente para aquella especie de contiendas, y antes dejando que todo se entorpeciera en el ocio.

VII.— En otra ocasión, en que no dio gusto, se dice que retirándose apesadumbrado y con la cabeza cubierta le fue siguiendo oportunamente el actor Sátiro, y entró con él en su casa. Quejósele amargamente Demóstenes de que con ser el que más trabajaba de los oradores, y con haber casi arruinado en este ejercicio su constitución, veía que no daba gusto al pueblo; y hombres desarreglados, unos marineros ignorantes, eran escuchados, y de él no se hacía caso; a lo que le contestó Sátiro: «Tienes razón ¡oh Demóstenes!; pero yo remediaré fácilmente la causa, si quieres recitar de memoria alguna escena de Eurípides o Sófocles». Hízolo así Demóstenes, y repitiendo Sátiro la misma escena, de tal manera la adornó, pronunciándola con la acción y postura conveniente del cuerpo, que a Demóstenes le pareció ya enteramente otra. Viendo entonces cuánta es la gracia y belleza que la acción concilia a lo que se dice, se convenció de que el esmero en la composición es nada para quien se descuida de la pronunciación y acción conveniente. En consecuencia de esto hizo construir un estudio subterráneo, que aun se conserva, y bajando a él se ejercitaba en formar y variar tanto la acción como el tono de la voz; muchas veces pasó allí dos y tres meses continuos, no afeitándose mas que un solo lado de la cabeza para no poder salir, aunque quisiera, detenido de la vergüenza.

VIII.— No sólo esto, sino que de las salutaciones, de las conversaciones y de los negocios que le ocurrían fuera tomaba ocasión y argumento para aquella clase de ejercicio. Así, luego que habían pasado, bajaba a su estudio y exponía los hechos, y enseguida las defensas que podían tener. Además de esto, si había oído un discurso, procuraba retenerlo, ponía por orden los pensamientos y los períodos, y se entretenía en corregir y variar de mil maneras, así lo que otros le habían dicho como lo que él mismo había dicho a otros. De donde nació la opinión de que no era naturalmente elocuente, sino que su habilidad y su fuerza se debían al trabajo; de lo cual parece que es también una convincente prueba el no haber oído nunca nadie a Demóstenes hablar extemporáneamente; y antes sucedió que estando sentado en las juntas, y siendo llamado del pueblo muchas veces por su nombre, no se presentó nunca si de antemano no estaba dispuesto y prevenido para hablar. Zaheríanle sobre esto muchos otros demagogos, y Piteas, satirizándole, le dijo que las pruebas de sus discursos olían mucho a la lámpara; mas a éste le volvió Demóstenes la burla con acrimonia diciéndole: «Pues a fe que la lámpara no sabe de mí y de ti las mismas cosas». Con los demás no lo negaba, sino que reconocía francamente que no siempre decía lo que había escrito; pero sin escribir no hablaba nunca, porque decía que el estudiar para hablar en público acreditaba al hombre de popular, por ser esta preparación un principio de obsequio al pueblo, y que el no pensar cómo sentaría a la muchedumbre lo que se dijese, era de hombres oligárquicos que más atendían a la fuerza que a la persuasión. Dan también por prueba de su timidez para hablar de repente que Demades, viéndole turbado y aturdido muchas veces, se levantó y tomó la palabra para defender la misma causa; y él nunca hizo otro tanto con Demades.

IX.— ¿Pues cómo es, dirá alguno, que Esquines le tiene por admirable precisamente por su soltura en el decir? ¿Cómo es que a Pitón de Bizancio, que se había puesto a hablar con arrojo y con un torrente de palabras contra los Atenienses, se levantó él sólo y le contradijo? ¿Cómo es que habiendo Lámaco Mirrineo escrito el elogio de los reyes Alejandro y Filipo, en el que decía mil cosas en descrédito de los Tebanos y Olintios, cuando lo estaba leyendo en los Juegos Olímpicos se levantó también, y expresando con relación de los hechos y con pruebas positivas los muchos bienes que los Tebanos y Calcidenses habían hecho a la Grecia, y por la inversa, de cuántos males habían sido causa los aduladores de los Macedonios, mudó de tal modo los ánimos de los oyentes que, temiendo aquel sofista por el alboroto que se había movido, tuvo que huir del concurso? Lo que parece es que creyó no convenirle algunas de las cualidades de Pericles; pero su coordinación del discurso, su acción y el no hablar de repente sobre todo asunto sin preparación, como que éstas eran las que le habían engrandecido, las imitó y copió en cuanto pudo, sin dejar por eso de aspirar a la gloria de hablar extemporáneamente si lo pedía un grave caso, ni tampoco poner muchas veces su talento y habilidad en manos de la fortuna. Porque en las oraciones que pronunció usó sin duda de más osadía y desenfado que en las escritas, si hemos de creer a Eratóstenes, a Demetrio de Falero y a los cómicos, de los cuales Eratóstenes dice que muchas veces en las oraciones se ponía como fuera de sí; y Demetrio, que pronunció poseído de entusiasmo aquel juramento en metro que dice:

Por la tierra, las fuentes, ríos, mares.

De los cómicos, uno le llama charlatán de pacotilla; y otro, motejándole de que usaba de antítesis, dice:

Del mismo modo la recobró que la cobró,
porque fue muy del gusto de Demóstenes
este modo de decir;

a no ser que Antífanes hubiese querido aludir a la oración sobre la isla de Haloneso, acerca de la que aconsejaba a los Atenienses, no que la cobraran, sino que la recobraran de Filipo.

X.— En cuanto a Demades, todos convienen en que, entregado a su genio, era invencible y que, hablando, de pronto confundía todo el cuidado y prevenciones de Demóstenes; y Aristón de Quío refiere el juicio de Teofrasto acerca de los oradores; porque preguntado qué le parecía Demóstenes, respondió: «Digno de la ciudad». «¿Y qué tal Demades?». «Por encima de la ciudad». El mismo filósofo refiere que Polieucto de Esfecia, uno de los que por entonces tenían parte en el gobierno de Atenas, le había manifestado que Demóstenes era perfectísimo orador, pero que la elocuencia de Foción tenía más nervio, porque en pocas palabras encerraba gran sentido; del mismo Demóstenes se cuenta que cuantas veces se levantaba Foción para contradecirle, vuelto a sus amigos solía decir: «Ya está ahí el hacha de mis discursos». Esto no se sabe si Demóstenes lo aplicaba a la elocuencia de aquel hombre ilustre o a su conducta y opinión, por estar persuadido de que una sola palabra, una seña de un hombre de probidad, tiene más fuerza que muchas y muy prolijas frases.

XI.— Para remediar los defectos corporales, empleó estos medios, según refiere Demetrio de Falero, que dice haber alcanzado oír a Demóstenes, cuando ya era anciano, que la torpeza y balbucencia de la lengua la venció y corrigió llevando guijas en la boca y pronunciando períodos al mismo tiempo; que en el campo ejercitaba la voz corriendo y subiendo a sitios elevados, hablando y pronunciando al mismo tiempo algún trozo de prosa o algunos versos con aliento cansado y, finalmente, que tenía en casa un grande espejo y que, puesto enfrente, recitaba, viéndose en él, sus discursos. Cuéntase que se le presentó un ciudadano pidiéndole su patrocinio y refiriéndole que le habían dado de golpes, y Demóstenes le replicó: «Me parece que no hay tal cosa, que no has sufrido nada de lo que dices»; y que levantando aquel la voz, y diciendo a gritos: «¿Conque yo nada he sufrido, Demóstenes?», le contestó entonces: «Sí; a fe mía, ahora oigo la voz de un hombre que ha sido agraviado y ofendido». ¡De tanto influjo le parecía, para conciliarse crédito, el tono y el gesto del que hablaba! Su acción era muy agradable a la muchedumbre; pero los inteligentes, y entre ellos Demetrio de Falero, la tenían por afeminada y poco decorosa; y Hermipo dice que, preguntado Esión por los oradores antiguos y los de su tiempo, respondió que oyéndolos cualquiera admiraría en la decencia y entereza con que hablaban al pueblo, pero que las oraciones de Demóstenes leídas se aventajaban mucho en primor y en energía. Ciertamente que de las oraciones suyas que nos han quedado escritas no habrá quien niegue que tienen mucho de amargo y de picante; y en las ocurrencias repentinas solía también emplear el chiste; porque diciéndole una vez Demades: «¿A mí Demóstenes? Esto es la puerca a Atenea», «Pues esa Atenea —le respondió— hace poco que en Coluto fue cogida en mal caso». A un ladrón llamado, por sobrenombre Broncíneo, que quiso morderle por sus trabajos y veladas nocturnas, «Ya sé —le dijo— que te incomodo con tener luz de noche; y vosotros ¡oh Atenienses! no os admiréis de que haya hurtos cuando los ladrones son de bronce y las paredes de barro». Mas acerca de estas cosas, aunque tenemos más que decir, dejémoslo en tal punto, porque es justo que examinemos ya, sobre sus hechos y sobre su conducta en el gobierno, cuál fue su carácter y cuáles sus costumbres.

XII.— Sus primeros pasos en los negocios públicos los dio durante la guerra de Focis, como lo dice él mismo y se puede colegir de sus oraciones filípicas; pues aunque algunos son posteriores a los sucesos de esta guerra, las más antiguas tocaron en ellos. Lo cierto es que la oración relativa a la acusación de Midias la ordenó y dispuso cuando tenía treinta y dos años, y no gozaba todavía ni de poder ni de opinión en el gobierno; por lo mismo, temeroso del éxito, a lo que yo entiendo, transigió por dinero en aquella persecución:

Porque no era de ánimo benigno,
ni de condición blanda y mesurada,

sino ardiente y violento en sus venganzas; pero viendo que no era empresa ligera y fácil oprimir a un hombre atrincherado con riqueza y con amigos, cedió a los que por él intercedieron, pues las tres mil dracmas por sí mismas no parece que hubieran sido suficientes a embotar la cólera de Demóstenes si hubiera tenido esperanza de quedar superior. Mas tomando para las cosas de gobierno la ocasión más bella que podía ofrecerse, como era la de defender la causa de los griegos contra Filipo, y contendiendo en ella dignamente, al punto adquirió fama, y se hizo espectable por sus oraciones y su noble libertad, hasta el punto de ser admirado en la Grecia, obsequiado por el gran rey y tenido en consideración por Filipo sobre todos los demás que hablaban al pueblo, reconociendo hasta sus contrarios que tenían que lidiar con un hombre de grande opinión, como acusándole lo expresaron Esquines e Hiperides.

XIII.— No alcanzo, por tanto, a comprender cómo pudo decir Teopompo que era naturalmente inconstante y que ni en cuanto a los negocios ni en cuanto a las personas podía permanecer largo tiempo en un mismo propósito; porque antes parece que aquel partido y aquel empeño que desde el principio tomó y adoptó en el gobierno, aquel mismo conservó hasta el fin, no sólo sin hacer mudanza en él en toda su vida, sino aun exponiendo la vida por no mudar. Pues no fue como Demades, que para excusarse de su mudanza en punto a gobierno usó de la expresión de que para sí mismo bien había dicho muchas veces cosas contrarias, pero para la república nunca, o como Melanopo, que estando en oposición con Calístrato, ganado por éste muchas veces con dinero para que mudase, solía decir al pueblo: “Calístrato bien es mi enemigo, pero triunfe la utilidad de la República”; o como Nicodemo de Mesena, que al principio se puso de parte de Casandro, y trabajando después en favor de Demetrio, expresó que no decía cosas contrarias, puesto que siempre era conveniente ceder a los que más pueden. Mas de Demóstenes no podemos hablar de esta manera, sino que en el partido a que aplicó su voz o su acción, como si para el gobierno se le hubiera dado una clave fija, en aquel se mantuvo, guardando siempre en los negocios un solo tono; y el filósofo Panecio dice que, según están escritas las más de sus oraciones, para él lo honesto es a todo preferible por sí mismo: como la de la Corona, la contra Aristócrates, la de las Inmunidades y las Filípicas, en todas las cuales no inclina a los ciudadanos a lo deleitable, o a lo fácil, o a lo útil, sino que muchas veces persuade que deben ponerse la seguridad y la salvación en segundo lugar después de lo honesto y de lo honroso; de manera que si en los asuntos que trató, al amor de la gloria y a la nobleza de los pensamientos hubiera unido el valor militar y de haber en todo obrado limpiamente, habría sido digno de que en el número de oradores se le colocara, no al lado de Merocles, Polieucto e Hiperides, sino más arriba con Cimón, Tucídides y Pericles.

XIV.— De los de su tiempo Foción, aunque no era del partido que se llevaba los aplausos, y antes parecía que macedonizaba, sin embargo, por su valor y su justificación no fue reputado inferior a Efialtes, a Aristides y a Cimón. Mas Demóstenes, no siendo de fiar en las armas, como dice Demetrio, ni bastante seguro en punto a recibir, pues aunque no se dejó cautivar con el oro de Filipo y de Macedonia, con el de Susa y Ecbátana se dejó domeñar y rendir, si pudo celebrar dignamente las virtudes de los hombres grandes que le precedieron, no le fue dado imitarlas; mas con todo a los oradores de su tiempo, si sacamos a Foción de esta cuenta, aun en la conducta les hizo ventaja. Parece que fue asimismo el que habló al pueblo con más libertad, resistiendo a sus deseos e increpando sus desaciertos, como de sus mismas oraciones se deduce; Teopompo refiere que encargándole un día los Atenienses una acusación, y alborotándose contra él porque no la admitía, se levantó y les dijo: «Por consejero, ¡oh Atenienses!, me tendréis, aunque no queráis; pero por calumniador no, aunque os empeñéis en ello». No dejó de ser bien aristocrático lo que ejecutó con Antifón, que, habiendo sido absuelto por la junta pública, le echó mano y lo llevó ante el consejo del Areópago, y no dándosele nada de desagradar al pueblo, convenció a aquel de que había prometido a Filipo incendiar los arsenales; y el Areópago hizo que fuera condenado a muerte. Acusó igualmente a la sacerdotisa Teoris, entre otros crímenes, de que enseñaba a los esclavos los modos de engañar, y habiendo pedido la pena capital, se le impuso.

XV.— Dícese que la oración contra el general Timoteo, que sirvió a Apolodoro para hacer que aquel fuera condenado como deudor a la república, fue escrita para éste por Demóstenes, del mismo modo que las oraciones contra Formión y Estéfano; lo que le fue justamente censurado; porque también Formión contendió contra Apolodoro con una oración de Demóstenes; lo que es como si en una tienda de espadero se vendieran puñales a los dos contrarios. De las oraciones sobre negocios públicos, las que son contra Androción, Timócrates y Aristócrates las escribió para otros, no habiéndose acercado todavía al gobierno, pues se conjetura que tendría veintisiete o veintiocho años cuando las compuso. La oración contra Aristogitón la pronunció él mismo, y también la de las Inmunidades por el hijo de Cabrias Ctesipo, como lo dice él mismo; a lo que algunos añaden que fue con el objeto de enlazarse en matrimonio con la madre de aquel joven; sin embargo, no se casó con ella, sino con una mujer de Samo, según dice Demetrio Magnesio en su Tratado de los sinónimos. La de la falsa alegación contra Esquines no se sabe si se pronunció, y eso que Idomeneo asegura que Esquines fue absuelto por solos treinta votos más; parece no obstante, que esto no es verdad si hemos de tomar argumento de las oraciones de uno y otro sobre la Corona, porque ninguno de los dos habla clara y abiertamente de aquel juicio como se hubiese llevado hasta sentencia; mas estos otros podrán decirlo mejor.

XVI.— La idea de Demóstenes en el gobierno era bien manifiesta; pues que aun durante la paz nada dejaba por reprender de lo que ejecutaba el Macedonio, sino que a cada cosa alborotaba a los Atenienses, inflamándolos contra él. Por lo mismo era persona de quien se hablaba mucho en la corte de Filipo, y cuando fue a Macedonia de embajador, aunque en décimo lugar, si bien Filipo escuchó a todos, a su discurso respondió con particular cuidado: mas, sin embargo, en los demás honores y obsequios ya no se portó del mismo modo con Demóstenes, sino que agasajó con mayor esmero a Esquines y Filócrates, de resulta de lo cual, alabando esto a Filipo de elocuente en el decir, de gallardo en su presencia y también de buen bebedor, no pudo contenerse, e irritado les volvió las palabras al cuerpo, diciendo que lo primero era de un sofista, lo segundo de una mujer, lo tercero de una esponja, y que en todo ello nada había que fuera propio del elogio de un rey.

XVII.— Luego que todo propendió a la guerra, por no poder Filipo tener reposo y por haber sido los Atenienses incitados de Demóstenes, lo primero que éste hizo fue moverlos a invadir la Eubea, esclavizada por los tiranos a Filipo, y pasando efectivamente a la isla en virtud de decreto que él escribió, arrojaron a los Macedonios. En segundo lugar, dio auxilio a los Bizantinos y Perintios, a quienes el Macedonio hacía la guerra, persuadiendo al pueblo a que, dejando a un lado la enemistad y el acordarse de las ofensas de unos y otros durante la guerra social, les enviara tropas; con las que se salvaron. Pasando después de embajador, habló a todos los griegos Y, fuera de unos pocos, los acaloró y levantó contra Filipo de manera que llegaron a juntarse quince mil infantes y dos mil caballos, además de la gente de las ciudades, y se recogió copiosamente caudal y sueldos para los estipendiarios. En esta ocasión dice Teofrasto haber pedido los aliados que se fijaran los tributos, y haber respondido el demagogo Cróbilo que la guerra no se mantiene con lo tasado. Puesta en expectación la Grecia para lo futuro, y formando Liga por naciones y ciudades los Eubeos, Aqueos, Corintios, Megarenses, Leucadios y Corcirenses, le quedó a Demóstenes el mayor empeño, que fue el de atraer a la alianza a los Tebanos, habitantes de un país confinante con el Ática, fuertes con tropas ejercitadas, y los más acreditados entonces por las armas entre todos los Griegos; no era fácil atraer a una mudanza a los Tebanos, ganados por Filipo con beneficios muy recientes durante la guerra de Focea, mayormente cuando las rencillas de las ciudades se encrespaban diariamente de una y otra parte con frecuentes encuentros a causa de la vecindad.

