Pancho el Tuerto

Rafael Delgado


Cuento


Después de aquel discurso tan erudito, repleto de citas de filósofos y de sociólogos, desde Aristóteles hasta lo más fresquito de los tomistas al uso, el Deán sorbió un polvo de lo más rico, se limpió las narices con el rico pañuelo de seda, doblóle poco a poco, arrellanóse en el comodísimo sillón y se preparó a escuchar atentamente, seguro de no ser vencido por su antagonista, y dispuesto a replicarle si era necesario.

El vejete, famoso gregoriano, discípulo de Rodríguez Puebla y compañero del «Nigromante», hizo una mueca, un gesto de mico, se colocó sobre las rodillas, asiéndole por los extremos, el bastoncillo de áureo puño y pulida contera, y, vivísimos y chispeantes los azules ojos, las cejas móviles, tremulillo el mentón, fluctuante de la sonrisa, se expresó en estos términos:

—¡Norabuena, señor y amigo mío! ¡Allá va un sucedido! Érase que se era, hace muchos años… en aquellos felices tiempos de Su Alteza Serenísima, cuando la ciencia y los saberes de todos residían en clérigos de campanillas, frailes graves, «doctores de la ley» y licenciados «in utroque», y ante todo y sobre todo, en mi grande y respetado amigo don Lucas Alamán, un cierto individuo, Francisco de nombre, a quien todos llamaban Pancho. Decidor y agudo cuando estaba en su juicio, subía y bajaba en pos de sus amigos (que los tenía por docenas y muy generosos), a quienes entretenía gratamente con dichos, coplas y cuentos, sazonados a veces con uno que otro remoque.

Pancho estaba en todas partes: en los corredores de Palacio y en el torno de las Capuchinas; en el pórtico del Gran Teatro Santa-Anna y en la portería de Santo Domingo: en los bancos de las cadenas, en conversación con pensionistas famélicos y estudiantes de tuna, o en la celebre alacena de don Antonio de la Torre, de charla con literatos y gaceteros.

Era conocido de mil personas conspicuas y de viso, las cuales solían premiar sus gracias con una columnaria o con un medio nuevecito, y lo mismo «se trataba» —así lo decía él— con el canónigo Moreno y Jove que con el Ministro Tornel; lo mismo con los cómicos de Puerto Nuevo que con los frailes de la Merced; lo mismo con don Lucas, tan serióte y estirado, que con don Marcos Arróniz, quien, a pesar de su melancolía, era festivo y bromeador.

Pero también le conocían en otras partes… en todas las pulquerías de la Muy Noble y Leal Ciudad de México.

Lépero más listo y agudo que él no se produjo nunca, ni le hubo más típico en la ostentosa y envanecida capital, desde los tiempos venturosos de Bucareli. Pancho parecía favorecido por el cielo con milagrosa y rarísima virtud, con esa que a pocos santos fué concedida, y de la cual gozó —según consta del respectivo proceso— San Alfonso María de Ligorio: del don de ubicuidad. Era como el aire que por doquiera se colaba sin ser visto ni esperado. ¡Qué de veces al bajar del acuerdo algún Ministro, Tornel o Alamán, al descender del púlpito el obispo Madrid; al salir del «Siglo» Guillermo Prieto, o al llegar don Mucio Valdovinos a la librería de Andrade, o a la «Gran Sociedad» Panchito Zarco, no se encontraron con la carucha de Pancho, ¡siempre amable, siempre risueño, siempre simpático! ¡Y qué cara! ¡Por S. A. S., por la Orden de Guadalupe, que otra mejor y más típica no iba ni venía por Plateros, ni lucía en la Viga, ni se paseaba en la Alameda! ¡Buenos ratos que dió Pancho al Conde de la Cortina, el tremendo aristarco de «El Zurriago», vapulador de las literaturas «crucificada» y «florida»!…

—Y… (a propósito, señor Deán: ¿no cree S. S. que buena falta que nos hace, al presente, el señor Conde, con su periodiquito y su presunción y su «Diablo en el Baile»?) Pues… como iba yo diciendo… ¡Buenos ratos que gozaban oyéndole en la concurrida alacena, en aquel mentidero de sénecas y de poetas melenudos, en aquellos portales por donde arrastró sus desengaños amorosos, muy embozado en su capita, el infortunado Rodríguez Galván!

Nunca pedía el buen Pancho, y todos le daban; nunca se ponía en acecho de un protector, y siempre el dadivoso le tenía delante.

—¡Ya no sé qué hacer! —dijo en cierta ocasión el Obispo Madrid—. ¡Qué haré con ese hombre! ¡Si hasta en la cátedra sagrada le tengo delante! Me asalta al paso cuando bajo del coche; do quiera me lo encuentro; por doquiera lo veo… ¡Creo que le he administrado más de cien veces el sacramento de la confirmación!

¡Claro! ¡S. S. I. era generoso en demasía! ¡Como que en su casa, según dicen, y de ello pudo dar fe don Tomás Gardida, se gastaban mensualmente más de cuatrocientos pesos… en… chocolate!

