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Luz tenía noble estatura y carne de amazona. Su cabellera ardiente la coronaba como un casco de llamas. La pureza de su alma batalladora y alegre resplandecía en sus claros ojos de un gris húmedo y sembrado de polvillo de estrellas. ¡Cuántas veces los había visto de cerca, y había navegado por aquella inocencia profunda y límpida, por aquel doble firmamento transparente que limpiaba mis pensamientos! ¡Cuántas veces había sentido mezclada a mi sangre la voluptuosidad cordial de aquellas manos finas y ágiles, cálidas y robustas, tan dulces, tan buenas! Jamás había dicho a Lux una palabra de ternura y, sin embargo, me confesaba aterrado que sus manos y sus ojos se habían apoderado de mi vida.
La tarde de mis recuerdos me recibió Luz ceremoniosamente. Tía Cornelia y mamá Aurelia, las damas de retrato antiguo que solían deslizar sus silenciosas figuras de sueño en torno de una virgen inquieta, no habían vuelto aún de sus visitas campesinas, y la gentil dueña me llevó hasta la sala ancha y reluciente, de altos y católicos muebles resinosos. El viejo piano, de madera seca y sonora, enseñaba sus cóncavas teclas amarillas, desfallecientes cual huesos ancianos, y el atril ofrecía las lágrimas negras de una romanza sin edad. El cielo se encapotaba; una bruma de sombra bañaba el aposento, y en el rostro de Luz se advertía una severidad nueva. Creí comprender que mi presencia era imprudente y quise alejarme.
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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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