XVIII.— Con todo, cuando, engreído Filipo con las ventajas conseguidas en Anfisa, cayó repentinamente sobre Elatea e invadió la Fócide, sobrecogidos los Atenienses, y no atreviéndose nadie a subir a la tribuna, ni sabiendo qué pensamiento útil podrían proponer en medio de tanta incertidumbre y silencio, presentóse solo Demóstenes, aconsejando que se ganara a los Tebanos, y alentando e incitando al pueblo con esperanzas, como lo tenía de costumbre, fue con otro enviado de embajador a Tebas. Envió también Filipo para contrarrestar a éstos, como dice Marsias, a Amintas y Clearco, macedonios; a Dáoco, tésalo, y a Trasideo, de Elea. Qué era lo que convenía no dejó de entrar en los cálculos de los Tebanos, y antes cada uno tenía bien a la vista los horrores de la guerra, estando todavía frescas las heridas de la de Fócide; pero la elocuencia del orador, encendiendo sus ánimos, como dice Teopompo, y acalorando su ambición, hizo sombra a todos los demás objetos, de manera que les quitó delante de los ojos el miedo, su interés y su gratitud, entusiasmadas con el discurso de Demóstenes por sólo lo honesto. Pareció tan grande y tan admirable el efecto producido por su elocuencia, que Filipo envió inmediatamente heraldos a solicitar la paz; la Grecia toda se puso erguida en expectación de lo que iba a suceder; se ofrecieron a disposición de Demóstenes, para obrar según mandase, no sólo los generales, sino hasta los Beotarcas; y éste fue el que dirigió todas las juntas públicas, no menos las de los Tebanos que las de los Atenienses, amado y respetado de unos y otros, no sin razón ni sobre su mérito, como observa Teopompo, sino con sobrada justicia.

XIX.— Mas un hado superior en aquella agitación de los negocios, y en el momento en que al parecer iba a llevar a su colmo la libertad de la Grecia, se opuso a todo lo hecho, y dio muchas señales de la futura adversidad. Entre ellas, la Pita reveló diferentes vaticinios, y se comenzaba a cantar un oráculo antiguo de las sibilas:

¡Oh si la fiera lid del Termodonte
a manera de águila pudiese
mirar de lejos puesto allá en las nubes!
Llora el vencido, el vencedor perece.

Dícese que el Termodonte es un riachuelo de Queronea, nuestra patria, que entra en el Cefiso; pero nosotros ahora no conocemos ningún arroyo que se llame de este modo, y sólo inferimos que el que se llama Hemón se decía entonces Termodonte, y es el que corre junto al templo de Heracles, donde tuvieron su campo los Griegos, conjeturando que después de la batalla, por haberse llenado el río de sangre y de cadáveres, mudó éste su nombre en el que ahora tiene, aunque Duris dice que no era el río que se llamaba Termodonte, sino que armando los soldados una tienda y cavando con este objeto, encontraron una estatua pequeña de mármol con unas letras en que se significaba ser de Termodonte, que tenía en el regazo una amazona herida; acerca de lo cual añade se cantaba otro oráculo que decía:

Aguarda, ¡oh ave negra!, la batalla
que ha de tener de Termodonte nombre,
y allí de carne humana tendrás copia.

XX.— Mas el determinar y asegurar qué es lo que hubo en esto, es difícil. De Demóstenes se dice que, confiado en las armas de los Griegos, y deslumbrado con las fuerzas y el ardor de tantos soldados que provocaban a los enemigos, ni permitió que se atendiera a los oráculos, ni que se diera oídos a los vaticinios, sino que sospechó que la Pitia filipizaba, y se recordó a los tebanos el nombre de Epaminondas, y a los Atenienses el de Pericles, los cuales, teniendo todas estas cosas por pretextos del miedo, sin hacer cuenta de ellas se decidían por lo que convenía. Hasta aquí compareció como un hombre eminente, pero en la batalla no hizo ninguna acción distinguida y que conformara con sus palabras, sino que, abandonando el puesto, dio a huir ignominiosamente, arrojando las armas sin avergonzarse, como dijo Piteas, de la inscripción que con letras de oro tenía grabada en el escudo: «A la buena fortuna».

Por lo pronto, Filipo, haciendo burla con el desmedido gozo después de la victoria, en un banquete que tuvo entre los cadáveres, en medio de los brindis cantó el principio del decreto de Demóstenes, llevando el compás con los pies y las manos:

Demóstenes Peaniense esto escribía;

pero luego que estuvo sereno la grandeza del combate que había tenido que lidiar se pasmó de la fuerza y poder de la elocuencia de un orador que en la parte muy pequeña de un día le obligó a poner en riesgo su imperio y su persona. Llegó la fama de su nombre hasta el rey de los Persas, el cual envió órdenes a los sátrapas para que dieran dinero a Demóstenes y le obsequiaran sobre todos los Griegos, como a un hombre que en las revueltas de la Grecia podía distraer y contener al rey de Macedonia. Estas órdenes las vio más adelante Alejandro, habiendo encontrado en Sardes las cartas de Demóstenes y los asientos de los generales del rey, por los que se descubrían las sumas de dinero que se le habían dado.

XXI.— Después de esta derrota de los Griegos, volviéronse contra Demóstenes los oradores que no eran de su partido, le citaron a dar cuentas y le formaron causa; pero el pueblo, no sólo lo dio por libre de todo, sino que continuó honrándole y confiándole otra vez, por su celo, los negocios de gobierno; tanto, que habiéndose traído de Queronea los huesos y dádoseles sepultura, le encargó que pronunciara el elogio de los muertos no llevando con abatimiento ni apocadamente, lo sucedido, como lo escribe y celebra Teopompo, sino manifestando en el mismo hecho de honrar y apreciar tanto al consejero que no estaba pesaroso de sus dictámenes. Pronunció, pues, Demóstenes el discurso; pero en los decretos escribió, no su nombre, sino los de varios de sus amigos, no esperando buen agüero de su genio y de su fortuna hasta que otra vez cobró ánimo con la muerte de Filipo, que falleció no habiendo sobrevivido largo tiempo a la victoria de Queronea; esto parece que era lo que profetizaba el oráculo en el último de los versos:

Llora el vencido, el vencedor perece.

XXII.— Supo Demóstenes con anticipación la muerte de Filipo, y para preparar a los Atenienses a tener confianza de mejorar de suerte, se presentó alegre en el consejo, significando haber tenido un sueño que le hacía pronosticar a los Atenienses sucesos muy prósperos; y de allí apoco parecieron los que traían la noticia de la muerte de Filipo. Sacrificaron, pues, inmediatamente por la buena nueva y decretaron coronas a Pausanias. Presentóse asimismo Demóstenes coronado con un rico manto, a pesar de que no hacía más que siete días que había muerto su hija, como lo dice Esquines para motejarle con este motivo y censurarle de desnaturalizado, acreditándose en esto él mismo de poco generoso y de abatido espíritu, pues que tenía el llanto y el lamento por señales de un ánimo benigno y piadoso, y desaprobaba en otros el que llevasen los infortunios con entereza y resignación. Por tanto yo, así como no diré que hubiese sido bien hecho tomar coronas y sacrificar por la muerte de un rey que después de haberlos vencido los trató con tanta mansedumbre y humanidad, porque, sobre ser repugnante, manifiesta cierta vileza haberle acatado vivo y haberle hecho ciudadano, y después, cuando fue muerto por mano de otro, no llevar moderadamente la alegría, sino saltar y hacer extremos de gozo, insultando a un difunto, como por una hazaña que se debiera a su valor, alabo y aplaudo en Demóstenes el que, dejando a las mujeres las desgracias, domésticas, las lágrimas y los lloros, hubiese hecho lo que creyó conveniente a la ciudad. Porque, en mi concepto, es de un ánimo verdaderamente social y esforzado, atendiendo siempre al bien, común y subordinando los intereses y sucesos particulares a los públicos, el saber guardar en todo la dignidad y el decoro, aun mejor que los que hacen en los teatros los papeles de reyes y tiranos, ya que éstos no lloran y ríen como quieren, sino como lo pide el paso y conviene al asunto. Fuera de esto, si se tiene por un deber el no abandonar y dejar sin consuelo al que gime en el infortunio, sino más bien usar de palabras que le conforten y llamar su atención a asuntos más lisonjeros, a manera de lo que hacen los facultativos con los que tienen mal de ojos, a quienes mandan que aparten la vista de los objetos resplandecientes y que reverberan la luz y la vuelvan a los que tienen color verde y opaco, ¿cómo podrá curar mejor el ciudadano su consuelo que haciendo mezcla, cuando la patria está en prosperidad, de los sucesos públicos y domésticos, para que con los que son felices y de mayor poder se borren los infaustos? Hame movido a decir estas cosas al ver que Esquines en su oración procura quebrantar y afeminar los ánimos, inclinándolos fuera de propósito a la compasión.

XXIII.— Las ciudades, inflamadas otra vez por Demóstenes, se sublevaron; los Tebanos acometieron a la guarnición con muerte de muchos, siendo Demóstenes quien les proporcionó las armas, y los Atenienses se preparaban para hacer la guerra con ellos. Ocupó con este objeto la tribuna Demóstenes y escribió a los generales del rey en Asia para suscitar allí guerra a Alejandro, a quien trataba de muchacho y de atolondrado. Mas cuando, dejando arregladas las cosas de su reino, invadió en persona con grandes fuerzas la Beocia, se cortó ya toda aquella arrogancia de los Atenienses, y el mismo Demóstenes se quedó parado; con lo que los Tebanos, abandonados cobardemente de ellos, pelearon solos y perdieron su ciudad. Movióse con esto grande alboroto en Atenas, y se resolvió enviar a Demóstenes. Nombrado, pues, embajador con otros cerca de Alejandro, como temiese su enojo, retrocedió desde el Citerón, desertando de la embajada. Entonces Alejandro reclamó de los Atenienses que le enviaran diez de los demagogos, según Idomeneo y Duris, u ocho, según los mas acreditados escritores de aquel tiempo, y fueron Demóstenes, Polieucto, Efialtes, Licurgo, Merocles, Damón, Calístenes y Caridemo. Con esta ocasión refirió Demóstenes la fábula de las ovejas que entregaron los perros a los lobos, atribuyéndose a sí mismo y a los otros demagogos ser los perros que defendían al pueblo, y viniendo a llamar lobo a Alejandro de Macedonia. «Vemos —añadió— que los mercaderes, cuando presentan muestra del trigo en una escudilla, en aquellos pocos granos venden muchas fanegas, y vosotros no advertís que en nosotros sois entregados todos»; siendo Aristobulo de Casandrea el que refirió estas particularidades. Conferencióse sobre este asunto, y hallándose en gran perplejidad los Atenienses, tomó Demades de los reclamados cinco talentos, y se ofreció a ir en embajada y pedir al rey por ellos, bien fuera porque confiase en su amistad, o bien porque esperase encontrarle ya como generoso león, harto y satisfecho de matanza. Persuadióle, en efecto, Demades, recabando el perdón de aquellos, y reconcilió con él a la ciudad.

XXIV.— Retirado que se hubo Alejandro, los otros se levantaron de ánimo, y Demóstenes quedó humillado y abatido. Después, cuando el espartano Agis hizo algunas novedades y mudanzas, dio él también algún paso, pero al punto cayó por no haber podido mover a los Atenienses, y también por haber muerto Agis y haber sufrido descalabros los Lacedemonios. Tratóse en este tiempo la causa sobre la corona contra Ctesifonte, intentada siendo arconte Querondas, poco antes de la batalla de Queronea, pero se juzgó diez años después siéndolo Aristofonte, y se hizo célebre más que ninguna otra de las causas públicas, ya por la fama de los oradores y ya también por la rectitud de los jueces, los cuales no hicieron el sacrificio de su voto contra Demóstenes a los enemigos de éste, que eran los que entonces tenían el mayor poder en la ciudad por ser del partido macedonio, sino que le absolvieron con tanta ventaja, que no tuvo Esquines en su favor ni la quinta parte de los votos; así es que al instante se salió de la ciudad, y pasó su vida en Rodas y en la Jonia, teniendo escuela de elocuencia.

XXV.— De allí a poco vino del Asia a Atenas Hárpalo, huyendo de Alejandro, ya porque realmente sus negocios se hallaban en mal estado a causa de su disipación y ya también por temer a éste, que se había hecho terrible a sus amigos. Acogiéndose, pues, al pueblo de Atenas, y poniéndose en sus manos con sus naves y sus bienes, al punto los demás oradores, puestos los ojos en la riqueza, estuvieron de su parte, y persuadían a los Atenienses que le admitieran y salvaran a un refugiado; Demóstenes al principio aconsejaba que se hiciera salir a Hárpalo, y se guardaran de precipitar a la ciudad en la guerra por un motivo no necesario e injusto, y al cabo de pocos días, habiéndose hecho el registro de los bienes que traía, viéndole Hárpalo prendado de una copa de las del rey y que examinaba su hechura y su forma, le dijo que la sopesara y viera el peso que tenía de oro. Admiróse Demóstenes de lo doble que era, y preguntando cuánto pesaba, sonriéndose Hárpalo: «Para ti —le dijo— llevará veinte talentos»; y apenas se hizo de noche le envió la copa con los veinte talentos. Fue Hárpalo muy perspicaz en descubrir en él su ánimo codicioso del oro por su semblante, por la viveza de sus ojos y por el modo de dirigir sus miradas. No pudo, pues, Demóstenes resistir a esta tentación; así, como plaza que admite guarnición, se rindió a Hárpalo, y al día siguiente, arropándose muy bien el cuello con lana y con vendas, se presentó así en la junta pública. Decíanle que se levantara y hablase, y él por señas daba a entender que tenía cortada la voz; pero algunos burlones decían con malignidad que aquella noche había sido acometido, no de angina, sino de argentina, el orador. Por fin vino a informarse todo el pueblo del regalo, y queriendo él defenderse y persuadirle, no le dio lugar, moviendo grande gritería y alboroto, mas, sin embargo, en medio de aquella bulla se levantó uno y dijo con mucho desenfado: «¿Cómo es esto, oh Atenienses? ¿No oiréis al que tiene la copa?». Echaron entonces de la ciudad a Hárpalo, y temiendo no se les pidiera cuenta de las alhajas usurpadas por los oradores, hicieron por la ciudad una rigurosa cala y cata, registrando todas las casas, a excepción de la de Calicles hijo de Arrénides. Sólo a la de éste no permitieron que se llegara, por estar recién casado y hallarse ya dentro la esposa, como dice Teopompo.

XXVI.— Cediendo Demóstenes al torrente, escribió un decreto para que el Consejo del Areópago examinara este negocio, y los que le pareciera que habían delinquido sufrieran la pena. Condenado de los primeros por el Consejo, se presentó en el Tribunal; pero siendo la multa que se le impuso de cincuenta talentos, se le llevó a la cárcel, de la que de vergüenza, por lo feo de la causa, y también por enfermedad corporal que le hacía imposible sufrir el encierro, se dice haberse fugado sin sentirlo o advertirlo unos, y ayudando otros a que no se sintiese. Cuéntase que cuando todavía estaba a corta distancia de la ciudad notó que le seguían algunos ciudadanos del partido contrario, y quiso ocultarse; mas aquellos, llamándole por su nombre y llegándose cerca, le rogaron recibiera para el viaje las cantidades que le llevaban, pues para esto las habían tomado en casa, y éste era el motivo de haberle seguido; al mismo tiempo le exhortaron a tener buen ánimo y a no abatirse por lo sucedido, con lo cual todavía crecieron más los lamentos de Demóstenes, y prorrumpió en esta expresión: «¿Cómo no lo he de llevar con pesadumbre, dejando una ciudad donde los enemigos son tales cuales no suelen ser en otras los amigos?». Mostró en este destierro un ánimo apocado; deteniéndose lo más del tiempo en Egina y Trecene, y mirando al Ática con lágrimas en los ojos, se refiere haber proferido voces indecorosas y poco conformes a los elevados sentimientos que había manifestado en el gobierno; pues se dice que al perder de vista a la ciudad, tendiendo las manos hacia el alcázar, exclamó: «Reina, y señora de Atenas, ¿por qué te complaces en tres terribles fieras: la lechuza, el dragón y el pueblo?»; y que a los jóvenes que iban a verle y permanecían algún tiempo con él los retraía de tomar parte en el gobierno, diciéndoles que si al principio se le hubieran mostrado dos caminos, el uno que condujese a la tribuna y a la junta pública, y el otro opuesto a la sepultura, sabiendo ya los males que acompañan al gobierno, los temores, las envidias, las calumnias y las rencillas, sin detenerse se habría arrojado a la que más presto le condujese a la muerte.

XXVII.— Cuando aún se hallaba en este destierro que hemos dicho, murió Alejandro y se trató de sublevar de nuevo a los Griegos, mostrándose Leóstenes hombre esforzado, y encerrando a Antípatro en Lamia, ante la que corrió un muro; pero Piteas el orador y Calimedonte de Cárabis, huyendo de Atenas, abrazaron el partido de Antípatro, y corriendo las ciudades con los amigos y embajadores de éste, impedían a los Griegos el rebelarse y dejarse seducir por los Atenienses. Demóstenes, incorporándose por sí mismo con los embajadores de Atenas, se esforzaba y trabajaba con ellos para que las ciudades se arrojaran sobre los Macedonios y los echaran de la Grecia; y en Arcadia dice Filarco que riñeron y se denostaron Piteas y Demóstenes, hablando en la junta pública el uno por los Macedonios y el otro por los Griegos. Cuéntase haber dicho en esta ocasión Piteas que así como cuando vemos que se lleva leche de burra a una casa al instante pensamos que precisamente hay alguna enfermedad, del mismo modo no puede menos de estar doliente una ciudad adonde llega una embajada de los Atenienses; y que Demóstenes convirtió la comparación, diciendo que la leche de burra se da para la salud, y también los Atenienses buscan con sus Embajadas salvar a los enfermos, lo que fue tan del gusto del pueblo de Atenas, que decretó la vuelta de Demóstenes. Escribió el decreto Damón Peaniense, sobrino de Demóstenes, y se le envió una galera a Egina. Desembarcó en el Pireo, y no quedó ni arconte, ni sacerdote, ni nadie que no saliese a recibirle, sino que acudieron todos, y les dieron las mayores muestras de aprecio, diciendo Demetrio de Magnesia, que entonces tendió al cielo las manos y se dio el parabién de aquel dichoso día, por cuanto su vuelta era más lisonjera que la de Alcibíades, recibiéndole los ciudadanos por movimiento propio, y no violentados de él. Tenía, sin embargo, sobre sí la pena pecuniaria, porque no había facultad para remitir una condenación; y lo que hicieron fue eludir la ley, pues siendo costumbre en el sacrificio de Zeus Salvador dar una cantidad a los que componían y adornaban el altar, le dieron este encargo a Demóstenes, graduándole por él cincuenta talentos, que era el importe de la multa.