Lo malo está en que Pancho… bebía de tiempo en tiempo más de la cuenta; que era muy dado al blanco líquido y a las mixtelas, y que se echaba unos zarambecos y cogía unas monas, que… ¡Jesús nos valga! ¡Cuántas noches no le dió la Diputación cómodo y oportuno hospedaje! Sepa usted, señor Deán, que no gusto de hipérboles, pues, como solía decir don Luis de la Rosa, por la hipérbole estamos en México como estamos. ¡Todo es aquí una hipérbole! No gusto de exageraciones, ni hay motivo para que yo difame tan cruelmente a Pancho «el tuerto». ¿Tuerto dije? Tuerto era, ni más ni menos que Camoens y que Bretón, mi amado Bretón de los Herreros, «gloria y regocijo del teatro español». ¡Qué aficionado al pulque! ¡Desde Regina hasta el Carmen no había bebedor que se le igualara!

Pero, vamos al cuento.

Cierto día, un día solemne en que repicaron todas las campanas, en que «rugieron sonoramente los cañones», en que S. A. S. ostentó en la Insigne y Nacional Colegiata prestigioso manto, que, por fas o nefas, se congratulaba con todos en todo regocijo público o privado, fué a la Villa, y de allí volvió haciendo equis, cantante y turbio, más que turbio crepuscular, y llegando a Santa Ana, camino de su casa, que estaba por el Carmen, dió en la tienda de un rapabarbas, amigo viejo, maleante si los hay. Allí cayó, y allí lo recogieron… caritativamente.

Diéronle blando lecho en una estera, junto a la piedra de amolar, cerca de un par de gallos giros, convalecientes de ciertas lesiones gloriosas recibidas en San Agustín de las Cuevas; junto a la pared, en la cual, un marco desportillado, pasmo de la parroquia juvenil, alardeaba de su hermosura Diana de Poitiers, muy del brazo de Francisco I, y no lejos de una guitarra mugrienta y resobada, fiel compañera de su dueño en sus afortunadas amorosas conquistas. ¡Malísimo ambiente el de la frecuentada barbería! ¡Qué de fetideces de pomada de rosa, de canela y de contrahecho macasar! ¡Cuán acre el tufillo de la plebeya bandolina, y qué nauseabundo el de la jabonadura evaporada en la reluciente bacía de cobre! La tienda, caldeada por el sol vespertino, ardía como un horno, y en ella zumbaba un enjambre de moscas prófugas de la carnicería frontera. Pancho cayó en el petate como piedra en barranca, despatarrado y hecho una Y griega. ¡Cataplum! ¡Y a dormir la turca!

Traíala de las mejores, de las indómitas y largas, de esas que duran un día.

El tuerto roncaba o parecía roncar.

Fígaro es malévolo. Se le ocurrió esa vez hacer una de las suyas. ¡Qué no se le ocurre a un barbero!

Mientras uno de los aprendices, puestos los pies en la cabeza, se lanzó en busca de una mortaja, el maestro, con ayuda de los otros —¡buen par de pillastres!— levantaron a Pancho y le subieron al potro, digo, a la butaca.

Y… y… le abrieron cerquillo: un cerquillo clásico, elegantísimo, como aquel tan donairoso del P. Navarrete, insigne Mayoral de la Arcadia Mexicana; un cerquillo de comisario, o de orador crisóstomo; superior en belleza a la más aristocrática borreguna. ¡Como que nuestro barbero lo era de dominicos y mercedarios, gentes de mucho gusto y de supremo coramvobis!

Quedó Pancho, en un dos por tres, sin pelo de barba, con un soberbio cerquillo, con un copete que pondría envidia en el más lindo cacatúa, si cupiera pasión tan fea en pajarillos tan hermosos.

Luego dejáronle en pañaletas, peor que si fuera mendicante; vistiéronle la mortaja —que no fué cedida por amor de Jesucristo—, y listo de este modo el pobre Pancho, y por tal manera entrado en religión, le sacaron a la calle, le tendieron al borde de la acera, y allí me lo dejaron. Allí le recogió la ronda, la pacífica ronda del barrio, la cual se mostró piadosa y compasiva con el franciscano, con aquella reverencia por el pulque embriagada y caída en miseria lamentable y atroz.

Mandáronle por cordillera a San Fernando, al Colegio Apostólico, pues de allí debía ser el desdichado religioso.

Turulato se quedó el portero cuando le entregaron aquel cadáver, que cuerpo sin vida parecía Pancho, y con ayuda de tres donados, le llevó a una celda, mientras otros iban a dar aviso de lo acaecido al R. P. Guardián.

—¡Válgame Nuestro Padre San Francisco! —exclamaba el portero.

¿De dónde será este religioso desventurado? Pero, en fin, ¡quede en esta santa casa con la gracia de Dios! Nuestro hábito viste y «bajo el sayal hay 21», y si no es de los nuestros… que ordene el padre Guardián lo que mejor le plazca.

