Al Margen

Rafael Barrett


Crítica



Gorki y Tolstoi

Casi a la vez que publicaba el conde León Tolstoi en la Revue Hebdomadaire un estudio sobre lo que pasa en Rusia, titulado Una Revolución sin ejemplo, aparecía en la revista de San Petersburgo Zuaniè la primera parte de la gran novela de Gorki, La madre, que tan rápida fama ha conquistado. El telégrafo nos dice que la policía está secuestrando el libro.

Se recordará que el autor fue preso a principios de 1905, cuando no se había secado aún la sangre inocente del pueblo, derramada ante el palacio del zar en el más vil espasmo de terror con que un gobierno haya deshonrado la historia. Se le atribuyó a Gorki, según parece, la redacción del célebre manifiesto a la guarnición militar de la capital. Se dice que el ilustre escritor no fue bien tratado en la cárcel, donde se enfermó de tuberculosis. Viajó después, alejándose hasta los Estados Unidos. Volvió a Italia, en uno de cuyos deliciosos lugares debió de reponerse. Durante su peregrinación Gorki no piensa más que en los dolores de su país. Lanza de cada playa a que arriba un grito de cólera y de venganza. A mediados de julio último tradujo la Revue de Paris el más penetrante de todos: una relación de las matanzas de enero, páginas donde resplandece la sobriedad terrible de Maupassant y donde la desesperación sagrada del poeta se amordaza a sí misma, realizando un ambiente de espanto y de silencio que sobrecoge al lector. Ahora en su patria, Gorki, amparado por un simulacro de parlamentarismo, reanuda la lucha cuerpo a cuerpo con el mal. Su libro, a pesar de las persecuciones, retoñará en la sombra, y llegará a todas las manos y a todos los espíritus.

El argumento de La madre es de índole social y de intención renovadora. Un joven obrero se consagra, en el modesto grupo industrial de que forma parte, a una tenaz propaganda socialista. Siluetas de los personajes característicos que rodean al jefe: intelectuales, operarios elocuentes, muchachas heroicas, gentes que han abandonado posición y tranquilidad a cambio de confesar su fe y torcer el destino; labor subterránea de mineros, audacia perpetua de los que han pesado la vida y la tienen apalabrada; duelo con el espionaje oficial, con la policía feroz, con las ideas antiguas y con el miedo mismo de los que las profesan; se adivina el vigor con que un Gorki plantará en pie la efigie viva de esta Rusia moderna y agitada. Pero lo curioso, lo esencial de la obra, es el papel de la madre, asombrada al principio y temerosa, convencida después, más tarde cómplice de su hijo y compañera suya de atrevimientos y fatigas. Mientras le tienen detenido, ella distribuye en la fábrica proclamas y hojas volantes. Durante el proceso seguido a los revoltosos, ella se encarga de recoger e imprimir el discurso del protagonista ante los jueces. Cae prisionera entonces, y aun tiene tiempo de hablar, de protestar, de clamar la angustia del siglo atormentado. Una melodía tierna y profusa se levanta de las hojas del libro: es el acento de la vieja generación seducida y arrastrada por la nueva; la voz de esos padres y de esas madres que acompañan a los hijos en la penosa y divina marcha hacia un futuro más noble.

La actitud de Tolstoi, en Una Revolución sin ejemplo, es diferente. Para él no hay salvación fuera de la agricultura y el retorno de la humanidad a las costumbres campestres. Rusia puede todavía detenerse en el camino fatal que llevan los occidentales, entregados a «las transformaciones de régimen, que todas tienen por base la autoridad y la sustitución del trabajo agrícola por el trabajo industrial». Saboreen estos párrafos de admirable energía:

«Hay un procedimiento muy usado por los hombres para justificar sus errores. Considerando axioma irrefutable el error que profesan, confunden este error y todas sus consecuencias en una sola idea y un solo vocablo, y luego atribuyen a la una y al otro una significación vaga y mística. Tales son las ideas y palabras de Iglesia, Ciencia, Derecho, Estado, Civilización.

»Así la Iglesia no es lo que es, o sea la reunión de ciertos hombres caídos en el mismo error, sino la unión de verdaderos creyentes. El Derecho no es el conjunto de leyes injustas elaboradas por ciertos hombres, sino la definición de condiciones equitativas en que los hombres pueden vivir. La Ciencia no es el resultado de azarosas especulaciones que ocupan a los ociosos, sino el único, el verdadero saber. Asimismo la Civilización no es el resultado de las violencias de las autoridades y de la nociva actividad de las naciones occidentales que quieren librarse de la opresión por la opresión, sino la sola vía cierta hacia la felicidad futura de los hombres».

Gorki es de acción; Tolstoi es contemplativo. El uno se aprovecha de lo que existe para edificar la ciudad del porvenir; el otro, en su soledad majestuosa, fulmina y destruye. Gorki es constructor; Tolstoi, crítico. Las manos plebeyas del primero, esas valientes manos que empuñaron el hierro laborioso y amasaron el pan de los ricos, son manos fuertes y ágiles que esculpen el pensamiento y salvan la carne y en las cuales todo es herramienta; la mano aristocrática del segundo desdeña, señala, se alza al cielo, pero no ejecuta. Tolstoi es el filósofo y el profeta; Gorki, el irresistible obrero.

Ambos representan las dos direcciones fundamentales de la evolución rusa. En medio del trágico desorden actual, se yerguen como los dos polos —el de la guerra práctica y el de la revolución teórica— que fijarán las corrientes de la definitiva organización social. Estos dos grandes hombres, cuyas opiniones parecen contrarias, se completan realmente en su tarea ciclópea. El mismo altruismo palpita en los dos. Si Tolstoi reparte sus tierras, Gorki gasta en libros, ropa y toda clase de recursos para los pobres, las enormes rentas que le produce su pluma. En su humilde casa, como sobre un altar, tiene el autor de La madre el retrato venerado del autor de Ana Karenina.

De Historia

He leído, hace poco, sobre el historiador chileno Barros Arana, un concienzudo estudio en que, con una especie de religiosidad, se nos refiere la inmensa labor preparatoria exigida por los dieciocho tomos de la Historia General de Chile. Barros Arana se pasó veinticinco años compulsando archivos; en uno solo, el de Indias, revisó quince millones de páginas… Y el panegirista, que es un joven inteligente, ilustrado en extremo —se trata del doctor Viriato Díaz Pérez, jefe del archivo de La Asunción— canta un himno a la constancia de los recopiladores, de los monumentales

Me ha parecido ver aquí un efecto de esa tendencia, común entre los especialistas, de atribuir un valor exagerado a la cantidad de trabajo, olvidando la calidad. Hay heroicos imbéciles que consagran su vida a resolver la cuadratura del círculo, o a coleccionar puños de paraguas. ¿Se ha calculado alguna vez las calorías que gastan algunas personas en acertar jeroglíficos, anagramas, logogrifos y acrósticos? Balzac ha escrito mucho, pero la lista de las obras completas de Carlota Braemé, Xavier de Montepin y Ponson du Terrail es acaso más larga que la del gran novelista, y todos ellos son niños de teta al lado de cualquier viejo expèditioniste de ministerio. Hasta en la historia, un ensayo de Macaulay, un artículo de Paul de Saint-Victor, son preferibles a media docena de volúmenes de César Cantú. ¿Será necesario recordar a Pascal: «si hubiera tenido tiempo lo hubiera hecho más corto»; a Shakespeare: «la brevedad es el alma del talento»? Prescindir del talento es una operación peligrosa.

En historia —dando a la palabra su entero alcance— la documentación es indispensable; sin embargo, no es fundamental. Sería fundamental, por ejemplo, en química, donde los hechos mandan, «fundan» la ley, y la técnica se impone al sabio. Y aun en estas regiones del experimento decisivo, conviene no perder de vista que Claudio Bernard —un caso entre muchos— creó la fisiología moderna con aparatos casi infantiles. Le Bon pretende revolucionar nuestra física con experiencias de una simplicidad desconcertante. ¡Cuál no será el papel del genio en historia! En historia no hay hechos siquiera, sino signos contradictorios, y además sin valor científico, como provenientes de personas ajenas a nuestra metodología. La abundancia misma de la documentación es más un obstáculo que una riqueza. «Cuando no se conoce un hecho sino por un testimonio único, se le acepta sin titubear, dice Anatole France. Las perplejidades empiezan cuando los sucesos son relatados por varios testigos, pues sus testimonios son siempre inconciliables… Sin duda que las razones de preferir un testimonio a otro son a veces muy fuertes. Nunca lo son bastante para acallar nuestras pasiones, nuestros prejuicios, nuestros intereses, ni para vencer esa ligereza de espíritu común a todos los hombres graves». La documentación es un pretexto para hacer historia, y la historia es un poema menos inverosímil que los otros…

Suministren una documentación idéntica a un Carlyle, a un Marx, a un Tarde, y pídanles la historia de un siglo: les presentarán tres cuadros profundamente diversos. Ferrero renueva la historia romana y es probable que su documentación sea inferior a la de los alemanes. Taine, para escribir la historia de la revolución francesa, parte de bases psicológicas —psicológicas del jacobino—; Aulard parte de la vida oficial, del mecanismo de las asambleas; resultado: dos cuadros en absoluto diferentes. La documentación de ambos autores era enorme. Aulard sostuvo que la suya era más enorme que la de Taine. Le acusa de «no haberlo visto todo» (!!), de no haber consultado en la Biblioteca Nacional, sino 26 carpetas sobre insurrecciones de campesinos, ¡y hay 1770! Un señor Cochin, archivero-bibliotecario, y temible paleógrafo, analiza con minuciosidad implacable la cuestión, y deduce que también hay carpetas consultadas por Taine y descuidadas por Aulard. ¡Qué escándalo! Ni Aulard ni Taine se sabían de memoria los archivos de Francia. Y a última hora aparece Kropotkin, provisto de toda la documentación de sus predecesores, y demostrándonos que la revolución no fue más que un fenómeno de comunismo agrario… Y son acontecimientos de ayer…

El pasado no es una estatua encerrada; es un muerto de que apenas queda el polvo de los huesos, un muerto irresucitable, cuya podredumbre, para volver con apariencias de vida a la luz del sol, requiere la acción deformadora y mágica de otra vida un triunfo, así como el estiércol, vanamente reunido por el recopilador escarabajo, requiere el alma de las plantas para transformarse en flores.

Rimas de Lugones

En uno de los últimos y más característicos libros —Lunario Sentimental— dice Leopoldo Lugones que la rima es hoy el elemento esencial del verso, por haberse perdido la música de las sílabas largas y breves, a la usanza latina. No quedando otro medio de señalar el tono —¿tono?, ¿querrá decir Lugones ritmo?— que la acentuación, la rima viene a restituir al verso gran parte de su riqueza eufónica. Y Lugones, con una especie de furiosa paciencia, se pone a convocar rimas sorprendentes e innumerables, para cimentar en ellas el edificio de una poesía personal.

Yo, como algo salvaje en estos asuntos, soy desconfiado. No he oído recitar sus versos a Horacio ni a Virgilio, y renuncio a comprender lo que eran las sílabas largas y breves. ¡No hablemos de eso, pues! En cuanto al acento, basta atender a una conversación o escucharse un rato a sí propio, para descubrir que las sílabas no acentuadas están lejos de formar una pasta neutra. El acento marca las más intensas o más largas —dos cosas muy diferentes—; pero todas las sílabas tienen su intensidad y su duración definidas por el genio del idioma y el temperamento del locutor. De aquí, que la topografía de los acentos no nos anuncie nada fijo sobre la musicalidad de la frase. Una serie de sílabas acentuadas no produce, a no ser que el emisor se lo proponga, un resultado monótono. Ejemplo: pronuncien: «Yo no soy más vil que tú». Instintivamente, matizarían la dicción y establecerán una jerarquía fonética en que varios acentos gramaticales desaparecerán. Del hecho de que se acentúan las palabras francesas en la sílaba final, un aturdido profesor de retórica podría deducir que la melodía del verso francés es pobre. Victor Hugo le infundió una vida nueva de suntuosidad incomparable, sin revolucionar la acentuación, y ¿no es acaso uno de los más hermosos versos de Racine el siguiente, compuesto de monosílabos?: Le jour n’est pas plus pur que le fond de mon coeur.

Sospecho que la distinción entre las palabras y entre las sílabas existe en el papel, y será útil, para aprender una lengua o para seguir su historia, o para cualquier fin analítico; no para penetrar las síntesis poéticas, a cuyo calor los contornos ortográficos se funden, y el verbo deja de ser un mosaico y se convierte en un irisado chorro donde todo canta de una manera inesperada y continua. Difícil es deslindar de él un organismo completo. Me parece, sin embargo, que la individualidad frecuente del verso es natural a la poesía, arte de suyo propicio a una delicada y brece perfección. La belleza absoluta del verso aislado es, muchas veces, indiscutible. En este octosílabo de Guido y Spano: Llora, llora, urutaú…, o en este endecasílabo de Guerra Junqueiro: Negro Himalaia de agonías, o en este alejandrino de Cecilia Sauvage: La lune amarre là son petit bateau d’or, el esplendor misterioso de la forma no se debe a la rima, ni al orden de los acentos, sino a una suerte de aliteración celestial. El verso libre de Lugones atiende principalmente al conjunto armónico de la estrofa, subordinándole el ritmo de cada miembro. Nótese que no se merma la autonomía del verso, sin tender a la prosa, y que los primeros poemas del Lunario no son sino prosas rimadas. «Las formas clásicas —dice Lugones— resisten en virtud de la ley del menor esfuerzo». ¿Y hay recurso más clásico que el de la rima y más favorecido por esa ley?

El autor, preocupado excesivamente de la rima rara que hace pintorescas a las poesías sólo por el borde (como ciertos países), compite con Rostand en los consonantes de doble y triple expansión:


Y la luna en enaguas
Como propicia náyade
Me besará cuando haya de
abrevarme en sus aguas.
 

Y:


La luz que tu veste orla
Gime por verse encadenada por la
Gravitación de sus siete soles.
 

Y:


A tu suave petróleo
El bergantín veloz
No se sabe si es mole o
Fantasma precoz.
 

Y sobre todo:


Por eso él
Con un arte más alto que el Himalaya
Lima la ya perfecta siempre mal, ¡y malhaya
A la pérfida luna que su éxito combate!
 

Quevedo: —¿Hay consonante para fraile? —Hayle.

Es claro que Lugones se da rimas a priori. Sus conocimientos de técnica científica le salvan. Los términos de química inorgánica, especialmente, le suministran esdrújulos preciosos. Pero no se pasa de murmurio a Mercurio, de plomo a bromo, de jamba a caramba, de soponcio a estroncio, de salamandra a escafandra, de escénico a arsénico, de zarzo a cuarzo, de testimonio a antimonio, de cobaltos a basaltos, de garbo a ruibarbo, etcétera, sin exponerse a que no ya los intereses de la poesía, sino los del sentido común se rompan un hueso en el camino. Todos los alpinistas de la pluma se estremecerán ante este itinerario de «teórico» a «hidroclórico»:


Quiero mezclar a tu champaña
Como buen astrónomo teórico
Su luz, en sensación extraña
De jarabe hidroclórico.
 

Y se desmayarán ante éste:


El sastre a quien expulsan de la tienda
Lumbagos insomnes,
Con pesimismo de ab uno disce omnes
A tu virtud se encomienda.
 

Cuando Valbuena, terror de los ripiosos, topaba con algún «afanes prolijos», rugía ferozmente: —¡Estoy viendo venir a «los hijos»! En Lugones ocurre lo inverso; jamás hay ripio en la rima. Pero todo lo que no es rima suele reducirse, para justificarla, a un enorme ripio. Los ripios de tan ingenioso artífice tenían que pertenecer a una categoría excepcional. Son el alma de su obra. Son imponentes y complicados. En ellos quizá mejor que en otras producciones menos anormales, resplandece el vasto talento del compositor argentino.

Leyendo a Vaz Ferreira

He aquí el más raro de los filósofos: un filósofo de buen sentido; el más raro de los lógicos: un lógico en guardia siempre contra su propia razón. Hay en las cosas de la inteligencia una moral también, y Vaz Ferreira la lleva hasta el ascetismo. Le verán constantemente ocupado en barrer sofismas, en distinguir lo complementario de lo contradictorio, en reducir las exageraciones, en aventar las falsas simplificaciones, en redondear, limar los ángulos que forman nuestras secas rectas mentales al buscar la curva misteriosa de la vida, en aclarar lo confuso y esfumar lo equivocadamente aclarado, en restablecer nuestra certeza y nuestra duda allí donde la olvidábamos. Pero él mismo nos presenta la imagen exacta de su labor: «Así como los cirujanos no emprenden una operación sin desinfectar previamente todos los útiles que proponen usar, así nadie debería empezar un raciocinio sin haber dejado de antemano todas las palabras que vas a emplear, completamente asépticas de equívocos». Noble afán de limpieza, castidad científica que no se guarda sin dolor, tan oscuro y mal comprendido es el trabajo a que obliga, tan numerosos son los sueños, las metáforas, las teorías, las obras que el pensador ha de amputar de su espíritu y arrojar de sí, con un heroico «¡esto no sirve!». Renunciar al efecto, a la fácil originalidad, «haber reservas a las doctrinas en boga, resignándose a pasar por incomprensivo, y después a no tener ningún mérito por haber tenido razón», limitar su público y sacrificar la gloria a la pulcritud del talento… ¿no es bastante? Y además constreñirse a la modestia, a la auténtica, no la que miente para obtener la limosna de una rectificación, sino la que nos pesa con la balanza con que pesamos al prójimo, y nos da por lo que somos. Y además aceptar la tortura continua de nuestras vacilaciones, de nuestros escrúpulos, del remordimiento, que, según la justa frase de Vaz Ferreira, sólo es sentido por las personas honradas. Y por último verse forzado a herir al genio… Tal vez tocamos ahora lo más penoso; cuando Vaz Ferreira, cumpliendo su deber, corrige a James, a Bergson, a Guyau —¡a su Guyau!—, su admiración calla, pero la oímos suspirar…

Porque este formidable crítico está lleno de amor. Es incapaz de ironía, incapaz de desprecio. Su alma elevada está de par en par abierta a las brisas de lo infinito. «El sabio, dice combatiendo a James, es el que no vuelve la espalda jamás por ninguna cuestión». Este dialéctico predica la desconfianza de las fórmulas. Ama la vida, que no es un sistema de silogismos. Si ama el conocimiento, ama la ignorancia reflexiva, que es un conocimiento más profundo aún. Por eso, en sus admirables estudios pedagógicos, este catedrático nos dice que la educación del niño consiste sobre todo en hacerle descubrir su ignorancia, en mantenerle en contacto con el inmenso más allá. ¡Sí!, vivimos de lo que ignoramos; nuestra conciencia respira lo invisible. El abismo sin fondo es el que nos sostiene, como a la nave el mar, y la ciencia es un diálogo sublime entre nuestro entendimiento y la sombra. Un diálogo ¡por fin!, no el monólogo de los viejos metafísicos, cuya voz moría en la puerta de sus gabinetes, sino un diálogo, en que las cosas nos contestan, como la mitad de un mundo contestó a Colón, y un astro entero a Leverrier. Y en los miles de laboratorios de la tierra, los hombres cuchichean con la realidad y a lo largo de la borrosa frontera de nuestro ser hay de una parte y otra balbuceos, murmullos sumergidos a medias en el silencio, y silencios preñados de gritos futuros. Acaso no sea lo esencial que entendamos la realidad, sino que la realidad nos entienda. Y cuando nos entiende y nos responde, es para siempre; hasta hoy nos ha sido fiel. Todos los dioses nos han engañado: ella, no. Ella es la única que tiene derecho a exigir que no intentemos tampoco defraudarla; y si lo hacemos, ¡ay de nosotros! ¡Ay de nosotros si nos inclinamos a creer que podemos salvarnos sin su ayuda, y sin que la ayudemos y se salve en nuestra compañía! Y Vaz Ferreira, juntando su amor a la vida con su respeto a la razón, no se cansa de recordarnos cuán incierto y provisorio es nuestro saber, por evidente que nos parezca, si no lo probamos sin cesar, si no lo consagramos en su choque con los hechos.

El analista incorruptible nos dice que el amor a la vida no disminuye el vigor del análisis. El centinela de la lógica nos dice: «¡confianza en las soluciones de libertad y en las soluciones de piedad!». Y nosotros, desterrados de la ciencia, periodistas, cerebros semiimpulsivos, dehiscentes, que soltamos a los cuatro vientos de la actualidad nuestras semillas de una hora; nosotros, los que pasamos, decimos al que pertenece y nos da la esperanza de que no somos enteramente inútiles: «¡gracias, maestro!».

Motivos de Proteo

Aunque quisiera, no podría ocuparme hoy de otra cosa que de Motivos de Proteo, el hermoso libro que acaba de publicar en Montevideo José Enrique Rodó, y que se ha enseñoreado de mi espíritu, obligándome a comunicar a los demás mi admiración y mi entusiasmo. Temo que Rodó, a pesar de su Ariel, no sea conocido en el Paraguay, donde circulan muchas sandeces europeas, sólo por ser europeas, mientras se ignora tal vez lo mejor de la actual literatura sudamericana. Aquí se canturrea todavía a Núñez de Arce, y no se ha saboreado al argentino Almafuerte. Piensen que se trata ahora del primer crítico continental. No pierdan la ocasión de enriquecer su inteligencia y sobre todo sus sentimientos y su carácter.

Porque no es el crítico y el psicólogo quien únicamente les habla desde las páginas del Proteo; es también el poeta y el moralista. He aquí a un profesor que, empapado de cultura clásica, no se satisface con dar su verbo la luminosa armonía del arte helénico; he aquí a un curioso que, al tanto de las nerviosidades de los modernos estilos, no se contenta con lograr en el suyo una elasticidad y una precisión siempre jóvenes; he aquí por fin a un filósofo que, penetrado de la gran corriente antideterminista contemporánea, a cuya cabeza están los Bergson y los James, no se reduce a mostrar cómo la ciencia se limita por sí propia, y cómo ha llegado el momento de restituir a las energías de la vida su específica libertad y su sentido trascendente, sino que, dueño absoluto de su razón y de su fantasía, las endereza a extraer de tantos dones una regla preciosa de conducta, una disciplina heroica de autoemancipación para todos nosotros. Rodó, educado en dilettante, ha preferido ser un apóstol intelectual; su lenguaje está impregnado de simpatía profunda y de unción laica; su obra serena y poderosa es un canto a la esperanza, un llamamiento a la voluntad, un recuerdo de que es posible, por abatidos que estemos, resucitar y regenerarnos; de que en el fondo de nuestra misma alma duerme el Mesías que ha de salvarla. Rodó, que quizá no cree en Dios, cree en el hombre; pero no esperen encontrar, en el libro que les brindo, egoísmo alguno; lo que hallarán será una doctrina tan austera y tan alta como la que pudiera ofrecer la más pura de las religiones.

No resisto a la tentación de enviarles una de las mil joyas de Motivos de Proteo. El autor, para advertirnos que debemos buscar en los fracasos de la experiencia nuevos gérmenes de triunfo, sin desanimarnos nunca, se vale de esta exquisita parábola:

«Jugaba el niño en el jardín de la casa, con una copa de cristal que, en el límpido ambiente de la tarde, tornasolaba como un prisma. Manteniéndola, no muy firme, en una mano, traía en la otra un junco con el que golpeaba acompasadamente la copa. Después de cada toque, inclinando la graciosa cabeza, quedaba atento, mientras las ondas sonoras, como nacidas de vibrante trino de pájaro se desprendían del herido cristal y agonizaban suavemente en los aires. Prolongó así su improvisada música hasta que, en un arranque de volubilidad, cambió el motivo de su juego: se inclinó a tierra, recogió en el hueco de ambas manos la arena limpia del sendero, y la fue vertiendo hasta llenarla. Terminada esta obra, alisó, por primor, la arena desigual de los bordes. No pasó mucho tiempo sin que quisiera volver a arrancar al cristal su fresca resonancia; pero el cristal, enmudecido, como si hubiera emigrado un alma de su diáfano seno, no respondía más que con un ruido de seca percusión al golpe del junco. El artista tuvo un gesto de enojo para el fracaso de su lira. Hubo de verter una lágrima, mas lo dejó en suspenso. Miró, como indeciso, a su alrededor; sus ojos húmedos se detuvieron en una flor muy blanca y pomposa, que a la orilla de un cantero cercano, meciéndose en la rama que más se adelantaba, parecía rehuir la compañía de las hojas, en espera de una mano atrevida. El niño se dirigió, sonriendo, a la flor; pugnó por alcanzar hasta ella; y aprisionándola con la complicidad del viento que hizo abatirse por un instante la rama, cuando la hubo hecho suya la colocó graciosamente en la copa de cristal, vuelta en ufano búscaro, asegurando el tallo endeble merced a la misma arena que había sofocado el alma musical de la copa. Orgulloso de su desquite, levantó, cuan alto pudo, la flor entronizada, y la paseó, como un triunfo, por entre la muchedumbre de las flores».

¡Qué necesitados están el Paraguay, y la América entera, de talentos como Rodó, de maestros como él, si es lícito llamar maestros a los que rehúyen toda jefatura, a los campeones de la tolerancia que no nos empujan por un solo camino, pero los iluminan todos; a los que no nos proponen una teoría única, ni un dogma, pero nos dicen: «¡sean libres!»; ¡a los que no nos ordenan una obra particular, pero nos desatan las manos!

El libro de Rodó

—¡Qué hermoso libro! —dirán los que viven.

—Es demasiado serio —dirán los que parece que viven, y están muertos: los que ignoran la lúgubre tristeza de sus diversiones habituales.

***

Para dar a Motivos de Proteo todo su alcance contemporáneo, conviene advertir la extensa base científica en que se apoya. Adivinamos que el autor, sin hacer alarde de ello, está al tanto de la psicología moderna. Sus metáforas no son pura fantasía de poeta, sino arraigadas en el sólido terreno de los hechos. Así la noción de que el alma es una multitud, o mejor una serie de sobrepuestas multitudes; un vasto paisaje, donde hay «dientecillos que roen en lo hondo, gotas de agua que caen a compás en antros oscuros, gusanos de seda que tejen hebras sutilísimas…». Así la noción de lo inconsciente, leitmotiv en cada página —«difícil es que conozcamos todo lo que calla y espera en lo interior de nosotros mismos»— y madre de aquella encantadora parábola del barco: el barco que desaparece, tragado por el horizonte y vuelve mucho más tarde, inesperado, trayendo exóticas riquezas en su seno, es el símbolo del pensamiento que huye del círculo de luz de la conciencia, y vuelve, quizá años después, de las Américas ocultas de nuestro espíritu, con la carga maravillosa de las primicias de un mundo. Y así, por último, la noción crédula del libro, encerrada en la frase «reformarse es vivir», equivale a la famosa de Gabriel D’Annunzio, «renovarse es morir». Rodó no afirma de un modo terminante que las energías del alma dirigidas por la voluntad sean absolutamente creadoras; pero ¿es acaso un determinista el que escribe que «una débil y transitoria criatura lleva dentro de sí la potencia original, la potencia emancipada y realenga, que no está presente ni en los encrespamientos de la mar, ni en la gravitación de la montaña, ni en el girar de los orbes»? El que nos muestra el esquema de una bien ordenada vida como una suave y graciosa curva, y en otro pasaje nos exhorta a separarnos de la «recta fatal», no está lejos de Bergson, ni de comprender, con el estupendo filósofo, que «la vitalidad [la humanidad, diría Rodó] es tangente en cualquier punto a las fuerzas físicas y químicas».

¿Entonces psicólogo, crítico? Y prosa flor y moralista… También el talento de Rodó es una multitud. Uno de sus rasgos salientes es el amor al orden. El título de la obra, y hasta las líneas que le sirven de prefacio, prometen divagaciones. Pues bien, no encontrarán una sola. Tanto mejor: la vida proteica —en biología— no es la más elevada. La mayor parte de este libro, que pretende no tener arquitectura, es un estudio sobre la vocación y la aptitud, construido con un método tan riguroso como el de una monografía de Ribot. Comparen la sentencia de Goethe «yo llamo clásico a lo que es sano», con la de Rodó «la moralidad es siempre un orden, y donde hay orden hay alguna moralidad» —alguna salud— y notarán que el amor al orden hace de él un clásico, y le inclina a elegir para fondo decorativo de sus parábolas los lineamientos diáfanos y majestuosos de la pagana antigüedad. La honradez intelectiva le impele a buscar los términos más precisos, dentro del castellano más neto, y sus párrafos menos inspirados recuerdan al castizo Juan Valera, sin que esto sea cotejar —¡Dios me libre!— el alma de Rodó con la de aquel egoísta diplomático. En Motivos de Proteo la oración es larga, jugosa, transparente, no amedrentada por los motivos, adaptada a las condiciones de la elocuencia didáctica, y enriquecida con rasgos numerosos de la sagrada y eterna poesía que está por encima de todos los géneros. Otra consecuencia del rodoyano amor al orden, al equilibrio, a la armonía, es el desvío hacia los abúlicos, hacia los desorientados como Amiel, o como el que podríamos igualmente citar, Benjamín Constant, el convencido de que la experiencia «es una especie de vejez» castrada de gérmenes renovadores. Rodó no se enamora de la energía en su misterioso nacimiento, cuando aletea anarquista y loca, sino de la energía adulta, involucrada ya con las realidades ambientes, cuando ha levantado y agrupado en torno de ella la inmensa red de las cosas, y constituye un organismo en marcha. Así se explica que en este libro, donde tan soberbios retratos hay de los Goethe y de los Vinci, haya tan poco sobre los genios patológicos, y ni una alusión siquiera al enorme y salvaje Nietzsche.

Se ha evocado, a propósito de Rodó, a Taine, a Renán, a Guyau. Observaremos que el hombre no es para Rodó como para Taine: «un teorema que anda»; es algo más, es lo esencialmente imprevisto. Rodó no es un dilettante religioso como Renán; la simpatía por los esfuerzos humanos en la lucha con lo desconocido le prohibiría decir, con el autor de Los Apóstoles, que la debilidad cerebral y muscular es lo que pone al alma en continua relación con Dios. Por fin si le acercan a Guyau la ternura comprensiva y la unción laica, le aparta la tendencia ética, que en Guyau es social. Y en Rodó individual, disciplina de autocultura, propia de quien quizá cree, con Schiller, que es cuando está solo que el fuerte tiene más fuerza.

Y tocamos ahora lo característico de Motivos de Proteo: el ascetismo intelectual. Horror a la ironía, cariño a la soledad y al silencio, exigencias casi furiosas —relean la formidable parábola de «La pampa de granito»— en la educación del carácter: nada falta a la figura del asceta que templado en combates tan crueles, grita al ignoto principio del Universo: «Si existes como fuerza libre y consciente de tus obras, eres, como yo, una Voluntad; soy de tu raza, soy tu semejante; y sólo existes como fuerza ciega y fatal, si el universo es una patrulla de esclavos que rondan en el espacio infinito teniendo por amo una sombra que se ignora a sí misma, entonces yo valgo mucho más que tú: y el nombre que te puse, devuélvemelo, porque no hay en la tierra ni en el cielo nada más grande que yo».

