A Enrique Guasp de Peris
Érase que se era, en no sé qué comarca de cuyo nombre no quiero acordarme, un pueblo de pocos habitantes, casi desierto durante nueve meses del año, y concurridísimo en tiempo de baños. Situado a orillas del mar, a la falda de pintoresca colina y en una pradera siempre enflorecida, a donde no llegaban ardores veraniegos, y, mucho menos, escarchas otoñales, año con año era sitio predilecto de opulentos burgueses, de semirricachos retirados de agios y logrerías, de empleados en vacaciones, de mercaderes salvos del mostrador y víctimas del reuma, de niñas opiladas, de glotones gotosos, y de lechuguinos y caballeretes propensos a la tisis, la cual no parece batirse en derrota a pesar de la guerra que, como se dijo en ciertas Cortes, le tenía declarada un médico catalán. En tal pueblo, con las truchas de su río y las ostras de sus playas, y más que con otra cosa con los aires purísimos del pintoresco lugar, se fortalecían el cerebro todos los bañistas, y en giras y barcadas se pasaban los días y las semanas y los meses, para volver luego al brillante pudridero de la Corte, en busca de bailes y de recepciones, de comilonas dispépticas y de óperas vagnerianas.
Uno de tantos señores como al pueblo venían era el señor don Cándido de Altamira y Tendilla, Marqués de Altramuces, en un tiempo agregado de embajada, riquillo, gastado, lleno de dolamas y de crueles desengaños, con tres o cuatro achaques de gota en el cuerpo, y harto de zarandeos, de parrandas elegantes y de juergas aristocráticas, con muchas desilusiones en el alma y mucho desprecio para los hombres y sus cosas, y por tanto obsequioso, atento, observador, fino y, además, inteligente, leído y atiborrado de letra menuda.
Una noche, recostado en la baranda de un balcón del Casino —de aquel casino cursi, donde durante la temporada se reunían a diario los bañistas, fumando rico veguero y contemplando el cabrilleo de la luna en las aguas tranquilas del surgidero—, díjose don Cándido, con acento grave y solemne:
«—Cándido: ya tú no estás para subir y bajar; has pasado ya de los cincuenta, y guapo aún, sin que necesites de afeites y peluqueros, no tienes ni humor alegre ni buena salud para volver a la vida de la Corte, a las emociones del “treinta y cuarenta” en los alones del Veloz; a las tertulias de los Duques de la Carrasca, a los bailes de los Marqueses del Prado, y a las noches del Real, donde ya no volverás a escuchar la voz dulcísima de tu amigo Gayarre. Harías muy bien en irte a Madrid, y en quitar casa, y en volverte con doña Prudencia, tu excelente ama de gobierno, a esta aldea tranquila, e instalarte aquí, en un “chalet” cómodo y elegante, para vivir en este pueblo, ni envidiado ni envidioso (como dijo el poeta), y gozar de beatífica paz durante los quince o veinte años que, a todo tirar, te quedarán de vida, y eso si te cuidas y te tratas bien, y donde esperarás el instante temido en que estires la pata y cierres los ojos para siempre».
Y dicho y hecho. Nuestro don Cándido, que era marrullero y solterón y egoísta, compró a un creso del lugar cierto «chalet», en que, durante la estación balnearia, habían vivido unos títulos tronados, y se fué a Madrid, y a las pocas semanas ya estaba de regreso, con docenas y docenas de bultos y cajas, con dos o tres criados listos y de buen parecer, y con la bonísima de doña Prudencia.
Instalóse don Cándido; instalóse como correspondía a su carácter y linaje, y para no morirse de fastidio y matar los días, que en aquel pueblo se le hacían eternos, idos ya los bañistas y vuelto el lugarejo a su propia modorra y a su inmutable soledad, trazóse el descorazonado caballero terminante programa: levantarse temprano; bañarse en seguida; luego pasear un rato a caballo; desayunarse después; en seguida leer la correspondencia para saber los chismes de la Corte; escribir unos cuantos renglones a sus íntimas y a sus amigos del «Veloz»; charlar un rato en la botica (que era el mejor mentidero del pueblo); visitar, un día sí y otro día no, al Médico y al Cura, que eran allí las únicas personas de buen trato; dar un paseo por la playa o por la pradera; gozar de las sorpresas culinarias de doña Prudencia; leer los periódicos que traía el correo de la tarde; jugar tresillo con sus dos amigos, y luego meterse en la cama para que el calorcillo de las ropas le aliviara del reuma.
Y así vivía don Cándido, tranquilo y contento, sin más afectos que el cariño de doña Prudencia, ni más amor que el que tenía a un perrito de lanas consentido y mimoso, que, como un chiquillo, comía instalado cómodamente en una sillita al lado de su señor, con babero al cuello y cuidado por una doncella fresca y rozagante, gala y guapeza de la servidumbre.