XXVIII.— Mas no gozó por largo tiempo de esta vuelta a la patria, sino que, traídas al más infeliz estado las cosas de la Grecia, en el mes llamado Metagitnión fue la batalla de Cranón, en el de Boedromión se puso guarnición en Muniquia, y en el de Pianepsión murió Demóstenes de esta manera. Apenas se tuvo noticia de que Antípatro y Crátero se acercaban a Atenas, Demóstenes y los de su partido se salieron de la ciudad, y el pueblo los condenó a muerte, siendo Demades quien escribió el decreto. Esparciéronse por diferentes partes, y Antípatro envió gente que los prendiese, de la que era caudillo Arquias, llamado Cazafugitivos. Era éste natural de Turio, y se decía que por algún tiempo había representado tragedias, añadiéndose que Polo de Egina, muy superior a todos en el arte, había sido su discípulo. Hermipo pone a Arquias en la lista de los discípulos del orador Lácrito, y Demetrio dice que acudió también a la escuela de Anaxímenes. Arquias, pues, al orador Hiperides, a Aristonico de Maratón y a Himereo, hermano de Demetrio de Falera, que en Egina se habían refugiado al templo de Éaco, los sacó de allí y los envió a Cleonas a disposición de Antípatro, y allí se les quitó la vida, diciéndose que además a Hiperides le arrancaron la lengua.

XXIX.— En cuanto a Demóstenes, sabedor Arquias de que se hallaba en la isla de Calauria, refugiado en el templo de Posidón, se embarcó en un transporte con algunos Tracios de los de la guardia, y llegado allá le persuadía a que saliera del asilo y se fuera con él a la presencia de Antípatro, de quien no tenía que temer ningún duro tratamiento. Hacía la casualidad que Demóstenes había tenido entre sueños aquella misma noche una visión extraña, porque le parecía que estaba compitiendo con Arquias en la representación de una tragedia, y que, sin embargo de hacerlo bien y haber ganado el auditorio, por falta del aparato y coro convenientes, era vencido. Hablábale Arquias con la mayor humanidad, y él, volviéndose a mirarlo sentado como estaba: «Ni antes ¡oh Arquias! —le dijo— me moviste con la representación, ni ahora tampoco me moverás con las promesas». Y como irritado Arquias empezase a hacerle amenazas, «Ahora hablas —le repuso— desde el trípode macedónico; lo de antes era representado; aguardarás un poco mientras escribo algunas letras a los de casa». Dicho esto, se entró más adentro, y tomando un cuadernito como si fuera a escribir, se llevó a la boca la caña y la mordió, según lo tenía de costumbre mientras pensaba y escribía; estuvo así algún tiempo, y cubriéndose después la cabeza la reclinó. Con este motivo los guardias que estaban a la puerta se burlaban de él, creyendo que tenía miedo, y le trataban de afeminado y cobarde; pero Arquias, llegándose a él, le instaba a que se levantase, y le repetía las mismas expresiones de antes, queriendo hacerle entender que podía tenerse por reconciliado con Antípatro. Conociendo ya entonces Demóstenes que el veneno había penetrado bien dentro y hacía su efecto, se descubrió, y fijando la vista en Arquias, «Ya podrás apresurarte —le dijo— a representar el papel que hace Creonte en la tragedia, arrojando este cuerpo insepulto; yo —continuó— ¡oh venerable Posidón! salgo todavía con vida de tu templo; pero de Antípatro y los Macedonios ni siquiera éste ha quedado puro y sin ser atropellado». Y al decir estas palabras pidió que le sostuvieran, convulso ya y sin poder tenerse; tanto, que al mover el pie para pasar del ara, cayó en el suelo y, lanzando un sollozo, expiró.

XXX.— Aristón dice que tomó el veneno de la caña, como hemos sentado; pero un tal Papo, cuya historia copió Hermipo, escribe que el caer junto al ara, en el cuaderno se encontró escrito este principio de una carta: «Demóstenes a Antípatro», y nada más; y que maravillándose todos de una muerte tan súbita, habían referido los Tracios que estaban a la puerta que tomando el veneno de un trapo, lo puso en la mano, lo acercó a la boca y lo tragó, creyendo ellos que era oro lo que había tragado, y la sirviente que le asistía, preguntada por Arquias, respondió que hacía tiempo llevaba Demóstenes consigo aquel atado como un amuleto o preservativo. Mas el mismo Eratóstenes dice que tenía guardado el veneno en una cajita que servía de guarnición a un brazalete de que usaba. No hay necesidad de seguir las demás variaciones que se hallan en los autores que han escrito de él, que son muchos, y sólo se advertirá que Demócares, deudo de Demóstenes, es de sentir que éste no murió de veneno, sino que por amor y providencia de los dioses fue arrebatado a la crueldad de los Macedonios con una muerte repentina y exenta de dolores. Murió el día 16 del mes Pianepsión, que es el más lúgubre de los de la fiesta de Méter, en el que las mujeres ayunan en honor de la diosa sin salir de su templo. Túvole al cabo de poco tiempo el pueblo de Atenas en el honor debido, erigiéndole una estatua de bronce y decretando que al de más edad de su familia se le mantuviese a expensas públicas en el Pritaneo, e hizo grabar en el pedestal de la estatua aquella inscripción tan sabida:

Si hubiera en ti, Demóstenes, podido
el valor competir con el ingenio,
no habría el Macedón mandado en Grecia.

porque los que dicen que el mismo Demóstenes la compuso en Calauria, cuando iba a tomar el veneno, deliran completamente.

XXXI.— Poco antes de haber ido yo a Atenas se dice haber sucedido este caso. Un soldado a quien se hizo proceso por su comandante, siendo llamado a juicio, puso todo el dinero que llevaba en las manos de la estatua, que tenía los dedos juntos unos con otros, y al lado de la cual estaba plantado un plátano muy alto. Cayeron de él muchas hojas, o porque el viento casualmente las derribara, o porque el mismo que puso el dinero lo ocultara con ellas; ello es que así estuvo, escondido el dinero por largo tiempo. Cuando, volviendo el soldado, lo encontró y corrió la voz de este suceso, muchos ingenios tomaron de aquí argumento para defender a Demóstenes de la nota de soborno, y compitieron entre sí escribiendo epigramas. A Demades, que no gozó largo tiempo de su brillante gloria, la venganza debida a Demóstenes lo llevó a Macedonia a ser justamente castigado por aquellos mismos a quienes había adulado vilmente, pues si ya antes les era odioso, entonces le encontraron envuelto en un reato, del que no había cómo librarse. Porque perdió unas cartas por las que instaba a Perdicas a que invadiese la Macedonia y salvara a los Griegos, colgados —decía— de un hilo podrido y viejo, queriendo significar a Antípatro. Estándole acusando de este crimen Dinarco de Corinto, se irritó Casandro de tal manera, que le mató a un hijo en sus propios brazos, y en seguida dio orden de que también le quitaran la vida, demostrando con estos grandes infortunios que las primeras víctimas de la infame venta de los traidores son ellos mismos, lo que no había querido creer, anunciándoselo Demóstenes muchas veces. Aquí tienes ¡oh Sosio! la vida de Demóstenes, tomada de lo que hemos leído o de lo que ha llegado a nuestros oídos.

CICERÓN

I.— Dícese de la madre de Cicerón, Helvia, haber sido de buena familia y de recomendable conducta; pero en cuanto al padre todo es extremos: porque unos dicen que nació y se crió en un lavadero, y otros refieren el origen de su linaje a Tulio Acio, que reinó gloriosamente sobre los Volscos. El primero de la familia que se llamó Cicerón parece que fue persona digna de memoria, y que por esta razón sus descendientes, no sólo no dejaron este sobrenombre, sino que más bien se mostraron ufanos con él, sin embargo de que para muchos era objeto de sarcasmos; porque los latinos al garbanzo le llaman Cicer, y aquel tuvo en la punta de la nariz una verruga aplastada, a manera de garbanzo, que fue de donde tomó la denominación, y de este Cicerón cuya vida escribimos ha quedado memoria de que proponiéndole sus amigos, luego que se presentó a pedir magistraturas y tomó parte en el gobierno, que se quitara y mudara aquel nombre, les respondió con jactancia que él se esforzaría a hacer más ilustre el nombre de Cicerón que los Escauros y Cátulos. Siendo cuestor en Sicilia, hizo a los dioses una ofrenda de plata, en la que inscribió sus dos primeros nombres, Marco y Tulio, y en lugar del tercero dispuso por una especie de juego que el artífice grabara al lado de las letras un garbanzo. Y esto es lo que hay escrito acerca del nombre.

II.— Dicen que nació Cicerón, habiéndole dado a luz su madre sin trabajo y sin dolores, el día 3 de enero, en el que ahora los magistrados hacen plegarias y sacrificios por el emperador. Parece que su nodriza tuvo una visión, en la que se le anunció que criaba un gran bien para todos los romanos. Esto, que comúnmente debe ser tenido por delirio y por quimera, hizo ver Cicerón bien pronto que había sido una verdadera profecía: porque llegado a la edad en que se empieza a aprender, sobresalió ya por su ingenio, y adquirió nombre y fama entre sus iguales, tanto, que los padres de éstos iban a las escuelas deseosos de conocer de vista a Cicerón, y hacían conversación de su admirable prontitud y capacidad para las letras; y los menos ilustrados reprendían con enfado a sus hijos, viendo que en los paseos llevaban por honor a Cicerón en medio. No obstante tener un talento amante de las artes y las ciencias, cual lo deseaba Platón, propio para abrazar toda doctrina y no reprobar ninguna especie de erudición, se precipitó con mayor ansia a la poesía; y se ha conservado un poemita de cuando era muchacho, titulado Poncio Glauco, hecho en versos tetrámetros. Adelantando en tiempo, y dedicándose con más ardor a esta clase de estudios, fue ya tenido, no sólo por el mejor orador, sino también por el mejor poeta de los romanos. Su gloria y su fama en la elocuencia permanece hasta hoy, a pesar de las grandes mudanzas que ha sufrido el lenguaje; pero la fama poética, habiendo sobrevenido después muchos y grandes ingenios, ha quedado del todo olvidada y oscurecida.

III.— Cuando hubo ya salido de las ocupaciones pueriles, acudió a la escuela de Filón, que era de la secta de los académicos, aquel a quien entre los discípulos de Clitómaco admiraban más los romanos por su elocuencia y apreciaban más por sus costumbres. Al mismo tiempo frecuentaba la casa de Mucio, uno de los principales del gobierno y del Senado, con quien hacía grandes adelantamientos en la ciencia de las leyes; y asimismo se aplicó a la milicia bajo Sila, durante la Guerra Mársica. Después, viendo que la república, de sedición en sedición, caminaba a precipitarse en la insoportable dominación de uno solo, consagró de nuevo su vida al estudio y a la meditación, conferenciando con los griegos eruditos y cultivando las ciencias, hasta que, habiendo vencido Sila, pareció que la república tomaba alguna consistencia. En este tiempo Crisógono, liberto de Sila, habiendo denunciado los bienes de uno que decía haber perdido la vida en la proscripción, los compró él mismo en dos mil dracmas. Roscio, hijo y heredero del que se decía proscrito, se mostró ofendido e hizo ver que aquellos bienes valían doscientos cincuenta talentos, de lo que, incomodado Sila, movió a Roscio causa de parricidio por medio de Crisógono; y como nadie quisiese defenderle, huyendo todos de ello por temor de la venganza de Sila, en este abandono acudió aquel joven a Cicerón. Estimulaban a éste sus amigos, diciéndole que con dificultad se le presentaría nunca otra ocasión más bella ni más propia para ganar fama; movido de lo cual admitió la defensa, y habiendo salido con su intento, fue admirado de todos; pero por temor de Sila hizo viaje a la Grecia, esparciendo la voz de que lo hacía para procurar la salud, pues en realidad era delgado y de pocas carnes y tenía un estómago débil que no admitía sino poca y tenue comida, y aun esto muy a deshora. La voz era fuerte y de buen temple, pero jura y no hecha, y como su modo de decir era vehemente y apasionado, subiendo siempre de tono la voz, se temía que peligrase su salud.

IV.— Llegado a Atenas, se aplicó a oír a Antíoco Ascalonita, seducido de la facundia y gracia de sus discursos, sin embargo de que no aprobaba las novedades que introducía en los dogmas de la secta: porque ya Antíoco se había separado de la que se llamaba academia nueva, y había desertado de la escuela de Carnéades, o cediendo a la evidencia y a los sentidos, o prefiriendo, como dicen algunos, por cierta ambición, y por indisposición con los discípulos de Clitómaco y de Filón, a todas las demás la doctrina estoica. Mas Cicerón se mantuvo siempre en aquellos principios, y a ellos dio su atención, teniendo meditado, si le era preciso dejar del todo los negocios públicos, convertir a estos estudios su vida desde el foro y la curia, para pasarla sosegadamente entregado a la filosofía. Llególe en esto la noticia de haber muerto Sila, y como su cuerpo, fortificado con el ejercicio, hubiese adquirido bastante robustez, y la voz se hubiese formado del todo, resultando ser llena, dulce al oído y proporcionada a la constitución de su cuerpo, llamado por una parte y rogado desde Roma por sus amigos, y exhortado por otra de Antíoco a que se entregase a los negocios públicos, volvió otra vez a cultivar la oratoria como un instrumento que había de poner en ejercicio para adelantar en la carrera política, trabajando discursos y consultando los oradores más acreditados. Con este objeto navegó al Asia y a Rodas, y de los oradores de Asia oyó a Jenocles de Adramito, a Dionisio de Magnesia y a Menipo de Caria, y en Rodas al orador Apolonio Molón, y al filósofo Posidonio. Dícese que Apolonio, no sabiendo la lengua latina, pidió a Cicerón que declamara en griego, y que éste tuvo en ello gusto, juzgándolo más conducente para la corrección. Después de haber así declamado, todos se quedaron asombrados y compitieron en las alabanzas; sólo Apolonio se estuvo inmóvil oyéndole, y después que hubo concluido, permaneció en su asiento, pensativo, por largo rato; y como Cicerón se manifestase resentido, «A ti ¡oh Cicerón! —le dijo— te admiro y te alabo, pero duélome de la suerte de la Grecia, al ver que los únicos bienes y ornamentos que nos habían quedado, la ilustración y la elocuencia, son también por ti ahora trasladados a Roma».

V.— Decidiéndose, pues, a tomar parte en el gobierno, lleno de lisonjeras esperanzas, un oráculo, sin embargo, contenía y moderaba aquel ímpetu, pues habiendo preguntado en Delfos al Dios cómo adquiriría grande fama, le había aconsejado la Pitia que tomara su propia naturaleza por regulador de su conducta, y no la opinión del vulgo. Así al principio procedía con gran precaución, y no daba sino, pasos muy lentos hacia las magistraturas, y aun por esto mismo no hacían caso de él, y le motejaban con aquellos apodos vulgares tan comunes en Roma: Griego y Ocioso. Mas siendo él amante de gloria por carácter, y continuas las excitaciones de su padre y sus amigos, se dedicó al fin a la defensa de las causas, en la que no por grados llegó a la primacía, sino que desde luego resplandeció con brillante gloria y se aventajó mucho a todos los que con él contendían en el foro. Dícese que, estando en la parte de la elocución no menos sujeto a defectos que Demóstenes, puso mucho atención en observar al cómico Roscio y al trágico Esopo. De éste se cuenta que, representando en el teatro a Atreo cuando deliberaba sobre vengarse de Tiestes, como pasase casualmente uno de los sirvientes en el momento en que se hallaba fuera de sí con la violencia de los afectos, le dio un golpe con el cetro y le quitó la vida; no fue poca la fuerza que de la representación y la acción teatral tomó para persuadir la elocuencia de Cicerón, como que de los oradores que hacían consistir el primor de ésta en vocear mucho solía decir con chiste que por flaqueza montaban en los gritos como los cojos en un caballo. Su facilidad y gracia para esta clase de agudezas y donaires bien parecía propia del foro y sazonada; pero usando de ella con demasiada frecuencia, sobre ofender a no pocos, le atrajo la nota de maligno.

VI.— Nombrósele cuestor en tiempo de carestía; y habiéndole cabido en suerte la Sicilia, al principio se hizo molesto a aquellos naturales por verse precisado a enviar trigo a Roma; pero después, habiendo experimentado su celo, su justificación y su genio apacible, le respetaron sobre todos los magistrados que habían conocido. Sucedió en aquella sazón que a muchos de los jóvenes más principales y de las primeras familias se les hizo cargo de insubordinación y falta de valor en la guerra, y habiendo sido remitidos al Tribunal del pretor de la Sicilia, Cicerón defendió enérgicamente su causa y los sacó libres. Venía muy engreído con esto a Roma, y dice él mismo que le sucedió una cosa graciosa y muy para reír, porque habiéndose encontrado en la Campania con un ciudadano de los más principales, a quien tenía por amigo, le preguntó qué se decía entre los Romanos de sus hechos y cómo se pensaba acerca de ellos, pareciéndole que toda la ciudad había de estar llena de su nombre y de la gloria de sus hazañas; y aquel le respondió fríamente: «¿Pues dónde has estado este tiempo, Cicerón?». Y añade que entonces decayó enteramente su ánimo, viendo que, habiéndose perdido en la ciudad como en un piélago inmenso la conversación que de él se hubiese hecho, nada había ejecutado que para la gloria hubiese tenido mérito, y habiendo entrado consigo en cuentas, rebajó mucho de su ambición, considerando que el trabajar por la gloria era obra infinita y en la que no se hallaba término. Mas, sin embargo, el alegrarse con extremo de que lo alabasen y ser muy sensible a la gloria lo conservó hasta el fin, y muchas veces fue un estorbo para sus más rectas determinaciones.