Y he aquí que nos complacemos en imaginar, detrás del noble libro, una noble existencia de artista y de pensador, análoga a la que hizo decir a Federico Schlégel: «lo que admiro más de Lessing es el gran estilo de su vida».

Motivos de Proteo merece, no sólo admiración, sino agradecimiento, porque no es sólo un bello espectáculo, sino un gran beneficio. Rodó es de los verdaderos maestros, es decir, de los libertadores; y siguiendo sus ideas pensaremos que desde la aparición de su obra el alma del Uruguay se ha dignificado y ha crecido.

A propósito de dos libros

Son El eterno cantar y Vida que canta. Emilio Frugoni y Ángel Falco me proporcionan hoy simpático tema para conversar un poco. Frugoni es un poeta de interior; desde la primera página nos habla de silencio. Su idioma nos acaricia con su aterciopelado claroscuro; su ritmo no es objetivamente musical, pero sí por dentro; quiero decir que despierta en el fondo de nuestro ser otra melodía, de la cual tenemos conciencia sin que la oigamos. Sus metáforas están cargadas de intenciones, de ecos y de buen gusto. Les entran sin ruido y no se van: «la sonámbula voz del piano», «la pupila mansa del agua», «una lágrima, el punto de las canciones», «la oscura señal de mi existencia a ti va unida», «tal vez se te acerque el pasado y no le huyas», y aquella vela de barca, en el tempestuoso horizonte, abatiéndose y alzándose semejante a un enorme pañuelo que tiembla en un adiós, y aquel reloj, «corazón del tiempo que late sobre un muro», y aquel sauce inclinado hacia el arroyo «como un frustrado pescador de estrellas», y tantas y tantas. Frugoni es de una delicadeza reflexiva, libre de artificios románticos; de ahí el alcance filosófico de sus poemas «Canto del soñador», «El reloj», y el precioso análisis psicológico de «El místico». Para este fino poeta, el dolor debe ser trabajado y saboreado; debe ser como un áspero mineral de donde se extrae el oro del ensueño. Una de sus poesías se titula «El delicioso mal», y en la titulada «Semblanza», que empieza «sé que eres triste, y por lo tanto buena», están los tres mejores versos del libro; no resisto al placer de citarlos: «Eres gruta de un hondo desconsuelo, —donde al entrar el alma de las cosas—, se oscurece y se impregna de tu duelo». ¡Qué sencillez de expresión y cuánta poesía! Todo Frugoni está ahí. Hasta en sus octosílabos de italiana dulzura, mitad bucólicas, mitad madrigales, encontrarán menos el erótico que al artista contemplando la forma femenina. El sexo no le quita ideas; se las da. El poeta avanza más allá de los nervios. En su doble ternura anhela para los hombres un futuro mejor; pero no pretende conquistarlo por la violencia: aguarda estoicamente a que baje a la tierra «el Amor, —lumbre divina— que no deja un rincón triste ni oscuro». Para interpretar a Frugoni sería necesario su lenguaje insinuante y discreto. Más vale releer y callarse. El eterno cantar fue un éxito de librería. Recuérdese esto, no en elogio del autor, sino en elogio del público.

Falco y su Vida que canta; más bien «juventud que canta», una juventud arrolladora y ardiente. El poeta se llama «tempestad» y «sol». El dolor es para él un acceso desesperado, un impulso suicida, o el síncope, el desplome producido por un exceso de fatiga orgánica. Por mucho que se empeñe en complicar su sensualidad con perversidades y sadismos, es inútil; no logra disfrazar la sencilla, lozana y pujante lujuria de los veinticinco años. Su verbo es rico, buscado, rutilante. Su vocabulario suele ser asombroso. Noten que los más célebres efectos literarios se han conseguido con palabras de uso común, traducibles, inteligibles para todos y cuya hondura vertiginosa se descubre, por su claridad. Pero no está en esa palabra que por sí nada artístico sugiere, la raíz del efecto, sino en el ambiente que la rodea y que fue largamente preparado. Nuestro medio sentimental había alcanzado su saturación, y bastó un insignificante choque para cristalizar un sublime panorama del espíritu. —«¡Ah, el acorde en el Sigfrido, el despertar Brunilda!»— chillaba a Saint Saëns, con estertores de admiración, una señora fanática de Wagner. Saint Saëns fue al piano y tocó el acorde, un simple acorde de mi menor, que, aislado, era nulo, y en la ópera, estupendo. Es que allí era un acorde… ¿cómo diré?, un acorde central. El poeta es precisamente el que halla esas palabras centrales que en boca de la gente no tienen nada de particular, y en la suya revelan su incalculable contenido. Falco es un poeta de acción; uno de sus elementos es la rapidez, y no pierde el tiempo preparando ambientes; su palabra es fulminante, pero algo corta, algo fabricada. He aquí un peligro: conviene, en arte, desconfiar de toda fabricación demasiado consciente y voluntaria, de todo lo que huela a método científico; conviene obedecer en lo posible a causas profundas, a las que no comprendemos. Baudelaire ha dicho: le beau c’est l’étonnant, y ha dicho un disparate; no es un museo de monstruosidades el modelo de la belleza, y lo que ha hecho fracasar a los simbolistas —fracaso relativo— es el abuso del procedimiento voluntario, de lo fabricado, abuso que les condujo a crear cosas exquisitas y curiosas, y no les permitió crear cosas grandes. Falco no caerá en esas mañas de técnica: dotado, como muchos uruguayos, de una potente imaginación verbal, no será víctima de su propia originalidad, ni se reducirá al plagio perpetuo de sí misma. Le salvarán su honradez absoluta, lo definido de su orientación, su intacta fuerza, en fin, que nos deja en la memoria, después de cada poesía suya, la huella de un gesto luminoso y magnético. He querido aproximar a Frugoni y Falco; las dos mentalidades, la del pensador y la del meneur; la del socialista y la del anarquista —o la del médico y la del cirujano—: el poeta di camera y el poeta teatral. Confieso que Frugoni está más cerca de mi corazón, es más mi poeta; pero no porque prefiera al escritor que seduce, dejo de saludar al escritor que deslumbra.

Un suspiro de Poe

Se ha hablado de Poe recientemente. Aprovecho la coyuntura de dar a conocer un breve y admirable poema, ignorado del público hasta 1904, año en que fue revelado por la Fortnightly Review. La hoja venerable en que está escrito lleva las iniciales E. A. P., y fue enviada al naturalista Wallace por un hermano suyo que recorría el Far West. En ella se lee: Líneas dejadas por un vagabundo en la posada del camino, para pagar el albergue de una noche. Wallace supone que el poema se compuso hacia 1849, en vísperas de morir el sublime visionario.

Lo curioso es que un insolente plumista pretendió estafar estos versos, insertándolos como suyos en un diario norteamericano, después de estropearlos cínicamente. El pobre Poe ha sido robado difunto y en vida. Su gran amigo Holley-Chivers, autor del Uranotheu, le acusó de haber plagiado tal composición, y sacado de ella el famoso Cuervo. No era la primera vez que se le perseguía a Poe por delitos semejantes. Ser inculpado de falsos robos es una manera más de ser robado. La controversia sobre la paternidad del Cuervo ha recrudecido últimamente, debido a circunstancias editoriales: la publicación de la correspondencia entre Poe y Holley-Chivers por el Century Magazine; las cartas de Griswold, vueltas a imprimir por Griswold hijo; los artículos El ciclo Poe, de Joel Benton, y la edición de las obras de Poe por el profesor Harrison. Excusado es decir que la crítica es la favorable a Poe. He aquí el resumen que presenta de la cuestión Octavio Uzanne:

«Es de notar que, entre tantas influencias morales y por decirlo así atmosféricas que rodearon la gestación del Cuervo, los dos poemas del doctor Tomás Holley-Chivers: A Allegra Florence en el Cielo y Uranotheu eran incontestablemente familiares a Poe, y de cierto el último, Uranotheu, ocupó un lugar en su espíritu, dada sobre todo la extraordinaria simpatía que unía en apariencia a los dos poetas, aunque se vislumbre, si se estudian psicológicamente sus relaciones epistolares, que su amistad ha sido algo interesada y no exenta de disimulo.

»Sin embargo, cuando se considera hasta qué punto todo lo que era intenso y firme en Edgar Poe aparecía difuso y delicuescente en Chivers, es imposible no concluir, con el profesor Harrison, que el Cuervo queda como obra propia de Poe y que si se puede encontrar en ella alguna vaga reminiscencia de Uranotheu o de A Allegra Florence en el Cielo, la paternidad y originalidad de Poe no son por eso menos completas e innegables».

¡Qué discusión más vana! ¡Qué puerilidad en creer que Uranotheu es anterior al Cuervo! Una forma vital tan activa y perfecta como el Cuervo es necesariamente anterior a Uranotheu, a Chivers y al mismo Poe, que no ha sido sino un pretexto, un vehículo de la eterna poesía; heredamos lo vivo, pero no lo creamos. Las tonterías y las mediocridades nacen a nuestra vista; admitamos la generación espontánea para los más inferiores organismos. Uranotheu es contemporáneo nuestro. El Cuervo viene de muchos siglos atrás. Todo lo que durará en la memoria de las gentes ha durado ya en la memoria del mundo.

A idéntica raza inmortal pertenece el hallazgo de Wallace. Pablo Claudel, de quien he tomado los datos que figuran al comienzo del presente artículo, ha traducido al francés, en el Ermitage del 15 de enero de 1906, este poema de tan extraña historia. Después del ensayo de quien es quizá el más profundo escritor de Francia, nada diré del mío que ahora ofrezco a los lectores de El Diario, sino que ha salido ingenuamente de mi sensibilidad maravillada.

Leoneni

Es Leoneni el nombre que los ángeles le dieron, y robaron / el fulgor de las plácidas estrellas, y la hicieron de cándida alegría, / y formaron sus cabellos de la oscura medianoche, y el alto claro de luna / dejaron en el fondo de sus ojos.

Me la trajeron entonces en la noche solemne, tibia noche; / mi penetrado corazón de tedio, se abrió como una rosa en primavera / para recibir el alma de la dulce visitante, y la caricia del gozo / ahuyentaba mis fúnebres presagios.

Era un gozo engañoso, que me asió con los brazos de mi espectro. / Y gorjeando el ángel tenuemente, escuché con angustia este murmullo: / «Las canciones que se cantan en la tierra, les hacen daño, y los cuentos que se cuentan / traicionan su tímida esperanza.

Y así Leoneni, pues su amor es joven, se aleja para siempre». / La sonrisa de Dios fue la mañana, la mañana suprema, incomparable, / y la gloria de los cielos adornó piadosa el mundo, y en ajenos corazones / florecía la voz de la plegaria…

Y huyó de mí Leoneni como un sueño…

La muerte de Tolstoi

La vida y sobre todo la muerte de Tolstoi plantean problemas supremos de la moral humana. Quien no esté envenenado por la literatura y cegado por la ciencia positiva lo comprende y lo siente así. Rusia, pueblo apasionado, primitivo, en plena fermentación social, se ha estremecido hasta el fondo de su alma innumerable al ver la heroica fuga del gran anciano y su caída gloriosa, en plena estepa, al pie del ideal invisible. ¿Quién se atreverá a poner ahora en duda la sinceridad de Tolstoi? He aquí a uno de los más nobles héroes de la historia, a uno de los santos más puros con que puede honrarse nuestra raza. Es difícil acercarse a esta augusta figura sin que nuestras rodillas se doblen, no ante lo divino, sino ante lo nuestro, tanto más nuestro precisamente cuanto más sublime. ¿Qué nos importan los dioses, puesto que no somos dioses? ¿Qué nos importaría Jesús, si hubiera sido Dios? Para un Dios nada hay extraordinario ni maravilloso. Lo que nos abre las puertas de la esperanza, lo que es en verdad inmenso y sagrado, es que Jesús tembló de angustia bajo los olivos, y de cólera entre los mercaderes, y de terror sobre la cruz, que su carne era hermana de la nuestra, que Jesús era un hombre. Tolstoi es también un hombre, y su lealtad, su bravura, su fe, son promesas de luz para todos nosotros.

A la noticia de la catástrofe de Astapovo, Gorki se desmaya. El cochero que intervino en la evasión de Tolstoi se suicida sobre su tumba. Los estudiantes se amotinan en las calles de San Petersburgo. Pero es preferible la actitud de los millares de mujiks que desfilaron silenciosamente ante la fosa de Yasnaia Poliana. ¡Ah! Les aseguro que no hubo discursos, y para mayor suerte el Santo Sínodo mantuvo su excomunión y prohibió que se rezara en el entierro. Todo fue austero, sencillo, enorme… allí; las majaderías de cajón se desarrollaron al Occidente. ¡Qué diablo! Los estetas del boulevard tienen a Tolstoi por un viejo loco. Émile Faguet, con esa miopía especial de los profesores de retórica, declara que el autor de Resurrección está por debajo de Dickens y al nivel de Jorge Sand. Gaston Deschamps, uno de los críticos de más largas orejas de París, se permite hacer chistes. Consolémonos con la frase de Maeterlinck: «Tolstoi es el artista más grande de la civilización actual. Su influencia, en sus últimas manifestaciones, se confunde admirablemente con el ideal más alto que pueden concebir los pensamientos provisorios de los hombres de estos tiempos», y con la de Anatole France: «Lo que la Grecia antigua ha concebido y realizado por el concurso de las ciudades y el vuelo armonioso de las épocas: un Homero, la naturaleza lo ha producido de un golpe para Rusia, creando a Tolstoi, Tolstoi, el alma y la voz de un pueblo inmenso, el río en que beberán, durante siglos, los niños, los hombres y los pastores de los hombres».

El caso Tolstoi recuerda los de Rousseau y Pascal, que sin ser tampoco ascetas profesionales fueron renunciadores del mundo. La herejía y el anarquismo de Tolstoi le acercan a Rousseau, así como su prodigiosa sensibilidad de escritor de genio; y su ruda y límpida franqueza, que tanta confianza nos inspira, su horror a las sombras hipócritas y hasta a los vanos refinamientos del estilo, le acercan a Pascal, geómetra de la conciencia; mas de Pascal y de Rousseau le separa su salud, que hizo de él un laborioso inagotable y sereno, desconcierto de los psiquíatras, un patriarca genitor de 13 hijos, un atleta, erguido aún a los 80 años, en quien habían de ser tan imposibles las semiviciosas vegetaciones de Juan Jacobo como la desesperación estoica del que compuso, agonizante, su obra maestra. Para encontrar la filiación mental de León Tolstoi hay que remontarse a los profetas hebreos, y evocar la silueta formidable de un Isaías que hubiera conocido la dulzura del Cristo.

El drama secreto de Tolstoi, de 1879 acá, es decir, desde la fecha de su famosa conversión, es el conflicto entre sus ideas, sus aspiraciones a un cristianismo sin dogmas, a la perfecta fraternidad social, y los hábitos, los prejuicios, la ternura misma de los que le rodean. Los apóstoles no deben tener familia. «El daño que resulta de la seducción de la familia, escribe Tolstoi en uno de sus manuales evangélicos, es el de aumentar, más que ningún otro, el pecado de la propiedad; es el de volver más áspera la lucha entre los hombres, y finalmente el de suprimir toda probabilidad de distinguir el verdadero sentido de la vida… No dejemos desarrollarse en nosotros la afección exclusiva por el hogar, ni la consideramos como una virtud… Cada uno ha de esforzarse en hacer por lo demás lo que quiere hacer por los suyos, y no hacer por éstos nada que no esté dispuesto a hacer igualmente por el prójimo». Tolstoi vestía el traje nacional del bajo pueblo ruso, comía un puñado de legumbres, labraba la tierra y se servía a sí propio. Halperine-Kamivesky cuenta que le sorprendió una mañana vaciando su vasija íntima. Los escrúpulos envenenaban el corazón de este moralista que no llegaba a fundir completamente su doctrina con su conducta, y que se sentía demasiado cuidado, mimado, admirado, venerado. Conmovedora angustia que le hará pronunciar, en su lecho de muerte, cuando por fin consumó el supremo sacrificio y alcanzó la postrera cumbre del Bien, aquellas hermosas palabras: «¿Por qué están aquí, en torno de mí, tan numerosos, mientras tantos infelices sufren en otras partes?».

Lo accesible, lo hospitalario de Tolstoi, lo ingenuo y bondadoso de su carácter convertían Yasnaia Poliana en una romería. De todos los rincones del globo acudían las gentes a clarificar el espíritu en la contemplación del Viejo que hacía vacilar a los verdugos de Rusia, y que únicamente defendido por las barreras invisibles de su renombre y de su santidad, remordimiento vivo de su época, detenía alrededor de él las venganzas. Pero estas peregrinaciones eran un motivo más de incertidumbre y de congoja. En su carta de despedida a su mujer —que nunca le entendió ¡pobre condesa!, nadie es profeta en su casa…— Tolstoi escribe: «No me busquen. Necesito retirarme del ruido y de todo lo que me perturba. Estas eternas visitas, estos eternos solicitantes, estos representantes de cinematógrafos y de gramófonos que me asedian en Yasnaia Poliana emponzoñan mi vida. Es preciso que yo me retire. Se lo debo a mi alma y a mi cuerpo de pecador, que ha vivido ochenta y dos años en este valle de miserias. Durante treinta años he soportado la mentira mundana, la del lujo, la del confort. Estoy cansado de ella y quiero acabar en la pobreza mi vida desgraciada». Sin embargo, las razones profundas de la resolución de Tolstoi aparecen mejor, más cruda y enérgicamente, en uno de sus últimos trabajos: Las tres jornadas. Tolstoi, acompañado de uno de sus discípulos, el médico Markovetski, recorre la aldea vecina, describe la tremenda miseria de los pobladores, perseguidos y arruinados por la patria; pinta los ancianos que sucumben en el abandono y en la sombra, los niños desnudos, las madres hambrientas. Un obrero moribundo…

«—Neumonía… —dice el médico—. No esperaba un fin tan rápido, con una constitución tan robusta, pero las condiciones de vida son terribles. Tiene 40 grados de fiebre, fuera hay cinco grados, y sale y trabaja…

»De nuevo guardamos silencio.

»—No vi colchones ni almohadas —repuse.

»—No tenía nada debajo de él… Ayer he ido a Krouboi, a ver a una mujer que estaba de parto. Para examinarla, intenté extenderla de largo a largo. No había sitio en la isba [en la choza]».

Y de nuevo silenciosos, Tolstoi y Markovetski retornan a Yasnaia Poliana. Delante del vestíbulo, un magnífico trineo, cubierto de tapices. «Es mi hijo que llega de su propiedad». Después una mesa de diez cubiertos. Uno está vacío. «Es el de mi nieta que no se halla enteramente bien. Cena en su habitación, con su aya. Le han preparado un menú especial, higiénico, caldo con tapioca».

Manjares, vinos… De San Petersburgo han enviado rosas que valen rublo y medio cada una. Hablan de un conocido.

«—¿Cómo está de salud?

»—No muy bien. Parte otra vez a Italia. Siempre que pasa allí el invierno, se restablece maravillosamente.

»—El viaje es largo y fatigoso.

»—No, ¿por qué? Con el expreso, son 39 horas.

»—De todos modos es aburrido.

»—Espera, que pronto iremos por los aires».

Tolstoi estaba harto del egoísmo estúpido de su mujer y de sus hijos. Por más que proteste el sentido común al uso, el sentido común urbano, financiero y electoral, hizo bien, hizo su deber rompiendo definitivamente con su familia. Sobre los derechos de la familia están los del genio.

Notas científicas

Le Dantec, uno de los más ilustres razonadores de la biología contemporánea, resume en su libro titulado La estabilidad de la vida (La stabilité de la vie, edité: Flammarion, Paris, 3 fr. 50) su curso último de la Sorbona. Le Dantec trata de la estabilidad, creciente según él, de las especies de animales; estudia la tendencia maravillosa de todo organismo a curarse por sí, a recobrar el equilibrio que le hacen perder, durante un instante, las causas exteriores, equilibrio cada vez más sólido y duradero con la edad de la especie, o si quieren con su experiencia y adaptación, con su memoria. Aplicadas al individuo, estas ideas nos traen a los labios la palabra inmunidad. Ya en su lección inaugural, si no me equivoco, manifestaba Le Dantec su pasmo ante el hecho de que es un resfrío, por ejemplo, lejos de agravarse y arruinar nuestra salud, pueda desaparecer sin intervención ajena. La mayor parte de nuestras curaciones son autocuraciones. ¿Imaginan fácilmente una máquina que, con su propio y no interrumpido funcionamiento repare sus averías, reconstruya sus piezas, quebradas o gastadas, las limpie y ajuste, rectifique su rumbo, corrija sus vértigos, se sostenga erguida y avance a través de los choques y de las emboscadas de un camino ignorado? Piensen en la imperturbable precisión con que el laboratorio de nuestro sistema digestivo, a pesar de los cambios de cocina y de régimen, y hasta de los saltos en la calidad y cantidad de los alimentos, conserva idéntica la composición química de nuestros humores. Piensen en las estratagemas por las que, bajo los hielos del polo o bajo el sol de los trópicos, con diferencias de cien grados, se mantiene fija la temperatura de nuestra sangre. ¡Misteriosa complejidad del ser! Y ni siquiera tenemos el derecho de afirmarla. Acaso los recursos de la naturaleza son de una sencillez más incomprensible todavía y el misterio es doble.

Desde Pasteur acá hemos alzado un ángulo del velo que nos oculta los procedimientos de la defensa orgánica. La inoculación de pequeñas dosis de microbios o de venenos microbianos (toxinas) provoca, en el suero del animal, la génesis de contra-veneno o «anticuerpos» capaces de aglutinar, disolver, descomponer, etc., contrarrestar, en fin, elementos nocivos, inoculados en dosis mucha mayores que las primeras, y que sin esta previa «gimnasia química» serían fatales. El caso de Mitridates, que, a estar a la leyenda, consiguió volverse invulnerable a los tósigos, es bien conocido. Pozerski nos recuerda que ciertos pueblos de la antigüedad tenían la costumbre de hacer morder a los niños por serpientes, para preservarlos de ellas después. Varias enfermedades infecciosas —escarlatina, viruela, tifoides— suelen respetar a quien una vez las dominó. La teoría moderna ha conducido a la seroterapia, que consiste en la obtención y aplicación metódicas de los anticuerpos encargados de asegurar la inmunidad preventiva o curativa. Como por desgracia no es lícito experimentar sobre sujetos humanos —ni aun criminales condenados a muerte—, hay que hacer adquirir a un animal la enfermedad de que se trata, y no siempre es cómodo. Sólo tras largos esfuerzos lograron Metchnikof y Roux comunicar la sífilis al chimpancé y Bertarelli al conejo, preparado así el advenimiento del «606». También se ha logrado inyectar el cáncer a los ratones. He aquí un noble triunfo. Pero la enfermedad del animal no es nunca exactamente nuestra enfermedad, ni sus anticuerpos son los que hubieran debido nacer en nuestras venas.

Una inmunidad genuina es la que se nos confiere por la vida práctica. Inmunidad inconsciente, limitada, mas en extremo útil, porque constituye el coeficiente de nuestra resistencia normal. Es el resultado de las continuas infecciones, o mejor dicho «tentativas de infección» a que estamos sometidos. El polvo contamina el aire; las moscas y demás insectos recogen de las basuras los gérmenes y los difunden; los tejidos, los papeles, los mil objetos familiares están densamente poblados de bacterias. El enemigo nos rodea y penetra cada día en nosotros por las vías respiratoria y digestiva. En las grandes ciudades, sobre todo, no hay adulto cuyas mucosas no encierren microbios virulentos, empezando por el de la tuberculosis. Nuestras fosas nasales, nuestra faringe, nuestros intestinos son viveros de bacilos. Y gracias a esa convivencia gozamos de la relativa inmunidad que nos permite subsistir. Lucha cruel, que nos hace, por más que lo ignoremos, crueles con el prójimo. El fuerte mata al débil, aunque no quiera. Vean el cólera; no son los coléricos los que lo propagan, tanto como los sanos, que sin inspirar desconfianza transportan los vibriones en sus ropas, en sus manos, dentro de su vientre. El fuerte lleva la enfermedad sin padecerla. El débil… es la enfermedad la que se lo lleva a él.

Se desprende de lo dicho que el ciego horror al contagio, la desinfección exagerada, la antisepsia maniática son contraproducentes. Al privarnos de las infecciones habituales, suspenden la batalla que nos vigoriza, y nos despojan de nuestra inmunidad media. Estas ridículas precauciones suelen ser la expresión del egoísmo ruin, del odio al miserable y del asco al enfermo. El egoísta, demasiado protegido por medios artificiales, está a la merced entonces del más significante accidente. Quien no bebe sino agua hervida o filtrada podrá ser asesinado por un simple sorbo de agua común, inofensiva para los otros. Hay que evitar la ausencia de toda infección con igual tino que la probabilidad de infecciones extraordinarias. Y a propósito, díganme si no es digna de piedad la niña Betty Tanner. Hija de millonarios yanquis, tiene cinco años y posee ciento veinticinco millones. Vive en Los Ángeles —California— bajo el clima más dulce y uniforme del mundo, en una casa donde reina una higiene monstruosa. El suelo ha sido esterilizado —nos cuentan los magazines—, han sido esterilizados cuantos materiales se habían de emplear en la construcción. Los juguetes, los vestidos, los muebles son completamente aseptizados cada vez que la niña los ha de tocar. Nadie se le acerca sin haberse mudado de ropa y lavado con jabón, bicloruro de mercurio y éter. Betty es muy conocida en los Estados Unidos, donde se le llama the sterilized baby… el bebé esterilizado. En su primer vuelo hacia la realidad, su destino será el de los marcianos que Wells imagina invadiendo nuestro planeta, y barriendo la humanidad con sus máquinas infernales, pero detenidos de pronto por lo invisible, devorados vivos y disueltos por los microbios terrestres.

***

He insinuado una de las razones que explican los fracasos de la seroterapia. Fenómenos recientemente descubiertos vienen a complicar la cuestión. Se ha notado que las inoculaciones benignas de los virus no producen siempre una inmunidad más o menos enérgica; producen con frecuencia un estado orgánico enteramente opuesto, un exceso tal de sensibilidad a los venenos inyectados que una dosis mínima ocasiona la muerte instantánea del animal. Richet y Portier denominaron semejantes efectos con el término anafilaxia, de una voz griega que significa contra-proteger. Un animal anafilactizado es un animal indefenso contra un microorganismo o contra una toxina; está expuesto a sucumbir bajo la inoculación de cantidades muy inferiores a las peligrosas normalmente. El perro sufre la anafilaxia por la actinotoxina, el conejo por el suero de caballo; otros animales por la clara de huevo, por los bacilos de Eberth, por la papaína, por el jugo pancreático. Y el hombre la sufre también. ¿Por qué hay enfermedades cuya recaída es muy rara, y hay otras cuya recaída es general y grave? Porque unas veces el paso del mal inmuniza, y otras anafilactiza, es decir, predispone especialmente. El tuberculoso está anafilactizado. La leche hervida, inocua para los sanos, le puede perjudicar si contiene bacilos de Koch muertos. Una levísima inyección de tuberculina —veneno extraído de los bacilos de la tuberculosis— es suficiente a despertar en él una reacción febril y a empeorar su dolencia. Este hecho característico sirve, como saben, para distinguir los animales tuberculosos de los que no lo están. En el tratamiento de la tuberculosis es necesario precaverse, pues, de infecciones suplementarias, y adoptar métodos de la Tirteafuera que crían a Betty Tanner.

Si se me tolera la analogía, diré que Arquímedes, cuando trabajaba, estaba inmunizado contra las distracciones. Absorto en sus cálculos, el geómetra no se dio cuenta de que se hallaba en medio de un combate, y lo pagó con la vida. En cambio, un neurasténico está anafilactizado, cualquier ruido le irrita y desespera. Bastó la caída de una llave para hacer desplomarse a un epiléptico en una convulsión mortal.

La anafilaxia, trastornando las clásicas teorías de la inmunidad, suscita nuevas hipótesis, nuevos experimentos, ansias nuevas de verdad y de misterio. La naturaleza se nos aparece como los campos de las Mil y una Noches. Caminan: su pie tropieza con una argolla de hierro. Levantan una losa: bajan a un sótano; abren una puerta baja, y penetran en un palacio encantado, donde les aguardan aventuras que jamás hubiera soñado su errante fantasía.

Ruth

En aquel tiempo gobernaban los jueces y hubo hambre en Israel. Muchas familias abandonaban sus tierras estériles, y peregrinaban a lejanas tribus, en busca de campos donde siquiera pudieran espigar, porque Dios ha dicho: «No acabarás de segar el rincón de tu haza, ni espigarás tu segada, ni rebuscarás tu viña, ni recogerás los granos caídos de tu viña; para el pobre y para el extranjero los dejarás».

Partieron, pues, de su pueblo, Noemí, su marido y sus dos hijos, y llegaron a las campiñas de Moab, donde se sustentaron; allí se casaron ambos hijos, pero el padre murió; ellos también, y Noemí, extranjera y miserable, quedó desamparada. Y habiendo oído que Dios daba pan a Bethlehem, resolvió regresar a su patria. Sus dos nueras, Orpha y Ruth, la acompañaron por el camino algún tiempo, y Noemí les dijo:

—Vuelva cada una a casa de su madre, y Dios les haga misericordia, como la hicieron con los muertos y conmigo.

Ellas lloraron y respondieron:

—Volveremos contigo a tu pueblo.

—¿Por qué han de volver? ¿Tengo yo más hijos en el vientre que puedan ser sus maridos? Soy vieja, y aunque tuviera esperanza de concebirlos, ¿habían ustedes de esperarlos hasta que fueran grandes? ¿Habían de quedarse sin casar por amor de ellos? No, hijas mías; vuelvan; mayor es mi amargura que la suya.

Orpha se volvió a Moab, pero Ruth se quedó con Noemí, diciéndole:

—No me ruegues que te deje, y me aparte de ti; porque donde quiera que tú vayas, iré; y donde quiera que vivas, viviré. Tu pueblo, mi pueblo. Tu Dios, mi Dios. Donde tú mueras, moriré yo, y allí seré sepultada.

Cuando las dos viudas llegaron a Bethlehem, las gentes exclamaban: ¿No es ésta Noemí?, y Noemí contestaba:

—Noemí soy, que me fui de aquí llena, y vacía me ha vuelto Dios.

Era el principio de la siega de la cebada y del trigo. Noemí y Ruth tenían hambre, Ruth se fue a espigar los campos. Sin saberlo, entró en el de Booz, rico pariente del marido de Noemí, y se puso a caminar en pos de los segadores. Booz la vio y le dijo:

—Oye, hija mía, no vayas a coger a otro campo; aquí estarás con mis mozas. Síguelas: he mandado a los mozos que no te toquen. Y si tienes sed, ve a los vasos, y bebe del agua que saquen los sirvientes.