¡Y qué bien que era tratado el animalito! Así como le atendían en la mesa, a manera de simpático ahijado o predilecto sobrino, así le consideraban y le miraban en el salón. Suyos eran las alcatifas pérsicas, los cojines de pluma y los tapetes de Utrecht.
¿Hacía calor? Pues ¡baño para Rigel! ¿Soplaban vientecillos fríos? Cerrar las vidrieras, y que entrara Rigel. ¿Llegaba el invierno? Venga la camisa aforrada de nutria, la camisa purpúrea con las iniciales de don Cándido y la corona consabida.
—¡Prudencia…! Rigel tiene hambre… Déle usted galletitas inglesas o un emparedado de perdiz! ¡Prudencia! ¡Prudencia! Esta criatura tiene sed… Déle usted grosella… ¡Por Dios, Prudencia! Rigelito está enfermo… ¡Que llamen al Doctor!
Y Eustaquio, el inglés, el gallardo criado de mesa, corría en busca del facultativo, y Rigel era puesto en cama, en una linda camita de bronce; la hermosa camita con edredón y colgaduras de gasa, colocada en la misma alcoba de don Cándido. Llegaba el médico, recetaba, y ahí tenían ustedes a don Cándido a la cabecera del enfermito, y a doña Prudencia dando al perro las medicinas, velándole el sueño, y… aplicándole lavativas, si eran necesarias. Más de una vez se turnaron los criados cerca del lecho de Rigel para guardarle el sueño.
No paraban aquí el cariño y los mimos de don Cándido para Rigel. Queríale como a un hijo. Charlaba con él, le daba consejos, le reprendía cuando era necesario, por cualquiera fechoría, y a veces se pasaba con él horas y horas, haciéndole brincar a través de un aro, como a los gozquecillos del circo.
Don Cándido se hacía lenguas de Rigel; ponía por las nubes su inteligencia; decía maravillas de sus habilidades, y ponderaba el instinto de aquel perro, en quien decía encontrar cosas dignas de un ente de razón.
Nada de esto parecía natural a la numerosa servidumbre del «chalet», ni al Médico ni al Párroco.
—Señor Cura —decía y repetía doña Prudencia— ¡qué cosas tiene el señorito! ¡El mejor día nos sale con que Rigel vaya a la escuela para que le enseñen a leer! ¡Si temo que quiera que le instruya usted como a los doctrinos que van al templo todos los domingos a rezar el catecismo! ¡Si no le trata como a perro, sino como a una persona! ¡Y habla con él y le conversa! ¡Ya voy yo creyendo lo que dice el palafrenero (que no por ser gallego deja de tener talento), que hay perros en quienes encarnan las almas y que por eso las personas los estiman y les tienen ley…!
—¡No tenga usted cuidado, doña Prudencia —respondióle el clérigo, enarcando las cejas, y sacando del bolsillo la tabaquera—; ya, ya, ya, señora! Hablaré a mi amigo del asunto. ¡Sí que le hablaré!
Cumplió lo prometido, y dulcemente, con toda cortesía, habló de ello a don Cándido, citándole textos de Aristóteles y de Santo Tomás acerca de la debatida cuestión de si tienen alma los animales, y trayendo a cuento no sé qué versículos del Génesis, para impugnar la opinión de algunos que en ellos creen encontrar, con poca razón, que las Santas Escrituras parecen atribuir a los animales inteligencia y reflexión. Pero nuestro don Cándido no hizo caso de los razonamientos de su buen amigo el Párroco; le entraron por un oído y por el otro le salieron, y Rigel siguió tan querido y tan mimado como siempre.
Meses después, en ocasiones diversas, durante la partida de tresillo, volvió a la carga el Cura; pero todo fué inútil. Don Cándido no se dió por entendido, y cierta vez en que el buen señor le habló del asunto —y por cierto que ya no en tono dulce y benévolo, sino severo y reprensivo—, el egoísta solterón mostró tal desagrado y cortó de manera tan brusca la conversación, que el excelente don Benigno dominó su indignación clerical, calló, y pensó que procedía no volver más a la casa de su amigo don Cándido, en quien suponía mejor sentido, más cultura y mayor seso.
Pero, cátate, lector piadoso, que un día se enfermó Rigel, y se enfermó de veras, y alarmóse don Cándido, y con él la servidumbre toda, y el Doctor fué llamado, y vino, y recetó, y volvió, y tornó a recetar, y declaró que el caso era desesperado, y que Rigel estaba «in articulo mortis». Alguien habló de llamar al albéitar, y no faltó quien suspirara por un discretísimo tratamiento homeopático. Ello es que el animalito siguió de gravedad, entró en agonía, estiró las patas, y… ¡se murió!