VII.— Mas, al fin, entregado al gobierno con demasiado empeño, tenía por cosa muy censurable que los artesanos, que sólo emplean instrumentos y materiales inanimados, no ignoren ni el nombre, ni el país, ni el uso de cada uno; y el político, que para todos los negocios públicos tiene que valerse de hombres, proceda con desidia y descuido en cuanto a conocer los ciudadanos. Por tanto, no sólo se acostumbró a conservar sus nombres en la memoria, sino que sabía en qué calle habitaba cada uno de los principales, qué posesiones tenía, qué amigos eran para él los de mayor influjo y quiénes eran sus vecinos; y por cualquiera parte que Cicerón caminara de la Italia podía sin detenerse expresar y señalar las tierras y las casas de campo de sus amigos. Siendo su hacienda no muy cuantiosa, aunque la suficiente y proporcionada a sus gastos, causaba admiración que no recibiese ni salario ni dones por las defensas, lo que aun se hizo más notable cuando se encargó de la acusación de Verres. Había sido éste pretor de la Sicilia, donde cometió mil excesos, y persiguiéndole los sicilianos, Cicerón hizo que se le condenara, no con hablar, sino en cierta manera por no haber hablado; porque estando los pretores de parte de Verres, y prolongando la causa con estudiadas dilaciones hasta el último día, como estuviese bien claro que esto no podía bastar para los discursos y el juicio no llegaría a su término, levantándose Cicerón, expresó que no había necesidad de que se hablase y, presentando los testigos y examinándolos, concluyó con decir que los jueces pronunciaran sentencia. Con todo, en el discurso de esta causa se cuentan muchos y muy graciosos chistes suyos. Porque los Romanos llaman Verres al puerco no castrado; y habiendo querido un liberto llamado Cecilio, sospechoso de judaizar, excluir a los sicilianos y ser él quien acusara a Verres, le dijo Cicerón: «¿Qué tiene que ver el judío con el puerco?». Tenía Verres un hijo ya mocito, de quien se decía que no hacía el más liberal uso de su belleza; y motejando Verres a Cicerón de afeminado, «a los hijos —le repuso— no se les reprende sino de puertas adentro». El orador Hortensio no se atrevió a tomar la defensa de la causa de Verres, pero le patrocinó al tiempo de la tasación, por lo que recibió en precio una esfinge de marfil, y habiéndole echado Cicerón alguna indirecta, como le respondiese que no sabía desatar enigmas, le repuso éste con presteza: «Pues la esfinge tienes en casa».

VIII.— Habiendo sido de este modo condenado Verres, tasó Cicerón la multa que había de sufrir en setecientas cincuenta mil dracmas; quisieron culparle presto de que por dinero había rebajado la estimación, mas ello es que los sicilianos le quedaron tan agradecidos, que cuando fue edil trajeron en su obsequio muchas cosas de la isla y se las presentaron; pero de ninguna se aprovechó, y sólo se valió del afecto de aquellos isleños para que tuviera el pueblo los frutos a un precio más cómodo.

Poseía una tierra bastante extensa en Arpino, y junto a Nápoles y junto a Pompeya tenía otros dos campos no muy grandes; la dote de su mujer Terencia era de ciento veinte mil dracmas, y tuvo una herencia que le produjo unas noventa mil. Pues atenido a solos estos bienes, lo pasó liberal y sobriamente con los literatos griegos y romanos que tenía siempre consigo; muy rara vez se ponía a la mesa antes de haber caído el sol, no tanto por sus ocupaciones como por la enfermedad de estómago que padecía. Por lo tocante al cuidado de su cuerpo, en todo lo demás era nimiamente delicado y puntual; tanto, que en las fricciones y los paseos no excedía del número prefijado. Atendiendo de este modo a conservar y recrear su constitución, se mantuvo sano y en disposición de poder llevar tantas fatigas y trabajos. En cuanto a casa, la paterna la cedió a su hermano, y él habitaba junto al Palacio para que no sintieran los que le visitaban la mortificación que habrían de sentir si fueran de más lejos, y le visitaban diariamente tantos a lo menos como a Craso por su riqueza y a Pompeyo por su gran poder en los ejércitos, que eran los dos personajes más admirados y de mayor autoridad entre los Romanos, y aun Pompeyo mismo cultivaba la amistad de Cicerón, cuyo consejo y auxilio en los asuntos de gobierno le sirvieron mucho para el acrecentamiento de su poder y su gloria.

IX.— Pidieron al mismo tiempo que él la Pretura muchos y muy distinguidos ciudadanos, entre los que fue, sin embargo, elegido el primero de todos, y los juicios parece que los despachó íntegra y rectamente. Refiérese que juzgado por él en causa de malversación Licinio Macro, varón por sí mismo de gran poder en la ciudad, y sostenido además por la protección de Craso, confiando demasiado en el favor de éste y en los pasos que se habían dado, se marchó a casa cuando todavía los jueces estaban dando los votos, e hizo que inmediatamente le cortaran el cabello; se vistió de blanco, como si ya hubiera vencido en el juicio, y se dirigía otra vez al Tribunal; y que habiéndole encontrado Craso en el atrio, y anunciándole que había sido condenado por todos los votos, se volvió adentro, se puso en cama y murió, suceso que concilió a Cicerón la opinión de que había dirigido con celo el Tribunal. Sucedió que Vatinio, hombre áspero, acostumbrado a no tratar con el mayor respeto a los magistrados en sus discursos, y que tenía el cuello plagado dé lamparones, pedía una cosa a Cicerón, y como no la concediese, sino que se parase a pensar por algún tiempo, le dijo aquel que si él fuera pretor no tardaría tanto en decidir; a lo que Cicerón contestó con viveza: «Es que yo no tengo tanto cuello». Cuando no le quedaban más que dos o tres días de magistratura le presentó uno a Manilio, a quien acusaba de malversación; y es de advertir que este Manilio gozaba del aprecio y favor del pueblo por creerse que en él se hacía tiro a Pompeyo, de quien era amigo. Pedía término, y Cicerón no le concedió más que el día, siguiente, lo que llevó a mal el pueblo, porque acostumbraban los pretores a conceder diez días cuando menos a los que sufrían un juicio. Citábanle, pues, para ante el pueblo los tribunos de la plebe, haciéndole reconvenciones y acusándole; pero habiendo pedido que se le oyese, dijo: «Que habiendo tratado siempre a los reos con toda la equidad y humanidad que las leyes permitían, le había parecido muy duro no tratar del mismo modo a Manilio, y no quedándole ya más que un solo día de pretor, aquel era el que de intento le había dado por término; porque remitir el juicio a otro magistrado entendía que no era de quien deseaba favorecer». Produjeron estas palabras una gran mudanza en el pueblo; así es que, celebrándole con los mayores elogios, le rogaron que se encargara de la defensa de Manilio. Prestóse a ello de buena voluntad en consideración también a Pompeyo, ausente, y habiendo tomado el negocio desde su principio, habló con energía contra los fautores de la oligarquía y enemigos por envidia de Pompeyo.

X.— A pesar de esto, para el Consulado fue generalmente protegido de todos, no menos de la facción del Senado que de la muchedumbre, poniéndose de su parte unos y otros con este motivo. Verificada la mudanza que Sila introdujo en el gobierno, aunque al principio se tuvo por repugnante, entonces ya parecía haber tomado cierta estabilidad, con la que el pueblo comenzaba a hallarse bien por el hábito y la costumbre; pero no faltaban genios turbulentos que trataban de mover y trastornar el estado presente, no con la mira de mejorarlo, sino con la de saciar sus pasiones, valiéndose de la ocasión de estar todavía Pompeyo ocupado en la guerra contra los reyes del Ponto y la Armenia y de no existir en Roma fuerzas de alguna consideración. Tenían éstos por corifeo a Lucio Catilina, hombre osado, resuelto y de sagaz y astuto ingenio, el cual, además de otros muchos y muy graves crímenes, era inculpado entonces de vivir incestuosamente con su hija, de haber dado muerte a un hermano y de que, por temor de que sobre este hecho atroz se le formara causa, había alcanzado de Sila que lo incluyera en las listas de los proscritos a muerte, como si todavía viviese. Tomando, pues, a éste por caudillo toda la gente perdida, se dieron mutuamente muchas seguridades, siendo una de ellas la de haber sacrificado un hombre y haber comido de su carne. Sedujo además Catilina a una gran parte de la juventud, proporcionando a cada uno placeres, comilonas y trato con mujerzuelas y suministrando el caudal para todos estos desórdenes Estaba fuera de esto dispuesta a sublevarse toda la Toscana y la mayor parte de la Galia llamada Cisalpina. La misma Roma estaba muy próxima a alterarse por la desigualdad de las fortunas, pues los más nobles y principales habían desperdiciado las suyas en teatros, banquetes, competencias de mando y obras suntuosas, y la riqueza había ido a parar en la gente más baja y ruin de la ciudad; de manera que se necesitaba de muy poco esfuerzo y le era muy fácil a cualquier atrevido hacer caer un gobierno que de suyo era débil y caedizo.

XI.— Mas para partir Catilina de un principio seguro, pedía el Consulado y se lisonjeaba de que saldría cónsul con Gayo Antonio, hombre que por sí no era propio para estar al frente de nada, ni bueno ni malo; pero que daría peso al poder ajeno. Previéndolo así la mayor parte de los honestos y buenos ciudadanos, movieron a Cicerón a que se presentara competidor, y siendo muy bien recibido del pueblo, quedó desairado Catilina, y fueron elegidos Cicerón y Gayo Antonio, a pesar que de todos los candidatos sólo Cicerón era hijo de padre que pertenecía al orden ecuestre y no al senatorio.

XII.— Aunque todavía eran entonces ignorados de la muchedumbre los intentos de Catilina, no faltaron, sin embargo, grandes altercados y contiendas desde el principio del consulado de Cicerón. De una parte, los que por las leyes de Sila no podían ejercer autoridad, que no eran pocos ni carecían de influjo, al pedir las magistraturas hablaban al pueblo, acusando la tiranía de Sila, en gran parte con verdad y justicia, y querían hacer en el gobierno mudanzas que ni eran convenientes ni la sazón oportuna. De otra, los tribunos de la plebe proponían leyes análogas y por el mismo término, para crear decenviros con plena autoridad, haciéndolos árbitros en toda la Italia, toda la Siria y cuanto recientemente había sido adquirido por Pompeyo, para vender los terrenos públicos, juzgar libremente y sin sujeción, restituir los desterrados, fundar colonias, tomar caudales del Tesoro público y reclutar y mantener tropas en el número que necesitasen; por lo cual algunos de los principales ciudadanos se adherían a la ley, y el primero entre ellos Antonio, el colega de Cicerón, por esperar que había de ser uno de los diez. Parecía además que, sabedor de las novedades meditadas por Catilina, no le desagradaban por sus muchas deudas, que era lo que principalmente hacía temer a los amantes del bien; y esto fue lo primero que acudió a remediar Cicerón. Porque a aquel le decretaron en la distribución de las provincias la Macedonia, y habiendo adjudicado a Cicerón la Galia, la renunció; con este favor se atrajo a Antonio para que, como actor asalariado, hiciera el segundo papel en la salvación de la patria. Cuando ya éste quedó así sujeto y dócil, cobrando Cicerón mayores bríos, se opuso de frente a los innovadores; e impugnando, y en cierta manera acusando en el Senado la ley, de tal modo aterró a los que querían hacerla pasar, que no se atrevieron a contradecirle. Hicieron nueva tentativa, y como, yendo prevenidos, citasen a los cónsules ante el pueblo, no por eso se acobardó Cicerón, sino que ordenó que le siguiese el Senado, y presentándose en la junta pública, además de conseguir que se desechara la ley, hizo que los tribunos desistieran de otros planes. ¡De tal modo los confundió con su discurso!

XIII.— Porque Cicerón fue el que hizo ver a los Romanos cuánto es el placer que la elocuencia concilia a lo que es honesto, que lo justo es invencible, si se sabe decir, y que el que gobierna con celo en las obras debe siempre preferir lo honesto a lo agradable, y en las palabras quitar de lo útil y provechoso lo que pueda ofender. Otra prueba de su gracia y poder en el decir es lo que sucedió siendo cónsul, con motivo de la ley de espectáculos; porque antes los del orden ecuestre estaban en los teatros confundidos con la muchedumbre, sentándose con ésta donde cada uno podía, y el primero que por honor separó a los caballeros de los demás ciudadanos fue el pretor Marco Otón, asignándoles lugar determinado y distinguido, que es el que todavía conservan. Túvolo el pueblo a desprecio, y al presentarse Otón en el teatro, empezó por insulto a silbarle, y los caballeros le recibieron con grande aplauso y palmadas. Continuó el pueblo en los silbidos, y éstos otra vez en los aplausos, de lo cual se siguió volverse unos contra otros, diciéndose injurias y denuestos, siendo suma la confusión y alboroto que se movió en el teatro. Compareció Cicerón luego que lo supo, y como habiendo llamado al pueblo al templo de Belona, le hubiese increpado el hecho y exhortádole a la obediencia, cuando otra vez se restituyeron al teatro aplaudieron mucho a Otón y compitieron con los caballeros en darle muestras de honor y de aprecio.

XIV.— La sedición de Catilina, que al principio había sido contenida y acobardada, cobró de nuevo ánimo, reuniéndose los conjurados y exhortándose a tomar con viveza la empresa antes que llegara Pompeyo, de quien ya se decía que volvía con el ejército. Inflamaban principalmente a Catilina los soldados viejos del tiempo de Sila, que andaban fugitivos por toda la Italia, y esparcidos el mayor número de ellos y los más belicosos por las ciudades de Toscana, no soñaban en otra cosa que en volver a los robos y saqueos. Estos, pues, teniendo por caudillo a Manlio, que había sido uno de los que con más gloria habían militado bajo las órdenes de Sila, se unieron a la conjuración de Catilina y se presentaron en Roma a ayudarle en los comicios consulares. Porque pedía otra vez el Consulado, teniendo resuelto dar muerte a Cicerón en medio del tumulto de los comicios. Parecía que hasta los dioses anunciaban de antemano lo que iba a suceder con terremotos, truenos y fantasmas. Las denuncias de los hombres bien eran ciertas; pero todavía no podían darse a luz contra un hombre tan ilustre y poderoso como Catilina. Por tanto, dilatando Cicerón el día de los comicios, llamó a Catilina al Senado y le preguntó acerca de las voces que corrían. Éste, que juzgaba ser muchos en el Senado los que estaban por las novedades, poniéndose a mirar a los conjurados, dio tranquilamente a Cicerón esta respuesta: «¿Se podrá tener por cosa muy extraña, habiendo dos cuerpos, de los cuales el uno está flaco y moribundo, pero tiene cabeza, y el otro es fuerte y robusto, mas carece de ella, el que yo le ponga cabeza a éste?». Quería designar con estas expresiones enigmáticas al Senado y al pueblo, por lo que entró Cicerón en mayores recelos, y vistiéndose una coraza, todos los principales de la ciudad y muchos de los jóvenes le acompañaron desde su casa al campo de Marte. Llevaba de intento descubierta un poco la coraza, habiendo desatado la túnica por los hombros, a fin de dar a entender a los que le viesen el peligro. Indignados con esto, se le pusieron alrededor, y, por fin, hecha la votación, excluyeron por segunda vez a Catilina y designaron cónsules a Silano y Murena.

XV.— De allí a poco, dispuestos ya a reunirse con Catilina los de la Toscana, y no estando lejos el día señalado para dar el golpe, vinieron a casa de Cicerón, a la media noche, los primeros y más autorizados entre los ciudadanos: Marco Craso, Marco Marcelo y Escipión Metelo. Llamaron a la puerta, y haciendo venir al portero, le mandaron que despertara a Cicerón y le enterara de su venida, la cual tuvo este motivo. Estando Craso cenando, le entregó su portero unas cartas traídas para un hombre desconocido, y dirigidas a varios, y entre ellas una anónima al mismo Craso. Levó esta sola, y como viese que lo que anunciaba era que habían de hacerse muchas muertes por Catilina, exhortándole a que saliera de la ciudad, ya no abrió las otras, sino que al punto se fue en busca de Cicerón, asustado de anuncio tan terrible, y también para disculparse a causa de la amistad que tenía con Catilina. Habiendo meditado Cicerón sobre lo que debería hacerse, al amanecer congregó el Senado, y llevando consigo todas las cartas, las entregó a las personas que designaban los sobrescritos, mandando que las leyeran en voz alta. Todas se reducían a anunciar el peligro y las asechanzas de una misma manera; y con aviso que dio Quinto Arrio, que había sido pretor, de que en la Toscana se había reclutado gente, y noticia que se tuvo de que Manlio andaba inquieto por aquellas ciudades, dando a entender que esperaba grandes novedades de Roma, tomó el Senado la determinación de encomendar la república al cuidado de los cónsules, para que vieran y escogitaran los medios de salvarla; determinación que no tomaba el Senado muchas veces, sino sólo cuando amenazaba algún grave mal.

XVI.— Conferida a Cicerón esta autoridad, los negocios de afuera los confió a Quinto Metelo, tomando él a su cargo el cuidado de la ciudad, para lo que andaba siempre guardado de tanta gente armada, que cuando bajaba a la plaza ocupaban la mayor parte de ella los que le iban acompañando. Catilina, no pudiendo sufrir tanta dilación, determinó pasar al ejército que tenía reunido Manlio, dejando orden a Marcio y a Cetego de que por la mañana temprano se fueran armados con espadas a casa de Cicerón como para saludarle, y arrojándose sobre él le quitaran la vida. Dio aviso a Cicerón de este intento Fulvia, una de las más ilustres matronas, yendo a su casa por la noche y previniéndole que se guardara de Cetego. Presentáronse aquellos al amanecer, y no habiéndoles dejado entrar, se enfadaron y empezaron a gritar delante de la puerta, con lo que se hicieron más sospechosos. Cicerón salió entonces de casa y convocó al Senado para el templo de Júpiter Ordenador, al que los Romanos llaman Estator, construido al principio de la Vía Sacra, como se va al Palacio. Pareció allí Catilina entre los demás como para justificarse, pero ninguno de los senadores quiso tomar asiento con él, sino que se mudaron de aquel escaño; habiendo empezado a hablar le interrumpieron, hasta que, levantándose Cicerón, le mandó salir de la ciudad, porque no usando el cónsul más que de palabras, y empleando él las armas, debían tener las murallas de por medio. Salió, pues, Catilina inmediatamente con trescientos hombres armados, haciéndose preceder de las fasces y las hachas, y llevando insignias enhiestas, como si ejerciera mando supremo, y se fue en busca de Manlio. Llegó a juntar unos veinte mil hombres, y recorrió las ciudades, seduciéndolas y excitándolas a la rebelión, por lo que, siendo ya cierta e indispensable la guerra, se dio orden a Antonio de que marchara a reducirle.