Ella entonces, inclinando su dulce rostro a tierra, dijo a Booz:

—No soy más que un ave fatigada. ¿Por qué he hallado gracia en tus ojos, por qué me conoces siendo yo extranjera?

—Porque dejaste a tu madre y a tu madre y la tierra en que naciste, y no dejaste sola a Noemí. Estás bajo las alas de Dios. A la hora de comer, allégate a nosotros y come el pan y moja tu bocado en el vinagre.

Y añadió disimuladamente a sus criados:

—Que coja también de las gavillas; no la reprendan. Antes bien, echen de los manojos a sabiendas y guárdense de avergonzarla.

Aquel día, Ruth comió y se hartó y llevó a Noemí un epha de cebada, y la esperanza brilló sobre las dos mujeres.

Mientras segaron, Ruth se juntaba, pues, con las mozas de Booz, y habitaba con su suegra Noemí. Pero la siega terminó, y Ruth pensaba:

¿Qué será de nosotras? Si mi suegro viviera, Booz, su pariente, redimiría sus tierras según la ley y levantaría la casa, y también lo haría si viviera mi marido. Mas ¿no soy yo digna de llamarme hija de Noemí? ¿No habrá ley para la extranjera? ¿No habrá piedad?

Era la noche en que se levantaba la parva de las mieses. Por consejo de Noemí, Ruth se lavó y se ungió; se entró en los campos, y habiendo aguardado a que Booz durmiera, se deslizó hasta él, junta a la parva a favor de la sombra, y se acostó a sus pies en silencio. ¡Oh, paz de las estrellas! ¡Oh, bálsamo del espacio sin fin, de la naturaleza más pura ante una humanidad más joven! El misterio respiraba. Booz, en la medianoche, se estremeció y vio la mujer a sus pies tendida… —¿Quién eres? —Yo soy Ruth, tu sierva; y si tú eres mi redentor, extiende el borde de su manto sobre mí. —Bendita seas, hija mía, reposa hasta la mañana. —Y Ruth reposó a sus pues, hasta la mañana, y huyó antes de que nadie pudiera conocer a otro.

Booz redimió las tierras, tomó a Ruth por mujer, y tuvo un hijo. Las mujeres decían, viendo a Noemí: —No te faltó redentor que restaure tu alma y sustente tu vejez. Más te vale tu nuera que siete hijos. —Y Noemí puso a su nieto en su regazo, y olvidó los dolores de otro tiempo.

***

Demos a la poesía lo que es de la poesía. La Biblia es el libro sagrado siete veces, no por divino —¡oh, no!— sino por ser humano, porque en esa inmensa historia de nuestras miserias y de nuestros sueños, se alzan gritos salidos de nuestra carne desnuda.

A propósito de la Biblia

Veo terminada la polémica que provoqué inocentemente al publicar en La Razón un fiel relato del bello libro de Ruth, y ya que nada añadí por entonces, dejando que se entendiera el señor Lasso con sus contendientes Besson, protestante, y los de El bien, católico, no se me tomará a mal que ponga como apéndice a la controversia estas breves observaciones, incapaces, espero, de reanimar discusión alguna, puesto que se reducen a verificar hechos consumados.

Y no hice en realidad otra cosa al restaurar el texto de Ruth y presentarlo tal como era, ante un público que lee a Ossal y no lee la Biblia. En tres o cuatro líneas de comentario, declaré: el libro es sagrado, no por ser divino —¡oh, no!— sino por ser humano. Con esto basta para comprender que los artículos del señor Lasso, enderezados a los que divinizan la Biblia, no pueden ir conmigo. Van con católicos y protestantes, que, atribuyendo a esa antigua compilación un valor revelatorio positivo, oyen a Dios donde habla el hombre.

Aquí de mis observaciones.

Se ha sobreentendido en la controversia que tal fe en la revelación bíblica es inseparable del cristianismo actual. Al pie de la letra no es exacto.

Por lo que toca a los protestantes, hay infinitos matices. Los ortodoxos no forman mayoría. Sectas nuevas y robustas, sobre todo en Norte América, nacen continuamente. Se apoyan en el nombre de Cristo, y rechazan el de Jehová. Huyen del intelectualismo, de la teología; se basan en el elemento emotivo, en lo que, según Tolstoi, «hace vivir a los hombres», y no es por cierto el dogma; se proponen la acción social y su moral depurada no admite los crímenes del Dios de Moisés. Suprimen la venenosa idea del pecado, la expiación y un infierno debido a la infinita misericordia.

Los espíritus elevadamente religiosos, por lo mismo que viven y respiran, y no son momias embalsamadas en el rito, no se sustraen a la atmósfera de su época. Para ellos Jesús es el hombre bueno, el poeta del amor, el más poderoso de los reformadores sociales, y no el nieto de David. Jesús, tal como la crítica nos presenta lo poco que sabemos de él, no es un personaje de filiación bíblica, como supone el señor Besson. El Antigua y el Nuevo Testamento, son la noche y el día. Jehová es racionalista, cruel y vengativo, insaciable de sacrificios, minucioso en su código litúrgico y civil. Jesús es cosmopolita, contrario al castigo, piadoso; su ley se resume en una sola máxima; no necesita templo, ni ceremonias; le basta la sinceridad y nunca tuvieron los sacerdotes peor enemigo. ¡Por algo ellos le crucificaron! Absolutamente todos los dogmas católicos fueron inventados después de Cristo por la Iglesia. Jesús no tiene nada de común, ni con la Biblia ni con el Vaticano, y no era difícil que este místico independiente, sencillo, profundo, universal —me refiero al auténtico, al de las parábolas, no al de los estúpidos y apócrifos milagros—; no era difícil que conservara después de veinte centurias una virtud impulsora y fecunda que han perdido para siempre el catolicismo romano, podrido por la política, y el Dios aborrecible del sagrado libro. «Cuando una religión se convierte en ortodoxia, dice William James, pierde para siempre su interioridad; el manantial se ha agotado… Los viejos dioses caen por debajo del nivel de las ideas morales corrientes, y ya no se puede creer más en ellos…». Nuestro tiempo envía al examen científico la metafísica eclesiástica, y vuelve la espalda al dogma.

El objeto principal de estas líneas es demostrar que los católicos ilustrados participan también del genio del siglo, y se niegan a aceptar el Génesis como una taquigrafía divina. Para un teólogo nato, v. g. el cardenal Newman, ¡cuántos se encogen de hombros ante Santo Tomás!

Cuatro ejemplos serán suficientes.

«Todo lo que se pueda decir de Dios es falso. Si todo es falso, tanto vale una falsedad como otra, y más vale la falsedad que nos acerque a lo divino y le haga desempeñar, respecto de nosotros, su único papel: hacernos vivir». R. P. Sertillanges, dominico, La Quinzaine, 19 de junio de 1905.

«El hombre se inclina cada vez menos a reconocer la mano de Dios en los juegos brutales y caprichosos de la naturaleza; más y más halla dentro de sí mismo el ideal persuasivo y viviente». Abate Pedro Vignot, La vida mejor, pág. 80.

Respecto a la Biblia, citaríamos del célebre abate Loisy, un sabio, libros enteros. He aquí algunos renglones del autor de Los Mitos Caldeos:

«El progreso de la ciencia plantea en términos nuevos el problema de Dios… Lo que llamamos revelación no ha podido ser más que la conciencia, adquirida por el hombre, de sus relaciones con Dios…». Autour d’un petit livre, págs. 25 y 195.

¿Qué Loisy es de la izquierda católica? Lean lo que dice el R. P. Prat, jesuita, en su obra La ciencia de la religión y la ciencia del lenguaje según Max Muller, pág. 8:

«El hecho de la revelación primitiva está ahora muy alejado de nosotros; quizá se encuentre oscurecido y obliterado; es dudoso que haya dejado, en este mundo más viejo de lo que generalmente nos inclinamos a creer, rastros todavía visibles; y si quedaran vestigios, ¿cómo discernirlos hoy de los productos espontáneos del humano espíritu?».

¡Y este párrafo fue citado y aprobado por el padre Lagrange, dominico, en su Estudio sobre las religiones semíticas!

Ante testimonios tan significativos asusta la necedad de Pío X, empeñado en resucitar los más bárbaros dogmas de su colección.

Tolstoi

Fue un artista incomparable. Tenía el vigor de Miguel Ángel y la delicadeza de Chopin: era a la vez enorme y sabroso. Pero también fue algo más, mucho más que un genio literario: fue un hombre bueno. Fue una cosa audaz y tierna en medio del alud de bloques de granito, una llama desnuda en medio de los negros huracanes, una rosa en el infierno; fue bueno en medio de este mundo. Fue bueno, es decir, fuerte, bastante fuerte para no mentir, valeroso, obstinado, indesviable de su rumbo, explorador de las selvas y los pantanos de su alma, viajero que venía de muy lejos, de muy abajo, a través de sí, estrangulando fieras y aplastando víboras, dominador de la noche y de la soledad. Jamás alumbró el sol nada tan noble como este viejo lacerado por la fe, como las manos de este viejo, manos pardas y toscas, manos de labriego, de piloto y de limpiador de cloacas, manos de angustia besadas por los ángeles. «He sido ladrón y asesino», confiesa Tolstoi. Pero cuando era todavía un elegante oficial disoluto, su «yo» verdadero comenzaba a moverse dentro de su ser. Novio de Sonia Andrewna, escribía en su diario íntimo: «Un medio poderoso de llegar a la felicidad consiste en tender alrededor de uno, sin ninguna regla, pero de todos lados, una especie de gran telaraña de amor en que se prende cuanto pasa: una anciana, un niño, un criado…». El asco de la buena sociedad rusa, le hace retirarse con su mujer a Yasnaia Poliana. De 1863 a 1879 se consagra a la familia —el patriarca tuvo trece hijos—, a la naturaleza y a su arte. Crea maravillas como La Guerra y la Paz y Ana Karenina, se interesa por los labradores de su feudo, funda escuelas en torno de él y escribe métodos de lectura y escritura y hasta un Alfabeto para los niños. Su existencia es, al parecer, un modelo de dignidad serena. El trabajo, y el contacto con la tierra y con los humildes, le han purificado. No odia más; el día de su amor nace lentamente. Ha recorrido la primera etapa hacia el Bien.

En 1879, a los cincuenta y un años de edad, el conde León Tolstoi es famoso dentro y fuera de Rusia. Sus libros se traducen a todos los idiomas. Su esposa y sus hijos le adoran y sus mujiks le veneran. Sus costumbres sencillas, al aire libre de los campos, le han hecho sano y recio como un roble. Salud, renombre, riqueza, hogar, supremacía social… ¿qué le falta? ¡Le falta todo, todo! Le falta la paz interior, y si pudiera vivir sin ella, no sería Tolstoi lo que es, lo que va a ser. ¿Cuál es el sentido de la vida? Y si la vida no tiene sentido, si el universo es una máquina ciega, desbocada al azar, ¿para qué vivir? La idea del suicidio se apodera de este vencedor, colmado por la fortuna; sus amores son ahora la escopeta de caza, la cuerda en el granero, el remanso donde anida la muerte. ¡Congoja última, parto del hombre nuevo! El santo aparece. Tolstoi se ha encontrado a sí mismo, al encontrar a Dios. Dios es «lo que hace vivir». Es el amor; uno de los manuales tolstoianos se titula: Donde está el amor, allí está Dios. El amor es la justicia. Religión sin dogmas, análoga a la de Jesús, reducida a la fraternidad humana. Y Tolstoi escribe, a partir de la fecha de su conversión, La muerte de Ivan Ilütch, El Poder de las tinieblas, Resurrección, obras sublimes, de una simplicidad de estilo que desorienta a estetas del boulevard, indignados por el folleto ¿Qué es el arte? Tolstoi crece; su augusta inteligencia se ha elevado sobre los tibios y frondosos valles del talento artífice. Su cerebro es una cumbre inmensa, en que no brotan las flores, pero en cuyas entrañas se cría el manantial que bajará a los valles, para cubrirnos de flores y apagar nuestra sed.

En Tolstoi, el ascetismo estético se confunde con el ascetismo moral, el poeta con el profeta. Es el anarquista absoluto. La tierra para todos, mediante el amor; no resistir al mal; abolir la violencia; he aquí un sistema contrario a toda sociedad, a toda asociación, sindical o no, fines de políticos, porque toda ley, todo reglamento, toda forma permanente del derecho —derecho del burgués o derecho del proletario—, se funda en la violencia. ¡Y decir esto en Rusia! El Santo Sínodo excomulga a Tolstoi, sus libros son secuestrados; sus editores, deportados. Es el revolucionario y el hereje sumo. Es el enemigo del Estado, de la Iglesia y de la Propiedad, puesto que ama a su prójimo. El que ama, no quiere inspirar terror, sino amor. Y ¿cómo, si renuncian a mantener el terror en los corazones de los débiles, seguirán siendo Jefes, Dueños y Sacerdotes? Al ver a Rusia, desde 1905, erizaba de horcas, Tolstoi reclama, en su célebre manifiesto de 1908, que le encarcelen y le ahorquen a él, el más aborrecido, el más culpable de todos, y el zar no se atreve… Tolstoi es europeo, Tolstoi no es un ciudadano cualquiera (¡Duma!), un elector oscuro, uno de esos millares de infelices que los capataces, entre risas ahogadas, cuelgan a medianoche, en patios de presidio o de cuartel…

Y, sin embargo, Tolstoi era un prisionero, un perseguido: prisionero de su gloria, perseguido por la ternura de los suyos. El escrúpulo de ajustar su conducta a sus doctrinas, le atormentaba constantemente. En lo que le fue posible, se despojó de sus propiedades, de sus derechos de amor. Se vistió con los vestidos del pueblo; se alimentó como los pobres, de un puñado de legumbres; se sirvió a sí propio, se hizo sus zapatos y sudó sobre el surco. Pero su conciencia pedía más, y sus discípulos también. ¿Por qué los cuidados de su familia, los halagos de los amigos y de los admiradores? ¿Por qué preferir los hijos de su carne, él, padre de tantos hijos del dolor? Había que cumplir el supremo sacrificio, y el 10 de noviembre, de madrugada, en secreto, como un malhechor, el gran anciano se escapa de su casa. ¿A dónde? A la muerte. Para subir más alto, le era ya forzoso abandonar la tierra.

Y murió. Y su cadáver tuvo todos los honores; el llanto de los que sufren y esperan, el asombro inocente de los niños, y hasta la actividad microscópica de los funcionarios, que después de haber prohibido que se leyera a Tolstoi cuando vivo, prohíben que se le rece cuando muerto…

¡Todos los honores! Faguet le coloca por debajo de Dickens, y un señor Hanoteaux opina que el conde ha exagerado. ¡Oh rusos! No pregunten dónde está su padre; su espíritu es, hoy como ayer, el firmamento moral de Rusia, y está donde estaba: sobre sus frentes. No pregunten si las remotas estrellas que les guían se han extinguido ya. Su luz palpitante les busca aún y les acaricia en la sombra.

Wagner

Hay asuntos que hacen la exageración imposible. Al hablar de Wagner, nada debe temer el más noble y apasionado entusiasmo sino quedar pequeño y frío ate la obra del coloso alemán. He visto con gusto que pronto tendremos ocasión de oír dos admirables trozos en que se concentran, como la luz en el diamante, todas las bellezas esparcidas por dos célebres dramas wagnerianos, Lohengrin y Tristán e Isolda, y me parece éste el momento de recordar al genio más poderoso del pasado siglo, al genio quizá más grande de todas las épocas.

Ricardo Wagner nació en 1813. Sus padres le dedicaron a la pintura. Cuando los profesores comenzaban a creerse en presencia de un futuro Rembrandt, el discípulo abandona los pinceles y compone una tragedia en que sucumben treinta personajes. Al fin descubre su vocación y escribe dos óperas, Las Hadas y Rienzi, donde se notan reminiscencias de Meyerbeer.

Con la partitura del Buque Fantasma debajo del brazo, va a París y está a punto de perecer allí de miseria y de desesperación.

Vuelve a su patria y consigue estrenar el Buque; el público lo recibe desconcertado. El famoso Liszt, maestro de capilla en Weimar, monta el Tannhäuser, que levanta una tempestad. La rutina, la envidia y la pereza acusan a Wagner de oscuridad y de pedantería, como acusaron a Gluck y a Beethoven. Hoy, después de cuarenta años de rebeldía al divino yugo, el mundo pone al autor de Tannhäuser en la región sagrada donde están Víctor Hugo, Miguel Ángel y Shakespeare.

Después del grandioso poema cristiano viene Lohengrin, celestial poema de misterio y de amor. El romántico y suntuoso Luis de Baviera protege al artista, que va engendrando la tetralogía del Anillo del Nibelungos, inmenso ciclo simbólico, Tristán e Isolda, incomparable elegía de pasión y de muerte, Los Maestros Cantores, prodigio de majestuosa y salvaje ironía, Parsifal, augusta y sublime leyenda. Wagner, elevado a las cimas deslumbradoras del arte, es reconocido profeta. Su Meca es Bayreuth. Su teatro es el Templo, y los intérpretes de sus creaciones son los sacerdotes de un culto nuevo. Venerado por la legión innumerable de sus fieles muere en el año 1883, a orillas del Adriático, en plena gloria.

Sucede al imperio absoluto de Goethe en la cronología del pensamiento germánico, el triuniverso formado por Nietzsche, concentrado y violento, Schopenhauer, altivo, ingenioso, enormemente sabio, y Wagner, que completa y supera a los dos por su imponente organización artística.

Los asuntos de sus dramas líricos suelen estar tomados de las tradiciones y de la mitología medievales, y se desarrollan en ambientes fantásticos y a la vez profundamente lógicos. La fábula se humaniza, el símbolo se hace carne. La edad caótica en que los gérmenes de la moral futura brotan de las ruinas de todos los paganismos, es para Wagner el crisol que depura sensaciones extrañas, sentimientos sobrehumanos, ideas eternas, seres dotados de una inmortalidad abrumadora.

¿Qué hombre dominó hasta ese punto la materia, asentó el pie en tierras tan remotas, dispuso de tan distintas y terribles armas para rendir el ideal?

Pintor, él mismo imagina y dibuja las decoraciones y las vestiduras, y evoca escenas de la hermosura centelleante del Fuego Encantado, o del siniestro esplendor del Crepúsculo de los Dioses: poeta, rima él mismo los libretos de sus obras, y produce páginas, como las de Tristán, en que suenan los más altos acentos de la poesía; músico, se apodera de la armonía en el grado perfecto en que la dejó Beethoven, y con formidable empuje hace de ella montañas, paisajes, abismos de sonidos, o con maestría maravillosa la desvanece en murmullos, gemidos y lágrimas.

Y esto no es nada. La trascendencia de Wagner está en que ha transformado, no la música, sino la estética, en que ha creado una forma definitiva, el drama lírico, unidad extraordinaria que resume toda la sensibilidad de una civilización.

Por eso es más que Víctor Hugo. El uno forjó la lengua francesa contemporánea, el otro dio sentido a la lengua universal de la música, y enseñó a expresar con ella lo que no expresa ninguna otra. El uno ha dado un alma al verso, el otro ha dado un alma única a todas las artes.

Sería una mezquindad decir que Wagner ha hecho escuela. Quien revoluciona la humanidad y la orienta por algunos siglos hace más de una escuela. Desde que Wagner ha muerto la estatura de Alemania se ha reducido a la mitad. Allí y fuera de allí la mole ciclópea cierra el horizonte, y por mucho tiempo trabajarán los artistas a la sombra.

El sueño de Rodin

He oído en Buenos Aires insultar a Rodin porque la efigie de Sarmiento «no tiene parecido». Esto me recuerda que las gentes entendidas de Madrid creen todavía decadente a D’Annunzio y oscuro a Verlaine. Nada le confirma a uno tanto en su admiración hacia los artistas nuevos como la terquedad hostil de ciertas personas competentes. Nada sería tan penoso como estar de acuerdo con ellas.

Después de conocer la obra del prodigioso escultor, cuya gloria por supuesto sólo es ya discutida entre cegatos remotos de académicos lentes, se entiende la frase de Carrière: «El arte de Rodin sale de la tierra y vuelve a ella, semejante a los gigantescos bloques, rocas o dólmenes, que afirman las soledades y en cuyo heroico agrandamiento el hombre se ha reconocido a sí propio». Pero Carrière, el pintor filósofo, otro salpicado por la envidia oficial, el que halló esta admirable fórmula: «la naturaleza es materia, el espíritu es matriz», nos dejó de Augusto Rodin un retrato preferible, debido al pincel. Rodin fue el único digno de imponer a las generaciones venideras la figura de Víctor Hugo; Carrière, la de Rodin. En ella palpita «una sensualidad superior que fuera la síntesis de todos los vigores, amorosa y valerosa, tocada de esta delicadeza influida por un divino comercio cotidiano del genio con la naturaleza; bajo las apariencias de la fuerza sobre todo, Carrière ha discernido en el alma del gran estatuario esta suavidad singular que respira este rostro poderoso, y que lo dulcifica sin debilitarlo, cuando sonríe hablando de las cosas que ama, o cuando las mira» (Morice). Cabeza descomunal y armoniosa, paisaje profundo, diversamente bello, en que se siente la fecundidad radiante de las primaveras futuras, y la saludable melancolía de los inviernos pasados, y las potencias ocultas, geológicas, que levantan montañas, y la ternura, forma penetrante y potente de la energía…

¡Qué salud salvadora la de Rodin, Prometeo victorioso, semidiós del mármol y del bronce!

Sin embargo, el «genio es una neurosis», según los innumerables psiquiatras que infestan nuestra cultura. Es fácil ser psiquiatra. O Rodin, esa expresión de irresistible y hondo impulso creador, es neurótico, o tiene que resignarse a no ser genio. ¡Qué despreciable es su buena salud de mediocres, señores psiquiatras!

La evolución actual de Rodin, como la de muchos artistas eminentes llegados a la plena madurez, se dirige a la sencillez augusta de la verdad fundamental. Dotado de facultades maravillosas, que le han permitido dominar en absoluto el tecnicismo de su arte, y ponerse en extenso e íntimo contacto con la realidad exterior, la corrige y depura y sublima, reduciéndola a las líneas ejes que él sólo ve, y que por él robadas al seno misterioso del mundo, han de resucitar después en el espíritu que las reciba toda la riqueza hasta entonces enterrada. «Este músico de las modulaciones, dice un crítico, este músico de los modelados esenciales ha ido simplificándose cada vez más. Hoy se reúne a los griegos primitivos, y este adorador del antiguo Egipto prueba que lo ha comprendido bien. Sus líneas jugosas y sobrias, que sinfonizan la luz, traen el individuo al tipo, el tipo a la especie, y hacen con una serenidad más y más poderosa vibrar en una sola figura elegida la vida universal».

Carrera estupenda, que del San Juan Bautista y el Beso y los Burgueses de Calais al Balzac y al Pensador y al Hombre que marcha, asciende ahora a un coronamiento extraordinario. Rodin proyectó un monumento ciclópeo y celeste a un tiempo, sin análogo en la historia, cuyas grandes construcciones no arquitectónicas llevaron siempre un certificado personal o local, ya en conmemoración de la victoria o de la muerte. Es La Torre del Trabajo, que tendrá ciento treinta metros de altura.

«Se quiere recordar la Colmena y el Faro», ha escrito el maestro en lo bajo del boceto. Figúrense los enormes cimientos, formando criptas, cuyos fantásticos muros representarán el limbo tenebroso donde se agitan los mineros y los buzos. En los cuatro ángulos, cuatro figuras capitales, la Antigüedad, la Edad Media, el Renacimiento y los Tiempos Modernos. En el centro se eleva la Torre del Trabajo; sus primeros sillares serán de roca fina, abierta por anchas hendiduras que darán acceso al público, y sobre los cuales, grandes bajorrelieves contarán la historia del trabajo humano desde épocas prehistóricas; encima una cintura de estatuas de héroes, luchadores de la herramienta y de la idea en todos los siglos y en todos los países; luego ocho graciosas columnas de mármol blanco caladas, dentro de las cuales habrá ascensores que subirán y bajarán despacio a las gentes para que vean a gusto la columna central, en cuyo colosal fuste se desarrollan sobre infinitas espirales de oro y las leyendas y triunfos del trabajo. En el entablamento, de mármol blanco, ostenta el friso los copiosos útiles y símbolos del trabajo del hierro, de la madera y de la tierra, y los nombres de cuantos han contribuido al progreso de la humanidad. Una terraza, por fin, su pequeño templo al Pensamiento Creador, y sobre la cúpula, de mármol rosa como el templo, las Bendiciones, figuras aladas de una hermosura incomparable, descendidas del cielo para glorificar al Hombre.

Éste es el sueño de Rodin. Jamás será tan noble y tan pura su obra como en estos instantes en que aún es sueño; mas, cuando se encarne en la rebelde piedra y en el áspero bronce, será el sueño de los demás. Esta Gran Pirámide europea que se alzará representando la vida inmortal enfrente de la Gran Pirámide funeraria de los antiguos, será el sueño de una raza. Sueño es el arte, sueño, lo mejor de nuestra valiente especie, nutrida y empujada por las visiones del futuro.

Vargas Vila

Han caído en mis manos tres obras de Vargas Vila: Aura, Copos de Espuma y Verbo de Admonición y de Combate.

En estos libros algo pueriles he buscado la justificación del curioso prestigio que Vargas Vila goza entre la juventud sudamericana. Los dos primeros valen bien poco. El estilo no se ha cuajado aún. La escritura es de una incorrección que desanima. Abro al azar: «Arrebaté de sus manos el ramo de violetas que llevaba y lo guardé al lado de su cadáver. No llevaba la cruz en las manos como la generalidad de los muertos porque la había llevado sobre los hombros (!). Cogí una de sus manos en las mías y la estuve mirando largo rato…». El pensamiento es insípido y débil. Leo en Lo irreparable (título de un penetrante estudio de Bourget, sea dicho de paso):

«Lo que sí es cierto, es que el hombre para amar calcula, la mujer no».

«El egoísmo no cabe en una mujer que ama».

«Hay siempre en el amor de la mujer, una tendencia generosa al sacrificio… etc., etc.».

Capítulos enteros rellena el señor Vila con este serrín. ¿Cómo resignarse a continuar semejante lectura? No, la vida es muy corta. En Copos de Espuma el autor habla de París, de los trottoirs, de las cocottes; subraya los nombres de calles respetuosamente. Tanta inocencia hace sonreír. Hacia el final del volumen brilla una frase hermosa. «La soledad… me ha dado hijos bellísimos. Hay unos robustos, hermosos, templo de combatientes y actitud de gladiadores; parecen arcángeles de las leyendas de Milton; nacen de pie y combatiendo, como héroes de Troya; ésos son mis pensamientos».

Verbo de Admonición y de Combate tiene cierta originalidad. Revela en Vargas Vila a un periodista obstinado y ruidoso, de ideas descarnadas pero firmes, de idioma bárbaro y pobre. Enfática y sarmentosa a la vez, la manera de Vargas Vila, privada en absoluto de buen gusto, está animada de una potente vitalidad que no carece de arrogancia.

Para este orador empeñado en deslumbrar inmediatamente no hay matices. El concepto y la frase son desnudos y monótonos. Un sempiterno pedal de Justicia y de Atentado, de Fuerza y de Derecho, de Conquista y de Libertad simplifica la historia y la sociología cándidamente. Todos los lugares comunes de la leyenda y de la anécdota vagan de versículo en versículo. Vila prefiere cortar el período en rebanadas, suprimir las conjunciones y las mayúsculas y dejar en blanco la mayor superficie de papel posible. He aquí unos cuantos compases de tantán, más franceses que bíblicos, más retumbantes que otra cosa:


¡es tiempo de revivir la nacionalidad!;
es hora de reaccionar contra la debilidad;
las tiranías han educado nuestros pueblos para el yugo;
la tiranía precede a la conquista;
el despotismo en el heraldo de la Invasión;
los dictadores han abierto el campo a los invasores…
 

Más:


pero el Silencio no es la Vida;
el silencio es el sello de la Muerte;
la Muerte no es combate;
sólo la palabra siembra la Vida;
ella crea, ella vivifica y ella Salva;
el verbo es Vida;
he aquí por qué callar es un oprobio…
 

Un final:


es un inmenso vientre, pidiendo pan;
la lucha de las grandes ideas, pasó;
la lucha de los grandes apetitos, ha llegado;
ha muerto el ideal;
no queda en pie sino el instinto;
el nuevo dios se llama: Vientre;
¡salud al nuevo dios!
 

Nada más aburrido, más falso, más insignificante.

La construcción de Vargas Vila padece hipertrofia de epítetos violentos y vacíos y de antítesis dislocadas. Parece la gesticulación maniática de un alcoholizado.

De cuando en cuando, asoma una belleza de buena ley. Ejemplo: «prender con las últimas tablas del naufragio, una hoguera en la playa desierta, bajo la noche impenetrable, para orientar a los que van aún perdidos, en el horror de la tormenta lejana…». Pero ¿cómo oír el canto puro de tales melodías, en medio de la baraúnda insensata con que Vargas Vila nos fatiga y atruena?

La fatuidad, a veces insoportable, de este pseudoestilo se afirma en el rebuscamiento del neologismo, y en el afán de retorcer las oraciones, hasta hacerlas aullar. Admito rumorear, noctículo, insoluto; mas ¿quién negará que desventrado y otros tantos motes resultan feos e inútiles? La preposición, la entrada de los incisos, son en Vargas Vilas completamente franceses. Cátulo Mendès y, sobre todo, Richepin deben de haber magnetizado al fogoso publicista. Interesante estudio sería el de la escuela americana decadente (nombre bastante impropio) y el de las causas que la hacen triunfar en un Rubén Darío, en un Leopoldo Lugones, y fracasar en un Vargas Vila.

Se comprende que los jóvenes de estas jóvenes repúblicas, es decir, los jóvenes más jóvenes del mundo, embriaguen su virgen sensibilidad con los efluvios acres de un simbolismo trasplantado malamente; más tarde, cambiarán de amores y elegirán la serena armonía del verdadero arte. Quiero suponer, sin embargo, que el prestigio de Vargas Vila se debe a su carácter batallador, a su tenacidad, a sus ensueños generosos de unidad sudamericana, de resistencia al yanqui. Aquí, me rindo. En estos momentos de angustia para todos los que pensamos en nuestra adorada Francia, los acentos latinos son sagrados. Estoy con todos los que, como yo, llevan en el alma un reflejo del suave Mediterráneo.

