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Acusaban a Victoria de dormir en tierra, de frente a lo alto, y de creer las estrellas bastante próximas para hablarlas. La luna era la señora del cielo; un lucero vagamente rosado era el Príncipe radiante; otro blanco y retirado era el pálido cirio; allá lejos palpitaban, casi imperceptibles, los puntos de fuego tenue que la visionaria nombró coro de muertas; y de extremo a extremo del horizonte flotaba por el inmenso espacio la gasa fosforescente de la vía láctea, o niebla de luz. Cuando la claridad enferma y fría de los astros bajaba hasta Victoria, y la noche hacía rodar sus magníficas gemas en silencio, la loca se sentía hermana de la belleza infinita, y las voces celestiales la acompañaban al día siguiente, en plena solana abrasadora. Entonces andaba moviendo los labios, atenta a las presencias invisibles, y la gente no podía separarla de ellas.
Se le acusaba también de no comer, de alimentar a mendigos y criminales, de conocer las virtudes secretas de las plantas y de preparar filtros de bruja.
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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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