XVII.— A los que habían quedado en la ciudad de los corrompidos por Catilina los reunió y alentó Cornelio Léntulo, llamado por apodo Sura, hombre principal en linaje, pero disoluto y desarreglado y expelido antes del Senado por su mala conducta; entonces era otra vez pretor, como se acostumbra hacer con los que quieren recobrar la dignidad senatorial. Dícese que el apodo de Sura se le impuso con este motivo: en el tiempo de Sila era cuestor, y perdió y disipó crecidas sumas de los fondos públicos, y como irritado Sila le pidiese cuentas en el Senado, presentóse con altanería y desvergüenza y dijo que no estaba para dar cuentas; que lo que haría sería presentar la pierna, como lo ejecutan los muchachos cuando hacen faltas jugando a la pelota. De aquí le vino el llamarse Sura, porque los Romanos le dicen Sura a la pierna. Seguíasele otra vez una causa, y habiendo sobornado a alguno de los jueces, como saliese absuelto por solos los dos votos más, dijo que había sido perdido lo que había gastado en uno de los jueces, porque a él le habría bastado ser absuelto por uno más. Siendo él tal por su carácter, después de seducido por Catilina, acabaron de trastornarle con vanas esperanzas agoreros y embelecadores mentirosos, cantándole versos y oráculos forjados, como si fueran de las sibilas, en los que se decía estar dispuesto por los hados que hubiera en Roma tres Cornelios monarcas, habiéndose ya cumplido en dos el oráculo, en Cina y en Sila, y que ahora al tercer Cornelio que restaba venía su buen Genio, trayéndole la monarquía; por tanto, que debía apercibirse a recibirla y no malograr la ocasión con dilaciones como Catilina.

XVIII.— No era, por tanto, cosa de poca monta o que no hubiera de hacer ruido lo que meditaba Léntulo, pues que su resolución era acabar con todo el Senado y de los demás ciudadanos con cuantos pudiera, poniendo después fuego a la ciudad, sin reservar ninguna otra persona que los hijos de Pompeyo, de los que se apoderarían, teniéndolos y guardándolos bajo sus órdenes, como rehenes para transigir con Pompeyo, porque ya se hablaba mucho y con bastante fundamento de que volvía del ejército grande. Habíase señalado para la ejecución una de las noches de los Saturnales, y acopiando espadas, estopa y azufre, lo habían llevado todo a casa de Cetego, y allí lo tenían reservado. Estaban además prontos cien hombres, y partiendo en otros tantos distritos a Roma, a cada uno le habían asignado por suerte el suyo, para que, siendo muchos a dar fuego, en breve tiempo ardiera por todas partes la ciudad. Estaban otros encargados de tapar y obstruir las cañerías y de dar muerte a los aguadores. Mientras se formaban estos proyectos se hallaban en Roma dos embajadores de los Alóbroges, gente entonces muy castigada y que sufría muy mal el yugo. Pensando, pues, Cetego que éstos podrían serle muy útiles para alborotar y sublevar la Galia, los hicieron de la conjuración dándoles cartas para aquel Senado y para Catilina: las del Senado ofreciendo a aquel pueblo la libertad, y las de Catilina exhortándole a que diera libertad a los esclavos y viniera sobre Roma. Enviaron con ellos a Catilina un tal Tito de Cretona para que llevara las cartas. Unos hombres como éstos, inconsiderados, y que todas sus determinaciones las tomaban cargados de vino y a presencia de mujerzuelas, las habían con Cicerón, hombre sobrio, de gran juicio y que por la ciudad tenía muchos espías para observar lo que pasaba y venir a referírselo. Fuera de esto, como hablase reservadamente con muchos de los que parecían tener parte en la conjuración, y se fiase de ellos, tuvo conocimiento de las proposiciones hechas a aquellos extranjeros, y estando en acecho una noche, prendió al Crotoniata y ocupó las cartas, auxiliandole encubiertamente los Alóbroges.

XIX.— A la mañana siguiente congregó el Senado en el templo de la Concordia, donde se leyeron las cartas y se examinó a los denunciadores; a lo que añadió Junio Silano que había quien oyó de boca de Cetego que habían de morir tres cónsules y cuatro pretores, refiriendo esto mismo y otras particularidades Pisón, varón consular. Envióse asimismo a la casa de Cetego a Gayo Sulpicio, uno de los pretores, y encontró en ella muchos dardos y armas de toda especie, y muchas espadas y sables, todos recién afilados. Finalmente, habiendo decretado el Senado la impunidad al Crotoniata si declaraba, denunciado y convencido Léntulo, renunció la magistratura, porque se hallaba de pretor, y despojándose en el Senado mismo de la toga pretexta, tomó el vestido conveniente a su situación. Así éste como los que estaban con él fueron entregados a los pretores para que sin prisiones los tuvieran en custodia. Era la hora de ponerse el sol, y estando en expectación numeroso pueblo, salió Cicerón, y dando cuenta a los ciudadanos de lo ocurrido, acompañado de gran gentío, se entró en la casa de un vecino y amigo, porque la suya la ocupaban las mujeres, celebrando con orgías y ritos arcanos a la diosa que los Romanos llaman Bona y los griegos Muliebre. Sacrifícasele cada año en la casa del cónsul por su mujer o su madre con asistencia de las vírgenes vestales. Entrando, pues, Cicerón en la casa acompañado solamente de unos cuantos, se puso a pensar qué haría de aquellos hombres, porque la pena última correspondiente a tan graves crímenes se le resistía, y no se determinaba a imponerla por la bondad de su carácter, y también porque no pareciese que se dejaba arrebatar demasiado de su poder y usaba de sumo rigor con unos hombres de las primeras familias y que tenían en la ciudad amigos poderosos. Mas, por otra parte, si los trataba con blandura temía el peligro que de ellos le amenazaba, pues que no se darían por contentos si les imponía alguna pena, aunque no fuera la de muerte, sino que se arrojarían a todo, reforzada su perversidad antigua con el nuevo encono, y además él mismo se acreditaría de cobarde y flojo, cuando ya no tenía opinión de muy resuelto.

XX.— Mientras Cicerón se hallaba combatido con estas dudas las mujeres en el sacrificio que hacían observaron un portento, porque el ara, cuando parecía que el fuego estaba ya apagado, de la ceniza y de algunas cortezas quemadas levantó mucha y muy clara llama; las demás se mostraron asustadas, pero las sagradas vírgenes dijeron a Terencia, mujer de Cicerón, que fuera cuanto antes en busca de su marido y le exhortara a poner por obra lo que tenía meditado en bien de la patria, pues la diosa había dado aquella gran luz en salud y gloria del mismo. Terencia, que por otra parte no era encogida ni cobarde por carácter, sino mujer ambiciosa, y que, como dice el mismo Cicerón, más bien tomaba parte en los cuidados políticos del marido que la daba a éste en los negocios domésticos, marchó al punto a darle parte de lo sucedido, y lo incitó contra los conspiradores, ejecutando lo mismo Quinto, su hermano, y de los amigos que tenía con motivo de su estudio en la filosofía, Publio Nigidio, de cuyo consejo se valía principalmente en los asuntos políticos de importancia. Tratándose, pues, al día siguiente en el Senado del castigo de los conjurados, Silano, que fue el primero a quien se preguntó su dictamen, dijo: «que traídos a la cárcel deberían sufrir la última pena» y todos seguidamente se adhirieron a él, hasta Gayo César, el que fue dictador después de estos sucesos. Era todavía joven y estaba dando los primeros pasos para su acrecentamiento, mas en su conducta pública y en sus esperanzas ya marchaba por aquella senda por la que convirtió el gobierno de la república en monarquía. Ninguna sospecha tenían contra él los demás, y aunque a Cicerón no le faltaban motivos para ella, no había dado asidero para que se le hiciera cargo, diciendo algunos que estando muy cerca de caer en la red se había escapado de ella; pero otros son de sentir que con conocimiento se desentendió Cicerón de la denuncia que contra él tenía por miedo de su poder y el de sus amigos, pues era cosa averiguada que más bien se llevaría César tras sí a los otros para salud que éstos a César para castigo.

XXI.— Llegada, pues, su vez de votar, levantándose, expresó que no se debía quitar la vida a los culpados, sino confiscar sus bienes, y llevándolos a las ciudades de Italia que a Cicerón le pareciese, tenerlos en prisión hasta que se hubiese acabado con Catilina. A este dictamen, benigno en sí y esforzado por un hombre elocuente, le dio mayor valor Cicerón, porque, levantándose, se propuso hacer de los dos uno, tomando parte del primero, y conviniendo en parte con César; y como todos sus amigos creyesen que a Cicerón le convenía más adoptar el dictamen de César, porque habría menos motivo de queja contra él no quitando la vida a los reos, prefirieron esta segunda sentencia: tanto, que reformó también su voto Silano, y lo explicó diciendo que por última pena no había querido entender la de muerte, puesto que para un senador romano lo era la cárcel.

Dada por César esta sentencia, el primero que la contradijo fue Lutacio Cátulo, y después, tomando la palabra Catón, como recriminase con vehemencia a César por las sospechas que contra él había, excitó de tal modo la indignación del Senado, que condenaron a los culpables a muerte. En cuanto a la confiscación de los bienes, se opuso César, diciendo no ser puesto en razón, pues que se había desechado la parte benigna de su dictamen, que quisieran aplicar la de mayor rigor. Eran no obstante muchos los que en esto insistían, por lo que hizo llamar a los tribunos de la plebe, y como éstos no se prestasen a sostenerle, cedió Cicerón, y por sí mismo quitó la parte de la confiscación de los bienes.

XXII.— Partió, pues, con el Senado en busca de los detenidos, que no estaban en una misma parte todos, sino que de los pretores uno custodiaba a uno y otro a otro. Léntulo fue el primero a quien trajeron del Palacio por la Vía Sacra y por medio de la plaza, cercado y custodiado por los primeros ciudadanos, estando el pueblo asombrado de lo que, veía y presenciándolo en silencio; los jóvenes principalmente, como si se les iniciara en los misterios patrios de la potestad aristocrática, lo estaban mirando con miedo y con terror. Luego que hubieron pasado de la plaza y llegado a la cárcel, hizo entrega Cicerón de Léntulo al carcelero, y le mandó darle muerte; enseguida de éste a Cetego, y del mismo modo, trayendo a los demás, se les quitó la vida. Observando que todavía se hallaban reunidos en la plaza muchos de los conjurados, ignorantes de lo que pasaba, y esperando la noche para extraer a los detenidos, que todavía creían vivos y con bastante poder, les dirigió la palabra en voz alta, diciéndoles: «Vivieron»; porque los Romanos, para no usar de una voz que tienen a mal agüero, significan de este modo el haber muerto. Declinaba ya la tarde, y por la plaza subió a su casa, acompañándole los ciudadanos, no ya en silencio ni guardando orden, sino recibiéndole con voces y señales de aplauso los que se hallaban al paso y dándole los nombres de salvador y fundador de la patria. Ilumináronse las calles, y los que estaban en las puertas sacaban faroles y antorchas. Las mujeres desde lo alto se mostraban por respeto y por deseo de ver al cónsul, que subía con el brillante acompañamiento de los principales ciudadanos, muchos de los cuales, habiendo acabado peligrosas guerras, entrado en triunfo y ganado para la república gran parte de la tierra y del mar, iban confesando de unos a otros que a muchos de sus generales y caudillos era deudor el pueblo romano de riqueza, de despojos y de poder, pero de seguridad y salvación sólo a Cicerón, que lo había sacado de tan grave peligro; no estando lo maravilloso en haber atajado tan criminales proyectos, sino en haber apagado la mayor conjuración que jamás hubiese habido con tan poca sangre y sin alboroto ni tumulto. Porque la mayor parte de los que habían ido a reunirse con Catilina, apenas supieron lo ocurrido con Léntulo y Cetego lo abandonaron y huyeron, y combatiendo contra Antonio con los que le habían quedado, él y el ejército fueron deshechos.

XXIII.— No obstante esto, no dejaba de haber algunos que se preparaban a molestar a Cicerón de obra y de palabra por los pasados sucesos al frente de los cuales estaban los que habían de entrar en las magistraturas: César, que iba a ser pretor, y Metelo y Bestia, tribunos de la plebe. Posesionáronse éstos en sus cargos cuando todavía Cicerón había de ejercer el Consulado por algunos días, y no le dejaron arengar al pueblo, sino que, poniendo sillas en la tribuna, no le dieron lugar, ni se lo permitieron, como no fuera solamente para renunciar y abjurar el Consulado si quería, bajándose luego. Presentóse, pues, como para renunciar, y prestándole todos silencio hizo no el juramento patrio y acostumbrado en tales casos, sino otro particular y nuevo: que juraba haber salvado la patria y afirmado la república; y este mismo juramento hizo con él todo el pueblo. Irritados más con esto César y los tribunos, pensaron cómo suscitar nuevos disgustos a Cicerón, para lo cual dieron una ley llamando a Pompeyo con su ejército, a fin de destruir, decían, la dominación de Cicerón, pero era para éste y para toda la república de grandísima utilidad el que se hallase de tribuno de la plebe Catón, para contrarrestar los intentos de aquellos con igual autoridad y con mayor reputación, pues fácilmente los desbarató, y en sus discursos al pueblo ensalzó de tal modo el consulado de Cicerón, que se le decretaron los mayores honores que nunca se habían concedido y se le llamó públicamente padre de la patria, siendo él el primero a quien parece haberse dispensado este honor por haberle así apellidado Catón ante el pueblo.

XXIV.— Grande fue entonces su poder en la ciudad; mas sin embargo se atrajo la envidia de muchos, no por ningún hecho malo, sino causando cierto disgusto e incomodidad con estar siempre alabándose y ensalzándose a sí mismo: porque no se entraba en el Senado, en la junta pública, en los tribunales, sin oír continuamente hablar de Catilina y de Léntulo. Sus mismos libros y todos sus escritos están llenos de elogios propios, así es que aun su misma dicción, que era dulcísima y tenía mucha gracia, la hizo odiosa y pesada a los oyentes, por ir siempre acompañada de este fastidio como de un resabio inevitable. Mas, sin embargo de estar sujeta a esta desmedida ambición, vivió libre de envidiar a nadie, acreditándose del menos envidioso con tributar elogios a todos los hombres grandes que le habían precedido, y a los de su edad, como se ve por sus escritos; conservándose la memoria de muchos, como, por ejemplo, decía de Aristóteles que era un río con raudales de oro; de los Diálogos de Platón, que si Zeus usara de la palabra hablaría de aquella manera, y a Teofrasto solía llamarle sus delicias. Preguntado cuál de las oraciones de Demóstenes le parecía la mejor, respondió que la más larga. No obstante, algunos de los que afectan demostenizar le achacan de haber dicho en carta a uno de sus amigos que alguna vez dormitó Demóstenes, y no se acuerdan de los continuos y grandes elogios que hace de este hombre insigne y de que a las más estudiadas y más vehementes de sus oraciones, que son las que dijo contra Antonio, las intituló Filípicas. De los hombres que en su tiempo tuvieron fama, o por la elocuencia o por la sabiduría, no hubo ninguno al que no hubiese hecho más ilustre hablando o escribiendo con sinceridad de cada uno. Para Cratipo el Peripatético alcanzó que se le hiciera ciudadano romano, siendo ya dictador César, y obtuvo para el mismo que el Areópago decretara y le rogara permaneciese en Atenas para formar la juventud, siendo el ornamento de aquella ciudad. Existen cartas de Cicerón a Herodes, y otras a su propio hijo, encargándoles cultivaran la filosofía con Cratipo. Noticioso de que el orador Gorgias inclinaba a este joven a los placeres y a las comilonas, le previno que se separara de su trato. Esta carta, primera de las griegas, y la segunda a Pélope de Bizancio, parece haber sido las únicas que se escribieron con enfado: en cuanto a Gorgias con razón, culpándole de ser vicioso y disipado, como parece haberlo sido, pero en cuanto a Pélope, con pequeñez de ánimo y con ambición pueril, quejándose de que no hubiera puesto bastante diligencia para que los bizantinos le decretaran ciertos honores.

XXV.— De todo esto era causa su vanidad, y también de que, acalorado en el decir, se olvidara a veces del decoro. Porque defendió en una ocasión a Munacio, y como éste, después de absuelto, persiguiese a un amigo de Cicerón llamado Sabino, se dejó arrebatar de la cólera hasta el punto de decir: «¿La absolución de aquella causa ¡oh Munacio! la conseguiste tú por ti, o porque yo cubrí de sombras la luz ante los jueces?». Elogiando a Marco Craso en la tribuna con grande aplauso del pueblo, al cabo de algunos días le maltrató en el mismo sitio; y como aquel dijese: «¿Pues no me alabaste poco ha?». «Sí —repuso—; pero fue para ejercitar la elocuencia en una mala causa». Dijo Craso en una ocasión que en Roma ninguno de los Crasos había alargado su vida más allá de los sesenta años; y como después lo negase con esta expresión: «Yo no sé en qué pude pensar cuando tal dije». «Sabías —él replicó— que los romanos lo oían con gusto, y quisiste hacerte popular». Dijo también Craso que le gustaban los estoicos por ser una de sus opiniones que el hombre sabio y bueno era rico: y «Mira no sea —le replicó— porque dicen que todo es del sabio», aludiendo a la opinión que de avaro tenía Craso. Parecíase uno de los hijos de éste a un tal Axio, y por esta, causa corrían rumores contrarios a la madre de trato de Axio, y como aquel joven hubiese recibido aplausos hablando en el Senado, preguntado Cicerón qué le parecía, respondió en griego que puede ser digno de Craso (Axios Krassou).