La modestia

Bien contra mi voluntad, no asistí a la conferencia que dio sobre la modestia el señor Roberto Velázquez, pero en cambio le he leído, lo que me parece más provechoso. He descubierto la modestia del señor Velázquez. Prefiere no insistir en sus puntos de vista personales, y dedica la mejor parte de sus energías a transmitirnos los conocimientos que le ha proporcionado su extensísima lectura. A pesar de ese discreto eclecticismo de librero, el señor Velázquez deja trascender en dos o tres pasajes su opinión original; pasajes para mí preciosos, lo verdaderamente interesante de su trabajo. ¿Qué nos importa Spencer fonografiado por el señor Velázquez? No estamos para hacer propaganda ajena, y cada cual debe defender lo suyo. Tanto añadamos del pensamiento de otro, tanto quitamos del nuestro. La admiración es sobre todo legítima en quien renuncia a crear. Comprendo que nos ocupemos de los demás en un caso: para combatirlos. Si se sale del coro se cesa de cantar alabanzas y se comienza a dar órdenes. Hay alguna distancia de un escritor a un rèpétiteur, y el cerebro no es una casa de citas. Hemos de convencernos de que coincidir con ideas viejas, por ilustres que sean, es sencillamente una desgracia.

Por eso agrada en sí la independencia con que el señor Velázquez sacude el polvo a Rubén Darío. La fatuidad del exquisito artífice exaspera al conferenciante. Yo sería tal vez indulgente con esa ingenuidad de niño mimado y de mosquetero inofensivo que suele completar la silueta simbolista. La terrible soberbia de Nietzsche, engarzada en un estilo cuya salvaje y oscura belleza es irresistible, ha encantado al señor Velázquez; ¿quién se extrañará de ello? Todos nosotros hemos sentido el estremecimiento inolvidable. Se tarda años en franquear la sombra del coloso alemán. Quien lo paga es el cristianismo, que no queda bien parado en la conferencia. La modestia cristiana resulta hipócrita y suicida a un tiempo, según el autor.

Hipócrita, quizá; suicida, no. Vida terrestre o vida celestial, la vida es la vida, y nadie tuvo más horror a la muerte auténtica que los cristianos. «¡Cómo sirve todo a la potencia, cómo se aprovecha de todo lo que destruye!», exclama Benjamín Constant. La prueba de la furia de vivir de los cristianos, está en el hecho único de que han sabido explotar el sufrimiento y la injusticia, utilizando para cimentar su política y sus dogmas las razones de pesimismo desesperado irrefutables en Schopenhauer o en Hartmann. ¿Qué cuesta a gente que tutea a Dios y se cree con derecho a la felicidad eterna, firmar las cartas al modo de San Pedro Nolasco: P. N., servidor inútil, o barredura del mundo, o verdadera nada? Después se permiten una insolencia inaguantable con los gobernadores rebeldes al éxtasis, que no tienen otro remedio que hacerlos callar a la fuerza, hasta que los beatos, en lugar de consagrarse a ser quemados, se consagran a quemar al hereje, y el Vaticano, parodiando a Ezequiel, declara que «Dios no quiere la muerte del pecador, quiere que pague y que viva».

En un párrafo acertadísimo el señor Velázquez señala el papel de la modestia dentro de la civilización contemporánea. Se asemeja la modestia a un lubrificante que economizara razonamientos estériles a la máquina social. El otro lubricante es la cortesía. Conviene a la división del trabajo ese no sé qué de anónimo, que los titanes de la ciencia imprimen a su actividad. Un químico, un matemático de primera fila, se guardan de aludir a sus estudios en público. ¿Para qué? Poincaré, por ejemplo, no conseguiría reunir doce europeos capaces de seguirle. ¿En qué es dable a los genios modernos ayudar personalmente a su obra? Su obra sola es la que lucha y vence, y sería torpeza distraer de ella esfuerzo ninguno. Fuera de su laboratorio o de su gabinete, esos hombres excepcionales son caballeros torpes y medianamente vestidos, que por lo general nada comunican al prójimo. Ahorran sus recursos en silencio, y se toma por orgullo o por modestia el aislamiento fatal a las cumbres. ¡Cuántos de ellos aborrecen la notoriedad! Son tan ajenos a la multitud, que la incomprensión de cualquier sentimiento colectivo les desconcierta y les hiere. A medida que la cultura se refina y se concentra, la soledad de los jefes se vuelve más irremediable. «La notoriedad, gime Loti, es como una gran campana fastidiosa que unos bromistas de mal género me hubieran colgado a la espalda, y que, en cuanto me muevo, se pusiera a sonar para hacer aullar a los imbéciles y a los perros».

La obra, ahí está nuestro destino. Separados de ella, no existimos. ¿Qué se nos da la famosa opinión ilustrada? Si no somos vanos espectros, a ella le toca inclinarse y obedecer. Si la angustia de lo irrealizado y del misterio, si el afán de corregirnos y purificarnos perpetuamente son modestia, ¡bendita sea la modestia! Si la obstinación en escucharnos a nosotros mismos donde no lleguen los ruidos de la calle, el empeño en conservar enfrente de la masa una casta fiereza y la fe en el porvenir, son orgullo, ¡bendito sea el orgullo!

Sobre Vargas Vila y el decadentismo

He visto con placer dos artículos sobre Vargas Vila, evidentemente provocados por el mío. El señor Barrios publica en El Diario algunas líneas entusiastas; por lo que atañe a los párrafos ardientes aparecidos en estas columnas anteayer, no sé quién tuvo la modestia de no firmarlos. Vibra en ellos el más noble apasionamiento, y si su autor no me rechazara el elogio, le diría que los prefiero a los del mismo Vargas, Alejandro intelectual de la época. El empeño con que se confiesa esta fe artística en el escritor amado afirma un ambiente de alta cultura, y por pocos será tan comprendida como por mí, admirador fanático de los grandes hombres, a quienes defiendo con la más exasperada intransigencia.

Pero he aquí el hecho: hay sonetos de Baudelaire, como aquel que termina:

O toi que j’eusse aimé, ô toi qui le savais!, que me estremecen hasta el fondo del alma; hay suspiros de Verlaine —¿recuerdan les sanglots longs des violons de l’automne?— que me bañan de una divina tristeza. No puedo concluir la maravillosa Sonatina de Rubén Darío sin que se me llenen los ojos de lágrimas. Mis nervios funcionan. Pues bien, Vargas Vila me aburre, me molesta, me aflige.

Las sensaciones no se discuten. Toda polémica a este respecto sería inútil. Lo único fecundo consiste en razonar lo escaso razonable de los fenómenos estéticos, y analizar más bien el métier de los creadores, y no las ideas vagas que acompañan a la emoción. Reflexionando sobre el caso de Vargas Vila, me ha parecido oportuno delinear un interesante problema crítico, acerca del cual me honraría la opinión de quienes seguramente saben más que yo.

Se trata de las tendencias simbolistas francesas trasplantadas al castellano. Vargas Vila está dentro del simbolismo, en la amplia acepción del término. El señor Barrios indica que los cánones le vienen estrechos a Vargas Vila, y el artículo de El Cívico apunta que las obras de este «Miguel Ángel del estilo» «tienen la grandeza toscamente augusta de las cordilleras…, la divina brusquedad de Rodin».

La tosquedad y la brusquedad de Vargas Vila son patentes, más ¡de cuán distinto jaez que las de un Rodin! Mis nervios y mi razón están acordes aquí. Rodin (y dejo al profundamente armonioso Miguel Ángel) compuso el Juan Bautista, estatua perfecta del Museo del Luxemburgo, mucho antes del famoso Beso, de los Burgueses de Calais y del Balzac; Rodin trabaja y pule la arcilla clásicamente; cuando está acabada en el sentido académico, es cuando el escultor inmortal crispa la superficie del barro con el fluido de sus dedos libres de palillos y de espátula; entonces es cuando infunde esa extraña vitalidad, ese movimiento increíble a la materia bruta. La consigue, no lo duden, porque domina en absoluto las reglas del oficio. Sólo así prescinde de ellas. Igual hicieron todos los reformadores, desde Víctor Hugo, enorme erudito de su idioma, hasta Wagner, contrapuntista estupendo. Hermoso es, sin duda, romper moldes, pero comencemos por llenarlos.

Buscando lo nuevo —lo bello es lo nuevo, ha declarado Gourmont— el simbolismo, que ya se cernía, con Edgard Poe, nació en París de la conversación deliciosa de Mallarmé y el vaso de ajenjo de Verlaine. Nació con la naturalidad de una flor. Palabras innumerables se aparearon por vez primera en alegres relámpagos. Rumores nunca oídos salieron de versos vírgenes. Muchas cosas hasta entonces mudas empezaron a hablar. Aquello era nuevo, sí, y también francés. Se conocía la casa del simbolismo. No había trampa. El padre, el Parnaso, y el abuelo, Víctor Hugo.

¿Pasó algo semejante en castellano? No olvidemos que la capital en literatura es la lengua, el plasma palpitante de vida y destino a engendrar un organismo también vivo: el poema. La lengua castellana no pasó por ninguna de las crisis de la lengua francesa, y aunque hubiera pasado ¿qué existe de común entre la una, hecha de períodos largos, de hipérbaton y de esdrújulos, toda mística y enfática, y la otra, hecha de oraciones algebraicas y veloces, toda delicada, transparente y precisa?

Los poetas se condenan a la esterilidad si trasplantan de otro idioma los elementos de renovación que necesitan. No se hable del fondo y de la forma, que en arte son un solo y mismo concepto. ¿En qué se convierte la más pura melodía del mundo, tocada en un violín desafinado? Por eso me consternan la mayor parte de las obras simbolistas escritas en español. Me producen el efecto de traducciones a medio descomponer. Esa masa de despojos traídos de lejos, y echados a perder en el viaje, constituyen un temible foco de infección para el buen gusto.

Es indispensable estudiar la lengua, poseerla a fondo en su espíritu íntimo y familiar, en su historia y en su rumbo. Es indispensable servirla, amarla, acariciarla con adoración constante. Ella responderá un día, y de su genio brotará el genio del alter. Así hizo Rubén y así hizo en la oscuridad, durante años, Ramón del Valle Inclán, gloria de un país despedazado por los oradores campanudos.

Cuore

Ha muerto el doctor de Coure, ese breviario de la primera educación, después del cual parece imposible que sigan usándose en las escuelas otros libros de lectura para los niños. No lo escribió seguramente el pequeño Enrique, alumno de tercera en una escuela municipal de Italia, sino un gran artista; pero el arte aquí no vistió a la emoción, ni la irritó, ni la enfrió bajo el lento trabajo del estilo. Edmundo de Amicis no pudo realizar su obra sin volver a los sentimientos de la infancia, facilidad sublime y propia de los mayores poetas. Semejante a los niños, Amicis será con el dulce Maestro en el reino celestial, por habernos dejado, impregnadas de infinita ternura, algunas páginas capaces de resucitar nuestra inocencia, y que no se leen sin que asome el llanto a nuestros ojos.

Jamás se han ilustrado los lugares comunes de la patria, de la religión, del amor a la familia, de la caridad, de las virtudes fundamentales, con naturalidad tan absoluta, con elocuencia tan sencilla y penetrante. Este Corazón, el bien llamado, palpita con vitalidad irresistible, evocadora del clásico verso: la planta humana crece más verde en Italia que en el resto del mundo. La tierra donde nacen los mejores cómicos es propicia al florecimiento de la ingenuidad. César Borgia acompaña a San Francisco de Asís, y Maquiavelo a los prerrafaelistas. Flota en Coure un purísimo aroma primaveral, hermano de los que exhalaba el pincel de Botticelli, y nada interesa tanto como la aparición de este Evangelio de la niñez en medio de la violenta literatura contemporánea.

Todo en él canta y conmueve: los episodios de la vida escolar, los célebres cuentos mensuales, las líneas que el padre o la madre trazan entre las del diario de Enrique. Se trata de la patria y el padre escribe en el cuaderno del niño: «Es cosa tan grande y tan sagrada, que si un día yo te viera regresar salvo de una batalla en que se ha peleado por ella; salvo tú, que eres mi carne y mi alma, y supiera que habías conservado la vida porque te habías escondido huyendo de la muerte, yo, tu padre, que te recibo con gritos de alegría cuando vuelves de la escuela, te recibiría con sollozos de angustia, y no podría quererte ya y moriría con aquel puñal clavado en el corazón». Se trata de la plegaria, y la madre escribe: «Cuando yo te veo rezando, me parece imposible que deje de haber alguien que te mire y te escuche; creo entonces más firmemente que nunca que hay una Bondad suprema y una infinita Piedad, te quiero más, trabajo con más fe, sufro con más fortaleza, perdono con toda mi alma y pienso con serenidad en la muerte ¡oh Dios mío! Volver a oír después de la muerte la voz de mi madre, volver a encontrar a mis hijos, volver a ver mi Enrique, a mi Enrique inmortal y bendito, y estrecharlo en un abrazo que no se acabará ya nunca, nunca jamás, en una eternidad… ¡oh! Reza, recemos, querámonos, seamos buenos, y llevemos en el alma esta celestial esperanza, adorado hijo mío».

Aparentemente, Coure es un libro conservador. Defiende el principio de autoridad. Entre los condiscípulos de Enrique, deliciosamente dibujados, hay tipos de todo carácter, desde el noble y robusto Garrón, «cuya mano es grande como la de un hombre», al cínico y perverso Franti. Pero los maestros, sin excepción, son respetables y sufridos. El primer día de clase, dice el maestro a los muchachos: «Estudien y sean buenos. Yo no tengo familia. Ustedes son mi familia. El año pasado tenía todavía mi madre: se me ha muerto. Me he quedado solo». Otro profesor, devorado por la fiebre, acurrucado en un cuartucho, recibe a unos de sus chicos. «Estoy medio muerto, le dice. Te recomiendo, pues, ¡firme en la Aritmética y en los problemas!». El padre de Enrique hace con él un viaje para visitar a su viejo maestro. «Inclinó la cabeza y se puso a mirar al suelo, pensando y murmurando por dos o tres veces el nombre de mi padre, el cual, entretanto, lo miraba con los ojos fijos y sonrientes. De pronto, el viejo levantó la cara, con los ojos muy abiertos, y dijo con lentitud: —Conque… ¿hijo del ingeniero?… ¿Aquel que vivía en la plaza de la Consolación? —Aquél, respondió mi padre cogiéndole las manos—. Entonces, dijo el viejo, permítame, querido señor, permítame, y habiéndose adelantado abrazó a mi padre. Su cabeza blanca apenas le llegaba al hombro. Mi padre apoyó las mejillas sobre la frente». Y las maestras, las pobres maestras infatigables, ¡cuánto cariño en sus pálidos retratos! «Pero al menos ¿la quieren a usted los niños? —preguntan a una de ellas—. Mucho, respondió; pero después, concluido el curso, la mayor parte no me miran. Cuando están con los profesores, se avergüenzan de haber estado conmigo, con una maestra».

Lo que Amicis no consigue ocultar es la miseria en que viven estos humildes héroes. Lo que no consigue acallar es la tos de la maestra tísica, cuyo miserable ataúd, cubierto de flores, es el verdadero final de la obra. Y entre los párrafos que el padre de Enrique ha deslizado en la historia, figura el siguiente: «Piensa que es un horror que en medio de tantos palacios, en las calles por donde pasan carruajes, y niños vestidos de terciopelo, haya mujeres y niños que no tienen qué comer. ¡No tener qué comer, Dios mío! ¡Niños como tú, como tú, buenos; inteligentes como tú, que en medio de una gran ciudad no tienen qué comer, como fieras perdidas en un desierto!».

Estos gritos del que más tarde se convirtió al socialismo no son conservadores. Es que Coure está lleno de amor, y el amor no conserva: ¡renueva y trasfigura!

Un libro de teosofía

No sonrían. La teosofía es una religión muy razonable, o por los menos lo quiere ser. La Sociedad Teosófica ha adoptado esta divisa: «no hay religión más elevada que la verdad». Les recomiendo que no se dejen amedrentar por los vocablos sánscritos y que se esfuercen en columbrar a través de sus velos la Isis milenaria. Es cuestión de unas horas. La «Doctrina Secreta» de la señora Blavatsky sería demasiado técnica y profunda. Entre los manuales preparatorios, el editado en La Plata, y titulado «El misterio de la vida a la luz del orientalismo», es claro y elegante. Léanlo, lo preferirán a muchas novelas. La teosofía moderna es una síntesis; es a la vez un misticismo, una metafísica y una magia. Se funda en remotas doctrinas, cuyo rasgo aparece en los cultos del Egipto, en el Génesis, en los libros sagrados chinos, indos y persas, en la gnosis, la filosofía alejandrina, la cábala, la alquimia y la astrología de la Edad Media, la masonería y el espiritismo de hoy. Asoma en los ocultistas de todo tiempo: Salomón —el del famoso sello—, Hermes, Pitágoras, Paracelso, Mesmer, y piensen que hay varios ocultismos: el de los profetas como Buda y Cristo, el de los ascetas del amor divino como Boehme y Ruysbraeck, el de los ideólogos como Novalis, el de los simples sabios como Crookes y Richet. Hay un ocultismo literario: los simbolistas son los brujos del estilo poético. Hay un ocultismo en los vicios satánicos: aún se degüellan niños y se dicen misas negras en los antros de París. ¿Cómo no ha de ser interesante una teoría que contenga tantas cosas? ¿Una teoría que hablaba de la muerte de los astros antes que Lockyer, del desvanecimiento de los átomos antes que Le Bon, y de lo simbólico de los fenómenos antes que Goethe?

Lo que es más simpático de la teosofía es la moral. Todos los teósofos que conozco son buenísimas personas. Les horripila la violencia; incapaces de verter sangre, respetan la de las bestias y se vuelven vegetarianos intransigentes. Profesan la fraternidad humana. Su credo es optimista; colocan el purgatorio en la tierra, la salvación en nuestras propias manos, y nos hacen llegar, después de las reencarnaciones necesarias, a ese Nirvana, que no es el aniquilamiento, sino la vida suprema y absoluta. Predican la no resistencia al mal. ¿Qué importa que nos destruyan materialmente? Morir es cambiar de cáscara, desprendernos del lastre y ascender. «Resistir al mal es conspirar contra sí mismo; el que lo hace beneficia a su víctima». Krishna nos aconseja que seamos como el sándalo, que perfuma el hacha que le hiere, y Buda, siglos antes que Jesús, decía: «Si a aquel que les apalee se le cayera el bastón, alcáncenselo sonriente y sin murmurar».

El proselitismo tiene sus puerilidades. Reprocharíamos a los libros teosóficos su terminología aparatosa, su pedantería inocente, si no fuera injusto disgustarse de una credulidad que revela lo puro de las almas. La seriedad de la señora Blavatsky es discutible desde que se publicó el informe de M. Hodgson, delegado de la sociedad de investigaciones psíquicas de Londres. Perdónenme los teósofos esta blasfemia. Su difunta maestra tenía la manía de los milagros. Se expuso a pasar por impostora. Sin salir del orientalismo me atengo al parecer de los grandes yoguis —anacoretas de la India—; los poderes maravillosos «son obstáculos que apartan de la vía recta»… «como sueños», dicen Patandjali y Vivekananda; «inútiles y tan irreales como el mundo mismo», dice Bhakaravanda. El autor de la obra de que me ocupo ataca acerbamente la ciencia positiva, como la mayor parte de sus correligionarios. A sus ojos la medicina está ciega, y es un sacrilegio aplicar las sublimes matemáticas al asesinato internacional. «La pasión del saber analítico, declara, se parece mucho a la que los libertinos experimentan ante una ramera joven y linda». Hay un fondo de justicia en esta frase: nos suele faltar unción, tierna alegría, religiosidad en el estudio de la sagrada «Madre de los mundos y de los seres». Existe una desproporción monstruosa entre nuestras escasas energías morales y nuestro enorme dominio de lo físico, conquistado por la ciencia. Pero no toda la ciencia es industrialismo. La de un Poincaré es en primer lugar un austero sacerdocio. No me será difícil obtener de los teósofos tolerancia, ya que la intolerancia sectaria es una plaga exclusivamente occidental. Y de nuevo tornan a mi memoria las bellas sentencias de los sannyaris: «Así como se puede subir al techo de una casa por medio de una escala, de un bambú, o de una cuerda, así los caminos para acercarse a Dios son diversos y cada religión enseña uno… Ojalá consiguiéramos percibir el Dios interior que reside en el más vil de los seres humanos… La única verdadera plegaria es acordarnos de nuestra naturaleza… ¿Cuándo se ha salvado un hombre? Cuando ha matado en él el egoísmo…».

Bebamos el incoloro manantial. No nos preocupemos de explicarnos las cosas. Lo real es inefable. Nuestras palabras, por muy esotéricas que pretendan ser, se reducen a vibraciones perdidas en el inmenso océano de Maya, la eterna ilusión.

Prefacio

Decía Rodó recientemente: «En nuestro tiempo, aun aquellos que no somos socialistas, ni anarquistas, ni nada de eso, en la esfera de la acción ni en la de la doctrina, llevamos dentro del alma un fondo, más o menos consciente, de protesta, de descontento, de “inadaptación”, contra la injusticia brutal, contra tanta hipócrita mentira, contra tanta vulgaridad entronizada y odiosa, como tiene entretejidas en su urdimbre este orden social transmitido al siglo que comienza por el siglo del advenimiento burgués y de la democracia utilitaria».

Este sentimiento de inadaptación es inseparable de la vida. Aquel axioma, integrado al viejo concepto evolutivo, de que «la vida se adapta al medio» está desapareciendo de las ciencias biológicas. Quizá signifique algo para los organismos inferiores, condenados al automatismo invariable y después a la lenta extinción final, mas para el organismo superior (mamífero, ave), en plena elasticidad matriz, la fórmula exacta es que la vida, lejos de adaptarse, se rebela contra el medio físico, y le obliga a que se adapte a ella. Baste citar el ejemplo clásico de la temperatura de la sangre en los vertederos modernos, mucho más elevada que la temperatura media del agua y de la atmósfera. El hombre ha conseguido además calentar el aire que le rodea y hacer habitables los climas menos propicios. He aquí episodios de rebeldía y de inadaptación. Adaptarse al presente es renunciar al futuro. Y si pensamos en el medio social, comprendemos que el mecanismo del progreso ha sido análogo, y que es la capacidad extraordinaria que tuvieron ciertos espíritus de inadaptarse a su ambiente y de mantenerse contra él, oponiendo a la realidad exterior una realidad interior y profética, lo que ha hecho marchar al mundo. Todas las utopías: supresión de la esclavitud, de la gleba, de la autoridad eclesiástica, de los privilegios monárquicos y aristocráticos, han ido tomando cuerpo sucesivamente, después de haber tomado alma en los grandes precursores, y no hay cerebro cultivado que no se dé cuenta hoy de que la única verdadera es la utopía conservadora.

Ernesto Herrera es un inadaptado típico. Lo rápido y copioso de las comunicaciones y de la publicidad, y las costumbres democráticas, nos ponen en contacto diario con todas las infamias y todos los horrores del planeta. Por otra parte, a medida que el nivel moral asciende, y la sociedad se depura, el ansia de justicia se vuelve más intransigente, más exasperada, más dolorosa. A medida que nos hacemos más perfectos, se hace más lúcida y más cruel la visión de la inmensidad que nos falta. Agréguese a estos factores generales, en Ernesto Herrera, el hecho capital de haber vivido la miseria, de haber conocido las persecuciones, el abandono, la congoja, y nos explicaremos que de la pluma ingenua todavía de este amargo adolescente, broten frases que sangran.

Herrera pertenece a la noble categoría de los inquietos. ¡Santa inquietud, madre de las cosas! Ustedes los satisfechos, saben que su felicidad no es sino la sensación de lo que llevan de difunto dentro de ustedes. Satisfechos —muertos empujados de aquí para allá por los vivos—, saben que sólo la inquietud trabaja. ¡Quiera el destino conceder a Ernesto Herrera las energías necesarias para trabajar largamente y para sostener los trofeos sombríos de la angustia!

La geografía del señor Decoud

Ha llegado a mis manos la Geografía de la República del Paraguay, de don Héctor F. Decoud, texto aprobado por el Consejo Superior de Educación y adoptado para las escuelas del país. Advierto que la edición examinada es la segunda.

Leo en la página 6: «La Tierra es de forma esférica, ligeramente aplanada…».

Confieso que no conocía las esferas aplanadas. Precisamente lo característico de las esferas es eso: que no están aplanadas, ni poco ni mucho. En cuanto se aplanan dejan de ser esferas.

¡Cuidado!, si un niño se acostumbra a llamar esfera a lo que no es digno de llamarse así, perderá el respeto a las definiciones, y mañana llamará personas honradas, por ejemplo, a las que no lo son. ¿Por qué no haber dicho que la tierra es un esferoide, si se quería a toda costa conservar un tecnicismo majestuoso, o un «geoide», que viste más aún? Aunque lo mejor hubiera sido decir sencillamente que era redonda, a riesgo de que el alumno lo comprendiera en seguida. Los objetos pueden ser más o menos redondos, mientras que no pueden ser más o menos esféricos.

Quizá se deba a entender, según el texto, que la tierra ha quedado como quedaría una esfera maleable, después de ser aplanada a martillazos. Sería un error fatal. Una esfera aporreada no tomará nunca la forma terrestre. El aplanamiento de nuestro geoide tiene un origen distinto. Felizmente los alumnos se limitan a aprender de memoria las tonterías que les enseñan; saben que es inútil pretender enterarse.

Página 7: «El Ecuador es un gran círculo imaginario…». ¿Imaginario? ¿Significa el señor Decoud con esto que el Ecuador no está pintado al óleo en los flancos del planeta? Pero ¿quién es capaz de pintar un círculo ni chico ni grande? El círculo no es una construcción de la realidad, sino de la inteligencia. Tan imaginario es el Ecuador en la tierra como en el mapa. Además, imaginario no es término feliz: las figuras y los teoremas de la geometría no se imaginan, se conciben.

Página 8: «Meridianos son círculos imaginarios…». Ya nos hemos olvidado del famoso aplanamiento. He aquí círculos aplanados; círculos que no son círculos.

Hasta ahora no encuentro sino dislates comunes a muchos tratados. Nótese que nada hay peor escrito que un código o un libro de enseñanza elemental. Idéntica confusión, idéntica grotesca pedantería. Que un código sea oscuro, se explica al fin y al cabo: es preciso que haya pleitos y que los abogados se alimenten. Lo inexplicable es que los tratados elementales se fabriquen como los códigos. Es forzoso hojear las memorias de los sabios verdaderos para ver un poco de modestia, de precisión y de buen sentido.

Lo que sigue pasa la raya: «Se dice que hay “mediodía” en un lugar cuando los rayos del sol caen en dicho punto verticalmente…». Sí, verticalmente; está con todas sus letras. Renuncien los habitantes de Asunción (y los de la mayor parte del globo) a que sea mediodía jamás para ellos, puesto que nunca tendrán el gusto de que les caigan los rayos del sol verticalmente sobre el cráneo, como exige el señor Decoud. Triste es declararlo; o el autor ignora lo que es mediodía, o lo que es vertical.

O ambas cosas.

Página 10: «Latitud de un lugar es la distancia que lo separa del Ecuador… Longitud de un punto es la distancia que lo separa de un meridiano determinado…».

No, señor. No se trata de distancias, sino de ángulos. Si fueran distancias, no se expresarían en grados, sino en metros. Esto de confundir ángulos con distancias, es vicio muy general entre los chambones de las clases de matemáticas, y tanto más grave cuanto que conduce a perder el concepto de homogeneidad de las fórmulas.

Me detengo. Talleyrand decía que la palabra ha sido concedida al hombre para ocultar el pensamiento. Si el fin de la enseñanza fuera, como parece, atontar y engañar a los niños, yo aplaudiría con entusiasmo el texto del señor Decoud, y los demás textos del «ramo» y de otros ramos. Porque, seamos justos: casi todos los disparates susodichos han sido copiados respetuosamente de libros de mayor autoridad.

El mito naturista

El asunto exige reconsideración. ¡Es tan interesante ver retoñar, en donde menos uno se lo espera, la antigua sentimentalidad religiosa! He blasfemado contra Nuestra Señora Natura infinitamente buena, razonable y feliz; he dicho que todo lo que existe es natural, la enfermedad como la salud; he desconocido el dogma naturista que hace de la enfermedad castigo de los pecados. Se me ha llamado ignorante, supremo anatema de nuestro siglo; en otro tiempo me habrían llamado infiel. Y, sin embargo, ¿con qué fundamento supondríamos que lo frecuente y lo raro, lo normal y lo monstruoso, la enfermedad y la salud no obedecen a las mismas leyes naturales? La naturaleza, para un cerebro sin religión, se reduce a un conjunto de leyes uniformes, que estamos empezando a descifrar, y si admitiéramos fenómenos antinaturales, renunciaríamos al conocimiento. La historia de la fisiología, y hasta la de la psicología, muestra de qué inmensa utilidad ha sido el estudio de lo patológico para comprender la salud.

Por otra parte, la salud aparece como un término medio, casi nunca realizado; aparece como un equilibrio fugaz, pronto deshecho en el torrente vertiginoso del mundo. No me refiero al hombre, al pecador, sino a la entera escala zoológica y botánica. Para convencerse, no es preciso abrir un manual de patología comparada; interroguen a un horticultor, a un ganadero, a un criador de aves de corral. Los animales, ya salvajes, ya domésticos; las plantas, ya cultivadas, ya silvestres, se enferman y se pudren igual que nosotros. Y aun lo que no vive parece desfallecer: los metalúrgicos hablan de la «fatiga» de las aleaciones; los joyeros, de las dolencias de las piedras. Donde se dibuja un organismo, se instala, tarde o temprano, lo morboso, con su lúgubre desenlace. He aquí —y evito detalles técnicos inoportunos— lo que los hechos nos dan. Pero ¿de qué sirve invocar los hechos, cuando se nos opone la fe? La fe consiste en creer lo contrario de lo que sucede. Si la fe aceptara los hechos, no sería la fe, sino la ciencia.

¡Dios es misericordioso! ¡Nuestros sufrimientos vienen de habernos apartado de Dios! ¡La naturaleza es misericordiosa, es salud y alegría! Si nos enfermamos, es por habernos salido de la naturaleza. Una de dos: o las enfermedades de la bestia y del árbol son pura broma, o el árbol y la bestia pecaron también. No me sorprende que me propongan animales modelos, animales «virtuosos».

¿Recuerdan la devoción del asno y del buey, que calentaron con su aliento al niño Jesús? ¿Por qué entonces el elefante se extingue, la honesta vaca padece de tuberculosis y el noble caballo mal de cadera y muermo? ¿Por qué la naturaleza los trata así? Confesemos que es más brillante el aspecto del águila y del tigre. El gato, ese pequeño Satanás, ese impenitente carnívoro, tiene, según el vulgo, ¡siete vidas! ¡Oh!, que el régimen vegetariano nos convenga, que el agua y el aire y el sol nos estimulen, es posible, probable, plausible. Lo curioso es que se atribuyan al problema proporciones desmesuradas, al punto de remover el cosmos y adoptar una religión para justificar las compresas húmedas. Y es doblemente curioso que el resultado sea una mayor eficacia terapéutica. En todo naturista hay un ingenuo taumaturgo.