El buen anciano abrió la celda. Echaron a Pancho en un camastro, no más muelle que la estera de la barbería, y allí le vió el Guardián, que no pudo disimular su disgusto.

—¡Por caridad! ¡Dejadle en paz! ¡Veladle, cuidadle, y cubramos la desnudez del Patriarca con la piadosa capa de Jafet!

Tempranito, no bien dijo misa, acudió el Guardián a la celda en que estaba el desconocido religioso. Entróse de pronto, severo el aspecto, duro el rostro, agitando el cordoncillo seráfico, como siempre que iba a reprender. Hallóse a Pancho sentado al borde de la cama, en momentos en que apuraba sediento el búcaro que le pusieran cerca los legos vigilantes.

—Hermano… ¡Alabado sea Dios! —dijo el Guardián.

Pancho le miró de hito en hito, sorprendido y atónito.

—¿Cómo se llama su reverencia? —prosiguió—. ¿De qué colegio viene?… ¿Cuándo llegó?… ¿A qué vino?

Pancho no contestó. Miraba con asombro cuanto le rodeaba: el escaso y paupérrimo mueblaje de la celda, el camastro, el crucifijo sangriento colgado en la pared, las disciplinas crueles, pendientes de un clavo.

Veíalo todo como a través de un velo, y envuelto aún el infeliz en los humos alcohólicos, no se daba cuenta de lo que tenía delante, ni acertaba a responder.

—¡Responda, hermano! Responda y dígame de dónde viene y cuál es su nombre.

—Francisco.

—¡Su nombre!… —suplicó.

—¡Ése! —replicó el «tuerto», impacientado.

—Su nombre…

—¡«Pos» ya lo oyó!

—Sepa que le han traído de tal modo que ha causado escándalo gravísimo en la Comunidad; que ha escandalizado en plazas y calles…

—¡«Pos»… no es la primera… ni la última, padre!

Frunció el ceño el Guardián.

—¡Sí, hermano! —replicó—, merecéis castigo…

—¡Castigo, eh? —y se echó a reír.

—Sí.

—¡Qué sé yo! Lo que sé es que estoy crudo, padre; ¡pero… muy crudo! ¡Vaya qué «pítima» tan rebuena! Quien tiene la culpa es mi compadre «Tanasio», que «jue» quien me la ofertó, frente al Pocito, cuando pasaron los lanceros del «Cojo»… Pero como yo no «ninguneó», a «naiden»… «Pos»… ¡entré al quiero! ¡«Pos», qué, ya no hay hombres!

—¡Hermano! —suplicó el Guardián—. ¡Por las llagas de Nuestro Padre San Francisco! ¿De qué colegio viene? ¿De dónde viene?

—¡«Pos de mi casa»!

—Dígame su gracia.

—¿Mi gracia? ¡Uju! «Pos» Francisco García… criado de «usté»!

—Mire su reverencia, y repare…

—¡Yo no reparo!… ¿eh?

—Comprenda que ha deshonrado el hábito que viste…

—¡Ja… ja… ja…! —respondió el «tuerto»—. ¡«Dealtiro» me tantea!

Vióse Pancho y abrió tamaños ojos, y alzándose el sayal, contempló su interna desnudez.

—¡Oiga, su paternidad! —se apresuró a decir nerviosamente. —¡Óigame! —y volvía la mirada por toda la celda. —¡Téngame «pacencia»! ¡Yo no soy fraile, ni lo he sido, ni quiero serlo! ¡Si yo tengo mi mujer!

—¡Jesús nos valga, hermano!

—«Veasté». ¡Que me traigan un espejo! Quiero verme el «frontisficio»… porque la «verdá», la «puritita verdá»: yo no soy fraile. ¡Un espejo!

—Este hombre está loco —pensó el Guardián.

—¡Un espejo! ¡Un espejo! —repitió irritado.

Trajéronle lo que pedía, una luna opaca, única en el convento. Vióse en ella Pancho una y cien veces, pálido, trémulo, salientes los ojos, y tras largo silencio, exclamó entre resignado y burlón:

—¡«Pos» ya soy fraile!

—¿De dónde vino? ¿Cómo se llama? —insistió el Superior.

—¡«Pos» no sé! «Veasté»… Vea su reverencia; que vayan a mi casa, a la plazuela del Carmen, y allá en el siete, junto a la pulquería de don Tiburcio «el timbón», allí vivo yo; que entren, y en el último cuarto, ¡hasta adentro!, allí es mi casa, y allí están mi «probecita» mujer, y mis «probes» hijitos…

Pancho, acongojado, llenos de lágrimas los ojos, siguió diciendo:

—Y que pregunten por mí, por Pancho el «tuerto». ¡Si no está, ese soy yo! Y… si está… «entonces»… ¡El diablo sepa quién soy yo!

Le reconocieron los legos, y se explicaron lo que había acaecido.

Echóse a reír el Deán, y el vejete agregó:

¿Ve su señoría cómo no es cosa imposible perder la conciencia?

—¡Ja… ja… ja…! Señor mío: ¡no me venga usted con cuentos de Boccaccio o de Tirso!


Publicado el 1 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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