XXVI.— A pesar de esto, cuando Craso partió para la Siria, queriendo más tener a Cicerón por amigo que por enemigo, le habló con afecto, y le manifestó deseo de cenar un día con él, en lo que Cicerón significó tener mucho placer. De allí a pocos días le hablaron algunos amigos acerca de Vatinio, insinuándole que deseaba ponerse bien con él y entrar en su amistad, porque era enemigo; a lo que les contestó: «Pues ¡qué! ¿quiere también Vatinio venir a cenar a mi casa?». Esta era la disposición de su ánimo respecto de Craso. Tenía Vatinio lamparones en el cuello, y como hablase en una causa, le llamó orador hinchado. Oyó que había muerto, y sabiendo después de cierto que vivía, «Mala muerte le de Dios —dijo— al que tan mal ha mentido». Había decretado César repartir tierras de la Campania a los soldados, lo que era en el Senado muy desagradable a muchos; y Lucio Gelio, ya muy anciano, exclamó que eso no sería viviendo él; a lo que dijo Cicerón: «Esperemos, pues, porque el término que pide Gelio no puede ir largo». Había un tal Octavio, de quien se susurraba que era de África, y hablando Cicerón en causa contra él, como dijese que no le oía, «Pues a fe —le replicó— que tienes agujereadas las orejas». Diciéndole Metelo Nepote que más eran los que había perdido dando testimonio contra ellos que los que había salvado con sus defensas, «Confieso —le contestó— que en mí hay más crédito y fe que elocuencia». Era infamado cierto joven de haber dado veneno a su padre en un pastel, y como se jactase de que había de llenar a Cicerón de desvergüenzas, «Más quiero eso de ti —respondió— que tus pasteles». Tomóle Plubio Sextio con otros por defensor en una causa, y como él se lo quisiese hablar todo, sin dar lugar a nadie viendo que iba a ser absuelto, porque ya se había empezado a votar, «Aprovéchate hoy del tiempo —le dijo— ¡oh Sextio!, porque mañana ya serás un particular». Había un Publio Cota que quería pasar por jurisconsulto siendo necio y sin talento; llamóle por testigo para una causa, y como respondiese que nada sabía, «¿Crees acaso —le dijo— que se te pregunta de leyes?». En una disputa con Metelo Nepote le preguntó éste muchas veces: «¿Quién es tu padre, Cicerón?». Y él, por fin, le dijo: «Esta respuesta te la ha hecho a ti más dificultosa tu madre»; porque parecía haber sido un poco desenvuelta la madre de Nepote, así como él era inconstante, pues renunciando repentinamente el tribunado de la plebe, hizo viaje por mar en busca de Pompeyo, y después se volvió de un modo más extraño todavía. Hizo con magnificencia el entierro de su preceptor Filagro, y puso sobre su sepulcro un cuervo de piedra, sobre lo que le dijo Cicerón que había andado muy cuerdo, pues más le había enseñado a volar que a decir. Marco Apio dijo en el exordio de una causa que su amigo le había pedido que pusiera en ella cuidado, facundia y fe, a lo que le dijo Cicerón: «¿Y eres un hombre tan de corazón de hierro que no has de haber hecho nada de lo que te ha pedido tu amigo?».

XXVII.— El usar en las causas de estos dichos mordaces y picantes contra los enemigos y contrarios, pasa por parte de la oratoria; pero el ofender a cuantos se le presentaban por parecer chistoso, le hizo odioso a muchos. A Marco Aquilio, que tenía dos yernos desterrados, le llamaba Adrasto. Siendo censor Lucio Cota, que era notado de gustar demasiado del vino, pedía Cicerón el Consulado, y habiéndole dado sed en la plaza, como se le pusiesen alrededor los amigos mientras bebía, «Tenéis razón en temer —les dijo—, no sea que el censor se vuelva contra mí si ve que bebo agua». Encontrándose con Voconio, que iba acompañando tres hijas muy feas, le aplicó este verso:

Contrario tuvo a Febo éste al ser padre.

Había contra Marco Gelio la opinión de que no era hijo de padres libres, y como en el Senado se esforzase a leer con una voz muy alta y muy clara, «No os admiréis —dijo—, porque es de los que pregonan». Cuando Fausto, hijo de Sila el tirano, que proscribió a muchos a muerte, oprimido de sus deudas por haber malgastado su hacienda, publicó la lista de sus bienes, «Más me gusta esta lista —dijo Cicerón— que las de su padre».

XXVIII.— Con estas cosas era molesto a muchos, y a este tiempo Clodio y su facción se declararon sus enemigos con este motivo. Era Clodio de una de las primeras familias, en los años joven y en el ánimo osado y temerario. Teniendo amores con Pompeya, mujer de César, se introdujo ocultamente en su casa disfrazándose con el vestido y demás adornos de una cantatriz. Celebraban las mujeres aquella fiesta y sacrificio arcano, nunca visto de los hombres en casa de César, y no podía ser admitido ningún varón; pero siendo todavía Clodio mocito, pues aun no tenía barba, esperó que podría quedar desconocido llegando con las mujeres hasta donde estaba Pompeya; mas habiendo entrado de noche en una casa grande, se perdió en los corredores, y habiéndole visto andar desatentado una sirvienta de Aurelia, madre de César, le preguntó su nombre. Precisado a hablar y diciendo que buscaba a Abra, criada de Pompeya, conociendo aquella que la voz no era femenil, gritó y empezó a llamar a las mujeres. Cerraron éstas las puertas y, registrándolo todo, encontraron a Clodio que se había guarecido en el cuarto de la criada, con quien había entrado. Hízose público el suceso; César repudió a Pompeya, y a Clodio se le formó causa de impiedad.

XXIX.— Cicerón era amigo suyo, y en las diligencias relativas a la conjuración de Catilina se había hallado éste a su lado y le había prestado auxilio; pero haciendo consistir toda su defensa contra la acusación de aquel crimen en no haberse hallado en Roma al tiempo en que se decía cometido, sino ocupado fuera de la ciudad en unas posesiones distantes, dio Cicerón testimonio contra él, diciendo que había estado a buscarle en su casa y le había hablado de ciertos negocios, como era la verdad. Mas con todo no parecía que había declarado en esta forma precisamente por amor a la verdad, sino por ponerse en buen lugar con su mujer Terencia, a causa de que miraba ésta en aversión a Clodio por Clodia, su hermana, de la que se decía aspiraba a casarse con Cicerón, dando pasos para ello por medio de un cierto Tulo, que era de los amigos más estimados de Cicerón; y yendo continuamente a casa de Clodia, y obsequiándole ésta, como no viviese lejos, dio a Terencia motivos de sospecha, y siendo ésta de genio fuerte y dominando a Cicerón, lo preciso a ponerse en oposición con Clodio y a atestiguar contra él. Declararon además contra Clodio muchos de los primeros y mejores ciudadanos, deponiendo de sus perjurios, de sus suplantaciones de testamentos, de sus sobornos y de sus adulterios. Luculo produjo unas esclavas como testigos de que Clodio había tenido trato inhonesto con la más joven de sus hermanas mientras estaba enlazada con el mismo Luculo, y corría muy valida la opinión de que le tenía con las otras dos hermanas, de las cuales Terencia estaba casada con Marcio Rex, y Clodia con Metelo Céler. Dábanle a ésta el sobrenombre de Cuadrantaria, porque uno de sus amantes, habiendo puesto en un bolsillo unas piezas de bronce, se las envió queriendo hacerlas pasar por plata; y a la moneda más pequeña de bronce la llamaban cuadrante; y por esta hermana era por la que más se hablaba de Clodio. Mas, a pesar de todo esto, el pueblo se puso entonces de parte de Clodio y contra los testigos y acusadores; por lo cual, entrando en temor los jueces, pusieron guardias, y la mayor parte echaron las tablas con las letras borradas y confusas. Sin embargo, apreció que eran más los que absolvían; y se dijo también que había intervenido soborno; así es que Cátulo, acercándose a los jueves, «Vosotros —les dijo— con verdad habéis pedido la guardia para vuestra seguridad, no fuera que alguno os quitara el dinero». Cicerón, diciéndole Clodio que su testimonio no había merecido fe a los jueces, «Antes —le respondió— a mí me han creído veinticinco de ellos, porque éstos han sido los que te han condenado; y a ti no te han creído treinta, porque no te han absuelto hasta que han recibido el dinero». César, llamado como testigo, no declaró contra Clodio ni dijo que su mujer fuese culpada de adulterio, sino que la había repudiado porque el matrimonio de César debía estar puro, no sólo de la menor acción fea, sino hasta de las sospechas.

XXX.— Habiendo salido Clodio de aquel peligro elegido tribuno de la plebe, al punto la tomó con Cicerón, excitando y moviendo todos los negocios y todos los hombres contra él y procurando ganarse a la muchedumbre con leyes populares; y a uno y otro cónsul les decretó grandes provincias: a Pisón la Macedonia, y a Gabinio la Siria. A muchos de escasa fortuna los asoció a sus miras, y tenía siempre a su lado esclavos armados. De los tres que gozaban del mayor poder entonces en Roma, como Craso estuviese en oposición con Cicerón y le hiciese la guerra, Pompeyo quisiese estar bien con ambos y César hubiese de partir a la Galia con ejército, Cicerón se bajó a éste, sin embargo de que en vez de ser su amigo le era sospechoso desde los sucesos de Catilina, y le rogó que le llevase delegado a la provincia. Concedióselo César, y Clodio, viendo que Cicerón iba a ponerse fuera de su tribunado, fingió que estaba dispuesto a hacer amistades, y valiéndose de los medios de echar la culpa a Terencia de lo pasado, de hablar siempre de él, de saludarle con afabilidad, como pudiera hacerlo quien no lo aborreciera ni estuviera indispuesto con él, quejándose solamente con palabras benignas y amistosas; así logró quitarle enteramente el miedo, hasta el punto de desistir de su pretensión con César y volver al manejo de los negocios públicos; de lo que, resentido César, dio ánimo a Clodio y apartó a Pompeyo enteramente de Cicerón; y aun declaró con juramento ante el pueblo parecerle que no se había dado justa y legalmente la muerte a Léntulo y Cetego, no habiendo sido antes juzgados, pues éste era el cargo y ésta la acusación que a Cicerón se hacía. Constituido, pues, reo y perseguido como tal, mudó el vestido, y dejando crecer el cabello, rodaba por la ciudad implorando la clemencia del pueblo. Mas por doquiera se le aparecía en todas las calles Clodio, llevando consigo hombres desvergonzados y atrevidos, que insultando a Cicerón descaradamente por la situación y traje en que se veía, y tirándole en muchas ocasiones lodo y piedras, se empeñaban en interrumpir y estorbar sus súplicas.

XXXI.— No obstante estos esfuerzos de Clodio, casi todo el orden ecuestre mudó también de vestido, y hasta veinte mil jóvenes le seguían, dejándose crecer el cabello, y acompañándole en sus ruegos. Congregado después el Senado con el objeto de hacer decretar que se mudaran los vestidos al modo que en un duelo público, como lo repugnasen los cónsules y Clodio corriese con hombres armados a la curia, se salieron de ella muchos de los senadores rasgando sus ropas y mostrándose indignados. Cuando se vio que aquel triste aspecto no excitó ni la compasión ni la vergüenza, y que era preciso, o que Cicerón se fuera desterrado, o que contendiera con las armas con Clodio, recurrió aquel a implorar el auxilio de Pompeyo, que de intento se había retirado, yéndose a la posesión que tenía junto al Monte Albano. Para esto envió primero a su yerno Pisón, a fin de que intercediese con él, y después subió el mismo Cicerón. Cuando lo supo Pompeyo no pudo sufrir que se le presentara, poseído de una gran vergüenza, al considerar que Cicerón había sostenido en la república por él grandes contiendas y le había servido en muchos negocios; pero siendo yerno de César, por complacer a éste se desentendió del debido agradecimiento, y saliéndose por otra puerta, evitó la visita. Cicerón, abandonado por él de esta manera, y careciendo de protección, acudió a los cónsules, de los cuales Gabino siempre se le mostró desafecto; pero Pisón le hizo mejor recibimiento, exhortándole a salir de Roma para librarse de la violencia y poder de Clodio, y a llevar resignadamente la mudanza de los tiempos, para poder ser otra vez el salvador de la patria, puesta por inclinación a él en tales turbaciones e inquietudes. Oída por Cicerón esta respuesta, conferenció sobre lo hacedero con sus amigos. Luculo era de dictamen que no se moviera, porque vencería; pero otros le aconsejaban la fuga, en el concepto de que bien presto el pueblo lo echaría menos, luego que no pudiera aguantar las locuras y furores de Clodio. Este fue el partido que adoptó Cicerón, y subiendo al Capitolio la estatua de Minerva que tenía trabajada en casa mucho tiempo había, y a la que daba su gran veneración, la consagró a la diosa con esta inscripción: «A Minerva, protectora de Roma». Valióse de algunos de sus amigos para que le acompañaran, y a la media noche salió de la ciudad, haciendo su viaje a pie por la Lucania con deseo de verse en la Sicilia.

XXXII.— Cuando ya se supo de cierto que había huido, Clodio hizo dar contra él decreto de destierro y promulgar edicto por el que se le vedaba el agua y el fuego, y se mandaba que nadie le recibiera bajo techado a quinientas millas de Italia. A muchos no les servía de detención este edicto para dar muestras de respeto a Cicerón, para obsequiarle y para acompañarle; pero en Hiponio, ciudad de la Lucania, que ahora se llama Vibón, el siciliano Vibio, que había disfrutado en muchas cosas de la amistad de Cicerón y en el consulado de éste había sido nombrado prefecto de artesanos, no le admitió en su casa, y sólo le indicó una posesión, a la que podía acogerse; y Gayo Virgilio, pretor de la Sicilia, a quien Cicerón había hecho también grandes favores, le escribió que no tocara en aquella isla. Desconcertado en sus planes con estos desengaños, se dirigió a Brindis, y pasando de allí con viento favorable a Dirraquio, como durante el día soplase viento contrario de mar, regresó al punto y otra vez volvió a dar la vela. Se dice que en esta travesía, cuando ya estaba para saltar en tierra, hubo a un tiempo terremoto y retirada de las aguas del mar, sobre lo que pronosticaron los agoreros que no sería largo su destierro, porque aquellas eran señales de mudanza. Visitábanle muchos por afecto, y las ciudades griegas competían unas con otras en Demostraciones; pero a pesar de eso siempre estaba desconsolado y triste, teniendo, como los enamorados, puestos los ojos en Italia, y mostrándose demasiado abatido y con apocado ánimo en aquel infortunio, cosa que nadie habría esperado de un hombre de su instrucción y doctrina, que muchas veces rogaba a sus amigos no le llamaran orador, sino filósofo, porque la filosofía la había elegido por ocupación, y la oratoria no la empleaba sino como un instrumento útil en el gobierno. Decía asimismo que la gloria era propia para borrar en el alma, como si fuera una tintura, todo buen discurso, inoculando en los que mandan todas las pasiones de la muchedumbre con la conversación y el trato, a no estar el hombre muy sobre sí, para que cuando se entrega a los negocios tome, sí, parte en éstos, pero no en las pasiones y afectos que van con los negocios.

XXXIII.— Clodio, luego que alejó a Cicerón, quemó sus quintas y su casa, edificando en el sitio el templo de la Libertad. Quiso vender asimismo su hacienda, haciéndola pregonar todos los días, porque nadie se presentaba a hacer postura. Terrible con estos hechos a los del Senado, y asistido del favor del pueblo, ya ensayado por él a la insolencia y al desenfreno, asestó sus tiros contra Pompeyo, empezando por desacreditar algunas de las disposiciones tomadas por él en el ejército. Perdió con esto de su opinión, y ya se reprendía a sí mismo de haber abandonado a Cicerón; por lo que arrepentido trabajaba por todos los medios en procurar su vuelta por si y por sus amigos. Oponíase Clodio, y el Senado decretó que no se daría curso a ningún negocio público ni se aprobaría nada mientras no se acordase la vuelta de Cicerón. En el consulado de Léntulo tomó tal incremento la sedición, que los tribunos de la plebe fueron heridos en la plaza, y Quinto, el hermano de Cicerón, quedó tendido entre los cadáveres por muerto. Empezó ya con esto a desengañarse el pueblo, y siendo el tribuno Annio Milón el primero que se atrevió a llevar al tribunal a Clodio por causa de violencia pública, muchos acudieron a ponerse al lado de Pompeyo, así de la plebe como de las ciudades comarcanas. Presentóse con éstos, y arrojando a Clodio de la plaza, dispuso que pasaran a votar los ciudadanos, y se dice que nunca se vio una votación del pueblo tan uniforme. Yendo el Senado a competencia con el pueblo, decretó que se dieran las gracias a todas las ciudades que habían obsequiado a Cicerón durante su destierro, y que sus quintas y su casa, arrasadas por Clodio, fueran de nuevo levantadas a expensas del Erario. Volvió Cicerón a los diez y seis meses de destierro, y fue tanto el goce de las ciudades, y tal el ansia y esmero que en recibirle ponían los habitantes, que aun anduvo corto el mismo Cicerón cuando dijo que, tomándolo en hombros la Italia, lo había traído a Roma. El mismo Craso, que había sido enemigo de Cicerón antes del destierro, salió también entonces a recibirle y se reconcilió con él, en obsequio, decía, de su hijo Publio, que era uno de los admiradores de Cicerón.

XXXIV.— Había aún corrido poco tiempo, y valiéndose de que Clodio se hallaba fuera de la ciudad, subió Cicerón con algún acompañamiento al Capitolio, y echó por el suelo e hizo pedazos las tablas tribunicias, que eran los registros de las operaciones de los tribunos. Increpóle sobre esto Clodio, y respondiéndole Cicerón que había sido contra ley el que de los patricios hubiera pasado el tribunado de la plebe y que, por tanto, no debía tener valor nada de lo hecho por él; se ofendió de esta respuesta Catón y la contradijo, no porque se pusiese de parte de Clodio o dejase de estar mal con sus tropelías, sino por parecerle duro y violento que el Senado decretase la abrogación de tantas y tales determinaciones y decretos, entre los que se contaba el encargo que el mismo Catón había desempeñado en Chipre y Bizancio. Desde entonces conservó con él Cicerón cierta indisposición, la cual, sin embargo, no pasó nunca a hecho ninguno público ni a otra cosa que a tratarse con cierta tibieza.

XXXV.— Sucedió después que Milón mató a Clodio, y siguiéndosele causa de homicidio, nombró por su defensor a Cicerón. El Senado, por temor de que, puesto en riesgo un hombre ilustre y altivo como Milón, se moviera algún alboroto en la ciudad, permitió a Pompeyo que presidiera éste y otros juicios, procurando tranquilidad al pueblo y seguridad a los jueces. Guarneció éste antes del día la plaza y todas sus avenidas con soldados, y Milón, recelando que Cicerón, turbado con aquel nunca usado espectáculo, podría estar menos feliz en su discurso, le persuadió que, haciéndose llevar a la plaza en litera, esperara allí tranquilamente hasta que se hubiesen reunido los jueces y se llenase la audiencia. Mas él, a lo que parece, no sólo no era muy osado entre las armas, sino que hablaba siempre en público con miedo, y con dificultad se vio libre de la agitación y el temblor, hasta que a fuerza de esta clase de contiendas su elocuencia adquirió firmeza y asiento. Aun así, defendiendo a Licinio Murena, acusado por Catón, con el empeño de exceder a Hortensio, que había sido muy aplaudido, no descansó un momento en toda la noche, y quebrantado con el demasiado estudio y la falta de sueño, fue tenido por inferior a aquel. Entonces, pues, saliendo de la litera para la causa de Milón, al ver a Pompeyo sentado en el Tribunal como en un ejército, y toda la plaza alrededor llena de resplandecientes armas, se asustó sobremanera, y con gran trabajo pudo empezar a hablar, temblándole todo el cuerpo y con la voz entrecortada, siendo así que el mismo Milón asistió al juicio con arrogancia y serenidad, sin haber querido dejarse crecer el cabello ni tomar el vestido de duelo; lo que parece no haber sido la menor causa de que se le condenase. Mas en esta ocasión antes se acreditó Cicerón de buen amigo que de tímido y cobarde.