¡La naturaleza es salud y alegría!… grito místico. La naturaleza no es saludable ni nociva, alegre ni triste, buena ni mala. La naturaleza es y nada más. ¡Bendito optimismo, evocador de no sé qué naturaleza de clima templado, de jardinillo y auras y arroyuelos y abejitas laboriosas! En cuanto a la naturaleza de los desiertos de arenas calcinadas o de hielo, de volcanes de la Martinica y terremotos de Messina, y de pelícanos que ofrecen sus entrañas y aves que de contrabando hacen empollar sus huevos por el prójimo, y hembras que devoran la mitad de sus crías, y tórtolas y búhos y hienas y cisnes; la naturaleza del canibalismo y de la bulimia y de las plantas insectívoras y de los largos ayunos invernales, de mantis y arañas que se comen a sus machos enamorados y de efímeras que no hacen sino amar y no se nutren y ni siquiera tienen boca; la naturaleza de la hormiga, del ruiseñor y del vampiro; de los seres que viven suspendidos en rayo de luz, hundidos en el fétido fango, flotantes en el mar, confundidos con la podredumbre de los cadáveres o con la borra de sí mismos, seres con demasiados sexos o sin sexo, solitarios o en masas, invisibles o enormes, a veces sin forma, a veces momificados, a veces engendrando de pronto especies imprevistas, seres de locura, que palpitan horas, minutos, segundos parásitos innumerables que habitan la carne ajena, que hacen su nido en un glóbulo de sangre o que para reproducirse emplean hasta los órganos sexuales de su huésped… en cuanto a esa naturaleza donde descubrimos, si queremos, la caricatura de todas nuestras imaginaciones, de todas nuestras virtudes y de todos nuestros crímenes, y tantas cosas para las que no hay nombre en nuestra pobre lengua; en cuanto a esa realidad que nos abruma, con su desbordamiento sombrío, ¡fe se necesita para ajustarla a los patrones morales de nuestras cabecitas de 1910!

¡La naturaleza es salud y alegría! Y todo muere. Mueren los individuos y las razas, los astros y los átomos, la corteza terrestre es un vasto Gólgota de fósiles; cerca de nosotros, lívida faz en que se han petrificado los espasmos de la agonía, gira la luna difunta. No sabemos si nace cuanto merece nacer, pero sabemos que todo muere aunque no merezca morir. Con igual indiferencia, el destino apaga las estrellas y los ojos de los hombres. Acaso perecemos a fuerza de salud y alegría; acaso la muerte es un bondadoso simulacro y resucitaremos, ya en alas del eterno retorno, ya mediante sucesivas reencarnaciones. Acaso las señoras Blavatsky y Annie Besant posean la clave definitiva del Universo. ¿Por qué no? Pintemos, pues, sobre los tenebrosos muros de nuestra cárcel las deliciosas avenidas de la libertad. Para ser dichosos basta un poquito de fe.

Las posaderas de Rabelais

Son enormes: hacía falta todo el brujo talento de Anatole France para escamotearlas ante el público bonaerense. No sólo ellas, sino quod intrinsecus latet. Crean que Pantagruel y sus compañeros gozaban de una fisiología completa, y que no se limitaban a tragar mucho, y a teorizar sobre el matrimonio. Digerían triunfalmente hasta el fin, y extraían el zumo del amor hasta la última gota. Después cantaban sus proezas con una alegría terrible, y jamás el trueno de la palabra humana ha retemblado con tanta majestad como en el poema burlón de aquellas indecencias inolvidables. Cuatro idiomas volcó Rabelais en el crisol de su ingenio para engendrar un vocabulario erótico que por sí basta a llenar un volumen, y ese huracán no nos ensucia: nos barre el alma. Anatolio pérfido, Anatolio sacrílego, ¿qué osaste? ¿Atusar los leones? ¿Peinar a Rabelais?

¿Por qué tú, que fundaste un culto en la grupa de Orberosa, suprimiste el orbe inferior rabelesiano, preñado de acres tesoros? —Pero las señoras porteñas…— Han leído tu Isla de los Pingüinos y no han leído el Gargantúa… Sí, ya sabemos que el libro es un demonio secreto que nos habla a solas en el silencio de las noches, y a quien se permite decir la verdad, mientras que una conferencia cae bajo la férula de la policía. Donde hay tres personas, nace el pudor, el odio al extranjero sentimental. Ante un grupo de damas —intrusas entre sí— no es posible poner nombre a lo que hacen por separado. Y si se trata de nombres de otro siglo, recio y charlatán, es peor aún. Cervantes parece grosero; ¿quién se atrevería hoy a recitar en una tertulia algunos párrafos suyos? ¿Y Shakespeare? Anatolio ha procedido como un francés de buena educación.

No debemos sin duda prorrumpir en gros mots a no ser que medien motivos graves. No es lícito jurar sino en caso de apuro. Ciertas figuras, ciertos vocablos son mágicos únicamente en la intimidad; divulgar el lenguaje de las alcobas sería degradar la raza. ¡Ay de nosotros cuando no descendamos del misterio! La vana pornografía es aborrecible, y la campaña del senador Beranger —el «Padre Pudor»— contra ella no carece de fundamento; prefieran un «saltimbanqui de la castidad», según una frase de Rochefort, a un clown de la lujuria. Lo obsceno hace reír a los imbéciles. Lo oscuro es trágico, es lo que más se acerca a lo fúnebre. La muerte reclama la sombra y el sexo también. ¡Velen el sepulcro y el tálamo, si aman la poesía!

La vida y el arte —vida clarificada— conservan no obstante sus sagrados derechos. No tengan vergüenza de desnudarse para salvar a un compañero que se ahoga. Necio sería usar hojas de parra en los hospitales y sobre las mesas de disección. ¿Habrá hombre tan vil que llame inconveniencia a un parto? Vestir el exceso de dolor y de belleza es un insulto. Si hay entre nosotros una mujer absolutamente hermosa, que arranque su manto, porque los pueblos necesitan renovar, de tiempo en tiempo, las fuentes lustrales, y el que en presencia de la estatua no siente sino lascivia, será semejante al toro enamorado de la vaca de bronce de Siracusa.

El genio está autorizado a ser impúdico. No requiere ajustarse a la efímera moral quien la crea, ni a la corrección del gesto quien fecunda las generaciones. El genio es el sexo trascendental; si así es su gesto, se manifestará con la magnífica crudeza de Dios en las escrituras. Tomen a Rabelais; veneren en los bajos fondos de su obra la vasta podredumbre matriz. «Este innoble Rabelais, escribía Tocqueville a Gobineau en 1858, me obliga a remover en su libro montones de basura, para encontrar un luis de oro». ¡Cuántos pensarán como Tocqueville! Mas yo confieso que la flor en su estado sublime no es la que llevamos cortada en el ojal, ni la que languidece prisionera en el búcaro, sino la que yergue su gracia palpitante por hundir todavía sus raíces en el caliente estiércol. Denme la vida entera; no limpios cadáveres. Y confío en que Anatole France piense lo mismo, a pesar de lo convencional de su crítica platense —¡oh, el cirujano pudoroso!—, a pesar de aplicarse a sí propio el mote de «mandarín chino»; a pesar de que no admira en Zola al literato sino al varón. No; el voluptuoso poeta de Lelys rouge no puede haberse convertido, por viejo que esté, en una fría máquina intelectual.

Como disertó sobre Rabelais, hubiera disertado sobre Juana de Arco. El asunto era pura fórmula. Estas visitas de celebridades europeas no son científicas ni literarias; son diplomáticas. El embajador Anatole France acató el protocolo. Si escamoteó unas posaderas formidables, no importa. No por eso dejan de existir. No las vemos precisamente, porque la sociedad está sentada sobre ellas.

A propósito de «Ignacia»

«Ignacia» es la pubertad literaria de Rodríguez Alcalá; en ese libro ha dado el autor de Gérmenes un solemne estirón. El estilo, todavía un poco blando y débil, va pasando del cartílago al hueso, descubriendo contornos definidos. El timbre de la voz se afirma; el acento se hace viril y uniforme. La obra está construida armoniosamente, y asoma entre líneas el buen gusto, desterrado de literaturas enteras. Una ternura sana circula como sangre adolescente bajo la piel fresca de la frase. La escena en que Ignacia se separa de Cabral es fuerte y honda.

¡Pobre Ignacia, que llora sin hacer ruido, para no despertar a los niños!… No se te olvidará fácilmente.

Lucio Orfilio se lamenta de que Alcalá lo vea todo tan negro; saca en consecuencia que el joven escritor debe de haber sufrido mucho, y le dice: «Abandona esa horrible realidad, fielmente retratada en tu novela. Dedícate a la historia: nobles figuras encontrarás en el pasado dignas de tu jugoso y ágil pincel. Haznos sonreír y soñar, en vez de darnos tristeza y miedo».

¡Ah, querido amigo! Rodríguez Alcalá ha sufrido indudablemente, puesto que respira. Solos los idiotas y los dioses viven sin sufrir. Pero el dolor, eterno padre de la esperanza, es optimista. No se concibe el dolor excesivo sino en organismos enérgicos, en sistemas nerviosos vibrantes y exaltados. El dolor es la necesidad, la voluntad desesperada de la marcha hacia adelante. Son los pueblos pisoteados los que se ponen de pie. Es la carne rajada a latigazos la que levanta las Pirámides y toma la Bastilla. Los mártires cantan. En la imaginación de una raza famélica nace al sol africano el suave paraíso de las huríes. Las palabras de salvación descienden siempre de lo alto de las cruces ensangrentadas. El dolor es la orden divina, la simiente inmortal. Estamos impregnados de él hasta el fondo del alma. Por eso el dolor, y no el insignificante y estéril placer, constituye el recurso estético universal, el sublime claroscuro del arte.

Resulta injusto echar en cara a Rodríguez Alcalá que le interesen los dolores actuales. Resulta excesivo declarar la realidad asunto sin importancia. ¿Se teme ver la poesía convertida en un procedimiento fotográfico? No. La realidad y la belleza son íntimamente enemigas. Para nuestra ignorancia todo es azar, incertidumbre y choque, excepto el mundo interior de nuestra inteligencia. La belleza, dulce morada de nuestro corazón, es unidad; la realidad es desorden. La belleza es serena y amorosa; la realidad es estúpida y cruel. El artista, esclavo a veces de la realidad en la lucha por la conquista del pan, es siempre soberano de ella por el pensamiento. A la manera del árbol que hunde las delicadas raíces en la tierra áspera para transformar el fango y el estiércol en murmuradoras hojas verdes y en flores soñadoras, el genio reorganiza y transfigura la vida. Lejos de copiar, rompe con altivo desdén el tosco modelo, y su cincel orgulloso, empujado por la idea, hiere infatigablemente el bloque bárbaro. Zola, el gran romántico, no es grande por haber calcado la verdad, sino por haberla desfigurado, haciendo de ella lo que jamás es: un poema. Maupassant, más exacto que Zola, tiene menos estatura.

Tanto menos valor documentario habrá en Rodríguez Alcalá cuanto más facultades creadoras posea. Su Cabral es inverosímil. El pasaje de los gomosos farristas en casa de Ignacia es doblemente inverosímil en el Paraguay, donde he notado una hidalga susceptibilidad andaluza impregnando las relaciones sexuales. El tipo de Ignacia es absurdo. También lo son la Margarita de Dumas, la Esther de Balzac y la María del Nuevo Testamento. ¿Qué importa lo absurdo? Estamos hablando de belleza.

El comentador de Alberdi, hábil casamentero, guiña el ojo a Alcalá, y le muestra los apergaminados encantos de doña Historia. Alcalá mira a la vieja empolvada, pasada de moda por definición; adivina bajo el miriñaque de los siglos el vientre arrugado; escucha la boca sin dientes chochear interminables disparates candidatos a certidumbres, y protesta: Esta hembra no es para mí. Quiero cuerpos y no sombras, gritos y no ecos, esperanzas y no recuerdos, hijos y no padres. Quiero lágrimas y sudor auténticos, cóleras y angustias que claven en mis entrañas sus garras vivas. No quiero sacar novelas de la historia, sino hacer historia con mis novelas.

¿Por qué? ¿Por qué el peral se empeña en dar peras, aunque le supliquemos que dé manzanas? Alcalá es hombre del minuto que corre, y no hay medio de hacerle volver la cabeza hacia atrás. Periodista honrado, cree ingenuamente que la literatura moraliza. Le urge redimir el mundo. Hay que dejarle, señor Olleros. Soportemos sus hermosas páginas, empapadas en el fugitivo y formidable hoy.

La Historia y el éxito

Hemos quedado en que Mitre ha sido el great old man argentino, el genio paternal del Plata, el Moisés criollo. Bueno: guardémonos de toda irreverencia; inclinémonos a la inapelable opinión pública. Recuerdo que con motivo del fallecimiento de Mitre publiqué unas líneas, considerándole Hombre-Nación. Más tarde me pregunté, ante las discretas dotes del héroe, qué circunstancias habían hecho de él un popular meneur, si se me permite usar la moderna jerga sociológica. Dos textos curiosos han contribuido a esclarecerme la cuestión.

Hace precisamente cuarenta años, cuando la guerra del Paraguay llevaba tres de no ceder a la triple alianza, la opinión pública no favorecía con demasiada solicitud los méritos del famoso general. Laurindo Lapuente, en un folleto impreso en 1868 «frente al Palacio de gobierno» de Buenos Aires, se burla de la «gran política» de Mitre, se indigna de la injerencia del Brasil y clama contra la expoliación de que se intenta hacer víctima al pueblo de López. «El cólera se ha producido», indica el irritado Lapuente, «porque los aliados de común acuerdo arrojaban al río los muertos de bala o de epidemia, para envenenar las poblaciones del litoral, que, como Entre Ríos y Corrientes, eran adversas a la alianza y a la guerra». Y más abajo, al hablar de los oficiales de Mitre, dice: «Rivas, Arredondo, Sandes y todos los jefes que han formado parte de las expediciones al interior para someter los pueblos al despotismo militar de Mitre, pueden dar fe de sus propias carnicerías. Sólo un hecho de cada uno de estos tiranuelos bastará para retratarlos. Habiendo tenido lugar en la Rioja un canje de prisioneros entre Peñaloza y Rivas, aquel jefe de honor y de palabra se anticipó a remitir los suyos, y éste, después de recibirlos, dijo que no le mandaba ninguno porque los había fusilado a todos. Arredondo, jefe sanguinario y cruel, brindando entre los suyos en la providencia de San Juan, dijo ¡que era preciso matar hasta los perros de La Rioja! Sandes, célebre por sus fechorías, en el lugar denominado Cruz de Piedra, provincia de Mendoza, pidió mate a un respetable anciano, y habiendo éste demorado algunos instantes en servicio, le obligó por la fuerza a beber la caldera de agua hirviendo en presencia de su familia». Estas hazañas excitan aún, en los elegantes de la calle Florida y en los comisarios de la campaña, la energía nacional. Por supuesto que Lapuente lamenta ante todo el ver su patria arrastrada entre los gatuperios del Brasil.

¿Qué Laurindo es un libelista de medio pelo? ¡Conforme! Pero ¿dónde creerán ustedes que he encontrado la eficaz confirmación de las ideas de Laurindo? Nada menos que en la Revue des deux mondes, noviembre del mismo año de 1868. Se trata de un fuerte artículo de Eliseo Reclus, autor que nos impresiona con la múltiple autoridad de ser quien es, de escribir donde escribe y de conocer personalmente y a fondo los países a que se refiere.

El talento militar de Mitre no deslumbra a Reclus. «Revestido del título pomposo de general en jefe de los ejércitos aliados, dice; disponiendo de los recursos bélicos de tres naciones, no tan sólo no ha podido el presidente cumplir en tres años la obra de conquista que presuntuosamente afirmaba deber acabar en tres meses, pero ni siquiera ha logrado relacionar su nombre con alguna de las victorias parciales que con razón o sin ella dicen los aliados haber ganado… Entre los sucesos de la guerra, sólo hay uno que pueda el presidente del Plata reivindicar como resultado exclusivo de su alta estrategia, y es el terrible fracaso de Curupayty, que costó por lo menos 5000 hombres al ejército de los aliados». Reclus confía en que las próximas elecciones pondrán al frente de la nación a una individualidad que remedie los males causados por Mitre, y que «desprenda el potente apretón del Brasil». Urquiza es descartado. No es capaz de competir en intrigas con Mitre, «hombre muy hábil en este género de estrategia». Y ¿Sarmiento? «Desgraciadamente, suspira Reclus, es de temer que el señor Sarmiento quiera, él también, gozar del título de general en jefe, y dar una prueba de su talento estratégico, sea contra el Paraguay, sea contra las provincias del interior». Alsina, que se ha declarado adversario del Brasil y de la bárbara guerra urdida contra el Paraguay, es el mejor candidato.

¡Guerra odiosa que no concluye nunca ni apenas adelanta! «Todos los mercaderes proveedores o almacenistas que surten al ejército y que viven de este tráfico tienen interés en ver prolongarse la lucha y consiguen con sus vociferaciones formar en toda asamblea una pequeña opinión ficticia… No sería extraño que los proveedores genoveses, argentinos o brasileños del ejército de invasión se encargaran ellos mismos de aprovisionar a los sitiados, porque, a creer el rumor público, es por medición de oficiales de la alianza —los cuales se están haciendo millonarios— que los paraguayos reciben ya casi todas sus municiones». ¡Qué asquerosa chapucería habrá sido esa guerra, como las demás guerras pasadas, presentes y futuras! ¡Abajo, el rebaño degollado, y arriba mercachifles con las uñas manchadas de sangre!

Los paraguayos, según Reclus, se batían bien. López hace evacuar en dos días la población civil asuncena, «lo que demuestra, dice el cronista, la singular unanimidad de sentimientos patrióticos en estos honrados hispano-guaraníes». López no tiene buques, pero «cuenta con hombres verdaderamente sin rivales en valor y en desprecio a la muerte». Las mujeres sorprendidas en las aldeas que se esparcen entre el Paraná y el Tebycuary se han defendido con el mismo encarnizamiento que los hombres… Recientemente, después de uno de los combates mortíferos del Chaco, se recogieron dos cadáveres, el de un joven y el de una vieja, probablemente su madre: «con una mano oprimían el fusil, y con la otra se hacían, hasta después de la muerte, una postrera caricia…».

Y el buen Reclus desea la intervención de los Estados Unidos, «más dichosa para los invasores que para el Paraguay, porque les libraría de una guerra en que el triunfo mismo sería vergonzoso».

No, ingenuo sabio. Lo vergonzoso es la derrota. El triunfo es la virtud. La Historia, como la sociedad, adora cobardemente el éxito. Buen Reclus, eres un furioso lopista. Hoy, la opinión oficial es, hasta el mismo Paraguay, que los aliados vinieron a civilizarlo, a sacarlo de la tiranía. Los soldados de López, las mujeres y los muchachos que dejaron en la madre tierra las barricadas de sus huesos, no eran más que unos cretinos. La Argentina, de la cual acababa de apearse Rosas, ilustre salvaje contra quien Francisco Solano López —detalle sabroso— había dirigido una civilizadora expedición militar; la Argentina, cuya vasta región de los Andes, donde había generales y coroneles suficientes para mandar los ejércitos de Prusia o de Francia, dio en el año 1867 la suma de 1210 francos como entrada de correos; la Argentina se consagró a civilizar a cañonazos el Paraguay. En la Argentina no había seguramente cretinos. ¿Por qué? Porque venció.

¡Siempre lo mismo! Mientras los bóers tuvieron en jaque a Inglaterra, fueron muy interesantes. Una vez aniquilados, nadie se ocupó de ellos. Rusia, mientras resistió a los japoneses, simbolizó la cultura de la raza blanca. Después de Mundken simbolizó el despotismo, la corrupción política y la ignorancia, frente a la ciencia y al parlamentarismo del Japón.

Mitre encarna el éxito. Por eso es el Washington de por acá, el Hombre-Nación. Si López hubiera triunfado, lo que no era tan imposible, hubiera sino nuestro Washington, nuestro Mitre, y a Mitre le hubiera solamente salvado del olvido su chistosa traducción de Dante.

Un poeta

No es nuevo. Los poetas nuevos, por lo general, se anuncian a sí mismos con tanta solicitud, que no necesitan quien los descubra. El curioso hace justicia sobre todo con los difuntos, con los olvidados. ¿Quién se ocupa hoy de Augusto Ferrán? Escribía coplas por el año 60. Era amigo de Bécquer. Como él, era en prosa inofensivo. Dejó menos aún que el autor de las Rimas. Las sobras completas de Ferrán caben a gusto en doscientas páginas de pequeño formato. Lo que merece recordarse se reduce a un puñado de cantares. Pero ¡qué cantares! Dignos de circular anónimos por España, donde el pueblo ha creado tan extraordinaria poesía y tan extraordinaria música. Los exquisitos, los orfebres del día, preocupados de orquestación nerviosa y de inéditos tics verbales, no deben reírse del canto con que se alivia el siervo. Entre diversas puerilidades, surge de pronto un grito extraño de sus labios, una amarga gota, salpicada del mar sombrío de la vida; una carcajada o un sollozo semejante a los de Shakespeare, a los de aquellos genios que conquistaron la universidad, por haber, a veces, ignorado la retórica. ¿Acaso no admiraría un Mallarmé estos cuatro versos, que nadie sabe de quién son, impregnados del más denso elixir de misterio y de horror melancólico: «El carrito de los muertos / ha pasado por aquí: / llevaba una mano fuera; / por eso la conocí»?

Ferrán ha encontrado acentos de esa categoría. Es uno de los representantes del cortés y profundo pesimismo español. Sus dos series de cantares, tituladas La Soledad, La Pereza, están llenas de una especie de nostalgia mística: «Yo no sé lo que yo tengo, / ni sé lo que me hace falta, / que siempre espero una cosa / que no sé cómo se llama»… y en otra parte, añade: «Me quieres echar del mundo, / lo cual no me importa nada, / porque me da el corazón, / que este mundo no es mi casa». Los españoles no son de este mundo. Ya van quedando pocos; Unamuno es de los últimos. Los demás se aclimatan al progreso mecánico, es decir, dejan de ser españoles; sus reyes no se sentirán ya devorados por el gran espectro, ni cambiarán sus tronos por las negras fauces de un Yuste o de un Escorial. Porque «eso que estás esperando / día y noche, y nunca viene; / eso que siempre te falta / mientras vives, es la muerte». España casi ha perdido su verdadera poesía, que es funeraria. La pereza de un Ferrán no tiene fondo: «estoy tan cansado, / que no puedo más; / hasta el quererte, lo digo de veras, / pereza me da»… «yo no sé qué hacerme / con mi corazón; / cuando lo guardo, se pierde lo mismo / que cuando lo doy»… «por tan poco tiempo, / yo no sé qué hacer, / si deje a un lado la puerta del mundo, / o llame otra vez». No es la desesperación, sino la calma de la desesperación. El poeta halla medio de ser discreto y amable, sin salir de su noble reposo: «¡Jesús, qué bonita eres! / si Dios te hizo, ¿cómo pudo / dejarte después de hacerte?». De tarde en tarde, alguna triste ironía que recuerda a Heine: «muerto ya, en el otro mundo, / yo te seguiré queriendo, / con tal que se le parezca / un poco tu alma a tu cuerpo»… «triste es separarse, / y triste también, / cuando la ausencia es casi una vida, / el volverse a ver»… «¡no me quieres dar un beso, / y me das el corazón, / como si valiera menos!»… «es tanto lo que te quiero, / que hasta quiero tener penas, / si cuando yo te las cuente, / te has de divertir con ellas». Y vuelve a cada hoja el leitmotiv fúnebre: «niño, morirse al nacer; / yo envidio el destino tuyo: / tú no sabes lo que hay / desde la cuna al sepulcro». Vuelven los cuerpos que duermen, las almas que sueñan, y visiones enormes, que no parecen, las almas la fantasía humana: «oigo a veces entre sueños, / que alguien me dice: tú mueres / para que yo viva eterno»… «el que se muere no da / lo suyo, sino lo ajeno». ¡Y pensar que no se trata sino de coplas! Sí; Ferrán estaba predestinado a la oscuridad; no tenía más mérito que el de ser poeta; no había aprendido a hacer frases.

Ferrán, sin duda, carecía de estilo. Mas el estilo quizá no sea el hombre, sino el egoísmo del hombre. El estilo está emparentado con la perfección, y la perfección es un mal, porque es un límite. Así como nuestra ciencia se limita a complicar o, si lo prefieren, a organizar nuestra ignorancia, acaso nuestro arte no sea la belleza, sino el velo impenetrable de la belleza. Un genio celeste lo diría todo con suprema sencillez; lo encerraría todo en una palabra o en el silencio mismo. «—¿Qué es el ideal del arte?» —preguntaban a Carriére, el pintor sintético por excelencia. «Una mancha blanca en que estuviera todo» —contestó—. Ciertamente que Ferrán no lo ha puesto todo; pero ha puesto algo definitivo en los cuatro versos del cantar español, desnudos y terribles como las cuatro tablas de un ataúd.

Silvio Pellico

¡Qué bueno era Pellico! Amaba a Italia, puesto que lo amaba todo, y hubiera querido «sacudir el yugo austríaco»… Pero temía producir algún desorden. Sus amigos se hacían carbonarios. Él vacilaba. Al fin pregunta —por correo— cuáles son los estatutos de la asociación. Esta carta le perdió. El candoroso joven fue condenado a muerte.

Perico lo encontró justo. «Se me ha aplicado la ley», dijo resignado, y obsequió con los cuatro primeros cantos de su poema Colá di Rienzi al juez que había instruido el proceso.

Tardaron año y medio en dictar sentencia. El acusado aguardaba en los famosos Planos de Venecia, de donde pudo evadirse casi un siglo antes Casanova, el insigne gozador de la vida. Silvio Pellico no pensaba en evadirse, ni lo hubiera pensado aunque hubieran sido de papel las rejas. Estaba ocupadísimo en sudar y en dejarse picar por los mosquitos. «Colocado en pleno mediodía, bajo un techo de plomo, con una ventana frente al techo de plomo de San Marcos, de ardiente reverberación, mentía sofocado. A tan cruel suplicio se juntaban los mosquitos en tan gran número, que al menor movimiento mío se excitaban y me cubrían… Es en verdad demasiado sufrimiento para el cuerpo y para el alma… Algunas tentaciones de suicidio se apoderaron de mí, y a veces creí enloquecer. Pero gracias al cielo, estos furores duraban poco, y la religión seguía sosteniéndome». Pellico se aprovecha de todas sus torturas para enternecer a la policía celestial. Adopta un devoto oportunismo, y aprende a no quejarse de nada.

Le conmutaron la pena en 15 años de carcere duro. El carcere duro «consiste en estar obligado al trabajo, en llevar la cadena al pie, en dormir sobre simples tablas, y en comer el más miserable bodrio que se pueda imaginar. Soportar el carcere durissimo consiste en estar encadenado de una manera más espantosa aún, con un círculo de hierro alrededor del cuerpo y una cadena fijada al muro, de modo que apenas es posible marchar a lo largo de la triste plancha que sirve de lecho. El alimento es el mismo, aunque la ley diga: pan y agua».

Transportaron a Pellico a la sombría fortaleza de Spielberg, en Moravia. No hacía mucho que un anciano bohemio se había matado allí, golpeándose el cráneo contra las paredes. Toda suerte de enfermedades cae sobre el dulce Pellico. A su querido Moroncelli, compañero de mazmorra, le sale un tumor en la rodilla. Cuando se deciden a quitarle la cadena, es tarde. Hay que amputar, y pronto. Pero es preciso enviar un informe a Viena. Al fin llega el permiso, y cortan la pierna al infeliz. Se la cortan mal, «el hueso había sido mal aserrado, penetraba en las carnes recientemente cerradas, y causaba llagas dolorosas».

¡Y Silvio Pellico satisfecho! Daba gracias a Dios. Se agarraba a los barrotes, recitaba sus plegarias y contemplaba el valle. La belleza del paisaje «le hacía sentir la presencia de Aquel que es tan magnífico en su bondad». Compone en la prisión Sismonda y Leoniero de Tortona, tragedias tranquilas, y su misticismo sin originalidad ni nervio, confunde a Pascal con Bourdalone, y la Imitación con la dulzarrona Filotea de Francisco de Sales. Pellico es un modelo de escolares juiciosos, y su figura, como la de Luis Gonzaga, debía colgarse en los colegios del Sagrado Corazón.

No hay personaje en Le mie prigioni que no sea un bendito. Carceleros, inspectores, directores, presidiarios, y hasta el mismo Emperador que prometió perdonarle la mitad de su pena y no lo hizo, son melosos y respetables. Todos se resignan católicamente a torturar al prójimo. Después de diez años devuelven la libertad a Pellico. Le conducen, bajo estrecha vigilancia, hasta su país. Al pasar por Schoenbrüm, con otros indultados, casi se topa con el Emperador. «El comisario hizo que nos retiráramos, de miedo a que la vista de nuestras macilentas personas entristeciera a Su Majestad».

¡Y ni en esta ocasión se le escapa a Pellico un grito de protesta, o siquiera de asco!

Silvio Pellico es el heroísmo para señoritas; la voluptuosidad de la servidumbre, cuya abyección ha descrito Nietzsche tan acabadamente; la conformidad pasiva como degenerada que es el más firme sostén de la crueldad y del engaño sobre la tierra. Mis Prisiones es un libro profundamente inmoral. No hay verdadero amor a los hombres donde no hay cólera contra la estúpida injusticia de los dolores humanos. Entre seminaristas se emparentará tal vez la mansedumbre de Pellico con la del cordero pascual. Sin embargo Jesús azotó a los mercaderes, maldijo a los ricos y a los poderosos, y llamó a los fariseos raza de víboras.

La piedra y el hierro

Díaz Pérez nos presenta un clarísimo estudio sobre Ruskin. Pero no he tomado la pluma para elogiar al joven publicista, ya que lo hacen a maravilla sus propios escritos, sino para arriesgar algunas observaciones sobre la arquitectura moderna.

Duros son con ella Ruskin y Díaz Pérez. Tienen razón en cuanto a nuestros edificios pétreos. Verdaderamente copiamos formas viejas de una manera ruin y alevosa. Nuestras casas y palacios son tristes mascarillas sacadas al rostro difunto de la belleza. Tienen razón sobre todo aquellos señores en acusar la organización actual del trabajo. El obrero ha sido desterrado del arte. Se le ha convertido en una máquina, ¡y qué máquina! Una máquina que sufre y que odia. El sociólogo se felicita de encontrar en el gran esteta inglés un fulminante denunciador de nuestros crímenes colectivos.

Pero ¿se puede afirmar, como afirma Díaz Pérez: «no somos creadores, sino apenas críticos… tenemos muy poca mentalidad que en realidad sea nuestra, nada construimos nuestro; no podemos tener arquitectura nuestra… no podemos construir ni pensar en estilo nuestro»? Cierto que Díaz Pérez atenúa después, en favor de innovaciones recientes. Voy por otro camino. Creo que el siglo tiene una potente originalidad, cuyo vehículo es el hierro. Ruskin no es amable con el hierro. No le parece de noble extracción, ni suficientemente histórico. «Se me permitirá tal vez, dice, suponer que la verdadera arquitectura no admite el hierro como material de construcción… Si el empleo del hierro se prodiga y se renueva frecuentemente, llegará a comprometer hasta la dignidad de la obra… Del mismo modo que su probidad».