Supo el Cura la terrible desgracia de labios del médico, y supo que don Cándido, apenado como por la pérdida de un hijo o de un hermano, estaba abatidísimo. Pero el asombro del sencillo clérigo llegó al colmo cuando al llegar a la casa rectoral se encontró en la mesa de despacho una esquela enlutada, elegantísimamente enlutada. Al tomarla creyó el Cura que alguno de sus más conspicuos feligreses había fallecido de rápida muerte, sin tiempo para llamar a su párroco, y sin los consiguientes auxilios espirituales. Rompió la nema y leyó la esquela: En ella, y muy doloridamente, comunicaba don Cándido el fallecimiento de Rigel, e invitaba a todos sus amigos para la inhumación del cadáver, acto que «tendría lugar» al día siguiente, a las nueve de la mañana, en el jardín del «chalet», bajo los sauces del bosquete.
El asombro del Cura trocóse de pronto en suprema indignación cristiana; tomó de nuevo el manteo que se había dejado en la percha; calóse el de teja, y fuese derechito a casa de don Cándido.
Estaba ésta de duelo. El jardín había sido despojado de todas sus galas primaverales, y en el centro del saloncito, convertido en capilla ardiente, había suntuoso túmulo, sobre el cual, en riquísimo ataúd, forrado de níveo raso y circuido de flores… y de cirios perfumados yacía Rigel. Dos lacayos vestidos con magníficas libreas, de nieve los cuellos y de charol deslumbrante las botas, en pie e inmóviles, guardaban al féretro. En la estancia vecina, tumbado en un sofá, y triste y lloroso, estaba don Cándido, quien al oír la voz del párroco se levantó a recibirle, como si esperara de labios de su tertulio una frase de oportuno y supremo consuelo.
—¡Amigo y señor don Cándido! —exclamó el clérigo—. ¡Esto no se puede tolerar! ¡Esto no puedo tolerarlo yo! ¡Ni entre paganos se ha visto cosa semejante!
Calmóle don Cándido con un ademán, diciendo:
—Pero, señor Cura… ¡Si era mi único amigo! ¡Si por su cariño, y por su lealtad y por su inteligencia ha sido Rigel digno de esto, y de más!
—¡No, señor don Cándido!
—¡Sí, padre, sí!
—¡Don Cándido! ¡Don Cándido! ¡Qué está usted diciendo!
—Oigame usted, amigo mío… —suplicó el doliente.
—Oigo a usted.
—Si supiera usted qué agradecido fué Rigel… ¡Si le hubiera usted visto en sus últimos momentos! ¡Partía el corazón!… Alentaba penosa y difícilmente; el frío de la muerte le iba invadiendo poco a poco, y fijos en mí sus ojos tristes y llenos de lágrimas, parecía darme el último adiós! Acerquéme, le acaricié y le dije: Rigel, pobrecito mío: ¿quieres un bizcochito?… ¿Un bizcochito de los que tanto te gustan, de los que te dió una tarde el señor Cura? ¡Y no me contestó!
—¡Qué había de contestar!
—¿Quieres que te lleve a mi cama? ¿Quieres que te arrulle entre mis brazos? ¡Tampoco respondió!
El clérigo hizo un gesto de severísima desaprobación.
Don Cándido siguió diciendo:
—¿Qué quieres? ¿qué deseas? ¿Quieres hacer testamento? Y entonces, dando un quejido, y moviendo la pesada cabecita en señal de aprobación, me dijo que sí.
El Cura miraba de hito en hito a su amigo, quien prosiguió diciendo: —¿Quieres dejarle algo a Prudencia que tanto te ha querido?… Con un movimiento de cabeza me dijo que no. ¿A los demás criados que te han atendido y cuidado cariñosamente? —No. ¿Al señor Cura, que, aunque no te ha querido nunca, ha sabido darte uno que otro bizcochito, cuando venía a tomar chocolate? Y me dijo que sí, que sí, con expresión tan dulce como dolorida, fijando en mí la mirada empalidecida de sus ojitos azules. ¿Cuánto quieres dejarle? ¿Quinientas pesetas? ¿Mil pesetas? ¿Dos mil pesetas? Y lanzando el último quejido y moviendo la cabecita, me dijo: ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! Y yo, señor Cura, debo cumplir sin demora la voluntad de mi pobre y agradecido Rigel…
Y don Cándido tomó de un velador cercano una linda carterita de raso (de esas que sirven para obsequios galanes), y la puso en manos del clérigo.
Entonces éste, volviendo el rostro hacia la capilla ardiente y guardándose la cartera con la siniestra, mientras, impulsado por la costumbre, trazaba con la diestra un garabato a manera de cruz, exclamó:
—Señor don Cándido: pues perrito que tal hace… «requiescat in pace».[3]
Pluviosilla, a 15 de mayo de 1900.