XXXVI.— Hízosele del número de aquellos sacerdotes que los romanos llaman augures en lugar de Craso el joven, después de haber éste fallecido a manos de los Partos. Tocándole después por suerte en la distribución de las provincias la Cilicia, con un ejército de doce mil infantes y dos mil y seiscientos caballos, se embarcó para pasar a ella, llevando también el encargo de reducir la Capadocia a la sumisión y obediencia del rey Ariobarzanes. Compuso y arregló estos negocios a satisfacción de todos, sin necesidad de recurrir a las armas, y viendo a los de Cilicia inquietos y desasosegados con el descalabro experimentado por los romanos en la guerra de los Partos y con las novedades de la Siria, los trajo al orden con usar de blandura en su mando. No recibió dones algunos aún de los mismos reyes, y quitó aquellos convites que eran de estilo en las provincias. A los que le honraban y favorecían los obsequiaba teniéndolos a su mesa y dándoles de comer, no con lujo, pero tampoco con escasez y mezquindad. Su casa no tenía portero, ni nadie le vio tampoco sentado, sino que desde muy temprano, en pie o paseándose delante de su cuarto, recibía a los que iban a visitarle. Dícese que no castigó a ninguno ignominiosamente con las varas, ni le rasgó la ropa, ni por enfado le dijo una mala palabra o le impuso multa que pudiera injuriarle. Encontró que gran parte de los caudales públicos habían sido usurpados, y poniendo en ellos orden, hizo que las ciudades floreciesen, sin que por eso los que tenían que pagar fuesen vejados ni molestados, ni dejasen de conservar su estimación. También tuvo que hacer la guerra, derrotando unos aduares de ladrones que tenían sus guaridas en el Monte Amano, con cuyo motivo fue de los soldados saludado emperador. Pidióle a esta sazón el orador Celio que le enviara leopardos de Cilicia para cierto espectáculo; y él, aludiendo con alguna jactancia a los hechos de esta guerra, le escribió que ya no quedaba ninguno en la Cilicia, porque habían huido a la Caria incomodados de que a ellos solos se les hiciera la guerra cuando todo lo demás estaba en paz. Al retirarse de la provincia pasó algún tiempo en Rodas, y también con gran placer se detuvo en Atenas por el deseo de sus antiguos estudios. Trató, pues, a los hombres más célebres, de aquel tiempo por su sabiduría, saludó a sus amigos y conocidos y, admirado de la Grecia, según su sobresaliente mérito, volvió a Roma a tiempo que las agitaciones de la república, como tumor próximo a reventar, estaban a punto de romper en la guerra civil.

XXXVII.— Habiéndosele decretado el triunfo, dijo en el Senado que le sería muy dulce seguir a César en la pompa después de hechas las paces, y en particular daba consejos a César escribiéndole continuamente, e interponía ruegos con Pompeyo, procurando templar y apaciguar a uno y a otro. Mas cuando ya llegó el caso del rompimiento, y viniendo César contra Roma Pompeyo no lo aguardó, sino que abandonó la ciudad, y con él muchos y muy principales ciudadanos, no habiéndose decidido Cicerón a esta fuga, se creyó que abrazaba el partido de César. Y no tiene duda que estuvo batallando consigo y meditando mucho sobre a cuál de los dos se inclinaría; porque escribe en sus cartas: “¿A qué lado me volveré cuando Pompeyo tiene para la guerra el motivo más glorioso y honesto, pero César se ha de conducir mejor en esta terrible crisis y ha de saber hacer más por su salud y por la de sus amigos? De manera que sé de quién he de huir, mas no a quién me estará mejor el acogerme. Escribióle en esto Trebacio, uno de los amigos de César, diciéndole que, según el dictamen de éste, debía ser de su partido y entrar a la parte en sus esperanzas; pero que si por la vejez no quería correr peligro, podía retirarse a la Grecia, y allí esperar tranquilamente los sucesos, apartándose de ambos; y picado de que el mismo César no le hubiese escrito, respondió enfadado que no haría nada que no correspondiese a su anterior conducta pública. Esto es lo que se lee en sus cartas.

XXXVIII.— Así, cuando César marchó a España, él al punto se embarcó para ir en busca de Pompeyo, y fue de todos muy bien recibido, sino solamente de Catón, quien le hizo graves reconvenciones por haberse adherido al partido de Pompeyo; porque decía que al mismo Catón no le habría estado bien el abandonar el partido que eligió desde el principio; pero que Cicerón podía haber sido más útil a la patria y a los amigos si, permaneciendo en Roma, hubiera tirado a sacar partido de los sucesos, y no que ahora, neciamente y sin ninguna necesidad, se había hecho enemigo de César y se había venido a meter en medio de tan gran peligro. Estas observaciones hicieron a Cicerón mudar de modo de pensar, y también el no haberle empleado Pompeyo en nada de importancia; pero de esto último él tenía la culpa con no negar que estaba arrepentido, con desacreditar las disposiciones de Pompeyo, con vituperar en las conversaciones todos sus proyectos y con no poderse contener de chistes y burlas pesadas contra los mismos que participaban de su suerte; pues andando él siempre triste y con ceño por el campamento, quería hacer reír a los que no estaban para ello. Pero será mejor referir aquí algunos de aquellos inoportunos chistes. Presentó Domicio para que fuese admitido entre los jefes a uno que era militar, y diciendo para recomendarle que era hombre de arreglada conducta y muy prudente, «¿Pues por qué no le guardas —le repuso— para tutor de tus hijos?». Celebrando algunos a Teófanes de Lesbos, que era en el ejército prefecto de los artesanos, por haber dado excelentes consuelos a los rodios en ocasión de haber perdido su armada, «¿De qué nos sirve —dijo Cicerón— tener un prefecto griego?». Llevaba regularmente César lo mejor en los encuentros, y en cierta manera los tenía cercados, y diciendo Léntulo tener noticia de que los amigos de César andaban cabizbajos, «Eso es decir —respondió Cicerón— que están mal con César». Acababa de llegar de Italia un tal Marcio, y como dijese que la opinión que se tenía en Roma era que Pompeyo estaba cercado, «¿Conque has hecho tu viaje —le repuso— para asegurarte por tus ojos de si es cierto?». Diciendo después de la derrota Nonio que debían tener buena esperanza, porque en el campamento de Pompeyo habían quedado siete águilas, «Eso sería muy bueno —le replicó Cicerón— si hiciéramos la guerra a los grajos». Apoyándose Labieno en ciertos oráculos para sostener que Pompeyo sería vencedor, «Sí —le respondió—, con esa estratagema acabamos de perder el campamento».

XXXIX.— Dada la batalla de Farsalo, en la que no se halló por estar enfermo, y habiendo huido Pompeyo, Catón, que había reunido en Dirraquio bastantes fuerzas de tierra y una grande armada, deseaba que Cicerón tomara el mando, a causa de corresponderle por la ley, estando adornado de la dignidad consular; pero repugnándolo éste, y huyendo enteramente de continuar la guerra, estuvo en muy poco que no se le quitara la vida, llamándole traidor Pompeyo el joven y sus amigos, y desenvainando resueltos las espadas, a no haber sido porque Catón se puso de por medio y le sacó del campamento. Arribó a Brindis, y allí se detuvo esperando a César, que tardó en llegar a Italia por haberle llamado los negocios al Asia y al Egipto. Cuando supo que había desembarcado en Tarento, y que desde allí se dirigía por tierra a Brindis, le salió al encuentro, no sin alguna esperanza, aunque avergonzado de tener que ir a mirar la cara de un enemigo victorioso a presencia de muchos; pero no le fue necesario decir o hacer cosa que no le estuviese bien; porque César, luego que vio que, adelantándose a los demás, iba a recibirle, se apeó, le abrazó y caminó hablando con él solo algunos estadios. Desde entonces siempre le tuvo consideración y lo trató con aprecio; tanto, que en el libro que escribió contra el elogio que de Catón había formado Cicerón, le celebró este mismo opúsculo y tributó alabanzas a su vida, que dijo tenía gran semejanza con las de Pericles y Terámenes. Intitulóse el escrito de Cicerón Catón, y Anticatón el de César. Refiérese que siendo acusado Quinto Ligario por haber sido uno de los enemigos de César, y defendiéndole Cicerón, dijo César a sus amigos: «¿Qué inconveniente hay en oír al cabo de tanto tiempo a Cicerón, cuando su cliente está ya juzgado tan de antemano por malo y por enemigo?». Mas, sin embargo, Cicerón desde que empezó a hablar movió extraordinariamente su ánimo, y hermana, habiéndose dirigido con aquel joven a Cicerón, de excitar las pasiones y en la gracia de la elocución, observaron todos que César mudó muchas veces de color, y que se hallaba combatido de diferentes afectos. Finalmente, cuando el orador llegó a tratar de la batalla de Farsalia, su agitación fue violenta, hasta temblarle todo el cuerpo y caérsele algunos memoriales de la mano; de modo que, vencido de la elocuencia, absolvió a Ligario de la causa.

XL.— Desde aquella época, habiendo el gobierno degenerado en monarquía, retiróse de los negocios públicos y se dedicó a la filosofía con los jóvenes que quisieron cultivarla; que siendo de los más ilustres y principales, por su trato con ellos volvió a tener en la ciudad el mayor influjo. Habíase aplicado a escribir y a traducir diálogos filosóficos, trasladando a la lengua latina los nombres usados en la dialéctica y la física; porque se dice haber sido el primero que introdujo los nombres de fantasía, sincatátesis, época, catalepsis, y además átomo, ámeres y quenon, a lo menos el que más los dio a conocer a los Romanos, usando de metáforas y de otras expresiones acomodadas con singular industria y diligencia. Divertíase con poner a veces en ejercicio la gran facilidad que tenía en hacer versos, pues se dice que cuando le daba esta humorada hacía en una noche quinientos. Habiendo pasado la mayor parte de este tiempo en su quinta Tusculana, escribió a sus amigos que hacía la vida de Laertes, o por juego y chiste, como lo acostumbraba, o por prurito de ambición de mando, no llevando bien el retiro. Rara vez venía a la ciudad como no fuese para visitar a César, y entonces era el primero que suscribía a los honores que se le decretaban y que decía alguna cosa nueva en elogio de su persona y de sus hechos, como fue la relativa a las estatuas de Pompeyo, que César mandó levantar y colocar, habiendo sido antes derribadas; porque dijo Cicerón que César, con este acto de humanidad, levantaba las estatuas de Pompeyo para afirmar más las suyas.

XLI.— Tenía pensado, según se dice, escribir la historia romana, entretejiendo con ella gran parte de la griega y recogiendo todas las fábulas y relaciones que corrían; pero vinieron a impedírselo negocios y sucesos públicos y privados, de los cuales la mayor parte parece que se los atrajo por su gusto. Porque, en primer lugar, repudió a su mujer Terencia por no haber hecho cuenta de él durante la guerra, hasta el punto de haberle dejado marchar sin nada de lo que necesitaba para el viaje, y por no haberle dado muestras ningunas de aprecio y amor cuando regresó a Italia; pues habiéndose detenido mucho tiempo en Brindis no pasó a verle, y a la hija, cuando fue, no le dio para un camino tan largo las prevenciones y acompañamiento que eran correspondientes a una joven de su calidad, y sin embargo le dejó la casa vacía y desprovista de todo, sobre haber contraído muchas y grandes deudas, porque éstas fueron las causas más honestas que se pretextaron para este divorcio. Negábalas Terencia, y el mismo Cicerón fue quien mejor hizo su apología, casándose de allí a poco con una doncella, según Terencia lo hizo correr, prendado de su figura; pero según escribió Tirón, liberto de Cicerón, por mira de mejorar su casa y pagar sus deudas. Porque aquella joven era muy rica, y Cicerón, que tenía su herencia en fideicomiso, por este medio la conservó en su poder. Como debiese, pues, grandes sumas, sus amigos y deudos le indujeron a que en una edad ya impropia se casara con aquella mocita y se librara de los acreedores echando mano de sus bienes; pero Antonio, haciendo mención de este casamiento en sus oraciones contra las Filípicas, dice que echó de su lado a una mujer en cuya compañía se había hecho viejo, motejándole con gracia que había sido un hombre que se había estado metido en casa ocioso y sin hacer el servicio militar. Después de este casamiento, a poco tiempo de él, se le murió de sobreparto la hija casada con Léntulo, con quien se había enlazado después de la muerte de Pisón, su primer marido. Acudieron de todas partes los filósofos a dar consuelo a Cicerón, tan sentido por la muerte de la hija, que repudió a su nueva esposa por parecerle que se había alegrado de la muerte de Tulia.

XLII.— Éstos fueron los sucesos domésticos de Cicerón, el cual ninguna parte tuvo en la conjuración para la muerte de César, no obstante ser uno de los mayores amigos de Bruto, hacérsele insoportable el estado en que habían venido a parar las cosas y parecer que deseaba el restablecimiento de la república como el que más; y es que los conjurados habían temido a su carácter falto de valor, y a aquel desgraciado tiempo en que aun los más firmes y mejor constituidos habían perdido la resolución y osadía. Ejecutado aquel hecho por Bruto y Casio, como los amigos de César se tumultuasen y volviese a renacer el miedo de que la ciudad cayese otra vez en la guerra civil, Antonio, que era cónsul, congregó el Senado y habló brevemente de concordia; pero Cicerón, extendiéndose más acerca de lo que las circunstancias exigían, persuadió al Senado a que, imitando lo que en caso igual se había hecho en Atenas, publicase una amnistía con motivo de lo ocurrido con César, y a Casio y Bruto les asignara provincias. Mas esto no sirvió de nada, porque el pueblo, que ya por sí mismo se había movido a compasión cuando vio que pasaba por la plaza el cadáver y Antonio le mostró la túnica de César llena de sangre y acribillada a puñaladas, furioso y ciego de ira, en la misma plaza anduvo buscando a los matadores, y con tizones encendidos corrieron muchos a las casas de éstos para darles fuego; y aunque de este peligro se salvaron con guardarse y precaverse, temiendo otros muchos no menores que él, tuvieron que abandonar la ciudad.

XLIII.— Esto dio osadía a Antonio, y si a todos infundió temor, pareciéndoles que usurparía una autoridad monárquica, mucho mayor se le causó a Cicerón: porque viendo que el poder de éste en la república había adquirido fuerza, y sabiendo que era del partido de Bruto, abiertamente se mostraba incomodado con su presencia, además de que siempre estaban recelosos el uno del otro por la desemejanza de su conducta y por sus antiguas disensiones. Temeroso, pues, Cicerón, intentó primero pasar delegado con Dolabela a la Siria; pero habiéndole rogado los que después de Antonio iban a ser cónsules, Hircio y Pansa, varones de probidad y amantes de Cicerón, que no los abandonase, pues le ofrecían oprimir a Antonio si él se quedaba, no creyéndolos del todo, ni tampoco dejándolos de creer, no hizo ya cuenta de Dolabela, y diciendo a Hircio que se iba a pasar el estío en Atenas y que cuando hubiesen entrado en su cargo volvería, sin más autorización se dispuso para aquel viaje. Hubo detenciones en la navegación, y llegando desde Roma nuevos rumores cada día a medida de su deseo: que en Antonio se notaba grande mudanza, que todo lo hacía y disponía por medio del Senado y que no faltaba otra cosa que su presencia para que los negocios se pusieran en el mejor orden, reprendiéndose a sí mismo de sus recelos y temores, regresó otra vez a Roma, y lo que es por lo pronto no le salieron vanas sus esperanzas, porque fue tanto el gentío que con el gozo y deseo salió a recibirle, que casi se consumió todo el día a la puerta en abrazos y salutaciones. Mas al día siguiente, congregando Antonio el Senado y pasándole aviso no concurrió, sino que se quedó en cama, excusándose con que estaba fatigado del viaje; pero, a lo que parece, lo que verdaderamente lo detenía era el temor de alguna asechanza, por cierta indicación y sospecha que se le había dado en el camino. Antonio se mostró muy ofendido de esta calumnia, e iba a enviar soldados con orden de que lo trajeran o le quemaran la casa; pero instándole y rogándole muchos, se convino en que sólo se le tomaran prendas. De allí en adelante se pasaban de largo cuando se encontraban, sin decirse nada el uno al otro, y estaban en mutuas sospechas; hasta que, habiendo llegado de Apolonia César el joven, admitió la herencia del otro César, y por dos mil quinientas miriadas que Antonio tenía en su poder de los bienes de éste, se indispuso con él.

XLIV.— En consecuencia de esto, Filipo, que estaba casado con la madre del nuevo César, y Marcelo con la hermana, habiéndose dirigido con aquel joven a Cicerón, se convinieron en que se prestarían mutuamente, Cicerón a éste en el Senado y ante el pueblo el poder que nace de la elocuencia y la política, y éste a Cicerón la seguridad que dan las riquezas y las armas: pues ya tenía aquel joven a sus órdenes no pocos de los que habían hecho la guerra con César, además de que se tiene por cierto haber entrado Cicerón con un vivo deseo en la amistad de César. Porque, según parece, en vida todavía de Pompeyo y Julio César se le figuró en sueños a Cicerón que llamaba al Capitolio a algunos hijos de los senadores, con el objeto de que Júpiter designara a uno de ellos por caudillo de Roma, que los ciudadanos estaban en grande expectación alrededor del templo y aquellos niños en toga pretexta sentados a la puerta. Abrióse ésta repentinamente, y los niños se fueron levantando de uno en uno y dieron la vuelta alrededor de la estatua del dios, que los estuvo mirando atentamente y los despidió descontentos; mas luego que éste se le acercó, alargó la diestra y dijo: «Romanos, éste dará fin a la guerra civil siendo vuestro caudillo». Habiendo, pues, tenido Cicerón este ensueño, se dice que retuvo y conservó viva la imagen del niño, aunque no sabía quién era; pero habiendo bajado al día siguiente al campo de Marte cuando los jóvenes volvían de ejercitarse, éste fue el primero que vio cual en el sueño se había ofrecido a su imaginación, y admirado le preguntó quiénes eran sus padres. Era su padre Octavio, uno de los más ilustres, y su madre Acia, sobrina de César; por lo que no teniendo éste hijos, le dejó por su testamento su hacienda y su casa. Desde entonces dicen que Cicerón veía con gusto a este niño y le mostraba afecto, y él correspondía a sus demostraciones, porque hacía también la casualidad que había nacido el año en que Cicerón fue cónsul.