Pues bien, no. Al puente de Forth, o al que están acabando en Quebec, sobre el San Lorenzo, con un tramo central de 348 metros, le sobre dignidad y probidad. Y allí no hay más que hierro. Mediante el hierro se ha conseguido un fin con un mínimo de materia. Se ha cumplido lo que Leonardo supo enunciar el primero: «toda acción natural se verifica por la vía más breve». Sólo el hierro es capaz de hallar la vía más breve con tan admirable precisión. Cada recta metálica define y mide un esfuerzo, y al cruzar el espacio dibuja una idea. Belleza nueva, que no consiste ya en copiar las «líneas más repartidas» de la naturaleza exterior, sino las de esa naturaleza interior que es nuestra mente.

Es curioso que Ruskin no haya adivinado toda la espiritualidad del hierro. El hierro engendra sistemas ante cuya perfecta lógica se siente lo que hay de vago amontonamiento en la arquitectura antigua. La piedra de los más ilustres monumentos es siempre la roca de las cavernas donde se escondía el hombre prehistórico. La piedra nos ha protegido; el hierro nos arma. La piedra nos ha dicho: «descansa y espera»; el hierro nos dice: «¡avanza!». Una red sutil que apenas empaña el azul de los cielos, nos sostiene sobre los peores abismos. Hemos levantado jugando una torre dos veces más alta que la Gran Pirámide. La tremenda opacidad triangular de la mole de piedra es bella en la llanura. Pero también es bella, y más bella, en el crepúsculo exasperado de París, surgiendo del vaho colosal, la graciosa y terrible construcción de Eiffel, transparente encaje que corre al parecer peligro de ser desgarrado por la brisa. Hemos salido de la caverna y no tenemos miedo al aire libre.

La piedra inerte no responde como el hierro a nuestras palabras de hoy. El hierro trabajo por compresión y por extensión. La piedra resiste, pero el hierro es elástico. La piedra nos soporta sobre sus hombros inmóviles, pero del hierro nos colgamos. El hierro nos proporciona la ilusión de suprimir lo grávido, y quizás algún día tendremos alas, y serán de hierro. El hierro vibra, canta al viento, el hierro sufre el calor y el frío. Sus moléculas laten y circulan. Se enferma y envejece. Por él pasa la electricidad, alma del universo, y nuestro pensamiento mismo. El hierro, en fin, vive, trémulo aún de nuestras manos que lo fabrican, mientras que la piedra es un cadáver desenterrado.

«¡Y el hierro muere!», contestará Ruskin. Sí, el hierro muere; hay que cambiar muy pronto las piezas de las construcciones metálicas, como se cambian las células de nuestro organismo. Nada quedará, en dos siglos, de nuestros soberbios viaductos. Pero no son las flores más bellas las que más duran. Grande es la majestad de las ruinas perfumadas por la historia. En ellas duerme la inmensidad de los tiempos. Pero también es grande la majestad de nuestra energía presente y la audacia de nuestros planes. Nuestra arquitectura no expresará el poder de inmutabilidad de nuestra especie, pero sí el de renovamiento. Prefiramos a la inmortalidad esa flaqueza que nos hace sucumbir para renacer más brillantes.

Todo se transforma. En arquitectura, el hierro, unido a la estética esencial de nuestra época: la estética de la multitud y de la velocidad representa lo nuevo. Y, como dice Díaz Pérez: «todo es nuevo constantemente, todos los días brotan nuevas maravillas ante nuestros ojos atónitos». La vida es un milagro continuo. El hierro es nuestro milagro actual. Tengamos fe en él.

«Cantos de la mañana»

—¡Más versos! ¡Y de una mujer!, exclamarán desdeñosamente las «personas prácticas».

Sí, más versos. Y sean bienvenidos, porque son hermosos, hasta en Montevideo, tierra de los poetas, ciudad en que la juventud canta con la irresistible naturalidad de la alondra. Sean dos veces bienvenidos, porque los trazó la mano, tímida aún, de una iniciada. Apenas hay un puñado de primaveras en la vida, hombres sesudos; ¡no se quejen de las flores! Y quizá son ustedes, los enemigos del talento indómito, quienes con mayor empeño hacen dar a sus niñas, demasiado bien educadas para ser originales, lecciones de piano, acuarela y declamación. Verdad que no persiguen un fin artístico, sino matrimonial. Por eso Liszt, que no tenía pelo de tonto, dijo a una aficionada, después de oírla ejecutar Chopin: «cásese cuanto antes, hija mía…».

Delmira Agustini no es una aficionada, no. Ni copia ni imita: crea. Para ella la poesía no es un juego; es una sagrada fatalidad. Sus poemas son suyos, están vivos, nacieron en las maternales entrañas de su alma. Será tal vez en Sud América lo que en Francia es hoy Mme. de Noailles. Llámenla profesional si quieren. ¿Qué importa? Dejemos campo libre al feminismo, con tal de que no suprima a las mujeres. Hagan ellas en buena hora lo que hacemos los hombres, con tal de que sea femeninamente. Hasta la guerra es susceptible de estilo femenino. En Juana de Arco no hay nada de la amazona ni de la Walkiria. Nosotros hemos monopolizado, trátese de arte o de ciencia, todas las fórmulas y todos los métodos; se los imponemos a nuestras compañeras cuando nos acordamos de educarlas, de amaestrarlas. Disfrazamos su entendimiento con las apariencias de nuestro, y se lo reprochamos después. Tienen sobrada razón las rebeldes, las que se buscan a sí mismas, las que consiguen conservar su sexo en sus obras. ¿Qué puede quedar del sexo de Sofía Kowalewski, portentoso genio matemático, o de Mme. Curie, en sus trabajos científicos? El lenguaje de la alta técnica contemporánea no es siquiera viril; está desprovisto de imaginación y de alegría; en esas regiones de la abstracción absoluta, el verbo humano se vuelve fúnebre a fuerza de ser neutro. Preciso es ir a la literatura para encontrar rastro del sexo de los autores: el sexo del espíritu, que no coincide siempre son el sexo de la carne. Frente a Víctor Hugo, soberbio macho, ciertas estrofas de Verlaine parecen femeniles, mientras flota sobre la de Lamartine la dulce asexualidad de los ángeles. Las novelistas —Serao, Pardo Bazán— suelen ser del corte de Jorge Sand, muy apasionada en sus aventuras íntimas, pero no muy mujer en su prosa fluvialmente fecunda. «Tiene algo de alemana, decía Nietzsche con supremo desprecio; es la vaca de escribir; Renán la venera…». Y Gautier, espantado, refería a sus amigos que había visto a Sand terminar una novela a medianoche y comenzar otra en seguida. Respecto a las colecciones de cartas, confesemos que el género epistolar —casi una conversión— está más próximo de la toilette que lo lírico. Exceptúo algunas cartas amorosas que no se escribieron para ser publicadas, como las incomparables de la «religiosa portuguesa». ¡El amor! He aquí el tema necesario. La mujer siente el amor de una manera esencialmente distinta, y con sólo traducir su propia sensibilidad, abre a nuestros ojos maravillados un mundo nuevo. El amor, divino o terrestre, doliente o voluptuoso, es el feudo prístino de las musas, de las a un tiempo admiradas y deseadas Eloísas y Teresas de Jesús, tendiendo a la deidad o a la criatura los «brazos interiores», las que supieron ser tanto o más mujeres cuando más artistas, las que se agruparon, como bajorrelieves de un pedestal, a la sombra de la soberana figura de Safo.

Tal es la gloria de María Dauguet, con sus interpretaciones sensuales de la naturaleza, y de Renée Vivien, que tiene la audacia de realizar, en el sentido más completo de la palabra, la Safo moderna. Delmira Agustini, hacia el final de su primer ensayo —El libro blanco— entró en el país del irremediable hechizo. ¿Recuerdan El Intruso, aquel soneto encantador que principia?:


Amor, la noche está trágica y sollozante
Cuando tu llave de oro cantó en mi cerradura…
 

En Cantos de la mañana, el amor reaparece —vean el profundo poemita que se titula «Supremo idilio»— mas con no sé qué de amargo, espectral y melancólico. ¿Es una crisis del corazón de la poetisa? ¿Es un matiz perdurable de su visión? Y a cada página acentos que no se olvidan, cuyos ecos se hablan largamente en nuestro ser, imágenes donde se ensancha el espacio – «el alma que espera, de espaldas a la vida, que acaso un día retroceda el Tiempo» – «la trágica simiente clavada en las entrañas, como un diente feroz» – «la serpiente caída de mi Estrella Sombría», una pincelada, un acorde, lo que Fromentin, refiriéndose a Rembrandt, denominaba «pintura cóncava», un arabesco en que se encierra lo infinito. Líneas negras sobre el papel: grieta que rayo el muro. Pero deténganse y miren; por la estrecha hendidura descubrirán del otro lado un inmenso paisaje, resplandeciente de sol o estremecido bajo el fulgor de los relámpagos.

La gran receta

¿De qué hablarles? ¿Sé lo que les interesa? La prensa de Asunción me trae indicaciones negativas. Se nota a la legua que están horriblemente preocupados. Un diario hace un suelto en la crónica social para agradecer el envío de un almanaque de celuloide. Un periódico, describiendo una fiesta escolar, se enternece ante el desfile de las cabecitas, «cada una con su libro debajo del brazo». Más allá, un señor espeta un discurso a un ministro exclamando: «nosotros, súbditos de V. E.»… Síntomas de inquietud devoradora. Por otro lado se discute la infalibilidad del Papa y el sexo de los frailes. Gravísimo. Me escriben que bandidos enmascarados roban niños en los suburbios. ¿Para qué? Para que se curen su lepra ciertos lazarientos de plata. La sangre de niño es un excelente remedio. En fin, se pasa el rato, disimulando la ansiedad de todos. Comprendo qué es lo que les apura, lo que les quita el sueño y les hace cometer faltas de ortografía, pero de ello no les hablaré, porque no hay que hablar a los enfermos de lo que les duele, si no es muy serio, y hoy me encuentro sin ánimos… No me vengan con que se goza de buena salud, y con que las cosas marchan como pueden, y cada vez mejor. En verdad les digo que anda mal un país en que se rasca la tierra con un pedazo de palo, mientras los fusiles son de último modelo. ¿Cuándo seremos hábiles para engendrar y torpes para destruir?

Figúrense mi alivio al ver, amablemente remitido por su autor, don Robustiano Vera, un folleto editado en La Asunción: La Felicidad. El señor Vera no está preocupado, ni inquieto, ni ansioso. No le importa la política. Si le imitáramos, el Paraguay curaría pronto. No abandonemos la esperanza. Hay entre nosotros un depositario de la felicidad, un taumaturgo, un profeta. No me burlo; conozco al señor Robustiano Vera; sus teorías parecerían absurdas: su moral, inmoral. Y ¿qué? Lo nuevo, lo que triunfará mañana, es al principio inmoral y absurdo, y también lo falso, lo que abordará en seguida; el tiempo decide entre lo viable y lo que no lo es, entre el ángel fecundo y el monstruo estéril. De aquí a cien siglos, sabremos si el señor Vera tiene razón. Pero lo que sabemos ahora es que se trata de un convencido, de un original, de un joven —¡oh consuelo!— que no pertenece al rebaño. El señor Vera cree en el naturismo, y lo practica. Cree que debemos comer nueces, y las come. Ésa es su fuerza. Quiere y ejecuta. ¿Qué más da pensar de este modo o de aquél? Lo meritorio, lo útil, es el carácter, y ajustar la conducta al pensamiento. El folleto del señor Vera está sudando sinceridad.

Para el señor Vera, lo único digno de atraer al hombre es el placer. He aquí una valiente y alegre filosofía que no ha envejecido desde Epicuro. Un gran sabio Van Lint, acaba de publicar una obra titulada: El placer; un ideal moderno. Según los fisiólogos, el placer es el signo de un aumento de vitalidad; después los médicos nos amenazan con mil dolencias producidas por el placer. El diablo que los entienda. Por lo visto los libertinos se mueren de tanto aumentar sus energías vitales. Vera preconiza el placer en la vida natural, primitiva. Puesto que el trabajo, el embarazo, el parto y la muerte son molestias y dolores, no son naturales, y es necesario suprimirlos, lo cual se consigue alimentándose de semillas y frutos secos, y sobre todo lactando de la mujer. La leche de mujer es panacea contra las enfermedades y la vejez; contra la muerte y la concepción. En lo sucesivo, gracias a este régimen, no se nacerá, no se fallecerá y los dos sexos tenderán a confundirse en uno, sin que el placer amengüe, ni la resistencia disminuya. Tales ideas se arraigan —parcialmente— en el ocultismo; para discutirlas sería forzoso aburrir al lector con explicaciones interminables. Confieso que se me ocurre un argumento tan sólido como vulgar; las bestias, lo mismo que nosotros, sufren el parto y la muerte; la leche de las hembras, al parecer, sirve solamente para la crianza de la prole. ¿Es que los animales se apartaron también de la naturaleza, y merecieron ser castigados? ¿Habrá salvación para ellos? ¿Conquistará el perro la inmortalidad con leche de perra, y el burro con leche de burra? Y las gallinas, ¿a quién mamarán? ¿No habrá redención para la turba ovípara? Mas no quiero poner objeciones capciosas al folleto del señor Vera. Bienvenido sea todo huésped en el mundo de las hipótesis. Lo que me agradaría es que no se nos concediera la inmortalidad en los presentes momentos. Nuestra figura es un poco ruin para inaugurarla. Esperemos algunas generaciones más: tal vez así entremos en lo eterno con fachas menos ridículas.

Mujeres de Ibsen

Así se titula una obrita del señor Carlos Olivera, intelectual argentino. Según creo, el señor Olivera ha sido diputado, y ha defendido valerosamente el divorcio. Lo de diputado no le recomienda, lo del divorcio, sí. Sobre la vistosa carátula del libro hay una cita en alemán; a la otra página una cita latina; y al empezar a leer el texto del autor nos encontramos con un «haberse agitado y gozado del aire», seguido de una lista de tropiezos por los que se nota que le señor Olivera, distraído en husmear alemán y latín, no tuvo tiempo de aprender bien el castellano. Pero no regateemos pequeñeces. La crítica a lo Valbuena es tan odiosa como fácil. Además, la lengua porteña destinada a desbancar el castellano en Sud América, está formándose, y no debemos exigir elegancias a las formas del feto. Soportemos el diluvio de plurales que después de sumergir el verso platense comienza a inundar la prosa, y resignémonos a la fraseología inoculada por los psicólogos y sociólogos al uso.

Es caso más grave la siguiente lista: «Platón, Tucídides, Dante, Shakespeare, Meyerbeer, Nietzsche». ¡Feliz Meyerbeer! Verdad que era judío, y el señor Olivera abomina del cristianismo especialmente, declarándonos tranquilo que «Homero tiene más lectores que el Evangelio», que Cristo es una ficción menos real que Fausto, y por supuesto que el «hombre actual no tiene ninguna creencia religiosa». El señor Olivera, cuya claridad y fijeza de pensamiento admiro, se quedó con los pies metidos en Büchner; no se da por enterado de la enorme reacción mística de los últimos veinte años, ni de que existe un William James; cierto que James es un psicólogo de veras, no a la italiana.

Dejemos de lado comparaciones tremendas como la de Margarita con la Venus de Milo (!!). El viajecito reglamentario a París fue tal vez un poco breve; tal vez las belles petites estuvieron demasiado encantadoras. La educación europea del señor Olivera se resiente; su barniz transatlántico es muy somero. Hay en la página 45 de Mujeres de Ibsen, un boulevard Saint Germain, por faubourg Saint Germain, bastante sospechoso. Y ¡qué historia, qué filosofía, qué estética! Escuchen este párrafo: «Es muy posible que ese misterio llamado Shakespeare tenga solución así: no era un sabio. Y como no podemos concebir que un genio tan maravilloso existiera fuera de los gabinetes académicos, no lo encontramos buscándolo entre los sabios. Era quizá un Máximo Gorki». ¿Qué tal? La clave del precedente galimatías reside en esta otra frasecita: «Artista y sabio, son entidades hostiles que difícilmente pueden coincidir». Ya lo oyen, Leonardo, Pascal, Goethe, Voltaire, France. Y el señor Olivera, el del hombre actual irreligioso, nos habla de la «lubricidad antigua».

El señor Olivera ha comprendido que no eran suficientes los trabajos de Brandés, de Arthur Symons y cien más sobre Ibsen. Ha querido echar su cuarto a espadas, decir novedades. Y ha dicho, sin duda, cosas nuevas y divertidas. Por ejemplo: que Ibsen era de «una insuficiente preparación científica». Cuando si algo hay de indiscutible en la técnica de Ibsen es el rigor del procedimiento que un Zola llamaría experimental. «Todo el drama, antes de Ibsen, había sido romántico, escribe Symons: él lo ha hecho ciencia. Hasta Ibsen ningún dramaturgo había tratado de imitar la vida en escena, o siquiera, como lo ha hecho Ibsen, de interpretar críticamente la vida… Dados el carácter y la situación, Ibsen se pregunta en el momento de la crisis: ¿qué palabras va a pronunciar este hombre?, y no; ¿cuál es la frase más bella, más profundamente reveladora que podría pronunciar?». «Aplicaba el método científico con su rigor creciente, cuenta La Chesnais. Una carta del 25 de abril de 1866, dirigida de Roma a George Brandés, es a este respecto característica. Un amigo de éste se ha suicidado, en un acceso de fiebre, lanzándose por la ventana de cabeza, como para tomar un baño. Ibsen piensa que Brandés, por amistad, se complacerá en conocer los detalles de esta muerte, y le envía un acta maravillosa, minuciosamente concisa, sin sequedad, pero aún más desprovista de sensibilidad, seguida de un rápido y luminoso análisis del caso. La carta parece el informe de un médico, lleno quizá de compasión profunda, pero impasible, sobre una autopsia». Y lo gracioso es que el señor Olivera todavía reprocha a Ibsen su «insuficiente preparación», por exagerada. Le preferiría en absoluto ignorante.

No todo lo que el señor Olivera ha imaginado a propósito de las mujeres de Ibsen es nuevo. También nos ofrece vulgaridades sedativas; una maestrita normal, recorriendo el libro hallaría con gusto sus propias ideas de lectora de diarios. Reconozcamos que en la silueta de Hedda Gabler hubo un instante de emoción distinguida y casi original. ¡Pero no haber aludido siquiera a la Ellida de La Dama del Mar, a la perseguida del Océano, a la enferma de las olas verdes! Ellida es el tipo ibseniano, el individuo joven y vigoroso en sí, doliente y delirante en el seno de una sociedad contraria a la sociedad interior de su cerebro; tipo que a veces se cura por la libertad, y a veces perece por el suicidio. ¡Qué diferencia con Stendhal, cuyos personajes se salvan mediante el dilettantismo y la galantería, recursos propios de las suaves riberas del Mediterráneo y no de las del Mar del Norte! El autor Olivera no nos ha obsequiado con serenas generalizaciones latinas. Tampoco nos ha servido anécdotas al modo sajón. Ha escrito su obra sobre Ibsen exactamente como la hubiera escrito cualquier otro diputado hispanoamericano defensor del divorcio, y sería injusto pedir más.

El altruismo y la energía

Nietzsche, en su obstinado desprecio al cristianismo, hace de la piedad para con los inermes, de la simpatía hacia lo abortado, lo enfermo y lo triste, del anhelo de justicia reparadora en fin, otros tantos síntomas de una degeneración contagiosa. Para el terrible alemán, el egoísmo —egoísmo elevado, trágicamente bello a veces, propio de un metafísico Satanás— es sinónimo de energía.

Las varias formas del egoísmo, desde la vanidad a la ambición insaciable, desde la mezquindad de la solterona balzaciana a la codicia de un Rockefeller, desde la impertinencia del dandy a la ferocidad sanguinaria de Calígula, se manifiestan, sin duda, con extrema energía aparente en muchos casos. Pero conviene observar que los ejemplos famosos con los cuales los grandes de la tierra fijaron el recuerdo de su tonto y omnipotente capricho, no demuestran energía personal, sino la energía exterior acumulada por el azar en torno de una figura casi siempre insignificante. Nerón incendia a Roma. Suponiéndolo cierto, ¿qué prueba? ¿La energía de Nerón? Lo que prueba es el abatimiento de una sociedad que permite tales atrocidades. Las fuerzas enormes que el emperador tenía en sus vacilantes manos de imbécil no le pertenecían. Se había encontrado con ellas. Nerón jugaba con los resortes de un colosal mecanismo que se le había regalado para diversión suya y para ignominia de la época.

Por lo contrario, Nerón era débil, como la mayor parte de los egoístas históricos a quienes se ha juzgado indispensables tan sólo porque no concluyeron totalmente con el género humano. Se vio la debilidad de Nerón a su caída. En aquel tiempo en que la dimisión de un funcionario consistía en suicidarse, trató el César de hacerlo, y su cobarde espada no acertaba. Tuvo un soldado que rematarle como a una res. Para decidir de la verdadera energía de un hombre, esperen a que caiga de su falso pedestal, esperen a que se le deje desamparado y desnudo.

¡Oh bochorno de los millonarios que al arruinarse aceptan el oficio de proxenetas o de tahúres, oh vergüenza de los reyes destronados en el siglo XIX, escabulléndose por la puerta trasera de sus palacios, a semejanza de lacayos despedidos! Napoleón mismo disminuye y decae en Santa Elena.

Napoleón era débil también, porque era egoísta. Puso el genio al servicio de su egoísmo infinito. Este parásito formidable de la humanidad estaba maravillosamente armado para devorarla. Napoleón, incapaz de irradiar energía y hasta de producirla en cantidad suficiente a su vida interior, robaba con avidez la energía externa. Su procedimiento evoca el de ciertos parasitismos en que el animal nutrido con jugos prestados es de una organización muy superior a la de su huésped. La debilidad trascendental de Napoleón necesitó un prodigio de inteligencia para la conservación del individuo.

Egoísmo es debilidad. Los cuerpos fríos se calientan a expensas de los otros. Eleven la temperatura de un pedazo de hierro, y a medida que aumenten la energía del metal, lo irán haciendo más y más generoso. Llegará un momento en que de puro ardiente resplandecerá y les iluminará el camino. La energía en exceso desborda y se desparrama por el espacio. Las almas generosas desbordan de amor. ¿No es natural el egoísmo en los niños y en los viejos, en las edades indefensas? Pero el egoísmo en la pujante juventud es doblemente odioso. Los que consumen son los que no crean. Los que expolian son los desheredados de la voluntad. Los que matan, ¡ay!, son los que se están muriendo.

La avidez del corazón del avariento, del cruel, es cosa melancólica. Consagrar la existencia entera a reunir dinero o a reunir súbditos o esclavos, es inconcebible para todo espíritu que no haya perdido el contacto fundamental con las realidades absolutas. El egoísta es un aislado, un privado de los efluvios vitales del universo. El egoísmo se acompaña por lo común de una atrofia no solamente sentimental, sino intelectual. La avaricia suele coincidir con la semiestupidez. Una variante atenuada, la manía de coleccionar estampillas o cualquier otra clase de objetos, al estilo de las urracas, no se encuentra seguramente entre los aficionados a coleccionar ideas. ¡Y en cuántas ocasiones la crueldad se deriva de lo difícil que es para numerosos ciudadanos imaginar el dolor ajeno! Al egoísta le falta siempre algo: por eso se lo quita al prójimo. El altruista da precisamente lo que le sobra.

La debilidad del egoísta proviene con frecuencia de que el medio es pobre, de que no hay para todos. Las bestias carniceras son las que tienen que perseguir un alimento escaso y protegido. La abundancia reduce el número de egoístas. Los nueve décimos de la población humana no comen lo bastante. No nos extrañemos, pues, que el hombre se entregue a la lúgubre pasión del oro. El oro es pan y ropa y techo en primer lugar, y no hay techo ni ropa ni pan para todos los habitantes del planeta, a causa de lo torpes y miedosos que somos. Todos estamos amenazados de muerte si nos quedamos sin oro, y nos lo arrebatamos. El egoísmo es, pues, una contingencia por lo general; expresa una relación defectuosa con el ambiente, es una momentánea solución al problema del individuo. La especie resuelve sus problemas de distinta manera. La procreación, la crianza de la prole, acciones de largo alcance, son explosiones de altruismo. Es evidente, además, que el altruismo es mejor cimiento social que el egoísmo; así lo inmediato y lo precario y lo urgente es obra quizá de egoísta, mientras que los altruistas construyen lo profundo y lo duradero. ¡Son los más fuertes!

Darwin, estudiando biología, perdió la fe. «No puedo vencer la dificultad que resulta de la extensión del sufrimiento en el mundo, dice… No puedo persuadirme de que un Dios bienhechor y todopoderoso haya creado los icneumones con la decidida intención de dejarles alimentarse de orugas vivas, o de que el gato haya sido creado para torturar al ratón». Nietzsche se alegra de espectáculo tan siniestramente artístico, y aplica a la médula europea los botones de fuego de una salvaje filosofía. ¿Y quién sabe? Darwin y Nietzsche no han visto tal vez más que lo provisorio.

La antinomia y la probabilidad

No estamos seguros de nada. ¿Saldrá el sol mañana? Es muy probable.

¿Existiremos dentro de un mes? He aquí algo mucho menos probable.

¿Qué oscuro instinto nos dice todo esto?

Pero ¿es realmente oscuro este instinto? ¿No dependerá la vaguedad de sus contestaciones de la vaguedad de las preguntas?

Tomo un dado. Si lo arrojo, ¿qué punto saldrá? No lo sé.

No sé si saldrá el 1 o el 6. Pero es exactamente tan probable que salga uno como otro. Cosa ésta tan cierta como un axioma. Puedo afirmar más: que la probabilidad de que salga el 1 es cinco veces más pequeña que la probabilidad de que no salga.

El sencillo ejemplo del dado nos autoriza aparentemente a definir la probabilidad. La probabilidad de un suceso sería la relación del número de casos favorables al número total de casos posibles.

¿Probabilidad de que salga el punto 1? Casos favorables: 1; casos posibles: 6. Contestación: 1/6.

¿Probabilidad de que no salga? Casos favorables: 5. Casos posibles: 6. Contestación: 5/6.

D’Alembert sonríe y nos advierte que no hay más que dos casos posibles: o el suceso en cuestión ocurre o no ocurre. La probabilidad de cualquier suceso es siempre ½, y no vale la pena de seguir adelante.

A lo que responderemos que los casos han de ser igualmente probables. Con lo que nos reducimos a definir lo probable por lo probable.

¿Cómo sabremos que dos casos posibles son igualmente probables? Una especie de sentido común indestructible nos guía en el ejemplo del dado. ¿Será siempre así?

Desgraciadamente, no. El ilustre Bertrand (Calcul des Probabilités) se propone encontrar la probabilidad para que, en una circunferencia, una cuerda trazada al azar sea mayor que el lado del triángulo equilátero inscripto. Adoptando sucesivamente dos puntos de partida, el autor halla con el uno ½, y con el otro 1/3.

Pero en el problema de Bertrand los casos posibles son infinitos. Ninguna contradicción resulta de los problemas planteados con el dado, con los naipes, con urnas que contienen bolas de distintos colores, etc. Es que aquí los casos posibles son numerables.

Es decir que el concepto de probabilidad es inaplicable, en su sentido raíz, a cuestiones de continuidad, como son precisamente la inmensa mayoría de las cuestiones que se presentan en la mecánica y en la física.

Nada de esto debe extrañarnos. Muchos conceptos, como el de número y los de las operaciones elementales, han ido modificándose, generalizándose, para abrazar una mayor extensión de conocimiento. Aplicados directamente a su sentido primero, conducen a contradicciones por el estilo de la que ofrece Bertrand.

La generalización del concepto de probabilidad, generalización que lo hace aplicable a cuestiones geométricas y físicas, consiste esencialmente en atribuir a la probabilidad que se busca una forma arbitraria, sin otro requisito que satisfacer el principio de razón suficiente y la condición de continuidad. Sucede entonces que la expresión de la probabilidad a que se llega suele ser independiente de la hipótesis inicial; de otro modo: la probabilidad es siempre la misma, y libre de toda contradicción.

Los curiosos que posean las matemáticas elementales pueden leer el Traité des Probabilités del célebre Poincaré, donde se tratan muchas cuestiones de esta clase, elegantemente planteadas y resueltas.

Mi propósito no es insistir en la parte técnica del asunto, ni en sus importantes consecuencias para la ciencia positiva, sino dejar sentado lo legítimo, lo intuitivo del concepto de probabilidad, e indicar los extraños aspectos que ofrece el estudio de ese concepto.

Vuelvo a tomar el dado. Lo arrojo: ha salido el punto 1. Sin embargo, era cinco veces más probable que saliera otro, y no ése. Es extraño que haya salido el punto 1. Pero ¿no sería igualmente extraño que hubiera salido cualquiera de los demás?

He aquí que nos parece extraño algo que no puede menos de suceder.

¿Por qué ha salido el punto 1? El dado sigue una trayectoria que depende del impulso de mis dedos, de la resistencia del aire, de la acción de la gravedad. El punto que representa al quedar inmóvil depende de todo eso, y además de las asperezas, de la elasticidad, de la dureza no sólo del piso, sino del mismo dado. ¿Qué hay de arbitrario en todo eso? Nuestra ciencia nos declara que absolutamente nada.

Para los que hagan sus reservas respecto a la mano y al cerebro que mueve esa mano, se dispondrá una máquina, como la ruleta, que lance el dado. El problema será el mismo.

Hay que admitir que si ha salido el punto 1, es que era fatal que saliera.

Vuelvo a arrojar mi dado. No sale el punto 1. ¿Qué es lo único que puedo decir? Que esta vez era imposible que saliera.

En la realidad no hay más que sucesos fatales y sucesos imposibles. ¿Qué tiene que ver nuestro concepto de probabilidad con todo esto?

Pero siempre expresamos nuestra ignorancia con palabras de probabilidad. Ignoramos si saldrá el sol mañana, y en vez de hacer constar sencillamente esa ignorancia, o de puntualizar que es fatal o imposible que salga el sol mañana, decimos: «Es enormemente probable que el sol salga mañana».

Y sentimos que decimos la verdad.

¿Cómo explicar que ese concepto tan intuitivo y fundamental de la probabilidad no tenga en la realidad correspondencia alguna?

No tratemos tan mal a la realidad. Tornemos a ella un poco más despacio.

En vez de arrojar el dado una vez, hagámoslo cien, mil veces, y contemos las que ha salido el punto 1. Encontramos que ha salido con una frecuencia próximamente cinco veces menor que los demás puntos; lo mismo que nos advertía nuestro concepto de probabilidad.

Y cuanto mayor sea el número de pruebas que hagamos, tanto más se acercarán los hechos a la idea.

– ¿No sabíamos absolutamente nada de una serie de fenómenos, y hemos predicho una ley?

¿Qué significa esto?

Los fenómenos estaban fatalmente preparados de toda eternidad, y sin embargo, nuestra ignorancia los reglamenta de antemano.

Llueve durante dos horas en un patio embaldosado. Nada sé de la curva caprichosa que seguirá, desde el misterioso seno de la nube, cada gotita de agua. No sé nada, y, sin embargo, afirmo que cada baldosa recibirá próximamente el mismo número de gotas.

Y así es.

Un gas se supone compuesto de una cantidad colosal de moléculas, que vuelan en todas direcciones con velocidades grandísimas. Nada sé de las trayectorias de esas moléculas, y, sin embargo, de mi misma completa ignorancia deduzco una ley de la probabilidad que me conduce como por la mano a la ley de Mariotte, hermosa ley física de innumerables aplicaciones.

Abramos una tabla de logaritmos. Nada hay allí de arbitrario. Cada cifra es hija fatal de la aritmética. Puedo volver a calcular cada cifra por medio de deducciones inatacables. Por el momento ignoro los millares de signos allí estampados. Apoyado en mi misma ignorancia, sostengo que la cifra 1 se encuentra tan frecuentemente impresa como la cifra 7.

Y así es.

Mi ignorancia sabe, predice y descubre.

¿Cómo resolver esta antinomia?

Pascal, que lo ha dicho todo, escribe no sé dónde, que el mismo principio de contradicción está sujeto a crítica.

La discusión del problema de la voluntad hará recordar algún día la frase de Pascal, frase que por otra parte no es inadmisible en matemáticas. Pero confesemos que no hay necesidad de sospechar que una cosa pueda ser y no ser al mismo tiempo, para resolver la antinomia de probabilidad.

Si mi ignorancia sabe, es que no hay tal ignorancia.

Cuando confirmo que ignoro las trayectorias de las gotas de lluvia, afirmo implícitamente que el conjunto de causas que separan esas trayectorias de la vertical, o alteran sus distancias relativas, se destruyen las unas a las otras. Cuando afirmo que ignoro si saldrá cara o cruz al echar al aire una moneda, afirmo que en un gran número de pruebas se destruyen las causas que deciden el resultado del fenómeno. En todos estos ejemplos, ignorar es afirmar una simetría.

Es muy de observar que nada podemos predecir de una sola prueba. ¿Saldrá cara en este momento? Las pequeñas causas que lo han de decidir no tienen tiempo para luchar en masa con las otras y poner de relieve la ley. Por eso la sensación de azar positivo, de ignorancia real, es típica en este caso. Por eso los jugadores se arruinan a la larga. Siempre juegan a un golpe. Verdad es que en una gran serie de golpes todos los jugadores estarían de acuerdo, y no habría contra quién jugar.

La idea de simetría la adquirimos al solo enunciado de la cuestión, y de ella deducimos la ley de probabilidad por una función de la inteligencia análoga a la función analítica del cálculo. Examínese todos los sucesos a que atribuimos un concepto de probabilidad y se descubrirá una base de conocimiento directo del fenómeno. La ley de probabilidad expresa precisamente ese conocimiento, y cuanto se aparte de ella, a posteriori, la realidad, otro tanto nuestro conocimiento se apartará de la exactitud.

Es que pocas veces sabemos, pero menos veces todavía, ignoramos.

El estilo

Una de las cosas más admirables en Le Bon, el genial visionario de la nueva física, es lo mal que escribe. Las páginas de L’Évolution de la Matière y de L’Évolution des Forces, desordenadas, tortuosas, despeinadas, horda de ideas, no tienen estilo y apenas sintaxis. Son la notación lacónica de una mente al galope. No busquen las viejas y graciosas curvas del pensamiento francés en donde sólo subsisten los zigzags de un relámpago. Ni siquiera se toma Le Bon la molestia de traducirse en imágenes. Su obra es un montón de hechos y de prosaicas explicaciones. Su lengua es ruda y torpe como la de todos los profetas. Tenía que darnos noticias demasiado importantes para perder el tiempo haciéndolas artísticas. Por eso, nada ha salido de su pluma que nos aquejara con la tristeza de la perfección.

¡Qué triste es lo perfecto! Cerrar el círculo, haber llegado, poner punto final, ver, a semejanza de Dios, que lo fabricado es bueno, ¡qué tristeza! Ser invencible y no poder pecar, ¡qué desdicha! Sobre la puerta del paraíso es donde el profeta debió trazar su lasciati ogni speranza. Mil veces preferible es el infierno; allí se desea, se conspira, se vive. Si vivir es correr tras la perfección y la felicidad, alcanzarlas es morir. Y si la muerte material conserva aún a nuestros ojos el misterioso encanto de una débil promesa es porque morimos en la fealdad y en el sufrimiento, así como nacimos, y porque únicamente el dolor, no el dolor pulcro y bello y rimado en mármol a lo Laocoonte, sino el dolor lamentable y sucio y desamparado y grotesco, es digno de ordenar al destino que responda.

¡Pobre del escritor que quiere obtener un estilo, y lo encuentra y le satisface! ¡Pobre del que aprende a sentir! Se convierte en un molusco literario, y esa habitación suya, tapizada de un lustroso nácar en que se miraría Venus, ese caracol cuyo fósil servirá dentro de algunos siglos, para que otro Sainte-Beuve complete un estante, será quizá lindísimo, pero tiene el dueño que llevarlo a cuestas. El habitante de la torre de marfil es blando de carne y lento de alma. Se aísla, se enclaustra, trabaja en la oscuridad y pretende hacernos el don de la belleza. No; no es la belleza lo que desdeñosamente nos ofrece, sino la horrible perfección, su perfección, la rígida figura construida a paciencia sobre el módulo elegido; el ejercicio ajustado a clave; el problemita personal resuelto. Todo se lo dice el autor; ¿qué nos deja a nosotros? Él descansa, y nosotros, también. Nos contagia su inmovilidad. Hemos visitado su torre de marfil: ¡muy interesante, muy curiosa! Nada restó que examinar en ella. Era la tarde magnífica, y el horizonte, contemplado de lo alto, se nos hubiera aparecido en su solemne esplendor; pero la torre, ¡ay!, no tenía ventanas.

El estilo no es el hombre, es el egoísmo del hombre. Conocer por una línea a quien la ha escrito, ¿qué demuestra? ¿Es el estilo acaso lo que denuncia a Shakespeare? ¿Cuál es el estilo del sol y del mar? No admiremos en el arte lo que se adhiere al artista, sino lo que a todos nos pertenece, lo que circula sin esfuerzo con la sangre del cuerpo social. No es imposible ser a la vez sencillo, universal, inesperado y profundo: basta el genio y ¿quién, allá en las honduras de su espíritu, no guarda un delgado filón de genio silencioso? Cuando el genio habla, se olvida del estilo. No respetemos el estilo por solamente serlo. Hay estilos característicos y odiosos. Hay, estampadas en oro estafado, efigies de monarcas infames. Hay habilidades que repugnan. Una frase es suficiente para delatar a Quevedo, y ¿quién le ama? ¡Benditos sean el oro bajo tierra, y el agua en el manantial, que no son todavía de nadie! El genio no tiene propiedades y es una profanación embadurnarle de estilo.

El arte futuro será una función colectiva; será a un tiempo representación y acción. Se desvanecerán los acentos particulares en la armonía total; pasaremos de los instrumentos aislados, llámense Virgilio o Víctor Hugo, a la enorme sinfonía. La prensa, en su rudimentaria y grosera forma de hoy, nos anticipa edades venideras. El arte será algo innumerable, anónimo, y sin embargo más expresivo de una época que ningún talento considerado separadamente. Se fundará en la energía intuitiva, que es altruista, y no en el estilo, que es egoísta. Los creadores no se preocuparán de ser originales, sino de ser sinceros; no de firmar sus obras y de encaramarlas en pedestales inaccesibles, sino de fundirlas en la obra común. Imitarán a las heroicas células que en el fondo de un cerebro forjan lo sublime, sin reclamar después un átomo de gloria. La humanidad se parecerá al hombre.

No deploremos, pues, que Le Bon no tenga estilo.

Zola

Los restos de Zola van al panteón.

No son esos restos de Zola los que nos importan, sino los otros, los que no caben ni en el Panteón, ni en París. Las felicitaciones del Estado no nos interesan; conocemos la competencia de los poderes públicos en ciencia, arte y filosofía. Ciertas planchas históricas, de Sócrates acá, no se olvidan fácilmente. Por otra parte, ni siquiera es el Estado el que pretende honrar a Zola; es un partido. Zola, sin querer, hizo política; su partido triunfó con la rehabilitación de Dreyfus. Se ha decretado la inmortalidad del héroe de J’accuse, como se decretó el ascenso de Picquart a ministro. Supongan a la derecha en el gabinete, y Zola, según siempre opinó el Estado literario, la Academia, continuará siendo ante el mundo oficial un escritor repugnante.

Ante la humanidad Zola es, en cambio, un ejemplo maravilloso de lo que puede la resolución de un alma enérgica. Nadie menos dotado que él para la literatura. Todos sus compañeros de juventud, hasta los que se dedicaron, como Cézanne, a un arte distinto, manejaban mejor la pluma que el futuro ciclope de L’Assomoir y de La Terre. Zola tuvo que luchar a un tiempo contra la miseria y contra las rebeldías de su estilo poderoso y torpe. La arruga que partía su frente soberana era la sima que abrió él mismo hasta las profundidades de su mente buscando el filón del genio, y el genio brotó al cabo definitivo y furioso, como el torrente por la roca herida.

Zola no fue un artista, pero si una irresistible fuerza intelectual. Violento, amplio y rápido, no fue contemplativo, ironista, ni psicólogo. Fue tan sólo sencillo y formidable. La corriente de su verbo no tenía remansos, no se detenía a reflejar el azul de las armonías superiores, pero chocaba contra los escollos terrestres con tal ímpetu, que en verdad era espectáculo grandioso el de la espuma salvaje de aquella prosa encabritándose al sol. Ignoró lo místico, las complicaciones metafísicas y sentimientos; se contentó con un positivismo a lo Bernard por todo bagaje analítico, y de creer que hacía sociología patológica cuando levantaba epopeyas, pero ¡cómo embestía!

No vio en la tierra más que el mal, y lo pintó con la crueldad cirujana de un enamorado del bien. Pintó el mal con el entusiasmo de un Víctor Hugo y la robustez de un Balzac. Alzó colosales frescos de barro y de sangre, y se salvó del horror por la elocuencia misma. A través de tanto rugido de bestias y de tanto gemido de víctimas, para el acento generoso de un hombre que sufre con el sufrimiento ajen. Zola no es capaz, como Maupassant, «el toro triste», de quedarse impasible y fríamente satisfecho al retratar las infamias que le rodean. Zola es el toro sano que se lanzará un día, en la arena de Europa, contra la muchedumbre fanática, igual que se lanzó en sus libros contra los perversos y los imbéciles. La palabra de Zola no se discute, porque aplasta. No es un razonamiento ni una caricia; es un proyectil.

¿Y qué es un proyectil en reposo? Nada. Por eso Zola, paralizado entre las imaginaciones beatificas de sus Evangelios, ya no es Zola. Es un declamador humanitario de segundo orden.

Mas los Rougon Macquart están en pie, y en pie seguirán, estupendos sillares con los que un valiente amontonó su pedestal de granito. ¿Panteón? ¿Para qué? ¿Para dormir al lado de algunos generales?

Sí. Zola fue un valiente, aunque le falto el valor supremo, el que le hubiera hecho casi divino: el valor de ser pobre.

El tren y otros artefactos

Es curioso lo poco que progresan las máquinas de vapor. No sería admisible, si cada año se perfeccionaran los caminos de hierro, que el tren de Asunción a Areguá siguiera marchando a razón de quince kilómetros por hora, deteniéndose sin aliento en las cuestas y llegando siempre tarde a su destino, aun descontando las paradas de treinta a setenta y cinco minutos cada vez que hay que cruzar con el convoy ordinario de Villarrica. Si se adquirieran continuamente ventajas en otros países, algo alcanzaría al modesto y sosegado Paraguay. Es evidente que cada nación se ha estancado en su respectivo optimum.

La historia del ferrocarril es notable. Hace miles de años que se conocen aplicaciones mecánicas del vapor. Se trata de ingeniosos juguetes. De pronto el juguete engendró al formidable aparato moderno, gracias a una circunstancia fortuita: la explotación de la hulla en Inglaterra. Esta hulla está a grandes profundidades, anegadas en agua. Fue preciso disponer una bomba capaz de extraer el líquido de tales honduras. Como ya se tenían bomba-juguetes, movidas por vapor, el vapor fue la base de los aldeanos buscados, y la máquina resultante, puesta sobre cuatro ruedas, fue por casualidad la primera locomotora.

Dos detalles impusieron desde luego a la locomotora sus lineamientos definitivos. Era tan pesada que fueron precisos los rieles, y no salió jamás de ellos. Además, se utilizaron en los ensayos primitivos vías férreas ya construidas, por las que solían circular camiones. Esto bastó para que la locomotora tomara la anchura de un camión y no la modificara en lo sucesivo. Dentro de marco tan estrecho, la evolución del ferrocarril fue rápida. Hoy no parece el motor susceptible de mejora alguna. La velocidad no pasa, por más que se empeñen los constructores, de unos 80 kilómetros por término medio. El tren es perfecto, y nada hay que esperar ya de él.

La revolución la hará el automóvil, que se ríe de anchuras, de rieles, de fijeza en las calzadas y de pendientes tímidas.

Encontramos otros casos de lamentable perfección en los instrumentos de espejos y de lentes. Es posible que apuntando el microscopio a otras partes nos revele cosas nuevas, pero es muy dudoso que nos muestre cosas más chicas. La claridad de la visión y el poder de aumento son incompatibles a partir de cierto máximo. Al pretender ensanchar la imagen la destruimos. Verdad que se ha hablado recientemente del ultramicroscopio, capaz de señalarnos objetos imperceptibles al microscopio vulgar. Sin embargo, la única noticia que recibimos de los cuerpos ultramicroscópicos, cuyo diámetro se cuenta por millonésimas de milímetro, es su existencia y su posición; ninguna de su figura y tamaño. Es el mismo fenómeno que nos permite a simple vista descubrir las estrellas. Una fuerte iluminación concentrada difracta la luz contra las partículas y nos indica dónde están, sin más novedades. Si emiten radiaciones se analizan por medios distintos.

Análogas consideraciones se nos ocurrirían acerca del telescopio. No se puede hacer con él sino encaramarle a las cumbres de las montañas, donde la atmósfera es más transparente. Los astrónomos se vuelven alpinistas.

He aquí, pues, varias direcciones en que el espíritu humano se halla detenido, probablemente para siempre. Cuando más concretos y numerosos son los datos del problema, y más definido el fin que se persigue, antes se arriba a un equilibrio estable, a un organismo incapaz de transformaciones. La perfección es un punto final, una especie de muerte. El desarrollo, la marcha hacia adelante, supone ignorancia, defectuosidades de planteo. Quizá la prosperidad de las investigaciones eléctricas se debe a lo poco que sabemos, a la multiplicidad de vagas hipótesis, a lo relacionado del asunto con ese mar misterioso de la química.

Lo esencial es, mejor que obstinarse en una sola dirección, cambiar de direcciones. El genio es potente por su divergencia. Su misión providencial es atacar la Naturaleza por donde menos ella lo aguarda. Los Newton y los Pasteur se apoderan por sorpresa de la realidad. Es inútil golpear mucho tiempo en la misma galería. La eterna Esfinge se apercibe al fin y se defiende. Hay que conquistarla, como hembra que es, de un modo inesperado y brillante.

Embajadas literarias

Europa ha enviado recientemente a Sud América dos embajadores literarios: Anatole France y Vicente Blasco Ibáñez. En su carácter representativo, no han juzgado oportuno mostrarse demasiado personales, y han hecho lo posible por no asustar a los tímidos porteños. Meses antes de venir, France tranquilizaba a las damas bonaerenses. «Las señoritas, decía, podrán escuchar mis conferencias sobre Rabelais sin ruborizarse». En resumidas cuentas, el autor de Crainquebille no ha enriquecido mucho su fortuna de estilista con el viaje a la Argentina. No importa; lo esencial era ver y oír al emperador del pensamiento contemporáneo. Ver su barbita blanca, y oír el timbre suave de su voz. En cuanto a sus palabras, lo mismo eran unas que otras. Ya se sabe que los discursos diplomáticos son anodinos y de una prudencia imponente. Blasco Ibáñez, desde Madrid, se extasiaba con la belleza y con la virtud de las señoras del Río de la Plata. Ha dado en sus conferencias algunas notas discutibles, queriendo demostrar que España no fue dura al reventar a los indios, y que los sudamericanos son muy españoles. Basta, sin embargo, vivir una semana en Buenos Aires para convencerse de que aquello es una olla cosmopolita, tan española como italiana o yanqui. Queda la lengua… poco más o menos. Letra sin espíritu. El libro de Larreta La gloria de don Ramiro, páginas castizas, no prueba nada. En París hay quien hace tragedias perfectamente griegas, y poemitas perfectamente japoneses. Blasco Ibáñez se ha creído obligado a ciertas amabilidades inexactas. Bien. Su elocuencia, como la de Ferri —fatalidad de parlamentarios— pareció de lugares comunes. O las localidades parecieron excesivamente caras; es lo mismo. Brindis de protocolo, convencionalismo cordial. Pero sería tonto haber esperado de ambos personajes algo que añadir a sus obras, más baratas —¡oh ironía!— que las plateas del Odeón.

Un matiz a favor de Anatole France: en su conferencia última, sin apearse de su cortesía parisiense, sacó las uñas. ¡Loor al maestro! «Sus leyes son sabias, dijo al elegante público, y hasta se dice que las aplican desde hace algún tiempo… Sean buenos, sean justos, sean generosos… Tienen que resolver grandes problemas económicos. El estado de sitio es un expediente a veces cruel; no es una solución… No será posible resolver los conflictos siempre por la fuerza material… Los pueblos que llamamos bárbaros (atención Roca, pacificador de tribus) no nos conocen sino por nuestros crímenes… Es un triste destino para un pueblo el que a una democracia laboriosa sustituya una oligarquía financiera… ¡Plegue al porvenir que la riqueza del pueblo deje de ser una riqueza de clase!».

Mientras esto decía Anatole France a los ricos, Blasco Ibáñez decía en el Coliseo a un auditorio de trabajadores y de pequeños empleados: «Me siento obrero, y me complace poder decirlo, simplemente, sin acentos de rebeldía, en el seno de un pueblo que no conoce la división por castas ni las murallas de clases…».

Fresca aún la sangre derramada en la Avenida de Mayo el día de la protesta obrera, es en verdad curioso atreverse a negar la lucha de clases en la República Argentina. «Sin acentos de rebeldía»… ¡oh!, ¡qué fea frase en los labios de un tribuno revolucionario! ¡Qué traidora frase en los de un discípulo de Zola!

Yo, que admiro en Blanco Ibáñez al poderoso novelista, espero que antes de abandonar la América tendrá la sinceridad de descubrirse, y de no dejarnos bajo la penosa impresión de semejante rebajamiento, colmo de la zalamería diplomática. Descuide, y hable con franqueza; le respetarán religiosamente; se trata de un propietario.

El ejemplo

Con motivo de la muerte de Carlos van Lerberghe…

¿Que quién es van Lerberghe? ¿No le conocen? ¡Claro! Era, es un gran poeta; no se suele hablar de un gran poeta, si no es periodista a la vez, cosa inaudita, o si no tuvo la suerte de aparecer complicado en algún proceso a la moda. Van Lerberghe era uno de esos grandes poetas de pequeño público, ruiseñores de voz maravillosa y tenue, a quienes se escucha en silencio y muy de cerca. Han llegado hasta ustedes sin duda los rugidos de Jaurés, pero no el perfecto y cristalino canto de un van Lerberghe. No se distingue bien, desde lejos, ciertos detalles de la civilización…

Con motivo pues… ¿van Lerberghe? Belga. Sí. Como dice Rachilde (escritora aquí célebre: ya que se ocupó de ella Gómez Carrillo), los que más gloriosamente usan el francés son los belgas. ¿Quién alcanza al entrecejo de un Verhaeren? Quizá Régnier. De seguro que no puede oponer Francia muchos nombres a los primeros de las actuales Walonia y Neerlandia. Pueblos chiquitos, tan poco imperialistas, tan poco sable al cinto y espuela al taco, y tan inteligentes… Problema serio el de estas pequeñas botellas donde brilla un vino incomparable. ¿Si no será tan necesario ser yanqui?

Con motivo de la muerte de van Lerberghe, por cierto que en un hospital, y boicoteado por su familia, cuyas creencias religiosas le impedían humanizarse, reproduce Vers et Prose, revista poco extendida en el extranjero, a causa de no ser pornográfica, las líneas que publicó Maeterlinck el día mismo del estreno de los Flaireurs, de van Lerberghe.

A Maerterlinck sí se le conoce. Se sabe que es aficionado a vaguedades. Le ha traducido La Nación. ¡Otro belga! Maeterlinck había estrenado La Intrusa antes que van Lerberghe los Flaireurs; ambas piezas tratan de la muerte felina que nos rastrea en la sombra… Y «hacen visible el drama secreto, único, virtual y abominable, que ocultamos todos, desde nuestro nacimiento y con tantos cuidados inútiles, en los más profundo de nuestro cuerpo…». Y Maeterlinck declaró que la idea no era de él, sino de su compañero de letras. Renunció a la paternidad de su más famosa obra, y rindió este sublime homenaje a «un alma que fue siempre la hermana mayor, la educatriz y protectora de la suya».

Conviene meditar este rasgo. Se ha visto a varios individuos dar su vida, y hasta dinero. Ceder la originalidad es más difícil. Confesar que nuestro hijo no es nuestro, que nos engañó nuestra mujer con la misma ingenuidad que la mujer salida directamente de las sabias manos de Dios… pase. Mas confesar que el hijo espiritual no es nuestro, que somos poetas que putativos, que nos engañó la hembra absoluta, naturaleza, humanidad futura o como quieran llamarla, es heroico. Desprenderse de una realidad no es nada: lo heroico es desprenderse de un sueño.

Generoso Maeterlinck, agradezcámosle la enseñanza de tu sacrificio. «¿Qué amistad, preguntas, no es más noble, más preciosa y mejor que toda literatura?». Tienes razón; el amor está antes que la literatura, y no hay literatura que valga sin amor. ¿Qué es la poesía? El amor que descubre su propio ritmo. Amen, y serán poetas, mudos tal vez, pero poetas. ¡Oh!, dómines del verbo, fríos tallistas de diamantes, enamorados del papel, amen la vida. Más bella que un diamante es una lágrima. Nunca fue más poeta Maeterlinck que al devolver su poema al amigo de los años jóvenes.

Y el amor reveló a Maeterlinck de dónde vino la idea, ya que todas las revelaciones se deben al amor. El amor nos prolonga, no sólo hacia adelante, sino hacia atrás. Ilumina la esperanza y también el recuerdo. Nos hace adivinar y agradecer las fuentes que están vertiendo siempre sus aguas inmortales en nuestro corazón. El corazón que no ama es una cisterna tenebrosa, depósito inmóvil que recibe y no da. El corazón que ama es el remanso a cielo abierto, donde las mil corrientes del mundo descansan un instante para partir de nuevo; nos traen las historias prodigiosas de las regiones que atravesaron, y contarán la nuestra a las del porvenir. Y amando sentiremos el perpetuo renovamiento del cosmos en nuestras venas, y comprenderemos que vivir es renacer.

Nada es nuestro. Repitamos el gesto de Maeterlinck. Llevemos la ofrenda de nuestra labor a los genitores desconocidos. No olvidemos que cuanto más alto y puro sea nuestro pensamiento más probabilidades hay de que no nos pertenezca. Magnánimo es entregarnos, y más magnánimo reconocer que nunca nos poseímos, y que sacrificarnos es restituir.

El espiritismo en la Argentina

He pasado un buen rato leyendo —en un extracto que publica La Nación— lo que opina sobre el espiritismo el señor asesor letrado de la inspección de compañías anónimas. Se trata de un informe contrario a la personería jurídica de las sociedades espiritistas. «El dictamen —dice La Nación— es interesante por los conocimientos que en esa materia revela»; yo también lo encontré interesante, aunque por otros motivos. El señor asesor letrado echa en cara a los espiritistas la pretensión de estudiar el espiritismo por la mediumnidad, y no por medio de la razón «pura y trascendental, como han estilado los filósofos de todos los tiempos y lugares».

Felicitemos al señor asesor por este fecundo concepto de espiritismo sin médiums. Crookes, Richet, sabios candorosos que buscan, mediante la experimentación, las leyes aún misteriosas de las fuerzas psíquicas, renuncien a un método que no han estilado los filósofos del señor asesor. Estilemos hipnotismo sin sujetos, patología sin clínica, química sin laboratorio. Nos basta y nos sobra la razón pura y trascendental.

El señor asesor letrado de la inspección de compañías anónimas no conoce la duda. Se sabe su lección de memoria y sentencia con una infalibilidad que da contento. Es un alma serena. «Para demostrar la falsedad del espiritismo —dice en un párrafo a lo pequeño Larousse—, habría que estudiar, estudiar “en orden intensivo” —¡delicioso!— cosas que abrevio, “echando mano” de las teorías de Platón, Aristóteles, San Agustín, Santo Tomás, Descartes, Leibnitz, Kant…». Y aunque «Platón es idealista, y Aristóteles, el polo opuesto», según afirma más abajo en una síntesis asombrosamente inesperada, ello es que todas las escuelas están de acuerdo contra los infelices espiritistas.

¡Todas! Porque de repente, el señor asesor manda a paseo la razón pura y trascendental y el orden intensivo, y sacando a relucir la autoridad del doctor Rodríguez de la Torre y demás psiquíatras argentinos de inmenso renombre —positivistas, ¡ay!—, nos insinúa que los espiritistas están locos, locos de una contagiosa locura bajo la cual Francia y los Estados Unidos estuvieron a punto de perecer…

¡Qué horror! Platón, San Agustín, Kant, Rodríguez, todos adversos… Falta el más formidable.

¿No adivinan? ¿Apuntan al cielo? Eso es. Un señor asesor letrado de la inspección de compañías anónimas no puede admitir en el territorio de la República, una doctrina que «no condice con la misericordia de Dios, con la preeminencia del hombre… con la doctrina que, entre cánticos sagrados, naciera en las agrestes orillas del Jordán».

¡Acabáramos! ¡A la hoguera con los brujos!

Y no nos arriesguemos a batir al señor asesor con sus propias armas, repitiéndole lo que la razón «trascendental» ha dicho del catolicismo, y lo que han escrito los psiquíatras acerca de las histéricas de convento. Sería atacar al Estado.

¡Pobres sociedades espiritistas! ¡Pobres triunfadores de una modesta religioncita experimental! ¿Cómo se les ha ocurrido competir con: La Santa Familia (Bánfield), 1500 pesos de «aumento» en el presupuesto de la Nación; Iglesia del Rosario de la Frontera, 25 000 pesos; Templo de Belgrano (Santiago del Estero), 10 000; Iglesia de Jujuy, 10 000; San Francisco (Jujuy), 10 000; Obispo auxiliar, 3600; Iglesia de Santa Rosa, 5000; Iglesia del Rosario, 3000; El Carmen (Santa Fe), 5000; Hermanas Adoratrices (Santa Fe), 3000; Hermanas Capuchinas (Rosario), 5000; Hermanas del Huerto (Santa Fe), 5000; El Huerto (Esperanza), 5000; Iglesia de Rioja, 40 000; Sagrado Corazón de Jesús (Rioja), 200 pesos mensuales; el Buen Pastor (Catamarca), 7000; Hijas del Corazón de María, 8000; Buen Pastor (Córdoba), 8000, etcétera, etcétera? Ya les irán enterando de las maravillas del «orden intensivo».

Literatura de presidio

El crimen está a la moda. Las personas decentes se contentan todavía con el simulacro. Se resignan a la insuficiente ilusión de la escena y del libro; son espectadores, pero todo espectador, según Bossuet, es un actor mudo. Espectan, es decir, miran y aguardan; son candidatos en calidad de dilettante. Han caído bajo la actual epidemia literaria, venida a su tiempo, después de la caballería andante, la novela picaresca, el cuento silencioso, el drama histórico, los minués en verso, la convulsión romántica y el folletín idiota. Conocíamos descripciones innumerables del asesinato y del robo: Juan Valjean roba, el Hulot de Balzac estafa al Estado, los maridos de Dumas (hijo) y de Tolstoi suelen matar, la bestia humana de Zola degüella; en las obras del siglo pasado hay también Macbeth y César Borgia, vestidos de saco o de levita; la gente se da de puñaladas o de tiros en el tercer acto; Montepin y Ponson du Terrail dejan tras sí una montaña de cadáveres. Y, sin embargo, debajo de eso está la pasión, bien o mal interpretada, una tesis social, un propósito de psicología o de belleza plástica, un afán de lo pintoresco o de lo fantástico. Hasta en las más lamentables letanías de aventuras encontramos entre dos matanzas algún niño abandonado, alguna doncella enamorada y melancólica. Ahora se trata del asesinato por el asesinato mismo, del robo por el robo. Los diarios que pretenden circular, las revistas de familia, los magazines de todo género, los libros sedientos de ediciones, no tienen otro asunto: el análisis profesional del delito. El público adora a un Holmes o a un Lupín; agente de policía o bandolero hábil, ambos son héroes y tienen igual derecho a la simpatía del lector. El negocio es triunfar en la caza del hombre. El arte y la intención moral han desaparecido; lo que se exige al poeta es un conocimiento exacto de la técnica del crimen, como a un revistero de carreras la ciencia de la cría caballar. Es preciso que nos digamos, ante un Conan Doyle, que cobra por línea tres veces más que Anatole France: «si él quisiera, ¡qué admirable ratero sería!». Para comprender en qué consiste el interés palpitante de la nueva literatura, basta considerar el subtítulo de la novela que está publicando este diario: Un ladrón por sport.

Sport, he aquí el matiz. Nuestra sociedad, presa por la red económica, por una enorme masa de oro, forrada de hierro, se ve imposibilitada de ejercitar sus instintos, que no por carecer hoy del objeto renuncian a existir. Se nos priva de la sangre del prójimo, y de la efracción nocturna. Consolémonos con jugar a lo que no podemos ejecutar verdaderamente. Practiquemos el sport del crimen. «Soñemos, alma, soñemos». El amante desdeñado se alivia a veces con recursos solitarios. Entre los problemas que una famosa revista francesa ofrece a sus compradores, figura el esclarecimiento de un asesinato ficticio; se presentan datos incompletos que deben guiar al solucionista; plano de la casa de la víctima, trozos de una carta hallada, postura del difunto, huellas de pasos en el jardín, declaraciones de algunos testigos, etc. Mañana se propondrá como «entrenamiento» el mejor sistema de saltear una habitación impunemente, dados los detalles necesarios, o el mejor método para suprimir a un individuo definido por sus relaciones y costumbres. Es la gimnasia de la ganzúa y del puñal a domicilio; la educación de los delincuentes platónicos.