XLV.— Éstas eran las causas que públicamente se daban; pero al principio el odio a Antonio, y después su carácter, que no podía resistir a la ambición, fueron los verdaderos motivos que le unieron a César, creyendo que ganaba para la república el poder de éste, pues se le prestaba tan dócil y sumiso que le llamaba padre. Disgustaba esto de tal manera a Bruto, que en sus cartas a Ático se queja agriamente de Cicerón a causa de que, adulando a César por miedo de Antonio, era claro que en vez de procurar libertad para la patria, sólo buscaba para sí un señor más benigno y humano. Mas a pesar de esto, Bruto se llevó consigo al hijo de Cicerón, que se hallaba en Atenas oyendo las lecciones de los filósofos, y dándole mando le confió algunos encargos que desempeñó con el mejor éxito. Llegó entonces a lo sumo en Roma el poder de Cicerón, y viniendo al cabo de cuanto se propuso, oprimió a Antonio y le obligó a salir de la ciudad, enviando a los dos cónsules Hircio y Pansa a hacerle la guerra, y obteniendo del Senado que decretara a César las fasces y todo el aparato imperatorio, como que combatía por la patria. Mas como, vencido Antonio y muertos en la guerra ambos cónsules, todo el poder se acumulase en César, temiendo el Senado a un joven a quien tan decididamente favorecía la fortuna, trató de apartar de él las tropas con honores y con dádivas, y debilitar así su poder, bajo el pretexto de que la república no necesitaba de defensores una vez qué Antonio había huido. Temió con esto César, y envió quien rogara y persuadiera a Cicerón que procurara para ambos juntos el consulado, y dispusiera de todo como le pareciese, apoderándose de la autoridad y tomando bajo su dirección a aquel joven que sólo apetecía adquirir algún nombre y gloria. Confesó el mismo César que, temiendo verse arruinado, y considerándose en peligro de que le dejaran solo, echó mano en tal apuro de la ambición de Cicerón, moviéndole a que pidiera el consulado en el concepto de que él le daría todo favor y auxilio.

XLVI.— Enloquecido entonces y sacado de tino Cicerón, un anciano por aquel mozo, y engañado para que le ayudara en los comicios y le pusiera bien con el Senado, desde luego incurrió en la reprensión de sus amigos, y al poco tiempo conoció él mismo que se había perdido y había hecho traición a la libertad de la patria: porque luego que aquel joven vio tan acreditado su poder y se posesionó del consulado, al punto dio de mano a Cicerón, y hecho amigo de Antonio y Lépido, juntando en uno el poder de los tres, partió con ellos la autoridad como pudiera haber partido una posesión. Proscribieron de muerte sobre doscientos ciudadanos, siendo la proscripción de Cicerón la que produjo entre ellos los mayores altercados, por cuanto Antonio no se daba a partido si no moría el primero, Lépido se adhería a Antonio y César se oponía a ambos. Tuvieron ellos solos sobre esto juntas reservadas cerca de Bolonia por tres días, reuniéndose en un sitio próximo al campamento, cercado del río. Dícese que habiéndose César mantenido firme en la lid por Cicerón los dos primeros días, cedió por fin al tercero, abandonándole traidoramente. La composición y compensación fue de esta manera: César hizo el sacrificio de Cicerón, Lépido el de su hermano Paulo, y Antonio el de Lucio César, que era tío suyo de parte de madre. Hasta este punto la ira y el furor los hizo perder la razón, no dejando duda de que el hombre es la más cruel de todas las fieras, cuando a las pasiones se une el poder.

XLVII.— Mientras esto pasaba, Cicerón residía en sus campos de Túsculo, teniendo en su compañía a su hermano. Luego que supieron las proscripciones, determinaron trasladarse a Ástur, posesión litoral del mismo Cicerón y desde allí pasar a la Macedonia a ponerse al lado de bruto, porque las voces que corrían eran de que se hallaba con fuerzas superiores. Caminaban en literas muy abatidos con la pesadumbre; y parándose en el camino, puestas las literas una en par de la otra, se lamentaban juntos de su suerte. El más desalentado era Quinto, a quien afligía además la idea de la falta de recursos, porque no había tenido tiempo para tomar nada en casa, y aun Cicerón era bien poco lo que consigo llevaba. Parecióle, pues, que sería lo mejor apresurar Cicerón su fuga, y que Quinto se volviese para proveerse en casa de lo necesario. Así se determinó, y abrazándose uno a otro, entre sollozos y lamentos se despidieron. Quinto, denunciado vilmente de allí a pocos días por sus esclavos a los matadores, recibió de éstos la muerte, y con él su hijo. Cicerón, conducido a Ástur, y encontrando. allí un barco, subió en él al punto y a vela navegó hasta Circeyos. Allí, queriendo los pilotos hacerse otra vez al mar, o por temor de la navegación, o por no haber perdido enteramente la confianza en César, saltó en tierra y anduvo por ella cien estadios, encaminándose a Roma; pero con nuevas dudas mudó de propósito y se dirigió otra vez hacia el mar. Cogióle la noche, y la pasó en las mayores dudas y aflicciones, sin saber qué partido tomar; tanto, que llegó a resolver introducirse secretamente en casa de César, y dándose a sí mismo muerte ante el ara, concitar contra él la ira de los dioses; pero le retrajo de esta idea el temor de los tormentos si por accidente le echasen mano. Ocurriéronle otros muchos pensamientos, mudando de dictamen a cada punto, y por fin volvió a ponerse en manos de sus esclavos para que por mar le llevasen a Cayeta, donde tenía posesiones y un asilo excelente en el estío, cuando los vientos etesios soplan dulcemente, habiendo en aquel mismo sitio un templete de Apolo sobre el mar. Levantáronse de éste muchos cuervos, que graznando se dirigieron al barco de Cicerón cuando le impelían a tierra con los remos; y colocándose en la antena de una y otra parte, unos graznaban y otros picoteaban los cabos de las maromas: señal que a todos pareció funesta. Saltó, pues, en tierra Cicerón, y marchando a la quinta se acostó para descansar. Muchos de los cuervos se posaron en la ventana graznando desconcertadamente, y uno de ellos, bajándose al lecho donde Cicerón reposaba con la cabeza cubierta, le destapó la cara, retirando suavemente la ropa con el pico. Los esclavos que esto vieron tuvieron a menos el ser tranquilos espectadores de la muerte de su señor, y que una fiera le diera auxilio y cuidara de él cuando injustamente era maltratado, y ellos no hiciesen nada para salvarle, por lo que ya rogándole, y ya poniéndole por fuerza en la litera, volvieron a conducirle hacia el mar.

XLVIII.— Llegaron en esto los matadores, que eran el centurión Herenio y el tribuno Popilio, a quien había defendido Cicerón en causa de parricidio trayendo consigo algunos satélites. Como hubiesen encontrado cerradas las puertas, las quebrantaron, y no encontrando a Cicerón, ni dándoles noticia ninguna de él los que allí habían quedado, se refiere que un mozuelo, educado por Cicerón en las letras y ciencias liberales, y que era liberto de su hermano Quinto, llamado Filólogo, dijo al tribuno que la litera marchaba por las calles sombreadas con árboles hacia el mar, con lo que el tribuno dio a correr a tomar la salida; pero sintiendo a este tiempo Cicerón que Herenio se acercaba corriendo por el camino que llevaba, mandó a los esclavos que parasen allí la litera. Entonces, llevándose, como lo tenía de costumbre, la mano izquierda a la barba, miró de hito en hito a los matadores, teniendo el cabello crecido y desgreñado, y muy demudado el semblante con la demasiada agitación y angustia, de manera que los más se cubrieron el rostro al ir Herenio a darle el golpe fatal, y se le dio habiendo alargado el mismo Cicerón el cuello desde la litera. Tenía entonces la edad de sesenta y cuatro años. Cortóle por orden de Antonio la cabeza y las manos con que había escrito las Filipicas: porque Cicerón intituló Filípicas las oraciones que escribió contra Antonio, y hasta el día de hoy aquellas oraciones conservan este nombre.

XLIX.— Cuando estos miembros fueron traídos a Roma, se hallaba Antonio celebrando los comicios consulares, y al oír la relación y verlos, exclamó: «¡Ahora, que no haya más proscripciones!». Y la cabeza y las manos las hizo poner sobre lo que formaba barandilla en la tribuna. Espectáculo terrible para los Romanos, en el que no tanto era el rostro de Cicerón lo que veían como la imagen del ánimo de Antonio; el cual tuvo, sin embargo, en estos sucesos un sentimiento laudable, que fue el de haber hecho entrega del liberto Filólogo a Pomponia, mujer de Quinto. Ésta, luego que le tuvo en su poder, además de otros castigos con que lo atormentó, le fue cortando poco a poco las carnes, las asó y se las hizo comer: porque así es como lo refieren algunos historiadores, aunque el liberto del mismo Cicerón Tirón, ni memoria siquiera hace de la traición de Filólogo.

Se me ha asegurado que algún tiempo después, entrando César en la habitación de uno de sus nietos, lo encontró con un libro de Cicerón en la mano, y que asustado trató de ocultarle debajo de la ropa; que advertido esto por César, lo tomó, y habiendo leído en pie una gran parte de él, se lo devolvió a aquel joven diciéndole: «Varón docto, hijo mío, varón docto y muy amante de su patria». Poco más adelante venció César a Antonio, y siendo cónsul nombró por su colega al hijo de Cicerón, en cuyo consulado hizo el Senado quitar las estatuas de Antonio, anuló todos los honores que se le habían concedido y decretó que en adelante ninguno de la familia de los Antonios pudiera tener el nombre de Marco. Por este medió parece que una superior providencia reservó para la casa de Cicerón el fin del castigo de Antonio.

COMPARACIÓN DE DEMÓSTENES Y CICERÓN

I.— Acerca de Demóstenes y Cicerón, lo que dejamos escrito es cuanto ha llegado a nuestro conocimiento que sea digno de memoria, y aunque no es nuestro ánimo entrar en la comparación de la facultad del decir del uno y del otro, nos parece no debe pasarse en silencio que Demóstenes, cuanto talento tuvo, recibido de la naturaleza y acrecentado con el ejercicio, todo lo empleó en la oratoria, llegando a exceder en energía y vehemencia a todos los que compitieron con él en la tribuna y en el foro; en gravedad y decoro, a los que cultivaron el género demostrativo, y en diligencia y arte, a todos los sofistas. Mas Cicerón, hombre muy instruido, y que a fuerza de estudio sobresalió en toda clase de estilos, no sólo nos ha dejado muchos tratados filosóficos al modo de la escuela académica, sino que aun en las oraciones escritas para las causas y las contiendas del foro se ve claro su deseo de ostentar erudición. Pueden también deducirse las costumbres de uno y otro de sus mismas oraciones, pues Demóstenes, aspirando a la vehemencia y a la gravedad, fuera de toda brillantez y lejos de chistes, no olía al aceite, como le motejó Piteas, sino que de lo que daba indicio era de beber mucha agua, de poner sumo trabajo y de austeridad y acrimonia en su conducta; y Cicerón, inclinado a ser gracioso y decidor hasta hacerse juglar, usando muchas veces de ironía en los negocios que pedían diligencia y estudio, y empleando en las causas los chistes, sin atender a otra cosa que a sacar partido de ellos, solía desentenderse del decoro: como en la defensa de Celio, en la que dijo: «no ser extraño que entre tanta opulencia y lujo se entregara a los placeres, porque no participar de lo que se tiene a la mano es una locura, especialmente cuando filósofos muy afamados ponen la felicidad en el placer». Dícese que acusando Catón a Murena, le defendió Cicerón siendo cónsul, que por mortificar a Catón satirizó largamente la secta estoica, a causa de sus proposiciones sentenciosas, llamadas paradojas, causando esto gran risa en el auditorio y aun en los jueces, y que Catón, sonriéndose, dijo sin alterarse a los circunstantes: «¡Qué ridículo cónsul tenemos, ciudadanos!». Parece que Cicerón era naturalmente formado para las burlas y los chistes, y que su semblante mismo era festivo y risueño; mientras en el de Demóstenes estaba pintada siempre la severidad y la meditación, a las que, entregado una vez, no le fue ya dado mudar; por lo que sus enemigos, como dice él mismo, le llamaban molesto e intratable.

II.— También se ve en sus escritos que el uno no tocaba en las alabanzas propias sino con tiento y sin fastidio, y sólo cuando podía convenir para otro fin importante, siendo fuera de este caso reservado y modesto; pero el desmedido amor propio de Cicerón de hablar siempre de sí mismo descubre una insaciable ansia de gloria, como cuando dijo: Cedan las armas a la docta toga, y el laurel triunfal a la elocuencia. Finalmente, no sólo celebra sus propios hechos, sino aun las oraciones que ha pronunciado o escrito, como si su objeto fuese competir juvenilmente con los oradores Isócrates y Anaxímenes, y no atraer y dirigir al pueblo romano:

Grave y altivo poderoso en armas,

y a sus contrarios iracundo y fiero.

Es verdad que en los que han de gobernar se necesita la elocuencia; pero deleitarse en ella y saborear la gloria que procura no es de ánimos elevados y grandes. En esta parte se condujo con más decoro y dignidad Demóstenes, quien decía que su habilidad no era más que una práctica, pendiente aún de la benevolencia de los oyentes, y que tenía por iliberales y humildes, como lo son en efecto, a los que en ella se vanaglorian.

III.— La habilidad para hablar en público e influir por este medio en el gobierno fue igual en ambos, hasta el extremo de acudir a valerse de ellos los que eran árbitros en las armas y en los ejércitos: como de Demóstenes, Cares, Diopites y Leóstenes, y de Cicerón, Pompeyo y César Octavio, como éste lo reconoció en sus Comentarios a Agripa y Mecenas. Por lo que hace a lo que más descubre y saca a la luz la índole y las costumbres de cada uno, que es la autoridad y el marido, porque pone en movimiento todas las pasiones y da ocasión a que se manifiesten todos los vicios, a Demóstenes no le cupo nada de esto, ni tuvo en qué dar muestra de sí, no habiendo obtenido cargo ninguno de algún viso, pues ni siquiera fue uno de los caudillos del ejército que él mismo hizo levantar contra Filipo. Mas Cicerón fue de cuestor a la Sicilia y de procónsul a la Capadocia; y en un tiempo en que la codicia andaba desmandada y estaba admitido que los que iban de generales y caudillos, ya que el hurtar fuera mal visto, se ejercitasen en saquear, no vituperando por tanto al que tomasen, sino mereciendo gracias el que lo ejecutaba con moderación, dio ilustres pruebas de su desinterés y desprendimiento, y también de su mansedumbre y probidad. En Roma mismo, siendo cónsul en el nombre, pero ejerciendo en la realidad autoridad de emperador y dictador con motivo de la conjuración de Catilina, hizo verdadera la profecía de Platón de que tendrían las ciudades tregua en sus males cuando por una feliz casualidad un grande poder y una consumada prudencia concurriesen en uno con la justicia. La fama culpa a Demóstenes de haber hecho venal la elocuencia, escribiendo secretamente oraciones para Formión y Apoloro en negocio en que eran contrarios, y le desacredita por haber percibido dinero del rey y por haber sido condenado a causa de lo ocurrido con Hárpalo. Cuando quisiéramos decir que todo esto fue inventado por los que escribieron contra él, que no fueron pocos, todavía no tendríamos medio ninguno para hacer creer que no había visto con ojos codiciosos los presentes que por obsequio y honor le hacían los reyes, ni esto era tampoco de esperar de quien daba a logro sobre el comercio marítimo; pero en cuanto a Cicerón, ya tenemos dicho que, habiéndole hecho ofertas y ruegos para que recibiese presentes los sicilianos cuando fue edil, el rey de Capadocia cuando estuvo de procónsul y sus amigos al salir a su destierro, los resistió y repugnó en todas estas ocasiones.

IV.— De los destierros, el del uno fue ignominioso, teniendo que ausentarse por usurpación de caudales, y el del otro fue muy honroso, habiéndosele atraído por haber cortado los vuelos a hombres malvados, peste de su patria; así, del uno nadie hizo memoria después de su partida, y por el otro mudó el Senado de vestido, hizo duelo público y resolvió que no se diese cuenta de negocio ninguno hasta haberse decretado la vuelta de Cicerón. Mas, por otra parte, éste en el destierro nada hizo, pasándolo tranquilamente en Macedonia; pero para Demóstenes el destierro vino a hacerse una de las más ilustres épocas de su carrera política; porque trabajando en unión con los griegos, como hemos dicho, y haciendo despedir a los legados de los macedonios, recorrió las ciudades mostrándose en un infortunio igual mejor ciudadano que Temístocles y Alcibíades. Restituido que fue, volvió a su antiguo empeño, y perseveró haciendo la guerra a Antípatro y los macedonios. Mas a Cicerón le echó en cara Lelio en el Senado que, pretendiendo César se le permitiese contra ley pedir el consulado, cuando todavía no tenía barba, se estuvo sentado sin hablar palabra; y Bruto le escribió increpándole de que había fomentado y criado una tiranía mayor y más pesada que la que ellos habían destruido.

V.— Últimamente, en cuanto a la muerte, bien era de compadecer un hombre anciano, llevado a causa de su cobardía de acá para allá por sus esclavos, a efecto de esconderse y huir de una muerte que por la naturaleza no podía menos de amenazarle de cerca, y muerto al cabo lastimosamente a manos de asesinos; pero en el otro, aunque se hubiese abatido un poco al ruego, siempre es laudable la prevención y conservación del veneno, y más laudable el uso; porque no prestándole asilo el dios, como quien se acoge a mejor ara, se sustrajo a sí mismo de las armas y las manos de los satélites, burlándose de la crueldad de Antípatro.


Publicado el 16 de febrero de 2017 por Edu Robsy.
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