¿Platónicos? No siempre se resiste a la tentación de revelar un talento. Poco a poco nos hacemos eruditos en el mal; sabemos de memoria los ademanes propios del bandido, y quizá llegue el instante en que la máquina preparada eche a andar bajo una influencia exterior. Vean lo que ocurre en Berlín: un genial sportman de cuchillo destripa mujeres por las calles, y en el acto le imitan varios jóvenes, de mano más torpe, sí, pero de buena voluntad. Tal vez se creían incapaces de tan alta empresa; tal vez se tenían por simples espectadores; un ejemplo poderoso acabó de sugestionar aquellos cerebros cargados de imágenes, y el «acto mudo» tomó la palabra.

Golpes de bombo

Con el pie en el estribo… sí, me voy con la música a otra parte. Me separo de mi público, que algún público tendré —más o menos harto de paradojas— gracias a la hospitalidad que me ha ofrecido La Razón. Ya oigo su pregunta: «¿Qué tal le ha parecido Montevideo?». La primera ciudad del mundo, naturalmente. Me ha maravillado la fertilidad de esta tierra, la suavidad del clima, la belleza del cielo y del mar, debidas al trabajo de los pobladores. Y en cuanto a ti, ilustrado lector, reconozco que tu calle es la mejor de la capital, tu casa la mejor de la calle, y tú lo mejor de tu casa. Sé las exigencias del patriotismo. Con el pie en el estribo, deseaba despedirme ofreciendo un bombo personal, y pensaba que de seguro se han dado ya aquí todos los bombos posibles, cuando de pronto me fijé en una firma nuevo para mí: Noemia de Lis.

Advierto que tenía yo un P. B. T. en las manos, y lo ojeaba recorriendo las caricaturas y evitando el texto: allá al relleno final de la revista, al pie de dos columnas de tipo menudo, se leía: Noemia Lis.

Consideré con lástima la confitería del pseudónimo. El título era: Consultorio femenino. Noemia contestaba, sin duda, a las cartas en que señoritas y damas ociosas piden que se les adivine el carácter por la letra, o hacen confidencias íntimas, o se lamentan del reblandecimiento de las carnes, o reclaman los remedios contra las arrugas, los granos, los callos y… los cuernos, es decir, contra la vejez. En el instante de doblar la hoja, brilló ante mis ojos una frase en medio de la página: «seremos amadas de todos los que amemos con amor activo y si los embellecemos con nuestro amor».

Quedé inmóvil y alerta como un perdiguero que levanta pieza. ¿Será una cita?, me interrogué. Un poco más abajo, Noemia responde a A. A., Buenos Aires: «El amor es una carcajada disuelta en un vaso de lágrimas… Algunos pagan tan caro el amor de verdad por lo escaso, ¿usted comprende?…».

¡No está mal, no está mal!, concedía, y estimulado por la curiosidad devoré el «consultorio femenino» de punta a cabo. ¡Qué cosecha! Saboreen el elegante vigor de estos consejos a «Ojos azules», Montevideo: «Los papás suelen tener razón siempre… saben lo que hay antes y después del amor… El amor es una hemorragia del alma, que la depaupera y raquitiza si no se le nutre con los placeres positivos de la vanidad y del orgullo… y en la pobreza no hay vanidad ni orgullo posibles…»: la amargura de esta reflexión a «Violeta blanca», Montevideo: «Se tiene sed, y se apura el vaso lleno que tenemos al alcance de la mano; si hay varios, escogemos el más lindo. Después lo estrellamos contra el suelo… porque ¿para qué sirve un vaso vacío en cuyo cristal, que fue límpido, se destaca ahora la mácula de nuestra baba?». Por todas partes rasgos ingeniosos y profundos: «Somos fieles al recuerdo, sí, como acreedores burlados… Aprenda usted a pronunciar la palabra cobarde… Nosotras, con dejarnos amar, hacemos bastante para nuestro destino y quizá demasiado para el de los hombres de genio…». Habría que citar el «consultorio» entero. Siempre, en tan baja faena, cada semana, la misma deliciosa naturalidad, una descuidada y fácil media tinta, en que los toques luminosos o sombríos adquieren sin esfuerzo su relieve; en que no hay más que claridad, buen gusto, y el arte de renovar infatigablemente un eterno tópico. El estilo de esta cenicienta de las letras argentinas recuerda el del malogrado Ganivet. Y si me apuran, afirmo que tenemos a un poeta ante nosotros. Sólo un poeta, y no de los chicos, es capaz de escribir: «Amar es caer por un boquete lleno de luz, sin tener dónde agarrarse…».

Y he aquí en mi bombo es un palo, un palo a ese monstruoso Buenos Aires, cuyos escaparates de literatura suelen estar monopolizados por plumas pretenciosas y hueras y donde, para encontrar a un escritor, hay que bajar a los fondos de un semanario, y buscar entre recortes de magazines europeos y reclamos de cigarrillos criollos.

El corazón de Sesostris

Dentro de un admirable vaso canope, cuajado de un esmalte cuyo azul no pudieron desvanecer los siglos, se ha encontrado el corazón de Ramsés II, el Sesostris de los griegos. Los flancos venerables de la fúnebre joya llevan el dibujo maravilloso de los nombres y atributos del monarca; la tapa lastimada debió de levantar en la sombra del mausoleo la simbólica testa de chacal; sustancias resinosas y aromáticas, compuestas por la química sepulcral de los egipcios, impregnan aún los suaves vendajes del pequeño sudario. Cuatro, cinco, tal vez seis mil primaveras hace que el átomo dejó de latir. Átomo rey, centro divino de un pueblo colosal y terrible, artífice y conquistador, y sobre todo erudito administrador de la muerte. La vida era allí la preparación para después de la vida, no la preparación individual y aislada de los ascetas y de los místicos cristianos, sino la preparación social de una raza litúrgica.

El Egipto era funerario. La muerte estaba en cada industria y en cada oficio, en el pensamiento y en la costumbre. El trabajo vulgar y la libre fantasía respiraban el aire de las tumbas. La ocupación nacional consistía en manipular y encasillar a los difuntos. Debajo de la ciudad de los vivos dormía la enorme ciudad de los muertos. No escapaba un cadáver ni un miembro de cadáver al formidable archivo de aquel Estado Subterráneo. Las generaciones embalsamadas esperaban la hora augusta de la reencarnación. Y ha llegado por fin la hora para Sesostris. Su corazón soberano sale nuevamente a la superficie luminosa de la tierra.

¡Oh Sesostris, poderoso, estupendo, guerrero y sacerdote, alma del mundo antiguo! Tu corazón, según la sierra estridente y fría de los cirujanos, es un pedazo de materia córnea. Con un bisturí rebanaron la traslúcida lámina donde descubrió el microscopio los haces de fibras característicos. Hubo un momento de duda: también la lengua es músculo que presenta las fibras de ese modo. ¿Era tu corazón? ¿Era tu lengua? La duda pasó. Aquel pedrusco era tu corazón decididamente.

¿Qué piensas de esto? ¿Confiabas, ya que no en la pompa deslumbradora de tu encierro remoto, siquiera en un gesto de respeto o de angustia, en un palpitar de poesía, en una nostalgia de ensueño ante tu corazón-leyenda? No. Materia córnea, haces fibrosos, nada más.

¿Qué quieres? Somos demasiado sabios. Tú eras amigo de la muerte, y te ha engañado…

Pero ¿verdaderamente te ha engañado? ¿No nos engaña a nosotros? ¡Oh Sesostris ilustre! Nuestro corazón, dentro de nuestros pechos, está quizá más muerto que el tuyo.

Cartas victorianas

Porque basta decir Victoria a secas, como Cleopatra, Isabel o Catalina. Si ella no fue grande, lo fue su país. Presenció desde el trono, durante más de sesenta años, la prosperidad monstruosa de Inglaterra. Su nombre fue una bandera y un símbolo. Su figura inmóvil se iluminó con los resplandores cesáreos de su época. Su pedestal era inmenso y ella lo remataba discretamente.

Eduardo VII acaba de publicar la correspondencia de su madre. Las cartas posteriores a 1861 quedan inéditas por ahora. A pesar de la podada, velada y retocada que seguramente está la edición, algo significativo se puede sacar de ella. Abundan las confidencias a Leopoldo I de Bélgica, al parecer muy querido por su sobrina. Claro que estas epístolas habrán sido más desfiguradas que las otras; son las útiles.

Ya en 1833, escribe Leopoldo a la princesa Victoria: «La situación de los que pertenecen a lo que se llama ordinariamente gran mundo, se ha vuelto desde hace poco en extremo difícil. Son atacados, calumniados, juzgados con menos indulgencia que individuos cualesquiera. Lo que han perdido así no lo han recobrado de otro modo en ningún grado. Desde la revolución de 1790, están en mucho menor seguridad que antes, y las caídas del poder supremo a la miseria completa han sido tan frecuentes como repentinas».

Asoma a cada paso, entre líneas, por mucho que Eduardo lo escamotee, el miedo al vago peligro, presente siempre, que sube de los abismos sociales. Victoria, aunque habite los palacios más seguros del mundo y no se acuse de iniquidad alguna, teme por sí y por sus huéspedes, los «buenos hermanos», monarcas diversos que la visitan. El zar Nicolás (1844), que le parece un hombre muy notable, porque es de observar que para Victoria, poco penetrante, espíritu corto, todo es curiosísimo y extraño. Nicolás les produce a ella y a Alberto «la impresión de un hombre que no es feliz y a quien la carga de su inmenso poder y de sus funciones pesa grave y penosamente». ¡Es el amenazado por excelencia! «No sabría cómo negar, añade la reina, que nuestra ansiedad era muy grande cuando salíamos con él; temíamos que un polaco atentara a sus días, y experimentaba siempre un sentimiento de satisfacción cuando le traíamos sano y salvo a casa». ¡Pobre gente!

Luis Felipe, que según Victoria «poseía conocimientos extensos sobre todas las cosas», y tenía «una enorme experiencia de los asuntos públicos», «una gran actividad de espíritu», y «una imaginación fértil», se viene abajo en 1848. «¿Sabe V. M., dice el Almirante Cécile a la reina, quién ha proclamado la República en el mes de febrero? ¡Una centena de bandidos!». Leopoldo, al ver tan de cerca pelar las barbas del vecino, manda una misiva casi cómica a fuerza de espanto. Está fechada el 28 de febrero y empieza así: «¡Qué desgracia! ¡Qué terrible, aplastante, inesperada e inexplicable catástrofe!». Victoria, el 11 de julio, escribe a su tío: «Desde el 24 de febrero siento una inestabilidad en todo lo que me rodea, lo que nunca había sentido antes, por frágiles que sean todos los negocios humanos. Cuando pienso en mis hijos, en su educación, en su porvenir y cuando ruego por ellos, me digo siempre: Hagámosles capaces de afrontar cualquier situación en que puedan estar colocados, arriba o abajo». Sí, es bueno que los emperadores aprendan un oficio.

Como la colección se detiene en 1861, no es posible transcribir las sensaciones que en la reina habrá dejado el descendimiento de Napoleón III, quien, para ella (1855) «es un hombre muy extraordinario», de «un valor indomable, una firmeza de propósitos inconmovibles», etcétera, etc. En otro lugar declara que si Napoleón hubiera ido en persona a Crimea, los rusos hubieran sido batidos más eficazmente. Pero el entusiasmo de Victoria, inocente prisionera de sus propios dominios, llega al exceso cuando le permiten ver París. «Nada he visto más bello y alegre que París, exclama, nada más espléndido…».

«¡Qué dado es este lugar a la alegría!…» y agrega ingenuamente: «El mariscal Magnan, que usted conoce bien, me dice que la acogida que se me hace aquí todos los días es más espléndida y entusiasta que las que recibió Napoleón I al volver de sus victorias». ¡Brincos y risas de colegiala en vacaciones!

Lo que estimamos en Victoria, juiciosa muñequita coronada, es la simplicidad de su alma convencional. Era pasivamente buena. La sangre que derramaron Kitchener, Roberts y demás chacales de su ejército, no la salpicó. Reinaba e ignoraba. Deseemos al menos que haya ignorado. Además fue graciosa prometida, esposa amante, viuda honrada. Esto en los reyes nos asombra. Tennyson se enamoró de ella. Fue mujer, cosa admirable. A la muerte de su marido, escribe llorando: «¡Ser separados en la primavera de la vida, a los cuarenta y dos años ver destruido nuestro hogar puro, dichoso y apacible, que sólo me hacía capaz de soportar una tarea tan detestada!…».

¡Detestada! Este grito la excusa de haber sido reina.

El paisaje

La ciencia establece relaciones entre las cosas. La belleza también, y aunque las relaciones estéticas sean diferentes, parece innegable que, merced a causas profundas, lo bello y lo verdadero se refuerzan y enriquecen recíprocamente en nuestro espíritu. El firmamento, ayer palacio de dioses, hoy morada del infinito, es más hermoso para nosotros que para los antiguos. Más hermoso es el mar, desde que sabemos que es más hondo y que una vida innumerable y fantástica agita su misterio seno. La naturaleza toda, preñada de nuestras ideas, trémula de nuestros esfuerzos, es a la vez más humana y más imponente. Se pierde en la sombra impenetrable como una inmensa montaña en medio de la noche, pero sentimos que la tierra que pisamos es tierra firme, y que subimos poco a poco.

Por fin tocamos algo que no huye. Nuestra imaginación, tantos siglos creadora de absurdas y queridas quimeras, empieza a nutrirse de la realidad, y nuestra esperanza a servirse de órganos. Soñamos quizá, pero soñamos despiertos. Todo nos es distinto, porque hemos cambiado mucho.

Vemos de otro modo la naturaleza, y recibimos de ella un don nuevo: el de poder amarla. A medida que nuestro pensamiento penetra sus enigmas, ella va penetrando nuestro corazón. Pero amar es todavía comprender; es comprender mejor, y volvemos a ella, a la madre inmortal, cada vez más amantes y más fuertes.

Es curiosa la insensibilidad de nuestros padres. Se diría que las generaciones han pasado sobre el planeta sin oír y sin ver, alucinadas. La paleta de Hombres es de una pobreza desesperante. Su Mediterráneo gime con gemidos retóricos; los verdaderos están en los viajes de Pierre Loti. No hay que buscar en la Odisea el divino azul de las ondas hendidas por las sirenas blancas, sino en los versos de Henry de Régnier. La poesía latina no da nada equivalente a una de esas prosas de Rubén Darío, llenas de luz y de aromas. Desde el bajo Imperio hasta el siglo XVIII, a través de los neohelenos y de los Padres de la Iglesia, de los místicos españoles, de los dramáticos ingleses y de los poetas cortesanos, iguales lugares comunes han rodado bajo la pluma de ganso de los copistas. Pero las bellezas naturales no están ya ocultas por el mito, ni manía cristiana nos las hace odiosas. Nuestro es el Adriático de Gabriel D’Annunzio, y nuestras las selvas y las aves de Michelet. Las flores de Tennyson son las más puras flores; las fuentes de Valle-Inclán las más frescas fuentes. El milagro, al retirarse del Universo, le ha devuelto toda su ingenua majestad.

Los épicos descubridores del XVI apenas hablan de los grandiosos paisajes americanos. Quizá estuvieron demasiado entretenidos para retrasarse a tales menudencias. Lo cierto es que los buques cargados de tesoros no trajeron al Viejo Mundo una sola emoción artística, y que cualquier jira inocente de Gautier o de Maupassant por los domésticos rincones de Europa es más interesante para una inteligencia refinada. Hasta Rousseau, Humboldt y Chateaubriand, la naturaleza no preocupa por sí misma. Es el fondo de las narraciones legendarias o de las intrigas novelescas, un fondo hecho siempre de las mismas cuatro pinceladas convencionales, una decoración que sirve para todas las comedias. El tema único es el hombre, porque las divinidades son hombres también. La naturaleza es un acompañamiento insignificante.

Más extraño parece que la pintura sugiera iguales reflexiones. La figura humana fue llevada por el renacimiento a una insuperable perfección. El paisaje, en cambio, ese arte delicioso nacido ayer, no era comprendido ni deseado. Sorprende la puerilidad de los jardines donde reposan los admirables desnudos del Tiziano, y hacen casi reír los chafarrinones azul Prusia de los términos lejanos de Velázquez, el magnífico pintor naturalista. Si los grandes maestros se fijaban en la naturaleza era para hurtarle asuntos decorativos. Hoy la miramos con más respeto, porque hemos aprendido que ella es la sola fuente universal, y que también nosotros somos naturaleza.

En el paisaje la pintura no es sino pintura, y la belleza tiene ese carácter de inmaculado, de homogéneo, de inexplicable, que resplandece en la música. Verdaderamente un hermoso paisaje, fingido o real, produce la vaga y enervante sensación de una armonía. Los Murmullos de la selva, de Wagner, están más cerca de la realidad que la mejor descripción literaria. El célebre trozo del Sigfrido no es un trozo imitativo. ¿Quién habla en serio de imitar a la naturaleza? ¿Será conveniente también imitar a la naturaleza para amar, engendrar y morir? Vivir no es imitar. El problema es más complicado, más inaccesible. El paisaje, como la música, desciende a las más íntimas capas de nuestro ser, mucho más allá de lo explorado por nuestra razón balbuciente, mucho más debajo de lo que sondean nuestros instrumentos de latón y cristal.

Mas ¿qué importa no comprender todavía, si sentimos cada vez más? Somos más nerviosos, más vibrantes. Nuestros sentidos se afinan y se perfeccionan. Maravilla la sensibilidad de un Shelley, de una condesa de Noailles. ¿Qué diremos de la retina de un Whistler o de un Sorolla, del oído de un Chopin o de un Debussy? Jamás estuvo el hombre tan apto para ver todos los matices, para oír todos los suspiros, para estremecerse y meditar. Pero no es la variedad, sino la significación de nuestras nuevas impresiones lo que debe exaltarnos.

Todo significa que lazos estrechos, entre las tinieblas, nos atan a las cosas. Melancólicos, tiernos o excitantes, los sentimientos que en nosotros despierta el paisaje son la expresión de una verdad. La verdad es que somos hermanos de la tierra, de los árboles, de las aguas y de las estrellas, y que cada día somos y nos sentimos más hermanos. Las metáforas que nos identifican con la naturaleza nos deslumbran. «El alma, dice Turguénev, es una selva oscura». «Un paisaje, dice Amiel, es un estado de alma».

No, no son metáforas. Si la sustancia de nuestro cuerpo es la misma que sube por el tallo de las plantas, se desliza con la corriente de los ríos y luce en el parpadeo de los astros, ¿por qué los astros, el mar y los bosques no han de desear, esperar, soñar? Nuestro más noble ideal es que el sueño del mundo sea nuestro propio sueño.

El esperanto

Max Nordau —uno de nuestros mejores profetas— ha dicho que el esperanto fracasará como ha fracasado el volapuk. Se podría objetar que el volapuk, inventado en 1880 por el abate Schleyer, no pasó, en su época próspera —hacia 1887— de tener unos cuantos millares de adeptos en Alemania, mientras que hoy se cuentan 250 000 esperantistas diseminados por toda la superficie del globo. Se redactan cuarenta o cincuenta diarios y revistas en esperanto. Se han traducido al esperanto 1200 o 1300 folletos y libros. Los últimos congresos esperantistas han reunido más de 1500 miembros. El esperanto se aprende en todas partes, y en algunas oficialmente. El ministro de negocios extranjeros de Francia ha nombrado al doctor Zamenhof caballero de la legión de honor. Entre los partidarios del esperanto figuran sabios como Berthelot y Max Müller, y poetas como Sully Proudhomme y Tolstoi. Se trata de un movimiento considerable, mucho más vasto y profundo que el de volapuk.

Y, sin embargo, es muy posible que acierte Max Nordau, y que los esperantistas se desanimen. Su lucha es seria. Quizá una lengua internacional sea todavía prematura. Existen ya unos cien idiomas artificiales, desde el «Carpohoriphilus», construido en 1734. Sólo en el año 1890 se imaginaron tres, el «Nov-Latín» de Rosa, el «Mundo lingue» de Lott y la «Langue catholique» de Liptay. ¿Creen que el esperanto es el último? Nada de eso. Hay veinte posteriores. En 1907 nacieron el «Parla» de Spitzer y el «Apolema» de la Grasserie. A estas horas la lista habrá seguido creciendo. ¿Qué privilegios goza el esperanto sobre la muchedumbre de sus rivales? En primer lugar, el terreno ganado. Además, su estructura responde bien a las necesidades, que son urgentes. Millones de hombres, dedicados al comercio, a la publicidad, a las ciencias, se ven estorbados y hasta con frecuencia detenidos, en el contacto y circulación mundiales, por la diversidad de lenguas. ¡Cuántos se resignan a aprender tres o cuatro! El esperanto se aprende en pocas semanas. En el congreso de Cambridge pronunció un discurso en esperanto el profesor Mayor, viejecito de 83 años, iniciado al esperantismo cinco meses antes. Tal facilidad se explica. El esperanto encierra unas mil raíces, entre latinas y sajonas, que combinadas con 30 prefijos y sufijos invariables dan un enorme vocabulario. Todas las flexiones se expresan mediante 17 terminaciones distintas. La gramática se reduce a 10 reglas, sin una excepción naturalmente. La sintaxis es única. El esperanto es un juego de un millar de piezas menos complicado que el ajedrez. No es una lengua, es una notación.

Una lengua es un organismo vivo, y tan imposible fabricarla como fabricar un ave o una flor. Pero lo que la humanidad necesita para sus relaciones internacionales no es una lengua; es precisamente una notación. Ya tenemos la de las matemáticas y la de la música, generalizada entre los blancos. ¿Por qué no adquirir otra más extensa, capaz de abrazar los signos indispensables a una descripción objetiva de cualquier orden? Lo que al comerciante, al periodista, al investigador positivo, al pedagogo les hace falta es un método, rápido, económico, lógico, mecánico en fin, de representar los hechos por la palabra y la escritura. Les hace falta una máquina uniforme de narraciones terrestres. El esperanto lo es, y acaso, con el tiempo, constituya uno de los órganos importantes del sistema nervioso planetario. Novicow, enemigo del esperanto, propone el francés para lengua internacional. Wells es otro creyente del francés. Se equivocan. La dificultad no está en los obstáculos políticos que acarrearía la adjudicación de semejante preeminencia a un pueblo determinado. Está en que una lengua es un producto local, es el matiz, es lo objetivo, es el arte, y lo que pedimos es una notación objetiva, un álgebra, una rama de la ciencia moderna.

Supongan que de repente, por un milagro, los habitantes de la tierra no supieran sino francés.

¿Qué sucedería muy pronto? Que ese francés se diversificaría en innumerables dialectos según las regiones. Para esos asuntos internacionales los hombres conservarían un francés sin duda, mas no el francés. Conservarían una especie de francés mecanizado, esperantizado. Lean los informes administrativos, las memorias de las academias científicas; observarán la tendencia a mecanizar el idioma. La página de telegramas de La Prensa no está redactada en el español literario ni en el familiar, sino en un español incoloro, neutro, un esperanto de español. La notación universal vendrá temprano o tarde. Es un progreso invencible. Contribuir a adelantarlo es obra del más fecundo altruismo, del que beneficia a las generaciones futuras, a la luminosa multitud que no contemplarán nuestros ojos.

Antigüedades a la moda

Evitemos las escabrosas actualidades. Retrocedamos siquiera unos 6000 años. La asiriología está a la moda. Un asiriólogo, Delitzsch, dio una conferencia ante el Emperador de Alemania y provocó una controversia que dura todavía. ¡Ante el Emperador! Esa ciencia nos impone respeto. ¿Qué ocurría en la baja Mesopotamia cuatro o cinco mil años antes de Cristo? La humanidad de entonces, pensamos, debía de ser extraña y primitiva. ¿Lo era?

En aquella época remotísima escribían en piedra, en conos y tabletas de barro endurecido. Continuamente se desentierran nuevos documentos de la misma solidez. Nuestro papel, ¿cuánto durará? Se pudre ante nuestros ojos. El hierro de nuestras construcciones se convierte pronto en hojaldre, en pasta polvorienta. Dentro de unas docenas de siglos la tierra habrá digerido todos los vestigios de nuestra civilización, y si los sabios del futuro no disponen de otros medios investigadores, seguirán tal vez estudiando la vieja Babilonia, pero entre Babilonia y ellos habrá desaparecido el moderno París.

Los asirios escribían, pues. Su lengua, el sumeriano, no era semítica. Los sacerdotes y los funcionarios inscribían parrafadas históricas y religiosas. Ya había oficinas complicadas; ya había curas. Ya había gente docta que enseñaba gramática y de seguro arqueología. Ya había ignorantes.

Se han recogido muchas tabletas de cambio y de contabilidad pertenecientes a este primer período. Había impuestos, finanzas y moneda. ¡Ay!, había oro y el oro se cotizaba. Quizá, en momentos de crisis, subía al 1500, y no salía de los bolsillos de un mercader amigo del gobierno. En las tabletas consta la fecha de los pagos, y el visto bueno del intendente real. El Estado era ya el Estado, y se hacían negocios.

Había guerras, y, lo mismo que hoy, los ejercicios invocaban a Dios, antes de asesinarse. Pequeños principados, a la cabeza de cada uno de los cuales estaba un gran sacerdote, el patesi, se consagraban a destruirse. El patesi salteaba devotamente los tesoros. Sobre un antiquísimo vaso se lee la dedicatoria siguiente: «A Zamama, Utug, patesi de Kis, hijo de Bazuzu, del botín del país de Hamazi ha ofrecido esto». A veces se hacía la paz entre juramentos formidables.

Los pobres sufrían. Los curas y los funcionarios abusaban. Al fin vino un buen rey, un rey reformador; Urukagina. Este mirlo blanco denuncia duramente los crímenes de sus predecesores. «Los bueyes de los dioses, dice, estaban empleados en la irrigación de la tabla de cebollas del patesi; los buenos campos de los dioses estaban transformados en tablas de cebollas, lugar de alegría del patesi».

Lo mismo que hoy se aprovechaban elementos del Estado para embellecer fincas particulares. Urukagina continúa: «Los asnos y los hermosos bueyes, los sacerdotes los arrebataban; el sacerdote de los panes, en el jardín de la madre del pobre sacaba los árboles o arrebataba los frutos».

Urukagina clama contra las coacciones de la policía: «En los límites del territorio de Ningirsu hasta el mar había polizontes… La servidumbre en aquel tiempo existía».

¡Lo mismo que hoy!

El excelente Urukagina «dijo, y a los hijos de Lagas… del hambre, del robo, del asesinato… los libró; estableció la libertad. Al huérfano y a la viuda, el hombre poderoso no causó ya ningún daño».

Me detengo. Veo que hablando de cosas de hace 60 siglos he compuesto un artículo de actualidad, aunque no completo, porque ¿dónde está nuestro Urukagina?

La verborrea

Carta de un bilioso

«… ¿Y qué me dice de esa otra plaga, la de los versificadores a la moda? Felizmente los versos se conocen de lejos, y al recorrer un diario o una revista se pueden evitar, a no ser que se disfracen de prosa, lo que no es raro, y traguemos distraídamente algunas líneas. Los autores mismos son por lo común identificables a distancia; un no sé qué delata su sonoridad, y es posible huir a tiempo. Pero gérmenes fatales flotan en la atmósfera: no es necesario ver un burro muerto para que moleste; con olerlo basta».

Los llamados poetas de que hablo suelen ser jóvenes y robustos. No se callarán en muchos años, y mi deseo de que sucumban pronto o por lo menos de que se queden paralíticos no se realizará. Antes bien, sus lucubraciones acelerarán mi fin. Y no sólo nos amenaza el futuro, sino el pasado, porque guardarán inmensos poemas inéditos. América no importará papel suficiente. Es que estos ingenuos implacables son copiosos; no se agotan nunca. Su pluma es un grito. En su cerebro llueve el idioma. Toman su triste oficio en serio, y no es extraño. Tienen talento: he aquí la terrible verdad.

No hay poesía que resista a semejante talento. Talento epidémico, depósito de infinitos vocablos de toda procedencia, mal contenidos por glándulas que se aflojan; diabetes literarias. La poesía, mediante la palabra, evoca la realidad. Los verborreicos reducen la realidad a palabras, palabras y palabras; cambian la sangre en tinta. ¡Asesinos! Ni ellos ni nosotros tenemos remedio. Si escribieran a fuerza de diccionario, cabría tal vez una esperanza. Mañana, penaríamos, orientarán su trabajo de otro modo; dejarán el diccionario y se pondrán a hojear la vida. No; por desgracia encontraron desde niño su vocación, y para siempre. Sus cantos funestos son naturales como los de la alondra, y tan imposibles de amordazar como el Océano.

¡Qué flujo, señores! ¿De dónde les viene a los enfermos el material interminable que manejan? Será preciso creer en un fenómeno de inmigración; también los adjetivos, harapientos y sucios, llegan a nuestras playas en pasajes de proa. ¿Qué remolino los amontonó dentro de ciertos cráneos desalquilados? Además, la lengua castellana no es capaz de defenderse, y menos aquí. Desde los místicos y el Quijote no ha hecho más que desmoronarse. ¡Esculpan la Venus de Milo en arena! Tres siglos desiertos de genios que cuajaran y verificaran el idioma han producido la verborrea colonial.

Mírenlos; las sílabas chorrean interminablemente por sus balbucientes bocas de sonámbulos. Por lo general eróticos o rebeldes. Dos mil versos para declarar deseable a la hembra, o para protestar contra la policía. O si no empolvaditos, filando la nota, madrigalescos, repitiendo piruetas fósiles, sin la elegancia de Rubén, que siquiera sabía francés. Mucha mitología —¡ah!, ¡comprendo la Grecia, caballero!—. Recursos vegetales: los nenúfares, el lirio; aves: el cisne, el cóndor —¡oh el cóndor!—; de los cuadrúpedos, los más intratables. Sobre todo ondas, alas y cumbres. Todas las cumbres resultan chicas; y luz, el sol rabioso, rojo, rojo-blanco, la volatilización del Universo.

Estos pobres muchachos, con sus montañas de cartón y sus bengalas de a medio real, expelen un rumor continuo que se puede cortar después por donde se quiera, y no se preocupan sino de hacer efecto, manía heredada de Víctor Hugo, tan mediano poeta como incomparable artista. Sólo que Hugo tejía su tapiz, y el tapiz era un cuadro, mientras que los verborreicos no combinan más allá del tándem; pegan sus hilachas verbales, las unas a las otras, de manera que los colores griten dos a dos. A un centímetro parece estupendo. A dos metros ¿qué distinguen? El más nulo, monótono, grisáceo, estúpido diluvio de confeti.

¡Despierten! Salgan de la campana de zumbidos en que están ocultos y contemplen el mundo cara a cara. Busquen lo real. «Cuanto más poética es una cosa, más real, es», dijo Novalis.

Pero Novalis era poeta.


Publicado el 4 de noviembre de 2018 por Edu Robsy.
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